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Orientación Universidad
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la muerte de ivan ilich, Resúmenes de Literatura Universal

libro de lectura de literatura universal en primero de bachillerato

Tipo: Resúmenes

2018/2019

Subido el 24/10/2019

david-garcia-gutierrez
david-garcia-gutierrez 🇪🇸

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¡Descarga la muerte de ivan ilich y más Resúmenes en PDF de Literatura Universal solo en Docsity! LA MUERTE DE IVÁN ILICH León Tolstoi O br a re pr od uc id a si n re sp on sa bi lid ad e di to ri al Advertencia de Luarna Ediciones Este es un libro de dominio público en tanto que los derechos de autor, según la legislación española han caducado. Luarna lo presenta aquí como un obsequio a sus clientes, dejando claro que: La edición no está supervisada por nuestro departamento editorial, de forma que no nos responsabilizamos de la fidelidad del contenido del mismo. 1) Luarna sólo ha adaptado la obra para que pueda ser fácilmente visible en los habituales readers de seis pulgadas. 2) A todos los efectos no debe considerarse como un libro editado por Luarna. www.luarna.com subida de sueldo de ochocientos rublos, sin contar la bonificación.» «Ahora es preciso solicitar que trasladen a mi cuñado de Kaluga -pensaba Pyotr Ivano- vich-. Mi mujer se pondrá muy contenta. Ya no podrá decir que no hago maldita la cosa por sus parientes.» -Yo ya me figuraba que no se levantaría de la cama -dijo en voz alta Pyotr Ivanovich-. ¡Lástima! -Pero, vamos a ver, ¿qué es lo que tenía? -Los médicos no pudieron diagnosticar la enfermedad; mejor dicho, sí la diagnostica- ron, pero cada uno de manera distinta. La últi- ma vez que lo vi pensé que estaba mejor. -¡Y yo, que no pasé a verlo desde las va- caciones! Aunque siempre estuve por hacerlo. -Y qué, ¿ha dejado algún capital? -Por lo visto su mujer tenía algo, pero sólo una cantidad ínfima. -Bueno, habrá que visitarla. ¡Aunque hay que ver lo lejos que viven! -O sea, lejos de usted. De usted todo está lejos. -Ya ve que no me perdona que viva al otro lado del río -dijo sonriendo Pyotr Ivano- vich a Shebek. Y hablando de las grandes dis- tancias entre las diversas partes de la ciudad volvieron a la sala del Tribunal. Aparte de las conjeturas sobre los posi- bles traslados y ascensos que podrían resultar del fallecimiento de Ivan Ilich, el sencillo hecho de enterarse de la muerte de un allegado susci- taba en los presentes, como siempre ocurre, una sensación de complacencia, a saber: «el muerto es él; no soy yo». Cada uno de ellos pensaba o sentía: «Pues sí, él ha muerto, pero yo estoy vivo.» Los conocidos más íntimos, los amigos de Ivan Ilich, por así decirlo, no podían menos de pen- sar también que ahora habría que cumplir con el muy fastidioso deber, impuesto por el deco- ro, de asistir al funeral y hacer una visita de pésame a la viuda. Los amigos más allegados habían sido Fyodor Vasilyevich y Pyotr Ivanovich. Pyotr Ivanovich había estudiado Leyes con Ivan Ilich y consideraba que le estaba agradecido. Habiendo dado a su mujer durante la comida la noticia de la muerte de Ivan Ilich y cavilando Sobre la posibilidad de trasladar a su cuñado a su partido judicial, Pyotr Ivanovich, sin dormir la siesta, se puso el frac y fue a casa de Ivan Ilich. A la entrada vio una carroza y dos tri- neos de punto. Abajo, junto a la percha del vestíbulo, estaba apoyada a la pared la tapa del féretro cubierta de brocado y adornada de bor- las y galones recién lustrados. Dos señoras de luto se quitaban los abrigos. Pyotr Ivanovich reconoció a una de ellas, hermana de Ivan Ilich, pero la otra le era desconocida, Su colega, Schwartz, bajaba en ese momento, pero al ver entrar a Pyotr Ivanovich desde el escalón de arriba, se detuvo a hizo un guiño como para fermero a Ivan Ilich le tenía mucho aprecio. Pyotr Ivanovich continuó santiguándose a incli- nando levemente la cabeza en una dirección intermedia entre el cadáver, el sacristán y los ¡conos expuestos en una mesa en el rincón. Más tarde, cuando le pareció que el movimiento del brazo al hacer la señal de la cruz se había pro- longado más de lo conveniente, cesó de hacerlo y se puso a mirar el cadáver. El muerto yacía, como siempre yacen los muertos, de manera especialmente grávida, con los miembros rígidos hundidos en los blandos cojines del ataúd y con la cabeza sumida para siempre en la almohada. Al igual que suele ocurrir con los muertos, abultaba su frente, amarilla como la cera y con rodales calvos en las sienes hundidas, y sobresalía su nariz como si hiciera presión sobre el labio superior. Había cambiado mucho y enflaquecido aún más des- de la última vez que Pyotr Ivanovích lo había visto; pero, como sucede con todos los muertos, su rostro era más agraciado y, sobre todo, más expresivo de lo que había sido en vida. La ex- presión de ese rostro quería decir que lo que hubo que hacer quedaba hecho y bien hecho. Por añadidura, ese semblante expresaba un reprothe y una advertencia para los vivos. A Pyotr Ivanovich esa advertencia le parecía in- oportuna o, por lo menos, inaplicable a él. Y como no se sentía a gusto se santiguó de prisa una vez más, giró sobre los talones y se dirigió a la puerta -demasiado a la ligera según él mismo reconocía, y de manera contraria al de- coro. Schwartz, con los pies separados y las manos a la espalda, le esperaba en la habitación de paso jugando con el sombrero de copa. Una simple mirada a esa figura jocosa, pulcra y ele- gante bastó para refrescar a Pyotr Ivanovích. Diose éste cuenta de que Schwartz estaba por encima de todo aquello y no se rendía a ningu- na influencia deprimente. Su mismo aspecto sugería que el incidente del funeral de Ivan Ilich no podía ser motivo suficiente para juzgar infringido el orden del día, o, dicho de otro modo, que nada podría impedirle abrir y bara- jar un mazo de naipes esa noche, mientras un criado colocaba cuatro nuevas bujías en la me- sa; que, en realidad, no había por qué suponer que ese incidente pudiera estorbar que pasaran la velada muy ricamente. Dijo esto en un susu- rro a Pyotr Ivanovich cuando pasó junto a él, proponiéndole que se reuniesen a jugar en casa de Fyodor Vasilyevich. Pero, por lo visto, Pyotr Ivanovich no estaba destinado a jugar al vint esa noche. Praskovya Fyodorovna (mujer gorda y corta de talla que, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo, había seguido ensanchándose de los hombros para abajo y tenía las cejas tan ex- trañamente arqueadas como la señora que esta- ba junto al féretro), toda de luto, con un velo de encaje en la cabeza, salió de su propio cuarto con otras señóras y, acompañándolas a la habi- tación en que estaba el cadáver, dijo: -El oficio comenzará en seguida. Entren, por favor. Pyotr Ivanovich se levantó para desenganchar- lo, y los muelles de la otomana, liberados de su peso, se levantaron al par que él y le dieron un empellón. La viuda, a su vez, empezó a desen- ganchar el velo y Pyotr Ivanovich volvió a sen- tarse, comprimiendo de nuevo la indócil oto- mana. Pero la viuda no se había desasido por completo y Pyotr volvió a levantarse, con lo que la otomana volvió a sublevarse a incluso a emitir crujidos. Cuando acabó todo aquello la viuda sacó un pañuelo de batista limpio y em- pezó a llorar. Pero el lance del velo y la lucha con la otomana habían enfriado a Pyotr Ivano- vich, quien permaneció sentado con cara de vinagre. Esta situación embarazosa fue inte- rrumpida por Sokolov, el mayordomo de Ivan Ilich, quien vino con el aviso de que la parcela que en el cementerio había escogido Praskovya Fyodorovna costaría doscientos rublos. Ella cesó de llorar y mirando a Pyotr Ivanovich con ojos de víctima le hizo saber en francés lo peno- so que le resultaba todo aquello. Pyotr Ivano- vich, con un ademán tácito, confirmó que in- dudablemente no podía ser de otro modo. -Fume, por favor -dijo ella con voz a la vez magnánima y quebrada; y se volvió para hablar con Sokolov del precio de la parcela pa- ra la sepultura. Mientras fumaba, Pyotr Ivanovich le oyó preguntar muy detalladamente por los precios de diversas parcelas y decidir al cabo con cuál de ellas se quedaría. Sokolov salió de la habitación. -Yo misma me ocupo de todo -dijo ella a Pyotr Ivanovich apartando a un lado los álbu- mes que había en la mesa. Y al notar que con la ceniza del cigarrillo esa mesa corría peligro le alargó al momento un cenicero al par que de- cía-: Considero que es afectación decir que la pena me impide ocuparme de asuntos prácti- cos. Al contrario, si algo puede... no digo conso- larme, sino distraerme, es lo concerniente a él. Volvió a sacar el pañuelo como si estu- viera a punto de llorar, pero de pronto, como sobreponiéndose, se sacudió y empezó a hablar con calma: -Hay algo, sin embargo, de que quiero hablarle. Pyotr Ivanovich se inclinó, pero sin permitir que se amotinasen los muelles de la otomana, que ya habían empezado a vibrar bajo su cuerpo. -En estos últimos días ha sufrido terri- blemente. -¿De veras? -preguntó Pyotr Ivanovich. -¡Oh, sí, terriblemente! Estuvo gritando sin cesar, y no durante minutos, sino durante horas. Tres días seguidos estuvo gritando sin parar. Era intolerable. No sé cómo he podido soportarlo. Se le podía oír con tres puertas de por medio. ¡Ay, cuánto he sufrido! -¿Pero es posible que estuviera conscien- te durante ese tiempo? -preguntó Pyotr Ivano- vich. -Sí -murmuró ella-. Hasta el último momento. Se despidió de nosotros un cuarto de ca de su pensión, pero él vio que ella ya sabía eso hasta en sus más mínimos detalles, mucho más de lo que él sabía; que ella ya sabía todo lo que se le podía sacar al fisco a consecuencia de esa muerte; y que lo que quería saber era si se le podía sacar más. Pyotr Ivanovich trató de pen- sar en algún medio para lograrlo, pero tras dar vueltas al caso y, por cumplir, criticar al go- bierno por su tacañería dijo que, a su parecer, no se podía obtener más. Entonces ella suspiró y evidentemente empezó a buscar el modo de deshacerse de su visitante. Él se dio cuenta de ello, apagó el cigarrillo, se levantó, estrechó la mano de la señora y salió a la antesala. En el comedor, donde estaba el reloj que tanto gustaba a Ivan Ilich, quien lo había comprado en una tienda de antigüedades, Pyotr Ivanovich encontró a un sacerdoto y a unos cuantos cono- cidos que habían venido para asistir al oficio, y vio también a la hija joven y guapa de Ivan Ilich, a quien ya conocía. Estaba de luto riguro- so, y su cuerpo delgado parecía aún más del- gado que nunca. La expresión de su rostro era sombría, denodada, casi iracunda. Saludó a Pyotr Ivanovich como sí él tuviera la culpa de algo. Detrás de ella, con la misma expresión agraviada, estaba un juez de instrucción cono- cido de Pyotr Ivanovich, un joven rico que, según se decía, era el prometido de la mucha- cha. Pyotr Ivanovich se inclinó melancólica- mente ante ellos y estaba a punto de pasar a la cámara mortuoria cuando de debajo de la esca- lera surgió la figura del hijo de Ivan Ilich, estu- diante de instituto, que se parecía increiblemen- te a su padre. Era un pequeño Ivan Ilich, igual al que Pyotr Ivanovich recordaba cuando am- bos estudiaban Derecho. Tenía los ojos llorosos, con una expresión como la que tienen los mu- chachos viciosos de trece o catorce años. Al ver a Pyotr Ivanovich, el muchacho arrugó el ceño con empacho y hosquedad. Pyotr Ivanovich le saludó con una inclinación de cabeza y entró en la cámara mortuoria. Había empezado el oficio de difuntos: velas, gemidos, incienso, lágrimas, sollozos. Pyotr Ivanovich estaba de pie, mirán- dose sombríamente los zapatos, No miró al muerto una sola vez, ni se rindió a las influen- cias depresivas, y fue de los primeros en salir de allí. No había nadie en la antesala. Gerasim salió de un brinco de la habitación del muerto, revolvió con sus manos vigorosas entre los amontonados abrigos de pieles, encontró el de Pyotr Ivanovich y le ayudó a ponérselo. -¿Qué hay, amigo Gerasim? -preguntó Pyotr Ivanovich por decir algo-. ¡Qué lástima! ¿Ver- dad? -Es la voluntad de Dios. Por ahí pasaremos todos -contestó Gerasim mostrando sus dientes blancos, iguales, dientes de campesino, y como hombre ocupado en un trabajo urgente abrió de prisa la puerta, llamó al cochero, ayudó a Pyotr Ivanovich a subir al trineo y volvió de un salto a la entrada de la casa, como pensando en algo que aún tenía que hacer. Ivan Ilich era le phénix de la famille, como decía la gente. No era tan frío y estirado como el hermano mayor ni tan frenético como el menor, sino un término medio entre ambos: listo, vi- vaz, agradable y discreto. Había estudiado en la Facultad de Derecho con su hermano menor, pero éste no había acabado la carrera por haber sido expulsado en el quinto año. Ivan Ilich, al contrario, había concluido bien sus estudios. Era ya en la facultad lo que sería en el resto de su vida: capaz, alegre, benévolo y sociable, aunque estricto en el cumplimiento de lo que consideraba su deber; y, según él, era deber todo aquello que sus superiores jerárquicos consideraban como tal. No había sido servil ni de muchacho ni de hombre, pero desde sus años mozos se había sentido atraído, como la mosca a la luz, por las gentes de elevada posi- ción social, apropiándose sus modos de obrar y su filosofía de la vida y trabando con ellos rela- ciones amistosas. Había dejado atrás todos los entusiasmos de su niñez y mocedad, de los que apenas quedaban restos, se había entregado a la sensualidad y la soberbia y, por último, como en las clases altas, al liberalismo, pero siempre dentro de determinados límites que su instinto le marcaba puntualmente. En la facultad hizo cosas que anteriormente le habían parecido sumamente reprobables y que le causaron repugnancia de sí mismo en el momento mismo de hacerlas; pero más tarde, cuando vio que tales cosas las hacía también gente de alta condición social que no las juzga- ba ruines, no llegó precisamente a darlas por buenas, pero sí las olvidó por completo o se acordaba de ellas sin sonrojo. Al terminar sus estudios en la facultad y habi- litarse para la décima categoría de la adminis- tración pública, y habiendo recibido de su pa- dre dinero para equiparse, Ivan Ilich se encargó ropa en la conocida sastrería de Scharmer, colgó en la cadena del reloj una medalla con el lema respice finem, se despidió de su profesor y del príncipe patrón de la facultad, tuvo una cena de despedida con sus compañeros en el restaurante Donon, y con su nueva maleta muy a la moda, su ropa blanca, su traje, sus utensi- lios de afeitar y adminículos de tocador, su manta de viaje, todo ello adquirido en las mejo- res tiendas, partió para una de las provincias donde, por influencia de su padre, iba a ocupar el cargo de ayudante del gobernador para ser- vicios especiales. En la provincia Ivan Ilich pronto se agenció una posición tan fácil y agradable como la que había tenido en la Facultad de Derecho. Cumpl- ía con sus obligaciones y fue haciéndose una carrera, a la vez que se divertía agradable y decorosamente. De vez en cuando salía a hacer visitas oficiales por el distrito, se comportaba dignamente con sus superiores e inferiores -de lo que no podía menos de enorgullecersey des- empeñaba con rigor y honradez incorruptible los menesteres que le estaban confiados, que en su mayoría tenían que ver con los disidentes religiosos. En ese trabajo anterior lo agradable había sido ponerse el uniforme confeccionado por Schar- mer y pasar con despreocupado continente por entre los solicitantes y funcionarios que, aguar- dando temerosos la audiencia con el goberna- dor, le envidiaban por entrar directamente en el despacho de éste y tomar el té y fumarse un cigarrillo con él. Pero personas que dependían directamente de él había habido pocas: sólo jefes de policía y disidentes religiosos cuando lo enviaban en misiones especiales, y a esas personas las trataba cortésmente, casi como a camaradas, como haciéndoles creer que, siendo capaz de aplastarlas, las trataba sencilla y amis- tosamente. Pero ahora, como juez de instruc- ción, Ivan Ilich veía que todas ellas -todas ellas sin excepción-,incluso las más importantes y engreídas, estaban en sus manos, y que con sólo escribir unas palabras en una hoja de papel con cierto membrete tal o cual individuo im- portante y engreído sería conducido ante él en calidad de acusado o de testigo; y que si decidía que el tal individuo no se sentase lo tendría de pie ante él contestando a sus preguntas. Ivan Ilich nunca abusó de esas atribuciones; muy al contrario, trató de suavizarlas; pero la concien- cia de poseerlas y la posibilidad de suavizarlas constituían para él el interés cardinal y el atrac- tivo de su nuevo cargo. En su trabajo, espe- cialmente en la instrucción de los sumarios, Ivan Ilich adoptó pronto el método de eliminar todas las circunstancias ajenas al caso y de con- densarlo, por complicado que fuese, en forma que se presentase por escrito sólo en sus aspec- tos externos, con exclusión completa de su opi- nión personal y, sobre todo, respetando todos los formalismos necesarios. Este género de tra- bajo era nuevo, e Ivan Ilich fue uno de los pri- meros funcionarios en aplicar el nuevo Código de 1864. Al asumir el cargo de juez de instrucción en una nueva localidad Ivan Ilich hizo nuevas amistades y estableció nuevas relaciones, se instaló de forma diferente de la anterior y cam- bió perceptiblemente de tono. Asumió una acti- tud de discreto y digno alejamiento de las auto- ridades provinciales, pero sí escogió el mejor círculo de juristas y nobles ricos de la ciudad y adoptó una actitud de ligero descontento con el gobierno, de liberalismo moderado e ilustrada ciudadanía. Por lo demás, no alteró en lo más mínimo la elegancia de su atavío, cesó de afei- tarse el mentón y dejó crecer libremente la bar- ba. La vida de Ivan Ilich en esa nueva ciudad tomó un cariz muy agradable. La sociedad de allí, que tendía a oponerse al gobernador, era buena y amistosa, su sueldo era mayor y em- pezó a jugar al vint, juego que por aquellas fe- chas incrementó bastante los placeres de su vida, pues era diestro en el manejo de las car- tas, jugaba con gusto, calculaba con rapidez y astucia y ganaba por lo general. Al cabo de dos años de vivir en la nueva ciu- dad, Ivan Ilich conoció a la que había de ser su esposa. Praskovya Fyodorovna Mihel era la tosamente hasta el embarazo de su mujer; tanto así que Ivan Ilich empezó a creer que el matri- monio no sólo no perturbaría el carácter cómo- do, placentero, alegre y siempre decoroso de su vida, aprobado por la sociedad y considerado por él como natural, sino que, al contrario, lo acentuaría. Pero he aquí que, desde los prime- ros meses del embarazo de su mujer, surgió algo nuevo, inesperado, desagradable, penoso e indecoroso, imposible de comprender y evitar. Sin motivo alguno, en opinión de Ivan Ilich - de gaieté de coeur como se decía a sí mismo-, su mujer comenzó a perturbar el placer y decoro de su vida. Sin razón alguna comenzó a tener celos de él, le exigía atención constante, le cen- suraba por cualquier cosa y le enzarzaba en disputas enojosas y groseras. Al principio Ivan Ilich esperaba zafarse de lo molesto de tal situación por medio de la misma fácil y decorosa relación con la vida que tan bien le había servido anteriormente: trató de no hacer caso de la disposición de ánimo de su mujer, continuó viviendo como antes, ligera y agradablemente, invitaba a los amigos a jugar a las cartas en su casa y trató asimismo de fre- cuentar el club o visitar a sus conocidos. Pero un día su mujer comenzó a vituperarle con tal brío y palabras tan soeces, y siguió injuriándole cada vez que no atendía a sus exigencias, con el fin evidente de no cejar hasta que él cediese, o sea, hasta que se quedase en casa víctima del mismo aburrimiento que ella sufría, que Ivan Ilich se asustó. Ahora comprendió que el ma- trimonio -al menos con una mujer como la su- yano siempre contribuía a fomentar el decoro y la amenidad de la vida, sino que, al contrario, estorbaba el logro de ambas cualidades, por lo que era preciso protegerse de semejante estor- bo. Ivan Ilich, pues, comenzó a buscar medios de lograrlo. Uno de los que cabía imponer a Praskovya Fyodorovna eran sus funciones judi- ciales, e Ivan Ilich, apelando a éstas y a los de- beres anejos a ellas, empezó a bregar con su mujer y a defender su propia independencia. Con el nacimiento de un niño, los intentos de alimentarlo debidamente y los diversos fraca- sos en conseguirlo, así como con las dolencias reales e imaginarias del niño y la madre en las que se exigía la compasión de Ivan Ilich - aunque él no entendía pizca de ello-, la necesi- dad que sentía éste de crearse una existencia fuera de la familia se hizo aún más imperiosa. A medida que su mujer se volvía más irrita- ble y exigente, Ivan Ilich fue desplazando su centro de gravedad de la familia a su trabajo oficial. Se encariñaba cada vez más con ese tra- bajo y acabó siendo aún más ambicioso que antes. Muy pronto, antes de cumplirse el primer aniversario de su casamiento, Ivan Ilich cayó en la cuenta de que el matrimonio, aunque apor- taba algunas comodidades a la vida, era de hecho un estado sumamente complicado y difí- cil, frente al cual -si era menester cumplir con su deber, o sea, llevar una vida decorosa apro- bada por la sociedadhabría que adoptar una dos de cariño entre ellos, pero no duraban mu- cho. Eran islotes a los que se arrimaban durante algún tiempo, pero luego ambos partían de nuevo para el océano de hostilidad secreta que se manifestaba en el distanciamiento entre ellos. Ese distanciamiento hubiera podido afli- gir a Ivan Ilich si éste no hubiese considerado que no debería existir, pero ahora reconocía que su situación no sólo era normal, sino que había llegado a ser el objetivo de su vida fami- liar. Ese objetivo consistía en librarse cada vez más de esas desazones y darles un barniz in- ofensivo y decoroso; y lo alcanzó pasando cada vez menos tiempo con la familia y tratando, cuando era preciso estar en casa, de salvaguar- dar su posición mediante la presencia de per- sonas extrañas. Lo más importante, sin embar- go, era que contaba con su trabajo oficial, y en sus funciones judiciales se centraba ahora todo el interés de su vida. La conciencia de su poder, la posibilidad de arruinar a quien se le antojase, la importancia, más aún, la gravedad externa con que entraba en la sala del tribunal o en las reuniones de sus subordinados, su éxito con sus superiores e inferiores y, sobre todo, la des- treza con que encauzaba los procesos, de la que bien se daba cuenta -todo ello le procuraba su- mo deleite y llenaba su vida, sin contar los co- loquios con sus colegas, las comidas y las parti- das de whist. Así pues, la vida de Ivan Ilich seguía siendo agradable y decorosa, como él juzgaba que debía ser. Así transcurrieron otros siete años. Su hija mayor tenía ya dieciséis, otro hijo había muer- to, y sólo quedaba el pequeño colegial, objeto de disensión. Ivan Ilich quería que ingresara en la Facultad de Derecho, pero Praskovya Fyodo- rovna, para fastidiar a su marido, le matriculó en el instituto. La hija había estudiado en casa y su instrucción había resultado bien; el mucha- cho tampoco iba mal en sus estudios. 3 Así vivió Ivan Ilich durante diecisiete años desde su casamiento. Era ya un fiscal veterano. Esperando un puesto más atrayente, había rehusado ya varios traslados cuando surgió de improviso una circunstancia desagradable que perturbó por completo el curso apacible de su vida. Esperaba que le ofrecieran el cargo de presidente de tribunal en una ciudad universi- taria, pero Hoppe de algún modo se le había adelantado y había obtenido el puesto. Ivan Ilich se irritó y empezó a quejarse y a reñir con Hoppe y sus superiores inmediatos, quienes comenzaron a tratarle con frialdad y le pasaron por alto en los nombramientos siguientes. Eso ocurrió en 1880, año que fue el más duro en la vida de Ivan Ilich. Por una parte, en ese año quedó claro que su sueldo no les bastaba para vivir, y, por otra, que todos le habían olvi- dado; peor todavía, que lo que para él era la mayor y más cruel injusticia a otros les parecía una cosa común y corriente. Incluso su padre no se consideraba obligado a ayudarle. Ivan ducir en el ministerio: para el puesto de Pyotr Ivanovich se nombraría a Ivan Semyonovich. El cambio propuesto, además de su significa- do para Rusia, tenía un significado especial para Ivan Ilich, ya que el ascenso de un nuevo funcionario, Pyotr Petrovich, y, por consiguien- te, el de su amigo Zahar Ivanovich, eran su- mamente favorables para Ivan Ilich, dado que Zahar Ivanovich era colega y amigo de Ivan Ilich. En Moscú se confirmó la noticia, y al llegar a Petersburgo Ivan Ilich buscó aZahar Ivanovich y recibió la firme promesa de un nombramiento en su antiguo departamento de justicia. Al cabo de una semana mandó un telegrama a su mujer: «Zahar en puesto de Miller. Reci- biré nombramiento en primer informe.» Gracias a este cambio de personal, Ivan Ilich recibió inesperadamente un nombramiento en su antiguo ministerio que le colocaba a dos grados del escalafón por encima de sus anti- guos colegas, con un sueldo de cinco mil ru- bIos, más tres mil quinientos de remuneración por traslado. Ivan Ilich olvidó todo el enojo que sentía contra sus antiguos enemigos y contra el ministerio y quedó plenamente satisfecho. Ivan Ilich volvió al campo más contento y fe- liz de lo que lo había estado en mucho tiempo. Praskovya Fyodorovna también se alegró y entre ellos se concertó una tregua. Ivan Ilich contó cuánto le había festejado todo el mundo en la capital, cómo todos los que habían sido sus I enemigos quedaban avergonzados y aho- ra le adulaban servilmente, cuánto le envidia- ban por su nuevo nombramiento y cuánto le quería todo el mundo en Petersburgo. Praskovya Fyodorovna escuchaba todo aque- llo y aparentaba creerlo. No ponía peros á nada y se limitaba a hacer planes para la vida en la ciudad a la que iban a mudarse. E Ivan Ilich vio regocijado que tales planes eran los suyos pro- pios, que marido y mujer estaban de acuerdo y que, tras un tropiezo, su vida recobraba el legí- timo y natural carácter de proceso placentero y decoroso. Ivan Ilich había vuelto al campo por breves días. Tenía que incorporarse a su nuevo cargo el 10 de septiembre. Por añadidura, necesitaba tiempo para instalarse en su nuevo domicilio, trasladar a éste todos los enseres de la provin- cia anterior y comprar y encargar otras muchas cosas; en una palabra, instalarse tal como lo tenía pensado, lo cual coincidía casi exactamen- te con lo que Praskovya Fyodorovna tenía pen- sado a su vez. Y ahora, cuando todo quedaba resuelto tan felizmente, cuando su mujer y él coincidían en sus planes y, por añadidura, se veían tan raras veces, se llevaban más amistosamente de lo que había sido el caso desde los primeros días de su matrimonio. Ivan Ilich había pensado en llevar- se a la familia en seguidá, pero la insistencia de su cuñado y la esposa de éste, que de pronto se habían vuelto notablemente afables e íntimos con él y su familia, le indujeron a partir solo. Una vez, al trepar por una escalerilla de mano para mostrar al tapicero -que no lo comprend- íacómo quería disponer los pliegues de las cor- tinas, perdió pie y resbaló, pero siendo hombre ~erte y ágil, se afianzó y sólo se dio con un cos- tado contra el tirador de la ventana. La magu- lladura le dolió, pero el dolor se le pasó pronto. Durante todo este tiempo se sentía sumamente alegre y vigoroso. Escribió: «Estoy como si me hubieran quitado quince años de encima.» Hab- ía pensado terminar en septiembre, pero esa labor se prolongó hasta octubre. Sin embargo, el resultado fue admirable, no sólo en su opi- nión sino en la de todos los que lo vieron. En realidad, resultó lo que de ordinario resul- ta en las viviendas de personas que quieren hacerse pasar por ricas no siéndolo de veras, y, por consiguiente, acaban pareciéndose a otras de su misma condición: había damascos, caoba, plantas, alfombras y bronces brillantes y ma- tes... en suma, todo aquello que poseen las gen- tes de cierta clase a fin de asemejarse a otras de la misma clase. y la casa de Ivan Ilich era tan semejante a las otras que no hubiera sido objeto de la menor atención; pero a él, sin embargo, se le antojaba original. Quedó sumamente conten- to cuando fue a recibir a su familia a la estación y la llevó al nuevo piso, ya todo dispuesto e iluminado, donde un criado con corbata blanca abrió la puerta del vestíbulo que había sido adornado con plantas; y cuando luego, al entrar en la sala y el despacho, la familia prorrumpió en exclamaciones de deleite. Los condujo a to- das partes, absorbiendo ávidamente sus ala- banzas y r~bosando de gusto. Esa misma tarde, cuando durante el té Praskovya Fyodorovna le preguntó entre otras cosas por su caída, él rompió a reír y les mostró en pantomima cómo había salido volando y asustado al tapicero. -No en vano tengo algo de atleta. Otro se hubiera matado, pero yo sólo me di un golpe aquí... mirad. Me duele cuando lo toco, pero ya va pasando... No es más que una contusión. Así pues, empezaron a vivir en su nuevo do- micilio, en el que cuando por fin se acomoda- ron hallaron, como siempre sucede, que sólo les hacía falta una habitación más. Y aunque los nuevos ingresos, como siempre sucede, les ven- ían un poquitín cortos (cosa de quinientos ru- bIos) todo iba requetebién. Las cosas fueron especialmente bien al principio, cuando aún no estaba todo en su punto y quedaba algo por hacer: comprar esto, encargar esto otro, cam- biar aquello de sitio, ajustar lo de más allá. Aunque había algunas discrepancias entre ma- rido y mujer, ambos estaban tan satisfechos y tenían tanto que hacer que todo aquello pasó sin broncas de consideración. Cuando ya nada quedaba por arreglar hubo una pizca de abu- rrimiento, como si a ambos les faltase algo, pe- ro ya para entonces estaban haciendo amista- des y creando rutinas, y su vida iba adquirien- do consistencia. Ivan Ilich pasaba la mañana en el juzgado y volvía a casa a la hora de comer. Al principio sesiones del tribunal fumaba, tomaba té, char- laba un poco de política, un poco de temas ge- nerales, un poco de juegos de naipes, pero más que nada de nombramientos. y cansado, pero con las sensaciones de un virtuoso -uno de los primeros violines que ha ejecutado con preci- sión su parte en la orquestavolvía a su casa, donde encontraba que su mujer y su hija hab- ían salido a visitar a alguien, o que allí había algún visitante, y que su hijo había asistido a sus clases, preparaba sus lecciones con ayuda de sus tutores y estudiaba con ahínco lo que se enseña en los institutos. Todo iba a pedir de boca. Después de la comida, si no tenían visi- tantes, Ivan Ilich leía a veces algún libro del que a la sazón se hablase mucho, y al anochecer se sentaba a trabajar, esto es, a leer documentos oficiales, consultar códigos, cotejar declaracio- nes de testigos y aplicarles la ley correspon- diente. Ese trabajo no era ni aburrido ni diver- tido. Le parecía aburrido cuando hubiera podi- do estar jugando a las cartas; pero si no había partida, era mejor que estar mano sobre mano, o estar solo, o estar con su mujer. El mayor de- leite de Ivan Ilich era organizar pequeñas co- midas a las que invitaba a hombres y mujeres de alta posición social, y al igual que su sala podía ser copia de otras salas, sus reuniones con tales personas podían ser copia de otras reuniones de la misma índole. En cierta ocasión dieron un baile. Ivan Ilich disfrutó de él y todo resultó bien, salvo que tuvo una áspera disputa con su mujer con mo- tivo de las tartas y los dulces. Praskovya Fyo- dorovna había hecho sus propios preparativos, pero Ivan Ilich insistió en pedirlo todo a un confitero de los caros y había encargado dema- siadas tartas; y la disputa surgió cuando queda- ron sin consumir algunas tartas y la cuenta del confitero ascendió a cuarenta y cinco rubIos. La querella fue violenta y desagradable, tanto así que Praskovya Fyodorovna le llamó «imbécil y mentecato»; y él se agarró la cabeza con las manos y en un arranque de cólera hizo alusión al divorcio. Pero el baile había estado muy di- vertido. Había asistido gente de postín e Ivan Ilich había bailado con la princesa Trufonova, hermana de la fundadora de la conocida socie- dad «Comparte mi aflicción». Los deleites de su trabajo oficial eran deleites de la ambición; los deleites de su vida social eran deleites de la vanidad. Pero el mayor deleite de Ivan Ilich era jugar al vint. Confesaba que al fin y al cabo, por desagradable que fuese cualquier incidente en su vida, el deleite que como un rayo de luz su- peraba a todos los demás era sentarse a jugar al vint con buenos jugadores que no fueran chi- llones, y en partida de cuatro, por supuesto (porque en la de cinco era molesto quedar fue- ra, aunque fingiendo que a uno no le importa- ba), y enzarzarse en una partida seria e inteli- gente (si las cartas lo permitían); y luego cenar y beberse un vaso de Vino. Des. pués de la par- tida, Ivan Ilich, sobre todo si había ganado un poco (porque ganar mucho era desagradable), que cada vez más raros, algunos islotes en que marido y mujer podían juntarse sin dar ocasión a un estallido. Y Praskovya Fyodorovna se quejaba ahora, y no sin fundamento, de que su marido tenía muy mal genio. Con su típica propensión a exagerar las cosas decía que él había tenido siempre ese genio horrible y que sólo la buena índole de ella había podido aguantado veinte años. Cierto que quien iniciaba ahora las dispu- tas era él, siempre al comienzo de la comida, a menudo cuando empezaba a tomar la sopa. A veces notaba que algún plato estaba descanti- llado, o que un manjar no estaba en su punto, o que su hijo ponía los codos en la mesa, o que el peinado de su hija no estaba como debía. y de todo ello echaba la culpa a Praskovya Fyodo- rovna. Al principio ella le contradecía y le con- testaba con acritud, pero una o dos veces, al principio de la comida, Ivan Ilich se encolerizó a tal punto que ella, comprendiendo que se trataba de un estado morboso provocado por la toma de alimentos, se contuvo; no contestó, sino que se apresuró a terminar de comer, con- siderando que su moderación tenía muchísimo mérito. Habiendo llegado a la conclusión de que Ivan Ilich tenía un genio atroz y era la cau- sa de su infortunio, empezó a compadecerse de sí misma; y cuanto más se compadecía, más odiaba a su marido. Empezó a desear que mu- riera, a la vez que no quería su muerte porque en tal caso cesaría su sueldo; y ello aumentaba su irritación contra él. Se consideraba terrible- mente desgraciada porque ni siquiera la muerte de él podía salvada, y aunque disimulaba su irritación, ese disimulo acentuaba aún más la irritación de él. Después de una escena en la que Ivan Ilich se mostró sobremanera injusto y tras la cual, por vía de explicación, dijo que, en efecto, estaba irritado, pero que ello se debía a que estaba enfermo, ella le dijo que, puesto que era así, tenía que ponerse en tratamiento, e insistió en que fuera a ver a un médico famoso. y él así lo hizo. Todo sucedió como lo había esperado; todo sucedió como siempre sucede. La espera, los aires de importancia que se daba el médico -que le eran conocidos por parecerse tanto a los que él se daba en el juzgado-, la pal- pación, la auscultación, las preguntas que exig- ían respuestas conocidas de antemano y evi- dentemente innecesarias, el semblante expresi- vo que parecía decir que «si usted, veamos, se somete a nuestro tratamiento, lo arreglaremos todo; sabemos perfecta e indudablemente cómo arreglarlo todo, siempre y del mismo modo para cualquier persona». Lo mismísimo que en el juzgado. El médico famoso se daba ante él los mismos aires que él, en el tribunal, se daba ante un acusado. El médico dijo que tal-y-cual mostraba que el enfermo tenía tal-y-cual; pero que si el recono- cimiento de tal-ycual no lo confirmaba, enton- ces habría que suponer talo-cual. y que si se suponía tal-o-cual, entonces..., etc. Para Ivan Ilich había sólo una pregunta importante, a había dicho el médico, tratando de traducir esas palabras complicadas, oscuras y científicas a un lenguaje sencillo y encontrar en ellas la respuesta a la pregunta: ¿Es grave lo que ten- go? ¿Es muy grave o no lo es todavía? y le pa- recía que el sentido de lo dicho por el médico era que la dolencia era muy grave. Todo lo que veía en las calles se le antojaba triste: tristes eran los coches de punto, tristes las casas, tris- tes los transeúntes, tristes las tiendas. El males- tar que sentía, ese malestar sordo que no cesaba un momento, le parecía haber cobrado un nue- vo y más grave significado a consecuencia de las oscuras palabras del médico. Ivan Ilich lo observaba ahora con una nueva y opresiva atención. Llegó a casa y empezó a contar a su mujer lo ocurrido. Ella le escuchaba, pero en medio del relato entró la hija con el sombrero puesto, lista para salir con su madre. La chica se sentó a re- gañadientes para oír la fastidiosa historia, pero no aguantó mucho. Su madre tampoco le es- cuchó hasta el final. -Pues bien, me alegro mucho -dijo la mujer-. Ahora pon mucho cuidado en tomar la medici- na con regularidad. Dame la receta y mandaré a Gerasim a la botica -y fue a vestirse para salir. «Bueno -se dijo él-. Quizá no sea nada al fin y al cabo.» Comenzó a tomar la medicina y a seguir las instrucciones del médico, que habían sido alte- radas después del análisis de la orina. Pero he aquí que surgió una confusión entre ese análisis y lo que debía seguir a continuación. Fue impo- sible llegar hasta el médico y resultó, por consi- guiente, que no se hizo lo que le había dicho éste. O lo había olvidado, o le había mentido u ocultado algo. Pero, en todo caso, Ivan Ilich siguió cumpliendo las instrucciones y al princi- pio obtuvo algún alivio de ello. La principal ocupación de Ivan Ilich desde su visita al médico fue el cumplimiento puntual de las instrucciones de éste en lo tocante a higiene y la toma de la medicina, así como la observación de su dolencia y de todas las fun- ciones de su organismo. Su interés principal se centró en los padecimientos y la salud de otras personas. Cuando alguien hablaba en su pre- sencia de enfermedades, muertes, o curaciones, especialmente cuando la enfermedad se aseme- jaba a la suya, escuchaba con una atención que procuraba disimular, hacía preguntas y aplica- ba lo que oía a su propio caso. No menguaba el dolor, pero Ivan Ilich se es- forzaba por creer que estaba mejor. y podía engañarse mientras no tuviera motivo de agita- ción. Pero tan pronto como surgía un lance desagradable con su mujer o algún fracaso en su trabajo oficial, o bien recibía malas cartas en el vint, sentía al momento el peso entero de su dolencia. Anteriormente podía sobrellevar esos reveses, esperando que pronto enderezaría lo torcido, vencería los obstáculos, obtendría el éxito y ganaría todas las bazas en la partida de cartas. Ahora, sin embargo, cada tropiezo le sagradas. Ivan Ilich notó con sorpresa que esta- ba escuchando atentamente y empezaba a creer en ello. Ese incidente le amedrentó. «¿Pero es posible que esté ya tan débil de la cabeza?» -se preguntó-. «jTonterías! Eso no es más que una bobada. No debo ser tan aprensivo, y ya que he escogido a un médico tengo que ajustarme es- trictamente a su tratamiento. Eso es lo que haré. Punto final. No volveré a pensar en ello y se- guiré rigurosamente ese tratamiento hasta el verano. Luego ya veremos. De ahora en adelan- te nada de vacilaciones...» Fácil era decirlo, pe- ro imposible llevarlo a cabo. El dolor del costa- do le atormentaba, parecía agravarse y llegó a ser incesante, el sabor de boca se hizo cada vez más extraño. Le parecía que su aliento tenía un olor repulsivo, a la vez que notaba pérdida de apetito y debilidad física. Era imposible enga- ñarse: algo terrible le estaba ocurriendo, algo nuevo y más importante que lo más importante que hasta entonces había conocido en su vida. Y él era el único que lo sabía; los que le rodea- ban no lo comprendían o no querían compren- derlo y creían que todo en este mundo iba co- mo de costumbre. Eso era lo que más atormen- taba a Ivan Ilich. Veía que las gentes de casa, especialmente su mujer y su hija -quienes se movían en un verdadero torbellino de visitasno entendían nada de lo que le pasaba y se enfa- daban porque se mostraba tan deprimido y exigente, como si él tuviera la culpa de ello. Aunque trataban de disimularlo, él se daba cuenta de que era un estorbo para ellas y que su mujer había adoptado una concreta actitud ante su enfermedad y la mantenía a despecho de lo que él dijera o hiciese. Esa actitud era la siguiente: -¿Saben ustedes? -decía a sus amistades-. Ivan Ilich no hace lo que hacen otras personas, o sea, atenerse rigurosamente al tratamiento que le han impuesto. Un día toma sus gotas, come lo que le conviene y se acuesta a la hora debida; pero al día siguiente, si yo no estoy a la mira, se olvida de tomar la m~dicina, come esturión - que le está prohibidoy se sienta a jugar a las cartas hasta las tantas. -¡Vamos, anda! ¿Yeso cuándo fue? -decía Ivan Ilich enfadado-. Sólo una vez, en casa de Pyotr Ivanovich. -Y ayer en casa de Shebek. -Bueno, en todo caso el dolor no me hubiera dejado dormir. -Di lo que quieras, pero así no te pondrás nunca bien y seguirás fastidiándonos. La actitud evidente de Praskovya Fyodorov- na, según la manifestaba a otros y al mismo Ivan Ilich, era la de que éste tenía la culpa de su propia enfermedad, con la cual imponía una molestia más a su esposa. Él opinaba que esa actitud era involuntaria, pero no por eso era menor su aflicción. En los tribunales Ivan Ilich notó, o creyó no- tar, la misma extraña actitud hacia él: a veces le parecía que la gente le observaba como a quien pronto dejaría vacante su cargo. A veces tam- bién sus amigos se burlaban amistosamente de su aprensión, como si la cosa atroz, horrible, Y con esa conciencia, junto con el sufrimiento físico y el terror, tenía que meterse en la cama, permaneciendo a menudo despierto la mayor parte de la noche. Y al día siguiente tenía que levantarse, vestirse, ir a los tribunales, hablar, escribir; o si no salía, quedarse en casa esas veinticuatro horas del día, cada una de las cua- les era una tortura. Y vivir así, solo, al borde de un abismo, sin nadie que le comprendiese ni se apiadase de él. 5 Así pasó un mes y luego otro. Poco antes de Año Nuevo llegó a la ciudad su cuñado y se instaló en casa de ellos. Ivan Ilich estaba en el juzgado. Praskovya Fyodorovna había salido de compras. Cuando Ivan Ilich volvió a casa y entró en su despacho vio en él a su cuñado, hombre sano, de tez sanguínea, que estaba des- haciendo su maleta. Levantó la cabeza al oír los pasos de Ivan Ilich y le miró un momento sin articular palabra. Esa mirada fue una total reve- lación para Ivan Ilich. El cuñado abrió la boca para lanzar una exclamación de sorpresa, pero se contuvo, gesto que lo confirmó todo. -Estoy cambiado, ¿eh? -Sí... hay un cambio. y si bien Ivan Ilich trató de hablar de su as- pecto físico con su cuñado, éste guardó silencio. Llegó Praskovya 'Fyodorovna y el cuñado salió a verla. Ivan Ilich cerró la puerta con llave y empezó a mirarse en el espejo, primero de fren- te, luego de lado. Cogió un retrato en que figu- raban él y su mujer y lo comparó con lo que veía en el espejo. El cambio era enorme. Luego se remangó los brazos hasta el codo, los miró, se sentó en la otomana y se sintió más negro que la noche. «¡No, no se puede vivir así!» -se dijo, y le- vantándose de un salto fue a la mesa, abrió un expediente y empezó a leerlo, pero no pudo seguir. Abrió la puerta y entró en el salón. La puerta que daba a la sala estaba abierta. Se acercó a ella de puntillas y se puso a escuchar. -No. Tú exageras -decía Praskovya Fyodo- rovna. -¿Cómo que exagero? ¿Es que no ves que es un muerto? Mírale los ojos... no hay luz en ellos. ¿Pero qué es lo que tiene? -Nadie lo sabe. Nikolayev (que era otro médi- co) dijo algo, pero no sé lo que es. Y Leschetits- ki (otro galeno famoso) dijo lo contrario... Ivan Ilich se apartó de allí, fue a su habita- ción, se acostó y se puso a pensar: «El riñón, un riñón flotante.» Recordó todo lo que habían dicho los médicos: cómo se desprende el riñón y se desplaza de un lado para otro. Y a fuerza de imaginación trató de apresar ese riñón, suje- tarlo y dejarlo fijo en un sitio; «y es tan poco -se decíalo que se necesita para ello. No. Iré una vez más a ver a Pyotr Ivanovich». (Éste era el amigo cuyo amigo era médico.) Tiró de la cam- panilla, pidió el coche y se aprestó a salir. -¿A dónde vas, Jean? -preguntó su mujer con expresión especialmente triste y acento insóli- tamente bondadoso. levantó, la tomó, se acostó boca arriba, ace- chando cómo la medicina surtía sus benéficos efectos y eliminaba el dolor. «Sólo hace falta tomada con regularidad y evitar toda influencia perjudicial; ya me siento un poco mejor, mucho mejor.» Empezó a palparse el costado; el con- tacto no le hacía daño. «Sí, no lo siento; de ve- ras que estoy mucho mejor.» Apagó la bujía y se volvió de lado... El apéndice vermiforme iba mejor, se producía la absorción. De repente sintió el antiguo, conocido, sordo, corrosivo dolor, agudo y contumaz como siempre; el con- sabido y asqueroso sabor de boca. Se le encogió el corazón y se le enturbió la mente. «Pios mío, Dios mío! -murmuró entre dientes-. jOtra vez, otra vez! j Y no cesa nunca!» Y de pronto el asunto se le presentó con cariz enteramente distinto. «¡El apéndice vermiforme! jEl riñón! - dijo para sus adentros-. No se trata del apéndi- ce o del riñón, sino de la vida y... la muerte. Sí, la vida estaba ahí y ahora se va, se va, y no puedo retenerla. Sí. ¿De qué sirve engañarme? ¿Acaso no ven todos, menos yo, que me estoy muriendo, y que sólo es cuestión de semanas, de días... quizá ahora mismo? Antes había luz aquí y ahora hay tinieblas. Yo estaba aquí, y ahora voy allá. ¿A dónde?» Se sintió transido de frío, se le cortó el aliento, y sólo percibía el golpeteo de su corazón. «Cuando yo ya no exista, ¿qué habrá? No habrá nada. Entonces ¿dónde estaré cuando ya no exista? ¿Es esto morirse? No, no quiero.» Se incorporó de un salto, quiso encender la bujía, la buscó con manos trémulas, se le escapó al suelo junto con la palmatoria, y él se dejó caer de nuevo sobre la almohada. «¿Para qué? Da lo mismo -se dijo, mirando la oscuridad con ojos muy abiertos-. La muerte. Sí, la muerte. Y ésos no lo saben ni quieren sa- berlo, y no me tienen lástima. Ahora están to- cando el piano. (Oía a través de la puerta el sonido de una voz y su acompañamiento.) A ellos no les importa, pero también morirán. jldiotas! Yo primero y luego ellos, pero a ellos les pasará lo mismo. Y ahora tan contentos... jlos muy bestias!» La furia le ahogaba y se sent- ía atormentado, intolerablemente afligido. Era imposible que todo ser humano estuviese con- denado a sufrir ese horrible espanto. Se incor- poró. «Hay algo que no va bien. Necesito calmar- me; necesito repasarlo todo mentalmente desde el principio.» Y, en efecto, se puso a pensar. «Sí, el principio de la enfermedad. Me di un golpe en el costado, pero estuve bien ese día y el si- guiente. Un poco molesto y luego algo más. Más tarde los médicos, luego tristeza y abati- miento. Vuelta a los médicos, y seguí acercán- dome cada vez más al abismo. Fui perdiendo fuerzas. Más cerca cada vez. Y ahora estoy de- macrado y no tengo luz en los ojos. Pienso en el apéndice, pero esto es la muerte. Pienso en co- rregir el apéndice, pero mientras tanto aquí está la muerte. ¿De veras que es la muerte?» El es- panto se apoderó de él una vez más, volvió a jadear, se agachó para buscar los fósforos, apo- estaba muriendo, pero no sólo no se habituaba a esa idea, sino que sencillamente no la com- prendía ni podía comprenderla. El silogismo aprendido en la Lógica de Kie- zewetter: «Cayo es un ser humano, los seres humanos son mortales, por consiguiente Cayo es mortal», le había parecido legítimo única- mente con relación a Cayo, pero de ninguna manera con relación a sí mismo. Que Cayo -ser humano en abstractofuese mortal le parecía enteramente justo; pero él no era Cayo, ni era un hombre abstracto, sino un hombre concreto, una criatura distinta de todas las demás: él hab- ía sido el pequeño Vanya para su papá y su mamá, para Mitya y Volodya, para sus jugue- tes, para el cochero y la niñera, y más tarde para Katenka, con todas las alegrías y tristezas y todos los entusiasmos de la infancia, la ado- lescencia y la juventud. ¿Acaso Cayo sabía algo del olor de la pelota de cuero de rayas que tan- to gustaba a Vanya? ¿Acaso Cayo besaba de esa manera la mano de su madre? ¿Acaso el frufrú del vestido de seda de ella le sonaba a Cayo de ese modo? ¿Acaso se había rebelado éste contra las empanadillas que servían en la facultad? ¿Acaso Cayo se había enamorado así? ¿Acaso Cayo podía presidir una sesión como él la pre- sidía? Cayo era efectivamente mortal y era justo que muriese, pero «en mi caso -se decía-, en el caso de Vanya, de Ivan Ilich, con todas mis ideas y emociones, la cosa es bien distinta. y no es po- sible que tenga que morirme. Eso sería dema- siado horrible». Así se lo figuraba. «Si tuviera que morir como Cayo, habría sabido que así sería; una voz in- terior me lo habría dicho; pero nada de eso me ha ocurrido. Y tanto yo como mis amigos en- tendimos que nuestro caso no tenía nada que ver con el de Cayo. ¡Y ahora se presenta esto! - se dijo-. jNo puede ser! jNo puede ser, pero es! ¿Cómo es posible? ¿Cómo entenderlo?» Y no podía entenderlo. Trató de ahuyentar aquel pensamiento falso, inicuo, morboso, y poner en su lugar otros pensamientos saluda- bles y correctos. Pero aquel pensamiento -y más que pensamiento la realidad mismavolvía una vez tras otra y se encaraba con él. Y para desplazar ese pensamiento convocó toda una serie de otros, con la esperanza de encontrar apoyo en ellos. Intentó volver al cur- so de pensamientos que anteriormente le hab- ían protegido contra la idea de la muero te. Pero -cosa raratodo lo que antes le había servi- do de escudo, todo cuanto le había ocultado, suprimido, la conciencia de la muerte, no pro- ducía ahora efecto alguno. Últimamente Ivan Ilich pasaba gran parte del tiempo en estas ten- tativas de reconstituir el curso previo de los pensamientos que le protegían de la muerte. A veces se decía: «Volveré a mi trabajo, porque al fin y al cabo vivía de él.» Y apartando de sí toda duda, iba al juzgado, entablaba conversación con sus colegas y, según costumbre, se sentaba distraído, contemplaba meditabundo a la mul- titud, apoyaba los enflaquecidos brazos en los torcido del adorno de bronce de un álbum. Cogía el costoso álbum, que él mismo había ordenado pulcramente, y se enojaba por .la negligencia de su hija y los amigos de ésta -bien porque el álbum estaba roto por varios sitios o bien porque las fotografías estaban del revés. Volvía a arreglarlas debidamente y a enderezar el borde del adorno. Luego se le ocurría colocar todas esas cosas en otro rincón de la habitación, junto a las plan- tas. Llamaba a un criado, pero quienes venían en su ayuda eran su hija o su esposa. Éstas no estaban de acuerdo, le contradecían, y él discut- ía con ellas y se enfadaba. Pero eso estaba bien, porque mientras tanto no se acordaba de aque- llo, aquello era invisible. Pero cuando él mismo movía algo su mujer le decía: «Deja que lo hagan los criados. Te vas a hacer daño otra vez.» y de pronto aquello apa- recía a través de la pantalla y él lo veía. Era una aparición momentánea y él esperaba que se esfumara, pero sin querer prestaba atención a su costado. «Está ahí continuamente, royendo como siempre.» y ya no podía olvidarse de aquello, que le miraba abiertamente desde detrás de las plantas. ¿A qué venía todo eso? «y es cierto que fue aquí, por causa de esta cortina, donde perdí la vida, como en el asalto a una fortaleza. ¿De veras? JQué horrible y qué estúpido! JNo puede ser verdad! JNo puede serIo, pero lo es!» Fue a su despacho, se acostó y una vez más se quedó solo con aquello: de cara a cara con aque- llo. Y no había nada que hacer, salvo mirado y temblar. 7 Imposible es contar cómo ocurrió la cosa, porque vino paso a paso, insensiblemente, pero en el tercer mes de la enfermedad de Ivan Ilich, su mujer, su hija, su hijo, los I conocidos de la familia, la servidumbre, los médicos y, sobre todo él mismo, se dieron cuenta de que el único interés que mostraba consistía en si dejaría pronto vacante su cargo, libraría a los demás de las molestias que su presencia les causaba y se libraría a sí mismo de sus padecimientos. Cada vez dormía menos. Le daban opio y empezaron a ponerle inyecciones de morfina. Pero ello no le paliaba el dolor. La sorda congo- ja que sentía durante la somnolencia le sirvió de alivio sólo al principio, como cosa nueva, pero luego llegó a ser tan torturante como el dolor mismo, o aún más que éste. Por prescripción del médico le preparaban una alimentación especial, pero también ésta le resultaba cada vez más insulsa y repulsiva. Para las evacuaciones también se tomaron medidas especiales, cada una de las cuales era un tormento para él: el tormento de la inmun- dicia, la indignidad y el olor, así como el de saber que otra persona tenía que participar en ello. Pero fue cabalmente en esa desagradable fun- ción donde Ivan Ilich halló consuelo. Gerasim, Gerasim fue a su amo, le agarró a la vez con fuerza y destreza -lo mismo que cuando anda- ba-, le alzó hábil y suavemente con un brazo, y con el otro le levantó el pantalón y quiso sentar- le, pero Ivan Ilich le dijo que le llevara al sofá. Gerasim, sin hacer esfuerzo ni presión al pare- cer, le condujo casi en vilo al sofá y le depositó en él. -Gracias. jQué bien y con cuánto tino lo haces todo! Gerasim sonrió de nuevo y se dispuso a salir, pero Ivan Ilich se sentía tan a gusto con él que no quería que se fuera. -Otra cosa. Acerca, por favor, esa silla. No, la otra, y pónmela debajo de los pies. Me siento mejor cuando tengo los pies levantados. Gerasim acercó la silla, la colocó suavemente en el sitio a la vez que levantaba los pies de Ivan Ilich y los ponía en ella. A éste le parecía sentirse mejor cuando Gerasim le tenía los pies en alto. -Me siento mejor cuando tengo los pies levan- tados -dijo Ivan Ilich-. Ponme ese cojín debajo de ellos. Gerasim así lo hizo. De nuevo le levantó los pies y volvió a depositarIos. De nuevo Ivan Ilich se sintió mejor mientras Gerasim se los levantaba. Cuando los bajó, a Ivan Ilich le pare- ció que se sentía peor. -Gerasim -dijo-, ¿estás ocupado ahora? -No, señor, en absoluto -respondió Gerasim, que de los criados de la ciudad había apren,dido cómo hablar con los señores. -¿Qué tienes que hacer todavía? -¿Que qué tengo que hacer? Ya lo he hecho todo, salvo cortar leña para mañana. -Entonces levántame las piernas un poco más, ¿puedes? -jCómo no he de poder! -Gerasim levantó aún más las piernas de su amo, y a éste le pareció que en esa postura no sentía dolor alguno. -¿Y qué de la leña? -No se preocupe el señor. Hay tiempo para ello. Ivan Ilich dijo a Gerasim que se sentara y le tuviera los pies levantados y empezó a hablar con él. Y, cosa rara, le parecía sentirse mejor mientras Gerasim le tenía levan- tadas las piernas. A partir de entonces Ivan Ilich llamaba de vez en cuando a Gerasim, le ponía las piernas sobre los hombros y gustaba de hablar con él. Gera- sim hacía todo ello con tiento y sencillez, y de tan buena gana y con tan notable afabilidad que conmovía a su amo. La salud, la fuerza y la vitalidad de otras personas ofendían a Ivan Ilich; únicamente la energía y la vitalidad de Gerasim no le mortificaban; al contrario, le servían de alivio. El mayor tormento de Ivan Ilich era la menti- ra, la mentira que por algún motivo todos acep- taban, según la cual él no estaba muriéndose, sino que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se mantuviera tranquilo y se atuviera a su tratamiento para que se pusiera bien del todo. Él sabía, sin embargo, que hiciesen lo que hicie- sen nada resultaría de ello, salvo padecimientos
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