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Jasón y los argonautas. Libro completo, Transcripciones de Lengua y Literatura

Libro completo transcrito en word

Tipo: Transcripciones

2020/2021

Subido el 18/06/2021

Luzbag3333._
Luzbag3333._ 🇦🇷

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¡Descarga Jasón y los argonautas. Libro completo y más Transcripciones en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! Jasón y los argonautas EL VELLOCINO DE ORO El mensajero recorrió a toda prisa las calles de Tebas, se dirigió sin perder un instante al palacio real, se arrodilló ante el rey y dijo: —«Atamante ha de sacrificar sus hijos a Zeus. Sólo entonces verá crecer el trigo»: eso ha dicho el oráculo de Delfos. Al oír aquellas palabras, el rey Atamante sintió un escalofrío de horror. Aquel año no había brotado una sola espiga de trigo en los campos, y el hambre cundía entre las gentes de Tebas. Parecía claro que Zeus, el padre de los dioses del Olimpo, quería castigar a Tebas. Pero ¿por qué? La única manera de saberlo era consultar el oráculo de Delfos, donde el dios Apolo respondía a las preguntas de las gentes de Grecia a través de sacerdotisas que entraban en trance. Atamante había enviado a Delfos a uno de sus criados, pero la respuesta que le traía el mensajero no podía ser más dolorosa. Zeus estaba disgustado con los hijos del rey, así que, para remediar la hambruna de Tebas, Atamante tenía que dar muerte a sus hijos. «Es un precio muy alto», pensó el rey, «pero habré de pagarlo». Sin embargo, Atamante ignoraba que todo era una trampa. Su segunda esposa, la bella Ino, aborrecía a Frixo y Hele, los dos hijos que el rey había tenido con su primera mujer. Para acabar con ellos, no había tramado una astuta artimaña: primero había acudido en secreto al granero del reino y había tostado todas las semillas de trigo, con lo que había malogrado la cosecha de aquel año, y luego había sobornado al mensajero de Atamante para que dijera que Zeus había ordenado la muerte de Frixo y Hele. Ignorante de todo aquello, el rey llevó a sus hijos ante el altar de Zeus, que se hallaba en la cima de una montaña. Dos sacerdotes afilaron sus cuchillos y se dispusieron a degollar a Frixo y Hele. Los dos adolescentes temblaban de miedo, y su padre se echó a llorar al verlos tan asustados. La muerte parecía inevitable, pero de pronto sucedió algo extraordinario. Un rayo cegador brilló en el centro del cielo, un trueno estremeció la colina y por entre las nubes apareció Zeus, que bramó con voz atronadora: —No toleraré que se cometa semejante crimen en mi nombre! Aterrorizados, los sacerdotes echaron a correr montaña abajo. Entonces una segunda figura apareció en el cielo y empezó a descender hacia la tierra. Era Hermes, el mensajero de los dioses, que se desplazaba a gran velocidad gracias a las alas plateadas de sus pies. Junto a él bajaba un curioso animal: era un carnero dotado de un resplandeciente vellocino de oro, que brillaba con tanta fuerza como el sol del mediodía. —¡Montad en este carnero! —les ordenó Hermes a Frixo y Hele. Los dos hermanos obedecieron al instante, y el carnero echó a volar y se perdió entre las nubes. Primero planeó sobre el vibrante manto azul del mar Egeo. Pero, cuando ya llegaba al estrecho que separa Europa de Asia, sucedió una desgracia terrible. Hele, que estaba entumecida de frío, resbaló y cayó al agua, donde murió ahogada. Desde entonces, a aquel estrecho se le llama Helesponto, que quiere decir 'mar de Hele'. Frixo, por el contrario, llegó sano y salvo hasta la Cólquide, una región situada a orillas del mar Negro, allí donde las nevadas montañas del Cáucaso peinan las nubes y 1 desafían a los cielos. Cuando Eetes, el rey del aquel país, vio que el carnero descendía sobre su palacio, retrocedió atemorizado. —No te espantes! —dijo Hermes. Y le contó a Eetes todo lo que les había sucedido a Frixo y Hele. —Si ayudas y proteges al joven Frixo —agregó luego—, el valioso vellón de este carnero será tuyo. —Cuidaré de este príncipe como si fuese mi propio hijo —respondió el rey, deslumbrado por los destellos que despedía el vellocino. Aquel mismo día, Frixo sacrificó el carnero ante el altar de Zeus y le entregó el vellocino a Eetes, quien lo recibió con una profunda satisfacción. Pero, poco a poco, el entusiasmo del rey fue languideciendo y su alegría se transformó en angustia. «Seguro que pronto empezará a llegar gente de todas partes para robarme el vellocino», se decía, y tanto sufría por su tesoro que se pasaba las noches despierto, dando vueltas sin descanso en su lecho real. Al final, Eetes decidió sacar el vellocino del palacio y llevarlo muy lejos de la ciudad: lo colgó de la copa de una encina y, para que nadie se acercara siquiera a mirarlo, dejó el árbol bajo la custodia de una enorme serpiente venenosa que no dormía ni de día ni de noche. Pero, aun así, Eetes tenía miedo de que le robasen el vellocino. Creía que, más tarde o más temprano, Frixo intentaría arrebatárselo, así que decidió matar a Frixo. Sin pensárselo dos veces, les ordenó a sus criados que entrasen en el cuarto del joven mientras dormía y que lo degollasen sin piedad. Nadie puede dudar de que el destino de Frixo fue atroz: tras salvarse de morir en Tebas, había sido asesinado en la Cólquide, tan lejos su querida patria. Cuando el rey Eetes vio el cadáver del príncipe y la sangre que encharcaba su cuarto ni siquiera se inmutó, sino que sonrió para sus adentros y se dijo con satisfacción: «Ahora ya nadie me arrebatará mi tesoro». Pero no sabía lo equivocado que estaba. EL CENTAURO QUIRON En una cueva encaramada en la rocosa ladera del monte Pelión, mirando al puerto de Yolco, moraba Quirón, el más viejo y sabio de todos los centauros. Mitad hombre mitad caballo, Quirón era tenido en tan alta estima que las familias de la aristocracia griega le confiaban la educación de sus hijos varones. El centauro los adiestraba en la caza y la lucha, la medicina y la poesía, la astrología y la música. Rodeados de cumbres escarpadas, los discípulos de Quirón aprendían a soportar la crudeza del frío en el invierno y del sol canicular en el verano, a fabricarse sus propias armas y a vestirse con pieles de animales que cazaban ellos mismos. Muchos de los jóvenes pupilos de Quirón se convertirían con el tiempo en héroes legendarios, como les sucedió a Hércules y a Aquiles. Pero ninguno igualaría a Jasón en sagacidad y buen juicio. Tras dejar atrás la mocedad, Jasón se convirtió en un hombre alto de piel bronceada, rizada melena rubia y ojos grises verdosos, que vestía la piel de una pantera cazada por él mismo. Un día, Quirón lo llamó para decirle: —¿Ves ese reino que se extiende al pie de la montaña y que llega hasta la orilla del mar? Pues, mucho tiempo atrás, fue gobernado por un rey noble que se llamaba Esón. Pero, un día, su malvado hermano Pelias le arrebató el trono valiéndose del engaño y mandó asesinar a toda su descendencia. Más tarde, Esón tuvo otro hijo, y su esposa me confió su cuidado para salvarle la vida. 2 barco y sus cincuenta remos con madera de los pinos del monte Pelión, y no debe tener miedo a equivocarse, pues Atenea guiará su mano en todo momento. Cuando la nave esté construida, hazte con la tela más gruesa y resistente que encuentres y manda coser las velas que penderán de los mástiles. Luego, deberás tomar una rama de este roble sagrado y esculpir en ella un mascarón: lo colocarás en la proa de la nave y, cuando te encuentres en peligro y no sepas que resolución tomar, pregúntale al mascarón, porque él te dirá lo que debes hacer. De modo que Jasón se dirigió a la ciudad marítima de Págasas y visitó la casa de Argo, quien construyó el navío en poco tiempo gracias a que Atenea guiaba su mano. Cuando el barco estuvo terminado, Jasón le dio el nombre de Argo en honor del hombre que lo había construido. Era el navío más grande y robusto jamás visto, capaz de resistir el embate de las olas más altas en los mares más procelosos. Pero era también un barco ligerísimo: tanto, que la tripulación podría transportarlo sobre sus propios hombros en caso de que fuese necesario. Mientras Argo construía el navío, Jasón reunió a su tripulación. De todos los rincones de Grecia llegaron a Yolco los jóvenes más valientes, que destacaban entre el resto de los hombres como estrellas en el cielo negro de la noche. Los primeros en llegar fueron Hércules, el de recio corazón, y su noble y hermoso amigo Hilas. Y luego se les fueron uniendo los gemelos Cástor y Pólux de Esparta, famosos por su destreza en la lucha; Teseo de Atenas, que años después entraría en el laberinto de Creta para matar al Minotauro; el longevo Néstor, cuyo coraje resplandecería en la guerra de Troya; el velocísimo Eufemo, que podía correr sobre el mar sin hundirse; Orfeo, el cantor de Tracia que hechizaba con su voz a los ríos y las aves; Linceo, cuya vista era tan penetrante que podía ver el fondo de la tierra; e incluso Acasto, el hijo del rey Pelias, quien se enroló furtivamente contra la voluntad de su padre. Y también se les unió una mujer: Atalanta, la mejor cazadora de toda Grecia, más veloz que cualquier hombre y tan habilidosa en el manejo del arco como el propio Apolo. Cincuenta eran los tripulantes del Argo, que fueron llamados "los argonautas". Jasón le confió a Linceo el puesto de piloto y a Tifis el manejo del timón y, tras sacrificar dos bueyes a Apolo para que les diera una mar en bonanza, ordenó zarpar con rumbo a Oriente. La nave desplegó sus velas y el viento las hinchó. Y, bajo la Aurora de lucientes ojos, los argonautas salieron del puerto de Págasas. Al verlos partir, las mujeres alzaron sus brazos al cielo, suplicando a los dioses para que aquellos héroes regresaran con vida. Jasón derramó algunas lágrimas porque le dolía dejar atrás la tierra de sus padres, pero su corazón se alegró muy pronto porque todo en el mar presagiaba una victoria: las velas silbaban, las aguas relucían bajo el sol y los peces saltaban sobre la estela del navío. LAS MUJERES DE LEMNOS Tras varios días de buena mar, el viento cesó de pronto, así que los argonautas decidieron remar hasta tierra firme y esperar en la costa hasta que el viento volviese a soplar. Atracaron en la rocosa isla de Lemnos, y quedaron muy sorprendidos al ver que un grupo de mujeres les esperaba en la playa, cantando con dulces voces y extendiendo sus brazos en señal de bienvenida. —¡Venid con nosotras —decían—, venid con nosotras! No había ni un solo hombre a la vista, y las mujeres saltaban de júbilo. Salvo Atalanta y Hércules, todos los argonautas saltaron a tierra, y al instante se vieron rodeados por un tumulto de mujeres ansiosas. La reina de la isla, que se llamaba Hipsípila, invitó a 5 Jasón a compartir su trono, y todas las habitantes del lugar ofrecieron su amor a los recién llegados. Tan dulces eran sus besos y tan tiernas sus caricias, que los viajeros perdieron la noción del tiempo, y durante varias semanas se olvidaron del Argo y del vellocino de oro. Un día, Jasón le preguntó a Hipsípila: —¿Por qué no hay hombres en esta isla? Pero la reina no respondió. Jasón repitió la pregunta otras muchas veces, hasta que al fin, una noche, Hipsípila abrió de par en par su corazón. —En otro tiempo —dijo—, esta isla fue un lugar alegre en el que imperaban la risa y el amor familiar. Pero un día una joven se miró en un estanque y, al ver su piel morena, sus ojos oscuros y su pelo sedoso, proclamó a los cuatro vientos que no había nadie más hermosa que ella. Al oír aquello, Afrodita montó en cólera. ¡Cómo se atrevía una simple mortal a declararse más agraciada que la propia diosa de la belleza! Afrodita estaba tan enojada que no sólo castigó a la muchacha que le había ofendido, sino que nos condenó a todas las mujeres de Lemnos. Desde aquel día, despedimos un olor nauseabundo, por lo que nuestros esposos empezaron a rehuirnos y acabaron por traerse concubinas desde Tracia para dormir con ellas. Nosotras nos irritamos tanto que una noche matamos a todos los hombres de la isla, incluidos los ancianos y los niños. Al poco tiempo, Afrodita nos liberó de nuestra insoportable pestilencia, pero ya era demasiado tarde. Para entonces no quedaba en Lemnos un solo hombre con el que pudiéramos engendrar descendencia. Por eso os hemos recibido con los brazos abiertos, porque deseamos concebir nuevos hijos. Quedaos con nosotras, Jasón, y te prometo que aquí gozarás de honores de rey. Jasón no supo qué responder. ¿Y si Hipsípila y las mujeres de Lemnos mataban a los argonautas como habían asesinado a sus esposos? Lo más prudente era abandonar la isla enseguida, pero los compañeros de Jasón estaban tan embelesados con las mujeres de Lemnos que no pensaban más que en amarlas. Sin embargo, un buen día Hércules les recordó cuál era su deber. Harto de esperar a sus compañeros, corrió a la ciudad y comenzó a golpear todas las puertas diciendo a gritos: —¡No nos hicimos a la mar para buscar mujeres! ¿Acaso habéis olvidado el vellocino de oro? Conscientes de que debían continuar su viaje, los argonautas abandonaron Lemnos, pero lo hicieron a regañadientes, pues nada les habría gustado tanto como seguir gozando de los cálidos besos y las suaves caricias de las mujeres de la isla. Sin embargo, algo de aquellos hombres quedó en Lemnos. Casi todas las mujeres habían quedado embarazadas, y muchas de ellas llevaban en su vientre un hijo varón. La propia Hipsípila daría a luz unos gemelos, que heredaron el rubio cabello de su padre y que siempre se sintieron orgullosos de descender del heroico Jasón. LA ISLA DE LOS OSOS Tras dejar Lemnos, los argonautas atravesaron el Helesponto, el estrecho brazo de mar en cuyo fondo reposaban los restos de Hele. El agua se retorcía allí en bullentes remolinos, pero los viajeros lograron alcanzar a salvo el mar de Mármara y pudieron recalar en la isla de los Osos para procurarse víveres. El azar quiso que Cícico, el joven rey de la isla, estuviese celebrando aquel día sus bodas con Clite, la de hermosas trenzas, así que los argonautas fueron invitados al espléndido banquete nupcial. Mientras sus compañeros gozaban de la fiesta, Hércules, Atalanta y otros dos argonautas permanecieron a bordo haciendo guardia. Y fue una suerte que estuvieran 6 alerta, pues, de pronto, una horda de gigantes salvajes descendió desde las colinas de la isla. Eran monstruos descomunales hijos de Gea, la diosa de la Tierra, y tenían cabeza de oso, seis brazos y un espeso pelaje negro. Al llegar a la ciudad, comenzaron a arrojar grandes peñascos contra sus habitantes, pero Hércules, Atalanta y sus dos compañeros lograron acabar con el peligro. Tomaron sus arcos y comenzaron a disparar flechas, y lo hicieron con tanta puntería que no quedó un solo gigante con vida. Cícico y su esposa no sabían cómo agradecerles a los argonautas que los hubieran liberado de aquel terrible peligro. Al día siguiente, acabado el banquete, el Argo zarpó hacia el Bósforo. Pero, al poco de partir, se levantó un fuerte viento que hizo girar el barco lo arrastró hasta una playa desconocida. Llovía con tanta intensidad que Jasón ordenó varar la nave. Entre las sombras de la noche, los argonautas saltaron a tierra y se cobijaron bajo unos árboles. Pero los habitantes de aquel lugar los tomaron por unos invasores y corrieron a atacarlos con sus lanzas. La lucha fue atroz, y los guerreros cayeron por cientos entre los oscuros matorrales. Jasón entabló una lucha singular con el capitán del ejército contrario y le atravesó el pecho con su lanza. Y al fin, después de tanta sangre derramada, los argonautas vencieron a sus enemigos. Pero al amanecer se impuso la terrible verdad. El lugar donde los argonautas habían desembarcado era la propia isla de los Osos, de la que habían partido el día anterior. Sin que se dieran cuenta, habían regresado a su punto de partida, así que los hombres a los que habían dado muerte eran los mismos con los que unas horas antes habían compartido la felicidad del banquete de bodas. Cuando Jasón vio que había matado a Cícico, sus ojos se deshicieron en llanto. La hermosa Clite, recién casada pero ya viuda, no pudo soportar la pérdida de su esposo, y siguió al rey en la muerte como lo había seguido en la dicha: aquel mismo día se quitó la vida ahorcándose en su cámara nupcial. Las ninfas de los bosques lamentaron tanto aquella desgracia que hicieron crecer un manantial con sus lágrimas. Pero quienes más sufrieron fueron los argonautas, que gimieron y se mesaron los cabellos sin cesar en los tres días que duraron los funerales por los reyes. HILAS Y LAS NINFAS DEL ESTANQUE Cuando zarparon por segunda vez de la isla de los Osos, los argonautas iban cabizbajos y afligidos. Y, como si la naturaleza quisiera acompañarlos en su desánimo, el viento dejó de soplar, por lo que la tripulación tuvo que empuñar los remos. Hércules pensó entonces que una competición levantaría el ánimo de sus compañeros, así que gritó: —¡Veamos quién aguanta más tiempo remando sin parar! Entusiasmados con la propuesta, los argonautas arquearon la espalda y comenzaron a remar con todas sus fuerzas. Pero, uno tras otro, fueron dejando la competición, vencidos por el cansancio. Al final, sólo quedaron Jasón y Hércules, y ninguno de los dos parecía dispuesto a rendirse. La tensión endurecía sus músculos, y sus sienes palpitaban con fuerza mientras sus fornidos brazos impulsaban la nave a gran velocidad. Parecía que nunca iban a cansarse, pero al cabo Jasón no pudo más y se desmayó a causa de la fatiga. Sin embargo, no fue derrotado, pues, en aquel mismo instante, el remo de Hércules se rompió con un gran estruendo. El musculoso héroe perdió el equilibrio y cayó de costado al suelo. Al oír las risas de algunos compañeros, Hércules se sintió tan ridículo que los amenazó. —El próximo que se ría —dijo—, se arrepentirá de haberlo hecho. 7 —Deteneos, pues no os está permitido acabar con las harpías. Pero os juro que nunca más volverán a atormentar a Fineo. Iris cumplió su palabra, ya que desterró a las harpías a una oscura cueva de Creta. Y Fineo quedó tan agradecido que contó a los argonautas todos los peligros que los acecharían en su camino hacia la Cólquide. Sin embargo, no les reveló si conseguirían el vellocino de oro, pues de pronto sintió miedo a que Zeus volviese a castigarle por descubrirles a los hombres su futuro. LAS ROCAS SIMPLÉGADES Al poco de zarpar de Salmideso, el Argo se acercó al estrecho del Bósforo, que estaba flanqueado por dos enormes rocas. Eran las Simplégades, imponentes colosos de piedra que vagaban sobre el agua como barcos a la deriva. Siempre que un navío trataba de pasar entre ellas, las dos rocas se acercaban una a la otra y chocaban como címbalos gigantescos, con lo que nada podía evitar la muerte de toda la tripulación. Sin embargo, gracias a Fineo, los argonautas sabían lo que tenían que hacer para atravesar el Bósforo. Al llegar frente a las Simplégades, uno de ellos, que se llamaba Eufemo, soltó una paloma blanca, que voló a gran velocidad por entre las dos rocas. Las Simplégades se acercaron entre sí para atraparla, pero la paloma fue tan rápida que escapó ilesa, y no perdió más que las pocas plumas de la cola. Fineo le había dicho a Jasón: —Si la paloma consigue pasar entre las Simplégades, es que los dioses quieren ayudaros: esforzaos con los remos y lograréis atravesar el estrecho. De manera que Jasón les gritó a los suyos: —¡Remad con todas vuestras fuerzas! Los héroes obedecieron, y el barco comenzó a avanzar a gran velocidad. La muerte pendía sobre las cabezas de los argonautas, pero el miedo les ayudaba, porque les hacía remar con más fuerza que nunca. Las Simplégades se acercaron una a la otra, y se movían con tanta rapidez que los argonautas pensaron que iban a morir sin remedio. Pero de repente sucedió algo prodigioso. Desde la popa del barco, se levantó una ola enorme. Los argonautas agacharon la cabeza, pero la ola no cayó sobre la cubierta, sino que levantó la nave desde atrás y la empujó con tanta fuerza que la hizo pasar entre las Simplégades en menos de lo que dura un suspiro. La diosa Atenea había levantado aquel golpe de mar para que los argonautas salvasen la vida. Y desde aquel momento, por voluntad divina, las Simplégades dejaron de errar sobre el agua y se convirtieron en dos islotes arraigados al fondo del mar. Pero no todo fueron motivos de felicidad en aquellos días, pues dos de los argonautas murieron en pocas horas. El adivino Idmo pereció atravesado por los colmillos de un jabalí, y a Tifis, el timonel, se lo llevó una extraña enfermedad. Para colmo de males, en la isla de Ares, los viajeros fueron atacados por unas extrañas aves que volaban ante el sol formando un negro nubarrón. Tenían las alas, el pico y las garras de metal, proferían un terrible griterío y dejaban caer sobre los viajeros sus negras plumas de bronce que eran afiladas como puñales y desgarraban la carne. Temiendo por su vida, los argonautas se escondieron bajo sus escudos, pero aquellos pájaros fatídicos siguieron volando sobre sus cabezas durante muchas horas, sin dejar de irradiar sus terribles plumas. De pronto, Jasón se acordó de Hércules. ¡Sí, el héroe de Tebas ya se 10 había enfrentado a aquellas aves, y había logrado desterrarlas del lago Estínfalo espantándolos con un ruido atronador! Entonces Jasón les ordenó a los suyos: —¡Golpead los escudos con las lanzas! Los argonautas obedecieron, y el estruendo fue tan grande que la bandada se alejó aterrada como la paloma ante el halcón. Entonces los argonautas corrieron de nuevo hacia la nave y zarparon a toda prisa, dando gracias a los dioses por haberlos librado una vez más de la muerte. 11 MEDEA Tras más de tres meses de navegación, los argonautas llegaron por fin a la Cólquide, donde se hallaba el vellocino de oro. Jasón quería conquistarlo sin recurrir a las armas, así que se dirigió al palacio del rey Eetes para confesarle sin más sus intenciones. El rey no estaba dispuesto a perder el vellocino, pero disimuló su enojo porque sabía que Jasón contaba con la bendición de Hera y Atenea. Si se oponía a aquel griego intrépido Eetes sufriría la ira de las dos diosas, de modo que decidió cederle a Jasón el vellocino, pero con unas condiciones que no pudiese cumplir. —Para llevarte el vellocino —le advirtió—, tendrás que superar una prueba. Cerca de aquí, en la llanura de Ares, hay una cueva donde habita una pareja de toros salvajes. Son fieras terribles, que tienen las patas de bronce y despiden llamaradas de fuego por los ollares. Tendrás que uncir a los toros a un arado de hierro, labrar con ellos un campo pedregoso y sembrar los surcos con unos dientes de dragón. De los dientes nacerán unos guerreros revestidos con armaduras de bronce, a los que habrás de exterminar. Y tendrás que hacerlo todo en el curso de un solo día, antes de que se ponga el sol. La prueba parecía insuperable, pero Jasón estaba dispuesto a hacer lo que fuese con tal de conseguir el vellocino de oro. Eetes se reía para sus adentros, pensando que aquel joven temerario moriría en su intento de domar a los toros. Sin embargo, Hera lo había previsto todo para que Jasón pudiera salirse con la suya. Antes de que el héroe llegase a la Cólquide, Hera había acudido en busca de Afrodita, que era la diosa del amor, para pedirle ayuda. Y Afrodita le había ordenado a su hijo Eros: _ Irás al palacio de Eetes y harás que Medea se enamore de Jasón. Medea era la hija del rey Eetes. Tenía dieciséis años, era tan hermosa como un cielo plagado de estrellas, dominaba la magia y conocía pócimas capaces de detener el curso de los ríos y de alterar la posición de los astros. El día en que Jasón llegó al palacio de Eetes, Medea estaba sentada tras el trono de su padre, y miraba con timidez y curiosidad al forastero. Entonces Eros entró en el palacio envuelto en una neblina que lo volvía invisible y atravesó el corazón de Medea con una de sus flechas de amor. La joven se ruborizó y sintió latir su corazón con más fuerza que nunca: de pronto, Jasón le pareció el hombre más apuesto y amable del mundo. Ninguno de los jóvenes de la Cólquide podía comparársele en belleza y gallardía. Aquella noche, Medea no logró dormir, porque no hacía más que pensar en Jasón. Incluso lloraba por él, pues temía que muriera embestido por los toros salvajes. Quería ayudarle, pero sabía que su padre no le perdonaría que lo hiciese, así que su corazón se debatía entre el temor y el deseo. Pero al fin el amor fue más fuerte que el deber. Medea se levantó de su lecho, se cubrió el rostro con un velo, salió del palacio y dejó atrás las murallas de la ciudad. Oculta por la noche, llegó hasta Jasón, quien la reconoció de inmediato. Cuando la luz de la luna iluminó el delicado rostro de Medea, Jasón pensó que nunca había visto una mujer tan hermosa. —He venido a ayudarte —dijo Medea, y sacó de entre sus ropas un pequeño frasco con una pócima del color del azafrán. Jasón miró a Medea con los ojos llenos de gratitud. Sabía que la joven dominaba la magia, pero no esperaba que ella quisiera ayudarle. —Unta tu cuerpo y tus armas con este bálsamo —dijo Medea— y te volverás inmune a los golpes de los toros y a las llamas que despiden sus ollares. Y cuando los guerreros 12 —Debemos buscar otra ruta para volver a Grecia —dijo Jasón con inquietud cuando vio la enorme flota que le iba a la zaga—. Hay que adentrarse por el río Istro, por el que los sabios dicen que se puede llegar a nuestra patria sin pasar por el mar. Justo entonces, una estrella fugaz se iluminó en el cielo como una llamarada y dejó una brillante estela en el firmamento antes de hundirse en el horizonte. —Hera nos indica el camino —dijo Jasón, consciente de que aquella estrella fugaz era una señal divina. Así que los argonautas siguieron la estela y se adentraron por el estuario del caudaloso curso del río Istro, que era el brazo superior del Océano. Poco a poco, una espesa niebla cayó sobre el mar, con lo que la mayor parte de los barcos de Eetes comenzaron a desorientarse y perdieron la pista del Argo. Pero Apsirto, que era hermano de Medea, no cesó en su persecución y llegó incluso a adelantar al barco de los argonautas. Cuando Jasón vio que la nave de Apsirto se hallaba apostada ante el Argo, comprendió que no había escapatoria posible. Entonces tomó a Medea de la mano, la llevó a la popa del barco y le dijo: —No tengo más remedio que devolverte a tu hermano. Somos muy pocos para vencer a las huestes de tu padre. Al oír aquello, Medea se volvió furiosa. —¡Oh, ¡qué falsas fueron tus promesas! —exclamó—. ¿Acaso no te he ayudado a conquistar el vellón que tanto ansiabas? ¡Me prometiste que sería tu esposa, y ahora quieres abandonarme! ¡Ya veo que eres un hombre sin palabra! ¿Acaso no conoces la piedad? Pero prefiero que me mates ahora mismo con el filo de tu espada antes que volver a la patria que he traicionado por ti. La cólera de Medea parecía implacable, pero Jasón logró aliviarla con dulces palabras, y entonces Medea trazó un plan. —Yo hablaré con Apsirto —dijo—. Le diré que quiero proponerle un pacto, lo agasajaré con regalos y luego... Aquel mismo día, el Argo desembarcó en la isla de Artemisa, y Medea dispersó por el aire unas drogas con las que logró atraer a su hermano. Cuando Apsirto llegó, Medea pidió hablar con él a solas y se lo llevó al templo de Artemisa. Una vez allí, le entregó múltiples regalos, entre ellos una túnica violeta confeccionada por las tres Gracias. Y luego le dijo con tramposas palabras: —Tienes que ayudarme, Apsirto. Jasón me ha raptado y pretende llevarme a Grecia contra mi voluntad... Entonces Medea hizo una señal y Jasón, que estaba al acecho, saltó desde su emboscada con la espada en alto y le asestó a Apsirto un golpe mortal. La sangre salpicó el velo plateado y la túnica blanca de Medea. Luego, Jasón y Medea corrieron hacia los argonautas, quienes, al ver la antorcha que Medea agitaba en mitad de la noche, salieron del Argo y abordaron el barco de Apsirto, donde todos estaban desprevenidos. Igual que el halcón se abalanza sobre la paloma, los argonautas aniquilaron a toda la tripulación enemiga y luego volvieron a los remos del Argo. Cuando los hombres de Eetes se percataron del fin de Apsirto, se apresuraron a buscar a los argonautas, pero Hera los contuvo lanzando desde el cielo una interminable sucesión de rayos cegadores, así que el Argo consiguió escapar y se libró para siempre de los guerreros de Eetes. 15 LA IRA DE ZEUS De camino a Grecia, los argonautas fueron muy bien acogidos por los feacios, en cuyo reino Jasón se casó con Medea. Pero a la felicidad de la boda siguió la ira de Zeus. Enfurecido por el asesinato de Apsirto, el padre de los dioses castigó a los argonautas con un sinfín de violentas tempestades. Durante días, una negra niebla rodeó el Argo, que acabó derivando hacia extraños países muy alejados de Grecia. Un día, la nave costeó la isla de las Sirenas, y al oír el canto cautivador de aquellas mágicas criaturas, el argonauta Butes deseó gozar de su amor, así que saltó al agua y pereció ahogado. Más tarde, varios argonautas estuvieron a punto de morir devorados por los monstruos Escila y Caribdis, que flanqueaban un peligroso estrecho. Y, a los pocos días, el Argo fue empujado por la marea tierra adentro, y quedó encallado en los desiertos de Libia de modo que los argonautas tuvieron que echarse el barco sobre sus recios hombros y caminar sobre la arena durante doce días bajo un sol que abrasaba la piel. Cuando por fin encontraron el mar y pudieron navegar de nuevo, los argonautas se quedaron sin agua y temieron morir de sed. Pero un día, perdida ya toda esperanza, avistaron la costa de Creta. Sin embargo, no les fue fácil abordarla, pues la isla estaba vigilada a todas horas por el titán Talos, un fiero gigante de bronce que impedía que se acercaran los forasteros. Al ver el Argo, Talos comenzó a arrojar enormes rocas para hundirlo, y estuvo a punto de lograrlo varias veces. Sin embargo, aquel gigante tenía un punto débil. Por uno de sus talones pasaba una vena por la que discurría toda su sangre. Cuando Medea lo supo, dijo con firmeza: —Yo abatiré a ese gigante. Y entonces, con los ojos llenos de ira, dirigió horribles miradas contra Talos, y por medio de un hechizo, le transmitió horrendas alucinaciones. Aterrado por sus propios ensueños, el gigante descuidó el Argo, que se le acercó poco a poco hasta pasar por debajo de sus piernas. Y, cuando el tobillo de Talos estuvo al alcance de Medea, la joven le rozó el talón con el filo de una piedra y rompió la vena que lo hacía vulnerable. Como el agua de una presa que se rompe, la sangre comenzó a manar con fuerza brutal, tan caliente y espesa como plomo derretido. Talos comenzó a balancearse y, tras lanzar un grito ensordecedor, se derrumbó con gran estrépito. Entonces, los argonautas pudieron tomar tierra y proveerse de agua en los arroyos de Creta. Aquella noche durmieron en la isla, debajo de unos árboles y, cuando la rosada Aurora asomó de nuevo por Oriente, se hicieron otra vez a la mar camino de su patria. EL REGRESO DEL ARGO Sin que les sucediera ninguna nueva aventura, los argonautas pisaron por fin las tierras de Grecia. cuando sus amigos los vieron, les costó mucho reconocerlos, pues los héroes habían perdido la lozanía de la juventud a fuerza de sufrir tantas penalidades. Jasón acudió de inmediato a ver a su tío Pelias, que seguía ocupando el trono de Yolco, y les lanzó a los pies el vellocino de oro. —Ahora ya he demostrado mi valor —dijo—, así que cumple lo que prometiste y entrégame el trono de Yolco. Al oír aquellas palabras, el rey enrojeció de ira. Pese a su promesa, no estaba dispuesto a abdicar, sino que respondió con el ceño fruncido: —Márchate de esta ciudad ahora mismo u ordenaré mataros a ti y a todos tus compañeros. 16 Jasón sintió que todas sus vicisitudes habían sido inútiles. Abandonó el palacio encolerizado, pero Medea lo calmó diciéndole: —No sufras, Jasón, que yo me vengaré por ti. Aquella noche, bajo la blanca luz de la luna llena, Medea se dirigió al palacio real ataviada con su túnica de sacerdotisa de Hécate, la poderosa diosa de la brujería, y pidió ver a Pelias. Cuando el rey la recibió, le dijo: —Señor, yo soy sacerdotisa de la diosa Hécate y poseo el don de transformar la vejez en juventud. Si queréis, puedo devolveros la fuerza y la agilidad que tuvisteis antaño. No había nada que Pelias anhelase tanto como recobrar su juventud, pues los achaques de la vejez le hacían sentir muy desgraciado. Pero, como desconfiaba de aquella hermosa forastera, le pidió una prueba de su magia. Entonces Medea se dirigió a las tres hijas de Pelias, que estaban junto a su padre, y les dijo que preparasen un caldero de agua hirviendo y le llevaran un carnero viejo. Medea echó el carnero en el agua junto con algunas hierbas mágicas, tapó el caldero y, para sorpresa de todos, cuando al cabo de un rato lo volvió a destapar, apareció un cordero juguetón que corría, saltaba y balaba sin descanso. —No hay duda de que tu magia es poderosa —dijo Pelias. La prueba había disipado todos sus recelos. Deseoso de recobrar la juventud como el carnero, el rey se tumbó en su lecho y dejó que Medea le hechizara hasta dejarlo dormido. Pero, antes, les ordenó a sus tres hijas: —Ayudad a esta maga en todo lo que os pida. Medea preparó un caldero en el que introdujo a Pelias dejándolo convertido para siempre en un niño. Su mente nunca más discurriría como la de un adulto. Al ver las hijas lo sucedido, comprendieron lo que había pasado y emprendieron la huida. Medea subió a toda prisa a la torre principal del palacio y encendió una antorcha: era la señal que indicaba que el rey ya no era un peligro. Cuando Jasón la vio, irrumpió con los argonautas en el palacio real y ocupó la sala del trono. Sin embargo, Jasón no pasó más que unas pocas horas en el trono de Yolco. Comprendió que los habitantes de aquella ciudad no aceptarían a un rey que se había hecho con el poder utilizando la magia negra, de modo que cedió el trono al hijo de Pelias, aquel muchacho llamado Acasto que le había acompañado en su viaje a la Cólquide. LA MUERTE DE JASÓN Tras dejar el trono de Yolco en manos de Acasto, Jasón se dirigió a Corinto, donde depositó el vellocino de oro en el templo de Zeus. En su nueva ciudad, el héroe pasó diez años de felicidad junto a Medea, que le dio dos hijos. Pero Jasón ansiaba el poder, así que decidió abandonar a su esposa para casarse con la hija del rey de Corinto, que era una hermosa joven llamada Creúsa. De esa manera, algún día reinaría en la ciudad. Sin embargo, los planes de Jasón tuvieron unas consecuencias desastrosas. Al sentirse traicionada, Medea concibió una venganza cruel. Le envió a Creúsa un vestido de novia como regalo de bodas, y, cuando la joven se lo probó, sus venas quedaron inundadas por un fuego abrasador, pues el vestido estaba envenenado con una droga mágica. Así que Creúsa murió en medio de terribles dolores. Pero Medea no se dio por 17
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