Docsity
Docsity

Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes

Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity


Consigue puntos base para descargar
Consigue puntos base para descargar

Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium


Orientación Universidad
Orientación Universidad

La transformación de Gregor en una bestia, Transcripciones de Lengua y Literatura

La historia de gregor, un joven que se transforma en una bestia debido a una enfermedad. La historia se centra en cómo gregor se adapta a su nueva forma y cómo su familia lo trata. El documento también explora cómo gregor se siente aislado y desconectado de la sociedad y cómo su transformación lo hace más consciente de su propia identidad.

Tipo: Transcripciones

2023/2024

Subido el 02/04/2024

javiera-ignacia-reyes-moll
javiera-ignacia-reyes-moll 🇨🇱

1 documento

Vista previa parcial del texto

¡Descarga La transformación de Gregor en una bestia y más Transcripciones en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! 1 La Metamorfosis de Franz Kafka I Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto". Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos. «¿Qué me ha ocurrido?», pensó. No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados – Samsa era viajante de comercio –, estaba colgado aquel cuadro, que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa” de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo. La mirada de Gregor se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alfeizar de la ventana – le ponía muy melancólico. «¿Qué pasaría – pensó – si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?» Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se lanzase con mu cha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a ba lancear sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el 2 costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido. «iDios mío!», pensó. «iQué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que se vaya todo al diablo!» Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se desli zó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos. Se deslizó de nuevo a su posición inicial. «Esto de levantarse pronto», pensó, «le hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir. Otros viajantes viven como pachás”. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con mi jefe, en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él – puedo tardar todavía entre cinco y seis años – lo hago con toda seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento, ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tictac sobre el armario. «¡Dios del cielo!», pensó. Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. ¿Es que no habría sonado el despertador?» Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero... Cera posible seguir durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno, tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más 5 sensato era sacrificarlo todo, si es que con ello existía la más mínima esperanza de liberarse de ella. Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas. En tales momentos dirigía sus ojos lo más agudamente posible hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y ánimo se podían sacar del espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la estrecha calle. «Las siete ya», se dijo cuando sonó de nuevo el despertador, «las siete ya y todavía semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando débilmente, como si esperase del absoluto silencio el regreso del estado real y cotidiano. Pero después se dijo: «Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo, como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar por mí, porque el almacén se abre antes de las siete.» Y entonces, de forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia fuera de la cama. Si se dejaba caer de ella de esta forma, la cabeza, que pretendía levantar con fuerza en la caída, permanecería probablemente ilesa. La espalda parecía ser fuerte, seguramente no le pasaría nada al caer sobre la alfombra. Lo más difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que se produciría, y que posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas, si no temor, al menos preocupación. Pero había que intentarlo. Cuando Gregor ya sobresalía a medias de la cama – el nuevo método era más un juego que un esfuerzo, sólo tenía que balancearse a empujones – se le ocurrió lo fácil que sería si alguien viniese en su ayuda. Dos personas fuertes – pensaba en su padre y en la criada – hubiesen sido más que suficientes; sólo tendrían que introducir sus brazos por debajo de su abombada espalda, descascararle así de la cama, agacharse con el peso, y después solamente tendrían que haber soportado que diese con cuidado una vuelta impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente, las patitas adquirirían su razón de ser. Bueno, aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía de ver dad pedir ayuda? A pesar de la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa al concebir tales pensamientos. 6 Ya había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía guardar el equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro de cinco minutos se rían las siete y cuarto, en ese momento sonó el timbre de la puerta de la calle. «Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado mientras sus patitas bailaban aún más deprisa. Du rante un momento todo permaneció en silencio. «No abren», se dijo Gregor, confundido por alguna absurda .esperanza. Pero entonces, como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso firme, hacia la puerta y abrió. Gregor sólo necesitó escuchar el primer saludo del visitante y ya sabía quién era, el apoderado en persona. ¿Por qué había sido con denado Gregor a prestar sus servicios en una empresa en la que al más mínimo descuido se concebía inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos los empleados, sin excepción, eran unos bribones? ¿Es que no había entre ellos un hombre leal y adicto a quien, simplemente porque no hubiese aprove chado para el almacén un par de horas de la mañana, se lo co miesen los remordimientos y francamente no estuviese en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no era de verdad suficiente mandar a preguntar a un aprendiz – si es que este «pregunteo» era necesario? ¿Tenía que venir el apoderado en persona y había con ello que mostrar a toda una familia inocente que la investigación de este sospechoso asunto solamente podía ser confiada al juicio del apoderado? Y, más como consecuencia de la irritación a la que le condujeron estos pen samientos que como consecuencia de una auténtica decisión, se lanzó de la cama con toda su fuerza. Se produjo un golpe fuerte, pero no fue un auténtico ruido. La caída fue amortigua da un poco por la alfombra y además la espalda era más elásti ca de lo que Gregor había pensado; a ello se debió el sonido sordo y poco aparatoso. Solamente no había mantenido la ca beza con el cuidado necesario y se la había golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor. – Ahí dentro se ha caído algo – dijo el apoderado en la ha bitación contigua de la izquierda. Gregor intentó imaginarse si quizá alguna vez no podría ocurrirle al apoderado algo parecido a lo que le ocurría hoy a él; había al menos que admitir la posibilidad. Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora un par de 7 pasos firmes en la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol. Desde la habitación de la derecha, la hermana, para advertir a Gregor, susurró: Gregor, el apoderado está aquí. « Ya lo sé», se dijo Gregor para sus adentras, pero no se atrevió a alzar la voz tan alto que la hermana pudiera haberlo oído. – Gregor Dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha –, el señor apoderado ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer tren. No sabemos qué debe mos decirle, además desea también hablar personalmente con tigo, así es que, por favor, abre la puerta. El señor ya tendrá la bondad de perdonar el desorden en la habitación. – Buenos días, señor Samsa – interrumpió el apoderado amablemente. – No se encuentra bien – dijo la madre al apoderado mien tras el padre hablaba ante la puerta –, no se encuentra bien, créame usted, señor apoderado. ¡Cómo si no iba Gregor a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el negocio. A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; aho ra ha estado ocho días en la ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros a la mesa y lee tranqui lamente el periódico o estudia horarios de trenes. Para él es ya una distracción hacer trabajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o tres tardes ha tallado un pequeño marco, se asombrará usted de lo bonito que es, está colgado ahí dentro, en la habita ción; en cuanto abra Gregor lo verá usted enseguida. Por cier to, que me alegro de que esté usted aquí, señor apoderado, no sotros solos no habríamos conseguido que Gregor abriese la puerta; es muy testarudo y seguro que no se encuentra bien a pesar de que lo ha negado esta mañana. – Voy enseguida – dijo Gregor, lentamente y con precau ción, y no se movió para no perderse una palabra de la con versación. – De otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo dijo el apoderado –, espero que no se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que nosotros, los comer ciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos sencillamente que sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a los negocios. – Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu habitación? – preguntó impaciente el padre. – No – dijo Gregor. En la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la derecha comenzó a sollozar la hermana. ¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de la cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué 10 madre entre sollo zos –, quizá esté gravemente enfermo y nosotros le atormen tamos. ¡Grete! ¡Grete! – gritó después. ¿Qué, madre? – dijo la hermana desde el otro lado. Se co municaban a través de la habitación de Gregor –. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregor está enfermo. Rápido, a buscar al médico. ¡Acabas de oír hablar a Gregor? – Es una voz de animal – dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo comparado con los gritos de la madre. – ¡Anna! iAnna! – gritó el padre en dirección a la cocina, a través de la antesala, y dando palmadas –.¡ Ve a buscar inmediatamente un cerrajero! Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala ¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa? – y abrieron la puerta de par en par. No se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia. Pero Gregor ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus palabras a pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que antes, sin duda como consecuencia de que el oído se iba acostumbrando. Pero en todo caso ya se creía en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregor, y se estaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron tomadas las primeras disposiciones le sentaron bien. De nuevo se consideró incluido en el círculo humano y esperaba de ambos, del médico y del cerrajero, sin distinguirlos del todo entre sí, excelentes y sorprendentes resultados. Con el fin de tener una voz lo más clara posible en las decisivas conversaciones que se avecinaban, tosió un poco esforzándose, sin embargo, por hacerlo con mucha moderación, porque posiblemente incluso ese ruido sonaba de una forma distinta a la voz humana, hecho que no confiaba poder distinguir él mismo. Mientras tanto en la habitación contigua reinaba el silencio. Quizá los padres estaban sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban arrimados a la puerta y escuchaban. Gregor se acercó lentamente hacia la puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, se arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella – las callosidades de sus patitas estaban provistas de una substancia pegajosa – y descansó allí, durante un momento, del esfuerzo realizado. A continuación comenzó a girar con la boca la llave, que estaba dentro de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener dientes propiamente dichos ¿con qué iba a 11 agarrar la llave? –, pero, por el contrario, las mandíbulas eran, desde luego, muy poderosas, con su ayuda puso la llave, efectivamente, en movimiento, y no se daba cuenta de que, sin duda, se estaba causando algún daño, porque un líquido parduzco le salía de la boca, chorreaba por la llave y goteaba hasta el suelo. – Escuchen ustedes – dijo el apoderado en la habitación contigua –, está dando la vuelta a la llave. Esto significó un gran estímulo para Gregor; pero todos de bían haberle animado, incluso el padre y la madre. «iVamos Gregor! – debían haber aclamado –. ¡Duro con ello, duro con la cerradura!» Y ante la idea de que todos seguían con expecta ción sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. A medida que avanzaba el giro de la llave, Gregor se movía en torno a la cerradura, ya sólo se mantenía de pie con la boca, y, según era necesario, se colgaba de la llave o la apretaba de nuevo hacia dentro con todo el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la cerradura, que se abrió por fin, despertó del todo a Gregor. Respirando profun damente dijo para sus adentros: «No he necesitado al cerraje ro», y apoyó la cabeza sobre el picaporte para abrir la puerta del todo. Como tuvo que abrir la puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y todavía no se le veía. En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo, alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba absorto en llevar a cabo aquel difícil movi miento y no tenía tiempo de prestar atención a otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!» que sonó como un silbido del viento, y en ese momento vio tam bién cómo aquél, que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la boca abierta y retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba regularmente. La madre – a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con los cabellos desenredados y levantados hacia arriba de haber pasado la noche – miró en primer lugar al padre con las ma nos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregor y, con el rostro completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en me dio de sus faldas, que quedaron extendidas a su alrededor. El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si qui siera empujar de nuevo a Gregor a su habitación, miró insegu ro a su alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se estremecía por el llanto. 12 Gregor no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de la hoja de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los demás. Entre tanto el día había aclarado; al otro lado de la calle se distinguía claramente una parte del edificio de enfren te, negruzco e interminable era un hospital'º , con sus ventanas regulares que rompían duramente la fachada. Toda vía caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas, que se distinguían una por una, y que eran lanzadas hacia abajo aisladamente so bre la tierra. Las piezas de la vajilla del desayuno se extendían en gran cantidad sobre la mesa porque para el padre el desayu no era la comida principal del día, que prolongaba durante ho ras con la lectura de diversos periódicos. Justamente en la pa red de enfrente había una fotografía de Gregor, de la época de su servicio militar, que le representaba con uniforme de te niente, y cómo, con la mano sobre la espada, sonriendo des preocupadamente, exigía respeto para su actitud y su unifor me. La puerta del vestíbulo estaba abierta y, como la puerta del piso también estaba abierta, se podía ver el rellano de la es calera y el comienzo de la misma, que conducía hacia abajo. Bueno dijo Gregor, y era completamente consciente de que era el único que había conservado la tranquilidad , me vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario y saldré de viaje. ¿Queréis dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fa tigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, se ñor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad? En un momento dado puede uno ser in capaz de trabajar, pero después llega el momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar que después, una vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguri dad, con más celo y concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted. Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él. Pero no me lo haga usted más difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida. Es cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este prejuicio, pero usted, señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las circunstancias mejor que la que tiene el resto del personal; sí, en confianza, 15 perseguir él mismo al apo derado, o, al menos, no obstaculizar a Gregor en su persecu ción, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el ga bán; tomó con la mano izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregor a su habitación blandiendo el bastón y el periódico. De nada sirvieron los ruegos de Gregor, tampoco fueron entendidos, y por mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con más fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos. Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas de las ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas sueltas revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y daba silbi dos como un loco. Pero Gregor todavía no tenía mucha prác tica en andar hacia atrás, andaba realmente muy despacio. Si Gregor se hubiese podido dar la vuelta, enseguida hubiese es Tado en su habitación, pero tenía miedo de impacientar al pa dre con su lentitud al darse la vuelta, y a cada instante le ame nazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la cabeza. Finalmente, no le quedó a Gregor otra solución, pues advirtió con angustia que andando hacia atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con temor constante mente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor rapidez posible, pero, en realidad, con una gran lenti tud. Quizá advirtió el padre su buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su empeño, sino que, con la punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su movimiento giratorio. ¡Si no hubiese sido por ese insoportable silbar del padre! Por su culpa Gregor perdía la cabeza por completo. Ya casi se había dado la vuelta del todo cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se equivocó y retrocedió un poco en su vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la cabeza ante la puerta, resultó que su cuerpo era demasiado ancho para pasar por ella sin más. Naturalmente, al padre, en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo más remoto abrir la otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregor espacio suficiente. 16 Su idea fija consistía solamente en que Gregor tenía que entrar en su habitación lo más rápidamente posible; tampoco hubiera permitido jamás los complicados preparativos que necesitaba Gregor para incorporarse y, de este modo, atravesar la puerta. Es más, empujaba hacia adelante a Gregor con mayor ruido aún, como si no existiese obstáculo alguno. Ya no sonaba tras de Gregor como si fuese la voz de un solo padre; ahora ya no había que andarse con bromas, y Gregor se empotró en la puerta – pasase lo que pasase. Uno de los costados se levantó, ahora estaba atravesado en el hueco de la puerta, su costado estaba herido por completo, en la puerta blanca quedaron marcadas unas manchas desagradables, pronto se quedó atascado y solo no hubiera podido moverse, las patitas de un costado estaban colgadas en el aire, y temblaban, las del otro lado permanecían aplastadas dolorosamente contra el suelo. Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le produjo un auténtico alivio, y Gregor penetró profundamente en su habitación sangrando con intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a continuación se hizo, por fin, el silencio. II Hasta la caída de la tarde no se despertó Gregor de su profundo sueño similar a una pérdida de conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho más tarde, aun sin ser molestado, porque se sentía suficientemente repuesto y descansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado. El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí, en el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se encontraba Gregor, estaba oscuro. Tanteando todavía torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí. 17 Su costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz que le daba desagradables tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de patas. Por cierto, que una de las patitas había resultado gravemente herida durante los incidentes de la mañana – casi parecía un milagro que sólo una hubiese resultado herida –, y se arrastraba sin vida. Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió lo que le había atraído hacia ella, había sido el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la que nadaban trocitos de pan. Estuvo a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por la mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por encima de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión, no sólo comer le resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo – sólo podía comer si todo su cuerpo cooperaba jadeando –, sino que, además, la leche, que siempre había sido su bebida favorita, y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le gustaba, es más, se retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro de la habitación. En el cuarto de estar, por lo que veía Gregor a través de la rendija de la puerta, estaba encendido el gas, pero mientras que, como era habitual a estas horas del día, el padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el periódico vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbre de leer en voz alta, tal como le contaba y le escribía siempre su hermana, se había perdido del todo en los últimos tiempos. Pero todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, el piso no estaba vacío. «iQué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregor, y, mientras miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se sintiócansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado. El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí, en el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se encontraba Gregor, estaba oscuro. Tanteando todavía torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí. Su costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz que le daba desagradables tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de patas. Por cierto, que una de las patitas había resultado gravemente herida durante los incidentes de la mañana – casi parecía un milagro que sólo una 20 traería otra comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma, Gregor preferiría morir de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar de que sentía unos enormes deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a los pies de la hermana y rogarle que le trajese algo bueno de comer. Pero la hermana reparó con sorpresa en la escudilla llena, a cuyo alrededor se había vertido un poco de leche, y la levantó del suelo, cierto que no lo hizo directamente con las manos, sino con un trapo, y se la llevó. Gregor tenía mucha curiosidad por saber lo que le traería en su lugar, e hizo al respecto las más diversas conjeturas. Pero nunca hubiese podido adivinar lo que la bondad de la hermana iba realmente a hacer. Para poner a prueba su gusto, le trajo muchas cosas donde elegir, todas ellas extendidas sobre un viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas, huesos de la cena, rodeados de una salsa blanca que se había ya endurecido, algunas uvas pasas y almendras”, un queso que, hacía dos días, Gregor había calificado de incomible, un trozo de pan, otro trozo de pan untado con mantequilla y otro trozo de pan untado con mantequilla y sal. Además añadió a todo esto la escudilla, que, a partir de ahora, probablemente estaba destinada a Gregor, en la cual había echado agua. Y por delicadeza, como sabía que Gregor nunca comería delante de ella, se retiró rápidamente e incluso echó la llave, para que Gregor se diese cuenta de que podía ponerse todo lo cómodo que desease. Las patitas de Gregor zumbaban cuando se acercaba el momento de comer. Por cierto, que sus heridas ya debían estar curadas del todo, ya no notaba molestia alguna, se asombró y pensó en cómo, hacía más de un mes, se había cortado un poco un dedo y esa herida, todavía anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora menos sensibilidad?, pensó, y ya chupaba con voracidad el queso, que fue lo que más fuertemente y de inmediato le atrajo de todo. Sucesivamente, a toda velocidad, y con los ojos llenos de lágrimas de alegría, devoró el queso, las verduras y la salsa; los alimentos frescos, por el contrario, no le gustaban, ni siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó un poco las cosas que quería comer. Ya hacía tiempo que había terminado y permanecía tumbado perezosamente en el mismo sitio, cuando la hermana, como señal de que debía retirarse, giró lentamente la llave. Esto le asustó, a pesar de que ya dormitaba, y se apresuró a esconderse bajo el canapé, pero le costó una gran fuerza de voluntad permanecer debajo del 21 canapé aún el breve tiempo en el que la hermana estuvo en la habitación, porque, a causa de la abundante comida, el vientre se había redondeado un poco y apenas podía respirar en el reducido espacio. Entre pequeños ataques de asfixia, veía con ojos un poco saltones, cómo la hermana, que nada imaginaba de esto, no solamente barría con su escoba los restos, sino también los alimentos que Gregor ni siquiera había tocado, como si éstos ya no se pudiesen utilizar, y cómo lo tiraba todo precipitadamente a un cubo, que cerró con una tapa de madera, después de lo cual se lo llevó todo. Apenas se había dado la vuelta, cuando Gregor salía ya de debajo del canapé, se estiraba y se inflaba. De esta forma recibía Gregor su comida diaria una vez por la mañana, cuando los padres y la criada todavía dormían, y lasegunda vez después de la comida del mediodía, porque entonces los padres dormían un ratito y la hermana mandaba a la criada a algún recado. Sin duda los padres no querían que Gregor se muriese de hambre, pero quizá no hubieran podido soportar enterarse de sus costumbres alimenticias, más de lo que de ellas les dijese la hermana; quizá la hermana quería ahorrarles una pequeña pena porque, de hecho, ya sufrían bastante. Gregor no pudo enterarse de las excusas con las que el médico y el cerrajero habían sido despedidos de la casa en aquella primera mañana, puesto que, como no podían entenderle, nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que él pudiera entender a los demás, y, así, cuando la hermana estaba en su habitación, tenía que conformarse con escuchar de vez en cuando sus suspiros y sus invocaciones a los santos. Sólo más tarde, cuando ya se había acostumbrado un poco a todo – naturalmente nunca podría pensarse en que se acostumbrase del todo –, cazaba Gregor a veces una observación hecha amablemente o que así podía interpretarse: «Hoy sí que le ha gustado», decía, cuando Gregor había comido con abundancia, mientras que, en el caso contrario, que poco a poco se repetía con más frecuencia, solía decir casi con tristeza: «Hoy ha sobrado todo.» Mientras que Gregor no se enteraba de novedad alguna de forma directa, escuchaba algunas cosas procedentes de las habitaciones contiguas, y allí donde escuchaba voces una sola vez, corría enseguida hacia la puerta correspondiente y se estrujaba con todo su cuerpo contra ella. Especialmente en los primeros tiempos no había ninguna conversación que de alguna manera, si bien sólo en secreto, no tratase de él. A lo largo de dos días se escucharon durante las comidas discusiones sobre 22 cómo se debían comportar ahora; pero también entre las comidas se hablaba del mismo tema, porque siempre había en casa al menos dos miembros de la familia, ya que seguramente nadie quería quedarse solo en casa, y tampoco podían dejar de ningún modo la casa sola. Incluso ya el primer día la criada (no estaba del todo claro qué y cuánto sabía de lo ocurrido) había pedido de rodillas a la madre que la despidiese inmediatamente, y cuando, cuarto de hora después, se marchaba con lágrimas en los ojos, daba gracias por el despido como por el favor más grande que pudiese hacérsele, y sin que nadie se lo pi diese hizo un solemne juramento de no decir nada a nadie. Ahora la hermana, junto con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no ocasionaba demasido trabajo porque apenas se co mía nada. Una y otra vez escuchaba Gregor cómo uno anima ba en vano al otro a que comiese y no recibía más contestación que: «¡Gracias, tengo suficiente!», o algo parecido. Quizá tam poco se bebía nada. A veces la hermana perguntaba al padre si quería tomar una cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ella misma a buscarla, y como el padre permanecía en silencio, añadía, para que él no tuviese reparos, que también podía mandar a la portera, pero entonces el padre respondía, por fin, con un poderoso «no», y ya no se hablaba más del asunto. Ya en el transcurso del primer día el padre explicó tanto a la madre como a la hermana toda la situación económica y las perspectivas. De vez en cuando se levantaba de la mesa y reco gía de la pequeña caja marca Wertheim*, que había salvado de la quiebra de su negocio ocurrida hacía cinco años, algún do cumento o libro de anotaciones. Se oía cómo abría el compli cado cerrojo y lo volvía a cerrar después de sacar lo que busca ba. Estas explicaciones del padre eran, en parte, la primera cosa grata que Gregor oía desde su encierro. Gregor había creído que al padre no le había quedado nada de aquel negocio, .al menos el padre no le había dicho nada en sentido contrario y, por otra parte, tampoco Gregor le había preguntado. En aquel entonces la preocupación de Gregor había sido hacer todo lo posible para que la familia olvidase rápidamente el de sastre comercial que les había sumido a todos en la más com pleta desesperación, y así había empezado entonces a trabajar con un ardor muy especial y, casi de la noche a la mañana, ha bía pasado a ser de un simple dependiente a un viajante que, naturalmente, tenía otras muchas posibilidades de ganar dine ro, y cuyos éxitos profesionales, en forma de comisiones, se convierten inmediatamente en 25 Para Gregor no hubiese sido inesperado si ella no hubiese entrado, ya que él, con su posición, impedía que ella pudiese abrir de inmediato la ventana, pero ella no solamente no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta; un extraño habría podido pensar que Gregor la había acechado y había querido morderla. Gregor, naturalmente, se escondió enseguida bajo el canapé, pero tuvo que esperar hasta mediodía antes de que la hermana volviese de nuevo, y además parecía mucho más intranquila que de costumbre. Gregor sacó la conclusión de que su aspecto todavía le resultaba insoportable y continuaría pareciéndoselo, y que ella tenía que dominarse a sí misma para no salir corriendo al ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía del canapé. Para ahorrarle también ese espectáculo, transportó un día sobre la espalda – para ello necesitó cuatro horas – la sábana encima del canapé, y la colocó de tal forma que él quedaba tapado del todo, y la hermana, incluso si se agachaba, no podía verlo. Si, en opinión de la hermana, esa sábana no hubiese sido necesaria, podría haberla retirado, porque estaba suficientemente claro que Gregor no se aislaba por gusto, pero dejó la sábana tal como estaba, e incluso Gregor creyó adivinar una mirada de gratitud cuando, con cuidado, levantó la cabeza un poco para ver cómo acogía la hermana la nueva disposición. Durante los primeros catorce días, los padres no consiguieron decidirse a entrar en su habitación, y Gregor escuchaba con frecuencia cómo ahora reconocían el trabajo de la hermana, a pesar de que anteriormente se habían enfadado muchas veces con ella, porque les parecía una chica un poco inútil. Pero ahora, a veces, ambos, el padre y la madre, esperaban ante la habitación de Gregor mientras la hermana la recogía y, apenas había salido, tenía que contar con todo detalle qué aspecto tenía la habitación, lo que había comido Gregor, cómo se había comportado esta vez y si, quizá, se advertía una pequeña mejoría. Por cierto, que la madre quiso entrar a ver a Gregor relativamente pronto, pero el padre y la hermana se lo impidieron, al principio con argumentos racionales, que Gregor escuchaba con mucha atención, y con los que estaba muy de acuerdo, pero más tarde hubo que impedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba. «¡Dejadme entrar a ver a Gregor, pobre hijo mío! ¿Es que no comprendéis que tengo que entrar a verle?» Entonces Gregor pensaba que quizá sería bueno que la madre entrase, naturalmente no todos los días, pero sí una vez a la semana; 26 ella comprendía todo mucho mejor que la hermana, que, a pesar de todo su valor, no era más que una niña, y, en última instancia, quizá sólo se había hecho cargo de una tarea tan difícil por irreflexión infantil. El deseo de Gregor de ver a la madre pronto se convirtió en realidad. Durante el día Gregor no quería mostrarse por la ventana, por consideración a sus padres, pero tampoco podía arrastrarse demasiado por los pocos metros cuadrados del suelo; ya soportaba con dificultad estar tumbado tranquilamente durante la noche, pronto ya ni siquiera la comida le producía alegría alguna y así, para distraerse, adoptó la costumbre de arrastrarse en todas direcciones por las paredes y el techo. Le gustaba especialmente permanecer colgado del techo; era algo muy distinto a estar tumbado en el suelo; se respiraba con más libertad; un ligero balanceo atravesaba el cuerpo; y sumido en la casi feliz distracción en la que se encontraba allí arriba, podía ocurrir que, para su sorpresa, se dejase caer y se golpease contra el suelo. Pero ahora, naturalmente, dominaba su cuerpo de una forma muy distinta a como lo había hecho antes y no se hacía daño, incluso después de semejante caída. La hermana se dio cuenta inmediatamente de la nueva diversión que Gregor había descubierto – dejaba tras de sí al arrastrarse por todas partes huellas de su substancia pegajosa – y entonces se le metió en la cabeza proporcionar a Gregor la posibilidad de arrastrarse a gran escala y sacar de allí los muebles que lo impedían, es decir, sobre todo el armario y el escritorio, ella no era capaz de hacerlo todo sola; tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre; la criada no la hubiese ayudado seguramente, porque esa chica, de unos dieciséis años, resistía ciertamente con valor desde que se despidió la cocinera anterior, pero había pedido el favor de poder mantener la cocina constantemente cerrada y abrirla solamente a una señal determinada, Así pues, no leque sólo Gregor era dueño y señor de las paredes vacías, no se atrevería a entrar ninguna otra persona más que Grete. Así pues, no se dejó disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de pura inquietud, parecía sentirse insegura en esta habitación; pronto enmudeció y ayudó a la hermana con todas sus fuerzas a sacar el armario. Bueno, en caso de necesidad, Gregor podía prescindir del armario, pero el escritorio tenía que quedarse; y apenas habían abandonado las mujeres la habitación con el armario, en el cual se apoyaban gimiendo, cuando Gregor 27 sacó la cabeza de debajo del canapé para ver cómo podía tomar cartas en el asunto lo más prudente y discretamente posible. Pero, por desgracia, fue precisamente la madre quien regresó primero, mientras Grete, en la habitación contigua, sujetaba el armario rodeándolo con los brazos y lo empujaba sola de acá para allá, naturalmente, sin moverlo un ápice de su sitio. Pero la madre no estaba acostumbrada a ver a Gregor, podría haberse puesto enferma por su culpa, y así Gregor, andando hacia atrás, se alejó asustado hasta el otro extremo del canapé, pero no pudo evitar que la sábana se moviese un poco por la parte de delante. Esto fue suficiente para llamar la atención de la madre. Ésta se detuvo, permaneció allí un momento en silencio y luego volvió con Grete. A pesar de que Gregor se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de lo común, sino que sólo se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo, como pronto habría de confesarse a sí mismo, este ir y venir de las mujeres, sus breves gritos, el arrastrar de los muebles sobre el suelo, le producían la impresión de un gran barullo, que crecía procedente de todas las direcciones y, por mucho que encogía la cabeza y las patas sobre sí mismo y apretaba el cuerpo contra el suelo, tuvo que confesarse irremisiblemente que no soportaría todo esto mucho tiempo. Ellas le vaciaban su habitación, le quitaban todo aquello a lo que tenía cariño, el armario en el que guardaba la sierra y otras herramientas ya lo habían sacado; ahora ya aflojaban el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual había hecho sus deberes cuando era estudiante de comercio, alumno del instituto e incluso alumno de la escuela primaria – ante esto no le quedaba ni un momento para comprobar las buenas intenciones que tenían las dos mujeres, y cuya existencia, por cierto, casi había olvidado, porque de puro agotamiento traba jaban en silencio y solamente se oían las sordas pisadas de sus pies. Y así salió de repente – las mujeres estaban en ese momen to en la habitación contigua, apoyadas en el escritorio para to mar aliento –, cambió cuatro veces la dirección de su marcha, no sabía a ciencia cierta qué era lo que debía salvar primero, cuando vio en la pared ya vacía, llamándole la atención, el cua dro de la mujer envuelta en pieles, se arrastró apresuradamen te hacia arriba y se apretó contra el cuadro, cuyo cristal le suje taba y le aliviaba el ardor de su vientre. 30 frecuentes paseos en común, un par de domingos al año o en las festividades más importantes, se abría paso hacia delante entre Gregor y la madre, que ya de por sí andaban despacio, aún más despacio que ellos, envuelto en su viejo abrigo, siempre apoyando con cui dado el bastón, y que, cuando quería decir algo, casi siempre se quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a su alrede dor? Pero ahora estaba muy derecho, vestido con un rígido uniforme azul con botones, como los que llevan los ordenan zas de los bancos; por encima del cuello alto y tieso de la cha queta sobresalía su gran papada; por debajo de las pobladas ce jas se abría paso la mirada, despierta y atenta, de unos ojos ne gros. El cabello blanco, en otro tiempo desgreñado, estaba ahora ordenado en un peinado a raya brillante y exacto. Arrojó su gorra, en la que había bordado un monograma dorado, pro bablemente el de un banco, sobre el canapé a través de la habi tación formando un arco, y se dirigió hacia Gregor con el rostro enconado, las puntas de la larga chaqueta del uniforme echadas hacia atrás, y las manos en los bolsillos del pantalón. Probablemente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sin embargo levantaba los pies a una altura desusada y Gregor se asombró del tamaño enorme de las suelas de sus botas. Pero Gregor no permanecía parado, ya sabía desde el primer día de su nueva vida que el padre, con respecto a él, sólo consideraba oportuna la mayor rigidez. Y así corría delante del padre, se paraba si el padre se paraba, y se apresuraba a seguir hacia delante con sólo que el padre se moviese. Así recorrieron varias veces la habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que ello hubiese tenido el aspecto de una persecución, como consecuencia de la lentitud de su recorrido. Por eso Gregor permaneció de momento sobre el suelo, especialmente porque temía que el padre considerase una especial maldad por su parte la huida a las paredes o al techo. Por otra parte, Gregor tuvo que confesarse a sí mismo que no soportaría por mucho tiempo estas carreras, porque mientras el padre daba un paso, él tenía que realizar un sinnúmero de movimientos. Ya comenzaba a sentir ahogos, bien es verdad que tampoco anteriormente había tenido unos pulmones dignos de confianza. Mientras se tambaleaba con la intención de reunir todas sus fuerzas para la carrera, apenas tenía los ojos abiertos; en su embotamiento no pensaba en otra posibilidad de salvación que la de correr; y ya casi había olvidado que las paredes estaban a su disposición, 31 bien es verdad que éstas estaban obstruidas por muebles llenos de esquinas y picos. En ese momento algo, lanzado sin fuerza, cayó junto a él, y echó a rodar por delante de él. Era una manzana; inmediatamente siguió otra; Gregor se quedó inmóvil del susto; seguir corriendo era inútil, porque el padre había decidido bombardearle. Con la fruta procedente del frutero que estaba sobre el aparador se había llenado los bolsillos y lanzaba manzana tras manzana sin apuntar con exactitud, de momento. Estas pequeñas manzanas rojas rodaban por el sueño como electrificadas y chocaban unas con otras. Una manzana lanzada sin fuerza rozó la espalda de Gregor, pero resbaló sin causarle daños. Sin embargo, otra que la siguió inmediatamente, se incrustó en la espalda de Gregor; éste quería continuar arrastrándose, como si el increíble y sorprendente dolor pudiese aliviarse al cambiar de sitio; pero estaba como clavado y se estiraba, totalmente desconcertado. Sólo al mirar por última vez alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se abría de par en par y por delante de la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre en enaguas, puesto que la hermana la había desnudado para proporcionarle aire mientras permanecía inconsciente; vio también cómo, a continuación, la madre corría hacia el padre y, en el camino, perdía úna tras otra sus enaguas desatadas, y cómo, tropezando con ellas, caía sobre el padre, y abrazándole, unida estrechamente a él – ya empezaba a fallarle la vista a Gregor –, le suplicaba, cruzando las manos por detrás de su nuca, que perdonase la vida de Gregor. III La grave herida de Gregor, cuyos dolores soportó más de un mes – la manzana permaneció empotrada en la carne como recuerdo visible, ya que nadie se atrevía a retirarla –, pareció recordar, incluso al padre, que Gregor, a pesar de 32 su triste y repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a quien no podía tratarse como un enemigo, sino frente al cual el deber familiar era aguantarse la repugnancia y resignarse, nada más que resignarse. Y si Gregor ahora, por culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad para siempre, y por lo pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo inválido largos minutos – no se podía ni pensar en arrastrarse por las alturas –, sin embargo, en compensación por este empeoramiento de su estado, recibió, en su opinión, una reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta del cuarto de estar, la cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de forma que, tumbado en la oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el comedor, podía ver a toda la familia en la mesa iluminada y podía escuchar sus conversaciones, en cierto modo con el consentimiento general, es decir, de una forma completamente distinta a como había sido hasta ahora. Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las que Gregor, desde la habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta nostalgia cuando, cansado, tenía que meterse en la cama húmeda. La mayoría de las veces transcurría el tiempo en silencio. El padre no tardaba en dormirse en la silla después de la cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente silencio; la madre, inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un comercio de moda; la hermana, que había aceptado un trabajo como dependienta, estudiaba por la noche estenografía y francés, para conseguir, quizá más tarde, un puesto mejor. A veces el padre se despertaba y, como si no supiera que había dormido, decía a la madre: «¡Cuánto coses hoy también!», e inmediatamente volvía a dormirse mientras la madre y la hermana se sonreían mutuamente. Por una especie de obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme mientras estaba en casa; y mientras la bata colgaba inútilmente de la percha, dormitaba el padre en su asiento, completamente vestido, como si siempre estuviese preparado para el servicio e incluso en casa esperase también la voz de su superior. Como consecuencia, el uniforme, que no era nuevo ya en un principio, empezó a ensuciarse a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Gregor se pasaba con frecuencia tardes enteras mirando esta brillante ropa, completamente manchada, con sus botones dorados siempre limpios con la 35 Sin pensar más en qué es lo que podría gustar a Gregor, la hermana, por la mañana y al mediodía, antes de marcharse a la tienda, empujaba apresuradamente con el pie cualquier comida en la habitación de Gregor, para después recogerla por la noche con el palo de la escoba, tanto si la comida había sido probada, como si – y éste era el caso más frecuente – ni siquiera había sido tocada. Recoger la habitación, cosa que ahora hacía siempre por la noche, no podía hacerse más deprisa. Franjas de suciedad se extendían por las paredes, por todas partes había ovillos de polvo y suciedad. Al principio, cuando llegaba la hermana, Gregor se colocaba en el rincón más significativamente sucio para, en cierto modo, hacerle reproches mediante esta posición. Pero seguramente hubiese podido permanecer allí semanas enteras sin que la hermana hubiese mejorado su actitud por ello; ella veía la suciedad lo mismo que él, pero se había decidido a dejarla allí. Al mismo tiempo, con una susceptibilidad completamente nueva en ella y que, en general, se había apoderado de toda la familia, ponía especial atención en el hecho de que se reservase solamente a ella el cuidado de la habitación de Gregor. En una ocasión la madre había sometido la habitación de Gregor a una gran limpieza, que había logrado solamente después de utilizar varios cubos de agua – la humedad, sin embargo, también molestaba a Gregor, que yacía extendido, amargado e inmóvil sobre el canapé –, pero el castigo de la madre no se hizo esperar, porque apenas había notado la hermana por la tarde el cambio en la habitación de Gregor, cuando, herida en lo más profundo de sus sentimientos, corrió al cuarto de estar y, a pesar de que la madre suplicaba con las manos levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que los padres – el padre se despertó sobresaltado en su silla –, al principio, observaban asombrados y sin poder hacer nada, hasta que, también ellos, comenzaron a sentirse conmovidos; el padre, a su derecha, reprochaba a la madre que no hubiese dejado al cuidado de la hermana la limpieza de la habitación de Gregor, a su izquierda, decía a gritos a la hermana que nunca más volvería a limpiar la habitación de Gregor; mientras que la madre intentaba llevar al dormitorio al padre, que no podía más de irritación, la hermana, sacudida por los sollozos, golpeaba la mesa con sus pequeños puños, y Gregor silbaba de pura rabia porque a nadie se le ocurría cerrar la puerta para ahorrarle este espectáculo y este ruido. Pero incluso si la hermana, agotada por su trabajo, estaba ya harta de cuidar de Gregor como antes, tampoco la madre tenía que sustituirla y no era necesario 36 que Gregor hubiese sido abandonado, porque para eso estaba la asistenta. Esa vieja viuda, que en su larga vida debía haber superado lo peor con ayuda de su fuerte constitución, no sentía repugnancia alguna por Gregor. Sin sentir verdadera curiosidad, una vez había abierto por casualidad la puerta de la habitación de Gregor y, al verle, se quedó parada, asombrada, con los brazos cruzacios, mientras éste, sorprendido y a pesar de que nadie la perseguía, comenzó a correr de un lado a otro. Desde entonces no perdía la oportunidad de abrir un poco la puerta por la mañana y por la tarde para echar un vistazo a la habitación de Gregor. Al principío le llamaba hacia ella con palabras que, probablemente, consideraba amables, como: «¡Ven aquí, viejo escarabajo pelotero!» o «iMirad el viejo escarabajo pelotero!». Gregor no contestaba nada a tales llamadas, sino que permanecía inmóvil en su sitio, como si la puerta no hubiese sido abierta. ¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta que limpiase diariamente la habitación en lugar de dejar que le molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por la mañana temprano – una intensa lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de la primavera, que ya se acercaba –, cuando la asistenta empezó otra vez con sus improperios, Gregor se enfureció tanto que se dio la vuelta hacia ella como para atacarla, pero de forma lenta y débil. Sin embargo, la asistenta, en vez de asustarse, alzó simplemente una silla, que se encontraba cerca de la puerta, y, tal como permanecía allí, con la boca completamente abierta, estaba clara su intención de cerrar la boca sólo cuando la silla que tenía en la mano acabase en la espalda de Gregor. ¿Con que no seguimos adelante? – preguntó, al ver que Gregor se daba de nuevo la vuelta, y volvió a colocar la silla tranquilamente en el rincón. Gregor ya no comía casi nada. Sólo si pasaba por casualidad al lado de la comida tomaba un bocado para jugar con él en la boca, lo mantenía allí horas y horas y, la mayoría de las veces, acababa por escupirlo. Al principio pensó que lo que le impedía comer era la tristeza por el estado de su habitación, pero precisamente con los cambios de la habitación se reconcilió muy pronto. Se habían acostumbrado a meter en esta habitación cosas que no podían colocar en otro sitio, y ahora había muchas cosas de éstas, porque una de las habitaciones de la casa había sido alquilada a tres huéspedes. Estos señores tan 37 severos – los tres tenían barba, según pudo comprobar Gregor por una rendija de la puerta – ponían especial atención en el orden, no sólo ya de su habitación, sino de toda la casa, puesto que se habían instalado aquí, y especialmente en el orden de la cocina. No soportaban trastos inútiles ni mucho menos sucios. Además, habían traído una gran parte de sus propios muebles. Por ese motivo sobraban muchas cosas que no se podían vender ni tampoco se querían tirar. Todas estas cosas acababan en la habitación de Gregor. Lo mismo ocurrió con el cubo de la ceniza y el cubo de la basura de la cocina. La asistenta, que siempre tenía mucha prisa, arrojaba simplemente en la habitación de Gregor todo lo que, de momento, no servía; por suerte, Gregor sólo veía, la mayoría de las veces, el objeto correspondiente y la mano que lo sujetaba. La asistenta tenía, quizá, la intención de recoger de nuevo las cosas cuando hubiese tiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas de una vez, pero lo cierto es que todas se quedaban tiradas en el mismo lugar en que habían caído al arrojarlas, a no ser que Gregor se moviese por entre los trastos y los pusiese en movimiento, al principio, obligado a ello porque no había sitio libre para arrastrarse, pero más tarde con creciente satisfacción, a pesar de que después de tales paseos acababa mortalmente agotado y triste, y durante horas permanecía inmóvil. Como los huéspedes a veces tomaban la cena en el cuarto de estar, la puerta permanecía algunas noches cerrada, pero Gregor renunciaba gustoso a abrirla, incluso algunas noches en las que había estado abierta no se había aprovechado de ello, sino que, sin que la familia lo notase, se había tumbado en el rincón más oscuro de la habitación. Pero en una ocasión la asistenta había dejado un poco abierta la puerta que daba al cuarto de estar y se quedó abierta incluso cuando los huéspedes llegaron y se dio la luz. Se sentaban a la mesa en los mismos sitios en que antes habían comido el padre, la madre y Gregor, desdoblaban las servilletas y tomaban en la mano cuchillo y tenedor. Al momento aparecía por la puerta la madre con una fuente de carne, y poco después lo hacía la hermana con una fuente llena de patatas. La comida humeaba. Los huéspedes se inclinaban sobre las fuentes que había ante ellos como si quisiesen examinarlas antes de comer, y, efectivamente, el 40 decidido a acercarse hasta la hermana, tirarle de la falda y darle así a entender que ella podía entrar con su violín en su habitación porque nadie podía recompensar su música como él quería hacerlo. No quería dejarla salir nunca de su habitación, al menos mientras él viviese; su horrible forma le sería útil por primera vez; quería estar a la vez en todas las puertas de su habitación y tirarse a los que le atacasen; pero la hermana no debía quedar se con él por la fuerza, sino por su propia voluntad; debería sentarse junto a él sobre el canapé, inclinar el oído hacia él, y él deseaba confiarle que había tenido la firme intención de en viarla al conservatorio y que, si la desgracia no se hubiese cruzado en su camino la Navidad pasada – probablemente la Na vidad ya había pasado – se lo hubiese dicho a todos sin preo cuparse de réplica alguna. Después de esta confesión, la her mana estallaría en lágrimas de emoción y Gregor se levantaría hasta su hombro y le daría un beso en el cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba siempre al aire sin cintas ni adornos. – iSeñor Samsa! – gritó el señor de en medio al padre, y se ñaló, sin decir una palabra más, con el índice hacia Gregor, que avanzaba lentamente. El violín enmudeció, en un princi pio el huésped de en medio sonrió a sus amigos moviendo la cabeza y, a continuación, miró hacia Gregor. El padre, en lu gar de echar a Gregor, consideró más necesario, ante todo, tranquilizar a los huéspedes, a pesar de que ellos no estaban nerviosos en absoluto y Gregor parecía distraerles más que el violín. Se precipitó hacia ellos e intentó, con los brazos abier tos, empujarles a su habitación y, al mismo tiempo, evitar con su cuerpo que pudiesen ver a Gregor. Ciertamente se enfada ron un poco, no se sabía ya si por el comportamiento del pa dre, o porque ahora se empezaban a dar cuenta de que, sin sa berlo, habían tenido un vecino como Gregor. Exigían al padre explicaciones, levantaban los brazos, se tiraban intranquilos de la barba y, muy lentamente, retrocedían hacia su habitación. Entre tanto, la hermana había superado el desconcierto en que había caído después de interrumpir su música de una forma tan repentina, había reaccionado de pronto, después de que durante unos momentos había sostenido en las manos caídas con indolencia el violín y el arco, y había seguido mirando la partitura como si todavía tocase, había colocado el instrumen to en el regazo de la madre, que todavía seguía sentada en su silla con dificultades para respirar y agitando violentamente los pulmones, y había corrido hacia la habitación de al lado, a la que los huéspedes se acercaban 41 cada vez más deprisa ante la insistencia del padre. Se veía cómo, gracias a las diestras ma nos de la hermana, las mantas y almohadas de las camas vola ban hacia lo alto y se ordenaban. Antes de que los señores hu biesen llegado a la habitación, había terminado de hacer las ca mas y se había 'escabullido hacia afuera. El padre parecía estar hasta tal punto dominado por su obstinación, que olvidó todo el respeto que, ciertamente, debía a sus huéspedes. Sólo les empujaba y les empujaba hasta que, ante la puerta de la habita ción, el señor de en medio dio una patada atronadora contra el suelo y así detuvo al padre. – Participo a ustedes – dijo, levantó la mano y buscaba con sus miradas también a la madre y a la hermana – que, tenien do en cuenta las repugnantes circunstancias que reinan en esta casa y en esta familia – en este punto escupió decididamente sobre el suelo –, en este preciso instante dejo la habitación. Por los días que he vivido aquí no pagaré, naturalmente, lo más mínimo; por el contrario, me pensaré si no procedo con tra ustedes con algunas reclamaciones muy fáciles, créanme, de justificar. Calló y miró hacia adelante como si esperase algo. En efec to, sus dos amigos intervinieron inmediatamente con las si guientes palabras: – También nosotros dejamos en este momento la habita ción. A continuación agarró el picaporte y cerró la puerta de un portazo. El padre se tambaleaba tanteando con las manos en dirección a su silla y se dejó caer en ella. Parecía como si se preparase para su acostumbrada siestecita nocturna, pero la profunda inclinación de su cabeza, abatida como si nada la sos tuviese, mostraba que de ninguna manera dormía. Gregor ya cía todo el tiempo en silencio en el mismo sitio en que le ha bían descubierto los huéspedes. la decepción por el fracaso de sus planes, pero quizá también la debilidad causada por el hambre que pasaba, le impedían moverse. Temía, con cierto fundamento, que dentro de unos momentos se desencadenase sobre él una tormenta general, y esperaba. Ni siquiera se so bresaltó con el ruido del violín que, por entre los temblorosos dedos de la madre, se cayó de su regazo y produjo un sonido retumbante. queridos padres – dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la 42 mesa –, esto no puede seguir así. Si vosotros no os dais cuenta, yo sí me la doy. No quiero, ante esta bestia, pronunciar el nombre de mi hermano, y por eso sola mente digo: tenemos que intentar quitárnoslo de encima. hemos hecho todo lo humanamente posible por cuidarlo y acep tarlo; creo que nadie puede hacernos el menor reproche. – Tiene razón una y mil veces – dijo el padre para sus adentros. La madre, que aún no tenía aire suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano que tenía ante la boca, con una expresión de enajenación en los ojos. La hermana corrió hacia la madre y le sujetó la frente. El padre parecía estar enfrascado en determinados pensamientos; gracias a las palabras de la hermana, se había sentado más de recho, jugueteaba con su gorra por entre los platos, que desde la cena de los huéspedes seguían en la mesa, y miraba de vez en cuando a Gregor, que permanecía en silencio. – Tenemos que intentar quitárnoslo de encima – dijo en tonces la hermana, dirigiéndose sólo al padre, porque la ma dre, con su tos, no oía nada –. Os va a matar a los dos, ya lo veo venir. Cuando hay que trabajar tan duramente como lo ha cemos nosotros no se puede, además, soportar en casa este tormento sin fin. Yo tampoco puedo más – y rompió a llorar de una forma tan violenta, que sus lágrimas caían sobre el ros tro de la madre, del cual las secaba mecánicamente con las manos. – Pero hija – dijo el padre compasivo y con sorprendente comprensión –. ¡Qué podemos hacer! Pero la hermana sólo se encogió de hombros como signo de la perplejidad que, mientras lloraba, se había apoderado de ella, en contraste con su seguridad anterior. – Si él nos entendiese... – dijo el padre en tono medio inte rrogante. La hermana, en su llanto, movió violentamente la mano como señal de que no se podía ni pensar en ello. – Si él nos entendiese... – repitió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la convicción de la hermana acerca de la imposibilidad de ello –, entonces sería posible llegar a un acuerdo con él, pero así... – Tiene que irse – exclamó la hermana –, es la única posi bilidad, padre. Sólo tienes que desechar la idea de que se trata de Gregor. El haberlo creído durante tanto tiempo ha sido nuestra auténtica desgracia, pero ¿cómo es posible que sea Gregor? Si fuese Gregor hubiese comprendido hace tiempo que una convivencia entre personas y semejante animal no es posible, y se 45 mucho los ojos, silbó para sus aden tras, pero no se entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par en par las puertas del dormitorio y exclamó en voz alta ha cia la oscuridad: – ¡Fíjense, la ha diñado, ahí está, la ha diñado del todo! El matrimonio Samsa estaba sentado en la cama e intentaba sobreponerse del susto de la asistenta antes de llegar a com prender su aviso. Pero después, el señor y la señora Samsa, cada uno por su lado, se bajaron rápidamente de la cama, el se ñor Samsa se echó la colcha por los hombros, la señora Samsa apareció en camisón, así entraron en la habitación de Gregor. Entre tanto, también se había abierto la puerta del cuarto de estar, en donde dormía Grete desde la llegada de los huéspe des; estaba completamente vestida, como si no hubiese dormi do, su rostro pálido parecía probarlo. ¿Muerto? – dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia la asistenta a pesar de que ella misma podía comprobarlo, e incluso podía darse cuenta de ello sin necesidad de comprobarlo. – Digo, aya lo creo! – dijo la asistenta y, como prueba, em pujó el cadáver de Gregor con la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento como si quisie ra detener la escoba, pero no lo hizo. – Bueno – dijo el señor Samsa –, ahora podemos dar gracias a Dios – se santiguó y las tres mujeres siguieron su ejemplo. Grete, que no apartaba los ojos del cadáver, dijo: – Mirad qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada, las comidas salían tal como entraban. Efectivamente, el cuerpo de Gregor estaba completamente plano y seco, sólo se daban realmente cuenta de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y ninguna otra cosa distraía la mirada. – Grete, ven un momento a nuestra habitación – dijo la se ñora Samsa con una sonrisa malancólica, y Grete fue al dormi torio detrás de los padres, no sin volver la mirada hacia el ca dáver. La asistenta cerró la puerta y abrió del todo la ventana. A pesar de lo temprano de la mañana, ya había una cierta ti bieza mezclada con el aire fresco. Ya era finales de marzo. Los tres huéspedes salieron de su habitación y miraron asombrados a su alrededor en busca de su desayuno; se habían olvidado de ellos: ¿Dónde está el desayuno? – preguntó de mal humor el señor de en medio a la asistenta, pero ésta se colocó el dedo en la boca e hizo a los señores, apresurada y silenciosamente, se ñales con la mano para que fuesen a la habitación de Gregor. Así pues, fueron y permanecieron en pie, con las manos en los bolsillos de sus 46 chaquetas algo gastadas, alrededor del cadáver, en la habitación de Gregor.ya totalmente iluminada. Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa apareció vestido con su librea, de un brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban un poco llorosos; a veces Grete apoyaba su rostro en el brazo del padre. – Salgan ustedes de mi casa inmediatamente – dijo el señor Samsa, y señaló la puerta sin soltar a las mujeres. ¿Qué quiere usted decir? ¿ijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con cierta hipocresía. Los otros dos tenían las manos en la espalda y se las frotaban constantemente una contra otra, como si esperasen con alegría una gran pelea que tenía que resultarles favorable. – Quiero decir exactamente lo que digo – contestó el señor Samsa; se dirigió en bloque con sus acompañantes hacia el huésped. Al principio éste se quedó allí en silencio y miró ha cia el suelo, como si las cosas se dispusiesen en un nuevo or den en su cabeza. – Pues entonces nos vamos – dijo después, y levantó los ojos hacia el señor Samsa como si, en un repentino ataque de humildad, le pidiese incluso permiso para tomar esta decisión. El señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy abiertos. A continuación el huésped se dirigió, en efecto a grandes pasos hacia el vestíbulo; sus dos amigos lleva ban ya un rato escuchando con las manos completamente tranquilas y ahora daban verdaderos brincos tras de él, como si tuviesen miedo de que el señor Samsa entrase antes que ellos en el vestíbulo e impidiese el contacto con su guía. Ya en el vestíbulo, los tres cogieron sus sombreros del perchero, saca ron sus bastones de la bastonera, hicieron una reverencia en silencio y salieron de la casa. Con una desconfianza completa mente infundada, como se demostraría después, el señor Sam sa salió con las dos mujeres al rellano; apoyados sobre la ba randilla veían cómo los tres, lenta pero constantemente, baja ban la larga escalera, en cada piso desaparecían tras un deter minado recodo y volvían a aparecer a los pocos instantes. Cuanto más abajo estaban tanto más interés perdía la familia Samsa por ellos, y cuando un oficial carnicero, con la carga en la cabeza en una posición orgullosa, se les acercó de frente y luego, cruzándose con ellos, siguió 47 subiendo, el señor Samsa abandonó la barandilla con las dos mujeres y todos regresaron aliviados a su casa. Decidieron utilizar aquel día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían ganado esta pausa en el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa. Así pues, se sentaron a la mesa y escribieron tres justificantes: el señor Samsa a su dirección, la señora Samsa al señor que le daba trabajo, y Gre te al dueño de la tienda. Mientras escribían entró la asistenta para decir que ya se marchaba porque había terminado su tra bajo de por la mañana. Los tres que escribían solamente asin tieron al principio sin levantar la vista; cuando la asistenta no daba sañales de retirarse levantaron la vista enfadados. ¿gué pasa? – preguntó el señor Samsa. La asistenta permanecía de pie junto a la puerta, como si quisiera participar a la familia un gran éxito, pero sólo lo haría cuando se la interrogase con todo detalle. La pequeña pluma de avestruz colocada casi derecha sobre su sombrero, que, des de que estaba a su servicio, incomodaba al señor Samsa, se ba lanceaba suavemente en todas las direcciones. ¿Qué es lo que quiere usted? – preguntó la señora Samsa, que era, de todos, la que más respetaba la asistenta. – Bueno contestó la asistenta, y no podía seguir hablan do de puro sonreír amablemente –, no tienen que preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de al lado. Ya está todo arreglado. La señora Samsa y Grete se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran continuar escribiendo; el señor Sam sa, que se dio cuenta de que la asistenta quería empezar a con tarlo todo con todo detalle, lo rechazó decididamente con la mano extendida. Como no podía contar nada, recordó la gran prisa que tenía, gritó visiblemente ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la vuelta con rabia y abandonó la casa con un portazo tremendo. – Esta noche la despido dijo el señor Samsa, pero no re cibió una respuesta ni de su mujer ni de su hija, porque la asis tenta parecía haber turbado la tranquilidad apenas recién con seguida. Se levantaron, fueron hacia la ventana y permanecie ron allí abrazadas. El señor Samsa se dio la vuelta en su silla hacia ellas y las observó en silencio un momento, luego las llamó: – Vamos, venid.
Docsity logo



Copyright © 2024 Ladybird Srl - Via Leonardo da Vinci 16, 10126, Torino, Italy - VAT 10816460017 - All rights reserved