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Orientación Universidad
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La resistencia de Ernesto Sabato, Monografías, Ensayos de Economía

el poder del humano visto desde una memoria avanzada

Tipo: Monografías, Ensayos

2022/2023

Subido el 19/11/2023

danna-gomes
danna-gomes 🇻🇪

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Vista previa parcial del texto

¡Descarga La resistencia de Ernesto Sabato y más Monografías, Ensayos en PDF de Economía solo en Docsity! ERNESTO SABATO La resistencia SEIX BARRAL Índice Primera Carta .................................................................................. LO PEQUEÑO Y LO GRANDE ................................................................ SEGUNDA CARTA: ..................................................................... LOS ANTIGUOS VALORES .................................................................... TERCERA CARTA: ...................................................................... ENTRE EL BIEN Y EL MAL ................................................................... CUARTA CARTA: ........................................................................ LOS VALORES DE LA COMUNIDAD ........................................................ QUINTA CARTA: ......................................................................... LA RESISTENCIA ................................................................................ EPÍLOGO: ....................................................................................... LA DECISIÓN Y LA MUERTE ................................................................ PRIMERA CARTA Lo pequeño y lo grande El hermoso consuelo de encontrar el mundo en un alma, de abrazara mi especie en una criatura amiga. F. HÖDERLIN HAY DÍAS en que me levanto con una esperanza demencial, momentos en los que siento que las posibilidades de una vida más humana están al alcance de nuestras manos. Éste es uno de esos días. Y, entonces, me he puesto a escribir casi a tientas en la madrugada, con urgencia, como quien saliera a la calle a pedir ayuda ante la amenaza de un incendio, o como un barco que, a punto de desaparecer, hiciera una última y ferviente seña a un puerto que sabe cercano pero ensordecido por el ruido de la ciudad y por la cantidad de letreros que le enturbian la mirada. Les pido que nos detengamos a pensar en la grandeza a la que todavía podemos aspirar si nos atrevemos a valorar la vida de otra manera. Nos pido ese coraje que nos sitúa en la verdadera dimensión del hombre. Todos, una y otra vez, nos doblegamos. Pero hay algo que no falla y es la convicción de que —únicamente— los valores del espíritu nos pueden salvar de este terremoto que amenaza la condición humana. Mientras les escribo, me he detenido a palpar una rústica talla que me regalaron los tobas y que me trajo, como un rayo a mi memoria, una exposición “virtual” que me mostraron ayer en una computadora, que debo reconocer que me pareció cosa de Mandinga. Porque a medida que nos relacionamos de manera abstracta más nos alejamos del corazón de las cosas y una indiferencia metafísica se adueña de nosotros mientras toman poder La Resistencia El hombre se está acostumbrando a aceptar pasivamente una constante intrusión sensorial. Y esta actitud pasiva termina siendo una servidumbre mental, una verdadera esclavitud. Pero hay una manera de contribuir a la protección de la humanidad, y es no resignarse. No mirar con indiferencia cómo desaparece de nuestra mirada la infinita riqueza que forma el universo que nos rodea, con sus colores, sonidos y perfumes. Ya los mercados no son aquellos a los que iban las mujeres con sus puestos de frutas, de verduras, de carnes, verdadera fiesta de colores y olores, fiesta de la naturaleza en medio de la ciudad, atendidos por hombres que vociferaban entre sí, mientras nos contagiaban la gratitud por sus frutos. ¡Pensar que con Mamá íbamos a la pollería a comprar huevos que, en ese mismo momento, retiraban de las gallinas ponedoras! Ahora ya todo viene envasado y se ha comenzado a hacer las compras por computadora, a través de esa pantalla que será la ventana por la que los hombres sentirán la vida. Así de indiferente e intocable. No hay otra manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el instante, ni otra forma de llegar a la universalidad que a través de la propia circunstancia: el hoy y aquí. Y entonces ¿cómo? Hay que re-valorar el pequeño lugar y el poco tiempo en que vivimos, que nada tienen que ver con esos paisajes maravillosos que podemos mirar en la televisión, pero que están sagradamente impregnados de la humanidad de las personas que vivimos en él. Uno dice silla o ventana o reloj, palabras que designan meros objetos, y, sin embargo, de pronto transmitimos algo misterioso e indefinible, algo que es como una clave, como un mensaje inefable de una profunda región de nuestro ser. Decimos silla pero no queremos decir silla, y nos entienden. O por lo menos nos entienden aquéllos a quienes está secretamente destinado el mensaje. Así, aquel par de zuecos, aquella vela, esa silla, no quieren decir ni esos zuecos, ni esa vela macilenta, ni aquella silla de paja, sino Van Gogh, Vincent: su ansiedad, su angustia, su soledad; de modo que son más bien su autorretrato, la descripción de sus ansiedades más profundas y dolorosas. Sirviéndose de objetos de este mundo aparentemente seco que está fuera de nosotros, que acaso estaba antes de nosotros y que muy probablemente nos sobrevivirá. Como si esos objetos fueran temblorosos y transitorios puentes para salvar el abismo que siempre se abre entre uno y el universo, símbolos de aquello profundo y recóndito que reflejan; indiferentes y grises para los que no son capaces de entender la clave, pero cálidos y tensos y llenos de intención secreta para los que la conocen. Porque el hombre hace con los objetos lo mismo que el alma realiza con el cuerpo, impregnándolo de sus anhelos y sentimientos, manifestándose a través de las arrugas carnales, del brillo de los ojos, de las sonrisas y de la comisura de sus labios. Si nos volvemos incapaces de crear un clima de belleza en el pequeño mundo a nuestro alrededor y sólo atendemos a las razones del trabajo, tantas veces deshumanizado y competitivo, ¿cómo podremos resistir? La presencia del hombre se expresa en el arreglo de una mesa, en unos discos apilados, en un libro, en un juguete. El contacto con cualquier obra humana evoca en nosotros la vida del otro, deja huellas a su paso que nos inclinan a reconocerlo y a encontrarlo. Si vivimos como autómatas seremos ciegos a las huellas que los hombres nos van dejando, como las piedritas que tiraban Hansel y Gretel en la esperanza de ser encontrados. El hombre se expresa para llegar a los demás, para salir del cautiverio de su soledad. Es tal su naturaleza de 1 La Resistencia peregrino que nada colma su deseo de expresarse. Es un gesto inherente a la vida que no hace a la utilidad, que trasciende toda posibilidad funcional. Los hombres, a su paso, van dejando su vestigio; del mismo modo, al retornar a nuestra casa después de un día de trabajo agobiante, una mesita cualquiera, un par de zapatos gastados, una simple lámpara familiar, son conmovedores símbolos de una costa que ansiamos alcanzar, como náufragos exhaustos que lograran tocar tierra después de una larga lucha contra la tempestad. Son muy pocas las horas libres que nos deja el trabajo. Apenas un rápido desayuno que solemos tomar pensando ya en los problemas de la oficina, porque de tal modo nos vivimos como productores que nos estamos volviendo incapaces de detenernos ante una taza de café en las mañanas, o de unos mates compartidos. Y la vuelta a la casa, la hora de reunimos con los amigos o la familia, o de estar en silencio como la naturaleza a esa misteriosa hora del atardecer que recuerda los cuadros de Millet, ¡tantas veces se nos pierde mirando televisión! Concentrados en algún canal, o haciendo zapping, parece que logramos una belleza o un placer que ya no descubrimos compartiendo un guiso o un vaso de vino o una sopa de caldo humeante que nos vincule a un amigo en una noche cualquiera. Cuando somos sensibles, cuando nuestros poros no están cubiertos de las implacables capas, la cercanía con la presencia humana nos sacude, nos alienta, comprendemos que es el otro el que siempre nos salva. Y si hemos llegado a la edad que tenemos es porque otros nos han ido salvando la vida, incesantemente. A los años que tengo hoy, puedo decir, dolorosamente, que toda vez que nos hemos perdido un encuentro humano algo quedó atrofiado La falla central que sufrió la medicina proviene de la falsa base filosófica de los tres siglos pasados, de la ingenua separación entre alma y cuerpo, del cándido materialismo que conducía a buscar toda enfermedad en lo somático. El hombre no es un simple objeto físico, desprovisto de alma; ni siquiera un simple animal: es un animal que no sólo tiene alma sino espíritu, y el primero de los animales que ha modificado su propio medio por obra de la cultura. Como tal, es un equilibrio —inestable— entre su propio soma y su medio físico y cultural. Una enfermedad es, quizá, la ruptura de ese equilibrio, que a veces puede ser provocada por un impulso somático y otras por un impulso anímico, espiritual o social. No es nada difícil que enfermedades modernas como el cáncer sean esencialmente debidas al desequilibrio que la técnica y la sociedad moderna han producido entre el hombre y su medio. ¿El cáncer no es acaso un cierto tipo de crecimiento desmesurado y vertiginoso? Cambios mesológicos provocaron la desaparición de especies enteras, y así como los grandes reptiles no pudieron sobrevivir a las transformaciones que ocurrieron al final del período mesozoico, podría suceder que la especie humana fuese incapaz de soportar los catastróficos cambios del mundo contemporáneo. Pues estos cambios son tan terribles, tan profundos y sobre todo tan vertiginosos, que aquellos que provocaron la desaparición de los reptiles resultan insignificantes. El hombre no ha tenido tiempo para adaptarse a las bruscas y potentes transformaciones que su técnica y su sociedad han producido a su alrededor; y no es arriesgado afirmar que las enfermedades modernas sean los medios de que se está valiendo el cosmos para sacudir a esta orgullosa especie humana. Nuestro tiempo cuenta con teléfonos para suicidas. Sí, 5 La Resistencia es probable que algo se le pueda decir a un hombre para quien la vida ha dejado de ser el bien supremo. Yo mismo, muchas veces, atiendo gente al borde del abismo. Pero es muy significativo que se tenga que buscar un gesto amigo por teléfono o por computadora, y no se lo encuentre en la casa, o en el trabajo, o en la calle, como si fuésemos internados en alguna clínica enrejada que nos separara de la gente a nuestro lado. Y entonces, habiendo sido privados de la cercanía de un abrazo o de una mesa compartida, nos quedaran “los medios de comunicación”. De la misma manera, cuánto mejor es morir en la propia cama, rodeado de afecto, acompañado por las voces, los rostros y los objetos familiares, que en esas ambulancias que atraviesan como bólidos las calles para ingresar al moribundo en una sala esterilizada, en lugar de dejarlo en paz. Con admiración recuerdo el nombre de algunos viejos médicos cuya sola entrada sanaba al enfermo. ¡Cuánta irónica sonrisa mereció esta deslumbrante verdad! Es noche de verano, la luna ilumina de cuando en cuando. Avanzo hacia mi casa entre las magnolias y las palmeras, entre los jazmines y las inmensas araucarias, y me detengo a observar la trama que las enredaderas han labrado sobre el frente de esta casa que es ya una ruina querida, con persianas podridas o desquiciadas; y, sin embargo, o precisamente por su vejez parecida a la mía, comprendo que no la cambiaría por ninguna mansión en el mundo. En la vida existe un valor que permanece muchas veces invisible para los demás, pero que el hombre escucha en lo hondo de su alma: es la fidelidad o traición a lo que sentimos como un destino o una vocación a cumplir. El destino, al igual que todo lo humano, no se manifiesta en abstracto sino que se encarna en alguna circunstancia, en un pequeño lugar, en una cara amada, o en un nacimiento pobrísimo en los confines de un imperio. Ni el amor, ni los encuentros verdaderos, ni siquiera los profundos desencuentros, son obra de las casualidades, sino que nos están misteriosamente reservados. ¡Cuántas veces en la vida me ha sorprendido cómo, entre las multitudes de personas que existen en el mundo, nos cruzamos con aquellas que, de alguna manera, poseían las tablas de nuestro destino, como si hubiéramos pertenecido a una misma organización secreta, o a los capítulos de un mismo libro! Nunca supe si se los reconoce porque ya se los buscaba, o se los busca porque ya bordeaban los aledaños de nuestro destino. El destino se muestra en signos e indicios que parecen insignificantes pero que luego reconocemos como decisivos. Así, en la vida uno muchas veces cree andar perdido, cuando en realidad siempre caminamos con un rumbo fijo, en ocasiones determinado por nuestra voluntad más visible, pero en otras, quizá más decisivas para nuestra existencia, por una voluntad desconocida aun para nosotros mismos, pero no obstante poderosa e inmanejable, que nos va haciendo marchar hacia los lugares en que debemos encontrarnos con seres o cosas que, de una manera o de otra, son, o han sido, o van a ser primordiales para nuestro destino, favoreciendo o estorbando nuestros deseos aparentes, ayudando u obstaculizando nuestras ansiedades, y, a veces, lo que resulta todavía más asombroso, demostrando a la larga estar más despiertos que nuestra voluntad consciente. En el momento, nuestras vidas nos parecen escenas sueltas, una al lado de la otra, como tenues, inciertas y livianísimas hojas arrastradas por el furioso y sin sentido viento del tiempo. Mi memoria está compuesta de 7 La Resistencia humano adquieren increíble magnitud, sobre todo cuando el hombre que va a morir sólo puede defenderse con el recuerdo, tan angustiosamente incompleto, tan transparente y poco carnal, de aquel árbol o de aquel arroyito de la infancia; que no sólo están separados por los abismos del tiempo sino por vastos territorios. Así nos es dado ver a muchos viejos que casi no hablan y todo el tiempo parecen mirar a lo lejos, cuando en realidad miran hacia dentro, hacia lo más profundo de su memoria. Porque la memoria es lo que resiste al tiempo y a sus poderes de destrucción, y es algo así como la forma que la eternidad puede asumir en ese incesante tránsito. Y aunque nosotros (nuestra conciencia, nuestros sentimientos, nuestra dura experiencia) hayamos ido cambiando con los años; y también nuestra piel y nuestras arrugas van convirtiéndose en prueba y testimonio de ese tránsito, hay algo en el ser humano, allá muy dentro, allá en regiones muy oscuras, aferrado con uñas y dientes a la infancia y al pasado, a la raza y a la tierra, a la tradición y a los sueños, que parece resistir a ese trágico proceso resguardando la eternidad del alma en la pequeñez de un ruego. Se ha necesitado una crisis general de la sociedad para que estas sencillas pero humanas verdades resurgieran con todo su vigor. Estaremos perdidos si no revertimos, con energía, con amor, esta tendencia que nos constituye en adoradores de la televisión, los chicos idiotizados que ya no juegan en los parques. Si hay Dios, que no lo permita. Vuelven a mi memoria imágenes de hombres y mujeres luchando en la adversidad, como aquella indiecita embarazada, casi una niña, que me arrancó lágrimas de emoción en el Chaco porque en medio de la miseria y las privaciones, su alma agradecía la vida que llevaba en ella. Qué admirable es a pesar de todo el ser humano, esa cosa tan pequeña y transitoria, tan reiteradamente aplastada por terremotos y guerras, tan cruelmente puesta a prueba por los incendios y naufragios y pestes y muertes de hijos y padres. Sí, tengo una esperanza demencial, ligada, paradójicamente, a nuestra actual pobreza existencial, y al deseo, que descubro en muchas miradas, de que algo grande pueda consagrarnos a cuidar afanosamente la tierra en la que vivimos. Con todo, mientras digo esto, algo como una visión tremenda me hace sentir que ya pasó la gran pesadilla, que ya hemos comprendido que toda consideración abstracta, aunque se refiera a problemas humanos, no sirve para consolar a ningún hombre, para mitigar ninguna de las tristezas y angustias que puede sufrir un ser concreto de carne y hueso, un pobre ser con ojos que miran ansiosamente (¿hacia qué o hacia quién?), una criatura que sólo sobrevive por la esperanza. Ya muy cansado, en esta noche de noviembre, la araucaria me trae a la memoria el amor que mi amigo Tortorelli tenía por sus árboles. Era conmovedor, llegaba hasta a abrazar alguno que le recordaba la época en que él mismo había sido guardabosques. Tuvimos la emoción de recorrer con él, por la Patagonia, lugares tan impresionantes como los bosques petrificados, los de arrayanes, y aquellos otros donde se yerguen árboles milenarios. Nos decía, acariciando el tronco de esas formidables araucarias y coihues todavía vivos: “Piensen por un momento que cuando surgió el Imperio Romano y cuando se derrumbó, cuando los griegos y los troyanos 1 La Resistencia combatían por Helena, este árbol ya estaba aquí, y siguió estando cuando Rómulo y Remo fundaron Roma, y cuando nació Cristo. Y mientras Roma llegaba a dominar el mundo, y cuando cayó. Y así pasaron imperios, guerras interminables, Cruzadas, el Renacimiento, y la historia entera de Occidente hasta hoy. Y ahí lo tienen todavía”. También nos dijo que los vientos húmedos del Pacífico precipitan casi toda su agua del lado chileno, de modo que un incendio de este lado es fatal, porque los árboles mueren y el desierto avanza inexorablemente. Entonces, nos llevó hasta el límite de la estepa patagónica y nos mostró los cipreses, casi retorcidos por el sufrimiento que, como dijo, “cubrían la retaguardia”. Duros y estoicos, como una legión suicida, daban el último combate contra la adversidad. Creo en los cafés, en el diálogo, creo en la dignidad de la persona, en la libertad. Siento nostalgia, casi ansiedad de un Infinito, pero humano, a nuestra medida. Ernesto Sabato DESPUÉS DE RECORRER durante horas la imponente Quebrada de Humahuaca hemos regresado a la antigua ciudad de Salta, tan hermosa en otro tiempo, hoy casi irreconocible, plagada de letreros y de edificios modernos que han roto la belleza de sus calles coloniales. Ya nada va quedando, como si nadie la mirara, aristócrata ciudad de Salta, como si también a ella le hubiera llegado este desencanto moderno que en nada pone empeño, que construye las casas para que se deshagan al día siguiente, ya sin frentistas, ni viejos herreros. Por la tarde me he acercado a la histórica Catedral, el santuario donde mañana miles de creyentes celebrarán la Fiesta del Milagro. Muchos de ellos hace días que vienen peregrinando para ofrecer sus candorosas promesas tan simples como una flor de campo, y sus pedidos tan apremiantes como la comida, la salud o el trabajo. Sentado en la plaza volvieron mis obsesiones de siempre. Las sociedades desarrolladas se han levantado sobre el desprecio a los valores trascendentes y comunitarios y sobre aquéllos que no tienen valor en dinero sino en belleza. Una vez más compruebo cómo se han afeado las ciudades de nuestro país, tanto Buenos Aires como las antiguas ciudades del interior. ¡Qué poco se las ha cuidado! Da dolor ver fotos de hace años, cuando todavía cada una conservaba su modalidad, sus árboles, el frente de sus edificios. A través de mis cavilaciones, me detengo a mirar a un chiquito de tres o cuatro años que juega bajo el La Resistencia cuidado de su madre, como si debajo de un mundo resecado por la competencia y el individualismo, donde ya casi no queda lugar para los sentimientos ni el diálogo entre los hombres, subsistieran, como antiguas ruinas, los restos de un tiempo más humano. En los juegos de los chicos percibo, a veces, los resabios de rituales y valores que parecen perdidos para siempre, pero que tantas veces descubro en pueblitos alejados e inhóspitos: la dignidad, el desinterés, la grandeza ante la adversidad, las alegrías simples, el coraje físico y la entereza moral. El niño sigue jugando en la glorieta de la plaza, donde seguramente mañana tocará la orquesta o habrá concierto de guitarras como antes en Rojas, los días de fiesta. En otra época —lamento utilizar expresiones con cierto aire arqueológico, pero cuando se tiene casi la edad del siglo... qué digo, ¡la del siglo pasado!—, cuando yo era un niño en Rojas, aún se mantenían valores que hacían del nacimiento, el amor, la adolescencia, la muerte, un ceremonial bello y profundo. El tiempo de la vida no era el de la prisa de los relojes sino que aún guardaba espacio para los momentos sagrados y para los grandes rituales, donde se mezclaban antiguas creencias de estas tierras con las gestas de los santos cristianos. Un ritmo pausado en el que fiestas y aconteceres marcaban los hitos fundamentales de la existencia, que eran esperados por aquellos que teníamos seis o siete años, por los adultos y hasta por los ancianos. Como la llegada del Carnaval, un cumpleaños, la celebración de la Navidad, ese encanto indescifrable de la mañana de Reyes, o la gran festividad del Santo Patrono con procesión, empanadas y bailes. Hasta el cambio de las estaciones y la alternancia de los días y las noches parecían albergar un enigma que formaba parte de aquel ritual, perpetuado a través de generaciones como en una historia sagrada. Todos participaban de esas fiestas, desde los más Ernesto Sabato pobres hasta los más ricos. Recuerdo la admiración con que observaba yo las pruebas de los jinetes y cómo me gustaba ir a los circos. Había épocas buenas y épocas calamitosas, pero dependían de la naturaleza, de las cosechas; el hombre no sentía que debía obrar siempre y en cualquier momento para controlar el acontecer de todo, como lo cree hoy en día. Ahora la humanidad carece de ocios, en buena parte porque nos hemos acostumbrado a medir el tiempo de modo utilitario, en términos de producción. Antes los hombres trabajaban a un nivel más humano, frecuentemente en oficios y artesanías, y mientras lo hacían conversaban entre ellos. Eran más libres que el hombre de hoy que es incapaz de resistirse a la televisión. Ellos podían descansar en las siestas, o jugar a la taba con los amigos. De entonces recuerdo esa frase tan cotidiana en aquellas épocas: “Venga amigo, vamos a jugar un rato a los naipes, para matar el tiempo, no más”, algo tan inconcebible para nosotros. Momentos en que la gente se reunía a tomar mate, mientras contemplaba el atardecer, sentados en los bancos que las casas solían tener al frente, por el lado de las galerías. Y cuando el sol se hundía en el horizonte, mientras los pájaros terminaban de acomodarse en sus nidos, la tierra hacía un largo silencio y los hombres, ensimismados, parecían preguntarse sobre el sentido de la vida y de la muerte. La vida de los hombres se centraba en valores espirituales hoy casi en desuso, como la dignidad, el desinterés, el estoicismo del ser humano frente a la adversidad. Estos grandes valores, como la honestidad, el honor, el gusto por las cosas bien hechas, el respeto por los demás, no eran algo excepcional, se los hallaba en la mayoría de las personas. ¿De dónde se desprendía su valor, La Resistencia desentenderse de los deberes a su cargo, de la fidelidad al lugar que la vida parecía haberles otorgado. Algo notable es el valor que aquella gente daba a las palabras. De ninguna manera eran un arma para justificar los hechos. Hoy todas las interpretaciones son válidas y las palabras sirven más para descargarnos de nuestros actos que para responder por ellos. No quiero pesarlos con las anécdotas grabadas en mi memoria. Además, es probable que los más jóvenes no comprendan el alcance de los mitos, que son la experiencia de una vida remota intemporal, cargada de significados que iluminan el presente. Como bien dice Eliade, cada concepción del mundo necesita ser vivida desde dentro para comprenderla, y el hecho de compartirla afianza la pertenencia y el vínculo entre los hombres. Entonces la gente se conocía y no necesitaba mostrarse, la trayectoria de la vida de cada uno estaba a la vista de todos. Y esto lo puedo afirmar porque, para mí, el hecho de que la gente me reconozca no sólo me da gran aliento, sino que también crea en mí una responsabilidad. En cambio, cuando multitudes de seres humanos pululan por las calles de las grandes ciudades sin que nadie los llame por su nombre, sin saber de qué historia son parte, o hacia dónde se dirigen, el hombre pierde el vínculo delante del cual sucede su existencia. Ya no vive delante de la gente de su pueblo, de sus vecinos, de su Dios, sino angustiosamente perdido entre multitudes cuyos valores no conoce, o cuya historia apenas comparte. Cuando la cantidad de culturas relativiza los valores, y la “globalización” aplasta con su poder y les impone una uniformidad arrogante, el ser humano, en su desconcierto, pierde el sentido de los valores y de sí mismo y ya no sabe en quién o en qué creer. Como dijo Gandhi: Ernesto Sabato No quiero cerrar los cuatro rincones de mi casa ni poner paredes en mis ventanas. Quiero que el espíritu de todas las culturas aliente en mi casa con toda la libertad posible. Pero me niego a que nadie me sople los peones. Me gustaría ver a esos jóvenes nuestros que sienten afición a la literatura aprender a fondo el inglés y cualquier otra lengua. Pero no me gustaría que un solo indio se olvidase o descuidase su lengua materna, que se avergonzase de ella o que la creyese impropia para la expresión de su pensamiento y de sus reflexiones más profundas. Mi religión me prohíbe hacer de mi casa una prisión. En nuestro país son muchos los hombres y las mujeres que se avergüenzan, en la gran ciudad, de las costumbres de su tierra. Trágicamente, el mundo está perdiendo la originalidad de sus pueblos, la riqueza de sus diferencias, en su deseo infernal de “clonar” al ser humano para mejor dominarlo. Quien no ama su provincia, su paese, la aldea, el pequeño lugar, su propia casa por pobre que sea, mal puede respetar a los demás. Pero cuando todo está desacralizado la existencia es ensombrecida por un amargo sentimiento de absurdo. De ahí uno de los motivos por los cuales hoy se tiene tanto terror a la muerte; se ha convertido en un tabú. Ya casi no hay velatorios y llorar en un entierro es un acto inadecuado, poco frecuente. En cuanto nos descuidemos, habremos dejado de compartir ese misterioso momento en que el alma se retira del cuerpo, en que éste queda tan muerto como queda una casa cuando se retiran para siempre los seres que la habitan y, sobre todo, que sufrieron y amaron en ella. Pues no son las paredes, ni el techo, ni el piso lo que individualiza a la casa sino esas personas que la viven, con sus conversaciones, sus risas, con sus amores y odios; seres que impregnan la casa de algo inmaterial pero profundo, como es la sonrisa en un rostro. La Resistencia Negar la muerte, no ir a los cementerios, no llevar luto, todo eso pareció una afirmación de la vida, y lo fue, en alguna medida. Pero, paradójicamente, se ha convertido en una trampa, una de las tantas que la sociedad actual ha fabricado para que el hombre no llegue a percibir las situaciones límite, aquellas en las que se nos desploma nuestro mundo, las únicas que nos pueden sacudir de esta inercia en que avanzamos. Decía Donne que nadie duerme en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo, y que, sin embargo, todos dormimos de la cuna a la sepultura; o no estamos enteramente despiertos. Nada sabríamos de la vida sin la dolorosa conciencia de aquel misterio final. Así lo entendieron las culturas que identificaban a la Diosa de la Fertilidad con la Divinidad de la Muerte. La Madre Tierra cuidaba tanto de las semillas corno de los muertos, ya que estos últimos, como los granos que habían sido enterrados, regresarían a la vida recubiertos bajo una nueva forma. En China, en su milenaria tradición, las mujeres eran sepultadas con sus vestidos de bodas. Esta creencia en la fecundidad de la vida más allá de la muerte es universal y la expresan los símbolos que, aun sin que lo sepamos, están presentes en nuestros ritos fúnebres, como las velas que arden por el último cumpleaños de la persona que ha muerto y las coronas que se le colocan para simbolizar su triunfo, el haber llegado a la meta, del mismo modo en que se corona a los atletas triunfantes. En nuestras provincias hay hermosas celebraciones como la Difunta Correa, esa joven mujer que parte con su bebé en busca de su marido que ha caído prisionero. Ella cae muerta en el desierto pero, cuando la encuentran, los paisanos afirman que la criatura seguía mamando de ella. Algo inconcebible para nosotros pero pleno de poesía y de capacidad simbólica para los hombres de aquellas tierras que Ernesto Sabato esencia, no es otra cosa que una adaptación del antiguo drama de Esquilo, Orestes, aquel héroe trágico que valientemente luchará por la libertad. El mayor empobrecimiento de una cultura es ese momento en que un mito empieza a definirse popularmente como una falsedad. Así ocurrió en la Grecia clásica. Tras el derrumbe de aquellos relatos, Lucrecio cuenta haber visto “corazones apesadumbrados en todos los hogares; acosada por incesantes remordimientos, la mente era incapaz de aliviarse y se veía forzada a desahogarse mediante lamentaciones recalcitrantes”. Como al desmoronarse los cimientos de una casa, las sociedades comienzan a precipitarse cuando sus mitos pierden toda su riqueza y su valor. En este empobrecimiento se atrofian capacidades profundas del alma, tan entrañables a la vida humana como los afectos, la imaginación, el instinto, la intuición para desarrollar, al extremo la inteligencia operativa y las capacidades prácticas y utilitarias. Frente a cuestiones inefables es infructuoso tratar de acercarnos por medio de definiciones. La incapacidad de los discursos filosóficos, teológicos o matemáticos para responder a estos grandes interrogantes revela que la condición última del hombre es trascendente, y por lo tanto, misteriosa, inasible. Cuando en 1945, en Hombres y engranajes, yo expresaba este mismo punto de vista, los intelectuales se abalanzaron contra mi libro con ferocidad e ironía. Pero, ahora, ante la vulnerabilidad, o el fracaso, de la Razón, de la Política y de la Ciencia, el ser humano oscila en el vacío sin encontrar dónde enraizarse ni en el cielo ni en la tierra, mientras es atragantado por una avalancha de información que no puede digerir y de la que no recibe alimento alguno. “¿Es posible que a pesar de las invenciones y progresos, La Resistencia a pesar de la cultura, la religión y el conocimiento del universo, se haya permanecido en la superficie de la vida?” Tristemente, con la nostalgia de los proyectos irrealizados, no nos queda más que responder afirmativamente a la pregunta de Rilke, porque la sabiduría es fidelidad a la condición humana. ¿Qué ha puesto el hombre en lugar de Dios? No se ha liberado de cultos y altares. El altar permanece, pero ya no es el lugar del sacrificio y la abnegación, sino del bienestar, del culto a sí mismo, de la reverencia a los grandes dioses de la pantalla. El sentimiento de orfandad tan presente en este tiempo se debe a la caída de los valores compartidos y sagrados. Si los valores son relativos, y uno adhiere a ellos como a las reglamentaciones de un club deportivo, ¿cómo podrán salvarnos ante la desgracia o el infortunio? Así es como resultan tantas personas desesperadas y al borde del suicidio. Por eso la soledad se vuelve tan terrible y agobiante. En ciudades monstruosas como Buenos Aires hay millones de seres angustiados. Las plazas están llenas de hombres solitarios y, lo que es más triste aún, de jóvenes abatidos que, a menudo, se juntan a tomar alcohol o a drogarse, pensando que la vida carece de sentido, hasta que, finalmente, se dicen con horror que no hay absoluto. Recuerdo la soledad del campo, ¡tan distinta! Era esa soledad de la llanura infinita que le confería al hombre una tendencia natural a la religiosidad y a la metafísica. No es una casualidad que las tres grandes religiones de Occidente hayan nacido en la soledad del desierto, en esa especie de metáfora de la nada en la que el infinito se conjuga con la finitud del hombre. Nuestras modernas maneras de pensamiento creen que aquéllos eran pueblos atrasados, siendo que para ellos la verdad era un descubrimiento, algo frente a lo cual cabía el asombro. En la modernidad, el hombre ha buscado en sus construcciones lógicas la Ernesto Sabato respuesta a las grandes incógnitas, creyendo, así, que al hacerlo era muy superior a quienes aguardaban la Providencia. Pero hoy en día, tantos golpes ha recibido el orgulloso intelecto humano, que estamos en condiciones de abrir los ojos a creencias impensables hace unos años. La búsqueda religiosa del hombre de hoy es indudable. Y como dice Jünger: Lo mítico vendrá sin lugar a dudas, se encuentra ya en camino. Más aún, está ya siempre ahí, y llegada la hora, emerge a la superficie como un tesoro. Ya los jóvenes han empezado a buscar de una manera nueva en las religiones. Pero no debemos engañarnos, muchas veces aparece como algo superficial, capaz de adaptarse a cualquier manera de vivir, un techito confortable que nada pidiera, sin el abismo de la fe que entraña la verdadera religiosidad. No hablo por añoranza de un tiempo legendario del cual aquellos que lo vivimos nos pudiéramos vanagloriar. Es necesario admitir que muchos de esos valores eran respetados porque no se vislumbraba otra manera de vivir. El conocimiento de otras culturas otorga la perspectiva necesaria para mirar desde otro lugar, para agregar otra dimensión y otra salida a la vida. La humanidad está cayendo en una globalización que no tiende a unir culturas, sino a imponer sobre ellas el único patrón que les permita quedar dentro del sistema mundial. Sin embargo, y a pesar de esto, la fe que me posee se apoya en la esperanza de que el hombre, a la vera de un gran salto, vuelva a encarnar los valores trascendentes, eligiéndolos con una libertad a la Lo humano del hombre es desvivirse por el otro hombre. E. LEVINAS La Resistencia ESTA MAÑANA di por seguro que venía la sudestada, y me equivoqué. La tormenta se mantuvo en suspenso, estática. Los grises se fueron atenuando y a la tardecita ya ningún rasgo plomizo se distinguía en el cielo. Este simple e inofensivo error me llevó, imperceptiblemente, a las grandes equivocaciones que uno comete en la vida. Y de ahí, a través de un vasto territorio de sueños y recuerdos, mi alma quedó al borde de la imagen de mi madre aquella tarde, cuando la fui a visitar a La Plata y la encontré de espaldas, sentada a la gran mesa solitaria del comedor mirando a la nada, es decir, a sus memorias, en la oscuridad de las persianas cerradas, en la sola compañía del tictac del viejo reloj de pared. Rememorando, seguramente, aquel tiempo feliz en que todos estábamos alrededor de la enorme mesa Chippendale, y los grandes aparadores y trinchantes de otro tiempo, con el padre en una cabecera y ella en la otra; cuando mi hermano Pepe repetía sus cuentos, las inocentes mentiras de aquel folklore familiar. A mi madre se le habían empañado los ojos al verme y algo me había repetido de aquello de que la vida es un sueño. Yo la había mirado en silencio. Qué le podía atenuar, ella estaría viendo hacia atrás noventa años de fantasmagorías. Después, como a pequeños sorbos, me fue contando historias de Rojas y de su familia albanesa hasta que fue hora de irse. ¿Había que irse? Los ojos de mi madre volvieron a nublarse. Pero ella era estoica, descendía de Ernesto Sabato una familia de guerreros, aunque no lo quisiera, aunque lo negase. Todavía la recuerdo en la puerta, saludando levemente con su mano derecha, de manera no demasiado fuerte, no fuera a creer, esas cosas. En la calle 3 los árboles habían empezado a imponer su callado enigma del atardecer. Todavía volvió una vez más la cabeza. Con su mano, tímidamente, ella repitió la seña. Luego quedó sola. Tan enardecidas fueron mis búsquedas que entonces no supe reconocer que era ésa la última vez que vería a mi madre sana, de pie, y que ese dolor perduraría para siempre, como hasta esta misma noche que entre lágrimas la recuerdo. Entre lo que deseamos vivir y el intrascendente ajetreo en que sucede la mayor parte de la vida, se abre una cuña en el alma que separa al hombre de la felicidad como al exiliado de su tierra. Porque entonces, mientras mi madre quedaba detenida allí, inmóvil, no pudiendo retener a su hijo, no queriéndolo hacer, yo, sordo a la pequeñez de su reclamo, corría ya tras mis afiebradas utopías, creyendo que al hacerlo cumplía con mi vocación más profunda. Y aunque ni la ciencia, ni el surrealismo, ni mi compromiso con el movimiento revolucionario hayan saciado mi angustiosa sed de absoluto, reivindico el haber vivido entregado a lo que me apasionó. En ese tránsito, impuro y contradictorio como son los atributos del movimiento humano, me salvó un sentido intuitivo de la vida y una decisión desenfrenada ante lo que creía verdadero. La existencia, como al personaje de La náusea, se me aparecía como un insensato, gigantesco y gelatinoso laberinto; y como él, sentí la ansiedad de un orden puro, de una estructura de acero pulido, nítido y fuerte. Cuanto más me acosaban las tinieblas del mundo nocturno, más me aferraba al universo platónico, porque cuanto más grande La Resistencia ¡queridos míos! Y aprenderé a vivir como tú, Madre, mucho tiempo; es piadosa y tranquila la vejez.. Vendré a ti: bendice ahora a tu nieto una vez más, Que, así, el hombre mantenga lo que de niño prometió. HÖLDERLIN En la desesperación de ver el mundo he querido detener el tiempo de la niñez. Sí, al verlos amontonados en alguna esquina, en esas conversaciones herméticas que para los grandes no tienen ninguna importancia, he sentido necesidad de paralizar el curso del tiempo. Dejar a esos niños para siempre ahí, en esa vereda, en ese universo hechizado. No permitir que las suciedades del mundo adulto los lastimen, los quiebren. La idea es terrible, sería como matar la vida, pero muchas veces me he preguntado en cuánto contribuye la educación a adulterar el alma de los niños. Es verdad que la naturaleza humana va transformando los rasgos, las emociones, la personalidad. Pero es la cultura la que le da forma a la mirada que ellos van teniendo del mundo. Es urgente encarar una educación diferente, enseñar que vivimos en una tierra que debemos cuidar, que dependemos del agua, del aire, de los árboles, de los pájaros y de todos los seres vivientes, y que cualquier daño que hagamos a este universo grandioso perjudicará la vida futura y puede llegar a destruirla. ¡Lo que podría ser la enseñanza si en lugar de inyectar una cantidad de informaciones que nunca nadie ha retenido, se la vinculara con la lucha de las especies, con la urgente necesidad de cuidar los mares y los océanos! Ernesto Sabato Hay que advertirles a los chicos del peligro planetario y de las atrocidades que las guerras han provocado en los pueblos. Es importante que se sientan parte de una historia a través de la cual los seres humanos han hecho grandes esfuerzos y también han cometido tremendos errores. La búsqueda de una vida más humana debe comenzar por la educación. Por eso es grave que los niños pasen horas atontados delante de la televisión, asimilando todo tipo de violencias; o dedicados a esos juegos que premian la destrucción. El niño puede aprender a valorar lo que es bueno y no caer en lo que le es inducido por el ambiente y los medios de comunicación. No podemos seguir leyéndole a los niños cuentos de gallinas y pollitos cuando tenemos a esas aves sometidas al peor suplicio. No podemos engañarlos en lo que refiere a la irracionalidad del consumo, a la injusticia social, a la miseria evitable, y a la violencia que existe en las ciudades y entre las diferentes culturas. Con poco que se les explique, los niños comprenderán que se vive un grave pecado de despilfarro en el mundo. Gandhi llama a la formación espiritual, la educación del corazón, el despertar del alma, y es crucial que comprendamos que la primera huella que la escuela y la televisión imprimen en el alma del chico es la competencia, la victoria sobre sus compañeros, y el más enfático individualismo, ser el primero, el ganador. Creo que la educación que damos a los hijos procrea el mal porque lo enseña como bien: la piedra angular de nuestra educación se asienta sobre el individualismo y la competencia. Genera una gran confusión enseñarles cristianismo y competencia, individualismo y bien común, y darles largas peroratas sobre la solidaridad que se contradicen con la desenfrenada búsqueda del éxito individual para la cual se los prepara. Necesitamos escuelas que favorezcan el equilibrio entre la iniciativa individual y el trabajo en equipo, que condenen el feroz individualismo que parece ser la preparación para el La Resistencia sombrío Leviatán de Hobbes cuando dice que el hombre es el lobo del hombre. Tenemos que reaprender lo que es gozar. Estamos tan desorientados que creemos que gozar es ir de compras. Un lujo verdadero es un encuentro humano, un momento de silencio ante la creación, el gozo de una obra de arte o de un trabajo bien hecho. Gozos verdaderos son aquellos que embargan el alma de gratitud y nos predisponen al amor. La sabiduría que los muchos años me han traído y la cercanía a la muerte me enseñaron a reconocer la mayor de las alegrías en la vida que nos inunda, aunque aquélla no es posible si la humanidad soporta sufrimientos atroces y pasa hambre. La educación no está independizada del poder, y por lo tanto, encauza su tarea hacia la formación de gente adecuada a las demandas del sistema. Esto es en un sentido inevitable, porque de lo contrario formaría a magníficos “desocupados”, magníficos hombres y mujeres “excluidos” del mundo del trabajo. Pero si esto no se contrabalancea con una educación que muestre lo que está pasando y, a la vez, promueva al desarrollo de las facultades que están deteriorándose, lo perdido será el ser humano. Y sólo habrá privilegiados que puedan a la vez comer, tener una casa y un mínimo de posibilidades económicas, y ser personas espiritualmente cultivadas y valiosas. Va a ser difícil encontrar la manera que permita a los hombres acceder a buenos trabajos y a una vida que cuente con la posibilidad de crear o realizar actividades propias del espíritu. La historia es novedosa. El hombre, enceguecido por el presente, casi nunca prevé lo que va a suceder. Si atina a Ernesto Sabato En los tratados, el escritor debe ser coherente y unívoco y por eso el ser humano se le escapa de las manos. En la novela, el personaje es ambiguo como en la vida real, y la realidad que aparece en una gran obra de ficción es realmente representativa. ¿Cuál es la Rusia verdadera? ¿La del piadoso, sufriente y comprensivo Aliosha Karamazov? ¿O la del canalla de Svidrigailov? Ni la una ni la otra. O, mejor dicho, la una y la otra. El novelista es todos y cada uno de sus personajes, con el total de las contradicciones que esa multitud presenta. Es a la vez, o en diferentes momentos de su existencia, piadoso y despiadado, generoso y mezquino, austero y libidinoso. Y cuanto más complejo es un individuo, más contradictorio es. Lo mismo ocurre con los pueblos. No es una casualidad que el desarrollo de la novela coincida con el desarrollo de los tiempos modernos. ¿Dónde se iban a refugiar las Furias? Cuando una cultura las reprime, explotan y su daño es mucho mayor. Se habla mucho del Hombre Nuevo, con mayúsculas. Pero no vamos a crear a ese hombre si no lo reintegramos. Está desintegrado por esta civilización racionalista y mecánica de plásticos y computadoras. En las grandes culturas, como en las obras de arte, las fuerzas oscuras son atendidas, por más que nos avergüencen o nos den asco. “Persona” quiere decir máscara, y cada uno de nosotros tiene muchas. ¿Hay realmente una verdadera que pueda expresar la compleja, ambigua y contradictoria condición humana? Me acuerdo de algo que había dicho Bruno: siempre es terrible ver a un hombre que se cree absoluta y seguramente solo, pues hay en él algo trágico, quizá hasta de sagrado, y a la vez de horrendo y vergonzoso. Siempre, decía Bruno, llevamos una máscara, que nunca es la misma sino que cambia para cada uno de los lugares que tenemos asignados en la vida: la del profesor, la del amante, la del intelectual, la del héroe, la del hermano cariñoso. Pero ¿qué La Resistencia máscara nos ponemos o qué máscara nos queda cuando estamos en soledad, cuando creemos que nadie, nadie, nos observa, nos controla, nos escucha, nos exige, nos suplica, nos intima, nos ataca? Acaso el carácter sagrado de ese instante se deba a que el hombre está entonces frente a la Divinidad, o por lo menos ante su propia e implacable conciencia. ¡Cuántas lágrimas hay detrás de las máscaras! ¡Cuánto más podría el hombre llegar al encuentro con el otro hombre si nos acercáramos los unos a los otros como necesitados que somos, en lugar de figuramos fuertes! Si dejáramos de mostrarnos autosuficientes y nos atreviéramos a reconocer la gran necesidad del otro que tenemos para seguir viviendo, como muertos de sed que somos en verdad, ¡cuánto mal podría ser evitado! Viene a mi memoria aquel relato que hace Saint Exupéry de cuando tuvo que aterrizar forzosamente en el desierto, y él y su mecánico quedaron por tres días sin agua para beber. Hasta el rocío sobre el fuselaje del avión lamían al amanecer. Cuando el delirio ya había comenzado a poseerlos, un beduino sobre un camello, desde una duna lejana, fijó su mirada sobre ellos. El nómada avanzó sobre la arena, nos dice, como un dios sobre el mar. El árabe nos ha mirado, simplemente. Nos ha empujado con las manos en nuestros hombros, y hemos obedecido. Nos hemos tendido. No hay aquí ni razas, ni lenguas, ni divisiones. Hay ese nómada pobre que ha posado sobre nuestros hombros manos de arcángel. Después de hacer una descripción inolvidable del agua, dice: Ernesto Sabato En cuanto a ti que nos salvas, beduino de Libia, te borrarás, sin embargo, para siempre de mi memoria. No me acordaré nunca de tu rostro. Tú eres el Hombre y te me aparecerás con la cara de todos los hombres a la vez. Nunca fijaste la mirada para examinamos, y nos has reconocido. Eres el hermano bien amado. Y, a mi vez, yo te reconoceré en todos los hombres. Te me aparecerás bañado de nobleza y de benevolencia, gran Señor que tienes el poder de dar de beber. Todos mis amigos, todos mis enemigos en ti marchan hacia mí, y no tengo ya un solo enemigo en el mundo. Los tiempos modernos fueron siglos señalados por el menosprecio a los esenciales atributos y valores del inconsciente. Los filósofos de la Ilustración sacaron la inconsciencia a patadas por la puerta. Y se les metió de vuelta por la ventana. Desde los griegos, por lo menos, se sabe que las diosas de la noche no se pueden menospreciar, y mucho menos excluirlas, porque entonces reaccionan vengándose en fatídicas formas. Los seres humanos oscilan entre la santidad y el pecado, entre la carne y el espíritu, entre el bien y el mal. Y lo grave, lo estúpido es que desde Sócrates se ha querido proscribir su lado oscuro. Esas potencias son invencibles. Y cuando se las ha querido destruir se han agazapado y finalmente se han rebelado con mayor violencia y perversidad. Hay que reconocerlas, pero también luchar incansablemente por el bien. Las grandes religiones no sólo preconizan el bien, sino que ordenan hacerlo, lo que prueba la constante presencia del mal. La vida es un equilibrio tremendo entre el ángel y la bestia. No podemos hablar del hombre como si fuera un ángel, y no debemos hacerlo. Pero tampoco como si fuera una bestia, porque el hombre es capaz de las peores atrocidades, pero también capaz de los más grandes y puros heroísmos. Cada uno de nosotros es culpable ante todos, por todos y por todo. F. DOSTOIEVSKI La Resistencia QUIERO HABLARLES de Buenos Aires. Aunque yo no vivo en ella y me resultaría insoportable, la reconozco como mi ciudad, por eso mismo es que la sufro. Ella representa, de alguna manera, lo que es la vida de estas urbes donde viven, o sobreviven, millones de habitantes. Pero antes les voy a repetir la situación del mundo, lo que todos sabemos, en la esperanza de que por la repetición, como la gota de agua, o el martillo contra la puerta cerrada, veamos un día que las cosas revirtieron. Acaso en verdad ya lo está haciendo: ya se filtra la luz entre las rendijas de la vieja civilización. Asistimos a una quiebra total de la cultura occidental. El mundo cruje y amenaza con derrumbarse, ese mundo que para mayor ironía es el resultado de la voluntad del hombre, de su prometeico intento de dominación. Guerras que unen la tradicional ferocidad a su inhumana mecanización, dictaduras totalitarias, enajenación del hombre, destrucción catastrófica de la naturaleza, neurosis colectiva e histeria generalizada, nos han abierto por fin los ojos para revelarnos la clase de monstruo que habíamos engendrado y criado orgullosamente. Aquella ciencia que iba a dar solución a todos los problemas físicos y metafísicos del hombre contribuyó a facilitar la concentración de los estados gigantescos, a multiplicar la destrucción y la muerte con sus hongos atómicos y sus nubes apocalípticas. Ernesto Sabato A cada hora el poder del mundo se concentra y se globaliza. Veinte o treinta empresas, como un salvaje animal totalitario, lo tienen en sus garras. Continentes en la miseria junto a altos niveles tecnológicos, posibilidades de vida asombrosas a la par de millones de hombres desocupados, sin hogar, sin asistencia médica, sin educación. La masificación ha hecho estragos, ya es difícil encontrar originalidad en las personas y un idéntico proceso se cumple en los pueblos, es la llamada globalización. ¡Qué horror! ¿Acaso no comprendemos que la pérdida de los rasgos nos va haciendo aptos para la clonación? La gente teme que por tomar decisiones que hagan más humana su vida, pierdan el trabajo, sean expulsados, pasen a pertenecer a esas multitudes que corren acongojadas en busca de un empleo que les impida caer en la miseria, que los salve. La total asimetría en el acceso a los bienes producidos socialmente está terminando con la clase media, y el sufrimiento de millones de seres humanos que viven en la miseria está permanentemente delante de los ojos de todos los hombres, por más esfuerzo que hagamos en cerrar los párpados. Pronto no podremos ya gozar de estudios o conciertos porque serán más apremiantes las preguntas que nos impondrá la vida respecto de nuestros valores supremos. Por la responsabilidad de ser hombres. Esta crisis no es la crisis del sistema capitalista, como muchos imaginan: es la crisis de toda una concepción del mundo y de la vida basada en la idolatría de la técnica y en la explotación del hombre. Para la obtención del dinero, han sido válidos todos los medios. Esta búsqueda de la riqueza no ha sido llevada adelante para todos, como país, como comunidad; no se ha trabajado con un sentimiento La Resistencia tendrán algún día de oponerse a los abusos de la autoridad. La libertad personal llegará inculcando a las multitudes la convicción de que tienen la posibilidad de controlar el ejercicio de la autoridad y hacerse respetar”, afirmó Gandhi, ese hombre que luchó hasta la muerte por la libertad de su milenario país. Gandhi era un convencido de que al hombre no se le otorgaría la libertad exterior hasta tanto no hubiera sabido desarrollar la libertad interior. Ésta es una gran tarea para quienes trabajan en la radio, en la televisión o escriben en los diarios; una verdadera gesta que puede llevarse a cabo si es auténtico el dolor que sentimos por el sufrimiento de los demás. Muy a menudo compruebo que todo es opinable, y alguien que comenzó antes de ayer puede hablar tanto como otro cuya trayectoria está largamente probada en la vida del país. Y su opinión llega a ser clasificatoria, y no tiene siquiera que demostrarse. La llamada opinión pública es la suma de lo que se le ocurre a quienes, en esos minutos, pasan ocasionalmente por la esquina elegida, y conforman el mínimo universo de una encuesta que, sin embargo, saldrá a grandes titulares en los diarios y los programas de televisión. Las preguntas que suelen hacerse son de una torpeza que pondrían frenético a Sócrates, que las colocó en el lugar de quien ayuda a dar a luz. Todo pasa y todas las perspectivas son válidas. Lo mismo Chicho que Napoleón, Cristo que el Rey de Bastos. No se piensa en futuro, todo es de coyuntura. Otra consecuencia de este estado de cosas es la sobrevaloración de la diversión. Los programas “divertidos” tienen mucho raiting —y el raiting es lo supremo— no importa a costa de qué valor, ni quién lo financia. Son esos programas donde divertirse es degradar, o donde todo se banaliza. Como si habiendo perdido la capacidad para la grandeza, nos conformáramos con una Ernesto Sabato comedia de regular calidad. Esta desesperación por divertirse tiene sabor a decadencia. Quienes así actúan reflejan una posición verdaderamente escéptica donde no cabe enfurecerse, ya que se descree de toda conquista que pueda mejorar la vida. Si algo es apocalíptico es este vivir como si mañana no hubiera mundo y sólo nos restara disimular la tragedia. Nuestra civilización ha tomado un tipo de bienestar como el “deber ser” de la vida, fuera del cual no hay salvación. Este objetivo es logrado por el miedo, y por la incapacidad que tienen hoy los hombres de vivir los momentos duros, las situaciones límite, los obstáculos. En especial, se tiene horror al fracaso. Se oculta cualquier avería en el bienestar, pues enseguida se teme la exclusión, quedar eliminado de la existencia como un equipo de fútbol lo estaría en un campeonato. Tal es la dificultad que tiene el hombre actual de superar las tormentas de la vida, de recrear la existencia después de las caídas. Salían por centenares del subterráneo, tropezaban, bajaban de los colectivos atestados, entraban en el infierno de Retiro, donde volvían a encimarse en los trenes. Año nuevo, milenio nuevo, pensaba el muchacho con piadosa ironía, viendo a esos desesperados en busca de una esperanza propiciada con pan dulce y sidra, con sirenas y gritos. Ayer recibí la carta de un muchacho en la que me dice “tengo miedo del mundo”. Dentro del mismo sobre me envía una fotografía en la que pude advertir algo, en su manera de mirar, en sus espaldas agobiadas, que revelaba una enorme desproporción entre sus recursos y la espantosa realidad que lo estremece. Siempre hubo ricos y La Resistencia pobres, salones de baile y mazmorras, muertos de hambre y fastuosos banquetes. Pero en este siglo ha cundido de tal manera el nihilismo que se hace imposible la transmisión de valores a las nuevas generaciones. Aunque, quizá, sean los chicos los que nos vayan a salvar. Porque, ¿cómo vamos a poder criarlos hablándoles de los grandes valores, de aquellos que justifican la vida, cuando delante de ellos comprueban que se hunden millares de hombres y mujeres, sin remedios ni techos donde protegerse? O ven cómo poblaciones enteras son arrasadas por inundaciones que pudieron evitarse. ¿Creen que es posible seguir mirando por televisión el horror que padece la pobre gente a la par que la frivolidad ostentosa y corrupta, entremezclada como en el peor de los cambalaches? ¿Y así tener hijos que sean hombres de verdad? La falta de gestos humanos genera una violencia a la que no podremos combatir con armas, únicamente un sentido más fraterno entre los hombres la podrá sanar. Miles de hombres se desviven trabajando, cuando pueden, acumulando amarguras y desilusiones, logrando apenas sostenerse un día más en la precaria situación mientras casi no hay individuo que tras su paso por el poder no haya cambiado, en apenas meses, un modesto departamentito por una lujosa mansión con entrada para fabulosos autos. ¿Cómo no les llega la vergüenza? Si nos cruzamos de brazos seremos cómplices de un sistema que ha legitimado la muerte silenciosa. Los hombres necesitan que nuestra voz se sume a sus reclamos. Detesto la resignación que pregonan los conformistas ya que no es suyo el sacrificio, ni el de su familia. Con pavor he pensado en la posibilidad de que, como esas virulentas enfermedades de los siglos pasados, la impunidad y la corrupción lleguen a instalarse en la sociedad como parte de una realidad a la que nos debamos acostumbrar. ¿Cómo Ernesto Sabato gusanos, un árbol donde construir su nido, grandes espacios para volar; y su vida transcurre desde su nacimiento hasta su muerte en un venturoso ritmo que no es desgarrado jamás ni por la desesperación metafísica ni por la locura. Mientras que el hombre al levantarse sobre las dos patas traseras y al convertir en un hacha la primera piedra filosa, instituyó las bases de su grandeza pero también los orígenes de su angustia; porque con sus manos y con los instrumentos hechos con sus manos iba a erigir esa construcción tan potente y extraña que se llama cultura e iba a iniciar así su gran desgarramiento: habrá dejado de ser un simple animal pero no habrá llegado a ser el dios que su espíritu le sugiera. Será ese ser dual y desgraciado que se mueve y vive entre la tierra de los animales y el cielo de sus dioses, que habrá perdido el paraíso terrenal de su inocencia y no habrá ganado el paraíso de su redención. Cuántas veces les he aconsejado a quienes acuden a mí, en su angustia y en su desaliento, que se vuelquen al arte y se dejen tomar por las fuerzas invisibles que operan en nosotros. Todo niño es un artista que canta, baila, pinta, cuenta historias y construye castillos. Los grandes artistas son personas extrañas que han logrado preservar en el fondo de su alma esa candidez sagrada de la niñez y de los hombres que llamamos primitivos, y por eso provocan la risa de los estúpidos. En diferentes grados, la capacidad creativa pertenece a todo hombre, no necesariamente como una actividad superior o exclusiva. ¡Cuánto nos pueden enseñar los pueblos antiguos donde todos, más allá de las desdichas o de los infortunios, se reunían para bailar y cantar! El arte es un don que repara el alma de los fracasos y sinsabores. Nos alienta a cumplir la utopía a la que fuimos destinados. El arte de cada tiempo trasunta una visión del mundo, la visión del mundo que tienen los hombres de esa época y La Resistencia en particular el concepto de la realidad. En este nuevo milenio debajo del gran supermercado del arte, como los brotes que germinan después de un largo invierno, se perciben, acá y allá, los testimonios de otra manera de mirar. Notablemente en el cine, en películas de muy bajo presupuesto que nos llegan de pequeños países, no contaminados por la globalización, se expresa el deseo de un mundo humano que se ha perdido, pero al que no se ha renunciado. Son películas que nos traen un alivio al ver que la vida simple, humana, aún está viva. El hombre no sólo está hecho de muerte sino también de ansias de vida; tampoco únicamente de soledad sino también de comunión y amor. Contemplaba con mirada de pequeño dios impotente el conglomerado turbio y gigantesco, tierno y brutal, aborrecible y querido, que como un temible leviatán se recortaba contra los nubarrones del oeste. El sol se ponía y a cada segundo cambiaba el colorido de las nubes en el poniente. Grandes desgarrones grisvioláceos se destacaban sobre un fondo de nubes más lejanas: grises, lilas, negruzcas. Lástima ese rosado, pensó, como si estuviera en una exposición de pintura. Pero luego el rosado se fue corriendo más y más, abaratando todo. Hasta que empezó a apagarse y, pasando por el cárdeno y el violáceo, llegó al gris y finalmente al negro que anuncia la muerte, que siempre es solemne y acaba siempre por conferir dignidad. Y el sol desapareció. Y un día más terminó en Buenos Aires: algo irrecuperable para siempre, algo que inexorablemente lo acercaba un paso más a su propia muerte. ¡Y tan rápido, al fin, tan rápido! Antes los años corrían con mayor lentitud y todo parecía posible, en un tiempo que se extendía ante él como un camino abierto hacia el horizonte. Pero ahora los años corrían con creciente rapidez hacia el ocaso, y a cada instante se sorprendía diciendo: “hace veinte años, cuando lo vi por última vez”, o alguna otra cosa tan trivial pero tan Ernesto Sabato trágica como ésa; y pensando enseguida, como ante un abismo, qué poco, qué miserablemente poco resta de aquella marcha hacia la nada. Y entonces ¿para qué? Y cuando llegaba a ese punto y cuando parecía que ya nada tenía sentido, se tropezaba acaso con uno de esos perritos callejeros, hambriento y ansioso de cariño, con su pequeño destino (tan pequeño como su cuerpo y su pequeño corazón que valientemente resistirá hasta el final, defendiendo aquélla vida chiquita y humilde como desde una fortaleza diminuta), y entonces, recogiéndolo, llevándolo hasta una cucha improvisada donde al menos no pasase frío, dándole algo de comer, conviniéndose en sentido de la existencia de aquel pobre bicho, algo más enigmático pero más poderoso que la filosofía parecía volverle a dar sentido a su propia existencia. Como dos desamparados en medio de la soledad que se acuestan juntos para darse mutuamente calor. La Resistencia LO PEOR ES EL VÉRTIGO. En el vértigo no se dan frutos ni se florece. Lo propio del vértigo es el miedo, el hombre adquiere un comportamiento de autómata, ya no es responsable, ya no es libre, ni reconoce a los demás. Se me encoge el alma al ver a la humanidad en este vertiginoso tren en que nos desplazamos, ignorantes atemorizados sin conocer la bandera de esta lucha, sin haberla elegido. El clima de Buenos Aires ha cambiado. En las calles, hombres y mujeres apresurados avanzan sin mirarse pendientes de cumplir con horarios que hacen peligrar su humanidad. Ya sin lugar para aquellas charlas de café que fueron un rasgo distintivo de esta ciudad, cuando la ferocidad y la violencia no la habían convertido en una megalópolis enloquecida. Cuando todavía las madres podían llevar a sus hijos a las plazas, o visitar a sus mayores. ¿Se puede florecer a esta velocidad? Una de las metas de esta carrera parece ser la productividad, pero ¿acaso son estos productos verdaderos frutos? El hombre no se puede mantener humano a esta velocidad, si vive como autómata será aniquilado. La serenidad, una cierta lentitud, es tan inseparable de la vida del hombre como el suceder de las estaciones lo es de las plantas, o del nacimiento de los niños. Estamos en camino pero no caminando, estamos encima de un vehículo sobre el que nos movemos sin parar, como Ernesto Sabato una gran planchada, o como esas ciudades satélites que dicen que habrá. Ya nada anda a paso de hombre, ¿acaso quién de nosotros camina lentamente? Pero el vértigo no está sólo afuera, lo hemos asimilado a la mente que no para de emitir imágenes, como si ella también hiciese zapping; y, quizás, la aceleración haya llegado al corazón que ya late en clave de urgencia para que todo pase rápido y no permanezca. Este común destino es la gran oportunidad, pero ¿quién se atreve a saltar afuera? Tampoco sabemos ya rezar porque hemos perdido el silencio y también el grito. En el vértigo todo es temible y desaparece el diálogo entre las personas. Lo que nos decimos son más cifras que palabras, contiene más información que novedad. La pérdida del diálogo ahoga el compromiso que nace entre las personas y que puede hacer del propio miedo un dinamismo que lo venza y les otorgue una mayor libertad. Pero el grave problema es que en esta civilización enferma no sólo hay explotación y miseria, sino que hay una correlativa miseria espiritual. La gran mayoría no quiere la libertad, la teme. El miedo es un síntoma de nuestro tiempo. Al extremo que, si rascamos un poco la superficie, podremos comprobar el pánico que subyace en la gente que vive tras la exigencia del trabajo en las grandes ciudades. Es tal la exigencia que se vive automáticamente, sin que un sí o un no haya precedido a los actos. La mayoría de la humanidad es empleada de un poder abstracto. Hay empleados que ganan más y otros que ganan menos. Pero ¿quién es el hombre libre que toma las decisiones? Ésta es una pregunta radical que todos hemos de hacernos hasta escuchar, en el alma, la responsabilidad a la que somos llamados. Creo que hay que resistir: éste ha sido mi lema. Pero La Resistencia hoy, cuántas veces me he preguntado cómo encarnar esta palabra. Antes, cuando la vida era menos dura, yo hubiera entendido por resistir un acto heroico, como negarse a seguir embarcado en este tren que nos impulsa a la locura y al infortunio. ¿Se le puede pedir a la gente del vértigo que se rebele? ¿Puede pedirse a los hombres y a las mujeres de mi país que se nieguen a pertenecer a este capitalismo salvaje si ellos mantienen a sus hijos, a sus padres? Si ellos cargan con esa responsabilidad, ¿cómo habrían de abandonar esa vida? La situación ha cambiado tanto que debemos revalorar, detenidamente, qué entendemos por resistir. No puedo darles una respuesta. Si la tuviera saldría como el Ejercito de Salvación, o esos creyentes delirantes —quizá los únicos que verdaderamente creen en el testimonio— a proclamarlo en las esquinas, con la urgencia que nos ha de dar los pocos metros que nos separan de la catástrofe. Pero no, intuyo que es algo menos formidable, más pequeño, como la fe en un milagro lo que quiero transmitirles en esta carta. Algo que corresponde a la noche en que vivimos, apenas una vela, algo con qué esperar. Las dificultades de la vida moderna, el desempleo y la superpoblación han llevado al hombre a una dramática preocupación por lo económico. Así como en la guerra la vida se debate entre ser soldado o estar herido en algún hospital, en nuestros países, para infinidad de personas, la vida está limitada a ser trabajador de horario completo o quedar excluido. Es grande la orfandad que cunde en las ciudades; la gran soledad de la persona original es una de las tragedias del vértigo y de la eficiencia. La primera tragedia que debe ser urgentemente reparada es la desvalorización de sí mismo que siente el hombre, y que conforma el paso previo al sometimiento y a la masificación. Hoy el hombre no se siente un pecador, se Ernesto Sabato Es un puente el que habremos de atravesar, un pasaje. No podemos quedar fijados en el pasado ni tampoco deleitarnos en la mirada del abismo. En este camino sin salida que enfrentamos hoy, la recreación del hombre y su mundo se nos aparece no como una elección entre otras sino como un gesto tan impostergable como el nacimiento de la criatura cuando es llegada su hora. Los hombres encuentran en las mismas crisis la fuerza para su superación. Así lo han mostrado tantos hombres y mujeres que, con el único recurso de la tenacidad y el valor, lucharon y vencieron a las sangrientas tiranías de nuestro continente. El ser humano sabe hacer de los obstáculos nuevos caminos porque a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer. En esta tarea lo primordial es negarse a asfixiar cuanto de vida podamos alumbrar. Defender, como lo han hecho heroicamente los pueblos ocupados, la tradición que nos dice cuánto de sagrado tiene el hombre. No permitir que se nos desperdicie la gracia de los pequeños momentos de libertad que podemos gozar: una mesa compartida con gente que queremos, unas criaturas a las que demos amparo, una caminata entre los árboles, la gratitud de un abrazo. Un acto de arrojo como saltar de una casa en llamas. Éstos no son hechos racionales, pero no es importante que lo sean, nos salvaremos por los afectos. El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria. EPÍLOGO: La decisión y la muerte Al morir, esa inasible acción que se cumple obedeciendo, sucede más allá de la realidad, en otro reino. M. ZAMBRANO La Resistencia trasciende. Éste no es uno de esos momentos, por el contrario, es un tiempo angustioso y decisivo, como lo fue el pasaje de los días imperiales de Roma al feudalismo, o de la Edad Media al capitalismo. Pero me atrevería a decir que es más grave porque es absoluto, ya que la vida misma del planeta está en juego. Nuestra cultura está mostrando signos inequívocos de la proximidad de su fin. Sin tregua se ve obligada a reinventar noticias, modas o nuevas variantes, porque nada de lo que extrae de sí es perdurable, fecundo o sanante. Como cuando un enfermo está muy grave y el médico le receta algo nuevo cada día y la familia, en su desesperación, cambia de médico y de tratamientos. Así nos está pasando, confundimos noticia con novedad. Lo decisivo es no creer que todo seguirá igual y que este modo de vivir da para rato. La capacidad de convicción de nuestra civilización es casi inexistente y se concentra en convencer a la gente de las bondades de sus cachivaches, que por cientos de millones se ofrecen en el mercado, sin tener en cuenta la basura que se acumula hora a hora, y que la tierra no puede asimilar. La globalización, que tanta amargura me ha traído, tiene su contrapartida: ya no hay posibilidades para los pueblos ni para las personas de jugarse por sí mismos. Ésta es una hora decisiva no para este o aquel país, sino para la tierra toda. Sobre nuestra generación pesa el destino, es ésta nuestra responsabilidad histórica. Estos tiempos modernos de Occidente, hoy en su fase final, otorgaron a los hombres una cultura que les dio amparo y orientación. Bajo su firmamento, los seres humanos atravesaron con euforia momentos de esplendor y sufrieron con entereza guerras y miserias atroces. Hoy con dificultad vamos aceptando su muerte, su necesario invierno, sabiendo que ha sido construida con los afanes de millones de hombres que han dedicado su vida, sus años, Ernesto Sabato sus estudios, la totalidad de sus horas de trabajo, y la sangre de todos los que cayeron, con sentido o inútilmente, para bien o para mal, durante cinco siglos. La Modernidad comenzó con el Renacimiento, un tiempo inigualable en creaciones, inventos y descubrimientos. Fue una etapa que, como la niñez, estaba aún bajo la mirada de sus predecesores. Fue el racionalismo su verdadera independencia. Se han recorrido hasta el abismo las sendas de la cultura humanista. Aquel hombre europeo que entró en la historia moderna lleno de confianza en sí mismo y en sus potencialidades creadoras, ahora sale de ella con su fe hecha jirones. Estamos indudablemente frente a la más grave encrucijada de la historia, ya no se puede avanzar más por el mismo camino. Hace tiempo que el sentimiento humanista de la vida perdió su frescura; en su interior han estallado contradicciones destructivas: el escepticismo le ha minado su ánimo. La fe en el hombre y en las fuerzas autónomas que lo sostenían se han conmovido hasta el fondo. Las altas torres se han derrumbado. Demasiadas esperanzas se han quebrado en el corazón de los hombres. ¿Era el destino del ser humano intentar su supremacía y su independencia?, ¿estaba esta hora inscripta ya en los papiros de la eternidad? Debo confesar que durante mucho tiempo creí y afirmé que éste era un tiempo final. Por hechos que suceden o por estados de ánimo, a veces vuelvo a pensamientos catastróficos que no dan más lugar a la existencia humana sobre la tierra. En otros, la capacidad de la vida para encontrar resquicios donde volver a crear me dejan anonadado, como quien bien comprende que la vida nos La Resistencia rebalsa, y sobrepasa todo lo que sobre ella podamos pensar. Sé que a mucha gente le irritará esta carta, yo mismo la hubiera rechazado hace años cuando confundía resignarse con aceptar. Resignarse es una cobardía, es el sentimiento que justifica el abandono de aquello por lo cual vale la pena luchar, es, de alguna manera, una indignidad. La aceptación es el respeto por la voluntad de otro, sea éste un ser humano o el destino mismo. No nace del miedo como la resignación, sino que es más bien un fruto. No sé si alguien, antes de Berdiaev, predijo que volveríamos a una nueva Edad Media. Sería posible y también sanante. Ciertos elementos parecieran estar presentes indicando semejanzas, como el estado de putrefacción del poder en Roma, donde el cuidado que se había puesto en la elección de los sucesores del César decayó hasta la irresponsabilidad, que es un grave síntoma; la tendencia a enfeudarse, por los peligros externos. Entonces, como ahora, afuera no había seguridad y la violencia diezmaba a quienes no quedaban protegidos por las murallas. También la drástica división entre poderosos y pobres; la creciente religiosidad. Entonces los que quedaron cortados fueron los caminos, hoy habrían de ser los cables, a no ser que fueran ellos los “convertidos” y la televisión pasara a servir a la gente. Sentimos la Edad Media como noche, como tiempo severo, austero, cuando todo el esplendor de la civilización romana fue acallada. Berdiaev dice: La noche no es menos maravillosa que el día, no es menos de Dios, y el resplandor de las estrellas la ilumina, y la noche tiene revelaciones que el día ignora. La noche tiene más afinidad con los misterios de los orígenes que el día. El Abismo no se abre más que con la noche. Ernesto Sabato tiempo que la estoy esperando. Hay días en que me invade la tristeza de morir y, como si pudiera ser la muerte la engañada, me atrinchero en mi estudio y me pongo a pintar con frenesí, confiado en que ella no me arrebatará la vida mientras haya una obra sin terminar entre mis manos. Como si la muerte pudiese entender mis razones, y yo hacer de Penélope para detenerla. Cuando la gente me para por las calles para darme un beso, para abrazarme, o cuando voy a algún acto, como en la Feria del Libro, donde una multitud durante horas me está esperando y me colma con su afecto, una invencible sensación de despedida me nubla el alma. Cada vez me ocupan menos los razonamientos, como si ya no tuvieran mucho que darme. Como bien dijo Kierkegaard, “la fe comienza precisamente donde acaba la razón”. Momentos en que navego sin preguntas mar adentro, no importan las lluvias ni los fríos. Y otros, en que me amarro a viejas sabidurías esotéricas, y encuentro calor en sus antiguas páginas como en las personas que me rodean y me cuidan. Me avergüenza pensar en los viejos que están solos, arrumbados rumiando el triste inventario de lo perdido. Antes, la muerte era la demostración de la crueldad de la existencia. El hecho que empequeñecía y hasta ridiculizaba mis prometeicas luchas cotidianas. Lo atroz. Solía decir que a la muerte me llevarían con el auxilio de la fuerza pública. Así expresaba mi decisión de luchar hasta el final, de no entregarme jamás. Pero ahora que la muerte está vecina, su cercanía me ha irradiado una comprensión que nunca tuve; en este atardecer de verano, la historia de lo vivido está delante de La Resistencia mí, como si yaciera en mis manos, y hay horas en que los tiempos que creí malgastados tienen más luz que otros, que pensé sublimes. He olvidado grandes trechos de la vida y, en cambio, palpitan todavía en mi mano los encuentros, los momentos de peligro y el nombre de quienes me han rescatado de las depresiones y amarguras. También el de ustedes que creen en mí, que han leído mis libros y que me ayudarán a morir.
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