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La paradoja libro completo, Esquemas y mapas conceptuales de Economía

Libro completo en pdf james hunter

Tipo: Esquemas y mapas conceptuales

2019/2020
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Subido el 12/02/2020

jose-mozo
jose-mozo 🇨🇴

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¡Descarga La paradoja libro completo y más Esquemas y mapas conceptuales en PDF de Economía solo en Docsity! LA PARADOJA Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo Hunter, James La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 2 ÍNDICE Prólogo ............................................................................................................3 CAPÍTULO UNO Las definiciones ................................................................8 CAPÍTULO DOS El paradigma antiguo ...........................................20 CAPÍTULO TRES El modelo ..................................................................30 CAPÍTULO CUATRO El verbo...............................................................38 CAPÍTULO CINCO El entorno ..............................................................51 CAPÍTULO SEIS La elección ................................................................58 CAPÍTULO SIETE Los resultados.......................................................66 Epílogo ..........................................................................................................72 La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 5 a mi jefe le preocupaba el mero hecho de que hubieran tenido lugar las elecciones, y sugirió que estábamos ante un problema de dirección, que era responsabilidad mía. Yo no acababa de entender a qué se refería, porque estaba convencido de que el problema no era yo, sino los sindicalistas de la fábrica, ¡que siempre andan pidiendo más por menos! La directora de recursos humanos de la fábrica llegó incluso a sugerirme que reconsiderara mi estilo de liderazgo. Me llevé un buen varapalo... Pero, claro, ella era una chica liberal, sensible y concienciada, y, además, ¿qué sabía ella de llevar un negocio tan importante? Lo suyo eran las teorías; en cambio, lo que a mí me interesaba eran los resultados. Hasta el equipo de béisbol Little League que yo llevaba entrenando seis años de forma voluntaria iba mal. Ganábamos más partidos de los indispensables y solíamos acabar con un puesto digno en la liga, pero varios padres se habían quejado al presidente de la liga porque decían que, sencillamente, los chicos ya no se lo pasaban bien. Yo era consciente de que a veces podía resultar un entrenador algo agobiante y competitivo, pero ¿y qué? Incluso hubo dos parejas que pidieron que cambiaran a sus hijos a otros equipos. Yeso fue un duro golpe para mi ego. Pero todavía había más. Yo siempre había sido un tipo alegre, feliz y confiado, sin demasiadas preocupaciones, pero en aquella época me di cuenta de que me pasaba el día agobiándome por todo. A pesar de mi desahogada situación y de todos los juguetes materiales que poseía, en mi interior todo era conflicto y confusión. Vivir se convirtió en un fútil ejercicio de ir despachando obligaciones. Me estaba convirtiendo en un ser triste y taciturno. Cualquier inconveniente o molestia, por pequeño que fuera, me causaba una desazón totalmente desproporcionada respecto a la realidad. De hecho, era como si me fastidiara todo el mundo; ni yo mismo me aguantaba. Por supuesto, era demasiado orgulloso para hacer partícipe a nadie de lo que me ocurría, así que me las arreglé para tenerlos a todos engañados; a todos menos a Rachael. Sacando fuerzas de flaqueza, Rachael me instó a que hablara de todo ello con el pastor de nuestra parroquia. Acepté en un momento de debilidad, aunque fue más bien por quitarme a Rachael de encima. Hay que hacerse cargo de que yo nunca he sido del tipo religioso. Siempre había creído que la iglesia tenía su lugar, mientras no interfiriera demasiado con la vida de uno. El pastor sugirió que pasara unos días solo y que intentara aclarar las cosas. Me recomendó un retiro en un pequeño monasterio cristiano no muy conocido, John of the Cross, emplazado a orillas del Lago Michigan, cerca de la ciudad de Leeland, en el noroeste de la Península de Michigan. El pastor explicó que el monasterio albergaba a unos treinta o cuarenta monjes de la orden de San Benito, célebre monje del siglo VI que concibió la vida monástica «equilibrada». Aún hoy, como hace catorce siglos, la vida de los monjes se ordena en torno a tres prioridades: oración, trabajo y silencio. En términos generales aquello me pareció una bobada, algo que no estaba dispuesto a llevar adelante, pero, justo cuando me iba a marchar, el pastor mencionó que uno de los monjes, llamado Leonard Hoffman, había figurado en su día en la lista de «los quinientos ejecutivos» que publica la revista Fortune. Eso sí que me llamó la atención. Siempre me había preguntado qué habría sido del legendario Len Hoffman. Cuando llegué a casa y le conté a Rachael el consejo del pastor, me sonrió. «¡Justo lo que yo había pensado proponerte, John!», dijo. «Precisamente la semana pasada, en la tele, hablaron en El show de Oprah sobre hombres y mujeres de negocios que hacían retiros espirituales para tratar de ordenar sus atareadas vidas. Estás llamado a ir.» Rachael solía hacer con frecuencia comentarios de este tipo, que me irritaban extremadamente. «¿Llamado a ir?» ¿Cómo había que entender aquello? En resumen: acepté a regaña dientes ir al monasterio John of the Cross en la primera semana de octubre, más que nada porque tenía miedo de que Rachael me abandonara si no hacía algo. Mi esposa llevó el coche durante las seis horas de trayecto hasta el monasterio y yo estuve callado casi todo el viaje. Yo ponía mala cara para comunicar que no me sentía nada feliz de ir camino de un aburrido monasterio para pasar allí una semana entera y que sólo por ella me había resuelto a este gran sacrificio personal que tan infeliz me hacía. Lo de poner mala cara era un arma que había empleado desde mi más tierna infancia. Llegamos a la entrada de John of the Cross al anochecer. Cogimos el camino con dos La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 6 rodadas, subimos por la colina y bajamos en dirección al lago, que estaba a menos de quinientos metros. Dejamos el coche en un pequeño aparcamiento arenoso al lado de una antigua edificación de madera que ostentaba un letrero de «Recepción» clavado en uno de los altos pilares blancos del porche. Diseminadas aquí y allá había unas cuantas construcciones más pequeñas, edificadas todas sobre un magnífico acantilado de piedra arenisca unos sesenta metros más arriba, dominando el lago Michigan. El paraje era muy bello, pero no hice mención de ello a Rachael. Después de todo, se suponía que yo sufría. —Cuida de los chicos y de la casa, cariño —dije en un tono bastante frío mientras sacaba la bolsa del maletero, ya te llamaré el miércoles por la noche. Quién sabe, ¡igual después de esta semana me convierto en el hombre perfecto que quieres que sea y lo dejo todo para hacerme fraile! —Muy chistoso, John —respondió ella, al tiempo que me daba un beso y un abrazo. Dicho lo cual se metió en el coche y desapareció tras una nube de polvo. Me eché la bolsa al hombro y me dirigí al edificio de recepción. Al entrar me encontré con una oficina amueblada con sencillez e inmaculadamente limpia, atendida por un hombre de mediana edad que hablaba por teléfono. Llevaba un hábito negro que le cubr ía de la barbilla a los pies, atado a la cintura por un cordón negro. Nada más colgar el teléfono se volvió hacia mí y me dio un caluroso apretón de manos. —Soy el padre Peter; me ocupo de la intendencia de la casa de huéspedes. Usted debe de ser John Daily, del sur del estado. —Ha acertado usted, Peter. ¿Cómo lo ha sabido? —repliqué, firmemente decidido a no dirigirme a nadie llamándole «hermano». —Lo supuse por la solicitud que nos envió su pastor —contestó, con una cálida sonrisa. —¿Quién es aquí el responsable? —salió en mí el directivo. —El hermano James nos ha servido como abad en los últimos veintidós años. —¿Y puede saberse qué es eso de abad? —El abad es el director que elegimos y tiene la última palabra sobre todo lo que afecta a nuestra pequeña comunidad. Tal vez tenga ocasión de conocerlo. —Quisiera pedir una habitación individual, Peter, si no tiene inconveniente. Me he traído algo de trabajo y me vendría bien un poco de intimidad. —Desgraciadamente, John, sólo disponemos de tres habitaciones para huéspedes en la planta de arriba. Esta semana entre nuestros huéspedes hay tres hombres y tres mujeres, así que las mujeres compartirán la habitación número uno, que es la más amplia. Nuestro huésped del ejército dispondrá de la número dos, y usted se alojará con Lee Buhr —un pastor baptista de Pewaukee, Wisconsin— en la habitación número tres. Lee ha llegado hace un par de horas y ya está instalado. ¿Tiene alguna otra pregunta? —¿Cuáles son las festividades previstas para esta semana? —pregunté, con cierto sarcasmo. —Además de nuestros cinco servicios religiosos diarios, tendremos siete días de clase que empiezan mañana por la mañana y acabarán el sábado por la mañana. Las clases tendrán lugar en este edificio de nueve a once por la mañana y de dos a cuatro por la tarde. En su tiempo libre puede pasearse por el monasterio, leer, estudiar, hablar con nuestros guías espirituales, descansar o hacer lo que le apetezca. La única zona reservada es la zona del claustro donde los monjes comen y duermen. ¿Hay algo más sobre lo que pueda informarle, John? —Tengo una curiosidad, ¿por qué se refiere a algunos monjes como «hermanos» y a otros como «padres»? —Llamamos «padre» a los clérigos que han recibido órdenes sagradas, mientras que los «hermanos» son seglares de toda condición. Todos nosotros nos hemos comprometido a trabajar y compartir nuestras vidas. Los treinta y tres padres y hermanos tienen aquí la misma categoría. El abad nos pone un nombre cuando tomamos los votos. Yo vine de un orfanato hace cuarenta años, y tras mi formación y mis votos se me asignó el nombre de Peter. Finalmente, hice la pregunta que más me interesaba. —Me gustaría conocer a Len La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 7 Hoffman y charlar de algunas cosas con él. Tengo entendido que llegó hace algunos años a su pequeña comunidad. —Len Hoffman, Len Hoffman... —repitió Peter escudriñando el techo, mientras hacía memoria—. Ah, sí, creo que ya sé a quién se refiere. También tiene otro nombre ahora. Estoy seguro de que le encantaría hablar con usted. Le pondré una nota en su casillero con su petición. A decir verdad, va a impartir el curso sobre liderazgo esta semana. Estoy seguro de que sacará gran provecho de sus clases, todo el mundo lo hace. Buenas noches, que descanse, John, y espero verle en el servicio de las cinco treinta, mañana por la mañana. «Por cierto, Jahn —siguió diciendo mientras yo subía la escalera—, hace diez años el abad le puso a Len Hoffman el nombre de hermano Simeón. ... Me quedé pasmado en el rellano de la escalera y asomé la cabeza por la ventana abierta para aspirar unas bocanadas de aire fresco. Fuera, era ya casi noche cerrada y pude percibir el ruido de las olas del lago Michigan rompiendo allá abajo sobre la costa. Se oía el ulular de un fuerte viento que venía del este, y las hojas secas del otoño crujían en los grandes árboles; eran sonidos que, desde niño, me habían encantado. Pude distinguir el destello de los relámpagos sobre el gran lago oscuro, y sentir a lo lejos el retumbar de los truenos. Tenía una extraña sensación, nada inquietante ni desagradable, era simplemente una impresión de déja vu. «¿El hermano Simeón?», pensé, «Esto ya es más que raro». Cerré la ventana y recorrí lentamente el corredor buscando mi habitación. Abrí con cuidado la puerta señalada con el número tres. A la difusa y anaranjada luz de una lámpara de noche distinguí una pequeña pero acogedora habitación con dos camas gemelas, dos mesas y un pequeño sofá. Una puerta entreabierta mostraba el cuarto de baño adyacente. El pastor baptista se había dormido ya y roncaba suavemente, arrebujado en la cama del lado de la ventana. De pronto me sentí muy cansado. Me desvestí rápidamente, me puse el pijama, ajusté el despertador a las cinco y me metí en la cama. Con el cansancio que tenía, dudaba mucho que pudiera estar listo para el servicio de las cinco treinta de la mañana, pero pensé que poner el despertador era un gesto de buena fe por mi parte. Recosté mi cabeza sobre la almohada para dormirme, pero no podía dejar de darle vueltas a la cabeza: « ¡Encuentra a Simeón y escúchale! ¿El hermano Simeón? ¿Habré dado por fin con él? ¿Qué extraña coincidencia es ésta? ¿Cómo me habré metido en este lío? Estás llamado a ir; cinco servicios religiosos al día, ¡Yo, que a duras penas aguanto dos al mes! ¿Pero, qué voy a hacer yo aquí una semana entera? y mi sueño, ¿cómo será Simeón? ¿Qué será lo que tiene que decirme? Pero, ¿qué hago yo aquí? ¡Encuentra a Simeón y escúchale!». Mi siguiente recuerdo es que sonó el despertador. La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 10 El último artículo que encontré en Internet había sido publicado en Fortune, a finales de la década de 1980, y completaba el anterior. Al parecer Hoffman, con sesenta y tantos años y en el cenit de su carrera, de pronto dimitió y desapareció. Su mujer había fallecido repentinamente de un aneurisma cerebral a los cuarenta años, un año antes de que él dimitiera, y muchos pensaron que fue este acontecimiento el que provocó la desaparición de Hoffman. El breve artículo concluía diciendo que la desaparición de Hoffman era un misterio, pero que corrían rumo— res sobre su adscripción a algún tipo de secta o culto secreto. Ninguno de sus cinco hijos, todos ya casados y con descendencia, había informado sobre su paradero; se habían limitado a decir que estaba feliz y en buena salud y que deseaba que se le dejara en paz. Después de la misa de las siete treinta, tenía algo de frío y decidí volver a mi habitación para ponerme un jersey antes del desayuno. Al entrar, oí que alguien andaba en el minúsculo cuarto de aseo, así que grité: —¿Cómo va todo, Lee? —No soy Lee —me respondieron—. Estoy aquí intentando arreglar esta taza que pierde agua. Asomé la cabeza en el cuarto de baño y me encontré con un monje ya mayor, a cuatro patas en su hábito negro, que trataba de ajustar una de las tuberías del váter con una llave inglesa. Se incorporó lentamente y me encontré frente a un hombre que le sacaba al menos medio palmo a mi metro ochenta. Se secó la mano con un trapo antes de dármela. —Hola, soy el hermano Simeón. Encantado de conocerte John. Reconocí a un envejecido Len Hoffman por la foto de Internet, con la cara cruzada de arrugas, los pómulos bien dibujados, la nariz y la barbilla prominentes y el pelo blanco no muy corto. Parecía estar en plena forma, tenía las mejillas sonrosadas y un cuerpo fuerte y enjuto. Pero lo que más me sorprendió fueron sus ojos; unos ojos muy azules, de mirada limpia y penetrante. Nunca había mirado a otro par de ojos más compasivos y receptivos que aquellos. Simeón presentaba además una paradójica apariencia de juventud y ancianidad. Por sus canas y sus arrugas quedaba claro a primera vista que era un hombre mayor, pero sus ojos brillantes transmitían un espíritu y una energía que yo sólo había percibido en los niños. Sentí que mi mano se perdía en su enorme y poderosa mano Y me encontré de pronto mirándome los zapatos sin saber qué hacer. No era para menos, ahí estaba una leyenda viva de los negocios, un hombre que en el cenit de su carrera no ganaba menos de una cifra de siete números en dólares al año... ¡arreglándome la taza del váter! —Hola, me llamo John Daily... es un placer conocerle, señor —me presenté humildemente. —Ah, sí, John. El padre Peter mencionó que querías hablar conmigo en este... —Sólo en el caso de que encuentre usted un momento, por supuesto. Entiendo que debe ser usted un hombre muy ocupado. Me preguntó con verdadero interés: —¿Cuándo quieres que nos reunamos, John? Podría tal vez sugerir... —Si no es mucho pedir, señor, me gustaría poder pasar un rato todos los días con usted, mientras dure mi estancia. Tal vez pudiéramos desayunar juntos o algo así. Verá, últimamente no se me dan muy bien las cosas y creo que me vendrían bien algunos consejos. Además está también lo del sueño ese y algunas otras coincidencias bastante raras que querría contarle. ¡No podía dar crédito a mis propias palabras! Yo —Don Todo—lo—controlo, Don Compostura en persona—, ¿yo contándole a otro hombre que lo estaba pasando mal y que necesitaba consejos? Yo mismo me había dejado estupefacto, ¿o sería Simeón? No había pasado ni medio minuto en compañía de aquel hombre y ya había bajado la guardia. —Déjame ver qué puedo hacer, John. Verás, los monjes comen juntos en la parte del claustro y necesitaría un permiso especial para reunirme contigo. Nuestro abad, el hermano James, suele ser muy razonable ante este tipo de demandas. Mientras consigo el permiso, ¿qué te parece si nos encontramos a las cinco de la mañana antes del primer servicio? Creo que tendríamos tiempo de... —Estaría encantado —dije interrumpiéndole de nuevo, aunque lo de las cinco de la mañana me parecía más bien excesivo. —Pero de momento tengo que acabar con esto si no quiero llegar tarde al desayuno. Te La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 11 veo en clase a las nueve en punto. —Nos vemos entonces allí, señor —dije, retrocediendo torpemente de espaldas hasta salir del baño. Agarré mi jersey y me dirigí a desayunar, pero me sentía algo aturdido. Ese primer domingo por la mañana llegué a la sesión cinco minutos antes de la hora y me agradó ver el aula, de mediano tamaño, moderna y confortable. Había dos paredes cubiertas por unas estanterías soberbiamente talladas, un trabajo de ebanistería digno de un maestro artesano. En el lado oeste de la habitación, que daba al lago Michigan, había una impresionante chimenea de piedra, en la que ardían unos fragantes leños de abedul. El suelo estaba cubierto por una moqueta barata, pero bien cuidada, que contribuía al confort de la habitación. Había dos viejos sofás de aspecto confortable, un diván y un par de sillas dé madera de respaldo duro (afortunadamente con cojines), todo ello dispuesto en círculo cerrado, de forma que era imposible decir cuál era la parte delantera de la clase. Cuando llegué, el profesor, Simeón, se hallaba de pie mirando por la ventana hacia el lago, con aspecto de estar sumido en sus pensamientos. Los otros cinco participantes estaban ya sentados en el círculo y fui a sentarme en uno de los sofás al lado de mi compañero de habitación. Mi reloj sonó justo en el momento en que el gran reloj de la esquina daba las nueve. Apagué rápidamente la alarma al tiempo que Simeón cogía una de las sillas de madera y la acercaba a nuestro pequeño grupo. —Buenos días. Soy el hermano Simeón. En los próximos siete días voy a tener el privilegio de compartir algunos de los principios del liderazgo que cambiaron mi vida. Quiero que sepáis que estoy impresionado por la sabiduría colectiva que hay reunida en esta habitación y que estoy ansioso por lo que puedo aprender de ella. Pensadlo bien. Si tuviéramos que echar la cuenta de los años de experiencia en el liderazgo reunidos en este círculo, ¿cuántos creéis que saldrían? Probablemente uno o dos siglos, ¿verdad? Así pues vamos a aprender mucho unos de otros porque, de veras, para ser sincero, yo no tengo respuesta para todo. Pero estoy firmemente convencido de que entre todos sabemos mucho más de lo que puede saber uno solo, y entre todos vamos a conseguir hacer algunos progresos esta semana. ¿Estáis por la labor? Todos asentimos educadamente con la cabeza, pero yo pensaba «sí, seguro que Len Hoffman podría aprender mucho de mí en materia de liderazgo!». El profesor nos pidió a los seis que nos presentáramos con una breve biografía y que diéramos las razones que nos habían llevado a asistir al retiro. Mi compañero de habitación, el pastor Lee, fue el primero en presentarse, seguido por Greg, un sargento de instrucción del Ejército de los Estados Unidos bastante gallito. Theresa, una hispana, directora de una escuela pública del sur del estado fue la siguiente en hablar, y luego le tocó a Chris, una mujer de color alta y atractiva que era entrenadora del equipo femenino de baloncesto de la Universidad Estatal de Michigan. Antes de mi intervención se presentó una mujer llamada Kim, y empezó a contamos algo sobre ella, pero no le presté atención. Estaba demasiado ocupado pensando en qué iba a decir sobre mí mismo cuando me llegara el turno. Nada más acabar ella, el profesor me miró y dijo: —John, antes de que empieces, quisiera pedirte que nos hicieras un resumen sobre las razones de Kim para asistir a este retiro. Me quedé helado y me di cuenta de que me estaba poniendo como un tomate. ¿Cómo iba a salir de aquel atolladero? La verdad es que no había oído una sola palabra de la presentación de Kim. —Lamento tener que confesar que no me he enterado mucho de lo que ha dicho — murmuré, con la cabeza gacha—. Te ruego que me disculpes, Kim. —Gracias por ser tan sincero, John —respondió el profesor—. Escuchar es uno de las capacidades más importantes que un líder puede decidir desarrollar. Vamos a dedicar bastante tiempo a hablar del tema esta semana. —Prometo hacerlo mejor —dije yo. Después de mi breve presentación el profesor dijo: —Sólo hay una regla para esta semana que vamos a compartir: si en algún momento sentís ganas de hablar, quiero que me prometáis que lo haréis. La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 12 —¿Qué es eso de «si sentís ganas de hablar»? —preguntó el sargento con tono escéptico. —Creo que lo sabrás cuando te suceda, Greg. Suele ser una sensación que le hace a uno rebullirse en el asiento, que hace que el corazón nos vaya más aprisa o que nos empiecen a sudar las manos. Es esa sensación que tenemos cuando pensamos que podemos contribuir en algo. No perdáis ocasión de potenciar esta sensación durante esta semana, aunque penséis que al grupo puede no hacerle gracia oír lo que tenéis que decir, aunque no os apetezca decirlo. Si sentís ganas, hablad. Lo contrario es igualmente válido. Si no sentís ganas de hablar, probablemente es mejor que no habléis, así dais ocasión a otro de hacerlo. Confiad en mí, ya lo entenderéis más adelante. ¿De acuerdo entonces? —Asentimos de nuevo educadamente, y el profesor continuó—: Todos vosotros estáis en puestos de liderazgo y tenéis gente a vuestro cargo. Durante esta semana me gustaría plantearos un reto que consiste en que iniciéis una reflexión sobre la abrumadora responsabilidad que habéis adquirido al elegir ser líderes. Porque, efectivamente, cada uno de vosotros ha elegido voluntariamente ser papá, mamá, esposa, jefe, entrenador, profesor, o lo que sea. Nadie os ha obligado a adoptar estos papeles y tenéis la libertad de dejarlos en el momento que queráis. En el ámbito laboral, por ejemplo, los empleados pasan casi la mitad del tiempo en que están despiertos trabajando y viviendo en el ambiente que vosotros, como líderes, habéis creado. Cuando yo estaba en el mundo del trabajo me dejaba estupefacto la indiferencia, incluso la frivolidad de la gente ante esta responsabilidad. Es mucho lo que está en juego y la gente cuenta con uno. El papel de líder es una vocación de lo más alto. Empecé a sentirme incómodo. La verdad es que nunca me había parado a considerar las repercusiones que yo podía tener en las vidas de aquellos a quienes dirigía. Pero tanto como «una vocación de lo más alto»... No estaba muy convencido. El profesor continuó: —Los principios sobre liderazgo de los que os voy a hacer partícipes, ni son nuevos, ni son cosa mía. Son tan antiguos como las Sagradas Escrituras y a la vez tan nuevos y frescos como este amanecer. Son principios aplicables a todos y cada uno de los roles de líderes en los que tenéis el privilegio de servir. Os conviene saber, por si no os habíais dado cuenta ya, que vuestra presencia hoy en esta habitación no es mera casualidad. Estáis aquí con un propósito y espero que podáis descubrirlo en el tiempo que vamos a pasar juntos esta semana. Mientras el profesor hablaba, yo no podía dejar de pensar en las «coincidencias con Simeón», en las palabras de Rachael y en la serie de acontecimientos que me habían llevado hasta allí. —Hoy tengo buenas y malas noticias para vosotros —continuó Simeón—. Las buenas son que voy a pasarme siete días dándoos las claves del liderazgo. Como todos vosotros servís como líderes, confío en que eso os parecerá una buena noticia. Recordad que siempre que dos o más personas se reúnen con un propósito, hay una oportunidad de liderazgo. Las malas noticias son que cada uno de vosotros va a tener que tomar decisiones personales respecto a la aplicación de esos principios a su vida. El tener influencia sobre los otros, el verdadero liderazgo, está al alcance de cualquiera, pero requiere un tremendo esfuerzo personal. Desgraciadamente, muchos de los que ocupan puestos de liderazgo lo rehuyen. Mi compañero de habitación, el pastor, levantó la mano para hablar y el profesor le hizo una seña con la cabeza. —Advierto que usas mucho los términos «líder» y «liderazgo», y pareces evitar «gerente» y «gestión». ¿Hay alguna razón para ello? —Buena observación, Lee. La gestión no es algo que hagas con la gente. Puedes gestionar tu inventario, tu talonario de cheques, tus recursos. Pero no gestionas otros seres humanos. Se gestionan cosas, se lidera a la gente. El hermano Simeón se levantó, se dirigió a la pizarra y escribió «Liderazgo» arriba del todo y nos pidió que le ayudáramos a dar una definición de esa palabra. Tardamos unos veinte minutos en llegar a una definición consensuada: Liderazgo —El arte de influir sobre la gente para que trabaje con entusiasmo en la consecución de objetivos en pro del bien común. De vuelta a su asiento el profesor comentó: —Una de las palabras clave es «arte»,'hemos definido el liderazgo como un arte, y yo he tenido ocasión de ver que así es. Un arte es simplemente una destreza aprendida o adquirida. Yo mantengo que el liderazgo, el influenciar a los otros, consiste en una serie de destrezas que cualquiera puede aprender y La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 15 —Paciencia, Chris, paciencia —respondió riéndose el profesor—. Ahora llegamos a ello. El sargento echó una ojeada al reloj y pidió la palabra: —Simeón, tengo ganas de hablar, así que como buen alumno que soy voy a hacerlo. ¿Podemos dar por terminada la sesión de la mañana?, necesito ir al servicio. ... Nos servían tres sustanciosas comidas diarias: desayuno a las ocho quince (tras la misa de la mañana), comida a las doce treinta (tras el oficio de nona), y cena a las seis de la tarde (tras vísperas). La comida era sana, simplemente condimentada y deliciosa, y la servía un monje simpático y muy servicial, el hermano Andrew. Para mi sorpresa, conseguí asistir a todos y cada uno de los cinco servicios diarios durante mi estancia en el monasterio. Todos los días empezaban con los maitines a las cinco treinta, seguía la misa a las siete treinta, luego el oficio de mediodía, las vísperas a las siete treinta y las completas se rezaban a las ocho treinta. Los oficios solían durar entre veinte y treinta minutos, y todos eran ligeramente distintos según la hora. Al principio me parecieron bastante monótonos, pero según iba pasando la semana me sorprendí a mí mismo deseando que llegara la hora del siguiente. Los oficios conseguían centrarme, me regulaban el día y me otorgaban tiempo para reflexionar, algo que hacía años que no practicaba demasiado. Mi compañero de habitación y yo nos llevábamos bien. Descubrí que Lee era una persona muy abierta, sin demasiadas pretensiones, a diferencia de muchas personas religiosas que yo había conocido. Aunque no pasábamos mucho tiempo juntos, solíamos cambiar impresiones antes de retiramos, al final de cada jornada. De todas formas, generalmente estábamos tan cansados del madrugón y de las actividades cotidianas que nos quedábamos dormidos en seguida. En conjunto era un compañero de habitación ideal. Como era de esperar, cada uno de los seis participantes del retiro teníamos distinta procedencia; nuestro denominador común era el hecho de que cada uno de nosotros tenía un puesto de liderazgo en nuestras respectivas organizaciones. Todos teníamos gente a nuestro cargo. El día estaba organizado en torno a los cinco oficios, las tres comidas y las cuatro horas de clase, con alguna pequeña pausa. El resto del tiempo solíamos dedicarlo a la lectura, la conversación, los paseos por aquellos espléndidos parajes, o a bajar los 243 escalones que llevaban hasta el maravilloso lago Michigan, para dar una vuelta por la playa. Durante la sesión de la tarde, el profesor nos pidió que nos pusiéramos por parejas. Kim me sonrió y me senté con ella, esta vez dispuesto a escucharla. —Vamos a intentar completar un poco esta idea de forjar autoridad, o influencia, si preferís, en los demás. Quiero que cada uno de vosotros piense en una persona que, en algún momento de vuestra vida, haya tenido sobre vosotros una autoridad, de acuerdo con la definición que dimos esta mañana. Puede ser un profesor, un entrenador, una esposa, un jefe..., da lo mismo. Pensad en alguien que haya sido una autoridad en vuestra vida, alguien por quien estaríais dispuestos a hacer cualquier cosa —pensé de inmediato en mi querida madre, que había muerto diez años antes—. —Luego —continuó Simeón—, me gustaría que hicierais con vuestra pareja una lista de las cualidades de esa persona. Escribidlas según se os vayan ocurriendo, como la lista de la compra, y luego juntad las dos listas. A continuación quiero que cada equipo reduzca a tres, máximo cinco, las cualidades que os parecen esenciales para desarrollar autoridad sobre la gente, sobre la base de esa experiencia personal. El ejercicio me resultó fácil porque mi madre ha tenido gran influencia en mi vida, y me habría hecho realmente feliz haber podido hacer lo que fuera por ella, pero desgraciadamente ya no era posible. Escribí rápidamente: «paciente, comprometida, cariñosa, atenta, digna de confianza» y le pasé la hoja a Kim. Me sorprendió descubrir que la lista de Kim era muy parecida a la mía. Su elección había recaído sobre un antiguo profesor de instituto que había tenido mucha influencia en su vida. Simeón se acercó a la pizarra y pidió a cada grupo su lista. Otra vez me quedé estupefacto de la similitud que presentaban las listas de los diferentes equipos. Las diez respuestas más recurrentes eran: Honrado, digno de confianza La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 16 Ejemplar Pendiente de los demás Comprometido Atento Exige responsabilidad a la gente Trata a la gente con respeto Anima a la gente Actitud positiva, entusiasta Aprecia a la gente Simeón se volvió de espaldas a la pizarra y comentó: —Una lista estupenda, estupenda. Volveremos sobre ella más adelante a lo largo de la semana y la compararemos con otra que muchos de vosotros conocéis. Pero, de momento, tengo dos preguntas que haceros sobre vuestra lista. La primera es: ¿cuántas de estas características, que a vuestro juicio son esenciales para mandar con autoridad, son innatas? Todos dedicamos un momento a mirar la lista con atención hasta que Kim dijo escuetamente: —Ninguna. —Yo no estoy tan seguro —objetó el sargento—. La actitud positiva, entusiasta, la capacidad de apreciar son probablemente innatas. Yo nunca he sido ese tipo de persona, ni tengo especial interés en serlo. —¿Ah, no? Pues puede que cambiaras de idea por 25.000 dólares —replicó el pastor. —¿A qué viene eso, predicador? —Supón que te digo que te doy una prima de 25.000 dólares si, de aquí a seis meses, muestras una actitud más positiva, de mayor entusiasmo y aprecio hacia la tropa. La pregunta que te hago es la siguiente, Greg: ¿veríamos aumentar por tu parte «el peloteo» hacia la tropa, o no? El sargento asintió, con la cabeza tan gacha que casi le llegaba a las deportivas, y dijo: —Entiendo tu punto de vista, Lee. Simeón salió al quite diciendo: —Todas esas características que habéis dado son comportamientos; y el comportamiento es materia de elección. Vamos con la segunda pregunta: ¿cuántas de estas características, de estos comportamientos, practicáis normalmente? —Todas ellas —respondió la directora de escuela—. En mayor o menor medida las practicamos todas. Algunas mejor que otras, y algunas casi nada. Por muy mal que se le dé a uno escuchar, alguna vez no queda más remedio que hacerlo; y el más sinvergüenza puede ser un honrado padre de familia. —Fantástico, Theresa —dijo el profesor sonriendo——. Estos rasgos de carácter se desarrollan muchas veces a una edad temprana y se convierten en comportamientos habituales. Algunos de nuestros hábitos, de nuestros rasgos de carácter, siguen madurando, evolucionan hasta niveles superiores, mientras que otros no cambian prácticamente nada desde la adolescencia. El reto para el líder consiste en identificar aquellos rasgos en los que necesita trabajar y en aplicarles el reto de los 25.000 dólares de Lee. Es un reto que tenemos que aceptar para cambiar nuestros hábitos, nuestro carácter, nuestra naturaleza. Yeso requiere un gran esfuerzo. —Nadie puede cambiar su naturaleza —dijo el sargento en tono desafiante. "' —No cambies de canal, Greg, volvemos en seguida: —replicó el profesor con un guiño. ... Después de la pausa de la comida, dedicamos el resto del día a discutir la importancia de las relaciones humanas. Empezó el profesor: —Dicho en términos sencillos, el liderazgo consiste en conseguir que la gente haga una serie de cosas. Cuando trabajamos con gente, cuando queremos conseguir que la gente haga cosas, nos encontramos siempre con dos dinámicas: la tarea y la relación humana. Es fácil que los líderes desequilibren la balanza en favor de una de las dinámicas, y claro está, en detrimento de la otra. Por ejemplo, si nos centramos sólo en que se lleve a cabo la tarea y descuidamos la relación, ¿qué síntomas van a aparecer? —¡Huy, qué fácil! —respondió la enfermera—. Para detectar a los más tiranos en el La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 17 hospital no hay más que fijarse en quién tiene más movimiento de personal en su área. Nadie quiere trabajar para ellos. —Exacto, Kim. Si nos centramos sólo en la tarea y no en la relación humana, nos encontramos con cambios permanentes de personal, rebeldía, falta de calidad, bajo nivel de compromiso, bajo nivel de confianza y otros síntomas igualmente indeseables. —Sí, sí —me encontré diciendo—; hace poco en mi empresa tuvimos que pararle los pies al sindicato, tal vez porque nos habíamos centrado demasiado en la tarea. Lo único que me importaba era el resultado final, y las relaciones humanas probablemente se resintieron de ello. —¡Pero la tarea es importante! —señaló el sargento—. No creo que ninguno de nosotros dure mucho en su trabajo si no consigue que se haga lo que hay que hacer. —Eso es absolutamente cierto, Greg —asintió Simeón—. Si el líder no consigue que se lleven a cabo las tareas asignadas, y sólo se ocupa de la relación humana, puede que sea estupendo como canguro, pero desde luego no será lo que se dice un líder. Por lo tanto, la clave del liderazgo es llevar a cabo las tareas asignadas fomentando las relaciones humanas. Se me ocurrió una idea que quise poner en común. —Yo pienso que es posible que esto esté cambiando un poco, pero muchos, por no decir la mayoría de la gente que asciende hoy en día a puestos de liderazgo, llega a ellos por sus capacidades técnicas o relacionadas con el trabajo. Es una trampa muy habitual en la que he reparado muchas veces a lo largo de mi carrera. Promovemos a nuestro mejor conductor de carretillas elevadoras al puesto de supervisor, y de paso creamos dos problemas nuevos: ¡perdemos a nuestro mejor conductor y nos encontramos con un supervisor infame! Así que debido a esta perniciosa tendencia, los que se encuentran en la mayoría de los puestos de liderazgo son probablemente en su mayoría gente orientada hacia la técnica o la tarea. —Bien puede ser que estés en lo cierto, John —replicó el profesor—. Antes dijimos que el poder puede acabar con las relaciones humanas. Ahora la pregunta que tenemos que planteamos es la siguiente: ¿son importantes las relaciones humanas en vuestro ámbito de liderazgo? Me ha llevado prácticamente toda la vida el aprender que la gran verdad de todo en esta vida son las relaciones, las relaciones con Dios, con uno mismo y con los demás. y esto es especialmente cierto en los negocios, porque si no hay gente, no hay negocio. Las familias que funcionan, los equipos que funcionan, las iglesias que funcionan, los negocios que funcionan, todos tienen que ver con relaciones humanas que funcionan. Los grandes líderes de verdad poseen el arte de construir relaciones que funcionan. —¿Podrías ser más concreto, Simeón? —pidió la entrenadora—. Para mí los negocios tienen que ver con ladrillos, hormigón y máquinas. ¿A qué relaciones exacta mente te refieres? —Para tener un negocio que funcione y que prospere, tienen que funcionar las relaciones con los A.C.E.P en la organización. Y no me estoy refiriendo a los Altos Cargos de Empresa Pistonudos, precisamente. Me refiero a los Accionistas (o Propietarios), a los Clientes, a los Empleados y a los Proveedores. Por ejemplo, si nuestros clientes se nos van, o se van a la competencia, tenemos un problema de relación. No estamos identificando y satisfaciendo sus necesidades legítimas. y la :regla número uno de todo negocio es que si no somos capaces de satisfacer las necesidades de nuestros clientes, otros lo harán. Estas palabras me hicieron reaccionar: —Desde luego, se acabó la época en que bastaba con hacerle unas fiestas al cliente e invitarle a comer para firmar el contrato. Ahora lo importante es la calidad, el servicio y los precios. El profesor asintió: —Eso es, John, se trata de satisfacer sus legítimas necesidades. Y el mismo principio vale para los empleados. La agitación obrera, el malestar, las huelgas, la moral baja, a falta de confianza y el bajo nivel de compromiso son meros síntomas de un problema de relación. Las legítimas .1ecesidades de los empleados no están siendo satisfechas. Recordé inmediatamente a mi jefe cuando me dijo que a campaña sindicalista en la fábrica era un problema de gestión y yo preferí no hacerle caso. —Voy a ir incluso más allá. Si no satisfacemos las necesidades de los propietarios o de los accionistas, también se verá la empresa en un serio problema. Los accionistas tienen la legítima necesidad de conseguir unos dividendos justos de su inversión, y si, como empresa, no satisfacemos su necesidad, las relaciones con los accionistas no van a ser precisamente La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 20 CAPÍTULO DOS El paradigma antiguo Si no cambias de dirección, acabarás en el lugar exacto al que te diriges. ANTIGUO PROVERBIO CHINO A las cuatro cuarenta y cinco de la mañana estaba ya completamente despierto, pero no tenía muchas ganas de salir de la cama. Sabía que el profesor me estaría esperando en la capilla, así que conseguí arrancarme de mis cálidas mantas, me eché un poco de agua en la cara y me dirigí a su encuentro. Simeón estaba sentado en el mismo asiento que ocupaba durante los cinco servicios diarios. Me hizo una seña con la mano y fui a sentarme a su lado. —Siento sacarte de la cama a estas horas para que vengas a reunirte conmigo —dije disculpándome. —No te apures John, ya llevo en pie un buen rato. Me alegro de que tengamos ocasión de vemos. Le pregunté al abad si podía reunirme contigo en el desayuno, pero no me ha contestado todavía. Nos ha autorizado a romper el Gran Silencio antes del servicio de las cinco treinta, cosa que le agradezco mucho. «Qué magnánimo», pensé yo para mis adentros. —Así pues, dime, John, ¿qué has aprendido? —Todo tipo de cosas —repliqué sin mucho entusiasmo——. Esa historia sobre el poder y la autoridad era muy interesante. Pero oye, Simeón, desde luego ayer me pillaste en lo de no escuchar a Kim. —Ah, sí, John. Me he dado cuenta de que no escuchas demasiado bien. —¿Qué quieres decir? —pregunté a la defensiva—. Siempre he pensado que sabía escuchar. —Ayer por la mañana, cuando nos encontramos en mi habitación, me cortaste por lo menos tres veces en mitad de una frase. Bueno, eso es alg9 que mi ego puede soportar, John, pero me espanta pensar en el mensaje que haces llegar a la gente que diriges, interrumpiéndoles de esa manera. ¿No te ha hablado nadie de esta mala costumbre tuya? —Pues, no —mentí, a sabiendas de que una de las mayores quejas de Rachael era que nunca dejaba a nadie acabar una sola frase, sin meter yo baza. A mis hijos aquello les frustraba lo indecible. Rachael mantenía que probablemente hacía lo mismo en el trabajo e insistía en que seguro que nadie se atrevía a decírmelo a la cara. Sin embargo, en una ocasión eso fue precisamente lo que sucedió. Ocurrió durante una entrevista con un director de producción que dejaba el puesto para irse a trabajar con la competencia. Me dijo que nunca había encontrado a nadie que escuchara menos que yo. No hice mucho caso de aquello, porque di por sentado que los que dejaban la empresa y los traidores poco podían enseñarme. —Cuando se corta así a la gente, dejándola con la palabra en la boca, se están emitiendo mensajes poco positivos. Primero, si me cortan así la palabra, es evidente que no me estaban escuchado muy atentamente, puesto que ya tenían la respuesta en mente; segundo, no me valoran en absoluto, no valoran mi opinión, y, finalmente, deben pensar que lo que tienen que decir es mucho más importante que lo que yo tengo que decir. Estos, John, son mensajes que indican una falta de respeto, que como líder no puedes permitirte emitir. —Pero eso no es así, Simeón —protesté—. Yo te tengo muchísimo respeto. —Tus sentimientos de respeto deben ser acordes con tus actos de respeto, John. —Sospecho que tendré que trabajar sobre ello —contesté precipitadamente, deseando cambiar de tema. —Cuéntame algo sobre ti, John —me pidió el profesor como si me leyera el pensamiento. Hice para Simeón una autobiografía en cinco minutos y dediqué otros cinco a la descripción de las «coincidencias con Simeón» y a mi sueño recurrente. La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 21 Simeón me escuchó con atención, como si lo único que importara en el mundo fuera lo que yo estaba contando. Me miraba directamente a los ojos y sacudía de vez en cuando la cabeza, para hacerme ver que entendía, pero no pronunció una sola palabra hasta que acabé del todo. Después de un par de minutos en silencio, dijo: —Gracias por hacerme partícipe de tu historia, John. Ha sido fascinante. Me encanta oír contar la vida de la gente. —Bueno, no es nada del otro mundo —dije con modestia—. Y, dime, ¿qué opinas de tanta coincidencia con Simeón? —De momento no estoy seguro, John ——contestó acariciándose el mentón—. Me inclino a pensar, como tu mujer, que probablemente tienen algún significado. Nuestro inconsciente y los sueños que produce están cargados de una fabulosa riqueza de significados que apenas si empezamos a entender. —Ya, eso supongo. —Vamos a ver, ¿en qué puedo serte de utilidad durante esta semana, John? —Pues supongo, Simeón, que me gustaría sacar algún partido de tu experiencia, si es que puedo. Realmente no me siento muy en paz últimamente, tengo la mente muy agitada. Pensarás que un tipo que lo tiene todo tendría que estar feliz y satisfecho. Pero como acabo de decirte, ese no es mI caso. —John, me ha llevado muchos años aprender que no son las cosas materiales de la vida las que le hacen a uno feliz —dijo Simeón como si estuviera diciendo una verdad universal—. Y si no, mira a tu alrededor. Los mayores placeres de la vida son absolutamente gratis. —¿De veras lo crees, Simeón? —Así de entrada, John, piensa en el amor; el matrimonio; los amigos; los hijos; los nietos; las puestas de sol; los amaneceres; las noches estrelladas; los bebés; el don del tacto, del gusto, del olfato, del oído, de la vista; la salud; las flores; los lagos; las nubes; el sexo; la capacidad para elegir; incluso la propia vida. Todo eso es gratis, John. Empezaba a entrar en la capilla una fila de monjes y me di cuenta de que casi se nos había acabado el tiempo. —Se supone que tengo que aprender algo de ti en esta semana, Simeón. No sé muy bien qué, pero estoy deseando averiguarlo. Sé perfectamente que tengo que recomponer mi vida si no quiero quedarme sin trabajo, e incluso sin familia. Pero si he de serte sincero, te diré que aquí no sólo no me encuentro mejor, sino que de hecho me encuentro peor. Cuanto más te escucho, más me doy cuenta de lo mal encaminado que iba. Creo que nunca he tenido el ánimo tan por los suelos. —Es el punto de partida perfecto —replicó Simeón. El aula era un hervidero cuando dieron las nueve en el reloj el lunes por la mañana. El profesor dirigió una sonrisa al grupo y dijo amablemente: —Tengo la impresión de que hay unos cuantos que han estado planteándose algunos de los principios que discutimos ayer. —¡Y tanto que sí! —saltó el sargento, como si hablara en nombre de todo el grupo—. Esa película que nos contaste ayer va en contra de todos los principios que nos han enseñado fuera de aquí, en el mundo real. El pastor sacudió la cabeza y dijo: —¿Qué quieres decir con «nos»? ¡Puede que sencillamente tengas que poner en tela de juicio alguno de tus antiguos paradigmas, soldado! —¿Y qué es eso de «paradigma», predicador? —gruñó el sargento—, ¿te lo has sacado de la Biblia? Simeón aprovechó la pregunta. —Paradigma; bien, es una buena palabra. Los paradigmas son sencillamente patrones psicológicos, modelos, mapas que nos valen para no perder el rumbo en la vida. Nuestros paradigmas pueden ser útiles e incluso pueden salvamos la vida si hacemos un uso apropiado de ellos. Pero también pueden llegar a ser peligrosos si los consideramos verdades inmutables que valen para todo, y los utilizamos como filtros de la información nueva y de la mudanza de los tiempos a lo largo de nuestra vida. Aferrarse a paradigmas obsoletos puede paralizamos La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 22 mientras el mundo avanza. —Vale, ya lo entiendo —<fijo el sargento—. De acuerdo con mis antiguos paradigmas, los monjes son gente rara y los monasterios cuanto más lejos mejor. Gracias a mi capitán, que se empeñó en mandarme aquí, me alegra poder decir que aquí, esta semana, estos paradigmas están siendo revisados. Todos nos reímos, y Simeón más que nadie. —Bueno Greg, supongo que tengo que darte las gracias —respondió el profesor con una sonrisa—. Como ejemplo de paradigma peligroso, pensad en la visión del mundo que puede desarrollar una niña que haya sufrido malos tratos por parte de su padre. La idea, el paradigma, de que no debe confiar en los hombres puede servirle durante su infancia, llevándola a evitar a su padre. Sin embargo, si transfiere este paradigma al mundo de los adultos a medida que vaya creciendo, probablemente tendrá serias dificultades en su trato con los hombres. —Entiendo —comentó la enfermera—. El paradigma de la niña es que hay que desconfiar de todos los hombres, pero el paradigma apropiado sería que hay que desconfiar de algunos hombres. Así pues, un modelo que le fue útil mientras vivió en la casa familiar con ese impresentable se transfiere de forma inadecuada a un contexto más amplio en el mundo adulto. —Exacto, Kim —continuó Simeón—. Por lo tanto, es importante que reconsideremos continuamente nuestros paradigmas respecto a nosotros mismos, al mundo que nos rodea, a nuestras empresas y a otra gente. Además nuestros paradigmas no siempre son ajustados. Yo añadí: —Leí en alguna parte que no vemos el mundo tal y como es, vemos el mundo tal y como somos. El mundo aparece en formas muy distintas según la perspectiva de cada uno. El mundo ofrece aspectos muy distintos dependiendo de que uno sea rico o pobre, joven o viejo, blanco o negro, o de que uno esté enfermo o tenga buena salud... Os aseguro que mi mujer ve el mundo de muy distinta forma que yo. Intervino la directora de escuela: —Creo que fue Mark Twain quien dijo que debemos poner mucho cuidado en extraer las lecciones adecuadas de nuestras experiencias; para no hacer lo del gato que se sentó sobre una estufa encendida. Porque el gato que se ha sentado sobre una estufa encendida no volverá a sentarse nunca sobre una estufa encendida, pero tampoco volverá a sentarse sobre una estufa apagada. —Excelente, excelente —respondió el profesor con su habitual sonrisa—. Pensad en los antiguos paradigmas: el mundo es plano, el Sol se mueve alrededor de la Tierra, la salvación se consigue siendo una buena persona, las mujeres no deben votar, las personas de color son inferiores, las monarquías deben gobernar los pueblos, no se deben llevar botas blancas de tacos en un campo de fútbol, el pelo largo y los pendientes son cosa de mujeres..., pues eso. Se tiende con frecuencia a poner en tela de juicio las nuevas ideas, las nuevas formas de hacer las cosas, tildándolas incluso de herejías, obras del demonio o del comunismo. Poner en tela de juicio lo antiguo supone un gran esfuerzo, pero no hacerlo, también. El mundo cambia a tanta velocidad que, si no revisamos nuestras creencias y nuestros paradigmas, nos estamos arriesgando, en el mejor de los casos, a quedamos paralizados. Intervino la entrenadora: —Me pregunto si no será esto lo que explica por qué es tan importante, hoy en día, la mejora continua. A la empresa que no revisa sus planteamientos y sus métodos, sencillamente la adelanta la competencia porque se queda desfasada. Pero a la gente le cuesta mucho cambiar; ¿a qué crees que puede deberse, Simeón? El profesor respondió inmediatamente: —El cambio nos hace salir de un ámbito que nos resulta cómodo y nos obliga a hacer las cosas de modo diferente, yeso es duro. No dar por sentadas las cosas nos obliga a replanteamos nuestra posición, yeso siempre es incómodo. Hay mucha gente que, para no tener que aguantar la incomodidad y el duro esfuerzo de ir progresando, se conforma con permanecer aferrada a sus pequeñas rutinas. —Una rutina —afirmó la directora de escuela con una mueca burlona es poco más que un ataúd del que sólo se pueden sacar los pies. — La entrenadora comentó: —La mejora continua es crucial tanto para las personas como para las organizaciones, porque nada en esta vida es permanente. La naturaleza nos muestra con claridad que sólo si estás creciendo estás vivo, si no, estás muriéndote, estás muerto o te estás pudriendo. El profesor añadió: —Casi todo el mundo admite la idea de mejora continua, pero, por La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 25 —De este modo conseguimos un modelo que podríamos representar así —anunció Simeón alejándose de la pizarra y mirando a los asistentes—. ¿Es éste un buen modelo o paradigma para llevar hoy en día una empresa? —continuó preguntando el profesor. —¡Pues lo que está claro es que es una manera efectiva de resolver las cosas! —replicó el sargento, un tanto a la defensiva— Estados Unidos lo ha utilizado con éxito durante mucho tiempo y ha conseguido que se hicieran las cosas con orden. —Bueno —comentó el pastor—, es muy natural que, tras las grandes victorias que ha conocido este país en este siglo, la gente volviera a casa pensando que este estilo de poder, caracterizado por el verticalismo y la obediencia ciega, era la manera de conseguir resolver las cosas. Probablemente muchos volvieron a sus casas pensando que era la mejor, tal vez la única forma de llevar sus negocios, sus hogares, sus equipos deportivos, sus iglesias y demás organizaciones no militares. —No cabe duda de que el modelo militar fue efectivo para ganar las guerras —asintió el profesor—; yo soy un ciudadano libre y me siento agradecido por la libertad de que puedo disfrutar ahora mismo. Pero me pregunto, como en el caso de la niña maltratada de la que hablábamos antes, si no habremos trasladado de modo inapropiado un modelo perfectamente válido en la defensa de la patria y los niños, a un mundo donde este modelo no va a ser igual de efectivo. ¿Es válido hoy en día este modelo, o existe una manera mejor de hacer las cosas? —Sabes —empezó a decir Lee—, cuando miro el mode lo de la pizarra, me llama la atención que el cliente esté en la misma casilla que el enemigo. ¿No pensaréis en serio que la empresa ve al cliente como el enemigo, verdad? —Ciertamente, espero que no, al menos no conscientemente —replicó Kim—. Pero cuando considero este estilo vertical de gestión, me preocupa el mensaje que se está haciendo llegar a la organización. —¿A qué te refieres? —pregunté. —Cada elemento de la organización está mirando hacia la casilla de arriba, hacia el jefe, no hacia el cliente —respondió de inmediato. —¡Es una muy buena observación, Kim! —exclamó Simeón—. Eso es exactamente lo que ocurre con una mentalidad o paradigma piramidal. Si yo me presentara en vuestras empresas y preguntara a los empleados, asociados o como queráis llamarles: «¿A quién trata usted de agradar?» o «¿Al servicio de quién está usted?», ¿cuál creéis que sería la respuesta? Esta vez contesté yo inmediatamente: —Me gustaría pensar que dirían «al cliente», pero me temo que dirían «al jefe». En realidad estoy casi seguro de que los empleados de mi fábrica dirían algo así como «Yo estoy aquí para tener contento al jefe. Mientras el jefe esté contento todo va bien». Es triste, pero así es, más o menos. —Gracias por tu sinceridad, John —dijo el profesor—. Mi experiencia coincide con la tuya. Hoy en día, en muchas organizaciones, la gente está más pendiente del de arriba que del de abajo, y lo que le preocupa es tener al jefe contento. Y mientras todos se esfuerzan en tener contento al jefe, ¿quién se ocupa de tener contento al cliente? La directora de escuela parecía algo preocupada: —No deja de ser irónico, aunque es más bien triste. Tal vez la pirámide esté invertida. Puede que haya que poner al cliente en lo alto de la pirámide. Parece que tendría más sentido, ¿no? —Desde luego que tendría más sentido, Theresa ——contestó el pastor—, porque si no se sirve al cliente y no se le tiene contento, no vamos a tener gran cosa que decir en el próximo seminario, porque se nos va a acabar pronto el negocio. El profesor se acercó a la pizarra diciendo: —Para seguir con lo que decía Theresa, supongamos que nuestro paradigma piramidal está invertido. Supongamos que ese modelo que fue perfecto en su día ya no lo es. ¿Qué pasaría si, como ha sugerido Theresa, invirtiéramos el triángulo y pusiéramos al cliente arriba del todo? Como decíamos antes, los que estarían más cerca del cliente serían los asociados o los empleados, que se apoyarían sobre los supervisores de primera línea y el resto. El nuevo modelo podría ser algo así. Simeón se retiró de la pizarra. —Para mí que estás en las nubes, Simeón —insistió el sargento—. Estás diciendo que los empleados estarían en el lugar de mando. Quiero decir que toda esta simpática y deshilvanada charla es muy divertida en teoría, pero impensable en el mundo real. —Por favor, Greg, atiéndeme un momentito más —dijo Simeón—. Trata de pensar en La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 26 una organización enfocada a servir al cliente que está arriba del todo, una organización donde, tal como describe la pirámide invertida, los empleados en primera línea están realmente dando servicio a los clientes y asegurándose de que se están satisfaciendo sus legítimas necesidades. Y supón que los supervisores de primera línea empiezan a considerar a sus empleados como clientes suyos, y se ponen a identificar y satisfacer sus necesidades. Y así sucesivamente en toda la pirámide. Esto obligaría a todos los mandos a asumir una nueva mentalidad, un paradigma nuevo, y a reconocer que el papel del líder no es mandar y dominar al de la casilla de abajo. El papel del líder es más bien servir; interesante paradoja... ¿Qué pasaría si la aplicamos de arriba a abajo en toda la pirámide? Tal vez ponemos al servicio de los otros sea la mejor manera de dirigir. Tal vez dirigimos mejor sirviendo. —Yo siempre les digo a mis supervisores de departamento —medió la enfermera—. Que su trabajo es quitar obstáculos, quitar todas las obstrucciones que estorban a su gente en el servicio a los pacientes. Les pido que piensen que están igualando el firme de una carretera, quitando los badenes para facilitar el paso a su gente. Me imagino Simeón, para decirlo en tus palabras, que quitar los obstáculos sería servir a la gente. —Efectivamente —añadió el pastor—. Por desgracia, hay demasiados ejecutivos que no sólo no quitan los obstáculos, sino que son ellos mismos un obstáculo permanente. Cuando vivía en ese mundo solía referirme a ellos como «ejecutivos gaviota». El ejecutivo gaviota sobrevuela periódicamente el área haciendo mucho ruido, lo caga todo, se puede comer tu almuerzo y luego se va volando. Creo que todos hemos topado con este tipo de ejecutivo alguna vez. —Mi jefa va incluso más allá —añadió la enfermera—. Según ella la dirección forma parte de los gastos generales. Dice que nosotros, al acceder a la dirección y dejar de servir café en los aviones, de limpiar orinales, de enseñar a los niños en la escuela o de llevar una carretilla elevadora, ya no contribuimos al valor añadido del producto o servicio en cuestión, sino que estamos por encima, somos parte de los gastos generales. —No sé qué es peor: si que te llamen «ejecutivo gaviota» o «gastos generales» — respondió el profesor, ahogando unas risas—. Es una vergüenza que tantos líderes pierdan el tiempo ponderando sus derechos como líderes y no sus tremendas responsabilidades como líderes. —Hasta en las negociaciones con los sindicatos —dije en voz baja—, la empresa y el sindicato pasan a veces infinidad de horas discutiendo sobre el apartado de «Derechos de la Dirección» del convenio. Me contaron una vez que en una empresa de nuestro grupo, un representante sindical acabó vociferando sobre la mesa de negociaciones: «¡Y si le meto unos La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 27 golpes de izquierda para acompañar sus derechazos!». —Es hora del servicio de mediodía— dijo Simeón con una sonrisa—. Resumiendo, el líder es alguien que identifica y satisface las legítimas necesidades de su gente y quita todo obstáculo para que puedan servir al cliente. De nuevo, para ser el primero hay que servir. —¡Baja a la tierra, Simeón! —iba salmodiando a media voz el sargento de camino a la salida. Después de comer decidí salir a dar un paseo por la playa antes de la sesión de la tarde. Greg me preguntó si podía acompañarme y mentí cortésmente: «Me parece estupendo». El sargento era la última persona con quien me hubiera apetecido salir a dar un paseo. Tras andar un par de minutos en silencio, me preguntó: —¿Qué opinas de todo eso del poder frente a la autoridad y estar al servicio de la gente? —No estoy muy seguro, todavía no me he podido formar una idea. —Me cuesta trabajo creer que realmente puedan funcionar así las cosas en el mundo real. A mí me suena a chino. —Pues ya somos dos, Greg —le dije sólo por ser amable. Pero por segunda vez en menos de cinco minutos estaba mintiéndole. Las palabras del profesor no me resultaban extrañas; había reconocido en ellas la verdad. Estábamos todos presentes y sorprendentemente silenciosos cuando el reloj dio las dos y empezamos la sesión de la tarde. Simeón no había dicho todavía ni una palabra cuando el sargento rompió a hablar: —Sé que se supone que fuiste un buen líder hace años, yeso lo respeto, Simeón. ¡Pero no puedo creer que consiguieras llegar donde llegaste diciéndoles a los supervisores que hicieran lo que los empleados quisieran! Si yo intentara llevar la gestión de una empresa de esa manera que tú propones me encontraría con una anarquía total. Puede que si estuviéramos en un mundo perfecto tuvieras razón, pero hacer lo que la gente quiere no funcionará nunca en este mundo en el que vivimos, amigo. —Lo siento, Greg —empezó a decir el profesor—, tengo la impresión de que no he dejado claro lo que significa ser servidor. He dicho que los líderes deben identificar y satisfacer las necesidades de la gente, que deben servirles. No he dicho que deban identificar y satisfacer sus deseos, que deban ser esclavos. Los esclavos hacen lo que los otros quieren, los servidores hacen lo que los otros necesitan. Hay una diferencia abismal entre satisfacer deseos y satisfacer necesidades. —¿Y cómo definirías esta diferencia? —replicó Greg, algo más calmado. Simeón contestó: —Si yo fuera padre, por ejemplo, y dejara que mis hijos hicieran absolutamente lo que quisieran, ¿cuántos de vosotros querríais pasar un rato en mi casa? Sospecho que no muchos, porque en mi casa mandarían los chicos, sería una «anarquía», por utilizar tus palabras. Si les doy lo que desean, sin lugar a dudas no les estoy dando lo que necesitan. Los niños y los adultos necesitan límites, un ambiente donde haya normas establecidas y personas a las que se considere responsables. Puede que no deseen tener límites ni tener que dar cuentas, pero necesitan tener límites y responsabilidades. No le hacemos ningún favor a nadie llevando hogares o departamentos indisciplinados. Un líder no debe nunca conformarse con la mediocridad, o con la chapuza: la gente necesita que se la anime a llegar a ser lo mejor posible. Puede que no sea eso lo que desee, pero el líder debería estar siempre más pendiente de las necesidades que de los deseos. Para mi asombro sentí el impulso de hablar, así que añadí: —Los empleados de nuestra fábrica quieren ganar todos veinte dólares por hora. Ahora bien, si tuviéramos que pagarles veinte dólares por hora probablemente el negocio se vendría abajo en unos pocos meses, porque nuestros competidores pueden hacer el vidrio por mucho menos. Así que, al final, habríamos hecho lo que los empleados quieren, pero ciertamente no lo que necesitan, que es que se les proporcione un empleo estable a largo plazo. El sargento añadió: —Sí, pues pensad en cómo toman sus decisiones los políticos, basándose en los últimos sondeos de opinión. Me da la impresión de que están dándole a la gente lo que quiere, pero me pregunto si será lo que necesita. —Pero, ¿cómo podemos distinguir claramente entre necesidades y deseos? —preguntó la La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 30 CAPÍTULO TRES El modelo El que quiera ser el primero debe antes ser servidor. Si quieres mandar tienes que servir. JESUCRISTO Cuando llegué a la capilla el martes por la mañana, pasaban algunos minutos de las cinco, el profesor estaba sentado esperándome. Me saludó afectuosamente: —Buenos días, John. —Siento llegar tarde —respondí, todavía algo atontado—. Pareces estar despierto y lleno de energía. ¿A qué hora sueles levantarte por la mañana? —A las cuatro menos cuarto, salvo los domingos. Eso me da algún tiempo para centrarme antes del primer oficio. —Demasiado madrugón para mí —dije sacudiendo la cabeza. —Bueno, John, dime, ¿qué cosas has aprendido hasta ahora? —No lo sé, Simeón. La verdad es que Greg me irrita bastante y me resulta difícil concentrarme. Parece que a todo tiene que ponerle pegas. Supongo que debe de ser cosa de su entrenamiento militar, o algo así. ¿Por qué no le das un toque o le pides que se vaya en vez de dejarle que lo líe todo siempre? —La gente como Greg es una bendición para mis clases. —¿De veras quieres que te vengan tipos como Greg a clase? —pregunté con total incredulidad. —Puedes estar seguro de ello. Mi primer mentor en asuntos empresariales me dio una dura lección sobre la importancia de las opiniones contrarias a las nuestras. Yo era un joven vicepresidente de una industria de laminados y tenía cierta tendencia a ser el ejemplo más extremo del típico líder «colega». Había otros dos vicepresidentes, de los que todavía me acuerdo con todo detalle, Jay y Kenny, que eran precisamente del tipo totalmente opuesto; pensaban que la gente era perezosa y poco honrada, y que no había forma de hacer los trabajar si no se los andaba azuzando todo el día. . —¿Tipo Greg, no? —No tengo ni idea de lo que Greg piensa, John; lo que sé es que muchas veces las cosas no son lo que parecen. Debemos tener mucho cuidado en no hacer juicios precipitados. Además, Greg no está aquí para defenderse, y yo siempre procuro no hablar mal de los que no están. —Probablemente es una buena norma de conducta —asentí. —He intentado, sin éxito muchas veces, vivir de acuerdo con la filosofía de que nunca debemos tratar a la gente en forma distinta a como desearíamos que nos trataran. No creo que nos gustara que se hablara de nosotros a nuestras espaldas, ¿verdad, John? —Buen punto, Simeón. —Volvamos a Jay y a Kenny. Yo solía tener unas disputas tremendas con los otros dos vicepresidentes en todas las reuniones en que se trataba de los empleados. Aquellos dos estaban siempre presionando para establecer políticas y procedimientos más duros, y yo siempre luchaba por conseguir un estilo de gestión más democrático, más abierto. Estaba convencido de que Jay y Kenny acabarían arruinando la compañía con su actitud, digna de la era de los dinosaurios. Por su parte, Jay y Kenny estaban convencidos de que yo era un rojo camuflado cuyo objetivo era hundir la compañía. Mi jefe Bill, que además de ser el presidente de la compañía era amigo mío, asistía con paciencia a esas batallas, que a veces eran feroces, y según el caso apoyaba a un bando o a otro. —Vaya una situación más incómoda para él—sugerí. —Para Bill no —repuso Simeón—. Bill siempre tuvo muy claros los límites, sobre todo para el negocio. Un día, después de una reunión particularmente acalorada, me acerqué en solitario a Bill y le dije: «¿por qué no echas a esos dos idiotas a ver si de una vez podemos empezar a tener reuniones civilizadas y agradables?». Me acordaré de su respuesta hasta el día de mi muerte. —¿Estuvo de acuerdo en echarlos? —Al contrario, John. Me dijo que echar los era lo peor que podía hacer nunca por la compañía. Por supuesto, le pregunté el porqué. Me miró fijamente y me dijo: «Porque si te La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 31 dejara hacerlo a tu manera, Len, hundirías la compañía. Esos tipos son precisamente los que te ayudan a mantener un equilibrio». ¡Me cabreé tanto con Bill que estuve una semana sin dirigirle la palabra! —Para ponerlo en las palabras que utilizaste ayer, Simeón, Bill te dio lo que necesitabas, no lo que querías, ¿correcto? Simeón asintió: —Cuando conseguí superar mi orgullo herido, me di cuenta de que Bill tenía razón. Aunque Jay, Kenny y yo nos peleábamos mucho, nuestras decisiones finales eran generalmente un compromiso bastante equilibrado. Yo necesitaba a aquellos tipos y ellos me necesitaban a mí. —Mi jefe, que cada día que paso aquí me parece más listo, siempre nos advierte a todos los directivos de la fábrica de no rodeamos de gente como nosotros o de gente de la del «sí» siempre en la boca. Le gusta decir: «Si en las reuniones con vuestra gente estáis los diez de acuerdo en todo, probablemente sobran nueve». Creo que debería atenderle más. —Parece un hombre prudente, John. —Sí, supongo que lo es. ¿Por cierto, hay alguna novedad respecto a nuestros desayunos para variar estas sesiones de madrugada en la capilla? —Me temo que no tengo muy buenas noticias. Anoche el abad vino a mi habitación y me denegó el permiso para comer contigo. —¿De veras necesitas permiso para comer conmigo? —Pregunté sarcásticamente y un poco escocido. —Sí, como ya te dije el domingo por la mañana, los monjes comen juntos en la zona del claustro. Necesitamos un permiso especial para comer en cualquier otro sitio. Se lo pedí al hermano James y me lo ha denegado. Estoy seguro de que tiene buenas razones para ello. Yo me había encontrado con el abad cuando me daba un paseo en la pausa del lunes por la tarde. No me había impresionado demasiado, por decirlo suavemente. Habría sido elegido por los monjes para servir de abad veinte años antes, pero a mí me pareció un hombre muy anciano, frágil y algo senil. Y aquí estaba Len Hoffman pidiendo permiso a ese provecto anciano ¡para que le dejara desayunar conmigo!... Y por si fuera poco, ¡permiso denegado! Sencillamente no me cabía en la cabeza. Pero, para ser totalmente sincero, tengo que decir que, probablemente, lo que más me fastidiaba era la idea de tener que seguir levantándome a esas horas imposibles de la mañana otros cuatro días más. En tono condescendiente pregunté: —Por favor, no lo tomes a mal pero, ¿no crees que es un poco tonto eso de tener que pedir permiso para comer conmigo? —Probablemente yo también pensaba así al principio —replicó—, pero ahora la verdad es que no me paro mucho en ello. La obediencia, entre otras muchas cosas, es asombrosamente eficaz para ayudarme a desprenderme de la vanidad y del falso ego, elementos que verdaderamente dificultan el crecimiento espiritual si no se controlan. —Ya veo —asentí, sin entender una palabra de lo que me estaba hablando. El reloj daba las nueve en punto cuando la directora de escuela levantó la mano. —Sí, Theresa —respondió Simeón—. ¿Qué quieres decimos en esta magnífica mañana? —Anoche durante la cena, tuvimos una conversación muy animada sobre cuál era el mayor líder de todos los tiempos. Se barajaron muchos nombres, pero no fuimos capaces de llegar a un acuerdo. Simeón, ¿cuál crees tú que ha sido el mayor líder de todos los tiempos? —Jesucristo— fue la respuesta inmediata. Alcé los ojos y vi a Greg abriendo los suyos como platos y a otro par de participantes que parecían sentirse bastante incómodos. Theresa continuó: —Dado que eres cristiano y que has escogido para ti este particular estilo de vida, supongo que es lógico que pienses que Jesucristo fue un buen líder. —No, no he dicho un buen líder, sino el mejor líder de todos los tiempos —insistió el profesor—. He llegado a esta conclusión por razones que muchos de vosotros no sospecháis siquiera, y la mayoría de ellas son razones de índole práctica. —¡Por favor! —saltó el sargento—. Vamos a dejar el rollo de Jesús. No he venido aquí para eso. Vine..., no, no vine..., me mandaron, para que aprendiera algo sobre liderazgo. —¡Greg, por favor! ¿No crees que te estás pasando un poco? —salté yo; y Simeón le preguntó: La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 32 —¿Te gustó la definición que dimos de liderazgo hace dos días, Greg? —Sí, sí, por supuesto; no sé si recordarás que yo también participé en su elaboración. —Efectivamente, así fue, Greg. Estábamos todos de acuerdo en que el liderazgo era el arte de influir sobre a la gente para que trabaje con entusiasmo en la consecución de objetivos en pro del bien común. ¿Correcto? —Correcto. —Bueno, pues no sé de nadie, entre los vivos o los muertos, que personifique esa definición mejor que Jesús. Consideremos los hechos. En estos momentos, más de dos mil millones de personas se consideran cristianos. La segunda religión del mundo, numéricamente hablando, el Islam, no tiene ni la mitad de creyentes que el cristianismo. En nuestro país, dos de las vacaciones más importantes, Navidades y Semana Santa, corresponden a acontecimientos de su vida, y hasta nuestro calendario, que se acerca ya al segundo milenio, empieza con el año de su nacimiento. Independientemente de que seas budista, hindú, ateo o de la «Iglesia de lo que está sucediendo ahora», nadie puede negar que Jesús ha influido en la vida de miles de millones de seres humanos, hoy y siempre. No hay ningún otro que pueda comparársele... ] —Ya veo lo que quieres decir... : —y ¿cómo describirías el estilo de gestión, perdón, de liderazgo, de Jesús? —preguntó la enfermera. : El pastor exclamó de repente: —Acabo de tener aquí una pequeña revelación, y creo que siento el impulso de hablar, así que mejor lo hago. Si mal no recuerdo, Jesús simplemente dijo que para ser el primero, sencillamente había que tener voluntad de servicio. Creo que se podría hablar de liderazgo de servicio. 1 Pero hay que recordar que Jesús no hizo nunca uso de un estilo de poder, porque Él no tenía poder. Herodes, Poncio Pilato, los romanos, esos eran los que tenían el poder. Pero Jesús tuvo una gran influencia, eso que Simeón llama autoridad, y su capacidad de influenciar a la gente llega hasta nuestros días. Él nunca hizo uso del poder, nunca forzó ni coaccionó a nadie para que le siguiera. —Yo casi preferiría saber cómo te las arreglaste tú para tener tanto éxito como líder — sugirió la entrenadora—. ¿Cómo describirías tu estilo de liderazgo, Simeón? —Tengo que confesar que se lo copié a Jesús, pero estoy encantado de poderlo compartir con vosotros. No me costó nada recibirlo, así que tampoco me cuesta darlo —dijo Simeón riéndose. Se dirigió a la pizarra y dibujó de nuevo un triángulo invertido, dividido en cinco secciones. En la de más arriba escribió «Liderazgo», mientras iba diciendo: —Lo que nos interesa es el liderazgo, así que lo pondré arriba del todo. La pirámide La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 35 sobre ello, me doy cuenta de que esa influencia se daba porque mamá se la había ganado. Mamá servía. Antes de que el reloj empezara a dar la hora de la sesión de la tarde, el sargento volvió a la carga. —Entiendo que la autoridad, la influencia, se funda en el servicio, incluso en el sacrificio por los otros. Pero, ¿cómo se traduce eso al mundo del trabajo o al de la vida familiar? ¿Qué se supone que tengo que hacer yo, clavarme a las agujas del reloj, ayunar todos los días, buscar leprosos en el vecindario, hacer una sentada frente al Ayuntamiento? Lo siento, pero no acabo de ver cómo puede aplicarse todo eso a la vida real. —Gracias por confesar tu desconcierto, Greg —replicó el profesor—. Estoy seguro de que no eres el único. Antes de comer, estuvimos hablando de algunos ejemplos históricos de autoridad para ilustrar este tema. Pero, la buena noticia es que estamos forjando nuestra autoridad cada vez que servimos a los demás y nos sacrificamos por ellos. Recordad: el papel del líder es servir, es decir, identificar las necesidades legítimas de los demás y satisfacerlas. En este proceso, nos veremos con frecuencia llamados a hacer sacrificios por aquellos a los que servimos. —Tienes razón, Simeón —asintió la directora de escuela—, tiene todo el sentido que la autoridad se funde en el servicio y el sacrificio. No es más que la Ley de la Cosecha, cualquier campesino la conoce. Se recoge lo que se siembra. Si tú me sirves, yo te serviré. Si tú estás dispuesto a cualquier cosa por mí, yo estaré dispuesto a cualquier cosa por ti. Lo que quiero decir es que, si nos paramos a pensarlo, cuando alguien nos hace un favor, nos sentimos automáticamente en deuda con él, ¿no? No hace falta ser vidente ni científico para darse cuenta de ello. El profesor se dirigió a la pizarra diciendo: —¿Lo ves ahora más claro, Greg? —Sigamos adelante y ya veremos... —contestó el sargento agresivamente. Simeón señaló a la pizarra. —En suma, hemos dicho que el liderazgo que perdura en el tiempo debe estar fundado en la influencia o autoridad. La autoridad siempre se funda en el servicio, o en el sacrificio por aquellos que dirigimos, y que a su vez consiste en la identificación y satisfacción de sus legítimas necesidades. Bien, pues ¿en qué pensáis que se fundan el servicio y el sacrificio? —En esforzarse, y mucho —apuntó el pastor. —Exacto —sonrió Simeón—, pero me gustaría utilizar la palabra «amar», si todo el mundo está de acuerdo. Pensé que al sargento le iba a dar un infarto allí mismo con la mención del amor, pero no dijo ni una palabra. Como no era yo el único que se re bullía incómodo en el asiento, me decidí a hacer la pregunta: La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 36 —Lo siento, Simeón, pero ¿a qué viene la palabra amor en todo esto? —Sí, sí —añadió la entrenadora—, como dice Tina Turner en su canción, ¿qué tiene que ver el amor con esto? El profesor no se arredró. —La razón de que a menudo nos sintamos incómodos con esta palabra, especialmente en el ámbito de los negocios, estriba en que tendemos siempre a pensar en el amor como en un sentimiento. Cuando yo hablo de amar, no estoy hablando de un sentimiento. Mañana dedicaremos un buen rato a discutir esta palabra, que es muy importante. Pero, de momento, baste con decir que cuando hablo de amar, me estoy refiriendo a un verbo que describe un comportamiento, y no a un sustantivo que describe sentimientos. La directora de escuela dijo: —Tal vez te refieres a que «obras son amores»... —Eso está perfectamente expresado, Theresa —convino Simeón—. Es más, me quedo con ello para sacarlo más adelante. Obras son amores... Eso es exactamente lo que quería decir. —y ¿puede saberse en qué se funda ese amor? —gruñó el sargento——. No puedo esperar a ver de qué va esto. El profesor fue a la pizarra y escribió una sola palabra: VOLUNTAD —El amor se funda siempre en la voluntad. De hecho, puedo definiros esta palabra tal como la formuló Ken Blanchard, autor de un pequeño gran clásico, El ejecutivo al minuto. Ahí va la primera mitad de la fórmula, ¿estáis preparados? —Tenemos los cinco sentidos en ello —resopló el sargento. Simeón fue hasta la pizarra y escribió: INTENCIONES - ACCIONES = CORTEDAD —Intenciones menos acciones igual a cortedad. Las mejores intenciones del mundo reunidas no valen nada si no van seguidas de acciones ——explicó el profesor. El pastor comentó: —Yo les digo con frecuencia a mis parroquianos que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Afortunadamente el sargento hizo caso omiso de este comentario. El profesor continuó: —Me he pasado toda la vida oyendo a la gente decir que sus empleados eran su más valioso capital. Pero sus actos desmentían sistemáticamente esta afirmación. Cuanto más viejo me hago, menos caso hago de lo que la gente dice y más me fijo en lo que la gente hace. La gente habla mucho, pero muchas veces habla por hablar. Las verdaderas diferencias sólo se aprecian en los actos. La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 37 —Simeón, he estado pensando —empezó a decir la entrenadora— que estamos hoy aquí, en lo alto de la montaña, en unos parajes preciosos, casi a punto de damos las manos y cantar unos versos del «Kum Ba Yah». Aquí arriba hablamos de teorías, pero pronto tendremos que bajar de nuevo al valle, donde las cosas no suelen ser tan sencillas ni tan agradables. Aplicar estos principios allá abajo no va a ser nada fácil. —Tienes toda la razón, Chris —confirmó el profesor—. El verdadero liderazgo es difícil y requiere mucho esfuerzo. Estoy seguro de que estaréis de acuerdo en que poco valen nuestras intenciones si no van seguidas de acciones consecuentes. Esa es precisamente la razón de que la «voluntad» sea el vértice del triángulo. y ahora, ahí va la segunda parte de nuestra fórmula: INTENCIONES + ACCIONES = VOLUNTAD :" —Intenciones más acciones igual a voluntad —continuó Simeón—. Sólo cuando nuestras acciones son consecuentes con nuestras intenciones nos convertimos en gente consecuente y en líderes consecuentes. Así pues, este es el modelo de liderazgo con autoridad. Pasaron unos minutos antes de que la enfermera rompiera el silencio. —Déjame ver si soy capaz de resumir lo que hemos aprendido, Simeón. El liderazgo empieza con la voluntad, que es la única capacidad que, como seres humanos, tenemos para que nuestras acciones sean consecuentes con nuestras intenciones y para elegir nuestro comportamiento. Con la voluntad adecuada, podemos elegir amar, verbo que tiene que ver con identificar y satisfacer las legítimas 1ecesidades, no los deseos, de aquellos a los que dirigimos. Al satisfacer las necesidades de los otros, estamos llamalos, por definición, a servirles e incluso a sacrificamos por ellos. Cuando servimos a los otros y nos sacrificamos por ellos, estamos forjando nuestra autoridad o influencia, por la «Ley de la Cosecha» como decía Theresa. Y cuando forjamos nuestra autoridad sobre la gente, entonces es cuando nos ganamos el derecho a ser llamados líderes. Yo estaba asombrado de lo brillante que era esa mujer. —Gracias por tu resumen, Kim — dijo el profesor—. Desde luego, yo no lo habría hecho mejor. Así pues, ¿quiénes el mayor líder? El que más ha servido. Otra interesante paradoja. —A mí me parece —comentó muy excitada la directora de escuela— que el liderazgo puede concretarse en una sencilla descripción de tareas que cabe en cinco palabras: identificar y satisfacer las necesidades». Hasta el sargento iba asintiendo con la cabeza cuando dimos por terminada la sesión de la tarde. La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 40 quiero a mi perro; I love my booze, me encanta beber. En inglés, siempre que algo resulte grato, se puede utilizar el verbo love, amar. Generalmente, sólo asociamos el amor con emociones agradables. —Eso es verdad, Simeón —asintió la directora de escuela—. De hecho, anoche, anticipándome al tema de hoy, estuve en la biblioteca y busqué la palabra love en el diccionario. Había cuatro definiciones, son las siguientes: uno, fuerte sentimiento de afecto; dos, apego cariñoso; tres, atracción fundada en impulsos sexuales, y cuatro, cero puntos en tenis. —¿Ves lo que quiero decir, Theresa? La definición del amor en inglés es bastante restringida y casi siempre implica emociones agradables. El profesor de lengua me explicó que gran parte del Nuevo Testamento fue escrito originalmente en griego, una de sus especialidades, y me informó de que los griegos tenían distintas palabras para describir el polifacético fenómeno del amor. Si mal no recuerdo, una de esas palabras era eros, de la cual deriva la palabra «erótico», y significa el sentimiento fundado en la atracción sexual. Otra palabra griega para el amor era storgé, que es el afecto, especialmente el que se siente hacia los miembros de la familia. Ni eros ni storgé aparecen en el Nuevo Testamento. Otra palabra griega para el amor era filía, o el amor fraternal, recíproco: ese amor condicional del tipo: «si tú me tratas bien yo te trato bien». Filadelfia, la ciudad del amor fraterno, viene de la misma raíz. Finalmente, los griegos utilizaban el nombre agápe y su correspondiente verbo agapáo para describir un amor de tipo incondicional, fundado en el comportamiento con los demás, independientemente de sus méritos. Es el amor de la elección deliberada. Cuando Jesús habla de amor en el Nuevo Testamento, la palabra que aparece es agápe, el amor del comportamiento y la elección, no el amor de la emoción. —Si te paras a pensarlo —añadió la enfermera—, no tiene mucho sentido que te pidan que tengas una emoción o un sentimiento por alguien. Así que por lo que se ve, Jesús no quiso decir que tengamos que pretender que la mala gente no es mala gente si realmente lo es, ni que tengamos que sentimos bien con gente que actúa de forma despreciable. Lo que está diciéndonos es que tenemos que comportamos bien con ellos. Nunca lo había considerado desde ese punto de vista. La entrenadora tomó el relevo: —¡Por supuesto! Puede que los sentimientos del amor sean el lenguaje del amor o la expresión del amor, pero esos sentimientos no son el amor. Como dijo Theresa ayer, «obras son amores...». —Bien pensado —dije yo—, probablemente..., no, probablemente no, con toda seguridad, hay momentos en que yo no le gusto mucho a mi mujer. Pero, a pesar de ello, ahí sigue. Puede que yo no le guste, pero sigue amándome con sus actos y su compromiso. —Sí —añadió el sargento para sorpresa de todos los presentes—, la de veces que he oído a tipos contarme que están enamoradísimos de sus mujeres, ¡sentados en la barra de un bar mientras intentan ligarse a otras! Y a padres, dando la lata sobre lo mucho que quieren a sus hijos, pero que no son capaces de encontrar cinco minutos al día para estar con ellos. y tengo muchos compañeros en el ejército que siempre les dicen a las chicas lo mucho que las quieren cuando lo único que quieren es irse a la cama con ellas. Así que decirlo o sentirlo sólo no basta, ¿no? —Creo que lo has entendido, Greg —dijo el profesor '; sonriendo—. No siempre puedo controlar mis sentimientos hacia los demás, pero lo que sí puedo controlar es mi comportamiento hacia los demás. Los sentimientos como vienen se van, y... ¡a veces también dependen de cómo nos ha sentado una comida! Puede que mi prójimo no sea especialmente agradable y puede que a mí no me guste mucho, pero aun así, puedo ser paciente, honrado y respetuoso con él, aunque él no se porte bien. —Creo que en esto ya no te sigo, hermano Simeón —intervino el pastor—. Yo siempre he creído, o al menos ese es mi paradigma, que cuando Jesús dijo que había que «amar al prójimo» se estaba refiriendo a que había que tener sentimientos personales positivos hacia el prójimo. —Ese es el Jesús blandengue que habéis fabricado los predicadores para atontar a la gente —se burló el sargento—. Como ha dicho la enfermera, ¿cómo puedes decirle a alguien lo que tiene que sentir por otra persona? Lo de tener un buen comportamiento con alguien, pase, pero, ¿lo de los buenos sentimientos hacia cualquier idiota?, ¡ni hablar! —¿No puedes evitar ser tan sumamente grosero siempre con todo el mundo? —dije, casi gritando. La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 41 —Digo las cosas como son, amigo. —Sí, sólo que suele ser a costa de alguien —repliqué, pero Greg se limitó a encogerse de hombros. El profesor se dirigió a la pizarra y escribió: AMOR Y LIDERAZGO —En la Biblia, el Nuevo Testamento nos da una espléndida definición del amor como agápe, muy ilustrativa del tema que nos ocupa. Es un pasaje que vuestros hijos podrían enmarcar y colgar en la pared de sus habitaciones. Aquí, en Agape Press, es un verdadero best—seller. Era uno de los pasajes favoritos de Abraham Lincoln, Thomas Jefferson y Franklin Delano Roosevelt. Suele leerse casi siempre en las bodas cristianas. ¿Alguien sabe a qué texto me refiero? —Sí, claro —respondió la entrenadora—, al versículo de «el amor es paciente, es afable...», ¿no? —Exacto, Chris —continuó Simeón—, capítulo 13 de la «Primera carta a los Corintios». El texto viene a decir que el amor es paciente, es afable, no es jactancioso ni engreído, no es grosero, no busca lo suyo, no lleva cuentas del mal, no se regocija con la injusticia, sino con la verdad, todo lo sufre, todo lo soporta. El amor no falla nunca. ¿Os resulta familiar esta lista de cualidades? Yo comenté: —Me suena a la lista de cualidades del líder que hicimos el domingo pasado, ¿no? —Se le parece mucho, ¿verdad, John? —replicó el profesor sonriendo—. Si resumimos esta lista en sus puntos principales, el amor es: paciencia, afabilidad, humildad, respeto, generosidad, indulgencia, honradez y compromiso —Simeón fue escribiendo estas palabras en la pizarra—. ¿Bien, dónde veis aquí un sentimiento? —A mí me parece que son todos comportamientos —replicó la entrenadora. —Someto a vuestra consideración el hecho de que la espléndida definición del amor como agápe, escrita hace casi dos mil años, es también una espléndida definición del liderazgo en nuestros días. —Así que el amor como agápe y el liderazgo son sinónimos. Qué interesante... —el pastor pensaba en voz alta—. No sé si sabéis que en la antigua versión de la Biblia del rey Jacobo, agápe se tradujo por la palabra charity, caridad. Caridad o servicio son mejores definiciones de agape que amor, tal como lo solemos entender. El profesor se volvió hacia la pizarra y escribió, en paralelo a la lista de las cualidades para el liderazgo del domingo, los puntos de la definición de agápe. Simeón continuó: —Después del descanso, me gustaría pedirle a Theresa que traiga el diccionario de la biblioteca para poder definir mejor estos comportamientos. Creo que el resultado puede llegar a sorprender a más de uno. ¿Os parece bien? La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 42 —¿Tenemos otra opción? —preguntó el sargento. —Siempre tenemos otra opción, Greg —contestó con firmeza el profesor. La directora de escuela, con el diccionario abierto sobre su regazo, estaba ya dispuesta. —Simeón, he buscado la primera palabra, paciencia, y la define como «mostrar dominio de uno mismo ante la adversidad» . El profesor escribió la definición: Paciencia —mostrar dominio de uno mismo. —¡Dios me dé paciencia, y en este mismo instante! —dijo el profesor con una sonrisa—. ¿Os parece la paciencia, la manifestación del dominio de uno mismo, una cualidad importante para un líder? Habló primero la entrenadora: —El líder debe dar ejemplo de comportamiento para los jugadores, los niños, los empleados o para cualquiera que esté bajo su mando. Si el líder se pone a gritar o muestra cualquier otra forma de falta de dominio de sí mismo, está claro que no se puede esperar que el equipo se controle o se comporte con responsabilidad. —También es importante —añadió la enfermera— que se constituya un entorno en el cual la gente tenga la seguridad de que si comete un error no va a tenérselas que ver con un chalado que le va a montar un pollo tremendo. Si a un niño que está aprendiendo a andar le pegas cada vez que se cae, no creo que llegue a interesarse mucho por conseguirlo, ¿verdad? Probablemente pensará que es mucho más prudente conformarse con gatear, agachar la cabeza y no arriesgarse. Pues yo conozco a muchos empleados a los que se ha intimidado y a los que les pasa exactamente lo mismo. —Ah, ahora lo entiendo —dijo el sargento en tono afectado—, si mis hombres no dan una a derechas, lo que tengo que hacer es, sencillamente, deshacerme en amabilidades y no enfadarme. Seguro que así consigo que hagan lo que tienen que hacer. —Creo que eso no es en absoluto lo que estamos diciendo, Greg —se defendió la directora de escuela—. El líder tiene la responsabilidad de exigir responsabilidades a su gente. Hay muchas formas de respetar la dignidad de la gente sin pasar por alto sus deficiencias. Me sorprendí a mí mismo diciendo: —Hay que tener siempre presente, especialmente en nuestras empresas, que estamos tratando con voluntarios y que, además, resulta que son adultos. No son esclavos, ni animales que tengamos derecho a apalear. Como líderes, nuestro trabajo consiste en señalar cualquier desajuste que pueda darse entre el están dar establecido y el trabajo realizado, pero no hay por qué darle un cariz emocional. El líder puede decidir dárselo, pero no tiene por qué ser así. El pastor aprovechó mis comentarios: —La palabra «disciplina», «disciplinar», viene de la misma raíz que «discípulo», y significa enseñar o entrenar. El objetivo de cualquier acción disciplinaria debe ser corregir o cambiar un comportamiento, entrenar a la persona, no castigarla. Una disciplina puede ser progresiva: primer aviso, segundo aviso y, finalmente, «no estás ya en el equipo». John tiene razón, ninguno de esos pasos tiene por qué tener un cariz emocional. —Sigamos adelante —propuso la entrenadora—. ¿Cómo define el diccionario «afabilidad», Theresa? Theresa hojeó un momento el diccionario antes de contestar: —Afabilidad significa «prestar atención, apreciar y animar» —Simeón lo escribió: Afabilidad —prestar atención, apreciar y animar. El profesor explicó a continuación: —Como la paciencia y todos los demás rasgos de carácter que estamos discutiendo, la afabilidad tiene que ver con cómo actuamos, no con cómo sentimos. Tomemos por ejemplo la palabra atención, para empezar. ¿Por qué es tan importante el tomarse el trabajo de prestar atención a los otros para un líder? —Por lo que aprendimos del Efecto Hawthorne —me oí decir a mí mismo. —¿y puede saberse qué es eso del Efecto Hawthorne, John? —me preguntó el sargento en tono burlón. —Por lo que puedo recordar, Greg, hubo hace unos años un investigador en Harvard, Mayo creo que se llamaba, que quiso demostrar en una fábrica de la Western Union en Hawthorne, New Jersey, que existía una relación directa entre la mejora de la productividad y La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 45 uno siente por los demás, es más bien cómo se porta uno con los demás. Dejadme que os lea unas palabras de George Washington Carver sobre la afabilidad. Dice así: «Sed amables con los demás. Hasta dónde lleguéis en esta vida dependerá de cuán cariñosos seáis con los más jóvenes, cuán compasivos con los mayores, cuán comprensivos con los rivales, cuán tolerantes con los débiles y con los fuertes. Porque en esta vida, algún día habréis sido todos ellos». La entrenadora dijo: —Creo que también es importante elogiar a la gente. Felicitarles cuando hacen algo bien, en vez de ser como el «ejecutivo gaviota» y estar siempre mirando a ver si pillamos a la gente haciendo algo mal. —Ya conoces el viejo dicho: «Encontramos lo que andamos buscando» —dijo el pastor—. ¡Y qué verdad tan grande! Los psicólogos lo llaman «percepción selectiva». Por ejemplo, mi mujer y yo empezamos a buscar una furgoneta cuando tuvimos al niño y a mí me interesó la Ford Windstars. Antes de pensar en comprarme una nunca me había fijado en ellas por la carretera. En cambio, en cuanto me interesé por el tema, ¡empecé a verlas por todas partes! Llegué a pensar que era una conspiración o algo así. Creo que con lo de ser líder pasa lo mismo. En cuanto empiezas a buscar la parte buena de los demás, a fijarte en lo que la gente hace bien, de repente empiezas a ver cosas que antes nunca habías visto. El profesor añadió: —Recibir elogios es una necesidad humana legítima y es esencial para que las relaciones humanas funcionen. Sin embargo, hay que tener presentes dos cosas importantes acerca de los elogios. Una es que el elogio debe ser sincero. La segunda es que debe ser concreto. Pasearse por el departamento diciendo: «todo el mundo ha hecho un buen trabajo» desde luego no basta, e incluso puede causar resentimiento, porque puede que no todo el mundo haya hecho un buen trabajo. Es importante ser sincero y concreto, diciendo por ejemplo: «Joe, me consta que anoche sacaste doscientas cincuenta piezas. Buen trabajo». Hay que reforzar el comportamiento específico porque el refuerzo produce repetición. —Veamos la tercera palabra de la definición de amor, «humildad» —propuso la directora de escuela hojeando el diccionario sobre las rodillas— La definición de humildad es «ser auténtico, sin pretensiones, no ser arrogante ni jactancioso». Humildad —ser auténtico y sin pretensiones ni arrogancia. La directora de escuela preguntó: —¿Qué importancia tiene esto para un líder, Simeón? Muchos de los que yo conozco son muy egotistas y sólo se preocupan de sí mismos. —¡Y hacen muy bien! —saltó el sargento—. Un líder tiene que estar a cargo de todo, tiene que ser fuerte, capaz de dar un puntapié cuando hace falta. Lo siento, pero es que no creo en eso de la humildad. Se volvió a ocupar de él el pastor. —La Torá de los judíos, compuesta por los cinco primeros libros del Antiguo Testamento, dice, en el Libro de los Números, que el hombre más humilde que ha habido nunca fue Moisés. Bien, pues recuerda quién fue Moisés. Moisés fue el hombre que estrelló la tabla del Decálogo tirándola monte abajo en un ataque de rabia, el que mató a un egipcio por golpear a un judío, el que estaba todo el rato discutiendo y peleando con Dios. ¿Qué, a ti te parece un blandengue, un hombre tipo «pobrecito de mí», Greg? —¿Adónde quieres llegar, predicador? —replicó Greg sarcástico. A Dios gracias intervino la entrenadora. —Creo que lo que les pedimos a nuestros líderes es autenticidad, la capacidad de ser ellos mismos con la gente, no los queremos vanidosos, pedantes, autosuficientes. Los egos realmente entorpecen y pueden levantar murallas entre la gente. Los sabelotodos y los líderes arrogantes consiguen aburrir a mucha gente. Esta arrogancia es también una pretensión poco honesta porque no hay nadie que lo sepa todo o que controle todo. Para mí, la humildad no es hacerse de menos, sino pensar menos en uno mismo. —Nos necesitamos unos a otros —dijo con voz pausada la enfermera—. La arrogancia y la soberbia pretenden lo contrario. La «mentira» del individualismo exacerbado, tan común en nuestro país, crea la ilusión de que no somos, ni debemos ser, dependientes de los demás. ¡Qué absurdo! No fueron mis manos las que me sacaron del vientre de mi madre; no fueron mis manos las que me cambiaron los pañales, las que me criaron, las que me alimentaron; no fueron mis manos las que me enseñaron a leer y a escribir. Y hoy en día , no son mis manos las que cultivan lo que me como, traen mi correo, recogen mi basura, me suministran electricidad, protegen mi ciudad, defienden mi país; ni son ellas .las que me consolarán y me cuidarán cuando esté vieja y enferma, ni las que me enterrarán cuando muera. La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 46 El profesor ojeó sus notas y dijo: —Un maestro espiritual anónimo escribió: «La humildad no es más que el conocimiento verdadero de ti mismo y de tus limitaciones. Aquellos que se ven como realmente son en verdad sólo pueden ser humildes». La humildad consiste en ser uno mismo, en ser auténtico con la gente y en desechar las falsas máscaras. ¿Qué viene ahora, Theresa? —El respeto —la directora de escuela empezó a leer de nuevo—. El respeto está definido como «tratar a los demás como si fueran importantes». Respeto —tratar a los demás como si fueran gente importante. —¡Hasta aquí hemos llegado! —dijo el sargento—. Quiero decir que ya me empecé a poner nervioso cuando empezasteis a hablar de influencia y de amor. Ahora resulta que tengo que arrodillarme ante la gente con afabilidad y elogios y respeto. Pues mira, yo soy un sargento de instrucción y me estáis pidiendo algo que, sencillamente, no es mi estilo. Me estáis pidiendo algo que a mí me resulta antinatural. —Greg —contestó serenamente el profesor—, si yo mandara en tu cuartel, en tus barracones, a la personalidad más alta del Ejército, supongo que tú serías sumamente respetuoso y atento; hasta puede que hicieras gala de muchos de estos comportamientos que estamos discutiendo. Para ponerlo en tus términos, probablemente tendría ocasión de asistir a mucho «peloteo», ¿no es así? Mirando fijamente al profesor, el sargento contestó: —¡Demonios, tienes toda la razón! El general es un hombre muy importante y se merece todo ese respeto por mi parte, y yo se lo mostraría. —Escúchate a ti mismo, Greg —dije yo—. Estás diciendo que sabes cómo ser respetuoso y atento, sabes cómo elogiar a la gente, pero sólo estás dispuesto a hacerlo por la gente que te parece importante. Así que eres capaz de comportarte de esa manera, pero eres muy selectivo en cuanto a los receptores de esas atenciones. El profesor continuó a partir de ese momento: —¿Creéis que podríamos tratar a todo aquel que dirigimos como si fuera una persona importante? Imaginaos tratando a Chucky, el de la carretilla elevadora, como si fuera el presidente de la compañía, o a los alumnos como si fueran miembros del claustro, o a las enfermeras como si fueran médicos, o a los soldados rasos como si fueran el general. Greg, ¿podrías tú tratar a cada hombre de tu pelotón como si fuera un importante general? —Pues sí, supongo que podría, pero me costaría mucho —admitió con reticencia el sargento. —Efectivamente, Greg —continuó Simeón—, como iba diciendo, el liderazgo requiere un gran esfuerzo. Los líderes tienen que decidir si están o no dispuestos a dar lo mejor de sí mismos por aquellos a los que dirigen. —¡Pero yo sólo trato con respeto a aquellos que se lo han ganado! ——continuó objetando el sargento——. Después de todo, el respeto es algo que uno tiene que ganarse, ¿no? La enfermera, con la suave y cálida voz que era habitual en ella, le contestó: —Me temo que ese viejo prejuicio puede ser también un paradigma erróneo para un líder. Yo creo que Dios no creó basura humana, sólo gente con problemas de comportamiento. Y todos tenemos problemas de comportamiento. Pero ¿no nos merecemos algún respeto, sólo por el hecho de ser seres humanos? La definición de respeto de Theresa era: «tratar a la gente como si fuera importante». Yo creo que deberíamos añadir a esta definición «porque son importantes». Y si no estás de acuerdo con esta idea, trata de pensar que se merecen algún respeto porque son parte de tu equipo, de tu pelotón, de tu familia, de tu lo que sea. El líder tiene un interés personal en el éxito de aquellos a los que dirige. De hecho, en nuestro papel de líderes está incluido el ayudarles a conseguir ese éxito. Aquella mujer seguía asombrándome. El sargento dijo mirando su reloj: —Vale, vale, ya lo entiendo, pero mejor nos vamos ya. ¿O es que queremos perdemos el oficio de mediodía? No, ¿verdad? ... Nada más dar las dos en el reloj, el profesor volvió a tomar la palabra. —¿Cuál es la siguiente palabra en nuestra definición de amor, Theresa? La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 47 —Quisiera hacerte una pregunta antes, hermano Simeón. ¿Por qué son tan obsesivos los monjes con el tiempo? Quiero decir que aquí se hace todo al minuto. —Me alegro de que lo preguntes, Theresa. En realidad yo era ya un poco fanático con el tema del tiempo mucho antes de venir aquí. Recordad que todo lo que hace un líder constituye un mensaje. Si llegamos tarde a nuestras citas, reuniones u otros compromisos, ¿qué mensaje estamos haciendo llegar a los demás? —¡La gente que llega tarde me ataca los nervios! —saltó la entrenadora—. De hecho me encanta que aquí se respete el tiempo porque me gusta saber a qué atenerme. Para contestar a tu pregunta, Simeón, a mí, cuando alguien se retrasa, me llegan distintos mensajes. Uno es que su tiempo es más importante que el mío, un mensaje bastante arrogante para mandármelo. También implica este mensaje que yo no debo ser una persona muy importante para los que me hacen esperar, porque seguro que llegarían a la hora con una persona importante. También me comunica que no son demasiado rectos, porque las personas serias se atienen a la palabra dada y cumplen con sus compromisos, incluso con sus compromisos de tiempo. Llegar tarde es un comportamiento muy poco respetuoso y además crea hábito. —La entrenadora respiró hondo tras esta parrafada—. Gracias por permitirme dar el sermón. El profesor dijo sonriendo: —Me da la impresión de que no hay más que añadir. Espero que esto conteste a tu pregunta, Theresa. Bien, ¿cuál es nuestra próxima definición? —Generosidad, pero dame un segundo que la busque. Ya está, dice que la generosidad es satisfacer las necesidades de los demás, incluso antes que las propias. Generosidad —satisfacer las necesidades de los demás. —Gracias, Theresa. Bien, lo opuesto a generosidad es egoísmo, que significa: «mis necesidades primero, al cuerno con las tuyas», ¿de acuerdo? La generosidad pues, consiste en satisfacer las necesidades de los demás, aunque eso signifique sacrificar tus propias necesidades y deseos. Esto podría ser también una espléndida definición de liderazgo: satisfacer las necesidades de los demás antes que las de uno. Sorprendentemente, el sargento habló: —En el campo de batalla la tropa siempre come antes que los oficiales. Esta vez fui yo quien protestó: —Pero, si estamos siempre satisfaciendo las necesidades de los demás, ¿no van a acabar demasiado consentidos y aprovechándose de nosotros? —No has prestado mucha atención a lo que se estaba diciendo, amigo —se guaseó el sargento—. Se supone que lo que hay que satisfacer son sus necesidades, no sus deseos. Si proveemos a la gente legítimamente de lo que requiere para su bienestar mental o físico, no creo que tengamos que preocupamos por si los estamos echando a perder. Recuerda, John, hablamos de necesidades, no de deseos, de ser un servidor, no un esclavo. ¿Qué tal, Simeón, voy bien? Simeón se volvió a la directora de escuela para la siguiente definición mientras toda la clase reía. —La siguiente palabra que tenemos es «indulgencia», y está definida como «no guardar rencor al que nos perjudica» —anunció Theresa. Indulgencia —no guardar rencor al que nos perjudica. —¿A que es una definición interesante? ——empezó el profesor—. No guardar rencor al que nos perjudica. ¿Por qué es importante que un líder desarrolle esta cualidad de carácter? —Porque la gente no es perfecta y, en nuestra posición de líderes, supongo que nos dejarán en la estacada más de una vez —contestó la enfermera. Al sargento esto tampoco le gustó. —o sea, que si alguien me falla, se supone que lo único que tengo que hacer es actuar como si no hubiera ocurrido nada —dijo—. Me limito a pasarle cariñosamente la mano por la cabeza y a decirle que todo está en orden. ¿No es eso? —No, Greg —contestó el profesor—. Eso no sería liderar con integridad. La indulgencia no significa que tengamos que aparentar que lo que no está bien no ha sucedido, o no enfrentamos a ello cuando sucede. Al contrario, debemos practicar un comportamiento positivo hacia los demás, no un comportamiento pasivo como si fuéramos un felpudo, o un comportamiento agresivo que viole los derechos de los otros. El comportamiento positivo consiste en ser abierto, honrado y directo con los demás, pero siempre de forma respetuosa. El comportamiento indulgente consiste en enfrentarse a las situaciones según surgen de modo La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 50 nos hemos metido hasta que desaparecen esos sentimientos. —Desde luego, Lee ——confirmó el profesor—. En el liderazgo funciona el mismo principio de compromiso. Los rasgos de carácter, los comportamientos que hemos estado discutiendo hoy, no resultan tan difíciles con la gente que nos gusta. Ha habido muchos hombres y mujeres perversos que han sido afables y sociables con las personas que les gustaban. Pero nuestro verdadero carácter de líder se revela cuando tenemos que dar lo mejor de nosotros mismos por los que nos son antipáticos, cuando nos vemos en la encrucijada y tenemos que amar a personas que no son precisamente de nuestro agrado. Ahí es cuando descubrimos hasta qué punto estamos comprometidos; ahí es cuando descubrimos qué tipo de líder somos realmente. Theresa añadió: —Creo que fue Zsa Zsa Gabor quien dijo que amar a veinte hombres en un año no es nada comparado con amar a un solo hombre en veinte años... El profesor fue a la pizarra y completó el diagrama. —En nuestro modelo de ayer decíamos que el liderazgo se funda en la autoridad o influencia, que a su vez se funda en el servicio y el sacrificio, que a su vez se funda en el amor. Cuando lideras con autoridad, estás necesariamente llamado a dar lo mejor de ti mismo, a amar, a servir e incluso a sacrificarte por los demás. Una vez más, el amor no consiste en lo que sientes por los demás, sino en lo que haces por ellos. La enfermera lo resumió diciendo: —O sea, lo que estás diciendo, Simeón, es que amar puede definirse como el hecho, o los actos derivados de dar lo mejor de uno mismo por los demás, identificando y satisfaciendo sus legítimas necesidades. ¿No voy muy desencaminada? —Espléndido, Kim —respondió sencillamente el profesor. La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 51 CAPÍTULO CINCO El entorno Hombres y mujeres quieren hacer un buen trabajo. Si se les proporciona el entorno adecuado, lo harán. BILL HEWLETT, FUNDADOR DE HEWLETT—PACKARD Le eché un vistazo al despertador. Pasaban unos minutos de las tres de la mañana del jueves y yo estaba otra vez despierto, con la vista clavada en el techo. Había llamado a Rachael y a la oficina a última hora de la tarde del día anterior para ver cómo iban las cosas. Me quedé algo decepcionado cuando me enteré de que todo y todos parecían ir perfectamente bien sin mí. Andaba también dándole vueltas a las preguntas sobre la vida que me había planteado Simeón en la mañana del día anterior. ¿En qué creía yo exactamente? ¿Por qué estaba aquí? ¿Cuál era mi finalidad en esta vida? ¿Tenía realmente algún sentido este juego de la vida? No conseguí hallar ninguna respuesta. Sólo más preguntas. Llegué a la capilla con quince minutos de antelación y me sentí orgulloso de mí mismo. ¡Había conseguido llegar a la cita antes que Simeón! El profesor se sentó a mi lado a las cinco en punto y bajó la cabeza; parecía estar rezando. Unos minutos después se volvió hacia mí y me preguntó: —¿Qué has ido aprendiendo, John? —La discusión sobre el amor fue interesante. Realmente nunca había pensado en ello como algo que se hace por los demás. Siempre pensé en el amor en términos de algo que se siente. ¡Espero que nadie me pegue en el trabajo cuando les diga que voy a empezar a amarlos a todos! Simeón se echó a reír. —Tus actos siempre hablarán más alto e infinitamente más claro que tus palabras, John. Recuerda el comentario de Theresa: «obras son amores...». —¿Pero qué hay de amarse a uno mismo, Simeón? El pastor de mi iglesia dice que se supone que hay que amar al prójimo y a uno mismo. —Desgraciadamente, John, parece que hoy en día este versículo no se cita con demasiada exactitud. Lo que el texto realmente dice es: «Ama a tu prójimo como a ti mismo», no «ya ti mismo». Es bastante diferente. Cuando Jesús habla de amar a los demás como nos amamos a nosotros mismos, está dando acertadamente por sentado que ya nos amamos a nosotros mismos. Él nos está pidiendo que amemos a los demás del mismo modo que nos amamos a nosotros mismos. —¿Del mismo modo que me amo a mí mismo? —objeté—. Pues, mira, hay veces, sobre todo últimamente, en que no puedo ni aguantarme a mí mismo, no digamos ya amarme. —Recuerda, John, el amar de agápe es un verbo que describe cómo nos comportamos, no un nombre que describe qué sentimos. Yo también tengo temporadas en las que no me aprecio particularmente, yesos son, sin duda alguna, mis mejores momentos. Porque, aunque yo no me guste particularmente a mí mismo en alguna ocasión, sigo amándome y satisfaciendo mis propias necesidades. Y, desgraciadamente, muchas veces, quiero que mis necesidades pasen por encima de las necesidades de los demás. Exactamente igual que un niño de dos años. —Supongo que casi todos tendemos a intentar ir siempre primero, ¿no? —Exactamente, John. Intentar ir siempre primero es amarse a sí mismo. Poner al prójimo en ese lugar y ser consciente de sus necesidades es amar al prójimo. Piensa en la facilidad que tenemos para perdonamos las meteduras de pata y los comportamientos absurdos que invaden nuestra vida. ¿Mostramos la misma diligencia en perdonar los errores y los comportamientos absurdos del prójimo? Como verás, mostramos mucha diligencia en amamos a nosotros mismos, pero no tanta cuando se trata de amar a los demás. —Nunca lo había visto así, Simeón —dije un poco desconcertado. La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 52 —Seamos sinceros, ¿no nos sentimos encantados a veces, aunque sólo sea un momento, de las desgracias del prójimo, cuando vemos problemas laborales, divorcios, líos extraconyugales, y demás? Estamos amando realmente al prójimo cuando su bienestar nos importa tanto como el nuestro. —¿Pero qué pasa con el amor a Dios? —pregunté—. El pastor de mi iglesia insiste en que se supone que también tengo que amar a Dios. Pero hay veces en que no me siento especialmente «amoroso» respecto a Él tampoco. La vida parece a veces tan injusta... A veces llego hasta dudar de su existencia. Para mi asombro el profesor estaba de acuerdo conmigo. —Hay veces en que me enfado con Dios, en que no me gusta demasiado. y otras mi sistema de creencias me parece bastante poco convincente. Son muchas las preguntas y muchas las cosas que me parecen injustas en esta vida. Pero una cosa es lo que yo sienta, y otra es seguir amando a Dios y mantener mis compromisos en mi relación con Él. Puedo seguir amando a Dios estando atento a nuestra relación a través de la oración, siendo auténtico, respetuoso, sincero y hasta indulgente. Y todo esto puedo hacerlo incluso, por no decir especialmente, cuando no me apetece hacerlo. Eso es demostrar amor por el compromiso: mantenerme fiel, aun cuando mi fe flaquee en un momento determinado. Los monjes estaban entrando ya uno tras otro en la capilla e iban ocupando sus asientos. —Lo bueno es que cuando estamos comprometidos en el amor a Dios y a los demás, y seguimos trabajando en ello, ocurre que los comportamientos positivos acaban generando sentimientos positivos; los sociólogos se refieren a esto como praxis. Hablaremos más de ello mañana por la mañana. —Estas fueron las últimas palabras del profesor en aquella madrugada. Antes de que el reloj acabara de dar sus campanadas, el profesor anunció: —Hoy vamos a cambiar de tema, vamos a hablar de lo importante que es crear un ambiente sano en el que la gente pueda crecer y prosperar. Me gustaría empezar empleando la metáfora de plantar un jardín. La naturaleza nos muestra la importancia de crear un entorno sano si queremos que las plantas crezcan. ¿Alguno de vosotros es aficionado a la jardinería? La entrenadora levantó la mano. —Yo tengo un jardín justo detrás de la zona común. Llevo haciendo jardinería más de veinte años, y aunque esté mal que yo lo diga, se me da muy bien. —Chris, si yo no tuviera ni idea de jardinería, ¿qué consejos me darías para hacer un jardín en condiciones? —Ah, pues muy sencillo: te diría que buscaras un terreno muy soleado y que removieras la tierra para preparar la siembra. Luego tendrías que plantar las semillas, regar, fertilizar, ocuparte de que no lo invadieran las plagas, y limpiarlo regularmente de malas hierbas. —De acuerdo, y si hago todo lo que sugieres, Chris, ¿qué puedo esperar que suceda? —Bueno, pues a su debido tiempo verás que las plantas crecen Y pronto obtendrás frutos. Simeón insistió diciendo: —Cuando lleguen los frutos, ¿podremos decir que fui yo la causa de ese desarrollo? —Claro —respondió Chris rápidamente. Luego se paró un momento a reconsiderarlo y añadió—: Bueno, para ser exactos tú no fuiste la causa de que el jardín creciera, pero ayudaste a que así fuera. —Exacto —afirmó el profesor—. Nosotros no hacemos que las cosas crezcan en la naturaleza. El Creador sigue siendo el único que sabe cómo una pequeña bellota metida en la tierra llega a convertirse en un enorme y frondoso roble. Nosotros, lo más que podemos hacer es poner las condiciones adecuadas para que esto ocurra. Este principio es especialmente válido para los seres humanos. ¿Se os ocurre algún ejemplo que ilustre esto? —Como especialista en tocología —dijo Kim—, puedo deciros que para que un niño se desarrolle normalmente durante los nueve meses de gestación, es fundamental que tenga un ambiente sano en la matriz, de hecho las condiciones tienen que ser perfectas. Si no es así, generalmente ocurre un aborto, o pueden darse otro tipo de complicaciones graves. Mi compañero da habitación añadió rápidamente: —y una vez nacido, me consta que el niño necesita un ambiente sano y amoroso para desarrollarse bien. Recuerdo haber leído un La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 55 —Me parece perfectamente verosímil —respondió el pastor—. Mi mujer puede hartarse de decirme una y otra vez cuánto me quiere, pero yo todavía me acuerdo de cuando la primavera pasada me dijo que estaba engordando demasiado. ¡Eso sí que me llegó! —¡Pues yo la entiendo perfectamente, predicador! —le pinchó el sargento. —Exactamente, Lee —continuó el profesor—. Todos tenemos tendencia a ser especialmente sensibles, por mucho que aparentemos mucha calma. En apoyo de su tesis, el artículo pasa a analizar los resultados de una encuesta que se llevó a cabo para determinar hasta qué punto es realista la visión que la gente tiene de sí misma. Ojo al dato. Hay un 85 por ciento del público en general que se considera «por encima de la media». A la pregunta sobre la «capacidad para llevarse bien con los demás», el cien por cien se pone por encima de la media, un 60 por ciento se pone entre el 10 por ciento más alto, y un 25 por ciento se coloca entre el uno por ciento más alto. A la pregunta sobre la «capacidad para dirigir», el 70 por ciento se considera en el cuartil superior y sólo un dos por ciento se considera por debajo de la media. Y fijaos en los hombres. A la pregunta sobre su «capacidad atlética respecto a los demás hombres», el 60 por ciento se coloca en el cuartil superior y sólo un seis por ciento dice estar por debajo de la media. —¿Dónde quieres llegar? —preguntó el sargento. —Para mí, Greg —saltó la entrenadora—, está claro que, por lo general, la gente tiene muy buena opinión de sí misma. Eso quiere decir que debemos ser muy cuidadosos con nuestros reintegros en las cuentas de los otros porque pueden salimos muy caros. El profesor añadió: —Piensa en cómo se fomenta la confianza en una relación, por ejemplo. Podemos pasar años trabajando en ello y todo puede venirse abajo por un momento de indiscreción. —Vale, ya estamos otra vez... —gruñó el sargento alzando la voz—. Aquí estamos hablando de teorías, todas fantásticas y estupendas en este fantástico y estupendo lugar, pero algunos de nosotros tenemos que volver y enfrentamos a unos superiores a los que les va eso del poder y que pasan olímpicamente de la autoridad, de los triángulos invertidos, y no digamos ya del amor, del respeto y de las cuentas bancarias de relaciones. ¿Qué se supone que hay que hacer si se trabaja para alguien así? —Buena pregunta, Greg —dijo el profesor sonriendo—. Y estás totalmente en lo cierto. La gente de poder se siente por lo general amenazada por la gente de autoridad, lo cual quiere decir que la situación puede llegar a ser molesta. Puede incluso costarnos el trabajo. Sin embargo, hay pocos sitios donde no podamos tratar a la gente con amor y respeto, independientemente de cómo nos traten a nosotros. —Se ve que no conoces a mi jefe —insistió el sargento. Simeón no tiró la toalla. —Cuando trabajaba como líder empresarial, me llamaron muchas veces para hacerme cargo de empresas con disfunciones que tenía que poner a flote. Una de las primeras cosas que hacía siempre que llegaba a la empresa era llevar a cabo una encuesta sobre la actitud de los empleados para tomarle el pulso a la casa. Siempre las realizaba por departamentos, y a veces por turnos, para poder discernir mejor las áreas problemáticas. Hasta en las compañías más machacadas, las que peores resultados arrojaban, siempre encontraba algunos islotes donde reinaba la calma en medio del proceloso piélago. Por ejemplo, departamento de fletes, tercer turno, buenos resultados; departamento de salidas, segundo turno, buenos resultados; sala de informática, primer turno, buenos resultados. Cuando me aparecían en las encuestas buenos resultados en un área concreta, siempre iba a enterarme de qué pasaba en ese departamento y en ese turno. ¿Y con qué creéis que me encontraba sistemáticamente? —Con un líder —respondió sencillamente la enfermera. —Bien puedes decir lo, Kim. A pesar del caos general, de la confusión, de las políticas de poder y de las disfunciones generalizadas que implica todo ello, siempre me encontraba con un líder que se había hecho responsable de su pequeña área de influencia y que había conseguido que, allí, las cosas funcionaran de otra manera. Por supuesto no estaba en su mano controlarlo todo, pero sí controlar su propio comportamiento día a día con la gente que tenía a su cargo, ahí abajo, en la bodega del barco. —Es curioso que utilices el ejemplo del barco, Simeón —comenté—. Un empleado me dijo en cierta ocasión que los empleados se sentían con frecuencia como el personaje de Charlton Heston en Ben Hur. ¿Os acordáis del bueno de Charlton Heston, amarrado al banco de la La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 56 galera, rema que rema, año tras año? Podía oír rugir la tormenta y sentir la colisión de las naves, pero nunca salir al puente a tomar el fresco o a darse un chapuzón. Y además, no olvidemos el retumbar incesante de los tambores que golpeaba aquel gordo sudoroso para mantener el ritmo de los galeotes... Bueno, el caso es que ese empleado me dijo que los trabajadores tienen muchas veces la impresión de estar así. Se pasan el día entero allá abajo, en la bodega y nunca asoman por el puente, ni les dice nadie qué pasa con el barco. De repente el capitán dice que le apetece hacer esquí acuático y, ¡hala, a acelerar el ritmo, que lo manda el capataz! Y cuando las cosas se ponen feas, el capitán da dos voces a los de abajo diciendo que hay que echar a unos cuantos por la borda para aligerar la carga. No es un panorama muy reconfortante. Mi compañero de habitación dijo: —Tengo una vieja taza de café, recuerdo de otras épocas en la empresa, que lleva la siguiente inscripción: No es mi trabajo gobernar el barco ni hacer sonar la sirena. Ni decir hasta qué lugar puede el barco llegar. Al puente no puedo subir, ni siquiera tocar la campana, pero si este cacharro se llega a hundir ¿quién creéis que se las carga? —¡Es buenísimo! —dije entusiasmado——. ¡Tengo que conseguir una de esas tazas! Pero, a ver, aunque decida comportarme de esa forma, sigo teniendo cuarenta supervisores y puede ser que no quieran colaborar. No puedo crear ese entorno sin su ayuda. ¿Cómo demonios podré conseguir que todo el mundo colabore, Simeón? —Eres tú quien impone las reglas —la respuesta del profesor fue inmediata—. Como líder, John, eres responsable del entorno en tu área de influencia y te han dado poder para llevar a cabo tus cometidos. Por lo tanto tienes poder para regular su comportamiento. —¿Qué quieres decir con regular su comportamiento? —objeté—. ¡No puedes regular el comportamiento de otra persona! —¡Ya lo creo que puedes! —me gritó el sargento—. En el Ejército lo hacemos continuamente, y estoy seguro de que también lo hacéis con los trabajadores de tu fábrica. Hay políticas y normas que todo el mundo tiene que seguir, ¿no? Están obligados a usar el equipo siguiendo determinadas normas de seguridad y a ir todos los días a trabajar, y a seguir todo tipo de códigos de conducta en el trabajo. Tú y yo nos pasamos todo el tiempo regulando comportamientos. Odiaba tener que admitir que Greg tenía razón, pero era evidente que la tenía. Si un empleado del servicio al cliente empezaba a comportarse mal con un cliente, su trabajo estaba en peligro. Si los empleados no seguían nuestras reglas, se convertían rápidamente en ex— empleados. La regulación del comportamiento era constantemente una condición del empleo. De repente me vino a la memoria otro ejemplo de regulación de comportamiento por parte de la empresa. —Mi padre —empecé a decir— fue supervisor de primer grado en la planta de montaje de Ford en Dearbon durante más de treinta años. A principios de los años setenta fui a trabajar con él un sábado por la mañana; iba convencido de que no estaría más de una hora en la fábrica y que volvería luego a la Facultad. ¡No os podéis imaginar lo que era aquello! La gente se chillaba, se insultaba, reñía... aquello era la jungla. Parecía que para ser nombrado «capataz del día» había que ser capaz de humillar públicamente a un empleado y conseguir a la vez soltar un mínimo de diez tacos por frase. —Eso me resulta familiar —dijo el sargento, dirigiéndose a mí. —Es que era un lugar bastante especial, Greg —le repliqué, dándome cuenta de que ya no me resultaba irritante—. Bueno, el caso es que uno de los mejores amigos de mi padre, otro supervisor, fue trasladado inesperadamente a Flat Rock, Michigan, para trabajar en una fábrica que formaba parte de un proyecto entre Mazda y Ford. En la primera semana como supervisor en esa fábrica, el amigo de mi padre cogió a un empleado haciendo algo incorrecto y le puso de vuelta y media delante de todos los compañeros de la línea de montaje. Incluso consiguió soltar unos cuantos tacos en una misma frase, ¡la clásica sesión de castigo al estilo Deaborn! Para su mayor desgracia, su director, que era japonés, fue testigo del incidente y le llamó inmediatamente a su despacho. Como sabéis, los japoneses tienen un especial pundonor, no pueden humillarse ante los demás... El director le dijo muy cortés y respetuoso al amigo de mi padre que aquel era el primer y último aviso que le daba respecto a ese tipo de La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 57 comportamiento. Que si volvía a ver un comportamiento similar, o a tener noticias de ello, sería inmediatamente despedido. Este mismo supervisor trabajó otros diez años en la fábrica, hasta que se jubiló. Entendió el mensaje. Como tú dirías, Simeón, Mazda reguló su comportamiento. —Magnífico ejemplo, John —me dijo el profesor—. Sin embargo, todos debemos tener presente que Mazda no cambió el comportamiento del supervisor. Lo cambió él mismo, porque entendió el mensaje. No podemos cambiar a nadie. Recordad el sabio dicho de los Alcohólicos Anónimos: «la única persona a la que puedes cambiar es a ti mismo». La enfermera añadió: —Conozco a mucha gente que actúa como si realmente pudiera cambiar a los demás. Siempre están intentando arreglar a la gente, convertir les a su religión, rectificar sus mentes, lo que sea. Tolstoi dijo que todo el mundo quiere cambiar el mundo, pero nadie quiere cambiarse a sí mismo. —¿No será esa la verdad, Kim? —asintió la entrenadora—. Si cada uno se limitara a limpiar el trozo de calle de su portal, no tardaría en estar toda la calle como los chorros del oro. —Pero, Simeón, en nuestra condición de líderes podemos motivar a la gente para que cambie, ¿no? —preguntó el sargento. —Mi definición de motivación es cualquier comunicación que influye en las elecciones que se hacen. Como líderes podemos crear la fricción necesaria, pero que la gente cambie depende de una elección que no está en nuestras manos. Recordad el principio del jardín. Nosotros no hacemos crecer las plantas. Lo más que podemos hacer es proporcionar el ambiente adecuado y la presión necesaria de forma que la gente pueda elegir cambiar y crecer. Intervino la directora de escuela: —Algún personaje célebre, no recuerdo ahora quién era, dijo una vez que sólo hay dos razones para casarse: la procreación y la fricción. —Esa es muy buena —dijo riéndose el pastor—. Sé de otro sitio donde también regulan el comportamiento. ¿Habéis estado alguna vez en el hotel Ritz Carlton? —Sólo un rico predicador como tú puede permitirse alojarse en el Ritz —dijo sarcásticamente el sargento. Haciendo caso omiso del comentario, mi compañero de habitación continuó: —Una vez al año me permito la extravagancia de llevar a mi mujer al Ritz, que no queda lejos de mi casa, para una estancia de noche y desayuno especial. En cuanto pasas la puerta de un hotel Ritz, te das cuenta de que estás en un lugar especial. Me refiero a que la gente se desvive por satisfacer todas tus necesidades, y se puede palpar esa atmósfera de extraordinario respeto. Bueno, el caso es que, en una de esas veladas en el Ritz, después de cenar, estaba yo sentado en el bar tomándome un cóctel... —¿Un pastor baptista trasegando copas en un bar? —intentó pincharle el sargento. —Un zumo de limón para mi esposa y una Coca Light para mí, Greg. Bueno, digo que estaba yo atento a cómo se movían los dos camareros, asombrado del respeto que mostraban hacia los clientes y hacia sus propios compañeros. Estaba intrigado, suele pasarme, así que le pregunté a uno de ellos: «¿Qué pasa con vosotros, chicos?». Él me contestó educadamente: «¿Señor...?» «Bueno, ya sabéis», dije yo, «la manera en que tratáis a los clientes, y a vosotros mismos, tan respetuosa... ¿Cómo consiguen que lo hagáis?». Me contestó sencillamente: «Ah, aquí en el Ritz tenemos un lema: somos señoras y caballeros que servimos a señoras y caballeros». Le dije que era una frase muy ingeniosa, pero que no acababa de entenderle. Me miró fijamente a los ojos y dijo: «¡Si no nos comportamos así, no podemos trabajar aquí! ¿Hay algo más que no entienda?». Me eché a reír y le dije que le entendía perfectamente. La entrenadora añadió: —Muchos de vosotros habréis oído hablar de Lou Holtz, el que fuera famoso entrenador del equipo de fútbol de Notre Dame. Holtz tiene fama de ser especialista en generar entusiasmo en los equipos que entrena. Y no me refiero sólo a los jugadores. Toda su gente, técnicos, secretarias, asistentes, hasta los chicos que se ocupan del agua están siempre llenos de entusiasmo, en cualquier equipo que entrene, y tiene una carrera espectacular... Bueno, a 10 que iba, una vez le preguntó un periodista: «¿Cómo consigues que toda tu gente sea siempre tan entusiasta?», Y Lou Holtz contestó: «Pues es muy fácil. Elimino a los que no 10 son». La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 60 interrogativa: «¿Cambiaré... cuando…? ». Me gustaría dedicar el último día completo que vamos a pasar juntos, discutiendo el tema de la responsabilidad y de las elecciones que hacemos. Como ya dije en nuestro debate del miércoles, yo creo que el liderazgo empieza por una elección. Algunas de estas elecciones conllevan asumir las abrumadoras responsabilidades que voluntariamente aceptamos, y hacer que nuestros actos sean consecuentes con nuestras buenas intenciones. Pero mucha gente no quiere asumir las responsabilidades que le corresponden y prefiere descargarse de ellas. —Es curioso que digas eso, Simeón —dijo la enfermera—. Al principio de mi carrera, trabajé un par de años en la planta de psiquiatría de un gran hospital. Una de las cosas que descubrí rápidamente fue que la gente con problemas psicológicos padece con frecuencia de «trastornos de la responsabilidad». Los neuróticos asumen demasiada responsabilidad y creen que todo lo que pasa es culpa suya. «Mi marido es un borracho porque soy una mala esposa», o «Mi hijo fuma porros porque he fracasado como padre», o «El tiempo es malo porque no dije mis oraciones esta mañana». Por otro lado, la gente con problemas de trastornos del carácter, generalmente asume demasiada poca responsabilidad sobre sus actos. Dan por sentado que todo lo que va mal es por culpa de otro. «Mi hijo tiene problemas en la escuela porque los profesores son infectos», o «No puedo ascender en la empresa porque le caigo mal al jefe», o «Yo soy un borracho porque mi padre también lo era». Y luego tenemos los que están entre dos aguas, caracterópatas—neuróticos, que unas veces asumen demasiada responsabilidad y otras demasiado poca. —¿Tú dirías que hoy en día vivimos en una sociedad más aquejada de neurosis que de trastornos del carácter, Kim? —indagó el profesor. Antes de que pudiera contestar, el sargento intervino: —¿Estás de broma? —dijo casi gritando—, ¡en Estados Unidos tenemos tantos trastornos del carácter que somos el hazmerreír de todo el mundo! Nadie quiere aceptar nunca responsabilidades de nada. ¿Es que no os acordáis de lo del alcalde de Washington, ese que filmaron en vídeo fumando crack y dijo que era todo un complot racista? ¿Y que me decís de esa mujer que ahogó a sus dos hijos en el asiento trasero del coche, precipitándolo a un lago, y lo justificó diciendo que, de niña, había sido sometida a abusos deshonestos? ¿Y los chicos de la costa este que mataron a tiros a sus padres y esgrimieron también la «excusa del abuso»? ¿Y los fumadores que demandan a las compañías de tabaco, echándoles la culpa de su dependencia de los cigarrillos? ¿Y la «vidente» que demandó al hospital porque su TAC arruinó sus habilidades paranormales y por lo tanto su futuro potencial económico? Por no hablar de ese trabajador contratado por el ayuntamiento de San Francisco que les pegó un tiro al alcalde y al gerente municipal e invocó la defensa Twinkie... ¡Dijo que se encontraba en un estado de demencia transitoria debido a una ingesta excesiva de azúcar en comida basura! ¿Qué ha sido de la responsabilidad personal en esta sociedad? —Creo —continuó el profesor— que uno de los problemas es que en este país nos hemos pasado un poco con lo de Sigmund Freud. Aunque el trabajo de Freud supuso una enorme contribución al campo de la psiquiatría, y hemos de estarle agradecidos, plantó también las semillas del determinismo, que le ha proporcionado a nuestra sociedad todo tipo de excusas para justificar malos comportamientos, permitiéndonos evitar la asunción de las responsabilidades de nuestras acciones. —¿Podrías explicar qué es «determinismo», Simeón? —le pregunté. —Llevado a sus últimas consecuencias, el determinismo significa que para cada suceso, físico o mental, existe una causa. Seguir la receta de un bizcocho sería la causa que previsiblemente produciría un efecto: el bizcocho. En la fábrica de vidrio donde tú trabajas, el calentar a determinada temperatura arena, cenizas y los otros ingredientes que uséis es la causa que producirá previsiblemente el efecto del vidrio fundido. De acuerdo con el determinismo estricto, conocidas las causas físicas o mentales, se puede predecir el efecto de las mismas. —Pero —objetó el pastor—, si damos eso por bueno, llegamos a una paradoja en lo que se refiere a la creación del mundo, ¿o no? Quiero decir que si nos remontamos al primer momento del tiempo, a la fracción de segundo que precedió al Big Bang, ¿qué podría explicar esa causa primera? ¿Qué fue lo que creó ese primer átomo de helio, hidrógeno o lo que sea? La paradoja es que en algún punto de esa cadena de sucesos, hubo algo que tuvo que venir de la nada. y nosotros, los tipos religiosos, creemos que esa primera causa fue Dios. La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 61 El sargento masculló: —y tú no puedes dejar pasar un día sin sermón, ¿verdad, predicador? —Tienes razón, Lee, la ciencia nunca ha podido resolver de forma satisfactoria esta paradoja de la causa primera —continuó el profesor—. Pero el determinismo, para cada efecto existe una causa, se ha considerado generalmente válido para todos los sucesos físicos, aunque incluso esto ha sido puesto en tela de juicio con las últimas teorías científicas. En cualquier caso Freud decidió dar un paso más en este sentido, aplicando este mismo principio a la voluntad humana. Freud mantiene que, en lo fundamental, los seres humanos no tienen posibilidad de elección, y que el libre albedrío no es más que una ilusión. Según él, nuestras elecciones y nuestros actos están determinadas por fuerzas del inconsciente que nunca podemos conocer del todo. Freud afirmaba que, si tenemos un conocimiento suficiente de la herencia y el ambiente de alguien, podemos hacer una predicción bastante acertada de su comportamiento, incluidas las elecciones personales que puede hacer. Sus teorías asestaron un golpe tremendo al concepto de libre albedrío. La directora de escuela añadió: —El determinismo genético me permite echarle la culpa al abuelo por mis desastrosos genes, que explican por qué soy un borracho; el determinismo psíquico me permite echarle la culpa a mis padres por mi desgraciada infancia, la cual, por supuesto, me lleva a hacer siempre las peores elecciones en mi vida; el determinismo ambiental me permite echarle la culpa a mi jefe por hacer que la calidad de mi vida laboral sea tan lamentable, lo cual explica por qué me porto tan mal en el trabajo! Así que tengo miles de excusas para mi comportamiento. ¿A que es fantástico? —La vieja naturaleza contra el argumento cultural —comentó la enfermera—. Creo que hemos aprendido que, aunque los genes y el ambiente tengan un efecto en nosotros, seguimos siendo libres de hacer nuestras propias elecciones. No hay más que fijarse en los hermanos gemelos. Nacen del mismo óvulo, así que tienen los mismos genes: naturaleza. Ambos crecen en el mismo hogar, al mismo tiempo: cultura. y sin embargo son dos personas distintas. —¿Y qué me dices de esas hermanas siamesas que salieron en uno de los últimos números de la revista Life? ¿Visteis alguno el artículo? —preguntó el sargento. —Creo que ahora se les llama gemelos conjuntos, Greg —le corrigió el pastor. —Bueno, lo que sea —continuó el sargento—. El caso es que esas hermanas siamesas compartían el cuerpo, pero tenían dos cabezas completamente separadas. Lo realmente asombroso es que las dos niñas tenían personalidades muy distintas, con distintos gustos y manías, distintos comportamientos, y todo eso. Hasta sus padres decían que, aparte de compartir un tronco, eran dos personas completamente distintas. —Aquí —insistió la enfermera— tenemos otra vez los mismos genes y el mismo "ambiente, y sin embargo gente distinta. Simeón siguió diciendo: —Son unos ejemplos fantásticos. Creo que os va a encantar este poema que os he traído. Es uno de mis favoritos, de autor desconocido, y se titula: «Nueva visión del determinismo», dice así: Pedí hora al psiquiatra, para que me aclarara por qué aticé a mi novia y le partí la cara. Me tumbó en su diván para ver qué encontraba y encontró lo siguiente tras mucho hurgar en mi profundo subconsciente: cuando tenía un año, mamá encerró mi osito en la maleta, y en consecuencia soy un borracho majareta. A los dos años vi a papá besando a la doncella lo cual explica mi gran «cleptomanía». A los tres años, con mis hermanos sufría ambivalencia ¡Por eso mismo trato a mis novias con violencia! Ahora ya soy feliz porque me han dicho ¡Que siempre es culpa de otro, aunque sea un mal bicho! ¡Eh, libido! ¡Echa las campanas al vuelo, por el bueno de Freud! La única que no se reía era la entrenadora, así que le pregunté: —No parece convencerte mucho todo esto, Chris. ¿Qué es lo que te preocupa? —No estoy tan segura de que tengamos tanta libertad de elegir. Por ejemplo, hay La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 62 estudios que muestran sin lugar a dudas que los alcohólicos tienen más posibilidades de tener hijos alcohólicos. ¿Y no es el alcoholismo una enfermedad? ¿Cómo podéis decir que es algo que se elige? —Buena pregunta, Chris —replicó el profesor—. Yo vengo de una familia muy afectada por el alcohol, y sé que tengo cierta predisposición hacia el alcohol, y que tengo que tener mucho cuidado con ello. De hecho, entre los veintitantos y los treinta y tantos el alcohol se llevó casi lo mejor de mi vida. Pero aunque yo pueda tener una predisposición a ese problema, ¿tiene algún sentido atribuirle a mi padre o a mi abuelo la responsabilidad de que yo sea un bebedor? Yo soy el que decide tomar esa primera copa. Tenía ganas de decir algo, así que añadí: —Hace poco asistí a un curso sobre ética empresarial para ejecutivos, donde se nos hizo ver que la palabra «responsabilidad» contiene el término «habilidad» y el término «responder», significa capacidad para responder. En el curso aprendimos que estamos sometidos a todo tipo de estímulos: facturas, malos jefes, problemas conyugales, problemas con los empleados, problemas con los hijos, problemas con los vecinos, problemas con todo. No podemos evitar esos problemas, pero, como seres humanos, tenemos la capacidad de elegir la respuesta que les damos. —De hecho —dijo el profesor hablando más deprisa—, la capacidad para escoger nuestra respuesta es una de las glorias del ser humano. Los animales responden de acuerdo con su instinto. La guarida que hace un oso de Michigan es igual que la de un oso de Montana, y el arrendajo azul de Ohio construye el mismo tipo de nido que el arrendajo azul de Utah. Lo que quiero decir es que podemos enseñar a Flipper a saltar a través de un aro en el acuario, pero es difícil atribuirle el mérito del entrenamiento; probablemente el delfín ni siquiera se da cuenta de ello, lo único que sabe es que al final de la exhibición tendrá la barriga llena de pescado. El sargento asintió con la cabeza: —Sí, está el chico que vuelve de Vietnam en una silla de ruedas y se engancha a la heroína, completamente quemado, y el que vuelve de Vietnam en una silla de ruedas y se hace jefe del Departamento de Veteranos. El estímulo es el mismo, pero no se puede decir que la respuesta también lo sea. El profesor siguió adelante: —Viktor Frankl, estoy seguro que algunos habréis oído hablar de él, escribió un famoso librito titulado El hombre en busca de sentido que os recomiendo vivamente. Frankl era un psiquiatra judío que se educó en la prestigiosa universidad de Viena, de la que más tarde fue profesor, la misma universidad en la que estudió Freud. Frankl fue un ferviente defensor del determinismo, igual que su ídolo y mentor, Sigmund Freud. Cuando llegó la guerra, Frankl fue internado en un campo de concentración durante varios años, le arrebataron sus bienes, perdió prácticamente a toda su familia y padeció terribles experimentos médicos a manos de los nazis. Sufrió terriblemente, desde luego el libro no es muy adecuado para almas sensibles. Pero, en medio de tanto sufrimiento, aprendió mucho sobre la gente y la naturaleza humana, y esto le llevó a reconsiderar su postura respecto al determinismo. Voy a leeros un pasaje de su libro: Sigmund Freud dijo una vez: «Imaginemos un grupo de personas obligadas a pasar hambre por igual. A medida que aumente la imperiosa urgencia de comer, se irán desdibujando todas las diferencias individuales y en su lugar aparecerá la expresión uniforme de la única e inaplazable urgencia». Gracias a Dios, Freud no tuvo ocasión de conocer los campos de concentración desde dentro. Sus pacientes están recostados en un muelle diván de estilo victoriano, y no sobre la basura de Auschwitz. Pero, en Auschwitz, las «diferencias individuales» no sólo no se desdibujaban, sino que, muy al contrario, la gente se diferenciaba cada vez más porque todos acababan desenmascarándose, los santos y los cerdos... El hombre, en última instancia, se determina a sí mismo. Acaba siendo lo que hace de sí mismo. En los campos de concentración, por ejemplo, en esos laboratorios vivos, en esos campos de pruebas fuimos testigos de cómo algunos de nuestros compañeros se portaron como santos, mientras que otros se portaban como cerdos. El hombre lleva en sí ambas potencialidades, cuál de las dos actualice depende de sus decisiones, no de las condiciones en que se encuentre. Nuestra generación es realista, porque hemos llegado a conocer al hombre tal como es en realidad. Después de todo, el hombre es ese ser que inventó las cámaras de gas de Auschwitz; y sin embargo, es también ese ser que entró en esas cámaras de gas llevando la cabeza alta y el Padrenuestro o el Shema Yisrael en los labios. La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 65 «inconsciente» en la cancha, lo cual es una descripción mucho más cercana a la realidad de 10 que ellos probablemente piensan. Y es que es cierto, Jordan no tiene que pensar sobre su forma o su estilo, porque se ha vuelto natural en él. Esta etapa encaja también con el mecanógrafo experto que va a toda velocidad, o con la pianista que no tiene que pensar ya en qué tecla tiene que dar cada uno de sus dedos. Han conseguido que les resulte «natural». Greg, esta es la etapa en que los líderes han conseguido incorporar esos comportamientos a sus hábitos, a su verdadera naturaleza. Son los líderes que no tienen que intentar ser buenos líderes, porque ya son buenos líderes. En esta etapa un líder no necesita intentar ser buena persona, porque es buena persona. —Suena como si estuvieras hablando de conformar un carácter, Simeón —sugerí yo. —Exactamente, John —confirmó el profesor—. El liderazgo no es una cuestión de personalidad, posesiones o carisma, sino de lo que tú eres como persona. Durante una época pensé que el liderazgo era cuestión de estilo, pero ahora sé que es cuestión de sustancia, es decir de carácter. —Sí, si te paras a pensarlo —intervino mi compañero de habitación—, entre los grandes líderes se han dado personalidades y estilos muy diferentes. Pensad en lo diferentes que eran el general Patton y el General Eisenhower, Vince Lombardi y Tom Landry, Lee Iacocca y MaryKay, Franklin Roosevelt y Ronald Reagan, o Billy Graham y Martin Luther King. Sin duda tienen estilos muy distintos, pero todos son verdaderos líderes. Tienes razón, Simeón, debe haber algo más que estilo y tire de rollo en esto. Simeón añadió: —Las obras de amor y liderazgo son asunto de carácter. Paciencia, simpatía, humildad, generosidad, respeto, indulgencia, honradez y compromiso son aspectos del carácter, o hábitos, que han de ser desarrollados y madurados si queremos convertimos en líderes de éxito y aguantar la prueba del tiempo. —Siento colocaros otra cita —dijo la directora de escuela—, pero hay un viejo dicho sobre la causa y el efecto, que estoy segura de que les gustaría mucho a los deterministas, y que viene como anillo al dedo: «las ideas se convierten en actos, los actos en nuestro carácter y nuestro carácter en nuestro destino». —Por Dios, Theresa, me encanta —aseguró el pastor. —Sí, sí, alabemos al Señor — masculló el sargento, cerrando la sesión. La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 66 CAPÍTULO SIETE Los resultados Todo esfuerzo disciplinado tiene una recompensa múltiple. JIM ROHN Eran las cinco menos diez de la última mañana que iba a pasar con el profesor y me encontraba en silencio a su lado. De pronto se dio la vuelta hacia mí y me preguntó: —De todas las cosas que has aprendido esta semana, ¿cuál te parece la más importante, John? —No estoy seguro, pero creo que el verbo «amar» tiene algo que ver con ella —repliqué de inmediato. —Has aprendido bien, John. Hace mucho tiempo había un letrado, solían llamarlos escribas, que preguntó a Jesús cuál era el mandamiento más importante del judaísmo. Tienes que entender el contexto; el judaísmo llevaba siglos de evolución y todo estaba registrado en miles de rollos, ¡pero este letrado quería saber sólo una cosa: la más importante de toda la religión! y Jesús quiso complacerle. Le dijo simplemente que era amar a Dios y al prójimo. —Así pues, ¿amar es incluso más importante que ir a la iglesia o seguir determinadas reglas? —He descubierto que, desde luego, estar amparado por una comunidad amante en el viaje de la vida es importante, pero que el amor es infinitamente más importante. Un antiguo y sabio cristiano, llamado Pablo, escribió hace casi dos milenios que, al final, sólo importaban tres cosas: fe, esperanza y amor. Creo que si sigues el amor irás por buen camino, John. —Sabes, Simeón, no nos has estado predicando ni has intentado imponer tus creencias religiosas a ninguno de nosotros. i Yeso que eres un monje! Al principio, cuando llegué aquí, estaba asustado de que me sermonearan. —Creo que fue Agustín quien dijo que debemos predicar el Evangelio allá donde vayamos y usar las palabras sólo cuando es necesario. —Sí, bueno, me figuro que realmente no necesitas palabras. Tu vida es un ejemplo para todos nosotros. Quiero decir que eres un modelo de generosidad, dejándolo todo para venir aquí a servir... —Muy al contrario, John. Son muchas las razones egoístas por las que decidí servir y vivir aquí. El servicio, el sacrificio personal y la obediencia al abad y a las órdenes obran maravillas en mi naturaleza tan egotista. Cuanto más consigo rebajar mi ego y mi soberbia, más gozo tengo en la vida. John, ¡mi gozo es absolutamente inefable y estoy aquí egoístamente tratando de conseguir más! —Desearía tener una fe como la tuya, Simeón. Pero la fe, el liderazgo, el amor y todas esas cosas de las que hemos hablado esta semana son muy naturales para ti, pero tan difíciles para mí... —Recuerda, John, las cosas no son siempre lo que parecen. Al principio a mí también esas cosas me eran extrañas y difíciles. Sólo Dios sabe lo que he luchado, y sigo luchando hoy en día para negarme a mí mismo y dar lo mejor de mí a los demás. Pero he de admitir que ahora me resulta más fácil porque tengo ya el hábito adquirido y no tengo que pensar en ello. Y Jesús me ha ayudado en esta vía. —Bueno, por eso preguntaba. Puedo aceptar que estés convencido de que Jesús te ayuda. Pero supongo que necesitaría una prueba algo más sólida. Desgraciadamente para mí, tú no puedes probar la existencia de Dios. —Tienes razón, John. Yo no puedo demostrarte empíricamente la existencia de Dios, del mismo modo que tú no puedes demostrarme empíricamente que Dios no existe. Y sin embargo veo la evidencia de Dios allá donde ponga los ojos. Tú ves un mundo diferente cuando miras a La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 67 tu alrededor. Acuérdate de lo que hablamos uno de estos días, no vemos el mundo como es, vemos el mundo como somos. —Tal vez tenga que empezar a ver las cosas de forma algo diferente. —Recuerda el pode; de la percepción selectiva, John. Vemos y encontramos aquello que andamos buscando. Estaba sentado en el sofá media hora antes de la sesión de la mañana, absorto en la contemplación de las llamas y completamente perdido en mis pensamientos. De repente, se me empezaron a caer las lágrimas, algo que no me había ocurrido en más de treinta años. El sargento se me acercó y se sentó a mi lado en el sofá; me dio unas palmaditas en la rodilla y me preguntó: —¿Estás bien, socio? Me limité a asentir con la cabeza. Curiosamente, para mi mayor sorpresa no me sentía nada violento por que se me cayeran las lágrimas, ni sentí la necesidad de esconderlas. Me limité a dejar que fluyeran. Y el sargento siguió sentado a mi lado, en silencio. —Estas son las dos últimas horas que vamos a pasar juntos como grupo y tengo curiosidad por saber si os queda alguna duda sobre los temas que hemos discutido. ¿Tenéis algún «sí, pero...» o «que pasa sí...»? —Parece mucho trabajo... —dije con voz algo temblorosa—. El esfuerzo que se requiere para conseguir influencia, el trabajo de prestar atención, de amar, de dar lo mejor de uno mismo por los demás, y la disciplina que se requiere para adquirir esas nuevas destrezas yesos nuevos comportamientos... No puedo dejar de preguntarme, Simeón, ¿vale la pena tanto esfuerzo? —John, esa es una pregunta que yo mismo me he hecho muchas veces a lo largo de los años. El líder que se funda en la autoridad está llamado a hacer muchas elecciones y muchos sacrificios. Se requiere mucha disciplina. Pero, por supuesto, es lo que nos comprometimos a hacer cuando nos ofrecimos a ser l íderes. La entrenadora empezó a agitarse en su asiento, estaba claro que deseaba hablar. —Una de las cosas que les digo a nuestros atletas es que la disciplina requiere dedicación y trabajo duro, pero lo bueno es que siempre compensa. Por ejemplo, ¿alguno de vosotros hace ejercicio regularmente? Yo intento patinar tres o cuatro veces a la semana —dijo la enfermera. Chris siguió diciendo: —Kim, ¿tú dirías que tiene múltiples compensaciones el esfuerzo y la disciplina que te requiere salir a patinar? —¡Ya lo creo! —respondió Kim con entusiasmo—, ¡para empezar me encuentro mejor, tengo la cabeza más despejada, me siento más conectada espiritualmente, no tengo que estar tan pendiente de mi dieta y me ayuda a controlar el síndrome premenstrual! —Los entrenadores enseñamos a nuestros jugadores que este principio es válido para cualquier disciplina a la que uno se comprometa. Pensad en las compensaciones que tiene haber aprendido a ir al baño, a lavarse los dientes con regularidad, a leer y a escribir; en las compensaciones de haber sido educado, de haber aprendido a tocar el piano, a coser o a cualquier otra cosa. Yo diría que este mismo principio es válido para disciplinamos a nosotros mismos a dirigir desde la autoridad. —Dirías bien, Chris —replicó el profesor, complacido—. Hay desde luego múltiples compensaciones, o como me gusta decir «resultados». ¿Se os ocurre alguno? —Bueno, yo empezaría por lo más evidente —contestó la directora de escuela—. Si elegimos dar lo mejor de nosotros mismos y sacrificamos por los demás, tendremos influencia sobre ellos. Un líder que sabe cómo influenciar a los demás es un líder muy solicitado. —Gracias, Theresa. ¿Y qué más? —Te da una misión en la vida —anunció el sargento. — ¿Qué quieres decir, Greg? —preguntó Simeón. —Una de las razones por las que la vida militar me parece una buena vida es porque nos da una misión, un propósito, una visión, en suma una razón para levantarse por la mañana. Como ha dicho la entrenadora, el esfuerzo disciplinado, incluido el que se requiere para ser un hombre, eh... persona del Ejército, tiene muchas compensaciones. La misión de forjarse una autoridad sirviendo a aquellos que están bajo su responsabilidad puede dar a ese hombre, o a La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 70 oportunidad de crecer y de superar el propio egoísmo, en tanto en cuanto tenemos que dar lo mejor de nosotros mismos por nuestros hijos. Una de las cosas contra las que hay que luchar cuando se vive solo, y también cuando uno se va haciendo mayor, es contra un egocentrismo excesivo. Los egocéntricos son las personas más solas y más desgraciadas que conozco. La enfermera habló de nuevo: —Parece que nuestro ego, nuestro orgullo y nuestro egoísmo andan siempre estorbando. En el libro de Smith del que hablaba antes, se afirma que todas las grandes religiones del mundo concluyen que el mayor problema del hombre desde el principio de los tiempos es su naturaleza egocéntrica, su soberbia y su egoísmo. Smith llega a la conclusión de que todas las grandes religiones del mundo enseñan a superar nuestra egoísta naturaleza. El pastor sugirió: —De acuerdo con mi fe, el hombre nació con ese pecado que llamamos el pecado original. Tal vez el pecado original consista en nuestra naturaleza egoísta. Ayer nos preguntábamos en qué consiste la naturaleza humana. Anoche, dándole vueltas a esta cuestión, me di cuenta de que mi naturaleza básica me lleva a ser siempre yo primero. ¡Dar lo mejor de mí mismo para los demás desde luego no está en mi naturaleza! Como decía Kim, disciplinarse para dar lo mejor de sí mismo por los demás consiste en aprender a hacer lo que no nos es natural. La directora de escuela añadió: —C. S. Lewis, uno de mis autores favoritos, dijo una vez que si no crees ser demasiado egocéntrico, probablemente es que lo eres, y mucho. Para ilustrar este punto nos propone mirar unas cuantas fotos de familia y preguntarnos luego si de veras no juzgamos la calidad de las fotos en función de si salimos bien en ellas o no. —A mí eso me cuadra perfectamente, gracias —asintió el profesor sonriendo—. Amar a los demás, dar lo mejor de uno mismo, dirigir con autoridad nos obliga a derribar esa muralla de egoísmo y a allegamos a los demás. Al posponer nuestras propias necesidades y deseos y dar lo mejor de nosotros mismos por los demás, estamos creciendo. Nos dejamos de preocupar tanto por nosotros mismos y tomamos más conciencia del otro. El gozo que experimentamos es un derivado de esta entrega. Intervino de nuevo la directora de escuela: —Al Dr. Karl Menninger, un conocido psiquiatra, le preguntaron en una ocasión qué le recomendaría a alguien que estuviera al borde de una depresión. Contestó que le diría que saliera de casa y cruzara al otro lado de la vía para encontrar a alguien necesitado y ayudarlo. —Creo que eso es bastante obvio —afirmó el sargento—. Cuando hacemos algo bueno por alguien, naturalmente nos sentimos bien. Supongo que hasta para firmar el talón que envío a mi organización caritativa todos los fines de año, una de las mayores motivaciones es precisamente esa, que me siento bien haciéndolo. —Gracias por tu sinceridad, Greg —terció el profesor—. Quiero citaros a uno de mis personajes favoritos, el Dr. Albert Schweitzer. Dice así: «No sé cuál es nuestro destino, pero de una cosa estoy seguro: los únicos que conseguirán ser realmente felices serán aquellos que hayan intentado ver en qué forma podían servir y que hayan dado con ella». Puede que el servicio y el sacrificio sean lo que tenemos que pagar por el privilegio de la vida. El pastor dijo: —En el evangelio de Juan, Jesús les dice a sus discípulos que el increíble gozo de Él puede ser el de ellos si obedecen el mandamiento que les da. Acaba diciendo: «Este es mi mandamiento, que os améis los unos a los otros como yo os he amado». Jesús sabía del gozo que tendrían en amar dando lo mejor de sí mismos por los otros. —¡Por favor, volvamos al tema, antes de que el predicador pase el cestillo de la colecta! El profesor accedió de buen grado: —El tema, Greg, es que hay un gran gozo en dirigir con autoridad, que consiste en servir a los demás satisfaciendo sus legítimas necesidades. Y este gozo es el que nos sostiene en nuestro paso por este campamento de reclutas que llamamos planeta Tierra. Estoy convencido de que nuestro propósito aquí abajo no tiene por qué consistir en ser feliz, ni siquiera en satisfacer nuestras ambiciones personales. Nuestro propósito aquí como seres humanos es desarrollamos hasta alcanzar una madurez en lo psicológico y en lo espiritual. Eso es lo que complace a Dios. Amar, servir, dar lo mejor de nosotros mismos por los demás nos obliga a salir de nuestro egocentrismo. Amar a los demás nos obliga a crecer. —y empieza con una elección —recordó el sargento—. Intenciones menos acciones igual a cortedad. Tenemos que actuar a base de lo que hemos aprendido porque, si nada cambia, La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 71 nada cambia. —Creo que lo podría expresar mejor, Greg —bromeó la directora de escuela—. ¡Hay que estar loco para seguir haciendo lo mismo y esperar resultados distintos! Todo el grupo se echó a reír. —Se nos ha acabado el tiempo —dijo el profesor poniéndose serio de repente—. He aprendido mucho esta semana y os estoy muy agradecido por las extraordinarias ideas y aportaciones con las que cada uno de vosotros ha contribuido a nuestro pequeño grupo. —¿Incluido yo? —preguntó el sargento, incrédulo. —Tú muy especialmente, Greg — contestó sinceramente el profesor—. En conclusión, rezo porque el viaje que cada uno de vosotros haga por esta vida pueda ajustarse en algún grado como resultado de haber pasado esta semana juntos. Puede parecer que una diferencia de «algún grado» no es muy importante en un viaje corto, pero en el largo viaje de la vida puede suponer una desviación que cambie absolutamente vuestro punto de llegada. Buena suerte y que Dios bendiga a cada uno de vosotros en el viaje que tenéis por delante. La paradoja. Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo James C. Hunter 72 Epílogo Un viaje de tres mil leguas empieza con un solo paso. PROVERBIO CHINO Los seis participantes del retiro comimos juntos por última vez antes de decimos adiós. Corrieron muchas lágrimas. Hasta el pastor y el sargento se abrazaban y reían a carcajadas. El sargento propuso que nos volviéramos a reunir en un plazo exacto de seis meses, y todos prometimos asistir con gran entusiasmo. Greg se ofreció también para hacer de secretario del grupo y prometió que nos informaría a todos de la fecha y el lugar de la reunión. El mismo que tantos problemas había tenido con el retiro era el que no quería que se acabara. Estaba empezando a ver con claridad que las cualidades que más me irritaban en los otros, en gente como el sargento, eran las que más aborrecía en mí mismo. En Greg estaban sencillamente un poco más a la vista, porque al menos él era auténtico y no se engañaba a sí mismo. Uno de los muchos propósitos que me había hecho esa semana era engañarme un poco menos y esforzarme un poco por ser auténtico con la gente. «Humildad» creo que fue la palabra que empleó el profesor. —Espero que Simeón pueda asistir a nuestra reunión —apuntó la enfermera—. Greg, no vayas a olvidarte de invitarle, ¿de acuerdo? —Eso está hecho —prometió el sargento—. Por cierto, ¿ha visto alguien a Simeón? Realmente esperaba tener ocasión de despedirme de él. Di una vuelta buscando al profesor, pero parecía haberse esfumado. Cogí la bolsa de mi habitación y salí a sentarme en el banco cercano al aparcamiento arenoso. Sabía que Rachael asomaría en cualquier momento, y me entró cierto pánico. Tenía que despedirme de Simeón como fuera. Dejé la bolsa y fui hasta las escalinatas que bajaba al lago Michigan. A lo lejos divisé una figura humana y bajé las escaleras gritando: «¡Simeón, Simeón!». Se paró y se volvió hacia mí, que llegaba a la carrera. Nos quedamos uno frente a otro y nos dimos un abrazo de despedida. —No sé como agradecerte esta semana, Simeón —murmuré azarado——. He aprendido tantas cosas importantes... Espero ser capaz de poner en práctica algo de lo que he aprendido cuando vuelva a casa. El profesor me dijo mirándome a los ojos: —Hace mucho tiempo, un hombre llamado Siro dijo que de nada vale haber aprendido bien algo si no se hace bien. Lo harás bien, John, estoy seguro. Sus ojos me comunicaban que sabía que yo lo haría bien, y aquello me dio esperanzas. —Pero, ¿por dónde empiezo, Simeón? —Empiezas con una elección. . Subí lentamente los 243 escalones y me senté de nuevo en el banco, junto a mi bolsa, a esperar a Rachael. Acababa de salir el último coche y los jardines del monasterio se habían quedado desiertos y silenciosos. Yo escuchaba crujir las hojas secas arrastradas por el cálido viento de otoño que soplaba desde el lago. Pronto me quedé abismado en mis pensamientos. No sé cuánto tiempo pasó antes de que el lejano sonido de un coche que se acercaba me hiciera volver a la realidad. Pude ver la nube de polvo que arrastraba nuestro Mercury Mountaineer blanco mientras subía lentamente por la pista y giraba en la arena del aparcamiento. Me levanté lentamente y se me llenaron los ojos de lágrimas al mirar por última vez el lago Michigan. En mi fuero interno hice un propósito. Oí el golpe de la puerta de la furgoneta y me di la vuelta para ver a una radiante Rachael corriendo hacia mí. En aquel momento me pareció más hermosa que nunca. Se echó en mis brazos y la mantuve abrazada hasta que ella deshizo el abrazo. —¡Qué sorpresa! —bromeó—. ¡No recordaba cuándo fue la última vez que te solté yo
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