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La ciudad y los perros, Monografías, Ensayos de Literatura Latina

Aquí adjunto la ciudad y los perros para que sea fácil su lectura que ayudará a los postulantes de unmsm y otras universidades del Perú .

Tipo: Monografías, Ensayos

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Subido el 30/08/2021

Maritzayani
Maritzayani 🇵🇪

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¡Descarga La ciudad y los perros y más Monografías, Ensayos en PDF de Literatura Latina solo en Docsity! Mario Vargas Llosa La ciudad y los perros La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa BIBLIOTECA DE BOLSILLO BIBLIOTECA DE BOLSILLO La ciudad y los perros MARIO VARGAS LLOSA nació en Arequipa, Perú, 196. Cursó sus primeros estudios en Cochabamba, Bolivia, y los secundarios en Lima y Piura. Se licenció en Letras en la Universidad de San Marcos de Lima y se doctoró por la de Madrid. Ha residido durante algunos años en Paris y posteriormente en Londres y Barcelona. Aunque había estrenado en 1952 un drama en Piura y publicado en 1959 un libro de relates, Los jefes, que obtuvo el Premio Leopoldo Alas, su carrera literaria cobro notoriedad con la publicación de la novela La ciudad y los perros (Seix Barral, 1963), que obtuvo el Premio Biblioteca Breve de 1962 y el Premio de la Critica en 1963 y que fue casi inmediatamente traducida a una veintena de lenguas. En 1966 apareció su segunda novela, La casa verde (Seix Barral), que obtuvo asimismo el Premio de la Critica en 1966 y el Premio Inter- nacional de Literatura Rómulo Gallegos en 1967. Posteriormente ha publicado el relato Los cachorros (1967, edición definitiva junto con Los jefes. Seix Barral, 1980), la novela Conversación en La Catedral (Seix Barral, 1969), el estudio García Márquez. Historia de un deicidio (1971), la novela Pantaleón y las visitadoras (Seix Barral, 1973), el ensayo La orgía perpetua. Flaubert y «]/adame Bovary» (Seix Barral, 1975), la novela La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977), las piezas teatrales La señorita de Tacna (Seix Barral, 1981), Kathue y el hipopótamo (Seix Barral, 1983) y La Chimga. (Seix Barral, 1986) y las novelas La guerra del fin del mundo (Seix Barral, 1981), Historia de 1/nyta (Seix Barral, 1984), -. Quien mató a Palomino Molero? (Seix Barral, 1986) y El hablador (Seix Barral, 1987). Ha reunido sus textos ensayísticos del período 1962-1983 en dos volúmenes, titulados Contra viento y marea (Seix Barral, 1986). La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa llegar pronto, meterse en la litera, cerrar los ojos. En el descampado, al arrojar los pedazos de vidrio, se arañó las manos. En la puerta de la cuadra se detuvo; se sentía extenuado. Una silueta salió al paso. - ¿Listo? - dijo el Jaguar. - Sí, - Vamos al baño. El Jaguar caminó delante, entró al baño empujando la puerta con las dos manos. En la claridad amarillenta del recinto, Cava comprobó que el Jaguar estaba descalzo; sus pies eran grandes y lechosos, de uñas largas y sucias; olían mal. - Rompí un vidrio - dijo, sin levantar la voz, Las manos del Jaguar vinieron hacia él como dos bólidos blancos y se incrustaron en las solapas de su sacón, que se cubrió de arrugas. Cava se tambaleó en el sitio, pero no bajó la mirada ante los ojos del Jaguar, odiosos y fijos detrás de unas pestañas corvas. - Serrano - murmuró el Jaguar despacio- Tenías que ser serrano. Si nos chapan, te juro... Lo tenía siempre sujeto de las solapas. Cava puso sus manos sobre las del Jaguar. Trató de separarlas, sin violencia. -¡Suelta! - dijo el Jaguar. Cava sintió en su cara una lluvia invisible- ¡Serrano! Cava dejó caer las manos. - No había nadie en el patio -susurró- No me han visto. El Jaguar lo había soltado; se mordía el dorso de la mano derecha. - No soy un desgraciado, Jaguar - murmuró Cava - Si nos chapan, pago solo y ya está. El Jaguar lo miró de arriba abajo. Se rió. - Serrano cobarde -dijo- Te has orinado de miedo. Mírate los pantalones. Ha olvidado la casa de la avenida Salaverry, en Magdalena Nueva, donde vivió desde la noche en que llegó a Lima por primera vez, y el viaje de dieciocho horas en automóvil, el desfile de pueblos en ruinas, arenales, valles minúsculos, a ratos el mar, campos de algodón, pueblos y arenales. Iba con el rostro pegado a la ventanilla y sentía su cuerpo roído por la excitación: "voy a ver Lima". A veces, su madre lo atraía hacia ella, murmurando: "Richi, Ricardo". Él pensaba: "¿por qué llora?". Los otros pasajeros dormitaban o leían y el chofer canturreaba alegremente el mismo estribillo, hora tras hora. Ricardo resistió la mañana, la tarde y el comienzo de la noche sin apartar su mirada del horizonte, esperando que las luces de la ciudad surgieran de improviso, como una procesión de antorchas. El cansancio adormecía poco a poco sus miembros, embotaba sus sentidos; entre brumas, se repetía con los dientes apretados: "no me dormiré”. Y, de pronto, alguien lo movía con dulzura, “Ya llegamos, Richi, despierta.” Estaba en las faldas de su madre, tenía la cabeza apoyada en su hombro, sentía frío. Unos labios familiares rozaron su boca y él tuvo la impresión de que, en el sueño, se había convertido en un gatito. El automóvil avanzaba ahora despacio: veía vagas casas, luces, árboles y una avenida más larga que la calle principal de Chiclayo. Tardó unos segundos en darse cuenta que los otros viajeros habían descendido. El chofer canturreaba ya sin entusiasmo. "¿Cómo será?", pensó. Y sintió, de nuevo, una ansiedad feroz, como tres días antes, cuando su madre, llamándolo aparte para que no los oyera la tía Adelina, le dijo: "tu papá no ". "Ya llegamos", "Sí, número treinta y ocho", 1 cerró los ojos y se hizo el dormido. Su madre lo besó."¿Por qué me besa en la boca?", estaba muerto, era mentira. Acaba de volver de un viaje muy largo y nos espera en Lima". Avenida Salaverry, si no me equivoco?", cantó el chofe: dijo su madr repuso la madre. pensaba Ricardo; su mano derecha se aferraba al asiento. Al fin, el coche se inmovilizó después de muchas vueltas. Mantuvo cerrados los Ojos, se encogió junto al cuerpo que lo sostenía. De pronto, el cuerpo de su madre se endureció. "Beatriz, dijo una voz. Alguien abrió la puerta. Se sintió alzado en peso, depositado en el suelo, sin apoyo, abrió los ojos: el hombre y su madre se besaban en la boca, abrazados. El chofer había dejado de cantar. La calle estaba vacía y muda. Los miró fijamente; sus labios medían el tiempo contando números. Luego, su madre se separó del hombre, se volvió hacia él y le dijo: "es tu papá, Richi. Bésalo”. Nuevamente lo alzaron dos brazos masculinos y desconocidos; un rostro adulto se juntaba al suyo, una voz murmuraba su nombre, unos labios secos aplastaban su mejilla. Él estaba rígido. Ha olvidado también el resto de aquella noche, la frialdad de las sábanas de ese lecho hostil, la soledad que trataba de disipar esforzando los ojos para arrancar a la oscuridad algún objeto, algún fulgor, y la angustia que hurgaba su espíritu como un laborioso clavo. "Los zorros del desierto de Sechura aúllan como demonios cuando llega la noche; ¿sabes por qué?: para quebrar el silencio que los aterroriza", había dicho una vez tía Adelina. El tenía ganas de gritar para que la vida brotara en ese cuarto, donde todo La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa parecía muerto. Se levantó: descalzo, semidesnudo, temblando por la vergiienza y la confusión que sentiría si de pronto entraban y lo hallaban de pie, avanzó hasta la puerta y pegó el rostro a la madera. No oyó nada. Volvió a su cama y lloró, tapándose la boca con las dos manos. Cuando la luz ingresó a la habitación y la calle se pobló de ruidos, sus ojos seguían abiertos y sus oídos en guardia. Mucho rato después, los escuchó. Hablaban en voz baja y sólo llegaba a él un incomprensible rumor. Luego oyó risas, movimientos. Más tarde sintió abrirse la puerta, pasos, una presencia, unas manos conocidas que le subían las sábanas hasta el cuello, un aliento cálido en las mejillas. Abrió los Ojos: su madre sonreía. "Buenos días", dijo ella, tiernamente; "¿No besas a tu madre?". "No", dijo él. Podría ir y decirle dame veinte soles y ya veo, se le llenarían los ojos de lágrimas y me daría cuarenta o cincuenta, pero sería lo mismo que decirle te perdono lo que hiciste a mi mamá y puedes dedicarte al puterío con tal que me des buenas propinas." Bajo la bufanda de lana que le regaló su madre hace meses, los labios de Alberto se mueven sin ruido. El sacón y la cristina que lleva hundida hasta las orejas, lo defienden contra el frío. Su cuerpo se ha acostumbrado a la presión del fusil, que ahora casi no siente. " Ir y decirle qué ganamos con no aceptar un medio, deja que nos mande un cheque cada mes hasta que se arrepienta de sus pecados y vuelva a casa, pero ya veo, se pondrá a llorar y dirá que hay que llevar la cruz con resignación como Nuestro Señor y aunque acepte cuánto tiempo pasará hasta que se pongan de acuerdo y no tendré mañana los veinte soles- Según el reglamento, los imaginarias deben recorrer el patio del año respectivo y la pista de desfile, pero él ocupa su turno en caminar a la espalda de las cuadras, junto a la alta baranda descolorida que protege la fachada principal del colegio. Desde allí ve entre los barrotes, como el lomo de una cebra, la carretera asfaltada que serpentea al pie de la baranda y el borde de los acantilados, escucha el rumor del mar y, si la neblina no es espesa, distingue a lo lejos, igual a una lanza iluminada, el malecón del balneario de La Punta penetrando en el mar como un rompeolas y, al otro extremo, cerrando la bahía invisible, el resplandor en abanico de Miraflores, su barrio. El oficial de guardia pasa revista a los imaginarias cada dos horas: a la una, lo hallará en su puesto. Mientras, Alberto planea la salida del sábado. "Podría que unos diez tipos se soñaran con la película ésa, y viendo tantas mujeres en calzones, tantas piernas, tantas barrigas, tantas, me encarguen novelitas, pero acaso pagan adelantado y cuándo las haría si mañana es el examen de Química y tendré que pagarle al Jaguar por las preguntas salvo que Vallano me sople a cambio de cartas pero quién se fía de un negro. Podría que me pidan cartas, pero quién paga al contado a estas alturas de la semana si ya el miércoles todo el mundo ha quemado sus últimos cartuchos en 'La Perlita' y en las timbas. Podría gastarme veinte soles si los consignados me encargan cigarrillos y se los pagaría en cartas o novelitas, y la que se armaría, encontrarme veinte soles en una cartera perdida en el comedor o en las aulas o en los excusados, meterme ahora mismo en una cuadra de los perros y abrir roperos hasta encontrar veinte soles o mejor sacar cincuenta centavos a cada uno para que se note menos y sólo tendría que abr cuarenta roperos sin despertar a nadie contando que en todos encuentre cincuenta centavos, podría ir donde un suboficial o un teniente, présteme veinte soles que yo también quiero ir donde la Pies Dorados, ya soy un hombre y quién mierda grita ahí...” Alberto demora en identificar la voz, en recordar que es un imaginaria lejos de su puesto. Vuelve a oír, más fuerte, “¿qué le pasa a ese cadete?", y esta vez reaccionan su cuerpo y su espíritu, alza la cabeza, su mirada distingue como en un remolino los muros de la Prevención, varios soldados sentados en una banca, la estatua del héroe que amenaza con la espada desenvainada a la neblina y a las sombras, imagina su nombre escrito en la lista de castigo, su corazón late alocado, siente pánico, su lengua y sus labios se mueven imperceptiblemente, ve entre el héroe de bronce y él, a menos de cinco metros, al teniente Remigio Huarina, que lo observa con las manos en la cintura. -¿Qué hace usted aquí? El teniente avanza hacia Alberto, éste ve tras los hombros del oficial, la mancha de musgo que oscurece el bloque de piedra que sostiene al héroe, mejor dicho la adivina, pues las luces de la Prevención son opacas y lejanas, o la inventa: es posible que ese mismo día los soldados de guardia hayan raspado y fregado el pedestal. -¿Y? - dice el teniente, frente a él- ¿Qué hay? Inmóvil, la mano derecha clavada en la cristina, tenso, todos sus sentidos alertas, Alberto permanece mudo ante el hombrecillo borroso que aguarda también inmóvil, sin bajar las manos de la cintura. - Quiero hacerle una consulta, mi teniente - dice Alberto “podría jurarle me estoy muriendo de dolor de estómago, quisiera una aspirina o algo, mi madre está gravísima, han matado a la vicuña, podría suplicarle...”-. Quiero decir, una consulta moral. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa -¿Qué ha dicho? - Tengo un problema - dice Alberto, rígido decir mi padre es general, contralmirante, mariscal y juro que por cada punto perderá un año de ascenso, podría “Es algo personal. - Se interrumpe, vacila un instante, luego miente: - El coronel dijo una vez que podíamos consultar a nuestros oficiales. Sobre los problemas íntimos, quiero decir. - Nombre y sección - dice el teniente. Ha bajado las manos de la cintura; parece más frágil y pequeño. Da un paso adelante y Alberto ve, muy cerca y abajo, el hocico, los ojos fruncidos y sin vida de batracio, el rostro redondo contraído en un gesto que quiere ser implacable y sólo es patético, el mismo que adopta cuando ordena el sorteo de consignas, invención suya: "brigadieres, métanles seis puntos- a todos los números tres y múltiplos de tres". - Alberto Fernández, quinto año, primera sección. - Al grano - dice el teniente- Al grano. - Creo que estoy enfermo, mi teniente. Quiero decir de la cabeza, no del cuerpo. Todas las noches tengo pesadillas - Alberto ha bajado los párpados, simulando humildad, y habla muy despacio, la mente en blanco, dejando que los labios y la lengua se desenvuelvan solos y vayan armando una telaraña, un laberinto para extraviar al sapo -. Cosas horribles, mi teniente. Á veces sueño que mato, que me persiguen unos animales con caras de hombres. Me despierto sudando y temblando. Algo horrible, mi teniente, le juro. El oficial escruta el rostro del cadete. Alberto descubre que los ojos del sapo han cobrado vida; la desconfianza y la sorpresa asoman en sus pupilas como dos estrellas moribundas. “Podría reír, podría llorar, gritar, podría correr." El teniente Huarina ha terminado su examen. Bruscamente, da un paso atrás y exclama: -¡Yo no soy un cura, qué carajo! ¡Váyase a hacer consultas morales a su padre o asu madre! - No quería molestarlo, mi teniente - balbucea Alberto. - Oiga, ¿y este brazalete? - dice el oficial, aproximando el hocico y los ojos dilatados- ¿Está usted de imaginaria? - sí, mi teniente. -¿No sabe que el servicio no se abandona nunca, salvo muerto? - Sí, mi teniente. -¡Consultas morales! Es usted un tarado. - Alberto deja de respirar: la mueca ha desaparecido del rostro del teniente Remigio Huarina, su boca se ha abierto, sus ojos se han estirado, en la frente han brotado unos pliegues. Está riéndose. Es usted un tarado, qué carajo. Vaya a hacer su servicio a la cuadra. Y agradezca que no lo consigno. - Sí, mi teniente. Alberto saluda, da media vuelta, en una fracción de segundo ve a los soldados de la Prevención inclinados sobre sí mismos en la banca. Escucha a su espalda: "ni que fuéramos curas, qué carajo". Frente a él, hacia la izquierda, se yerguen tres bloques de cemento: quinto año, luego cuarto; al final, tercero, las cuadras de los perros. Más allá languidece el estadio, la cancha de fútbol sumergida bajo la hierba brava, la pista de atletismo cubierta de baches y huecos, las tribunas de madera averiadas por la humedad. Al otro lado del estadio, después de una construcción ruinosa - el galpón de los soldados- hay un muro grisáceo donde acaba el mundo del Colegio Militar Leoncio Prado y comienzan los grandes descampados de La Perla. "Y si Huarina hubiera bajado la cabeza, y si me hubiera visto los botines, y si el Jaguar no tiene el examen de Química, y si lo tiene y no quiere fiarme, y si me planto ante la Pies Dorados y le digo soy del Leoncio Prado y es la primera vez que vengo, te traeré buena suerte, y si vuelvo al barrio y pido veinte soles a uno de mis amigos, y si le dejo mi relojen prenda, y si no consigo el examen de Química, y si no tengo cordones en la revista de prendas de mañana estoy jodido, sí señor.” Alberto avanza despacio, arrastrando un poco los pies; a cada paso sus botines, sin cordones desde hace una semana, amenazan salirse. Ha recorrido la mitad de la distancia que separa el quinto año de la estatua del héroe. Hace dos años, la distribución de las cuadras era distinta; los cadetes de quinto ocupaban las cuadras vecinas al estadio y los perros las más próximas a la Prevención; cuarto estuvo siempre en el centro, entre sus enemigos. Al cambiar el colegio de director, el nuevo coronel decidió la distribución actual. Y explicó en un discurso: "Eso de dormir cerca de] prócer epónimo habrá que ganárselo. En adelante, los cadetes de tercero ocuparán las cuadras M fondo. Y luego, con los años se irán acercando a la estatua de Leoncio Prado. Y espero que cuando salgan M colegio se parezcan un poco a él, que peleó por la libertad de un país que ni siquiera era el Perú. En el Ejército, cadetes, hay que respetar los símbolos, qué caray”. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa punta de la lengua toca la superficie compacta y picante. Enciende un fósforo y aproxima al rostro del Esclavo la llama que se agita suavemente en la pequeña gruta que forman sus manos. -¿De qué mierda estás llorando? - dice Alberto, a la vez que abre las manos y deja caer el fósforo -. Me volví a quemar, maldita sea. Prende otro fósforo y enciende su cigarrillo. Aspira el humo y lo arroja por la boca y la nariz. -¿Qué te pasa? - pregunta. - Nada. Alberto vuelve a aspirar; la brasa resplandece y el humo se confunde con la neblina, que está muy baja, casi a ras de tierra. El patio de quinto ha desaparecido. El edificio de las cuadras es una gran mancha inmóvil. -¿Qué te han hecho? - dice Alberto- No hay que llorar nunca, hombre. - Mi sacón - dice el Esclavo -. Me han fregado la salida. Alberto vuelve la cabeza. El Esclavo lleva sobre la camisa caqui, una chompa castaña, sin mangas. - Mañana tenía que salir - dice el Esclavo -. Me han reventado. -¿Sabes quién ha sido? - No. Lo sacaron del ropero. - Te van a descontar cien soles. Quizá más. - No es por eso. Mañana hay revista. Gamboa me dejará consignado. Ya llevo dos semanas sin salir. -¿Tienes hora? - La una menos cuarto - dice el Esclavo -. Ya podemos ir a la cuadra. - Espera - dice Alberto, incorporándose- Tenemos tiempo. Vamos a tirarnos un sacón. El Esclavo se levanta como un resorte, pero permanece en el sitio sin dar un paso, como pendiente de algo próximo e irremediable. - Apúrate - dice Alberto. - Los imaginarias... - susurra el Esclavo. - Maldita sea - dice Alberto -. ¿No ves que voy a jugarme la salida para conseguirte un sacón? La gente cobarde me enferma. Los imaginarias están en el baño de la séptima. Hay una timba. El Esclavo lo sigue. Avanzan entre la neblina cada vez más espesa, hacia las cuadras invisibles. Los clavos de los botines rasgan la hierba húmeda y al ruido acompasado del mar se mezcla ahora el silbido del viento que invade las habitaciones sin puertas ni ventanas del edificio que está entre las aulas y los dormitorios de los oficiales. - Vamos a la décima o a la novena - dice el Esclavo -. Los enanos tienen el sueño de plomo. -¿Te hace falta un sacón o un chaleco? - dice Alberto -. Vamos a la tercera. Están en la galería del año. La mano de Alberto empuja suavemente la puerta, que cede sin ruido. Mete la cabeza como un animal olfateando una cueva: en la cuadra en tinieblas reina un rumor apacible. La puerta se cierra tras ellos. 11 ¿Y si se echa a correr, cómo tiembla, y si se echa a llorar, cómo corre, y si es verdad que el Jaguar se lo tira, cómo suda, y si ahorita se prende la luz, cómo vuelo?" "Al fondo, murmura Alberto, tocando con sus labios la cara del Esclavo. Hay un ropero que está lejos de las cama.” ¿Qué?", dice el Esclavo' sin moverse. "Mierda, dice Alberto. Ven.- Arrastrando los pies, atraviesan la cuadra en cámara lenta con las manos extendidas para evitar los obstáculos. "Y si fuera un ciego, me saco los ojos de vidrio, le digo Pies Dorados te doy mis ojos pero fíame, papá basta ya de putas, basta ya que el servicio no se abandona nunca salvo muerto.” Se detienen junto al ropero, los dedos de Alberto repasan la madera. Mete la mano en su bolsillo, saca la ganzúa, con la otra mano trata de localizar el candado, cierra los ojos, aprieta los dientes. "Y si digo juro teniente, vine a sacar un libro para estudiar Química que mañana me jalan, juro que no te perdonaré nunca el llanto de mi madre Esclavo, ni que me hayas matado por un sacón." La ganzúa araña el metal, penetra en la ranura, se engancha, se mueve atrás y adelante, a derecha e izquierda, ingresa un poco más, se inmoviliza, golpea secamente, el candado se abre. Alberto forcejea hasta recuperar la ganzúa. La puerta del ropero comienza a girar. Desde algún punto de la cuadra, una voz airada irrumpe en incoherencias. La mano del Esclavo se incrusta en el brazo de Alberto. "Quieto, susurra éste. O te mato.” "¿Qué?", dice el otro. La mano de Alberto explora el interior, con cuidado, a unos milímetros de la superficie vellosa del sacón, como si fuera a acariciar el rostro o los cabellos del ser amado y estuviera saboreando el placer de la inminencia del contacto, tocando sólo su atmósfera, su vaho. "Sácale los cordones a dos botines, Ice Alberto. Necesito." El Esclavo lo suelta, se inclina, se aleja a rastras. Alberto libera el sacón del colgador, mete el candado en las armellas y aprieta con toda la mano, para apagar el ruido. Después, se desliza hacia la puerta. Cuando llega el Esclavo, lo vuelve a tocar, esta vez en el hombro. Salen. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa ¿Tiene marca? El Esclavo examina el sacón minuciosamente, con su linterna. -No. - Anda al baño y mira si tiene manchas. Y los botones, cuidado vayan a ser de otro color. - Ya es casi la una - dice el Esclavo. Alberto asiente. Al llegar ala puerta de la primera sección, se vuelve hacia su compañero: ¿Y los cordones? - Sólo conseguí uno - dice el Esclavo. Duda un momento: - Perdón. Alberto lo mira fijamente, pero no lo insulta ni se ríe. Se limita a encogerse de hombros. - Gracias - dice el Esclavo. Ha puesto otra vez su mano en el brazo de Alberto y lo mira a los ojos con su cara tímida y rastrera iluminada por una sonrisa. - Lo hago para divertirme - dice Alberto. Y añade, rápido: -¿Tienes las preguntas del examen? No sé ni jota de Química. - No - dice el Esclavo- Pero el Círculo lo debe tener. Hace un rato salió Cava y fue hacia las aulas. Deben estar resolviendo las preguntas. - No tengo plata. El Jaguar es un ladrón. -¿Quieres que te preste? - dice el Esclavo. -¿Tienes plata? - Un poco. -¿Puedes prestarme veinte soles? - Veinte soles, sí. Alberto le da una palmada en el hombro. Dice: - Formidable, formidable. Estaba sin un centavo. Si quieres, te puedo pagar con novelitas. - No - dice el Esclavo. Ha bajado los ojos- Más bien en cartas. -¿Cartas? ¿Tienes enamorada? ¿Tú? - Todavía no tengo - dice el Esclavo -. Pero quizás tenga. - Bueno, hombre. Te escribiré veinte. Eso sí, tienes que enseñarme las de ella. Para ver el estilo. Las cuadras parecen haber cobrado vida. De diversos sectores del año llega hasta ellos ruido de pasos, de roperos, incluso algunas lisuras. - Ya están cambiando el turno - dice Alberto -. Vamos. Entran a la cuadra. Alberto va a la litera de Vallano, se inclina y saca el cordón de uno de los botines. Luego sacude al negro con las dos manos. - Tu madre, tu madre - exclama Vallano, frenéticamente. - Es la una - dice Alberto- Tu turno. - Si me has despertado antes te machuco. Al otro lado de la cuadra, Boa vocifera contra el Esclavo que acaba de despertarlo. - Ahí tienes el fusil y la linterna - dice Alberto- Sigue durmiendo si quieres. Pero te aviso que la ronda está en la segunda sección. -¿De veras? - dice Vallano, sentándose. Alberto va hasta su litera y se desnuda. - Aquí todos son muy graciosos - dice Vallano -. Muy graciosos. -¿Qué te pasa? - pregunta Alberto. - Me han robado un cordón. - Silencio - grita alguien- Imaginaria, que se callen esos maricones. Alberto siente que Vallano camina de puntillas. Después, oye un ruido revelador. - Se están robando un cordón - grita. - Un día de estos te voy a romper la cara, poeta - dice Vallano, bostezando. Minutos después, hiere la noche el silbato del oficial de guardia. Alberto no lo oye: duerme. La calle Diego Ferré tiene menos de trescientos metros de largo y cualquier caminante desprevenido la tomaría por un callejón sin salida. En efecto, desde la esquina de la avenida Larco, donde comienza, se ve dos cuadras más allá, cerrando el otro extremo, la fachada de una casa de dos pisos, con un pequeño jardín protegido por una baranda verde. Pero esa casa que de lejos parece tapiar Diego Ferré pertenece a la estrecha calle Porta, que cruza a aquélla, la detiene y la mata. Entre Porta y la avenida Larco, fragmentan a Diego Ferré otras dos calles paralelas: Colón y Ocharán. Luego de atravesar Diego Ferré terminan súbitamente, doscientos metros al oeste, en el Malecón de la Reserva, una serpentina que La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa abraza Miraflores con un cinturón de ladrillos rojos y que es el límite extremo de la ciudad, pues ha sido erigido al borde de los acantilados, sobre el ruidoso, gris y limpio mar de la bahía de Lima. Encerradas entre la avenida Larco, el Malecón y la calle Porta, hay media docena de manzanas: un centenar de casas, dos o tres tiendas de comestibles, una farmacia, un puesto de refrescos, un taller de zapatería (semioculto entre un garaje y un muro saliente) y un solar cercado donde funciona una lavandería clandestina. Las calles transversales tienen árboles a los costados de la pista; Diego Ferré no. Todo ese sector es el dominio del barrio. El barrio no tiene nombre. Cuando se formó un equipo de fulbito para intervenir en el campeonato anual del "Club Terrazas", los muchachos se presentaron con el nombre de - Barrio Alegre". Pero, una vez terminado el campeonato, el nombre cayó en desuso. Además, los cronistas policiales designaban con el nombre de "Barrio Alegre" al jirón Huatica de la Victoria, la calle de las putas, lo que constituía una semejanza embarazosa. Por eso, los muchachos se limitan a hablar del barrio. Y cuando alguien pregunta cuál barrio, para diferenciarse de los otros barrios de Miraflores, el de 28 de julio, el de Reducto, el de la calle Francia, el de Alcanfores, dicen: "el barrio de Diego Ferré". La casa de Alberto es la tercera de la segunda cuadra de Diego Ferré, en la acera de la izquierda. La conoció de noche, cuando casi todos los muebles de su casa anterior, en San Isidro, ya habían sido trasladados a ésta. Le pareció más grande que la otra y con dos ventajas evidentes: su dormitorio estaría más alejado del de sus padres y, como esta casa tenía un jardín interior, probablemente lo dejarían criar un perro. Pero el nuevo domicilio traería también inconvenientes. De San Isidro, el padre de un compañero los llevaba a ambos hasta el colegio "La Salle", todas las mañanas. En el futuro tendría que tomar el Expreso, descender en el paradero de la avenida Wilson y, desde allí, andar lo menos diez cuadras hasta la avenida Arica, pues "La Salle", aunque es un colegio para niños decentes, está en el corazón de Breña, donde pululan los zambos y los obreros. Tendría que levantarse más temprano, salir acabando el almuerzo. Frente a su casa de San Isidro había una librería y el dueño le permitía leer los Penecas y Billiken detrás del mostrador y a veces se los prestaba por un día, advirtiéndole que no los ajara ni ensuciara. El cambio de domicilio lo privaría, además, de una distracción excitante: subir a la azotea y contemplar la casa de los NáJar, adonde en las mañanas se jugaba al tenis y cuando había sol se almorzaba en los jardines bajo sombrillas de colores y en las noches se bailaba y él podía espiar a las parejas que disimuladamente iban a la cancha de tenis a besarse. El día de la mudanza se levantó temprano y fue al colegio de buen humor. A mediodía regresó directamente a la nueva casa. Bajó del Expreso en el paradero del parque Salazar - todavía no conocía el nombre de esa explanada de césped, colgada sobre el mar -, subió por Diego Ferré, una calle vacía, y entró a la casa: su madre amenazaba a la sirvienta con echarla si aquí también se dedicaba a hacer vida social con las cocineras y choferes del vecindario. Acabado el almuerzo, el padre dijo: " tengo que salir. Un asunto importante". La madre clamó: "vas a engañarme, cómo puedes mirarme a los ojos" y luego, escoltada por el mayordomo y la sirvienta, comenzó un minucioso registro para comprobar si algo se había extraviado o dañado en la mudanza. Alberto subió a su cuarto, se echó en la cama, distraídamente fue haciendo garabatos en los forros de sus libros. Poco después oyó voces de muchachos que llegaban hasta él por la ventana. Las voces se interrumpían, sobrevenía el impacto, el zumbido y el estruendo de la pelota al rebotar contra una puerta y al instante renacían las voces. Saltó de la cama y se asomó al balcón. Uno de los muchachos llevaba una camisa incendiaria, a rayas rojas y amarillas y el otro, una camisa de seda blanca, desabotonada. Aquél era más alto, rubio y tenía la voz, la mirada y los gestos insolentes; el otro, bajo y grueso, de cabello moreno ensortijado, era muy ágil. El rubio hacía de arquero en un garaje; el moreno le disparaba con una pelota de fútbol flamante. "Tapa ésta, Pluto", decía el moreno. Pluto, agazapado con una mueca dramática, gesticulaba, se limpiaba la frente y la nariz con las dos manos, simulaba arrojarse y si atajaba un penal reía con estrépito. "Eres una madre, Tico, decía. Para tapar tus penales me basta la nariz." El moreno bajaba la pelota con el pie, diestramente, la emplazaba, medía la distancia, pateaba y los tiros eran goles casi siempre. "Manos de trapo, se burlaba Tico, mariposa. Esta va con aviso; al ángulo derecho y bombeada.” Al principio, Alberto los miraba con frialdad y ellos aparentaban no verlo. Poco a poco, aquél fue demostrando un interés estrictamente deportivo; cuando Tico metía un gol o Pluto atajaba la pelota, asentía sin sonreír, como un entendido. Luego, comenzó a prestar atención a las bromas de los dos muchachos; adecuaba su expresión a la de ellos y los jugadores daban señales de reconocer su presencia por momentos: volvían la cabeza hacia él, como poniéndolo de árbitro. Pronto se estableció una estrecha complicidad de miradas, sonrisas y movimientos de cabeza. De pronto, Pluto rechazó un disparo de Tico con el pie y la pelota salió despedida a los lejos. Tico corrió tras ella. Pluto alzó la vista hacia Alberto. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa en su uniforme verduzco, desdibujado por los últimos residuos de la neblina, el soldado parece un fantasma. Lentamente, pierde su inmovilidad, se anima, se frota las manos, escupe. Luego sopla. Escucha el eco de su propia corneta y, segundos después, las injurias de los perros que desfogan contra él la cólera que les causa el final de la noche. Escoltado por carajos lejanos, el corneta se dirige a las cuadras de cuarto año. Algunos imaginarias del último turno han salido a las puertas, anunciados de su llegada por la diana de los perros: se burlan de él, lo insultan y a veces le tiran piedras. El soldado camina hacia quinto. Ya está completamente despierto y su paso es más vivo. Allí no hay reacción; los veteranos saben que desde el toque de diana hasta el silbato llamando a filas tienen quince minutos, la mitad de los cuales pueden aprovechar todavía en el lecho. El soldado regresa al galpón, frotándose las manos y escupiendo. No lo asustan la indignación de los perros, el malhumor de los cadetes de cuarto: apenas los percibe. Salvo los sábados. Ese día, como hay ejercicios de campaña, la diana se toca una hora antes y los soldados temen estar de servicio. A las cinco todavía es noche cerrada y los cadetes, borrachos de sueño y de ira, bombardean al corneta desde las ventanas con toda clase de proyectiles. Por eso, los sábados, los cornetas violan el reglamento: tocan la diana lejos de los patios, desde la pista, de desfile, y muy rápido. El sábado, los de quinto pueden continuar en las literas sólo dos o tres minutos, pues en lugar de quince tienen apenas ocho minutos para lavarse, vestirse, tender las camas y formar. Pero este sábado es excepcional. La campaña ha sido suprimida para el quinto año debido al examen de Química; cuando los veteranos escuchan la diana, a las seis, los perros y los de cuarto están desfilando ya por la puerta del colegio hacia el despoblado que une La Perla al Callao. Unos instantes después del toque de diana, Alberto, sin abrir los ojos todavía, piensa: "hoy es la salida". Alguien dice: "son las seis menos cuarto. Hay que apedrear a ese maldito". La cuadra queda de nuevo en silencio. Abre los ojos: por las ventanas entra a la habitación una luz indecisa, gris. "Los sábados debía salir sol- Se abre la puerta del baño. Alberto ve la cara pálida del Esclavo: las literas lo degiiellan a medida que avanza. Está peinado y afeitado. "Se levanta antes de la diana para llegar primero a la fila”, piensa Alberto. Cierra los Ojos. Siente que el Esclavo se detiene junto a su cama y le toca el hombro. Entreabre los ojos: la cabeza del Esclavo culmina un cuerpo esquelético, devorado por el pijama azul. - Está de turno el teniente Gamboa. - Ya sé - responde Alberto- Tengo tiempo. - Bueno - dice el Esclavo- Creí que estabas durmiendo. Esboza una sonrisa y se aleja. "Quiere ser mi amigo", piensa Alberto. Vuelve a cerrar los ojos y queda tenso: el pavimento de la calle Diego Ferré brilla por la humedad; las aceras de Porta y Ocharán están cubiertas de hojas desprendidas de los árboles por el viento nocturno; un joven elegante camina por allí, fumando un Chesterfield. "juro que hoy iré donde las polillas." - ¡Siete minutos! - grita Vallano, a voz en cuello, desde la puerta de la cuadra. Hay una conmoción. Las literas están oxidadas y chirrían; las puertas de los armarios crujen; los tacones de los botines martillan la loza; al rozarse o chocar, los cuerpos despiden un rumor sordo; pero las blasfemias y los juramentos prevalecen sobre cualquier otro ruido, como lenguas de fuego entre el humo. Sucesivos, ametrallados por una garganta colectiva, los insultos no son, sin embargo, precisos: apuntan a blancos abstractos como Dios, el oficial y la madre y los cadetes parecen recurrir a ellos más por su música que su significado. Alberto salta de la cama, se pone las medias y los botines, todavía sin cordones. Maldice. Cuando termina de pasarlos, la mayor parte de los cadetes ha tendido su cama y empieza a vestirse. -¡Esclavo!, grita Vallano. Cántame algo. Me gusta oírte mientras me lavo." - Imaginaria, brama Arróspide. Me han robado un cordón. Eres responsable.” "Te quedarás consignado, cabrón." "Ha sido el Esclavo, dice alguien. Juro. Yo lo vi... Hay que denunciarlo al capitán, propone Vallano. No queremos ladrones en la cuadra." "¡Ay!, dice una voz quebrada. La negrita tiene miedo a los ladrones." "Ay, ay" cantan varios. "Ay, ay, ay” aúlla la cuadra entera. "Todos son unos hijos de puta”, afirma Vallano. Y sale, dando un portazo. Alberto está vestido. Corre al baño. En el lavatorio contiguo, el Jaguar termina de peinarse. - Necesito cincuenta puntos de Química - dice Alberto, la boca llena de pasta de dientes -. ¿Cuánto? - Te jalarán, poeta -. El Jaguar se mira en el espejo y trata en vano de apaciguar sus cabellos: las púas, rubias y obstinadas, se enderezan tras el peine- No tenemos el examen. No fuimos. ¿No consiguieron el examen? - Nones. Ni siquiera intentamos. Suena el silbato. El hirviente zumbido que brota de los baños y de las cuadras aumenta y se desvanece de golpe. La voz del teniente Gamboa surge desde el patio, como un trueno: -¡Brigadieres, tomen los tres últimos! La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa El zumbido estalla nuevamente, ahogado. Alberto echa a correr: va guardando en su bolsillo la escobilla de dientes y el pefile y se enrolla la toalla como una faja entre el sacón y la camisa. La formación está a la mitad. Cae aplastado contra el de adelante, alguien se aferra a él por detrás. Alberto tiene cogido de la cintura a Vallano y da pequeños saltos para evitar los puntapiés con que los recién llegados tratan de desprender los racimos de cadetes a fin de ganar un puesto. "No manosees, cabrón", grita Vallano. Poco a poco, se establece el orden en las cabezas de fila y los brigadieres comienzan a contar los efectivos. En la cola, el desbarajuste y la violencia continúan, los últimos se esfuerzan por conquistar un sitio acodazos y amenazas. El teniente Gamboa observa la formación desde la orilla de la pista de desfile. Es alto, macizo. Lleva la gorra ladeada con insolencia; mueve la cabeza muy despacio, de un lado a otro, y su sonrisa es burlona. -¡Silencio! - grita. Los cadetes enmudecen. El teniente tiene los brazos en jarras; baja las manos, que se balancean un momento junto a su cuerpo antes de quedar inmóviles. Camina hacia el batallón; su rostro seco, muy moreno, se ha endurecido. A tres pasos de distancia, lo siguen los suboficiales Varúa, Morte y Pezoa. Gamboa se detiene. Mira su reloj. - Tres minutos - dice. Pasea la vista de un extremo a otro, como un pastor que contempla su rebaño- ¡Los perros forman en dos minutos y medio! Una onda de risas apagadas estremece el batallón. Gamboa levanta la cabeza, curva las cejas: el silencio se restablece en el acto. -Quiero decir, los cadetes de tercero. Otra onda de risas, esta vez más audaz. Los rostros de los cadetes se mantienen adustos, las risas nacen en el estómago y mueren a las orillas de los labios, sin alterar la mirada ni las facciones. Gamboa se lleva la mano rápidamente a la cintura: de nuevo el silencio, instantáneo como una cuchillada. Los suboficiales miran a Gamboa, hipnotizados. "Está de buen humor", murmura Vallano. - Brigadieres - dice Gamboa- Parte de sección. Acentúa la última palabra, se demora en ella mientras sus párpados se pliegan ligeramente. Un respiro de alivio anima la cola del batallón. En el acto Gamboa da un paso al frente; sus ojos perforan las hileras de cadetes inmóviles. - Y parte de los tres últimos - añade. Del fondo del batallón brota un murmullo bajísimo. Los brigadieres penetran en las filas de sus secciones, las papeletas y los lápices en las manos. El murmullo vibra como una maraña de insectos que pugna por escapar de la tela encerada. Alberto localiza con el rabillo del ojo a las víctimas de la primera: Urioste, Núñez, Revilla. La voz de éste, un susurro, llega a sus oídos: "mono, tú estás consignado un mes, ¿qué te hacen seis puntos? Dame tu sitio". "Diez soles", dice el Mono "No tengo plata; si quieres, te los debo." "No, mejor o jódete." -¿Quién habla ahí? - grita el teniente. El murmullo sigue flotando, disminuido, moribundo. - ¡Silencio! - brama Gamboa- ¡Silencio, carajo! Es obedecido. Los brigadieres emergen de las filas, se cuadran a dos metros de los suboficiales, chocan los tacones, saludan. Después de entregar las papeletas, murmuran: "permiso para regresar a la formación, mi suboficial". Éste hace una venia o responde: "siga". Los cadetes vuelven a sus secciones al paso ligero. Luego, los suboficiales entregan las papeletas a Gamboa. Éste hace sonar los tacones espectacularmente y tiene una manera de saludar propia: no lleva la mano a la sien, sino a la frente, de modo que la palma casi cubre su ojo derecho. Los cadetes contemplan la entrega de partes, rígidos. En las manos de Gamboa, las papeletas se mecen como un abanico. ¿Por qué no da la orden de marcha? Sus Ojos espían el batallón, divertidos. De pronto, sonríe. -¿Seis puntos o un ángulo recto? - dice. Estalla una salva de aplausos. Algunos gritan: "viva Gamboa". -¿Estoy loco o alguien habla en la formación? - pregunta el teniente. Los cadetes se callan. Gamboa se pasea frente alos brigadieres, las manos en la cintura. - Aquí los tres últimos -grita- Rápido. Por secciones. Urioste, Núñez y Revilla abandonan su sitio a la carrera. Vallano les dice, al pasar: "Tienen suerte que esté Gamboa de servicio, palomitas". Los tres cadetes se cuadran ante el teniente. - Como ustedes prefieran - dice Gamboa- Ángulo recto o seis puntos. Son libres de elegir. Los tres responden: "ángulo recto”. El teniente asiente y se encoge de hombros. "Los conozco como si los hubiera parido", susurran sus labios y Núñez, Urioste y Revilla sonríen con gratitud. Gamboa ordena: La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa - Posición de ángulo recto. Los tres cuerpos se pliegan como bisagras, quedan con la mitad superior paralela al suelo. Gamboa los observa; con el codo baja un poco la cabeza a Revilla. - Cúbranse los huevos -indica- Con las dos manos. Luego hace una seña al suboficial Pezoa, un mestizo pequeño y musculoso, de grandes fauces carnívoras. Juega muy bien al fútbol y su patada es violentísima. Pezoa toma distancia. Se ladea ligeramente: una centella se desprende M suelo y golpea. Revilla emite un quejido. Gamboa indica al cadete que retorne a su puesto. -¡Bali! - dice luego- Está usted débil, Pezoa. Ni lo movió. El suboficial palidece. Sus ojos oblicuos están clavados en Núñez. Esta vez patea tomando impulso y con la punta. El cadete chilla al salir proyectado; trastabilla unos dos metros y se desploma. Pezoa busca ansiosamente el rostro de Gamboa. Éste sonríe. Los cadetes sonríen. Núñez, que se ha incorporado y se frota el trasero con las dos manos, también sonríe. Pezoa vuelve a tomar impulso. Urioste es el cadete más fuerte de la primera y, tal vez, del colegio. Ha abierto un poco las piernas para guardar mejor el equilibrio. El puntapié apenas lo remece. - Segunda sección - ordena Gamboa- Los tres últimos. Luego pasan los de las otras secciones. A los de la octava, la novena y la décima, que son pequeños, los puntapiés de los suboficiales los mandan rodando hasta la pista de desfile. Gamboa no olvida preguntar a ninguno si prefieren el ángulo recto o los seis puntos. A todos les dice: "son libres de elegir”. Alberto ha prestado atención a los primeros ángulos rectos. Luego, trata de recordar las últimas clases de Química. En su memoria nadan algunas fórmulas vagas, algunos nombres desorganizados. "¿Habrá estudiado Vallano?" El Jaguar está a su lado, ha desplazado a alguien. "Jaguar, murmura Alberto. Dame al menos veinte puntos. ¿Cuánto?" "¿Eres imbécil?, responde el Jaguar. Te dije que no tenemos el examen. No vuelvas a hablar de eso. Por tu bien." - Desfilen por secciones - ordena Gamboa. La formación se disuelve a medida que va ingresando al comedor; los cadetes se quitan las cristinas y avanzan hacia sus puestos hablando a gritos. Las mesas son para diez personas; los de quinto ocupan las cabeceras. Cuando los tres años han entrado, el capitán de servicio toca el primer silbato; los cadetes permanecen ante las sillas en posición de firmes. Al segundo silbato se sientan. Durante las comidas, los amplificadores derraman por el enorme recinto marchas militares o música peruana, valses y marineras de la costa y huaynos serranos. En el desayuno sólo resuena la voz de los cadetes, un interminable caos. "Digo que las cosas cambian, porque si no, mi cadete, ¿se va a comer ese bistec enterito? Déjenos siquiera una ñizca, un nervio, mi cadete. Digo que sufrían con nosotros. Oiga Fernández, por qué me sirve tan poco arroz, tan poca carne, tan poca gelatina, oiga no escupa en la comida, oiga ha visto usted la jeta de maldito que tengo, perro no se juegue conmigo. Digo que si mis perros babearan en la sopa, Arróspide y yo les hacíamos la marcha del pato, calatos, hasta botar los bofes. Perros respetuosos, digo, mi cadete quiere usted más bistec, quién tiende hoy mi cama, yo mi cadete, quién me convida hoy el cigarrillo, yo mi cadete, quién me invita una Inca Cola en "La Perlita", yo mi cadete, quién se come mis babas, digo, quién. El quinto año entra y se sienta. Las tres cuartas partes de las mesas están vacías y el comedor parece más grande. La primera sección ocupa tres mesas. Por las ventanas se divisa el descampado brillante. La vicuña está inmóvil sobre la hierba, las orejas paradas, los grandes ojos húmedos perdidos en el vacío. "Tú te crees que no, pero te he visto dar codazos como un varón para sentarte a mi lado; te crees que no pero cuando Vallano dijo quién sirve y todos gritaron el Esclavo y yo dije por qué no sus madres, a ver por qué, y ellos cantaron ay, ay, ay, vi que bajaste una mano y casi me tocas la rodilla." Ocho gargantas aflautadas siguen entonando ayes femeninos; algunos excitados unen el pulgar y el índice y avanzan las roscas hacia Alberto. "¿Yo, un rosquete?, dice éste. ¿Y qué tal si me bajo los pantalones?" "Ay, ay, ay.” El Esclavo se pone de pie y llena las tazas. El coro lo amenaza: "Te capamos si sirves poca leche". Alberto se vuelve hacia Vallano: -¿Sabes Química, negro? -No. -¿Me soplas? ¿Cuánto? Los Ojos movedizos y saltones de Vallano echan en torno una mirada desconfiada. Baja la voz: - Cinco cartas. -¿Y tu mamá? - pregunta Alberto -. ¿Cómo está? - Bien - dice Vallano- Si te conviene, avisa. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa costras y heridas, vuelven al fango, se confunden con la hierba, pero los ojos siguen fijos en Gamboa, dóciles, implorantes, como esa noche odiosa en que el teniente asesinó al Círculo. El Círculo había nacido con su vida de cadetes, cuarenta y ocho horas después de dejar las ropas de civil y ser igualados por las máquinas de los peluqueros del colegio que los raparon, y de vestir los uniformes caquis, entonces flamantes, y formar por primera vez en el estadio al conjuro de los silbatos y las voces de plomo. Era el último día del verano y el cielo de Lima se encapotaba, después de arder tres meses como un ascua sobre las playas, para echar un largo sueño gris. Venían de todos los rincones del Perú; no se habían visto antes y ahora constituían una masa compacta, instalada frente a los bloques de cemento cuyo interior desconocían. La voz del capitán Garrido les anunciaba que la vida civil había terminado para ellos por tres años, que aquí se harían hombres, que el espíritu militar se compone de tres elementos simples: obediencia, trabajo y valor. Pero aquello había venido después, al terminar el primer almuerzo del colegio, cuando por fin estuvieron libres de la tutela de los oficiales y suboficiales y salieron del comedor, mezclados a los cadetes de cuarto y de quinto, a quienes miraban con un recelo no exento de curiosidad y aun de simpatía. El esclavo estaba solo y bajaba las escaleras del comedor hacia el descampado, cuando dos tenazas cogieron sus brazos y una voz murmuró a su oído: "venga con nosotros, perro". Él sonrió y los siguió dócilmente. A su alrededor, muchos de los compañeros que había conocido esa mañana, eran abordados y acarreados también por el campo de hierba hacia las cuadras de cuarto año. Ese día no hubo clases. Los perros estuvieron en manos de los de cuarto desde el almuerzo hasta la comida, unas ocho horas. El Esclavo no recuerda a qué sección fue llevado ni por quién. Pero la cuadra estaba llena de humo y de uniformes y se oían risas y gritos. Apenas cruzó la puerta, la sonrisa en los labios aún, se sintió golpeado en la espalda. Cayó al suelo, giró sobre sí mismo, quedó tendido boca arriba. Trató de levantarse, pero no pudo: un pie se había instalado sobre su estómago. Diez rostros indiferentes lo contemplaban como a un insecto; le impedían ver el techo. Una voz dijo: - Para empezar, cante cien veces "soy un perro", con ritmo de corrido mexicano. No pudo. Estaba maravillado y tenía los ojos fuera de las órbitas. Le ardía la garganta. El pie presionó ligeramente su estómago. - No quiere - dijo la voz- El perro no quiere cantar. Y entonces los rostros abrieron las bocas y escupieron sobre él, no una, sino muchas veces, hasta que tuvo que cerrar los ojos. Al cesar la andanada, la misma voz anónima que giraba como un torno, repitió: - Cante cien veces "soy un perro”, con ritmo de corrido mexicano. Esta vez obedeció y su garganta entonó roncamente la frase ordenada con la música de "Allá en el rancho grande; era difícil: despojada de su letra original, la melodía se transformaba por momentos en chillidos. Pero a ellos no parecía importarles; lo escuchaban atentamente. - Basta - dijo la voz -. Ahora, con ritmo de bolero. Luego fue con música de mambo y de vals criollo. Después le ordenaron: - Párese. Se puso de pie y se pasó la mano por la cara. Se limpió en el fundillo. La voz preguntó: -¿Alguien le ha dicho que se limpie la jeta? No, nadie le ha dicho. Las bocas volvieron a abrirse y él cerró los ojos, automáticamente, hasta que aquello cesó. La voz dijo: - Eso que tiene usted a su lado son dos cadetes, perro. Póngase en posición de firmes. Así, muy bien. Esos cadetes han hecho una apuesta y usted va a ser el juez. El de la derecha golpeó primero y el Esclavo sintió fuego en el antebrazo. El de la izquierda lo hizo casi inmediatamente. - Bueno - dijo la voz- ¿Cuál ha pegado más fuerte? - El de la izquierda. -¿Al, sí? - replicó la voz cambiante- ¿De modo que yo soy un pobre diablo? A ver, vamos a ensayar de nuevo, fíjese bien. El Esclavo se tambaleó con el impacto, pero no llegó a caer: las manos de los cadetes que lo rodeaban lo contuvieron y lo devolvieron a su sitio. - Y ahora, ¿qué piensa? ¿Cuál pega más fuerte? - Los dos igual. - Quiere decir que han quedado tablas - precisó la voz - Entonces tienen que desempatar. Un momento después, la voz incansable preguntó: -A propósito, perro. ¿Le duelen los brazos? 20 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa - No - dijo el Esclavo. Era verdad; había perdido la noción de su cuerpo y del tiempo. Su espíritu contemplaba embriagado el mar sin olas de Puerto Eten y escuchaba a su madre que le decía: "cuidado con las rayas, Ricardito" y tendía hacia él sus largos brazos protectores, bajo un sol implacable. - Mentira - dijo la voz- Si no le duelen, ¿por qué está llorando, perro? Él pensó: "ya terminaron". Pero sólo acababan de comenzar. -¿Usted es un perro o un ser humano? - preguntó la voz. - Un perro, mi cadete. - Entonces, ¿qué hace de pie? Los perros andan a cuatro patas. Él se inclinó, al asentar las manos en el suelo, surgió el ardor en los brazos, muy intenso. Sus Ojos descubrieron junto a él a otro muchacho, también a gatas. - Bueno - dijo la voz- Cuando dos perros se encuentran en la calle, ¿qué hacen? Responda, cadete. A usted le hablo. El Esclavo recibió un puntapié en el trasero y al instante contestó: - No sé, mi cadete. - Pelean - dijo la voz- Ladran y se lanzan uno encima de otro. Y se muerden. El Esclavo no recuerda la cara del muchacho que fue bautizado con él. Debía ser de una de las últimas secciones, porque era pequeño. Estaba con el rostro desfigurado por el miedo y, apenas calló la voz, se vino contra él, ladrando y echando espuma por la boca y de pronto el Esclavo sintió en el hombro un mordisco de perro rabioso y entonces todo su cuerpo reaccionó y mientras ladraba y mordía, tenía la certeza de que su piel se había cubierto de una pelambre dura, que su boca era un hocico puntiagudo y que, sobre su lomo, su cola chasqueaba como un látigo. - Basta - dijo la voz -. Ha ganado usted. En cambio, el enano nos engañó. No es un perro sino una perra. ¿Saben qué pasa cuando un perro y una perra se encuentran en la calle? - No, mi cadete - dijo el Esclavo. - Se lamen. Primero se huelen con cariño y después se lamen. Y luego lo sacaron de la cuadra y lo llevaron al estadio y no podía recordar si aún era de día o había caído la noche. Allí lo desnudaron y la voz le ordenó nadar de espaldas, sobre la pista de atletismo, en torno a la cancha de fútbol. Después lo volvieron a una cuadra de cuarto y tendió muchas camas y cantó y bailó sobre, un ropero, imitó a artistas de cine, lustró varios pares de botines, barrió una loseta con la lengua, fornicó con una almohada, bebió orines, pero todo eso era un vértigo febril y de pronto él aparecía en su sección, echado en su litera, pensando: 'Juro que me escaparé. Mañana mismo". La cuadra estaba silenciosa. Los muchachos se miraban unos a otros y, a pesar de haber sido golpeados, escupidos, pintarrajeados y orinados, se mostraban graves y ceremoniosos. Esa misma noche, después del toque de silencio, nació el Círculo. Estaban acostados pero nadie dormía. El corneta acababa de marcharse del patio. De pronto, una silueta se descolgó de una litera, cruzó la cuadra y entró al baño: los batientes quedaron meciéndose. Poco después estallaban las arcadas y luego el vómito ruidoso, espectacular. Casi todos saltaron de las camas y corrieron al baño, descalzos: alto y escuálido, Vallano estaba en el centro de la habitación amarillenta, frotándose el estómago. No se acercaron, estuvieron examinando el negro rostro congestionado mientras arrojaba. Al fin, Vallano se aproximó al lavador y se enjuagó la boca. Entonces comenzaron a hablar con una agitación extraordinaria y en desorden, a maldecir con las peores palabras a los cadetes de cuarto año. - No podemos quedarnos así Hay que hacer algo - dijo Arróspide. Su rostro blanco destacaba entre los muchachos cobrizos de angulosas facciones. Estaba colérico y su puño vibraba en el aire. - Llamaremos a ése que le dicen el Jaguar - propuso Cava. Era la primera vez que lo oían nombrar. "¿Quién?”, preguntaron algunos; "¿es de la sección?" - Sí - dijo Cava -. Se ha quedado en su cama. Es la primera, junto al baño. -¿Por qué el Jaguar? - dijo Arróspide -. ¿No somos bastantes? -No- dijo Cava- No es eso. Él es distinto. No lo han bautizado. Yo lo he visto. Ni les dio tiempo siquiera. Lo llevaron al estadio conmigo, ahí detrás de las cuadras. Y se les reía en la cara, y les decía: "¿así que van a bautizarme?, vamos a ver, vamos a ver". Se les reía en la cara. Y eran como diez. -¿Y? - dijo Arróspide. - Ellos lo miraban medio asombrados - dijo Cava- Eran como diez, fíjense bien. Pero sólo cuando nos llevaban al estadio. Allá se acercaron más, como veinte, o más, un montón de cadetes de cuarto. Y él se les reía en la cara; "¿así que van a bautizarme?”, les decía, qué bien, qué bien. 21 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa -¿Y? - dijo Alberto. -¿Usted es un matón, perro?, le preguntaron. Y entonces, fíjense bien, se les echó encima. Y riéndose. Les digo que había ahí no sé cuantos, diez o veinte o más tal vez. Y no podían agarrarlo. Algunos se sacaron las correas y lo azotaban de lejos, pero les juro que no se le acercaban. Y por la Virgen que todos tenían miedo, y juro que vi a no sé cuántos caer al suelo, cogiéndose los huevos, o con la cara rota, fíjense bien. Y él se les reía y les gritaba: ¿así que van a bautizarme?, qué bien, qué bien. -¿Y por qué le dices Jaguar? - preguntó Arróspide. - Yo no - dijo Cava- El mismo. Lo tenían rodeado y se habían olvidado de mí. Lo amenazaban con sus correas y él comenzó a insultarlos, a ellos, a sus madres, a todo el mundo. Y entonces uno dij bestia hay que traerle a Gambarina”. Y llamaron a un cadete grandazo, con cara de bruto, y dijeron que levantaba pesas. -¿Para qué lo trajeron? - preguntó Alberto. - ¿Pero por qué le dicen el Jaguar? - insistió Arróspide. - Para que pelearan - dijo Cava- Le dijeron: "oiga, perro, usted que es tan valiente, aquí tiene uno de su peso". Y él les contestó: "me llamo Jaguar. Cuidado con decirme perro". -¿Se rieron? - preguntó alguien. - No - dijo Cava -. Les abrieron cancha. Y él siempre se reía. Aun cuando estaba peleando, fíjense bien. -¿Y? - dijo Arróspide. - No pelearon mucho rato - dijo Cava- Y me di cuenta por qué le dicen Jaguar. Es muy ágil, una barbaridad de ágil No crean que muy fuerte, pero parece gelatina; al Gambarina se le salían los ojos de pura desesperación, no podía agarrarlo. Y el otro, dale con la cabeza y con los pies, dale y dale, y a él nada. Hasta que Gambarina dijo: "ya está bien de deporte; me cansé", pero todos vimos que estaba molido. -¿Y? - dijo Alberto. - Nada más - dijo Cava- Lo dejaron que se viniera y comenzaron a bautizarme a mí. - Llámalo - dijo Arróspide. Estaban en cuclillas y formaban un círculo. Algunos habían encendido cigarrillos que iban pasando de mano en mano. La habitación comenzó a llenarse de humo. Cuando el Jaguar entró al baño, precedido por Cava, todos comprendieron que éste había mentido: esos pómulos, ese mentón habían sido golpeados y también esa ancha nariz de buldog. Se había plantado en medio del círculo y los miraba detrás de sus largas pestañas rubias, con unos ojos extrañamente azules y violentos. La mueca de su boca era forzada, como su postura insolente y la calculada lentitud con que los observaba, uno por uno. Y lo mismo su risa hiriente y súbita que tronaba en el recinto. Pero nadie lo interrumpió. Esperaron, inmóviles, que terminara de examinarlos y de reír. - Dicen que el bautizo dura un mes - afirmó Cava -. No podemos aceptar que todos los días pase lo que hoy. El Jaguar asintió. -Sí - dijo -. Hay que defenderse. Nos vengaremos de los de cuarto, les haremos pagar caro sus gracias. Lo principal es recordar las caras y, si es posible, la sección y los nombres. Hay que andar siempre en grupos. Nos reuniremos en las noches, después del toque de silencio. Ah, y buscaremos un nombre para la banda. -¿Los halcones? - insinuó alguien, tímidamente. - No - dijo el Jaguar- Eso parece un juego. La llamaremos "el Círculo". Las clases comenzaron a la mañana siguiente. En los recreos, los de cuarto se precipitaban sobre los perros y organizaban carreras de pato: diez o quince muchachos, formados en línea, las manos en las caderas y las piernas flexionadas, avanzaban a la voz de mando imitando los movimientos de un palmípedo y graznando. Los perdedores merecían ángulos rectos. Además de registrarlos y apoderarse del dinero y los cigarrillos de los perros, los de cuarto preparaban aperitivos de grasa de fusil, aceite y jabón y las víctimas debían beberlos de un solo trago, sosteniendo el vaso con los dientes. El Círculo comenzó a funcionar dos días más tarde, poco después del desayuno. Los tres años salían tumultuosamente del comedor y se esparcían como una mancha por el descampado. De pronto, una nube de piedras pasó sobre las cabezas descubiertas y un cadete de cuarto rodó por el suelo, chillando. Ya formados, vieron que el herido era llevado en hombros a la enfermería por sus compañeros. A la noche siguiente, un imaginaria de cuarto que dormía en la hierba fue asaltado por sombras enmascaradas: al amanecer, el corneta lo encontró desnudo, amarrado y con grandes moretones en el cuerpo enervado por el frío. Otros fueron apedreados, manteados; el golpe más audaz, una incursión a la 22 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa Yo estaba en el Sáenz Peña y a la salida volvía a Bellavista caminando. A veces me encontraba con Higueras, un amigo de mi hermano, antes que a Perico lo metieran al Ejército. Siempre me preguntaba: "¿qué sabes de él?". "Nada, desde que lo mandaron a la selva nunca escribió." "¿A dónde vas tan apurado?, ven a conversar un rato." Yo quería regresar a Bellavista lo más pronto, pero Higueras era mayor que yo, me hacía un favor tratándome como a uno de su edad. Me llevaba a una chingana y me 'No sé, cualquier cosa, lo que tú. ueno, decía el flaco Higueras; ¡chino, dos cortos!" Y después me daba una palmada: "cuidado te emborraches”. El pisco me hacía arder la garganta y lagrimear. El decía" chupa un poco de limón. Así es más suave. Y fúmate un cigarrillo". Hablábamos de fútbol, del colegio, de mi hermano. Me contó muchas cosas de Perico, al que yo creía un pacífico y resulta que era un gallo de pelea, una noche se agarró a chavetazos por una mujer. Además, quién hubiera dicho, era un enamorado. Cuando Higueras me contó que había preñado a una muchacha y que por poco lo casan a la fuerza, quedé mudo. "Sí, me dijo, tienes un sobrino que debe andar por los cuatro años. ¿No te sientes viejo?" Pero sólo me entretenía un rato, después buscaba cualquier pretexto para irme. Al entrar a la casa me sentía muy nervioso, qué vergiienza que mi madre pudiera sospechar. Sacaba los libros y decía "voy a estudiar al lado" y ella ni siquiera me contestaba, apenas movía la cabeza, a veces ni eso. La casa de al lado era más grande que la nuestra, pero también muy vieja. Antes de tocar me frotaba las manos hasta ponerlas rojas, ni así dejaban de sudar. Algunos días me abría la puerta Tere. Al verla, me entraban ánimos. Pero casi siempre salía su tía. Era amiga de mi madre; a mí no me quería, dicen que de chico la fregaba todo el tiempo. Me hacía pasar gruñendo "estudien en la cocina, ahí hay más luz". Nos poníamos a estudiar mientras la tía preparaba la comida y el cuarto se llenaba de olor a cebollas y ajos. Tere hacía todo con mucho orden, daba admiración ver sus cuadernos y sus libros tan bien forrados, y su letra chiquita y pareja; jamás hacía una mancha, subrayaba todos los títulos con dos colores. Yo le decía "serás una pintora para hacerla reír. Porque se reía cada vez que yo abría la boca y de una manera que no se puede olvidar. Se reía de verdad, con mucha fuerza y aplaudiendo, A veces la encontraba regresando del colegio y cualquiera se daba cuenta que era distinta de las otras chicas, nunca estaba despeinada ni tenía tinta en las manos. A mí lo que más me gustaba de ella era sli cara. Tenía piernas delgadas y todavía no se le notaban los senos, o quizás sí, pero creo que nunca pensé en sus piernas ni en sus senos, sólo en su cara. En las noches, si me estaba frotando en la cama y de repente me acordaba de ella, me daba vergiienza y me iba a hacer pis. Pero en cambio sí pensaba todo el tiempo en besarla. En cualquier momento cerraba los Ojos y la veía, y nos veía a los dos, ya grandes y casados. Estudiábamos todas las tardes, unas dos horas, a veces más, y yo mentía siempre "tengo montones de deberes", para que nos quedáramos en la cocina un rato más. Aunque le decía "si estas cansada me voy a mi casa", pero ella nunca estaba cansada. Ese año saqué notas altísimas en el Colegio y los profesores me trataban bien, me ponían de ejemplo, me hacían salir a la pizarra, a veces me nombraban monitor y los muchachos del Sáenz Peña me decían chancón. No me llevaba con mis compañeros, conversaba con ellos en las clases, pero a la salida me despedía ahí mismo. Sólo me juntaba con Higueras. Lo encontraba en una esquina de la plaza Bellavista y apenas me veía venir se me acercaba. En ese tiempo sólo pensaba en que llegaran las cinco y lo único que odiaba eran los domingos. Porque estudiábamos hasta los sábados, pero los domingos Tere se iba con su tía a Lima, a casa de unos parientes y yo pasaba el día encerrado o iba al Potao a ver jugar a los equipos de segunda división. Mi madre nunca me daba plata y siempre se quejaba de la pensión que le dejó mi padre al morirse. "Lo peor, decía, es haber servido al gobierno treinta años. No hay nada más ingrato que el gobierno." La pensión sólo alcanzaba para pagar la casa y comer. Yo ya había ido al cine unas cuantas veces, con chicos del colegio, pero creo que ese año no pisé una cazuela, ni fui al fútbol ni a nada. En cambio al año siguiente, aunque tenía plata, siempre estaba amargado cuando me ponía a pensar cómo estudiaba con Tere todas las tardes. Pero mejor que la gallina y el enano, la del cine. Quieta Malpeada, estoy sintiendo tus dientes. Mucho mejor. Y eso que estábamos en cuarto, pero aunque había pasado un año desde que Gamboa mató el Círculo grande, el Jaguar seguía diciendo: "un día todos volverán al redil y nosotros cuatro seremos los jefes". Y fue mejor todavía que antes, porque cuando éramos perros el Círculo sólo era la sección y esa vez fue como si todo el año estuviera en el Círculo y nosotros éramos los que en realidad mandábamos y el Jaguar más que nosotros. Y también cuando lo del perro que se quebró el dedo se vio que la sección estaba con nosotros y nos apoyaba. "Súbase a la escalera, perro, decía el Rulos, y rápido que me enojo." Cómo miraba el muchacho, cómo nos miraba. "Mis cadetes, la altura me da vértigos.” El Jaguar se retorcía de risa y Cava estaba enojado: "¿sabes de quién te vas a burlar, perro?”. En mala hora subió, pero debía tener tanto miedo. "Trepa, trepa, muchacho", decía el Rulos. "Y ahora canta, le dijo el Jaguar, pero 25 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa igual que un artista, moviendo las manos." Estaba prendido como un mono y la escalera tac-tac sobre la loza. "¿Y si me caigo, mis cadetes?" "Te caes", le dije. Se paró temblando y comenzó a cantar. "Ahorita se rompe la crisma", decía Cava y el Jaguar doblado en dos de risa. Pero la caída no era nada, yo he saltado de más alto en campaña. ¿Para qué se agarró del lavador? "Creo que se ha sacado el dedo", decía el Jaguar al ver cómo le chorreaba la mano. "Consignados un mes o más, decía el capitán todas las noches, hasta que aparezcan los culpables." La sección se portó bien y el Jaguar les decía: "¿por qué no quieren entrar al Círculo de nuevo si son tan machos?". Los perros eran muy mansos, tenían eso de malo. Mejor que el bautizo las peleas con el quinto, ni muerto me olvidaré de ese año y sobre todo de lo que pasó en el cine. Todo se armó por el Jaguar, estaba a mi lado y por poco me abollan el lomo. Los perros tuvieron suerte, casi ni los tocamos esa vez, tan ocupados que estábamos con los de quinto. La venganza es dulce, nunca he gozado tanto como ese día en el estadio, cuando encontré delante la cara de uno de ésos que me bautizó cuando era perro. Casi nos botan, pero valía la pena, juro que sí. Lo de cuarto y tercero es un juego, la verdadera rivalidad es entre cuarto y quinto. ¿Quién se va a olvidar del bautizo que nos dieron? Y eso de ponernos en el cine entre los de quinto y los perros, era a propósito para que se armara. Lo de las cristinas también fue invento del Jaguar. Si veo que viene uno de quinto lo dejo acercarse, y cuando está a un metro me llevo la mano a la cabeza como si fuera a saludarlo, él saluda y yo me quito la cristina.” ¿Está usted tomándome el pelo?" "No, mi cadete, estoy rascándome la nuca que tengo mucha caspa." Había una guerra, se vio bien claro con lo de la soga y antes, en el cine. Hasta hacía calor y era invierno, pero se comprende con ese techo de calamina y más de mil tipos apretados, nos ahogábamos. Yo no le vi la cara cuando entramos, sólo le oí la voz y apuesto que era un serrano. "Qué apretura, yo tengo mucho poto para tan poca banca decía el Jaguar, que estaba cerrando la fila de cuarto y el poeta le cobraba a alguien, "oye, ¿te crees que trabajo gratis o por tu linda cara?", ya estaba oscuro y le decían "cállate o va a llover”. Seguro que el Jaguar no puso los ladrillos para taparlo, sólo para ver mejor. Yo estaba agachadito, prendiendo un fósforo y al oír al de quinto, el cigarrillo se cayó y me arrodillé para buscarlo y todos comenzaron a moverse. "Oiga, cadete, saque esos ladrillos de su asiento que quiero ver la películ: A mí me habla, cadete?-, le pregunté. "No, al que está a su lado." "¿A mí?”, le dijo el Jaguar. "¿A quién sino a usted?" "Hágame un favor, dijo el Jaguar; cállese y déjeme ver a esos cow-boys." "¿No va a sacar esos ladrillos?" "Creo que no", dijo el Jaguar. Y entonces yo me senté, sin buscar más el cigarrillo, quién se lo encontraría. Aquí se arma, mejor me aprieto un poco el cinturón. "¿No quiere usted obedecer?”, dijo el de quinto. "No, dijo el Jaguar, ¿por qué?", le estaba tomando el pelo a su gusto. Y entonces los de atrás comenzaron a silbar. El poeta se puso a cantar "ay, ay, ay" y toda la sección lo siguió. "¿Se están burlando de mí?", preguntó el de quinto. "Parece que sí, mi cadete", le dijo el Jaguar. Se va a armar a oscuras, va a ser de contarlo por calles y plazas, a oscuras y en el salón de actos, cosa nunca vista. El Jaguar dice que él fue el primero, pero mi memoria no me engaña. Fue el otro. 0 algún amigo que sacó la cara por él. Y debía estar furioso, se tiró sobre el Jaguar a la bruta, me duelen los tímpanos con el griterío. Todo el mundo se levantó y yo veía las sombras encima mío y comencé a recibir más patadas. Eso sí, de la película no me acuerdo, sólo acababa de comenzar. ¿Y el poeta, de veras lo estaban machucando, o gritaba por hacerse el loco? Y también se oían gritos del teniente Huarina, "luces, suboficial, luces, ¿está usted sordo?". Y los perros se pusieron a gritar "luces, luces", no sabían qué pasaba y dirían ahorita se nos echan encima los dos años aprovechando la oscuridad. Los cigarrillos volaban, todos querían librarse de ellos, no era cosa de dejar que nos chaparan fumando, milagro que no hubo un incendio. Qué mechadera, muchachos no dejan uno sano, ha llegado el momento de la revancha. Pirinolas, no sé cómo salió vivo el Jaguar. Las sombras pasaban y pasaban a mi lado y me dolían las manos y los pies de tanto darles, seguro que también sacudí a algunos de cuarto, en esas tinieblas quién iba a distinguir. "¿Y qué pasa con las malditas luces, suboficial Varúa?, gritaba Huarina, ¿no ve que estos animales se están matando?" Llovía de todas partes, es la pura verdad, suerte que no hubo un malogrado. Y cuando se prendieron las luces, sólo se oían los silbatos. A Huarina ni se le veía, pero sí a los tenientes de quinto y de tercero y a los suboficiales. "Abran paso, carajos, abran paso", maldita sea si alguien abría paso. Y qué brutos, al final se calentaron y empezaron a repartir combos a ciegas, cómo me voy a olvidar si la Rata me lanzó un directo al pecho que me cortó la respiración. Yo lo buscaba con los ojos, decía si lo han averiado me las pagan, pero ahí estaba más fresco que nadie, repartiendo manotazos y muerto de risa, tiene más vidas que los gatos. Y después qué manera de disimular, todos son formidables cuando se trata de fregar a los tenientes y a los suboficiales, aquí no pasó nada, todos somos amigos, yo no sé una palabra del asunto, y lo mismo los de quinto, hay que ser justos. Después los hicieron salir a los perros, que andaban aturdidos, y luego a los de quinto. Nos quedamos solos en el salón de actos y comenzamos a cantar "ay, ay, ay". "Creo que le hice tragar los dos ladrillos que tanto lo 26 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa fregaban", decía el Jaguar. Y todos comenzaron a decir: "los de quinto están furiosos, los hemos dejado en ridículo ante los perros, esta noche asaltarán las cuadras de cuarto". Los oficiales andaban de un lado a otro como ratones, preguntando "¿cómo empezó esta sopa?", "hablen o al calabozo". Ni siquiera los oíamos. Van a venir, van a venir, no podemos dejar que nos sorprendan en las cuadras, saldremos a esperarlos al descampado. El Jaguar estaba en el ropero y todos lo escuchaban como cuando éramos perros y el Círculo re reunía en el baño para planear las venganzas. Hay que defenderse, hombre precavido vale por dos, que los imaginarias vayan a la pista de desfile y vigilen. Apenas se acerquen, griten para que salgamos. Preparen proyectiles, enrollen papel higiénico y téngalo apretado en la mano, así los puñetazos parecen patada de burro, pónganse hojas de afeitar en la puntera del zapato como si fueran gallos del Coliseo, llénense de piedras los bolsillos, no se olviden de los suspensores, el hombre debe cuidar los huevos más que el alma. Todos obedecían y el Rulos saltaba sobre las camas, es como cuando el Círculo, sólo que ahora todo el año está metido en esta salsa, oigan, en las otras cuadras también se preparan para la gran mechadera. "No hay bastantes piedras, qué caray, decía el Poeta, vamos a sacar unas cuantas losetas.” Y todo el mundo se convidaba cigarrillos y se abrazaba. Nos metimos a la cama con los uniformes y algunos con zapatos. ¿Ya vienen, ya vienen? Quieta Malpapeada, no metas los dientes, maldita. Hasta la perra andaba alborotada, ladrando y saltando, ella que es tan tranquila, tendrás que ir a dormir con la vicuña, Malpapeada, yo tengo que cuidar a éstos, para que no los machuquen los de quinto. La casa que forma esquina al final de la segunda cuadra de Diego Ferré y Ocharán tiene un muro blanco, de un metro de altura y diez de largo, en cada calle. Exactamente en el punto donde los muros se funden hay un poste de luz, al borde de la acera. El poste y el muro paralelo servían de arco a uno de los equipos, el que ganaba el sorteo; el perdedor debía construir su arco, cincuenta metros más allá, sobre Ocharán, colocando una piedra o un montón de chompas y chaquetas al borde de la vereda. Pero aunque los arcos tenían sólo la extensión de la vereda, la cancha comprendía toda la calle jugaban fulbito. Se ponían zapatillas de basquet, como en la cancha del Club Terrazas y procuraban que la pelota no estuviera muy inflada para evitar los botes. Generalmente jugaban por bajo, haciendo pases muy cortos, disparando al arco de muy cerca y sin violencia. El límite se señalaba con una tiza, pero a los pocos minutos de juego, con el repaso de las zapatillas y la pelota, la línea se había borrado y había discusiones apasionadas para determinar si el gol era legítimo. El partido transcurría en un clima de vigilancia y temor. Algunas veces, a pesar de las precauciones, no se podía evitar que Pluto o algún otro eufórico pateara con fuerza o cabeceara y entonces la pelota salvaba uno de los muros de las casas situadas en los umbrales de la cancha, entraba al jardín, aplastaba los geranios y, si venía con impulso, se estrellaba ruidosamente contra la puerta o contra una ventana, caso crítico, y la estremecía o pulverizaba un vidrio, y entonces, olvidando la pelota para siempre, los jugadores lanzaban un gran alarido y huían. Se echaban a correr y en la carrera Pluto iba gritando, "nos siguen, nos están siguiendo". Y nadie volvía la cabeza para comprobar si era cierto, pero todos aceleraban y repetían "rápido, nos siguen, han llamado a la Policía", y ése era el momento en que Alberto, a la cabeza de los corredores, medio ahogado por el esfuerzo, gritaba: barranco, vamos al barranco!". Y todos lo seguían, diciendo "sí, sí, al barranco" y él sentía a su alrededor la respiración anhelante de sus compañeros, la de Pluto, desmesurada y animal; la de Tico, breve y constante; la del Bebe, cada vez más lejana porque era el menos veloz; la de Emilio, una respiración serena, de atleta que mide científicamente su esfuerzo y cumple con tomar aire por la nariz y arrojarlo por la boca, y a su lado, la de Paco, la de Sorbino, la de todos los otros, un ruido sordo, vital, que lo abrazaba y le daba ánimos para seguir acelerando por la segunda cuadra de Diego Ferré y alcanzar la esquina de Colón y doblar a la derecha, pegado al muro para sacar ventaja en la curva. Y luego, la carrera era más fácil, pues Colón es una pendiente y además porque se veía, a menos de una cuadra, los ladrillos rojos del Malecón y, sobre ellos, confundido con el horizonte, el mar gris cuya orilla alcanzarían pronto. Los muchachos del barrio se burlaban de Alberto porque, siempre que se tendían en el pequeño rectángulo de hierba de la casa de Pluto, para hacer proyectos, se apresuraba a sugerir: "vamos al barranco". Las excursiones al barranco eran largas y arduas. Saltaban el muro de ladrillos a la altura de Colón, planeaban el descenso en una pequeña explanada de tierra, contemplando con ojos graves y experimentados la dentadura vertical del acantilado y discutían el camino a seguir, registrando desde lo alto los obstáculos que los separaban de la playa pedregosa. Alberto era el estratega más apasionado. Sin dejar de observar el principio, señalaba el itinerario con frases cortas, imitando los gestos y ademanes de los héroes de las películas: "por allá, primero esa roca donde están las plumas, es maciza; de ahí sólo hay que saltar un metro, fíjense, luego por las piedras negras que son chatas, entonces será 27 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa de vivos. Cuidado que se pueden quedar sin bolas". "¿Y tú madre?", le preguntó el Jaguar. "Después hablamos tú y yo", dijo Gambarina. "Basta de bromas", dijo el teniente, "vengan aquí los capitanes, alíniense, comiencen a jalar al silbato, apenas uno atraviese la línea enemiga toco el pito y paran. La victoria será por dos puntos de diferencia. Y no me vengan con protestas que yo soy hombre justo." Calistenia, calistenia, saltitos con la boca cerrada, caracho la barra está gritando Boa, Boa más que Jaguar o estoy loco, qué espera para tocar el pito. "Listos, muchachos”, dijo el Jaguar, " dejen el alma en el suelo". Y Gambarina soltó la soga y nos mostró el puño, estaban muñequeados, cómo no iban a perder. Y lo que daba más ánimo eran los muchachos, se me rían al cerebro esos gritos, a los brazos y me daban cuánta fuerza, hermanos, uno, dos, tres, no, padrecito, Dios, santitos, cuatro, cinco, la soga parece una culebra, ya sabía que los nudos no eran bastante gruesos, las manos se, cinco, seis, resbalan, siete, me muero si no estamos avanzando, ni me había visto el pecho, así transpiran los machos, nueve, zuza, zuza, un segundito más muchachos, ufa, ufa, silbato, mátame. Los de quinto se pusieron a chillar, "trampa, mi teniente", "no habíamos cruzado la línea, mi teniente”, chajuí, los de cuarto se han levantado, se han sacado las cristinas, hay un mar de cristinas, ¿están gritando Boa?, cantan, lloran, gritan, viva el Perú muchachos, muera el quinto, no pongan esas caras de mal murmuren”, dijo el teniente, "uno cero a favor de cuarto. Y prepárense para la segunda.” Zuza compañeros, qué barra, la del cuarto, eso es rugir de verdad, te estoy viendo serrano Cava, Rulos, griten que eso calienta los músculos, estoy transpirando como una regadera, no te escapes culebra, quédate quietecita y no me metas los dientes, Malpapeada. Los pies, eso es lo peor, se resbalan como patines en la hierbita, creo que se me va a romper algo, se me salen las venas del cogote, quién es el que anda aflojando, no te agaches, pero quién es el traidor que anda soltando, aprieten la culebra, piensen en el año, cuatro, tres, ufa, qué le pasa a la barra, maldita sea Jaguar, nos empataron. Pero les costó más trabajo, se pusieron de rodillas y se tiraban al suelo con los brazos abiertos, respiraban como animales y sudaban. "Van tablas a uno", dijo el teniente, "y no hagan tantos aspavientos que parecen mujeres." Y entonces comenzaron a insultarnos para bajarnos la moral. "Apenas se termine el juego, mueren", "como que hay Dios en el cielo, los machucamos", "cierren las jetas o nos mechamos ahora mismo”. "Malditos desconsiderados", decía el teniente, "No ven que las lisuras se oyen en las tribunas, me la van a pagar caro." Como si lloviera, tu madre por aquí, chajuí, la tuya, rá-rá- rá. Esta vez fue más rápido y más chistoso, todos comenzaron a rugir con la barriga, con los pescuezos cuadre, cuarto será su padre", un solo tirón y a morder el polvo de la derrota. Y el Jaguar dijo: "se nos van a echar encima sin importarles un carajo que las tribunas estén llenas de generales. Ésta va a ser la mechadera del siglo. ¿Han visto cómo me mira el Gambarina?”. Las lisuras de las barras volaban sobre la cancha, a lo lejos se veía a Huarina saltando de un lado a otro, el coronel y el ministro están oyendo todo, brigadieres tomen cuatro, cinco, diez por sección y consígnenlos un mes, dos. Jalen muchachos, es el último esfuerzo, vamos a ver quiénes son los auténticos leonciopradinos de pelo en pecho y bolas de toro. Estábamos jalando, cuando vi la mancha, una gran mancha parda con puntos rojos que bajaba desde las tribunas de quinto, una manchita que crecía, una manchaza, "vienen los de quinto", se puso a gritar el Jaguar, la defenderse, muchachos", cuando Gambarina soltó la culebra y los otros de quinto que jalaban se fueron de bruces y pasaron la raya, ganamos grité, ya el Jaguar y Gambarina comenzaban a mecharse en el suelo y Urioste y Zapata pasaban a mi lado con la lengua afuera y empezaban a lanzar combos entre los de quinto, la mancha crecía y crecía, y entonces Pallasta se sacó la chompa del buzo y hacía gestos a las tribunas de cuarto, vengan que nos quieren linchar muchachos, el teniente quería separar al Jaguar y a Gambarina sin ver que había un cargamontón a su espalda, malditos ¿no ven que ahí está el coronel?, y otra mancha que comenzaba a bajar, ahí vienen los nuestros, todo el cuarto era el Círculo, dónde estás cholo Cava, hermano Rulos, peleemos espalda con espalda, todos han vuelto al redil y nosotros somos los jefes. Y de repente la vocecita del coronel por todas partes, oficiales, oficiales, pongan fin a este escándalo, qué humillación para el colegio y en eso, la cara del tipo que me bautizó, mirándome con su gran jeta morada, espérame padrecito que tenemos una cuenta pendiente, si mi hermano me hubiera visto, tanto que odiaba a los serranos, esa jeta abierta y ese miedo de serrano y de repente comenzaron a llover latigazos, los oficiales y los suboficiales se quitaron las correas y dicen que también vinieron algunos oficiales que estaban en las tribunas como invitados y también se sacaron las correas y hay que tener una concha formidable, sin ser siquiera del colegio, a mí creo que no me dieron con el cuero sino con la hebilla, tengo la espalda rajada de tremendo latigazo. "Se trata de un complot, mi general, pero seré implacable", "qué complot ni que ocho cuartos, haga algo para que esos carajos dejen de pelear", "mi coronel, baje la palanca que el micro está abierto", pito y azote, tantos tenientes y ni los veo, los latigazos en los lomos ardían y el Jaguar y Gambarina enredados como pulpos sobre la hierbita. 30 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa Pero tuvimos suerte, Malpapeada, quita tus dientes, sarnosa. En la fila comenzó a arderme el cuerpo y ¡un cansancio!, qué ganas de echarme ahí mismo sobre la cancha de fútbol a descansar. Y nadie hablaba, parecía mentira que hubiera ese silencio, los pechos subiendo y bajando, quién iba a pensar en la salida, juro que lo único que querían era meterse a la cama y dormir una siesta. Ahora sí nos fregamos, el ministro nos hará consignar hasta fin de año, lo más gracioso era la cara de los perros, si no habían hecho nada ¿por qué tenían ese susto?, váyanse a sus casas y no se olviden de lo que han visto, y más miedo tenían los tenientes, Huarina estás amarillo, mírate en un espejo y te dará pena tu cara y el Rulos dijo a mi lado: "¿será el general Mendoza ese gordo que está junto a la mujer de azul? Yo creía que era de infantería, pero el cabrón tiene insignias rojas, había sido artillero". Y el coronel que se comía el micro y no sabía por dónde empezar, y chillaba "cadetes" y se paraba y volvía a decir "cadetes" y se le quebraba la voz, ya me vino la risa, perrita, y todos tiesos y mudos, temblando. ¿Qué fue lo que dijo, Malpapeada?, digo además de repetir "cadetes, cadetes, cadetes", ya arreglaremos en familia lo ocurrido, sólo unas palabras para pedir disculpas en nombre de todos, de ustedes, de los oficiales, en nombre mío, nuestras más humildes excusas y la mujer que se ganó un aplauso de cinco minutos, dicen que se puso a llorar de la emoción al ver que nos rompíamos las manos aplaudiéndola y comenzó a lanzar besos a todo el mundo, lástima que estaba tan lejos, no se podía saber si era fea o bonita, joven o vieja. ¿ No se te escarapeló el cuero, Malpapeada, cuando dijo los de tercero a ponerse los uniformes, los de cuarto y quinto se quedan adentro"? ¿Sabes por qué no se movió nadie, perra, ni los oficiales, ni los brigadieres, ni los invitados, ni los perros?, porque el diablo existe. Y entonces ella saltó, "coronel”, excelentísima se ñora”, todos se movían, pero qué es lo que está pasando, le ruego, coronel", "ilustrísima señora embajadora, no tengo palabras", "cierren el micro", "le suplico, coronel”, ¿cuánto tiempo, Malpapeada? Ningún tiempo, todos miraban al gordo y al micro y a la mujer, hablaban a la vez y nos dimos cuenta que era una gringa, "¿lo hará usted por mí, coronel?", el muerto flotando sobre la cancha y todos firmes. "Cadetes, cadetes, olvidemos este bochorno, que nunca se repita, la infinita bondad de la señora embajadora", dicen que Gamboa dijo después "qué vergiienza, ni que esto fuera un colegio de monjas, las mujeres dando órdenes en los cuarteles", y agradezcan a la dignísima, quién inventaría el aplauso del colegio, una locomotora que parte despacito, pam, uno dos tres cuatro cinco, pam, uno dos tres cuatro, pam, uno dos tres, pam, uno dos, pam, uno, pam, pam, parninmin, y de nuevo y después, pam-pam- pam, y de nuevo, los del Guadalupe se jalaban las mechas de cólera con nuestra barra en el campeonato de atletismo y nosotros pam-pam-pam, a la embajadora debimos hacerle también el chajuí, chajuá, hasta los perros se pusieron a aplaudir y los suboficiales y los tenientes, no paren, sigan, pam-pam-pam, y no le quiten los ojos al coronel, la embajadora y el ministro se largan y a él se le torcerá de nuevo la cara y dirá se creían muy vivos pero voy a barrer el suelo con ustedes, pero se comenzó a reír, y el general Mendoza, y los embajadores y los oficiales y los invitados, pampam-pam, uy qué buenos somos todos, uy papacito, uy mamacita, pam-pam-pam, todos somos leonciopradinos ciento por ciento, viva el Perú cadetes, algún día la Patria nos llamará y ahí estaremos, alto el pensamiento, firme el corazón, " ¿dónde esta Gambarina para darle un beso en la boca?", decía el Jaguar, "quiero decir si quedó vivo después de tanto contrasuelazo que le di", la mujer está llorando con los aplausos, Malpapeada, la vida M colegio es dura y sacrificada pero tiene sus compensaciones, lástima que el Círculo no volviera a ser lo que era, el corazón me aumentaba en el pecho cuando nos reuníamos los treinta en el baño, el diablo se mete siempre en todo con sus cachos peludos, qué sería que todos nos fregáramos por el serrano Cava, que le dieran de baja, que nos dieran de baja por un cocino vidrio, por tu santa madre no me metas los dientes, Malpapeada, perra. Los días siguientes, monótonos y humillantes, también los ha olvidado. Se levantaba temprano, el cuerpo adolorido por el desvelo, y vagaba por las habitaciones a medio amueblar de esa casa extranjera. En una especie de buhardilla, levantada en la azotea, encontró altos de periódicos y revistas, que hojeaba distraídamente mañanas y tardes íntegras. Eludía a sus padres y les hablaba sólo con monosílabos. "¿Qué te parece tu papá?", le preguntó un día su madre. "Nada", dijo él, "no me parece nada." Y otro día: "estás contento, Richi?". -No.- Al día siguiente de llegar a Lima, su padre vino hasta su cama y, sonriendo, le presentó el rostro. "Buenos días", dijo Ricardo, sin moverse. Una sombra cruzó los ojos de su padre. Ese mismo día comenzó la guerra invisible. Ricardo no abandonaba el lecho hasta sentir que su padre cerraba tras él la puerta de calle. Al encontrarlo a la hora de almuerzo, decía rápidamente, "buenos días" y corría a la buhardilla. Algunas tardes, lo sacaban a pasear. Solo en el asiento trasero del automóvil, Ricardo simulaba un interés desmedido por los parques, avenidas y plazas. No abría la boca pero tenía los oídos pendientes de todo lo que sus padres decían. A veces, se te escapaba el significado de ciertas 31 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa alusiones: esa noche su desvelo era febril. No se dejaba sorprender. Si se dirigían a él de improviso, respondía: "¿cómo?, ¿qué?". Una noche los oyó hablar de él en la pieza vecina. "Tiene apenas ocho años, decía su madre; ya se acostumbrará". "Ha tenido tiempo de sobra", respondía su padre y la voz era distinta: seca y cortante. "No te había visto antes, insistía la madre; es cuestión de tiempo." "Lo has educado mal, decía él; tú tienes la culpa de que sea así. Parece una mujer.- Luego, las voces se perdieron en un murmullo. Unos días después su corazón dio un vuelco: sus padres adoptaban una actitud misteriosa, sus conversaciones eran enigmáticas. Acentuó su labor de espionaje; no dejaba pasar el menor gesto, acto o mirada. Sin embargo, no halló la clave por sí mismo. Una mañana, su madre le dijo a la vez que lo abrazaba: "¿y si tuvieras una hermanita?". Él pensó: "si me mato, será culpa de ellos y se irán al infierno”. Eran los últimos días del verano. Su corazón se llenaba de impaciencia; en abril lo mandarían al colegio y estaría fuera de su casa buena parte del día. Una tarde, después de mucho meditar en la buhardilla, fue donde su madre y le dijo: "¿no pueden ponerme interno?". Había hablado con una voz que creía natural, pero su madre lo miraba con los ojos llenos de lágrimas. Él se metió las manos en los bolsillos y agregó: "a mí no me gusta estudiar mucho, acuérdate lo que decía la tía Adelina en Chiclayo. Y eso no le parecerá bien a mi papá. En los internados hacen estudiar a la fuerza". Su madre lo devoraba con los ojos y él se sentía confuso." "¿Y quién acompañará a tu mamá?". "Ella, respondió Ricardo, sin vacilar; mi hermanita." La angustia se desvaneció en el rostro de su madre, sus ojos revelaban ahora abatimiento. “No habrá ninguna hermanita, dijo; me había olvidado de decírtelo." Estuvo pensando todo el día que había procedido mal; lo atormentaba haberse delatado. Esa noche, en el lecho, los ojos muy abiertos, estudiaba la manera de rectificar el error: reduciría al mínimo las palabras que cambiaba con ellos, pasaría más tiempo en la buhardilla, cuando en eso lo distrajo el rumor que crecía, y de pronto la habitación estaba llena de una voz tronante y de un vocabulario que nunca había oído. Tuvo miedo y dejó de pensar. Las injurias llegaban hasta él con pavorosa nitidez y, por instantes, perdida entre los gritos y los insultos masculinos, distinguía la voz de su madre, débil, suplicando. Después el ruido cesó unos segundos, hubo un chasquido silbante y cuando su madre gritó “¡Richi!” él ya se había incorporado, corría hacia la puerta, la abría e irrumpía en la otra habitación gritando: "no le pegues a mi mamá”. Alcanzó a ver a su madre, en camisa de noche, el rostro deformado por la luz indirecta de la lámpara y la escuchó balbucear algo, pero en eso surgió ante sus ojos una gran silueta blanca. Pensó: "está desnudo" y sintió terror. Su padre lo golpeó con la mano abierta y él se desplomó sin gritar. Pero se levantó de inmediato: todo se había puesto a girar suavemente. Iba a decir que a él no le habían pegado nunca, que no era posible, pero antes que lo hiciera, su padre lo volvió a golpear y él cayó al suelo de nuevo. Desde allí vio, en un lento remolino, a su madre que saltaba de la cama y vio a su padre detenerla a medio camino y empujarla fácilmente hasta el lecho, y luego lo vio dar media vuelta y venir hacia él, vociferando, y se sintió en el aire, y de pronto estaba en su cuarto, a oscuras, y el hombre cuyo cuerpo resaltaba en la negrura le volvió a pegar en la cara, y todavía alcanzó a ver que el hombre se interponía entre él y su madre que cruzaba la puerta, la cogía de un brazo y la arrastraba como si fuera de trapo y luego la puerta se cerró y él se hundió en una vertiginosa pesadilla. IV Bajó del autobús en el paradero de Alcanfores y recorrió a trancos largos las tres cuadras que había hasta su casa. Al cruzar una calle vio a un grupo de chiquillos. Una voz irónica dijo, a su espalda: "¿vendes chocolates?". Los otros se rieron. Años atrás, él y los muchachos del barrio gritaban también 11 chocolateros" a los cadetes del Colegio Militar. El cielo estaba plomizo, pero no hacía frío. La Quinta de Alcanfores parecía deshabitada. Su madre le abrió la puerta. Lo besó. - Llegas tarde - le dijo -. ¿Por qué, Alberto? - Los tranvías del Callao siempre están repletos, mamá. Y pasan cada media hora. Su madre se había apoderado del maletín y del quepí y lo seguía a su cuarto. La casa era pequeña, de un piso, y brillaba. Alberto se quitó la guerrera y la corbata; las arrojó sobre una silla. Su madre las levantó y dobló cuidadosamente. -¿Quieres almorzar de una vez? - Me bañaré antes. -¿Me has extrañado? - Mucho, mamá. Alberto se sacó la camisa. Antes de quitarse el pantalón se puso la bata: su madre no lo había visto desnudo desde que era cadete. 32 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa Alberto salió del baño. Se inclinó para besarla. Su madre le presentó la frente; le llegaba al hombro y Alberto la sintió muy frágil. Sus cabellos eran casi blancos. "Ya no se pinta el pelo, pensó. Parece mucho más vieja." - Es él - dijo la madre. Efectivamente, un segundo después sonó el timbre. "No vayas a abrir", dijo la madre cuando Alberto avanzó hacia la puerta de calle, pero no hizo nada por impedirlo. - Hola, papá - dijo Alberto. Era un hombre bajo y macizo, un poco calvo. Vestía impecablemente, de azul, y Alberto, al besarlo en la mejilla, sintió un perfume penetrante. Sonriente, el padre le dio dos palmadas y echó una ojeada a la habitación. La madre, de pie en el pasillo que comunicaba con el baño, había asumido una actitud de resignación: la cabeza inclinada, los párpados semicerrados, las manos unidas sobre la falda, el cuello un poco avanzado como para facilitar la tarea del verdugo. -Buenos días, Carmela. -¿A qué has venido? -susurró la madre, sin cambiar d postura. Sin el menor embarazo, el hombre cerró la puerta, arrojó a un sillón una cartera de cuero y, siempre sonriente y desenvuelto tomó asiento a la vez que hacía una señal a Alberto para que se sentara a su lado. Alberto -miró a su madre: seguía inmóvil. -Carmela - dijo el padre alegremente- Ven, hija, vamos a conversar un momento. Podemos hacerlo delante de Alberto, ya es todo un hombrecito. Alberto sintió satisfacción. Su padre, a diferencia de su madre, parecía más joven, más sano, más fuerte. En sus ademanes y en su voz, en su expresión, había algo incontenible que pugnaba por exteriorizarse. ¿Sería feliz? -No tenemos nada que hablar - dijo la madre- Ni una palabra. -Calma -repuso el padre- Somos gente civilizada. Todo se puede resolver con serenidad. -¡Eres un miserable, un perdido! -gritó la madre, súbitamente cambiada: mostraba los puños y su rostro, que había perdido toda docilidad, estaba encarnado; sus ojos relampagueaban- ¡Fuera de aquí! Ésta es mi casa, la pago con mi dinero. El padre se tapó los oídos, divertido. Alberto miró su reloj. La madre había comenzado a llorar; su cuerpo se estremecía con los suspiros. No se limpiaba las lágrimas, que, al bajar por sus mejillas, revelaban una vellosidad rubia. -Carmela - dijo el padre-, tranquilízate. No quiero pelear contigo. Un poco de paz. No puedes seguir así, es absurdo. Tienes que salir de esta casucha, tener sirvientas, vivir. No puedes abandonarte. Hazlo por tu hijo. -¡Fuera de aquí! -rugió la madre- Ésta es una casa limpia, no tienes derecho a venir a ensuciarla. Vete donde esas perdidas, no queremos saber nada de ti; guárdate tu dinero. Lo que yo tengo me sobra para educar a mi hijo. -Estás viviendo como una pordiosera - dijo el padre ¿Has perdido la dignidad? ¿Por qué demonios no quieres que te pase una pensión? -Alberto -gritó la madre, exasperada-. No dejes que me insulte. No le basta haberme humillado ante todo Lima, quiere matarme. ¡Haz algo, hijo! “Papá, por favor - dijo Alberto, sin entusiasmo- No peleen. -Cállate - dijo el padre. Adoptó una expresión solemne y superior- Eres muy joven. Algún día comprenderás. La vida no es tan simple. Alberto tuvo ganas de reír. Una vez había visto a su padre en el centro de Lima, con una mujer rubia, muy hermosa. El padre lo vio también y desvió la mirada. Esa noche había venido al cuarto de Alberto, con una cara idéntica a la que acababa de poner y le había dicho las mismas palabras. Vengo a hacerte una propuesta - dijo el padre- Escúchame un segundo. La mujer parecía otra vez una estatua trágica. Sin embargo, Alberto vio que espiaba a su padre a través de las pestañas con ojos cautelosos. -Lo que a ti te preocupa - dijo el padre-, son las formas. Yo te comprendo, hay que respetar las convenciones sociales. -¡Cínico! -gritó la madre y volvió a agazaparse. -No me interrampas, hija. Si quieres, podemos volver a vivir juntos. Tomaremos una buena casa, aquí, en Miraflores, tal vez consigamos de nuevo la de Diego Ferré, o una en San Antonio; en fin, donde tú quieras. Eso sí, exijo absoluta libertad Quiero disponer de mi vida. -Hablaba sin énfasis, tranquilamente, 35 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa con esa llama bulliciosa en los ojos que había sorprendido a Alberto- Y evitaremos las escenas. Para algo somos gente bien nacida. La madre lloraba ahora a gritos y, entre sollozos, insultaba al padre y lo llamaba "adúltero, corrompido, bolsa de inmundicias". Alberto dijo: -Perdóname, papá. Tengo que salir a hacer un encargo. ¿Puedo irme? El padre pareció desconcertarse, pero luego sonrió con amabilidad y asintió. -Sí, muchacho -dijo- Trataré de convencer a tu madre. Es la mejor solución. Y no te preocupes. Estudia mucho; tienes un gran porvenir por delante. Ya sabes, si das buenos exámenes te mandaré a Estados Unidos el próximo año. -Del porvenir de mi hijo me encargo yo -clamó la madre. Alberto besó a sus padres y salió, cerrando la puerta tras él, rápidamente. Teresa lavó los platos; su tía reposaba en el cuarto de al lado. La muchacha sacó una toalla y jabón y en puntas de pie salió ala calle. Contigua a la suya, había una casa angosta, de muros amarillos. Tocó la puerta. Le abrió una chiquilla muy delgada y risueña. Hola, Tere. -Hola, Rosa. ¿Puedo bañarme? Pasa. Atravesaron un corredor oscuro; en las paredes había recortes de revistas y periódicos: artistas de cine y futbolistas. -¿Ves éste? - dijo Rosa- Me lo regalaron esta mañana. Es Glenn Ford. ¿Has visto una película de él? -No,- pero me gustaría. Al final del pasillo estaba el comedor. Los padres de Rosa comían en silencio. Una de las sillas no tenía espaldar: la ocupaba la mujer. El hombre levantó los ojos del periódico abierto junto al plato y miró a Teresa. Teresita - dijo, levantándose. -Buenos días. El hombre -en el umbral de la vejez, ventrudo, de piernas zambas y ojos dormidos- sonreía, estiraba una mano hacia la cara de la muchacha en un gesto amistoso. Teresa dio un paso atrás y la mano quedó vacilando en el aire. “Quisiera bañarme, señora - dijo Teresa- ¿Podría? -Sí - dijo la mujer, secamente- Es un sol. ¿Tienes? Teresa alargó la mano; la moneda no brillaba; era un sol descolorido y sin vida, largamente manoseado. -No te demores - dijo la mujer- Hay poca agua. El baño era un reducto sombrío de un metro cuadrado. En el suelo había una tabla agujereada y musgosa. Un caño' incrustado en la pared, no muy arriba, hacía las veces de ducha. Teresa cerró la puerta y colocó la toalla en la manija, asegurándose que tapara el ojo de la cerradura. Se desnudó. Era esbelta y de líneas armoniosas, de piel muy morena. Abrió la llave: el agua estaba fría. Mientras se jabonaba escuchó gritar a la mujer: "sal de ahí, viejo asqueroso". Los pasos del hombre se alejaron y oyó que discutían. Se vistió y salió. El hombre estaba sentado a la mesa y, al ver ala muchacha, le guiñó el ojo. La mujer frunció el ceñó y murmuró: -Estás mojando el piso. -Ya me voy - dijo Teresa- Muchas gracias, señora. -Hasta luego, Teresita - dijo el hombre-. Vuelve cuando quieras. Rosa la acompañó hasta la puerta. En el pasillo, Teresa le dijo en voz baja: -Hazme un favor, Rosita. Préstame tu cinta azul, esa que tenías puesta el sábado. Te la devolveré esta noche. La chiquilla asintió y se llevó un dedo a la boca misteriosamente. Luego se perdió al fondo del pasillo y regresó poco después, caminando con sigilo. -Tómala - dijo. La miraba con ojos cómplices- ¿Para qué la quieres? ¿Adónde vas? -Tengo un compromiso - dijo Teresa-. Un muchacho me ha invitado al cine. Le brillaban los ojos. Parecía contenta. Una lentísima garúa mecía las hojas de los árboles de la calle Alcanfores. Alberto entró al almacén de la esquina, compró un paquete de cigarrillos, caminó hacia la avenida Larco: pasaban muchos automóviles, algunos último modelo, capotas de colores vivos que contrastaban con el aire ceniza. Había gran número 36 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa de transeúntes. Estuvo contemplando a una muchacha de pantalones negros, alta y elástica, hasta que se perdió de vista. El Expreso demoraba. Alberto divisó a dos muchachos sonrientes. Tardó unos segundos en reconocerlos. Se ruborizó, murmuró "hola", los muchachos se lanzaron sobre él con los brazos abiertos. -¿Dónde te has metido todo este tiempo? - dijo uno; llevaba un traje sport, la onda que remataba sus cabellos sugería la cresta de un gallo- ¡parece mentira! -Creíamos que ya no vivías en Miraflores - dijo el otro; era bajito y grueso; usaba mocasines y medias de colores. Hace siglos que no vas al barrio. -Ahora vivo en Alcanfores - dijo Alberto- Estoy interno en el Leoncio Prado. Sólo salgo los sábados. -¿En el Colegio Militar? - dijo el de la onda- ¿Qué hiciste para que te metieran ahí? Debe ser horrible. -No tanto. Uno se acostumbra. Y no se pasa tan mal. Llegó el Expreso. Estaba lleno. Quedaron de pie, cogidos del pasamano. Alberto pensó en la gente que encontraba los sábados en los autobuses de la Perla o los tranvías Lima-Callao: corbatas chillonas, olor a transpiración y a suciedad; en el Expreso se veían ropas limpias, rostros discretos, sonrisas. -¿Y tu carro? -preguntó Alberto. -¿Mi carro? - dijo el de los mocasines- De mi padre. Ya no me lo presta. Lo choqué. -¿Cómo? ¿No sabías? - dijo el otro, muy excitado ¿No supiste la carrera del Malecón? -No, no sé nada. -¿Dónde vives, hombre? Tico es una Fiera - el otro comenzó a sonreír, complacido- Apostó con el loco julio, el de la calle Francia, ¿te acuerdas?, una carrera hasta la Quebrada, por los malecones. Y había llovido, qué tal par de brutos. Yo iba de copiloto de éste. Al loco lo cogieron los patrulleros, pero nosotros escapamos. Veníamos de una fiesta, ya te imaginas. -¿Y el choque? -preguntó Alberto. “Fue después. A Tico se le ocurrió dar curvas en marcha atrás por Atocongo. Se tiró contra un poste. ¿Ves esta cicatriz? Y él no se hizo nada, no es justo. ¡Tiene una leche! Tico sonreía a sus anchas, feliz. -Eres una fiera -dijo Alberto- ¿Cómo están en el barrio? -Bien -dijo Tico- Ahora no nos reunimos durante la semana, las chicas están en exámenes, sólo salen los sábados y domingos. Las cosas han cambiado, ya las dejan salir con nosotros, al cine, a las fiestas. Las viejas se civilizan, les permiten tener enamorado. Pluto está con Helena, ¿sabías? -¿Tú estás con Helena? -preguntó Alberto. -Mañana cumpliremos un mes -dijo el de la onda, ruborizado. -¿Y la dejan salir contigo? -Claro, hombre. A veces su madre me invita a almorzar. Oye, de veras, a ti te gustaba. -¿A mi? -dijo Alberto- Nunca. -¡Claro! -dijo Pluto- Claro que sí. Estabas loco por ella. ¿No te acuerdas esa vez que te estuvimos enseñando a bailar en la casa de Emilio? Te dijimos cómo tenías que declararte. -¡Qué tiempos! -dijo Tico. -Cuentos -dijo Alberto- Completamente falso. -Oye -dijo Pluto, atraído por algo que se hallaba al fondo del Expreso-. ¿Ven lo que estoy viendo, lagartijas? Se abrió camino hacia los asientos de atrás. Tico y Alberto lo siguieron. La muchacha, advirtiendo el peligro, se había puesto a mirar por la ventanilla los árboles de la avenida. Era bonita y redonda; su nariz latía como el hocico de un conejito, casi pegada al vidrio, y lo empañaba. -Hola, corazón -cantó Pluto. -No molestes a mi novia -dijo Tico- O te parto el alma. -No importa -dijo Pluto- Puedo morir por ella. -Abrió los brazos como un recitador-. La amo. Tico y Pluto rieron a carcajadas. La muchacha seguía mirando los árboles. -No le hagas caso, amorcito -dijo Tico- Es un salvaje. Pluto, pide disculpas a la señorita. -Tienes razón -dijo Pluto-. Soy un salvaje y estoy arrepentido. Por favor, perdóname. Dime que me perdonas o hago un escándalo. -¿No tienes corazón? -preguntó Tico. Alberto miraba también por la ventanilla: los árboles estaban húmedos y el pavimento relucía. Por la pista contraria desfilaba una columna de automóviles. El Expreso había dejado atrás Orrantia y las grandes residencias multicolores. Las casas eran ahora pequeñas, pardas. -Esto es una vergiienza -dijo una señora- ¡Dejen tranquila a esa niña! 37 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa Se despidieron. Alberto los oyó cuchichear a su espalda. Le pareció que sobre él caían de pronto, como una lluvia, las miradas malignas de todo el barrio. -¿Qué quieres ver? -preguntó. -No sé -dijo ella- Cualquier cosa. Alberto compró un diario y leyó con voz afectada los anuncios cinematográficos. Teresa se reía y la gente que pasaba por los portales se volvía a, mirarlos. Decidieron ir al cine 99 100 Metro. Alberto compró dos plateas. "Si Arana supiera para lo que ha servido la plata que me prestó, pensaba. Ya no podré ir donde la Pies Dorados." Sonrió a Teresa y ella también le sonrió. Todavía era temprano y el cine estaba casi vacío. Alberto se mostraba locuaz, ponía en práctica con esa muchacha que no lo intimidaba, las frases ingeniosas, los desplantes y las bromas que había escuchado tantas veces en el barrio. -El cine Metro es bonito -dijo ella-. Muy elegante. -¿No habías venido nunca? -No. Conozco pocos cines del centro. Salgo tarde del trabajo, a las seis y media. -¿No te gusta el cine? -Sí, mucho. Voy todos los domingos. Pero a algún cine cerca de mi casa. La película, en colores, tenía muchos números de baile. El bailarín era también un cómico; confundía los nombres de las personas, se tropezaba, hacía muecas, torcía los Ojos. "Marica a la legua", pensaba Alberto y volvía la cabeza: el rostro de Teresa estaba absorbido por la pantalla; su boca entreabierta y sus ojos obstinados revelaban ansiedad. Más tarde, cuando salieron, ella habló de la película como si Alberto no la hubiera visto. Animada, describía los vestidos de las artistas, las joyas, y al recordar las situaciones cómicas reía limpiamente. -Tienes buena memoria -dijo él- ¿Cómo puedes acordarte de todos esos detalles? Ya te dije que me gustaba mucho el cine. Cuando veo una película, me olvido de todo, me parece estar en otro mundo. -Sí -dijo él-. Te vi y parecías hipnotizada. Subieron al Expreso, se sentaron juntos. La plaza San Martín estaba llena de gente que salía de los cines de estreno y caminaba bajo los faroles. Una maraña de automóviles envolvía el cuadrilátero central. Poco antes de llegar al paradero del Colegio Raimondi, Alberto tocó el timbre. -No es necesario que me acompañes -dijo ella- Puedo ir sola. Ya te he quitado bastante tiempo. Él protestó e insistió en acompañarla. La calle que avanzaba hacia el corazón de Lince estaba en la penumbra. Pasaban algunas parejas; otras, detenidas en la oscuridad, dejaban de susurrar o de besarse al verlos. -¿De veras no tenías nada que hacer? -dijo Teresa. -Nada, te juro. -No te creo. -És cierto, ¿por qué no me crees? Ella vacilaba. Al fin, se decidió: -¿No tienes enamorada? -No -dijo él- No tengo. -Seguro me estás mintiendo. Pero habrás tenido muchas. -Muchas no -dijo Alberto- Sólo algunas. ¿Y tú has tenido muchos enamorados? -¿Yo? Ninguno. "¿Y si me le declaro ahorita mismo?", pensó Alberto. -No es verdad -dijo- Debes haber tenido muchísimos. -¿No me crees? Te voy a decir una cosa; es la primera vez que un muchacho me invita al cine. La avenida Arequipa y su columna doble de perpetuos vehículos estaba ya lejos; la calle se estrechaba y la penumbra era más densa. De los árboles resbalaban a la vereda imperceptibles gotitas de agua que las hojas y las ramas habían conservado de la garúa de la tarde. -Será porque tú no has querido. -¿Qué cosa? -Que no has tenido enamorados. -Dudó un segundo: -Todas las chicas bonitas tienen los enamorados que quieren. -Oh -dijo Teresa- Yo no soy bonita. ¿Crees que no me doy cuenta? La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa Alberto protestó con calor y afirmó: mirarlo. -¿Te estás burlando? -balbuceó. "Soy muy torpe", pensó Alberto. Sentía los pasos menudos de Teresa en el empedrado, dos por cada uno de los suyos, y la veía, la cabeza un poco inclinada, los brazos cruzados sobre el pecho, la boca cerrada. La cinta azul parecía negra y se confundía con sus cabellos, destacaba al pasar bajo un farol, luego la oscuridad la devoraba. Llegaron hasta la puerta de la casa, silenciosos. -Gracias por todo - dijo Teresa-. Muchas gracias. Se dieron la mano. - Hasta pronto. Alberto dio media vuelta y, después de dar unos pasos, regresó. -Teresa. Ella levantaba la mano para tocar. Se volvió, sorprendida. -¿Tienes algo que hacer mañana? -preguntó Alberto. -¿Mañana? - dijo ella. -Sí. Te invito al cine. ¿Quieres? -No tengo nada que hacer. Muchas gracias. -Vendré a buscarte a las cinco - dijo él. Antes de entrar a su casa, Teresa esperó que Alberto perdiera de vista. eres una de las chicas más bonitas que he visto". Teresa se volvió a Cuando su madre le abrió la puerta, Alberto, antes de saludarla, comenzó a disculparse. Ella tenía los ojos cargados de reproches y suspiraba. Se sentaron en la sala. Su madre no decía nada y lo miraba con rencor. Alberto sintió un aburrimiento infinito. “Perdóname -repitió una vez más-. No te enojes, mamá, Te juro que hice todo lo posible por salir, pero no me dejaron. Estoy un poco cansado. ¿Podría irme a dormir? Su madre no respondió; lo seguía mirando resentida y él se preguntaba "¿a qué hora comienza?". No tardó mucho: de pronto se llevó las manos al rostro y poco después lloraba dulcemente. Alberto le acarició los cabellos. La madre le preguntó por qué la hacía sufrir. Él juró que la quería sobre todas las cosas y ella lo llamó cínico, hijo de su padre. Entre suspiros e invocaciones a Dios, habló de los pasteles y bizcochos que había comprado en la tienda de la vuelta, eligiéndolos primorosamente, y del té que se había enfriado en la mesa, y de su soledad y de la tragedia que el Señor le había impuesto para probar su fortaleza moral y su espíritu de sacrificio. Alberto le pasaba la mano por la cabeza y se inclinaba a besarla en la frente. Pensaba: "otra semana que me quedo sin ir donde la Pies Dorados". Luego su madre se calmó y exigió que probara la comida que ella misma le había preparado, con sus propias manos. Alberto aceptó y mientras tomaba la sopa de legumbres, su madre lo abrazaba y le decía: "eres el único apoyo que tengo en el mundo". Le contó que su padre se había quedado en la casa cerca de una hora, haciéndole toda clase de propuestas -un viaje al extranjero, una reconciliación aparente, el divorcio, la separación amistosa- N, que ella las había rechazado todas, sin vacilar. Luego volvieron a la sala y Alberto le pidió permiso para fumar. Ella asintió, pero al verlo encender un cigarrillo, lloró y habló del tiempo, de los niños que se hacen hombres, de la vida efímera. Recordó su niñez, sus viajes por Europa, sus amigas de colegio, su juventud brillante, sus pretendientes, los grandes partidos que rechazó por ese hombre que ahora se empeñaba en destruirla. Entonces, bajando la voz y adoptando una expresión melancólica, se puso a hablar de él. Repetía constantemente "de joven era distinto" y evocaba su espíritu deportivo, sus victorias en los campeonatos de tenis, su elegancia, su viaje de bodas al Brasil y los paseos que, tomados de la mano, hacían a medianoche por la Playa de Ipanema. "Lo perdieron los amigos, exclamaba. Lima es la ciudad más corrompida del mundo. ¡Pero mis oraciones lo salvarán!" Alberto la escuchaba en silencio, pensando en la Pies Dorados que tampoco vería este sábado, en la reacción del Esclavo cuando supiera que había ido al cine con Teresa, en Pluto que estaba con Helena, en el Colegio Militar, en el barrio que hacía tres años no frecuentaba. Luego, su madre bostezó. Él se puso en pie y le dio las buenas noches. Fue a su cuarto. Comenzaba a desnudarse cuando vio en el velador un sobre con su nombre escrito en letras de imprenta. Lo abrió y extrajo un billete de cincuenta soles. -Te dejó eso -le dijo su madre, desde la puerta. Suspiró: -Es lo único que acepté. ¡Pobre hijito mío, no es justo que tú también te sacrifiques! Él abrazó a su madre, la levantó en peso, giró con ella en brazos, le dijo: "todo se arreglará algún día, mamacita, haré todo lo que tú quieras". Ella sonreía gozosa y afirmaba: "no necesitamos a nadie". Entre un torbellino de caricias, él le pidió permiso para salir. 41 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa -Sólo unos minutos -le dijo-. A tomar un poco de aire. Ella ensombreció el rostro pero accedió. Alberto volvió a ponerse la corbata y la chaqueta, se pasó el peine por los cabellos y salió. Desde la ventana su madre le recordó: -No dejes de rezar antes de dormir. Fue Vallano quien comunicó a la cuadra su nombre de guerra. Un domingo a medianoche, cuando los cadetes se despojaban de los uniformes de salida y rescataban del fondo de los quepis los paquetes de cigarrillos burlados al oficial de guardia, Vallano comenzó a hablar solo y a voz en cuello, de una mujer de la cuarta cuadra de Huatica. Sus Ojos saltones giraban en las órbitas como una bola de acero en un círculo imantado. Sus palabras y el tono que empleaba eran fogosos. “Silencio, payaso -dijo el Jaguar- Déjanos en paz. Pero él siguió hablando mientras tendía la cama, Cava, desde su litera, le preguntó: -¿Cómo dices que se llama? -Pies Dorados. -Debe ser nueva -dijo Arróspide- Conozco a toda la cuarta cuadra y ese nombre no me suena. Al domingo siguiente, Cava, el Jaguar y Arróspide también hablaban de ella. Se daban codazos y reían. "¿No les dije?, decía Vallano, orgulloso. Guíense siempre de mis consejos." Una semana después, media sección la conocía y el nombre de Pies Dorados comenzó a resonar en los oídos de Alberto como una música familiar. Las referencias feroces, aunque vagas, que escuchaba en boca de los cadetes, estimulaban su imaginación. En sueños, el nombre se presentaba dotado de atributos carnales, extraños y contradictorios, la mujer era siempre la misma y distinta, una presencia que se desvanecía cuando iba a tocarla o lo sumía en una ternura infinita y entonces creía morir de impaciencia. Alberto era uno de los que más hablaba de la Pies Dorados en la sección. Nadie sospechaba que sólo conocía de oídas el jirón Huatica y sus contornos porque él multiplicaba las anécdotas e inventaba toda clase de historias. Pero ello no lograba desalojar cierto desagrado íntimo de su espíritu; mientras más aventuras sexuales describía ante sus compañeros, que reían o se metían la mano al bolsillo sin escrúpulos, más intensa era la certidumbre de que nunca estaría en un lecho con una mujer, salvo en sueños, y entonces se deprimía y se juraba que la próxima salida iría a Huatica, aunque tuviese que robar veinte soles, aunque le contagiaran una sífilis. Bajó en el paradero de la avenida 28 de julio y Wilson. Pensaba: "he cumplido quince años pero aparento más. No tengo por qué estar nervioso". Encendió un cigarrillo y lo arrojó después de dar dos pitadas. A medida que avanzaba por 28 de julio, la avenida se poblaba. Después de cruzar los rieles del tranvía Lima- Chorrillos, se halló en medio de una muchedumbre de obreros y sirvientas, mestizos de pelos lacios, zambos que se cimbreaban al andar como bailando, indios cobrizos, cholos risueños. Pero él sabía, que estaba en el distrito de la Victoria por el olor a comida y bebida criollas que impregnaba el aire, un olor casi visible a chicharrones y a pisco, a butifarras y a transpiración, a cerveza y pies. Al atravesar la plaza de la Victoria, enorme y populosa, el Inca de piedra que señala el horizonte le recordó al héroe, y a Vallano que decía: "Manco Cápac es un puto, con su dedo muestra el camino de Huatica”. La aglomeración lo obligaba a andar despacio; se asfixiaba. Las luces de la avenida parecían deliberadamente tenues y dispersas para acentuar los perfiles siniestros de los hombres que caminaban metiendo las narices en las ventanas de las casitas idénticas, alineadas a lo largo de las aceras. Es la esquina de 28 de julio y Huatica, en la fonda de un japonés enano, Alberto escuchó una sinfonía de injurias. Miró: un grupo de hombres y mujeres discutía con odio en torno a una mesa cubierta de botellas. Se demoró unos segundos en la esquina. Estaba con las manos en los bolsillos y espiaba las caras que lo rodeaban; algunos hombres tenían los ojos vidriosos y otros parecían muy alegres. Se arregló la chaqueta e ingresó en la cuarta cuadra del jirón, la más cotizada; su rostro lucía una media sonrisa despectiva, pero su mirada era angustiosa. Sólo debió caminar unos metros, sabía de memoria que la casa de la Pies Dorados era la segunda. En la puerta había tres hombres, uno detrás de otro. Alberto observó por la ventana: una minúscula antesala de madera, iluminada con una luz roja, una silla, una foto descolorida e irreconocible en la pared; al pie de la ventana, un banquillo. "Es bajita", pensó, decepcionado. Una mano tocó su hombro. Joven - dijo una voz envenenada de olor a cebolla ¿Está usted ciego o es muy vivo? Los faroles aclaraban sólo el centro de la calle y la luz roja apenas llegaba a la ventana; Alberto no podía ver el rostro del desconocido. En ese instante comprobó que la multitud de hombres que ocupaba el jirón, circulaba pegada a las paredes, donde permanecía casi a oscuras. La pista estaba vacía. 42 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa Alberto entró a la cuadra. Estaba a oscuras pero la puerta abierta del baño dejaba pasar una claridad rala: los cadetes que se desnudaban junto a los roperos parecían aceitados. “Fernández - dijo alguien. -Hola - dijo Alberto- ¿Qué te pasa? El Esclavo estaba a su lado, en pijama, la cara desencajada. - ¿No sabes? -No. ¿Qué hay? -Han descubierto el robo del examen de Química. Habían roto un vidrio. Ayer vino el coronel. Gritó a los oficiales en el comedor. Todos están como fieras. Y los que estábamos de imaginaria el viernes... -Sí - dijo Alberto- ¿Qué? -Consignados hasta que se descubra quién fue. -Mierda - dijo Alberto-. Maldita sea su alma. v Una vez pensé: "nunca he estado a solas con ella. ¿Y si fuera a esperarla a la salida de su colegio?-. Pero no me animaba. ¿Qué le iba a decir? ¿Y de dónde sacaría dinero para el pasaje? Tere iba a almorzar donde unos parientes, cerca de su colegio, en Lima. Yo había pensado ir al mediodía, acompañarla hasta la casa de sus parientes, así caminaríamos juntos un rato. El año anterior, un muchacho me había dado quince reales por un trabajo manual, pero en segundo de media no se hacían. Pasaba horas viendo cómo conseguir el dinero. Hasta que un día se me ocurrió pedirle prestado un sol al flaco Higueras. Él siempre me invitaba un café con leche o un corto y cigarrillos, un sol no era gran cosa. Esa misma tarde, al encontrarlo en la Plaza de Bellavista, se lo pedí. “Sí hombre, me respondió, claro, para eso son los amigos.” Le prometí devolvérselo en mi cumpleaños y él se rió y dijo: "por supuesto. Me pagarás cuando puedas. Toma". Cuando tuve el sol en el bolsillo, me puse feliz y esa noche no dormí, al día siguiente bostezaba en clase todo el tiempo. Tres días después dije a mi madre: "voy a almorzar en Chucuito, donde un amigo". En el colegio, pedí permiso al profesor para salir media hora antes, y como yo era uno de los más aplicados me dijo que bueno. El tranvía iba casi vacío, no pude gorrear, felizmente el conductor sólo me cobró medio pasaje. Bajé en la Plaza Dos de Mayo. Una vez, al pasar por la avenida Alfonso Ugarte para ir donde mi padrino, mi madre me había dicho: "en esa casota tan grande estudia Teresita". Y siempre me acordaba y sabía que apenas volviera a verla la reconocería, pero no encontraba la avenida Alfonso Ugarte y me acuerdo que estuve por la Colmena y cuando me di cuenta regresé corriendo y sólo entonces descubrí la casota negra, cerca de la Plaza Bolognesi. Era justo la salida, había muchas alumnas, grandes y chicas y yo sentía una vergiienza terrible. Di media vuelta y fui hasta la esquina, me puse en la puerta de una pulpería, medio escondido tras la vitrina y estuve mirando. Era en invierno y yo sudaba. Lo primero que hice cuando la vi a lo lejos, fue meterme en la tienda, la moral hecha pedazos. Pero después salí de nuevo y la vi de espaldas, yendo hacia la Plaza Bolognesi. Estaba sola y a pesar de eso no me acerqué. Cuando dejé de verla, regresé a Dos de Mayo y tomé el tranvía de vuelta, furioso. El colegio estaba cerrado, todavía era temprano. Me sobraban cincuenta centavos pero no compré nada de comer. Todo el día estuve de mal humor y en la tarde, mientras estudiábamos, casi no hablé. Ella me preguntó qué me pasaba y me puse colorado. Al día siguiente, de repente se me ocurrió en plena clase que debía regresar a esperarla y fui donde el profesor y le pedí permiso de nuevo. "Bueno, me respondió, pero dile a tu madre que si te hace salir antes todos los días, te va a perjudicar." “Como ya conocía el camino, llegué a su colegio antes de la hora de salida. Al aparecer las alumnas, me sentí como el día anterior, pero me decía a mí mismo: "me voy a acercar, me voy a acercar”. Salió entre las últimas, sola. Esperé que se alejara un poco y comencé a caminar tras ella. En la Plaza Bolognesi apuré el paso y me le acerqué. Le dije: "hola, Tere". Ella se sorprendió un poco, lo vi en sus ojos, pero me respondió:" hola, ¿qué haces por aquí?", de una manera natural y no supe qué inventar, así que sólo atiné a decirle: "salí antes del colegio y se me ocurrió venir a esperarte. ¿Por qué, ah?". "Por nada, dijo ella. Te preguntaba, no más." Le pregunté si iba a casa de sus parientes y me dijo que sí. "¿Y tú?", añadió. “No sé, le dije. Si no te importa te acompaño." "Bueno, dijo ella. Es aquí cerca." Sus tíos vivían en la avenida Arica. Apenas hablamos en el camino. Ella contestaba a todo lo que yo decía, pero sin mirarme. Cuando llegamos a una esquina, me dijo: "mis tíos viven en la otra cuadra, así que mejor me acompañas sólo hasta aquí". Yo le sonreí y ella me dio la mano. "Chau, le 45 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa dije, ¿a la tarde estudiarnos í, sí, dijo ella, tengo montones de lecciones que aprender." Y después de un momento, añadió: -muchas gracias por haber venido". "La Perlita" está al final del descampado, entre el comedor y las aulas, cerca del muro posterior del colegio. Es una construcción pequeña, de cemento, con un gran ventanal que sirve de mostrador y en el que, mañana y tarde, se divisa la asombrosa cara de Paulino, el injerto: ojos rasgados de japonés, ancha jeta de negro, pómulos y mentón cobrizos de indio, pelos lacios. Paulino vende en el mostrador colas y galletas, café y chocolate, caramelos y bizcochos y, en la trastienda, es decir en el reducto amurallado y sin techo que se apoya en el muro posterior y que, antes de las rondas, era el lugar ideal para las contras, vende cigarrillos y pisco, dos veces más caro que en la calle. Paulino duerme en un colchón de paja, junto al muro, y en las noches las hormigas pasean sobre su cuerpo como por una playa. Bajo el colchón hay una madera que disimula un hueco, cavado por Paulino con sus manos para que sirva de escondite a los paquetes ' de "Nacional y a las botellas de pisco que introduce clandestinamente en el colegio. Los consignados acuden al reducto los sábados y los domingos, después del almuerzo, en grupos pequeños para no despertar sospechas. Se tienden en el suelo y, mientras Paulino abre su escondite, aplastan las hormigas con piedrecitas chatas. El injerto es generoso y maligno; da crédito pero exige que primero le rueguen y lo diviertan. El reducto de Paulino es pequeño, en él caben a lo más una veintena de cadetes. Cuando no hay sitio, los recién llegados van a tenderse al descampado y esperan jugando tiro al blanco contra la vicuña, que salgan los de adentro para reemplazarlos. Los de tercero casi no tienen ocasión de asistir a esas veladas, porque los de cuarto y quinto los echan o los ponen de vigías. Las veladas duran horas. Comienzan después del almuerzo y terminan a la hora de la comida. Los consignados resisten mejor el castigo los domingos, se hacen más a la idea de no salir; pero los sábados conservan todavía una esperanza y se extenúan haciendo planes para salir, gracias a una invención genial que conmueva al oficial de servicio o a la audacia ciega, una contra a plena luz y por la puerta principal. Pero sólo uno o dos de las decenas de consignados llegan a salir. El resto ambula por los patios desiertos del colegio, se sepulta en las literas de las cuadras, permanece con los ojos abiertos tratando de combatir el aburrimiento mortal con la imaginación; si tiene algún dinero va al reducto de Paulino a fumar, beber pisco, y a que lo devoren las hormigas. Los domingos en la mañana, después del desayuno, hay misa. El capellán del colegio es un cura rubio y jovial que pronuncia sermones patrióticos donde cuenta la vida intachable de los próceres, su amor a Dios y al Perú y exalta la disciplina y el orden y compara a los militares con los misioneros, a los héroes con los mártires, a la Iglesia con el Ejército. Los cadetes estiman al capellán porque piensan que es un hombre de verdad: lo han visto, muchas veces, vestido de civil, merodeando por los bajos fondos del Callao, con aliento a alcohol y ojos viciosos. HA OLVIDADO también que al día siguiente estuvo mucho tiempo con los ojos cerrados después de despertar. Al abrirse la puerta sintió nuevamente que el terror se instalaba en su cuerpo. Contuvo la respiración. Estaba seguro: era él y venía a golpearlo. Pero era su madre. Parecía muy seria y lo miraba fijamente. "¿Y él?" "Ya se fue, son más de las diez.- Respiró hondamente y se incorporó. La habitación estaba llena de luz. Sólo ahora notaba la vida de la calle, el ruidoso tranvía, las bocinas de los automóviles. Se sentía débil, como si convaleciera de una enfermedad larga y penosa. Esperó que su madre aludiera a lo ocurrido. Pero no lo hacía; revoloteando de un lado a otro, simulaba ordenar el cuarto, movía una silla, corre gía la posición de las cortinas. "Vámonos a Chiclayo", dijo él. Su madre se aproximó y comenzó a acariciarlo. Sus dedos largos recorrían su cabeza, se insinuaban fácilmente por sus cabellos, bajaban por su espalda: era una sensación grata y cálida que recordaba otros tiempos. La voz que llegaba ahora hasta sus oídos como una fina cascada era también la voz de su niñez. No prestaba atención, a lo que decía su madre, las palabras eran superfluas, lo tierno era la música. Hasta que la madre dijo: "no podemos volver a Chiclayo nunca más. Tienes que vivir siempre con tu papá". El se volvió a mirarla, convencido que ella se derrumbaría de remordimiento, pero su madre estaba muy serena e, incluso, sonreía. "Prefiero vivir con la tía Adela que con él", gritó. La madre, sin alterarse, trataba de calmarlo. "Lo que ocurre, le decía con acento grave, es que no lo has visto antes; él tampoco te conocía. Pero todo va a cambiar, ya verás. Cuando se conozcan los dos, se querrán mucho, como en todas las familias.- "Anoche me pegó, dijo él, roncamente. Un puñete, como si yo fuera grande. No quiero vivir con él" Su madre seguía pasándole la mano por la cabeza, pero ese roce ya no era una caricia, sino una presión intolerable. "Tiene mal genio, pero en el fondo es bueno, decía la madre. Hay que saber llevarlo. Tú también tienes algo de culpa, no haces nada por conquistarlo. Está muy resentido contigo por lo de ayer. Eres muy chico, no puedes comprender. Ya verás que tengo razón, te darás 46 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa cuenta más tarde. Ahora que vuelva, pídele perdón por haber entrado al cuarto. Hay que darle gusto. Es la única manera de tenerlo contento." El sentía su corazón palpitando con escándalo, como uno de esos sapos enormes que pululaban en la huerta de la casa de Chiclayo y parecían una glándula con Ojos, una cámara que se infla y desinfla. Entonces comprendió: "ella está de su lado, es su cómplice". Decidió ser cauteloso, ya no podía fiarse de su madre. Estaba solo. Al mediodía, cuando sintió que abrían la puerta de calle, bajó la escalera y salió al encuentro de su padre. Sin mirarlo a los ojos, le dijo: "perdón por lo de anoche" -¿Y Que más te dijo? -preguntó el Esclavo. -Nada más -dijo Alberto- Me has preguntado lo mismo toda la semana. ¿No puedes hablar de otra cosa? “Perdona -respondió el Esclavo- Pero justamente hoy es sábado. Debe creer que soy un mentiroso. -¿Por qué va a creer eso? Ya le escribiste. Y además, qué te importa lo que piense. -Estoy enamorado de esa chica -dijo el Esclavo- No me gusta que tenga malas ideas sobre mí. -Te aconsejo que pienses en otra cosa -dijo Alberto -Quién sabe hasta cuándo seguiremos consignados. Tal vez varias semanas. No conviene pensar en mujeres. -Yo no soy como tú -dijo el Esclavo, con humildad- No tengo carácter. Quisiera no acordarme de esa chica y sin embargo no hago otra cosa que pensar en ella. Si el próximo sábado no salgo, creo que me volveré loco. Dime, ¿te hizo preguntas sobre mí? -Maldita sea -repuso Alberto-. Sólo la vi cinco minutos, en la puerta de su casa. ¿Cuántas veces te voy a repetir que no hablé de nada con ella? Ni siquiera tuve tiempo de verle bien la cara. -¿Y entonces por qué no quieres escribirle? -Porque no -dijo Alberto- No me da la gana. -Me parece raro -dijo el Esclavo- Les escribes cartas a todos. ¿Por qué a míno? -A las otras no las conozco -dijo Alberto- Además, no tengo ganas de escribir cartas. Ahora no necesito plata. Para qué, si me voy a quedar encerrado no sé cuántas malditas semanas. -El otro sábado saldré como sea -dijo el Esclavo-. Aunque tenga que escaparme. -Bueno -dijo Alberto- Pero ahora vamos donde Paulino. Estoy harto de todo y quiero emborracharme. -Anda tú -dijo el Esclavo- Yo me quedo en la cuadra. -¿Tienes miedo? -No. Pero no me gusta que me frieguen. -No te van a fregar -dijo Alberto-. Vamos a emborracharnos. Al primero que venga con bromas, le partes la cara y se acabó. Levántate. Y anda. La cuadra se había vaciado paulatinamente. Después del almuerzo, los diez consignados de la sección se tendieron en las literas a fumar; luego el Boa animó a algunos a ir a "La Perlita". Después, Vallano y otros se fueron a una timba organizada por los consignados de la segunda. Alberto y el Esclavo se pusieron de pie, cerraron sus roperos y salieron. El patio del año, la pista de desfile y el descampado estaban desiertos. Caminaron hacia "La Perlita", las manos en los bolsillos, sin hablar. Era una tarde sin viento y sin sol, serena. De pronto oyeron una risa. A unos metros, entre la hierba, descubrieron a un cadete, con la cristina hundida hasta los ojos. -Ni me vieron, mis cadetes -dijo sonriendo- Hubiera podido matarlos. -¿No sabe saludar a sus superiores? -dijo Alberto - Cuádrese, carajo. El muchacho se incorporó de un salto y saludó. Se había puesto muy serio. -¿Hay mucha gente donde Paulino? -preguntó Alberto. -No muchos, mi cadete. Unos diez. -Échese, no más -dijo el Esclavo. -¿Usted fuma, perro? -dijo Alberto. -Sí, mi cadete. Pero no tengo cigarrillos. Regístreme, si quiere. Hace dos semanas que no salgo. -Pobrecito -dijo Alberto- Me muero de pena. Tome. -Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y se lo mostró. El muchacho lo miraba con desconfianza y no se atrevía a estirar la mano. “Saque dos -dijo Alberto- Para que vea que soy buena gente. El Esclavo los miraba distraído. El cadete estiró la mano con timidez, sin quitar los ojos a Alberto. Tomó dos cigarrillos y sonrió. -Muchas gracias, mi cadete -dijo- Es usted buena gente. -De nada -dijo Alberto- Favor por favor. Esta noche vendrá a tenderme la cama. Soy de la primera sección. -Sí, mi cadete. -Vamos de una vez -dijo el Esclavo. 47 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa defendía y después de un momento, el Boa lo soltó. El injerto se levantó pesadamente, se limpió la boca, recogió del suelo la talega de monedas y la botella de pisco. Dio el dinero al Boa. -Yo terminé segundo -dijo Cárdenas. Paulino avanzó hacia él con la botella. Pero lo detuvo el cojo Villa, que estaba junto a Alberto. -Mentira -dijo-. No fue él. -¿Quién entonces? -dijo Paulino. -El Esclavo. El Boa dejó de contar las monedas y sus ojos pequeñitos miraron al Esclavo. Éste permanecía de espaldas, las manos a lo largo de su cuerpo. -Quién lo hubiera dicho -dijo el Boa- Tiene una pinga de hombre. -Y tú una de burra -dijo Alberto- Ciérrate el pantalón, fenómeno. El Boa se rió a carcajadas y corrió por el reducto, sobre los cuerpos, con el sexo entre las manos, gritando "los orino a todos, me los como a todos, por algo me dicen Boa, puedo matar a una mujer de un polvo". Los otros se limpiaban y acomodaban la ropa. El Esclavo había abierto la botella de pisco, y después de tomar un trago largo y escupir, la pasó a Alberto. Todos bebían y fumaban. Paulino estaba sentado en un rincón, con una expresión marchita y melancólica. "Y ahora saldremos y nos lavaremos las manos, y después tocarán el silbato y formaremos y marcharemos al Comedor, un, dos, un, dos, y comeremos y saldremos del comedor y entraremos a las cuadras y alguien gritará un concurso y alguien dirá ya estuvimos donde el injerto y ganó el Boa, y el Boa dirá también fue el Esclavo, lo llevó el poeta y no dejó que nos lo comiésemos e incluso salió segundo en el concurso, y tocarán silencio y dormiremos y mañana y el lunes y cuántas semanas. Emilio le dio un golpe en el hombro y le dijo: "ahí está". Alberto levantó la cabeza. Helena, con medio cuerpo inclinado sobre la baranda de la galería, lo miraba. Sonreía. Emilio le dio un codazo y repitió: "ahí está. Anda, anda". Alberto susurró: "cállate, hombre. ¿No ves que está con Ana?-. Junto a la cabeza rubia, suspendida sobre la baranda, había aparecido otra, morena: Ana, la hermana de Emilio. "No te preocupes, dijo éste. Yo me encargo de ella. Vamos.- Alberto asintió. Subieron la escalera del Club Terrazas. La galería estaba llena de gente joven; del otro lado del Club, de los salones, provenía una música muy alegre. “Pero no te acerques por nada del mundo, murmuraba Alberto mientras subían la escalera. No dejes que tu hermana nos interrumpa. Si quieres, sígannos, pero de lejos." Cuando se acercaron a ellas, las dos muchachas reían. Helena parecía mayor. Delgada, dulce, transparente, nada revelaba a primera vista su audacia. Pero los del barrio la conocían. Mientras las otras muchachas, al ser abordadas en media calle, se ponían a llorar, bajaban los Ojos y se cohibían o asustaban, Helena hacía frente a los asaltantes, los desafiaba como una fierecilla de ojos encendidos y su voz enérgica respondía uno por uno a los sarcasmos, o tomaba la iniciativa y llamaba a los muchachos por sus sobrenombres más ofensivos y los amenazaba y se la veía, el cuerpo firme y erguido, el rostro altanero, azotar el aire con sus puños, resistir el cerco, romperlo y alejarse con expresión triunfal. Pero eso era antes. Hacía un tiempo, ninguno sabía exactamente en qué estación del año, en qué mes (tal vez esas vacaciones de julio, cuando los padres de Tico celebraron su cumpleaños con una fiesta mixta), el clima de pugna entre hombres y mujeres comenzó a eclipsarse. Los muchachos ya no aguardaban el paso de las chicas para asustarlas y divertirse a su costa; al contrario, la aparición de una de ellas los complacía y despertaba una cordialidad tímida y balbuceante. Y a la inversa, cuando las chicas, desde el balcón de la casa de Laura o de Ana, veían pasar a alguno de ellos, dejaban de hablar en voz alta, cambiaban misteriosas palabras al oído, lo saludaban por su nombre, y él podía sentir, junto al halago íntimo que lo invadía, la excitación que su presencia suscitaba en el balcón. Tendidos en el jardín de la casa de Emilio, sus conversaciones tomaban otros rumbos. ¿Quién recordaba los partidos de fulbito, las carreras, las bajadas a la playa por el despeñadero? Fumando sin descanso (ya nadie se atoraba con el humo), estudiaban la manera de filtrarse en las películas para mayores de quince años, calculaban las posibilidades de una fiesta próxima: ¿permitirían los padres que pusieran el tocadiscos y bailaran?, ¿duraría como la última que terminó a medianoche? Y cada uno narraba sus encuentros, sus conversaciones con las chicas del barrio. Los padres habían cobrado una importancia excepcional; unos, como el padre de Ana y la madre de Laura gozaban del aprecio unánime, porque saludaban a los muchachos, permitían que conversaran con sus hijas, los interrogaban sobre sus estudios; otros, como el papá de Tico y la madre de Helena (estrictos, celosísimos) los atemorizaban y ahuyentaban. -¿Vas air ala matiné? -preguntó Alberto. 50 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa Caminaban por el malecón, solos. Él sentía a su espalda, los pasos de Emilio y de Ana. Helena afirmó con la cabeza y dijo: "al cine Leuro". Alberto decidió esperar: en la oscuridad sería más fácil. Tico había explorado el terreno unos días atrás y Helena le había dicho: "no se puede saber nunca, pero si se me declara bien, tal vez lo aceptaría". Era una clara mañana de verano, el sol brillaba en un cielo azul, sobre el océano vecino y él se sentía animoso: los signos eran favorables. Con las chicas del barrio se mostraba siempre seguro, les hacía bromas ingeniosas o conversaba seriamente. Pero Helena no facilitaba el diálogo, discutía todo, aun las afirmaciones más inocentes, nunca hablaba por gusto y sus opiniones eran cortantes. Una vez, Alberto le contó que había llegado a misa después del Evangelio. "No te vale, repuso Helena, fríamente. Si te mueres esta noche te irás al infierno.” Otra vez, Ana y Helena contemplaban desde el balcón un partido de fulbito. Después, Alberto le preguntó: "¿qué tal juego?-. Y ella le respondió: "juegas muy mal". Sin embargo, una semana antes, en el Parque de Miraflores se había reunido un grupo de muchachos y muchachas del barrio y habían paseado un buen rato, en torno al Ricardo Palma. Alberto caminaba junto a Helena y ésta se mostraba cordial; los otros se volvían a verlos y decían: "qué buena pareja". Acababan de dejar el Malecón, avanzaban por Juan Fanning hacia la casa de Helena. Alberto ya no sentía los pasos de Emilio y de Ana. "¿Nos veremos en el cine?", le dijo. "¿Tú también vas a ir al Leuro?”, preguntó Helena con infinita inocencia. "Sí, dijo él, también." "Bueno, entonces tal vez nos veamos." En la esquina de su casa, Helena le tendió la mano. La calle Colón, el cruce de Diego Ferré, el corazón mismo del barrio, estaba solitario; los muchachos seguían en la playa o en la piscina del Terrazas. ¿Vas air de todos modos al Leuro, no?", dijo Alberto. “Sí, - dijo ella. Salvo que pase algo” “¿Qué puede pasar?" "No sé, dijo ella muy seria; un temblor o algo así." "Tengo algo que decirte en el cine", dijo Alberto. La miró a los ojos; ella parpadeó y pareció muy sorprendida. "¿Tienes algo que decirme?, ¿Qué cosa?". "Te lo diré en el cine." "¿Por qué no ahora?, dijo ella; es mejor hacer las cosas lo antes posible." Él hizo esfuerzos para no ruborizarse. "Ya sabes lo que te voy a decir", dijo. "No, repuso ella, más sorprendida todavía. Ni se me ocurre qué puede ser." "Si quieres te lo digo de una vez", dijo Alberto. "Eso es, dijo ella. Atrévete. " “Y ahora saldremos y después tocarán silbato y formaremos y marcharemos al comedor, un dos, un, dos, y comeremos rodeados de mesas vacías, y saldremos al patio vacío y entraremos a las cuadras vacías, y alguien gritará un concurso y yo diré ya estuvimos donde el injerto y ganó el Boa, siempre gana el Boa, el próximo sábado también ganará el Boa, y tocarán silencio y dormiremos y vendrá el domingo y el lunes y volverán los que salieron y les compraremos cigarrillos y les pagaré con cartas o novelitas." Alberto y el Esclavo estaban echados en dos camas vecinas de la cuadra desierta. El Boa y los otros consignados acababan de salir hacia "La Perlita". Alberto fumaba una colilla. -Puede seguir hasta fin de año - dijo el Esclavo. -¿Qué cosa? -La consigna. -¿Para qué maldita sea hablas de la consigna? Quédate callado o duerme. No eres el único consignado. -Ya sé, pero tal vez nos quedemos encerrados hasta fin de año. -Sí - dijo Alberto- Salvo que descubran a Cava. Pero cómo van a descubrirlo. -No es justo - dijo el Esclavo- El serrano sale todos los sábados, muy tranquilo. Y nosotros, aquí adentro por su culpa. -Qué fregada es la vida - dijo Alberto- No hay justicia. -Hoy se cumple un mes que no salgo - dijo el Esclavo- Nunca he estado consignado tanto tiempo. -Ya podías acostumbrarte. -Teresa no me contesta - dijo el Esclavo- Van dos cartas que le escribo. -¿Y qué mierda te importa? - dijo Alberto- El mundo está lleno de mujeres. -Pero a mi me gusta ésa. Las otras no me interesan. ¿No te das cuenta? -Sí me doy. Quiere decir que estás fregado. -¿Sabes cómo la conocí? -No. ¿Cón lo puedo saber eso? -La veía pasar todos los días por mi casa. Y me la quedaba mirando desde la ventana y a veces la saludaba. -¿Te hacías la paja pensando en ella? -No. Me gustaba verla. -Qué romántico. -Y un día bajé poco antes de que saliera. Y la esperé en la esquina. 51 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa -¿La pellizcaste? -Me acerqué y le di la mano. -¿Y qué le dijiste? -Mi nombre. Y le pregunté cómo se llamaba. Y le dije:"mucho gusto de conocerte". -Eres un imbécil. ¿Y ella qué te dijo? -Me dijo su nombre, también. -¿La has besado? -No. Ni siquiera he salido con ella. -Eres un mentiroso de porquería. A ver, jura que no la has besado. -¿Qué te pasa? -Nada. No me gusta que me mientan. -¿Por qué te voy a mentir? ¿Crees que no tenía ganas de besarla? Pero apenas he estado con ella, unas tres o cuatro veces, en la calle. Por este maldito colegio no he podido verla. Y a lo mejor ya se le declaró alguien. -¿Quién? -Qué sé yo; alguien. Es muy bonita. -No tanto. Yo diría que es fea. “Para mí es bonita. -Eres una criatura. A mí me gustan las mujeres para acostarme con ellas. -Es que a esta chica creo que la quiero. -Me voy a poner a llorar de la emoción. -Si me esperara hasta que termine la carrera, me casaría con ella. -Se me ocurre que te metería cuernos. Pero no importa, si quieres, seré tu te9tigo. -¿Por qué dices eso? -Tienes cara de cornudo. -A lo mejor no ha recibido mis dos cartas. -A lo mejor. -¿Por qué no quisiste escribirme una carta? Esta semana has hecho varias. -Porque no me dio la gana. -¿Qué tienes conmigo? ¿De qué estás furioso? -La consigna me pone de mal humor. ¿0 tú crees que eres el único que está harto de no salir? -¿Por qué entraste al Leoncio Prado? Alberto se rió. Dijo: -Para salvar el honor de mi familia. -¿Nunca puedes hablar en serio? -Estoy hablando en serio, Esclavo. Mi padre decía que yo estaba pisoteando la tradición familiar. Y para corregirme me metió aquí. -¿Por qué no te hiciste jalar en el examen de ingreso? -Por culpa de una chica. Por una decepción, ¿me entiendes? Entré a esta pocilga por un desengaño y por mi familia. -¿Estabas enamorado de esa chica? -Me gustaba. -¿Era bonita? Sí, -¿Cómo se llamaba? ¿Qué pasó? -Helena. Y no pasó nada. Además, no me gusta contar mis cosas. -Pero yo te cuento todas las mías. -Porque te da la gana. Si no quieres, no me cuentes nada. -¿Tienes cigarrillos? -No. Ahora conseguiremos. -Estoy sin un centavo. -Yo tengo dos soles. Levántate y vamos donde Paulino. -Estoy harto de "La Perlita". El Boa y el injerto me dan náuseas. -Entonces quédate durmiendo. Yo prefiero ir allá. Alberto se puso de pie. El Esclavo lo vio colocarse la cristina y enderezar su corbata. -¿Quieres que te diga una cosa? -dijo el Esclavo- Ya sé que te vas a burlar de mí. Pero no importa. -¿Qué cosa? 52 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa menos escucharlo! ¿Cómo fiarse de Alberto? No sólo se había negado a escribir en su nombre a Teresa, sino que los últimos días lo provocaba constantemente -a solas, es verdad, pues ante los otros lo defendía-, como si tuviera algo que reprocharle. “No puedo fiarme de nadie, pensó. ¿Por qué todos son mis enemigos?- Un leve temblor en las manos: fue la única reacción de su cuerpo al empujar los batientes de la cuadra y ver a Cava, de pie junto al ropero. "Si me mira se dará cuenta que acabo de fregarlo", pensó. -¿Qué te pasa? - dijo Alberto. -Nada. ¿Por qué? -Estás pálido. Anda a la enfermería, seguro que te internan. -No tengo nada. -No importa - dijo Alberto-. ¿Qué más quieres que te internen, si estás consignado? Ojalá pudiera ponerme así de pálido. En la enfermería se come bien y se descansa. -Pero se pierde la salida - dijo el Esclavo. -¿Cuál salida? Todavía tenemos para rato aquí adentro. Aunque dicen que tal vez haya salida general el próximo domingo. Es cumpleaños del coronel. Eso dicen, al menos. ¿De qué te ríes? -De nada. ¿Cómo podía hablar Alberto con esa indiferencia de la consigna, cómo podía acostumbrarse a la idea de no salir? “Salvo que quieras tirar contra - dijo Alberto-. Pero de la enfermería es más fácil. En la noche no hay control. Eso sí, tienes que descolgarte por el lado de la Costanera y te puedes ensartar en la reja como un anticucho. -Ahora tiran contra muy pocos - dijo el Esclavo- Desde que pusieron la ronda. -Antes era más fácil - dijo Alberto- Pero todavía salen muchos. El cholo Urioste salió el lunes y volvió a las cuatro de la mañana. Después de todo, ¿por qué no ir a la enfermería? ¿Para qué salir a la calle? Doctor, se me nubla la vista, me duele la cabeza, tengo palpitaciones, sudo frío, soy un cobarde. Cuando estaban consignados, los cadetes trataban de ingresar a la enfermería. Allí se pasaba el día sin hacer nada, en pijama, y la comida era abundante. Pero los enfermeros y el médico del colegio eran cada vez más estrictos. La fiebre no bastaba; sabían que poniéndose cáscaras de plátano en la frente un par de horas, la temperatura sube a treinta y nueve grados. Tampoco las gonorreas, desde que se descubrió la estratagema del Jaguar y el Rulos que se presentaron a la enfermería con el falo bañado en leche condensada. El Jaguar había inventado también los ahogos. Conteniendo la respiración hasta llorar, varias veces seguidas, antes del examen médico, el corazón se acelera y empieza a tronar como un bombo. Los enfermeros decretaban: "internamiento por síntomas de taquicardia". -Nunca he tirado contra - dijo el Esclavo. -No me extraña - dijo Alberto- Yo sí, varias veces, el año pasado. Una vez fuimos a una fiesta en la Punta con Arróspide y volvimos poco antes del toque de diana. En cuarto año, la vida era mejor. “Poeta -gritó Vallano- ¿Tú has estado en el colegio "La Salle"? -Sí -dijo Alberto-. ¿Por qué? Dicen que todos los de "La Salle" son maricas. - El Rulo - ¿Es cierto? -No - dijo Alberto- En "La Salle" no había negros. El Rulos se rió. -Estás fregado -le dijo a Vallano- El poeta te come. -Negro, pero más hombre que cualquiera -afirmó Vallano-. Y el que quiera hacer la prueba, que venga. -Uy, qué miedo - dijo alguien- Uy, mamita. "Ay, ay, ay,-, cantó el Rulos. -Esclavo -gritó el Jaguar”. Anda y haz la prueba. Después nos cuentas si el negro es tan hombre como dice. -Al Esclavo lo parto en dos - dijo Vallano. -Uy, mamita. -A ti también -gritó Vallano- Anímate y ven. Estoy a punto. -¿Qué pasa? - dijo la voz ronca del Boa, que acababa de despertar. -El negro dice que eres un marica, Boa -afirmó Alberto. -Dijo que le consta que eres un marica. 55 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa -Eso dijo. -Se pasó más de una hora rajando de ti. -Mentira, hermanito - dijo Vallano- ¿Crees que hablo de la gente por la espalda? Hubo nuevas risas. -Se están burlando de ti -agregó Vallano- ¿No te das cuenta? -Levantó la voz -. Me vuelves a hacer una broma así, poeta, y te machuco. Te advierto. Por poco me haces tener un lío con el muchacho. -Uy - dijo Alberto- ¿Has oído, Boa? Te ha dicho muchacho. -¿Quieres algo conmigo, negro? - dijo la voz ronca. -Nada, hermanito -repuso Vallano- Tú eres mi amigo. -Entonces no digas muchacho. -Poeta, te juro que te voy a quebrar. -Negro que ladra no muerde - dijo el Jaguar. El Esclavo pensó: "en el fondo, todos ellos son amigos. Se insultan y se pelean de la boca para afuera, pero en el fondo se divierten juntos. Sólo a mi me miran como a un extraño". "Tenía las piernas gordas, blancas y sin pelos. Eran ricas y daba ganas de morderlas." Alberto se quedó mirando la frase, tratando de calcular sus posibilidades eróticas, y la encontró bien. El sol atravesaba los vidrios manchados de la glorieta y caía sobre él, que estaba echado en el suelo, la cara apoyada en una de sus manos y en la otra un lapicero suspendido a unos centímetros de la hoja de papel a medio llenar. En el suelo cubierto de polvo, colillas, fósforos carbonizados, había otras hojas, algunas escritas. La glorieta había sido construida junto con el colegio, en el pequeño jardín que contenía a la piscina, eternamente desaguada y cubierta de musgo, sobre la que planeaban nubes de zancudos. Nadie, seguramente ni el mismo coronel, conocía la finalidad de la glorieta, sostenida a dos metros de tierra por cuatro columnas de cemento y a la que se llegaba por una angosta escalera sinuosa. Probablemente ningún oficial ni cadete había entrado a la glorieta antes de que el Jaguar consiguiera abrir su puerta clausurada con una ganzúa especial, en cuya fabricación intervino casi toda la sección. Ésta había encontrado una función para la solitaria glorieta: servir de escondrijo a aquellos que en vez de ir a clase querían dormir una siesta. "El aposento temblaba como si hubiera un terremoto; la mujer gemía, se jalaba los pelos, decía 'basta, basta', pero el hombre no la soltaba; con su mano nerviosa seguía explorándole el cuerpo, rasguñándola, penetrándola. Cuando la mujer quedó muda, como muerta, el hombre se echó a reír y su risa parecía el canto de un animal." Colocó el lapicero en su boca y releyó toda la hoja. Todavía agregó una última frase: "La mujer pensó que los mordiscos del final habían sido lo mejor de todo y se alegró al recordar que el hombre volvería al día siguiente." Alberto echó una ojeada a las hojas cubiertas de palabras azules; en menos de dos horas, había escrito cuatro novelitas. Estaba bien. Todavía quedaban unos minutos antes de que sonara el silbato anunciando el final de las clases. Giró sobre sí mismo, apoyó la cabeza en el suelo, permaneció estirado, con el cuerpo blando, laxo; el sol tocaba ahora su cara pero no lo obligaba a cerrar los ojos: era débil. Había salido a la hora de almuerzo. De pronto el comedor se iluminó y el murmullo vertiginoso murió de golpe; mil quinientas cabezas se volvieron hacia el descampado: en efecto, la hierba parecía dorada y los edificios contiguos proyectaban sombra. Era la primera vez que salía el sol en octubre desde que Alberto estaba en el colegio. De inmediato pensó: "me iré a la glorieta a escribir". En la formación, susurró al Esclavo: "si pasan lista, contestas por mí- y, al llegar a las aulas, en un descuido del oficial, se metió en un baño. Cuando los cadetes entraron a las aulas, se deslizó rápidamente hasta la glorieta. Había escrito sin interrupción, novelitas de cuatro páginas; sólo en la última comenzó a sentir que la modorra invadía su cuerpo y surgió la tentación de soltar el lapicero y pensar en cosas vagas. Se le habían acabado los cigarrillos hacía días y trató de fumar las colillas retorcidas que encontró en la glorieta, pero apenas daba dos chupadas, el tabaco endurecido por el tiempo y el polvo que tragaba lo hacían toser. "Repite Vallano, repite eso último, repite negro y mi pobre madre abandonada pensando en su hijo rodeado de tanto cholo, pero en esa época todavía no se hubiera asustado siquiera, si hubiera estado ahí en medio, escuchando Los placeres de Eleodora, repite Vallano, ya terminó el bautizo, ya salimos a la calle, ya volvimos, tú fuiste el más cunda, te trajiste a Eleodora en la maleta, yo sólo traje paquetes de comida, si hubiera sabido." Los muchachos están sentados en las camas o en los roperos, absortos, pendientes de los labios de Vallano que lee con voz cálida. A ratos se detiene y, sin levantar los Ojos del libro, espera: de inmediato surgen la algarabía, el fragor de las protestas. "Repite, Vallano, ya se me está ocurriendo una buena cosa para pasar el tiempo y ganarme unos centavos y mi madre rogando a Dios y 56 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa alos santos, sábado y domingo, nos arrastrará a todos por la senda del mal, mi padre está embrujado por las Eleodoras" Después de leer tres o cuatro veces el libro enano de páginas amarillentas, Vallano lo guarda en el bolsillo de su sacón y echa una mirada vanidosa a sus compañeros que lo observan con envidia. Uno se atreve a decir: "préstamelo". Cinco, diez, quince lo asedian gritando: "préstamelo, negrito, hermano”. Vallano sonríe, abre la bocaza descomunal, sus ojos bulliciosos danzan, exultan, su nariz palpita, ha adoptado una actitud triunfal, toda la cuadra lo rodea, lo solicita, lo adula. Él los insulta: "pajeros, asquerosos, a ver por qué no leen la Biblia o el Quijote". Lo festejan, lo palmean, le dicen: "ah, negrito, cómo eres de vivo, Uy, cómo eres". De pronto, Vallano descubre las posibilidades que encierra ese cuento. Dice: “lo alquilo". Entonces lo empujan y lo amenazan, uno lo escupe, otro le grita: "interesado, sarnoso". Él se ríe a carcajadas, se echa en la cama, saca del bolsillo Los placeres de Eleodora, se lo planta ante los ojos que hierven de malicia, simula leer moviendo los labios como dos ventosas lascivas. "Cinco cigarros, diez cigarros, negrito Vallanito, préstame a Ele-o-do-ri-ta-pa-ra-hacer--me-la- pa-ji-ta, yo sabía mamacita que el primero sería el Boa por la manera como rascaba a la Malpapeada mientras el negro leía, aúlla y aguanta quieta, ya se me ocurrió pero qué buena idea para pasar el tiempo y ganarme unos cobres y tenía montones de ¡deas, sólo que me faltaba la ocasión." Alberto ve venir al suboficial, directamente hacia la fila y con el rabillo del ojo comprueba que el Rulos sigue embebido en la lectura: tiene el libro pegado al sacón del cadete que está delante; sin duda, debe hacer grandes esfuerzos para leer pues las letras son minúsculas. Alberto no puede advertirle que se aproxima el suboficial: éste no le quita los ojos de encima y avanza cautelosamente, como un felino hacia su presa; imposible mover el pie o el codo. El suboficial se agazapa y salta: cae sobre el Rulos que emite un chillido, y le arrebata Los placeres de Eleodora. "Pero no debió quemarlo y pisotearlo, no debió dejar la casa para correr tras de las putas, no debió abandonar a mi madre, no debimos dejar la gran casa con jardines de Diego Ferré, no debí conocer el barrio ni a Helena, no debió consignar al Rulos dos semanas, no debí comenzar nunca a escribir novelitas, no debí salir de Miraflores, no debí conocer a Teresa ni amarla. Vallano ríe, pero no puede disimular su desaliento, su nostalgia, su amargura. A ratos se pone serio y dice: 'caracho, estaba enamorado de Eleodora. Rulos, por tu culpa he perdido a mi hembra querida'. Los cadetes cantan 'ay, ay, ay' y se menean como rumberas, pellizcan a Vallano en los cachetes y en las nalgas, el Jaguar se lanza como un endemoniado sobre el Esclavo, lo alza en peso, todos se callan y miran, y lo lanza contra Vallano. Le dice te regalo a esta puta'. El Esclavo se incorpora, se arregla la ropa y se aleja. Boa lo atrapa por la espalda, lo levanta y el esfuerzo le congestiona el rostro y el cuello que se hincha; sólo lo tiene en el aire unos segundos y lo deja caer como un fardo. El Esclavo se retira, despacio, cojeando. 'Maldita sea - dice Vallano- Les juro que estoy muerto de pena.' 'Y entonces yo dije por media cajetilla de cigarrillos te escribo una historia mejor que “Los Placeres de Eleodora” y esa mañana yo supe lo que había pasado, la transmisión del pensamiento o la mano de Dios, supe y le dije, qué pasa con mi papá mamita y Vallano dijo ¿de veras ?, toma papel y lápiz y que te inspiren los ángeles, y entonces ella dijo, hijito, valor, una gran desgracia ha caído sobre nosotros, se ha perdido, nos ha abandonado y entonces comencé a escribir, sentado en un ropero, rodeado por toda la sección, como cuando el negro leía." Alberto escribe una frase con letra nerviosa: media docena de cabezas tratan de leer sobre sus hombros. Se detiene, alza el lápiz y la cabeza y lee: lo celebran, algunos hacen sugerencias que él desdeña. Á medida que avanza es más audaz: las palabras vulgares ceden el paso a grandes alegorías eróticas, pero los hechos son escasos y cíclicos: las caricias preliminares, el amor habitual, el anal, el bucal, el manual, éxtasis, convulsiones, batallas sin cuartel entre erizados órganos y, nuevamente, las caricias preliminares, etc. Cuando termina la redacción -diez páginas de cuaderno, por ambas caras- Alberto, súbitamente inspirado, anuncia el título: Los vicios de la carne y lee su obra, con voz entusiasta. La cuadra lo escucha respetuosamente; por instantes hay brotes de humor. Luego lo aplauden y lo abrazan. Alguien dice: "Fernández, eres un poeta". "Sí, dicen otros. Un poeta.- "Y ese mismo día se me acercó el Boa, con cara misteriosa, mientras nos lavábamos y me dijo hazme otra novelita como ésa y te la compro, buen muchacho, gran pajero, fuiste mi primer cliente y siempre me acordaré de ti, protestaste cuando dije cincuenta centavos por hoja, sin puntos aparte, pero aceptaste tu destino y nos cambiamos de casa y entonces fue de verdad que me aparté del barrio y los amigos y del verdadero Miraflores y comencé mi carrera de novelista, buena plata he ganado a pesar de los estafadores." Es un domingo de mediados de junio; Alberto, sentado en la hierba, mira a los cadetes que pasean por la pista de desfile rodeados de familiares. Unos metros más allá hay un muchacho, también de tercero, pero de otra sección. Tiene en sus manos una carta, que lee y relee, con rostro preocupado. “¿Cuartelero?”, pregunta Alberto. El muchacho asiente y muestra su brazalete color púrpura, con una letra C bordada. “Es peor que estar consignado", afirma Alberto. "Sí", dice el otro. "Y más tarde fuimos caminando a la 57 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa que por eso dejabas que, no querías que, me decías que, pero ni tendrá tiempo de abrir la boca, ni de despertarme porque antes que me toque, o llegue a mi cama, saltaré sobre él y lo tiraré al suelo y le daré sin piedad y gritaré levántense que aquí tengo cogido de; pescuezo al soplón de mierda que denunció a Cava." Pero esas sensaciones se enroscan a otras y es desagradable que la cuadra continúe en silencio. Si abre los ojos, puede ver por una estrecha rendija entre la manga de su camisa y su cuerpo, un fragmento de las ventanas de la cuadra, el techo, el cielo casi negro, el resplandor de las luces de la pista. "Y ya puede estar allá, puede estar bajando del ómnibus, caminando por esas calles de Lince, puede estar con ella, puede estarse declarando con su cara asquerosa, ojalá que no vuelva nunca, mamita, y te quedes abandonada en tu casa de Alcanfores y yo también te abandonaré y me iré de viaje, a Estados Unidos, y nadie volverá a tener noticias de mí, pero antes juro que le aplastaré la cara de gusano y lo pisotearé y diré a todo el mundo miren como ha quedado este soplón, huelan, toquen, palpen e iré a Lince y le diré eres una pobre típita de cuatro reales y estás bien para ese soplón que acabo de machucar." Está rígido sobre la angosta litera crujiente, los ojos fijos en el colchón de la cama de arriba, que parece próximo a desbordar los alambres tejidos en rombo que lo sostienen y precipitarse sobre él y aplastarlo. -¿Qué hora es? -le pregunta a Vallano. -Las siete. Se levanta y sale. Arróspide sigue en la puerta, con las manos en los bolsillos; mira con curiosidad a dos cadetes que discuten a gritos en el centro del patio. -Arróspide. '¿Qué hay? Voy a salir. -¿Y amí? Voy a tirar contra. -Alá tú -dice Arróspide- Habla con los imaginarias, -No en la noche -responde Alberto- Quiero salir ahora. Mientras desfilan al comedor. Esta vez, Arróspide lo mira con interés. -Tengo que salir - dice Alberto- Es muy importante. -¿Tienes un plancito, o una fiesta? -¿Pasarás el parte sin mí? -No sé - dice Arróspide- Si te descubren, me friego yo también. -Sólo hay una formación -insiste Alberto-. Sólo tienes que poner en el parte "efectivo completo". -Eso y nada más - dice Arróspide- Pero si hay otra formación no te paso como presente. -Gracias. -Mejor sales por el estadio - dice Arróspide- Anda a esconderte por ahí de una vez, ya no demora el pito. -Sí - dice Alberto- Ya sé, Regresó a la cuadra. Abrió su ropero. Tenía dos soles, bastaba para el autobús. -¿Quiénes son los imaginarias de los dos primeros turnos? -preguntó a Vallano. -Baena y Rulos. Habló con Baena y éste aceptó pasarlo como presente. Luego fue hasta el baño. Los tres seguían acurrucados;, al verlo, el Jaguar se incorporó. -¿No me has entendido? -Tengo que hablar dos palabras con el Rulos. -Anda a hablar con tu madre. Fuera de aquí. -Voy a tirar contra en este momento. Quiero que el Rulos me pase presente. -¿En este momento? - dijo el Jaguar. Sí, -Está bien - dijo el Jaguar- ¿Sabes lo de Cava? ¿Quién ha sido? -Si supiera ya lo habría machucado. ¿Qué me crees? Supongo que no piensas que soy un soplón. -Espero que no - dijo el Jaguar- Por tu bien. -A ése no lo toca nadie - dijo el Boa-. A ése me lo dejan a mí. -Cállate - dijo el Jaguar. -Tráeme una cajetilla de Inca y te paso presente - dijo el Rulos. Alberto asintió. Al entrar a la cuadra, escuchó el silbato y las voces del suboficial, llamando a filas. Echó a correr y pasó como una centella por el patio, entre los embriones de hileras. Avanzó por la pista de desfile, tapándose las hombreras rojas con las manos, por si algún oficial de otro año lo interceptaba. En las cuadras de tercero, el batallón estaba ya formado y Alberto dejó de correr; caminó a paso vivo, con La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa naturalidad. Cruzó ante el oficial de año y saludó: el teniente contestó maquinalmente. En el estadio, lejos de las cuadras, sintió una gran calma. Contorneó el galpón de los soldados; oyó voces y groserías. Corrió pegado a la baranda del colegio, hasta el extremo, donde los muros se encontraban en un ángulo recto. Todavía seguían allí, amontonados, los ladrillos y los adobes que habían servido para otras coniras. Se tiró al suelo y miró detenidamente los edificios de las cuadras, separados de él por la mancha verde y rectangular de la cancha de fútbol. No veía casi nada pero oía los silbatos; los batallones desfilaban hacia el comedor. Tampoco se veía a nadie cerca del galpón. Sin levantarse, arrastró unos ladrillos y los apiló, al pie del muro. ¿Y si le faltaban las fuerzas para izarse? Siempre había tirado contra por el otro lado, junto a "La Perlita". Echó una última mirada alrededor, se incorporó de un salto, trepó a los ladrillos, alzó las manos. La superficie del muro es áspera. Alberto hace flexión y consigue elevarse hasta tocar la cumbre con los ojos; ve el campo desierto, casi a oscuras, y a lo lejos, la armoniosa línea de palmeras que escolta la avenida Progreso. Unos segundos después sólo ve el muro, pero sus manos siguen prendidas del borde.”Eso sí, juro por Dios que ésta sí me las pagas, Esclavo, delante de ella me la vas a pagar, si me resbalo y me rompo una pierna llamarán a mi casa y si viene mi padre le diré por fin qué pasa, a mi me han expulsado por tirar contra pero tú te escapaste de la casa para irte con las putas y eso es peor." Los pies y las rodillas se adhieren a la erizada superficie del muro, se apoyan en grietas y salientes, trepan. Arriba, Alberto se encoge como un mono, sólo el tiempo necesario para elegir un pedazo de tierra plana. Luego salta: choca y rueda hacia atrás, cierra los ojos, se frota la cabeza y las rodillas, furiosamente, luego se sienta; se mueve en el sitio, se incorpora. Corre, atraviesa una chacra pisoteando los sembríos. Sus pies se hunden en una tierra muelle; siente en los tobillos las punzadas de las hierbas. Algunos tallos se quiebran bajo sus zapatos. "Y qué bruto, cualquiera pudo verme y decirme y la cristina, y las hombreras, es un cadete que se está escapando, como mi padre, y si fuera donde la Pies Dorados y le dijera, mamá, ya basta por favor, acepta, total ya estás vieja y la religión es suficiente, pero ésta me las pagarán los dos, y la vieja bruja de la tía, la alcahueta, la costurera, la maldita." En el paradero del autobús no hay nadie. El ómnibus llega junto con él y debe subir a la volada. Nuevamente siente una tranquilidad profunda; va apretujado entre una masa de gente y afuera, al otro lado de las ventanillas, no se ve nada, la noche ha caído en pocos segundos, pero él sabe que el vehículo atraviesa descampados y chacras, alguna fábrica, una barriada con casas de latas y cartones, la Plaza de Toros. "El entró, le dijo hola, con su sonrisa de cobarde, ella le dijo hola y siéntate, la bruja salió y comenzó a hablar y le dijo señor y se fue a la calle y los dejó solos y él le dijo he venido por, para, figúrate que, te das cuenta, te mandé decir con, ah, Alberto, sí, me llevó al cine, pero nada más y le escribí, ah, yo estoy loco por ti, y se besaron, están besándose, estarán besándose, Dios mío, haz que estén besándose cuando llegue, en la boca, que estén calatos, Dios mío." Baja en la avenida Alfonso Ugarte y camina hacia la Plaza Bolognesi, entre empleados y funcionarios que salen de las cafeterías o permanecen en las esquinas, formando grupos zumbones; cruza las cuatro pistas paralelas surcadas por ríos de automóviles y llega a la Plaza donde, en el centro, en lo alto de la columna, otro héroe de bronce se desploma acribillado por balas chilenas, en las sombras, lejos de las luces. "juráis por la bandera sagrada de la Patria, por la sangre de nuestros héroes, por la playita del despeñadero estábamos bajando cuando Pluto me dijo mira arriba y ahí estaba Helena, juramos y desfilamos y el ministro se limpiaba su nariz, se la rascaba y mi pobre madre, ya no más canastas, no más fiestas, cenas, viajes, papá llévame al fútbol, ése es un deporte de negros muchacho, el próximo año te haré socio del Regatas para que seas boga y después se fue con las polillas como Teresa." Avanza por el Paseo Colón, despoblado como una calle de otro mundo, anacrónico como sus casas cúbicas del siglo diecinueve que sólo albergan ya simulacros de buenas familias, fachadas que arden de inscripciones, paseo sin autos, con bancos averiados y estatuas. Luego sube al Expreso de Miraflores, iluminado y reluciente como una nevera; lo rodea gente que no ríe ni habla; baja en el Colegio Raimondi y camina por las calles lóbregas de Lince: ralas pulperías, faroles moribundos, casas a oscuras. "Así que no habías salido nunca con un muchacho, qué me cuentas, pero después de todo, con esa cara que Dios te puso sobre el cogote, así que-el cine Metro es muy bonito, no me digas, veremos si el Esclavo te lleva a las matinés del centro, si te lleva a un parque, a la playa, a Estados Unidos, a Chosica los domingos, así que ésas teníamos, mamá tengo que contarte una cosa, me enamoré de una huachafa y me puso cuernos como a ti mi padre pero antes de que nos casáramos, antes de que me declarara, antes de todo, qué me cuentas." Ha llegado a la esquina de la casa de Teresa y está pegado a la pared, oculto en las sombras. Mira a todos lados, las calles están vacías. A su espalda, en el interior de la casa oye un ruido de objetos, alguien ordena un armario o lo desordena, sin precipitación, con método. Se pasa la mano por los cabellos, los alisa, sigue con un dedo la raya y comprueba que se conserva recta. Saca su pañuelo, se 61 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa limpia la frente y la boca. Se arregla la camisa, levanta un pie y frota la puntera del zapato en la basta del pantalón; hace lo mismo con el otro pie. "Entraré, les daré la mano, sonriendo, he venido sólo por un segundo, perdónenme, Teresa mis dos cartas por favor, toma las tuyas, tú quieto Esclavo, hablaremos después, éste es asunto de hombres, ¿para qué hacer un lío delante de ella?, dime, ¿tú eres un hombre?" Alberto está frente a la puerta, al pie de los tres escalones de cemento. Trata de escuchar, en vano. Sin embargo, están allí: una hebra de luz ilumina el contorno de la puerta y, segundos antes, ha sentido un roce casi aéreo, tal vez una mano que buscó apoyo en algo. "Pasaré en mi carro convertible, con mis zapatos americanos, mis camisas de hilo, mis cigarrillos rubios, mi chaqueta de cuero, mi sombrero con una pluma roja, tocaré la bocina, les diré suban, llegué ayer de Estados Unidos, demos una vuelta, vengan a mi casa de Orrantia, quiero que conozcan a mi mujer, una americana que fue artista de cine, nos casamos en Hollywood el mismo año que terminé mi carrera, vengan, sube Esclavo, sube Teresa, ¿quieren oír radio mientras?" Alberto toca la puerta dos veces, la segunda con más fuerza. Momentos después ve en el umbral un contorno de mujer, una silueta sin facciones, sin voz. La luz que viene del interior ilumina apenas los hombros de la muchacha y el nacimiento de su cuello. "¿Quién es?", dice ella. Alberto no responde. Teresa se aparta un poco hacia la izquierda y Alberto recibe en el rostro un baño de luz tenue. -Hola - dice Alberto- Quisiera hablar un momento con él. Es muy urgente. Llámalo por favor. -Hola, Alberto - dice ella- No te había reconocido. Pasa. Entra. Me has asustado. Él entra y agrava la expresión de su rostro a la vez que mira en todas direcciones el cuarto vacío; la cortina que separa las habitaciones oscila y él puede ver una cama ancha, en desorden, y al lado otra más pequeña. Suaviza la expresión y se vuelve: Teresa está cerrando la puerta, de espaldas a él. Alberto ve que ella, antes de girar, se pasa rápidamente la mano por los cabellos y luego corrige los pliegues de su falda. Ahora ella está frente a él De golpe, Alberto descubre que el rostro tantas veces evocado en el colegio estas últimas semanas, tenía una firmeza que no asoma en el rostro que ve a su lado, el mismo que vio en el cine Metro, o tras esa puerta, cuando se despidieron, un rostro cohibido, unos ojos tímidos que se apartan de los suyos y se abren y cierran como tocados por el sol M verano. Teresa sonríe y parece turbada: sus manos se unen y desunen, caen junto a sus caderas, se apoyan en la pared -Me he escapado del colegio - dice él. Enrojece y baja la vista. -¿Te has escapado? -Teresa ha abierto los labios pero no dice nada más, sólo lo mira con cierta ansiedad; sus manos han vuelto a juntarse y están suspendidas a pocos centímetros de Alberto- ¿Qué ha pasado? Cuéntame. Pero, siéntate, no hay nadie, mi tía ha salido. Él levanta la cabeza y le dice: -¿Has estado con el Esclavo? Ella lo mira con los ojos muy abiertos: -¿Quién? -Quiero decir, Ricardo Arana. -Ah - dice ella, como tranquilizada; otra vez está sonriendo-. El muchacho que vive en la esquina. -¿Ha venido a verte? -insiste él. -¿A mi? - dice ella- No. ¿Por qué? -Dime la verdad - dice él, en alta voz -. ¿Para qué me mientes? Es decir... Se interrumpe, balbucea algo, se calla. Teresa lo mira muy seria, moviendo apenas la cabeza, las manos quietas a lo largo de su cuerpo, pero en sus ojos asoma un elemento nuevo, todavía impreciso, una luz maliciosa. -¿Por qué me preguntas eso? -su voz es muy suave y lenta, vagamente irónica. -El Esclavo salió esta tarde - dice Alberto- Creí que había venido a verte. Hizo creer que estaba enferma su madre. -¿Por qué iba a venir? - dice ella. -Porque está enamorado de ti. Esta vez todo el rostro de Teresa se ha impregnado de esa luz, sus mejillas, sus- labios, su frente, muy tersa, sobre la cual ondean unos cabellos. -Yo no sabía - dice ella- Sólo he conversado con él un momento. Pero... -Por eso me escapé - dice Alberto; queda un instante en silencio, con la boca abierta. Al fin, añade: -Tenía celos. Yo también estoy enamorado de ti. vI 62 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa aprietas la mano con la izquierda y a medio baile, si notas que te da entrada, le vas cruzando los dedos y la acercas poquito a poquito, empujándola por la espalda, pero despacio, suavecito. Para eso tienes que tener bien plantada la mano desde el principio, no sólo la punta de los dedos, la mano íntegra, toda la manaza apoyada cerca de los hombros. Después la vas bajando, como si fuera pura casualidad, como si en cada vuelta la mano se cayera solita. Si la muchacha se respinga o se echa atrás, te pones a hablar de cualquier cosa, habla y habla, risa y risa, pero nada de aflojar la mano. Dale a apretar y a acercarla. Para eso mucha vuelta, siempre por el mismo lado. El que gira a la derecha no se marca, aguanta cincuenta vueltas al hilo, pero como ella da vueltas a la izquierda se marea prontito. Ya verás que apenas le dé vueltas la cabeza se te pega solita, para sentirse más segura. Entonces puedes bajar la mano hasta su cintura y cruzarle los dedos sin miedo y hasta juntarle un poco la cara. ¿Has entendido?" El vals ha terminado y el tocadiscos emite un crujido monótono. El Bebe lo apaga. -Éste sabe las de Quico y Caco - dice Emilio, señalando al Bebe-. ¡Qué sapo! Ya está bien - dice Pluto- Alberto ya sabe bailar. ¿Por qué no jugamos un casinito barrio alegre? El primitivo nombre del barrio, desechado porque aludía también al jirón Huatica, ha resucitado con la adaptación del juego de Casino que hizo Tico, meses atrás, en un salón del Club Terrazas. Se reparten todas las cartas entre cuatro jugadores; la caja inventa los comodines. Se juega en parejas. Desde su aparición, es el único juego de naipes practicado en el barrio. -Pero sólo ha aprendido el vals y el bolero - dice el Bebe- Le falta el mambo. -Ya no - dice Alberto- Seguiremos otro día. Cuando entraron a la casa de Emilio, a las dos de la tarde, Alberto estaba animado y respondía a las bromas de los otros. Cuatro horas de lección lo habían agobiado. Sólo el Bebe parecía conservar el entusiasmo; los otros se aburrían. -Como quieras - dijo el Bebe- Pero la fiesta es mañana. Alberto se estremeció. "Es verdad, se dijo. Y para remate es en casa de Ana. Tocarán mambos toda la noche." Como el Bebe, Ana era una estrella del baile: hacía figuras, inventaba pasos, sus ojos se anegaban de dicha si le hacían una rueda. 1 ¿Me pasaré toda la fiesta sentado en un rincón, mientras los otros bailan con Helena? ¡Si sólo fueran los del barrio!" En efecto, desde hace algún tiempo, el barrio ha dejado de ser una isla, un recinto amurallado. Advenedizos de toda índole -miraflorinos de 28 de julio, de Reducto, de la calle Francia, de la Quebrada, muchachos de San isidro e incluso de Barranco-, aparecieron de repente en esas calles que constituían el dominio del barrio. Acosaban a las muchachas, conversaban con ellas en la puerta de sus casas, desdeñando la hostilidad de los varones o desafiándola. Eran más grandes que los chicos del barrio y a veces los provocaban. Las mujeres tenían la culpa; los atraían, parecían satisfechas con esas incursiones. Sara, la prima de Pluto, había aceptado a un muchacho de San Isidro, que a veces venía acompañado de uno o dos amigos y Ana y Laura iban a conversar con ellos. Los intrusos aparecían sobre todo los días de fiesta. Surgían como por encantamiento. Desde la tarde, rondaban la casa de la fiesta, bromeaban con la dueña, la halagaban. Si no conseguían hacerse invitar, se los veía en la noche, las caras pegadas a los vidrios, contemplando con ansiedad a las parejas que bailaban. Hacían gestos, muecas, bromas, se valían de toda clase de tretas para llamar la atención de las muchachas y despertar su compasión. A veces una de ellas (la que bailaba menos), intercedía ante la dueña por el intruso. Era suficiente: pronto el salón estaba cubierto de forasteros que terminaban por desplazar a los del barrio, adueñarse del tocadiscos y de las chicas. Y Ana, justamente, no se distinguía por su celo, su espíritu de clan era muy débil, casi nulo. Los advenedizos le interesaban más que los muchachos del barrio. Haría entrar a los extraños si es que no los había invitado. -Sí - dijo Alberto- Tienes razón. Enséñame el mambo. -Bueno - dijo el Bebe- Pero déjame fumar un cigarrillo. Mientras, baila con Pluto. Emilio bostezó y le dio un codazo a Pluto. -Anda a lucirte, mambero", le dijo. Pluto se rió. Tenía una risa espléndida, total; su cuerpo se estremecía con las carcajadas. -¿Sí o no? - dijo Alberto, malhumorado. -No te enojes - dijo Pluto- Voy. Se puso de pie y fue a elegir un disco. El Bebe había encendido un cigarrillo y con su pie seguía el ritmo de alguna música que recordaba. -Oye - dijo Emilio- Hay algo que no entiendo. Tú eras .el primero que se ponía a bailar, quiero decir en las primeras fiestas del barrio, cuando empezamos a juntarnos con las chicas. ¿Te has olvidado? -Eso no era bailar - dijo Alberto- Sólo dar saltos. -Todos empezamos dando saltos -afirmó Emilio- Pero luego aprendimos. 65 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa -Es que éste dejó de ir a fiestas no sé cuánto tiempo. ¿No se acuerdan? -Sí - dijo Alberto- Eso es lo que me reventó. “Parecía que te ibas a meter de cura - dijo Pluto; acababa de elegir un disco y le daba vueltas en la mano- Casi ni salías. -Bah - dijo Alberto- No era mi culpa. Mi mamá no me dejaba. -¿Y ahora? -Ahora sí. Las cosas están mejor con mi papá. -No entiendo - dijo el Bebe- ¿Qué tiene que ver? -Su padre es un donjuan - dijo Pluto- ¿No sabías? ¿No has visto cuando llega en las noches, cómo se limpia la boca con el pañuelo antes de entrar a su casa? -Sí - dijo Emilio- Una vez lo vimos en la Herradura. Llevaba en el coche a una mujer descomunal. Es una fiera. -Tiene una gran pinta - dijo Pluto- Y es muy elegante. Alberto asentía, complacido. -¿Pero qué tiene que ver eso con que no le dieran permiso para ir a las fiestas? - dijo el Bebe. -Cuando mi papá se desboca - dijo Alberto-, mi mamá comienza a cuidarme para que yo no sea como él de grande. Tiene miedo que sea un mujeriego, un perdido. -Formidable - dijo el Bebe- Muy buena. -Mi padre también es un fresco - dijo Emilio- A veces no viene a dormir y sus pañuelos siempre están pintados. Pero a mi mamá no le importa. Se ríe y le dice: "viejo verde”. Sólo Ana lo riñe. -Oye - dijo Pluto- ¿Y a qué hora bailamos? -Espera, hombre - replicó Emilio-. Conversemos un rato. Ya bailaremos harto en la fiesta. -Cada vez que hablamos de la fiesta, Alberto se pone pálido - dijo el Bebe-. No seas tonto, hombre. Esta vez Helena te va a aceptar. Apuesto lo que quieras. -¿Tú crees? - dijo Alberto. -Está templado hasta los huesos - dijo Emilio- Nunca he visto a nadie más templado. Yo no podría hacer lo que hace éste. -¿Qué hago? - dijo Alberto. -Declararte veinte veces. Sólo tres - dijo Alberto- ¿Por qué exageras? -Yo creo que hace bien -afirmó el Bebe- Si le gusta, que la persiga hasta que lo acepte. Y que después la haga sufrir. -Pero eso es no tener orgullo - dijo Emilio- A mí una chica me larga y yo le caigo a otra ahí mismo. -Esta vez te va a hacer caso - dijo el Bebe a Alberto- El otro día, cuando estábamos conversando en la casa de Laura, Helena preguntó por ti y se puso muy colorada cuando Tico le dijo "¿lo extrañas?". -¿De veras? -preguntó Alberto. -Templado como un perro - dijo Emilio- Miren cómo le brillan los ojos. -Lo que pasa - dijo el Bebe-, es que a lo mejor no te declaras bien. Trata de impresionarla. ¿Ya sabes lo que vas a decirle? -Más o menos - dijo Alberto-. Tengo una idea. -Eso es lo principal -afirmó el Bebe- Hay que tener preparadas todas las palabras. -Depende - dijo Pluto- Yo prefiero improvisar. Vez que la caigo a una chica, me pongo muy nervioso, pero apenas comienzo a hablarle se me ocurren montones de cosas. Me inspiro. -No - dijo Emilio- El Bebe tiene razón. Yo también llevo todo preparado. Así, en el momento sólo tienes que preocuparte de la manera cómo se lo dices, de las miradas que le echas, de cuándo le coges la mano. -Tienes que llevar todo en la cabeza - dijo el Bebe- Y si puedes, ensáyate una vez ante el espejo. -Sí -afirmó Alberto. Dudó un momento: -¿Tú qué le dices? -Eso varía -repuso el Bebe-. Depende de la chica. -Emilio asintió con suficiencia- A Helena no puedes preguntarle de frente si quiere estar contigo. Primero tienes que hacerle un buen trabajo. -Quizá me largó por eso -confesó Alberto- La vez pasada le pregunté de golpe si quería ser mi enamorada. “Fuiste un tonto - dijo Emilio- Y además, te le declaraste en la mañana. Y en la calle. ¡Hay que estar loco! -Yo me declaré una vez en misa - dijo Pluto- Y me fue bien. -No, no -lo interrumpió Emilio. Y se volvió a Alberto Mira. Mañana la sacas a bailar. Esperas que toquen un bolero. No vayas a declararte en un mambo. Tiene que ser una música romántica. 66 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa -Por eso no te preocupes - dijo el Bebe-. Cuando estés decidido, me haces una seña y yo me encargo de poner "Me gustas" de Leo Marini. -¡Es mi bolero! -exclamó Pluto-. Siempre que me declaro bailando “Me gustas" me han dicho sí. No falla. -Bueno - dijo Alberto- Te haré una seña. -La sacas a bailar y la pegas - dijo Emilio- A la disimulada te vas hacia un rinconcito para que no te oigan las otras parejas. Y le dices, al oído, "Helenita, me muero por tí”. -¡Animal! -gritó Pluto- ¿Quieres que lo largue otra vez? -¿Por qué? -preguntó Emilio- Yo siempre me declaro así. -No - dijo el Bebe-. Eso es declararse sin arte, a la bruta. Primero pones una cara muy seria y le dices: "Helena, tengo que decirte algo muy importante. Me gustas. Estoy enamorado de ti. ¿Quieres estar conmigo?". Y si se queda callada -añadió Pluto-, le dices: "Helenita, ¿tú no sientes nada por m: -Y entonces le aprietas la mano - dijo el Bebe- Despacito, con mucho cariño. -No te pongas pálido, hombre - dijo Emilio, dando una palmada a Alberto-. No te preocupes. Esta vez te acepta. -Sí - dijo el Bebe- Ya verás que sí. -Después que te declares les haremos una rueda - dijo Pluto-. Y les cantaremos "Aquí hay dos enamorados". Yo me encargo de eso. Palabra. Alberto sonreía. -Pero ahora tienes que aprender el mambo - dijo el Bebe- Anda, ahí te espera tu pareja. Pluto había abierto los brazos teatralmente. Cava decía que iba a ser militar, no infante, sino de artillería. Ya no hablaba de eso, últimamente, pero seguro lo pensaba. Los serranos son tercos, cuando se les mete algo en la cabeza ahí se les queda. Casi todos los militares son serranos. No creo que a un costeño se le ocurra ser militar. Cava tiene cara de serrano y de militar, y ya le jodieron todo, el colegio, la vocación, eso es lo que más le debe arder. Los serranos tienen mala suerte, siempre les pasan cosas. Por la lengua podrida de un soplón, que a lo mejor ni descubrimos, le van a arrancar las insignias delante de todos, lo estoy viendo y se me pone la carne de gallina, si esa noche me toca ahora estaría adentro. Pero yo no hubiera roto el vidrio, hay que ser bruto para romper un vidrio. Los serranos son un poco brutos. Seguro que fue de miedo, aunque el serrano Cava no es un cobarde. Pero esa vez se asustó, sólo así se explica. También por mala suerte. Los serranos tienen mala suerte, les ocurre lo peor. Es una suerte no haber nacido serrano. Y lo peor es que no se la esperaba, nadie se la esperaba, estaba muy contento, jode y jode al marica de Fontana, en las clases de francés uno se divierte mucho, vaya tipo raro, Fontana. El serrano decía: Fontana es todo a medias; medio bajito, medio rubio, medio hombre. Tiene los ojos más azules que el Jaguar, pero miran de otra manera, medio en serio, medio en burla. Dicen que no es francés sino peruano y que se hace pasar por francés, eso se llama ser hijo de perra. Renegar de su patria, no conozco nada más cobarde. Pero a lo mejor es mentira, ¿de dónde sale tanta cosa que cuentan de Fontana? Todos los días sacan algo nuevo. De repente ni siquiera es marica, pero de dónde esa vocecita, esos gestos que provoca pellizcarle los cachetes. Si es verdad que se hace pasar por francés, me alegro de haberlo batido. Me alegro que lo batan. Lo seguiré batiendo hasta el último día de clase. Profesor Fontana, ¿cómo se dice en francés cucurucho de caca? A veces da compasión, no es mala gente, sólo un poco raro. Una vez se puso a llorar, creo que fue por las "Gilletes", zamm, zumm, zumm. Traigan todos una "Gillete" y párenlas en una rendija de la carpeta, para hacerlas vibrar les meten el dedito, dijo el Jaguar. Fontana movía la boca y sólo se oía zamm, zum, zum. No se rían para no perder el compás, el marica seguía moviendo la boquita, zamm, zumm, zumm, cada vez más fuerte y parejo, a ver quién se cansa primero. Nos quedamos así tres cuartos de hora, quizá más. ¿Quién va a ganar, quién se rinde primero? Fontana como si nada, un mudo que mueve la boca y la sinfonía cada vez más bonita, más igualita. Y entonces cerró los Ojos y cuando los abrió lloraba. Es un marica. Pero seguía moviendo la boca, qué resistencia de tipo. Zumin, zumni, zumin. Se fue y todos dijeron "ha ido a llamar al teniente, ya nos fregamos, pero eso es lo mejor, sólo se mandó mudar. Todos los días lo baten y nunca llama a los oficiales. Debe tener miedo que le peguen, lo bueno es que no parece un cobarde. A veces parece que le gusta que lo batan. Los maricas son muy raros. Es un buen tipo, nunca jala en los exámenes. Él tiene la culpa que lo batan. ¿Qué hace en un colegio de machos con esa voz y esos andares? El serrano lo friega todo el tiempo, lo odia de veras. Basta que lo vea entrar para que empiece, ¿cómo se dice maricón en francés?, profesor ¿a usted le gusta el catchascán?, usted debe ser muy artista, ¿por qué no se canta algo en francés con esa dulce voz que 67 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa felicitó delante de los cadetes y le dijo: "es usted muy macho". Ahora Pitaluga se quejaba del servicio, de las campañas. Como los soldados y los cadetes, sólo pensaban en la salida. Estos tenían al menos una excusa: estaban en el Ejército de paso; a unos los habían arrancado a la fuerza de sus pueblos para meterlos a filas; a los otros, sus familiares los enviaban al colegio para librarse de ellos. Pero Pitaluga había elegido su carrera. Y no era el único: Huarina inventaba enfermedades de su mujer cada dos semanas para salir a la calle, Martínez bebía a escondidas durante el servicio y todos sabían "que su termo de café estaba lleno de pisco. ¿Por qué no pedían su baja? Pitaluga había engordado, jamás estudiaba y volvía ebrio de la calle. "Se quedará muchos años de teniente, pensó Gamboa. Pero rectificó: - Salvo que tenga influencias." Él amaba la vida militar precisamente por lo que otros la odiaban: la disciplina, la jerarquía, las campañas. -Voy a llamar por teléfono. -¿A estas horas? -Sí - dijo Garriboa- Mi mujer debe estar levantada. Viaja a las seis. Pitaluga hizo un gesto vago. Como una tortuga que se hunde en su caparazón, sumió nuevamente la cabeza entre las manos. La voz de Gamboa en el teléfono era baja y suave, hacía preguntas, aludía a pastillas contra el mareo y al frío, insistía en que le enviaran un telegrama de alguna parte, varias veces repetía ¿estás bien? y luego se despedía con una frase breve, rápida. Pitaluga abrió automáticamente los brazos y su cabeza quedó colgando como una campana. Pestañeó antes de abrir los ojos. Sonrió sin entusiasmo. Dijo: -Pareces en luna de miel. Hablas a tu mujer como si te acabaras de casar. -Me casé hace tres meses - dijo Gamboa. -Yo hace un año. Y malditas las ganas que tengo de hablar con ella. Es un energúmeno, igual que su madre. Si la llamara a esta hora se pondría a gritar y me diría cachaco de porquería. Gamboa sonrió. -Mi mujer es muy joven -dijo- Sólo tiene dieciocho años. Vamos a tener un hijo. -Lo siento - dijo Pitaluga- No sabía. Hay que tomar precauciones. -Yo quiero tener un hijo. -Ah, claro -repuso Pitaluga- Ya me doy cuenta. Para hacerlo militar. Gamboa parecía sorprendido. -No sé si me gustaría que fuera militar «murmuró. Miró a Pitaluga de pies a cabeza: -En todo caso, no quisiera que fuera un militar como tú. Pitaluga se incorporó. -¿Qué broma es ésa? - dijo, con voz agria. -Bah -dijo Gamboa- olvídala. Dio media vuelta y salió de la Prevención. Los centinelas lo volvieron a saludar. Uno tenía la cristina caída sobre la oreja y Gamboa estuvo a punto de llamarle la atención, pero se contuvo; no valía la pena tener un disgusto con Pitaluga. Éste sepultó de nuevo la cabeza despeinada entre las manos pero esta vez no vino al letargo. Maldijo y llamó a gritos a un soldado para que le sirviera una taza de café. Cuando Gamboa llegó al patio de quinto, el corneta había tocado ya la diana en tercero y cuarto y se disponía a hacerlo ante las cuadras del último año. Vio a Gamboa, bajó la corneta que llevaba a los labios, se cuadró v lo saludó. Los soldados y los cadetes del colegio advertían que Gamboa era el único oficial del Leoncio Prado que contestaba militarmente el saludo de sus subordinados; los otros se limitaban a hacer una venia y a veces ni eso. Gamboa cruzó los brazos sobre el pecho y esperó que el corneta terminara de tocar la diana. Miró su reloj. En las puertas de las cuadras había algunos imaginarias. Los fue observando uno por uno: a medida que se encontraban frente a él, los cadetes se ponían en atención, se echaban encima la cristina y se arreglaban el pantalón y la corbata antes de llevarse la mano a la sien. Luego daban media vuelta y desaparecían en el interior de las cuadras. El murmullo habitual ya había comenzado. Un momento después, apareció el suboficial Pezoa. Llegó corriendo. -Buenos días, mi teniente. “Buenos días. ¿Qué ha ocurrido? -Nada, mi teniente. ¿Por qué, mi teniente? -Usted debe estar en el patio junto con el corneta. Su obligación es recorrer las cuadras y apurar a la gente. ¿No sabía? “Sí, mi teniente. -¿Qué hace aquí, entonces? Vuele a las cuadras. Si dentro de siete minutos no está formado el año, lo hago responsable. 70 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa “Sí, mi teniente. Pezoa echó a correr hacia las primeras secciones. Gamboa continuaba de pie en el centro del patio, miraba a ratos su reloj, sentía ese rumor macizo y vital que brotaba de todo el contorno del patio y convergía hacia él como los filamentos de la carpa de un circo hacia el mástil central. No necesitaba ir a las cuadras para palpar la furia de los cadetes por el sueño interrumpido, su exasperación por el plazo mínimo que tenían para hacer las camas y vestirse, la impaciencia y la excitación de aquellos que amaban disparar y jugar a la guerra y el disgusto de los perezosos que irían a revolcarse en el campo sin entusiasmo, por obligación, la subterránea alegría de todos los que, terminada la campaña, cruzarían el estadio para ducharse en los baños colectivos, volverían apresurados a ponerse el uniforme de paño azul y negro y saldrían a la calle. A las cinco y siete minutos, Gamboa tocó un pitazo largo. En el acto sintió protestas y maldiciones, pero casi al mismo tiempo las puertas de las cuadras se abrían y los boquetes oscuros comenzaban a escupir una masa verdosa de cadetes que se empujaban unos a otros, se acomodaban los uniformes sin dejar de correr y con una sola mano, pues la otra iba en alto, sosteniendo el fusil, y en medio de groserías y empellones, las hileras de la formación surgían a su alrededor, ruidosamente, en el amanecer todavía impreciso de ese segundo sábado de octubre, igual hasta entonces a otros amaneceres, a otros sábados, a otros días de campaña. De pronto escuchó un golpe metálico fuerte y un carajo. -Venga el que ha hecho caer ese fusil -gritó. El murmullo se apagó instantáneamente. Todos miraban adelante y mantenían los fusiles pegados al cuerpo. El suboficial Pezoa, caminando en puntas de pie, avanzó hasta donde se hallaba el teniente y se puso a su lado. -He dicho que venga aquí el cadete que hizo caer su fusil -repitió Gamboa. El silencio fue alterado por el ruido de unos botines. Los Ojos de todo el batallón se volvieron hacia Gamboa. El teniente miró al cadete a los ojos. -Su nombre. El muchacho balbuceó su apellido, su compañía, su sección. -Revise el fusil, Pezoa - dijo el teniente. El suboficial se precipitó hacia el cadete y revisó el arma aparatosamente: la pasaba bajo sus ojos con lentitud, le daba vueltas, la exponía al cielo como si fuera a mirar al través, abría la recámara, comprobaba la posición del alza, hacía vibrar el gatillo. -Raspaduras en la culata, mi teniente -dijo- Y está mal engrasado. -¿Cuánto tiempo lleva en el colegio militar, cadete? -Tres años, mi teniente. -¿Y todavía no ha aprendido a agarrar el fusil? El arma no debe caer nunca al suelo. Es preferible romperse la crisma antes que soltar el fusil. Para el soldado el arma es tan importante corno sus huevos. ¿Usted cuida muchos sus huevos, cadete? “Sí, mi teniente. -Bueno - dijo Gamboa- Así tiene que cuidar su fusil. Vuelva a su sección. Pezoa, hágale una papeleta de seis puntos. El suboficial sacó una libreta y escribió, mojando la punta del lápiz en la lengua. Gamboa ordenó desfilar. Cuando la última sección del quinto año hubo entrado al comedor, Gamboa se dirigió a la cantina de oficiales. No había nadie. Poco después comenzaron a llegar los tenientes y capitanes. Los jefes de compañía de quinto -Huarina, Pitaluga y Calzada- se sentaron junto a Gamboa. -Rápido, indio - dijo Pitaluga- El desayuno debe estar servido apenas entra el oficial al comedor. El soldado que servía murmuró una disculpa, que Gamboa no oyó: el motor de un avión vulneraba el amanecer y los Ojos del teniente exploraban el cielo uniforme, la atmósfera mojada. Sus ojos bajaron hacia el descampado. Perfectamente alineados en grupos de a cuatro, sosteniéndose mutuamente por el cañón, los mil quinientos fusiles de los cadetes aguardaban en la neblina; la vicuña circulaba entre las pirámides paralelas y las olía. -¿Ya falló el Consejo de Oficiales? -preguntó Calzada. Era el más gordo de los cuatro. Mordisqueaba un pedazo de pan y hablaba con la boca llena. -Ayer - dijo Huarina- Terminamos tarde, después de las diez. El coronel estaba furioso. “Siempre está furioso - dijo Pitaluga- Por lo que se descubre, por lo que no se descubre. -Le dio un codazo a Huarina-. Pero no puedes quejarte. Esta vez has tenido suerte. Es algo que vale la pena tener señalado en la hoja de servicios. 7 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa -Sí - dijo Huarina- No fue fácil. -¿Cuándo le arrancan las insignias? - dijo Calzada- Es una cosa divertida. -El lunes alas once. -Son unos delincuentes natos - dijo Pitaluga- No escarmientan con nada. ¿Se dan cuenta? Un robo con fractura, ni más ni menos. Desde que estoy aquí, ya han expulsado a una media docena. -No vienen al colegio por su voluntad - dijo Gamboa - Eso es lo malo. -Sí - dijo Calzada- Se sienten civiles. -Nos confunden con los curas, a veces -afirmó Huarina- Un cadete quería confesarse conmigo, quería que le diera consejos. ¡Parece mentira! -A la mitad los mandan sus padres para que no sean unos bandoleros - dijo Gamboa- Y a la otra mitad, para que no sean maricas. -Se creen que el colegio es una correccional - dijo Pitaluga, dando un golpe en la mesa- En el Perú todo se hace a medias y por eso todo se malea. Los soldados que llegan al cuartel son sucios, piojosos, ladrones. Pero a punta de palos se civilizan. Un año de cuartel y del indio sólo les quedan las cerdas. Pero aquí ocurre lo contrario, se malogran a medida que crecen. Los de quinto son peores que los perros. -La letra con sangre entra - dijo Calzada- Es una lástima que a estos niños no se los pueda tocar. Si les levantas la mano se quejan y se arma un escándalo. -Ahí está el Piraña -murmuró Huarina. Los cuatro tenientes se pusieron de pie. El capitán Garrido los saludó con una inclinación de cabeza. Era un hombre alto, de piel pálida, algo verdosa en los pómulos. Le decían Piraña porque, como esas bestias carnívoras de los ríos amazónicos, su doble hilera de dientes enormes y blanquísimos desbordaba los labios, y sus mandíbulas siempre estaban latiendo. Les alcanzó un papel a cada uno. -Las instrucciones para la campaña -les dijo- El quinto irá detrás de los sombríos, a ese terreno descubierto, en torno al cerro. Hay que apurarse. Tenemos más de tres cuartos de hora de marcha. -¿Los hacemos formar o lo esperamos a usted, mi capitán? -preguntó Gamboa. “Vayan, no más -repuso el capitán- Les daré alcance. Los cuatro tenientes salieron del comedor, juntos, y al llegar al-descampado se distanciaron, en una misma línea. Tocaron sus silbatos. El bullicio que procedía del comedor ascendió y, un momento después, los cadetes comenzaron a salir a toda carrera. Llegaban a su emplazamiento, recogían sus fusiles, marchaban hacia la pista y se ordenaban por secciones. Poco, después, el batallón cruzaba la puerta principal del colegio, ante los centinelas en posición de firmes, e invadía la Costanera. El asfalto estaba limpio y resplandecía. Los cadetes, de tres en fondo, anchaban la formación de tal manera que las filas laterales iban por los dos extremos de la avenida y la del centro por el medio. El batallón avanzó hasta la avenida de las Palmeras y Gamboa dio orden de doblar, hacia Bellavista. A medida que descendían por esa pendiente, bajo los árboles de grandes hojas encorvadas, los cadetes podían ver, al otro extremo, una imprecisa aglomeración: los edificios del Arsenal Naval y del puerto del Callao. A sus costados, las viejas casas de la Perla, altas, con las paredes cubiertas de enredaderas, y verjas herrumbrosas que protegían jardines de todas dimensiones. Cuando el batallón estuvo cerca de la avenida Progreso, la mañana comenzó a animarse: surgían mujeres descalzas con canastas y bolsas de verduras, que se detenían a contemplar a los cadetes harapientos; una nube de perros asediaba el batallón, saltando y ladrando; chiquillos enclenques y sucios lo escoltaban como los peces a los barcos en alta mar. En la avenida Progreso el batallón se detuvo: los automóviles y autobuses constituían un flujo sin pausas. A una señal de Gamboa, los suboficiales Morte y Pezoa se pusieron en medio de la pista y contuvieron la hemorragia de vehículos, mientras el batallón cruzaba. Algunos conductores, indignados, tocaban bocina; los cadetes los insultaban. A la cabeza del batallón, Gamboa indicó, levantando la mano, que en vez de tomar la dirección del puerto se cortara por el campo raso, flanqueando un sembrío de algodón todavía tierno. Cuando todo el batallón estuvo sobre la tierra eriaza, Gamboa llamó a los suboficiales. -¿Ven el cerro? -Les señalaba con el dedo una elevación oscura, al final del sembrío. -Sí, mi teniente -corearon Morte y Pezoa. -Es el objetivo. Pezoa, adelántese con media docena de cadetes. Recórtalo por todos lados y si hay gente por ahí hágala desaparecer. No debe quedar nadie en el cerro ni en las proximidades. ¿Entendido? Pezoa asintió y dio media vuelta. Encaró a la primera sección: -Seis voluntarios. 7 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa Gamboa se acercó a la compañía. La observó largamente, de un extremo a otro, como midiendo sus posibilidades ocultas, el límite de su resistencia, su coeficiente de valor. Tenía la cabeza algo echada hacia atrás; el viento agitaba su camisa comando y unos cabellos negros que asomaban por la cristina. -¡Más abiertos, carajo! -gritó- ¿Quieren que los apachurren? Entre hombre y hombre debe haber cuando menos cinco metros de distancia. ¿Creen que van a misa? Las tres columnas se estremecieron. Los jefes de grupo, abandonando la formación, ordenaban a gritos a los cadetes que se separaran. Las tres hileras se alargaron elásticamente, se hicieron más ralas. -La progresión se hace en zig-zag - dijo Gamboa; hablaba en voz muy alta, para que pudieran oírlo los extremos. Eso ya lo saben desde hace tres años, cuidado con avanzar uno tras otro como en la procesión. Si alguien se queda de pie, se adelanta o se atrasa cuando yo dé la orden, es hombre muerto. Y los muertos se quedan encerrados, sábado y domingo. ¿Está claro? Se volvió hacia el capitán Garrido, pero éste parecía distraído. Miraba el horizonte, con ojos vagabundos. Gamboa se llevó el silbato a los labios. Hubo un breve temblor en las columnas. -Primera línea de ataque. Lista para entrar en acción. Los brigadieres adelante, los suboficiales a la retaguardia. Miró su reloj. Eran las nueve en punto. Dio un pitazo largo. El sonido penetrante hirió los oídos del capitán, que hizo un gesto de sorpresa. Comprendió que, durante unos segundos, había olvidado la campaña y se sintió en falta. Vivamente se trasladó junto a los matorrales, detrás de la compañía, para seguir la operación. Antes que cesara el sonido metálico, el capitán Garrido vio que la primera fila de ataque, dividida en tres cuerpos, salía impulsada en un movimiento simultáneo: los tres grupos se abrían en abanico, avanzaban a toda velocidad desplegándose adelante y hacia los lados, igual a un pavo real que yergue su poderoso plumaje. Precedidos de los brigadieres, los cadetes corrían doblados sobre sí mismos, la mano derecha aferrada al fusil, que colgaba perpendicular, el cañón apuntando al cielo de través, la culata a pocos centímetros del suelo. Luego escuchó un segundo silbato, menos largo pero más agudo que el primero y más lejano -porque el teniente Gamboa también corría, de medio lado, para controlar los detalles de la progresión-, y al instante la línea, como pulverizada por una ráfaga invisible, desaparecía entre las hierbas: el capitán pensó en los soldados de latón de las tómbolas cuando el perdigón los derriba. Y en el acto, los rugidos de Gamboa poblaban la mañana como seres eléctricos -" ¿por qué se adelanta ese grupo? Rospigliosi, pedazo de asno, ¿quiere que le vuelen la cabeza?, ¡cuidado con enterrar el fusil!”-; y nuevamente se escuchaba el silbato y la línea cimbreante surgía de entre las hierbas y se alejaba a toda carrera y, poco después, al conjuro de otro silbato, volvía a desaparecer de su vista y la voz de Gamboa se distanciaba y perdía: el capitán escuchaba groserías insólitas, nombres desconocidos, veía avanzar la vanguardia, se distraía por momentos, en tanto que las columnas del centro y de la retaguardia comenzaban a hervir. Los cadetes, olvidando la presencia del capitán, hablaban a voz en cuello, se burlaban de los que avanzaban con Gamboa: "el negro Vallano se arroja como un costal, debe tener huesos de jebe; y esa mierda del Esclavo, tiene miedo de rasguñarse la carita". De pronto, Gamboa surgió ante el capitán Garrido, gritando: “Segunda línea de ataque: lista para entrar en acción". Los jefes de grupo levantaron el brazo derecho, treinta y seis cadetes quedaron inmóviles. El capitán miró a Gamboa: tenía el rostro sereno, los puños apretados, y lo único excepcional era su mirada móvil: brincaba de un punto a otro, se animaba, se exasperaba, sonreía. La segunda línea se desbordó por el campo. Los cadetes se empequeñecían, el teniente corría de nuevo, el silbato en la mano, la cara vuelta hacia la formación. Ahora el capitán veía dos líneas, extendidas en el campo, sumiéndose en la tierra y resurgiendo, alternativamente, llenando de vida el campo desolado. No podía saber ya si los cadetes ejecutaban el salto como prescribían los manuales, dejándose caer sobre la pierna, el costado y el brazo izquierdo, ladeando el cuerpo de tal modo que el fusil, antes que tocar el suelo, golpeara sus costillas, ni si las líneas de ataque conservaban sus distancias y los grupos de combate mantenían la cohesión, ni si los brigadieres continuaban a la cabeza, como puntas de lanza y sin perder de vista al teniente. El frente comprendía unos cien metros y una profundidad cada vez mayor. De pronto, Gamboa reapareció ante él el rostro siempre sereno, los ojos afiebrados, tocó el silbato y la retaguardia, encuadrada por los suboficiales, salió despedida hacia el cerro. Ahora eran tres las columnas que avanzaban, lejos de él, que había quedado solo junto a los matorrales espinosos. Permaneció en el sitio unos minutos, pensando en lo lentos, lo torpes que eran los cadetes, si los comparaba con los soldados o con los alumnos de la Escuela Militar. 75 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa Luego caminó detrás de la compañía; a ratos, observaba con los prismáticos. Desde lejos, la progresión sugería un movimiento simultáneo de retroceso y avance: cuando la línea delantera estaba tendida, la segunda columna progresaba a toda carrera, superaba la posición de aquélla y pasaba a la vanguardia; la tercera columna avanzaba hasta el emplazamiento abandonado por la segunda línea. Al avance siguiente, las tres columnas volvían al orden inicial, segundos después se desarticulaban, se igualaban. Gamboa agitaba los brazos, parecía apuntar y disparar con el dedo a ciertos cadetes y, aunque no podía oírlo, el capitán Garrido adivinaba fácilmente sus órdenes, sus observaciones. Y súbitamente, oyó los disparos. Miró su reloj.“Exacto -pensó- Las nueve y media en punto." Observó con los prismáticos; en efecto, la vanguardia se hallaba a la distancia prevista. Miró los blancos, pero no alcanzó a distinguir los tiros acertados. Corrió unos veinte metros y esta vez comprobó que las circunferencias tenían una docena de perforaciones. "Los soldados son mejores, pensó; y éstos salen con grado de oficiales de reserva. Es un escándalo." Siguió avanzando, casi sin quitarse los prismáticos de la cara. Los saltos eran más cortos: las columnas progresaban de diez en diez metros. Disparó la segunda línea y, apenas apagado el eco, el silbato indicó que las columnas de adelante y atrás podían avanzar. Los cadetes se destacaban diminutos contra el horizonte, parecían brincar en el sitio, caían. Un nuevo silbato y la columna que estaba tendida disparaba. Después de cada ráfaga, el capitán examinaba los blancos y calculaba los impactos. A medida que la compañía se acercaba al cerro, los tiros eran mejores: las circunferencias estaban acribilladas. Observaba las caras de los tiradores: rostros congestionados, infantiles, lampiños, un ojo cerrado y otro fijo en la ranura del alza. El retroceso de la culata conmovía esos cuerpos jóvenes que, el hombro todavía resentido, debían incorporarse, correr agazapados y volver a arrojarse y disparar, envueltos por una atmósfera de violencia que sólo era un simulacro. Porque el capitán Garrido sabía que la guerra no era así. En ese momento vio la silueta verde que hubiera podido pisar si no la divisaba a tiempo, y ese fusil con el cañón monstruosamente hundido en la tierra, en contra de todas las instrucciones sobre el cuidado del arma. No atinaba a comprender qué podían significar ese cuerpo y ese fusil derribados. Se inclinó. El muchacho tenía la cara contraída por el dolor y los Ojos y la boca muy abiertos. La bala le había caído en la cabeza: un hilo de sangre corría por el cuello. El capitán dejó caer los prismáticos que tenía en la mano, cargó al cadete, pasándole un brazo por las piernas y otro por la espalda y echó a correr, atolondrado, hacia el cerro, gritando: "¡teniente Gamboa, teniente Gamboa!" Pero tuvo que correr muchos metros antes que lo oyeran. La primera compañía - escarabajos idénticos que escalaban la pendiente hacia los blancos- debía estar demasiado absorbida por los gritos de Gamboa y el esfuerzo que exigía el ascenso rampante para mirar atrás. El capitán trataba de localizar el uniforme claro de Gamboa o a los suboficiales. De pronto, los escarabajos se detuvieron, giraron y el capitán se sintió observado por decenas de cadetes."Gamboa, suboficiales, gritó. ¡Vengan, rápido!" Ahora los cadetes se descolgaban por la pendiente a toda carrera y él se sintió ridículo con ese muchacho en los brazos. "Tengo una suerte de perro -pensó- El coronel meterá esto en mi foja de servicios.” El primero en llegar a su lado fue Gamboa. Miró asombrado al cadete y se inclinó para observarlo, pero el capitán gritó: -Rápido, a la enfermería. A toda carrera. Los suboficiales Morte y Pezoa cargaron al muchacho y se lanzaron por el campo, velozmente, seguidos por el capitán, el teniente y los cadetes que, desde todas direcciones, miraban con espanto el rostro que se balanceaba por efecto de la carrera: un rostro pálido, demacrado, que todos conocían. -Rápido -decía el capitán- Más rápido. De pronto, Gamboa arrebató el cadete a los suboficiales, lo echó sobre sus hombros y aceleró la carrera; en pocos segundos sacó una distancia de varios metros. -Cadetes -gritó el capitán- Paren el primer coche que pase. Los cadetes se apartaron de los suboficiales y cortaron camino, transversalmente. El capitán quedó retrasado, junto a Morte y Pezoa. -¿Es de la primera compañía? -preguntó. -Sí, mi capitán - dijo Pezoa-. De la primera sección. -¿Cómo se llama? -Ricardo Arana, mi capitán. -Vaciló un instante y añadió: -Le dicen el Esclavo. 76 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa SEGUNDA PARTE J'avais vingt ans. Je ne laisserai personne dire que c'est le plus bel áge de la vie. PAUL NIZAN Tengo pena por la perra Malpapeada que anoche estuvo llora y llora. Yo la envolvía bien con la frazada y después con la almohada pero ni por ésas dejaban de oírse los aullidos tan largos. A cada rato parecía que se ahogaba y atoraba y era terrible, los aullidos despertaban toda la cuadra. En otra época, pase. Pero como todos andan nerviosos, comenzaban a insultar y a carajear y a decir "sácala o llueve" y tenía que estar guapeando a uno y a otro desde mi cama, hasta que a eso de la medianoche ya no había forma. Yo mismo tenía sueño y la Malpapeada lloraba cada vez más fuerte. Varios se levantaron y vinieron a mi cama con los botines en la mano. No era cosa de machucarse con toda la sección, ahora que estamos tan deprimidos. Entonces la saqué y la llevé hasta el patio y la dejé pero al darme vuelta la sentí que me estaba siguiendo y le dije de mala manera: "quieta ahí, perra, quédese donde la he dejado por llorona", pero, la Malpapeada siempre detrás de mí, la pata enco gida sin tocar el suelo, y daba compasión ver los esfuerzos que hacía por seguirme. Así que la cargué y la llevé hasta el descampado y la puse sobre la hierbita y le rasqué un rato el cogote y después me vine y esta vez no me siguió. Pero dormí mal, mejor dicho no dormí. Me estaba viniendo el sueño y, zaz, los ojos se me abrían solos y pensaba en la perra y además comencé a estornudar porque cuando la saqué al patio no me puse los zapatos y todo mi pijama está lleno de huecos creo que había mucho viento y a lo mejor llovía. Pobre la Malpapeada, con gelándose ahí afuera, ella que es tan friolenta. Muchas veces la he pescado en la noche enfureciéndose porque yo me muevo y me destapo. Tiesa de cólera, se incorpora murmurando y con los dientes jala la frazada hasta volver a taparse o se mete sin más hasta el fondo de la cama para sentir el calorcito de mis pies. Los perros son bien fieles, más que los parientes, no hay nada que hacer. La Malpapeada es chusca, una mezcla de toda clase de perros, pero tiene un alma blanca. No me acuerdo cuándo vino al colegio. Seguro no la trajo nadie, pasaba y le dio ganas de meterse a ver, y le gustó y se quedó. Se me ocurre que ya estaba en el colegio cuando entramos. A lo mejor nació aquí y es leonciopradina. Era una enanita, yo me fijé en ella, andaba metiéndose en la sección todo el tiempo desde la época del, bautizo, parecía sentirse en su casa, cada vez que entraba uno de cuarto se le lanzaba a los pies y le ladraba y quería morderlo. Era machaza: la hacían volar a patadones y ella volvía a la carga, ladrando y mostrando sus dientes, unos dientes chiquitos de perrita muy joven. Ahora ya está crecida, debe tener más de tres años, ya está vieja para ser perra, los animales no viven mucho, sobre todo si son chuscos y comen poco. No recuerdo haber visto que la Malpapeada coma mucho. Algunas veces le tiro cáscaras, esos son sus mejores banquetes. Porque la hierba sólo la mastica: se chupa el jugo y la escupe. Se mete un poco de hierba en la boca y se queda horas masca y masca, como un indio su coca. Siempre estaba metida en la sección y algunos decían que traía pulgas y la sacaban, pero la Malpapeada siempre volvía, la botaban mil veces y al poquito rato la puerta comenzaba a crujir y ahí abajo aparecía, casi junto al suelo, el hocico de la perra y nos daba risa su terquedad y a veces la dejábamos entrar y jugábamos con ella. No sé a quién se le ocurrió ponerle Malpapeada. Nunca se sabe de dónde salen los apodos. Cuando empezaron a decirme Boa me reía y después me calenté y a todos les preguntaba quién inventó eso y todos decían Fulano y ahora ni cómo sacarme de encima ese apodo, hasta en mi barrio me dicen así. Se me ocurre que fue Vallano. P-1 me decía siempre: "haznos una demostración, orina por encima de la correa", "muéstrame esa paloma que te llega a la rodilla". Pero no me consta. Alberto sintió que lo cogían del brazo. Vio un rostro sinuoso, que no recordaba. Sin embargo, el muchacho le sonreía como si se conocieran. Tras él, se mantenía rígido otro cadete, más pequeño. No podía verlos bien; eran sólo las seis de la tarde, pero la neblina se había adelantado. Estaban en el patio de quinto, en las proximidades de la pista. Grupos de cadetes circulaban de un lado a otro. -Espera, poeta - dijo el muchacho- Tú que eres un sabido, ¿no es cierto que ovario es lo mismo que huevo, sólo que femenino? -Suelta - dijo Alberto-. Estoy apurado. -No friegues, hombre -insistió aquél- Sólo un momento. Hemos hecho una apuesta. Tm La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa palabra, yo estaba muerto con lo que acababa de pasar, y estaba seguro que se había demorado al pasar su mano por mi boca, o que la había pasado varias veces y yo decía para mí, "a lo mejor lo hizo adrede". Además la Malpapeada no era la que traía las pulgas; yo creo que el colegio le contagió las pulgas a la perra, las pulgas de los serranos. Una vez le echaron ladillas encima a la pobre, el Jaguar y el Rulos, qué desgraciados. El Jaguar había metido las narices no sé dónde, en las pocilgas de la primera cuadra de Huatica, me figuro, y le habían pegado unas ladillas enormes. Las hacía correr por el baño y se veían sobre los mosaicos grandotas como hormigas. El Rulos le dijo: "¿por qué no se las echamos a alguien?" y la Malpapeada estaba mirando, para su mala suerte. A ella le tocó. El Rulos la tenía colgada del pescuezo, pataleando, y el Jaguar le pasaba sus bichos con las dos manos y después se excitaron y el Jaguar gritó: " todavía me quedan toneladas, ¿a quién bautizamos?- y el Rulos gritó: "al Esclavo". Yo fui con ellos. Él estaba durmiendo; me acuerdo que lo cogí de la cabeza y le tapé los ojos y el Rulos le sujetó las piernas. El Jaguar le incrustaba las ladillas entre los pelos y yo le gritaba: "con más cuidado, carambolas, me las estás metiendo por las mangas". Si yo hubiera sabido que al muchacho le iba a pasar lo que le ha pasado, no creo que le hubiera agarrado la cabeza esa vez, ni lo habría fundido tanto. Pero no creo que a él le pasara nada con las ladillas y en cambio a la Malpapeada la fregaron. Se peló casi enterita y andaba frotándose contra las paredes y tenía una pinta de perro pordiosero y leproso con el cuerpo pura llaga. Debía picarle mucho, no paraba de frotarse, sobre todo en la pared de la cuadra que tiene raspaduras. Su lomo parecía una bandera peruana, rojo y blanco, blanco y rojo, yeso y sangre. Entonces el Jaguar dijo: "si le echamos ají se va a poner a hablar como un ser humano", y me ordenó: "Boa, anda róbate un poco de ají de la cocina". Fui y el cocinero me regaló varios rocotos. Los molimos con una piedra, sobre el mosaico, y el serrano Cava decía "rápido, rápido". Después el Jaguar dijo: "cógela y tenla mientras la ciño". De veras que casi se pone a hablar. Daba brincos hasta los roperos, se torcía como una culebra y qué aullidos los que daba. Vino el suboficial Morte, asustado con el ruido, y al ver los saltos de la Malpapeada se puso a llorar de risa y decía: "qué tales pendejos, qué tales pendejos". Pero lo más raro del caso es que la perra se curó. Le volvió a salir el pelo y hasta me parece que engordó. Seguro creyó que yo le había echado el ají para curarla, los animales no son inteligentes y vaya usted a saber lo que se le metió en la cabeza. Pero desde ese día, dale a estar detrás de mí todo el tiempo. En las filas se me metía entre los pies y no me dejaba marchar; en el comedor se instalaba bajo mi silla y movía el rabo por si yo le tiraba una cáscara; me esperaba en la puerta de la clase y, en los recreos, al verme salir comenzaba a hacerme gracias con el hocico y las orejas; y en las noches se trepaba a mi cama y quería pasarme la lengua por toda la cara. Y era por gusto que yo le pegara. Se retiraba pero volvía, midiéndome con los Ojos, esta vez me vas a pegar o no, me acerco un poquito más y me alejo, a que ahora no me pateas, qué sabida. Y todos comenzaron a burlarse y a decir "te la tiras, bandolero", pero no era verdad, ni siquiera se me había pasado por la cabeza todavía manducarme a una perra. Al principio me daba cólera el animal tan pegajoso, aunque a veces, como de casualidad, le rascaba la cabeza y ahí le descubrí el gusto. En las noches se me montaba encima y se revolcaba, sin dejarme dormir, hasta que le metía los dedos al cogote y la rascaba un poco. Entonces se quedaba tranquila. Lo de las noches era viveza de la perra. Al oírla moverse todos empezaban a fundirme, “ya Boa, deja en paz a ese animal, lo vas a estrangular”, allí bandida, eso sí que te gusta, ¿no?, ven acá, que te rasque la crisma y la barriguita. Y ahí mismo se ponía quieta como una piedra pero en mi mano yo siento que está temblando del gusto y si dejo de rascar un segundo, brinca, y veo en la oscuridad que ha abierto el hocico y está mostrando sus dientes tan blancos. No sé por qué los perros tienen los dientes tan blancos, pero todos los tienen así, nunca he visto un perro con un diente negro ni me acuerdo haber oído que a un perro se le cayó un diente o se le carió y tuvieron que sacárselo. Eso es algo raro de los perros y también es raro que no duerman. Yo creía que sólo la Malpapeada no dormía pero después me contaron que todos los perros son iguales, desvelados. Al comienzo me daba recelo, también un poco de susto. Basta que abriera los ojos y ahí mismo la veía, mirándome y a veces yo no podía dormir con la idea de que la perra se pasaba la noche a mi lado sin bajar los párpados, eso es algo que pone nervioso a cualquiera, que lo estén espiando, aunque sea una perra que no comprende las cosas pero a veces parece que comprende. Alberto dio media vuelta y bajó. Cuando llegaba a los primeros peldaños de la escalera cruzó a un hombre, ya de edad. Tenía el rostro demacrado y los ojos llenos de zozobra. -Señor - dijo Alberto. El hombre ya había subido algunos escalones; se detuvo y se volvió. -Perdone - dijo Alberto- ¿Es usted algo del cadete Ricardo Arana? 80 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa El hombre lo observó detenidamente, como intentando reconocerlo. -Soy su padre -dijo- ¿Por qué? Alberto subió dos escalones; sus ojos estaban a la misma altura. El padre de Arana lo miraba fijamente. Unas manchas azules teñían sus párpados; sus pupilas revelaban alarma, desvelo. -Puede decirme cómo está Arana? -preguntó Alberto. -Está aislado -repuso el hombre, con voz ronca-. No nos dejan verlo. Ni siquiera a nosotros. No tienen derecho. ¿Usted es amigo de él? -Somos de la misma sección - dijo Alberto- A mí tampoco me han dejado entrar. El hombre asintió. Parecía abrumado. Una barba rala sombreaba sus mejillas y su mentón; el cuello de la camisa aparecía con arrugas y manchas y la corbata, algo caída, mostraba un nudo ridículamente pequeño. -Sólo he podido verlo un segundo - dijo el hombre desde la puerta. No debían hacer eso. -¿Cómo está? -preguntó Alberto- ¿Qué le ha dicho el médico? El hombre se llevó las manos a la frente y luego se limpió la boca con los nudillos. -No sé -dijo- Lo han operado dos veces. Su madre está medio loca. No me explico cómo ha podido ocurrir una cosa así, justamente cuando estaba por terminar el año. Es mejor no pensar en” eso, son reflexiones tontas. Sólo hay que rezar. Dios tiene que sacarlo sano y salvo de esta prueba. Su madre está en la capilla. El doctor ha dicho que tal vez podamos verlo esta noche. -Se salvará - dijo Alberto- Los médicos del colegio son los mejores, señor. “Sí, sí - dijo el hombre- El señor capitán nos ha dado muchas esperanzas. Es un hombre muy amable. Capitán Garrido, creo. Nos trajo un saludo del coronel, ¿sabe? El hombre volvió a pasarse la mano por la cara. Buscó en su bolsillo extrajo un paquete de cigarrillos. Ofreció uno a Alberto y este lo rechazó. El hombre volvió a meter la mano en el bolsillo. No encontraba los fósforos. -Espere un momento - dijo Alberto- Voy a conseguirle fuego. -Voy con usted - dijo el hombre- Es por gusto que siga aquí, sentado en el pasillo, sin tener con quien hablar. He pasado dos días así. Estoy con los nervios destrozados. Quiera Dios que no ocurra nada irremediable. Salieron de la enfermería. En la pequeña oficina de la entrada estaba el soldado de guardia. Miró a Alberto con sorpresa y adelantó un poco la cabeza, pero no dijo nada. Había oscurecido. Alberto tomó el descampado, en dirección a "La Perlita”. A lo lejos se distinguían las luces de las cuadras. El edificio de las aulas estaba a oscuras. No se oía ruido alguno. -¿Usted estaba con él cuando ocurrió? Preguntó el hombre. -Sí - dijo Alberto-. Pero no cerca de él. Yo iba al otro extremo. Fue el capitán quien lo vio, cuando nosotros ya estábamos en el cerro. -Esto es injusto - dijo el hombre- Un castigo injusto. Somos gente honrada. Vamos a la iglesia todos los domingos, no hemos hecho mal a nadie. Su madre siempre hace obras de caridad. ¿Por qué nos envía Dios esta desgracia? -Todos los de la sección estamos muy preocupados - dijo Alberto. Hubo un silencio y, al fin, agregó-: Lo estimamos mucho. Es un gran compañero. -Sí - dijo el hombre- No es un mal muchacho. Es mi obra, ¿sabe usted? He tenido que ser algo duro con él a veces. Pero era por su bien. Me ha costado mucho trabajo hacerlo un hombre. Es mi único hijo, todo lo que hago es por su bien. Por su futuro. Hábleme de él, ¿quiere? De su vida en el Colegio. Ricardo es muy reservado. No nos decía nada. Pero a veces parecía que no estaba contento. -La vida militar es un poco fuerte - dijo Alberto- Cuesta acostumbrarse. Nadie está muy contento al principio. -Pero le hizo bien - dijo el hombre, con pasión-. Lo transformó, lo hizo otro. Nadie puede negar eso, nadie. Usted no sabe cómo era de chico. Aquí lo templaron, lo hicieron responsable. Eso es lo que yo quería, que fuera más varonil, que tuviera más personalidad. Además, si él hubiera querido salirse pudo decírmelo. Yo le dije que entrara y él aceptó. No es mi culpa. Yo he hecho todo pensando en su futuro. -Cálmese, señor - dijo Alberto- No se preocupe. Estoy seguro que ya pasó lo peor. -Su madre me echa la culpa - dijo el hombre, como si no lo oyera- Las mujeres son así, injustas, no comprenden las cosas. Pero yo tengo mi conciencia tranquila. Lo metí aquí para hacer de él un ser fuerte, un hombre de provecho. Yo no soy un adivino. ¿Usted cree que se me puede culpar, así porque sí? -No sé - dijo Alberto, confuso- Quiero decir, claro que no. Lo principal es que Arana se cure. -Estoy muy nervioso - dijo el hombre- No me haga caso. A ratos pierdo el control. 81 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa Habían llegado a "La Perlita". Paulino estaba en el mostrador, la cara apoyada entre las manos. Miró a Alberto como silo viera por primera vez. -Una caja de fósforos - dijo éste. Paulino miró con desconfianza al padre de Arana. -No hay - dijo. -No es para mí, sino para el señor. Sin decir nada, Paulino sacó una caja de fósforos de debajo M mostrador. El hombre quemó tres cerillas tratando de encender su cigarrillo. En la luz instantánea, Alberto vio que las manos del hombre temblaban. -Déme un café - dijo el padre de Araría- ¿Usted quiere tomar algo? -Café no hay - dijo Paulino, con voz aburrida- Una Cola si quiere. -Bueno - dijo el hombre-. Una Cola, cualquier cosa. Ha olvidado ese mediodía claro, sin llovizna y sin sol. Bajó del tranvía Lima-San Miguel en el paradero del cine Brasil, el anterior al de su casa. Siempre descendía allí, prefería caminar esas diez cuadras inútiles, aun cuando lloviese, para prolongar la distancia que lo separaba del encuentro inevitable. Era la última vez que cumpliría ese trajín; los exámenes habían terminado la semana anterior, acababan de entregarles las libretas, el colegio había muerto, resucitaría tres meses después. Sus compañeros estaban alegres ante la perspectiva de las vacaciones; él, en cambio, sentía temor. El colegio constituía su único refugio. El verano lo tendría sumido en una inercia peligrosa, a merced de ellos. En vez de tomar la avenida Salaverry continuó por la avenida Brasil hasta el parque. Se sentó en una banca, hundió las manos en los bolsillos, se encogió un poco y permaneció inmóvil. Se sintió viejo; la vida era monótona, sin alicientes, una pesada carga. En las clases, sus compañeros hacían bromas apenas les daba la espalda el profesor: cambiaban morisquetas, bolitas de papel, sonrisas. Él los observaba, muy serio y desconcertado: ¿por qué no podía ser como ellos, vivir sin preocupaciones, tener amigos, parientes solícitos? Cerró los Ojos y continuó así un largo rato, pensando en Chiclayo, en la tía Adelina, en la dichosa impaciencia con que aguardaba de niño la llegada del verano. Luego se incorporó y se dirigió hacia su casa, paso a paso. Una cuadra antes de llegar, su corazón dio un vuelco: el coche azul estaba estacionado a la puerta. ¿Había perdido la noción del tiempo? Preguntó la hora a un transeúnte. Eran las once. Su padre nunca volvía antes de la una. Apresuró el paso. Al llegar al umbral, escuchó las voces de sus padres; discutían. "Diré que se descarriló un tranvía, que tuve que venirme a pie desde Magdalena Vieja", pensó, con la mano en el timbre. Su padre le abrió la puerta. Estaba sonriente y en sus ojos no había el menor asomo de cólera. Extrañamente, le dio un golpe cordial en el brazo y le dijo, casi con alegría: -Ah, al fin llegas. Justamente estábamos hablando de ti con tu madre. Pasa, pasa. Él se sintió tranquilizado; de inmediato su cara se descompuso en esa sonrisa estúpida, desarmada e impersonal que era su mejor escudo. Su madre estaba en la sala. Lo abrazó tiernamente y él sintió inquietud: esas efusiones podían modificar el buen humor de su padre. En los últimos meses, éste lo había obligado a intervenir como árbitro o testigo en las disputas familiares. Era humillante y atroz: debía responder "sí, sí", a todas las preguntas -afirmaciones que su padre le hacía y que constituían graves acusaciones contra su madre: derroche, desorden, incompetencia, puterío. ¿Sobre qué debía testimoniar esta vez? -Mira - dijo su padre, amablemente- Ahí sobre la mesa, hay algo para ti. Volvió los ojos en la carátula vio la fachada borrosa de un gran edificio y, al pie, una inscripción en letras mayúsculas: "El colegio Leoncio Prado no es una antesala de la carrera militar”. Alargó la mano, tomó el folleto, lo acercó a su rostro y comenzó a hojearlo con sobresalto: vio canchas de fútbol, una piscina tersa, comedores, dormitorios desiertos, limpios y ordenados. En las dos caras de la página central, una fotografía iluminada mostraba una formación de líneas perfectas, desfilando ante una tribuna; los cadetes llevaban fusiles y bayonetas. Los quepis eran blancos y las insignias doradas. En lo alto de un mástil, flameaba una bandera. -¿No te parece formidable? - dijo el padre. Su voz era siempre cordial, pero él la conocía ya bastante, para advertir ese ligerísimo cambio en la entonación, en la vocalización, que velaba una advertencia. -Sí - dijo inmediatamente- Parece formidable. -¡Claro! - dijo el padre. Hizo una pausa y se volvió a la madre: -¿No ves? ¿No te dije que sería el primero en entusiasmarse? 82 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa rabia" y la maldita Malpapeada dale y dale a morder el zapato y la basta del pantalón, me la vas a pagar malagradecida, te vas a arrepentir de lo que haces. Aguanta serrano, ahora viene lo peor, después te irás tranquilo a la calle y no más militares, no más consignas, no más imaginarias. El serrano estaba inmóvil pero se seguía poniendo más pálido, su cara que es tan oscura se había blanqueado, desde lejos se notaba que le temblaba la barbilla. Pero aguantó. No retrocedió ni lloró cuando el Piraña le arrancó la insignia de la cristina y las solapas y después el emblema del bolsillo y lo dejó todo harapos, el uniforme roto y otra vez tocaron la corneta y los dos soldados se le pusieron a los lados y comenzaron a marcar el paso. El serrano casi no levantaba los pies. Después se fueron hasta la pista de desfile. Tenía que torcer los ojos para verlo alejarse. El pobre no podía seguir el paso, se tropezaba y a ratos bajaba la cabeza, seguro para ver cómo le había quedado el uniforme de jotildo. Los soldados en cambio levantaban bien las piernas para que los viera el coronel. Después los tapó el muro y yo pensé, espérate Malpapeada, sigue comiéndote el pantalón, ahora te toca tu turno, ya la vas a pagar, y todavía no nos hicieron romper filas porque el coronel volvió a hablar sobre los próceres. Ya debes estar en la calle, serrano, esperando el ómnibus, mirando la Prevención por última vez, no te olvides de nosotros, y aunque te olvides, aquí quedan tus amigos del Círculo para ocuparse de la revancha. Ya no eres un cadete, sino un civil cualquiera, puedes acercarte a un teniente o a un capitán y no tienes que saludarlo, ni cederle el asiento ni la vereda. Malpapeada, por qué mejor no das un salto y me muerdes la corbata o la nariz, haz lo que quieras, estás en tu casa. Hacía un calor terrible y el coronel seguía hablando. Cuando Alberto salió de su casa comenzaba a oscurecer y, sin embargo, sólo eran las seis. Había demorado lo menos media hora en arreglarse, lustrar los zapatos, dominar el impetuoso remolino del cráneo, armar la onda. Incluso, se había afeitado con la navaja de su padre el vello ralo que asomaba sobre el labio superior y bajo las patillas. Fue hasta la esquina de Ocharán y Juan Fanning y silbó. Segundos después, Emilio aparecía en la ventana; también estaba acicalado. -Son las seis - dijo Alberto-. Vuela. -Dos minutos. Alberto miró su reloj, compuso el pliegue del pantalón, extrajo unos milímetros el pañuelo del bolsillo de su chaqueta, se contempló con disimulo en el cristal de una ventana: la gomina cumplía bien su cometido, el peinado se conservaba intacto. Emilio salió por la puerta de servicio. -Hay gente en la sala -le dijo a Alberto- Hubo un almuerzo. Uf, qué asco. Todos están hecho polvo y la casa huele a whisky de arriba abajo. Y con la borrachera mi padre me ha fregado. Se hace el gracioso y no quiere darme la propina. -Yo tengo plata - dijo Alberto-. ¿Quieres que te preste? -Si vamos a algún sitio, sí. Pero si nos quedamos en el Parque Salazar no vale la pena. Oye, ¿cómo hiciste para que te dieran propina? ¿Tu padre no ha visto la libreta de notas? -Todavía no. Sólo la ha visto mi madre. El viejo reventará de rabia. Es la primera vez que me jalan en tres cursos. Tendré que estudiar todo el verano. Apenas podré ir a la playa. Bah, ni pensar en eso. Además, a lo mejor ni se enoja. Hay grandes líos en mi casa. -¿Por qué? -Anoche mi padre no vino a dormir. Apareció esta mañana, lavado y afeitado- Es un fresco. -Sí, es un bárbaro -asintió Emilio-. Tiene montones de mujeres. ¿Y qué le dijo ta madre? -Le tiró un cenicero. Y después se echó a llorar a gritos. Toda la vecindad debe haber oído. Caminaban hacia Larco, por la calle Juan Fanning. Al verlos pasar, el japonés de la tienducha de los jugos de fruta donde se refugiaban hacía años después de los partidos de fulbito, los saludó con la mano. Acababan de encenderse las luces de la calle, pero las veredas continuaban en la sombra, las hojas y las ramas de los árboles detenían la luz. Al cruzar la calle Colón echaron una mirada hacia la casa de Laura. Allí solían reunirse las muchachas del barrio, antes de ir al Parque Salazar, pero todavía no habían llegado: las ventanas del salón estaban a oscuras. -Creo que iban a ir donde Matilde - dijo Emilio-. El Bebe y Pluto se fueron allá después del almuerzo. -Se rió-. El Bebe anda medio loco. Irse a la Quinta de los Pinos y día domingo. Si no lo han visto los padres de Matilde, los matones le habrán roto el alma. Y también a Pluto, que no tiene nada que ver en el asunto. Alberto se rió. -Está loco por esa chica -dijo-. Templado hasta el cien. La Quinta de los Pinos está lejos del barrio, al otro lado de la avenida Larco, más allá del Parque Central, cerca de los rieles del tranvía a Chorrillos. Hace algunos años, esa quinta pertenecía a territorio enemigo, 85 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa pero los tiempos han cambiado, los barrios ya no constituyen dominios infranqueables. Los forasteros ambulan por Colón, Ocharán y la calle Porta, visitan a las muchachas, asisten a sus fiestas, las enamoran, las invitan al cine. A su vez, los varones han tenido que emigrar. Al principio iban en grupos de ocho o diez a recorrer otros barrios miraflorinos, los más próximos, como el de 28 de julio y la calle Francia y luego los distantes, como el de Angamos y el de la avenida Grau, donde vive Susuki, la hija del contralmirante. Algunos encontraron enamoradas en esos barrios extranjeros y se incorporaron a ellos, aunque sin renunciar a la morada solar, Diego Ferré. En ciertos barrios hallaron resistencia: burlas y sarcasmos de los hombres, desaires de las mujeres. Pero en la Quinta de los Pinos la hostilidad de los muchachos del lugar se traducía en violencia. Cuando el Bebe comenzaba a rondar a Matilde, una noche lo asaltaron y le echaron un balde de agua. Sin embargo, el Bebe sigue asediando la quinta y con él otros muchachos del barrio, porque allí no sólo vive Matilde, sino también Graciela y Molly, que no tienen enamorado. -¿No son ésas? -dijo Emilio. -No. ¿Estás ciego? Son las García. Estaban en la avenida Larco, a veinte metros del Parque Salazar. Una serpiente avanza, despacio, por la pista, se enrosca sobre sí misma frente a la explanada, se pierde en la mancha de vehículos estacionados al borde del Parque y luego aparece al otro extremo, disminuida: gira y toma nuevamente la avenida Larco, en sentido contrario. Algunos automóviles llevan la radio prendida: Alberto y Emilio escuchan músicas de baile y un torrente de voces jóvenes, risas. A diferencia de cualquier otro día de la semana, hoy las veredas de Larco que colindan con el Parque Salazar están cubiertas de gente. Pero nada de eso les llama la atención: el imán que todas las tardes de domingo atrae hacia el parque Salazar a los miraflorinos menores de veinte años ejerce su poder sobre ellos desde hace tiempo. No son ajenos a esa multitud sino parte de ella: van bien vestidos, perfumados, el espíritu en paz; se sienten en familia. Miran a su alrededor y encuentran rostros que les sonríen, voces que les hablan en un lenguaje que es el suyo. Son los mismos rostros que han visto mil veces en la piscina M Terrazas, en la playa de Miraflores, en la Herradura, en el Club Regatas, en los cines Ricardo Palma, Leuro o Montecarlo, los mismos que los reciben en las fiestas de los sábados. Pero no sólo conocen las facciones, la piel, los gestos de esos jóvenes que avanzan como ellos hacia la cita dominical del Parque Salazar; también están al tanto de su vida, de sus problemas y de sus ambiciones; saben que Tony no es feliz a pesar del coche sport que le regaló su padre en Navidad, pues Anita Mendizábal, la muchacha que ama, es esquiva y coqueta: todo Miraflores se ha mirado en sus ojos verdes que sombrean unas pestañas largas y sedosas; saben que Vicky y Manolo, que acaban de pasar junto a ellos tomados de la mano, no llevan mucho tiempo, apenas una semana y que Paquito sufre porque es el hazmerreír de Miraflores, con sus forúnculos y su joroba; saben que Sonia partirá mañana al extranjero, tal vez por mucho tiempo, pues su padre ha sido nombrado embajador y que ella está triste ante la perspectiva de abandonar su colegio, sus amigas y las clases de equitación. Pero, además, Alberto y Emilio saben que están unidos a esa multitud por sentimientos recíprocos: a ellos también los conocen los otros. En su ausencia se evocan sus proezas o fracasos sentimentales, se analizan sus romances, se los considera al elaborar las listas de invitados para las fiestas. Vicky y Manolo, justamente, deben estar hablando de ellos en ese momento: "¿viste a Alberto? Helena le hizo caso después de largarlo cinco veces. Lo aceptó la semana pasada y ahora lo va a largar de nuevo. Pobrecito". El Parque Salazar está lleno de gente. Apenas franquean el sardinel que contornea7 los pulidos cuadriláteros de hierba, que a su vez circundan una fuente con peces rojos y amarillos y un monumento ocre, Alberto y Emilio cambian de expresión: sus bocas se despliegan ligeramente, los pómulos se reco gen, las pupilas chispean, se inquietan, en una media sonrisa idéntica a la que aparece en los rostros que cruzan. Grupos de muchachos se mantienen inmóviles, apoyados en el muro del Malecón y contemplan la rueda humana que gira al borde de los cuadriláteros, dividida en hileras que circulan en direcciones opuestas. Las parejas se saludan unas a otras, con un saludo que no altera la inedia sonrisa fija, sino apenas la posición de las cejas y los párpados, un movimiento rápido y mecánico que arruga momentáneamente la frente, un reconocimiento más que un saludo, una especie de santo y seña. Alberto y Emilio dan dos vueltas al Parque, reconocen a sus amigos, a los conocidos, a los intrusos que vienen desde Lima, Magdalena o Chorrillos, para contemplar a esas muchachas que deben recordarles a las artistas de cine. Desde sus puestos de observación, los intrusos lanzan frases hacia la rueda humana, anzuelos que quedan flotando entre los bancos de muchachas. -No han venido -dijo Emilio-. ¿Qué hora tienes? 86 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa -Las siete. Pero a lo mejor están por ahí y no las vemos. Laura me dijo esta mañana que vendrían de todos modos. Iba a pasar a buscar a Helena. -Te ha dejado plantado. No sería raro. Helena se pasa la vida haciéndote perradas. -Ahora ya no -dijo Alberto- Eso era antes. Pero ahora está conmigo. Es distinto. Dieron otras vueltas, observando ansiosamente a todos lados, sin encontrarlas. En cambio, divisaron a algunas parejas del barrio: el Bebe y Matilde, Tico y Graciela, Pluto y Molly. -Ha pasado algo -dijo Alberto- Ya deberían estar acá. -Si vienen, te acercas tú solo -repuso Emilio, malhumorado- Yo no acepto estas cosas, soy muy orgulloso. -A lo mejor no es culpa de ellas. De repente no las dejaron salir. -Cuentos. Cuando una chica quiere salir, sale aunque se acabe el mundo. Siguieron dando vueltas, sin hablar, fumando. Media hora después, Pluto les hizo una seña. "Ahí están, les dijo, señalando una esquina. ¿Qué esperan?" Alberto se lanzó en esa dirección, atropellando a las parejas. Emilio lo siguió; murmuraba entre dientes. Naturalmente, no estaban solas; las rodeaba un círculo de intrusos.”Permiso", dijo Alberto y los sitiadores se retiraron, sin protestar. Momentos después, Emilio y Laura, Alberto y Helena, giraban también, lentamente, tomados de la mano. -Creí que ya no ibas a venir. -No pude salir antes mi mamá estaba sola y tuve que esperar a mi hermana, que había ido al cine. Y no puedo quedarme mucho rato. Tengo que volver alas ocho. -¿Nada más que hasta las ocho? Pero si casi son las siete y media. -Todavía no. Sólo son las siete y cuarto. -Es lo mismo. -¿Qué te pasa? ¿Estás de mal humor? -No, pero trata de comprender mi situación, Helena. Es terrible. -¿Que cosa es terrible? No entiendo lo que quieres decir. -Quiero decir la situación de nosotros. No nos vemos nunca. -¿No ves? Te advertí que iba a pasar esto. Por eso no quería aceptarte. -Pero eso no tiene nada que ver. Si estamos juntos, lo más natural es que nos veamos un poco. Cuando no eras m enamorada te dejaban salir como a las otras chicas. Pero ahora te tienen encerrada, ni que fueras una criatura. Yo creo que la culpa es de Inés. -No hables mal de mi hermana, no me gusta que se metan con mi familia. -Yo no me meto con tu familia, pero tu hermana es una antipática. Me odia. -¿A ti? Ni sabe cómo te apellidas. -Eso crees. Siempre que la veo en el Terrazas, la saludo y no me contesta. Pero varias veces la he pescado mirándome a la disimulada. -A lo mejor le gustas. -¿Quieres dejar de burlarte de mí? ¿Qué te pasa? -Nada. Alberto aprieta levemente la mano de Helena y la mira a los ojos; ella está muy seria. -Trata de comprenderme, Helena. ¿Por qué eres así? -¿Cómo soy? -responde ella, con sequedad. -No sé, a ratos parece que te molestara estar conmigo. Y -Yo estoy cada vez más enamorado de ti. Por eso me desespera no verte. -Yo te lo advertí. No me eches la culpa. -He estado tras de ti más de dos años. Y cada vez que me largabas, pensaba: "pero algún día me hará caso y entonces me olvidaré de los malos ratos que estoy pasando". Pero ha resultado peor. Antes, al menos te veía seguido. -¿Sabes una cosa? No me gusta que me hables así. -¿Que te hable cómo? -Que me digas eso. Hay que ser un poco orgulloso. No me ruegues. -Si no te estoy rogando. Te digo la verdad. ¿Acaso no eres mi enamorada? ¿Para qué quieres que sea orgulloso? -No lo digo por mí, sino por ti. No te conviene. -Yo soy como soy. -Bueno, allá tú. Él vuelve a apretarle la mano y trata de encontrar sus ojos, pero esta vez ella rehuye la mirada. Está mucho más seria y grave. 87 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa Cava era bien serrano. Mi hermano siempre dice: si quieres saber si un tipo es serrano, miralo a los ojos, verás que no aguanta y tuerce la vista. Mi hermano los conoce bien, para algo ha sido camionero. De chico yo quería ser camionero como él. Iba a la sierra, a Ayacucho, dos veces por semana, para regresar al día siguiente y eso durante años, y no recuerdo una sola vez que no llegara hablando pestes de los serranos. Se tomaba unas copas y ahí mismo empezaba a buscar un serrano, para zumbarle. Dice que lo pescaron borracho y debe ser la pura verdad, me parece imposible que si lo agarran seco lo hubieran machucado en esa forma. Algún día iré a Huancayo y sabré quiénes fueron y les pesará en el alma lo que le hicieron. Oiga, dijo el policía, ¿aquí vive la familia Valdivieso? Sí, le contesté, si es que habla de la familia de Ricardo Valdivieso y me acuerdo que mi madre me 'jaló de las cerdas y me metió adentro y se adelantó toda asustada y mirando al cachaco con una desconfianza le dijo: "hay muchos Ricardo Valdivieso en el mundo y además nosotros no tenemos que pagar las culpas de nadie. Somos pobres, pero honrados, señor policía, usted no tiene que hacer caso de lo que dice la criatura". Pero yo ya tenía más de diez años, no era ninguna criatura. El cachaco se rió y dijo: 1 no es que Ricardo Valdivieso haya hecho nada, sino que está en la Asistencia Pública más cortado que una lombriz. Lo han chaveteado por todas partes y dijo que avisaran a la familia". "Fíjate cuánta plata queda en esa botella, me dijo mi madre. Habrá que llevarle unas naranjas.” Por gusto le compramos fruta, ni pudimos dársela, estaba todo vendado, sólo se le veían los ojos. El policía ese estuvo conversando con nosotros y nos decía, qué tal bruto, ¿usted sabe señora dónde lo cortaron? En Huancayo. ¿Y sabe dónde lo recogieron? Cerca de Chosica, qué tal bruto. Se subió a su camión y se vino a Lima lo más fresco. Cuando lo encontraron ahí, salido de la carretera, se había quedado dormido sobre el timón, yo creo que más de borracho que de herido. Y si usted viera cómo está ese camión, todo pegajoso de la sangre que este bruto vino chorreando por el camino, señora, perdóneme que se lo diga, pero es un bruto como no hay dos. ¿Usted sabe lo que le dijo el doctor? Todavía estás borracho, hombre, tú no has venido desde Huancayo en ese estado, te hubieras más que muerto a medio camino, si te han metido más de treinta chavetazos. Y mi madre le decía, "sí señor policía, su padre también era así, una vez me lo trajeron medio muerto, casi ni podía hablar y quería que le fuera a comprar más licor y como no podía levantar los brazos de tanto que le dolían, yo misma tenía que meterle a la boca la botella de pisco, se da usted cuenta qué familia. El Ricardo ha salido a su padre, para mi desgracia. Un día, como su padre se irá y no volveremos a saber dónde anda ni qué hace. En cambio, el padre de éste (y me dio un manazo) era tranquilo, un hombre de su casa, todo lo contrario del otro. De su trabajo a su hogar y al fin de la semana me entregaba su sobre con la plata y yo le daba para sus cigarrillos y sus pasajes y el resto lo guardaba. Un hombre muy distinto del otro, señor policía, y casi no probaba licor. Pero mi hijo mayor, quiero decir ese que está ahí vendado, le tenía tirria. Y le hacía pasar muy malos ratos. Cuando el Ricardo, que todavía era un muchacho, llegaba tarde, mi pobre compañero se ponía a temblar, ya sabía que este bruto vendría borracho y empezaría a preguntar ¿dónde está ese señor que dice que es mi padrastro para conversar un poquito con él? Y mi pobre compañero se escondía en la cocina, hasta que el Ricardo lo encontraba y lo hacía correr por toda la casa. Y tanto lo cargó, que éste también se me fue. Pero con razón." Y el cachaco se reía como una chancha de contento y el Ricardo se movía en su cama, furioso de no poder abrir la boca para decirle a su madre que se callara y no lo hiciera quedar tan mal. Mi madre le regaló una naranja al cachaco y las otras las llevamos a la casa. Y cuando el Ricardo se curó me dijo: siempre de los serranos, que son lo más traicionero que hay en el mundo. Nunca se te paran de frente, siempre hacen las cosas a la mala, por detrás. Esperaron que yo estuviera bien borracho, con pisco que ellos mismos me convidaron, para echárseme encima. Y ahora como me han quitado el brevete, no podré volver a Huancayo a arreglarles cuentas". Será por eso que los serranos siempre me han caído atravesados. Pero en el colegio había pocos, dos o tres. Y estaban acriollados. En cambio, cómo me chocó cuando entré aquí la cantidad de serranos. Son más que los costeños. Parece que se hubiera bajado toda la puna, ayacuchanos, puneños, ancashinos, cuzqueños, huancaínos, carajo y son serranos completitos, como el pobre Cava. En la sección hay varios pero a él se le notaba más que a nadie. ¡Qué pelos! No me explico cómo un hombre puede tener esos pelos tan tiesos. Me consta que se avergonzaba. Quería aplastárselos y se compraba no sé qué brillantina y se bañaba en eso la cabeza para que no se le pararan los pelos y le debía doler el brazo de tanto pasarse el peine y echarse porquerías. Ya parecía que se estaban asentando, cuando, juácate, se levantaba un pelo, y después otro, y después cincuenta pelos, y mil, sobre todo de las patillas, ahí es donde los pelos se les paran como alas a los serranos y también atrás, encima del cogote. El serrano Cava ya estaba medio loco de tanto que lo batían por sus pelos y su brillantina que echaba un olor salvaje a podredumbre. Siempre voy a acordarme de tanto que lo batían cuando aparecía con su cabeza brillando y todos lo rodeaban y comenzaban a contar, uno, dos, tres, La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa cuatro, a grito pelado, y antes que llegáramos a diez ya habían saltado los pelos, y él aguantando verde y los pelos saltando uno tras otro y antes que contáramos cincuenta todos sus pelos estaban como un sombrero de espinas. Eso es lo que más los friega, la pelambre. Pero a Cava más que a los otros, qué manera de tener pelos, casi no se le ve la frente, le crecen sobre las cejas, no debe ser cómodo tener esa peluca, ser un hombre sin frente, y eso era otra cosa que le fregaba mucho. Una vez lo encontraron afeitándose la frente, el negro Vallano, creo. Entró a la cuadra y dijo: "corran que el serrano Cava se está sacando los pelos de la frente, es algo que vale la pena". Fuimos corriendo al baño de las aulas, porque hasta ahí se había ido para que nadie lo pescara, y ahí estaba el serrano con la frente enjabonada como si fuera la barba, y se metía la navaja con mucho cuidadito para no cortarse y qué tal manera de batirlo. Se puso medio loco de cólera y ésa fue la vez que se trompeó con el negro Vallano, ahí mismo, en el baño. Qué manera de sonarse, pero el negro era más fuerte, le dio sin misericordia. Y el Jaguar dijo: "oigan, tanto que quiere quitarse los pelos, por qué no lo ayudamos". No creo que hiciera bien, el serrano era del Círculo, pero él no pierde la oportunidad de fregar. Y el negro Vallano, que estaba enterito a pesar de la pelea, fue el primero que se lanzó sobre el serrano y después yo y cuando lo tuvimos bien cogido, el Jaguar le echó la misma espuma que quedaba en la brocha, le embadurnó toda la frente peluda y cerca de media cabeza y comenzó a afeitarlo. Quieto serrano, la navaja se te va a meter al cráneo si te mueves. El serrano Cava hinchaba los músculos bajo mis brazos, pero no podía moverse y miraba al Jaguar con una furia. Y el Jaguar, rapa y rapa, aféitale media mitra, qué manera de batir. Y después el serrano se quedó quieto y el Jaguar le limpió la espuma con pelos y de pronto le aplastó la mano en la cara:”come, serrano, no tengas asco, espumita rica, come". Y qué manera de reírnos cuando se paró y corrió a mirarse en el espejo. Creo que nunca me he reído tanto como esa vez, al ver a Cava caminando delante de nosotros por la pista de desfile, con la mitad de la cabeza afeitada y la otra mitad con los pelos tiesos, y el poeta daba saltos y gritaba: "aquí está el último mohicano, den parte a la Prevención", y todo el mundo se acercaba y el serrano iba rodeado de cadetes que lo señalaban con el dedo y en el patio lo vieron dos suboficiales y también comenzaron a reírse y entonces al serrano no le quedó más remedio que reírse. Y después en la fila el teniente Huarina dijo: "¿qué les pasa, mierdas, que andan riéndose como locas? A ver, brigadieres, vengan aquí”. Y los brigadieres, nada mi teniente, efectivo completo y los suboficiales dijeron: "un cadete de la primera anda con la cabeza medio pelada- y Huarina dijo: "aquí el cadete". No había quién se aguantara la risa cuando el serrano Cava se cuadró frente a Huarina y éste le dijo "quítese la cristina" y él se la quitó. "Silencio, dijo Huarina, ¿qué es eso de reírse en la formación?", pero él también miraba la cabeza del serrano y se le torcía la boca. "¿Qué ha pasado, oiga?", y el serrano, nada mi teniente, cómo que nada, usted cree que el colegio Militar es un circo, no mi teniente, por qué tiene la cabeza así, me he cortado el pelo por el calor mi teniente, y Huarina entonces se rió y le dijo a Cava: "es usted una putita perdida, pero éste no es un colegio de locas, vaya a la peluquería y que lo rapen, así se le van a quitar los calores y no saldrá hasta que ten ga el pelo como dice el reglamento". Pobre serrano, no era mala gente, después nos llevamos bien. Al principio me caía mal, sólo por ser serrano, por las cosas que le hicieron al Ricardo. Siempre andaba batiéndolo. Cuando se reunía el Círculo y había que sortear a uno que zumbara a uno de cuarto y salía el serrano, yo decía mejor elegimos a otro, éste se hará chapar y nos caerán encima. Y Cava se quedaba callado, asimilando. Y después cuando el Círculo se deshizo y el Jaguar nos propuso: "el Círculo se acabó pero si quieren formamos otro, nosotros cuatro”, yo dije nada con serranos, son unos cobardes y el Jaguar dijo: "esto, hay que arreglarlo de una vez, nada de estas bromas entre nosotros". Lo llamó a Cava y le dijo: "el Boa nos ha dicho que eres un cobarde y que no debes formar parte de] Círculo, tienes que demostrarle que está equivocado". Y el serrano dijo bueno. Esa noche nos fuimos los cuatro al estadio, y nos quitamos las hombreras para que al pasar por cuarto y quinto no vieran que éramos perros y nos llevaran a tender camas. Y logramos pasar y llegamos al estadio y el Jaguar dijo: "peleen sin decir lisuras ni gritar, las cuadras de cuarto y quinto están llenas de hijos de perra a estas horas". Y el Rulos dijo: "mejor sería que se quitaran las camisas, no vayan a romperla y mañana hay revista de prendas". Así que nos quitamos las camisas y el Jaguar dijo: "comiencen cuando quieran". Yo ya sabía que el serrano no podía, pero cómo iba a pensar que resistiera tanto. Eso también había sido cierto, los serranos son bien duros para el castigo, aunque no lo parezcan, siendo tan bajitos. Y Cava es bajo, pero eso sí, muy maceteado. No tiene cuerpo, es todo cuadrado, ya me había fijado. Y cuando le daba, parecía que no le hacía nada, aguantaba lo más fresco. Pero es muy bruto, muy serrano, se me prendía del pescuezo y la cintura y no había modo de zafarse, le molía la espalda y la cabeza para que se alejara, pero al ratito volvía como un toro, qué resistencia. Y daba pena ver lo poco ágil que era. Eso también lo sabía, los serranos no saben usar los pies. Sólo los chalacos manejan las patas como se debe, mejor que las manos, ellos deben haber inventado la chalaca, pero no es fácil, cualquiera 91 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa no levanta las dos patas a la vez y las planta en la cara del enemigo. Los serranos pelean sólo con las dos manos. Ni siquiera saben usar la cabeza como los criollos, y eso que la tienen dura. Creo que los chalacos son los mejores peleadores del inundo. El Jaguar dice que es de Bellavista, pero yo creo que es chalaco, en todo caso está tan cerquita. No conozco a nadie que maneje como él la cabeza y los pies. Casi no usa las manos para pelear, chalaca y cabezazo todo el tiempo, no quisiera pelearme nunca con el Jaguar. Mejor paramos, serrano, le dije. "Como tú quieras, me contestó, pero nunca más digas que soy un cobarde." "Pónganse las camisas, dijo el Rulos, y límpiense las caras, ahí viene alguien, creo que son suboficiales." Pero no eran suboficiales sino cadetes de quinto. Y eran cinco. "¿Por qué están sin cristinas?", dijo uno. "Ustedes son de cuarto o perros, no disimulen." Y otro gritó: "cuádrense y vayan sacando la plata y los cigarrillos". Yo estaba muy cansado, me quedé quieto mientras el tipo ése me rebuscaba los bolsillos. Pero el que estaba registrando al Rulos dijo: "éste está lleno de plata y de incas, qué tesoro". Y el Jaguar les dijo, con su risita: "ustedes son muy valientes porque están en quinto, ¿no?". Y uno preguntó: "¿qué ha dicho este perro?". No se les veían las caras porque estaba oscuro. Y otro tipo dijo: "¿quiere repetir lo que ha dicho, perro?”. Y el Jaguar le dijo: "si usted no estuviera en quinto, mi cadete, seguro que no se atrevía a sacarnos la plata y los cigarrillos". Y los cadetes se rieron. Le preguntaron: "¿usted es muy maldito, por lo que parece?". "Sí, les dijo el Jaguar. Una barbaridad de maldito. Y también creo que no se atreverían a meterme las manos al bolsillo si estuviéramos en la calle." "Qué me cuentan, qué me cuentan”, dijo otro, "¿oyen lo que estoy oyendo?". Y otro dijo: "si usted quiere, cadete, podría quitarme las insignias y tirarlas al suelo y se me ocurre que también sin insignias le meto la mano donde se me antoje". "No, mi cadete, dijo el Jaguar, no creo que se atrevería." "Vamos a probar”, dijo el cadete. Y se quitó el sacón y las insignias y al ratito el Jaguar lo había tumbado y lo machucaba contra el suelo, así que el tipo se puso a gritar: " ¡qué esperan para ayudarme!". Y los otros se echaron sobre el Jaguar y el Rulos dijo: "esto sí que no lo permito". Y yo me fui sobre el montón, qué pelea más rara, nadie veía nada, y a ratos me caían como pedradas y yo pensaba: "se me hace que son las patas del Jaguar". Y ahí estuvimos en el cargamontón hasta que sonó el pito y todos salimos corriendo. Qué manera de estar molidos. En la cuadra, cuando nos quitamos las camisas, los cuatro estábamos hinchados de arriba abajo y nos moríamos de risa. Toda la sección se amontonó en el baño y decían: "cuenten". Y el poeta nos echó pasta de dientes en la cara para bajar la hinchazón. Y en la noche el Jaguar dijo: "ha sido como el bautizo del nuevo Círculo". Y después yo fui hasta la cama del pobre Cava y le ije: "oye, quedemos como amigos". Y él me dijo: “por supuesto”. Bebieron las Colas sin hablar. Paulino los miraba descaradamente, con sus ojos malignos. El padre de Arana bebía del pico de la botella, a tragos cortos; a veces, se quedaba con la botella suspendida sobre la boca y los ojos ausentes. Reaccionaba haciendo una mueca y volvía a tornar otro trago. Alberto bebía sin ganas, el gas le hacía cosquillas en el estómago. Procuraba no hablar, temía que el hombre se lanzara a nuevas confidencias. Miraba a un lado y a otro. No se veía a la vicuña, probablemente estaba en el estadio. El animal huía al otro extremo del colegio cuando los cadetes estaban libres. Durante las clases, en cambio, venía a recorrer el campo de hierba a pasos lentos y gimnásticos. El padre de Arana pagó las bebidas y dio a Paulino una propina. El edificio de las aulas no se veía, aún estaban sin encender las luces de la pista de desfile y la neblina había descendido hasta el suelo. -¿Sufría mucho? -preguntó el hombre-. El sábado, al traerlo aquí. ¿Sufría mucho? -No, señor. Estaba desmayado. Lo subieron a un coche en la avenida Progreso. Y lo trajeron directamente ala enfermería. “Sólo nos avisaron el sábado en la tarde -dijo el hombre, con voz fatigada-. A eso de las cinco. Hacía como un mes que no salía y su madre quería venir a verlo. Siempre lo castigaban por una cosa u otra. Yo pensaba que eso lo obligaba a estudiar más. Nos llamó por teléfono el capitán Garrido. Fue algo duro para nosotros, joven. Vinimos al instante, casi choco en la Costanera. Y ni siquiera nos dejaron estar con él. Eso no habría ocurrido en una clínica. -Si ustedes quisieran, podrían llevarlo a otra clínica. No se atreverán a prohibirles eso. -El médico dice que ahora no se lo puede mover. Está muy grave, ésa es la verdad, para qué engañarse. Su madre se va a volver loca. Está furiosa conmigo, sabe usted, eso es lo más injusto, por lo del viernes. Las mujeres son así, todo lo tergiversan. Si yo he sido severo con el muchacho, ha sido por su bien. Pero el viernes no pasó nada, una tontería. Y me lo saca en cara todo el tiempo. -Arana no me contó nada -dijo Alberto-. Y eso que siempre me hablaba de sus cosas. -Le digo que no pasó nada. Vino a la casa por unas horas, le habían dado un permiso no sé por qué. Hacía un mes que no salía. Y apenas llegó quiso ir a la calle. Era una desconsideración, no es cierto, qué 92 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa cristales se velan unos ojos grises, hundidos y desconfiados. Los miró uno por uno; los oficiales seguían cuadrados. -Descansen -dijo el coronel-. Siéntense. Los tenientes esperaron que el capitán Garrido eligiera su asiento. Había varios sillones de cuero, dispuestos en círculo; el capitán ocupó el que estaba junto a una lámpara de pie. Los tenientes se sentaron a su alrededor. El coronel se acercó. Los oficiales lo miraban, un poco inclinados hacia él, atentos, serios, respetuosos. -¿Todo en orden? -dijo el coronel. -Sí, mi coronel -repuso el capitán-. Ya está en la capilla. Han venido algunos familiares. La primera sección hace la guardia de honor. A las doce la reemplazará la segunda. Después las otras. Ya trajeron las coronas. -¿Todas? -dijo el coronel. Sí, mi coronel. Yo mismo puse su tarjeta en la más grande. También trajeron la de los oficiales y la de la Asociación de padres de familia. Y una corona por año. Los familiares también enviaron coronas y flores. -¿Habló usted con el presidente de la Asociación para lo del entierro? -Sí, mi coronel. Dos veces. Dijo que toda la Directiva asistiría. -¿Le hizo preguntas? -El coronel arrugó la frente-. Ese Juanes siempre está metiendo las narices en todo. ¿Qué le dijo? -No le di detalles. Le expliqué que había muerto un cadete, sin indicar las circunstancias. Y le indiqué que habíamos encargado una corona en nombre de la Asociación y que debían pagarla con sus fondos. -Ya vendrá a hacer preguntas -dijo el coronel, mostrando el puño- Todo el inundo vendrá a hacer preguntas. En estos casos siempre aparecen intrigantes y curiosos. Estoy seguro que esto llegará hasta el ministro. El capitán y los tenientes lo escuchaban sin pestañear. El coronel había levantado la voz; sus últimas palabras eran gritos. -Todo esto puede ser terriblemente perjudicial -añadió- El colegio tiene enemigos. Es su gran oportunidad. Pueden aprovechar una estupidez como ésta para lanzar mil calumnias contra el establecimiento y, por supuesto, contra mí. Es preciso tomar precauciones. Para eso los he reunido. Los oficiales acentuaron la expresión de gravedad y asintieron con movimientos de cabeza. -¿Quién entra de servicio mañana? -YO, mi coronel -dijo el teniente Pitalu ga. -Bien. En la primera formación leerá un Orden del Día. Tome nota. Los oficiales y el alumnado deploran profundamente el accidente que ha costado la vida al cadete. Especifique que se debió a un error de él mismo. Que no quede la menor duda. Que esto sirva de advertencia, para un cumplimiento más estricto del reglamento y de las instrucciones, etc. Redáctela esta noche y tráigame el borrador. Lo corregiré yo mismo. ¿Quién es el teniente de la compañía del cadete? -Yo, mi coronel -dijo Garriboa- Primera compañía. -Reúna a las secciones antes del entierro. Déles una pequeña conferencia. Lamentamos sinceramente lo sucedido, pero en el Ejército no se pueden cometer errores. Todo sentimentalismo es criminal. Usted se quedará a hablar conmigo de este asunto. Vamos a aclarar primero los detalles del entierro. ¿Estuvo con la familia, Garrido? -Sí, mi coronel. Están de acuerdo en que sea a las seis de la tarde. Hablé con el padre. La madre está muy afectada. -Irá sólo el quinto año -lo interrumpió el coronel- Recomienden a los cadetes discreción absoluta. Los trapos sucios se lavan en casa. Pasado mañana los reuniré en el Salón de Actos y les hablaré. Una tontería cualquiera puede desatar un escándalo. El ministro reaccionará mal cuando se entere, no faltará quien vaya a decírselo, ya saben que estoy rodeado de enemigos. Bien, vamos por partes. Teniente Huarina, encárguese de pedir camiones a la Escuela Militar. Usted vigilará el desplazamiento. Y la devolución de los camiones a la hora debida. ¿Entendido? -Sí, mi coronel. -Pitaluga, vaya a la capilla. Sea amable con los familiares. Yo iré a saludarlos dentro de un momento. Que los cadetes de la guardia de honor observen la máxima disciplina. No toleraré la menor infracción durante el velorio o el entierro. Lo hago responsable. Quiero que el quinto año dé la impresión de sentir mucho la muerte del cadete. Eso constituye siempre una nota positiva. -Por eso no se preocupe, mi coronel -dijo Gamboa -Los cadetes de la compañía están muy impresionados. 95 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa -¿Sí? -dijo el coronel, mirando a Gamboa con sorpresa-. ¿Por qué? -Son muy jóvenes mi coronel -dijo. Garrido- Los mayores tienen dieciséis años, sólo unos cuantos diecisiete. Han vivido con él casi tres años. Es natural que estén impresionados. -¿Por qué? -insistió el coronel-. ¿Qué han dicho? ¿Qué han hecho? ¿Cómo sabe usted que están impresionados? -No pueden dormir, mi coronel. He recorrido todas las secciones. Los cadetes están despiertos en sus camas, y hablan de Arana. -¡En las cuadras no se puede hablar después del toque de silencio! -gritó el coronel- ¿Cómo es posible que no lo sepa, Gamboa? -Los he hecho callar, mi coronel. No hacen bulla, hablan en voz baja. Sólo se oye un murmullo. He ordenado a los suboficiales que recorran las cuadras. -No me extraña que ocurran accidentes como éste en el quinto año -dijo el coronel, mostrando el puño nuevamente; pero su puño era blanco y pequeñito”no inspiraba respeto-: los propios oficiales fomentan la indisciplina. Gamboa no respondió. -Pueden retirarse -dijo el coronel, dirigiéndose a Calzada, Pitaluga y Huarina- Una vez más les recomiendo discreción absoluta. Los oficiales se pusieron de pie, chocaron los talones y salieron. Sus pasos se perdieron en el corredor. El coronel se sentó en él sillón que ocupaba Huarina, pero al instante se levantó y comenzó a pasear por la habitación. -Bueno -dijo de pronto, deteniéndose- Ahora quiero saberlo que ha pasado. ¿Cómo ha sido? El capitán Garrido miró a Gamboa y con un movimiento de cabeza le indicó que hablara. El teniente se volvió hacia el coronel. -En realidad, mi coronel, todo lo que sé figura en el parte. Yo dirigía la progresión desde el otro extremo, en el flanco derecho. No vi ni sentí nada, hasta que llegamos cerca de la cumbre. El capitán tenía cargado al cadete. -¿Y los suboficiales? -preguntó el coronel-. ¿Qué hacían mientras usted dirigía la progresión? ¿Estaban ciegos y sordos? -Iban a la retaguardia, mi coronel, según las instrucciones. Pero tampoco notaron nada. -Hizo una pausa y añadió, respetuosamente: -También lo indiqué en el parte. -¡No puede ser! -gritó el coronel, sus manos se elevaron en el aire y cayeron contra su prominente barriga; allí quedaron, asidas al cinturón. Hizo un esfuerzo por calmarse-. Es estúpido que me diga que nadie vio que un hombre caía herido. Ha debido gritar. Tenía decenas de cadetes a su alrededor. Alguien tiene que saber... -No, mi coronel -dijo Gamboa- la distancia entre hombre y hombre era grande. Y los saltos se daban a toda carrera, Sin duda, el cadete cayó cuando se disparaba y los balazos apagaron sus gritos, si es que gritó. En ese terreno hay hierba alta y al caer quedó medio oculto. Los que venían detrás no lo vieron. He interro gado a toda 4a compañía. El coronel se volvió hacia el capitán. -¿Y usted también estaba en la luna? -Yo controlaba la progresión desde atrás, mi coronel -dijo el capitán Garrido, pestañeando; sus mandíbulas trituraban las palabras como dos moledoras. Hacía grandes ademanes- Los grupos avanzaban alternativamente. El cadete debe haber caído herido en el momento que su línea se arrojaba al suelo. Al siguiente silbato ya no pudo levantarse -Y permaneció medio enterrado en la hierba. Probablemente estaba algo atrasado en relación con su columna y por eso la retaguardia, en el salto siguiente, lo dejó atrás. -Todo eso está muy bien -dijo el coronel- Ahora diganme realmente lo que piensan. El capitán y Gamboa se miraron, Hubo un silencio incómodo, que ninguno se atrevía a quebrar. Finalmente, habló el capitán, en voz baja: -Ha podido dispararse su propio fusil -Miró al coronel- Es decir, al chocar contra el suelo, pudo engancharse el gatillo en el cuerpo. -No -dijo el coronel- Acabo de hablar con el médico. No hay ninguna duda, la bala vino de atrás. Ha recibido el balazo en la nuca. Usted ya está viejo, sabe de sobra que los fusiles no se disparan solos. Eso está bien para decírselo a los familiares y evitar complicaciones. Pero los verdaderos responsables son ustedes. -El capitán y el teniente se enderezaron ligeramente en sus asientos. -¿Cómo se efectuaba el fuego? 96 La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa “Según las instrucciones, mi coronel - dijo Gamboa Fuego de apoyo, alternado. Los grupos de asalto se protegían uno a otro. El fuego estaba perfectamente sincronizado. Antes de ordenar el tiro, yo comprobaba que la vanguardia estuviera a cubierto, que todos los cadetes se hallaran tendidos. Por eso dirigía la progresión desde el flanco derecho, para tener una visibilidad mayor. Ni siquiera había obstáculos naturales. En todo momento pude dominar el terreno donde operaba la compañía. No creo haber cometido ningún error, mi coronel. -Hemos hecho el mismo ejercicio más de cinco veces este año, mi coronel -dijo el capitán- Y los de quinto lo han hecho más de quince veces desde que están en el colegio. Además, han realizado campañas más completas, con más riesgos. Yo señalo los ejercicios de acuerdo al programa elaborado por el mayor. Nunca he ordenado maniobras que no figuren en el programa. -Eso a mí no me importa -dijo el coronel, lentamente-. Lo que interesa es saber qué error, qué equivocación ha causado la muerte de] cadete. ¡Esto no es un cuartel, señores! -Levantó su puño blancuzco- Si le cae un balazo a un soldado, se le entierra y se acabó. Pero estos son alumnos, niños de su casa, por una cosa así se puede armar un tremendo lío. ¿Y si el cadete hubiera sido hijo de un general? -Tengo una hipótesis, mi coronel -dijo Gamboa. El capitán se volvió a mirarlo con envidia- Esta tarde he revisado cuidadosamente los fusiles. La mayoría son viejos y poco seguros, mi coronel, usted ya sabe. Algunos tienen desviada el alza, el guión, otros están con el interior del cañón ligeramente dañado. Esto no basta, claro está. Pero es posible que un cadete modificara la posición del alza, sin darse cuenta, y apuntara mal. La bala ha podido seguir una trayectoria rampante. Y el cadete Arana, por una desgraciada coincidencia, pudo estar en mala posición, mal cubierto. En fin, sólo es una hipótesis, mi coronel. -La bala no cayó del cielo -dijo el coronel, más tranquilo, como si algo se hubiera resuelto- No me dice usted nada nuevo, la bala se le escapó a uno de la retaguardia. ¡Pero esos accidentes no pueden ocurrir aquí! Lleve mañana mismo todos los fusiles a la armería. Que cambien los inservibles. Capitán, encárguese de que en las otras compañías se haga también una revisión. Pero no ahora; dejemos pasar unos días. Y con mucha prudencia: no debe trascender una palabra de este asunto. Está en juego el prestigio del colegio, e incluso el del Ejército. Felizmente, los médicos han sido muy comprensivos. Harán un informe técnico, sin hipótesis. Lo más sensato es mantener la tesis de un- error cometido por el propio cadete. Hay que cortar de raíz cualquier rumor, cualquier comentario. ¿Entendido? -Mi coronel -dijo el capitán- Permítame hacerle observar que esta tesis me parece mucho más verosímil que la de un tiro de la retaguardia. -¿Por qué? -dijo el coronel- ¿Por qué más verosímil? -Más aún, mi coronel. Yo me atrevería a afirmar que la bala salió del fusil del propio cadete. Es imposible que, apuntando a blancos situados a varios metros de altura sobre el terreno, la trayectoria de una bala sea rampante. El cadete ha podido accionar el gatillo inconscientemente, al caer sobre el fusil. He visto con mis propios ojos que los cadetes se arrojaban de manera defectuosa, sin ninguna técnica. Y el cadete Arana jamás se distinguió en las campañas. -Después de todo, es posible -dijo el coronel, muy calmado-. Todo es posible en este mundo. ¿Y usted de qué se ríe, Gamboa? -No me río, mi coronel. Perdóneme, pero se ha confundido. -Así espero -dijo el coronel, palincándose el vientre y sonriendo, por primera vez- Y que esto les sirva de lección. El quinto año y sobre todo la primera compañía, nos ha dado malos ratos, señores. Hace unos días expulsamos a un cadete que robaba exámenes, rompiendo ventanas, como un gangster de película. Ahora esto. Pongan mucho cuidado en el futuro. No hago amenazas, señores, entiéndanlo bien. Pero tengo una misión que cumplir aquí. Y ustedes también. Debemos cumplirla como militares, como peruanos. Sin contemplaciones ni sentimentalismos. Venciendo todos los obstáculos. Pueden retirarse, señores. El capitán Garrido y el teniente Gamboa salieron. El coronel se quedó mirándolos, con expresión solemne, hasta que la puerta se cerró tras ellos. Entonces, se rascó la barriga. Una tarde que regresaba del colegio, el flaco Higueras me dijo: “¿no te importa que vayamos a otro sitio? Prefiero no entrar a esa cantina". Le dije que no me importaba y me llevó a un bar de la avenida Sáenz Peña, oscuro y sucio. Por una puerta muy pequeña, junto al mostrador, se pasaba a un salón grande. El flaco Higueras conversó un momento con el chino que atendía; parecían conocerse mucho. El flaco pidió dos cortos y cuando terminamos de beber, me preguntó mirándome muy serio, si yo era un hombre tan 97
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