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Orientación Universidad
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La Fundación de Vallejo, Transcripciones de Lengua y Literatura

La Fundación de Antonio Buero Vallejo

Tipo: Transcripciones

2019/2020
En oferta
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Subido el 20/04/2020

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¡Descarga La Fundación de Vallejo y más Transcripciones en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! ANTONIO | MIVALLEJO: +20 A 0 Neo] La Fundación es una de las obras de Buero Vallejo que han alcanzado mayor éxito de público y crítica, tanto por el dramatismo de su trama argumental como por la novedad de los procedimientos técnicos utilizados. Presentada como una fábula, plantea al lector-espectador un choque entre realidad y ficción, que se resuelve paulatinamente a favor de la verdad. Cuando, identificados con el protagonista de la obra, creemos que nos encontramos cómodamente instalados en una Fundación, descubrimos que estamos en una cárcel. Es el reflejo de nuestro mundo y de nuestra sociedad. PARTE PRIMERA I La habitación podría pertenecer a una residencia cualquiera. No es amplia ni lujosa. El edificio donde se halla se ha construido con el máximo aprovechamiento de espacios. Los muros son grises y desnudos: ni zócalo, ni cornisa. Muebles sencillos pero de buen gusto: los de una vivienda funcional donde se considera importante el bienestar. Pero el relativo apiñamiento de pormenores que lo acreditan aumenta curiosamente la sensación de angostura que suscita el aposento. El techo se encuentra, sin embargo, tan alto que ni siquiera se divisa. De tono neutro, sin baldosas ni fisuras, parece el suelo de cemento pulimentado. El ángulo entre el lateral izquierdo y la pared del fondo no es visible: los pliegues de una larga cortina que se pierde en la altura forman un chaflán que lo oculta. En el lateral izquierdo, a media altura y cerca de la cortina, sobresale del muro una taquilla de hierro colado en él empotrada. Sin puertas ni cortinillas, su pobre aspecto contrasta con el de otros muebles. En sus dos anaqueles brillan finas cristalerías, vajillas, plateados cubiertos, claros manteles y servilletas allí depositados. Bajo la taquilla, el blanco esmalte de una puertecita cierra un pequeño frigorífico embutido en la pared. En el primer término de dicho lateral e incrustada asimismo en el muro, sobria percha de hierro, de cuyos pomos cuelgan seis saquitos o talegos diferentes entre sí. Arrimada al muro y bajo ellos, cama extensible que, plegada por su mitad, forma un mueble vertical. En la pared del fondo y junto a la cortina, la única puerta, estrecha y baja, de tablero ahora invisible por estar abierta hacia afuera y a la izquierda del marco. Hállase éste al fondo de un vano abocinado en el muro, cuyo gran espesor es evidente. Sobre la puerta, globo de luz y, más arriba, la rejilla redonda de un altavoz. Contiguo al vano y abarcando el resto del muro hasta su borde derecho, enorme ventanal de gran altura y de alféizar sólo un poco más bajo que el dintel de la puerta. Su marco se halla, asimismo, en un hueco ligeramente abocinado del muro. El ventanal no parece poder abrirse: dos simples largueros verticales sin fallebas sostienen los cristales. Bajo el ventanal y con la cabecera adosada al muro de la derecha, una cama sencilla y clara de línea moderna. Alineados bajo ella, tres bultos recubiertos por arpilleras o mantas diversas, de utilidad desconocida por el momento. Sujeta la pared sobre la cabecera del lecho, pantallita cónica de metal. El resto del lateral derecho lo ocupa casi por completo una estantería de finas maderas, totalmente empotrada en el muro y quebrada por irregulares plúteos. En su parte baja, un televisor; en algún otro de sus tableros, varios botones. En sus estantes lucen los bellos y lujosos tejuelos de numerosos libros y asoman artísticas figuritas de porcelana o cristal. Bajo la estantería y cercana al lecho, emerge del muro la tabla de una mesilla, al parecer también de hierro: una simple superficie sobre la que descansan libros, revistas y un teléfono blanco. En el primer término de la escena y hacia la derecha, mesa rectangular de clara madera y suave barniz, no muy grande. Sobre ella, periódicos y alguna revista ilustrada. A su al rededor, cinco acogedores silloncitos de luciente metal y brillante cuero. A la derecha del primer término, pendiente de una larga varilla que se pierde en lo alto, gran lámpara con su moderna pan talla de fantasía. La puerta abierta da a lo que parece ser un corredor estrecho, limitado por una barandilla metálica que continúa hacia ambos lados y que causa la impresión de dar al vacío. Tras el ventanal, lejana, la dilatada vista de un maravilloso paisaje: límpido cielo, majestuosas montañas, la fulgurante plata de un lago, re motos edificios que semejan extrañas catedrales, el dulce verdor de praderas y bosquecillos, las bellas notas claras de amenas edificaciones algo más cercanas. Tras la barandilla del corredor y en la lejanía, prolóngase el mismo panorama. Con su contradictoria mezcla de modernidad y estrechez, la habitación sugiere una instalación urgente y provisional al servicio de alguna actividad valiosa y en marcha. La risueña luz de la primavera inunda el paisaje; cernida e irisada claridad, un tanto irreal, en el aposento (Suave música en el ambiente: la Pastoral de la Obertura de «Guillermo Tell», de Rossini, fragmento que, no obstante su brevedad, recomienza sin interrupción hasta que la acción lo corta. Acostado en el lecho, bajo limpias sábanas floreadas y rica colcha, un Hombre inmóvil, de cara a la pared. De su cuerpo sólo es visible la nuca y la revuelta cabellera. Con una flamante escoba, TOMÁS está barriendo basurillas que lleva hacia la puerta. Es un mozo de unos veinticinco años, de alegre semblante, que usa pantalón oscuro y camisa gris. Sobre el pecho, un pequeño rectángulo negro donde descuella, en blanco, la inscripción C-72. Calzado blando. La escoba se mueve flojamente; TOMÁS silba quedo algo de la música que oye y se detiene, acompañándola con un leve cabeceo.) TOMÁS.— Rossini… (Se vuelve hacia el lecho.) ¿Te gusta? (No hay respuesta. TOMÁS da un par de escobazos.) Poco hemos hablado tu y yo desde que vinimos a la Fundación. Ni siquiera sé si te gusta la música. (Se detiene.) A los enfermos les distrae. Pero si te molesta… (No hay respuesta. Barre.) Es una melodía tan serena como el fresco de la madrugada, cuando asoma el sol. Da gusto oírla en un día tan luminoso como éste. (Ante el ventanal.) ¡Si vieras cómo brilla el campo! Los verdes, el lago… Parecen joyas. (Reanuda el barrido, saca la basura por la puerta y la deja fuera, a la derecha. Se asoma a la barandilla y contempla el paisaje. El sol baña su figura. Vuelve a entrar y, apartando levemente la cortina de la izquierda, deja detrás la escoba.) ¿Te gustaría ver el paisaje? El aire está tibio. Si quieres, te incorporo. ¿Eh? (Ninguna respuesta. Se acerca a la cama y baja la voz) ¿Te has dormido? (El enfermo no se mueve. TOMÁS va a alejarse de puntillas. Fatigada débil, se oye la voz del HOMBRE acostado.) HOMBRE.— Habla cuanto quieras. Pero no me preguntes… Estoy cansado. TOMÁS.— (Va a la mesa y toma una revista.) Claro, no te alimentas… (Ríe y se sienta.) Asel ha dicho que no te conviene tomar nada, y Asel es médico. (Deja la revista.) Pero tampoco te veo tomar líquidos, (Señala a la BERTA.— No puedo, se llama como tú. (Se desprende y se encara con TOMÁS.) ¡Y lo salvaré! (TOMÁS la mira, perplejo.) Adiós. (Va hacia la puerta.) TOMÁS.— (Leve angustia en su voz.) ¡Espera! (La retiene por un brazo.) Mis compañeros no tardarán en volver. Y quieren conocerte. (La conduce a un silloncito. Ella se sienta, acariciando al ratoncillo.) No acaban de creer que tú también hayas venido a la Fundación. BERTA.— ¿Por qué no? TOMÁS.— Dicen que es mucha casualidad. (Se sienta sobre la mesa, a su lado.) Están ciegos para las casualidades. (Extiende un dedo hacia el número de la camisa de ella.) Ayer les hablé de ésta. (Ella le sonríe.) ¿Os parece mentira que mi novia esté en la Fundación? —les dije—. Pues además le han dado el mismo número que a mí: el 72. BERTA.— ¿Tampoco lo creyeron? TOMÁS.— ¡Menos aún! Se echaron a reír… Excepto Asel. Es un tipo desconcertante. BERTA.— (Sin mirarle.) ¿Lo conocías de antes? TOMÁS.— No… No. ¿Por qué lo preguntas? BERTA.— Por preguntar. TOMÁS.— Él no se rió. Él dijo: eso, más que una casualidad, sería un prodigio. Ahora los conocerás, verán tu número y se convencerán de que todo lo que nos sucede a ti y a mí es prodigioso. ¿A que sí? BERTA.— Sí. (Él se inclina y la besa largamente. Ella ríe.) Tomasito se me va a escapar. (Se levanta y sujeta al animal.) Quieto, rabo largo. No seas tú ahora el celoso. (Se lo enseña.) Mira, me está diciendo algo. TOMÁS.— Yo nada oigo. BERTA.— Es otro prodigio. (Se aproxima el ratón a una oreja.) Dice que se acerca la hora del almuerzo y que quiere comer. Deben de ser celos, pero tiene razón. No puedo esperar más. TOMÁS.— (Se levanta.) ¡Un minuto! Pronto estarán de vuelta… (La toma por un brazo.) ¿Cómo has sabido que hoy no salía yo a pasear? BERTA.— ¿No te toca el aseo de la habitación? TOMÁS.— ¿Cómo lo sabes? Desde anteayer no hemos hablado. BERTA.— (Lo mira hondamente.) Me lo habrás dicho tú. TOMÁS.— (Intrigado.) No. BERTA.— (Desvía la vista y eleva la cabeza.) Noto un olor desagradable… TOMÁS.— (Desvía la vista.) Viene del cuarto de baño. La taza filtra mal. O quizá sea el depósito, que descarga sin fuerza… Ya he avisado al encargado de la planta. (Ríe.) Hasta una Fundación como ésta sufre deficiencias… Se han dado tanta prisa en construir y organizar que aún no hay servicio, ni comedores… BERTA.— Y el apiñamiento. TOMÁS.— Claro. Mientras terminan los nuevos pabellones. ¿Estáis vosotras mejor atendidas en los vuestros? BERTA.— Lo mismo. Sin servicio aún. Y por eso me tengo que ir. Vámonos, rabo largo. (Inicia la marcha.) TOMÁS.— (La detiene con timidez.) Ya no tardan nada… Y es gente interesante. Te agradarán. Incluso Tulio. Es un poquitín grosero y aborrece la música… Pero es un fotógrafo excepcional, que anda tras un descubrimiento óptico formidable. Un verdadero sabio, aunque algo desequilibrado. Y Max, otro sabio. Un matemático eminente. Pero éste, simpatiquísimo y servicial… Lino es ingeniero. Va a experimentar un nuevo sistema de pretensados… Habla poco y es buena persona. BERTA.— Y Asel. TOMÁS.— Asel. El mejor de todos. BERTA.— (Por el hombre acostado.) ¿Y éste? TOMÁS.— (Después de un momento.) No lo creerás, pero aún no sé a lo que se dedica. (Se acerca al lecho.) Como está enfermo no lo cansamos con preguntas. BERTA.— ¿No estará oyendo? TOMÁS.— Duerme profundamente. (La invita a acercarse. Ella lo hace. En voz baja.) Mira. Parece un campesino. Quizá sea un horticultor… Ensayará injertos, cultivos y todas esas cosas. (Breve pausa.) BERTA.— Se me ha hecho tarde, amor. Ahora sí que me voy. TOMÁS.— (La abraza. Se le vela la voz.) Vuelve esta noche. BERTA.— (Asombrada.) ¿Aquí? TOMÁS.— Son muy dormilones… y muy compresivos. Si nos refugiamos en el cuarto de baño no dirán nada. BERTA.— (Al ratón.) Está loco, Tomasín. TOMÁS.— Loco por ti. ¿Vendrás? BERTA.— (Después de un momento.) Aborrezco a la Fundación. TOMÁS.— (La besa.) Pero no a mí… Vuelve esta noche. BERTA.— Basta… (Se desprende.) Basta. (Va hacia la puerta.) TOMÁS.— ¿Vendrás? BERTA.— (Desde la puerta muestra al ratón.) Tengo que proteger a mi otro novio… (Señala la cortina.) Y en el cuarto de baño huele mal. TOMÁS.— ¡Nos vamos a otro sitio! BERTA.— (Risita.) ¿A dónde? (Él no sabe que responder.) ¡Adiós! (Desaparece por la derecha del corredor. TOMÁS sale presuroso y alza la voz.) TOMÁS.— ¡Yo sé que vendrás! (Llega de más lejos la argentina risa de BERTA. TOMÁS la ve alejarse. Luego contempla el paisaje y respira el aire perfumado. Penetra de nuevo en la estancia y sonríe hacia el HOMBRE enfermo.) ¡Cielos, qué mañana! Tan pura como la de Rossini. Duerme, duerme. (Cruza.) Amortiguaré un poco la música. HOMBRE.— Estoy despierto. TOMÁS.— (Se detiene, inmutado.) Perdona… Los dos creímos que dormías… Te habremos molestado. HOMBRE.— He dormitado a ratos… (Con voz de sueño.) Ninguna molestia. (TOMÁS se acerca a la estantería, manipula en un botón y la música se amortigua.) Hay un olor desagradable. TOMÁS.— (Se vuelve hacia él, turbado.) Del cuarto de aseo. Lo arreglarán pronto… ¿Prefieres así la música? (No hay respuesta. TOMÁS se encamina a la mesa sin hacer ruido y toma una revista. Cuando va a sentarse llegan por la izquierda del corredor cuatro hombres que miran hacia la derecha por un momento. En cuanto los ve, TOMÁS corre a la estantería y corta la música. Ellos entran. El primero en hacerlo es TULIO, MAX.— (Mientras va a sentarse a la mesa.) Linda manera de llamar a nuestros festines. TOMÁS.— Es un exquisito. LINO.— Perdona, Tomás… Es mi modo de hablar. TOMÁS.— ¿Yo? No tengo nada que perdonarte. ¿Quién quiere una cerveza? (Sin levantar la vista del libro, TULIO emite otro gruñido de sorna. TOMÁS lo mira. MAX le indica por señas que no haga caso.) MAX.— Prefiero whisky. Yo mismo me lo serviré. (Sin dejar de leer, TULIO suelta la carcajada. ASEL lo reprende con un meneo de cabeza.) Y a éste, un calmante. TOMÁS.— (Ríe.) Sí que le hace falta. TULIO.— (Sin levantaría vista.) Me reía de algo… que pone aquí. (TOMÁS llega al frigorífico y lo abre. Destellos de botellas y envases. LINO modula, abstraído, una absurda y discordante melodía con la boca cerrada: improvisados tonos que suben a veces desagradablemente. TOMÁS, que pensaba lo que podría sacar, lo mira, incómodo.) TOMÁS.— Si quieres pongo música. (LINO lo mira, enmudece y se encoge de hombros.) ¿Te apetece una cerveza? (LINO mira a ASEL, quien le hace un leve gesto de asentimiento.) LINO.— Bueno. ASEL.— (Mirando a TULIO.) Para mí otra. (TULIO lo mira con desdén. TOMÁS recoge de la taquilla un abridor, con el que destapa una botella de cerveza. MAX toma de la taquilla dos vasos altos y se los presenta. TOMÁS los llena. MAX se acerca a LINO y le tiende uno.) MAX.— Toma. LINO.— Gracias. (Pero no lo toma. TOMÁS está abriendo otra botella. Saca otro vaso de la taquilla y se sirve.) MAX.— (A LINO.) Toma, hombre… (TOMÁS los mira.) LINO.— (De mala gana.) Trae. (Toma el vaso. MAX se acerca a ASEL.) ASEL.— ¿Quién nos ha visitado esta mañana, Tomás? No nos lo has dicho. (LINO, que iba a beber, interrumpe su ademán. TULIO cierra su libro y mira a TOMÁS. MAX se detiene.) TOMÁS.— (Ríe.) Y no sé si decíroslo. (Va a beber, se detiene y brinda su vaso a TULIO.) Perdona, Tulio. ¿Te apetece? (TULIO lo mira, colérico.) MAX.— ¿Le pongo estricnina para que te sepa mejor? (TOMÁS y él ríen. Tulio deja el libro sobre la mesilla con un golpe airado.) TOMÁS.— Bueno, hombre. No te sulfures. (Y bebe.) MAX.— Tu cerveza, Asel. (Le tiende el vaso.) ASEL.— (Lo toma.) Gracias. (LINO cruza hacia la mesa con los ojos bajos, deja blandamente el vaso que no ha bebido, se sienta en un sillón y tamborilea sobre la tabla.) TOMÁS.— ¿Y tu whisky, Max? (MAX va a la taquilla, de la que saca un vaso con unos dedos de whisky ya servidos.) MAX.— Aquí está. ¿Me pones el hielo? (Sorprendido, TOMÁS lo mira y saca del frigorífico un recipiente de metal.) TOMÁS.— ¿Cuándo te lo has servido? MAX.— (Con una rápida ojeada a los demás.) Hace un minuto. ¿No lo has visto? TOMÁS.— No… (Saca un par de cubitos de hielo con unas pinzas y se los echa en el vaso. MAX agita su bebida. Tomás guarda todo y cierra el frigorífico.) ASEL.— (Suave.) Tomás, dinos quién vino. (LINO deja de tamborilear y aguarda la respuesta. TULIO se cruza de brazos y mira a TOMÁS. Sin perderlo de vista, MAX bebe.) TOMÁS.— Pues… esa deliciosa personita cuya presencia en la Fundación os obstináis en negar. (Todos se miran.) ASEL.— ¿Tu novia? TOMÁS.— (Jactancioso.) ¡Y con el 72 en su blusa! ¡Por muy poco no te das de narices con el prodigio, Asel! No hace ni cinco minutos que se ha marchado. (TULIO se sienta en un sillón y resopla con gesto adusto.) ¡No me creen, Max! Piensan que me gusta inventar. (Pasea y bebe.) Que se lo pregunten al enfermo. Estaba despierto cuando ella vino. TULIO.— (Iracundo.) ¡Cállate! ASEL.— (Se incorpora.) ¡Tulio! TULIO.— No lo aguanto. (Se levanta y va a mirar al exterior desde la puerta.) ASEL.— ¿Qué es lo que no aguantas? En realidad, todos creemos a Tomás menos tú. (TULIO le mira, irritado.) Procura serenarte. Llevas algún tiempo… demasiado nervioso. MAX.— Asel tiene razón. Te ayudaremos todos. TULIO.— (Seco.) ¿A qué? TOMÁS.— (De nuevo afable, sonríe a TULIO.) Te ayudaremos si lo necesitas, Tulio. Yo también, porque me considero tu amigo. (Se acerca.) Si te desagrada que hable tanto de Berta… MAX.— Es muy natural. Es tu novia. TOMÁS.— Si a Tulio le molesta, no volveré a hablaros de ella. TULIO.— Habla de lo que te dé la gana. TOMÁS.— (Reflexiona.) Estamos algo aislados aquí… Ésa puede ser la causa. ASEL.— ¿La causa de qué? TOMÁS.— Asel, tú recibes noticias de tu mujer y de tus hijos. Ayer tuviste carta. ASEL.— Así es. TOMÁS.— A Max lo visita su madre y a Lino también le llegan cartas de sus padres… ¿Estás casado, Tulio? (Silencio.) ASEL.— No tiene a nadie. TOMÁS.— Te ruego que me perdones. Le diré a Berta… TULIO.— (Pasea, exaltado.) ¿Que no venga por acá? ¡Gracias, hombre! ¡Ojalá vinieran muchas personas, ojalá viniese el mundo entero! (A los demás.) ¡Lo que me crispa no es lo que Tomás supone, y vosotros lo sabéis de sobra! ASEL.— No grites, Tulio. TULIO.— ¿Ni siquiera se va a poder gritar? TOMÁS.— ¿De qué hablas? (LINO tamborilea de nuevo sobre la mesa.) ASEL.— ¡Por favor, no perdamos la calma! Tomás, ruégale a Berta, en nombre de todos, que nos visite lo antes que pueda. aposta!… (TULIO lo mira de través.) Porque se te podía haber ocurrido aliviarte en otro momento, digo yo… ASEL.— ¿Otra. vez? Yo os ruego a los dos… TULIO.— Descuida. Me callo. TOMÁS.— También yo. (Pasea. LINO reanuda sus modulaciones. TOMÁS se detiene ante el ventanal y contempla la campiña.) LINO.— ¿Cuánto faltará para la comida? ASEL.— Unos diez minutos. (Saca una corta pipa, vieja y requemada, que chupetea con avidez.) LINO.— ¿Tanto? MAX.— No. Ni cinco minutos. (Pausa.) LINO.— (A ASEL, en voz baja, señalando al enfermo.) ¿Te corresponde hoy la ración de ése? (TOMÁS se vuelve despacio, escuchándolos con vaga inquietud.) ASEL.— (Suspira.) Pues… sí. Lo siento. (TOMÁS va a hablar, pero se contiene al oír a LINO. MAX hojea una revista.) LINO.— Si, al menos, pudiésemos fumarnos el pitillo de la espera… (ASEL se saca la pipa de la boca y la huele con delectación. TULIO saca su pañuelo y se lo pasa por los labios.) ¿No te quedará a ti ninguno, Max? (MAX deniega.) ASEL.— Paciencia. Es otro de los lunares de esta admirable Fundación. Creo que hasta dentro de dos días no abren el economato. TOMÁS.— (Avanza un paso, contento.) ¡Pero eso os lo resuelvo yo ahora mismo! LINO.— (Con ilusión.) ¿Te quedan cigarrillos? TOMÁS.— ¡Claro que sí! Yo apenas fumo. (Se dirige a los talegos de la izquierda.) ¡Y bebe tu cerveza, hombre! ¡Ni la has probado! (LINO recoge su vaso y bebe un sorbo sin quitarle ojo a TOMÁS. TULIO se engolfa en su libro, ceñudo. MAX sorbe otro poquito de su whisky. ASEL observa a TOMÁS, que extrae de uno de los saquitos una cajetilla de tabaco y la muestra a todos. No obstante, algo le defrauda a LINO, pues baja la cabeza.) ¡A fumar! (TOMÁS abre la cajetilla y ofrece.) ASEL.— Toma tu cigarrillo, Lino. (LINO saca un cigarrillo de la cajetilla con torpes dedos y se queda con él en la mano.) TOMÁS.— (A ASEL.) ¿Tú no quieres? ASEL.— (Se lleva a la boca la pipa.) Ya sabes que estoy intentando abandonar el vicio. MAX.— Yo Soy un vicioso repugnante. Dame. (Toma el cigarrillo y saca de su bolsillo una caja de cerillas.) TOMÁS.— (Tímido.) Tulio… (TULIO deniega con un dedo, sin levantar la cabeza.) Pero tú fumas… (TULIO niega con la cabeza, enfurruñado. TOMÁS mira a todos y esboza un consternado ademán.) ASEL.— (Suave.) También le has rechazado la cerveza… No lo desaires por segunda vez. Él te estima. TULIO.— (Golpea la mesa con el puño.) ¡Basta de sermones! (Con gesto de impotencia, vuelve a golpear repetidas veces.) Está bien. ¡Presento mis excusas! (Rojo de ira.) ¡Y le probaré que yo también le estimo! ¡Os lo probaré a todos! TOMÁS.— Pero, Tulio, no lo digas tan enfadado. Yo te agradezco tu buen deseo sin necesidad de esas explicaciones. TULIO.— (A todos, más calmado.) Perdonadme, tengo el genio vivo. (TOMÁS le ofrece la cajetilla.) Fumar, no. He dicho que no quiero y no quiero. (Se levanta y cruza. Se vuelve hacia TOMÁS.) Gracias. (Se aposta ante la puerta y mira al exterior. MAX enciende su cigarrillo y ofrece lumbre a LINO, que vacila. MAX insiste; LINO se pone el cigarrillo en la boca y lo enciende. Pero, tras dos o tres chupadas, lo deja consumirse sobre un cenicero. TOMÁS saca un cigarrillo y se guarda la cajetilla.) TOMÁS.— ¿Me das fuego? (MAX le prende el cigarrillo.) Gracias. ¿Enciendo la televisión? MAX.— Viene muy sosa a estas horas. TOMÁS.— Con estas niñerías ni me he acordado de poner la mesa, y el almuerzo debe de estar al llegar. Lo hago en un vuelo. MAX.— ¡Y como nadie! Si te falla la literatura, ya sabes: camarero de gran hotel. Ganan más que los novelistas… TOMÁS.— (Ríe.) Lo pensaré. (Ha ido a la mesa y recoge todos los periódicos y revistas, que deja sobre la mesilla. TULIO se vuelve y lo mira con tristes ojos.) TULIO.— (Humilde.) ¿Te ayudo? ASEL.— ¡Bravo, Tulio! (TULIO dibuja una sonrisa avergonzada.) TOMÁS.— (Conmovido.) Si quieres, con mucho gusto. Te lo agradezco de veras. Retira tú los vasos, por favor. ¿Acabasteis todos? MAX.— (Se apresura a apurar su vaso y lo suelta.) Listo. (TULIO se acerca a la mesa, indeciso. TOMÁS recoge el cenicero, donde el cigarrillo de LINO aún lanza su columna de humo.) TOMÁS.— ¿No te gusta este tabaco, Lino? (Apaga la colilla.) LINO.— ¿Eh? Sí. Cualquier tabaco me gusta. TOMÁS.— (Va la mesilla para dejar el cenicero.) Se te ha consumido entero… LINO.— (Desconcertado, mira a los demás.) Estaba distraído. TOMÁS.— Pídeme otro cuando quieras. (Nada más dejar el cenicero se detiene, asombrado por la increíble actuación de TULIO, quien, después de mimar los ademanes de apiñar y recoger vasos, pero sin rozar siquiera los que se ven sobre la mesa, se encamina con esa carga imaginaria hacia la taquilla. Los demás no parecen hallar nada anómalo en su proceder; MAX se levanta, apurando su colilla para dejarla en el cenicero, y después se acerca al HOMBRE acostado para observarlo discretamente. De nuevo abstraído, LINO tamborilea sobre la mesa con ambas manos. Sonriente y saboreando su pipa vacía, ASEL mira a TULIO. TOMÁS reprime su despecho.) No debiste ofrecerme ayuda para reírte de mí. (Todos lo miran, sorprendidos. TULIO se detiene y se vuelve, inquieto. Muy atento, ASEL avanza hacia ellos.) TULIO.— ¿Me hablas a mí? TOMÁS.— Glacial.) ¿A quién, si no? (Va a la mesa.) TULIO.— ¿Y por qué… me dices eso? TOMÁS.— ¿Qué estás haciendo? TULIO.— (Turbado.) Llevar los vasos… a la alacena. espaldas, se miran todos.) LINO.— ¡Y qué larga! Cinco horas ya, desde el desayuno. TOMÁS.— (Se vuelve a medias.) ¿Te saco unos taquitos de jamón o de queso? LINO.— Aguantaré. Ya queda poco. (De bruces sobre la mesa, reclina la cabeza en los brazos. Con la boca cerrada reanuda sus curiosas modulaciones.) TULIO.— ¡Maldita sea, huele cada vez peor! TOMÁS.— (A ASEL.) ¡Ah!… Eso también está resuelto. (Todos lo miran.) MAX.— ¿Resuelto? TOMÁS.— (Se adelanta, risueño.) He avisado esta mañana. (LINO juguetea con el plato que tiene delante. TULIO aprieta los puños.) ASEL.— (Se levanta despacio.) ¿A quién? TOMÁS.— Al Encargado. Pasó a primera hora. (LINO se levanta y, sin abandonar su plato, va a la puerta y atisba. Después se vuelve para escuchar, dando nerviosos giros al plato.) ASEL.— (Entretanto.) Has dicho que sólo hubo una visita. TOMÁS.— La de Berta. Pero el Encargado vino mucho antes. Nada más salir vosotros. MAX.— ¿No te confundes con otro día? TOMÁS.— ¿Cómo me voy a confundir? Notó el olor, entró y le expliqué lo que pasaba. Ha prometido llamar en seguida al fontanero. (TULIO se vuelve de espaldas y se apoya de nuevo en la mesilla.) ¿Contentos? ASEL.— Por supuesto. ¿Habló de alguna otra cosa? (Sin volverse TULIO se envara.) TOMÁS.— Sus gentilezas de siempre. Que si estábamos satisfechos… Todo eso. ASEL.— (Risueño.) Algo más comentarías con él, novelista. A ti te gusta charlar. TOMÁS.— (Ríe.) Le hablé de Berta, de lo simpáticos que sois todos… (Mira a TULIO.) Todos. Él también es muy cortés y agradable. Estoy seguro de que cumplirá su promesa. ASEL.— (Después de un momento.) ¿Habló también con el enfermo? TOMÁS.— Me parece… que no. Dormía como ahora. HOMBRE.— (Sin moverse) No duermo. Os estoy escuchando. TOMÁS.— (Lo mira. A ASEL.) Bueno, entonces sí dormía. (Todos le miran extrañamente.) ¿A qué vienen esas caras? ¿Qué creéis ahora? Preguntádselo cuando venga con el almuerzo. ASEL.— No es necesario, Tomás. MAX.— Nadie duda de tu palabra. TOMÁS.— (Pasea.) Hoy sí que tardan… También yo empiezo a sentir apetito. (Se enfrenta con LINO.) Son estos aires, no cabe duda. Cuando nos vayamos de aquí todos habremos engordado. (Ríe.) Y a ti te vendrá bien… Eres fuerte, pero estás algo flaco. (Entretanto, ASEL se acerca a TULIO y, a hurtadillas de TOMÁS, le dice algo con gesto afable y menea la cabeza con resignación. TULIO asiente.) ASEL.— Tampoco a ti te sobran kilos, Tomás. TOMÁS.— (Se vuelve hacia él.) ¡Ni falta que me hacen! ASEL.— Ven aquí, por favor. (Se adelanta. TOMÁS se acerca.) Estás pálido. TOMÁS.— Siempre fui pálido. ASEL.— (Le mira la mucosa de un párpado.) Sigues completamente anémico. TOMÁS.— ¡No es posible! ASEL.— (sonríe.) ¿Soy o no soy médico? TOMÁS.— Lo eres, pero… ASEL.— Debes sobrealimentarte, ya te lo dije. Hagamos una cosa. Aparte de todas las incursiones que quieras en el frigorífico, hoy te comes la ración del enfermo. LINO.— (Molesto.) ¿Por qué? ASEL.— Si hoy me corresponde a mí, puedo cederla a quien se me antoje, ¿no? TULIO.— A quien la necesite, y tú la necesitas, Asel. ASEL.— No. Yo se la cedo a Tomás. TOMÁS.— Ya lo has hecho otras veces… ¡Y yo puedo comer cuanto me venga en gana! ¡Y todos! ASEL.— El apetito es mayor. (Lo mira fijamente.) Tú lo has dicho, son los aires… Confiesa que estás deseando hartarte un día. Y que ningún día lo consigues. TOMÁS.— Es verdad. Y no lo comprendo. ASEL.— Hoy te saciarás. TOMÁS.— Asel, yo no debo aceptarlo. ASEL.— No se hable más. (Le pone una mano en el hombro.) ¡Prescripción facultativa! TOMÁS.— (Baja la cabeza.) Gracias. (Silencio.) TULIO.— Asel, si no digo algo, reviento. ASEL.— Si no es un disparate… (Se sienta y juguetea con su pipa.) TULIO.— Eres el hombre más admirable que he conocido. ASEL.— (Risueño.) Es un disparate. (Breve pausa.) También tú le diste ayer a Tomás algo de tu comida… TULIO.— (Rezonga.) Porque me lo rogaste tú. ASEL.— Tonterías. Lo hiciste de buena gana. TULIO.— Que te crees tú eso. (Silencio.) HOMBRE.— Yo también tengo hambre. ¿Por qué me tenéis a dieta? (Nadie acusa estas palabras. TOMÁS, muy perplejo, lanza una mirada al enfermo.) TOMÁS.— También yo voy a reventar si no digo algo, Asel. ASEL.— Pues dilo. TOMÁS.— Como médico… no te entiendo. ASEL.— Porque no eres médico. TOMÁS.— ¿No debería tomar algo el enfermo? (Se miran, a hurtadillas de TOMÁS.) ASEL.— Dieta absoluta. HOMBRE.— ¿Por qué? TOMÁS.— ¿Por qué? ASEL.— Sería largo de explicar… pregunte en ocasión tan inadecuada… (A uno de los CAMAREROS se le escapa una breve carcajada. El ENCARGADO lo mira rápido, pero también sonríe.) TULIO.— (Desde la fila.) Apenas lo notamos. ENCARGADO.— (Muy serio.) No obstante, se arreglará lo antes posible… No lo duden. (Las cortinas se corren durante breves momentos.) II La misma claridad irisada en el aposento; al fondo, inmutable y radiante, el paisaje. La puerta sigue abierta. Aunque nada parece haber variado, pueden observarse tres cambios si se pone atención. De los cinco elegantes silloncitos, los dos situados hacia la izquierda de la mesa han desaparecido y los reemplazan dos de los tres bultos que antes se guardaban bajo la cama; más visibles ahora, se aprecia que cada uno de ellos consiste en una vieja colchoneta, delgada y estrecha, enrollada, y cuyos pliegues en espiral asoman por los bordes de la arpillera que la envuelve. El tercer cambio afecta a las ropas de la cama; ya no hay en ella sábanas ni colcha, sino una manta parduzca, y el cabezal gris carece de funda. (El HOMBRE acostado permanece en la misma postura. De frente y sentado en el suelo, hacia el primer término de la izquierda. TULIO lee en su libro desportillado y se aplica a la nariz su pañuelo de vez en cuando. Sobre de los petates, de perfil y sentado a la izquierda de la mesa, LINO, abstraído. De frente y sentado cerca del extremo derecho de la mesa, ante un gran libro de reproducciones en color, TOMÁS lo comenta para ASEL. Y MAX, de pie a sus dos lados. Unos segundos de silencio.) TOMÁS.— No se cansa uno de mirar. MAX.— ¿Y es un cuadro pequeño? TOMÁS.— No tendrá más de un metro de ancho. MAX.— Parece mentira. (TULIO gruñe, despectivo, sin levantar la vista.) TOMÁS.— Fijaos en la lámpara dorada. ¡Qué calidades! ¡Y con qué limpieza destaca del mapa del fondo! TULIO.— (Sin dejar de leer.) El mapa del fondo, con sus arrugas viejas… (Los otros tres se miran.) TOMÁS.— Exacto. Como un hule que se hubiera resquebrajado. (Señalan.) ¿Las veis? Debe de ser muy difícil pintar esos efectos. Pero Terborch era un maestro. TULIO.— Terborch era un maestro, pero ese cuadro no es de Terborch. ASEL.— Tulio, ¿por qué no vienes a la mesa y lo ves con nosotros? ¿Qué necesidad tienes de sentarte en el suelo? TULIO.— (Seco.) Por variar. TOMÁS.— (Se ha inclinado para leer en el libro.) Aquí pone Gerard Terborch. TULIO.— Un pintor está sentado y de espaldas, copiando a una muchacha coronada de laurel y con una trompeta. ¿Es ése? TOMÁS.— ¡El mismo! TULIO.— (Suspira.) Lo siento, pero no puedo dejar de intervenir. Ese cuadro es de Vermeer. TOMÁS.— ¡Si aquí dice…! TULIO.— ¡Qué va a decir! TOMÁS.— (Se inclina, vehemente.) Dice… (Se endereza, desconcertado.) Vermeer. ¿Cómo he podido leer Terborch? ASEL.— (Ríe.) Todos estos holandeses son indiscernibles. La ventana, la cortina, la copa de vino, el mapa… MAX.— Ha sido una confusión mental. TOMÁS.— (Incrédulo.) ¿De los nombres? Además, yo sabía que este cuadro era de Vermeer… Vermeer de Delft. (Se inclina.) Aquí lo dice. ¡Gracias, Tulio! (TULIO lo mira de reojo y no responde.) ¿No quieres venir a ver? Es evidente que te gusta la pintura. TULIO.— No tengo ganas de levantarme. TOMÁS.— (Afectuoso.) Ni de ver libros… Tienes aquí las más bellas obras creadas por los hombres. Y nunca las miras. ASEL.— (Suave.) A cada uno hay que dejarle ser como es. TOMÁS.— ¡Pero es absurdo que se pase las horas con la nariz metida en ese libraco viejo! ¡Un manual de ebanistería! ¿A quién se le ocurre? (Señala a la estantería.) Podría distraerse con las mejores novelas… (A TULIO.) ¿Quieres que te elija una? (TULIO lo mira fríamente.) MAX.— Vamos a seguir viendo cuadros. TOMÁS.— (Perplejo ante el silencio de TULIO.) Sí… Sí. (Mira al libro.) Vermeer… (Se entusiasma de nuevo.) Por cierto, hay algo muy curioso en esta pintura. Esta lámpara holandesa es casi idéntica a la de otra tabla famosa y muy anterior. (Busca en el libro.) Una tablita de Van Eyck… El retrato de un matrimonio. TULIO.— (Entre dientes.) Arnolfini. MAX.— No es italiano, Tulio. Es flamenco. TULIO.— (Fastidiado.) ¡Arnolfini y su esposa! Está en la Galería Nacional de Londres. Pero me callo, me callo. (Se engolfa, al parecer, en su libro.) TOMÁS.— Sí, es ése. Y aquí lo tenemos. ¡Mirad! (Compara una y otra página.) Se diría la misma lámpara. MAX.— ¿Y si fuera la misma? TOMÁS.— ¿A tres siglos de distancia? No. Vermeer copió la de Van Eyck… o coincidió misteriosamente, pues es muy improbable que conociese este cuadro. TULIO.— ¡Cuánta imaginación! Esas dos lámparas se parecen como tú y yo. TOMÁS.— ¡Son casi iguales! Míralas. TULIO.— No me hace falta. En la de Vermeer, brazos delgados, cuerpo esférico; en la del flamenco, brazos anchos y calados, cuerpo cilíndrico… TOMÁS.— Pequeñas diferencias… TULIO.— Y una gran águila de metal corona la de Vermeer. ¿O me equivoco? (Silencio.) TOMÁS.— Creo que… no. TULIO.— Por consiguiente, ninguna coincidencia misteriosa. Murray. No sé quién es. (Ensimismado, LINO modula sus gorjeos con la boca cerrada.) ASEL.— ¿Lo conoces, Tulio? TULIO.— No. (TOMÁS se está incorporando lentamente. Sin volverse, parece intuir la presencia de ella a sus espaldas.) ASEL.— ¿Y qué hacen esos pobres ratones? (BERTA frunce las cejas y retrocede en silencio.) TOMÁS.— (Absorto.) ¿Qué hacen?… ASEL.— Algo hacen o algo esperan. ¿No? (De nuevo en el corredor, BERTA los mira a todos con grave expresión y desaparece por la derecha. TOMÁS se levanta y se vuelve de pronto. Va la puerta, se asoma y mira ambos lados. Se vuelve, pensativo.) ¿Qué te sucede? TOMÁS.— Nada. (Una pausa, en la que sólo se oyen las modulaciones de LINO. De repente, cesan éstas. TOMÁS mira a todos con recelo; después al HOMBRE acostado e inmóvil. Hay alarma y duda en sus ojos.) LINO.— ¿Cuánto faltará para la cena? ASEL.— Unas cuatro horas. LINO.— (Respira tapándose boca y nariz. Se levanta y se acerca al primer término, aspirando con ansia.) Ya no se puede respirar. ASEL.— Pronto acabará todo. LINO.— ¿Y será mejor? ASEL.— Ya veremos. TOMÁS.— (Inseguro.) El depósito lo arreglarán en seguida… (A LINO.) Si tampoco respiras en esa ventana, vente a la puerta. El aroma del campo llega hasta aquí. LINO.— ¡Qué va a llegar! TOMÁS.— (Murmura.) A veces es difícil contentaros. (Cruza para volver a la mesa. Se detiene, reparando en el petate que LINO ha abandonado.) ASEL.— (Se levanta y se acerca a LINO.) Todavía un poco de calma, Lino. Tú sabes que es necesario. (TOMÁS lo escucha y vuelve a mirar el petate. Sigue su camino y se detiene ante el libro. Inquisitivo, mira a MAX.) MAX.— No nos has dicho qué representan esos ratoncitos. TOMÁS.— (Seco.) No más pintura por hoy. Ya veo que os aburro. ASEL.— ¡No, no! (TOMÁS cierra el libro y lo devuelve a la estantería.) MAX.— ¡Al contrario!… TOMÁS.— (Terminante.) Sí. (Repasa lomos de libros, se decide a sacar Otro. MAX chasquea la lengua y deniega.) ¿Qué? MAX.— (Risueño.) Si la devoción terminó, comienza la obligación. TOMÁS.— ¿De qué hablas? MAX.— Adivina adivinanza. ¿Quién es el remolón que está hoy de limpieza? TOMÁS.— (Gesto de contrariedad.) Perdón. Ahora mismo saco la basura. (Cruza y se detiene junto a uno de los silloncitos, cuyo respaldo acaricia. Después, junto a los dos petates, que considera con disimulo. ASEL lo observa con vivo interés. TOMÁS se inclina y toca la arpillera del de la izquierda.) ASEL.— ¿Qué miras? TOMÁS.— (Se incorpora rápidamente.) Nada. (Va al fondo y desaparece por unos segundos tras la cortina, para reaparecer, muy extrañado, mirando la escoba que trae. No es la que usó por la mañana, sino un escobajo viejo y sucio de mango muy corto. Mira a sus compañeros. Titubea.) ASEL.— ¿Te pasa algo? TOMÁS.— No… Sólo quisiera saber… (Baja la voz.) No comprendo. ASEL.— ¿Qué es lo que no comprendes? TOMÁS.— Desde que volvisteis del paseo nadie ha entrado ni salido. ASEL.— El Encargado. TOMÁS.— (Ríe de pronto.) ¿A qué vienen todas estas bromas? MAX.— (Risueño.) ¿Qué bromas? TOMÁS.— (Riendo.) No disimuléis, no soy tonto. Estáis cambiando cosas, o escondiéndolas. ASEL.— ¿Dónde? TOMÁS.— (Serio.) ¿Me lo vais a negar? ASEL.— Yo, al menos, no bromeo. (Se miran fijamente.) TOMÁS.— (Sombrío.) Dejémoslo. (Considera de nuevo la escoba que tiene en la mano. Se inclina y barre hacia afuera el montoncillo de basura, que deja en el corredor a la derecha de la puerta. Al incorporarse mira hacia la izquierda.) Ya vienen recogiendo. Por poco me descuido. (Entra, al tiempo que llegan por la izquierda del corredor y cruzan los dos CAMAREROS, portando un cajón oscuro con asas. Ya no llevan el frac, sino largos mandiles sobre sus camisas grises y sus pantalones viejos. Depositan el cajón a la derecha de la puerta y el SEGUNDO CAMARERO, único visible ahora, saca de él una escobilla y un cogedor. Recoge la basura, la vuelca en el cajón y vuelve a meter en él sus adminículos. Levanta el cajón —se supone que el otro camarero lo hace al mismo tiempo— y se va por la derecha. TOMÁS va a mirar, pero retrocede: la puerta se está entornando lentamente, empujada por el sonriente ENCARGADO, quien esboza una obsequiosa inclinación y cierra con suavidad. La superficie de la puerta es de clara madera finamente barnizada; a su derecha tiene un pomo dorado y, en el centro, una mirilla. TOMÁS se sobresalta.) ¿Por qué ha cerrado sin pedir permiso? MAX. Te ha sonreído. Él todo lo arregla con sonrisas. (Caviloso, TOMÁS deja la escoba tras la cortina.) TOMÁS.— (Molesto.) Pero ¿por qué ha cerrado? LINO.— (Fastidiado.) ¡Lo hacen todas las tardes! TOMÁS.— ¿Todas las tardes?… TULIO.— (Se levanta y va a la mesa para dejar su libro.) Si tanto te molesta, abre. ASEL.— Tulio, no le hables así. TULIO.— ¿Por qué no? (A TOMÁS.) Abre y llámale la atención para que no lo vuelva a hacer. ASEL.— ¿Estás loco, Tulio? TULIO.— ¡Tú eres el loco! ¿A qué nos conduce todo esto? MAX.— Va a haber que llevarte a la enfermería, Tulio. LINO.— ¡No, a Tulio, no! (Señala a Tomás, quien los mira angustiado.) ¡A él! TULIO.— Un momento. (Simula preparar su aparato.) Ya está. (Se vuelve hacia ellos y finge enfocarlos con el vaso. ASEL no disimula su inquietud.) ¡Atentos! (Da un golpecito sobre el vaso con la uña.) ¿Otra? TOMÁS.— (Se levanta, descompuesto.) No. Ni ésa tampoco. TULIO.— ¡Si ya está hecha! TOMÁS.— ¡Apelo a todos vosotros! ¡Porque ahora se ha reído de todos, no sólo de mí! ASEL.— (A media voz.) Me lo esperaba. TULIO.— Yo quería… TOMÁS.— ¡Burlarte una vez más! TULIO.— ¡Asel, yo quería complacerle! (ASEL suspira.) TOMÁS.— (Se abalanza y le arrebata el vaso.) ¿Con esto? (Lo enseña.) ¡Decidme todos si es locura o mala intención! ¡Porque empiezo a creer lo segundo! TULIO.— (Desalentado.) Nunca acierto. (ASEL saca su vieja pipa y la acaricia.) TOMÁS.— (A TULIO.) ¿Quién te has creído que eres, imbécil? ASEL.— ¿Qué tienes en la mano, Tomás? TOMÁS.— ¡Un vaso de aluminio! ASEL.— (A todos.) Reconocedlo. Las reacciones se vuelven prometedoras. TOMÁS.— ¡No entiendo tu jerga! (Agarra a TULIO por la camisa.) ¡Y tú, indecente payaso, chiflado de mierda, vete! ¡Vete a otra habitación! (Todos se aproximan.) TULIO.— (Se lo sacude.) ¡Vete tú y déjanos tranquilos! TOMÁS.— ¡Te voy a…! (Quiere agredirle. Se interponen todos, los sujetan.) ASEL.— ¡No, Tomás! LINO.— (A Tomás.) ¡Déjalo! ¡Eres tú el culpable! TOMÁS.— ¡Calla, ingeniero! (Forcejean. TOMÁS se abalanza de nuevo contra TULIO, que lo repele. Los demás lo sujetan.) ASEL.— (Muy fuerte.) ¡Dejadme hablar a mí! ¡Escuchadme todos! ¡Por favor!… Te lo ruego, Tomás… (Se calman poco a poco.) LINO.— (Va a sentarse.) Que se vaya. Que termine esto de una vez. ASEL.— Terminará pronto para todos. ¡Y también para él está terminando! ¿No os dais cuenta? Un poco de tacto aún, os lo suplico. LINO.— ¿Para qué? Si también para él está terminando todo, déjale tranquilo. Eso saldrá ganando. ASEL.— ¡No! ¡Os aseguro que no conviene! (TULIO cruza, sombrío. Atrapa su viejo libro y va a sentarse lo más lejos que puede.) Tomás, explícame, si puedes, de dónde ha salido ese vaso. MAX.— De la alacena. ASEL.— ¿Quieres dejarle hablar a él? MAX.— (Irónico.) A tus órdenes, jefe. TOMÁS.— Lo ha sacado Tulio de la taquilla. ASEL.— ¿Y estaba allí? (TOMÁS no responde.) ¿Lo viste antes allí? TOMÁS. Eso me estoy preguntando… (Va a la taquilla, saca un fino vaso de cristal, compara los dos.) Porque aquí sólo había copas y vasos de cristal, como éste. LINO.— Malo. ASEL.— (Sonríe.) No. No del todo mal. ¿De dónde habrá salido ese vaso, Tomás? TOMÁS.— Este vaso… y otras cosas. ASEL.— ¿No puedes responder? TOMÁS.— Tendréis que responder vosotros. ASEL.— Devuelve los dos vasos a su sitio, por favor. (TOMÁS lo hace con un brusco ademán y se encara con él.) TOMÁS.— ¡Acláralo tú! ASEL.— No te separes todavía de la taquilla. Si su máquina sigue ahí, Tulio hará la foto. TULIO.— ¿Qué dices? ASEL.— (Fuerte.) ¡Si tu máquina está ahí, harás la foto! (A Tomás.) Pero ¿está ahí? TOMÁS.— Siempre ha estado ahí… ASEL.— Entonces tráela. TOMÁS.— (Busca y rebusca en la taquilla. Se vuelve.) ¡No está! ASEL.— ¡Qué curioso! Que yo sepa, nadie la ha escondido. TOMÁS.— Pero también ha desaparecido. ASEL.— Y en su lugar, un inesperado vaso de metal. (Silencio. TOMÁS mira a todos y piensa intensamente.) TOMÁS.— Max, esta mañana tú no escanciaste tu bebida. MAX.— Te aseguro que… TOMÁS.— ¡Te aseguro que la sacaste de aquí ya servida! La escoba que teníamos se ha transformado en una escoba vieja. De pronto se va la luz eléctrica: ni el televisor ni el altavoz funcionan… MAX.— Una avería corriente. TOMÁS.— Dos de los silloncitos han desaparecido. ASEL.— (Muy interesado.) ¿Ah, sí? TOMÁS.— Sí. Y en su lugar, dos petates. (Se miran los demás.) Y ahora, un vaso roñoso en lugar de una máquina. MAX.— (Risita.) ¡Lo que digo! Van a ser hologramas. ASEL. ¡Nada de hologramas! (A TOMÁS.) No hay dispositivos aquí, no hay proyectores de rayos láser. (A los otros.) No hay sino… un poco más de alimento. Apenas me atrevía a creer en el resultado, y lo está dando. Con una rapidez que me asombra, pero que me llena de alegría. TOMÁS.— ¡No, por favor! Ya estoy harto de crucigramas. Tus palabras me confirman que vosotros sabéis algo que yo ignoro. ¡Porque todas estas cosas extrañísimas que aquí pasan me sorprenden a mí, no a vosotros! Y exijo que me las expliquéis. TULIO.— ¿Por qué no hablar, Asel? ASEL.— Os lo he dicho muchas veces. Sería peligroso. LINO.— ¿Para quién? ASEL.— Para él, aunque él no os importe. Pero también para nosotros. LINO.— (Después de un momento.) Tú no eres médico. TOMÁS.— (Atónito.) ¿Que no eres…? TOMÁS. (Muy nervioso, señala al paisaje.) ¡No! ¡Los hombres empiezan a ser humanos! ¡No lo impidas tú, Asel! ¡Y contesta! HOMBRE.— (Grita.) ¡Fieras! ¡Hipócritas! TOMÁS.— ¡Asel, dale de comer! ASEL.— No lo necesita. Has hablado antes del sol de la mañana. ¿Sabes qué hora es? HOMBRE.— ¡Me devoráis, me matáis! TOMÁS.— ¡Asel, por piedad! ASEL.— Al menos, sabes que estamos en la tarde, no en la mañana. ¿Desde qué lado ilumina el sol ese paisaje? TOMÁS.— Desde éste… ASEL.— ¿Y esta mañana? TOMÁS.— (Desconcertado.) Desde… el mismo. ASEL.— ¿No te parece muy raro? TOMÁS.— (Vuelve a mirar el paisaje.) Tal vez ha variado un poco… ASEL.— ¿Lo notas? (TOMÁS desvía la vista.) ¿No te parece raro que no adviertas la menor diferencia? ¿O la adviertes? HOMBRE.— Cantad y bailad de alegría… Os doy la más grata noticia… Me muero. TOMÁS.— (Lo señala.) ¡Asel, se muere! ASEL.— No. HOMBRE.— (Grita.) ¡Asesinos! TOMÁS.— ¡Asesinos! ¡Lo estamos matando entre todos! (Se abalanza hacia ASEL, que se levanta. Los demás se acercan, muy tensos.) HOMBRE.— ¡No puedo más! TOMÁS.— (Se lleva los puños a la cabeza, lanza un alarido.) ¡Asesinos! LINO.— ¡No grites! ASEL.— (Sujetándolo.) ¡Serenidad, Tomás! ¡No es más que una crisis! HOMBRE.— ¡Agua! TOMÁS.— ¡Dadle agua! HOMBRE.— ¡Me muero…! TOMÁS.— (Elude a ASEL, que intenta retenerlo; sacude por los hombros al HOMBRE.) ¡Yo te daré agua! HOMBRE.— ¡Como una rata hambrienta! TOMÁS.— (Grita.) ¡No lo soporto!… TULIO.— ¡Cállate, van a acudir! (TOMÁS corre hacia la cortina. ASEL lo retiene.) ASEL.— ¡Quieto! TOMÁS.— ¡Suelta! (Forcejean.) ¡Ahora mismo le doy de beber! (Intentan reducirlo entre todos.) LINO.— ¡Cierra la boca! ASEL.— ¡Silencio! ¡Callad todos! HOMBRE.— (Voz muy débil.) Ya es… tarde. (TOMÁS se debate. Ayudado por ASEL, LINO lo sujeta con mano de hierro.) ASEL.— ¿No los oís? Están ante la puerta. (Tomás se desprende. Inmóviles, todos miran a la puerta. Unos segundos de absoluto silencio. De pronto se oye un seco ruido metálico y la puerta se abre muy rápida hacia la izquierda. La luz del interior cambia instantáneamente. A las feéricas tonalidades irisadas que lo iluminaban las sustituye una claridad gris y tristona. El ENCARGADO y su AYUDANTE irrumpen; El AYUDANTE permanece en la bocina de la puerta, con una mano sospechosamente oculta en el bolsillo de la chaqueta. El ENCARGADO mira a todos, corre al lecho y destapa bruscamente al HOMBRE acostado, que aparece con pobres y gastadas ropas interiores; zarandea un poco el cuerpo y se vuelve.) ENCARGADO.— ¿Cuántos días lleva muerto este hombre? (La iluminación cambia de golpe: gana claridad y crudeza. Sólo en los rincones —el chaflán, la lámpara— se mantiene una borrosa penumbra grisácea.) TOMÁS.— ¿Muerto?… ¡Si acaba de hablar! ENCARGADO.— ¡Usted cállese! (A los demás.) ¡Contesten! ASEL.— Seis días. TOMÁS.— (Musita.) No es posible. ENCARGADO. ¿Por qué se lo callaron? (Silencio. En el rostro del ENCARGADO se dibuja una maligna sonrisa.) Querían aprovechar su ración, ¿eh? (Silencio. Se dirige a la puerta.) ¡Sacad de aquí esta carroña! (Los CAMAREROS, vestidos ahora con blancas batas de enfermeros, aparecen con una camilla que depositan ante la puerta. Sin disimular su repugnancia entran, toman el rígido cuerpo que yace en el lecho, lo sacan al corredor, lo tienden sobre la camilla y se lo llevan.) Sus efectos personales. (Al AYUDANTE.) Y usted, recoja el petate. (MAX se apresura a descolgar uno de los talegos de la percha. El ENCARGADO lo toma. El AYUDANTE, pone el cabezal y la manta sobre la colchoneta, lo enrolla todo, se lo carga al hombro y sale al corredor.) Plato, vaso y cuchara. (TULIO se acerca a la taquilla y, ante la sorpresa de Tomás, saca un plato, un vaso y una cuchara de tosco metal, que entrega al ENCARGADO. Éste señala al frente.) ¡Mantengan la ventana abierta! (Desde la puerta, con voz de hielo.) Y aténganse a las consecuencias. (Sale. La puerta se cierra con un sonoro golpe. Su superficie se ha transformado: ya no es de madera, sino de chapa claveteada, y su pomo ha desaparecido. Silencio. TOMÁS se precipita a la puerta, que empuja sin resultado. Busca, en vano, el pomo dorado. Acaricia, descompuesto, la fría plancha que la reviste. Se vuelve y permanece pegado a ella, mirando a sus compañeros con los ojos muy abiertos. ASEL no lo pierde de vista. Los demás van sentándose con aire cansino.) TULIO.— Al fin sucedió. Casi me alegro. LINO.— Yo no. Seis días son muy pocos. TULIO.— Menos es nada. MAX.— ¡Ahora nos llevarán abajo! ASEL.— (Ferviente.) ¡Así lo espero! MAX.— ¿Quieres decir que… lo deseabas? ASEL.— Yo no he dicho eso. LINO.— ¿Tardarán mucho en trasladarnos? TULIO.— Dentro de un par de horas. O quizá esta noche. (El silencio, de nuevo. TOMÁS se separa despacio de la puerta, denegando levemente.) PARTE SEGUNDA I Cruda y agria, aunque sin la intensidad últimamente alcanzada, la luz se ha estabilizado en el interior. En el chaflán y en el primer término derecho subsiste la extraña penumbra gris. El deslumbrante panorama sigue luciendo tras el ventanal. Todos los silloncitos han desaparecido; alrededor de la mesa, sólo tres petates que sirven de asientos. La cama plegable de la izquierda sigue en su lugar. La mesa ya no es de fina madera, sino de hierro colado similar al de la taquilla, y está empotrada en el suelo. La cama también se ha transformado: una simple litera de la misma chapa calada, empotrada en el muro derecho y con dos anchas patas de hierro a sus pies. Sobre la mesilla, sólo el teléfono. Ninguna vajilla de lujo, ninguna fina cristalería o mantelería en la taquilla: solamente el sordo destello de vasos metálicos y de cucharas hacinadas. En la bocina de la puerta, un poco de basura. (TOMÁS conserva su pantalón oscuro, pero sus cuatro compañeros visten arrugados pantalones de color igual al de las numeradas camisas, que ahora llevan sueltas como blusas. Sobre la desnuda cama y adosado a la cabecera, otro petate en el que, sentado, ASEL saborea su vieja pipa. TULIO, sentado en el petate más cercano al muro derecho, lee, aburrido, en su sempiterno libro viejo. LINO enjuga, con un paño oscuro y grasiento, cinco abollados platos de metal apilados sobre la mesa. MAX no está visible. Apoyado en su cama plegable, TOMÁS observa la faena de LINO, quién le sonríe y le muestra el plato que seca. Los rostros de todos, más demacrados.) LINO.— ¡Porcelana fina! Digna de la exquisita cena que acabamos de engullir. (TOMÁS baja la cabeza.) MAX.— (Su voz, tras la cortina.) ¡Estómago sin fondo! LINO.— ¿Lo tiene el tuyo? MAX.— (Su voz.) Quejica. Con lo guapos que nos ha dejado esta mañana el amable barbero de nuestra encantadora Administración, ¿No te sientes más optimista con la cara tan suave? Yo me siento como un artista de cine. LINO.— Y yo como la fregona de un artista de cine. (Prosigue su tarea y se sume en sus raros gorjeos a boca cerrada. Sin volverse a mirarlo, toca TOMÁS el mueble donde se apoya como un ciego que intentase identificar su forma. Después va a la mesa, cuyo férreo metal contempla. Mira a LINO, a los otros.) TOMÁS.— ¿Siempre habéis llevado esos pantalones? TULIO.— (Sin levantar la vista del libro.) Desde que entramos aquí. (TOMÁS se mira el suyo con disimulo. Pasa luego despacio por detrás de LINO y se acerca a la mesilla. Caviloso, apoya en ella las manos.) ASEL.— El rancho ha sido hoy más flojo que nunca. MAX.— Un aguachirle. ASEL.— Me gustaría saber si era un castigo para nosotros o ha sido general. MAX.— (Su voz.) No parece que nos apliquen medidas especiales… Ni siquiera nos han rapado la cabeza. Cuando vi entrar al Encargado con el barbero me dije: se acabaron las guedejas. Pero no… ASEL.— No. Y es raro. (Breve pausa.) TOMÁS.— (Murmura.) Las revistas estaban aquí. (ASEL lo mira.) TULIO.— (Lo mira y le tiende su libro.) Si quieres leer, esto es lo que hay. TOMÁS.— No, gracias. (TULIO torna a su lectura. TOMÁS gira la cabeza y contempla la radiante luz del paisaje exterior. La del aposento está bajando muy lentamente.) LINO.— Listos los platos. (Mientras lleva los platos y el paño a la taquilla.) Ahora, el escobazo bajo la mesa. El recuento estará al caer. TULIO.— Hace un minuto que abrieron las puertas. LINO.— Menos, la nuestra, claro. (Busca tras la cortina la escobilla y echa una ojeada al piso bajo la mesa.) No merece la pena barrer. Aquí no cae ni una miga. (Va a la puerta, apiña un poco la basura con la escoba y, sin soltarla, se recuesta en el muro con los brazos cruzados.) TOMÁS.— (Mira al frente.) Está anocheciendo… (Se vuelve hacia el paisaje, donde brilla la mañana esplendorosa.) TULIO.— Como que ya no se ve gota. Parece que tardan hoy en dar la luz… LINO.— (Hacia la cortina.) ¡Acaba, Max! No tardarán. MAX.— (Su voz.) Ya voy. (Se oye el ruido del depósito que se descarga. TOMÁS lo acusa. Luego va a la cama y se sienta a los pies de ASEL, acariciando los calados de la plancha. Se enciende la luz sobre la puerta.) TULIO.— Si antes lo digo… (Intenta seguir leyendo.) TOMÁS.— Este hierro es fuerte. ASEL.— Muy fuerte. TOMÁS.— Y la cama está empotrada en la pared. ASEL.— Y en el suelo. TULIO.— ¡Qué luz más floja! (Suelta el libro sobre la mesa con un golpe seco.) TOMÁS.— (Se levanta, presuroso.) Quizá encendiendo… (Va a la derecha para encender la lámpara colgante. Silenciosa, la gran pantalla de fantasía se eleva y desaparece en lo alto; la luz del rincón que ocupaba se iguala con la del aposento.) TULIO.— ¿El qué? (TOMÁS observa la desaparición de la lámpara sin demasiada sorpresa y se pasa una mano por la frente. Luego va a la cabecera de la cama para encender la pantallita adosada a la pared. Va a extender la mano y ve cómo la pantallita se sume en el muro. MAX sale del encortinado chaflán abrochándose el pantalón bajo la camisa suelta. TOMÁS vuelve a la derecha del primer término.) escoba tras la cortina, TULIO se encamina al petate más lejano, MAX vuelve a sentarse donde estaba, ASEL viene despacio al primer término y mira por la ventana invisible.) ASEL.— Ya es de noche. TULIO.— Y yo voy a desplegar mi suntuosa piltra. MAX.— Hay que ahorrar fuerzas. (LINO se sienta en el otro petate y retorna a sus abstraídos gorjeos. TOMÁS no se ha movido. De pronto va a la puerta y la empuja, en vano. Después contempla el brillante paisaje. ASEL lo advierte, retrocede hasta la mesa y se sienta en su borde, cruzado de brazos. TULIO desenrolla el petate de la derecha y lo extiende junto a la pared: la arpillera sobre el suelo, el delgado colchón, que mulle sin gran resultado, encima; el cabezal, que también remueve antes, en su sitio, y la manta, que no llega a desdoblar, sobre todo ello.) TOMÁS.— (Masculla.) No puedo creerlo. MAX.— (Suave.) ¿El qué? TOMÁS.— Cuando han abierto la puerta… no se veía el campo. MAX.— ¿Qué has visto? TOMÁS.— Muchas puertas… como la nuestra. TULIO.— (Se sienta sobre su colchoneta.) Y las has oído. TOMÁS.— Sí. TULIO.— (A ASEL.) Reconocerás que el proceso sigue su curso. MAX.— Crees que estás viendo cosas raras, ¿eh? A lo mejor, el Encargado vestía de otro modo. De uniforme, por ejemplo… TOMÁS.— No, no. Vestía como siempre. Pero esas puertas… son incomprensibles. (TULIO se tumba, con un suspiro de alivio.) ASEL.— Otra cosa es incomprensible. Y me pregunto si os percatáis todos de lo incomprensible que es. TULIO.— Ya sé. ASEL.— ¿Y qué opinas? TULIO.— Quizá lo están pensando. ASEL.— No hay nada que pensar. Hace tres días que descubrieron al muerto. Nuestro traslado a la planta baja debió ser inmediato. Y seguimos aquí. (LINO interrumpe sus canturreos.) MAX.— (Lo justifica.) Pero incomunicados con los demás y sin paseo. ASEL.— Falta ese traslado, y nunca falta, ni aun en casos más leves. Ni siquiera han cacheado aquí. (Asombrado, TOMÁS escucha estas palabras. ASEL se vuelve a mirarlo.) Y tampoco la incomunicación es absoluta. (TULIO se incorpora y lo mira.) MAX.— ¿Te referías a eso antes del recuento? ASEL.— Tomás fue llamado ayer a locutorios. Ayer: dos días después de descubrirse lo que habíamos hecho. TOMÁS.— Era Berta… Ya lo oísteis. ASEL.— (Sin Mirarlo.) ¿No es insólito? Tu madre, Max, se ha traslado al pueblo más cercano para atenderte mejor y te visita con frecuencia. Es seguro que en estos tres días de incomunicación habrá venido, y no le han permitido verte. MAX.— No lo sé. Eso temo. ASEL.— Pero viene la novia de Tomás… esa enigmática muchacha cuya visita se nos promete siempre…, y a él sí le levantan la incomunicación. MAX.— Trato especial… TULIO.— Como nosotros con él. MAX.— Es lo único en que ellos y nosotros estamos de acuerdo. ASEL.— No me entendéis. Supongamos por un momento que esa novia misteriosa… no vino, como tampoco ha venido aquí. TOMÁS.— ¡Pero me visitó! ¡Y está aquí! ASEL.— (Sin mirarlo.) No viene, y a él lo llaman. Y a su vuelta nos cuenta la visita. (Todos miran a Tomás, y éste, atónito, a ASEL.) TULIO.— ¿Qué estás pensando? ASEL.— (Se retuerce las manos.) Lo peor de nuestra situación es que ni siquiera podemos hablar claro. (A TULIO.) Pienso lo que tú. TULIO.— (Después de mirar, a TOMÁS, murmura.) Me cuesta creerlo. MAX.— (Quedo.) Y a mí. ASEL.— Pero lo pensáis. MAX.— Y aun cuando fuera cierto, ¿qué tiene eso que ver con que no nos trasladen? TOMÁS.— (Alterado.) ¡Otra vez me excluís de vuestros secretos! MAX.— (A ASEL.) Parece como… si lamentases que no nos bajasen a los sótanos… (ASEL y TULIO se miran.) Abajo no vamos a estar mejor que aquí. ¿O sí? TULIO.— Estaríamos peor. LINO.— Entonces, ¿qué puede importarnos? ASEL.— (Irritado.) ¡Nos importa porque no es lógico! ¡Debieron trasladarnos y no lo han hecho! Y eso no me gusta nada. MAX.— Tal vez abajo esté todo ocupado. LINO.— Hace cuatro días no lo estaba. ASEL.— Y si lo estuviese, nos habrían castigado de otro modo. Con una paliza, por ejemplo. TOMÁS.— (Descompuesto.) ¿Con una paliza?… MAX.— Dada nuestra situación, puede que no hayan estimado tan grave la falta. ASEL.— (Seco.) Con Tomás, por lo menos, han sido deferentes. LINO.— (Ríe.) ¿Le retiras tu confianza? Pronto has cambiado. (TOMÁS se sienta sobre el petate de ASEL y esconde la cabeza entre las manos.) ASEL.— Sólo me pregunto una cosa. ¿Por qué lo llamaron? LINO.— Eso no lo sé. (Se levanta y desaparece tras la cortina.) MAX.— Tendría esa visita… ASEL.— (Cortante.) Estamos incomunicados. MAX.— Tal vez no con los familiares. ASEL.— ¿Y tu madre? (Silencio. Se oye el depósito. ASEL se vuelve lentamente y se enfrenta con TOMÁS.) MAX.— Tomás, cuéntanos tu visita al locutorio. TOMÁS.— (Descubre su rostro sombrío.) Ya os la conté. ASEL.— Pero no con detalles. TOMÁS.— Qué más da. (LINO reaparece y se recuesta en el muro.) ASEL.— (Reprime su enojo.) Por favor. ASEL.— Te parece recordar que recibiste la visita de tu novia, y tal vez es un falso recuerdo que tapa el verdadero. TOMÁS.— ¡Ella estaba en el locutorio! Y lloraba. ASEL.— ¡Es una suposición! Si ella no estaba allí y, sin embargo, te llamaron, ¿para qué te llamaron? TOMÁS.— ¡Para verla! ¿Para qué si no? ASEL.— Eso es lo que quisiera que recordases… o reconocieses. No vas a locutorios, te llevan a una oficina. Y te preguntan por qué hemos ocultado la muerte de nuestro compañero. TOMÁS.— ¡Se lo dije al volver! Te he dicho lo que hablé con ellos durante el regreso. ASEL.— (Fuerte.) ¿Qué más les dijiste? TOMÁS.— (Se levanta.) ¡No te tolero que dudes de mí! (Salta de la cama y ASEL lo aferra por un brazo.) ASEL.— ¡Berta no vino! ¿Por qué te llamaron? TULIO.— (Se interpone.) Asel, te excedes… TOMÁS.— ¡Suelta! ASEL.— ¿De qué les hablaste? TULIO.— Ahora eres tú quien pierde los nervios, Asel. TOMÁS.— (Forcejea.) ¡Déjame!… ASEL.— (Colérico.) ¿Por qué no nos trasladan? (Tomás se desase y va al primer término, muy alterado.) MAX.— Interesante pregunta. TOMÁS.— Que la conteste quien pueda. (A ASEL.) Estoy enfermo, pero tú me quieres volver loco. ¡La Fundación es muy extraña, ya lo sé! ¡Ni vosotros ni yo la entendemos! ¡Pero el Encargado se acaba de disculpar! ¡Todo es cierto, cierto! (Señala al fondo.) ¡Tan cierto como ese paisaje! ASEL.— ¡Que no cambia! TOMÁS.— (Con el dedo tendido hacia el fondo.) ¡Oscurece! ¡La noche se acerca y oscurece! ¿No lo veis? TULIO.— La recaída. ASEL.— O una torpe mentira. TOMÁS.— (Se esfuerza en hablar con calma.) Yo no miento. Y Berta está aquí. ¡Y vendrá esta noche! Porque ahora mismo se lo voy a ordenar. ASEL.— (Irónico.) ¿Por teléfono? TOMÁS.— ¡Sí! Antes de que alguien lo escamotee también. (Se acerca despacio al teléfono y le pone la mano encima, mirando a todos con recelo. Con un airado ademán, ASEL extiende su petate sobre la cama; sin terminar de disponerlo observa, con inmensa desconfianza, a TOMÁS.) MAX.— (Entre tanto, conciliador.) Todos perdemos alguna vez la calma y hoy le ha tocado a Asel. Discúlpale, Tomás. LINO.— (Lo mira.) Todos, no. MAX.— ¡Todos! Y tú también. Asel es un hombre muy razonador y, si algo le parece incomprensible, se desespera… Quizá tu llamada aclare las cosas. Descuelga. (ASEL, que lo escuchaba asombrado, recibe de MAX un calmoso ademán que pide confianza. Entonces se recuesta en el borde de la cama y se cruza de brazos. TULIO se sienta sobre su colchoneta. Tomás mira a todos y descuelga. Marca. Larga pausa. Oprime varias veces la horquilla y sigue escuchando, nervioso.) TOMÁS.— No contestan. (Los mira, receloso. Cuelga, despacio, con la cara nublada. Retira su mano y contempla el aparato. Después se aleja, sin mirar a nadie.) ASEL.— (Quedo.) No sé qué pensar. TULIO.— (Se sienta en la cama junto a ASEL.) Ahora soy yo quien te dice: calla y reflexiona. ASEL.— (Sin dejar de observar a TOMÁS.) Eso intento. TULIO.— Quizá es sincero y el proceso sigue: parece que el teléfono está ahí todavía, pero ya no funciona. LINO.— (Quedo.) Y es posible que su novia le haya visitado realmente. (Descontento consigo mismo, ASEL arregla su colchón sobre la cama. TULIO se acerca a TOMÁS. Éste lo nota, se acerca al mueble-cama y empieza a desplegarlo. Una vez dispuesta su pobre yacija, ASEL se reclina, saboreando su pipa.) TULIO.— La volverás a ver, muchacho. Como yo a la mía. (Suspira.) Así lo espero, al menos. (ASEL lo mira muy interesado.) MAX.— ¿La tuya? TULIO.— Nunca os he hablado de ella. Ni a ti, Asel. ¿Para qué? Pero esta noche no me la puedo quitar de la cabeza. Casi veinte años le llevo. Yo la adoraba sin soltar palabra. Figuraos: me encontraba tan ridículo ante aquella nena… (Ríe.) Se tuvo que declarar ella. (MAX sonríe. LINO se sienta en su petate.) ASEL.— (Se guarda su pipa.) ¿Dónde está ahora? TULIO.— En el extranjero. Decidimos que debía aprovechar la beca… (Terminando de arreglar su cama, TOMÁS atiende.) ¡Ésa sí que era una beca! A su regreso, nos casaríamos. No sabe dónde estoy ahora. Aunque lo supondrá… Su viaje la ha salvado. TOMÁS.— (Tímido.) ¿De qué? TULIO.— (Lo mira y sonríe.) De mí… (Se sienta.) No sabéis cuánto me consuela que ella esté a salvo y aproveche su tiempo. Es doctora en Ciencias Físicas; sabe mucho más que yo. Me buscó para todo ese jaleo de los hologramas, porque un buen técnico sí que soy. (TOMÁS se inquieta ante el tema.) Si nos volviésemos a reunir, ya hay una excelente Universidad que nos espera… en otro país. Pasamos allí un año: el mejor de nuestra vida. Teníamos todos los aparatos necesarios, nos construían los que pedíamos… y jugábamos… Para nosotros era el más fascinante de los juegos. ASEL.— ¿La holografía? (Va hacia ellos.) TULIO.— Sí. Nos gastábamos bromas, proyectábamos objetos de bulto para engañarnos el uno al otro… Habíamos logrado enorme perfección en las imágenes y en disimular los focos de proyección. (TOMÁS se detiene. Siente náuseas.) Yo picaba más que ella; siempre he sido algo bobo. Y ella se reía a carcajadas, con aquella risa suya… que oigo siempre. TOMÁS.— (Muy quedo.) Cállate. TULIO.— Un día me estaba esperando en el laboratorio, leyendo en un sillón muy quietecita. Fui a besarla y… (Ríe.) ¡era un holograma! MAX.— (Estupefacto y risueño.) ¿Un holograma? ASEL.— (Sonríe con melancolía.) Recordamos que no existe el tiempo…, si nos dan tiempo para ello. TULIO.— (Ríe.) ¡No nos amargues la noche, Asel! ¡Esta noche, no! TOMÁS.— (Casi como un niño.) ¡Esta noche, no, Asel! (Y ríe también.) ASEL.— Conforme, conforme. ¡Viva el presente eterno! (Y saca su pipa.) MAX.— ¡Bravo! ¡Fuma tu pipa de aire, Asel! (ASEL ríe y va a meterse la pipa en la boca. Pero se la guarda de inmediato y se incorpora, tenso.) ASEL.— Callad. (Breve pausa.) ¿No oís pasos? TULIO.— ¿Pasos? (ASEL se levanta y mira hacia la puerta. LINO se precipita a la puerta y escucha, con el oído pegado a la plancha. Tulio se yergue.) LINO.— Se acercan. MAX.— Quizá pasen de largo. (Silencio absoluto. Transcurren unos segundos.) LINO.— No pasan de largo. (Retrocede hacia la pared izquierda. Ruido de llave. La puerta se abre, rápida. En el umbral, el ENCARGADO y su AYUDANTE. Al fondo, la galería repleta de puertas cerradas. Los dos hombres llevan su derecha metida en el bolsillo de la chaqueta; el ENCARGADO trae un papel en la otra mano y entra.) ENCARGADO.— C-81. TULIO.— (Su mano roza la inscripción de su pecho.) Soy yo. ENCARGADO.— (Lee.) ¿Tulio…? TULIO.— (Lo interrumpe.) Presente. ENCARGADO.— Salga con todo lo que tenga. (Se miran todos.) ASEL.— ¿Nadie más? ENCARGADO. (Molesto por la pregunta.) De aquí, nadie más. (TULIO suspira hondamente y cruza para tomar su saquito de la percha.) LINO.— Yo te ayudo. (Se vuelve y toma un plato, un vaso y una cuchara de la taquilla. TULIO cruza con el talego y lo deja sobre su colchoneta. ASEL va a su lado y se inclina para ayudarle. LINO va a cruzar; se detiene, indeciso, y mira al ENCARGADO.) ENCARGADO.— (Seco.) ¿Qué le pasa a usted? LINO.— ¿Lo llevan abajo? ENCARGADO.— ¿Por qué abajo? LINO.— Por lo que pasó aquí… ENCARGADO.— No. (LINO llega al colchón de TULIO, abre la boca del talego y mete en él los cacharros. En seguida va a los pies del petate extendido y cambia una mirada con ASEL, que está al otro extremo.) TULIO.— (Voz débil.) Dejadme a mí. LINO.— No. Tú, no. (Ayudado por ASEL, enrolla el petate y lo ata con unas cuerdecillas dispuestas en la arpillera.) TOMÁS.— (Entre tanto, al ENCARGADO.) ¿Lo trasladan a otra habitación? (LINO lo mira duramente; TULIO está inmóvil, con los ojos bajos; el ENCARGADO sonríe.) ENCARGADO.— Más bien a otro lugar. TOMÁS.— Yo no llegué a pedirlo, Tulio… TULIO.— Lo sé. No te preocupes. TOMÁS.— (Perplejo.) Ven a vernos… ENCARGADO.— (A los del petate.) ¡Dense prisa! ASEL.— Ya está. (LINO y él se yerguen.) ENCARGADO.— (A TULIO.) Cárguelo. TULIO.— (Con desdén.) No sin antes despedirme. (El ENCARGADO esboza un movimiento de impaciencia, pero no dice nada.) Tomás, un abrazo. Amigos para la eternidad. (Lo abraza.) TOMÁS.— (Risueño.) ¡Te juro que nunca más reñiremos! ¡Hasta pronto! TULIO.— Por si no nos vemos, escúchame una palabrita… Despierta de tus sueños. Es un error soñar. (Deshace el abrazo.) TOMÁS.— (Con risueña sorpresa.) ¿En qué quedamos?… TULIO.— (Con una afectuosa palmada en el hombro le corta.) Mucha suerte. (Se vuelve hacia MAX.) Max… MAX.— (Lo abraza.) Ánimo. TULIO.— Lo tendré. Gracias por tu ayuda, Lino. LINO.— (Lo abraza.) No tendremos más suerte que tú. TULIO.— ¿Quién sabe? (A ASEL.) ¿Quién sabe, Asel? A mí no me han dado tiempo, pero todo puede resolverse aún. (Se abrazan entrañablemente.) ASEL.— (Se le quiebra la voz.) Tulio… Tulio. TULIO.— No. Sin flaquear. (Se separan. Sus manos aún se estrechan con fuerza.) ENCARGADO.— ¡Vamos! (LINO y ASEL levantan el petate y lo cargan a hombros de Tulio, que se encamina a la puerta. Allí se vuelve.) TULIO.— ¡Suerte a todos! TOMÁS.— (Afectado a su pesar.) ¡Que veas pronto a tu novia, Tulio! (Para TULIO es como un golpe a traición y la desesperación crispa su cara. Pero aprieta los dientes y sale, brusco, desapareciendo por la derecha. El ENCARGADO sale tras él y la puerta se cierra. Silencio. ASEL se derrumba en su cama.) LINO.— (Se golpea una mano con el puño de la otra.) ¡Por eso no apagaban! MAX.— (Murmura.) Haré mi cama. (Se acerca a su petate.) LINO.— ¿Prefieres su sitio? Está más resguardado. MAX.— Ocúpalo tú. (LINO agarra su petate y empieza a extenderlo en el lugar que ocupó el de TULIO. MAX extiende el suyo entre la cama y la mesa. ASEL empieza a desnudarse muy despacio: primero, el calzado, que deja bajo la cama; después, la blusa, que pone a los pies del lecho. Absorto, se detiene.) Intentaremos dormir. (MAX se descalza y se desabrocha.) LINO.— ¿Le quitarán también la luz a Tulio? ASEL.— Al amanecer. LINO.— No me has entendido. ASEL.— Tú no me has entendido. LINO.— (Se descalza.) Hay que darse prisa, van a apagar. (Se va desnudando. TOMÁS se sienta en su cama y se quita el calzado.) TOMÁS.— Todos sentimos la marcha de Tulio… A pesar de sus rarezas es un excelente compañero. Pero, en realidad, deberíamos estar contentos. LINO.— ¿Duermes, Tomás?… (TOMÁS, con los ojos muy abiertos, no responde.) MAX.— Por lo menos, esta noche no habrá más visitas. LINO.— Qué descanséis. (Se echa, se vuelve hacia la pared y se arropa.) ASEL.— Pobre Tulio. (Se acuesta. Sin cambiar de postura, Tomás cierra los ojos. Larga pausa. Debilísima, casi inaudible, comienza a sonar una tenue melodía: la Pastoral de Rossini. Al tiempo, y sin que la espectral claridad lunar del interior se altere, la dulce luz del alba alegra el paisaje tras el ventanal. TOMÁS abre los ojos y escucha, extático, las suavísimas notas. Por la cortina del cuarto de baño aparece, lenta, una silenciosa silueta. TOMÁS se incorpora de súbito y ve a BERTA, con el blanco atuendo de su primera aparición.) TOMÁS.— (Muy quedo.) Berta. (Ella le recomienda silencio con gesto grave y avanza, sigilosa, mirando a los hombres acostados. Ya a su lado, se sienta en el borde de la cama.) BERTA.— No levantes la voz. TOMÁS.— ¿Cómo has podido entrar? La puerta está cerrada. BERTA.— No para mí. TOMÁS.— Has tardado mucho. BERTA.— (Irónica.) Si quieres, me voy. TOMÁS.— (Aferra una de sus manos.) No. Tú eres mi última seguridad. BERTA.— ¿Seguridad? TOMÁS.— Voy a despertarlos. Quiero que te vean. BERTA.— Están cansados. Déjales dormir. TOMÁS.— Han trasladado a Tulio. BERTA.— Ya lo sé. TOMÁS.— Estos locos dicen… que lo van a matar. Pero es mentira. Si tú estás aquí, es mentira. BERTA.— Tú sabrás. TOMÁS.— Ya no se nada, Berta. ¿Por qué la Fundación es tan inhóspita? ¿Tú lo sabes? BERTA.— Sí. Y tú. TOMÁS.— Yo, no. BERTA.— Bueno. Tú, no. TOMÁS.— (La abraza. Ella lo soporta, pasiva.) ¿No quieres contestarme? ¿Has venido a burlarte?… Tú me querías… Hoy no eres la misma. BERTA.— (Risita.) ¿No? TOMÁS.— Por favor, no te rías. BERTA.— (Seria.) Como quieras. (Mira al vacío.) TOMÁS.— ¿Porqué lloraste en el locutorio? BERTA.— Por Tomás. TOMÁS.— ¿Por el ratón? BERTA.— Está muy enfermo. TOMÁS.— ¿Se va a morir? (Silencio.) Será un mártir… BERTA.— De la ciencia. TOMÁS.— Si le habéis inoculado algo… BERTA.— Nada. No sé si habrá trabajos. (Se miran fijamente.) TOMÁS.— Entonces, ¿de qué va a morir Tomás? BERTA.— (Seca.) No sé si va a morir. TOMÁS.— Está vivo, luego morirá. Morirá, Berta. Y ni siquiera sabemos si habrá trabajos. Ven. (La atrae hacia sí.) BERTA.— ¿Qué quieres? TOMÁS.— (Levanta las ropas de la cama.) Ven a mi lado. BERTA.— (Se echa hacia atrás.) ¿Y ellos? TOMÁS.— ¿Qué importa? Vamos a devorarnos. A morir. Sórbeme, mátame. BERTA.— (Risita.) ¿Sólo me quieres para eso? TOMÁS.— ¡Qué más da! Tú ya no eres Berta. (Se miran. Ella se abalanza de pronto y le muerde los labios. Sin separar sus bocas, las manos de él se vuelven audaces. Se vencen los dos sobre el lecho; él separa más las ropas para que entre ella. El beso continúa; él gime sordamente. La música cesa de repente y se oye la voz de ASEL.) ASEL.— ¿Qué te pasa, Tomás? BERTA.— (Se incorpora, rápida, y susurra, sin mirarlo.) ¡Te lo dije! TOMÁS.— (Susurra.) ¡Vete al cuarto de baño! (BERTA se levanta y retrocede hacia la cortina del chaflán, tras la que desaparece. ASEL se sienta en su cama.) ASEL.— ¿Con quién hablabas? TOMÁS.— (Sin incorporarse.) Con nadie. (LINO se apoya en un codo y lo mira.) ASEL.— No vayas a decir que nos creías dormidos. Nadie ha podido dormir después de lo de Tulio. Ni tú, TOMÁS.— Yo no dormía. (MAX se incorpora en su lecho.) ASEL.— Entonces, ¿pretendías engañarnos? (Tomás se sienta en su cama, sombrío.) Demostrarnos que Berta, pese a todo, ha venido. ¿No es así? MAX.— Aunque no durmiese, quizá fabulaba. ASEL.— Eso es lo que digo. MAX.— No me entiendes. Hablo de… las compensaciones de la soledad. El desahogo de los sentidos mediante la imaginación de un grato encuentro íntimo… TOMÁS.— (Inseguro.) Yo no fabulaba. ASEL.— (Amargo.) Él no fabulaba. Berta ha venido… y se ha marchado. TOMÁS.— (Inseguro.)… No se ha marchado. LINO.— (Estupefacto.) ¿Qué? TOMÁS.— Está… en el cuarto de baño. (Grosera carcajada de LINO. TOMÁS se lleva las manos a la cabeza, exasperado.) ¡Sí, y la vais a ver! No podrá irse sin que la veáis, así que es mejor dejarse de tapujos. ASEL.— Si hubiesen sacado a Tulio por tu culpa, merecerías… MAX.— Pero ¿qué les pudo decir? TOMÁS.— (Se pone aprisa el pantalón, se levanta.) ¡Berta os está escuchando! ¡La vais a ver ahora mismo! ASEL.— (Se levanta también.) ¡Está bien! Que salga. (LINO Se levanta, muy intrigado. MAX empieza a incorporarse.) ¡Llámala! TOMÁS.— ¿Estaba… condenado a muerte? LINO.— Sí. (TOMÁS se mete en la cama. Silencio.) TOMÁS.— ¿No podría ser un simple traslado? ASEL.— A los condenados a muerte ya no los llevan a otra prisión. Podría ser un traslado abajo… MAX.— A celdas de castigo. (Vuelve a su cama.) ASEL. Pero entonces nos habrían bajado a todos. Tulio no hizo nada que no hubiéramos hecho nosotros. LINO.— Si lo sacan sólo a él, es porque se va a cumplir la orden de ejecución. MAX. Y además le han ordenado salir con todas sus cosas. TOMÁS.— No entiendo… ASEL.— En cada prisión lo hacen a su modo. En ésta, cuando vas al paredón, tienes que salir con todo lo tuyo… y dejarlo en oficinas. LINO.— Si te trasladan a celdas de castigo también te dicen: «con todo lo que tenga». Cuando oigas esa frase, no te será difícil deducir tu destino. MAX.— Y Si te ordenan salir sin llevar nada, o es para locutorios o para diligencias. TOMÁS.— ¿Diligencias? ASEL.— Interrogatorios… muy duros… Insoportables. (TOMÁS se incorpora y lo mira. Breve pausa.) TOMÁS.— ¿Estarnos condenados a muerte? (ASEL vacila en responder.) LINO.— Todos. (Silencio.) TOMÁS.— Sí… Creo recordar. Explícame tú, Asel. ASEL.— (Enigmático.) ¿Por qué yo? TOMÁS.— No sé… (ASEL va a su lado.) ASEL.— Poco importan nuestros casos particulares. Ya te acordarás del tuyo, pero eso es lo de menos. Vivimos en un mundo civilizado al que le sigue pareciendo el más embriagador deporte la viejísima práctica de las matanzas. Te degüellan por combatir la injusticia establecida, por pertenecer a una raza detestada; acaban contigo por hambre si eres prisionero de guerra, o te fusilan por supuestos intentos de sublevación; te condenan tribunales secretos por el delito de resistir en tu propia nación invadida… Te ahorcan porque no sonríes a quien ordena sonrisas, o porque tu Dios no es el suyo, o porque tu ateísmo no es el suyo… A lo largo del tiempo, ríos de sangre. Millones de hombres y mujeres… TOMÁS.— ¿Mujeres? ASEL.— Y niños… Los niños también pagan. Los hemos quemado ahogando sus lágrimas, sus horrorizadas llamadas a sus madres, durante cuarenta siglos. Ayer los devoraba el dios Moloch en el brasero de su vientre; hoy los corroe el napalm. Y los supervivientes tampoco pueden felicitarse: niños cojos, mancos, ciegos… A eso les hemos destinado sus padres. Porque todos somos sus padres… (Corto silencio.) ¿Habré de recordarte dónde estamos y con cuál de esas matanzas nos enfrentamos nosotros? No. Tú lo recordarás. TOMÁS.— (sombrío.) Ya lo recuerdo. ASEL.— Entonces ya lo sabes… (Baja la voz.) Esta vez nos ha tocado ser víctimas, mi pobre Tomás. Pero te voy a decir algo… Lo prefiero. Si salvase la vida, tal vez un día me tocase el papel de verdugo, TOMÁS.— Entonces, ¿ya no quieres vivir? ASEL.— ¡Debemos vivir! Para terminar con todas las atrocidades y todos los atropellos. ¡Con todos! Pero… en tantos años terribles he visto lo difícil que es. Es la lucha peor: la lucha contra uno mismo. Combatientes juramentados a ejercer una violencia sin crueldad… e incapaces de separarlas, porque el enemigo tampoco las separa. Por eso a veces me posee una extraña calma… Casi una alegría. La de terminar como víctima. Y es que estoy fatigado. (Silencio.) TOMÁS.— ¿Por qué… todo…? ASEL.— El mundo no es tu paisaje. Está en manos de la rapiña, de la mentira, de la opresión. Es una larga fatalidad. Pero no nos resignamos a las fatalidades y debemos anularlas. TOMÁS.— ¿Nosotros? ASEL.— Sí. Aunque estemos cansados. (Baja la voz.) Aunque nos espante mancharnos y mentir. TOMÁS.— (Que está pensando.) ¿Luchaba yo también? ASEL.— Sí. TOMÁS.— ¿Contigo? ASEL.— En cierto modo. TOMÁS.— Sí. Empiezo a recordar. (Se pasa la mano por la frente.) Pero a ti no te recuerdo. ASEL.— Nunca me viste antes de venir aquí. Pero teníamos cierta relación. TOMÁS.— ¿Cuál? ASEL.— (Le oprime un hombro.) Si la recuerdas, yo te ayudaré a comprender lo sucedido. TOMÁS.— (Después de un momento.) Víctimas… ASEL.— Así es. TOMÁS.— ¿Sin remedio? ASEL.— No, no. Con remedio siempre. TOMÁS.— (Lo piensa.) ¿Las conmutaciones? ASEL.— (Sonríe.) Incluso las conmutaciones. (MAX esboza un movimiento de escepticismo y se arrebuja en su cama.) TOMÁS.— Pobre Tulio. (La luz empieza a bajar.) LINO.— La luna se esconde. Vamos a dormir. (Se arropa.) ASEL.— Descansa, muchacho. (Va al fondo y se mete en su cama. Oscuridad casi absoluta. Remota y débil, se oye la canturria de un centinela: «¡Centinela, alerta!» Breves segundos. Otra voz, menos lejana, respondo: «¡Alerta el dos!») TOMÁS.— Los centinelas. ASEL.— Como todas las noches. TOMÁS.— Pero yo no quería oírlos. (Otra voz, más cercana: «¡Alerta el tres!» Sobre el fondo ya negro y tras el ventanal, una figura lívidamente alumbrada emerge poco a poco. Es BERTA, y parece sostener algo en sus manos. Muy alta, casi flotante, la aparición absorbe la atención de TOMÁS, que no necesita volver la cabeza para percibiría. Óyese la cuarta voz, muy próxima: «¡Alerta el cuatro!» La imagen de BERTA separa los brazos y el derecho, extendido, vuelve su mano. De ella pende un inmóvil ratón blanco TOMÁS.— (A ASEL.) ¿Por qué me empeñaría en que tú fueras médico? ASEL.— Yo ideé toda esa historia del enfermo en la cama para aprovechar el rancho del muerto… LINO.— Que buena falta nos hacía. ASEL.— Pero sospecho que te inventaste un médico porque lo necesitabas. Era otro buen indicio, que me alegró. (Sonríe.) Y procuré no ser demasiado mal médico para ti. LINO.— ¿Vino realmente Berta a locutorios? TOMÁS.— (Se levanta, turbado. Da unos Pasos.) Sí. Me costó trabajo reconocerla. Mal peinada, mal vestida… Desmejorada. Lo estará pasando muy mal. (Pasea, reprimiendo su emoción.) Estudiaba técnicas de laboratorio. Pero ninguna Fundación la ha becado… Acababa de perder su empleo cuando me detuvieron. ASEL.— ¿Recuerdas eso? TOMÁS.— (Mira por la ventana invisible.) Sólo la tengo a ella en el mundo. De niño me quedé sin padres y nadie me costeó estudios. He trabajado en mil cosas, he leído cuanto he podido. Quería escribir. Y ella me animaba… No me atreví a complicarla en nada. La habrán interrogado de todos modos y acaso la hayan golpeado. Berta… Quizá no la vuelva a ver. (Una pausa. Abstraído, LINO inicia sus canturreos. Desde la rejilla de la puerta llega una voz metálica.) VOZ.— Atención. El C-96, preparado para locutorios. (LINO calla. TOMÁS levanta la cabeza.) MAX.— (Se levanta.) ¡Es a mí! VOZ.— Atención. Preparado para locutorios el C-96. MAX.— (Alegre, mientras se pasa los dedos por el cabello para alisárselo.) ¡Tengo visita! TOMÁS.— (A los otros.) Será su madre… MAX.— ¡Claro! ¡Mi madre! (Corre a la puerta para escuchar.) LINO.— (Pensativo.) Luego no estamos incomunicados con el exterior. MAX.— ¡Pues no! Después de la visita de Tomás, la mía lo confirma. ¡Quizá vengan mañana tus padres, Lino! LINO.— Ojalá. MAX.— (Escucha.) Calla. ASEL.— (Para sí.) Sin embargo, no es lógico. MAX.— ¡Yo creo que sí! Se han limitado a aislarnos en la celda por unos días en atención a que estamos condenados a la última pena. (ASEL lo mira, incrédulo.) LINO.— Quizá te traiga comida… MAX.— Nos vendría muy bien, pero no sé. La pobre apenas puede. LINO.— (Pesimista.) O tal vez traiga y no se la admitan… MAX.— ¡Ya están aquí! (Ruido de llave. Se abre la puerta a medias. Al fondo se columbra el panorama de las celdas. El AYUDANTE está en el quicio y viste un uniforme negro, gorra de visera y correaje del que pende una pistolera.) AYUDANTE.— C-96, a locutorios. MAX.— Sí, señor. (Sale y la puerta se cierra. Una pausa.) TOMÁS.— (Se sienta en el petate de MAX.) De uniforme. LINO.— ¿El ayudante? TOMÁS.— Sí. LINO.— Siempre vino de uniforme. (Se levanta y pasea, caviloso.) ASEL.— Ya ves que tu trastorno era pasajero. (LINO se encarama de un salto a la cama de hierro y se sienta a los pies de ASEL.) LINO.— Oye, Asel… (ASEL le indica que se calle.) TOMÁS.— (Sigue el hilo de sus reflexiones.) ¿Por debilidad? LINO.— Escucha, Asel… ASEL.— Después. (A TOMÁS.) Por debilidad y para huir de una realidad que te parecía inaceptable. TOMÁS.— No sigas… LINO.— (Impaciente.) ¡Te quisiste matar! Lo sabe toda la prisión. ASEL.— ¡No, Lino! Así, no. LINO.— ¡Sí, hombre! Hay que acortar etapas. TOMÁS.— (Se levanta.) ¡Es cierto! Me quise tirar por esa barandilla… (Señala a la puerta.) ASEL.— (Salta al suelo y se le acerca.) ¡Y yo lo impedí! (Muy afectado, TOMÁS lo mira y se aleja unos pasos. ASEL va tras TOMÁS y lo toma de un brazo.) ¡Calma! Si te acuerdas de todo, calma. TOMÁS.— (Se desprende, angustiadísimo.) ¡Yo os denuncié! LINO. (Se sienta sobre el petate de ASEL.) ¿Qué?… ASEL.— ¡Sí, nos denunciaste! Estabas más cerca de la cabeza de lo que suponías. Lo supiste después. TOMÁS.— ¡Y tú caíste por mi culpa, Asel! ASEL.— ¡Yo y otros, sí! TOMÁS.— (Se ahoga.) ¡Y nos condenaron a muerte! ASEL.— (Le sujeta por los brazos.) ¡Te dije que te ayudaría a comprender! ¡Serénate! TOMÁS.— (Baja la cabeza.) He comprendido. ASEL.— ¡No has comprendido nada! Te faltan veinte años para comprender. (TOMÁS se apoya en la mesa, con un rictus de dolor.) ¿Qué te pasa? TOMÁS.— Me siento mal… Me duele… ASEL.— Pasará. TOMÁS.— El vientre. (Desencajado, mira la cortina. Corre como un beodo y se oculta tras ella. ASEL menea la cabeza con melancolía y se recuesta en la mesa.) ASEL.— No te desmorones, muchacho. Te sorprendieron repartiendo octavillas, delataste a quien te las dio, él delató a su vez y nos atraparon a todos. ¿Me oyes, Tomás? TOMÁS.— (Su voz.) Sí. ASEL.— Hablaste porque no pudiste resistir el dolor. TOMÁS.— (Su voz.) Soy un ser despreciable. ASEL.— (Deniega.) Eres un ser humano. Fuerte unas veces, débil otras. Como casi todos. LINO.— Pero delató. ASEL.— (Seco.) ¿Y qué? (LINO se encoge de hombros: él ya ha juzgado.) sólo como Tomás… Piensas que un hombre con tanto miedo no debe actuar. (LINO desvía la vista.) Claro. Hay que pensarlo, y creer en que se puede callar aunque lo destrocen a uno vivo. Son las consignas… Los deberes. Pero todos tenemos miedo y todos podemos llevar dentro un delator y, sin embargo, hay que actuar. ¡Ya sé que no hay que decirlo, que no os debo desmoralizar! Pero en una ocasión muy especial, como ésta…, hay que ser humildes y sinceros. (Pasea un poco, se vuelve hacia TOMÁS.) Tomás, me he visto en ti y he querido salvarte. Yo lo logré y tú debes lograrlo. (Se acerca, le pone una mano en el hombro.) No te avergüences ante mí de tu debilidad; no es mayor que la mía. (LINO lo mira, caviloso. Salta de la cama y abre el grifo del rincón para beber. TOMÁS estalla en repentinos sollozos y, sin volverse, le toma a ASEL la mano que éste le puso en el hombro.) ¡No, hombre! ¡Sin llorar! (Se aparta y pasea. LINO cierra el grifo, se vuelve a mirarlos y se enjuga los labios en una manga. Después va al frente y mira por la ventana invisible. Al pasar ASEL por detrás lo retiene un instante por un brazo, sin volverse.) LINO.— Para diputado no tenías precio. (Risueño, ASEL le da una palmada en el hombro y se sitúa a su lado, mirando también al exterior.) ASEL.— Ya no es fácil que lo llegue a ser. ¿Qué querías decirme antes? LINO.— Una ideílla que me inquietaba… Pero iba descaminado. De buena fe y medio chiflado todavía, es evidente que Tomás les dijo algo a los guardianes. Si os delató antes, también ahora habrá sido el delator. (TOMÁS levanta la cabeza y los mira con asombro.) ASEL.— (Lento.) ¿Delator, de qué? LINO.— Tú lo sabrás… Yo no estoy en el juego. (TOMÁS se levanta, denegando. ASEL aferra a LINO por un brazo y lo arrastra hacia atrás.) ASEL.— ¿A qué te refieres? LINO.— Le has preguntado varias veces si era el culpable de que no nos trasladasen a celdas de castigo… Si había dicho algo… que te preocupa y que yo ignoro. TOMÁS.— (Se adelanta.) ¡No! Asel, en mi cabeza ya no quedan nieblas… Me acuerdo de ese proyecto. Pero a ellos no les he dicho nada. LINO.— ¿Un proyecto? TOMÁS.— Que tú no conoces. Tulio sí lo conocía, también lo recuerdo. (A ASEL.) Todo habla contra mí, pero te juro que nada he dicho. Puedo enloquecer, pero mentirte, no… Mentirte, no. LINO.— Cualquiera sabe. ASEL.— Dice la verdad. Si mintiese, otro habría sido su comportamiento. No habría reconocido su trastorno ni su culpa. LINO.— ¿Estás seguro? ASEL.— Y tú. Tan claro como la luz del día. LINO.— (Va a la mesa y se sienta en el petate de la izquierda.) Es posible. Pero entonces… yo no he pensado ninguna tontería. ASEL.— (Se sienta en el borde de la mesa.) Explícate. LINO.— Tú querías que nos trasladasen a celdas de castigo. (TOMÁS se sienta al otro lado de la mesa.) ASEL.— ¿Por qué? LINO.— ¡Vamos, Asel! Las ganas de lograr ese traslado no las has podido disimular. ASEL.— Es que me alarmaba la falta de lógica… LINO.— ¿Me crees tonto? Te alarmaba que no nos trasladasen. Los nervios, la irritación y hasta ciertas palabras sospechosas se te han escapado muchas veces. ASEL.— (Mirándolo con leve inquietud, sonríe y suspira.) Bien… Admitámoslo. En nuestras circunstancias es difícil no errar… Habría que ser una máquina. Admitamos que propuse la treta de hacer pasar por enfermo al muerto por dos razones: la primera, remediarnos algo con su comida. Y la segunda… Sí. Lograr el castigo de nuestro traslado a los sótanos. LINO.— Y no nos trasladan, y tú piensas que alguien les ha puesto en guardia. ASEL.— Tulio no pudo ser. Ni Tomás… Precisamente por su flaqueza anterior nunca lo habría dicho. LINO.— Sólo quedamos dos. ASEL.— No sabíais nada. LINO.— Pero nos habíamos percatado muy bien de que ansiabas ese traslado. ASEL.— (Deniega, pensativo.) Tú tampoco, es evidente… (Murmura.) ¡Será posible! TOMÁS.— Puede suceder que los otros hayan sufrido algún percance… ASEL.— Sería demasiada coincidencia, y habrían buscado la manera de avisarme. LINO.— No sé de quiénes habláis, pero para mí no hay duda: Max. Hace días que lo sospecho. ASEL.— (Con ademán consternado.) ¿Por qué? LINO.— ¿Y por qué un soplón es un soplón? (ASEL lo mira, caviloso. LINO baja la voz.) Le vi un día hablando con un guardián. Se reían. TOMÁS.— Le llevaría el aire. LINO.— Él siempre lleva el aire. También a ti te llevaba el aire mejor que nadie hasta que dijo que ya no te creía… ASEL.— Es grave lo que dices. LINO.— ¡Aquel día lo habían llamado, como hoy! Pero no estaba en locutorios. Desde la puerta del patio lo vi pasar, aprisa y riéndose, con el guardián. ASEL.— ¿Al fondo del rastrillo? LINO.— Sí, y hacia la derecha. ¡No hacia locutorios, sino hacia la oficina! TOMÁS.— Pudieron llamarlo por cualquier motivo. ASEL.— (Caviloso.) Pero no nos lo dijo. LINO.— No. Al volver al patio dijo solamente que venía de ver a su madre. ASEL.— ¿Estás seguro de que era él? LINO.— Seguro. Pero hay más… ASEL.— ¡Di! LINO.— Patapalo. El cojo que está en una de las celdas de ahí enfrente. Y que es un as en eso de levantar la mirilla desde dentro… Hará como diez el túnel. Las cucharas también valen: son duras. Todas las noches, después del último recuento, uno de ellos va al retrete y se está allí una media hora. Si oye en el suelo tres golpes y uno más, así: pan-pan-pan; pan…, localizará de cuál de las dos celdas vienen y descolgará la espuerta con las herramientas hasta el ventanuco. LINO ¿Y el ruido? ASEL.— Hay que trabajar toda la noche y dormitar lo que se pueda durante el día. Todo ese subsuelo es muy terroso; pasados el muro y el piso, la resonancia es pequeña. TOMÁS.— ¿y los escombros? ASEL.— La espuerta subirá durante la noche cuantas cargas pueda. Ellos tampoco dormirán. Lo que quede, al agujero otra vez y bajo los petates. LINO.— ¿Y si cachean? ASEL.— En esas celdas no suelen hacerlo. Las creen muy seguras. TOMÁS.— ¿Dónde meterán ellos las piedras y la tierra? ASEL.— Lo que no puedan desperdigar por los retretes y las ventanas exteriores, en los cajones de la basura. En el basurero general siempre hay cascotes porque están edificando el ala oeste. Si los barrenderos de la galería se callan —y lo harán aunque no entiendan nada, porque son compañeros— todo irá adelante. LINO.— ¿Cuántos días calculas para cavar el túnel? ASEL.— Entre dos… Unas seis noches, quizá. TOMÁS.— Sacando fuerzas de flaqueza… ASEL.— Sí. TOMÁS.— Con el peligro constante de que nos sorprendan, de que atrapen a los compañeros de la galería… ASEL.— Con un peligro mayor aún: la ejecución antes de lograr ese traslado. TOMÁS.— A Tulio y a mí nos confiaste ese proyecto. Pero ahora, explicado a fondo…, lo veo imposible. ASEL.— ¿Y tú, Lino? LINO.— ¡Se puede intentar! Y además, si lo conseguimos, yo sé adónde ir. TOMÁS.— (Se levanta y pasea, desasosegado.) ¡Es absurdo, Asel! ¡Eso no es la libertad, sino el infierno! Cavar como topos en un túnel negro donde ni puedes moverte… Sin fuerzas, sin comida… Hundirse en la tierra para morir agotados en la oscuridad, o bajo un derrumbe… ¡Devorados por la fiebre, perdidas las pocas energías que nos restan!… Es increíble. Una ilusión. ASEL.— ¡Es tan increíble como la libertad! Ese túnel será el infierno si no crees en ella. TOMÁS.— ¡Nos oirán, nos sorprenderán! ASEL.— ¿Prefieres el paredón? (TOMÁS se detiene, inmutado.) LINO.— ¡Métetelo en la sesera, novelista! Puede pensarse, luego puede hacerse. TOMÁS.— (Débil.) Ni siquiera lograremos que nos trasladen… LINO.— Ya veremos. (TOMÁS se sienta, sin fuerzas, en la cama de hierro.) TOMÁS.— (A ASEL.) Si tú pudieras venir con nosotros… ASEL.— Sospecho que he perdido la partida. Pero vosotros dos la podéis ganar. ¡Pensadlo! LINO.— ¿Por qué no han intentado escapar esos compañeros de la galería? ASEL.— No se puede entrar en celdas de castigo con las herramientas. Cachean antes. Y ellos no están condenados a muerte… todavía. TOMÁS.— ¿Nos ayudan abnegadamente? ASEL.— Así es. (Silencio.) LINO.— ¿Qué hacemos con Max? TOMÁS.— Habría que cerciorarse… Si nos equivocásemos… LINO.— (Pasea.) ¿Después de lo que os he contado? ASEL.— Y la visita de Berta a Tomás lo confirma. TOMÁS.— ¿Por qué? ASEL.— Él les informaba cuando le llamaban a locutorios. Para seguir llamándolo sin levantar nuestras sospechas, autorizaron antes la visita de tu novia. LINO.— Y ahora está informando… Aunque de nada concreto, por fortuna. ASEL.— Disponernos de poco tiempo. Escuchadme bien: hay que disimular. Nuestra inferioridad de condiciones nos obliga a la astucia. Si enseñamos nuestras bazas, (Leve sonrisa hacia TOMÁS.) la Fundación nos aplastará sin contemplaciones. LINO.— ¡Asel, hay que anular a los chivatos! Si son un arma de la Fundación… (Se interrumpe.) ¡Bueno! ¡Ya estoy yo hablando también de la Fundación! ASEL.— Sigue. LINO.— ¡Precisamente por nuestra inferioridad de condiciones, hay que anular implacablemente cualquier arma del enemigo! ASEL.— ¡No en la cárcel! ¡Las represalias son siempre más duras! LINO.— Pero ¿no comprendes…? ASEL.— ¡Tú no comprendes! Eres joven y ardes en ganas de actuar. Yo llevo muchos años en esto y sé que no es lo más práctico. Para proteger a los compañeros de la galería, para conseguir la evasión, hay que ser cautos. LINO.— ¿Y permitir que esa rata siga espiando? ASEL.— ¡Lo hará sin resultado! Prevendremos a toda la prisión. LINO.— ¡También es práctico desenmascararlo y hacerle temblar! Si comprueban que hemos descubierto a uno de sus chivatos, lo anulan, porque ya no les sirve. ¡Y disminuimos su fuerza! ASEL.— ¡La redoblamos! Les incitamos a que nos corten el poco resuello que nos dejan. (Sonríe con tristeza.) Lino, he vivido muchas derrotas provocadas por no haber medido bien la pobreza de nuestros medios… Pero nadie escarmienta en cabeza ajena… Estás muy callado, Tomás. ¿Qué opinas tú? TOMÁS.— No sé qué decir. Es todo tan complicado… LINO.— Para mí, no. Yo le arrancaré la careta. ASEL.— ¡Provocarás una catástrofe! LINO.— ¡Para forzarle a confesar hay que acosarlo ahora! Inmediatamente después de la supuesta visita de su madre. TOMÁS.— ¿Por qué? Pronto noté que estaba en otra prisión. Cuando has estado en la cárcel acabas por comprender que, vayas donde vayas, estás en la cárcel. Tú lo has comprendido sin llegar a escapar. TOMÁS.— Entonces… ASEL.— ¡Entonces hay que salir a la otra cárcel! (Pasea.) ¡Y cuando estés en ella, salir a otra, y de ésta, a otra! La verdad te espera en todas, no en la inacción. Te esperaba aquí, pero sólo si te esforzabas en ver la mentira de la Fundación que imaginaste. Y te espera en el esfuerzo de ese oscuro túnel del sótano… En el holograma de esa evasión. TOMÁS.— Me avergüenzo de haber delirado tan mal. ASEL.— Estabas asustado… Te inventaste un mundo de color de rosa. No creas que demasiado absurdo… Estos presidios de metal y rejas también mejorarán. Sus celdas tendrán un día televisor, frigorífico, libros, música ambiental… A sus inquilinos les parecerá la libertad misma. Habrá que ser entonces muy inteligente para no olvidar que se es un prisionero. (Pausa.) TOMÁS.— Hay que discurrir algo para bajar los tres a los sótanos. Contigo al lado me atreveré a todo. Preferiré el túnel al paisaje. ASEL.— (Le pone una mano en el hombro.) Nunca olvides lo que voy a decirte. Has soñado muchas puerilidades, pero el paisaje que veías… es verdadero. TOMÁS.— (No comprende.) También se ha borrado… ASEL.— Ya lo sé. No importa. El paisaje sí era verdadero. (TOMÁS lo mira, asombrado. LINO alza la cabeza y escucha; se levanta y corre a la puerta.) LINO.— ¡Se acercan! Y ya tengo mi trampa. Hay que decirle que también a mí me han llamado a locutorios y… ASEL.— (Corre a su lado y le aferra un brazo.) ¡Eso es muy endeble! LINO.— (Se desase.) ¡Tú déjame hacer! TOMÁS.— No sabré mirarle a los ojos. (Busca sobre la mesilla el libro viejo y se sienta a la derecha de la mesa, abriéndolo ante sí.) LINO.— ¡Ya están aquí! (Se aparta de la puerta y se recuesta en el borde de la mesa. Ruido de llave. Con un ademán de contrariedad, ASEL sube al lecho y se sienta en su petate. La puerta se entreabre y entra MAX, sonriente. Se cierra la puerta.) MAX.— ¡Hola! ASEL.— ¿Cómo has encontrado a tu madre? MAX.— Pobrecilla. Hecha una pavesa. Pero animosa. (Melancólico.) Convencida de que sus gestiones lograrán mi conmutación… Ojalá no se equivoque. LINO.— ¿Te ha traído comida? MAX.— (Ríe, avanza y le palmea en el hombro.) ¡Tú tenías que preguntarlo, hambrón! (Suspira.) No le han admitido el paquete. Han dicho que ya era demasiada condescendencia permitirnos visitas. (Cruza. Se apoya en un hombro de TOMÁS.) ¿Tú lees eso? TOMÁS.— (Sin levantar la vista.) ¿Qué quieres? Me aburro. MAX.— (Se sienta a su lado.) Eran más bonitos los libros de pintura, ¿verdad? TOMÁS.— (Avergonzado.) Por favor… MAX.— ¿Los veías realmente? TOMÁS.— Me lo parecía. MAX.— (Irónico.) Te lo parecía… Bien, hombre. Como quieras. (Y mira, escéptico, a ASEL. Después pasea hacia la izquierda. A su espalda, LINO se incorpora: va a hablar. ASEL lo advierte, salta de la cama y lo sujeta, denegando; pero LINO se desprende.) LINO.— ¿Has estado hasta ahora mismo en el locutorio, Max? MAX.— Naturalmente. ¿Dónde, si no? LINO.— Pues es muy raro. MAX.— ¿Por qué? LINO.— Porque no te he visto. MAX.— ¿Tú? LINO.— Me han llamado cinco minutos después de llamarte a ti. Mis padres han venido. Y tú allí no estabas. Ni tu madre. (Breve pausa. ASEL finge arreglar algo en su petate.) MAX.— ¿Qué juego es éste, Asel? ASEL.— Si no lo sé, Max… Lino también acaba de llegar. MAX.— (Cruza y le pone una mano en el hombro a TOMÁS.) Tomás, ¿ha tenido visita Lino? TOMÁS.— (Con dificultad.) Sí. MAX.— (Ya no duda de que sospechan; intenta desorientarlos.) Bueno, ya me explicaréis. LINO.— (Seco.) ¿El qué? MAX.— La broma. No hay duda de que los tres estáis de acuerdo. (Ríe.) Incluso nuestro fantástico novelista. (Le da a TOMÁS una palmada en la espalda.) Porque yo he estado en el locutorio. Y el que no estaba allí eras tú, Lino. LINO.— (Se vuelve hacia él y se apoya en la mesa.) Así que uno de los dos miente. MAX.— ¡No estabas, Lino! (Echa a andar, alterado.) ¡Y ya no me gusta la broma, si es que es broma! ¡Porque más bien me parece… una suspicacia repugnante, que no sé cómo entender! ASEL.— Pero si él no te ha visto… MAX.— (Se encara con él.) ¡Tú también mientes! Él no ha salido de la celda. LINO.— Y tú has ido al locutorio MAX.— ¡Sí! (Se detiene, respirando con fuerza. LINO se le acerca, muy risueño, y le pone las manos en los hombros.) LINO.— Está bien, hombre. He sido un tonto al creer que picarías el anzuelo. Mis padres no han venido. ¿Y tu madre? MAX.— (Pálido.) Quítame las manos de encima… LINO.— (Sin quitárselas, le empuja.) Anda, siéntate. Vamos a hablar clarito. (Le obliga a sentarse en su petate.) Hace unos días estábamos en el patio y te llamaron. ¡Visita extraordinaria! ¿Te acuerdas? (Se sienta sobre la mesa.) MAX.— (Displicente.) Sí. LINO.— Si viste o no a tu madre, tú lo sabrás. Pero también estuviste en la oficina. MAX.— ¡Eso es mentira!
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