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La Celestina: Análisis de los personajes y su relación con Calisto y Melibea, Apuntes de Lengua y Literatura

Teatro EspañolLiteratura del Siglo de OroObras Representativas

Fragmentos de la obra La Celestina, donde se pueden analizar los personajes y su relación con Calisto y Melibea. Se observan diálogos entre Calisto y Melibea, donde se expresan los sentimientos de Calisto y la resistencia inicial de Melibea. También se muestran conversaciones entre Celestina, Sempronio y Pármeno, donde discuten sobre cómo ayudar a Calisto a conquistar a Melibea. Además, se presentan celos y comentarios de otras criadas de Melibea, como Lucrecia y Elicia.

Qué aprenderás

  • ¿Cómo reacciona Melibea a los intentos de conquista de Calisto?
  • ¿Cómo se muestran los celos y comentarios de otras criadas de Melibea?
  • ¿Qué estrategias utilizan Celestina, Sempronio y Pármeno para ayudar a Calisto?
  • ¿Cómo se expresan los sentimientos de Calisto hacia Melibea?

Tipo: Apuntes

2020/2021

Subido el 03/12/2021

yiwang-zhou
yiwang-zhou 🇪🇸

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¡Descarga La Celestina: Análisis de los personajes y su relación con Calisto y Melibea y más Apuntes en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! La Celestina Fernando de Rojas Félix Alvarez Sáenz Adaptación La Celestina Fernando de Rojas adaptación Félix Álvarez Sáenz | | PERSONAJES CALISTO, mozo enamorado. MELIBEA, tontuela que se deja envolver en la telaraña de Celestina. SEMPRONIO, - criado avisado que espera obtener provecho de los amores de su amo. PÁRMENO, otro que tal, aunque comience con remilgos. CELESTINA, incomparable en todo, campeona de maldades, vieja, bruja y puta de toda la vida. LUCRECIA, criada de Melibea. ALISA, madre de Melibea. AREÚSA, niña del pecado. ELICIA, otra que peca por la misma parte. CENTURIO, rufián y maniferro. TRISTÁN, criado de Calisto. SOSIA, otro criado del mismo amo. PLEBERIO, padre infeliz de la infeliz Melibea. Ho > Acto I Escena I CALISTO, que ha conocido a MELIBEA en su jardín, donde su halcón se refugió un día antes al escaparse, se imagina en sueños que está frente a su amada, enamorándola. Ambos jóvenes se hallan en el mismo jardín en el que se conocieron. MELIBEA está de pie; CALISTO, rendido a sus plantas. CALISTO.- En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios. MELIBEA.- ¿En qué Calisto? CALISTO.- En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase y en hacerme el favor de verte en un lugar tan conveniente para descubrirte mi secreto dolor. No creo que exista mayor recompensa al servicio, sacrificio, devoción y obras pías que, por alcanzarla, tengo yo a Dios ofrecidos. ¿Quién ha visto en esta vida cuerpo tan feliz como está ahora el mío? Los benditos santos, que se deleitan en la visión divina, no gozan lo que yo gozo en tu acatamiento. Mas en esto diferimos, por desgracia, que ellos no temen perder su bienaventuranza y yo me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia ha de causarme. SEMPRONIO.- Bien sé de qué pie cojeas. Yo te sanaré. CALISTO.- Cosas imposibles prometes. SEMPRONIO.- Más bien, fáciles, que el comienzo de la salud es conocer la dolencia. CALISTO.- ¿Qué consejo puede regir lo que en sí no tiene orden ni consejo? —11> SEMPRONIO.- — (Riéndose.) ¡Ja, ja, ja! ¿Éste es el fuego de Calisto? ¿Éstas, sus congojas? ¡Como si solamente contra él asestara el amor sus tiros! ¡Oh soberano Dios, cuán altos son tus misterios! CALISTO.- ¡Sempronio! SEMPRONIO.- ¿Señor? CALISTO.- No me dejes. ¿Qué piensas de mi mal? SEMPRONIO.- Que amas a Melibea. CALISTO.- Amo a aquella, ante quien tan indigno me hallo, que no la espero alcanzar. SEMPRONIO.- ¿Cómo es ella? CALISTO.- Porque halles placer, he de figurártela por partes y por extenso. Comienzo por los cabellos. ¿Conoces las madejas de oro delgado que hilan en Arabia? Más lindos son y no resplandecen menos. Los ojos verdes, rasgados; las pestañas, largas; las cejas, delgadas y alzadas; la boca, pequeña; los dientes, menudos y blancos; los labios, colorados y grosezuelos; el torno del rostro, poco más largo que redondo; el pecho, alto; la redondez y forma de las pequeñas tetas, ¿quién la podría imaginar? Que se despereza el hombre cuando la mira. La tez, lisa, lustrosa; su piel oscurece la nieve. Su color es mezclada, tal cual ella la escogió para sí. Las manos, pequeñas, están de dulce carne acompañadas. Sus dedos son largos; las uñas, también, largas y coloradas, que parecen rubíes entre perlas. SEMPRONIO.- Aunque todo esto sea verdad, tú, por ser hombre, eres más digno. Ella es imperfecta y, por tal defecto, te desea y —12> apetece a ti y a otro menor que tú. ¿No has leído al filósofo que dice que «así como la materia apetece la forma, así la mujer al varón»? CALISTO.- ¿Y cuándo veré yo eso entre mí y Melibea? SEMPRONIO.- Yotelo diré. Hace tiempo que conozco en esta vecindad a una vieja barbuda que se dice Celestina, hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay. Entiendo que pasan de cinco mil los virgos que se han hecho y deshecho por su autoridad. A las duras peñas ablandará y provocará la lujuria si desea. CALISTO.- ¿Podría yo hablarle? SEMPRONIO.- Yo te la traeré hasta acá. Prepárate. Sé gracioso con ella. Sé franco. Estudia mientras me voy cómo has de contarle tu pena de modo que ella encuentre el remedio. CALISTO.- ¡Vete ya! ¿Por qué te tardas? SEMPRONIO.- Ya voy. Quede Dios contigo. Escena III Sale SEMPRONIO y va a casa de CELESTINA. Hablan ambos en la oscuridad. SEMPRONIO.- ¡Oh madre mía! Quiero que sepas de mí lo que no has oído, y es que jamás pude, después de que en ti puse mi fe, desear algún bien del que no tuvieses parte. CELESTINA.- Abrevia y ve al hecho, que vanamente se dice con muchas palabras lo que en pocas se puede resumir. —13> SEMPRONIO.- Así es. Calisto arde en amores de Melibea. De ti y de mí tiene necesidad. Pues juntos nos ha menester, juntos nos aprovecharemos, que conocer el tiempo y la oportunidad hace a los hombres prósperos. CELESTINA.- Basta para mí con mover el ojo. Digo que me alegro de estas nuevas, como los cirujanos de los descalabrados. Y como aquellos dañan en los principios las llagas y encarecen la promesa de salud, así entiendo lo que podemos hacer con Calisto. Le alargaré la certeza del remedio, porque, como dicen, la esperanza larga aflige el corazón y, cuando él la pierda, entonces se la prometeremos. ¡Bien me entiendes! SEMPRONIO.- Callemos, que a la puerta estamos y las paredes oyen. Escena IV CALISTO y PÁRMENO, su criado, en la habitación del primero. Escúchanse en la puerta ruidos de alguien que llama. CALISTO.- (Dirigiéndose a su criado con impaciencia.) ¡Abre ya, maldito sordo! ¡Corre! ¡ (Sale PÁRMENO y regresa.) PÁRMENO.- Señor, Sempronio y una puta vieja de pelo teñido eran los que llamaban. CALISTO.- Calla, malvado, que es mi tía. ¡Ábrele! PÁRMENO.- ¿Crees que es vituperio en las orejas de ésa el nombre con que la llamé? No lo creas, que tanto se enorgullece de que se lo digan como tú de que te llamen diestro caballero. Con ese título es —14—> nombrada y conocida. Si va entre cien mujeres y alguien dice «¡Puta vieja!», sin empacho voltea la cabeza y sonríe. Si pasa cerca de los perros a «¡Puta vieja!» suenan sus ladridos; si cerca de las aves, otra cosa no cantan que no sea «¡Puta vieja!». Los ganados lo pregonan, las bestias rebuznan diciendo «¡Puta vieja!» y las ranas en los charcos no suelen mentar otra cosa. Si va entre los herreros, eso mismo dicen sus martillos, y, entre los carpinteros, armeros, herradores, caldereros y arcadores no hay instrumento que no forme en el aire su nombre, que, si una piedra tropieza con otra, enseguida se escucha: «¡Puta vieja!» ¡Oh qué gran comedor de huevos asados era su marido! CALISTO.- ¿Y tú cómo lo sabes? ¿La conoces? PÁRMENO.- Entregome a ella mi madre por sirviente, aunque no me conoce por el poco tiempo que la serví y por lo que he cambiado con la edad. CALISTO.- ¿De qué la servías? PÁRMENO.- De todo. Ayudábala en aquellos menesteres a los que mi tierna edad bastaba. Tiene la vieja seis oficios: costurera, perfumera, maestra de hacer afeites y recomponer virgos, alcahueta y un poquito de hechicera. Bajo el primer oficio se ocultan los demás. Es amiga de estudiantes y despenseros, de mozos y de abades. A muchas encubiertas he visto entrar en su casa y, tras ellas, a hombres contritos con los calzones desabrochados que iban a llorar sus pecados. CALISTO.- No me cuentes más, que lo que ahora importa es mi salud. ¡Ábrele! (PÁRMENO abre la puerta y entran CELESTINA y SEMPRONIO.) ¡Ya la veo! ¡Sano soy! ¡Vivo soy! ¡Qué reverenda persona! ¡Qué acatamiento! ¡Oh vejez virtuosa! ¡Oh virtud envejecida! Quiero —15—> besar esas manos llenas de remedio. (Levántase de la cama, se pone de rodillas ante CELESTINA y toma sus manos para besarlas.) CELESTINA.- Dios os guarde, magnífico señor. Traigo conmigo la medicina para vuestros males. CELESTINA.- Quede Dios contigo. CALISTO.- Y que él te guarde. Escena VI CELESTINA sola en su casa. CELESTINA.- Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos que los hirvientes, étnicos montes manan, gobernador y veedor de los tormentos y los atormentadores de las pecadoras ánimas, regidor de las tres furias, Tesífone, Megera y Aleto, administrador de todas las cosas negras del reino, de Estigie y Dite, con todas sus lagunas y sombras infernales y litigioso caos, mantenedor de las volantes arpías, con toda la otra compañía de espantables y pavorosas hidras. Yo, Celestina, tu más conocida cliéntula, te conjuro por la virtud y fuerza de estas bermejas letras, por la sangre de aquella nocturna ave con que están escritas, por la gravedad de aquestos nombres y signos que en este papel se contienen, por la áspera ponzoña de las víboras de que este aceite fue hecho, con el cual unto este hilado; vengas sin tardanza a obedecer mi voluntad y en ello te envuelvas y con ello estés sin separarte un momento hasta que Melibea, con aparejada oportunidad que haya, lo compre y con ello de tal manera quede enredada, que cuanto más lo mirare, tanto más su corazón se ablande a conceder mi petición, y se abra y lastime del crudo y fuerte amor de Calisto, tanto que, perdida toda honestidad, se descubra a — 19> mí y premie mis pasos y mensaje; y esto hecho, pide y demanda de mí a tu voluntad. Si no lo haces con presto movimiento, me tendrás por capital enemiga; heriré con luz tus cárceles tristes y oscuras; acusaré cruelmente tus continuas mentiras; apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre. Y otra vez y otra vez te conjuro; y así, confiando en mi mucho poder, me voy con mi hilado, donde ya te llevo envuelto. —Pp0> -—2l> Acto II Escena I Llega CELESTINA a casa de MELIBEA y toca la puerta. Ábrele LUCRECIA, una criada. CELESTINA.- (Saludando.) La paz sea en esta casa. LUCRECIA.- Madre Celestina, seas bienvenida. ¿Qué te trae por estos barrios? CELESTINA.- Hija, mi amor, el deseo de todos vosotros, traerte encomiendas de Elicia y ver a tus señoras, la vieja y la moza. LUCRECIA.- ¿Por eso saliste de tu casa? Me maravillo, que no es ésa tu costumbre, ni sueles dar un paso que no te traiga provecho. CELESTINA.- ¿Más provecho quieres, boba, que el que cumpla mis deseos? A las viejas nunca nos faltan necesidades y, como tengo que mantener hijas ajenas, vengo a vender un poco de hilado. ALISA.- (Desde el interior de la casa.) ¿Con quién hablas, Lucrecia? LUCRECIA.- Con la vieja de la cuchillada que vivía junto a las tenerías, la que perfuma tocas y hace solimanes y tiene como treinta —22> oficios más. Conoce mucho de hierbas, cura niños y algunos le llaman la vieja lapidaria. ALISA.- Dime su nombre, si lo sabes. LUCRECIA.- Me da vergiienza. ALISA.- Anda, boba, dilo. LUCRECIA.- Celestina, hablando con reverencia, es su nombre. ALISA.- Ya me acuerdo de ella. ¡Buena pieza! Algo me vendrá a pedir. Dile que entre. CELESTINA.- (Entrando.) Señora buena, la gracia de Dios sea contigo y con tu noble hija. Mis achaques me han impedido visitar tu casa, mas Dios conoce mis limpias entrañas y el afecto que te tengo. Con la fortuna adversa me ha sobrevenido una mengua de dinero y, como no conozco mejor remedio que vender un poco de hilado, me he acercado a tu casa porque he sabido por tu criada que tienes alguna necesidad de ello. ALISA.- Vecina honrada, te agradezco lo dicho. Si el hilado es bueno, se te pagará bien. CELESTINA.- (Elogiando su hilado, lo muestra.) Blanco como el copo de la nieve, hilado todo por estos pulgares. Aquí lo ves en madejitas. Tres monedas me daban ayer por la onza. ALISA.- (Dirigiéndose a MELIBEA, que está a su lado.) Hija Melibea, quédese esta honrada mujer contigo, que se me hace tarde para visitar a mi hermana y está viniendo su paje a llamarme, porque se le ha complicado hace un rato su enfermedad. (A CELESTINA.) Y tú, madre, perdóname, que otro día tendremos ocasión de vernos más. (Sale ALISA.) —23> CELESTINA.- De Dios seas perdonada, que buena compañía me queda. Dios la deje gozar su noble juventud y florida mocedad, que es el tiempo en el que mayores placeres y más agradables deleites se alcanzan. (Quejándose.) La vejez es mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, vecina de la muerte, choza sin ramas que por todas partes gotea, cayado de mimbre que con poca carga se doblega. MELIBEA.- Pues, si es así, gran pena tendrás por la edad que perdiste. ¿Querrías volver a la primera? CELESTINA.- Loco es, señora, el caminante que, enojado del trabajo del día, quiere volver a iniciar la jornada para tornar de nuevo a aquel lugar. MELIBEA.- Siquiera por vivir más es bueno desear lo que digo. CELESTINA.- Nadie es tan viejo que no pueda vivir un año, ni tan mozo que no pueda morir hoy mismo. Así que en esto poca ventaja nos lleváis. MELIBEA.- Espantada me tienes con lo que dices. Dime, madre, ¿eres tú Celestina, la que vivía en las tenerías, cabe el río? CELESTINA.- Señora, hasta que Dios quiera. MELIBEA.- No te habría conocido sino por la señal de la cara. Recuerdo que eras hermosa. Otra pareces. Estás muy cambiada. LUCRECIA.- — (Para sí.) ¡Ji, ji, ji! ¡Hermosa era con esa cicatriz que le atraviesa la cara! CELESTINA.- Encanecí temprano y parezco más vieja de lo que soy. —24> MELIBEA.- Celestina, amiga, mucho he disfrutado tu visita. Toma tu dinero y vete con Dios, que me parece que no debes haber comido. CELESTINA.- ¡Oh angélica imagen! ¡Oh perla preciosa! Gozo viéndote hablar. ¿No sabes que por la divina boca fue dicho «no sólo de pan viviremos»? No sólo comer mantiene, sobre todo a quienes, como yo, solemos estar negociando encomiendas ajenas. Si tú me das licencia, te diré la causa de mi venida, que todos perderíamos si me fuese sin que la supieras. MELIBEA.- Di, madre, tus necesidades, que, si las puedo remediar, de buen grado lo haré. Escena III Entran SEMPRONIO y CELESTINA, acompañados de PÁRMENO. CELESTINA.- Mi señor Calisto, ¿cómo estás? Nuevo amador de la muy hermosa Melibea, ¡y con mucha razón! ¿Con qué pagarás a esta vieja que hoy ha puesto su vida al tablero en tu servicio? PÁRMENO.- (A SEMPRONIO.) Medrar quiere la vieja. Presta atención, Sempronio, y verás cómo no quiere pedir dinero para no dividirlo con nosotros. SEMPRONIO.- (A PÁRMENO.) Calla, hombre desesperado, que te matará Calisto, si te Oye. CALISTO.- (A PÁRMENO.) Abrevia tus razones, madre, o toma esta espada y mátame. CELESTINA.- ¿Espada? ¡Mala espada mate a tus enemigos y a quien mal te quiere! Yo quiero darte la vida con la buena esperanza que traigo de aquella a la que tú más amas. CALISTO.- Dime, por Dios, señora, ¿qué hacía? ¿Cómo entraste a su casa? ¿Qué vestido tenía puesto? ¿Qué cara te mostró al principio? —28> CELESTINA.- La que suelen los toros bravos mostrar contra quienes les lanzan las agudas flechas en la plaza, la que los jabalíes ponen contra los sabuesos que los acosan. CALISTO.- ¿Y a éstas llamas tú señales de salud? Pues, ¿cuáles serán las mortales? Si no quieres, reina y señora mía, que mi alma se condene, certifícame brevemente si tuvo o no tuvo buen fin tu gloriosa demanda. CELESTINA.- Todo el rigor de Melibea traigo convertido en miel, su ira en mansedumbre, su aceleramiento en sosiego. Pues ¿a qué creías que iba allá la vieja Celestina, a quien tú tan magníficamente galardonaste, sino a ablandar su saña, a sufrir su accidente, a ser escudo de tu ausencia, a recibir en mi manto los golpes, los desvíos, los menosprecios y los desdenes que muestran aquellas en los principios de sus requerimientos de amor para que después sea más valorada su entrega? Debes saber que todo fue muy bueno. CALISTO.- ¿Cómo entraste en su casa? CELESTINA.- Vendiendo hilado. Así tengo cazadas a más de treinta de su condición. Al comenzar la venta, hubo su madre de salir, llamada por una hermana suya, y dejó en su lugar a Melibea para que atendiera el trato. Comuniquele, entonces, mi embajada y cómo penabas por una palabra suya que aliviara tan gran dolor. Quedose suspensa y pensando quién podría ser quien así penaba por una palabra de su boca. Al escuchar tu nombre, diose una gran palmada en la frente y me ordenó que callase, si no quería hacer de sus servidores verdugos de mis postrimerías. Me llamó hechicera, alcahueta, vieja, falsa, barbuda, malhechora y otros muchos nombres ignominiosos con cuyos títulos asombran a los niños de cuna. Herida de aquella dorada flecha, que del sonido de tu nombre le tocó, se retorcía tanto que parecía que despedazaba sus manos, —29—> miraba con sus ojos a todas partes y coceaba el duro suelo. Yo, a todo esto, arrinconada, encogida y callando, pero gozosa de su ferocidad, porque sabía que, mientras más basqueara, más cerca estaría de rendirse. Díjele que tu pena era mal de muelas y que la palabra que de ella quería era una oración que ella sabía, muy devota, para tu salud. CALISTO.- ¡Oh maravillosa astucia! ¡Oh singular mujer en su oficio! (A sus criados.) ¿Qué os parece, mozos? ¿Hay una mujer igual en todo el mundo? (A CELESTINA.) ¿Qué te respondió a la demanda de la oración? CELESTINA.- Que la rezaría de buen grado. CALISTO.- ¿De buen grado? ¡Oh Dios, qué alto don! CELESTINA.- Pues más le pedí. CALISTO.- ¿Qué, mi vieja honrada? CELESTINA.- Un cordón que ella suele traer. Díjele que sería provechoso para tu mal, pues ha tocado muchas reliquias. CALISTO.- ¿Y qué dijo? CELESTINA.- ¡Dame albricias! Te lo voy a decir. CALISTO.- ¡Oh, por Dios, toma toda esta casa y cuanto hay en ella y dímelo! ¡Pide lo que quieras! CELESTINA.- Señor Calisto, harto generoso has sido con una vieja flaca como yo y en pago a tan alta liberalidad te restituyo la salud perdida, el corazón que te faltaba, el seso que se te alteraba. Melibea —30> pena por ti más que tú por ella. Melibea te ama y te desea ver. Melibea piensa más horas en tu persona que en la suya. Melibea se llama tuya y esto tiene por título de libertad y con esto amansa el fuego, que más que a ti la quema a ella. Ella concertó la cita en su casa en dando el reloj las doce. La hallarás entre las puertas. CALISTO.- Mozos, ¿estoy yo aquí? Mozos, ¿oigo yo esto? ¿Es de día o es de noche? ¡Oh señor Dios, padre celestial, ruégote que esto no sea un sueño! Dios vaya contigo, mi madre. Yo quiero dormir y reposar un rato para satisfacer las pasadas noches y cumplir con la por venir. Escena III PÁRMENO y CELESTINA tratando de ingresar en la habitación de Areúsa. CELESTINA.- Anda, paso. ¿Ves aquí su puerta? Entremos quedo, que no nos sientan sus vecinas. AREÚSA.- ¿Quién anda ahí? CELESTINA.- (Entrando con sigilo.) Quién no te quiere mal, por cierto. Quién no da un paso sin pensar en tu provecho. Quién se acuerda más de ti que de sí misma. Una enamorada tuya, aunque vieja. AREÚSA.- ¡Llévese el diablo a esta vieja que viene como fantasma a semejante hora! Tía, señora, ¿a qué viene tan tarde? Ya me desnudaba para acostarme. CELESTINA.- ¿Con las gallinas, hija? ¡Así vas a hacer tu hacienda! AREÚSA.- Voy a volverme a vestir, que hace frío. —31> CELESTINA.- No hagas tal. Métete en la cama y así hablaremos. ¡Qué fresca estas! ¡Bendita seas! ¡Qué sábanas y qué colcha! ¡Qué almohada! ¡Qué blancura! Déjame mirarte a mi voluntad, que me complace. AREÚSA.- Dejemos eso, que es tarde, y dime a qué viniste. CELESTINA.- Pármeno, que se queja de que aún no quieres verle. El amor nunca se paga sino con puro amor y las obras, con obras. Ya conoces el parentesco que existe entre Elicia y tú y que a Elicia la tiene Sempronio en mi casa. Pármeno y él son compañeros, sirven a ese señor que tú conoces y por quien tanto favor podrás tener. No niegues lo que te cuesta tan poco hacer. Vosotras, parientas; ellos, compañeros. Mira cómo viene mejor medido de lo que queremos. Aquí está conmigo. Tú dirás si quieres que entre. AREÚSA.- ¿Y si nos ha oído? Siempre tuve vergienza de él. CELESTINA.- Aquí estoy yo para quitártela. PÁRMENO.- (Entrando.) Señora, Dios salve tu graciosa presencia. AREÚSA.- Gentilhombre, buena sea tu venida. CELESTINA.- Llégate acá, asno. ¿Adónde te vas a sentar allá al rincón? PÁRMENO.- (A CELESTINA.) Me muero de amores ante su vista. Ofrécele cuanto mi padre me dejó. Dile que le daré cuanto tengo. ¡Ea, díselo, que me parece que no me quiere mirar! CELESTINA.- ¿Tanta, hija? ¿Por mucha tienes a ésta? Bien se ve que no me conociste en mi prosperidad, hace ahora veinte años. Yo vi, mi amor, a esta mesa, donde ahora están tus primas sentadas, nueve mozas de tus días, que la mayor no pasaba de dieciocho años y ninguna había menor de catorce. —35> LUCRECIA.- Trabajo tenías, madre, con tantas mozas, que es ganado muy penoso de guardar. CELESTINA.- Hija Lucrecia, dime a qué se debe tu venida. LUCRECIA.- Mi venida, señora, es por lo que tú sabrás: a pedirte el ceñidor y, además, a decirte que mi señora te ruega que la visites y pronto, porque se siente muy fatigada de desmayos y de dolor del corazón. CELESTINA.- De esos dolorcillos, más es el ruido que las nueces. LUCRECIA.- Madre, vamos presto y dame el cordón. CELESTINA.- (Levantándose.) ¡ Vamos, que yo lo llevo! Escena V CALISTO, SEMPRONIO y PÁRMENO en la habitación del primero. Éste está echado en su cama. Suenan las diez en el reloj de la torre de una iglesia cercana. CALISTO.- Mozos, ¿qué hora da el reloj? SEMPRONIO.- Las diez. CALISTO.- ¡Oh cómo me descontenta el olvido en los mozos! SEMPRONIO.- Mi amo tiene ganas de reñir y no sabe cómo. PÁRMENO.- Mejor sería, señor, que se gastase esta hora que queda en aderezar armas que en buscar pleitos. —36> CALISTO.- Descuelga, Pármeno, mis corazas y armaos vosotros y así iremos a buen recaudo. PÁRMENO.- Helas aquí, señor. CALISTO.- Ayúdame a vestirlas. Mira tú, Sempronio, si viene alguien por la calle. SEMPRONIO.- Nadie aparece, señor. Escena VI Salen de la casa y caminan con muchas precauciones por la calle hacia la casa de MELIBEA. Se acercan a la casa. SEMPRONIO.- (A PÁRMENO.) Debe haber salido Melibea. Escucha, que hablan quedito. PÁRMENO.- Temo que no sea ella, sino alguno que finja su voz. SEMPRONIO.- Dios nos libre de traidores. No nos hayan tomado la calle por donde tenemos que huir, que otra cosa no temo. Escena VIH Llegan a la puerta de la casa, donde los esperan MELIBEA y LUCRECIA, su criada. CALISTO.- ¡Señora mía! LUCRECIA.- Ésta es la voz de Calisto. ¿Quién está fuera? CALISTO.- Aquel que viene a cumplir tu mandato. (Recapacitando.) He sido engañado. No era Melibea la que habló. —31> MELIBEA.- Vete, Lucrecia, y acuéstate. (A CALISTO.) ¡Señor! ¿Cuál es tu nombre? ¿Quién te mandó venir aquí? CALISTO.- La que tiene merecimiento para mandar a todo el mundo, aquella a la que no merezco servir. El dulce sonido de tu habla, que jamás cae de mis oídos, me certifica que tú eres mi señora Melibea. Yo soy tu siervo Calisto. MELIBEA.- La sobrada osadía de tus mensajes me ha forzado a hablar, señor Calisto. Mi venida sólo tiene el propósito de despedirte. No quieras poner mi fama en la balanza de las lenguas maldicientes. CALISTO.- ¡Oh malaventurado Calisto! ¡Cómo se burlan de ti tus sirvientes! ¡Oh engañosa mujer Celestina! Me hubieras dejado morir antes que avivar mis esperanzas. ¿No me dijiste que mi señora me era favorable? ¿En quién hallaré yo fe? ¿Quién osó darme tan cruda esperanza de perdición? MELIBEA.- Cesen, señor mío, tus querellas, que ni mi corazón puede sufrirlas ni mis ojos disimularlas. Tú lloras de tristeza, juzgándome cruel; yo lloro de placer, viéndote tan fiel. ¡Oh mi señor y mi bien todo! Limpia, señor, tus ojos. Ordena de mí a tu voluntad. CALISTO.- ¡Oh señora mía, esperanza de mi gloria, descanso y alivio de mi pena, alegría de mi corazón! MELIBEA.- Señor Calisto, tu mucho merecer, tus extremadas gracias y tu alto nacimiento han hecho que, una vez que tuve noticia entera de ti, no te apartases en ningún momento de mi corazón. Las puertas impiden nuestro gozo y yo las maldigo y maldigo sus fuertes cerrojos y mis pocas fuerzas, que, de no ser así, ni tú estarías quejoso, ni yo descontenta. —38> CALISTO.- ¿Cómo, señora mía, puede un palo impedir nuestro gozo? Permite que llame a mis criados para que lo quiebren. PÁRMENO.- (A SEMPRONIO.) ¿Oyes, Sempronio? En mal punto creo yo que se empezaron estos amores. Yo no espero más aquí. SEMPRONIO.- Calla, calla y escucha, que ella no consiente que vayamos allá. MELIBEA.- ¿Quieres, amor mío, perderme a mí y dañar mi fama? Conténtate con venir mañana a esta hora por las paredes de mi huerto, que, si ahora quebrases las crueles puertas, aunque no fuésemos sentidos, amanecería en casa de mi padre la terrible sospecha de mi yerro. PÁRMENO.- ¡Señor, sal presto, que viene mucha gente con hachas y serás reconocido, pues no hay donde puedas esconderte! CALISTO.- ¡Oh mezquino, y cómo me veo obligado, señora, a separarme de ti! El miedo a la muerte no me fuerza tanto como tu honra. Que los ángeles queden contigo. Mi venida será, como ordenaste, por el huerto. MELIBEA.- Que así sea y que Dios vaya contigo. Escena VII vida atados y cautivos a Elicia y Areúsa sin quereros buscaros otras. Callad, que quien éstas Os supo acarrear os dará otras diez. SEMPRONIO.- No mezcles tus burlas en nuestra demanda. Danos las dos partes a cuenta de cuanto de Calisto has recibido, no quieras que descubramos quién eres. A otros con esos halagos, vieja. CELESTINA.- ¿Quién soy yo, Sempronio? ¿Me vas a quitar de la putería? Calla tu lengua y no insultes mis canas, que soy vieja cual Dios me hizo, no peor. Vivo de mi oficio, como cada oficial del suyo, muy limpiamente. Y tú, Pármeno, no pienses que soy tu cautiva por conocer mis secretos y mi vida pasada y los casos que me acaecieron a mí y a la desdichada de tu madre. PÁRMENO.- No me hinches las narices con esas memorias. Si no, te enviaré con ella para que te puedas quejar más a tus anchas. —44> CELESTINA.- (Gritando.) ¡Elicia, Elicia! Levántate. ¿Qué es esto? ¿Qué quieren decir tales amenazas en mi casa? ¿Con una oveja mansa os atrevéis vosotros? ¿Con una gallina atada? ¿Con una vieja de sesenta años? Señal es de gran cobardía acometer a los menores y a los que poco pueden. SEMPRONIO.- ¡Vieja avarienta, garganta muerta de sed por el dinero! ¿No estarás contenta con la tercera parte de lo ganado? CELESTINA.- ¿Qué tercera parte? ¡Vete de mi casa! No me hagáis salir de esto. No queráis que salgan a la plaza las cosas de Calisto y las vuestras. SEMPRONIO.- Da voces o gritos, que tú cumplirás lo que prometiste o acabarás hoy tus días. CELESTINA.- (Gritando.) ¡Justicia, vecinos, justicia, que me matan en mi casa estos rufianes! SEMPRONIO.- Esperad, doña hechicera, que yo te haré ir al infierno con cartas. CELESTINA.- (Con el pecho atravesado por una daga.) ¡Confesión, confesión! PÁRMENO.- ¡Dale, dale! ¡Acábala! ¡Muera, muera! De los enemigos, los menos. CELESTINA.- ¡Confesión! —45> Escena III Entra ELICIA. ELICIA.- (Inclinándose sobre CELESTINA, ya muerta.) ¡Oh, crueles enemigos, en mal poder os veáis! ¡Y para quién tuvisteis manos! ¡Muerta es mi madre y mi bien todo! SEMPRONIO.- ¡Huye, huye, Pármeno, que viene mucha gente! ¡Guárdate, que viene el alguacil! PÁRMENO.- ¡Oh pecador de mí, que no sé por dónde escapar, pues la puerta está tomada! SEMPRONIO.- Saltemos por las ventanas. No muramos en poder de la justicia. PÁRMENO.- Salta, que yo te sigo. Escena IV Areúsa está con CENTURIO, un rufián, con quien discute. ELICIA está a la puerta, escuchando. ELICIA.- (Con la oreja en la puerta.) ¿Por qué vocea tanto mi prima? Ya debe de conocer las tristes nuevas que le traigo. Que llore, pues no se hallan hombres así en cualquier rincón. Me gusta que lo sienta y que mese, como yo he hecho, sus cabellos. Cuánto más la quiero por el gran sentimiento que demuestra. AREÚSA.- (A CENTURIO, furiosa.) Vete de mi casa, bellaco, mentiroso, burlador, que me traes engañada con tus ofertas vanas y tus halagos. Yo te di, bellaco, sayo y capa, espada y broquel, te di armas y —46> caballo y te puse con señor que no merecías. Ahora que te pido una cosa sin importancia, inventas mil disculpas para no hacerlo. CENTURIO.- Mándame matar con diez hombres por tu servicio y no que ande una legua de camino a pie. AREÚSA.- ¿Por qué te jugaste el caballo? Si no hubiese sido por mí, ya estarías ahorcado. Tres veces te he librado de la justicia. ¿Por qué lo hago? ¿Estoy loca? ¿Por qué tengo fe en este cobarde? ¿Qué tiene de bueno? Cabellos crespos, cara acuchillada, manco de una mano y treinta mujeres en la putería. Sal, que no te vea más, que, si no, por la madre que me parió, que te haré dar mil garrotazos en esas espaldas de molinero. CENTURIO.- Si yo me ensaño, alguna llorará. Prefiero irme que sufrirte. No sé quién entra. No nos oigan. ELICIA.- Quiero entrar, que no hacen buen llanto las amenazas. (Éntrase.) AREÚSA.- — (Abandonando su enojo.) ¿Eres tú, Elicia? ¿Qué es esto? ¿Por qué estás triste? Me espantas, hermana mía. ¿Qué pasa? ELICIA.- Más es lo que siento y encubro que lo que muestro. Traigo más negro el corazón que el manto. ¡Ay hermana, hermana, que no puedo hablar! No puedo sacar la voz del pecho. AREÚSA.- Dímelo, no te rasguñes ni te maltrates. ¿Es de ambas este mal? ¿Me toca amí? ELICIA.- ¡Ay, prima mía! Sempronio y Pármeno ya no viven. Sus almas están purgando su yerro. AREÚSA.- ¿Qué me cuentas? Calla, por Dios, que me caeré muerta. > ELICIA.- Aún te contaré más. Celestina, la que yo tenía por madre, la que me regalaba y encubría, aquella con quien yo me honraba, por quien yo era conocida en toda la ciudad, ya está dando cuenta de sus obras. En mi regazo me la mataron. AREÚSA.- ¡Pérdida irreparable! Cuéntame cómo ha sucedido tan cruel caso. ELICIA.- Ya conoces, hermana, los amores de Calisto y la loca de Melibea. Calisto dio a la desdichada de mi tía una cadena de oro. Ella no quiso dar su parte a Sempronio ni a Pármeno, como habían convenido. Ellos pidieron su parte de la cadena a Celestina. Ella les negó su promesa. Así que ellos, muy enojados, discutieron largo rato con ella. Al fin, viéndola tan codiciosa, echaron manos a sus espadas y le dieron mil cuchilladas. AREÚSA.- Y de ellos ¿qué me dices? ¿En qué pararon? ELICIA.- Por huir de la justicia, saltaron por las ventanas. Allí mismo los prendieron y, sin más dilación, los degollaron. AREÚSA.- ¡Oh mi Pármeno! ¡Cuánto dolor me produce su muerte! ELICIA.- ¿Adónde iré, que pierdo madre, manto y abrigo, pierdo amigo y pierdo marido? Celestina, ¡cuántas faltas me encubrías con tu buen saber! Tú trabajabas, yo holgaba; tú salías fuera, yo estaba encerrada; tú rota, yo vestida; tú entrabas como abeja por casa, yo destruía. Calisto y Melibea, causantes de tantas muertes, mal fin hayan vuestros amores. Que las deleitosas hierbas se os conviertan en culebras, que los umbrosos árboles del huerto se sequen con vuestra vista y que sus flores olorosas se tornen de negra color. AREÚSA.- Calla, hermana. Ataja tus lágrimas. Muchas cosas se pueden vengar, y ésta es de ellas. —48> CALISTO con sus dos criados, SOSIA y TRISTÁN, llega a la casa de MELIBEA. SOSIA.- Arrima la escalera, Tristán, que éste es el mejor lugar. TRISTÁN.- Sube, señor. Yo iré contigo. CALISTO.- Quedaos, locos, que yo entraré solo. MELIBEA.- ¡Oh mi señor, no saltes de tan alto, queme moriré de verlo! —31> CALISTO.- ¡Angélica imagen, preciosa perla ante la que el mundo es feo, mi señora, mi gloria! (La abraza.) En mis manos te tengo y no lo creo. MELIBEA.- Goza los deleites de los que gozo, que es verte y llegar a tu persona, y no pidas ni tomes aquello que, una vez tomado, no esté en tu mano devolver. Guárdate, señor, de dañar lo que con todos los tesoros del mundo no se restaura. CALISTO.- Señora, si por conseguir esta merced toda mi vida he gastado, ¿cómo puedo, cuando me la ofrecen, desecharla? No me pidas cobardía. Nadando por este fuego de tu deseo toda mi vida, ¿no quieres que me arrime al dulce puerto a descansar de mis pasados trabajos? MELIBEA.- Queda quedo, señor mío, que del buen pastor es propio trasquilar sus ovejas y su ganado, pero no destruirlo y estragarlo. CALISTO.- Perdona, señora, a mis desvergonzadas manos, que jamás pensaron en tocar tus ropas con su indignidad y poco mérito y ahora esperan llegar a tu cuerpo gentil y gozar tus lindas y delicadas carnes. MELIBEA.- (A LUCRECIA, su criada, que está presente.) Apártate allá, Lucrecia. CALISTO.- ¿Por qué, mi señora? Me alegro de que estén semejantes testigos de mi gloria. MELIBEA.- Yo no los quiero de mi yerro. CALISTO.- (La desnuda con delicadeza.) ¡Oh mi amor! Hanse abierto para mí las puertas del cielo y en mis manos siento palpitar la dicha eterna de los santos. —32> MELIBEA.- — (Acariciándolo.) Si hubiera sabido lo que habrías de hacer, no me habría fiado de tu cruel conversación. CALISTO.- Los montes étnicos de tu pecho, vida mía, revientan en lava hirviente y mis labios no se cansan de beber el néctar que de ellos mana con la frescura del manantial. MELIBEA.- ¡Oh mi vida, oh mi señor! ¿Cómo has querido que pierda mi nombre y corona de virgen por tan breve deleite? ¡Mi pobre madre! ¡Oh mi padre honrado! ¡Cómo no miré primero el gran yerro que se seguía de tu entrada, el gran peligro que me esperaba! CALISTO.- Quedémonos así, eternamente el uno junto al otro, fundidos y confundidos en un solo ser. MELIBEA.- Mi señor, ¿es esto un sueño? ¿Puede la dicha confundirnos de tal manera? ¿Vivimos? ¿Hemos muerto? ¿No es, acaso, ésta la gloria prometida? CALISTO.- (Vístese.) Ya quiere amanecer. No me parece que haga una hora que estamos aquí y ya son las tres. MELIBEA.- Señor, ya que no puedes negar mi amor, no me niegues tu vista de día y de noche. Sea siempre tu venida por este secreto lugar a la misma hora, que siempre te esperaré apercibida del gozo con que quedo. Vete ahora con Dios, que aún no amanece. CALISTO.- Mozos, poned la escalera. MELIBEA.- (Vístese.) Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me haces con tu visita incomparable favor. (Escúchase un estruendo de riña en la calle.) —33> SOSIA.- (Gritando.) ¿Así, bellacos, rufianes, veníais a sorprender a los que no os temen? Juro que si me esperáis os haré ir como merecéis. CALISTO.- Señora, Sosia es aquel que grita. Déjame ir a defenderlo, que no lo maten. Dame mi capa. MELIBEA.- Lucrecia, ven presto acá, que se ha ido Calisto a un ruido. Echémosle sus corazas, que se quedan acá. TRISTÁN.- Tente, señor, no bajes, que ya se han ido. CALISTO.- (Se cae.) ¡Válgame Santa María! ¡Muerto soy! ¡Confesión! SOSIA.- ¡Señor, señor! ¡Tan muerto está como mi abuelo! ¡Oh gran desventura! Escena VII LUCRECIA llama a la puerta de la habitación de PLEBERIO. PLEBERIO.- (Asomándose a la puerta.) ¿Qué quieres, Lucrecia? LUCRECIA.- (Muy agitada.) Señor, apresúrate, si quieres verla viva, que ya no la conozco de lo desfigurada que está. PLEBERIO.- Vamos presto. (Encuentran a MELIBEA en la torre, en trance de arrojarse al vacío.) MELIBEA.- ¡Ay dolor! PLEBERIO.- ¿Qué dolor puede ser mayor que el que tengo al verte así, hija mía? Tu madre ha quedado sin seso al oír tu —54—> mal. Aviva tu corazón y ven conmigo a visitarla. Dime, alma mía, la causa de tu sentimiento. MELIBEA.- ¡Pereció sin remedio! PLEBERIO.- Hija bienamada, no te desesperes. Si me cuentas tu mal, hallaremos remedio, que no faltan médicos ni medicinas ni sirvientes para buscar tu salud. MELIBEA.- Noes igual a los otros males. Es una mortal llaga en medio del corazón que no me permite hablar. Menester es sacarla para curarla, que está en lo más secreto de él. PLEBERIO.- . Hija mía Melibea, ¿qué haces sola? ¿Qué deseas decirme? ¿Quieres que suba? MELIBEA.- Padre mío, no te esfuerces en subir, porque estorbarás lo que quiero decirte. Lastimado serás brevemente con la muerte de tu única hija. Ha llegado mi fin. Llegado es mi descanso y tu pasión, mi alivio y tu pena, mi hora y el tiempo de tu soledad. No necesitarás, honrado padre, instrumentos para aplacar mi dolor, sino campanas para enterrarme. Si me escuchas sin lágrimas, conocerás la causa de mi forzada y alegre partida. No me interrumpas con llantos ni palabras, pues, si lo haces, quedarás más apenado por ignorar por qué me mato, que doloroso por verme muerta. Ninguna cosa me preguntes ni respondas, sino lo que yo quiera decirte. Oye, padre, mis últimas palabras y, si las recibes como espero, no me culpes. Bien ves y oyes el triste y doloroso sentimiento que hace la ciudad toda, el clamor de campanas, el alarido de las gentes, el aullido de los canes, el gran estrépito de armas. De todo ello yo he sido la causa. Yo he cubierto de luto y jergas la mayor parte de la ciudadana caballería. Yo he dejado a muchos sirvientes sin señor y he quitado raciones y limosnas a pobres y vergonzantes. Yo he sido —55> la ocasión de que los muertos tengan hoy la compañía del más acabado hombre que en gracia nació. Yo he quitado a los vivos el dechado de su gentileza, sus galanas invenciones, sus bordados y atavíos, su habla, su andar, su cortesía y su virtud. Yo he sido la causa de que la tierra goce
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