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La dama del alba alejandro casona, Apuntes de Literatura

Obra de teatro de Alejandro Casona

Tipo: Apuntes

2018/2019

Subido el 11/07/2019

Joseluis1986
Joseluis1986 🇦🇷

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¡Descarga La dama del alba alejandro casona y más Apuntes en PDF de Literatura solo en Docsity! La dama La dama del alba es la mejor obra de Casona, y la más querida del escritor, llena de valores líricos y dramáticos que tienen el mérito de entroncar con la mejor tradición del teatro español del siglo XX, el de Valle-Inclán y García Lorca. Escrita con extraordinaria habilidad, tiene una trama perfecta que va dosificando el misterio y provocando constantes sorpresas en el espectador, manteniendo siempre la atención de éste, de forma que cuando parece resolverse un enigma, siempre se encuentra otro… A mi tierra de Asturias: a su paisaje, a sus hombres, a su espíritu. PERSONAJES LA PEREGRINA TELVA LA MADRE ADELA LA HIJA DORINA (niña) SANJUANERA 1ª SANJUANERA 2ª SANJUANERA 3ª SANJUANERA 4ª ABUELO MARTÍN DE NARCÉS QUICO EL DEL MOLINO ANDRÉS (niño) FALÍN (niño) MOZO 1º MOZO 2º MOZO 3º Esta obra fue estrenada en el Teatro Avenida de Buenos Aires, el 3 de noviembre de 1944, por la compañía de Margarita Xirgu. ACTO PRIMERO En un lugar de las Asturias de España. Sin tiempo. Planta baja de una casa de labranza que trasluce limpio bienestar. Sólida arquitectura de piedra encalada y maderas nobles. Al fondo amplio portón y ventana sobre el campo. A la derecha arranque de escalera que conduce a las habitaciones altas, y en primer término del mismo lado salida al corral. A la izquierda, entrada a la cocina, y en primer término la gran chimenea de leña ornada en lejas y vasares con lozas campesinas y el rebrillo rojo y ocre de los cobres. Apoyada en la pared del fondo una guadaña. Rústicos muebles de nogal y un viejo reloj de pared. Sobre el suelo, gruesas esteras de soga. Es de noche. Luz de quinqué. La Madre, el Abuelo y los tres nietos (Andrés, Dorina y Falín) terminan de cenar. Telva, vieja criada, atiende a la mesa. ABUELO (Partiendo el pan).—Todavía está caliente la hogaza. Huele a ginesta en flor. TELVA.—Ginesta y sarmiento seco; no hay leña mejor para caldear el horno. ¿Y qué me dice de este color de oro? Es el último candeal de la solana. ABUELO.—La harina es buena, pero tú la ayudas. Tienes unas manos pensadas por Dios para hacer pan. TELVA.—¿Y las hojuelas de azúcar? ¿Y la torrija de huevo? Por el invierno bien que le gusta mojada en vino caliente. (Mira a la Madre que está de codos en la mesa, como ausente). ¿No va a cenar nada, mi ama? MADRE.—Nada. (Telva suspira resignada. Pone leche en las escudillas de los niños). FALÍN.—¿Puedo migar sopas en la leche? ANDRÉS.—Y yo ¿puedo traer el gato a comer conmigo en la mesa? DORINA.—El sitio del gato es la cocina. Siempre tiene las patas sucias de ceniza. ANDRÉS.—¿Y a ti quién te mete? El gato es mío. DORINA —Pero el mantel lo lavo yo. ABUELO.—Hazle caso a tu hermana. ANDRÉS.—¿Por qué? Soy mayor que ella. ABUELO.—Pero ella es mujer. ANDRÉS.—¡Siempre igual! Al gato le gusta comer en la mesa y no le dejan; a mí me gusta comer en el suelo, y tampoco. TELVA.—Cuando seas mayor mandarás en tu casa, galán. ANDRÉS.—Sí, sí; todos los años dices lo mismo. FALÍN.—¿Cuándo somos mayores, abuelo? ABUELO.—Pronto. Cuando sepáis leer y escribir. ANDRÉS.—Pero si no nos mandan a la escuela no aprenderemos nunca. ABUELO (A la Madre).—Los niños tienen razón. Son ya crecidos. Deben ir a la escuela. MADRE (Como una obsesión).—¡No irán! Para ir a la escuela hay que pasar el río… No quiero que mis hijos se acerquen al río. DORINA.—Todos los otros van. Y las chicas también. ¿Por qué no podemos nosotros pasar el río? MADRE.—Ojalá nadie de esta casa se hubiera acercado a él. TELVA.—Basta; de esas cosas no se habla. (A Dorina, mientras recoge las escudillas). ¿No querías hacer una torta de maíz? El horno ya se estará enfriando. ANDRÉS (Levantándose, gozoso de hacer algo).—Lo pondremos al rojo otra vez. ¡Yo te ayudo! FALÍN.—¡Y yo! DORINA.—¿Puedo ponerle un poco de miel encima? TELVA.—Y abajo una hoja de higuera para que no se pegue el rescoldo. Tienes que ir aprendiendo. Pronto serás mujer… y eres la única de la casa. (Sale con ellos hacia la cocina). MADRE Y ABUELO ABUELO.—No debieras hablar de eso delante de los pequeños. Están respirando siempre un aire de angustia que no los deja vivir. MADRE.—Era su hermana. No quiero que la olviden. ABUELO.—Pero ellos necesitan correr al sol y reír a gritos. Un niño que está quieto no es un niño. MADRE.—Por lo menos a mi lado están seguros. ABUELO.—No tengas miedo; la desgracia no se repite nunca en el mismo sitio. No pienses más. MADRE.—¿Haces tú otra cosa? Aunque no la nombres, yo sé en qué estás pensando cuando te quedas horas enteras en silencio, y se te apaga el cigarro en la boca. ABUELO.—¿De qué vale mirar hacia atrás? Lo que pasó, pasó y la vida sigue. Tienes una casa que debe volver a ser feliz como antes. MADRE.—Antes era fácil ser feliz. Estaba aquí Angélica; y donde ella ponía la mano todo era alegría. ABUELO.—Te quedan los otros tres. Piensa en ellos. MADRE.—Hoy no puedo pensar más que en Angélica; es su día. Fue una noche como ésta. Hace cuatro años. ABUELO.—Cuatro años ya… (Se miran un instante en silencio. Ella, de rodillas aún). PEREGRINA.—Los Narcés siempre fueron buenos jinetes. MARTÍN.—Así dicen. Si no vuelvo a verla, feliz viaje. Y duerma tranquila, madre; no me gusta que me esperen de noche con luz en las ventanas. ANDRÉS.—Yo te tengo el estribo. DORINA.—Y yo la rienda. FALÍN.—¡Los tres! (Salen con él). MADRE, ABUELO, TELVA Y PEREGRINA TELVA (A la Madre).—Usted tiene la culpa. ¿No conoce a los hombres, todavía? Para que vayan por aquí hay que decirles que vayan por allá. MADRE.—¿Por qué las mujeres querrán siempre hijos? Los hombres son para el campo y el caballo. Sólo una hija llena la casa. (Se levanta). Perdone que la deje, señora. Si quiere esperar el día aquí, no ha de faltarle nada. PEREGRINA.—Solamente el tiempo de descansar. Tengo que seguir mi camino. TELVA (Acompañando a la Madre hasta la escalera).—¿Va a dormir? MADRE.—Por lo menos a estar sola. Ya que nadie quiere escucharme, me encerraré en mi cuarto a rezar. (Subiendo). Rezar es como gritar en voz baja… (Pausa mientras sale. Vuelve a ladrar el perro). TELVA.—Maldito perro, ¿qué le pasa esta noche? ABUELO.—Tampoco él tiene costumbre de sentir gente extraña. (Telva, que ha terminado de desgranar sus arvejas, toma una labor de calceta). PEREGRINA.—¿Cómo han dicho que se llama ese paso peligroso de la sierra? ABUELO.—El Rabión. PEREGRINA.—El Rabión es junto al castaño grande, ¿verdad? Lo quemó un rayo hace cien años, pero allí sigue con el tronco retorcido y las raíces clavadas en la roca. ABUELO.—Para ser forastera, conoce bien estos sitios. PEREGRINA.—He estado algunas veces. Pero siempre de paso. ABUELO.—Es lo que estoy queriendo recordar desde que llegó. ¿Dónde la he visto otra vez… y cuándo? ¿Usted no se acuerda de mí? TELVA.—¿Por qué había de fijarse ella? Si fuera mozo y galán, no digo; pero los viejos son todos iguales. ABUELO.—Tuvo que ser aquí: yo no he viajado nunca. ¿Cuándo estuvo otras veces en el pueblo? PEREGRINA.—La última vez era un día de fiesta grande, con gaita y tamboril. Por todos los senderos bajaban parejas a caballo adornadas de ramos verdes; y los manteles de la merienda cubrían todo el campo. TELVA.—La boda de la Mayorazga. ¡Qué rumbo, mi Dios! Soltaron a chorro los toneles de sidra, y todas las aldeas de la contornada se reunieron en el Pradón a bailar la giraldilla. PEREGRINA.—La vi desde lejos. Yo pasaba por el monte. ABUELO.—Eso fue hace dos años. ¿Y antes?… PEREGRINA.—Recuerdo otra vez, un día de invierno. Caía una nevada tan grande, que todos los caminos se borraron. Parecía una aldea de enanos, con sus caperuzas blancas en las chimeneas y sus barbas de hielo colgando en los tejados. TELVA.—La nevadona. Nunca hubo otra igual. ABUELO.—¿Y antes… mucho antes…? PEREGRINA (Con un esfuerzo de recuerdo) .—Antes… Hace ya tanto años, que apenas lo recuerdo. Flotaba un humo ácido y espeso, que hacía daño en la garganta. La sirena de la mina aullaba como un perro… Los hombres corrían apretando los puños… Por la noche, todas las puertas estaban abiertas y las mujeres lloraban a gritos dentro de las casas. TELVA (Se santigua sobrecogida).—¡Virgen del Buen Recuerdo, aparta de mí ese día! (Entran los niños alegremente). DICHOS y LOS NIÑOS DORINA.—¡Ya va Martín galopando camino de la sierra! FALÍN.—¡Es el mejor jinete a cien leguas! ANDRÉS.—Cuando yo sea mayor domaré potros como él. TELVA (Levantándose y recogiendo Ja labor).—Cuando seas mayor, Dios dirá. Pero mientras tanto, a la cama, que es tarde. Acostado se crece más de prisa. ANDRÉS.—Es muy temprano. La señora, que ha visto tantas cosas, sabrá contar cuentos y romances. TELVA.—El de las sábanas blancas es el mejor. PEREGRINA.—Déjelos. Los niños son buenos amigos míos, y voy a estar poco tiempo. ANDRÉS.—¿Va a seguir viaje esta noche? Si tiene miedo, yo la acompañaré hasta la balsa. PEREGRINA.—¡Tú! Eres muy pequeño todavía. ANDRÉS.—¿Y eso qué? Vale más un hombre pequeño que una mujer grande. El abuelo lo dice. TELVA.—¿Lo oye? Son de la piel de Barrabás. Deles, deles la mano y verá cómo pronto se toman el pie. ¡A la cama, he dicho! ABUELO.—Déjalos, Telva. Yo me quedaré con ellos, TELVA.—¡Eso! Encima quíteme la autoridad y deles mal ejemplo. (Sale rezongando). Bien dijo el que dijo: si el Prior juega a los naipes, ¿qué harán los frailes? ABUELO.—Si va a Compostela puedo indicarle el camino. PEREGRINA.—No hace falta; está señalado en el cielo con polvo de estrellas. ANDRÉS.—¿Por qué señalan ese camino las estrellas? PEREGRINA.—Para que no se pierdan los peregrinos que van a Santiago. DORINA.—¿Y por qué tienen que ir todos los peregrinos n Santiago? PEREGRINA.—Porque allí está el sepulcro del Apóstol. FALÍN.—¿Y por qué está allí el sepulcro del Apóstol? Los TRES.—¿Por qué? ABUELO.—No les haga caso. Más pregunta un niño que contesta un sabio. (Viéndola cruzar las manos en las mangas). Se está apagando el fuego. ¿Siente frío aún? PEREGRINA.—En las manos, siempre. ABUELO.—Partiré unos leños y traeré ramas de brezo que huelen al arder. (Sale hacia el corral. Los niños se apresuran a rodear a la Peregrina). PEREGRINA Y NIÑOS DORINA.—Ahora que estamos solos, ¿nos contará un cuento? PEREGRINA, —¿No os lo cuenta el abuelo? ANDRÉS.—El abuelo sabe empezarlos todos pero no sabe terminar ninguno. Se le apaga el cigarro en la boca, y en cuanto se pierde "Colorín-colorao, este cuento se ha acabao". DORINA.—Antes era otra cosa. Angélica los sabía a cientos, algunos hasta con música. Y los contaba como si se estuviera viendo. ANDRÉS.—El de la Delgadina. Y el de la moza que se vistió de hombre para ir a las guerras de Aragón. DORINA.—Y el de la Xana que hilaba madejas de oro en la fuente. FALÍN.—Y el de la raposa ciega, que iba a curarse los ojos a Santa Lucía… PEREGRINA.—¿Quién era Angélica? DORINA.—La hermana mayor. Todo el pueblo la quería como si fuera suya. Pero una noche se marchó por el río. ANDRÉS.—Y desde entonces no se puede hablar fuerte, ni nos dejan jugar. FALÍN.—¿Tú sabes algún juego? PEREGRINA.—Creo que los olvidé todos. Pero si me enseñáis, puedo aprender. (Los niños la rodean alborozados). FALÍN.—"Aserrín, aserrán, maderitos de San Juan…" DORINA.—No. A "¡Tú darás, yo daré, bájate del borriquito que yo me subiré!" ANDRÉS.—Tampoco. Espera. Vuelve la cabeza para allá, y mucho ojo con hacer trampa, ¡eh! (La Peregrina se tapa los ojos, mientras ellos, con las cabezas juntas, cuchichean). ¡Ya está! Lo primero hay que sentarse en el suelo. (Todos obedecen). Así. Ahora cada uno va diciendo y todos repiten. El que se equivoque, paga. ¿Va? TODOS.—¡Venga! (Inician un juego pueril, de concatenaciones salmodiacas, limitando desmesuradamente con los gestos lo que dicen las palabras. El que dirige cada vuelta se pone en pie; los demás contestan y actúan al unísono, sentados en corro). ANDRÉS.—Ésta es la botella de vino que guarda en su casa el vecino. CORO.—Ésta es la botella de vino que guarda en su casa el vecino. FALÍN (Se levanta mientras se sienta Andrés).—Éste es el tapón de tapar la botella de vino que guarda en su casa el vecino. CORO.—Éste es el tapón de tapar la botella de vino que guarda en su casa el vecino. DORINA (Se levanta mientras se sienta Falín).—Éste es el cordón de liar el tapón de tapar la botella de vino que guarda en su casa el vecino. CORO.—Éste es el cordón de liar el tapón de tapar la botella de vino que guarda en su casa el vecino. ANDRÉS.—Ésta es la tijera de cortar el cordón de liar el tapón de tapar la botella de vino que guarda en su casa el vecino. CORO.—Ésta es la tijera de cortar el cordón de liar el tapón de tapar la botella de vino que guarda en su casa el vecino. (La Peregrina, que ha ido dejándose arrastrar poco a poco por la gracia cándida del juego, se levanta a su vez, imitando exageradamente los gestos del borracho). PEREGRINA.—…Y éste es el borracho ladrón que corta el cordón, que suelta el tapón, que empina el porrón y se bebe el vino que guarda en su casa el vecino. (Rompe a reír. Los niños la rodean y la empujan gritando). NIÑOS.—¡Borracha! ¡Borracha! ¡Borracha! (La Peregrina se deja caer riendo cada vez más. Los niños la imitan riendo también. Pero la risa de la Peregrina va en aumento, nerviosa, inquietante, hasta una carcajada convulsa que asusta a los pequeños. Se apartan mirándola medrosos. Por fin logra dominarse, asustada de sí misma). PEREGRINA.—Pero, ¿qué es lo que estoy haciendo?… ¿Qué es esto que me hincha la garganta y me retumba cristales en la boca?… DORINA (Medrosa aún).—Es la risa. PEREGRINA.—¿La risa?… (Se incorpora con esfuerzo). Qué cosa extraña… Es un temblor alegre que corre por dentro, como las ardillas por un árbol hueco. Pero luego restalla en la cintura, y hace aflojar las rodillas… (Los niños vuelven a acercarse tranquilizados). ANDRÉS.—¿No te habías reído nunca…? PEREGRINA.—Nunca. (Se toca las manos). Es curioso… me ha dejado caliente las manos… ¿Y esto que me late en los pulsos?… ¿Y esto que me salta aquí dentro?… DORINA.—Es el corazón. PEREGRINA (Casi con miedo).—No puede ser… ¡Sería maravilloso… y terrible! (Vacila fatigada). Qué dulce fatiga. Nunca imaginé que la risa tuviera tanta fuerza. ANDRÉS.—Los grandes se cansan en seguida. ¿Quieres dormir? PEREGRINA.—Después; ahora no puedo. Cuando ese reloj dé las nueve tengo que estar despierta. Alguien me está esperando en el paso del Rabión. DORINA.—Nosotros te llamaremos. (Llevándola al sillón de la lumbre). Ven. Siéntate. PEREGRINA.—¡No! No puedo perder un minuto (Se lleva un dedo a los labios). Silencio… ¿No oís, lejos, galopar un caballo? (Los niños prestan atención. Se miran). FALÍN.—Yo no oigo nada. DORINA.—Será el corazón otra vez. PEREGRINA.—¡Ojalá! Ah, cómo me pesan los párpados. No puedo…, no puedo más. (Se sienta rendida). ANDRÉS.—Angélica sabía unas palabras para hacernos dormir. ¿Quieres que te las diga? PEREGRINA.—Di. Pero no lo olvides… A las nueve en punto… ANDRÉS.—Cierra los ojos y vete repitiendo sin pensar. (Va salmodiando lentamente). Allá arribita arribita… PEREGRINA. (Repite, cada vez con menos fuerza).—Allá arribita arribita… ANDRÉS.—Hay una montaña blanca… PEREGRINA.—Hay una montaña blanca… DORINA.—En la montaña, un naranjo… PEREGRINA.—En la montaña, un naranjo… FALÍN.—En el naranjo, una rama… PEREGRINA.—En el naranjo, una rama… ANDRÉS.—Y en la rama cuatro nidos… dos de oro y dos de plata… PEREGRINA (Ya sin voz) —Y en la rama cuatro nidos… cuatro nidos… cuatro… nidos… ANDRÉS.—Se durmió. DORINA.—Pobre… Debe estar rendida de tanto caminar. (El abuelo, que ha llegado con leños y ramas secas contempla desde el umbral el final de la escena. Entra Telva). DICHOS, ABUELO Y TELVA TELVA.—¿Terminó ya el juego? Pues a la cama. DORINA (Imponiéndole silencio).—Ahora no podemos. Tenemos que despertarla cuando el reloj dé las nueve. ABUELO.—Yo lo haré. Llévalos, Telva. TELVA.—Lo difícil va a ser hacerlos dormir después de tanta novelería. ¡Andando! (Va subiendo la escalera con ellos). DORINA.—Es tan hermosa. Y tan buena. ¿Por qué no le dices que se quede con nosotros? ANDRÉS.—No debe tener dónde vivir… Tiene los ojos tan tristes. TELVA.—Mejor será que se vuelva por donde vino. ¡Y pronto! No me gustan nada las mujeres que hacen misterios y andan solas de noche por los caminos. (Sale con los niños. Entre tanto el abuelo ha avivado el fuego. Baja la mecha del quinqué, quedando alumbrada la escena por la luz de la lumbre. Contempla intensamente a la dormida tratando de recordar). ABUELO.—¿Dónde la he visto otra vez?… ¿Y cuando?… (Se sienta aparte a liar un cigarrillo. El reloj comienza a dar las nueve. La Peregrina, como sintiendo una llamada, trata de incorporarse con esfuerzo. Deslumbra lejos la luz vivísima de un relámpago. Las manos de la Peregrina resbalan nuevamente y continúa dormida. Fuera aúlla, cobarde y triste, el perro. Con la última campanada del reloj, cae el TELÓN PEREGRINA (Con una sonrisa impasible).—No sé; yo no tengo costumbre. (Queda inmóvil, al fondo, junto a la guadaña). ABUELO.—Unas friegas de vinagre le ayudarán. (Toma un frasco de la chimenea). MADRE.—Déjame, yo lo haré. Ojalá hubiera podido hacerlo entonces. (Se arrodilla ante Adela frotándole pulsos y sienes). ABUELO.—Y a ti… ¿te ha ocurrido algo? MARTÍN.—Al pasar el Rabión, un relámpago me deslumbró el caballo y rodamos los dos por la barranca. Pero no ha sido nada. PEREGRINA (Se acerca a él, sacando su pañuelo del pecho).—¿Me permite?… MARTÍN.—¿Qué tengo? PEREGRINA.—Nada… Una manchita roja aquí, en la sien. (Lo limpia amorosamente). MARTÍN (La mira un momento fascinado).—Gracias. MADRE.—Ya vuelve en sí. (Rodean todos a Adela, menos la Peregrina que contempla la escena aparte, con su eterna sonrisa. Adela abre lentamente los ojos; mira extrañada lo que la rodea). ABUELO.—No tenga miedo. Ya pasó el peligro. ADELA.—¿Quién me trajo aquí? MARTÍN.—Pasaba junto al río y la vi caer. ADELA (Con amargo reproche).—¿Por qué lo hizo? No me caí, fue voluntariamente… ABUELO.—¿A su edad? Si no ha tenido tiempo de conocer la vida. ADELA.—Tuve que reunir todas mis fuerzas para atreverme. Y todo ha sido inútil. MADRE.—No hable…, respire hondo. Así. ¿Está más aliviada ahora? ADELA.—Me pesa el aire en el pecho como plomo. En cambio, allí en el río, era todo tan suave y tan fácil… PEREGRINA (Como ausente).—Todos dicen lo mismo. Es como una venda de agua en el alma. MARTÍN.—Ánimo. Mañana habrá pasado todo como un mal sueño. ADELA.—Pero yo tendré que volver a caminar sola como hasta hoy; sin nadie a quien querer…, sin nada que esperar… ABUELO.—¿No tiene una familia…, una casa? ADELA.—Nunca he tenido nada mío. Dicen que los ahogados recuerdan en un momento toda su vida. Yo no pude recordar nada. MARTÍN.—Entre tantos días, ¿no ha tenido ninguno feliz? ADELA.—Uno solo, pero hace ya tanto tiempo. Fue un día de vacaciones en casa de una amiga, con sol de campo y rebaños trepando por las montañas. Al caer la tarde se sentaban todos alrededor de los manteles, y hablaban de cosas hermosas y tranquilas… Por la noche las sábanas olían a manzana y las ventanas se llenaban de estrellas. Pero el domingo es un día tan corto. (Sonríe amarga). Es bien triste que en toda una vida sólo se pueda recordar un día de vacaciones… en una casa que no era nuestra. (Vuelve a cerrar los ojos). Y ahora, a empezar otra vez… ABUELO.—Ha vuelto a perder el sentido. (Mirando angustiado a la Peregrina). ¡Tiene heladas las manos! ¡No le siento el pulso! PEREGRINA (Tranquilamente, sin mirar).—Tranquilízate, abuelo. Está dormida, simplemente. MARTÍN.—No podemos dejarla así. Hay que acostarla en seguida. MADRE.—¿Dónde? MARTÍN.—No hay más que un sitio en la casa. MADRE (Rebelándose ante la idea).—¡En el cuarto de Angélica, no! ABUELO.—Tiene que ser. No puedes cerrarle esa puerta. MADRE.—¡No! Podéis pedirme que le dé mi pan y mis vestidos…, todo lo mío. ¡Pero el lugar de mi hija, no! ABUELO.—Piénsalo; viene de la misma orilla, con agua del mismo río en los cabellos… Y es Martín quien la ha traído en brazos. Es como una orden de Dios. MADRE (Baja la cabeza, vencida).—Una orden de Dios… (Lentamente va a la mesa y toma el velón). Súbela. (Sube adelante alumbrando. Martin la sigue con Adela en brazos). ¡Telva, abre el arca… y calienta las sábanas de hilo! (Peregrina y Abuelo los miran hasta que desaparecen). ABUELO.—Muy pensativa te has quedado. PEREGRINA.—Mucho. Más de lo que tú piensas. ABUELO.—¡Mala noche para ti, eh! Te dormiste en la guardia, y se te escaparon al mismo tiempo un hombre en la barranca y una mujer en el río. PEREGRINA.—El hombre, sí. A ella no la esperaba. ABUELO.—Pero la tuviste bien cerca. ¿Qué hubiera pasado si Martín no llega a tiempo? PEREGRINA.—La habría salvado otro… o quizás ella misma. Esa muchacha no me estaba destinada todavía. ABUELO.—¿Todavía? ¿Qué quieres decir? PEREGRINA (Pensativa).—No lo entiendo. Alguien se ha propuesto anticipar las cosas, que deben madurar a su tiempo. Pero lo que está en mis libros no se puede evitar. (Va a tomar el bordón) . Volveré el día señalado. ABUELO.—Aguarda. Explícame esas palabras. PEREGRINA.—Es difícil, porque tampoco yo las veo claras. Por primera vez me encuentro ante un misterio que yo misma no acierto a comprender. ¿Qué fuerza empujó a esa muchacha antes de tiempo? ABUELO.—¿No estaba escrito así en tu libro? PEREGRINA.—Sí, todo lo mismo: un río profundo, una muchacha ahogada, y esta casa. ¡Pero no era esta noche! Todavía faltan siete lunas. ABUELO.—Olvídate de ella. ¿No puedes perdonar por una vez siquiera? PEREGRINA.—Imposible. Yo no mando; obedezco. ABUELO.—¡Es tan hermosa, y la vida le ha dado tan poco! ¿Por qué tiene que morir en plena juventud? PEREGRINA.—¿Crees que lo sé yo? A la vida y a mí nos ocurre esto muchas veces; que no sabemos el camino, pero siempre llegamos a donde debemos ir. (Abre la puerta. Lo mira). Te tiemblan las manos otra vez. ABUELO.—Por ella. Está sola en el mundo, y podría hacer tanto bien en esta casa ocupando el vacío que dejó la otra… Si fuera por mí, te recibiría tranquilo. Tengo setenta años. PEREGRINA (Con suave ironía).—Muchos menos, abuelo. Esos setenta que dices, son los que no tienes ya. (Va a salir). ABUELO.—Espera. ¿Puedo hacerte una última pregunta? PEREGRINA.—Di. ABUELO.—¿Cuando tienes que volver? PEREGRINA.—Mira la luna; está completamente redonda. Cuando se ponga redonda otras siete veces volveré a esta casa. Y al regreso, una hermosa muchacha, coronada de flores, será mi compañera por el río. Pero no me mires con rencor. Yo te juro que si no viniera, tú mismo me llamarías. Y que ese día bendecirás mi nombre. ¿No me crees, todavía? ABUELO.—No sé. PEREGRINA.—Pronto te convencerás; ten confianza en mí. Y ahora, que me conoces mejor, despídeme sin odio y sin miedo. Somos los dos bastante viejos para ser buenos compañeros. (Le tiende la mano). Adiós, amigo. ABUELO.—Adiós…, amiga… (La Peregrina se aleja. El Abuelo la contempla ir, absorto, mientras se calienta contra el pecho la mano que ella estrechó). TELÓN ACTO TERCERO En el mismo lugar, unos meses después. Luz de tarde. El paisaje del fondo, invernal en los primeros actos, tiene ahora el verde maduro del verano. En escena hay un costurero y un gran bastidor con una labor colorista empezada. Andrés y Dorina hacen un ovillo. Falín enreda lo que puede. Quico, el mozo del molino, está en escena en actitud de esperar órdenes. Llega Adela, de la cocina. Quico se descubre y la mira embobado. QUICO.—Me dijeron que tenía que hablarme. ADELA.—¿Y cuándo no? La yerba está pudriéndose de humedad en la tenada, la maquila del centeno se la comen los ratones, y el establo sigue sin mullir. ¿En qué está pensando, hombre de Dios? QUICO.—¿Yo? ¿Yo estoy pensando? ADELA.—¿Por qué no se mueve, entonces? QUICO.—No sé. Me gusta oírla hablar. ADELA.—¿Necesita música para el trabajo? QUICO.—Cuando canta el carro se cansan menos los bueyes. ADELA.—Mejor que la canción es la aguijada. ¡Vamos! ¿Qué espera? (Viendo que sigue inmóvil). ¿Se ha quedado sordo de repente? QUICO. (Dando vueltas a la boina).—No sé lo que me pasa. Cuando me habla el ama, oigo bien, Cuando me habla Telva, también. Pero usted tiene una manera de mirar que cuando me habla no oigo lo que dice. ADELA.—Pues cierre los ojos, y andando, que ya empieza a caer el sol. QUICO.—Voy, mi ama. Voy. (Sale lento, volviéndose desde la puerta del corral. Falín vuelca con estruendo una caja de lata llena de botones). ADELA.—¿Qué haces tú ahí, barrabás? FALÍN.—Estoy ayudando. ADELA.—Ya veo, ya. Recógelos uno por uno, y de paso a ver si aprendes a contarlos. (Se sienta a trabajar en el bastidor). DORINA.—Cuando bordas, ¿puedes hablar y pensar en otra cosa? ADELA.—Claro que si. ¿Por qué? DORINA.—Angélica lo hacía también. Y cuando llegaba la fiesta de hoy nos contaba esas historias de encantos que siempre ocurren en la mañana de San Juan. ANDRÉS.—¿Sabes tú alguna? ADELA.—Muchas. Son romances viejos que se aprenden de niña y no se olvidan nunca. ¿Cuál queréis? DORINA.—Hay uno precioso de un conde que llevaba su caballo a beber al mar. (Adela suspende un momento su labor, levanta la cabeza y recita con los ojos lejanos). ADELA.— "Madrugaba el Conde Olinos mañanita de San Juan a dar agua a su caballo a las orillas del mar. Mientras el caballo bebe él canta un dulce cantar; todas las aves del cielo se paraban a escuchar; caminante que camina olvida su caminar; navegante que navega la nave vuelve hacia allá…" ANDRÉS.—¿Por qué se paraban los caminantes y los pájaros? ADELA.—Porque era una canción encantada como la de las sirenas. ANDRÉS.—¿Y para quién la cantaba? ADELA.—Para Alba-Niña, la hija de la reina. FALÍN.—¿Se casaron? ADELA.—No. La reina, llena de celos, los mandó matar a los dos. Pero de ella nació un rosal blanco; de él un espino de albar. Y las ramas fueron creciendo hasta juntarse.. . DORINA.—Entonces la reina mandó cortar también las dos ramas. ¿No fue así? ADELA.—Así fue. Pero tampoco así consiguió separarlos: "De ella naciera una garza, de él un fuerte gavilán. Juntos vuelan por el cielo. ¡Juntos vuelan, par a par!" ANDRÉS.—Esas cosas sólo pasaban antes. Ahora ya no hay milagros. ADELA.—Éste sí; es el único que se repite siempre. Porque cuando un amor es verdadero, ni la misma muerte puede nada contra él. DORINA.—Angélica sabía esos versos; pero los decía cantando. ¿Sabes tú la música? ADELA.—También. (Canta). "Madrugaba el Conde Olinos mañanita de San Juan a dar agua a su caballo a las orillas del mar. NIÑOS (Acompañando el estribillo).—A las orillas del mar… ADELA (Viendo al Abuelo, que bajaba la escalera y se ha detenido a escuchar).—¿Quiere algo, abuelo? ABUELO.—Nada. Te miraba entre los niños, cantando esas cosas antiguas, y me parecía estar soñando. (Llega junto a ella y la contempla). ¿Qué vestido es ése? ADELA.—Madre quiso que me lo pusiera para la fiesta de esta noche. ¿No lo recuerda? ABUELO.—¿Cómo había de olvidarlo? Angélica misma lo tejió y bordó el aljófar sobre el terciopelo. Lo estrenó una noche de San Juan, como hoy. (Mira lo que está haciendo). ¿Y esa labor? ADELA.—La encontré empezada, en el fondo del arca. ABUELO.—¿Sabe la Madre que la estas haciendo? ADELA.—Ella misma me encargó terminarla. ¿Le gusta? Después de cuatro años, los hilos están un poco pálidos. (Levanta los ojos). ¿Por qué me mira así? ABUELO.—Te encuentro cada día más cambiada…, más parecida a Angélica. ADELA.—Será el peinado. A Madre le gusta así. ABUELO.—Yo, en cambio, preferiría que fueras tú misma en todo; sin tratar de parecerte a nadie. ADELA.—Ojalá fuera yo como la que empezó este bordado. ABUELO.—Eres como eres, y así está bien. Ahora, poniéndote sus vestidos y peinándote lo mismo, te estás pareciendo a ella tanto… que me da miedo. ADELA.—Miedo, ¿por qué? ABUELO.—No sé… Pero si te hubieran robado un tesoro y encontraras otro, no volverías a esconderlo en el mismo sitio. ADELA.—No le entiendo, abuelo. ABUELO.—Son cosas mías. (Sale por la puerta del fondo, abierta de par en par, explorando el camino). ADELA.—¿Qué le pasa hoy al abuelo? DORINA.—Toda la tarde está vigilando los caminos. ANDRÉS.—Si espera al gaitero, todavía es temprano. La fiesta no empieza hasta la noche. FALÍN.—¿Iremos a ver las hogueras? ADELA.—¡Y a bailar y a saltar por encima de la llama! ANDRÉS.—¿De verdad? Antes nunca nos dejaban ir. ¡Y daba una rabia oír la fiesta desde aquí con las ventanas cerradas! ADELA.—Eso ya pasó. Esta noche iremos todos juntos. FALÍN.—¿Yo también? ADELA (Levantándolo en brazos)— ¡Tú el primero, como un hombrecito! (Lo besa sonoramente. Después lo deja nuevamente en el suelo dándole una palmada). ¡Hala! A buscar leña para la hoguera grande. ¿Qué hacéis aquí encerrados? El campo se ha hecho para correr. NIÑOS.—¡A correr! ¡A correr! FALÍN (Se detiene en la puerta).—¿Puedo tirar piedras a los árboles? ADELA.—¿Por qué no? FALÍN.—El otro día tiré una a la higuera del cura, y todos me riñeron. ADELA.—Estarían verdes los higos. FALÍN.—No, pero estaba el cura debajo. (Salen riendo. Adela ríe también. Entra Telva). ADELA Y TELVA TELVA.—Gracias a Dios que se oye reír en esta casa. ADELA (Volviendo a su labor).— Son una gloria de criaturas. TELVA.—Ahora sí; desde que van a la escuela y pueden correr a sus anchas, tienen por el día mejor color y por la noche mejor sueño. Pero tampoco conviene demasiada blandura. ADELA.—No dan motivo para otra cosa. TELVA.—De todas maneras; bien están los besos y los juegos, pero un azote a tiempo también es salud. Vinagre y miel sabe mal, pero hace bien. ADELA.—Del vinagre ya se encargan ellos. Ayer Andrés anduvo de pelea y volvió a casa morado de golpes. TELVA.—Mientras sea con otros de su edad, déjalos; así se hacen fuertes. Y los que no se pelean de pequeños lo hacen luego de mayores, que es peor. Es como el renacuajo, que mueve la cola, y dale y dale y dale… hasta que se la quita de encima. ¿Comprendes? ADELA.—¡Tengo tanto que aprender todavía! TELVA.—No tanto. Lo que tú has hecho aquí en unos pocos meses no lo había conseguido yo en años. ¡Ahí es nada! Una casa que vivía a oscuras, y un golpe de viento que abre de pronto todas las ventanas. Eso fuiste tú. ADELA.—Aunque así fuera. Por mucho que haga no será bastante para pagarles todo el bien que les debo. (Telva termina de arreglar el vasar y se sienta junto a ella ayudándole a devanar una madeja). TELVA.—¿Podías hacer más? Desde que Angélica se nos fue, la desgracia se había metido en esta casa como cuchillo por pan. Los niños, quietos en el rincón, la rueca llena de polvo, y el ama con sus ojos fijos y su rosario en la mano. Toda la casa parecía un reloj parado. Ahora ha vuelto a andar, y hay un pájaro para cantar las horas nuevas. ADELA.—Más fueron ellos para mí. Pensar que no tenía nada, ni la esperanza siquiera, y cuando quise morir el cielo me lo dio todo de golpe: madre, abuelo, hermanos. ¡Toda una vida empezada por otra para que la siguiera yo! (Con una sombra en la voz, suspendiendo la labor). A veces pienso que es demasiado para ser verdad y que de pronto voy a despertarme sin nada otra vez a la orilla del río… TELVA (Santiguándose rápida).—¿Quieres callar, malpocada? ¡Miren qué ideas para un día de fiesta! (Le tiende nuevamente la madeja). ¿Por qué te has puesto triste de repente? ADELA.—Triste no. Estaba pensando que siempre falta algo para ser feliz del todo. TELVA.—¡Ahá! (La mira. Voz confidencial). ¿Y ese algo… tiene los ojos negros y espuelas en las botas? ADELA.—Martín. TELVA.—Me lo imaginaba. ABUELO.—¡Silencio! No te asustes, criatura. ¿Por qué llamas? ADELA.—Por usted. Es tan extraño todo lo que está diciendo… ABUELO.—Ya pasó; tranquilízate. Y repíteme que no tienes ningún mal pensamiento, que eres completamente feliz, para que yo también quede tranquilo. ADELA.—¡Se lo juro! ¿Es que no me cree? Soy tan feliz que no cambiaría un solo minuto de esta casa por todos los años que he vivido antes. ABUELO.—Gracias, Adela. Ahora quiero pedirte una cosa. Esta noche en el baile no te separes de mí. Si oyes que alguna voz extraña te llama, apriétame fuerte la mano y no te muevas de mi lado. ¿Me lo prometes? ADELA.—Prometido. (El Abuelo le estrecha las manos. De pronto presta atención). ABUELO.—¿Oyes algo? ADELA.—Nada. ABUELO.—Alguien se acerca por el camino de la era. ADELA.—Rondadores quizás. Andan poniendo el ramo del cortejo en las ventanas. ABUELO.—Ojalá… (Sale hacia el corral. Adela queda preocupada mirándole ir. Luego, lentamente, se dirige a la puerta del fondo. Entonces aparece la Peregrina en el umbral. Adela se detiene sorprendida). PEREGRINA Y ADELA. Después LOS NIÑOS PEREGRINA.—Buenas noches, muchacha. ADELA.—Dios la guarde, señora, ¿Busca a alguien de la casa? PEREGRINA (Entrando).—El abuelo estará esperándome. Somos buenos amigos, y tengo una cita aquí esta noche. ¿No me recuerdas? ADELA.—Apenas… como desde muy lejos. PEREGRINA.—Nos vimos sólo un momento, junto al fuego… cuando Martín te trajo del río. ¿Por qué cierras los ojos? ADELA.—No quiero recordar ese mal momento. Mi vida empezó a la mañana siguiente. PEREGRINA.—No hablabas así aquella noche. Al contrario; te oí decir que en el agua era todo más hermoso y más fácil. ADELA.—Estaba desesperada. No supe lo que decía. PEREGRINA.—Comprendo. Cada hora tiene su verdad. Hoy tienes otros ojos y un vestido de fiesta; es natural que tus palabras sean de fiesta también. Pero ten cuidado; no las cambies al cambiar el vestido. (Deja el bordón. Llegan corriendo los niños y la rodean gozosos). DORINA.—¡Es la andariega de las manos blancas! FALÍN.—¡Nos hemos acordado tanto de ti! ¿Vienes para la fiesta? ANDRÉS.—¡Yo voy a saltar la hoguera como los grandes! ¿Vendrás con nosotros? PEREGRINA.—No. Cuando los niños saltan por encima del fuego no quisiera nunca estar allí. (A Adela). Son mis mejores amigos. Ellos me acompañarán. ADELA.—¿No necesita nada de mí? PEREGRINA.—Todavía no. ¿Irás luego al baile? ADELA.—A medianoche; cuando enciendan las hogueras. PEREGRINA.—Las hogueras se encienden al borde del agua, ¿verdad? ADELA.—Junto al remanso. PEREGRINA (La mira fijamente).—Está bien. Volveremos a vernos… en el remanso. (Adela baja los ojos impresionada, y sale por el fondo). PEREGRINA Y LOS NIÑOS FALÍN.—¿Por qué tardaste tanto en volver? ANDRÉS.—¡Ya creíamos que no llegabas nunca! DORINA.—¿Has caminado mucho en este tiempo? PEREGRINA.—Mucho. He estado en los montes de nieve, y en los desiertos de arena, y en la galerna del mar… Cien países distintos, millares de caminos… y un solo punto de llegada para todos. DORINA.—¡Qué hermoso viajar tanto! FALÍN.—¿No descansas nunca? PEREGRINA.—Nunca. Sólo aquí me dormí una vez. ANDRÉS.—Pero hoy no es noche de dormir. ¡Es la fiesta de San Juan! DORINA.—¿En los otros pueblos también encienden hogueras? PEREGRINA.—En todos. FALÍN.—¿Por qué? PEREGRINA.—En honor del sol. Es el día más largo del año, y la noche más corta. FALÍN.—Y el agua, ¿no es la misma de todos los días? PEREGRINA.—Parece; pero no es la misma. ANDRÉS.—Dicen que bañando las ovejas a medianoche se libran de los lobos. DORINA.—Y la moza que coge la flor del agua al amanecer se casa dentro del año. FALÍN.—¿Por qué es milagrosa el agua esta noche? PEREGRINA.—Porque es la fiesta del Bautista. En un día como éste bautizaron a Cristo. DORINA.—Yo lo he visto en un libro; San Juan lleva una piel de ciervo alrededor de la cintura, y el Señor está metido hasta las rodillas en el mar. ANDRÉS.—¡En un rio! DORINA.—Es igual. ANDRÉS.—No es igual. El mar es cuando hay una orilla; el río cuando hay dos. FALÍN.—Pero eso fue hace mucho tiempo, y lejos. No fue en el agua de aquí. PEREGRINA.—No importa. Esta noche todos los ríos del mundo llevan una gota del Jordán. Por eso es milagrosa el agua. (Los niños la miran fascinados. Ella les acaricia los cabellos. Vuelve el Abuelo y al verla entre los niños sofoca un grito). ABUELO.—¡Deja a los niños! ¡No quiero ver tus manos sobre su cabeza! (Se oye, lejos, música de gaita y tamboril. Los niños se levantan alborozados). ANDRÉS.—¿Oyes? ¡La gaita, abuelo! DORINA Y FALÍN.—¡La música! ¡Ya viene la música! (Salen corriendo por el fondo). PEREGRINA Y ABUELO ABUELO.—Por fin has vuelto. PEREGRINA.—¿No me esperabas? ABUELO.—Tenía la esperanza de que te hubieras olvidado de nosotros. PEREGRINA.—Nunca falto a mis promesas. Por mucho que me duela a veces. ABUELO.—No creo en tu dolor. Si lo sintieras, no habrías elegido para venir la noche más hermosa del año. PEREGRINA.—Yo no puedo elegir. Me limito a obedecer. ABUELO.—¡Mentira! ¿Por qué me engañaste aquel día? Me dijiste que si no venía te llamaría yo mismo. ¿Te he llamado acaso? ¿Te ha llamado ella? PEREGRINA.—Aún es tiempo. La noche no ha hecho más que empezar, ¡y pueden ocurrir tantas cosas! ABUELO.—Pasa de largo, te lo pido de rodillas. Bastante daño has hecho ya a esta casa. PEREGRINA.—No puedo regresar sola. ABUELO.—Llévame a mí si quieres. Llévate mis ganados, mis cosechas, todo lo que tengo. Pero no dejes vacía mi casa otra vez, como cuando te llevaste a Angélica. PEREGRINA (Tratando de recordar).—Angélica… ¿Quién es esa Angélica de la que todos habláis? ABUELO.—¿Y eres tú quien lo pregunta? ¿Tú que nos la robaste? PEREGRINA.—¿Yo? ABUELO.—¿No recuerdas una noche de diciembre, en el remanso… hace cuatro años? (Mostrándole un medallón que saca del pecho). Mírala aquí. Todavía llevaba en los oídos las canciones de boda, y el gusto del primer amor entre los labios. ¿Qué has hecho de ella? PEREGRINA (Contemplando el medallón).—Hermosa muchacha… ¿Era la esposa de Martín? ABUELO.—Tres días lo fue. ¿No lo sabes? ¿Por qué finges no recordarla ahora? PEREGRINA.—Yo no miento, abuelo. Te digo que no la conozco. ¡No la he visto nunca! (Le devuelve el medallón). ABUELO (La mira sin atreverse a creer).—¿No la has visto? PEREGRINA.—Nunca. ABUELO.—Pero, entonces… ¿Dónde está? (Tomándola de los brazos con profunda emoción). ¡Habla! PEREGRINA.—¿La buscasteis en el río? ABUELO.—Y todo el pueblo con nosotros. Pero sólo encontramos el pañuelo que llevaba en los hombros. PEREGRINA.—¿La buscó Martín también? ABUELO.—Él no. Se encerraba en su cuarto apretando los puños. (La mira, inquieto de pronto) ¿Por qué lo preguntas? PEREGRINA.—No sé… Hay aquí algo oscuro que a los dos nos importa averiguar. ABUELO.—Si no lo sabes tú, ¿quién puede saberlo? PEREGRINA.—El que más cerca estuviera de ella. ABUELO.—¿Quién? PEREGRINA.—Quizás el mismo Martín… ABUELO.—No es posible. ¿Por qué había de engañarnos?… PEREGRINA.—Ése es el secreto. (Rápida, bajando la voz). Silencio, abuelo. Él baja. Déjame sola. ABUELO.—¿Qué es lo que te propones? PEREGRINA (Imperativa).—¡Saber! Déjame. (Sale el Abuelo por la izquierda. La Peregrina llega al umbral del fondo, y llama en voz alta). ¡Adela!… (Después, antes que Martín aparezca, se desliza furtivamente por primera derecha. Martín baja. Llega Adela). MARTÍN Y ADELA ADELA.—¿Me llamabas? MARTÍN.—Yo no. ADELA.—Qué extraño. Me pareció oír una voz. MARTÍN.—En tu busca iba. Tengo algo que decirte. ADELA.—Muy importante ha de ser para que me busques. Hasta ahora siempre has huido de mí. MARTÍN.—No soy hombre de muchas palabras. Y lo que tengo que decirte esta noche cabe en una sola. Adiós. ADELA.—¿Adiós?… ¿Sales de viaje? MARTÍN.—Mañana, con los arrieros, a Castilla. ADELA.—¡Tan lejos! ¿Lo saben los otros? MARTÍN.—Todavía no. Tenía que decírtelo a ti la primera. ADELA.—Tú sabrás por qué. ¿Vas a estar fuera mucho tiempo? MARTÍN.—El que haga falta. No depende de mí. ADELA.—No te entiendo. Un viaje largo no se decide así de repente y a escondidas, como una fuga. ¿Qué tienes que hacer en Castilla? MARTÍN.—Qué importa; compraré ganados, o renuevos para las viñas. Lo único que necesito es estar lejos. Es mejor para los dos. ADELA.—¿Para los dos? ¿Es decir, que soy yo la que te estorba? MARTÍN.—Tú no; el pueblo entero. Estamos viviendo bajo el mismo techo, y no quiero que tu nombre ande de boca en boca. ADELA.—¿Qué pueden decir de nosotros? Como a un hermano te miré desde el primer día, y si algo hay sagrado para mí es el recuerdo de Angélica. (Acercándose a él). No, Martín, tú no eres un cobarde para huir así de los perros que ladran. Tiene que haber algo más hondo. ¡Mírame a los ojos! ¿Hay algo más? MARTÍN (Esquivo).— ¡Déjame!… ADELA.—Si no es más que la malicia de la gente, yo les saldré al paso por los dos. ¡Puedo gritarles en la cara que es mentira! MARTÍN (Con arrebato repentino) .—¿Y de qué sirve que lo grites tú si no puedo gritarlo yo! Si te huyo cuando estamos solos, si no me atrevo a hablarte ni a mirarte de frente, es porque quisiera defenderme contra lo imposible…, ¡contra lo que ellos han sabido antes que yo mismo! ¡De qué me vale morderme los brazos y retorcerme entre las sábanas diciendo ¡no! si todas mis entrañas rebeldes gritan que sí! ADELA.—¡Martín!… (Adela tarda en reaccionar, como si despertara). MARTÍN (Dominándose con esfuerzo).—No hubiera querido decírtelo, pero ha sido más fuerte que yo. Perdona… ADELA.—Perdonar… Qué extraño me suena eso ahora. Yo soy la que tendría que pedir perdón, y no sé a quién ni por qué. ¿Qué es lo que está pasando por mí? Debería echarme a llorar ¡y toda la sangre me canta por las venas arriba! Me daba miedo que algún día pudieras decirme esas palabras, ¡y ahora que te las oigo, ya no quisiera escuchar ninguna más!… MARTÍN (Tomándola en brazos).—Adela… ADELA (Entregándose).—¡Ninguna más!… (Martín la besa en un silencio violento. Pausa). MARTÍN.—¿Qué va a ser de nosotros ahora?… ADELA.—¡Qué importa ya! Me has dicho que me quieres, y aunque sea imposible, el habértelo oído una sola vez vale toda una vida. Ahora, si alguien tiene que marcharse de esta casa, seré yo la que salga. MARTÍN.—¡Eso no! ADELA.—Es necesario. ¿Crees que la Madre podría aceptar nunca otra cosa? Nuestro amor sería para ella la peor traición al recuerdo de Angélica. MARTÍN.—¿Y crees tú que si Angélica fuera sólo un recuerdo tendría fuerza para separarnos? ¡Los muertos no mandan! ADELA.—Ella sí. Su voluntad sigue viviendo aquí, y yo seré la primera en obedecer. MARTÍN (Resuelto).—Escúchame, Adela. ¡No puedo más! Necesito compartir con alguien esta verdad que se me está pudriendo dentro. Angélica no era esa imagen hermosa que soñáis. Todo ese encanto que hoy la rodea con reflejos de agua, todo es un recuerdo falso. ADELA.—¡No, calla! ¿Cómo puedes hablar así de una mujer a quien has querido? MARTÍN.—Demasiado. Ojalá no la hubiese querido tanto. ¡Pero a ti no te engañará! Tú tienes que saber que toda su vida fue una mentira. Como lo fue también su muerte. ADELA.—¿Qué quieres decir? MARTÍN.—¿No lo has comprendido aún? Angélica vive. Por eso nos separa. ADELA.—¡No es posible!… (Se deja caer en un asiento, repitiendo la idea sin sentido). No es posible… (Con la frente entre las manos escucha la narración de Martín). MARTÍN.—Mientras fuimos novios, era eso que todos recuerdan: una ternura fiel, una mirada sin sombra y una risa feliz que penetraba desde lejos como el olor de la yerba segada. Hasta que hizo el viaje para encargar las galas de la boda. Con pocos días hubiera bastado, pero tardó varias semanas. Cuando volvió no era la misma; traía cobardes los ojos, y algo como la arena del agua se le arrastraba en la voz. Al decir el juramento en la iglesia apenas podía respirar; y al poner el anillo las manos le temblaban… tanto, que mi orgullo de hombre se lo agradeció. Ni siquiera me fijé en aquel desconocido que asistía a la ceremonia desde lejos, sacudiéndose con la fusta el polvo de las botas. Durante tres días tuvo fiebre, y mientras me creía dormido la oía llorar en silencio mordiendo la almohada. A la tercera noche, cuando la vi salir hacia el río y corrí detrás, ya era tarde; ella misma desató la barca y cruzó a la otra orilla donde la esperaba aquel hombre con dos caballos… ADELA (Con ira celosa).—¿Y los dejaste marchar así? ¡Tú, el mejor jinete de la sierra, llorando entre los juncos! MARTÍN.—Toda la noche galopé inútilmente, con la escopeta al hombro y las espuelas chorreando sangre. Hasta que el sol me pegó como una pedrada en los ojos. ADELA.—¿Por qué callaste al volver? MARTÍN.—¿Podía hacer otra cosa? En el primer momento ni siquiera lo pensé. Pero cuando encontraron su pañuelo en el remanso y empezó a correr la voz de que se había ahogado, comprendí que debía callar. Era lo mejor. ADELA.—¿Lo hiciste pensando en la madre y los hermanos? MARTÍN.—No. ADELA.—¿Por ti mismo? ¿Por cubrir tu honra de hombre? MARTÍN.—No, Adela, no me juzgues tan pequeño; lo hice sólo por ella. Un amor no se pierde de repente… y decir la verdad era como desnudarla delante del pueblo entero. ¿Comprendes ahora por qué me voy? ¡Porque te quiero y no puedo decírtelo honradamente! Tú podías ser para mí todo lo que ella no fue. ¡Y no puedo resistir esta casa donde todos la bendicen, mientras yo tengo que maldecirla dos veces: por el amor que entonces no me dio, y por el que ahora me está quitando desde lejos! Adiós, Adela… (Sale dominándose. Adela, sola, rompe a llorar. La Peregrina aparece en el umbral y, con los ojos iluminados, la contempla en silencio. Vuelve a oírse lejos el grito alegre de la gaita. Entran los niños y corren hacia Adela). FALÍN.—¡Ya van a encender la primera hoguera! DORINA.—¡Están adornando de espadañas la barca para cruzar el río! ANDRÉS.—¡Y las mozas bajan cantando, coronadas de tréboles! DORINA.—Va a empezar el baile. ¿Nos llevas? (Adela, escondiendo el llanto, sube rápido la escalera. Los niños la miran sorprendidos y se vuelven a la Peregrina). PEREGRINA Y NIÑOS DORINA.—¿Por qué llora Adela? PEREGRINA.—Porque tiene veinte años… ¡y hace una noche tan hermosa!… ANDRÉS.—En cambio, tú pareces muy contenta. ¡Cómo te brillan los ojos! PEREGRINA.—Es que no acababa de comprender la misión qué me ha traído a esta casa… ¡y ahora, de repente, lo veo todo tan claro! FALÍN.—¿Qué es lo que ves tan claro? PEREGRINA.—Una historia verdadera que parece cuento. Algún día, cuando seáis viejos como yo, se la contaréis a vuestros nietos. ¿Queréis oírla? NIÑOS.—Cuenta, cuenta… (Se sientan en el suelo frente a ella). PEREGRINA.—Una vez era un pueblo pequeño, con vacas de color de miel y pomaradas de flor blanca entre los campos de maíz. Una aldea, tranquila como un rebaño a la orilla del río. FALÍN.—¿Como ésta? PEREGRINA.—Como ésta. En el río había un remolino profundo de hojas secas, adonde no dejaban acercarse a los niños. Era el monstruo de la aldea. Y decían que en el fondo había otro pueblo sumergido, con su iglesia verde tupida de raíces y sus campanas milagrosas, que se oían a veces la noche de San Juan… ANDRÉS.—¿Como el remanso? PEREGRINA.—Como el remanso. En aquella aldea vivía una muchacha de alma tan hermosa, que no parecía de este mundo. Todas imitaban su peinado y sus vestidos; los viejos se descubrían a su paso, y las mujeres le traían a los hijos enfermos para que los tocara con sus manos. DORINA.—¿Como Angélica? PEREGRINA.—Como Angélica. Un día la muchacha desapareció en el remanso. Se había ido a vivir a las casas profundas donde los peces golpeaban las ventanas como pájaros fríos; y fue inútil que el pueblo entero la llamara a gritos desde arriba. Estaba como dormida, en un sueño de niebla, paseando por los jardines de musgo sus cabellos flotantes y la ternura lenta de sus manos sin peso. Así pasaron los días y los años… Ya todos empezaban a olvidarla. Sólo la Madre, con los ojos fijos, la esperaba todavía… Y por fin el milagro se hizo. Una noche de hogueras y canciones, la bella durmiente del río fue encontrada, más hermosa que nunca. Respetada por el agua y los peces, tenía los cabellos limpios, las manos tibias todavía, y en los labios una sonrisa de par… como si los años del fondo hubieran sido sólo un instante. (Los niños callan un momento impresionados). DORINA.—¡Qué historia tan extraña!… ¿Cuándo ocurrió eso? PEREGRINA.—No ha ocurrido todavía. Pero ya está cerca… ¿No os acordáis?… ¡Esta noche todos los ríos del mundo llevan una gota del Jordán! TELÓN MADRE.—¿Dónde está mi mantilla? No la encuentro en la cómoda. ADELA.—Aquí la tengo. (La busca en el costurero). ¿Va a ponérsela para bajar al baile? MADRE.—Antes tengo que pasar por la capilla. Le debo esta vela al santo. Y tengo que dar gracias a Dios por tantas cosas… (Se sienta. Adela le prende la mantilla mientras hablan). ADELA.—¿Le había pedido algo? MADRE.—Muchas cosas que quizá no puedan ser nunca. Pero lo mejor de todo me lo dio sin pedírselo el día que te trajo a ti. ¡Y pensar que entonces no supe agradecértelo…, que estuve a punto de cerrarte esa puerta! ADELA.—No recuerde eso, madre. MADRE.—Ahora que ya pasó quiero decírtelo para que me perdones aquellos días en que te miraba con rencor, como a una intrusa. Tú lo comprendes, ¿verdad? La primera vez que te sentaste a la mesa frente a mí, tú no sabías que aquél era el sitio de ella… donde nadie había vuelto a sentarse. Yo no vivía más que para recordar, y cada palabra tuya era un silencio de ella que me quitabas. Cada beso que te daban los niños me parecía un beso que le estabas robando a ella… ADELA.—No me di cuenta hasta después. Por eso quise irme. MADRE.—Entonces ya no podía dejarte yo. Ya había comprendido la gran lección: que el mismo río que me quitó una hija me devolvía otra, para que mi amor no fuera una locura vacía. (Pausa. La mira amorosamente, acariciándole las manos. Se levanta). ¿Conoces este pañuelo? Es el que llevaba Angélica en los hombros la última noche. Se lo había regalado Martín. (Lo pone en los hombros de Adela). Ya tiene sitio también. ADELA (Turbada. Sin voz).—Gracias… MADRE.—Ahora respóndeme lealmente, de mujer a mujer. ¿Qué es Martín para ti? ADELA (La mira con miedo).—¿Por qué me pregunta eso? MADRE.—Responde. ¿Qué es Martín para ti? ADELA.—Nada, ¡se lo juro! MADRE.—Entonces, ¿por qué tiemblas?… ¿Por qué no me miras de frente como antes? ADELA.—¡Se lo juro, madre! Ni Martín ni yo seríamos capaces de traicionar ese recuerdo. MADRE.—¿Lo traiciono yo cuando te llamo hija? (Le pone las manos sobre los hombros, tranquilizándola) . Escucha, Adela. Muchas veces pensé que podía llegar este momento. Y no quiero que sufras inútilmente por mí. ¿Tú sabes que Martín te quiere?… ADELA.—¡No!… MADRE.—Yo sí, lo sé desde hace tiempo… El primer día que se lo vi en los ojos sentí como un escalofrío que me sacudía toda, y se me crisparon los dedos. ¡Era como si Angélica se levantara celosa dentro de mi sangre! Tardé en acostumbrarme a la idea… Pero ya pasó. ADELA (Angustiada).—Para mí no… Para mi está empezando ahora… MADRE.—Si tú no sientes lo mismo, olvida lo que te he dicho. Pero si lo quieres, no trates de ahogar ese amor pensando que ha de dolerme. Ya estoy resignada. ADELA (Conteniendo el llanto).—Por lo que más quiera…, calle. No puede imaginar siquiera todo el daño que me está haciendo al decirme esas palabras hoy…, precisamente hoy. MADRE (Recogiendo su cirio para salir).—No trato de señalarte un camino. Sólo quería decirte que si eliges ése, yo no seré un estorbo. Es la ley de la vida. (Sale. Adela se deja caer agobiada en la silla, pensando obsesivamente, con los ojos fijos. En el umbral de la derecha aparece la Peregrina y la contempla como si la oyera pensar). PEREGRINA Y ADELA ADELA.—Elegir un camino… ¡Por qué me sacaron del que había elegido ya si no podían darme otro mejor! (Con angustia, arrancándose el pañuelo del cuello). ¡Y este pañuelo que se me abraza al cuello como un recuerdo de agua! (Repentinamente parece tomar una decisión. Se pone nuevamente el pañuelo y hace ademán de levantarse. La Peregrina la detiene poniéndole una mano imperativa sobre el hombro). PEREGRINA.—No, Adela. ¡Eso no! ¿Crees que el río sería una solución? ADELA.—¡Si supiera yo misma lo que quiero! Ayer todo me parecía fácil. Hoy no hay más que un muro de sombras que me aprietan. PEREGRINA.—Ayer no sabías aún que estabas enamorada… ADELA.—¿Es esto el amor? PEREGRINA.—No, eso es el miedo de perderlo. El amor es lo que sentías hasta ahora sin saberlo. Ese travieso misterio que os llena la sangre de alfileres y la garganta de pájaros. ADELA.—¿Por qué lo pintan feliz si duele tanto? ¿Usted lo ha sentido alguna vez? PEREGRINA.—Nunca. Pero casi siempre estamos juntos. ¡Y cómo os envidio a las que podéis sentir ese dolor que se ciñe a la carne como un cinturón de clavos, pero que ninguna quisiera arrancarse! ADELA.—El mío es peor. Es como una quemadura en las raíces…, como un grito enterrado que no encuentra salida. PEREGRINA.—Quizá. Yo del amor no conozco más que las palabras que tienen alrededor y ni siquiera todas. Sé que por las tardes, bajo los castaños, tiene dulces las manos y una voz tranquila. Pero a mí sólo me toca oír las palabras desesperadas y últimas. Las que piensan con los ojos fijos, las muchachas abandonadas cuando se asoman a los puentes de niebla…, las que se dicen dos bocas crispadas sobre la misma almohada cuando la habitación empieza a llenarse con el olor del gas… Las que estabas pensando tú en voz alta hace un momento. ADELA (Se levanta resuelta).—¿Por qué no me dejó ir? ¡Todavía es tiempo!… PEREGRINA (La detiene).—¡Quieta! ADELA.—¡Es el único camino que me queda! (Se ve, lejano, el resplandor de la hoguera, y se oyen confusamente los gritos de la fiesta). PEREGRINA.—No. El tuyo no es ése. Mira: la noche está loca de hogueras y canciones. Y Martín te está esperando en el baile. ADELA.—¿Y mañana…? PEREGRINA.—Mañana tu camino estará libre. Ten fe, niña. Yo te prometo que serás feliz, y que esta noche será la más hermosa que hayamos visto las dos. (Bajan los niños seguidos par el Abuelo). PEREGRINA, ADELA, NIÑOS Y ABUELO ANDRÉS.—¡Ya han encendido la hoguera grande, y todo el pueblo está bailando alrededor! DORINA.—Vamos, Abuelo, que llegamos tarde. FALÍN (Llegando junto a la Peregrina, con una corona de rosas y espigas).—Toma. La hice yo. PEREGRINA.—¿Para mí? FALÍN.—Esta noche todas las mujeres se adornan así. DORINA.—¿No vienes al baile? PEREGRINA.—Tengo que seguir camino al rayar el alba. Adela os acompañará. Y no se separará de vosotros ni un momento. (Mirándola imperativa). ¿Verdad…? ADELA (Baja la cabeza).—Sí. Adiós, señora… Y gracias. ANDRÉS.—¿Volveremos a verte pronto? PEREGRINA.—No tengáis prisa. Antes tienen que madurar muchas espigas. Adiós, pequeños… NIÑOS.—¡Adiós, Peregrina! (Salen con Adela. El Abuelo se queda un momento). ABUELO.—¿Por qué te daba las gracias Adela?… ¿Sabe quién eres? PEREGRINA.—Tardará muchos años en saberlo. ABUELO.—¿No era a ella a quien buscabas esta noche? PEREGRINA.—Eso creía yo también, pero ya he visto clara mi confusión. ABUELO.—Entonces, ¿por qué te quedas aquí? ¿Qué esperas? PEREGRINA.—No puedo regresar sola. Ya te dije que esta noche una mujer de tu casa, coronada de flores, será mi compañera por el río. Pero no temas: no tendrás que llorar ni una sola lágrima que no hayas llorado ya. ABUELO (La mira con sospecha).—No te creo. Son los niños lo que andas rondando, ¡confiésalo! PEREGRINA.—No tengas miedo, abuelo. Tus nietos tendrán nietos, Vete con ellos. (Coge su bordón y lo deja apoyado en la jamba de la puerta). ABUELO.—¿Qué haces…? PEREGRINA.—Dejar el bordón en la puerta en señal de despedida. Cuando vuelvas del baile, mi misión habrá terminado. (Con autoridad terminante). Y ahora déjame. Es mi última palabra de esta noche. (Sale el Abuelo. Pausa larga. La Peregrina, a solas mira con resbalada melancolía la corona de rosas. Al fin sus ojos se animan; se la pone en los cabellos, toma un espejo del costurero de Adela y se contempla con femenina curiosidad. Su sonrisa se desvanece; deja caer el espejo, se quita las rosas y comienza a deshojarlas fríamente, con los ojos ausentes. Entre tanto se escuchan en el fogueral las canciones populares de San Juan). VOZ VIRIL.— Señor San Juan: la flor de la espiga ya quiere granar. ¡Qué viva la danza y los que en ella están! CORO.—¡Señor San Juan…! VOZ FEMENINA.— Señor San Juan: con la flor del agua te vengo a cantar. ¡Que viva la danza y los que en ella están! CORO.—¡Señor San Juan…! (Hay un nuevo silencio. La Peregrina está sentada de espaldas al fondo, con los codos en las rodillas y el rostro en las manos. Por la puerta del fondo aparece furtivamente una muchacha de fatigada belleza, oculto a medias el rostro con el mantellín. Contempla la casa. Ve a la Peregrina de espaldas y da un paso medroso hacia ella. La Peregrina la llama en voz alta sin volverse). PEREGRINA.—¡Angélica! PEREGRINA Y ANGÉLICA ANGÉLICA (Retrocede desconcertada).—¿Quién le ha dicho mi nombre? (La Peregrina se levanta y se vuelve). Yo no la he visto nunca. PEREGRINA.—Yo a ti tampoco. Pero sabía que vendrías, y no quise que encontraras sola tu casa. ¿Te vio alguien llegar? ANGÉLICA.—Nadie. Por eso esperé a la noche, para esconderme de todos. ¿Dónde están mi madre y mis hermanos? PEREGRINA.—Es mejor que tampoco ellos te vean. ¿Tendrías valor para mirarlos cara a cara? ¿Qué palabras podrías decirles? ANGÉLICA.—No hacen falta palabras… Lloraré de rodillas y ellos comprenderán. PEREGRINA.—¿Martín también? ANGÉLICA (Con miedo instintivo).—¿Está él aquí? PEREGRINA.—En la fiesta; bailando con todos alrededor del fuego. ANGÉLICA.—Con todos, no… ¡Mentira! Martín habrá podido olvidarme, pero mi madre no. Estoy segura que ella me esperaría todos los días de su vida sin contar las horas… (Llama). ¡Madre!… ¡Madre!… PEREGRINA.—Es inútil que llames. Te he dicho que está en la fiesta. ANGÉLICA.—Necesito verla cuanto antes. Sé que ha de ser el momento más terrible de mi vida y no tengo fuerzas para esperarlo más tiempo. PEREGRINA.—¿Qué vienes a buscar a esta casa?… ANGÉLICA.—Lo que fue mío. PEREGRINA.—Nadie te lo quitó. Lo abandonaste tú misma. ANGÉLICA.—No pretendo encontrar un amor que es imposible ya; pero el perdón sí. O por lo menos un rincón donde morir en paz. He pagado mi culpa con cuatro años amargos que valen toda una vida. PEREGRINA.—La tuya ha cambiado mucho en ese tiempo. ¿No has pensado cuánto pueden haber cambiado las otras? ANGÉLICA.—Por encima de todo, es mi casa y mi gente. ¡No pueden cerrarme la única puerta que me queda! PEREGRINA.—¿Tan desesperada vuelves? ANGÉLICA.—No podía más. He sufrido todo lo peor que puede sufrir una mujer. He conocido el abandono y la soledad; la espera humillante en las mesas de mármol y la fatiga triste de las madrugadas sin techo. Me he visto rodar de mano en mano como una moneda sucia. Sólo el orgullo me mantenía de pie. Pero ya lo he perdido también. Estoy vencida y no me da vergüenza gritarlo. ¡Ya no siento más que el ansia animal de descansar en un rincón caliente!… PEREGRINA.—Mucho te ha doblegado la vida. Cuando se ha tenido el valor de renunciar a todo por una pasión no se puede volver luego, cobarde como un perro con frío, a mendigar las migajas de tu propia mesa. ¿Crees que Martín puede abrirte los brazos otra vez? ANGÉLICA (Desesperada).—Después de lo que he sufrido ¿qué puede hacerme ya Martín? ¿Cruzarme la cara a latigazos?… ¡Mejor!… Por lo menos sería un dolor limpio. ¿Tirarme el pan por el suelo? ¡Yo lo comeré de rodillas, bendiciéndolo por ser suyo y de esta tierra en que nací! ¡No! ¡No habrá fuerza humana que me arranque de aquí! Estos manteles los he bordado yo… Esos geranios de la ventana los he plantado yo… ¡Estoy en mi casal… Mía…, mía…, ¡mía!…. (Solloza convulsa sobre la mesa, besando desesperadamente los manteles. Pausa. Vuelve a oírse la canción sanjuanera). VOZ VIRIL.— Señor San Juan… ya las estrellas perdiéndose van. ¡Qué viva la danza y los que en ella están! CORO.—Señor San Juan… (La Peregrina se le acerca piadosamente pasando la mano sobre sus cabellos. Voz íntima). PEREGRINA.—Dime, Angélica, ¿en esos días negros de allá, no has pensado nunca que pudiera haber otro camino? ANGÉLICA (Acodada a la mesa, sin volverse).—Todos estaban cerrados para mí. Las ciudades son demasiado grandes, y allí nadie conoce a nadie. PEREGRINA.—Un dulce camino de silencio que pudieras hacerte tú sola… ANGÉLICA.—No tenía fuerza para nada. (Reconcentrada). Y sin embargo la noche que él me abandono… PEREGRINA (Con voz de profunda sugestión, como si siguiera en voz alta el pensamiento de Angélica).—Aquella noche pensaste que más allá, al otro lado del miedo, está el país del último perdón, con un frío blanco y tranquilo; donde hay una sonrisa de paz para todos los labios, una serenidad infinita para todos los ojos… ¡y donde es tan hermoso dormir, siempre quieta, sin dolor y sin fin! ANGÉLICA (Se vuelve mirándola con miedo).—¿Quién eres tú que me estás leyendo por dentro? PEREGRINA.—Una buena amiga. La única que te queda ya. ANGÉLICA (Retrocede instintivamente).—Yo no te he pedido amistad ni consejo. Déjame. ¡No me mires así! PEREGRINA.—¿Prefieres que tu madre y tus hermanos sepan la verdad? ANGÉLICA.—¿No la saben ya? PEREGRINA.—No. Ellos te imaginan más pura que nunca. Pero dormida en el fondo del río. ANGÉLICA.—No es posible. Martín me siguió hasta la orilla. Escondidos en el castañar le vimos pasar a galope, con la escopeta al hombro y la muerte en los ojos. PEREGRINA.—Pero supo dominarse y callar. ANGÉLICA.—¿Por qué? PEREGRINA.—Por ti. Porque te quería aún, y aquel silencio era el único regalo de amor que podía hacerte. ANGÉLICA.—¿Martín ha hecho eso… por mí…? (Aferrándose a la esperanza). ;Pero entonces, me quiere… ¡Me quiere todavía!… PEREGRINA.—Ahora ya es tarde. Tu sitio está ocupado. ¿No sientes otra presencia de mujer en la casa?… ANGÉLICA.—¡No me robará sin lucha lo que es mío! ¿Dónde está esa mujer? PEREGRINA.—Es inútil que trates de luchar con ella; estás vencida de antemano. Tu silla en la mesa, tu puesto junto al fuego y el amor de los tuyos, todo lo has perdido. ANGÉLICA.—¡Puedo recobrarlo! PEREGRINA.—Demasiado tarde. Tu madre tiene ya otra hija. Tus hermanos tienen otra hermana. ANGÉLICA.—¡Mientes! PEREGRINA (Señalando el costurero).—¿Conoces esa labor? ANGÉLICA.—Es la mía. Yo la dejé empezada. PEREGRINA.—Pero ahora tiene hilos nuevos. Alguien la está terminando por ti. Asómate a esa puerta. ¿Ves algo al resplandor de la hoguera?… (Angélica va al umbral del fondo. La Peregrina, no). ANGÉLICA.—Veo al pueblo entero, bailando con las manos trenzadas. PEREGRINA.—¿Distingues a Martín? ANGÉLICA.—Ahora pasa frente a la llama. PEREGRINA.—¿Y a la muchacha que baila con él? Si la vieras de cerca hasta podrías reconocer tu vestido y el pañuelo que lleva al cuello. ANGÉLICA.—A ella no la conozco. No es de aquí. PEREGRINA.—Pronto lo será. ANGÉLICA (Volviéndose a la Peregrina).—No… Es demasiado cruel. No puede ser que me lo hayan robado todo. Algo tiene que quedar para mí. ¿Puede alguien quitarme a mi madre? PEREGRINA.—Ella ya no te necesita. Tiene tu recuerdo, que vale más que tú. ANGÉLICA.—¿Y mis hermanos…? La primera palabra que aprendió el menor fue mi nombre. Todavía lo veo dormido en mis brazos, con aquella sonrisa pequeña que le rezumba en los labios como la gota de miel en los higos maduros. PEREGRINA.—Para tus hermanos ya no eres más que una palabra. ¿Crees que te conocerían siquiera? Cuatro años son mucho en la vida de un niño. (Se le acerca íntima). Piénsalo, Angélica. Una vez destrozaste tu casa al irte. ¿Quieres destrozarla otra vez al volver? ANGÉLICA (Vencida).—¿A dónde puedo ir si no?… PEREGRINA.—A salvar valientemente lo único que te queda: el recuerdo. ANGÉLICA.—¿Para qué si es una imagen falsa? PEREGRINA.—¿Qué importa, si es hermosa? La belleza es la otra forma de la verdad. ANGÉLICA.—¿Cómo puedo salvarla? PEREGRINA.—Yo te enseñaré el camino. Ven conmigo, y mañana el pueblo tendrá su leyenda. (La toma de la mano). ¿Vamos?… ANGÉLICA.—Suelta… Hay algo en ti que me da miedo. PEREGRINA.—¿Todavía? Mírame bien. ¿Cómo me ves ahora?… (Queda inmóvil con las manos cruzadas). ANGÉLICA (La contempla fascinada).—Como un gran sueno sin párpados… Pero cada vez más hermosa… PEREGRINA.—¡Todo el secreto está ahí! Primero, vivir apasionadamente, y después morir con belleza. (Le pone la corona de rosas en los cabellos) . Así…, como si fueras a una nueva boda. Ánimo, Angélica… Un momento de valor, y tu recuerdo quedará plantado en la aldea como un roble lleno de nidos. ¿Vamos? ANGÉLICA (Cierra los ojos).—Vamos. (Vacila al andar). PEREGRINA.—¿Tienes miedo aún? ANGÉLICA.—Ya no… Son las rodillas que se me doblan sin querer. PEREGRINA (Con una ternura infinita).—Apóyate en mi. Y prepara tu mejor sonrisa para el viaje. (La toma suavemente de la cintura). Yo pasaré tu barca a la otra orilla… (Sale con ella. Fuera comienza a apagarse el resplandor de la hoguera y se escucha la última canción). VOZ VIRIL.— Señor San Juan… en la foguera ya no hay qué quemar. ¡Que viva la danza y los que en ella están! CORO.—Señor San Juan… (Vuelve a oírse la gaita, gritos alegres y rumor de gente que llega. Entra corriendo la Sanjuanera 1ª perseguida por las otras y los mozos. Detrás, Adela y Martin). ADELA, MARTÍN, MOZOS SANJUANERA 1ª.—No, suelta… Yo lo vi primero. SANJUANERA 2ª.—Tíramelo a mí. SANJUANERA 3ª.—A mí que no tengo novio.
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