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Orientación Universidad
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la odisea del autor Homero, Resúmenes de Griego

algunos de los cantos más importantes de la Odisea de Homero para una lectura rápida y concisa, escritos en prosa para un mejor entendimiento

Tipo: Resúmenes

2019/2020

Subido el 06/02/2020

anaa_mtnz
anaa_mtnz 🇪🇸

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¡Descarga la odisea del autor Homero y más Resúmenes en PDF de Griego solo en Docsity! La Odisea Por Homero FreeditorialF, CANTO I Háblame, Musa, del hombre de múltiples tretas que por muy largo tiempo anduvo errante, tras haber arrasado la sagrada ciudadela de Troya, y vio las ciudades y conoció el modo de pensar de numerosas gentes. Muchas penas padeció en alta mar él en su ánimo, defendiendo su vida y el regreso de sus compañeros. Mas ni aun así los salvó por más que lo ansiaba. Por sus locuras, en efecto, las de ellos, perecieron, ¡insensatos!, que devoraron las vacas de Helios Hiperión. De esto, parte al menos, diosa hija de Zeus, cuéntanos ahora a nosotros. Por entonces ya todos los demás que de la abrupta muerte habían escapado se hallaban en sus hogares puestos a salvo de la guerra y del mar. Y sólo a él, ansioso del regreso y de su esposa, lo retenía una ninfa venerable, Calipso, divina entre las diosas, en sus cóncavas grutas, deseosa de que fuera su marido. Aun cuando ya, en el transcurso de los años, llegó el tiempo en que los dioses habían fijado que volviera a su casa, a Ítaca, todavía entonces no, estaba a salvo de peligros ni en la compañía de los suyos. Todos los dioses se compadecían de él, a excepción de Poseidón, quien se mantuvo sin tregua irritado contra el divino Odiseo hasta que alcanzó su tierra. Pero éste se había ido a visitar a los etíopes que habitan lejos —a los etíopes, que están divididos en dos grupos, los más remotos de los humanos, unos por donde se pone Hiperión, los otros por donde sale— y allá asistía a una hecatombe en su honor de toros y carneros. Mientras él disfrutaba del festín presenciándolo, los otros dioses se habían reunido en el palacio de Zeus Olímpico. Y entre ellos comenzó a hablar el Padre de los hombres y los dioses, pues se había acordado en su ánimo del irreprochable Egisto, al que ya diera muerte el muy ilustre Orestes, hijo de Agamenón. Acordándose él de éste, dirigió sus palabras a los inmortales: «¡Ay, ay! ¡Cómo les echan las culpas los mortales a los dioses! ¡Pues dicen que de nosotros proceden las desgracias cuando ellos mismos por sus propias locuras tienen desastres más allá de su destino! Así ahora Egisto que, más allá de las normas, tomó por mujer a la esposa legítima del Atrida y a él lo mató, a su regreso, sabiendo que así precipitaba su muerte, puesto que de antemano le dijimos nosotros, enviando a Hermes el Argifonte, diestro vigía, que no le matara ni pretendiera a su mujer. Porque habría de llegar por mano de Orestes la venganza del Atrida, cuando éste llegara a la juventud y sintiera la nostalgia de su país. Así se lo comunicó Hermes, pero no convenció con su buen consejo el entendimiento de Egisto. Y ahora lo ha pagado todo junto». Le respondió entonces la diosa Atenea de ojos glaucos: tenía un escabel. Allí al lado se colocó él un asiento de vivos colores, apartado de los demás, de los pretendientes, a fin de que el forastero, molestado por el griterío, no se disgustara del banquete, al encontrarse en medio de aquellos insolentes, y para poderle preguntar acerca de su padre ausente. Una sirvienta escanció el aguamanos que traía en una bella jarra de oro sobre una jofaina de plata, para que se lavaran. Y junto a ellos dispuso una pulida mesa. La venerable despensera trajo comida y la colocó sobre ella, dejando muchos trozos escogidos en especial favor a los allí presentes. El trinchante les dejó al alcance, escogiéndoselas, platos con carnes de toda clase, y les dispuso también unas copas de oro. Y un heraldo iba y venía a menudo escanciándoles vino. Entraron los principescos pretendientes. Luego unos tras otros en hilera se sentaron en sillones y bancos. Los heraldos les vertían agua sobre las manos en tanto que las esclavas amontonaban el pan en las canastas y los mancebos colmaban hasta los bordes los cántaros de vino. Ya ellos sobre las viandas dispuestas delante lanzaban sus manos. Después, apenas hubieron saciado su apetito de comida y bebida, los pretendientes ocuparon su atención en otras cosas: el canto y la danza, que son, desde luego, la corona del festín. Un heraldo le puso en las manos la espléndida lira a Femio, quien cantaba para los pretendientes por obligación. En tanto que éste, pulsando la lira, entonaba un bello cantar, decíale Telémaco a Atenea de ojos glaucos, aproximando su cabeza, de modo que no se enteraran los demás: «Querido huésped, ¿te enojarás conmigo por lo que voy a decirte? Ésos, por su cuenta, se ocupan de esto: la cítara y la canción, sin reparos, mientras devoran gratis los bienes ajenos, los de un hombre cuyos blancos huesos acaso se pudren bajo la lluvia tirados por tierra o tal vez en el mar los voltean las olas. Con sólo que le vieran de regreso en Ítaca, todos preferirían ser más ligeros de pies a ser más ricos en oro y vestidos. »Pero él sin duda ha muerto en aciago destino, y no nos queda consuelo ninguno, aunque alguno de los hombres sobre la tierra asegure que ha de volver. Se ha esfumado su día de regreso. »Conque, vamos, dime y refiéremelo sinceramente: ¿quién eres, de qué gente? ¿Dónde están tu ciudad y tus padres? ¿En qué nave llegaste? ¿Cómo los marineros te condujeron a Ítaca? ¿Quiénes se jactaban de ser? Porque, en efecto, no creo que aquí hayas llegado a pie. »Aclárame también cabalmente, para que lo sepa bien, si nos visitas por primera vez o si ya eres un huésped de mi padre, puesto que muchos hombres acudían a nuestra casa, ya que él también frecuentaba a las gentes». Le respondió a su vez la diosa Atenea de ojos glaucos: «Pues bien, te lo diré cabalmente, desde luego. Proclamo que soy Mentes, hijo del prudente Anquíalo, y reino sobre los tafios, amigos de los remos. Ahora he arribado aquí con mi nave y mis compañeros navegando en el mar de faz vinosa hacia gentes de otro país, hacia Témesa, en pos de bronce, y transporto refulgente hierro. Mi nave está ahí, varada ante el campo a un lado de la ciudad, en el puerto Reitro, al pie del boscoso Neyo. »Huéspedes el uno del otro por parte paterna podemos jactarnos de ser desde antiguo, si es que vas y se lo preguntas al viejo Laertes, el héroe; que cuentan que ya no viene a la ciudad, sino que soporta sus penas en un lugar retirado en el campo, junto a una anciana sirviente, que cuida de su comida y su bebida cuando la fatiga invade sus rodillas al arrastrar los pies por el terruño de su fértil viñedo. »Ahora acabo de llegar. Pues me habían dicho que ya estaba en el país tu padre. Pero, por lo visto, le obstaculizan el camino los dioses; que no ha muerto aún sobre la tierra el divino Odiseo, sino que, en vida, en algún lugar está retenido en medio del amplio mar, en una isla batida por las olas, y lo detienen hombres salvajes, feroces, que lo demoran en contra de su voluntad. »Pero ahora voy a darte un vaticinio, tal cual en mi ánimo lo inspiran los inmortales y como confío que ha de cumplirse, y no porque yo sea adivino de oficio ni un experto en augurios. Ya no estará largo tiempo lejos de su querida tierra patria, ni aunque lo retengan con cadenas de hierro. Se las ingeniará para regresar, pues es pródigo en tretas. »Conque, venga, dime y refiéreme sinceramente si tú eres hijo, tan mayor ya, del propio Odiseo. De un modo tremendo te le asemejas en la cabeza y los bellos ojos, a él, cuando con frecuencia nos juntábamos antes de que partiera hacia Troya, donde también zarparon otros, los mejores de los argivos, en las cóncavas naves. Desde entonces ni yo he visto a Odiseo ni él a mí». A ella, a su vez, le contestó el sagaz Telémaco: «Pues bien yo te hablaré, huésped, muy sinceramente. Mi madre asegura que soy hijo de éste, yo no lo sé. Pues nunca nadie ha sabido quién le engendró. ¡Ojalá fuera yo hijo de un hombre cualquiera dichoso, al que la vejez le llegara en medio de sus posesiones! Lo que es ahora, de quien resultó ser el más desdichado de los hombres mortales, de ése afirman que nací, ya que me lo preguntas». Le replicó entonces la diosa Atenea de glaucos ojos: «En verdad no te dieron una estirpe falta de renombre futuro los dioses, cuando te parió así Penélope. Mas, vamos, dime y explícame detenidamente esto: »¿Qué banquete, qué reunión es ésta? ¿Qué necesidad tenías de ella? ¿Es un festín, una boda? Porque no es esto una comida a escote. Que me parece que estos insolentes pretendientes banquetean en tu casa sin mesura ninguna. Se enfurecería al ver tales desafueros cualquier hombre sensato que aquí se presentara». Le replicó entonces el sagaz Telémaco: «Huésped, ya que me lo preguntas y lo inquieres, se ufanaba antaño esta casa de ser rica e irreprochable, mientras aún estaba en su país aquel hombre. Pero ahora de otro modo lo quisieron los dioses que planearon sus desgracias, que hicieron que él desapareciera de entre todos los humanos. Pues ni con su muerte me habría apenado tanto, ni si junto a sus compañeros hubiera caído en el país de los troyanos o en brazos de sus familiares, tras de haber cumplido su esfuerzo en la guerra; entonces habrían construido un túmulo todos los aqueos, y habría legado a su hijo una gran gloria para el futuro. »Pero ahora las Harpías lo han arrebatado de manera infame. Desapareció sin rastro, ignorado, y a mí me ha dejado quebrantos y lamentos. Y al llorarle no sollozo por él sólo, ya que otros motivos de duelo me han creado los dioses. Pues todos los nobles que ejercen un mando en las islas, en Duliquio, en Same y en la boscosa Zacintos, y cuantos tienen dominios en la pedregosa Ítaca, todos ellos pretenden por esposa a mi madre y arruinan mi casa. Ella ni rechaza el odioso matrimonio ni puede ponerle un límite. Ellos consumen, devorándola, mi hacienda, y ya pronto acabarán también conmigo». Le contestó, indignándose, Palas Atenea: «¡Ay, ay, cuán mucho necesitas al ausente Odiseo, que ponga sus manos sobre los desvergonzados pretendientes! »Ojalá que, llegando ahora, se plantara en la puerta delantera de la casa, con su casco y su escudo y sus dos lanzas, apareciendo tal cual yo le vi por vez primera cuando bebía y se divertía en nuestra mansión, al regresar de Efira, del palacio de Ilo Mermérida. Allí fue, en efecto, en su rauda nave Odiseo para solicitar un veneno mortífero con el que le fuera posible untar sus flechas de punta broncínea. Pero aquél no se lo dio, porque sentía temor de los dioses sempiternos; y se lo dio mi padre, que le quería tremendamente. ¡Ojalá que con tal arrogancia se enfrentara Odiseo a los pretendientes! ¡Breve sería el destino de todos y sus bodas amargas! »Mas desde luego está en las rodillas de los dioses eso, si va a vengarse al regresar a su palacio o si no. Pero a ti te invito a meditar en cómo vas a al cuidado de los hombres, y sobre todo al mío. Mío es, pues, el gobierno de la casa». Ella quedóse pasmada y se retiró de nuevo hacia dentro de la casa. Pues había guardado en su ánimo la sagaz advertencia de su hijo. Subiendo a las habitaciones dé arriba con sus sirvientas lloraba entonces por Odiseo, hasta que un dulce sueño sobre sus párpados derramó Atenea de ojos glaucos. Los pretendientes atronaron a gritos las umbrosas salas, y todos expresaron sus deseos de acostarse con ella en su lecho. A éstos se dirigió el sagaz Telémaco con estas palabras: «¡Pretendientes de mi madre que mantenéis una soberbia insolencia! Ahora disfrutemos del banquete y que no haya alboroto, porque es hermoso el escuchar a un aedo como éste, semejante en su voz a los dioses. Al amanecer iremos todos a tomar asiento en el ágora, para que sin tapujos os diga un discurso: que salgáis de mi palacio y os procuréis otros banquetes, comiendo a vuestras expensas y convidándoos unos a otros en vuestras casas. »Pero si os parece que es más provechoso tratar de arruinar, sin pago alguno, la hacienda de un solo hombre, arrasadla. Yo invocaré a gritos a los dioses sempiternos que ojalá Zeus permita que vuestros hechos sean retribuidos y que entonces, sin pago ninguno, perezcáis dentro de este palacio». Así dijo. Ellos, clavando sus dientes en sus labios, admiraron a Telémaco que había hablado con audacia. A su vez le contestó Antínoo, hijo de Eupites: «Telémaco, en verdad que ahora te enseñan los mismos dioses a ser de palabra altanera y a discursear con coraje. ¡Así no te haga rey el Crónida en la marina Ítaca, lo que por nacimiento es tu herencia paterna!». Le replicó entonces el sagaz Telémaco: «Antínoo, sin duda vas a irritarte conmigo por lo que te diga. Justamente eso es lo que quisiera conseguir, si Zeus lo permite. ¿Es que afirmas que es lo peor que les ocurre a los humanos? No es nada malo reinar. Al instante la casa se hace rica y uno mismo es más respetado. »Pero es cierto que hay otros muchos personajes regios de los aqueos en la marina Ítaca, jóvenes y viejos, y uno cualquiera de ellos puede tener esta dignidad, ya que ha muerto Odiseo divino. En tal caso, yo seré soberano de nuestro palacio y nuestros esclavos, que me trajo como botín de guerra el divino Odiseo». Le habló entonces Eurímaco, hijo de Pólibo: «¡Telémaco! Está, desde luego, en las rodillas de los dioses lo de quién ha de reinar en la marina Ítaca sobre los aqueos. Que tú conserves tus riquezas y seas dueño y señor en tu palacio. Ojalá que no llegue algún hombre que te despoje por la violencia de tus posesiones, mientras esté Ítaca poblada. »Pero quiero, amigo mío, preguntarte sobre el forastero, de dónde es ese hombre. ¿De qué tierra proclama ser? ¿Dónde tiene su linaje y su tierra patria? ¿Acaso trae alguna nueva de tu padre ausente, o ha llegado buscando un provecho propio? ¡Qué pronto se levantó y se marchó, sin esperar a ser reconocido! En verdad que por su aspecto no se parecía a un individuo cualquiera». A éste le contestó luego el sagaz Telémaco: «¡Eurímaco, ya se esfumó el regreso de mi padre! Pues ya no me dejo persuadir por noticias de que vuelve de algún lugar, ni confío en un presagio que, llamándome al salón, me cuente mi madre como enviado por los dioses. »Ése es un huésped mío, por parte paterna, de Tafos. Se jacta de ser Mentes, hijo del prudente Anquíalo y es por tanto soberano de los tafios, amigos del remo». Así habló Telémaco; pero en su mente había reconocido a la diosa inmortal. Ellos volvieron a divertirse con la danza y el seductor canto y se quedaron hasta la aparición del lucero vespertino. Y en estas diversiones les llegó el negro anochecer. En tal momento, por fin, con el propósito de acostarse se encaminó cada uno a su casa. Telémaco se fue entonces a la cama, hacia donde tenía construido su elevado dormitorio en un lugar bien visible en el espléndido patio, y cavilaba muchas cosas en su mente. A su lado le llevaba las antorchas ardientes la leal y digna Euriclea, hija de Ope Pisenórida, que antaño había comprado Laertes con sus propios bienes, cuando era aún una adolescente, y por ella había dado veinte bueyes. La había honrado igual que a una virtuosa esposa en su palacio. Jamás tuvo trato con ella en el lecho; así evitaba el rencor de su esposa. Ésta llevaba a su lado las ardientes antorchas. Desde luego le quería mucho más que las esclavas, porque le había criado de niño. Abrió él las puertas del bien trazado dormitorio, se sentó sobre el lecho y desvistióse la suave túnica. La dejó en las manos de la cuidadosa anciana. Ella, reajustando los pliegues y estirándola, la colgó de un clavo cerca del torneado lecho. Luego se salió de la cámara, cerró la puerta con el pasador de plata y aseguró el cerrojo con una falleba. Allí él durante toda la noche, tapado con un vellón de oveja, meditaba en su mente acerca del viaje que le había sugerido Atenea. CANTO II Apenas se mostró, surgida al alba, la Aurora de rosáceos dedos, saltó de su cama el querido hijo de Odiseo, revistió sus vestidos, colgóse del hombro la afilada espada y ató a sus tersos pies las hermosas sandalias. Y salió de su aposento, semejante a un dios en su aspecto. Al punto ordenó a los heraldos de voces sonoras convocar al ágora a los aqueos de larga cabellera. Ellos dieron la proclama y éstos se congregan a toda prisa. Luego que se hubieron reunido y estuvieron todos juntos, se puso en marcha hacia la asamblea. Llevaba en su mano la lanza de bronce y no iba soló, le acompañaban dos rápidos perros. Sobre su persona había vertido la gracia divina Atenea. Todas las gentes le admiraban en su avance. Sentóse en el sitial de su padre y le cedieron el lugar los ancianos. Entre éstos tomó la palabra el primero Egiptio, un héroe que estaba ya encorvado por la vejez y que sabía mil cosas. Pues un hijo suyo se fue con el divino Odiseo hacia Troya, la de buenos caballos, en las cóncavas naves, el lancero Antifo. Lo había matado el salvaje cíclope en su caverna profunda, y se lo aderezó en su cena como último bocado. Le quedaban otros tres. Y el uno, Eurínomo, se había juntado con los pretendientes, mientras que los otros dos se cuidaban sin descanso de las faenas de su padre. Mas no por ello se había olvidado del primero, y por él sollozaba y gemía. Derramando su llanto tomó la palabra y les dijo: «¡Escuchadme ahora a mí, itacenses, lo que voy a deciros! Jamás hemos tenido asamblea ni se ocupó este sitial desde que el divino Odiseo zarpó en las cóncavas naves. »¿Ahora quién nos ha convocado así? ¿A quién tan grave urgencia le apremia? ¿Es de los hombres jóvenes o de quienes son ya mayores? ¿Acaso oyó alguna noticia del regreso del ejército, que nos contará en público, tras haberse enterado el primero? ¿Es que nos va a exponer y a declarar algún asunto de la comunidad? Noble me parece que es, un hombre de provecho. ¡Ojalá le dé Zeus un buen final a lo que medita en su mente!». Así dijo. Se alegraba de su intervención el querido hijo de Odiseo. No se demoró más rato sentado, sino que decidióse a hablar y se alzó en medio de la asamblea. En su mano depositó el cetro el heraldo Pisenor, experto en sabios consejos. En primer lugar, entonces, dirigió sus palabras al anciano: «No está lejos, anciano, ese hombre y al momento lo advertirás tú mismo. Soy yo quien ha convocado al pueblo. Y efectivamente me apremia el dolor. »Conque, si vuestro ánimo se siente ultrajado, salid de mis salas y procuraos otros banquetes, comiendo a vuestras expensas y convidándoos unos a otros en vuestras casas. Pero, si os parece más provechoso lo de saquear impunemente la hacienda de un solo hombre, esquilmadla. Yo clamaré a los dioses sempiternos que ojalá permita Zeus que vuestros hechos sean retribuidos, y que entonces, impunemente, perezcáis dentro de este palacio». Así dijo Telémaco. Dos águilas en lo alto desde la cumbre de la montaña echó a volar Zeus. Volaron éstas un trecho a la par de las ráfagas del viento, planeando con sus alas extendidas una junto a la otra; pero al llegar al medio de la vocinglera asamblea, entonces, volteando en círculos, agitaron sus crespas alas y avizoraron las cabezas de todos y parecían un presagio de muerte. Desgarráronse con sus uñas los rostros y los flancos y se abalanzaron a la diestra sobre las casas y la ciudad. Ellos quedaron pasmados ante las aves, viéndolas ante sus ojos. Se estremecieron en su interior por las cosas que amenazaban cumplirse. Y entonces tomó la palabra entre ellos el viejo héroe Haliterses Mastórida. Era, pues, el único de su generación que se había destacado en distinguir los vuelos de las aves y en revelar sus augurios. Con ánimo benevolente tomó la palabra entre ellos y les dijo: «Escuchadme ahora a mí, itacenses, lo que os voy a decir. »Sobre todo como advertencia a los pretendientes voy a decirlo. Pues sobre ellos se arremolina una enorme desdicha. Que Odiseo no estará largo tiempo lejos de los suyos, sino que cerca está ya y a todos ellos les prepara matanza y fatal fin. También para muchos otros, que habitamos la clara Ítaca, habrá desastres; conque meditemos mucho antes, a fin de detenerlo. Que éstos se moderen por sí mismos. Porque, en verdad, para ellos les es más conveniente. »No profetizo, pues, como inexperto, sino como bien entendido. Así también afirmo que para aquél todo se ha cumplido, como le predije, cuando los aqueos se embarcaron para Ilión, y con ellos zarpó el astuto Odiseo. Le pronostiqué que, tras largos padecimientos, después de perder a todos sus camaradas, desconocido para todos, al vigésimo año regresaría a su patria. Ahora ya está todo cumplido». Le replicó, a su vez, Eurímaco, hijo de Pólibo: «Eh viejo, venga, vete a tu casa y profetízales a tus hijos para que no sufran algún daño en el futuro. En esto soy yo mucho mejor que tú para dar vaticinios. Muchos pájaros van y vienen bajo los rayos del sol y no todos son portadores de augurios. Lo que es Odiseo ha muerto lejos. ¡Como ojalá que tú hubieras acabado también con él! Así no hablarías tanto de vaticinios, ni azuzarías así al enfurecido Telémaco, confiando en que tal vez te envíe algún regalo a tu casa. »Bien, te voy a decir algo que ha de cumplirse también. Si tú, que sabes muchas y antiguas cosas, incitas a un hombre más joven, animándole con tus palabras para que se enfurezca, esto le será a él aún más angustioso, pues a pesar de ello nada podrá hacer. Pero a ti, viejo, te impondremos una multa, que te amargará en el corazón al pagarla. Será un duro dolor para ti. »A Telémaco delante de todos voy a darle un consejo. Que ordene a su madre que se retire a la mansión de su padre. Le prepararán un matrimonio y le darán regalos de boda muy numerosos, cuantos conviene que aporte en dote una hija querida. Porque no creo que los hijos de los aqueos desistan de su esforzada pretensión; ya que a nadie tememos, desde luego, ni siquiera a Telémaco, no, por muy fanfarrón que sea, ni hacemos caso del vaticinio, que tú, anciano, profieres en vano. Con ello nos resultas aún más despreciable. »Por lo demás sus bienes van a ser devorados de mal modo y nunca obtendrá compensación, mientras su madre entretenga a los aqueos con su boda. Entre tanto nosotros aguardamos y rivalizamos todos los días por tal triunfo, y no vamos tras otras, con las que sería conveniente a uno y otro casarse». Le contestó en réplica el sagaz Telémaco: «Eurímaco y los demás que sois pretendientes ilustres, en esto ya no os suplicaré ni apelaré más ante vosotros. Que ya lo saben los dioses y todos los aqueos. Así que, vamos, dadme una veloz nave y veinte compañeros que a mi lado por aquí y por allí tracen el camino. Pues me iré a Esparta y a la arenosa Pilos a informarme acerca de mi padre tanto tiempo ausente, a ver si alguno de los mortales me cuenta algo o por si escucho la voz de Zeus, que de modo supremo lleva la fama a los mortales. »Si oigo que mi padre está en vida y regresa, aunque muy agobiado esté, puedo resistir todavía un año. Pero si oigo que ha muerto ya y que no vive, regresando luego a mi querida tierra patria, levantaré una tumba en su honor, y le dedicaré numerosas exequias, todas las que es justo, y entregaré a mi madre a otro hombre». Una vez que así hubo hablado, él se sentó, y entre ellos púsose en pie Méntor, que fue camarada del irreprochable Odiseo, y al que éste, al partir en las naves, había encomendado toda su casa, con instrucciones de que obedecieran al anciano y que él lo vigilara todo de firme. Éste, con ánimo amistoso, tomó la palabra y les dijo: «Oídme ahora a mí, itacenses, lo que voy a deciros. ¡No ha de ser ya benevolente, justo y suave ningún rey, poseedor de cetro, ni guardar en su pecho sentencias ecuánimes, sino que será siempre soberbio y autor de iniquidades! Que nadie de sus gentes, para quienes él era el señor, recuerda al divino Odiseo y cómo era como un padre. No voy por tanto a reprochar a los arrogantes pretendientes que cometan actos violentos en los disparates de su mente. Pues ellos, exponiendo sus cabezas, devoran violentamente la hacienda de Odiseo, y afirman que él ya no volverá. Ahora estoy irritado contra el resto del pueblo, de ver cómo os quedáis todos sentados en silencio y sin intentar siquiera, afrentándolos con vuestras palabras, contener a esos contados pretendientes siendo vosotros muchos». A éste le replicó Leócrito, hijo de Evénor: «Méntor, tortuoso, embotado de mente, ¡qué has dicho incitando a que nos detengan! ¡Amargo les sería incluso a hombres aún más numerosos pelear contra nosotros por un festín! Porque, aunque el mismo Odiseo de Ítaca regresara y tramara en su ánimo expulsar de su hogar a los famosos pretendientes que banquetean en su palacio, no se alegraría mucho de su vuelta su mujer que tanto lo echa de menos, sino que él obtendría un triste final para sí mismo, al combatir contra muchos más. No has hablado con acierto. Conque, vamos, que el pueblo se disuelva, cada uno a sus tareas. »A ése le impulsarán a viajar Méntor y Haliterses, que son desde siempre compañeros de su padre, pero sólo ellos. Pero sentado en Ítaca mucho tiempo, aquí se enterará de las noticias y nunca acometerá tal viaje». Así dijo entonces, y disolvió la presurosa asamblea. Los demás se fueron cada uno por su lado a su casa, mientras los pretendientes se dirigieron a la mansión del divino Odiseo. Telémaco se retiró lejos a la orilla del mar, y, tras haberse lavado las manos en la espumosa orilla, invocó a Atenea: «¡Óyeme, divinidad que ayer viniste a nuestro hogar, y me incitaste a partir en una nave por la brumosa mar para informarme acerca del regreso de mi padre tanto tiempo ausente! Todo eso lo demoran los aqueos y sobre todo los pretendientes en su infame soberbia». Así dijo rezando y a su lado acudió Atenea, que se había asemejado en el cuerpo y la voz a Méntor. Tomando la palabra, decíale palabras aladas: «Telémaco, en adelante ya no serás cobarde ni estúpido, si algo en ti se ha inculcado el valeroso coraje de tu padre. ¡Cómo era aquél en cumplir su empeño y su palabra! No va a ser, pues, tu viaje inútil ni incierto. »Si no fueras un vástago de él y de Penélope, no creo que tú acabaras lo que ahora planeas. Desde luego son pocos los hijos que salen semejantes a sus padres; los más son más débiles y pocos son mejores que su padre. Mas ya que no vas a ser desde ahora cobarde ni estúpido y no careces en absoluto del ingenio de Odiseo, tengo esperanza de que concluyas esta empresa. sienta mi ausencia y oiga que he partido, a fin de que no llore y se desgarre su hermosa piel». De tal modo le habló, y la anciana prestó el solemne juramento, por los dioses. Luego que juró y hubo concluido el juramento, al momento le echó vino en los cántaros y le colmó de harina los pellejos bien cosidos. Y Telémaco se fue a la sala a reunirse con los pretendientes. Entre tanto otra cosa, por su cuenta, decidió la diosa Atenea de ojos glaucos. Tomando la figura de Telémaco andaba por todas partes a lo largo de la ciudad, y a cada hombre al que se acercaba le decía unas frases para invitarles a que, al anochecer, se reunieran al pie de una nave rápida. Luego ella le pidió a Noemón, el preclaro hijo de Fronio, un ligero navío. Éste se lo ofreció con buen ánimo. Hundióse el sol y las calles se llenaban de sombras. Entonces botó al mar la rauda nave, y dispuso a bordo todos los aparejos que suelen llevar las naves de buenos bancos de remos. La detuvo al extremo del puerto, y a su alrededor se congregaban todos en grupo. Y la diosa daba ánimos a cada uno. Y aún otra cosa, por su cuenta, dispuso la diosa Atenea de ojos glaucos. Se puso en camino hacia la mansión del divino Odiseo. Allí derramó sobre los pretendientes una dulce somnolencia, comenzó a echarlos apenas bebían y les derribaba las copas de las manos. Ellos se apresuraban por la ciudad yendo a dormir, y no atendían ninguna demora porque el sueño caía sobre sus párpados. Entonces a Telémaco se dirigió Atenea de ojos glaucos, llamándole afuera de las pobladas salas, apareciendo con la figura de Méntor en el porte y la voz: «Telémaco, ya te esperan tus compañeros de hermosas grebas sentados junto a los remos, aguardando la orden de marcha. Así que vayamos y no demoremos más el viaje». Tras de haber hablado así, le guio presurosamente Palas Atenea. Marchaba él en pos de las huellas de la diosa. Cuando luego llegaron ante la nave y el mar, hallaron allí en la orilla a sus compañeros de larga cabellera. A éstos les habló la sagrada fuerza de Telémaco: «Pronto, amigos, traigamos las provisiones. Ya están todas reunidas, en efecto, en mi casa. Mi madre nada sabe de esto, ni las otras esclavas, a excepción de una que atendió a mi encargo». Después de hablar así, los condujo y ellos marcharon tras él. Lo trajeron ellos todo y lo colocaron en la nave de buenos bancos de remeros, como se lo había ordenado el querido hijo de Odiseo. Subió Telémaco al navío, y le precedía Atenea, que se fue a sentar en la proa de la nave. A su lado sentóse Telémaco. Los demás soltaron las amarras, subieron también a bordo y se sentaron a los remos. Les envió un viento favorable Atenea de ojos glaucos, un céfiro continuado, que resonaba sobre el vinoso mar. Telémaco, animando a sus compañeros, les ordenó echar mano a las jarcias, y ellos atendieron a sus órdenes. Alzaron el mástil de abeto y lo fijaron erguido en el agujero del centro de cubierta, lo sujetaron con las drizas, y tensaron la blanca vela con correas bovinas bien retorcidas. El viento combó el centro de la vela, y a uno y otro costado de la nave rugía con fuerza el purpúreo oleaje. Corría trazando su camino siempre avante, a través de las olas. Cuando hubieron ajustado el aparejo en la negra nave, levantaron las copas colmadas de vino e hicieron las libaciones a los dioses nacidos para siempre, y de modo especial a la hija de Zeus, la de los ojos glaucos. Toda la noche y el alba la nave surcaba su ruta. CANTO III Levantóse el sol abandonando el bellísimo mar por el broncíneo cielo para alumbrar a los inmortales y a los mortales perecederos en la tierra que les da sustento. Y ellos llegaron a Pilos, la bien fundada ciudad de Néstor. Su gente estaba en la orilla del mar sacrificando toros negros por completo, en honor del Sacudidor de la tierra, de oscura melena. Allí había nueve bancos, y en cada uno se sentaban quinientos y se presentaban por cada grupo nueve toros. Mientras probaban las vísceras y quemaban para el dios los muslos de las víctimas, arribaron ellos al puerto, recogieron y replegaron las velas de la equilibrada nave, la fondearon y bajaron. Telémaco, pues, descendió de su barco y lo guiaba Atenea. Fue la primera en hablar la diosa de ojos glaucos: «Telémaco, no debe ya retenerte la vergüenza, que no eres un adolescente. A tal fin, en efecto, has pasado la mar ahora, para indagar acerca de tu padre, dónde la tierra lo oculta y qué destino ha encontrado. Conque, va, vete derecho a Néstor, domador de caballos. Sepamos qué planes alberga en el fondo de su pecho. Ve a suplicarle tú mismo, para que te diga la verdad. No dirá nada falso, pues es muy juicioso». A ella, a su vez, le contestó el sagaz Telémaco: «Méntor, ¿cómo iré? ¿Cómo voy a saludarle? Todavía no poseo experiencia ninguna en discursos apropiados. Y también es vergonzoso que un hombre joven interpele a uno de más edad». Le contestó entonces Atenea de ojos glaucos: «Telémaco, unas cosas las pensarás por ti mismo en tu mente, y otras te las sugerirá acaso una divinidad. Porque pienso que tú no has nacido ni te criaron a espaldas de los dioses». Después que hubo hablado así, Palas Atenea le condujo presurosamente. Detrás marchaba él tras las huellas de la diosa. Y se presentaron ante la asamblea de los hombres de Pilos en sus bancos. Allá, en efecto, estaba sentado Néstor con sus hijos, y por ambos lados sus compañeros preparaban el banquete, asaban las carnes y ensartaban otras. En cuanto éstos vieron a los forasteros, acudieron todos en tropel, los saludaban con las manos y les invitaban a sentarse. El primero que vino a su lado fue el hijo de Néstor, Pisístrato, que tomó las manos de los dos y los hizo sentarse en el festín sobre blandos pellejos de oveja, en las arenas de la playa, junto a su hermano Trasimedes y su propio padre. Les ofreció luego unas porciones de las vísceras y les escanció vino en una copa de oro. Con muestras de respeto dirigió la palabra a Palas Atenea, hija de Zeus portador de la égida: «Invoca ahora, forastero, al soberano Poseidón. Que es en su honor el banquete al que asistís al venir acá. Luego, en cuanto hayas hecho la libación y la invocación que es de ritual, pásale en seguida la copa de vino dulce como miel a ése para que haga lo mismo, porque pienso que también él ha de elevar su súplica a los inmortales. Porque todos los hombres se sienten dependientes de los dioses. »Pero es más joven, de mi misma edad. Por eso te daré primero a ti la copa de oro». Tras de haber hablado así, le ponía a ella en la mano la copa de dulce vino. Se alegró Atenea con el sagaz y justo muchacho, y de que a ella primero le diera la copa de oro. Y al momento invocó con fervor al soberano Poseidón: «Escúchame, Poseidón, que abrazas la tierra, y no te opongas a que se nos realicen a nosotros, tus suplicantes, nuestros empeños. Lo primero de todo, otórgales gloria a Néstor y a sus hijos, luego dales a los demás, a todos los pilios, una grata recompensa por tan magnífica hecatombe. Y concede además que Telémaco y yo volvamos tras haber logrado aquello por lo que hasta aquí llegamos en nuestra veloz nave negra». Así oraba entonces y ella misma le daba cumplimiento. Le entregó a Telémaco la hermosa copa doble. Y de igual modo elevó su plegaria el querido Transportamos a bordo el botín y a las mujeres de fina cintura. Otra mitad de las tropas se quedaba aguardando allá, a las órdenes del Atrida Agamenón, pastor de pueblos. La mitad nos embarcamos y partíamos. Las naves navegaban a todo avante y un dios había allanado la mar de los grandes monstruos. Al llegar a Ténedos ofrecimos sacrificios a los dioses, ansiosos de volver a la patria. Pero Zeus aún no nos había decidido el regreso, tan riguroso que de nuevo, por segunda vez, suscitó una perniciosa rencilla. »Los otros, volviéndose, fletaron sus naves de combos costados bajo el mando de Odiseo, el prudente soberano, de sinuoso ingenio, para dar otra vez satisfacción al Atrida Agamenón. Yo, sin embargo, con el grupo de naves que me seguía, me alejé, porque había advertido que un dios preparaba desdichas. Y se alejaba el belicoso hijo de Tideo, y dio impulsos a sus compañeros. Luego se nos agregó el rubio Menelao, nos alcanzó en Lesbos cuando nos disponíamos a una larga navegación. O bien navegaríamos por encima de la escarpada Quíos, junto a la isla de Psiria, teniéndola a la diestra, o bien por debajo de Quíos, a lo largo del ventoso Mimante. »Le suplicábamos al dios que mostrara un prodigio. Entonces él nos lo manifestó y nos indicaba que cruzáramos por el medio del mar hasta Eubea, a fin de que por el camino más rápido huyéramos de la catástrofe. Comenzó a soplar un viento ligero. Las naves, muy presurosas, surcaban el mar poblado de peces, y de noche arribaron a Geresto. A Poseidón le ofrecimos numerosos muslos de toros, por haber recorrido la vasta superficie marina. »Fue en el cuarto día ya cuando en Argos los compañeros del Tideida Diomedes, domador de caballos, fondearon sus equilibradas naves. Por mi parte yo mantenía mi rumbo hacia Pilos, sin que cesara el favorable viento que desde un comienzo envió a soplar un dios. Así llegué, sin más noticias, y nada sé de aquéllos, quiénes se salvaron y quiénes han muerto de los aqueos. »De todas las cosas de que me he informado aposentado en mi palacio, como es justo, te enterarás y no voy a ocultarte nada. Cuentan que volvieron bien los mirmidones intrépidos con sus lanzas, a los que conducía el ilustre hijo de Aquiles, y bien llegó Filoctetes, el claro hijo de Peante. E Idomeneo recondujo a Creta a todos sus compañeros, cuantos escaparon de la guerra, y el mar no le privó de ninguno. Del Atrida también vosotros habéis oído, aunque vivís alejados, cómo regresó y cómo Egisto le había preparado una cruel muerte. Pero, desde luego, ése lo pagó de un modo miserable. ¡Cuán bueno es que un hombre dejé, al morir, un hijo, ya que así éste se vengó del asesino de su padre, de Egisto, de mente traidora, que diera muerte a su glorioso progenitor! ¡También tú, amigo, puesto que te veo hermoso y crecido, sé valiente, para que cualquiera incluso de los venideros hable bien de ti!». Le contestó entonces el juicioso Telémaco: «¡Oh Néstor Neleíada, gran gloria de los aqueos! Desde luego que le vengó muy bien aquél y los aqueos le darán honor amplio para que lo sepan incluso los venideros. ¡Pues ojalá a mí también me concedieran los dioses tan gran ánimo para vengarme de los pretendientes de ultrajante soberbia, que ejerciendo su desmesura traman contra mí actos que reclaman venganza! Pero no tramaron los dioses tan gran ventura para mi padre y para mí. Ahora, con todo hay que resignarse». Le respondió a su vez el caballero de Gerenia, Néstor: «Oh amigo, ya que tú me lo has recordado y lo mencionaste, sí que afirman que numerosos pretendientes de tu madre en tu palacio a despecho vuestro traman daños. Dime: ¿acaso te doblegas de buen grado, o es que la gente de tu pueblo te aborrece, atendiendo al oráculo de un dios? ¿Quién sabe si ha de vengarse aquél un día, al regresar, de esos actos de violencia, presentándose solo o con todos los aqueos? »¡Ojalá, en efecto, a ti decidiera quererte Atenea de ojos glaucos tanto como tenía afecto por el ilustre Odiseo antaño en el país de los troyanos, donde padecimos penalidades los aqueos! Pues nunca he visto que los dioses quisieran tan claramente a nadie, como claramente le asistía a él Palas Atenea. ¡Ojalá así decidiera quererte y se cuidara de ti en su ánimo! ¡Con eso seguro que más de uno de ellos olvidaría la boda!». Le respondió a su vez el juicioso Telémaco: «¡Oh anciano, no creo que tal deseo llegue a cumplirse jamás! ¡Cierto que te has expresado con harta grandeza! El asombro me domina. No me puede acontecer tal cosa, por mucho que lo anhelo, ni si los dioses así lo quisieran». Le replicó entonces la diosa Atenea de ojos glaucos: «Telémaco, ¡qué frase se te ha escapado del cerco de los dientes! Fácilmente puede un dios, si lo quiere, salvar incluso desde lejos a un hombre. Preferiría yo, al menos, llegar a mi hogar y ver el día de regreso, incluso tras de haber sufrido muchos dolores, a volver y morir en el hogar como murió Agamenón, bajo la trampa de Egisto y de su esposa. Pero de muerte semejante ni siquiera los dioses pueden rescatar a un hombre querido una vez que el funesto sino de la tristísima muerte lo ha arrebatado». A ella le contestó, a su vez, el juicioso Telémaco: «¡Méntor, no hablemos más de eso, por mucho que nos agobie! Para él ya no es probable el regreso, sino que ya le decidieron los inmortales la muerte y un negro destino fatal. Ahora quiero pasar a otro tema y preguntarle a Néstor, ya que supera en saber de justicia y en cordura a los demás. Porque dicen que ha regido a tres generaciones de hombres. ¡Oh Néstor, hijo de Neleo, cuéntame tú la verdad! ¿Cómo murió el Atrida, el muy poderoso Agamenón? ¿Dónde estaba Menelao? ¿Qué muerte le dispuso Egisto, de mente traidora, que mató a uno mucho más noble? ¿Es que no sucedió en Argos, de Acaya, sino que en algún otro lugar se aventuró y allí cobró valor para darle muerte?». Le respondió entonces el caballero de Gerenia, Néstor: «Desde luego que yo voy a decirte toda la verdad. En cierto modo ya te imaginas tú mismo cómo sucedió. ¡Ah, si hubiera encontrado a Egisto aún vivo en el palacio, a su regreso de Troya, el rubio Menelao! En tal caso ni aun muerto le habrían cubierto de un montón de tierra, sino que los perros y las aves carniceras lo habrían desgarrado, tirado en medio del llano, fuera de la ciudad, y ninguna de las aqueas hubiera llorado por él. Tremenda era la acción que acometió. »Pero nosotros permanecíamos allá cumpliendo muchos peligros, mientras que él, tranquilo en su reducto de Argos criadora de caballos, maquinaba reiteradamente para hechizar a la mujer de Agamenón con sus palabras. »Sin embargo, al comienzo, se resistía a tan infame crimen la divina Clitemnestra. Porque poseía nobles sentimientos. A su lado tenía además al aedo, a quien mucho le había recomendado el Atrida al zarpar a Troya que tuviera cuidado de su esposa. Pero cuando ya el destino de los dioses decretó que fuera sometida, entonces Egisto se llevó al aedo a una isla desierta y allí lo abandonó como presa y despojo de las aves de rapiña, y a ella con mutuo consentimiento se la llevó a su casa. »Muchos muslos quemó sobre los altares sagrados de los dioses y numerosas ofrendas dedicó, tejidos y oro, por haber logrado su gran empeño, lo que nunca hubiera creído su ánimo. Nosotros, entre tanto, navegábamos de vuelta de Troya, el Atrida y yo con recíprocos sentimientos de amistad. Mas, al pasar por Sunion, el sacro promontorio de Atenas, allá Febo Apolo dirigió sus prodigiosas saetas al piloto de Menelao y lo mató, mientras en sus manos sostenía el timón de la nave, a Frontis Onetórida, que aventajaba a todas las gentes mortales en pilotar una nave siempre que soplaban las rachas del viento. Conque aquél se detuvo, aunque ansioso de proseguir el viaje, mientras enterraba a su compañero y se le hacían las exequias funerarias. Pero, cuando al avanzar luego él sobre el vinoso mar con sus naves cóncavas, llegó a toda marcha al escarpado promontorio de Maleas, ya entonces le tenía aparejado un calamitoso camino Zeus, el de amplia voz, y levantó una ventisca de rachas ululantes y se crecieron las olas monstruosas, como montañas. Allá dispersó a los navíos, y a los unos los empujó hacia Creta, por donde habitan los cidones junto a los riachuelos del Járdano. Por allí hay una roca abrupta y cortada a pico sobre la costa, a un extremo de Gortina, sobre él brumoso mar. Allí el Noto precipita el oleaje tremendo contra la punta izquierda, por la parte de otro en sillas y sillones. En honor de los visitantes el anciano mezcló una crátera de vino de dulce sabor, en su undécimo año, que abrió la despensera y le quitó el precinto. Con aquél hizo el anciano la mezcla en la vasija y con fervor rogó a Atenea, haciendo las libaciones en honor de la hija de Zeus, el portador de la égida. Luego, una vez que hubieron libado y bebido cuanto su ánimo apetecía, salieron los otros para irse a descansar cada uno en su casa, y el jinete de Gerenia hizo acostarse allí a Telémaco, el querido hijo del divino Odiseo, en un lecho bien torneado junto al rumoroso pórtico, junto a Pisístrato, buen lancero, capitán de guerreros, aquel de sus hijos que se mantenía soltero en el hogar. Él, por su lado, dormía en el interior de la elevada mansión y su señora esposa le había dispuesto el lecho y hecho la cama. Apenas se mostró, surgida al alba, la Aurora de rosáceos dedos, se levantó de la cama el caballero de Gerenia, Néstor, y salió y se sentó en los bancos de piedra pulida, blancos, brillantes de óleo, que estaban delante de las altas puertas. En ellos acostumbraba a sentarse Neleo, consejero comparable a los dioses. Pero éste ya había partido hacia el Hades, vencido por la Parca, y en su lugar se sentaba entonces Néstor, el de Gerenia, baluarte de los aqueos, que heredara su cetro. A su alrededor se reunieron en grupo sus hijos, llegando de sus habitaciones: Equefrón, Estratio, Areto, Perseo y el divino Trasimedes. En pos de éstos llegó luego el sexto, el héroe Pisístrato. Y a su lado le hicieron sentar a Telémaco, semejante a los dioses, al que condujeron allí. Les comenzó a hablar Néstor, el caballero de Gerenia: «Con presteza, hijos, cumplidme mi voto, de forma que antes que nada complazca entre los dioses a Atenea, quien de modo patente se presentó en el banquete festivo en honor del dios. Así que, vamos, que uno vaya al llano a por una vaca, a fin de regresar lo antes posible y que un boyero la traiga acá. Y que otro, yendo hasta la nave negra del magnánimo Telémaco, se traiga a todos sus camaradas y deje a dos tan sólo. Y otro, por otra parte, dé orden de que se presente acá el que derrama el oro, Laerces, para que recubra las dos astas de la vaca. Los demás aguardad aquí todos reunidos, y mandad a los sirvientes de dentro que en nuestro ilustre palacio preparen el banquete y saquen acá asientos, leños, y agua clara». Así habló, y al punto todos se aprestaron a ello. Vino la novilla del campo, vinieron de la equilibrada nave los compañeros del magnánimo Telémaco, vino el broncista que en sus brazos llevaba los instrumentos de bronce, los útiles de su oficio: el yunque, el martillo y las bien labradas tenazas, con los cuales trabajaba el oro. Vino también Atenea para presenciar el sacrificio. El anciano conductor de carros, Néstor, dio el oro. Aquél lo preparó y lo derramó en torno de los cuernos de la vaca, para que se regocijara la diosa viendo la ofrenda. Traían a la novilla por los cuernos Estratio y el divino Equefrón. Acudió Areto con el aguamanos que traía de su aposento en un cántaro floreado, y en la otra mano llevaba las molas de cebada en un canastillo. Empuñando el hacha afilada a su lado se colocó Trasimedes, el firme en el combate, para asestar el golpe a la vaca. Perseo sostenía el vaso para la sangre. Y el anciano conductor de carros, Néstor, comenzó las libaciones y a esparcir la cebada, y con fervor suplicó a Atenea, en el rito preliminar, echando al fuego crines de la testuz. Luego, cuando ya hubo orado y esparcido las molas, el hijo de Néstor, el muy brioso Trasimedes, que estaba al lado, asestó el golpe. El hacha segó los tendones del cuello y quebró el vigor de la vaca. Alzaron el grito ritual las hijas, las nueras y la venerable esposa de Néstor, Eurídice, la mayor de las hijas de Clímenes. Enseguida algunos levantaron de la tierra de vastos caminos al animal y lo degolló Pisístrato, capitán de guerreros. Una vez que manó su negra sangre y su ánimo abandonó los huesos, al momento lo descuartizaron, le cortaron luego los muslos, todo según el rito, los recubrieron de grasa untándolos por ambos lados y sobre éstos colocaron carnes. Sobre las brasas los empezó a quemar el anciano, y derramaba las libaciones de vino rojo. Junto a él los jóvenes sostenían en sus manos los asadores de cinco puntas. En cuanto los muslos se hubieron quemado y ellos gustaron las entrañas, trocearon el resto y lo ensartaron en los espetones, y lo asaban sosteniendo en sus manos los asadores puntiagudos. En tanto dio un baño a Telémaco la hermosa Policasta, la hija más joven del Neleíada Néstor. Después de haberlo bañado y ungido suavemente con aceite, le cubrió con un bello manto y una túnica, y él salió de la bañera con un aspecto semejante al de los dioses. Al punto fue y se sentó al lado de Néstor, pastor de pueblos. Luego que ellos hubieron asado las carnes y las apartaron del fuego, se sentaron a comer. Nobles varones se erguían para escanciar el vino en áureas copas. Más tarde, cuando colmaron su apetito de bebida y comida, tomó la palabra entre ellos el caballero de Gerenia, Néstor: «¡Hijos míos, venga, aportad para Telémaco unos caballos de hermosas crines y uncidlos a un carro, para que hagan el viaje!». Así dijo. Ellos le oyeron y obedecieron sin demora. A toda prisa uncieron al carro los veloces caballos. Sobre él colocó la despensera trigo y vino y provisiones cuales suelen comer los reyes de divina crianza. Telémaco subió al espléndido carro. A su lado, Pisístrato, el hijo de Néstor, el capitán de guerreros, montó y tomó en sus puños las riendas. Restalló el látigo para arrear y los dos caballos con propios bríos se precipitaron hacia el llano y dejaron atrás la ciudadela de Pilos elevada. Durante todo el día agitaron el yugo que sostenían por ambos lados. Se hundía el sol y se ensombrecían todas las sendas, cuando llegaron a Feras, a la mansión de Diocles, hijo de Ortíloco, al que engendró como hijo suyo el Alfeo. Allí pasaron la noche y les ofreció él presentes de hospitalidad. Apenas se mostró, surgida al alba, la Aurora de rosáceos dedos, uncieron los caballos y subieron al carro de vivos colores; lo sacaron más allá del atrio y del pórtico rumoroso. Restalló el látigo para arrear y los dos caballos con bríos propios salieron volando. Alcanzaron una llanura de trigales y por allá pronto cumplían su camino. ¡Tan bien los transportaban los veloces caballos! Se hundía el sol y se ensombrecían todas las sendas. CANTO IV Llegaron ellos a los valles de la fragosa Lacedemonia. Y allá se encaminaron al palacio del glorioso Menelao. Le encontraron celebrando con sus muchos parientes un festín por el doble matrimonio de su hijo y de su irreprochable hija. A ésta la enviaba para el hijo de Aquiles, quebrantador de las filas enemigas, porque ya en Troya antaño había prometido y afirmado que se la entregaría y los dioses favorecían el cumplimiento de la boda. Así que él la remitía con cinco carros y caballos para que hiciera el viaje hasta la muy famosa ciudad de los mirmídones, donde aquél era soberano. Y en Esparta había elegido a la hija de Aléctor para su hijo, el vigoroso Megapentes, que había tenido tardío de una esclava. A Helena los dioses no le concedieron más descendencia después de que en un primer parto diera a luz a su encantadora hija, a Hermíone, que tenía la belleza de la áurea Afrodita. Conque allá celebraban el banquete los vecinos y familiares del glorioso Agamenón, gozando del banquete en la gran mansión de alto techo. Para ellos cantaba y tocaba la lira un divino aedo, y dos volatineros, a los sones que marcaba la melodía, pirueteaban en medio de la concurrencia. Ellos dos, por su parte, detuvieron sus caballos en el atrio del palacio y se quedaron allí, el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor. Saliendo a su encuentro los vio el noble Eteoneo, un diligente servidor del glorioso de si vive o si ha muerto. Sin duda que le lloran el anciano Laertes, la prudente Penélope, y Telémaco, a quien a poco de nacer dejó en su hogar». De este modo habló. A Telémaco le avivó el anhelo de sollozar por su padre. De sus ojos a tierra cayeron sus lágrimas al oír de su padre, mientras que él levantaba con ambas manos el manto purpúreo ante sus ojos. Menelao lo advirtió y quedóse perplejo en su mente y su ánimo, dudando si dejarle que él evocara a su padre o si empezar a preguntarle y enterarse de todo. Y mientras esto cavilaba en su mente y su corazón, de su perfumada cámara de elevado techo vino Helena, semejante a Ártemis, la de la rueca de oro. Para ella enseguida preparó una silla muy repujada Adrasta, y Alcipe le trajo una alfombra de fina lana, y Filo le aprestó un canastillo de plata que le regalara Alcandra, la esposa de Pólibo, que habitaba en Tebas de Egipto, donde en los palacios atesoran muchísimas riquezas. Éste le había dado a Menelao dos bañeras de plata, dos trípodes y treinta talentos de oro. Y por su lado su mujer ofreció a Helena espléndidos regalos. Le obsequió una rueca de oro, un canastillo redondo de plata, con los bordes recamados de oro. Éste fue el que puso a su lado su criada Filo, que lo trajo colmado de hilo ya devanado, y enseguida instaló a su vera la rueca que tenía una lana de color violeta. Helena se sentó en su sillón, y bajo sus pies tenía un escabel. Al momento le preguntaba por todo a su esposo con estas palabras: «¿Sabemos ya, Menelao de divina alcurnia, quiénes entre los hombres proclaman ser estos que han llegado a nuestra casa? ¿Me equivocaré o hablaré con acierto? Mi ánimo me impulsa a ello. Pues afirmo que nunca he visto a nadie tan parecido, hombre o mujer (el asombro me domina al mirarle), como éste se asemeja al hijo del magnánimo Odiseo, a Telémaco, que él, su famoso padre, dejó en su casa a poco de haber nacido, cuando por mí, ¡cara de perra!, marchasteis los aqueos hacia Troya, promoviendo una guerra feroz». Respondiéndola le dijo el rubio Menelao: «Así lo confirmo yo ahora, mujer, tal como tú lo sospechas. Porque iguales eran sus pies y sus manos, y las miradas de sus ojos, y su cabeza y, por encima, sus cabellos. Por cierto que, hace un instante, relataba yo, acordándome de Odiseo, cuánto sufrió él esforzándose en mi favor, cuando éste comenzó a verter amargo llanto por debajo de sus cejas, a la vez que alzaba el purpúreo manto ante sus ojos». Contestóle, a su vez, en réplica el Nestórida Pisístrato: «Atrida Menelao de divina alcurnia, caudillo de pueblos, éste es, en efecto, el hijo de aquél, tal como decías. Pero es un hombre discreto, y en su ánimo siente recelo a exponer aquí, apenas recién llegado, atrevidas pretensiones ante ti, cuya voz los dos nos complacemos en oír como si fuera la de un dios. »A mí, por mi parte, me envió el caballero gerenio, Néstor, para escoltarle como guía. Pues estaba ansioso de verte, por si podías darle alguna palabra o gesto de consejo. Muchos dolores, en efecto, tiene en su casa el hijo de un padre ausente, que no posee otras personas que le protejan, como ahora le sucede a Telémaco. Aquél está ausente, y no tiene consigo otros que en su pueblo le puedan defender de la maldad». En respuesta le contestó el rubio Menelao: «¡Ay, ay! ¡Qué gran amigo mío era el hombre cuyo hijo ha venido a mi casa, quien por mí padeció numerosos dolores! Le aseguré, sí, que al regresar le estimaría por encima de los demás argivos, si Zeus de amplia voz nos concedía a los dos alcanzar sobre el mar el regreso con nuestras raudas naves. Y en Argos le hubiera ofrecido una ciudad y construido un palacio, haciéndole venir de Ítaca con sus bienes y su hijo y todas sus gentes, y habría vaciado alguna población de las vecinas que me obedecen como su soberano. »Y al establecerse por aquí nos habríamos reunido a menudo. Y nada nos habría distanciado en nuestra amistad y mutuo contento, hasta que nos encubriera la negra nube de la muerte. Pero acaso eso suscitó la envidia de algún dios, el mismo que a él, desdichado, a él sólo, lo privó del regreso». Así dijo y en todos ellos avivó un anhelo de llanto. Lloraba la argiva Helena, nacida de Zeus; lloraban Telémaco y el Atrida Menelao. Y ni siquiera el hijo de Néstor mantenía sus ojos sin lágrimas, porque se había acordado en su corazón del irreprochable Antíloco, al que había matado el esclarecido hijo de la luminosa Aurora. Rememorándolo profirió estas aladas palabras: «Atrida, que sobre los humanos tú eres en extremo sagaz decía muchas veces el anciano Néstor, cuando te mencionábamos en las salas de nuestro palacio y conversábamos uno con otro. Ahora, pues, si así conviene, tal vez me hagas caso. Yo, desde luego, no encuentro satisfacción en sollozar a los postres de la cena. Que ya vendrá la aurora, surgiendo en la mañana. »Y no voy a reprochar en absoluto que se llore a aquel mortal que murió y alcanzó su destino. Ése es, en efecto, el único botín de los tristes humanos: cortarse los cabellos y derramar lágrimas por sus mejillas. »También, en efecto, quedó muerto mi hermano, y no era el peor de los argivos. Tú lo debes saber, ya que yo ni lo encontré ni lo conocí. Pero dicen que a los demás aventajaba Antíloco extraordinariamente, raudo en el correr y excelente luchador». Respondiéndole dijo el rubio Menelao: «¡Ah amigo, desde luego que has dicho cuantas cosas podría decir y proponer un hombre inteligente, incluso de mayor edad! En verdad eres hijo de tal padre, al hablar con tanta cordura. »Pronto se hace famosa la progenie de un hombre a quien el hijo de Crono le otorga semejante ventura de casarse y tener hijos, como en este caso se la concedió a Néstor que puede envejecer por siempre plácidamente en su palacio, y que sean sus hijos sagaces y excelentes con las armas. »Vamos nosotros, pues, a dejar el llanto que antes nos invadió, y de nuevo nos dedicaremos a la cena. Que nos traigan agua para las manos. Y al amanecer serán los coloquios que Telémaco y yo mantendremos uno con otro». Así dijo. Al momento les escanciaba el agua para las manos Asfalión, el presto servidor del glorioso Menelao. Y ellos sobre los alimentos preparados delante echaron sus manos. Pero entonces otra cosa decidió Helena, nacida de Zeus. Al punto vertió en el vino que bebían una droga que borraba la pena y la amargura y suscitaba olvido de todos los pesares. Quien la tomara, una vez que se había mezclado en la crátera, no derramaba, al menos en un día, llanto por sus mejillas, ni aunque se le murieran su madre y su padre, ni si ante él cayeran destrozados por el bronce su hermano o un hijo querido y lo viera con sus ojos. Tales ingeniosos remedios poseía la hija de Zeus, que le había procurado Polidamna, la esposa de Ton, la egipcia, que allí la fértil tierra produce esas drogas, muchas que resultan benéficas en la mezcla, y muchas perniciosas. Cualquier persona entendida en todas ellas se hace un buen médico. Pues, desde luego, son de la estirpe de Peán. Después, en cuanto la hubo vertido y ordenó que escanciaran el vino, tomó de nuevo la palabra y dijo: «Atrida Menelao, de divina alcurnia, y vosotros, hijos de nobles guerreros, sabéis que Zeus da unas veces lo bueno y lo malo a unos y a otros. Porque todo lo puede. »Así que ahora comed sentados en esta sala y gozad de la charla. Voy a contaros, pues, un suceso oportuno. No os relataré ni enumeraré cuántas proezas están en el haber del sufrido Odiseo, sino sólo algo que él acometió y soportó como bravo guerrero en el país de los troyanos, donde sufristeis penalidades los aqueos. »Lacerándose a sí mismo con infamantes heridas, echándose sobre los hombros unos feos andrajos, semejante a un esclavo, se deslizó en la ciudad de muerte, así una muerte infame les dará a ésos Odiseo. »¡Ojalá, pues, oh Zeus, Atenea y Apolo, que tal cual era antaño, cuando en la bien edificada Lesbos se alzó a pelear cuerpo a cuerpo con el hijo de Filomeles, y le derribó rudamente, y se regocijaron todos los aqueos, así, con la misma presencia se enfrentara a los pretendientes Odiseo! ¡Todos iban a tener un pronto final y unas amargas bodas! »De eso que has venido a preguntarme y ahora me suplicas, no puedo hablarte con evasivas ni desvíos, y no te engañaré; pero de lo que me contó el veraz anciano del mar, sin omitir ninguna palabra, nada te voy a ocultar ni encubrir. »En Egipto, ansioso ya del retorno, allá me detuvieron los dioses, ya que no les había celebrado las debidas hecatombes, y ellos quieren siempre que sean cumplimentados sus ritos. Hay por allí una isla en medio del embravecido mar, ante la costa de Egipto, a la que denominan Faro, a una distancia como la que recorre una ligera nave en un día, si un viento vibrante le sopla favorable de popa. Allí hay un puerto de buen fondeadero, desde el que las equilibradas naves zarpan a alta mar, tras de hacer aguada en un pozo hondo. Allá durante veinte días me retuvieron los dioses. Y jamás se mostraban los vientos marinos de curso favorable, que son quienes impulsan a las naves sobre el ancho lomo marino. »Y allí se nos habrían agotado los Víveres de a bordo y los ánimos de los hombres de no ser porque una de las divinidades se compadeció y me salvó: la hija del poderoso Proteo, el anciano del mar, Idotea. A ésta, pues, le conmoví sensiblemente el corazón. »Y ella me salió al paso cuando yo vagaba solitario lejos de mis camaradas, quienes vagando sin rumbo acostumbraban a pescar con sus curvos anzuelos mientras el hambre les roía el estómago. Ella se alzó en pie a mi lado y me dijo: »“¿Eres así en extremo necio, extranjero, o tan flojo de entendimiento, o es que por propia voluntad te abandonas y te deleitas en sufrir dolores? Porque, desde luego, estás apresado en la isla y eres incapaz de encontrar algún remedio en tanto que ya flaquea el ánimo de tus compañeros”. »De tal modo habló y yo, contestándole, la dije al momento: »“Voy a hablarte con franqueza, quienquiera que tú seas de las diosas, pues no me encuentro acá detenido por mi voluntad, sino que debo de ser culpable de algo a los ojos de los inmortales que habitan el extenso cielo. Mas tú, a tu vez, dime, ya que los dioses todo lo saben, cuál de los inmortales es quien me detiene y me ha privado del camino y de la vuelta nevegando sobre el mar rico en peces”. »Así hablé, y en seguida me contestó la divina entre las diosas: »“Pues bien, yo voy a hablarte con sinceridad, extranjero. Frecuenta este litoral cierto anciano del mar, veraz, inmortal, el egipcio Proteo, que conoce todos los hondones del mar, como súbdito de Poseidón. Cuentan que es mi padre y que él me dio el ser. Si a éste tú de alguna manera pudieras tenderle una trampa y atraparlo, él es quien podría decirte tu rumbo, los términos de tu ruta y el viaje de regreso, cómo vas a regresar por el mar poblado de peces. Incluso puede decirte, divino retoño, si tú lo quieres, lo que ha acaecido en tu palacio, lo bueno y lo malo, mientras tú te encontrabas ausente en tu largo y penoso viaje”. »Así habló y yo, luego, contestándole, dije: »“Aconséjame ahora tú misma acerca de la trampa para el divino anciano, no sea que la advierta de antemano y, previéndola, se me escape. Porque a un dios le es difícil a un hombre capturarlo”. »Así le dije y al punto me respondió la divina entre las diosas: »“Pues bien, voy a hablarte con total franqueza, extranjero. Cuando el sol cruza por el medio del cielo, entonces sale del mar el verídico anciano marino, bajo los soplos del Céfiro, envuelto en un sombrío encresparse de olas, y, arribando a la orilla, va a acostarse a una honda gruta. A su alrededor las focas de ágiles aletas, hijas de una bella diosa marina, duermen amontonadas, saliéndose del espumoso mar, exhalando el acre olor de los fondos marinos. »Yo voy a conduciros hasta allí, en cuanto despunte la aurora, para que os tumbéis detrás de ellas. Tú elige bien a tres compañeros, los mejores que tengas en tus naves bien bancadas. Y te revelaré todos los trucos del viejo ese. »En primer lugar contará y pasará revista a las focas. Luego apenas las haya enumerado a todas con sus cinco dedos y las haya revistado, se acostará en medio de ellas, como un pastor en medio de sus rebaños de ovejas. En cuanto vosotros le veáis tumbado aprestad entonces vuestro vigor y vuestra fuerza, para apresarle allí aunque se muestre embravecido y se debata para escapar. Lo intentará transformándose en todos los seres que se arrastran por tierra, y en agua, y en repentino fuego. Pero vosotros agarradlo fuertemente y apretadle aún más. »Luego, cuando ya él te interrogue con palabras, mostrándose con el mismo aspecto que tenía cuando se echó a dormir, entonces abandonad ya vuestra violencia y soltad al anciano, y preguntadle, héroe, qué dios es el que te acosa y por tu regreso, cómo vas a volver por el mar poblado de peces”. »Tras de haber hablado así, sumergióse en el mar, que encrespó sus olas, mientras yo caminaba hacia donde estaban nuestras naves varadas en las arenas. Y mucho se me alborotaba el corazón mientras caminaba. »Preparamos la cena y llegó la divina noche, y entonces nos echamos a dormir sobre la orilla marina. »Apenas se mostró, surgida al alba, la Aurora de rosáceos dedos, entonces me puse en marcha a lo largo de la costa del mar de innúmeros caminos, suplicando intensamente a los dioses. Conmigo llevaba a tres compañeros, a quienes consideraba de más confianza para cualquier aventura. »En ese momento la diosa, que se había hundido en el vasto seno del mar, emergió trayéndonos de las aguas tres pieles de foca. Todas ellas estaban recién desolladas. Tenía planeada la emboscada contra su padre. Tras de haber cavado unas hoyas en la arena se sentó esperándonos. Nos aproximamos a ella y nos hizo echarnos uno al lado de otro, y nos tapó con una piel a cada uno. En aquel momento se nos vino encima lo peor de la trampa, porque nos torturaba ferozmente el espantosísimo hedor de las focas criadas en el mar. ¿Pues quién podría acostarse pegado a un bicho marino? »Mas ella misma nos resguardó y nos ofreció un excelente remedio. Nos trajo ambrosía y nos puso a cada uno bajo la nariz un trozo de olor muy agradable, y así borró la peste de la bestia. Toda la mañana aguardamos con ánimo paciente. »Las focas surgieron del mar en tropel. Y luego, una tras otra, se fueron tumbando a lo largo de la playa. Al mediodía emergió el anciano del mar, y encontró allí a sus robustas focas; las pasó revista y contó su número. Entre las bestias nos contó a nosotros los primeros, y no sospechó en absoluto en su ánimo que hubiera una trampa. A continuación se tumbó él también. »Dando gritos nosotros nos echamos encima de él y le atrapamos con nuestros brazos. No se olvidó el anciano de su engañoso arte, sino que en un momento inicial se metamorfoseó en un león de buena melena, y luego en un dragón, en una pantera, y en un enorme jabalí. Transformóse en un torrente de agua, y en un árbol de altas ramas. Pero nosotros le reteníamos con ánimo decidido. Así que, después de haberse fatigado, el viejo, conocedor de trucos, comenzó a preguntarme con palabras y me dijo: »“¿Quién, pues, de las divinidades a ti, hijo de Atreo, te ha aconsejado tal ardid, para que me tendieras esta trampa y me apresaras en contra de mi voluntad? ¿Qué necesitas?”. »Así dijo. Después yo, contestándole, le hablé: »“Ya lo sabes, anciano. ¿Por qué me lo preguntas, tanteándome? Que aquí, en esta isla estoy detenido y se me encoge en mi interior mi corazón. Conque dime tú, pues los dioses todo lo saben, quién de los inmortales me retiene y me nave remera ni compañeros, que le pudieran transportar sobre el anchuroso lomo del mar. »En cuanto a ti, Menelao de divina estirpe, no es tu destino morir en Argos criadora de caballos y acabar tu sino mortal, sino que los dioses te llevarán al Campo Elisio en los confines de la tierra, donde habita el rubio Radamantis. En ese lugar es dulcísima la existencia de los hombres. No existe allí la nieve ni el denso invierno ni jamás hay lluvia, sino que permanentemente envía el Océano las brisas del Céfiro de soplo sonoro para refrescar a los humanos. Porque tienes por mujer a Helena y por ella eres yerno de Zeus”. «Después de haber hablado así, hundióse en el oleaje del mar. A continuación yo me encaminé, con mis heroicos camaradas, hacia las naves, y mucho se me estremecía el corazón en mi caminar. Luego, apenas llegamos a la nave y la costa, preparamos la cena y nos envolvió la noche inmortal. Y en tal momento nos echamos a dormir en la playa marina. »En cuanto apareció, surgida al alba, la Aurora de rosáceos dedos, nos apresuramos a botar las naves al divino mar, y allí colocamos los mástiles y las velas sobre las equilibradas naves, y los hombres subieron a bordo, se apostaron en sus bancos y, sentados en hilera, batían con sus remos el espumante mar. »De nuevo detuve mis navíos al borde del Egipto, río venido del cielo, y allí llevé a cabo hecatombes perfectas. Luego, tras de haber aplacado la cólera de los dioses sempiternos, alcé un túmulo en honor de Agamenón, para que su gloria persista irrestañable. »Tras cumplir todo esto me lancé a navegar, y los inmortales me otorgaron un viento propicio, y ellos me condujeron raudamente hasta mi querida patria. »Pero, vamos, quédate ahora en mi palacio, durante diez u once días. Y al cabo de éstos te haré una buena despedida y te daré espléndidos regalos: tres caballos y un carro bien labrado. Y además te obsequiaré una hermosa copa, para que hagas libaciones a los dioses inmortales todos los días acordándote de mí». Le respondió luego el sagaz Telémaco: «Atrida, no me retengas más aquí por mucho tiempo. Pues, desde luego, durante un año entero me quedaría aposentado en tu casa, y no se apoderaría de mí la nostalgia de mi hogar ni de mis padres. Que con oír tus palabras y tus relatos me deleito de modo imponente. Pero ya estarán quejosos mis compañeros en la muy divina Pilos, y tú me albergas aquí desde hace tiempo. »El regalo que estás dispuesto a darme, que sea un objeto de guardar. Los caballos no me los voy a llevar a Ítaca, sino que te los dejaré aquí como un presente para ti mismo. Pues tú eres soberano de una vasta llanura, en la que hay abundante loto, juncia, trigos, espeltas, y blanca cebada de amplia espiga. Pero en Ítaca no hay caminos anchos ni prado alguno. Es terruño de cabras y más apetecible para ellas que para caballos. Ninguna de las islas en pendiente sobre el mar es buena para correr caballos ni tiene buenos prados. Y menos que ninguna Ítaca». Así habló. Y se sonrió Menelao, diestro en el grito de combate, le acarició con la mano y le dijo con afecto: «Eres de sangre noble, querido hijo, que tales cosas dices. De acuerdo, yo cambiaré esos regalos, que bien puedo. De entre los objetos valiosos todos que tengo atesorados en mi casa, te daré el que es el más bello y más preciado. Te voy a regalar una crátera bien tallada. Es toda de plata y sus bordes están recubiertos de oro. Es un trabajo de Hefesto. Me la obsequió el héroe Fédimo de los sidonios, cuando me hospedó en su hogar, en mi regreso hacia acá. Ésta es la que quiero regalarte a ti». En tanto que ellos tales coloquios tenían uno con otro, acudían los invitados al palacio del divino monarca. Los unos traían ovejas, otros aportaban excelente vino. Sus esposas de hermosos velos les enviaban el pan. Así ellos se disponían al banquete en las salas del palacio. Entre tanto, los pretendientes frente al patio del palacio de Odiseo se divertían lanzando discos y jabalinas sobre el liso pavimento, donde desde tiempo atrás solían manifestar su insolencia. Antínoo estaba allí sentado y, a su lado, Eurímaco de divino porte, como jefes de los pretendientes. Eran los mejores en mucho por su excelencia. Llegando junto a ellos Noemón, el hijo de Fronio, interrogando con sus frases a Antínoo, le dijo: «Antínoo, ¿acaso sabemos en nuestras previsiones algo, o no, de cuándo va a regresar Telémaco de la arenosa Pilos? Se fue llevándose mi barco, y ahora lo necesito para pasar a la extensa Elide, donde tengo doce yeguas y con ellas unos laboriosos mulos aún indómitos. De éstos quisiera traerme alguno y domesticarlo». Así habló. Y ellos se quedaron pasmados en su ánimo. Porque no se imaginaban que hubiera zarpado hacia Pilos, la de Neleo, sino que estaría por allá en algún lugar de sus campos, con los ganados o con el porquerizo. Entonces le interpeló Antínoo, el hijo de Eupites: «Dime con franqueza, ¿cuándo partió y quiénes con él? ¿Jóvenes escogidos de Ítaca le acompañaban? ¿Tal vez sus propios jornaleros y esclavos? Pues de uno u otro modo ha podido obrar. Y dímelo con sinceridad, para que quede bien enterado, si te arrebató con violencia, contra tu voluntad, la negra nave, o si se la diste de buen grado, después de que te lo pidiera en un discurso». Le contestó Noemón, hijo de Fronio: «Yo se la di de buen grado. ¿Qué hubiera hecho cualquiera, cuando un hombre de tal calidad, con inquietudes en su ánimo, se lo suplicaba? Difícil le sería negarse a tal concesión. »En cuanto a los que iban con él, eran jóvenes, quienes más destacan en el pueblo entre nosotros. Y entonces vi que como su jefe se embarcaba Méntor, o un dios, que a ése se le parecía en todo. Pero esto me tiene asombrado. Que acá vi ayer por la mañana al divino Méntor, y entonces se embarcó en la nave hacia Pilos». Después de haber hablado así, se encaminó a la casa de su padre. A ellos, a ambos, se les enfureció el orgulloso ánimo. Hicieron sentarse a los pretendientes en un grupo y que cesaran sus juegos. Y les dirigió la palabra a éstos Antínoo, hijo de Eupites, encolerizado. Sus entrañas se habían colmado plenamente de furia, ennegreciendo por ambos lados, y sus ojos se asemejaban al fuego centelleante. «¡Ah, ah! ¡Con cuánta insolencia ha llevado a cabo su acción! Ya tiene ahí Telémaco su viaje. ¡Y asegurábamos que no lo lograría! En contra de la voluntad de tantos el joven muchacho se ha largado sin más, botando al mar el barco y eligiendo a los más capaces en el pueblo. Pronto comenzará a ser ya una amenaza. ¡Mas ojalá Zeus destruya su fuerza antes de que traspase el límite de la adolescencia! »Pero, venga, dadme una nave rápida y veinte compañeros, a fin de que le prepare una emboscada a su vuelta, y voy a acecharle en el paso entre Ítaca y la encrespada Samos, para que le sea funesta esta navegación en busca de su padre». Así dijo. Entonces todos lo aclamaban y le daban ánimos. Al momento después, levantándose, se dirigieron al palacio de Odiseo. Mas tampoco Penélope anduvo largo tiempo ignorante de los planes que los pretendientes cavilaban en sus entrañas. Porque se lo contó el heraldo Medonte, que se había enterado de sus propósitos cuando estaba fuera en el patio, allí donde ellos tramaban su emboscada. Y corrió a comunicárselo a Penélope, atravesando el palacio. En cuanto se detuvo en su umbral le saludó Penélope: «¿Heraldo, a qué te han enviado los arrogantes pretendientes? ¿Acaso a decir a las criadas del divino Odiseo que abandonen sus tareas y les preparen a ellos el banquete? ¡Ojalá que sin más pretender y sin reunirse en otro lugar acá celebraran su festín final y último! ¡Vosotros, que con vuestros continuos «Seguro que la reina tan cortejada prepara ya sus bodas con alguno de nosotros, y nada sabe de la muerte que pende sobre su hijo». Así decía entonces uno. Pero no sabían lo que estaba por venir. Entre ellos tomó la palabra Antínoo y les dijo: «¡Insensatos! Rehuid las aclaraciones jactanciosas todos por igual, no sea que alguien vaya a referirlas ahí adentro también. Pero, vamos, levantémonos y cumplamos en silencio nuestro plan, que ya está decidido en la mente de todos nosotros». Tras de haber dicho esto, eligió a los veinte mejores hombres, y se pusieron en marcha hacia la veloz nave y la orilla del mar. Conque primero botaron al mar profundo la embarcación, y en ella afirmaron el mástil y las velas del negro navío, y sujetaron los remos con cabos de cuero, todo en orden, y desplegaron las velas blancas. Les trajeron las armas sus fieros sirvientes. Anclaron la nave en aguas de hondo calado y desembarcaron luego. Allí tomaron la cena mientras aguardaban la llegada de la noche. Mientras tanto la prudente Penélope estaba echada en su aposento, en ayunas, sin probar comida ni bebida, meditando si su irreprochable hijo lograría escapar de la muerte, o si sucumbiría vencido por los ensoberbecidos pretendientes. Cuantas angustias fantasea un león en medio del acoso de los cazadores, cuando le acorralan en un cerco traicionero, tantas la acosaban a ella hasta que le sobrevino el dulce sueño. Durmióse echada allí, y se disolvieron todas sus angustias. Allí otra cosa planeó la diosa de los ojos glaucos, Atenea. Plasmó una figura y la hizo idéntica al cuerpo de una mujer, al de Iftima, la hija del magnánimo Icario, a quien había desposado Eumelo que en Feras tenía su morada. Y la envió al palacio del divino Odiseo, para que consolara a la gimiente y llorosa Penélope en su sollozar y su lastimosa pena. Penetró en su dormitorio a través de la argolla del cerrojo, y se irguió ante su rostro y le dijo estas palabras: «Penélope, ¿duermes acongojada en el fondo de tu corazón? No consienten los dioses de vida fácil que sigas llorando y angustiándote, porque ya se halla en el camino de regreso tu hijo. Y no es de nada culpable ante los dioses». Le contestó a ella entonces la prudente Penélope, que dormitaba muy suavemente en el umbral de los sueños: «¿A qué has venido acá, hermana? Nunca antes me has visitado, porque desde luego habitas en un palacio a larga distancia. Y ahora vienes y me invitas a cesar en mi pena y mis muchos sufrimientos, que me angustian en mi mente y mi ánimo, a mí, que ya perdí a mi noble esposo de corazón de león, destacado por virtudes de toda clase entre los dánaos, tan noble que su fama se extiende por toda Grecia y el centro de Argos. Ahora, en otro lance, mi querido hijo se marchó en una cóncava nave, el niño que no sabe bien de empresas ni de parlamentos. Por él ahora yo me acongojo aún más que por su padre, por él estoy temblando y siento temor de que algo le ocurra, bien entre las gentes del país al que fue, o en alta mar. Que muchos enemigos andan maquinando contra él, deseosos de darle muerte antes de que vuelva a su patria». Respondióle entonces en réplica el vano fantasma: «Ten confianza y no te amedrentes en demasía en tu ánimo. Que con él como guía viaja quien otros hombres rogarían que les asistiera, pues tiene poder para ello, Palas Atenea. Y se compadece de tu llanto. Ella me ha enviado a contarte estas cosas». La respondió la prudente Penélope luego: «Pues si eres una diosa y has escuchado la voz de la divinidad, vamos, cuéntame también algo sobre el desventurado ausente, si es que todavía vive, o si ha muerto ya y está en las moradas de Hades». Respondióle entonces en réplica el sombrío espectro: «No te diré nada claramente sobre él, ni si vive o si ya ha muerto. Malo es difundir lo que es incierto». Después de hablar así se desvaneció a través del cerrojo de la puerta en los soplos del viento. Y ella se recobró del sueño, la hija de Icario. Su corazón se había reanimado con el claro sueño que le había llegado en lo profundo de la noche. Los pretendientes se embarcaron y salieron a surcar los acuosos senderos, tramando en sus mentes el cruel asesinato de Telémaco. En medio del mar hay una isla rocosa, entre Ítaca y la abrupta Samos: Astéride. No es grande, pero hay en ella puertos de doble entrada donde fondean los barcos. Allí fueron a apostarse los aqueos tendiéndole la emboscada. CANTO V Se levantaba la Aurora del lecho, a la vera del ilustre Titono, a fin de llevar su luz a los inmortales y a los mortales, cuando los dioses se establecían en asamblea, y entre ellos Zeus, que truena en lo alto y cuyo poder es supremo. En la reunión Atenea contaba los muchos pesares de Odiseo, recordándoselos. Porque la preocupaba que aún se encontrara en las mansiones de la ninfa. «¡Zeus padre y demás dioses felices que existís para siempre! ¡Que no haya ya rey ninguno prudente, benévolo y amable portador del cetro, ninguno que respete en su mente lo justo, sino que sean siempre crueles y autores de tropelías! »Porque ninguno se acuerda del divino Odiseo, entre aquellas gentes a las que regía y para quienes era tierno como un padre. Ahora yace desesperado en una isla, sufriendo rigurosos pesares, en los aposentos de la ninfa Calipso, que por la fuerza lo retiene. No puede él arribar a su tierra patria, porque no tiene consigo naves remeras ni compañeros que lo transporten sobre el ancho lomo del mar. »Ahora, además, andan tramando asesinar a su amado hijo, en cuanto trate de regresar a su casa. Él marchó a por noticias de su padre a la muy sagrada Pilos y a la divina Lacedemonia». Respondiendo, a ella le dijo Zeus, el Amontonador de nubes: «¡Hija mía, qué discurso escapó del cerco de tus dientes! ¿Acaso tú misma no has decidido ya ese plan, de forma que Odiseo se vengara de ellos al regresar a su hogar? Respecto a Telémaco, envíalo tú cuidadosamente, que bien puedes, para que vuelva sano y salvo a su tierra patria. Y que los pretendientes retornen en su barco de un viaje frustrado». Y de este modo habló luego a su querido hijo Hermes: «Hermes, tú que en casos semejantes eres nuestro mensajero, ve a decirle a la ninfa de hermosas trenzas nuestra inevitable decisión: el retorno del sufrido Odiseo, a fin de que se ponga a navegar sin escolta de dioses ni de camaradas humanos. Sino que él, después de soportar penalidades en una balsa de muchas ataduras, llegue, en el vigésimo día, a Esqueria de fértiles glebas, en el país de los feacios, que son casi dioses, quienes le honrarán de corazón como a un ser divino y le enviarán en una nave a su querida tierra patria, tras de haberle regalado bronce y oro en cantidad y muchos vestidos, tantos como ni siquiera de Troya habría sacado Odiseo, de haber salido indemne y haber recibido su parte de botín. Que, en efecto, su destino es ver a los suyos de nuevo y llegar a su casa de altos techos y a su tierra patria». Así habló, y no dejó de obedecerle el mensajero Argifonte. Al instante se anudó en sus pies las bellas sandalias, de oro, imperecederas, que le transportaban sobre el agua y la tierra sin límites a la par de las ráfagas del viento. Tomó consigo su varita, con la que hechiza los ojos de los hombres, de quien quiere, y con la que, a su vez, también despierta a los durmientes. Con ella en sus manos se echó a volar el poderoso Argifonte. Descendiendo a la Pieria se lanzó desde el éter al mar. Avanzó luego por sobre las olas semejante a una gaviota que da caza a los peces en los A ella le contestó a su vez el mensajero Argifonte: «Despídele ahora así, y evita la cólera de Zeus, no sea que te guarde rencor y sea luego duro contigo». Cuando así hubo hablado se alejó el fuerte Argifonte, mientras ella, la venerable ninfa, se dirigía al encuentro con Odiseo, tras de haber acatado el mensaje de Zeus. Lo encontró, pues, sentado en la orilla. Nunca estaban sus ojos secos de lágrimas, y consumía su dulce vida añorando su regreso, porque ya no le contentaba la ninfa. Pasaba, sin embargo, las noches por necesidad en la cóncava gruta al lado de la que le amaba sin amarla él. Pero durante los días, sentado en las rocas de la costa, desgarrando su ánimo con llantos, gemidos y pesares, escrutaba el mar estéril derramando lágrimas. Deteniéndose junto a él le habló la divina entre las diosas: «¡Desdichado, no te me lamentes más ni aquí consumas tu vida! Porque ya voy a despedirte de muy buen grado. Conque, venga, corta unos largos maderos y construye con el bronce una ancha almadía. Luego instala sobre ella, por encima, una tablazón, para que te transporte por el brumoso mar. Por mi parte yo te traeré alimento, agua y rojo vino en abundancia, que te protejan del hambre, y vestidos para cubrirte. Y te enviaré luego un buen viento, a fin de que llegues muy salvo a tu tierra patria. Así lo quieren los dioses, que dominan el amplio cielo, que son más poderosos que yo para preverlo y cumplirlo». Así dijo. Se estremeció el muy sufrido, divino Odiseo, y respondiéndole dijo aladas palabras: «Otra cosa es lo que tú, diosa, pretendes ahora y no mi viaje, cuando me incitas a cruzar en balsa el enorme abismo, terrible y dificultoso. Ni siquiera las naves bien equilibradas de veloz proa lo atraviesan, favorecidas por un viento favorable de Zeus. Tampoco yo, en contra de tu voluntad, me embarcaría en una balsa, a no ser que aceptaras, diosa, prometerme con un gran juramento que no vas a tramar contra mí otra mala desdicha». Así habló, y sonrióse Calipso, la divina entre las diosas, y le acarició con la mano y le dirigió su palabra diciendo: «¡Qué taimado eres, y desde luego no tienes un vano entendimiento! ¡Qué palabras te has decidido a decirme en voz alta! Que atestigüen ahora la tierra y el ancho cielo arriba, y el agua que mana de la Estigia (que es el juramento máximo y más tremendo que hay entre los dioses dichosos), esto: que no voy a tramar contra ti ninguna otra mala desdicha. Sino que pienso y te aconsejo lo que para mí meditaría en caso de que me alcanzara un apuro tan grande. Tengo, en efecto, una recta intención y no hay en mi pecho un ánimo de hierro, sino compasivo». Tras de hablar así echó a andar ágilmente la divina entre las diosas, y Odiseo al punto caminaba tras los pasos de Calipso. Llegaron a la cóncava cueva la diosa y el humano. Allí él se colocó en el asiento del que se había levantado Hermes, y la ninfa dispuso a su alcance todo tipo de comida para que comiera y bebiera lo que comen y beben los mortales. Ella se sentó enfrente del divino Odiseo, y para ella trajeron las sirvientas ambrosía y néctar. Tendieron ambos sus manos sobre los manjares preparados extendidos delante. Luego, una vez que se hubieron saciado de comida y bebida, comenzó la charla Calipso, la divina entre las diosas: «Laertíada de linaje divino, Odiseo de muchos recursos, ¿conque ya ahora, enseguida, quieres marcharte a tu querida tierra patria? Que te vaya bien, aun así. Mas si supieras en tu mente cuantos rigores es tu destino soportar antes de regresar a tu tierra patria, quedándote acá conmigo guardarías esta casa y serías inmortal, aunque añoraras contemplar a tu esposa, a la que anhelas de continuo todos los días. Me jacto, desde luego, de que no soy inferior a ella, ni en figura ni en talle, porque de ningún modo es normal que las mortales rivalicen en figura ni belleza con las inmortales». Contestándole a ella le dijo el muy astuto Odiseo: «Diosa soberana, no te enfurezcas conmigo por eso. Sé también yo muy claro todo esto: que la prudente Penélope es inferior a ti en belleza y en figura al contemplarla cara a cara, y ella es mortal, y tú inmortal e inmune a la vejez. Pero aun así quiero y anhelo todos los días llegar a mi casa y conocer el día del regreso. Si alguno de los dioses me ataca de nuevo en la vinosa alta mar, lo soportaré con un corazón sufridor en mi pecho. Pues ya muy numerosos pesares pené y aguanté en medio de las olas y de la guerra. Que ahora se añada éste a aquéllos». Así habló. Luego se sumergió el sol y llegó la tiniebla. Retirándose ambos al fondo de la cóncava gruta gozaron del trato amoroso, acostándose juntos. En cuanto apareció nacida al alba la Aurora de rosáceos dedos, al momento Odiseo se vistió la túnica y el manto, mientras que la ninfa se ponía una amplia vestidura de un blanco brillante, suave y graciosa, y en torno al talle se ajustó un hermoso cinturón de oro, y un velo sobre su cabeza. Y al momento se ocupaba del viaje del magnánimo Odiseo. Le entregó una gran hacha, adecuada a sus manos, de bronce, afilada por ambos lados. Tenía un excelente mango de olivo, bien ajustado. Le dio también una azuela bien pulida. Y le guio en su camino hasta el extremo de la isla, donde habían crecido altos árboles, el aliso y el álamo y el abeto que se alarga hasta el cielo, resecos desde antaño y de dura corteza, que podían flotar ligeros. Marchó a su casa ella, Calipso, divina entre las diosas, mientras él talaba los maderos. Presurosamente concluyó su trabajo. Derribó veinte en total, y los hacheó con el bronce luego, y los pulió sabiamente, y los enderezó con una plomada. Entonces le trajo un taladro Calipso, divina entre las diosas, y los taladró todos y los ajustó unos con otros, y los ensambló con clavijas y junturas. Cuanto un hombre, buen conocedor de las artes de la construcción, redondearía el fondo de un amplio navío de carga, tanto de amplia hizo Odiseo la balsa. Luego construía la cubierta colocando ensamblados apretados maderos, y la remataba con enormes tablones. Y sobre ella alzaba un mástil y la entena ensamblada con él. Y, como es natural, construyó un timón para enderezar el rumbo. Y la protegió por los lados con mimbres entretejidos para que fueran una defensa contra el oleaje, y encima extendió mucha madera. Entonces le trajo Calipso, divina entre las diosas, telas para hacerse unas velas, y él se fabricó también éstas diestramente. Ató a ellas cuerdas, cables y bolinas, y con unas estacas botó la almadía al divino mar. Era el cuarto día y en éste quedó todo acabado. Así que al quinto lo despedía de su isla divina Calipso, después de lavarle y de haberle vestido un perfumado ropaje. La diosa le puso a bordo un odre de negro vino, otro grande de agua, y provisiones en un saco. A bordo le había llevado muchos víveres apetitosos. Y le envió un viento benéfico y suave. Alegre desplegó las velas al viento el divino Odiseo, al tiempo que sentado al timón enderezaba el rumbo sabiamente. Y no caía el sueño sobre sus párpados mientras él contemplaba las Pléyades y Bootes que se sumerge tardío y la Osa, que llaman por sobrenombre el Carro, que por allí gira y acecha a Orión, y es la única privada de los baños en el Océano. Pues le había aconsejado Calipso, divina entre las diosas, que surcara el alta mar teniéndola siempre a mano izquierda. Diecisiete días navegó cruzando el ponto, y al decimoctavo se le aparecieron los montes sombríos de la tierra de los feacios, por donde le estaban más cerca. Le parecieron como un combado escudo en medio del neblinoso mar. Pero el poderoso Sacudidor de la tierra, que regresaba de entre los etíopes, le vio desde lejos, desde los montes Solimos, pues quedó a su vista mientras todavía navegaba por alta mar. El dios se enfureció aún más en su corazón, y sacudiendo la cabeza habló así a su ánimo: «¡Ayayay! ¡Sin duda que los dioses tramaron algo nuevo respecto a Odiseo, mientras yo estaba junto a los etíopes! Ahora está ya cerca de la tierra de los feacios, donde es su destino escapar del aluvión de desgracias que le acosa. Pero afirmo que aún le daré un montón de desdicha». Tras hablar así, reunía nubarrones y, blandiendo su tridente, alborotó el mar. Excitó todas las furias de los vientos de varios rumbos, y con nubes recubrió a la vez la tierra y el mar. Desde el cielo caía de golpe la noche. Y juntos se lanzaron el Noto y el Euro y el borrascoso Céfiro y Bóreas nacido en feacios amigos del remo Odiseo de estirpe divina, escapando de la muerte. Allí durante dos noches y dos días en el denso oleaje marchó a la deriva, y muchas veces su corazón presintió su final. Pero cuando ya el tercer día anunció la Aurora de hermosas trenzas, ya entonces cesó el viento y se impuso una calma serena. Y divisó cercana la tierra, aguzando mucho la vista, al ser levantado por una gran ola. Tan anhelada como se aparece a los hijos la vida de su padre, que yace padeciendo los fuertes dolores de la enfermedad, consumiéndose durante largo tiempo, y una odiosa divinidad lo tiene postrado, y los dioses según lo anhelado lo liberan de la calamidad, así de deseada apareció ante Odiseo la tierra y su bosque, y se puso a nadar apresurándose para arribar con sus pies a la tierra firme. Pero cuando distaba tan sólo tanto como se alcanza gritando, entonces escuchó el estrépito del mar sobre los escollos costeros. Rugía tremendo el oleaje al chocar contra la tierra firme, y todo el litoral estaba cubierto por la espuma del mar. Pues no había allí puertos, refugios de naves, ni ensenadas, sino costas abruptas, escollos y rocas. Así que entonces desfallecieron las rodillas y el corazón de Odiseo y afligiéndose dijo a su magnánimo corazón: «¡Ay de mí! Una vez que Zeus me ha concedido contemplar esta tierra más allá de mi esperanza y que ya he logrado atravesar este abismo, no se ve un punto de arribada para salir del espumoso mar. En la costa hay acantilados a pico, y en torno a ellos resuena estrepitoso el oleaje, y se alza lisa la roca y el mar es profundo a su lado, y no es posible poner allí los pies y escapar a esta angustia. Y que no vaya a echarme de golpe al salir una fuerte ola, violentamente, contra un pétreo peñasco, y sea lamentable mi intento. »Pero si sigo nadando aún más allá, por si acaso puedo encontrar playas batidas al sesgo por las olas en un puerto marino, temo que me arrebate de nuevo la tempestad y me arrastre hacia el alta mar poblada de peces en medio de pesados gemidos, o que envíe contra mí un dios un gran monstruo marino desde lo profundo del mar, de los muchos que cría la ilustre Anfitrite. Pues sé cuán enfurecido contra mí está el glorioso Sacudidor de la tierra». Mientras él estas cosas meditaba en su mente y su ánimo, entre tanto una gran ola lo llevaba contra la áspera costa. Allí se habría desgarrado la piel y quebrado los huesos, si la diosa Atenea de glauca mirada no le hubiera inspirado en su mente. Con las dos manos asióse presuroso a la roca y se mantuvo en ella gimiendo, hasta que la gran ola hubo pasado. Y así la evitó, pero luego al refluir de nuevo le golpeó y lo lanzó lejos hacia alta mar. Como cuando al sacar a un pulpo de su escondrijo se quedan pegados a sus tentáculos incontables guijarros, así en la roca quedaron prendidos jirones de piel de sus manos fornidas, mientras que a él lo cubrió una ola enorme. Y allí habría perecido desdichado por encima de su destino Odiseo, si no le hubiera infundido perseverancia Atenea de glauca mirada, emergiendo de las olas, que rompían rugiendo en las rocas, nadaba más allá observando la costa, por si acaso en algún punto encontraba playas sesgadas por las olas o un puerto marino. Mas cuando llegó nadando junto a la desembocadura de un río de hermosa corriente, aquél le pareció ya un excelente terreno, despejado de rocas, y al abrigo de los vientos. Advirtió que el río allí afluía y le suplicó en su ánimo: «Escúchame, soberano, quienquiera que seas. Acudo ante ti con mil súplicas, huyendo de las amenazas de Poseidón desde el mar. Incluso para los dioses inmortales es digno de respeto cualquier hombre que se presenta errabundo, como yo ahora llego suplicante ante ti y tus rodillas, tras muchos padecimientos. Así que apiádate, señor, que yo me proclamo suplicante tuyo». Así dijo, y el río suavizó al momento su curso y contuvo su oleaje. Ante él se hizo la calma y se puso a salvo en las orillas del río. Odiseo entonces relajó ambas rodillas y sus robustos brazos, pues su ánimo estaba abatido por el mar. Toda su piel estaba hinchada y el agua marina incontable resbalaba por su boca y su nariz. Sin resuello y sin voz cayó tendido y exánime; un espantoso cansancio le acometía. Pero apenas alentó de nuevo y se recobró el ánimo en su interior, al instante se desanudó el velo de la diosa, y lo arrojó en el río que al mar desembocaba, y de pronto una gran ola lo arrastró en su curso y muy pronto lo recogió Ino en sus manos. Apartóse él del río, tumbóse junto a unos juncos, y besó la fértil tierra. Luego afligido dijo a su magnánimo corazón: «¡Ay de mí! ¿Qué sufriré? ¿Qué me sucederá para acabar? Si velo junto al río en la noche de pesadilla, temo que a un tiempo la dañina escarcha y el sutil rocío acaben con mi ánimo exhausto por el agotamiento. Una brisa helada sopla desde el río por la ribera. Pero si subo a la colina por el sombrío bosque y me echo a dormir entre los espesos matorrales, si es que me dejan el frío y la fatiga, temo ser pasto y presa de las fieras». Después de pensarlo le pareció que esto era lo mejor. Y echó a andar hacia el bosque. Lo encontró cerca de la playa en un altozano. Se deslizó bajo dos arbustos, que habían crecido de un mismo suelo. Uno era un acebuche, el otro un olivo. No los atravesaba la húmeda brisa de los vientos que soplaban ni nunca el sol brillante los hendía con sus rayos, ni la lluvia los empapaba del todo. Tan densamente enlazados entre sí crecían. Bajo ellos se resguardó Odiseo. Y en seguida se preparó con sus manos un mullido lecho. Pues había un montón de hojas por el suelo, tantas como para abrigar a dos o a tres hombres en la época invernal, por dura que se presentara. Y al verlo se regocijó el muy sufrido divino Odiseo, y se acostó allí en medio y se tapó con un montón de hojarasca. Como cuando alguien, que no tiene otros vecinos, recubre un tizón con negra ceniza en una linde del campo, conservando la semilla del fuego para no encenderlo luego de otro, así se recubrió Odiseo con el follaje. Atenea derramó sueño en sus ojos para que cuanto antes descansara de su penosa fatiga, cerrando sus párpados. CANTO VI Mientras él allí dormía, el muy sufrido divino Odiseo, abrumado por el sueño y la fatiga, Atenea, por su lado, se dirigió al país y la ciudad de los feacios. Ellos en otro tiempo, antaño, habitaban en la espaciosa Hiperea, cerca de los cíclopes, gente ensoberbecida que de continuo les perjudicaban, y en la refriega les eran superiores. De allá los sacó y condujo Nausítoo, semejante a un dios, y les asentó en Esqueria, lejos de los hombres laboriosos, y construyó una muralla en torno a la ciudad, y edificó las casas, levantó templos a los dioses, y repartió las tierras de labor. Pero éste, sometido a su destino mortal, habíase ido ya al Hades y entonces los regía Alcínoo, conocedor de los designios de los dioses. A su morada dirigióse la diosa Atenea de ojos glaucos, que preparaba el regreso del magnánimo Odiseo. Se encaminó al dormitorio muy adornado en que estaba acostada una doncella semejante a las diosas inmortales en su figura y su prestancia: Nausícaa, la hija del magnánimo Alcínoo. Cerca estaban sus dos criadas, que tenían una belleza propia de las Gracias, una a cada costado de la entrada, y las hojas espléndidas de la puerta estaban cerradas. Ella, como una ráfaga de aire, se deslizó ligera hasta el lecho de la joven, se detuvo sobre su cabeza y le dirigió la palabra, tomando la figura de la hija de Dimante, renombrado por sus naves, que era de su misma edad y a la que tenía gran cariño. Tomando su figura le habló la de glaucos ojos, Atenea: «Nausícaa, ¿por qué tan negligente te parió tu madre? Tienes descuidados tus magníficos vestidos, y tu matrimonio está próximo. Entonces necesitas vestir bellas ropas y ofrecérselas a los tuyos, que te llevarán al altar. Pues de esos hechos se acrecienta el honor noble entre los hombres y de eso se alegran el padre y la honorable madre. Así pues, vámonos a lavar en cuanto despunte el alba. »Yo iré contigo también como compañera, para que enseguida lo dispongas, porque no vas a ser ya doncella por mucho tiempo. Pues ya pretenden tu mano los más nobles de todos los feacios del país, de donde es también tu linaje. Conque, venga, solicita a tu ilustre padre antes del alba que te apreste un par de mulas y un carro, para llevarte los justillos, los peplos y en la casa murada. Así Odiseo iba a acercarse a las muchachas de hermosas trenzas, aun estando desnudo. Pues le obligaba la necesidad. Terrible apareció ante ellas desfigurado por el salitre. Escaparon cada una por un lado hacia las costas recortadas. Sola aguardaba la hija de Alcínoo. Pues a ella le infundió valor en su interior y le arrebató el temor en sus miembros Atenea. Quedóse erguida ante él. Y Odiseo vaciló en si suplicaría a la joven de bellos ojos abrazándose a sus rodillas, o si acaso a distancia la suplicaría con palabras, a ver si podía indicarle una ciudad y darle ropas. Así entonces le pareció que era mejor: suplicar a distancia y con dulces palabras, por temor a que si abrazaba sus rodillas se irritara la joven en su corazón. Al momento le habló con amable y provechoso parlamento: «Te suplico de rodillas, soberana. ¿Eres acaso una diosa o una mortal? Si acaso eres una diosa, de las que dominan el anchuroso cielo, yo a ti te comparo a Ártemis, la hija del gran Zeus, por tu belleza, tu figura y arrogancia. Pero si eres una de las mortales que habitan la tierra, ¡tres veces felices tu padre y tu honorable madre, y tres veces tus hermanos! Sin duda que se les encandila el ánimo intensamente con alegrías de continuo, cuando contemplan a tan bella flor avanzar en la danza. Y dichosísimo, a su vez, en su ánimo, por encima de los demás, el que conquistándote con regalos de boda se te lleve a su casa. Jamás vi ante mis ojos una persona semejante, ni hombre ni mujer. El asombro me domina al contemplarte. »Sólo una vez, en Delos, junto al altar de Apolo vi algo semejante: un retoño reciente de palmera que crecía esbelto y erguido. Pues una vez llegué allí, y me seguía numerosa tropa en mi viaje, en el que iban a sucederme muchos pesares. Así entonces al verlo me quedé asombrado en mi corazón durante largo rato, puesto que nunca brotó de la tierra un tronco semejante. Así a ti, mujer, te admiro y estoy asombrado, y siento un tremendo temor a agarrarme a tus rodillas. Pero me apremia un urgente apuro. »Ayer, al vigésimo día, escapé del vinoso ponto. Durante tanto tiempo me arrastraron sin descanso el oleaje y las súbitas borrascas desde la isla de Ogigia. Y ahora acá me ha arrojado una divinidad, tal vez para que todavía también aquí sufra desgracias. Pues no creo que vayan a cesar, sino que aún me pondrán por delante muchas los dioses. »Pero tú, soberana, compadécete. Tras soportar muchas desdichas llegué ante ti, la primera, y no conozco a ningún ser humano de los que habitan esta ciudad y esta tierra. Indícame el poblado y dame un trapo para cubrirme, si es que trajiste alguna tela de saco al venir hasta aquí. ¡Que los dioses te den todo cuanto anhelas en tu mente, un marido y una casa y te otorguen una noble concordia! Pues no hay nada mejor y más amable que esto: cuando habitan un hogar con concordia en sus ánimos un hombre y una mujer. ¡Muchos dolores para sus enemigos y alegrías para sus amigos!, y ellos gozan de muy buena fama». A su vez le contestó Nausícaa de blancos brazos: «Extranjero, no me pareces, desde luego, hombre villano ni insensato. Zeus mismo, el Olímpico, distribuye la dicha a los humanos, a los buenos y a los malos, a cada uno según él quiere. Así que a ti te dio eso, y tú debes soportarlo aunque te pese. Pero ahora, ya que llegas a nuestra tierra y nuestra ciudad, no carecerás de vestido ni de ninguna otra cosa, de cuantas suele obtener un suplicante en apuros. Te indicaré la ciudad, y te diré el nombre de sus gentes. Los feacios pueblan la ciudad y el país, y yo soy la hija del magnánimo Alcínoo, quien en nombre de los feacios ejerce el mando y el poder». Así habló y luego ordenó a las criadas de hermosas trenzas: «Quedaos a mi lado, sirvientas. ¿Adónde huis al ver a este hombre? ¿Es que pensáis que es algún enemigo? No hay un mortal tan violento, ni lo habrá, que llegue a la tierra de las feacios, trayendo la destrucción. Porque somos amigos de los inmortales, y vivimos apartados en medio del resonante mar, los más remotos, y no se acerca a tratar con nosotros ningún otro de los mortales. »Pero este que aquí ha llegado es algún desdichado que va errante, a quien ahora hay que atender. Pues de Zeus vienen todos los huéspedes y los mendigos, y una dádiva pequeña les es querida. Conque dadle, sirvientas, al extranjero comida y bebida, y lavadle en el río, donde esté al amparo del viento». Así habló, ellas se detuvieron y se animaron unas a otras, y acompañaron a Odiseo hacia un lugar resguardado, como se lo ordenó Nausícaa, la hija del magnánimo Alcínoo. A su lado depositaron un manto, una túnica y ropas, y le ofrecieron el líquido aceite en el dorado frasco, y le invitaban a bañarse en las corrientes del río. Pero entonces se dirigió a las sirvientas el divino Odiseo: «Muchachas, quedaos ahí lejos, para que yo solo me lave la salina costra de mis hombros, y me unja con el aceite. Porque hace mucho que no se acerca a mi piel el ungüento. Delante de vosotras no voy yo a bañarme; porque me avergüenzo de andar desnudo en medio de jóvenes de hermosas trenzas». Así dijo, y ellas se retiraron y se lo contaron a la princesa. Entre tanto el divino Odiseo se lavó su cuerpo en el río, y la costra salina, que le cubría la espalda y los anchos hombros, y raspó de su cabeza la espuma del mar estéril. Cuando ya se hubo lavado todo y untado con el óleo, se vistió las ropas que le había proporcionado la joven doncella. Atenea, nacida de Zeus, le otorgó entonces un aspecto mejor y más robusto, y de su cabeza dejó brotar una cabellera espesa, semejante a la flor del jacinto. Como cuando recama de oro la plata un hombre experto, al que le enseñaron su arte variado Hefesto y Palas Atenea, y realiza obras preciosas, así entonces la diosa derramó la gracia sobre su cabeza y sus hombros. Después se sentó apartándose en la orilla del mar, radiante por su belleza y sus atractivos. Y la joven lo contemplaba. Entonces comentaba ella a sus sirvientas de hermosas trenzas: «Escuchadme, doncellas de blancos brazos, que os diga algo. No es contra el designio de todos los dioses que habitan el Olimpo que este hombre viene a encontrarse con los heroicos feacios. Antes pues me pareció que era de ruin aspecto, pero ahora se asemeja a los dioses que dominan el amplio cielo. Ojalá que alguien así fuera llamado mi esposo, viviendo aquí, y que le gustara quedarse en esta tierra. Así que, siervas, dad al extranjero comida y bebida». Así habló, y ellas al momento la atendieron y la obedecían. Junto a Odiseo aprestaron comida y bebida. Cuán vorazmente comía y bebía el muy sufridor divino Odiseo. Pues durante largo tiempo estuvo ayuno de alimento. Luego Nausícaa de blancos brazos discurrió otro plan. Doblando las ropas había hecho que las pusieran sobre el hermoso carro, y uncieron las mulas de fuertes pezuñas, y ella subió arriba, y se dirigió a Odiseo, le llamó y le dijo su palabra: «Levántate ahora, extranjero, para ir a la ciudad, a fin de que te escolte hacia la casa de mi prudente padre, donde te aseguro que conocerás a los más nobles de todos los feacios. Así que haz según te diga ese trecho, ya que me parece que eres inteligente. Mientras vayamos por los campos y los labrantíos de los campesinos, sigue ágilmente en compañía de las sirvientas tras del carro y las mulas. Yo marcharé como guía por el camino. »Pero luego llegaremos a la ciudad. La rodea una elevada muralla y hay un hermoso puerto a cada lado de la población, y una estrecha bocana. Y a lo largo del camino están varadas las naves de curvos costados, pues para todas y cada una hay un fondeadero. Allí está también su ágora, en torno al bello templo de Poseidón, pavimentada con piedras de acarreo bien hundidas en el suelo. Ahí velan por los aparejos de sus negras naves, el cordaje y las velas, y aguzan los remos. Pues no les ocupan a los feacios el arco ni la aljaba, sino los mástiles y los remos de las naves y los navíos bien construidos, con los que atraviesan ufanos el espumoso mar. »Quiero evitar la amarga murmuración de ellos, que haya quien me censure, pues los hay muy insolentes en el pueblo. No fuera a suceder que alguno muy malicioso diga al encontrarnos: “¿Quién es ese tipo extraño, grande y apuesto, que sigue a Nausícaa? ¿Dónde lo encontró? ¿Acaso va a ser que llega de otro lugar. Son gentes que, fiadas en sus raudas naves, atraviesan el gran abismo marino, puesto que el dios que sacude la tierra les dio ese don, y sus naves son tan veloces como un pájaro o un pensamiento». Después de hablar así Palas Atenea le condujo con raudo paso. Él caminaba tras las huellas de la diosa. No le vio ninguno de los famosos feacios marchar por su ciudad, pues no lo permitía Atenea de hermosas trenzas, la terrible diosa que lo embozaba en una fina niebla velando por él con cariñoso ánimo. Odiseo iba admirando los puertos y las naves equilibradas y las plazas de aquellos héroes, y sus extensas y altas murallas, ensambladas con grandes rocas, maravilla de ver. Así que apenas llegaron ante el famoso palacio del rey, comenzó a hablar con estas palabras la diosa Atenea de ojos glaucos: «Aquí tienes, padre extranjero, la casa que me has pedido que te indique. Hallarás a los reyes de estirpe divina celebrando un banquete. Pero tú entra, y no te turbes en tu ánimo. Pues un hombre atrevido se comporta mejor en cualquier empeño, incluso si viene de una tierra distinta. Te encontrarás primero a la reina en la amplia sala. Arete es su nombre propio, y ha nacido de los mismos antepasados de la familia del rey Alcínoo. Pues al principio a Nausítoo lo engendraron Poseidón que sacude la tierra y Peribea, la mejor de las mujeres por su figura, hija menor del orgulloso Eurimedonte, que reinaba antaño sobre los soberbios gigantes. Pero él causó la perdición de su arrogante pueblo, y pereció él mismo. Con ella se unió Poseidón y engendró como hijo al magnánimo Nausítoo, que fue soberano de los feacios. Nausítoo engendró a Rexénor y a Alcínoo. A aquél, que estaba aún sin hijos varones, lo asaetó Apolo el del arco de plata, a poco de casarse, y dejó sola en su palacio a su hija niña, Arete. »Y la honró, como no es honrada ninguna otra de cuantas mujeres ahora mantienen un hogar al amparo de sus maridos. Así ella ha sido venerada en su corazón y lo sigue siendo por sus queridos hijos y el mismo Alcínoo y por sus súbditos, los cuales la admiran como a una diosa y la reverencian en sus saludos cuando camina por la ciudad. Pues en efecto no carece de noble ingenio la señora, vela prudente por los suyos y resuelve las rencillas de los hombres. Conque si ella te acoge favorable en su ánimo, ya tienes esperanza de ver pronto a los tuyos y de retornar a tu casa de alto techo y tu querida tierra patria». Después de hablar así marchóse Atenea de ojos glaucos por encima del mar incansable, dejó atrás la amable Esqueria, llegó a Maratón y a Atenas de anchas calles, y penetró en la sólida casa de Erecteo. Por su parte Odiseo llegaba ante la muy ilustre mansión de Alcínoo. Mientras se hallaba de pie ante ella con muchos vaivenes le palpitaba el corazón, hasta que alcanzó el umbral de bronce. Flotaba como el fulgor del sol o de la luna el brillo en torno a la encumbrada mansión del magnánimo Alcínoo. Porque sus muros estaban forjados en bronce a uno y otro lado, desde el portal hasta el fondo, y en torno iba corrido un friso azul oscuro. Áureos portones cerraban el paso de la bien murada casa. Jambas de plata se yerguen sobre el umbral broncíneo, de plata es también el dintel, y áureo el llamador. A uno y otro lado había además unos perros dorados que forjó Hefesto con sus ingeniosos diseños, para que custodiaran la mansión del magnánimo Alcínoo, inmortales y sin vejez para todos sus días. Dentro había a lo largo del muro asientos dispuestos acá y allá, en fila desde la entrada hasta el fondo, y estaban bien cubiertos con ropajes de bello tejido, tarea de las mujeres. Allí se sentaban los principales de los feacios mientras comían y bebían. Allí acostumbraban a reunirse a lo largo del año. Y unas estatuas doradas de muchachos estaban erguidas sobre bien dispuestos altares sosteniendo en sus manos encendidas antorchas que daban luz en las salas a los invitados al banquete en la noche. Cincuenta esclavas había en el palacio; las unas muelen en sus muelas el rubicundo grano, las otras tejen telas y rebobinan, sentadas, los husos del telar, semejantes a las hojas del esbelto álamo negro, y de los tejidos de lino gotea el húmedo aceite. Tanto como sabios son los feacios entre todos los hombres en impulsar una nave rápida sobre el alta mar, tanto las mujeres lo son en fabricar las telas, pues les concedió Atenea saber esas espléndidas labores y nobles pensamientos. Más allá del patio, cerca del portón, se halla un huerto de cuatro yugadas y en torno suyo se ha levantado una cerca a ambos costados. Allí han brotado grandes árboles en flor, perales, granados, y manzanos de espléndidos frutos, dulces higueras y lozanos olivos. Sus frutos nunca se pierden, y no faltan ni en invierno ni en verano, son perennes. De continuo la brisa del Céfiro produce los unos y madura los otros. La pera envejece sobre la pera, la manzana sobre la manzana, la uva en la uva y el higo sobre el higo. Allí está plantado un prolífico viñedo, del que algunos frutos tendidos en un suelo abrigado se secan al sol, mientras otros se vendimian y otros se pisan, en tanto que más allá otras vides están en flor y otras van negreando sus uvas. Allí también, en el fondo del huerto, han brotado arriates de verduras de todo tipo, en sazón todo el año. Y hay allí dos fuentes, la una vierte su agua por todo el jardín, y la otra la impulsa por el otro lado, a lo largo del umbral, en dirección a la alta casa, adonde van por agua los ciudadanos. Así de espléndidos eran, pues, en los dominios de Alcínoo, los dones de los dioses. Allí, parado, los admiraba el muy sufrido y divino Odiseo. Luego, después de haberlo contemplado todo en su ánimo, penetró presurosamente traspasando el umbral. Encontró a los príncipes y notables de los feacios haciendo libaciones en honor del certero Argifonte, a quien ofrecían libaciones en último lugar, cuando ya pensaban en retirarse a dormir. Entonces cruzó la sala el divino y muy sufrido Odiseo, envuelto en la niebla que sobre él derramaba Atenea, hasta llegar junto a Arete y el rey Alcínoo. Entonces en torno a las rodillas de Arete echó sus brazos Odiseo y al punto de nuevo se disipó la bruma divina. Los demás se quedaron atónitos al ver al héroe en el interior del palacio. Y se pasmaban mirándolo. Odiseo comenzaba su súplica: «Arete, hija del divino Rexénor, ante tu esposo y tus rodillas y estos invitados tuyos acudo, tras haber sufrido muchas penas. ¡Que los dioses les concedan vivir en prosperidad, y que cada uno legue a sus hijos las riquezas de sus mansiones y la honra que les ha dado el pueblo! A cambio, procuradme a mí una escolta para llegar a mi patria cuanto antes, pues que desde ha tiempo padezco pesares lejos de los míos». Después de hablar así, se dejó caer sobre las cenizas del hogar junto al fuego. Todos se quedaron callados y en silencio, y al rato tomó la palabra el viejo héroe Equeneo, que era el más anciano de los feacios y estaba adiestrado en los discursos, sabedor de antiguas y muchas cosas. Éste con ánimo benévolo tomó la palabra entre ellos y dijo: «Alcínoo, no es desde luego nada digno ni parece adecuado que un extranjero esté echado en el suelo junto al hogar y sobre las cenizas, pero los demás se contienen aguardando tus palabras. Así que, venga, haz que se levante y se siente sobre un sillón de clavos de plata, y ordena a los heraldos que le escancien el vino, para que libemos en honor de Zeus que se goza en el rayo, que asiste a los suplicantes dignos de respeto. Y que alguna despensera, de las del palacio, le sirva la cena al extranjero». En cuanto hubo oído esto el sagrado ánimo de Alcínoo tomó de la mano al prudente Odiseo de sutil astucia, lo apartó del hogar y lo sentó en un espléndido asiento, haciendo levantarse de éste al amable Laodamante, que estaba sentado a su lado, y a quien apreciaba muchísimo. El agua de manos trajo una criada en un bello cántaro dorado y la vertía sobre la jofaina de plata para que se lavara. Y a su lado desplegó una mesa bien pulida. Sobre ella colocó el pan la venerable despensera al traerlo, y muchos otros manjares más de los que disponía para darle gusto. Luego bebió y comió el muy sufrido divino Odiseo. Y entonces le dijo al heraldo el noble Alcínoo: «Pontónoo, colma la crátera de vino mezclado y distribuye a todos en la sala, para que hagamos libaciones también en honor de Zeus que se goza en el rayo, que asiste a los suplicantes dignos de respeto». Así dijo, y Pontónoo mezclaba el vino que endulza el ánimo, y lo distribuyó a todos vertiéndolo en las copas. Luego, una vez que libaron y un terreno mejor, despejado de rocas y resguardado del viento. Hacia allí me lancé para recobrar el ánimo, y allí me sobrevino la divina noche. Y yo, en un aparte del río de divina corriente, apenas salido del mar me tumbé a descansar entre unos arbustos, una vez que hube recogido un montón de hojarasca. Y la deidad me infundió un sueño infinito. »Allí entre las hojas, abrumado en mi corazón, dormí toda la noche y por el alba y el mediodía. Se ponía el sol cuando me abandonó el dulce sueño. Y vi a las sirvientas de tu hija jugando en la orilla. Entre éstas estaba ella semejante a las diosas. La supliqué. Y no tuvo ella el mínimo recelo en su noble decisión, como uno podría esperar que hiciera una criatura joven con la que uno se topa de pronto. Porque los jóvenes son a menudo de poca cordura. Ella me ofreció pan en abundancia y vino rojizo, y me lavó en el río y me entregó estas ropas. Aunque agobiado de penas, te he referido punto por punto la verdad». Le respondió Alcínoo a su vez y le dijo: «Huésped, en una cosa no acertó a pensar lo correcto mi hija, ya que no te trajo en compañía de sus sirvientas a nuestra casa. Tú, como es natural, le suplicaste al encontrarla». En respuesta le contestó el muy sagaz Odiseo: «Héroe, no por eso censures por mi causa a la irreprochable muchacha. Pues ella me invitaba a seguirla en compañía de sus criadas. Pero yo no quise por temor y por respeto, no fuera que tu ánimo se enojara al verme. Pues somos en nuestra tierra muy suspicaces las gentes». A él le respondió a su vez Alcínoo y dijo: «Huésped, no tengo en mi pecho un corazón que se llene de rencor a la ligera. Me satisface todo lo correcto. ¡Ojalá Zeus Padre, Atenea y Apolo, me concedieran que, siendo tú como eres y de acuerdo con mis pensamientos, obtuvieras a mi hija y pudieras llamarte mi yerno, quedándote aquí! Yo te daría casa y riquezas, si quisieras quedarte. Pero contra tu voluntad no te retendrá ninguno de los feacios. No resultaría eso grato a Zeus Padre. Por lo tanto, yo te garantizo el viaje, para que lo sepas bien, para mañana. »Mientras que tú descansas, abandonado al sueño, éstos te llevarán por el mar en calma, hasta que llegues a tu patria y tu hogar. Adondequiera que te sea grato, incluso si está mucho más allá de Eubea, que afirman que está lejanísima aquellos de los nuestros que la vieron cuando llevaban al rubio Radamantis a visitar a Ticio, hijo de la Tierra. En efecto ellos llegaron hasta allí, y sin fatiga realizaron ese trayecto, en un solo día, y regresaron luego a sus casas. Constatarás tú mismo con tus sentidos cuán magníficas son mis naves y mis muchachos para franquear el mar a golpes de remo». Así habló. Se alegró el muy sufrido divino Odiseo, y en tono de plegaria formuló sus palabras y dijo: «¡Zeus Padre, ojalá que Alcínoo pueda cumplir cuanto ha dicho! Y, en tal caso, que perdure inagotable su fama sobre la fértil tierra, y llegue yo a mi patria». Mientras ellos hablaban estas cosas uno con otro, Arete, la de blancos brazos, había ordenado a sus sirvientas que dispusieran un lecho junto al hogar, que le echaran encima hermosos cobertores purpúreos, y que los cubrieran con colchas y por encima dejaran mantas de lana para abrigarse. Ellas salieron de la gran sala con antorchas en las manos. Y en cuanto hubieron dispuesto el sólido lecho cumpliendo el mandado, rodeando a Odiseo le invitaban con estas palabras: «Ve a acostarte, extranjero. Ya tienes hecha la cama». Así dijeron. A él le pareció muy apetecible echarse a dormir. Conque allí se fue a descansar el muy sufrido y divino Odiseo, en el bien taraceado lecho dispuesto en el atrio rumoroso. Y Alcínoo, a su vez, se retiró al aposento interior de su elevada mansión. Allí su señora esposa había preparado su cama y reposo. CANTO VIII En cuanto brilló matutina la Aurora de dedos rosáceos, se levantó de su lecho el poderoso y augusto Alcínoo, y a la vez alzóse el divino Odiseo, destructor de ciudades. El poderoso y augusto Alcínoo guiaba a los feacios a la asamblea que para ellos había convocado junto a sus naves. Al llegar se sentaban sobre los lisos bancos de piedra unos junto a otros. Los iba trayendo a lo largo de la población Palas Atenea, semejante al heraldo del prudente Alcínoo, que velaba por el regreso del magnánimo Odiseo, y, acercándose a cada uno de ellos, les decía este mensaje: «Acudid ya, caudillos y consejeros de los feacios, al ágora, para informaros acerca del extranjero que hace poco llegó a la casa del prudente Alcínoo, tras vagar por el alta mar, semejante en su cuerpo a los dioses». Diciendo esto agitaba el ánimo y el coraje de cada uno, y presurosamente se colmaron las calles de gente y los asientos de los reunidos. Y muchos se admiraban contemplando al hijo sagaz de Laertes. Sobre él Atenea había vertido gracia en su cabeza y sus hombros, y lo hizo más alto y robusto de aspecto, para que a todos los feacios les fuera grato, imponente y venerable, y así pudiera llevar a cabo muchas pruebas, que los feacios propondrían a Odiseo. Luego, cuando todos se reunieron y estuvieron reunidos, a ellos les arengó Alcínoo, y les dijo: «¡Escuchad, caudillos y consejeros de los feacios, que voy a deciros lo que mi ánimo me sugiere en mi pecho! Este extranjero, no sé quién es, ha llegado errabundo a mi casa, sea desde las gentes de Oriente o de Poniente. Solicita una escolta de viaje, y suplica que sea en firme. Nosotros, como siempre antes, procurémosle el transporte. Porque nunca ninguno, que acuda a mi palacio suplicante, aguarda aquí mucho tiempo quejoso en espera de esa ayuda de viaje. Así que, venga, botemos al divino mar una negra nave recién construida y que se elijan cincuenta y dos jóvenes de entre el pueblo, los que sean reputados los mejores. Y después de que todos hayan aprestado bien sus remos en los toletes disponedla para zarpar. »Por otro lado, entre tanto, tenéis vosotros ya dispuesto el banquete si acudís a mi casa. Yo os lo ofreceré bien a todos. A los jóvenes les encargo de aquello, en tanto que los demás, los reyes portadores de cetro reuníos en mi hermoso palacio, para que agasajemos como amigo en sus salas a nuestro huésped. Que nadie rehúse. Y convocad al divino aedo, a Demódoco. A él pues le concedió la divinidad el canto para alegrarnos, cuando su ánimo le incita a cantar». Habiendo dicho esto se puso al frente de ellos y le seguían, los portadores de cetro. El heraldo partió a llamar al divino aedo, y los cincuenta y dos jóvenes marcharon, como había mandado, hacia la orilla del incesante mar. Luego que hubieron llegado a la nave y al mar, arrastraron ellos su negra nave al hondón marino, colocaron a bordo el mástil y las velas en la negra nave, y sujetaron los remos con sus tiras de cuero, todo según la norma. Desplegaron las velas blancas, y anclaron la nave en aguas profundas. Luego se dirigieron a la gran mansión del prudente Alcínoo. Se llenaron los patios, los atrios y las salas de hombres que allí se reunían. Muchos eran, por tanto, jóvenes y viejos. Para ellos Alcínoo sacrificó doce corderos, ocho cerdos de blancos dientes y dos vacas de sinuoso paso. Los despellejaron, y dejaron preparado un amable festín. El heraldo se aproximó conduciendo al celebrado aedo, al que mucho amó la Musa, que le dio un bien y un mal a la vez: le privó de los ojos, y le concedió el dulce canto. Para él colocó Pontónoo un asiento claveteado de plata en medio de los comensales, apoyándolo en una gran columna. Y de un gancho colgó sobre su cabeza la lira sonora, y el heraldo le indicó cómo tomarla en sus manos. A su lado dispuso una bella mesa y una bandeja, y al lado una copa de vino, para que bebiera cuando lo deseara su ánimo. Mirándole de reojo le dijo el muy artero Odiseo: «Huésped, no has hablado bien. Te pareces a un pobre insensato. Por lo visto no a todos los hombres conceden los dioses sus dones amables, no a todos la bella apostura, la inteligencia y el arte del discurso a la vez. Puede ser un hombre poco agraciado de aspecto, pero la deidad compensa su figura con sus palabras, y los otros le observan encantados, mientras él habla con tono firme y con amable decoro, y destaca entre los reunidos, y cuando va y viene por la ciudad le contemplan como a un dios. »Otro, en cambio, por su aspecto es semejante a los inmortales, pero no le rodea ni acompaña la gracia en sus palabras. Así tú tienes un aspecto muy distinguido, y un dios no lo presentaría muy distinto, pero de mente eres un botarate. ¡Me has excitado el ánimo dentro de mi pecho al hablar sin juicio! No soy un ignorante de estos juegos, como tú piensas, sino que creo que estaba entre los primeros, cuando tenía plena confianza en mis pies y mis brazos. Ahora estoy agobiado por mi desdicha y mis dolores. Pues mucho sufrí, enfrentando las guerras de los hombres y atravesando las dolorosas olas. Pero aun así, aunque he sufrido muchos males, participaré en los juegos. Tu discurso despertó mi coraje y me has provocado con tus palabras». Así habló, y con su mismo manto se alzó y tomó un disco mayor y grueso, más pesado en mucho que aquellos que solían usar los feacios. Lo volteó y lo lanzó con su robusta mano, y la piedra zumbando partió. Al suelo se echaron los feacios de largos remos, gente famosa por sus naves, ante el lanzamiento de la piedra. Y ésta sobrevoló las marcas de todos en su raudo curso desde su mano. Fijó las marcas Palas Atenea, aparecida en figura de un hombre, y le dirigió su palabra y le dijo: «Incluso un ciego, extranjero, podría reconocer tu marca a tientas. Porque no está mezclada con las del montón, sino mucho más adelante. Ten tú plena confianza en este juego. Ninguno de los feacios alcanzará esto ni lo superará». Así dijo, y se alegró el muy sufrido divino Odiseo, gozoso al ver a un camarada benévolo en el certamen. Y a continuación habló en tono más ligero a los feacios: «Alcanzad ahora este punto, muchachos. Que luego al momento lanzaré, pienso, otro disco tan lejos o aún más. Y en cualquier otro a quien su ánimo y corazón le impulsen, venga aquí y póngame a prueba, ya que me habéis enfurecido tanto, con los puños o la lucha o bien en la carrera. No me rehúso a nada. De cualquiera de los feacios, a excepción de Laodamante, pues éste es mi huésped. ¿Quién pelearía con el que le honra como amigo? Insensato en verdad y de ninguna estima resulta un hombre que al huésped que lo alberga en tierra extraña le provoca disputa en los juegos. Se cierra a sí mismo la puerta. »Pero de los demás a ninguno rechazo ni pongo reparos, sino que estoy dispuesto a retarlo y ponerme a prueba con él frente a frente. Pues no soy despreciable en cualquier certamen de los que se practican entre hombres. Bien sé tensar el arco bien pulido y sería el primero en acertarle a un individuo disparando mi flecha sobre el pelotón de los guerreros enemigos, incluso si muchos compañeros estuvieran en torno de él y dispararan sus flechas contra los rivales. »Filoctetes era el único que me aventajaba con el arco en la multitud de guerreros de Troya, cuando los aqueos lanzábamos nuestras flechas. De los otros afirmo que yo era con mucho el más sobresaliente, entre todos los que ahora viven como mortales sobre la tierra y comen su fruto. Que con los héroes de antaño no querré rivalizar, ni con Heracles ni con Éurito de Ecalia, que disputaban incluso con los inmortales en el manejo del arco. Por eso precisamente murió pronto el gran Éurito, y no llegó a la vejez en su palacio. Pues, irritándose con él, Apolo lo mató, porque le había desafiado a disparar con el arco. Y con mi jabalina alcanzo tanto como ningún otro con una flecha. Sólo en las carreras temo que me sobrepase alguno de los feacios. Porque quedé en exceso quebrantado por los muchos oleajes, ya que con frecuencia no había buen entrenamiento en la nave. Por eso mis músculos están flojos». Así habló. Todos se quedaron sin voz y en silencio. Alcínoo fue el único en responderle y le dijo: «Extranjero, ya que nos dices palabras no faltas de aprecio, a la par que quieres mostrar tu valía, la que a ti te acompaña, y aunque estés enojado porque ese individuo se te enfrentó e injurió en el certamen, aunque no reprocharía tu valor ninguno que tuviera inteligencia para proclamar lo correcto, así está bien. Pero ahora presta atención a mis palabras, para que las digas a cualquier otro de los héroes, cuando en las salas de tu hogar coma junto a tu esposa y tus hijos, guardando memoria de nuestra excelencia en las obras en las que Zeus nos la concede todavía habitualmente desde tiempos de nuestros padres. Porque no somos intachables como púgiles ni luchadores; pero corremos con veloces piernas y somos los mejores con los barcos; y siempre nos encantan el amistoso banquete, la cítara, las danzas, los vestidos variados, los baños calientes y las camas. »Así que, venga, vosotros, los mejores bailarines feacios, actuad, para que cuente el extranjero a sus parientes al volver a su casa en cuánto superamos a los demás en la navegación, destreza de pies, y el arte de la danza y el canto. ¡Que a Demódoco le traiga al punto alguno su cítara sonora yendo a recogerla, que sin duda está en mi palacio!». Así habló Alcínoo semejante a un dios, y se apresuró el heraldo a traer la curvada lira de la casa del rey. Nueve árbitros, elegidos todos, se destacaron de entre el pueblo, los que en cada ocasión velaban bien por las competiciones; alisaron el terreno de baile, y ensancharon la hermosa pista. Llegó pronto el heraldo que traía su cítara sonora a Demódoco. Enseguida avanzó éste hasta el centro, y a uno y otro lado se dispusieron los muchachos adolescentes, diestros en la danza. Golpeteaban el divino suelo con sus pies, mientras Odiseo contemplaba los centelleos de sus piernas y se llenaba de admiración en su ánimo. Entonces él, tocando la lira, se lanzó a cantar bellamente acerca del amor de Ares y Afrodita de hermosa corona, cómo en cierta ocasión se unieron amorosamente en la morada de Hefesto, en secreto. Ares la dio muchos regalos y deshonró el matrimonio y el lecho del soberano Hefesto. Pero pronto acudió a él como mensajero Helios, que los había visto acoplarse en el acto amoroso. Conque, en cuanto Hefesto hubo oído la amarga noticia, marchó hacia su fragua, cavilando venganza en su interior, y allí colocó sobre el tajo un gran yunque, y martilleó unas ataduras irrompibles, inquebrantables, para que resistieran firmemente. Luego, tras de haber construido su trampa, enfurecido contra Ares, se dirigió hacia su dormitorio, donde estaba su propio lecho. Y allí dispuso las ataduras con sus lazos por un lado y otro en círculo, como ligeros hilos de araña, que nadie pudiera ver, ni siquiera ninguno de los dioses felices. Así alrededor del lecho quedó fijada la trampa. Luego, después que hubo tendido la trampa en torno a la cama, simuló que se iba hacia Lemnos, aquella hermosa ciudadela que le es con mucho la más querida de todas. No tenía ciego espionaje Ares, el de las riendas de oro, pues vio marcharse a lo lejos a Hefesto, el ilustre artesano. Y echó a andar hacia la casa del ínclito Hefesto, ansioso del amor de Citerea de bella diadema. Ella acababa de regresar de la mansión de su padre, el poderoso Crónida, y estaba sentada. Pasó él al interior de la casa, la tomó de la mano, la saludó y le dijo: «Ven, querida, vayamos a la cama a acostarnos. Porque no está ya Hefesto aquí, sino que hace ya tiempo se ha ido a visitar a los sintios de rudo lenguaje». Así habló, y ella sintió grandes deseos de acostarse. Ambos marcharon a la cama y se echaron juntos. Pero por un lado y otro los envolvieron los lazos fabricados por el astuto Hefesto, y no les era posible moverse en ningún sentido ni tampoco levantarse. Y entonces se dieron cuenta de que ya no tenían fuga posible. Con rápido regreso se aproximó a ellos de nuevo el muy ilustre patizambo, que se diera la vuelta antes de llegar a la tierra de Lemnos. Porque Helios que mantenía la vigilancia le contó la noticia. Echó a andar hacia su casa, muy irritado en su corazón. Se detuvo en el atrio, mientras se apoderaba de él un furor salvaje. Y gritó de manera terrible, y llamaba a todos una túnica y un manto recién lavado y un talento precioso de oro. A continuación se lo daremos todo junto, para que el huésped lo tenga en sus manos y se reconforte gozoso en su ánimo durante el banquete. Y que Euríalo lo contente con sus palabras y un regalo, puesto que no le dirigió las palabras que debía». Así habló, y todos lo aprobaban y asentían, y cada uno de ellos envió al heraldo a traer los regalos. Por su parte Euríalo contestó y dijo: «Alcínoo poderoso, respetadísimo entre toda tu gente, desde luego que yo contentaré al huésped, tal como tú me pides. Le daré esta espada toda de bronce, que tiene empuñadura de plata y una vaina de marfil recién tallado. Le será de mucho valor». Tras decir esto ponía en las manos de Odiseo la espada claveteada de plata, y le hablaba diciéndole estas palabras aladas: «¡Sé feliz, padre extranjero, y si alguna palabra áspera se ha pronunciado, que al instante la arrastren y lleven lejos los vientos! Y que a ti los dioses te concedan ver a tu esposa y llegar a tu tierra patria, después de que ya tantos pesares has sufrido lejos de los tuyos». En respuesta le dijo el muy sagaz Odiseo: «¡Que también tú seas muy feliz, amigo, y los dioses te den larga dicha! Y ojalá que no tengas luego ninguna nostalgia de esta espada, que me diste, contentándome con tus palabras». Así dijo, y de sus hombros se colgó la espada claveteada de plata. Se ponía el sol y estaban dispuestos sus regalos. Y los amables heraldos los llevaban a la casa de Alcínoo. Allí los recibían los hijos del irreprochable Alcínoo y depositaban los espléndidos dones junto a su honrada madre. Y a los demás los guiaba el augusto Alcínoo, y al llegar los hacía sentarse en los altos asientos. Y luego tomó allí la palabra el poderoso Alcínoo: «Trae acá, mujer, un cofre precioso, el mejor que tengamos. Y coloca en él tú misma una túnica y un manto recién lavado. Caldead al fuego una tina de bronce, calentad el agua, para que éste se dé un baño y vea luego sus regalos bien presentados, los que los irreprochables feacios aquí le han traído, y se regocije en el banquete escuchando el cantar del aedo. Y entonces yo le daré esta bellísima copa de oro, para que acordándose de mí todos los días haga sus libaciones en su hogar en honor de Zeus y otros dioses». Así habló, y Arete ordenó a sus criadas que colocaran sobre el fuego una gran trébede a toda prisa. Y ellas alzaron sobre el fuego ardiente una tina de tres pies, y la llenaron de agua, y por debajo extendieron la leña y encendieron la lumbre. El fuego envolvía la panza de la trébede y se calentaba el agua. A continuación Arete sacaba para el huésped el preciosísimo cofre de su dormitorio, y metía en él los hermosos regalos, las ropas y el oro, que le dieran los feacios. Y luego añadía ella una túnica y un espléndido manto. Y tomando la palabra le dirigió sus palabras aladas: «Observa tú mismo ahora la tapa y ajústale rápidamente la lazada, para que nadie vaya a robarte por el camino, cuando de nuevo duermas un dulce sueño al marcharte en la negra nave». Apenas hubo escuchado esto el muy sufrido divino Odiseo, al punto ajustaba la tapa y rápidamente la aseguraba por encima con un lazo intrincado, que antaño le había enseñado la soberana Circe. Al momento el ama de llaves le invitaba a ir hacia la bañera y darse el baño. Vio él con sumo agrado en su ánimo el agua humeante, ya que no frecuentaba el baño desde hacía mucho; desde que atrás dejara la morada de Calipso, la de hermosos cabellos. Allí sí que lo había tenido siempre dispuesto y a punto como para un dios. Así que después de que lo lavaron las siervas y lo ungieron con aceite, salió de la bañera y le vistieron con túnica y un hermoso manto, se dirigía hacia los bebedores de vino. Nausícaa, que mostraba su belleza don de los dioses, se colocó al pie de la columna que sostenía el bien decorado techo, y desde allí admiraba a Odiseo con los ojos fijos en él, y saludándole le dirigía sus palabras aladas: «¡Vete feliz, forastero, de modo que cuando estés en tu tierra patria alguna vez te acuerdes de mí, que a mí la primera me debes tu acogida!». Respondiéndola dijo el muy astuto Odiseo: «¡Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo, ojalá que así ahora permita Zeus, el tonante esposo de Hera, que yo me vuelva a mi casa y vea el día del regreso! En tal caso, allí también a ti, como a un dios, te invocaría una y otra vez todos los días. Porque tú me salvaste la vida, muchacha». Así habló y fue a sentarse en su silla al lado del rey. Los demás se pusieron entonces a repartir las carnes y mezclaban el vino. Un heraldo llegó que conducía al muy ilustre aedo, a Demódoco, honrado por las gentes. Le hizo sentarse en medio de los comensales, apoyándolo en la alta columna. Interpeló luego al heraldo el muy astuto Odiseo, cortando una tajada de lomo, pues quedaba aún bastante del cerdo de blancos colmillos; por ambos costados rebosaba su grasa. «¡Heraldo, toma y dale este trozo de carne, para que coma, a Demódoco! Bien quiero darle mi saludo, aunque estoy muy apenado. Pues entre todos los hombres de la tierra los aedos son merecedores de honra y respeto, porque en verdad a ellos sus cantos les enseña la Musa y con amor trata a la raza de los aedos». Así dijo, y el heraldo recogió la porción y la puso en las manos del ilustre Demódoco. Éste la aceptó mientras se alegraba en su ánimo. Los demás ya echaban las manos sobre los manjares bien dispuestos. Y en cuanto hubieron colmado su ansia de comida y bebida, volvió a dirigirse a Demódoco el muy astuto Odiseo: «Demódoco, mucho más que a cualquier otro hombre te admiro. Te ha aleccionado o bien la Musa, hija de Zeus, o bien Apolo. Porque cantas con extraordinaria precisión la expedición de los aqueos, cuánto hicieron y sufrieron, y cuánto los aqueos se esforzaron, como si tú mismo hubieras estado allí, o acaso lo oyeras de otro. Pero, venga, avanza más adelante y canta la gesta del caballo de madera, el que Epeo construyó con la ayuda de Atenea, el que entonces el divino Odiseo llevara como trampa hasta la ciudadela habiéndolo llenado de los guerreros que arrasaron Troya. Si, según mis ruegos, cuentas todo eso en buen orden, proclamaré enseguida ante todos los humanos que fue un dios protector quien te concedió el divino don de tu canto». Así dijo, y el otro, impulsado por un dios, comenzaba su cantar partiendo del momento aquel en que ellos subieron a sus sólidas naves y en ellas zarparon, después de haber prendido fuego a sus tiendas. Pero otros argivos se quedaban junto al muy famoso Odiseo escondidos en el caballo y transportados luego a la plaza de Troya. Los mismos troyanos los arrastraron a la ciudadela. Allí el caballo permanecía en pie, mientras los otros discutían agrupados en torno a él. La asamblea discutía dos opciones: destrozar pronto la madera con el aguzado bronce, o empujarlo hasta la cumbre y precipitarlo sobre las rocas; o bien dejarlo allí como ofrenda consagrada a sus dioses. Esta opinión fue la que iba a imponerse al final, porque era el destino que la ciudad pereciera cuando albergara al gran caballo de madera, donde montaban guardia todos los príncipes argivos que llevaban masacre y ruina a los troyanos. Sabía cómo arrasaron la ciudad los hijos de los aqueos, al desparramarse saliendo del caballo, fuera de su cóncava madriguera. Empezó a cantar cómo cada uno por un lado saqueaba la alta ciudadela, mientras Odiseo se encaminaba, en compañía del heroico Menelao, hacia la mansión de Deífobo. Relató que allí avanzó audaz al más bronco combate y que venció luego con la ayuda de la magnánima Atenea. Estas cosas cantaba el muy famoso aedo, en tanto que Odiseo se encogía y bañaba con el llanto de sus ojos sus mejillas. Como llora una mujer abrazada a su querido esposo, que ha caído delante de su ciudad al frente de sus tropas cuando intentaba proteger de la cruenta matanza a la ciudad y a sus hijos, y ella, al verlo en su agonía, jadeante, se echa sobre él y desboca sus agudos gemidos, mientras que los enemigos lo golpean con sus lanzas en el pecho y los hombros, y luego lo arrastran para causarle desaliento y congoja, y sus mejillas se marchitan con el más reparto de tal modo que nadie quedara privado de su parte. Entonces, sin más, yo di órdenes de escapar a toda prisa, pero mis hombres, los muy necios, no me obedecieron. Allí, en la playa, bebían vino a chorros y degollaban muchas ovejas y vacas de curvos cuernos y sesgado andar. Mientras tanto los cícones huidos llamaban a gritos a otros cícones que habitaban vecinos, más numerosos y más fuertes, que vivían tierra adentro, expertos en pelear a caballo contra sus enemigos y también en combatir a pie firme cuando era necesario. Llegaron pronto, tantos cuantas hojas y flores brotan en primavera, al alba. Allí nos alcanzó el funesto destino de Zeus, a nosotros, desgraciados, para sufrir entonces dolores sin cuento. A pie firme nos plantaron batalla junto a las raudas naves, y se entabló combate con las lanzas broncíneas. »Mientras fue de mañana y se iba extendiendo el sagrado día, todo ese tiempo resistimos rechazándolos, aunque eran más. Pero cuando el sol comenzó a ponerse, a la hora de la suelta de los bueyes, entonces ya los cícones victoriosos pusieron en fuga a los aqueos. Murieron seis compañeros de buenas grebas de cada navío. Los demás logramos escapar de la muerte y del destino. »De allí en adelante navegamos con el corazón angustiado, huidos de la muerte, tras haber perdido a queridos camaradas. Y no se apartaron mis combadas naves de allí hasta que hubimos clamado tres veces el nombre de cada uno de nuestros infelices compañeros, que quedaron en la llanura masacrados por los cícones. Sobre las naves soltó el viento Bóreas Zeus Amontonador de nubes, en una furiosa tempestad, y con nubarrones recubrió a la vez la tierra y la mar. Caía precipitada desde el cielo la noche. Las naves eran arrastradas, dando tumbos, y las velas las rasgó en tres y cuatro jirones la violencia del huracán. Las arriamos sobre cubierta, temerosos de la muerte, y a fuerza de remos, con esfuerzos, alcanzamos la costa. »Allí dos noches y dos días estuvimos tumbados, royendo a la vez en nuestro ánimo las fatigas y las penas. Mas cuando al tercer día apuntó la Aurora de bella melena, enderezamos los mástiles, desplegamos las blanquecinas velas y nos acomodamos a bordo. Marcaban el rumbo a las naves el viento y los pilotos. »Y así habría alcanzado sano y salvo mi tierra patria, pero, al doblar el cabo Maleas, el oleaje, las corrientes y el Bóreas desviaron y me alejaron de la isla de Citera. Desde allí nueve días fui arrastrado por crueles vientos sobre la mar rica en peces. Al décimo día llegamos, por fin, a la tierra de los lotófagos, que se nutren de un manjar floral. Allá bajamos a tierra y recogimos agua, y pronto prepararon mis compañeros la comida junto a nuestras raudas naves. Apenas quedamos saciados de comida y bebida, entonces yo despaché por delante a unos compañeros, a que fueran a indagar quiénes eran los hombres que comían el pan de aquel país. Escogí a dos de ellos y les adjunté un tercero, como heraldo. Emprendieron pronto el camino y no tardaron en encontrar a unos lotófagos. »Y sucedió que los lotófagos no tramaron la muerte de nuestros compañeros, pero les dieron a comer el loto. Y cualquiera de ellos que comía el sabroso fruto del loto, ya no quería traernos noticias ni navegar de nuevo, sino que todos anhelaban tan sólo permanecer allí en el país de los lotófagos, nutriéndose del loto, y olvidar el regreso. Los reconduje, llorosos, por la fuerza a sus barcos, y en las cóncavas naves los retuve atándolos al fondo de los bancos. Al momento ordené a los demás fieles compañeros que subieran aprisa a los veloces navíos, para que ninguno degustara el loto y olvidara el regreso. A toda prisa ellos embarcaron y se situaron en sus bancos, y sentados en hileras, empezaron a golpear con sus remos el grisáceo mar. »Desde allí navegamos con el corazón afligido. Y llegamos a la tierra de los cíclopes, prepotentes y salvajes, los que, confiados en los dioses inmortales, ni plantan ni trabajan la tierra con sus manos, sino que todo les crece sin sementeras ni arados: trigos, cebadas y vides, que les ofrecen vino de sus grandes racimos, y la lluvia de Zeus les da frutos. No tienen ellos ni asambleas ni normas legales, sino que habitan las cumbres de altas montañas, en cóncavas grutas, y cada uno impone sus leyes a sus hijos y mujeres, y no se cuidan los unos de los otros. »A un lado y fuera de puerto se extiende una isla plana, ni muy próxima ni muy lejana de la tierra de los cíclopes, cubierta de matorral. En ella viven incontables cabras salvajes. Porque no las espanta el paso de los seres humanos ni las acosan los cazadores, que soportan fatigas en el bosque trepando por montaraces alturas. La isla no está agobiada por rebaños ni por campos arados, sino que sin siembras ni labranzas está el año entero deshabitada de hombres, y cría sus baladoras cabras. Pues no tienen los cíclopes navíos de mejillas pintadas de rojo, ni hay entre ellos constructores de barcos, que puedan hacerles unas naves bien ensambladas, con las que pudieran conseguir otras cosas, visitando los países ajenos, como suelen hacer los hombres que en sus navíos cruzan el mar hacia otras gentes. Otros bien pudieran haber cultivado y colonizado la isla. Ya que no es mala en absoluto, sino que podría dar todo a su tiempo. Hay en ella prados junto a las costas del mar espumoso, bien regados y herbosos, y bien podrían darse las vides perennes. Hay campos llanos para arar, y podría segarse espesa la mies en los veranos, porque es muy graso el mantillo de tierra. Hay allí un puerto de buen fondeadero, donde no es necesario el amarre ni echar las anclas ni anudar cables desde la popa, sino que, una vez atracados, allí se puede aguardar hasta que el ánimo de los marineros los impulse a zarpar y soplen favorables los vientos. »Y al fondo del puerto fluye límpida el agua. Y hay una fontana a la boca de una cueva. En derredor crecen los chopos. Hasta allí navegamos, y algún dios nos guiaba a través de la oscura noche, sin mostrarse a la vista. En efecto, una densa niebla envolvía las naves. Ni siquiera la luna se mostraba en el cielo, porque estaba envuelta entre nubes. Allí nadie logró atisbar con sus ojos la isla. No veíamos ni siquiera las altas olas que rodaban hacia la costa, hasta que las naves de buenos remos atracaron. En los varados navíos arriamos todas las velas y saltamos luego a la orilla marina. Y allá nos entregamos al sueño y aguardamos la divina Aurora. »Apenas brilló matutina la Aurora de dedos rosáceos, empezamos a dar vueltas admirados por la isla. Y las Ninfas, hijas de Zeus portador de la égida, excitaron a las cabras monteses a fin de que nuestros compañeros disfrutaran de cena. Al momento sacamos nuestros curvados arcos y las lanzas de largo pico de las naves y, divididos en tres grupos, comenzamos a darles caza. Muy pronto la divinidad nos concedió un satisfactorio botín. Llevaba conmigo doce navíos, y a cada uno le tocaron nueve cabras. Y para mí solo separaron otras diez. »Conque allí entonces nos quedamos el día entero hasta la puesta del sol dándonos un banquete de carne sin tasa y dulce vino. Porque no se nos había agotado el rojo vino de los barcos, sino que aún quedaba. Pues mucho en las ánforas unos y otros habíamos sacado cuando saqueamos la sagrada ciudad de los cícones. Oteábamos la tierra de los cíclopes, que estaba próxima, y sus humos y sus voces, y el son de sus cabras y ovejas. Y en cuanto el sol se hubo puesto y sobrevino la oscuridad, nos tumbamos para dormir en la orilla marina. Y apenas brilló matutina la Aurora de dedos rosados, al momento convoqué a asamblea yo a todos y les dije: »“¡Aguardad acá ahora todos vosotros, mis fieles camaradas! Mientras tanto con mi nave y mis compañeros iré yo a averiguar quiénes son esos hombres, si son violentos, salvajes e injustos, o tal vez hospitalarios y con sentimientos piadosos”. »Después de hablar así, subí a la nave y ordené a los míos que embarcaran también y soltaran las amarras de popa. Enseguida ellos subieron a bordo y se apostaron junto a sus escálamos. Y, sentados en fila, batían con sus palas el mar espumoso. Conque arribamos a aquel lugar, que estaba cercano, y vimos allí en un extremo de la marina una cueva en la altura, recubierta de laureles, donde se recogía un numeroso rebaño, de ovejas y cabras. A su alrededor se había construido un corral de alto muro de piedras ensambladas con largos pinos y encinas de espeso ramaje. Allí pernoctaba un individuo monstruoso que llevaba a pacer sus ganados en solitario y aparte. No se trataba con otros y carecía de normas. En verdad que era un monstruo asombroso, y no se parecía a un hombre comedor de pan, sino a un peñasco selvático de los fragosos montes, que se erige señero y altivo. nada, las vísceras, las carnes y los huesos con el tuétano. Nosotros llorábamos y alzábamos las manos a Zeus, mientras contemplábamos tan atroces actos. La desesperación dominaba nuestro ánimo. »Luego que el cíclope se hubo llenado su gran tripa comiendo carne humana y bebiendo encima leche pura, acostóse en medio de la gruta tumbándose entre el rebaño. Yo pensé, con magnánimo coraje, acercarme a él, desenvainar la aguda espada que tenía a mi costado, y hundírsela en el pecho, donde está el corazón y el hígado, buscando el lugar exacto con mi mano. Pero otro pensamiento me retuvo. Porque allí habríamos perecido también nosotros con brusca muerte, ya que no podríamos apartar de la alta entrada con nuestras manos el enorme pedrusco que había incrustado. Así que, entre sollozos, aguardamos a la divina Aurora. »Apenas brilló matutina la Aurora de dedos rosáceos, al momento encendió fuego y se puso a ordeñar sus lustrosas ovejas, todo en buen orden, y debajo le colocó a cada una su cría. Y una vez que se hubo cuidado de hacer todo esto, agarró de nuevo a dos compañeros y se los preparó para almuerzo. Y una vez bien comido, sacó de la cueva su pingüe rebaño moviendo sin esfuerzo el enorme portalón. Luego, enseguida, volvió a encajarlo, como si ajustara la tapa de una aljaba. Con tremendo alboroto conducía el cíclope al monte su lozano rebaño. Entre tanto yo estaba cavilando su desdicha, a ver si de algún modo podría vengarme y me cumplía mi ruego Atenea. Y en mi ánimo la mejor decisión me pareció la siguiente. »Junto a la valla del redil del cíclope había un largo tronco de olivo, aún verde. Lo había talado para llevarlo consigo una vez seco. Al verlo nosotros lo comparamos al mástil de una negra nave de veinte remeros, un ancho mercante que surcara el inmenso abismo del mar. ¡Tanta era su largura, tanto su grosor a nuestros ojos! Fui hasta él y le corté yo como una braza, y lo pasé a mis compañeros y les ordené que lo pulieran. Ellos pronto lo desbastaron, y yo lo cogí y le agucé la punta. Luego lo empuñé y lo sometí al fuego de las brasas. A continuación lo oculté metiéndolo bien bajo el estiércol, que por toda la cueva había espeso y amontonado. Después invité a los demás a que echaran a suertes quién se atrevería a mi lado a levantar la estaca e hincársela en el ojo, cuando le venciera el dulce sueño. Ellos echaron a suertes y salieron los que yo mismo habría elegido, cuatro, y yo me designé como el quinto en el grupo. »A la tarde llegó pastoreando sus ovejas de hermosas lanas. Muy pronto en la cueva hizo entrar a su lustroso rebaño, a todos los animales, a ninguno dejó fuera del espacioso recinto, acaso sospechando algo, o tal vez porque un dios así se lo había inspirado. Después que alzó en vilo y volvió a encajar el tremendo pedrusco, sentóse y se puso a ordeñar ovejas y cabras baladoras, todo en buen orden, y le colocó debajo a cada una su cría. Y una vez que se hubo cuidado de hacer todo esto, atrapó de nuevo a dos compañeros y se los preparó de cena. Luego yo avancé hacia él y le dije, sosteniendo en mis manos el cuenco de negro vino: »“¡Eh, cíclope, toma, bebe vino después de comer carne humana, para que sepas qué clase de bebida transportaba nuestra nave! Para ti, desde luego, la traía, a ver si acaso compasivo me reenviabas a mi casa. Pero eres bestial hasta lo insufrible. ¡Malvado! ¿Cómo podría aproximarse a ti cualquier otro mortal en el futuro? Porque te has comportado en contra de toda norma”. »Así hablé, y él aceptó y apuró el vino. Se regocijó de modo tremendo al beber el dulce caldo, y me pedía luego un segundo trago: »“Dame más, amigo, y dime tu nombre ahora enseguida, para que te ofrezca un presente del que tú te alegres. Pues también a los cíclopes la tierra generosa les produce vino de gruesos racimos, y la lluvia de Zeus los madura. Pero éste es un chorro de ambrosía y néctar”. »Así dijo. Entonces yo le ofrecí otra vez el fogoso vino. Por tres veces se lo di, y él lo trasegó con insensata ansia. Y cuando pronto al cíclope el vino le inundó las entrañas entonces le contestaba yo con palabras melifluas: »“Cíclope, ¿me preguntas mi ilustre nombre? Pues voy a decírtelo. Mi nombre es Nadie. Nadie me llaman siempre mi madre, mi padre y todos mis camaradas”. »Así le dije. Y él al punto me contestó con ánimo cruel: »“A Nadie me lo zamparé yo el último, después de sus compañeros, y a todos los otros antes. Éste será mi regalo de hospitalidad para ti”. »Dijo, y tumbándose cayó boca arriba, y al momento quedóse tendido, torciendo su grueso cuello. El sueño, que todo vence, lo dominaba. De su gaznate regurgitaba vino y trozos de carne humana. Eructaba ahíto de vino. »Entonces yo empujé el leño bajo el montón de ascuas para que se pusiera al rojo. A gritos animé a mis compañeros todos, para que ninguno se echara atrás espantado. Y cuando ya el leño estaba a punto de arder en el fuego, a pesar de estar verde, y ya refulgía terrible, yo entonces lo saqué de las llamas. Mis compañeros me flanqueaban. Allí me infundió la divinidad enorme audacia. Ellos agarraron la estaca de olivo, aguzada en su punta, y la clavaron en su ojo. Yo desde atrás, empinándome, la hacía girar, como cuando uno taladra la madera de un barco con un trépano, y otros desde atrás lo hacen girar con una correa, tirando de un lado y de otro, y éste penetra sin parar más y más; así, empujando en su ojo el palo de punta aguzada le dábamos vueltas, y la sangre iba bañando la estaca ardiente. Todos sus párpados arriba y abajo y el entrecejo quemó el ascua al abrasarle la pupila. Y las raíces del ojo crepitaban bajo la llama. Como cuando un herrero sumerge un hacha grande o una hoz en el agua fría, y ellas lanzan chillidos al templarse, y ahí se pone de manifiesto la fuerza del hierro, así rechinaba su ojo alrededor de la estaca de olivo. Horrible y monstruoso grito aulló, y retumbó alrededor la caverna. Aterrados nosotros nos echamos atrás. Y él se arrancó del ojo la estaca bañada en abundante sangre, y la lanzó al momento lejos de sí, enloquecido. Y luego se puso a llamar a gritos a los cíclopes que allí alrededor habitaban en sus grutas, entre las ventosas cumbres. »Ellos, al escuchar sus gritos, acudían de un lado y de otro, y acercándose alrededor de la cueva preguntaban qué le torturaba: “¿Por qué con tanta angustia, Polifemo, has gritado así, en medio de la divina noche, y nos has sacado del sueño? ¿Acaso alguno de los humanos se te lleva los rebaños contra tu voluntad? ¿Es que alguien intenta matarte con trampa o con violencia?”. »Y les contestó desde su cueva el brutal Polifemo: »“Amigos, Nadie intenta matarme, con trampa y no con violencia”. »Respondiéndole ellos le decían sus palabras aladas: »“Pues si nadie te ataca y tú te encuentras solo, no es posible de ningún modo evitar una dolencia que envía el gran Zeus. Así que suplica a tu padre, el soberano Poseidón”. »Así decían, pues, mientras se iban, y rompía a reír mi corazón, al ver cómo los habían engañado mi nombre y mi intachable astucia. »El cíclope, gemebundo y sufriendo sus dolores, avanzaba tanteando, apartó la roca de la entrada, y se sentó en la puerta extendiendo sus manos por si capturaba a alguno que tratara de salir con las ovejas. ¡Confiaba tal vez en que yo iba a ser tan insensato! Mas yo deliberaba sobre cómo actuar del mejor modo por si acaso hallaba alguna forma de escapar de la muerte para mis compañeros y para mí. Cavilaba todo tipo de engaños y trucos, como que nos iba la vida. Pues un gran daño nos amenazaba. Y la siguiente en mi ánimo me pareció que era la decisión mejor. Había allí unos corderos bien nutridos, de hermosos y espesos vellones, enormes, con sus lanas de color violeta. Calladamente me puse a entrelazarlos con los mimbres trenzados sobre los que dormía el cíclope de salvajes usos, en grupos de tres. El de en medio transportaba a un hombre, y los otros dos iban uno a cada lado, para protección de mis compañeros. Tres corderos llevaban a cada uno. Yo, por mi parte, como había un carnero que era el mayor en mucho de todo el rebaño, me agarré a éste, y me colgué estirado a lo largo del lomo bajo su vientre lanudo. Y así, sujetándome con mis manos por debajo de sus espléndidos vellones me mantuve agarrado con tesón y ánimo paciente. Así entonces entre
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