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J sandel resumen completo libro, Resúmenes de Filosofía del Derecho

Filosofía del derecho, resumen de todos los capítulos de J Sandel

Tipo: Resúmenes

2019/2020
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Subido el 07/12/2020

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¡Descarga J sandel resumen completo libro y más Resúmenes en PDF de Filosofía del Derecho solo en Docsity! RESUMEN DEL LIBRO JUSTICIA.¿HACEMOS LO QUE DEBEMOS? DE MICHAEL. J. SANDEL. CAPITULO 1-HACEMOS LO QUE ES DEBIDO. En las primeras paginas de este capitulo, se habla sobre los precios abusivos en Florida cuando hubo un huracán, que mato a 22 personas y los precios del hielo, de la recogida de los arboles caídos y los hostales, subieron de una manera desorbitada. Se debate sobre si los precios fuero o no abusivos y si los precios deben ir con la oferta y la demanda. El debate sobre los precios abusivos que se produjo tras el hura cán Charley suscita serias cuestiones concernientes a la moral y a la ley: ¿está mal que los vendedores de bienes y servicios saquen partido de un desastre natural cobrando tanto como el mercado pueda soportar? Si está mal, ¿qué debería hacer la ley al respecto, si es que debe hacer algo? ¿Debe prohibir el Estado las subidas especulativas de precios incluso si, con ello, interfiere en la libertad de comprado res y vendedores de cerrar los tratos que deseen?. Bienestar, libertad y virtud. El argumento común en favor de los mercados sin restricciones descansa en dos aseveraciones, una sobre el bienestar, la otra sobre la li bertad. Según la primera, los mercados promueven el bienestar de la sociedad en su conjunto al ofrecer a los individuos incentivos para que trabajen mucho y suministren a los demás lo que quieren. (Aunque a menudo equiparamos informalmente el bienestar con la prosperidad económica, el concepto técnico de bienestar es más amplio; en él caben aspectos de la satisfacción social que no son económicos.) La segunda aseveración sostiene que los mercados respetan la libertad individual; en vez de imponer un cierto valor a los bienes y servicios, dejan que las personas escojan por sí mismas el que le dan a lo que se intercambian. Sin embargo, en él va implícito un argumento del estilo del que se expone a continuación, el que podríamos llamar «argumento de la virtud». La codicia es un vicio, una mala manera de ser, en especial cuan do lleva a que no se tengan en cuenta los sufrimientos de los demás. No es ya que sea un vicio persona); es que choca con la virtud cívica. En tiempos de tribulación, una buena sociedad empuja unida. En vez de empeñarse en obtener el máximo provecho, los unos miran por los otros. Una sociedad donde se explota al prójimo para conse guir una ganancia económica en tiempos de crisis no es una buena sociedad. La codicia excesiva es, pues, un vicio que una buena sociedad debe desalentar, si puede. Las leyes contra los precios abusivos no pueden abolir la codicia, pero sí pueden, al menos, restringir sus expresiones más desaprensivas y demostrar que la sociedad la desaprueba. Al castigar el comportamiento codicioso en vez de recompensarlo, la sociedad expresa su adhesión a la virtud cívica del sacrificio com partido por el bien común. El argumento de la virtud, por el contrario, se basa en un juicio, el de que la codicia es un vicio que el Estado debe desalentar. Pero ¿quién juzga qué es una virtud y qué un vicio? Entre los ciudadanos de las sociedades pluralistas, ¿no hay acaso discrepancias por tales cosas? ¿Y no es peligroso imponer juicios relativos a la virtud por medio de leyes? Movidos por esta inquietud, muchos sostienen que el Estado debe ser neutral en lo que se refiere a virtudes y vicios; no debe perseguir el cultivo de las actitudes buenas o desalentar las malas. Podría, pues, decirse que las teorías antiguas de la justicia parten de la virtud, mientras que las modernas parten de la libertad. ¿Qué heridas de guerra merecen una condecoración? En este apartado habla sobre los corazones purpuras, que es una condecoración que se les ta a los soldados, por sus servicios y por las heridas causadas en la guerra, tanto traumáticas como físicas. El corazón purpura honra el sacrificio, no al valor. La disputa sobre el Corazón Púrpura ilustra la lógica moral de la teoría aristotélica de la justicia. No podemos determinar quién se merece una medalla militar sin preguntarnos qué virtudes debe honrar la medalla.Y para responder esa pregunta habremos de sopesar concepciones contrapuestas del carácter y del sacrificio. Indignación por el rescate bancario. La rabia pública por la crisis financiera de 2008-2009 viene aquí a cuento. Durante años, los precios de las acciones y de la propiedad inmobiliaria habían estado subiendo mucho. El día del juicio llegó cuando reventó la burbuja inmobiliaria. Los bancos e instituciones financieras de Wall Street habían ganado miles de millones de dólares gracias a complejas inversiones respaldadas por hipotecas, pero su valor cayó en picado. Las antes orgullosas firmas de Wall Street se balanceaban ahora al borde del abismo. El mercado bursátil se hundió, y arrastró consigo no solo a los grandes inversores, sino a los estadounidenses corrientes, cuyos planes de pensiones perdieron buena parte de su valor. La riqueza total de las familias estadounidenses disminuyó en 2008 en once billones de dólares, cantidad igual a la producción anual de Alemania,Japón y el Reino Unido juntos. Tras la indignación por el rescate había una creencia sobre el merecimiento según el punto de vista de la moral: los ejecutivos que recibieron las primas no se tas merecían, como tampoco el rescate las firmas a las que se salvó. Pero ¿por qué no? La razón podría ser me nos evidente de lo que parece. Piénsese en dos respuestas posibles, una que se refiere a la codicia y la otra al fracaso. Una de las causas de la indignación era que las primas parecían recompensar la codicia, tal y como el titular del tabloide indicaba sin ambages. El problema con la acusación de codicia es que no distingue entre las recompensas pagadas por el rescate tras la crisis y las recom pensas otorgadas por los mercados en épocas boyantes. La codicia es un vicio, una mala actitud, un deseo excesivo, obsesivo, de ganancias. Tres maneras de enfocar la justicia. Preguntar si una sociedad es justa es preguntar por cómo distribuye las cosas que apreciamos: ingresos y patrimonios, deberes y derechos, poderes y oportunidades, oficios y honores. Una sociedad justa distribuye esos bienes como es debido; da a cada uno lo suyo. Lo difícil empieza cuando nos preguntamos qué es lo de cada uno, y por qué lo es. En la escuela que concibe la justicia a partir de la libertad caben muchas posturas, hasta el punto de que algunas de las disputas políticas más encendidas de nuestro tiempo tienen lugar entre dos campos rivales integrados en ella: el campo del laissez-fairc y el campo de la equidad. A la cabeza del campo del laissez-faire están los libertarios pro libre mercado, que creen que la justicia consiste en respetar y validar lo que los adultos elijan voluntariamente. Al campo de la equidad pertenecen teóricos de una vena más igualitaria. Mantienen que los mercados sin restricciones ni son justos ni son libres. En su opinión, la justicia requiere de políticas que remedien las desventajas sociales y económicas y den a todos equitativamente oportunidades de triunfar. Por último, llegamos a las teorías que ven a la justicia asociada a la virtud y a una vida buena. En la política contemporánea, se suelen identificar las teorías de la virtud con los conservadores culturales y la derecha religiosa. Que se legisle sobre la moralidad es anatema para muchos ciudadanos de las sociedades liberales, pues haciéndolo se corre el riesgo de caer en la intolerancia y la coacción. Pero la noción de que una sociedad justa es la que se adhiere a ciertas virtu des y ciertas formas de concebir una vida buena mayoría crea que es la mejor manera de vivir. Los únicos actos por los que una perso na ha de rendir cuentas a la sociedad, sostiene Mili, son los que afec tan a otros. Mientras no perjudique a nadie más, mi «independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su mente, el individuo es soberano». Las conjeturas de Mili acerca de los saludables efectos sociales de la libertad son bastante verosímiles, pero no ofrecen una base moral convincente a los derechos individuales por al menos dos ra zones. La primera es que respetar lo:; derechos individuales con la finalidad de fomentar el progreso social deja a los derechos sujetos a la contingencia. Supongamos que encontramos una sociedad que logra una especie de felicidad a largo plazo por medios despóticos. ¿No tendría que concluir el utilitarista que en una sociedad tal no se requieren moralmente derechos individuales? La segunda es que ba sar los derechos en consideraciones utilitarias pasa por alto el sentido en que violar los derechos de un individuo supone infligirle un mal, sea cual sea el efecto en el bienestar general. Si la mayoría persigue a los adeptos de una fe impopular, ¿no crómete una injusticia con ellos, en cuanto individuos, con independencia de las malas consecuencias que. tal intolerancia pudiese tener para la sociedad en su conjunto a lo largo del tiempo?. Placeres más elevados. La réplica de Mili a la segunda objeción contra el utilitarismo que reduce todos los valores a una sola escala, también descansa en ideales morales independientes de la utilidad. En El utilitarismo , un largo ensayo que escribió poco después de Sobre la libertad, intenta mostrar que los utilitaristas pueden distinguir los placeres más ele vados de los que lo son menos. Para Bentham, el placer es placer y el dolor, dolor. El único fundamento para juzgar que una experiencia es mejor o peor que otra es la intensidad y duración del placer o el dolor que produce. Los llamados placeres elevados, o las llamadas virtudes nobles, son, simplemente, los que producen un placer más fuerte, más prolongado. Bentham no reconoce una distinción cualitativa entre los placeres. Parte del atractivo del utilitarismo de Bentham es que no enjuicie. Toma las preferencias de las personas como son, sin juzgarlas por su valor moral. Todas las preferencias cuentan por igual. Bentham piensa que es presuntuoso juzgar que algunos placeres son intrínsecamente mejores que otros. El negarse a distinguir unos placeres superiores de otros inferiores está ligado a la creencia de Bentham de que todos los valores se pueden medir y comparar con una sola escala. Si las experiencias difieren solo en la cantidad de placer o de dolor que producen, y no lo hacen cualitativamente, tendrá sentido compararlas con una sola escala. Mili intenta poner el utilitarismo a salvo de tales objeciones. A diferencia de Bentham, Mili sí cree que es posible distinguir entre placeres más y menos elevados; es decir, que es posible evaluar, no ya la cantidad o intensidad, sino la calidad de. nuestros deseos. Y cree que puede distinguirlos sin basarse en ninguna otra idea moral que la de utilidad misma. Mili empieza por manifestar su adhesión al credo utilitario: «Un acto está bien en la medida en que tienda a promover la felicidad y está mal en la medida en que tienda a producir lo contrario de la felicidad. Por felicidad se entiende placer y ausencia de dolor; por infelicidad, dolor y la privación de placen). Aunque recalque que solo importan el placer y el dolor, Mili reconoce que «algunos tipos de placer son más deseables y valiosos que otros». ¿Cómo podemos saber qué placeres son cualitativamente superiores? Mili propone un criterio simple: «De dos placeres, si hay uno que es el preferido por todos o casi todos los que han experimentado los dos, sin que medie sentimiento alguno de que se tiene la obligación moral de preferirlo, ese será el más deseable».Pone un ejemplo; Shakespeare contra los Simpson. CAPITULO 3-¿SOMOS NUESTROS PROPIOS DUEÑOS?. EL LIBERTARISMO. En este capitulo en sus primera paginas, habla sobre los ricos que hay en Estados Unidos, y se discute, que si fuese justo o no para incrementar la felicidad en el resto de ciudadanos, repartir sus riquezas. La postura utilitarista, diría que se repartiera todo, hasta que todos los ciudadanos estén por igual y sean felices. Los libertarios, son partidarios de que los mercados estén libres de toda atadura, se oponen a que los regule el Estado. Pero el motivo de esta actitud suya no es la eficiencia económica, sino la libertad humana. Su doctrina central afirma que cada uno tiene un derecho funda mental a la libertad: el derecho a hacer lo que se quiera con las cosas que se posea con tal de que se respeten los derechos de otros a hacer lo mismo. El Estado minimo. Si la teoría libertaria de los derechos es correcta, muchas actividades del Estado moderno son ilegítimas y violan la libertad. Solo un Estado mínimo, uno que obligue a cumplir los contratos, proteja del robo a la propiedad privada y mantenga la paz, es compatible con la teoría libertaria de los derechos. Cualquier Estado que haga más carecerá de justificación moral. El libertario rechaza tres tipos de políticas y de leyes que los estados modernos ejecutan de ordinario: 1º-No al paternalismo. Los libertarios se oponen a las leyes que protegen a las personas del daño que puedan hacerse a sí mismas. Las normas concernientes aJ cinturón de seguridad son un buen ejemplo, o las de los cascos de los motoristas. Aunque ir en moto sin casco sea insensato, y aunque las normas que imponen su uso salven vidas y eviten lesiones gravísimas, el libertario argumenta que las leyes de ese estilo violan el derecho del individuo a decidir los riesgos que quiere correr. Mientras no haya terceros que salgan perjudicados y los motoristas se hagan responsables de sus propias facturas médicas, el Estado no tiene derecho a dictar qué riesgos pueden correr con sus cuerpos y vidas. 2º-No a legislar sobre la moral. Los libertarios se oponen a que se use la fuerza coercitiva de la ley para promover alguna concepción determinada de la virtud o expresar las convicciones morales de la mayoría. Puede que para muchos la prostitución sea moralmente reprochable, pero eso no justifica las leyes que impiden que la practiquen adultos que consientan en ello. En algunas sociedades las mayorías quizá desaprueben la homosexualidad, pero eso no justifica que haya leyes que priven a gays y lesbianas del derecho a escoger sus compañeros sexuales. 3º-No a la redistribución de la renta o del patrimonio. La teoría libertaria de los derechos descarta toda ley que requiera que unas personas ayuden a otras, incluidas las leyes que impongan impuestos para la redistribución de la riqueza. Por deseable que pueda ser que los más acomodados ayuden a los menos afortunados, subsidiando su asistencia sanitaria, sus viviendas o su educación, tal ayuda debería dejarse en manos de los individuos, no ordenarla el Estado. Según los libertarios, los impuestos redistributivos son una forma de coerción, incluso de robo. La filosofía libertaria no se proyecta inequívocamente sobre el espectro político. Los conservadores que apoyan el laissezfaire en política económica se separan a menudo de los libertarios en cuestiones culturales, como la oración en las escuelas, el aborto y poner restricciones a la pornografía.Y muchos partidarios del Estado del bienestar tienen puntos de vista libertarios en asuntos como los derechos de los gays, los derechos reproductivos, la libertad de expresión y la separación de la Iglesia y el Estado. La filosofia del libre mercado. En Anarquía, Estado y utopía, Robert Nozick ofrece una de densa filosófica de los principios libertarios y ataca las ideas ordinarias de la justicia distributiva. Parte de aseverar que los individuos tienen derechos «tan fuertes y de tan largo alcance» que «hay que preguntarse qué debe hacer el Estado, si es que debe hacer algo». Llega a la conclusión de que «solo se justifica un Estado mínimo, que se limite a hacer cumplir los contratos y a proteger a las personas de la fuerza, el robo y el fraude. Cualquier Estado que vaya más allá violará el derecho de las personas a que no se les fuerce a hacer ciertas cosas, y no estará justificado». Se pone de ejemplo, el dinero de Michael Jordan. ¿Somos nuestros propios dueños? Cuando Michael Jordán anunció en 1993 que se retiraba del baloncesto, los seguidores de los Chicago Buils se quedaron desolados. Volvería a jugar y llevaría a los Bulls a ganar tres campeonatos más. Pero supongamos que en 1993 el ayuntamiento de Chicago, o, ya puestos, el Congreso, hubiese querido aliviar esa desolación y hubiera votado a favor de obligar aJordán a jugar al baloncesto durante un tercio de la temporada siguiente. La mayor parte de la gente habría considerado que se trataba de una ley injusta, una violación de la libertad de Jordán. Pero si el Congreso no puede obligar a Jordán a que vuelva a las pistas de baloncesto (ni siquiera durante un tercio de la temporada), ¿cómo puede tener derecho a forzarle a que dé un tercio del dinero que gana jugando al baloncesto?. Los partidarios de la redistribución de la renta por medio de impuestos formulan varias objeciones a la lógica libertaria. La mayo ría de ellas, sin embargo, tiene réplica. Primera objeción: Los impuestos no son tan malos como los trabajos forzados. Si le cobran un impuesto, siempre podrá trabajar menos y pagar me nos impuestos; pero si se le fuerza a trabajar, no podrá elegir. Réplica libertaria:Es cierto, pero ¿por qué debería el Estado obligar a tener que elegir? Hay personas a las que les gusta ver las puestas de sol; otros prefieren actividades que cuestan dinero: ir al cine, salir a comer, navegar en yate, etcétera. ¿Por qué se cobran menos im puestos a quienes prefieren holgar que a quienes se dedican a actividades que cuestan dinero?. Segunda objeción: Los pobres necesitan más el dinero. Réplica libertaria-. Puede. Pero esa es una. razón para convencer a los adinerados de que, porque así lo decidan ellos, ayuden a los pobres. No justifica que se obligue aJordán y a Gates a hacer caridad. Robar al rico para dárselo a los pobres sigue siendo robar, lo haga Robin Hood o el Estado. Tercera objeción: Michael Jordan no juega solo. Está, pues, en deuda con aquellos que contribuyen a su triunfo. Pero a todas esas personas ya se les paga el valor de mercado de sus servicios. Aunque saquen menos que Jordán, son ellas las que aceptan voluntariamente la compensación profesora de administración de empresas en la Facultad de Ciencias Empresariales de Harvard, ha analizado las ventajas comerciales de la nueva forma de subrogación. Antes, quienes contrataban la subrogación «necesitaban adquirir en un mismo paquete el óvulo y el seno materno». Ahora pueden hacerse «por una parte con el óvulo (que, en muchos casos, es de la que ejercerá de madre) y por otra con el seno materno». CAPITULO 5-LO QUE CUENTA ES EL MOTIVO. IMMANUEL KANT. Si cree que hay derechos humanos universales, es que usted, segura mente, no es utilitarista. Si todos los seres son dignos de respeto, sean quienes sean o vivan donde vivan, estará mal que se les trate como meros instrumentos de la felicidad colectiva. Si los derechos no se fundamentan en la utilidad, ¿cuál es su fundamento moral? Los libertarios ofrecen una respuesta posible. Las personas no deberían ser usadas como un simple medio para el bienestar de los demás, porque de ese modo se viola el derecho fundamental de ser el dueño de uno mismo. Mi vida, mi trabajo y mi persona me pertenecen a mí solo. No están a la disposición de la sociedad en su conjunto. Ni siquiera John Locke, el gran teórico de los derechos de propiedad y del gobierno limitado, proclamaba un derecho ilimitado a ser el dueño de uno mismo. Negaba que podamos disponer de nuestra vida y libertad cuando nos apetezca. Pero la teoría de Locke de los derechos inalienables invoca a Dios, lo que plantea un problema a quienes buscan un fundamento moral de los derechos que no descanse en premisas religiosas. El argumento de Kant a favor de los derechos. Immanuel Kant, ofrece una concepción alternativa de los deberes y los derechos, una de las más poderosas e influyentes que filósofo alguno haya producido. No se basa en qué seamos nuestros propios dueños o en que se diga que nuestras vidas y libertades son un don de Dios. Se basa en que somos seres racionales, merecedores de dignidad y respeto. La importancia que le da Kant a la dignidad humana informa las ideas actuales acerca de los derechos humanos universales. Más importancia tiene aún el que su formulación de la libertad figure en muchos de nuestros debates de hoy sobre la justicia. En la introducción de este libro he diferenciado tres maneras de abordar la justicia. Una de ellas, la de los utilitaristas, dice que para definir la justicia y determinar qué debe hacerse hay que preguntarse qué maximizará el bienestar o la felicidad colectiva de la sociedad en su conjunto. Un segundo enfoque liga la justicia a la libertad. Los libertarios pro libre mercado ofrecen un ejemplo de tal enfoque. Dicen que la distribución justa de la renta y del patrimonio será aquella, la que sea, que se derive del libre intercambio de bienes y servicios en un mercado sin restricciones. Regular el mercado es injusto, sostienen, porque viola la libertad de elección del individuo. Un tercer enfoque dice que la justicia consiste en dar a las personas lo que moralmente se merecen: en asignar los bienes para premiar y promover la virtud. Como veremos cuando examinemos el pensamiento de Aristóteles (en el capítulo 8), el enfoque basado en la virtud liga la justicia a la vida buena. Kant rechaza el primer enfoque (maximizar el bienestar) y el tercero (promover la virtud). Ninguno de los dos, piensa, respeta la libertad humana. Aboga, pues, y lo hace poderosamente, por el segundo. el que liga la Justicia y la moral a la libertad. Pero la idea de libertad que propone es exigente, más exigente que !a libertad de elegir que ejercemos cuando compramos y vendemos bienes en el mercado. Lo que solemos entender por libertad de mercado o elección del consumidor no es verdadera libertad, sostiene Kant, porque se limita a satisfacer deseos que, para empezar, no hemos elegido nosotros. Las pegas de maximizar la felicidad. Kant rechaza el utilitarismo. Al fundamentar los derechos en un cálculo de qué producirá mas felicidad, sostiene, el utilitarismo vuelve vulnerables los derechos. Hay además un problema más hondo: que se intente derivar los principios morales de los deseos que dé la casualidad que tengamos es una manera equivocada de concebir la moral. Que algo íes dé placer a muchos no hace que esté bien. El mero hecho de que la mayoría, por grande que sea, esté a favor, por convencidamente que sea, de tal o cual ley no la vuelve justa. Kant sostiene que todas las personas son dignas de respeto, no porque seamos nuestros propios dueños, sino porque somos seres racionales, capaces de razonar; somos además seres autónomos, capa ces de actuar y elegir libremente. Kant no duda en admitir que la capacidad racional no es la única que poseemos. Tenemos también la de sentir placer y dolor. Kant reconoce que, además de racionales, somos criaturas simientes. Por «simientes» Kant entiende que respondemos a nuestros sentidos, a nuestras sensaciones. Bentham, pues, tenía razón, pero solo a medias. Tenía razón al observar que nos gusta el placer y nos disgusta el dolor. Pero se equivocaba al recalcar que somos «nuestros dueños soberanos». Kant sostiene que la razón puede ser soberana, al menos parte del tiempo. Cuando la razón gobierna nuestra voluntad, no nos mueve el deseo de buscar el placer y escapar del dolor. ¿Que es la libertad? Kant razona como sigue: cuando buscamos, como los animales, el placer o la ausencia de dolor, no estamos actuando en realidad libremente. Actuamos como esclavos de nuestros apetitos y deseos. ¿Por qué? Porque cuando estamos persiguiendo la satisfacción de nuestros deseos, todo lo que hacemos lo hacemos por un fin que nos viene dado de fuera de nosotros.Voy por aquí para calmar mi hambre, voy por allá para templar mi sed. Una forma de entender lo que Kant quiere decir con «actuar autónomamente» es contrastar la autonomía con lo contrario de la autonomía, y para nombrar lo contrario de la autonomía Kant se inventa una palabra iieteronomía. Cuando actúo heterónomamente, actúo conforme a deterniinaciones dadas fuera de mí. Un ejemplo: si dejo caer una bola de billar, se precipitará hacia el suelo. En su caída, la bola de billar no actúa con libertad; su movimiento está gobernado por las leyes de la naturaleza, en este caso la de la gravedad. Personas y cosas. Kant llama determinación heterónoma: hacer algo en pos de otra cosa, que a su vez se desea en pos de otra, y así sucesivamente. Cuando actuamos heterónomamente, actuamos en pos de fines dados fuera de nosotros. Somos instrumentos, no autores, de lo que perseguimos. Para Kant, respetar la dignidad humana significa tratar a las personas como fines en sí mismas. Esta es la razón de que esté mal usar a las personas en pos del bienestar general, como hace el utilitarismo. Tirar al hombre corpulento a las vías para que no pase el tranvía lo usa como a un medio; por lo tanto, no lo respeta como a un fin en sí mismo. Un utilitarista esclarecido (como Mili) quizá renuncie a empujar al hombre, preocupado por los efectos secundarios que disminuirían la utilidad a largo plazo (a la gente le entraría enseguida miedo a estar en un puente, etc.). Pero Kant mantendría que esa es una razón equivocada para desistir de tirar al hombre. Sigue tratando a la víctima potencial como a un instrumento, un objeto, un mero medio para la felicidad de los demás. Le deja vivir, no por lo que es, sino para que otros puedan cruzar un puente sin temor. ¿Qué es la moral? Búsquense los motivos. Según Kant, el valor moral de una acción no consiste en las consecuencias que se sigan de ella, sino en la intención con la que se haya realizado. Lo que importa es el motivo, y el motivo debe ser de cierto tipo. Lo que importa es hacer lo que se debe porque es lo debido, no por motivos ulteriores. Para que una acción sea moralmente buena, «no basta con que sea conforme a la ley moral, debe además haberse hecho por la ley moral». Y el motivo que confiere valor moral a una acción es el motivo del deber, y Kant entiende por ello que se haga lo que es debido por la razón debida. Si el motivo por el que hacemos algo no es el deber, si es el interés propio, por ejemplo, nuestra acción carecerá de valor moral. Esto es cierto, mantiene Kant, no solo para el interés propio, sino para todos y cada uno de los intentos de satisfacer nuestras necesidades, deseos, preferencias y apetitos. Kant contrasta motivos como estos, a los que llama «motivos de inclinación», con el motivo del deber, y recalca que solo las acciones llevadas a cabo por el motivo del deber tienen valor moral. ¿Cuál es el principio supremo de la moralidad? Nos acercará a la respuesta de Kant el modo en que conecta tres grandes ideas: la moral, la libertad y la razón. Kant las explica por medio de una serie de contrastes o dualismos. Están expresados con un poco de jerga, pero si se percibe cuál es el paralelismo entre los términos que se contrastan, se estará en el buen camino para entender la filosofía moral de Kant. Estos son los contrastes que debemos tener en cuenta: 1º-La moral- Deber / inclinación 2º-La libertad- Autonomia / heteronomía 3º-La razón- Imperativo categórico / Imperativo hipotético El segundo contraste describe dos formas diferentes de determinar mi voluntad: autónomamente y heterónomamente. Según Kant, solo soy libre cuando mi voluntad está determinada autónomamente,. gobernada por una ley Que me dova mí mismo. Ahora bien, pensamos a menudo que la libertad consiste en poder hacer lo que queramos, en perseguir nuestros deseos sin que nada nos estorbe.. Pero Kant le plan tea una gran dificultad a esta forma de concebir la libertad: si, para empezar, uno no ha elegido sus propios deseos, ¿cómo podremos pensar que somos libres cuando hacemos por satisfacerlos? Kant expresa esa dificultad con el contraste entre autonomía y heteronomía. Cuando mi voluntad está determinada heterónomamente, está determinada externamente, desde fuera dé mí mismo. Pero esto lleva a un arduo problema: si la libertad consiste en algo más que en seguir mis deseos e inclinaciones, ¿cómo es posible la libertad? ¿No estará todo lo que hago motivado por deseos o inclinaciones Respuesta: Cuando establecemos la ley moral, no escogemos como usted y como yo, personas particulares, sino como seres racionales, participes de lo que Kant llama «razón práctica pura». Por lo tanto, es erróneo pensar que está en nuestra mano determinar la ley moral en cuanto individuos. Cuarta pregunta: Kant sostiene que, si la moral es algo más que calcular prudentemente, habrá de tomar la forma de un imperativo categórico. Pero ¿cómo podremos saber que la moralidad existe aparte del juego del poder y de los intereses? ¿Podremos tener alguna vez la seguridad de que contamos con la capacidad de actuar autónomamente, con libre albedrío? ¿Y si los científicos descubren (gracias a la toma de imágenes de la actividad cerebral, por ejemplo, o gracias a la neurociencia cognitiva) que, a fin de cuentas, no tenemos libre albedrío? ¿N o quedaría así refutada la filosofía moral de Kant? Respuesta: El libre albedrío no es de ese tipo de cosas que la ciencia pueda probar o refutar.Tampoco lo es !a moral. Es verdad que los seres humanos habitamos en el reino de la naturaleza.Todo lo que podamos hacer se podrá describir desde un punto de vista físico o biológico. Una forma de explorar la filosofía moral de Kant consiste en ver cómo la aplicaba a algunas cuestiones concretas. Querría considerar tres aplicaciones: al sexo, a la mentira y a la política. Los filósofos no son siempre las mejores autoridades en lo que se refiere a la aplicación práctica de sus teorías. Pero las aplicaciones que hizo Kant de la suya son interesantes en sí mismas y, además, arrojan algo de luz sobre el conjunto de su filosofía. Aunque Kant no las elabora en detalle, la teoría política por la que se inclina rechaza el utilitarismo en favor de una teoría de la justicia basada en un contrato social. CAPITULO 6-EN DEFENSA DE LA IGUALDAD. JOHN RAWLS. La mayoría de los estadounidenses no hemos firmado nunca un contrato social. En realidad, los únicos estadounidenses que han pro metido de verdad que respetarán la Constitución (aparte de los cargos públicos) son los que han adoptado esa nacionalidad, los inmigrantes que así lo han jurado porque se les exige para adquirir la ciudadanía. A los demás no nos han exigido, ni siquiera pedido, que diésemos nuestro consentimiento. Entonces, ¿por qué estamos obligados a obedecer la ley? ¿Y cómo podemos decir que nuestro gobierno se cimienta en el consentimiento de los gobernados? John Locke dice que hemos dado el consentimiento tácitamente. Cualquiera que disfrute de los beneficios que reporta un gobierno, aunque sea viajar por un camino público, consiente implícita mente en la ley y está obligado a cumplirla. Pero el consentimiento tácito es una variante muy desvaída del auténtico. Cuesta ver cuál pueda ser la razón de que el mero hecho de pasar por un lugar habitado sea equivalente moralmente a ratificar la Constitución. John Rawls, filósofo político estadounidense, ofrece una respuesta esclarecedora a esta pregunta. En Teoría de la justicia, sostiene que para pensar en la justicia hay que preguntarse cuál serían los principios con los que estaríamos de acuerdo en una situación inicial de igualdad. Esta es la idea de contrato social que propone Rawls: un acuerdo hipotético en una situación originaria de igualdad. Rawls nos invita a preguntarnos qué principios escogeríamos, como personas racionales y que cuidan de su propios intereses, si nos encontrásemos en tal situación. De entrada, razona, no escogeríamos el utilitarismo. Tras el velo de la ignorancia, cada uno pensaría: «Por lo que yo puedo saber, lo mismo resulta que pertenezco a una minoría oprimida».Y nadie se arriesgaría a ser el cristiano arrojado a los leones para divertir a la multitud.Tampoco escogeríamos el puro laissez-faire, el principio libertario de que se les dé a los individuos el derecho a quedarse con todo el dinero que ganen en una economía de mercado. «Lo mismo resulta que seré Bill Gates razonaría cada uno pero, de nuevo, podría también acabar siendo un pordiosero. Así que será mejor que evite un sistema que me podría dejar con una mano delante y otra detrás, y sin nadie que me ayudase.» Rawls cree que del contrato hipotético saldrían dos principios de la justicia. El primero ofrece iguales libertades básicas a todos los ciudadanos, como la libertad de expresión y de culto. Este principio tendría prioridad sobre otras consideraciones de utilidad social y bienestar general. El segundo principio se refiere a la igualdad social y económica. Aunque no requiere una distribución igual de las rentas y del patrimonio, solo permite las desigualdades sociales y econó micas que sirvan para mejorar la situación de los miembros menos prósperos de la sociedad. Los limites morales de los contratos. Reconocer que los contratos no confieren equidad a sus propios términos no significa que debamos violar nuestros acuerdos cuando nos apetezca. Puede que estemos obligados a cumplir incluso un acuerdo que no es equitativo, al menos hasta cierto punto. El consentimiento es importante, aunque la justicia no consista solo en el consentimiento. Con frecuencia confundimos el papel moral del consentimiento con otras fuentes de la obligación. Los pensadores jurídicos llevan debatiendo esta cuestión desde hace mucho. El consentimiento, ¿crea una obligación por sí mismo o se requiere que haya algún componente de provecho o de con fianza depositada? Este debate nos dice algo sobre la moralidad de los contratos que a menudo pasamos por alto: que los contratos rea les tienen peso moral en la medida en que realicen dos ideales, la autonomía y la reciprocidad. En cuanto actos voluntarios, los contratos expresan nuestra autonomía; las obligaciones que crean tienen peso porque nos las imponemos a nosotros mismos, porque cargamos con ellas libre mente, En cuanto instrumentos para el beneficio mutuo, los contra tos beben del ideal de la reciprocidad; la obligación de cumplirlos procede de la obligación de pagar a otros por los beneficios que nos aportan. En la práctica, estos ideales la autonomía y la reciprocidad se realizan imperfectamente. Algunos acuerdos, aunque sean voluntarios, no son mutuamente beneficiosos.Y a veces nos podemos ver obligados a pagar por un beneficio aunque no haya un contrato, por mor de la reciprocidad. Indica los límites morales del consentimiento: hay casos en que el consentimiento quizá no baste para crear una obligación que ate moralmente; en otros, quizá no sea necesario. Cuando el consentimiento no basta; cromos de beisbol. Cuando el consentimiento no es esencial; los que limpian parabrisas en ls semáforos. ¿El beneficio o el consentimiento? el taller de coches móvil de Sam. Imaginemos el contrato perfecto. Todas estas desventuras, ¿qué nos dicen de la moralidad de los con tratos? Los contratos derivan su fuerza moral de dos ideales diferentes, la autonomía y la reciprocidad. Sin embargo, la mayor parte de los contratos reales queda lejos de esos ideales. Si he de tratar con alguien que tiene una posición negociadora mejor que la mía, mí acuerdo quizá no sea del todo voluntario; estará sometido a presiones o, en el caso extremo, coaccionado incluso. Si negocio con alguien que conoce mejor que yo lo que vamos a intercambiarnos, el trato quizá no sea mutuamente beneficioso. En el caso extremo, quizá me timen, me engañen. Dos principios de la justicia. Según Rawls, no escogeríamos el utilitarismo. Tras el velo de la ignorancia, no sabemos adonde iremos a parar en la sociedad, pero sí que querremos perseguir nuestros fines y que se nos trate con respeto. Si luego resulta que pertenecemos a una minoría étnica o religiosa, no querremos que se nos oprima, incluso cuando ello dé placer a la mayoría. Cuando el velo de la ignorancia se alce y empiece la vida real, no querremos ver que somos las víctimas de una persecución religiosa o de la discriminación racial. Para protegernos de esos peli gros, rechazaríamos el utilitarismo y acordaríamos un principio que estableciese que todos los ciudadanos tuviesen las mismas libertades básicas, entre ellas el derecho a las libertades de conciencia y de consentimiento.Y recalcaríamos que ese principio tendría prioridad sobre el empeño de maximizar el bienestar general. No sacrificaríamos nuestros derechos y libertades fundamentales por beneficios sociales y económicos. Ni que decir tiene, la teoría de Rawls no está concebida para evaluar la equidad del salario de una u otra persona; se interesa por la estructura básica de la sociedad y el modo en que reparte derechos y deberes, rentas y patrimonios, poderes y oportunidades. Pero el argumento de Rawls a favor del principio de la diferencia no descansa por completo en la presuposición de que en la situación originaria se sería reacio a correr riesgos. Bajo el artificio del velo de la ignorancia se esconde un argumento moral que se puede enunciar con independencia del experimento mental. La idea principal es que la distribución de la renta y de las oportunidades no debería basarse en factores que, desde un punto de vista moral, resulten arbitrarios. El argumento de la arbitrariedad moral. Rawls presenta su argumento mediante la comparación de varias teorías de la justicia rivales. Empieza por la aristocracia feudal. Hoy en día, nadie defiende la justicia de las aristocracias feudales o de los sistemas de castas. Estos sistemas no son equitativos, observa Rawls, porque distribuyen la renta, el patrimonio, las oportunidades y el poder conforme a un accidente de nacimiento. Si se nace en la nobleza, se tendrán derechos y poderes negados a los nacidos en la servidumbre. Pero las circunstancias en que se nace no son obra de uno mismo. Por lo tanto, es injusto que las perspectivas que se tengan en la vida dependan de ese hecho arbitrario. Una forma de remediar esta falta de equidad es corregir las des ventajas sociales y económicas. Una meritocraCia equitativa intenta hacerlo yendo más allá de la igualdad formal de oportunidades. Para retirar obstáculos que impidan el logro personal ofrece las mismas oportunidades educativas, de modo que quienes vienen de familias pobres puedan competir sin desventaja con quienes tienen un trasfondo privilegiado. Crea programas Head Start (de desarrollo de niños preescolares desfavorecidos), de nutrición infantil, de asistencia sanitaria, educativos, de formación profesional, lo que haga falta para que todos, sea cual sea el origen familiar o la clase social, partan del mismo punto de salida. Según la concepción meritocrática, la distribución de la renta y del patrimonio resultante de un mercado libre es justa, pero solo si todos tienen las mismas oportunidades de desarrollar sus aptitudes. Solo si todos empiezan en la misma linea de salida se podrá decir que los ganadores de la carrera se merecen el premio que reciben. situación desventajosa. Este argumento trata la admisión más que nada como un beneficio para el que la recibe, y pretende distribuir ese beneficio de un modo que compense las antiguas injusticias y sus persistentes efectos. Pero el argumento compensatorio tropieza con una gran dificultad: los críticos señalan que los que se benefician no son necesariamente quienes han sufrido, y los que pagan la compensación rara vez son responsables de las injusticias que se rectifican. Muchos beneficiarios de la acción afirmativa son estudiantes de minorías, sí, pero de clase media, que no han sufrido las penurias que afligen a los jóvenes afroamericanos e hispanos de los barrios pobres de las ciudades. ¿Por qué se le debe dar una ventaja a un estudiante afroamericano de una urbanización de gente pudiente de Houston con respecto a Cheryl Hopwood, que quizá haya tenido que afrontar circunstancias económicas peores? Que el argumento de la compensación a favor de la acción afirmativa pueda responder a esa crítica dependerá de la espinosa idea de la responsabilidad colectiva: ¿puede acaso incumbimos la responsabilidad moral de enmendar las injusticias cometidas por generaciones anteriores? Para responder esta pregunta tendremos que saber más acerca de cómo se originan las obligaciones morales. ¿Incurrimos en obligaciones solo como individuos o hay obligaciones que nos corresponden por ser miembros de comunidades con una identidad histórica? Volveré a esta cuestión más adelante, así que dejemos la a un lado de momento y centrémonos en el argumento de la diversidad. Promover la diversidad. El argumento que apoya la acción afirmativa por su efecto en la diversidad no depende de ideas controvertidas acerca de la responsabilidad colectiva. No depende tampoco de que se demuestre que el estudiante perteneciente a una minoría al que se le ha dado prefe- rencia en la admisión ha sufrido personalmente la discriminación o la desventaja.Trata la admisión menos como una recompensa a quien le es concedida que como un medio de acercarse a un objetivo que merece la pena socialmente. La justificación por la vía de la diversidad es un argumento en nombre del bien común, el de la universidad misma y el de la sociedad en general. Quienes critican el argumento de la diversidad ofrecen dos ti pos de objeción, una práctica, la otra de principio. La objeción práctica cuestiona la eficacia de las políticas de acción afirmativa. Arguye que la aplicación de las preferencias raciales no llevará a una sociedad más pluralista o a reducir los prejuicios y las desigualdades, sino que dañará la autoestima de los estudiantes pertenecientes a las minorías, aumentará la conciencia racial en todas las partes, incrementará las tensiones raciales y provocará el resentimiento entre los grupos étnicos blancos que sienten que también deberían tener una oportunidad. La objeción práctica no dice que la acción afirmativa sea injusta. sino que es poco probable que logre su propósito y que podría hacer más mal que bien. Las preferencias raciales, ¿violan los derechos?. La objeción principal dice que, por meritorio que sea el objetivo de que haya más diversidad en las aulas o una sociedad más igual, y por mucho éxito que pueda tener la política de la acción afirmativa en lograrlo, hacer de la raza o de la etnia un factor que cuente en las admisiones no es equitativo. La razón: viola los derechos de solicitantes como Cheryl Hopwood, a los que, sin que tengan culpa alguna, se les pone en una situación de desventaja a la hora de competir. Pero como señala Dworkin, no existe tal derecho.Algunas universidades admiten estudiantes basándose solo en las calificaciones académicas, pero la mayor parte no procede así. Dworkin sostiene que ningún solicitante tiene derecho a que las universidades definan su misión y diseñen su política de admisión de manera que premien sobre todo un tipo particular de cualidades, se trate de la capacidad académica, de la atlética o de cualquier otra. Solo cuando la universidad ha definido su misión y establecido los criterios de admisión, quien cumpla esos criterios mejor que otros podrá tener una expectativa legítima de que se le admita. Quienes resulten ser los mejores solicitantes tras tener en cuenta no solo lo que quepa esperar académicamente de ellos, sino también la diversidad étnica y geográfica, el servicio a la comunidad, etcétera, tendrán un derecho adquirido a ser admitidos. Pero, en primer lugar, nadie tiene el derecho a que solo se le considere conforme a un determinado conjunto de criterios." La segregación racial y la cuota antijudia. ¿Quiere esto decir que las universidades, en sus programas de licenciatura o de doctorado, tienen la libertad de definir sus misiones como les plazca y que cualquier política de admisión que encaje con la misión declarada será equitativa? Si es así, ¿qué cabe decir de las universidades segregadas racialmente del sur de Estados Unidos de no hace tanto? La propia Facultad de Derecho de la Universidad de Texas fue el objeto de otra reclamación constitucional. En 1946, cuando estaba segregada, negó el ingreso a Hernán Marión Sweatt: no admita a los negros. Su demanda dio lugar a una sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos, «Sweatt contra Painter», de 1950, que marcaría un hito contra la segregación en la educación superior. Pensemos en las cuotas antijudías que algunas de las universidades de la Iey League (las ocho grandes universidades privadas) aplicaron, formal o informalmente, en las décadas de 1920 y 1930. ¿Eran defendibles moralmente solo porque esas universidades fuesen privadas? En 1922, el rector de Harvard, A. Lawrence Lowell, propuso que, para reducir el antisemitismo, se limitase al 12 por ciento el porcentaje de judíos admitidos. «Está aumentando el sentimiento antisemita entre los alumnos decía y crece en proporción al aumento del número de judíos.»’2En los años treinta, el director de admisiones de Dartmouth le respondía lo siguiente a un alumno que se había quejado del creciente número de judíos en la universidad: «Me siento feliz de contar con sus comentarios sobre el problema judío. Si pasamos del 5 o del 6 por ciento en la promoción de 1938, me sentiré más apenado de lo que puedo expresar con palabras». En 1945, el rector de Dartmouth justificó los límites a la admisión de judíos sacando a relucir la misión del centro: «Dartmouth es un centro universitario cristiano fundado para la cristianización de sus alumnos». Si las universidades pueden establecer criterios de admisión que fomenten la misión que a sí mismas se han conferido, como presupone la justificación de la acción afirmativa por la diversidad, ¿será posible condenar la exclusión racista y las restricciones antisemitas? ¿Hay una distinción de principio entre valerse de la raza para excluir a personas en el sur segregadonista y valerse de la raza para incluirlas conforme a la acción afirmativa de nuestros días? Una respuesta pa rece evidente: en sus días segregacionistas, la Facultad de Derecho de Texas se valía de la raza como signo de inferioridad, mientras que las preferencias raciales de hoy no insultan o estigmatizan a nadie. Hopwood consideraba injusto que la hubiesen rechazado, pero no puede decir que ello expresase odio o desprecio hacia ella. ¿Acción afirmativa para los blancos? He aquí una forma de poner a prueba el argumento de la diversidad: ¿se puede justificar en algún caso la preferencia racial a favor de los blancos? Pensemos en el caso de Starrett City. Estos bloques de viviendas de Brooklyn, Nueva York, que alojan a veinte mil personas, son la mayor barriada para la clase media que haya subvencionado el gobierno federal en Estados Unidos. Se inauguró a mediados de los años setenta con el propósito de que fuera una comunidad integrada racialmente. Se logró ese objetivo mediante él uso de «controles de ocupación»; perseguían equilibrar la composición étnica y raciaide la comunidad de modo que el porcentaje de afroamericanos e hispanos no pasase de alrededor de un 40 por ciento. En pocas palabras, se impuso un sistema de cuotas. Las cuotas no se basaban en prejuicios o en el desprecio, sino en una teoría de los «puntos críticos» derivada de la experiencia urbana. Los gerentes del complejo querían evitar el punto crítico que había desencadenado la «huida de los blancos» de otros barrios y socavado la integración. Manteniendo el equilibrio racial y étnico, esperaban mantener una comunidad estable y racial mente diversa. La manera de asignar los pisos de Starrett City, que tenía en cuenta la raza, ¿era injusta? No, si se acepta que la acción afirmativa se justifica por la diversidad. La diversidad racial y étnica actúa de manera diferente en la vivienda pública y en las aulas universitarias, y lo que está en juego no es lo mismo. Pero por lo que se refiere a la equidad, los dos casos se salvan o caen juntos. Si la diversidad sirve al bien común y nadie es discriminado por odio o desprecio, las preferencias raciales no violan los derechos de nadie. ¿Por qué no? Porque, según la idea de Rawls acerca del merecimiento moral, no es por sus propios merecimientos, definidos de manera independiente, por lo que a alguien se le puede preferir para un piso o para sentarse en un aula en la universidad. Lo que cuente como mérito se podrá determinar solo una vez los responsables de la vivienda pública o de la universidad hayan definido la misión de aquella o de esta. ¿Se puede desligar la justicia del merecimiento moral? Prescindir del merecimiento moral como fundamento de la justicia distributiva resulta moralmente atractivo, pero a la vez desasosiega. Resulta atractivo porque socava la complaciente premisa, habitual en las sociedades meritocráticas, de que el éxito corona la virtud, de que los ricos son ricos porque se lo merecen más que los pobres. Como nos recuerda Rawls, «nadie se merece la superior capacidad que por naturaleza pueda tener ni partir de una situación social más favorable»,Y no es obra nuestra el que vivamos en una sociedad que tiene a bien recompensar nuestros puntos fuertes. Eso mide nuestra buena suerte, no nuestra virtud. Puede que esta persistente creencia que hay que ver en el éxito una recompensa de la virtud no sea más que un error, un mito cuya influencia deberíamos intentar que se disipase. Lo que Rawls dice acerca de la arbitrariedad moral de la fortuna es una poderosa forma de poner la persistente creencia en entredicho. Y, sin embargo, quizá no sea posible, política o filosóficamente, desligar los debates sobre la justicia de los debates sobre el merecimiento tan rotundamente como Rawls y Dworkin piden. Permítaseme explicar el porqué. En primer lugar, la justicia tiene a menudo un aspecto honorífico. Los debates sobre la justicia distributiva no solo se refieren a lo que a cada uno le toca, sino también a qué cualidades son dignas de que se las honre y recompense. En segundo lugar, la idea de que el mérito nace solamente una vez que las instituciones han definido su propia misión justicia sea neutral en esos términos. Cree que los debates sobre la justicia son, inevitablemente, debates acerca del honor, la virtud y la naturaleza de la vida buena. Para Aristóteles, la justicia significa dar a las personas lo que se me recen, dar a cada una lo que le corresponde. Pero ¿qué le corresponde a una persona? ¿En qué razones se funda el mérito? Depende de lo que se esté distribuyendo. La justicia comprende dos factores: «las cosas y las personas a las que se asignan las cosas».Y en general, decimos que «a las personas que son iguales se les deben asignar cosas iguales». Pero aquí surge un problema difícil: iguales ¿en qué sentido? Depende de lo que se esté distribuyendo y de las virtudes que resulten pertinentes habida cuenta de lo que se distribuye. Supongamos que repartimos flautas. ¿A quiénes debemos darles las mejores? La respuesta de Aristóteles: a los mejores flautistas. La justicia discrimina según el mérito, según la excelencia que resulte pertinente.Y en el caso de tocar la flauta, el mérito pertinente es la capacidad de tocar bien. Sería injusto discriminar por cualquier otra razón, como la riqueza o la nobleza de cuna o la belleza física o In suerte (una lotería). La razón más evidente para darle las mejores flautas al mejor flautista es que así se producirá la mejor música, con lo que los oyentes saldremos ganando. Pero esa no es la razón de Aristóteles. El piensa que las mejores flautas deben entregarse a los mejores flautistas porque para eso se hacen las flautas: para que se toque bien con ellas. Ahora bien, no es menos cierto que dar los mejores instrumentos a los mejores músicos tendrá el efecto, que será bien recibido, de que se produzca la mejor música, de la que todos disfrutarán: se producirá la mayor felicidad para el mayor número. Pero es importante que se entienda que la razón de Aristóteles va más allá de esta consideración utilitaria. Su manera de razonar, que va del propósito de un bien a las asignaciones apropiadas a ese bien, es un ejemplo de razonamiento teleológico. («Teleológico» viene de la palabra griega telos, que significa «propósito», «fin» o «meta».) Según Aristóteles, para determinar la distribución justa de un bien hemos de indagar cuál es el telos, o propósito, del bien que se va a distribuir. Pensamiento teleológico: Las pistas de tenis y Winnie the Pooh. Pone de ejemplo de unas pistas de tenis de la universidad y una subasta de un stradivarius. ¿Cuál es el telos de una universidad? Com o suele ocurrir, el telos no es evidente, sino discutible. Algunos dicen que las universidades existen para fomentar la excelencia académica, así que el único criterio de admisión deberían ser las perspectivas académicas. Otros dicen que las universidades también existen para servir ciertos propósitos cívicos y que la capacidad de llegar a ser un líder en una sociedad donde impera la diversidad, por ejemplo, debería contar entre los criterios de admisión. Establecer cuál es el telos de una universidad parece esencial para determinar el criterio apropiado de admisión. Queda así claro el aspecto teleológico de la justicia en la admisión a una universidad. Muy ligada al debate sobre el propósito de la universidad está una cuestión relativa al honor: ¿qué virtudes o excelencias es apropiado que honren y recompensen las universidades? Es probable que quienes creen que las universidades existen solo para celebrar y re compensar la excelencia académica rechacen la acción afirmativa, mientras que quienes creen que las universidades existen además para fomentar ciertos ideales cívicos es muy posible que la acepten. Aristóteles creía que es posible razonar sobre el propósito de las instituciones sociales. Su esencia natural no queda fijada de una vez por todas, pero tampoco es una mera cuestión de opiniones. (Si el propósito del Harvard College quedase determinado sin más por la intención de sus fundadores, su propósito primario seguiría siendo la formación del clero congregacionista. ¿Cuál es el propósito de la política? ¿Quién tiene derecho a mandar? ¿Cómo se debe repartir la autoridad política? A primera vista, la respuesta parece evidente: por igual, claro está. Una persona, un voto. Cualquier otra forma sería discriminatoria. Pero Aristóteles nos recuerda que todas las teorías de la justicia distributiva discriminan. ¿Qué discriminaciones son justas? Y la res puesta depende del propósito de la actividad en cuestión. El telos es el propósito que algo tiene, el átelos de una flauta es la música. Aristoteles no la concebía de ese modo. Para él, el propósito de la política no es establecer un marco de derechos que sea neutral entre unos fines y otros, sino formar buenos ciudadanos y cultivar un buen carácter. Solo los oligarcas y los demócratas tienen potestad para gobernar. Los oligarcas se equivocan, porque la comunidad política no existe solo para proteger la propiedad o promover la prosperidad económica. Si soló hubiese esas dos cosas, los propietarios se merecerían la mayor tajada de la autoridad política. Por su parte, los demócratas se equivocan, porque la comunidad económica no existe solo para darle a la mayoría lo que quiera. Por «demócratas» entendía Aristóteles lo que nosotros llamaríamos «mayoritaristas». Niega que el propósito de la política sea satisfacer las preferencias de la mayoría. Ambos lados pasan por alto el fin supremo de la asociación política, que, según Aristóteles, es cultivar la virtud de los ciudadanos. El fin del Estado no es «ofrecer una alianza para la mutua defensa o facilitar el intercambio económico y promover los lazos económicos». Para Aristóteles, la política existe para algo superior. Existe para aprender a llevar una vida buena. El propósito de la política es nada más y nada menos que posibilitar que las personas desarrollen sus capacidades y virtudes distintivamente humanas: deliberar sobre el bien común, adquirir un buen juicio práctico, participar en el autogobierno, cuidar del destino de la comunidad en su con junto. «Una polis no es una asociación para residir en un mismo lugar o para prevenir las injusticias mutuas y facilitar los intercambios.» Si bien esas consideraciones son necesarias para una polis, no son suficientes. «El fin y el propósito de una polis es la vida buena, y las instituciones de la vida social son un medio para ese fin ¿Se puede ser una persona buena si no se participa en la política? Si Aristóteles tiene razón en que el fin de la política es la vida buena, sería fácil concluir que quienes exhiben las mayores virtudes cívicas merecen los mayores cargos y honores. Pero ¿es cierto que el objeto de la política es la vida buena? Com o poco, se trata de una aseveración controvertida. Hoy en día vemos la política, por lo general, como un mal necesario, no como un rasgo esencial de la vida buena. Cuando pensamos en la política pensamos en compromisos, actuaciones de cara a la galería, intereses especiales, corrupción. Incluso el uso idealista de la política como instrumento de la justicia social, como forma de hacer del mundo un lugar mejor convierte a la política en un medio para un fin, una vocación entre otras, no en un aspecto esencial del bien humano. La respuesta se encuentra en nuestra naturaleza. Solo viviendo en una polis y participando en la política realizamos por completo nuestra naturaleza de seres humanos. Aristóteles nos ve com o seres «concebidos para la asociación política en un grado superior a las abejas y demás animales gregarios». La razón que da es esta: la naturaleza no hace nada en vano, y los seres humanos, al contrario que los demás animales, están dotados de la facultad del lenguaje. Otros animales pueden emitir sonidos, y los sonidos pueden indicar placer y dolor. Pero el objeto del lenguaje, capacidad distintivamente humana, no es solo registrar el placer y el dolor. Objeto suyo es declarar qué es justo y qué no, y distinguir lo que es debido de lo que no lo es. No aprehendemos las cosas en silencio y luego las ponemos en palabras; el lenguaje es el medio por el que discernimos y deliberamos sobre el bien. Así pues, solo llevamos nuestra naturaleza a su cumplimiento cuando ejercemos la facultad del lenguaje, lo que a su vez requiere que deliberemos con otros acerca de lo que es debido y de lo que no lo es, de lo bueno y de lo malo, de la justicia y de la injusticia. La vida moral tiene como meta la felicidad, pero por felicidad Aristóteles no entiende lo mismo que los utilitaristas, es decir, maximizar el excedente de placer con respecto al dolor. La persona virtuosa es alguien que disfruta y sufre con las cosas debidas. Si alguien disfruta viendo una pelea de perros, por ejemplo, consideraremos que se trata de un vicio que debe superar, no de una verdadera fuente de felicidad. La excelencia moral no consiste en sumar placeres y penas, sino en disponer esos afectos de modo que nos deleitemos con cosas nobles y suframos con las despreciables. La felicidad no es un estado de la mente, sino una forma de ser, «una actividad del alma que concuerda con la virtud». Aristóteles dice que nos convertimos en virtuosos por esa vía. «La virtud moral surge com o resultado de un hábito.» Es una de esas cosas que se aprenden haciéndolas. «Adquirimos virtudes practicándolas, tal y como ocurre con las artes.». Aprendemos haciendo. Si la virtud moral se aprende con la práctica, en primer lugar tendremos que adquirir de algún modo los hábitos debidos. Según Aristóteles, ese es el propósito primario de la ley: cultivar los hábitos que llevan a un carácter bueno. «Los legisladores hacen que los ciudadanos sean buenos formando en ellos hábitos, y ese es el deseo de todo legislador, y quienes no lo llevan a cabo no dan la talla, y es en esto en lo que difiere una buena constitución de una mala.» La educación moral no tiene por objeto tanto el promulgar reglas como el formar hábitos y moldear el carácter. «No supone una pequeña diferencia que nos formemos unos hábitos u otros desde muy jóvenes; supone una muy grande o, mejor dicho,» Es habitual que se piense que actuar moralmente significa actuar según un precepto o regla. Pero Aristóteles cree que con esa manera de pensar se pierde un rasgo distintivo de la virtud moral. Se puede conocer la regla correcta y, sin embargo, no saber cómo o cuándo hay que aplicarla. El objeto de la educación moral es que se aprenda a discernir las características peculiares de una situación que requieren que se aplique tal regla en vez de tal otra. «Lo relativo a la conducta y a que es bueno para nosotros carece de fijeza, como lo relativo a la salud. Quienes actúan han de considerar en cada caso qué es lo mas apropiado para la ocasión, tal y como ocurre también en la medicina y en la navegación.» directrices para una constitución justa mientras no sepamos cuál es la mejor manera de vivir. Rawls discrepa: «La estructura de las doctrinas teleológicas está radicalmente mal concebida: desde el principio, relacionan lo que es debido y qué se tenga por un bien de manera equivocada. No debemos in tentar dar forma a nuestra vida fijándonos primero en lo que, según una definición independiente, sea un bien». Justicia y libertad. En este debate está en juego algo más que el problema abstracto de cómo deberíamos razonar sobre la justicia. El debate sobre la priori dad de lo que es debido sobre qué se tenga por un bien es en última instancia un debate sobre el significado de la libertad humana. Kant y Rawls rechazan la teleología de Aristóteles porque no parece dejar sitio para que escojamos nuestro bien. Es fácil ver que la teoría de Aristóteles engendra esa inquietud. Para él, la justicia consiste en que haya una concordancia entre lo que se asigna a las personas y los fines o bienes apropiados a su naturaleza. Pero nos inclinamos a considerar que la justicia tiene que ver con la elección, no con la concordancia. Las teorías de la justicia que aspiran a la neutralidad, sean igualitarias o libertarias pro libre mercado, tienen un gran atractivo. Ofrecen la esperanza de que la política y la Justicia se libren de quedar empantanadas en las controversias morales y religiosas que abundan en las sociedades pluralistas. Y expresan una embriagadora concepción de la libertad humana, que nos presenta como los autores de la única obligación moral que nos constriñe. Esta es al menos la conclusión a la que me veo arrastrado.Tras lidiar con los argumentos filosóficos que he expuesto y habiendo observa do cómo resultan en la vida pública, no creo que la libertad de elegir ni siquiera la libertad de elegir en condiciones equitativas sea un fundamento adecuado para una sociedad justa. Más aún, el intento de dar con principios neutrales de la justicia me parece desencaminado. No siempre es posible definir nuestros derechos y deberes sin abordar cuestiones morales sustantivas; y cuando es posible, no es deseable. Las exigencias de la comunidad. La debilidad de la concepción liberal de la libertad está unida a su atractivo. Si entendemos que cada uno es en sí mismo libre e independiente y no está sujeto a ataduras morales que no haya escogido, no podremos dar sentido a una variedad de obligaciones morales y políticas que por lo común reconocemos e incluso apreciamos. Entre ellas están las obligaciones que dimanan de la solidaridad y de la lealtad, de la memoria histórica y de la fe religiosa, esas exigencias morales que surgen de las comunidades y tradiciones que moldean nuestra identidad. A no ser que pensemos que, aun en sí mismo, cada uno tiene sus ataduras y está abierto a exigencias morales que no ha promulgado él mismo, resulta difícil dar sentido a esos aspectos de nuestra moral y de nuestra experiencia política. La mayoría de ellos no se sentía a gusto con esa etiqueta, pues parecía insinuar una concepción relativista de la justicia, como si fuese sencillamente lo que una comunidad concreta definiera que es. Pero esa inquietud suscita una cuestión de peso: las ataduras comunitarias pueden ser opresivas. La libertad liberal nació como antídoto a las teorías políticas que consignaban a las personas a destinos fija dos por la casta o la clase, el lugar en la vida o el rango, la costumbre, la tradición o la categoría social heredada. Seres que cuentan historias. Todas las narraciones vividas, observa Maclntyre, tienen algo de teleológicas. No quiere decir que tengan un fin o propósito fijo establecido por una autoridad externa. La teleología y la impredecibilidad coexisten. «Como los personajes de una narración ficticia, no sabemos qué pasará a continuación, pero no por ello dejan nuestras vidas de tener una cierta forma que se proyecta hacia nuestro futuro.» Las obligaciones más allá del consentimiento. Rawls respondería que no. Según la concepción liberal, solo puede surgir una obligación de dos maneras: como un deber natural ante los seres humanos en cuanto tales y como obligaciones voluntarias que contraemos por consentimiento. Los deberes naturales son universales. Los tenemos ante las personas porque son personas, por que son racionales. Entre ellos están los deberes de tratar a las personas con respeto, de hacer justicia, de evitar la crueldad, y otros de ese tipo. Com o surgen de una voluntad autónoma (Kant) o de un hipotético contrato social (Rawls), no se requiere un acto de consentimiento. Nadie diría que tengo el deber de no matarte solo porque he prometido que no lo haría. Al contrario que los deberes naturales, las obligaciones voluntarias son particulares, no universales, y surgen del consentimiento. Si acuerdo que le pintaré la casa (a cambio de un jornal, digamos, o para pagar un favor), tendré la obligación de hacerlo. Pero no tendré la obligación de pintarle la casa a todo el mundo. Según la concepción liberal, debemos respetar la dignidad de las personas, pero más allá de eso, habremos de cumplir solo lo que hayamos acordado cumplir. La justicia liberal requiere que respetemos los derechos de las personas (tal y como los defina el marco neutral), no que fomentemos lo que para ellas sea un bien. Que debamos ocuparnos del bien de otros dependerá de que hayamos acordado hacerlo así y de con quién lo hayamos acordado. Tres categorías de la responsabilidad moral. 1-Deberes morales: universales; no requieren consentimiento. 2-Obligaciones voluntarias: particulares; requieren consentimiento. 3-Obligaciones de la solidaridad: particulares; no requieren consentimiento. La solidaridad y el sentimiento de ser parte de una comunidad. -Las obligaciones familiares -La resistencia francesa -El rescate de los judíos etíopes El patriotismo, ¿es una virtud? El patriotismo es un sentimiento moral muy criticado. Hay quienes creen que el amor al propio país es una virtud más allá de toda duda, mientras que otros consideran que lleva a la obediencia ciega, al chavinismo y a la guerra. Nuestro problema es más concreto: los ciudadanos, ¿tienen obligaciones los unos con los otros que van más allá de los deberes que tienen con las demás personas del mundo?Y si es así, ¿pueden basarse esas obligaciones solo en el consentimiento?. Ejemplos; patrullas fronterizas, ¿es injusto comprar americanos?… La solidaridad con los congéneres ¿es un prejuicio?. Claro está, no todo el mundo acepta que tengamos obligaciones especiales con nuestra familia, nuestros camaradas o nuestros conciudadanos. Algunos sostienen que las llamadas obligaciones de la solidaridad son en realidad meros ejemplos de egoísmo colectivo, un prejuicio a favor de los congéneres. Quienes hacen esta crítica reconocen que de ordinario nos preocupamos más por la familia, los amigos y los compañeros que por los demás. Pero, se preguntan, ¿no es ese preocuparse con creces por la propia gente una actitud loca lista, una introversión que deberíamos superar en vez de valorarla en el nombre del patriotismo y de la fraternidad? No, no necesariamente. Las obligaciones de la solidaridad y de ser parte de algo apuntan tanto hacia fuera com o hacia dentro. Algunos de las responsabilidades especiales que dimanan de las comunidades donde en particular habito puede que las tenga ante quienes son miembros de ellas como yo. Pero otras las tengo ante aquellos con los que la historia de mi comunidad ha sido moralmente insufrible, como ocurre con la relación de los alemanes con los judíos y de los estadounidenses blancos con los afroamericanos. Las peticiones de perdón y las reparaciones colectivas por las injusticias históricas son buenos ejemplos del modo en que la solidaridad puede crear responsabilidades morales hacia comunidades que no son la mía. Enmendar las malas acciones que mi país cometió en el pasado es una manera de reafirmar mi vinculación con él. Dada la estrecha conexión entre una ética del orgullo y la vergüenza y una ética de la responsabilidad colectiva, es desconcertante que los políticamente conservadores rechacen por razones individualistas las peticiones colectivas de perdón (como hicieron Henry Hyde, John Howard y otros mencionados anteriormente). Cuando se insiste en que, como individuos, somos responsables solo de lo que nosotros mismos hayamos elegido y hecho, resulta difícil que se pueda sentir orgullo por la historia y las tradiciones del propio país. Cualquiera, en cualquier parte, podrá admirar la Declaración de In dependencia, la Constitución, el discurso de Lincoln en Gettysburg, los caídos a los que se honra en el Cementerio Nacional de Arlington, etcétera. Pero el orgullo patriótico requiere que se sienta que se pertenece a una comunidad que se extiende en el tiempo. Con el sentimiento de ser parte de la comunidad viene la responsabilidad. No podrá sentirse realmente orgulloso de su país y de su pasado si no está dispuesto a reconocer responsabilidad alguna en proyectar su historia hasta el presente y descargar el fardo moral que pueda arrastrar consigo. La lealtad, ¿puede imponerse a los principios morales universales? En la mayor parte de los casos que hemos considerado, lo que la solidaridad demanda parece que complementa los derechos natura les o los derechos humanos; no rivaliza con ellos. Podría sostenerse, pues, que estos casos ponen de manifiesto algo que los filósofos liberales reconocen gustosamente: mientras no violemos los derechos de nadie, podremos cumplir con el deber general de ayudar a los demás ayudando a quienes tenemos más a mano, los parientes o los conciudadanos. No hay nada de malo en que un padre rescate a su hijo en vez de al hijo de otro, con tal de que no atropelle al hijo de un des conocido de camino a rescatar al suyo. De modo semejante, no hay nada de malo en que un país rico cree un Estado del bienestar gene roso con sus ciudadanos con tal de El debate del aborto y las células madre. Fijémonos en dos problemas de política familiar que no se pueden resolver sin tomar partido sobre una controversia moral y religiosa de fondo: el aborto y la investigación con células madre embrionarias. Algunos creen que habría que prohibir el aborto porque supone eliminar una vida humana inocente. Otros discrepan; sostienen que la ley no debe tomar partido en una controversia moral y teológica sobre el momento en que empieza la vida humana; como la condición del feto en desarrollo desde un punto de vista moral es un problema moral y religioso que despierta fuertes emociones, sostienen, el Estado debe ser neutral al respecto y dejar a las mujeres que decidan si van a abortar. La segunda posición se corresponde con el bien conocido argumento liberal acerca del derecho a abortar. Dice que resuelve el problema del aborto basándose en la neutralidad y la libertad de elección, sin entrar en la controversia moral y religiosa. Pero no lo resuelve. Pues, si es cierto que el feto en desarrollo es moralmente equivalente a un niño, el aborto será moralmente equivalente al infanticidio. Y pocos sostendrán que el Estado tiene que dejar a los padres que decidan si van a matar o no a sus hijos. Así, la postura «a favor de la libertad de elección» en el debate del aborto no es en realidad neutral en lo tocante a la cuestión moral y teológica de fondo; implícitamente, descansa en la premisa de que la enseñanza de la Iglesia católica sobre la condición del feto desde el punto de vista moral que es una persona desde el primer momento de la concepción es falsa. Lo mismo vale para el debate sobre la investigación con células madre. Quienes quieren prohibir la investigación con células madre embrionarias sostienen que, sean cuales sean las expectativas clínicas, una investigación que ha de destruir embriones humanos no es moralmente permisible. Muchos de los que mantienen esta postura creen que la persona empieza en la concepción, de modo que destruir un embrión, por poco desarrollado que esté, es moralmente equiparable a matar a un niño. La réplica de los partidarios de la investigación con células madre embrionarias consiste en señalar los beneficios médicos que esa investigación podría reportar, entre los que se contarían posibles tratamientos y curas de la diabetes, la enfermedad de Parkinson y las lesiones de la médula espinal.Y argumentan que la ciencia no debe ría verse estorbada por interferencias religiosas o ideológicas; a quienes plantean objeciones religiosas no se les debería permitir que im pusiesen sus puntos de vista por medio de leyes que prohíban investigaciones científicas prometedoras. En lo que se refiere al aborto y a la investigación con células madre embrionarias, no es posible resolver la cuestión legal sin abordar la cuestión moral y religiosa de fondo. En ambos casos, la neutralidad es imposible porque el problema estriba en si el acto en cuestión supone quitarle la vida a un ser humano. Claro está, la mayoría de las controversias morales y políticas no tienen que ver con cuestiones de vida y muerte. Por lo tanto, los partidarios de la neutralidad liberal podrían replicar qué los debates del aborto y de las células madre son casos especiales; salvo cuando está en juego la definición de la persona humana, podremos resolver las discusiones sobre la justicia y los derechos sin tener que tomar partido en las controversias morales y religiosas. El matrimonio entre personas del mismo sexo. Pero tampoco eso es verdad. Pensemos en el debate sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo. ¿Se puede decidir si el Estado debe o no reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo sin entrar en las controversias morales y religiosas sobre el propósito del matrimonio y sobre la condición moral de la homosexualidad? Algunos dicen que sí, y argumentan a favor del matrimonio entre personas del mismo sexo basándose en razones liberales, sin enjuiciar: apruebe uno o no personalmente las relaciones de gays y lesbianas, los individuos deben tener libertad para escoger a sus parejas maritales. Que solo puedan casarse las parejas heterosexuales y se les impida hacerlo a las homosexuales discrimina indebidamente a gays y lesbianas y les niega la igualdad ante la ley. Para ver por qué, debe tenerse presente que un Estado puede adoptar tres políticas distintas en lo que se refiere al matrimonio, no solo dos. Puede adoptar la política tradicional y reconocer solo los matrimonios entre un hombre y una mujer; o puede hacer lo que han hecho varios estados y reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo tal y como reconoce el matrimonio entre un hombre y una mujer; o puede renunciar a reconocer el matrimonio, del tipo que sea, y dejar ese papel a asociaciones privadas. Estas tres políticas se pueden resumir como sigue: 1. Reconocer solo los matrimonios entre un hombre y una mujer. 2. Reconocer los matrimonios entre personas del mismo y de distinto sexo. 3. No reconocer el matrimonio de ningún tipo, y dejar esa función a asociaciones privadas. El verdadero meollo del debate del matrimonio gay no es la libertad de elección, sino la cuestión de si las uniones entre personas del mismo sexo merecen que la comunidad las honre y reconozca; es decir, si cumplen el propósito de la institución social del matrimonio. Tal y como diría Aristóteles, de lo que se trata es de la justa distribución de cargos y honores. De lo que se trata es del reconocimiento social. Si el matrimonio es una institución honorífica, ¿qué virtudes honra? Preguntar esto es preguntar por el propósito, o telos, del matrimonio en cuanto institución social. Muchos de los que se oponen al matrimonio entre personas del mismo sexo alegan que el propósito primario del matrimonio es la procreación. Según este argumento, como las parejas de personas del mismo sexo no pueden procrear por sí mismas, no tienen derecho a casarse. Les falta, por así decirlo, la virtud pertinente. La justicia y la vida buena. En el curso de este viaje hemos explorado tres maneras de enfocar la justicia. Una dice que Injusticia consiste en maximizar la utilidad o el bienestar (la mayor felicidad para el mayor número). La segunda dice que la justicia consiste en respetar la libertad de elegir, se trate de lo que realmente se elige en un mercado libre (el punto de vista libertario) o de las elecciones hipotéticas que se harían en una situación de partida caracterizada por la igualdad (el punto de vista igualitario liberal). La tercera dice que la justicia supone cultivar la virtud y razonar acerca del bien común. Como ya habrá imaginado llega dos a este punto, me inclino por una versión del tercer enfoque. El enfoque utilitarista tiene dos defectos: en primer lugar, hace de la justicia y de los derechos cosa de cálculos, no de principios; en segundo, al intentar traducir todos los bienes humanos a una medida simple y uniforme de valor los allana sin tener en cuenta las diferencias cualitativas que hay entre ellos. Una política del bien común. Pero tales discusiones no se pueden evitar. La justicia, no hay más remedio, enjuicia. En nuestras discusiones traten de los rescates financieros o los Corazones Púrpura, los vientres de alquiler o el matrimonio entre personas del mismo sexo, la acción afirmativa o el servicio militar, los ingresos de los consejeros delegados o el derecho a usar un cochecito de golf, las cuestiones relativas a la justicia se ligan a ideas contrapuestas sobre el honor y la virtud, el orgullo y el reconocimiento. La justicia no solo trata de la manera debida de distribuir las cosas. Trata también de la manera debida de valorarlas. Si una sociedad justa implica que se razone sobre la vida buena, que dará por preguntarse qué tipo de discurso político nos orientaría hacia esa dirección. No tengo una respuesta completamente elaborada, pero puedo ofrecer unas cuantas sugerencias. En primer lugar, una constatación: en su mayor parte, la discusión política gira hoy alrededor del bienestar y de la libertad, de aumentar la producción económica y de respetar los derechos de las personas. A muchos, hablar de virtud en política les recuerda a los conservadores religiosos que le dicen a la gente cómo debe vivir. Pero ese no es el único modo en que una concepción de la virtud y el bien común pueden informar la política. El problema estriba en imaginar una política que se tome las cuestiones morales y espirituales en serio, pero las aplique a las dificultades económicas y cívicas en general, no solo al sexo y el aborto. Obama, creo una política del bien común, por ejemplo, ciudadanía, sacrificio y servicio, los limites morales del mercado, desigualdad, solidaridad y virtudes cívicas, y la última, una política del compromiso moral,
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