Docsity
Docsity

Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes

Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity


Consigue puntos base para descargar
Consigue puntos base para descargar

Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium


Orientación Universidad
Orientación Universidad

La verdad de las mentiras, Transcripciones de Literatura Universal

La vida es una y tiene límites. La lectura de novelas los revienta y lo que era una se convierte en mil, infinitas. Ése es el mayor poder de la literatura y este libro nos hace participar de él. «Hay que leer buenos libros, e incitar y enseñar a leer a los que vienen detrás, como un quehacer imprescindible, porque él impregna y enriquece a todos los demás.»

Tipo: Transcripciones

2018/2019

Subido el 05/08/2019

JoyDark
JoyDark 🇲🇽

2 documentos

1 / 103

Toggle sidebar

Documentos relacionados


Vista previa parcial del texto

¡Descarga La verdad de las mentiras y más Transcripciones en PDF de Literatura Universal solo en Docsity! , Mario Vargas Llosa La verdad de las mentiras L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 2 Mario Vargas Llosa La verdad de las mentiras La verdad de las mentiras reúne ensayos de Mario Vargas Llosa sobre veinticinco de las más destacadas novelas de nuestro siglo. Desde Joyce y Thomas Mann hasta Faulkner, Scott Fitzgerald, Nabokov o Lampedusa, el volumen constituye, a la vez que una síntesis de los problemas y evolución de la narrativa contemporánea, un deslumbrante ejercicio de rigor y lucidez intelectual que encierra una firme invocación a las virtudes liberadoras de la ficción literaria, que, en palabras de Vargas Llosa, es por sí sola «una acusación terrible contra la existencia bajo cualquier régimen o ideología: un testimonio llameante de sus insuficiencias, de su ineptitud para colmarnos. Y, por lo tanto, un corrosivo permanente de todos los poderes, que quisieran tener a los hombres satisfechos y conformes. Las mentiras de la literatura, si germinan en libertad, nos prueban que eso nunca fue cierto. Y ellas son una conspiración permanente para que tampoco lo sea en el futuro». L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 5 INTRODUCCIÓN I Desde que escribí mi primer cuento me han preguntado si lo que escribía «era verdad». Aunque mis respuestas satisfacen a veces a los curiosos, a mí me queda rondando, vez que contesto a esa pregunta, no importa cuan sincero sea, la incómoda sensación de haber dicho algo que nunca da en el centro del blanco. Si las novelas son ciertas o falsas importa a cierta gente tanto como que sean buenas o malas y muchos lectores, consciente o inconscientemente, hacen depender lo segundo de lo primero. Los inquisidores españoles, por ejemplo, prohibieron que se publicaran o importaran novelas en las colonias hispanoamericanas con el argumento de que esos libros disparatados y absurdos —es decir, mentirosos— podían ser perjudiciales para la salud espiritual de los indios. Por esta razón, los hispanoamericanos sólo leyeron ficciones de contrabando durante trescientos años y la primera novela que, con tal nombre, se publicó en América española apareció sólo después de la independencia (en México, en 1816). Al prohibir no unas obras determinadas sino un género literario en abstracto, el Santo Oficio estableció algo que a sus ojos era una ley sin excepciones: que las novelas siempre mienten, que todas ellas ofrecen una visión falaz de la vida. Hace años escribí un trabajo ridiculizando a esos arbitrarios, capaces de una generalización semejante. Ahora pienso que los inquisidores españoles fueron acaso los primeros en entender —antes que los críticos y que los propios novelistas— la naturaleza de la ficción y sus propensiones sediciosas. En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer otra cosa— pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es. Dicho así, esto tiene el semblante de un galimatías. Pero, en realidad, se trata de algo muy sencillo. Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. En el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late un deseo. ¿Significa esto que la novela es sinónimo de irrealidad? ¿Que los introspectivos bucaneros de Conrad, los morosos aristócratas proustianos, los anónimos hombrecillos castigados por la adversidad de Franz Kafka y los eruditos metafísicos de los cuentos de Borges nos exaltan o nos conmueven porque no tienen nada que hacer con nosotros, porque nos es imposible identificar sus experiencias con las nuestras? Nada de eso. Conviene pisar con cuidado, pues este camino —el de la verdad y la mentira en el mundo de la ficción— está sembrado de trampas y los invitadores oasis que aparecen en el horizonte suelen ser espejismos. ¿Qué quiere decir que una novela siempre miente? No lo que creyeron los oficiales y cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado, donde —en apariencia, al menos— sucede mi primera novela, La ciudad y los perros, que quemaron el libro acusándolo de calumnioso a la institución. Ni lo que pensó mi primera mujer al leer otra de mis novelas, La tía Julia y el escribidor, y que, sintiéndose inexactamente retratada en ella, ha publicado luego un libro que pretende restaurar la verdad alterada por la ficción. Desde luego que en ambas historias hay más invenciones, tergiversaciones y exageraciones que recuerdos y que, al escribirlas, nunca pretendí ser anecdóticamente fiel a unos hechos y personas anteriores y ajenos a la novela. En ambos casos, como en todo lo que he escrito, partí de algunas experiencias aún vivas en mi memoria y estimulantes para mi imaginación y fantaseé algo que refleja de manera muy infiel esos materiales de trabajo. No se escriben novelas para contar la vida sino para transformarla, añadiéndole algo. En las novelitas del francés Restif de la Bretonne la realidad no puede ser más fotográfica, ellas son un catálogo de las costumbres del siglo XVIII francés. En estos cuadros costumbristas tan laboriosos, en los que todo semeja la vida real, hay, sin embargo, algo diferente, mínimo pero revolucionario. Que, en ese mundo, los hombres no se enamoran de las damas por la pureza de sus facciones, la galanura de su cuerpo, sus prendas espirituales, etc., sino, exclusivamente, por la belleza de sus pies (se ha llamado, por eso, «bretonismo» al fetichismo del botín). De una manera menos cruda y explícita, y también menos consciente, todas las novelas rehacen la realidad —embelleciéndola o empeorándola— L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 6 como lo hizo, con deliciosa ingenuidad, el profuso Restif. En esos sutiles o groseros agregados a la vida —en los que el novelista materializa sus secretas obsesiones— reside la originalidad de una ficción. Ella es más profunda cuanto más ampliamente exprese una necesidad general y cuantos más sean, a lo largo del espacio y del tiempo, los lectores que identifiquen, en esos contrabandos filtrados a la vida, los oscuros demonios que los desasosiegan. ¿Hubiera podido yo, en aquellas novelas, intentar una escrupulosa exactitud con los recuerdos? Ciertamente. Pero aun si hubiera conseguido esa aburrida proeza de sólo narrar hechos ciertos y describir personajes cuyas biografías se ajustaban como un guante a las de sus modelos, mis novelas no hubieran sido, por eso, menos mentirosas o más ciertas de lo que son. Porque no es la anécdota lo que en esencia decide la verdad o la mentira de una ficción. Sino que ella sea escrita, no vivida, que esté hecha de palabras y no de experiencias concretas. Al traducirse en palabras, los hechos sufren una profunda modificación. El hecho real —la sangrienta batalla en la que tomé parte, el perfil gótico de la muchacha que amé— es uno, en tanto que los signos que podrían describirlo son innumerables. Al elegir unos y descartar otros, el novelista privilegia una y asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que describe: esto, entonces, muda de naturaleza, lo que describe se convierte en lo descrito. ¿Me refiero sólo al caso del escritor realista, aquella secta, escuela o tradición a la que sin duda pertenezco, cuyas novelas relatan sucesos que los lectores pueden reconocer como posibles a través de su propia vivencia de la realidad? Parecería, en efecto, que para el novelista de linaje fantástico, el que describe mundos irreconocibles y notoriamente inexistentes, no se plantea siquiera el cotejo entre la realidad y la ficción. En verdad, sí se plantea, aunque de otra manera. La «irrealidad» de la literatura fantástica se vuelve, para el lector, símbolo o alegoría, es decir, representación de realidades, de experiencias que sí puede identificar en la vida. Lo importante es esto: no es el carácter «realista» o «fantástico» de una anécdota lo que traza la línea fronteriza entre verdad y mentira en la ficción. A esta primera modificación —la que imprimen las palabras a los hechos— se entrevera una segunda, no menos radical: la del tiempo. La vida real fluye y no se detiene, es inconmensurable, un caos en el que cada historia se mezcla con todas las historias y por lo mismo no empieza ni termina jamás. La vida de la ficción es un simulacro en el que aquel vertiginoso desorden se vuelve orden: organización, causa y efecto, fin y principio. La soberanía de una novela no resulta sólo del lenguaje en que está escrita. También, de su sistema temporal, de la manera como discurre en ella la existencia: cuándo se detiene, cuándo se acelera y cuál es la perspectiva cronológica del narrador para describir ese tiempo inventado. Si entre las palabras y los hechos hay una distancia, entre el tiempo real y el de una ficción hay siempre un abismo. El tiempo novelesco es un artificio fabricado para conseguir ciertos efectos psicológicos. En él el pasado puede ser posterior al presente —el efecto preceder a la causa— como en ese relato de Alejo Carpentier, Viaje a la semilla, que comienza con la muerte de un hombre anciano y continúa hasta su gestación, en el claustro materno; o ser sólo pasado remoto que nunca llega a disolverse en el pasado próximo desde el que narra el narrador, como en la mayoría de las novelas clásicas; o ser eterno presente sin pasado ni futuro, como en las ficciones de Samuel Beckett; o un laberinto en que pasado, presente y futuro coexisten, anulándose, como en El sonido y la furia, de Faulkner. Las novelas tienen principio y fin y, aun en las más informes y espasmódicas, la vida adopta un sentido que podemos percibir porque ellas nos ofrecen una perspectiva que la vida verdadera, en la que estamos inmersos, siempre nos niega. Ese orden es invención, un añadido del novelista, simulador que aparenta recrear la vida cuando en verdad la rectifica. A veces sutil, a veces brutalmente, la ficción traiciona la vida, encapsulándola en una trama de palabras que la reducen de escala y la ponen al alcance del lector. Éste puede, así, juzgarla, entenderla, y, sobre todo, vivirla con una impunidad que la vida verdadera no consiente. ¿Qué diferencia hay, entonces, entre una ficción y un reportaje periodístico o un libro de historia? ¿No están compuestos ellos de palabras? ¿No encarcelan acaso en el tiempo artificial del relato ese torrente sin riberas, el tiempo real? La respuesta es: se trata de sistemas opuestos de aproximación a lo real. En tanto que la novela se rebela y transgrede la vida, aquellos géneros no pueden dejar de ser sus siervos. La noción de verdad o mentira funciona de manera distinta en cada caso. Para el periodismo o la historia la verdad depende del cotejo entre lo escrito y la realidad que lo inspira. A más cercanía, más verdad, y, a más distancia, más mentira. Decir que la Historia de la Revolución Francesa, de Michelet, o la Historia de la L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 7 Conquista del Perú, de Prescott, son «novelescas» es vejarlas, insinuar que carecen de seriedad. En cambio, documentar los errores históricos de La guerra y la paz sobre las guerras napoleónicas sería una pérdida de tiempo: la verdad de la novela no depende de eso. ¿De qué, entonces? De su propia capacidad de persuasión, de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de su magia. Toda buena novela dice la verdad y toda mala novela miente. Porque «decir la verdad» para una novela significa hacer vivir al lector una ilusión y «mentir» ser incapaz de lograr esa superchería. La novela es, pues, un género amoral, o, más bien, de una ética sui generis, para la cual verdad o mentira son conceptos exclusivamente estéticos. Arte «enajenante», es de constitución anti-brechtiana: sin «ilusión» no hay novela. De lo que llevo dicho, parecería desprenderse que la ficción es una fabulación gratuita, una prestidigitación sin trascendencia. Todo lo contrario: por delirante que sea, hunde sus raíces en la experiencia humana, de la que se nutre y a la que alimenta. Un tema recurrente en la historia de la ficción es: el riesgo que entraña tomar lo que dicen las novelas al pie de la letra, creer que la vida es como ellas la describen. Los libros de caballerías queman el seso a Alonso Quijano y lo lanzan por los caminos a alancear molinos de viento y la tragedia de Emma Bovary no ocurriría si el personaje de Flaubert no intentara parecerse a las heroínas de las novelitas románticas que lee. Por creer que la realidad es como pretenden las ficciones, Alonso Quijarlo y Emma sufren terribles quebrantos. ¿Los condenamos por ello? No, sus historias nos conmueven y nos admiran: su empeño imposible de vivir la ficción nos parece personificar una actitud idealista que honra a la especie. Porque querer ser distinto de lo que se es ha sido la aspiración humana por excelencia. De ella resultó lo mejor y lo peor que registra la historia. De ella han nacido también las ficciones. Cuando leemos novelas no somos el que somos habitualmente, sino también los seres hechizos entre los cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis: el reducto asfixiante que es nuestra vida real se abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias que la ficción vuelve nuestras. Sueño lúcido, fantasía encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de tener una sola vida y los deseos y fantasías de desear mil. Ese espacio entre nuestra vida real y los deseos y las fantasías que le exigen ser más rica y diversa es el que ocupan las ficciones. En el corazón de todas ellas llamea una protesta. Quien las fabuló lo hizo porque no pudo vivirlas y quien las lee (y las cree en la lectura) encuentra en sus fantasmas las caras y aventuras que necesitaba para aumentar su vida. Esa es la verdad que expresan las mentiras de las ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones. ¿Qué confianza podemos prestar, pues, al testimonio de las novelas sobre la sociedad que las produjo? ¿Eran esos hombres así? Lo eran, en el sentido de que así querían ser, de que así se veían amar, sufrir y gozar. Esas mentiras no documentan sus vidas sino los demonios que las soliviantaron, los sueños en que se embriagaban para que la vida que vivían fuera más llevadera. Una época no está poblada únicamente de seres de carne y hueso; también, de los fantasmas en que estos seres se mudan para romper las barreras que los limitan y los frustran. Las mentiras de las novelas no son nunca gratuitas: llenan las insuficiencias de la vida. Por eso, cuando la vida parece plena y absoluta y, gracias a una fe que todo lo justifica y absorbe, los hombres se conforman con su destino, las novelas no suelen cumplir servicio alguno. Las culturas religiosas producen poesía, teatro, rara vez grandes novelas. La ficción es un arte de sociedades donde la fe experimenta alguna crisis, donde hace falta creer en algo, donde la visión unitaria, confiada y absoluta ha sido sustituida por una visión resquebrajada y una incertidumbre creciente sobre el mundo en que se vive y el trasmundo. Además de amoralidad, en las entrañas de las novelas anida cierto escepticismo. Cuando la cultura religiosa entra en crisis, la vida parece escurrirse de los esquemas, dogmas, preceptos que la sujetaban y se vuelve caos: ése es el momento privilegiado para la ficción. Sus órdenes artificiales proporcionan refugio, seguridad, y en ellos se despliegan, libremente, aquellos apetitos y temores que la vida real incita y no alcanza a saciar o conjurar. La ficción es un sucedáneo transitorio de la vida. El regreso a la realidad es siempre un empobrecimiento brutal: la comprobación de que somos menos de lo que soñamos. Lo que quiere decir que, a la vez que aplacan transitoriamente la insatisfacción humana, las ficciones también la azuzan, espoleando los deseos y la imaginación. L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 10 instauración de ciertas formas básicas de justicia social. Está probado que el Incario —logro extraordinario para su tiempo y para el nuestro— acabó con el hambre, consiguió dar de comer a todos sus subditos. Y las sociedades totalitarias modernas han dado un impulso grande a la educación, la salud, el deporte, el trabajo, poniéndolos al alcance de las mayorías, algo que las sociedades abiertas, pese a su prosperidad, no han conseguido, pues el precio de la libertad de que gozan se paga a menudo en tremendas desigualdades de fortuna y —lo que es peor— de oportunidad entre sus miembros. Pero cuando un Estado, en su afán de controlarlo y decidirlo todo arrebata a los seres humanos el derecho de inventar y de creer las mentiras que a ellos les plazcan, se apropia de ese derecho y lo ejerce como un monopolio a través de sus historiadores y censores —como los Incas por medio de sus Amautas— un gran centro neurálgico de la vida social queda abolido. Y hombres y mujeres padecen una mutilación que empobrece su existencia aun cuando sus necesidades básicas se hallen satisfechas. Porque la vida real, la vida verdadera, nunca ha sido ni será bastante para colmar los deseos humanos. Y porque sin esa insatisfacción vital que las mentiras de la literatura a la vez azuzan y aplacan, nunca hay auténtico progreso. La fantasía de que estamos dotados es un don demoníaco. Está continuamente abriendo un abismo entre lo que somos y lo que quisiéramos ser, entre lo que tenemos y lo que deseamos. Pero la imaginación ha concebido un astuto y sutil paliativo para ese divorcio inevitable entre nuestra realidad limitada y nuestros apetitos desmedidos: la ficción. Gracias a ella somos más y somos otros sin dejar de ser los mismos. En ella nos disolvemos y multiplicamos, viviendo muchas más vidas de la que tenemos y de las que podríamos vivir si permaneciéramos confinados en lo verídico, sin salir de la cárcel de la historia. Los hombres no viven sólo de verdades; también les hacen falta las mentiras: las que inventan libremente, no las que les imponen; las que se presentan como lo que son, no las contrabandeadas con el ropaje de la historia. La ficción enriquece su existencia, la completa, y, transitoriamente, los compensa de esa trágica condición que es la nuestra: la de desear y soñar siempre más de lo que podemos realmente alcanzar. Cuando produce libremente su vida alternativa, sin otra constricción que las limitaciones del propio creador, la literatura extiende la vida humana, añadiéndole aquella dimensión que alimenta nuestra vida recóndita: aquella impalpable y fugaz pero preciosa que sólo vivimos de a mentiras. Es un derecho que debemos defender sin rubor. Porque jugar a las mentiras, como juegan el autor de una ficción y su lector, a las mentiras que ellos mismos fabrican bajo el imperio de sus demonios personales, es una manera de afirmar la soberanía individual y de defenderla cuando está amenazada; de preservar un espacio propio de libertad, una ciudadela fuera del control del poder y de las interferencias de los otros, en el interior de la cual somos de veras los soberanos de nuestro destino. De esa libertad nacen las otras. Esos refugios privados, las verdades subjetivas de la literatura, confieren a la verdad histórica que es su complemento una existencia posible y una función propia: rescatar una parte importante —pero sólo una parte— de nuestra memoria: aquellas grandezas y miserias que compartimos con los demás en nuestra condición de entes gregarios. Esa verdad histórica es indispensable e insustituible para saber lo que fuimos y acaso lo que seremos como colectividades humanas. Pero lo que somos como individuos y lo que quisimos ser y no pudimos serlo de verdad y debimos por lo tanto serlo fantaseando e inventando —nuestra historia secreta— sólo la literatura lo sabe contar. Por eso escribió Balzac que la ficción era «la historia privada de la naciones». Por sí sola, ella es una acusación terrible contra la existencia bajo cualquier régimen o ideología: un testimonio llameante de sus insuficiencias, de su ineptitud para colmarnos. Y, por lo tanto, un corrosivo permanente de todos los poderes, que quisieran tener a los hombres satisfechos y conformes. Las mentiras de la literatura, si germinan en libertad, nos prueban que eso nunca fue cierto. Y ellas son una conspiración permanente para que tampoco lo sea en el futuro. Barranco, 2 de junio de 1989 L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 11 LA MUERTE EN VENECIA El llamado del abismo Pese a su brevedad, La muerte en Venecia cuenta una historia tan compleja y profunda como la de aquellas novelas en las que el genio de Thomas Mann se desplegaba morosamente, en vastas construcciones que pretendían representar toda una sociedad o una época histórica. Y lo hace con la economía de medios y la perfección artística que han alcanzado pocas novelas cortas en la historia de la literatura. Por eso, merece figurar junto a obras maestras del género como La metamorfosis de Kafka o La muerte de Ivan Illich de Tolstoi, con las que comparte la excelencia formal, lo fascinante de su anécdota y, sobre todo, la casi infinita irradiación de asociaciones, simbolismos y ecos que el relato va generando en el ánimo del lector. Leído y releído una y otra vez, siempre se tiene la inquietante sensación de que algo misterioso ha quedado en el texto fuera del alcance incluso de la lectura más atenta. Un fondo oscuro y violento, acaso abyecto, que tiene que ver tanto con el alma del protagonista como con la experiencia común de la especie humana; una vocación secreta que reaparece de pronto, asustándonos, pues la creíamos definitivamente desterrada de entre nosotros por obra de la cultura, la fe, la moral pública o el mero deseo de supervivencia social. ¿Cómo definir esta subterránea presencia que, por lo general, las obras de arte revelan de manera involuntaria, casi siempre al sesgo, fuego fatuo que las cruzara de pronto sin permiso del autor? Freud la llamó instinto de muerte; Sade, deseo en libertad; Bataille, el mal. Se trata, en todo caso, de la búsqueda de aquella soberanía integral del individuo, anterior a los convencionalismos y a las normas, que toda sociedad —algunas más, otras menos— limita y regula a fin de hacer posible la coexistencia e impedir que la colectividad se desintegre retrocediendo a la barbarie. Embridar los deseos y las pasiones de los individuos de modo que los apetitos particulares, azuzados por la imaginación, no pongan en peligro al cuerpo gregario, es la definición misma de la idea de civilización. Una idea clara y sana cuyos beneficios para el género humano nadie podría negar racionalmente pues ella ha enriquecido la vida y alejado, a veces a distancias remotísimas, la precariedad y la miseria de las existencias primordiales que antecedieron a la horda y al clan de caníbales. Pero la vida no está hecha solamente de razón, también de pasiones. El ángel que habita en el hombre nunca consigue derrotar totalmente al demonio con el que comparte la condición humana, aun cuando en las sociedades avanzadas esto parezca logrado. La historia de Gustav von Aschenbach nos muestra que ni siquiera esos soberbios ejemplares de sanidad ciudadana cuya inteligencia y disciplina moral creen haber domesticado todas las fuerzas destructivas de la personalidad, está a salvo de sucumbir una mañana cualquiera a la tentación del abismo. La razón, el orden, la virtud, aseguran el progreso del conglomerado humano pero rara vez bastan para hacer la felicidad de los individuos, en quienes los instintos reprimidos en nombre del bien social están siempre al acecho, esperando la oportunidad de manifestarse para exigir de la vida aquella intensidad y aquellos excesos que, en última instancia, conducen a la destrucción y a la muerte. El sexo es el territorio privilegiado en el que comparecen, desde las catacumbas de la personalidad, esos demonios ávidos de trasgresión y de ruptura a los que, en ciertas circunstancias, es imposible rechazar pues ellos también forman parte de la realidad humana. Más todavía: aunque su presencia siempre entraña un riesgo para el individuo y una amenaza de disolución y violencia para la sociedad, su total exilio empobrece la vida, privándola de aquella exaltación y embriaguez —la fiesta y la aventura— que son también una necesidad del ser. Éstos son los espinosos temas que La muerte en Venecia ilumina con una soberbia luz crepuscular. Gustav von Aschenbach ha llegado a los umbrales de la vejez como un ciudadano admirable. Sus libros lo han hecho célebre, pero él sobrelleva la fama sin vanidad, concentrado en su trabajo intelectual, sin abandonar casi el mundo de las ideas y de los principios, desasido de toda tentación material. Es un hombre austero y solitario desde que enviudó; no hace vida social ni acostumbra viajar; en las vacaciones se recluye entre sus libros, en una casita de campo de las afueras de Munich. El texto precisa que «no amaba el placer». Todo parecía indicar, pues, que esta gloria artística vive confinada en el mundo del espíritu, después de L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 12 haber sojuzgado mediante su cultura y su razón a las pasiones, aquellos agentes del vicio y el caos que habitan en las zonas oscuras de la psicología humana. Se trata de un «virtuoso» en los dos sentidos de la palabra: como creador de formas bellas y originales y como hombre que ha purificado su vida gracias a un ritual estricto de disciplina y contención. Pero, un día, súbitamente, esta organizada existencia comienza a derrumbarse por obra de la imaginación, esa corrosiva fuerza que los franceses llaman, con mucho acierto, «la loca de la casa». La visión furtiva de un forastero en el cementerio de Munich despierta en von Aschenbach el deseo de viajar y puebla su cabeza de imágenes exóticas; sueña con un mundo feroz y primitivo, bárbaro, es decir totalmente antagónico a su condición de hombre supercivilizado, de espíritu «clásico». Sin entender bien por qué lo hace, cede al impulso y va primero a una isla del Adriático, luego a Venecia. Allí, la misma noche de su llegada, ve al niño polaco Tadzio que revolucionará su vida, destruyendo en pocos días el orden racional y ético que la sustentaba. Nunca llega a tocarlo, ni siquiera a cambiar una palabra con él; es posible, incluso, que las vagas sonrisas que von Aschenbach cree advertir en el efebo cuando se cruzan sean pura fantasía suya. Todo el drama se desarrolla al margen de testigos indiscretos, en la mente y el corazón del escritor y también, por supuesto, en esos sucios instintos que él creía dominados y que, de manera inesperada, en la pegajosa y maloliente atmósfera del verano veneciano, resucitan convocados por la tierna belleza del adolescente para hacerle saber que su cuerpo no sólo es el habitáculo de las refinadas y generosas ideas que admiran sus lectores, sino, también, de una bestia en celo, ávida y egoísta. Decir que el escritor se enamora o que se incendia de deseo por el bello muchacho sería insuficiente. Le ocurre algo todavía más profundo: cambia su visión de la vida y del hombre, de la cultura y del arte. De pronto, las ideas pasan a un segundo plano, desplazadas por las sensaciones y los sentimientos, y el cuerpo aparece como una realidad avasalladora al que el espíritu no debe someter sino servir. La sensualidad y los apetitos del instinto cobran una nueva valencia moral, ya no como formas de la animalidad que el ser humano debe reprimir para hacer posible la civilización, sino como fuentes de una «embriaguez divina» que transforma al individuo en un pequeño dios. La vida deja de ser «forma» y se derrama en un ardiente desorden. Gustav von Aschenbach experimenta las delicias y los suplicios del amor-pasión, aunque a solas, sin compartirlos con el ser que los provoca. Al principio, intuyendo el peligro que corre, intenta huir, sólo para dar marcha atrás y entregarse más resueltamente a la aventura, que lo arrastrará primero a la abyección y luego a la muerte. El sobrio intelectual de ayer, ahora asqueado de su vejez y fealdad, llega a los extremos lastimosos de maquillarse y pintarse el pelo como un petimetre. En vez de los viejos sueños apolíneos de antaño, sus noches se llenan de visiones salvajes, en las que hombres bárbaros se entregan a orgías donde la violencia, la concupiscencia y la idolatría triunfan sobre «el espíritu digno y sereno». Gustav von Aschenbach conoce, entonces, «la lujuria y el vértigo de la aniquilación». ¿Quién corrompe a quién? Porque Tadzio abandona Venecia, al final de la historia, tan inocente e inmaculado como al principio en tanto que von Aschenbach ha quedado convertido en un desecho moral y físico. La belleza del niño es apenas el estímulo que pone en movimiento el mecanismo destructor, ese deseo que la imaginación de von Aschenbach encandila hasta abrasarse en ella. La peste que acaba con él es simbólica en más de un sentido. De un lado, representa las fuerzas irracionales del sexo y la fantasía puesta a su servicio, ese libertinaje al que el escritor sucumbe. Liberadas de todo freno, ellas harían imposible la vida social pues la convertirían en una jungla de bestias hambrientas. De otro, la peste encarna el mundo primitivo, exótica realidad en la que, a diferencia de lo que para el narrador representa el espíritu, la Europa civilizada, la vida es aún instinto antes que idea, y donde el hombre vive aún en estado de naturaleza. El «cólera hindú» que viene a asolar esa joya de la cultura y del intelecto que es Venecia, procede de esas remotas extremidades del planeta «en cuya espesura de bambúes acecha el tigre» y de algún modo los estragos que causa prefiguran la derrota de la civilización por obra de la barbarie. Esta parte de la historia admite diferentes lecturas. La peste representa, para algunos, la descomposición política y social de la Europa que salía del alegre desenfreno de «la belle époque» y se disponía a autodestruirse. Ésta es la interpretación «social» de la sinuosa epidemia que se infiltra en la bella ciudad lacustre de manera imperceptible para socavarla, L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 15 DUBLINESES El Dublín de Joyce La buena literatura impregna a ciertas ciudades y las recubre con una pátina de mitología y de imágenes más resistente al paso de los años que su arquitectura y su historia. Cuando conocí Dublín, a mediados de los sesenta, me sentí traicionado: esa ciudad alegre y simpática, de gentes exuberantes que me atajaban en medio de la calle para preguntarme de dónde venía y me invitaban a tomar cerveza, no se parecía mucho a la de los libros de Joyce. Un amigo se resignó a servirme de guía tras los pasos de Leopold Bloom, en esas veinticuatro horas prolijas del Ulises; se conservaban los nombres de las calles, muchos locales y direcciones, y, sin embargo, aquello no tenia la densidad, la sordidez ni la metafísica grisura del Dublín de la novela. ¿Habían sido alguna vez, ambas, la misma ciudad? En verdad, no lo fueron nunca. Porque Joyce, aunque tuvo la manía flaubertiana de la documentación y (él, que era la falta de escrúpulos personificada en todo lo que no fuera escribir) llevó el escrúpulo descriptor de su ciudad a extremos tan puntillosos como averiguar por cartas, desde Trieste y Zurich, qué flores y qué árboles eran aquellos que, en aquella precisa esquina..., no describió la ciudad de sus ficciones: la inventó. Y lo hizo con tanto arte y fuerza persuasiva que esa ciudad de fantasía, nostalgia, rencor y (sobre todo) de palabras que es la suya acaba por tener, en la memoria de sus lectores, una vigencia que supera en dramatismo y color a la antiquísima urbe de carne y hueso —de piedra y arcilla, más bien— que le sirvió de modelo. Dublineses es el primer estadio de esa duplicación. La abrumadora importancia de Ulises y de Finnegans Wake, experimentos literarios que revolucionaron la narrativa moderna, hace olvidar a veces que aquel libro de cuentos, de hechura más tradicional y tributario, en apariencia al menos, de un realismo naturalista que ya para la fecha en que fue publicado (1914) era algo arcaico, no es un libro menor, de aprendizaje, sino la primera obra maestra que Joyce escribió. Se trata de un libro orgánico, no de una recopilación. Leído de corrido, cada historia se complementa y enriquece con las otras y, al final, el lector tiene la visión de una sociedad compacta a la que ha explorado en sus recovecos sociales, en la psicología de sus gentes, en sus ritos, prejuicios, entusiasmos y discordias y hasta en sus fondos impúdicos. Joyce escribió el primer cuento del libro, «Las hermanas», a los veintidós años, en 1904, para ganar una libra esterlina, a pedido de un amigo editor, George Russell, que lo publicó en el diario dublinés Irish Homestead. Casi inmediatamente concibió el proyecto de una serie de relatos que titularía Dubliners, para, según comunicó a un amigo en julio de ese año, «traicionar el alma de esa hemiplejía o parálisis a la que muchos consideran una ciudad». La traición sería más sutil y trascendente de lo que él pudo sospechar cuando escribió esas líneas; ella no consistiría en agredir o desprestigiar a la ciudad en la que había nacido, sino más bien, en trasladarla del mundo objetivo, perecedero y circunstancial de la historia al mundo ficticio, intemporal y subjetivo de las grandes creaciones artísticas. En septiembre y diciembre de ese año aparecieron en el mismo periódico «Eveline» y «Después de la carrera». Los otros relatos, con excepción del último, «Los muertos», fueron escritos en Trieste, de mayo a octubre de 1905, mientras Joyce malvivía dando clases de inglés en la Escuela Berlitz, prestándose plata de medio mundo para poder mantener a Nora y al recién nacido hijo de ambos, Giorgio, y para costearse las esporádicas borracheras que solían ponerlo en estado literalmente comatoso. La distancia había limado para entonces en algo la aspereza de sus sentimientos juveniles contra Dublín y añadido a sus recuerdos una nostalgia que, aunque muy contenida y disuelta, comparece de tanto en tanto en las historias de Dublineses como una irisación del paisaje o una suave música de fondo para los diálogos. En esa época, ya había decidido que Dublín fuera el protagonista del libro. En sus cartas de esos días se sorprende de que una ciudad «que ha sido una capital por mil años, que es la segunda ciudad del Imperio Británico, que es casi tres veces más grande que Venecia, no haya sido revelada al mundo por ningún artista» (carta a su hermano Stanislaus el 24 de septiembre de 1905). En la misma carta señala que la estructura del libro corresponderá al desarrollo de una vida: historias de niñez, de adolescencia, de madurez y, finalmente, historias de la vida pública o colectiva. El cuento final, el más ambicioso y el que encarnaría mejor aquella idea de «la vida pública» de la ciudad, «Los muertos», lo escribió algo después —en 1906— para mostrar un L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 16 aspecto de Dublín que, según dijo a su hermano Stanislaus, no aparecía en los otros relatos: «su ingenuo insularismo y su hospitalidad, virtud, esta última, que no creo exista en otro lugar de Europa» (carta del 2 5 de septiembre de 1906). El relato es una verdadera proeza pues salimos de sus páginas con la impresión de haber abrazado la vida colectiva de la ciudad y, al mismo tiempo, de naber espiado sus secretos más íntimos. En sus páginas desfilan entre la abigarrada sociedad que acude al baile anual de las señoritas Morkan, los grandes temas públicos —el nacionalismo, la política, la cultura— y también los usos y costumbres locales — sus bailes, sus comidas, sus vestidos, la retórica de sus discursos— y asimismo las afinidades y antipatías que acercan o distancian a las gentes. Pero luego, de manera insensible, esa aglomeración se va adelgazando hasta reducirse a una sola pareja, Gabriel Conroy y su mujer Gretta, y el relato termina por infiltrarse en lo más soterrado de las emociones y la sensibilidad de Gabriel, desde donde compartimos con él la revelación tan turbadora sobre el amor y la muerte de Michael Furey, un episodio sentimental de la juventud de Gretta. En su perfecto encaje de lo colectivo y lo individual, en el delicado equilibrio que logra entre lo objetivo y lo subjetivo, «Los muertos» prefigura ya el Ulises. Pero pese a toda la destreza narrativa que luce no es «Los muertos» el mejor cuento del libro. Yo sigo prefiriendo «La casa de huéspedes» y «Un triste caso», cuya inigualable maestría los hace dignos de figurar, con algunos textos de Chejov, Maupassant, Poe y Borges entre los más admirables que ha producido ese género tan breve e intenso —como sólo puede serlo la poesía— que es el cuento. En verdad, todos los relatos de Dublineses denotan la sabiduría de un artista consumado y no al narrador primerizo que era su autor. Algunos, como «Después de la carrera» y «Arabia», no llegan a ser cuentos, sólo estampas o instantáneas que eternizan, en la hueca frivolidad de unos jóvenes adinerados o en el despertar de un adolescente al mundo adulto del amor, a algunos de sus pobladores. Otros, en cambio, como «La casa de huéspedes» y «Un triste caso», condensan en pocas páginas unas historias que revelan toda la complejidad psicológica de un mundo, y, principalmente, las frustraciones sentimentales y sexuales de una sociedad que ha metabolizado en instituciones y costumbres las restricciones de índole religiosa y múltiples prejuicios. Sin embargo, aunque la visión de la sociedad que los cuentos de Dublineses ofrecen es severísima —a veces sarcástica, a veces irónica, a veces abiertamente feroz-éste es un aspecto secundario del libro. Sobre lo documental y crítico, prevalece siempre una intención artística. Quiero decir que el «realismo» de Joyce está más cerca del de Flaubert que del de Zola. Ezra Pound, que se equivocó en muchas cosas, pero que acertó siempre en materias estéticas, fue uno de los primeros en advertirlo. Al leer, en 1914, el manuscrito del libro que rodaba desde hacía nueve años de editor en editor sin que alguno se animara a publicarlo, sentenció que aquella prosa era la mejor del momento en la literatura de lengua inglesa —sólo comparable a la de Conrad y a la de Henry James— y que lo más notable de ella era su «objetividad». El juicio no puede ser más certero. El calificativo vale para el arte de Joyce en su conjunto. Y donde aquella «objetividad» aparece primero, organizando el mundo narrativo, dando al estilo su coherencia y movimiento específico, estableciendo un sistema de acercamiento y distancia entre el lector y lo narrado, es en Dublineses. ¿Qué hay que entender por «objetividad» en arte? Una convención o apariencia que, en principio, nada presupone sobre el acierto o el fracaso de la obra y que es por lo tanto tan admisible como su opuesto: la del arte «subjetivo». Un relato es «objetivo» cuando parece proyectarse exclusivamente sobre el mundo exterior, eludiendo la intimidad, o cuando el narrador se invisibiliza y lo narrado aparece a los ojos del lector como un objeto autosuficiente e impersonal, sin nada que lo ate y subordine a algo ajeno a sí mismo, o cuando ambas técnicas se combinan en un mismo texto como ocurre en los cuentos de Joyce. La objetividad es una técnica, o, mejor dicho, el efecto que puede producir una técnica narrativa, cuando ella es eficaz y ha sido empleada sin torpezas ni deficiencias que la delaten, haciendo sentir al lector que es víctima de una manipulación retórica. Para lograr esta hechicería, Flaubert padeció indeciblemente los cinco años que le tomó escribir Madame Bovary. Joyce, en cambio, que sufrió lo suyo con los titánicos trabajos que le demandaron Ulises y Finnegans Wake, escribió estos relatos más bien de prisa, con una facilidad que maravilla (y desmoraliza). El Dublín de los cuentos se delinea como un mundo soberano, sin ataduras, gracias a la frialdad de la prosa que va dibujando, con precisión matemática, las calles macilentas donde L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 17 juegan sus niños desarrapados y las pensiones de sus sórdidos oficinistas, los bares donde se emborrachan y pulsean sus bohemios y los parques y callejones que sirven de escenario a los amores de paso. Una fauna humana multicolor y diversa va animando las páginas, en las que, a veces, algunos individuos —los niños, sobre todo— hablan en primera persona, contando algún fracaso o exaltación, y, otras, alguien, que puede ser todos o nadie, relata con voz tan poco obstructora, tan discreta, tan soldada a aquellos seres, objetos y situaciones que describe, que constantemente nos olvidamos de ella, demasiado absorbidos como estamos por aquello que cuenta para advertir que nos está siendo contado. ¿Es éste un mundo seductor, codiciable? En absoluto; más bien, sórdido, ahito de mezquindades, estrecheces y represiones, sobre el que la Iglesia ejerce una tutela minuciosa, intolerable, y donde el nacionalismo, por más explicable que nos parezca como reacción contra el estatuto semicolonial del país, origina distorsiones culturales y cierto provincialismo mental en algunas de sus gentes. Pero, para darnos cuenta de todas estas deficiencias, es preciso salir del mundo narrado, hacer un esfuerzo de reflexión crítica. Su fealdad sólo aparece después de la lectura. Pues, mientras estamos inmersos en su magia, esa sordidez no puede ser más bella ni sus gentes —aun las más ruines y chatas— más fascinantes. Su atractivo no es de índole moral, ni obedece a consideraciones sociales: es estético. Y que podamos hacer esta distinción es, precisamente, proeza del genio de Joyce, uno de los escasísimos autores contemporáneos que ha sido capaz de dotar a la clase media —la clase sin heroísmo por excelencia— de un aura heroica y de una personalidad artística sobresaliente, siguiendo también en esto el ejemplo de Flaubert. Ambos realizaron esta dificilísima hazaña: la dignificación artística de la vida mediocre. Por la sensibilidad con que es recreada y por la astucia con que nos son referidas sus historias, la rutinaria existencia de la pequeña burguesía dublinesa cobra en el libro las dimensiones de la riquísima aventura, de una formidable experiencia humana. El «naturalismo» de Joyce, a diferencia del de Zola, no es social, no está guiado por otra intención que la estética. Ello hizo que Dublineses fuera acusado de «cínico» por algunos críticos ingleses al aparecer. Acostumbrados a que aquella técnica realista de escribir historias viniera aderezada de propósitos reformadores y sentimientos edificantes, se desconcertaron ante unas ficciones que pese a su apariencia testimonial e histórica no hacían explícita una condena moral sobre las iniquidades e injusticias que mostraban. A Joyce —que, cuando escribió estos cuentos, se llamaba a sí mismo un socialista— nada de esto le interesaba, por lo menos cuando se sentaba a escribir: ni informar ni opinar sobre una realidad dada, sino, más bien, recrearla, reinventarla, dándole la dignidad de un hermoso objeto, una existencia puramente artística. Y eso es lo que caracteriza y diferencia al Dublín de Joyce del otro, el pasajero, el real: ser una sociedad en ebullición, hirviente de dramas, sueños y problemas, que ha sido metamorfoseada en un precioso mural de formas, colores, sabores y músicas refinadísimas, en una gran sinfonía verbal en la que nada desentona, donde la más breve pausa o nota contribuye a la perfecta armonía del conjunto. Las dos ciudades se parecen, pero su parecido es un engaño sutil y prolongado, pues aunque esas calles lleven los mismos nombres, y también los bares, comercios y pensiones, y aunque Richard Ellmann, en su admirable biografía, haya sido capaz de identificar a casi todos los modelos reales de los personajes de los cuentos, la distancia entre ambas es infinita, porque sus esencias son diferentes. La ciudad real carece de aquella perfección que sólo la ilusión artística de la vida —nunca la vida— puede alcanzar, y, también, de esa naturaleza acabada, esférica, que ese tumulto incesante y vertiginoso que es la vida verdadera, la vida haciéndose, nunca puede tener. El Dublín de los cuentos ha sido purgado de imperfecciones o fealdades —o, lo que es lo mismo, éstas han sido trocadas por la varita mágica del estilo en cualidades estéticas—, mudado en pura forma, en una realidad cuya esencia está hecha de esa impalpable, evanescente materia que es la palabra; es decir, en algo que es sensación y asociaciones, fantasía y sueño antes que historia y sociología. Decir, como lo hizo algún crítico, que la ciudad de Dublineses carecía de «alma» es una fórmula tolerable, a condición de que no se vea en ello una censura. El alma de la ciudad donde los mozalbetes de «Un encuentro» esquivan las acechanzas de un homosexual, donde la empleadita Eveline vacila entre fugarse a Buenos Aires o seguir esclavizada a su padre y donde Little Chandler rumia su melancolía de poeta frustrado, está en la superficie, es esa exterioridad sensorial tan elegante que imprime una arbitraria grandeza a las miserias de sus apocados personajes. La vida, en esas ficciones, no es la fuerza profunda e imprevisible que anima al mundo real y le confiere su precariedad intensa, su vaivén inestable, sino una L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 20 y apartado de los hombres y mujeres que desfilan por el libro de manera incesante, sin poder concentrarse ni profundizar en ninguno de ellos, mareado y distraído como está por la dispersión animada del relato, el que, sin embargo, esconde un orden y una intención muy rigurosos: describir no las partes sino el todo, ese gran ser plural que ellas conforman vistas de conjunto. El collage había sido inventado años atrás en la pintura, pero Dos Passos fue el primero en convertirlo en técnica narrativa, en Manhattan Transfer (perfeccionaría el método luego, en su trilogía U.S.A.). Títulos o fragmentos de periódicos, y avisos publicitarios o simples inscripciones callejeras, se deslizan en la narración, para fijar el momento histórico, delinear el contexto social de un episodio y, en ciertos casos, revelar el destino final de algún personaje al que su buena o mala estrella ha concedido el dudoso honor de ser noticia periodística. La novela comienza a principios de siglo y termina a mediados de los años veinte. El lector siente pasar este cuarto de siglo sin solución de continuidad, como una larga y envolvente panorámica de imágenes sutilmente trabadas. Esos años fueron, también, los del primer gran impulso del cine y Dos Passos fue uno de los primeros narradores que aclimató con talento en la ficción literaria ciertos recursos y técnicas de la ficción cinematográfica (aunque, curiosamente, en Manhattan Transfer, donde aparece todo Nueva York, no hay una sola escena que ocurra en un cinema). Esto se advierte en el carácter visual de las descripciones, en la sensorialidad plástica que rezuma todo el libro, y, sobre todo, en su estructura, de montaje muy semejante al de un film. El tratamiento del tiempo en la novela procede del cine antes que de la tradición literaria; es una delicada transposición de uno a otro género que Dos Passos llevó a cabo con éxito total. En cada escena hay «mudas» temporales y espaciales que ocurren sin aviso, momentos y lugares silenciados por el narrador, hiatos violentos de minutos u horas y de pocos metros a largas distancias, que quedan sin narrar, sin mencionar, ni más ni menos que en los cortes de una película en la que, de un fotograma a otro, los personajes pueden haber cambiado de edad o de escenario sin que ello confunda al espectador y sin que el relato pierda su fluencia. Estos saltos en el tiempo o en el espacio están elaborados en Manhattan Transfer con gran maestría, tanto que el lector apenas los nota. Pero sí nota, en cambio, los buenos efectos que tienen en la narración: la rapidez que imprimen al relato, la sensación de movimiento, de vida que avanza, de tiempo sin pausas, y la condensación que ello permite, la densidad y atestamiento que sugiere en la vida que está siendo narrada. La novela de Dos Passos deja en la memoria, asimismo, la idea de una sinfonía, porque en ella, como en una vasta y ambiciosa composición musical, ciertos seres y temas se insinúan, desaparecen y luego reaparecen, engarzados en otros, dentro de un movimiento integrador y sintético que, en un momento dado, se nos impone como un mundo compacto y suficiente. En este mundo, el ruido, la música, tienen una función principal. El habla define la procedencia y la educación de los personajes, en su rica diversidad étnica, en sus jergas y códigos profesionales y sociales, y las canciones y los bailes de moda comparecen de tiempo en tiempo como hitos que señalan la época de las escenas, enriquecen las atmósferas y contribuyen a acentuar la impresión de mundo «real». La objetividad de la narración es casi absoluta. Dos Passos, gran admirador de Flaubert, alguna vez afirmó que él también tuvo la pasión del mot juste, y en esta novela la precisión del lenguaje es casi infalible, uno de los recursos con que está lograda la apariencia impersonal, de objeto autónomo y autosuficiente, de la ficción. Digo «casi» porque en algunos pocos episodios hay a veces un cambio demasiado brusco del punto de vista de la narración — la perspectiva muda de uno a otro personaje sin que la mudanza pase desapercibida—, lo que, por un instante, hace peligrar ese imperativo flaubertiano de la invisibilidad del narrador. (Basta que la atención del lector sea distraída un segundo de lo narrado hacia la manera en que se narra, para que se presienta la sombra obstructora y desilusionante del narrador.) Pero éstas son apenas sombras tuitivas dentro de una formidable construcción novelesca, en la que tanto el lenguaje como la organización del relato se apoyan y enriquecen recíprocamente en la hechura del mundo ficticio. En pocas novelas modernas se advierte tan bien como en Manhattan Transfer la propensión totalizadora que anida en el género de la ficción narrativa, esa vocación numérica de querer extenderse, crecer, multiplicarse en descripciones, personajes, episodios, hasta agotar su mundo, hasta representarlo en lo más vasto y lo más mínimo, en todos sus niveles y L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 21 desde todos los ángulos. Una novela lograda sugiere al lector un iceberg, haber leído sólo una parte de la historia, la que, sin embargo, de algún modo le fue suficientemente insinuada por lo que leyó como para que su propia fantasía la complete. Pero algunas pocas novelas, las más altas hazañas del género, obras como Guerra y paz, Madame Bovary, Ulises, En busca del tiempo perdido, La montaña mágica, nos parecen, en su desmesurada ambición, en su fantástico alcance cuantitativo, haber logrado ese utópico designio congénito al arte novelesco, describiendo su mundo, su historia, de manera total, es decir, tanto intensa como extensa, en cualidad como en cantidad. A esa ilustre estirpe de obras omnívoras pertenece esta novela de Dos Passos. La vastedad del mundo que se abre ante nuestros ojos da, a veces, vértigo. El centenar de personajes que se mueven en sus ciento treinta episodios insinúan muchedumbres, una humanidad luchando —la mayor parte de las veces, en vano— para tener éxito, ser ricos, alcanzar alguna forma de dicha, o, simplemente, sobrevivir, en una ciudad pujante e indiferente que es también para ellos como una gran cárcel de acero y asfalto. Banqueros, sindicalistas, abogados, actrices, ladrones, asesinos, empresarios, periodistas, vagabundos, porteros se codean, se cruzan y descruzan en sus aceras, como en un inmenso calidoscopio que nos muestra toda la vida hirviente de la ciudad. La novela nos mantiene sobre todo en la superficie de lo real, haciéndonos ver el escenario y lo que hacen las gentes, y oír lo que dicen, pero de tanto en tanto también nos introduce en la vida íntima de sus pensamientos, de sus fantasías, de sus sueños y visiones. Estas breves incursiones en la subjetividad son bienvenidas pues ponen unos toques de delicadeza y poesía, incluso de locura, en un texto cuya aspereza y sequedad realistas nos dejan a veces sin aliento. La fantasía suele irrumpir en los personajes antes de alguna catástrofe, como la visión que asalta al parricida Bud Kopening antes de suicidarse o el ensueño de la pobre modistilla Anna Cohen —la Guardia Roja de la Revolución desfilando por la Quinta Avenida— antes de que el incendio la abrase y desfigure. Una ficción fracasa o triunfa por ella misma —por el vigor de sus personajes, la sutileza de su anécdota, la sabiduría de su construcción, la riqueza de su prosa— y no por el testimonio que ofrece sobre el mundo real. Sin embargo, ninguna ficción, por autosuficiente e impermeable a la realidad exterior que nos parezca, deja de tener vínculos poderosos e irremediables con la otra vida, aquella que no es la creada por la magia de la fantasía y la palabra literaria, sino la vida cruda, la no inventada, la vivida. El cotejo entre ambas realidades —la de la ficción y la real— es prescindible en términos artísticos, pues para saber si una novela es buena o mala, genial o mediocre, no hace falta saber si fue fiel o infiel al mundo verdadero, si lo reprodujo o lo mintió. Es su intrínseco poder de persuasión, no su valor documental, lo que determina el valor artístico de una ficción. Sin embargo, un libro como Manhattan Transfer no puede ser juzgado sólo desde una perspectiva literaria, como el acabado producto artístico que es. Porque la novela, además de una hermosa mentira que nos aparta del mundo real y nos subyuga con su imaginaria verdad, es también una parábola, empeñada en ilustrarnos, en educarnos críticamente, no sobre el mundo que leemos sino sobre el que pisamos en nuestra realidad de lectores. Este libro es un ejemplo mayor de lo que Lukács llamó «realismo crítico», la ficción convertida en un instrumento de análisis y desmenuzamiento del mundo real y de denuncia de las mitologías, fraudes e injusticias que acarrea la historia. ¿Qué queda, casi sesenta y cinco años después de publicada, de la acusación y advertencia que hizo Manhattan Transfer contra lo que representaba Nueva York? El capitalismo vivió la crisis que la novela anticipa —el crash del 29— y sobrevivió a él, así como a la segunda guerra mundial, a la guerra fría, a la desintegración de los imperios europeos, y luce hoy día más robusto que nunca en su historia. No es el capitalismo sino el socialismo el sistema que en nuestros días parece haber entrado en un proceso de delicuescencia, a escala mundial. Pero el libro no erró en señalar el talón de Aquiles de la civilización industrial. Ésta hace a los hombres más prósperos, no más felices. Suprime la miseria, la ignorancia, el desempleo, llega a asegurar a la mayoría una vida materialmente decente. Pero hoy, igual que en los años que precedieron a la Gran Depresión —en los que Dos Passos escribió su novela—, en Nueva York, Londres, Zurich o París, en todas las ciudadelas del desarrollo industrial, el prodigioso avance de la ciencia, de las oportunidades, del confort, no ha hecho a las mujeres menos tensas ni angustiadas que a la Ellen Thatcher de la novela, ni ha exonerado a innumerables hombres del mismo corrosivo sentimiento de vacío, de frustración espiritual, de L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 22 vida insuficiente, sin grandeza ni rumbo, que atormenta a Jimmy Herf y lo lleva a huir. ¿Será capaz, la civilización moderna, que ha vencido tantos desafíos, de superar éste? ¿Encontrará, también, la manera de enriquecer espiritual y moralmente a los hombres de manera que no sólo los grandes demonios de la necesidad material sean derrotados, sino, también, el egoísmo, la soledad, esa deshumanización ética que es una fuente continua de frustración e infelicidad en las sociedades de los más altos niveles de vida del planeta? Mientras la civilización industrial y tecnológica no dé una respuesta positiva a estos interrogantes, Manhattan Transfer, además de una de las más admirables ficciones modernas, seguirá siendo una advertencia que pende como una espada sobre nuestras cabezas. Londres, 22 de mayo de 1989 L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 25 tenue cordón umbilical entre los seres racionales, los animales y las plantas. Sus novelas, interesantes, pero que nunca fueron más que atrevidos experimentos, tuvieron la virtud, en lo que a mí se refiere, de enriquecerme retroactivamente la lectura de esta novela de Virginia Woolf. Ahora, que la he releído, no tengo ninguna duda: probablemente sin proponérselo, ella logró en La señora Dalloway describir esa misteriosa y recóndita agitación primaria de la vida, los «tropismos», en pos de los cuales —aunque con menos éxito— elaboraría toda su obra varias décadas más tarde Nathalie Sarraute. El repliegue en lo subjetivo es uno de los rasgos del narrador; otro es desaparecer en las conciencias de los personajes, transubstanciarse con ellas. Se trata de un narrador excepcionalmente discreto y traslaticio, que evit hacerse notar y que está saltando con frecuencia —pero siempre, tomando las mayores precauciones para no delatarse— de una a otra intimidad. Cuando existe, la distancia entre el narrador y el personaje es mínima y constantemente desaparece porque aquél se esfuma para que éste lo reemplace: la narración se vuelve entonces monólogo. Estas mudanzas ocurren a cada paso, a veces varias en una misma página, y, pese a ello, apenas lo advertimos, gracias a la maestría con que el narrador lleva a cabo sus transformaciones, desapariciones y resurrecciones. ¿En qué consiste esta maestría? En la sabia alternancia del estilo indirecto libre y del monólogo interior, y en una alianza de ambos métodos narrativos. El estilo indirecto libre, inventado por Flaubert, consiste en narrar a través de un narrador impersonal y omnisciente — es decir, desde una tercera persona gramatical— que se coloca muy cerca del personaje, tan cerca que a veces parece confundirse con él, ser abolido por él. El monólogo interior, perfeccionado por Joyce, es la narración a través de un narrador personaje —el que narra desde la primera persona gramatical— cuya conciencia en movimiento es expuesta directamente (con distintos grados de coherencia o de incoherencia) a la experiencia del lector. Quien cuenta la historia de La señora Dalloway es, por instantes, un narrador impersonal, muy próximo al personaje, que nos refiere sus pensamientos, acciones, percepciones, imitando su voz, su deje, sus reticencias, haciendo suyas sus simpatías y sus fobias, y es, por instantes, el propio personaje cuyo monólogo expulsa del relato al narrador omnisciente. Estas «mudas» de narrador ocurren innumerables veces en la novela, pero sólo en algunas ocasiones son evidentes. En muchas otras no hay manera de determinar si quien está narrando es el narrador omnisciente o el propio personaje, porque la narración parece discurrir en una linea fronteriza entre ambos o ser ambos a la vez, un imposible punto de vista en el que la primera y la tercera persona gramatical habrían dejado de ser contradictorias y formarían una sola. Este alarde formal es particularmente eficaz en los episodios relativos al joven Septimus Warren Smith, a cuya desintegración mental asistimos, alternativamente, desde una vecindad muy cercana o la compartimos, absorbidos, se diría, gracias a la astuta hechicería del lenguaje, por el insondable abismo de su inseguridad y de su pánico. Septimus Warren Smith es un personaje dramático, en una novela donde todos los demás tienen vidas convencionales y previsibles, de una rutina y aburrimiento que sólo el vivificante poder transformador de la prosa de Virginia Woolf llena de encanto y misterio. La presencia de ese pobre muchacho que fue como voluntario a la guerra y volvió de ella condecorado y, en apariencia, indemne, pero herido en el alma, es inquietante además de lastimosa. Porque deja entrever que, pese a tantas páginas dedicadas a ensalzarlo en lo que tiene de hermoso y de exaltante, no todo es bello, ni ameno ni fácil ni civilizado en el mundo de Clarissa Dalloway y sus amigos. Existen, también, aunque lejos de ellos, la crueldad, el dolor, la incomprensión, la estupidez, sin los cuales la locura y el suicidio de Septimus resultarían inconcebibles. Están mantenidos a distancia por los ritos y la buena educación, por el dinero y la suerte, pero los rondan, al otro lado de las murallas que han erigido para ser ciegos y felices y, en ciertos momentos, con su acerado olfato, Clarissa lo presiente. Por eso la estremece la imponente figura de Sir William Bradshaw, el alienista, en quien ella, no sabe por qué, adivina un peligro. No se equivoca: la historia deja muy claro que si al joven Warren Smith lo desquicia la ; guerra, es la ciencia de los psiquiatras la que lo hace lanzarse al abismo. En alguna parte leí que un célebre calígrafo japonés acostumbraba macular sus escritos con una mancha de tinta. «Sin ese contraste no se apreciaría debidamente la perfección de mi trabajo», explicaba. Sin la pequeña huella de cruda realidad que la historia de Septimus L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 26 Warren Smith deja en el libro, no sería tan impoluto y espiritual, tan áureo y tan artístico el mundo en el que nació —y contribuye tanto a crear— Clarissa Dalloway. Fuengirola, 13 de julio de 1989 L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 27 EL GRAN GATSBY Un castillo en el aire El gran Gatsby comienza como una ligera crónica de los extravagantes años veinte —sus millonarios, sus frivolos, sus gángsters, sus sirenas y la desbordante prosperidad que respiraban— y, luego, se convierte insensiblemente en una tierna historia de amor. Pero, poco después, experimenta una nueva muda y torna a ser un melodrama sangriento, de absurdas coincidencias y malentendidos grotescos, al extremo de que, al cerrar la última página, el lector de nuestros días se pregunta si el libro que ha leído no es, más bien, una novela existencialista sobre el sinsentido de la vida o un alarde poético, un juego de la imaginación sin mayores ataduras con la experiencia vivida. Aunque no sea lo bastante compacto y misterioso para ser genial, es un bello libro, que ha conservado intacta su frescura, y al que el tiempo corrido desde su aparición, en 1925, ha conferido el valor de símbolo de lo que fue la irregularidad e impremeditación de la vida en una época de alegre irresponsabilidad y decadente encanto. En su impericia misma —esas elegiacas frases sensibleras que, de pronto, interrumpen la acción para extasiarse ante un detalle del paisaje o filosofar sobre el alma de los ricos—, El gran Gatsby resulta la personificación del tiempo que describe, mundo fastuoso en el que oexistían el arte y el mal gusto, el honesto empresario y el rufián, la pacatería y el desenfreno y Ja arrolladura abundancia de una sociedad que, sin embargo, se hallaba al borde del abismo. Al final de su vida, en un texto autobiográfico, Scott Fitzgerald escribió de su personaje Jay Gatsby: «Es lo que siempre fui: un joven pobre en una ciudad rica, un joven pobre en una escuela de ricos, un muchacho pobre en uní club de estudiantes ricos, en Princeton. Nunca pude perdonarles a los ricos el ser ricos, lo que ha ensombrecido mi vida y todas mis obras. Todo el sentido de Gatsby es laj injusticia que impide a un joven pobre casarse con una muchacha que tiene dinero. Este tema se repite en mi obra porque yo lo viví.» Toda novela es un complejo laberinto de muchas puertas y cualquiera de ellas sirve para entrar en su intimidad. La que nos abre esta confesión del autor de El gran Gatsby da a una historia romántica, de esas que hacían llorar. Un muchacho modesto se enamora de una bella heredera con la que no puede casarse por las insalvables distancias económicas que los separan: fiel a ese amor de juventud, luego de conseguir por medios ilícitos lo que parece una fortuna, multiplica las extravagancias y el despilfarro a fin de recuperar a la muchacha de su corazón; cuando parece que va a lograrlo, el destino (con mayúsculas, el de los grandes folletines y las estremecedoras historias decimonónicas) se interpone para impedirlo, precipitando un oportuno holocausto. Al cabo, el paisaje es el mismo del principio: una sociedad injusta e implacable donde las razones del bolsillo prevalecerán siempre sobre las del corazón. La novela de Scott Fitzgerald es, también, eso, pero si sólo fuera eso no habría durado más que otras del género «amor imposible con derramamiento de sangre al final». Es, asimismo, una manera de contar, serpentina y traviesa, en la que, a través de un testigo implicado —el narrador Nick Carraway—, vamos descubriendo, antes de llegar a su entraña melodramática y fatalista, que la realidad está hecha de imágenes superpuestas, que se contradicen o matizan unas a otras, de modo que nada en ella parece totalmente cierto ni definitivamente falso, sino dotado de una irremediable ambigüedad. Nadie es lo que parece, por lo menos por mucho tiempo, todo lo es de manera muy provisional y según la perspectiva desde la cual se le mire. Esa provisionalidad de la existencia y el relativismo que caracteriza a la moral y a las conductas de sus personajes resulta, acaso, lo más original que tiene esta novela y lo que testimonia mejor sobre la realidad del mundo que la inspiró. Ya que los locos años veinte norteamericanos, la era del jazz y de la ley seca, de la cornucopia de oro y la gran depresión del 29, fueron, sobre todo, los de un mundo frágil, engañoso, de bellas apariencias, como una alegre fiesta de disfraces en la que las refinadas máscaras y los rutilantes dóminos ocultaran muchos monstruos y espantos. Las veladuras sutiles que el narrador va apartando en su relato, a medida que él, muchacho provinciano y sencillo del Medio Oeste, descubre los ritos, enredos, excesos y locuras del mundo de los ricos neoyorquinos, liman las aristas que afean las entrañas de esta L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 30 EL LOBO ESTEPARIO Las metamorfosis del lobo estepario Leí El lobo estepario por primera vez cuando era casi un niño, porque un amigo mayor, devoto de Hesse, me lo puso en las manos y me urgió a hacerlo. Me costó mucho esfuerzo y estoy seguro de no haber sido capaz de entrar en las complejas interioridades del libro. Ni ésta ni ninguna de las otras novelas de Hermann Hesse figuraron entre mis libros de cabecera, en mis años universitarios; mis preferencias iban hacia historias donde se reflexionaba menos y se actuaba más, hacia novelas en las que las ideas eran el sustrato, no el sustituto, de la acción. A mediados de los sesenta hubo en todo el Occidente un redescubrimiento de Hermann Hesse. Eran los tiempos de la revolución psicodélica y de los flower children, de la sociedad tolerante y la evaporación de los tabúes sexuales, del esplritualismo salvaje y la religión pacifista. Al autor de Der Steppenwolf, que acababa de morir en Suiza —el 9 de agosto de 1962— le sucedió entonces lo más gratificante que puede sucederle a un escritor: ser adoptado por los jóvenes rebeldes de medio mundo y convertido en su mentor. Yo veía todo aquello prácticamente al otro lado de mi ventana —vivía entonces en Londres, y en el corazón del swing, Earl's Court— entretenido por el espectáculo, aunque con cierto escepticismo sobre los alcances de una revolución que se proponía mejorar el mundo a soplidos de marihuana, visiones de ácido lisérgico y música de los Beatles. Pero el culto de los jóvenes novísimos por el autor suizo-alemán me intrigó y volví a leerlo. Era verdad, tenían todo el derecho del mundo a entronizar a Hesse como su precursor y su gurú. El ermitaño de Montagnola —en cuya puerta, al parecer, atajaba a los visitantes un cartel del sabio chino Meng Hsich proclamando que un hombre tiene derecho a estar a solas con la muerte sin que lo importunen los extraños— los había precedido en su condena del materialismo de la vida moderna y su rechazo deja sociedad industrial; en su fascinación por el Oriente y sus religiones contemplativas y esotéricas; en su amor a la Naturaleza; en la nostalgia de una vida elemental; en la pasión por la música y la creencia en que los estupefacientes podían enriquecer el conocimiento del mundo y la sociabilidad de la gente. Tal vez El lobo estepario no sea la novela que represente mejor, en la obra de Hesse, aquellos rasgos que la conectaron tan íntimamente con el sentir de los jóvenes inconformes de Europa occidental y de Estados Unidos en los sesenta porque en ella, por ejemplo, no aparece el orientalismo que impregna otros de sus libros. Pero se trata de la novela que muestra mejor la densa singularidad del mundo que creó a lo largo de su vasta vida (tenía ochenta y cinco cuando murió) y de esa extensa obra en la que, salvo el teatro, cultivó todos los géneros (incluido el epistolar). Apareció en 1927 y la fecha es importante porque el sombrío fulgor de sus páginas refleja muy bien la atmósfera de esos países europeos que acababan de salir del apocalipsis de la primera guerra mundial y se alistaban a repetir la catástrofe. Se trata de un libro expresionista, que recuerda por momentos la disolución y los excesos de esas caricaturas feroces contra los burgueses que pintaba por aquellos años, en Berlín, George Grosz, y también las pesadillas y delirios —el triunfo de lo irracional— que, a partir de esa década, la de la proliferación de los ismos, inundarían toda la literatura. Como no se trata de una novela que finja el realismo, sino de una ficción que describe un mundo simbólico, donde las reflexiones, las visiones y las impresiones son lo verdaderamente importante y los hechos objetivos meros pretextos o apariencias, es difícil resumirla sin omitir algo y esencial de su contenido. Su estructura es muy simple: dos cajas chinas. Un narrador innominado escribe un prefacio introduciendo el manuscrito del lobo estepario, Harry Haller, un cincuentón con el cráneo rasurado que fue pensionista por unos meses en casa de su tía, en la que dejó ese texto que es el tronco de su novela. Dentro del manuscrito de Harry Haller surge otro, una suerte de rama, supuestamente transcrito también: el Tractat del Lobo Estepario, que misteriosamente le alcanza a aquél, en la calle, un individuo anónimo. L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 31 La novela no transcurre en un mismo nivel de realidad. Comienza en uno objetivo, «realista», y termina en lo fantástico, en una suerte de happening en el curso del cual Harry Haller tiene ocasión de dialogar con uno de aquellos espíritus inmarcesibles a los que tiene por modelos: Mozart (antes lo había hecho con Goethe). A lo largo de la historia hay, pues, varias mudas cualitativas en las que la narración salta de lo objetivo a lo subjetivo o, para permanecer dentro de lo literario, del realismo al género fantástico. Pero la racionalidad no se altera en estas mudanzas. Por el contrario: los tres narradores de la novela —el que introduce el libro, Harry Haller y el autor del Tractat— son racionalistas a ultranza, encarnizados espectadores y averiguadores de sí mismos. Y es esta aptitud, o, acaso, maldición —no poder dejar de pensar, no escapar nunca a esa perpetua introspección en la que vive— lo que, sin duda, ha convertido a Harry Haller en un lobo estepario. Con esta fórmula, Hesse creó un prototipo al que se pliegan innumerables individuos de nuestro tiempo: solitarios acérrimos, confinados en alguna forma de neurastenia que dificulta o anula su posibilidad de comunicarse con los demás, su vida es un exilio en el que rumian su amargura y su cólera contra un mundo que no aceptan y del que se sienten también rechazados. Sin embargo, curiosamente, esta novela que se ha convertido en una biblia del incomprendido y del soberbio, del que se siente superior o simplemente divorciado de su sociedad y de su tiempo, o del adolescente en el difícil trance de entrar en la edad adulta, no fue escrita con el. propósito de reivindicar semejante condición. Más bien, para mostrar su vanidad y criticarla. Con El lobo estepario, Hesse hacía una autocrítica. Había en él, como lo revela su correspondencia, una predisposición a transmutarse en lobo salvaje y, como a su personaje, también lo tentó el suicidio (cuando era todavía un niño). Pero, en su caso, ese perfil arisco y auto-destructivo de su personalidad estuvo siempre compensado por otro, el de un idealista, amante de las cosas sencillas, del orden natural, empeñado en cultivar su espíritu y alcanzar, a través del conocimiento de sí mismo, la paz interior. Lo que fue el anverso y el reverso de la personalidad de Hermann Hesse son, en la biografía de Harry Haller, dos instancias de un proceso. En el transcurrir de la ficción, El lobo estepario va perdiendo sus colmillos y sus garras, desaparecen sus arrebatos sanguinarios contra esa humanidad a la que desea «una muerte violenta y digna» y va aprendiendo, gracias a su descenso a los abismos de la bohemia, el desarreglo de los sentidos y su encuentro con los inmortales, a aceptar la vida también en lo que tiene de más liviano y trivial. Cabe suponer que, al reanudar su existencia, luego de la fantasmagoría final en el teatro mágico, Harry Haller seguirá el mandato de Mozart: «Usted ha de acostumbrarse a la vida y ha de aprender a reír.» «Casi todas las obras en prosa que he escrito son biografías del alma —afirmó Hesse en uno de sus textos autobiográficos—; ninguna de ellas se ocupa de historias, complicaciones ni tensiones. Por el contrario, todas ellas son básicamente un discurso en el que una persona singular —aquella figura mítica— es observada en sus relaciones con el mundo y con su propio yo.» Es una afirmación certera. El lobo estepario narra un conflicto espiritual, un drama cuyo asiento no es el mundo exterior sino el alma del protagonista. ¿Quién es Harry Haller? Aunque su vida anterior apenas es mencionada, algunos datos transpiran de sus reflexiones que permiten reconstruirla. Fue un estudioso de religiones y mitologías antiguas, cuyos libros lo hicieron conocido; su pacifismo y sus ideas hostiles al nacionalismo le ganan ataques y vituperios de la prensa reaccionaria; sus convicciones políticas equidistan por igual de «los ideales americano y bolchevique» que «simplifican la vida de una forma pueril». Estuvo casado pero su mujer lo abandonó; tuvo una amante, a la que no ve casi nunca. Sus únicos entusiasmos, ahora, son la música —sobre todo Mozart— y los libros. Ha llegado a la mitad de la vida y está, al comenzar su manuscrito, al borde de la desesperación, tanto que lo ronda la idea de poner fin a sus días con una navaja de afeitar. ¿Cuáles son las razones de la incompatibilidad entre El lobo estepario y el mundo? Que éste ha tomado un rumbo para él inaceptable. Las cosas, que objeta son incontables: la prédica guerrerista y el materialismo rampante; la mentalidad conformista y el espíritu práctico de los burgueses; el filisteísmo que domina la cultura y las máquinas y productos manufacturados de la sociedad industrial en los que presiente un riesgo de esclavización para el hombre. En el mundo que lo rodea, Harry Haller ve destruidos o encanallados todos esos principios e ideales que animaron antes su vida: la búsqueda de la perfección moral c intelectual, las proezas artísticas, las realizaciones de aquellos seres superiores a los que llama L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 32 «los inmortales». Cuando mira en torno, Harry Haller sólo ve estupidez, vulgaridad y enajenación. Pero cuando contempla el interior de sí mismo, el espectáculo no es más estimulante: un pozo de desesperanza y de exasperación, una incapacidad radical para interesarse por nada de lo que colma la vida de los demás. Quien rescata a Harry Haller de esta crisis existencial y metafísica no es un filósofo ni un sacerdote sino una alegre cortesana, Armanda, a la que encuentra en una taberna, en una de sus incesantes correrías nocturnas. Ella, con mano firme y sabias coqueterías le hace descubrir —o, tal vez redescubrir— los encantos de lo banal y los olvidos dichosos que brinda la sensualidad. El lobo estepario aprende a bailar los bailes de moda, a frecuentar las salas de fiesta, a gustar del jazz y vive un enredo sexual triangular con Armanda y su amiga María. Conducido por ellas asiste a ese baile de máscaras en el que, transformado el mundo real en mágico, en pura fantasía, vivirá la ilusión y podrá dialogar con los inmortales. Así descubre que estos grandes creadores de sabiduría y de belleza no dieron la espalda a la vida sino que construyeron sus mundos admirables mediante una sublimación amorosa de las menudencias que, también, componen la existencia. Por una de esas paradojas que abundan en la historia de la literatura, esta novela que fue escrita con la intención de promover la vida, de mostrar la ceguera de quienes, como Harry Haller, prisionero del intelecto y de la abstracción, pierden el sentido de lo cotidiano, el don de la comunicación y de la sociabilidad, el goce de los sentidos, ha quedado entronizada como un manual para ermitaños y hoscos. A él siguen acudiendo, como a un texto religioso, los insatisfechos y los desesperados de este mundo que, además, se sienten escépticos sobre la realidad de cualquier otro. Este tipo de hombre, que Hesse radiografió magistralmente, es un producto de nuestro tiempo y de nuestra cultura. No se dio nunca antes y esperemos que no se dé tampoco en el futuro, en la hipótesis de que la historia humana tenga un porvenir. ¿Es esta desnaturalización que ha operado la lectura que dieron sus lectores a este libro, algo que debamos lamentar? De ningún modo. Lo ocurrido con El lobo estepario debe más bien aleccionarnos sobre esta verdad incómoda de la literatura: un novelista nunca sabe para quien trabaja. Ni el más racional y deliberado de ellos —y Hesse no lo era—, ni aquel que revisa el detalle hasta la manía y pule con encarnizamiento sus palabras, puede evitar que sus historias, una vez emancipadas de él, adoptadas por un público, adquieran una significación, generen una mitología o entreguen un mensaje que él no previo ni, acaso, aprobaría. Ocurre que un novelista puede extraviarse y ser manejado extrañamente por aquellas fuerzas que pone en marcha al escribir. Como, en la soledad de la creación, no sólo vuelca su lucidez sino también los fantasmas de su espíritu, éstos, a veces, desarreglan lo que su voluntad quiere arreglar, contradicen o matizan sus ideas, y establecen órdenes secretos distintos al orden que él pretendió imponer a su historia. Bajo su apariencia racional, toda novela domicilia materiales que proceden de los fondos más secretos de la personalidad del autor. A ese envolvimiento total del creador en el acto de inventar, debe la buena literatura su perennidad: porque los demonios que acosan a los seres humanos suelen ser más perdurables que los otros accidentes de sus biografías. Fraguando una fábula que él quiso amuleto contra el pesimismo y la angustia de un mundo que salía de una tragedia y vivía la inminencia de otra, Hermann Hesse anticipó un retrato con el que iban a identificarse los jóvenes inconformes de la sociedad afluente de medio siglo después. Londres, febrero de 1987 L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 35 evoluciones de un espectáculo de sombras chinas. Todas las escenas de Temple Drake en la casa del Viejo Francés son teatrales, de una lentitud ceremonial que convierte los actos en ritos. En el relato, con algunas excepciones, las escenas se yuxtaponen en vez de fluir disolviéndose unas en otras. Todo esto es extremadamente artificial, pero no es arbitrario. Mejor dicho, no lo parece y gracias a ello adquiere un carácter de realidad necesaria y auténtica. Ese mundo, esos seres, esos diálogos, esos silencios no podrían ser de otra manera. Cuando un novelista consigue que su novela transmita al lector esa sensación perentoria, inapelable, de que aquello que cuenta sólo podía ocurrir así —ser contado así— ha triunfado en toda la línea. III Buen número de las casi infinitas interpretaciones a que ha dado origen Santuario se deben a la inconsciente voluntad de los críticos de proporcionar coartadas morales que permitan rescatar para el bien un mundo tan irrevocablemente negativo como el que describe la novela. Una vez más topamos así con ese inmemorial empeño, del que por lo visto la literatura no se librará nunca, de que los poemas y las ficciones cumplan de algún modo o de otro una funxción edificante a fin de que la sociedad los acepte. La humanidad que aparece en esta historia es casi toda ella execrable; y, cuando no, lastimosa. En Horace Benbow hay un sentimiento altruista, que lo lleva a tratar de salvar a Goodwin; y a ayudar a Ruby, pero está contrarrestado por su debilidad y cobardía que lo condenan a ser derrotado cuando se enfrenta a la injusticia. También en Ruby hay un fondo sensible, solidario —tiene, al menos, la intención de ayudar a Temple— pero no llega a traducirse en nada útil, por la desgana en la que han culminado los golpes y reveses experimentados por la compañera de Goodwin, es un ser demasiado encallecido por el sufrimiento para que sus arranques generosos se vuelvan una conducta efectiva. Incluso la víctima principal, Temple, nos produce tanta repugnancia como solidaridad, pues hay en ella tanto vacío y estupidez —y, en potencia, tanta vocación por el mal— como en sus verdugos. Los personajes de la novela que no matan, contrabandean, violan y trafican, son —como las piadosas damas bautistas que hacen expulsar a Ruby del hotel o como Narcissa Benbow— unos seres hipócritas y fariseos, roídos de prejuicios y racistas. Sólo los imbéciles como Tommy parecen menos dotados que el resto de sus congéneres en este mundo para causar daño a los demás. La maldad humana se manifiesta sobre todo —en esta realidad ficticia— en y a través del sexo. En ninguna otra novela, de la saga de Yoknapatawpha, es tan visible esa visión apocalíptica de la vida sexual que, igual que en la de los más tremebundos puritanos, recorre toda la obra de Faulkner. El sexo no enriquece ni hace felices a sus personajes, no facilita la comunicación ni cimenta la solidaridad, no estimula ni completa la existencia; es, casi siempre, una experiencia que los animaliza, degrada y suele destruirlos, como lo ilustra la revolución que produce la presencia de Temple en la casa del Viejo Francés. La llegada de la muchacha rubia y pálida, de largas piernas y cuerpo filiforme, pone a los cuatro rufianes —Popeye, Van, Tommy y Lee— en un estado híbrido, de excitación y belicosidad, como cuatro mastines ante una perra en celo. Los restos que podían sobrevivir en ellos de dignidad y decencia se volatilizan ante la adolescente que, pese a— su miedo, y sin ser muy consciente de ello, los provoca. Lo puramente instintivo y animal prevalece sobre todo lo demás —la racionalidad y hasta el instinto de conservación—, que, más bien, se pone a su servicio. Para aplacar ese instinto están dispuestos a violar y, también, a entrematarse. Una vez ensuciada y envilecida por Popeye, Temple asumirá su condición y también en ella será el sexo, a partir de entonces, transgresión de la norma, violencia. ¿Es esa inmundicia animada la humanidad? ¿Así somos? No. Ésta es la humanidad que inventó Faulkner, con tanto poder de persuasión como para hacernos creer, por lo menos durante la embebida lectura de su libro, que ésa no es una ficción sino la vida. En realidad, la vida no es nunca como en las ficciones. A veces es mejor, a veces peor, pero siempre más matizada, diversa e impredecible de lo que suelen sugerir aun las más logradas fantasías literarias. Eso sí, la vida real no es jamás tan perfecta, redondeada, coherente e inteligible como en sus representaciones literarias. En éstas, algo le ha sido añadido y recortado, en L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 36 función de los «demonios» —obsesiones y pulsiones profundas que su inteligencia y su razón sirven pero a las que no necesariamente gobiernan ni a veces llegan totalmente a entender— de aquel que las inventa y les da la ilusoria vida que pueden dar las palabras. La ficción no reproduce la vida; la niega, oponiéndole una superchería que finge suplantarla. Pero también, de una manera siempre difícil de establecer, la completa, añadiéndole a la experiencia humana algo que los hombres no encuentran en sus vidas reales, sólo en aquellas, imaginarias, que viven vicariamente, gracias a la ficción. Los fondos irracionales de que también se compone la vida comienzan a librarnos sus secretos y gracias a hombres como Freud, Jung o Bataille sabemos la manera (extremadamente difícil de detectar) en que orientan el comportamiento humano. Antes de que los psicólogos y psicoanalistas existieran, antes aún de que lo hicieran los brujos y magos, ya las ficciones ayudaban a los hombres (sin que ellos lo sospecharan) a coexistir y acomodarse con ciertos fantasmas surgidos de lo más profundo de su intimidad para complicarles la vida, llenándola de apetitos imposibles y destructores. No a librarse de ellos, empresa por lo demás bastante difícil, y acaso inconveniente, sino a convivir con ellos, a establecer un modus vivendi entre esos ángeles que la comunidad necesitaría que fueran exclusivamente sus miembros y esos demonios que éstos no pueden dejar de ser también, al mismo tiempo, no importa cuan elevada sea la cultura o cuan poderosa la religión de la sociedad en la que nacen. La ficción también es una purga. Aquello que en la vida real es o debe ser reprimido de acuerdo a la moral reinante —y a veces, simplemente, para asegurar la supervivencia de la vida— encuentra en ella refugio, derecho a la existencia, libertad para obrar aun de la manera más nociva y espantosa. De alguna manera, lo ocurrido a Temple Drake en el Condado de Yoknapatawpha, según la imaginación tortuosa del más persuasivo creador de ficciones de nuestro tiempo, salva a las bellas colegiadas de carne y hueso de ser mancilladas por esa necesidad de exceso y desvarío que forma parte de nuestra naturaleza y nos salva a nosotros de que nos quemen y ahorquen por hacerlo. Londres, diciembre de 1987 L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 37 UN MUNDO FELIZ El paraíso como pesadilla I La idea o mito de una sociedad perfecta, un paraíso terrenal organizado por la sabiduría de ciertos hombres superiores, ha perseguido incesantemente a la humanidad, por lo menos desde los tiempos de Platón, cuya República es la primera de esa larga secuencia de utopías concebidas en Occidente a la que pertenece Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Una diferencia capital distingue, sin embargo, a los utopistas de la Antigua Grecia, el Renacimiento y los siglos XVIII y XIX, de los del siglo XX. En nuestra época, aquellas «sociedades perfectas» —descritas, por ejemplo, por H. G. Wells en A Modern Utopia, el ruso Zamiatin en Nosotros, por Brave New World de Huxley, o 1984 de Orwell— no simbolizan, como los clásicos, la felicidad del paraíso venido a la tierra, sino las pesadillas del infierno encarnado en la historia. Ocurre que la mayoría de los utopistas modernos, a diferencia de un Saint Simón o un Francis Bacon o un Kropotkin, que sólo podían imaginar aquellas sociedades enteramente centralizadas y planificadas según un esquema racional, han conocido ya lo que en la práctica puede significar semejante ideal: los mundos concentracionarios del fascismo y del comunismo. Esta experiencia cambió la valencia de la utopía en nuestra época: ahora sabemos que la búsqueda de la perfección absoluta en el dominio social conduce, tarde o temprano, al horror absoluto. La novela de Huxley fue la primera, en 1931, en echar ese balde de agua fría a la bella ilusión romántica de que el paraíso terrenal pudiera, alguna vez, trasladarse de las fábulas religiosas o las quimeras literarias a la vida concreta. Pero, aunque su descripción de ese «mundo feliz» sea sarcástica, de un pesimismo plúmbeo, el planeta de Huxley guarda una estrecha filiación con las utopías que sus antecesores idearon como templos de la felicidad humana. Igual que casi todas ellas, el planeta que ha tomado su nombre de Ford —quien ha reemplazado a Dios como símbolo, punto de referencia, hito temporal e, incluso, motivo de exclamación y juramento— ha sido organizado partiendo de un principio totalitario: que el Estado es superior al individuo y que, por lo tanto, éste se halla a su servicio. Aunque, en teoría, el Estado utópico representa a la colectividad, en la práctica es siempre regido por una aristocracia, a veces política, a veces religiosa, a veces militar, a veces científica —con combinaciones diversas—, cuyo poder y privilegios la sitúan a distancia inalcanzable del hombre común. En el Estado planetario de Huxley, esa falange de amos superiores son los «World Contro-llers», de los que conocemos a uno solo: Mustafá Mond, Contralor (interventor) de Europa Occidental. Una de las extraordinarias prerrogativas de este personaje es tener una biblioteca secreta de clásicos (pues todos los libros del pasado han sido suprimidos para los demás ciudadanos). Otra característica de la sociedad utópica es la «planificación». Todo está en ella regulado. Nada queda en manos del azar o del accidente: las iniciativas del individuo (si se les puede llamar así) son cuidadosamente orientadas y vigiladas por el poder central. La planificación en la sociedad fordiana alcanza extremos de gran alambicamiento, ya que ni la generación de la vida humana escapa a ella: los niños se fabrican en probeta, según un principio riguroso de división del trabajo. Los adelantos científicos de la época (estamos en el año 632 después de la muerte de Ford) permiten dotar a cada homínido de la inteligencia, instintos, complejos, aptitudes o taras físicas necesarias para la función que desempeñará en la urdimbre social. En la mayoría de las utopías (conviene recordar que la palabra la usó por primera vez Tomás Moro, en 1515, y que sus raíces griegas significan «no-lugar» o «lugar feliz») el sexo se reprime y sirve sólo para la reproducción. Con pocas excepciones, como las de Charles Fourier, geómetra de las pasiones, los utopistas suelen ser puritanos que proponen el ascetismo pues ven en el placer individual una fuente de infelicidad social. En la novela de Huxley, hay una variante. El sexo se halla disociado de la reproducción y del amor (ya que éste, como todos los otros sentimientos y pasiones, ha sido químicamente eliminado), y se fomenta desde la más tierna infancia. Como la familia ha sido también abolida, la promiscuidad es un deporte generalizado, al extremo de que no es raro que un hombre tenga, como Helmholtz Watson, L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 40 aquellas sociedades ideales, por esos mundos perfectos, fraguados por los utopistas. No hay duda de que a esa inapetencia contribuyeron poderosamente autores como George Orwell y Aldous Huxley. Ellos nos ayudaron, con sus horribles paraísos, a comprender que aquella afirmación de Osear Wilde según la cual «el progreso es la realización de la utopía» es la más peligrosa de las mentiras. Porque las utopías sólo son aceptables y válidas en el arte y en la literatura. En la vida, ellas están siempre reñidas con la soberanía individual y con la libertad. Punta Sal, Tumbes, 31 de diciembre de 1988 L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 41 TRÓPICO DE CÁNCER El nihilista feliz Recuerdo muy bien cómo leí Trópico de Cáncer la primera vez, hace treinta años: al galope, sobreexcitado, en el curso de una sola noche. Un amigo español había conseguido una versión francesa de ese gran libro maldito sobre el que circulaban en Lima tantas fábulas y, al verme tan ansioso de leerlo, me lo prestó por unas horas. Fue una experiencia extraña, totalmente distinta de lo que había imaginado, pues el libro no era escandaloso, como se decía, por sus episodios eróticos sino más bien por su vulgaridad y su alegre nihilismo. Me recordó a Céline, en cuyas novelas las palabrotas y la mugre se volvían también poesía, y a la Nadja de Bretón, pues, igual que en este libro, en Trópico de Cáncer la realidad más cotidiana se transmutaba súbitamente en imágenes oníricas, en inquietantes pesadillas. El libro me impresionó pero no creo que me gustara: tenía entonces —lo tengo todavía— el prejuicio de que las novelas deben contar historias que empiecen y acaben, de que su obligación es oponer al caos de la vida un orden artificioso, pulcro y persuasivo. Trópico de Cáncer —y todos los libros posteriores de Miller— son caos en estado puro, anarquía efervescente, un gran chisporroteo romántico y tremendista del que el lector sale mareado, convulsionado y algo más deprimido sobre la existencia humana de lo que estaba antes del espectáculo. El riesgo de este género de literatura suelta, deshuesada, es la charlatanería y Henry Miller, como otro «maldito» contemporáneo, Jean Genet, naufragó a menudo en ella. Pero Trópico de Cáncer, su primera novela, sorteó felizmente el peligro. Es, sin? duda, el mejor libro que escribió, una de las grandes creaciones literarias de la entreguerra y, en la obra de Miller, la novela que estuvo más cerca de ser una obra maestra. La he releído ahora con verdadero placer. El tiempo y las malas costumbres de nuestra época han rebajado su violencia y lo que parecían sus atrevimientos retóricos; ahora ya sabemos que los pedos y las gonorreas pueden ser también estéticos. Pero ello no ha empobrecido el sortilegio de su prosa ni le ha restado fuerza. Por el contrario: le ha añadido un relente de serenidad, una suerte de madurez. Al aparecer el libro, en 1934, en una editorial semiclandestina, en el exilio lingüístico, y ser víctima de prohibiciones y ataques edificantes, lo que se valoraba o maldecía en él era su iconoclasia, la insolencia con que las peores palabras malsonantes desplazaban en sus frases a las consideradas de buen gusto, así como la obsesión escatológica. Hoy ese aspecto del libro choca a pocos lectores, pues la literatura moderna ha ido haciendo suyas esas costumbres que inauguró Miller con Trópico de Cáncer y ellas han pasado, en cierto modo, a ser tan extendidas que, en muchos casos, se han vuelto un tópico, como hablar de la geometría de las pasiones en el siglo XVIII y vilipendiar al burgués en la época romántica o comprometerse históricamente en tiempos del existencialismo. La palabrota dejó de serlo hace un buen tiempo y el sexo y sus ceremonias se han vulgarizado hasta la saciedad. Esto no deja de tener algunos inconvenientes, desde luego, pero una de sus inequívocas ventajas es que ahora se puede, por fin, averiguar si Henry Miller fue, además de un dinamitero verbal y un novelista sicalíptico, un artista genuino. Lo fue, sin la menor duda. Un verdadero creador, con un mundo propio y una visión de la realidad humana y de la literatura que lo singularizan nítidamente entre los escritores de su tiempo. Representó, en nuestra época, como Céline o Genet, a esa luciferina tradición de inconoclastas de muy variada condición para quienes escribir ha significado a lo largo de la historia desafiar las convenciones de la época, aguar la fiesta de la armonía social, sacando a la luz pública todas las alimañas y suciedades que la sociedad —a veces con razón y otras sin ella— se empeña en reprimir. Ésta es una de las más importantes funciones de la literatura: recordar a los hombres que, por más firme que parezca el suelo que pisan y por más radiante que luzca la ciudad que habitan, hay demonios escondidos por todas partes que pueden, en cualquier momento, provocar un cataclismo. Cataclismo, apocalipsis son palabras que vienen inmediatamente a cuento cuando se habla de Trópico de Cáncer, a pesar de que en sus páginas no hay más sangre que la de algunos pugilatos de borrachínes ni otra guerra que las fornicaciones (siempre beligerantes) de sus personajes. Pero un presentimiento de inminente catástrofe ronda sus páginas, la intuición de que todo aquello que se narra está a punto de desaparecer en un gran holocausto. Esta L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 42 adivinación empuja a su pintoresca y promiscua humanidad a vivir en semejante frenesí disoluto. Un mundo que se acaba, que se desintegra moral y socialmente en una juerga histérica esperando la llegada de la peste y la muerte, como en una fantasía truculenta de Jerónimo Bosco. En términos históricos esto es rigurosamente cierto. Miller escribió la novela, en París, entre 1931 y 1933, mientras se echaban los cimientos de la gran conflagración que arrasaría a Europa unos años más tarde. Eran años de bonanza y francachelas, de alegre inconsciencia y espléndida creatividad. Florecían todas las vanguardias estéticas y los surrealistas encantaban a los modernos con su imaginería poética y sus «espectáculos provocación». París era la capital del mundo artístico y de la felicidad humana. En Trópico de Cáncer aparece el revés de esta trama. Su mundo es parisino pero está como a años luz de aquella sociedad de triunfadores y de optimistas prósperos: se compone de parias, seudopintores, seudoescritores, marginados y parásitos que viven en la periferia de la ciudad, sin participar de la fiesta, peleándose por los desechos. Expatriados que han perdido el cordón umbilical con su país de origen —Estados Unidos, Rusia—, no han echado raíces en París y viven en una especie de limbo cultural. Su geografía se compone de burdeles, bares, hoteles de mal vivir, tugurios sórdidos, restaurantes ínfimos y los parques, plazas y calles que imantan a los vagabundos. Para sobrevivir en esa patria difícil, todo vale: desde el oficio embrutecedor —corregir las pruebas de un periódico— hasta el sablazo, el cafichazgo o el cuento del tío. Un vago propósito artístico es la coartada moral más frecuente entre esta fauna —escribir la novela fundamental, pintar los cuadros redentores, etc—, pero, en verdad, lo único serio allí es la falta de seriedad de sus gentes, su promiscuidad, su pasiva indiferencia, su lenta desintegración. Este es un mundo —un submundo, más bien— que yo conocí en la realidad, a fines de los años cincuenta, y estoy seguro de que no debía ser muy diferente del que frecuentó Miller —y le inspiró Trópico de Cáncer— veinte años atrás. A mí la muerte lenta e inútil de esa bohemia parisina me producía horror y sólo la necesidad me tuvo cerca de ella, mientras no hubo otro remedio. Por eso mismo, puedo apreciar, en todo su mérito, la proeza que significa transfigurar literariamente ese medio, esas gentes, esos ritos y toda esa asfixiante mediocridad, en las dramáticas y heroicas existencias que aparecen en la novela. Pero, tal vez, lo más notable es que en semejante ambiente, corroído por la inercia y el derrotismo, haya podido ser concebido y realizado un proyecto creativo tan ambicioso como es Trópico de Cáncer. (El libro fue reescrito tres veces y reducido, en su versión final, a una tercera parte.) Porque se trata de una creación antes que de un testimonio. Su valor documental es indiscutible pero lo añadido por la fantasía y las obsesiones de Miller prevalece sobre lo histórico y confiere a Trópico de Cáncer su categoría literaria. Lo autobiográfico en el libro es una apariencia más que una realidad, una estrategia narrativa para dar un semblante fidedigno a lo que es una ficción. Esto ocurre en una novela inevitablemente, con prescindencia de las intenciones del autor. Tal vez Miller quiso volcarse a sí mismo en su historia, ofrecerse en espectáculo en un gran alarde exhibicionista de desnudamiento total. Pero el resultado no fue distinto del que obtiene el novelista que se retrae cuidadosamente de su mundo narrativo y trata de despersonalizarlo al máximo. El «Henry» de Trópico de Cáncer no es el Henry Miller que escribió la novela, aunque usurpe su nombre y refiera algunos episodios parecidos a los que aquél vivió, porque entre ambos las divergencias son mayores que las coincidencias. El autor es siempre un ser de carne y hueso y el personaje está hecho de palabras, es una fantasía animada por el verbo cuya existencia depende de un contexto retórico —otros seres de tan engañosa naturaleza como la suya— y de la credibilidad de los lectores. El Henry Miller que escribió la novela era un cuarentón medio muerto de hambre, errante vagabundo decepcionado de la civilización moderna y poseído por una pasión creativa; el «Henry» de Trópico de Cáncer es una invención que gana nuestra simpatía o nuestra repulsa por una idiosincrasia que va desplegándose ante los ojos del lector de manera autónoma, dentro dt los confines de la ficción, sin que para creer en él —verlo, sentirlo y sobre todo oírlo— tengamos que cotejarlo con e modelo vivo que supuestamente sirvió para crearlo. Entre el autor y el narrador de una novela hay siempre una distancia; aquél crea a éste siempre, sea un narrador invisible o esté entrometido en la historia, sea un dios todopoderoso e inapelable que lo sabe todo o viva como ur personaje entre los personajes, y tenga una visión tan recortada y subjetiva como la de cualquiera de sus congéneres ficticios. El narrador es, en todos los casos, la primen criatura que fantasea ese fantaseador alambicado que es e autor de una novela. L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 45 AUTO DE FE Una pesadilla realista Canetti cuenta en sus memorias que Auto de fe nació de una imagen que, como un pequeño demonio pertinaz, lo obsesionaba: un hombre que prende fuego a su biblioteca y arde junto con sus libros. Comenzó a escribir la novela en el otoño de 1930, en la Viena deslumbrante y preapocalíptica de Broch y de Musil, de Karl Popper y de Alban Berg, como parte de una «Comedia Humana de la locura», que iba a constar de ocho historias, cada una de las cuales tendría como protagonista a un hombre desmedido, en las fronteras de la sinrazón. Del ambicioso proyecto sólo se materializó esta ficción (la que, dice, de alguna manera resumió todas las otras) centrada en torno a un excéntrico incendiario, el hombre-libro Peter Kien. Su propósito era escribir un texto «riguroso y despiadado conmigo mismo y con el lector», muy distinto de la literatura vienesa entonces en boga, de la que tenía una pobre opinión: «Me hallaba inmunizado contra todo cuanto pudiera ser agrabable o complaciente...» Las afirmaciones de un novelista sobre su propia obra no son siempre iluminadoras; pueden ser incluso confusionistas, erróneas, porque el texto y su contexto son para él difícilmente separables y porque el autor tiende a ver en aquello que hizo lo que ambicionaba hacer (y ambas cosas, así como pueden coincidir, muchas veces divergen considerablemente). Pero estas confesiones de Canetti sobre Auto de fe —novela que, publicada en 1936, conoció primero un entusiasta reconocimiento en Europa, quedó luego enterrada en el olvido durante la guerra y la posguerra, tuvo un débil renacer en los países occidentales en los sesenta, hasta alcanzar un nuevo estrellato a partir de 1981, con el premio Nobel concedido a su autor —son útiles y ayudan al lector a orientarse por la maleza de sus páginas. Pues Auto de fe, una de las ficciones más ambiciosas de la narrativa moderna, es también una de las más arduas, una de aquellas que, como La muerte de Virgilio de Broch o El hombre sin atributos de Musil, exigen un esfuerzo intelectual y una buena dosis de perseverancia antes de revelar al lector su sentido profundo, las claves de su complicado simbolismo. La dificultad mayor que ofrece no es entender lo que en ella sucede sino, más bien, hacerse una idea coherente del conjunto de episodios que la componen. Éstos, aislados, son muy claros: hechos triviales o truculentos; banalidades domésticas y desmesuras visionarias; los estereotipos y clisés pequeño burgueses que surten sin tregua de la boca y la mente de un ama de llaves y las reflexiones extravagantes de un orientalista neurótico; las sórdidas brutalidades de un portero matón y las hazañas delincuentes de un enano jorobado salido del hampa; complicaciones callejeras de una absurdidad demencial, enredos burocráticos, crímenes y violencias de todo orden. Cada uno por separado, todos estos sucesos son inteligibles y están dotados de poder persuasivo. Por su concatenación, en cambio, es difícil de establecer; la relación de causa a efecto que los vincula o debería vincularlos es tan soterrada que, con frecuencia, se eclipsa. Las bruscas mudas de tono, contenido, humor y sentido entre episodio y episodio resultan a veces desconcertantes. También a este respecto es instructivo el testimonio de Canetti: «Un día se me ocurrió que el mundo no podía ya ser recreado como en las novelas de antes, es decir, desde la perspectiva de un escritor; el mundo estaba desintegrado, y sólo si se tenía el valor de mostrarlo en su desintegración era posible ofrecer de él una imagen verosímil.» La palabra importante es aquí desintegración. El de Auto de fe es un mundo desintegrado —«Un mundo sin cabeza», «Una cabeza sin mundo» y «Un mundo en la cabeza» se titulan, adecuadamente, cada una de sus partes-y a primera vista incoherente, una amalgama de hechos y personajes cuya índole y articulación no responden a una lógica racional sino a la sola arbitrariedad artística. Su anarquía, su carácter entre grotesco y pesadillesco, las trayectorias histéricas que siguen sus sucesos, sus extraños disparates, las greguerías que salpican su texto («Se redujo tanto que al final se perdió de vista»), la atmósfera recargada, moralmente insalubre de muchas de sus páginas, no son gratuitas, desde luego. Los críticos han visto en todo ello el santo y seña, la cifra literaria, de la Europa germánica de la entreguerra, preñada de todos los demonios que precipitarían, pocos años después de escrita la novela, las catástrofes de la segunda guerra mundial. L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 46 Esta lectura de Auto de fe, como alegoría ideológica y moral, es perfectamente lícita, sin duda. El cráter de la historia, aquella imagen de la biblioteca presa de las llamas y la inmolación de su dueño, prefigura gráficamente las inquisiciones de nacionalsocialismo y la destrucción de una de las culturas más creativas de su tiempo por obra del totalitarismo nazi. Y, también, la responsabilidad que cupo en ello a muchos artistas e intelectuales que fueron cómplices de la enajenación colectiva o incapaces de detectarla y combatirla cuando se estaba gestando. Si la cultura no sirve para prevenir este género de tragedias históricas, ¿cuál es entonces su función? Es una pregunta de total pertinencia en el caso de Peter Kien, el sinólogo de Auto de fe a quien su inmensa sabiduría —domina una docena de lenguas orientales y muchas occidentales— no le sirven literalmente de nada que pueda ser apreciado por sus contemporáneos. Porque nada de lo que sabe —de lo que aprende y piensa— revierte sobre los demás; más bien levanta una muralla de incomunicación entre él y su mundo. ¿Cuál es la razón de que se niegue a enseñar? ¿De que publique con tamaña avaricia? ¿De que viva enclaustrado en esa biblioteca de 25.000 volúmenes a la que nadie más tiene acceso? El conocimiento, para Peter Kien, no es algo que deba compartirse, un puente entre los hombres; es una manera de tomar distancia y de alcanzar una superioridad vertiginosa sobre el común de las gentes, esos analfabetos cuyo «despreciable objetivo vital es la felicidad». Peter Kien no quiere ser feliz; quiere ser sabio. Lo consigue, sin duda, pero, aunque ello tal vez alimente su soberbia, en la práctica su sabiduría no impide que sea vejado, maltratado, expulsado de su hogar y empujado a la pira por aquellos seres —el ama de llaves que desposa, el portero brutal, su hermano psiquiatra— a los que tanto desdeña. Entre las manías del sinólogo se cuenta la de jugar al ciego. No es extraño, pues, aunque sus lecturas e investigaciones le permiten moverse como por su casa entre las religiones y filosofías del Oriente, Peter Kien nunca fue capaz de ver a la ciudad en la que vivía ni a las gentes que lo rodeaban. Si él no es una figura simpática, lo son todavía menos los otros protagonistas y comparsas de la historia. Egoístas, obtusos, ávidos, convencionales, prisioneros de un mundillo limitado por intereses abyectamente mezquinos, sólo salen de esas celdas que son sus existencias para hacer daño o ser victimados. La desintegración de este mundo obedece a la falta absoluta de solidaridad entre sus miembros, ninguno de los cuales parece alentar por los demás algún sentimiento generoso o cierta forma de lealtad. Las jerarquías son estrictas: amos y esclavos; jefes y servidores; fuertes y débiles. Las relaciones humanas sólo se establecen en un sentido vertical. Mandar u obedecer: no hay alternativa. Bajo una aparente coexistencia, la trama social está corroída por toda clase de enconos y prejuicios. Discretamente, se libran mil guerras a la vez. Los hombres desprecian a las mujeres —el machismo y el antifeminismo campean— y éstas odian a aquéllos y conspiran para arruinarlos, como Teresa Krumbholz a su marido. El antisemitismo es una manifestación, entre otras, del odio generalizado que se profesan los ciudadanos de esta sociedad. Se trata de un sentimiento que ha gestado al personaje más pintoresco y vivaz de la novela, el enano jorobado Fischerle, jugador de ajedrez, chulo y hampón, caricatura viviente cuyos rasgos grotescos —su nariz ganchuda, su rapacidad— y su trágico fin —morir apachurrado bajo el puño de Johann Schwer cuando intenta tragarse un botón— son segregados por ese instinto cruel, discriminatorio, hambriento de violencia, que parece anidar en toda la fauna humana del libro. Aunque la novela soslaye la política no hay duda que, sobre todo leyéndola ahora, con la perspectiva que nos da la historia del pueblo alemán bajo el hechizo hitleriano y los campos de exterminio donde perecieron seis millones de judíos, Auto de fe nos parece una escalofriante metáfora de una sociedad que está a punto para caer en brazos de la sinrazón y la demagogia más fanáticas y para rodar hacia el cataclismo. Pero ver en Auto de fe sólo una alegoría política es insuficiente y no hace justicia a la novela. Ella es, sobre todo, un mundo de ficción, una realidad paralela, soberana, con una vida propia que no es refleja de aquella, real, de la que proceden sus materiales históricos y culturales, sino algo distinto, emancipado de su modelo, del que reniega y toma distancia enfrentándole una imagen paroxística en la que las diferencias superan a las semejanzas. Se ha hablado de las afinidades de esta novela con Kafka —a quien Canetti descubrió, con deslumbramiento, mientras la estaba escribiendo— pero, salvo la obvia relación de ser ambos escritores judíos de lengua alemana, huéspedes en cierto modo de una cultura que, presa de L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 47 la histeria racista, pronto los expelería como parásitos decadentes, y en cuyas obras de ficción el presentimiento de catástrofe próxima ha dejado una impronta, las distancias entre ambos me parecen considerables. En el mundo absurdo de Kafka hay una ternura soterrada y un patetismo baña a sus solitarios personajes sobre los que se desencadenan misteriosas fuerzas destructoras, que permiten al lector identificarse emocionalmente con ellos y vivir sus angustiosas peripecias como propias. Canetti mantiene a raya al lector, impidiéndole, con deliberación, ese género de vampirismo. La crueldad, banalidad, morbosidad y extravagancia que denotan sus creaturas son tales que abren un abismo difícilmente franqueable por el lector; son personajes concebidos para intrigarlo y, a ratos, maravillarlo; también, para exasperarlo, pero no para conmoverlo. La falta de sentimentalismo es un rasgo central en Auto de fe, así como en los ensayos y el teatro de Canetti. La frialdad cerebral de sus visiones, ese extraño control que la inteligencia parece ejercer aun en los momentos de más incandescente delirio, en aquellos episodios — como la arenga de Peter Kien a sus libros, encaramado sobre una escalera, o las fantasías ajedrecísticas de Fischerle en torno a Capablanca— en los que, en la realidad ficticia, se eclipsa la frontera entre los hechos objetivos y los deseos y la vida se vuelve una fantástica aleación de ambas cosas, hacen pensar en una novela expresionista. Como en los cuadros de un Kirchner o de Dix, o como en los grabados y caricaturas de Grosz, la intensidad y los contrastes de color, la virulencia del trazo, la alteración de la perspectiva, es decir la factura formal de la obra, se adelantan hacia el lector como un espectáculo, revolucionando aquella realidad exterior que el objeto artístico aparenta representar hasta convertirla en una realidad propia, que debe más a la subjetividad y a la destreza del artista que al parecido con el modelo que lo inspiró. Una vida objetiva se percibe, sin duda, débil y lejana, recompuesta en la ficción de acuerdo al capricho y fantasías de un creador que se ha valido de aquélla para expresar a éstas. Auto de fe es, como los más logrados de estos cuadros del expresionismo alemán, una pesadilla realista. Al mismo tiempo que los demonios de su sociedad y de su época, Canetíi se sirvió también de los que lo habitaban sólo a él. Barroco emblema de un mundo a punto de estallar, su novela es asimismo una fantasmagórica creación soberana en la que el artista ha fundido sus fobias y apetitos más íntimos con los sobresaltos y crisis que resquebrajan su mundo. Hablar de «demonios» es en su caso indispensable. Los fantasmas obsesivos, cargados de amenaza, que circulan por la novela desde su título hasta la incineración libresca del final, tienen una doble, contradictoria valencia. De un lado, ya lo hemos visto, encarnan el conformismo, la pasividad, la abdicación de una sociedad que muy pronto se convertirá en «masa». De otro, son las fuerzas y pulsiones irracionales que animan al artista y lo inducen a crear. Auto de fe, denuncia simbólica de una sociedad que se deja dominar por los peores instintos, es también una novela que reivindica orgullosamente el derecho a la obsesión. Si los demonios colectivos son destructores, los privados, los que pueblan la secreta jaula que cada hombre arrastra consigo en su corazón, ¿no son acaso el surtidor de los deseos humanos, el combustible de la fantasía? ¿No son las raíces del arte en general y de la ficción en particular? Estos demonios individuales son los protagonistas invisibles de Auto de fe. Cada personaje luce los suyos y los sirve, con total impudor, como Peter Kien y su amor pervertido por los libros, Teresa Krumbholz y sus extrañas relaciones con esa falda azul almidonada y la urgencia incontenible que manda a Benedikt Pfaff, ese energúmeno, desbaratar a todas las mujeres. Para que una obra de ficción lo sea, ella debe añadir al mundo, a la vida, algo que antes no existía, que sólo a partir de ella y gracias a ella formará parte de la inconmensurable realidad. Ese elemento añadido es lo que constituye la originalidad de una ficción, lo que diferencia a ésta, ontológicamente, de cualquier documento histórico. En Auto de fe, un componente mayor del elemento añadido por el artista al mundo es el haber dado carta de ciudadanía pública a los «demonios humanos», esos fantasmas que, en la vida real, hombres y mujeres mantienen ocultos en los repliegues de su intimidad y a los que sólo ocasionalmente —mediatizados en actos y gestos simbólicos— sacan a la luz. En esta ficción es al revés: los demonios de cada cual —sus obsesiones— se exhiben sin disfraces y, no importa cuan asburdos o feroces sean, todos viven para obedecerlos y acatarlos, con olímpico desprecio de las consecuencias. El malestar que nos produce la novela viene seguramente de esta L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 50 coartadas morales o psicológicas para su personaje). Cuando se desencadenaron las persecuciones contra religiosos en el estado, a diferencia de otros, que huyeron, él se quedó. ¿Lo hizo por una cuestión de principio, de alta moral? En su terrible examen de conciencia, cuando va rumbo a la muerte, descubrimos que su heroísmo no fue tal, o que, en todo caso, estuvo contaminado de vanidad y errores de cálculo. Permaneció, también, porque quedándose solo podría obrar como quisiera, sin cortapisas de ningún género, y porque actuando así se sintió vindicado ante esos sacerdotes que lo criticaban (y que ahora han huido). Más tarde, cuando el gobierno dictó la ley de que todos los sacerdotes se casaran, a él no se le dio siquiera la oportunidad de acogerse a aquella disposición, como ha hecho el Padre José, esa lastimosa ruindad. Fue como si los otros le hubieran asignado el papel de mártir sin darle ocasión de rechazarlo. De otro lado, como prototipo del hombre de fe, la imagen que ofrece no es envidiable. Vive en la confusión, incapaz de interpretar cabalmente en su propia vida los designios divinos, y todas sus acciones están como lastradas por la mala conciencia. Su ministerio no presta mayor ayuda a los fieles, su impaciencia y su falta de tacto para con las beatas pueden hacerlo aparecer como un arrogante. Aunque lleva ocho años sobreviviendo al acoso, se diría que siempre ha estado vacilando y a punto de huir. La cobardía lo tortura sin tregua; esa exclamación final, que Mr. Tench escucha y que la metralla interrumpe, ¿fue un grito de victoria, digno de figurar en las estampas? Dentro de las coordenadas anímicas del personaje, bien pudiera ser una apostasía in extremis precipitada por el miedo. Y, sin embargo, el terminar la historia, la conclusión que saca el lector no se presta a duda. Quien representa en ella lo humano, lo digno de admiración y de solidaridad, no es el íntegro racionalista aplicador de la ley sino su víctima, ese pozo de contradicciones y de fallas cuyo cadáver, acribillado por las balas, yace en esa placita de pueblo circundada por los buitres. Porque entre las dos utopías enfrentadas en la novela, la más visiblemente falsa y peligrosa es la que cree posible construir el paraíso en la tierra a costa de patíbulos y de incendios de iglesias. ¿A cuántos hombres más tendría que fusilar el teniente para establecer aquella sociedad con la que sueña? Desaparecidos los curas, tendrían que desfilar por el paredón muchos de sus propios partidarios, empezando por su mismo jefe, para quien la revolución no es, como para el teniente, un ideal, sino un pretexto para disfrutar del poder y enriquecerse con tráficos ilícitos. El oficial es algo más grave, en términos sociales, que un fanático: un soñador político a quien la hipnótica concentración en una quimera le nubla la visión de la vida real. Se empeña en cortar la rama podrida cuando en verdad lo que se está quemando es el bosque. Curitas como el que persigue pueden haber embotado con sus prédicas sobre el más allá el espíritu de rebelión de los pobres, pero lo que el teniente no ve es que aquella revolución que él cree liberadora está reemplazando una injusticia por otra y entronizando, al amparo de una retórica transformadora en la que por lo visto sólo él cree y que los otros utilizan como propaganda, nuevas formas de abuso, de oscurantismo y de corrupción. Uno puede encontrar discutibles o incluso intolerables los razonamientos con que el curita de la novela defiende su fe. Ellos pondrían los pelos de punta a un teólogo de la liberación de nuestros días. Se trata, hay que subrayarlo, de un curita preconciliar, que, en la conversación con el teniente el día de su captura —uno de los cráteres de la novela— sostiene que, como «todo el mundo es desdichado, tanto si es uno rico como pobre, no vale la pena preocuparse por un poco de dolor aquí abajo». ¿No es la salvación del alma lo único que importa? Siguiendo su razonamiento cabe deducir que, a su juicio, las iniquidades sociales son en cierto modo tolerables ya que constituyen una garantía de la salvación final de los pobres. Lo que justificaría las peores certidumbres del teniente sobre la función histórica de la fe. Pero, en realidad, lo que mueve nuestra simpatía hacia el curita de El poder y la gloria no son sus razones. Es su suerte y una esperanza que lo trasciende tanto a él como a sus ideas y que está implícita en su vida y en su ministerio por más fracasos que haya experimentado en ambos. En su indefensión y soledad, él representa al débil a merced del poderoso, al individuo concreto inerme frente a la fuerza institucionalizada, y esa condición, más todavía que sus creencias, lo hacen un ser próximo a las víctimas de la sociedad, esos campesinos e indios entre los que la revolución elige fríamente sus rehenes. Además, comparta el lector o no su creencia en el otro mundo y su adhesión a Roma, ese hombrecillo que es como un candil L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 51 tratando desesperado de que no lo apaguen los vientos de la historia, encarna aquella dimensión de lo humano que, con el nombre a veces de religión y a veces de filosofía, ha sabido oponer a la barbarie y al horror de cada época unas razones para no perder la esperanza y para resistir al sufrimiento y a la injusticia. Sin esa convicción espiritual en algo superior y distinto a lo presente, que alienta en el curita, todo hubiera sido siempre peor y eso le confiere una grandeza moral que no disminuiría un ápice si su credo particular fuera falso y su creencia en una justicia postuma una quimera. En una época alérgica a las ficciones aleccionadoras, a las historias edificantes, El poder y la gloria ha sobrevivido porque, en vez de combatir un dogma en nombre de otro dogma, opone a la intolerancia algo que creyentes y no creyentes pueden compartir: el derecho a la esperanza. ¿No es ella consustancial a la imaginación, al espíritu? Otra razón por la que esta novela ha aprobado el examen del tiempo es que los asuntos políticos y morales que trata están sutilmente disueltos en su trama anecdótica y transpiran de ella, a diferencia de lo que ocurre en tantas novelas de ideas en las que la historia es un mero vehículo para la formulación de una tesis. Cuando sucede eso y el lector advierte que los personajes de la ficción no son libres sino testaferros de una voluntad superior que los mueve arbitrariamente, como el titiritero a sus muñecos, el poder de persuasión de la novela se debilita y a veces esfuma. La ficción entonces ha fracasado, por importantes que sean los temas que la ocupan y por inteligentes y originales que fueran las ideas que pretendía divulgar el autor. Porque la primera obligación de una novela —no la única, pero sí la primordial, aquella que es requisito indispensable para las demás— no es instruir sino hechizar al lector: destruir su conciencia crítica, absorber su atención, manipular sus sentimientos, abstraerlo del mundo real y sumirlo en la ilusión. El novelista llega indirectamente a la inteligencia del lector, después de haberlo contaminado con la vitalidad artificial de su mundo imaginario y haberlo hecho vivir, en el paréntesis mágico de la lectura, la mentira como verdad y la verdad como mentira. Graham Greene es un diestro contador de historias. Sabe graduar los efectos y reavivar la expectativa con revelaciones inesperadas, así como matizar las situaciones excesivamente dramáticas con pinceladas de humor y esbozar en pocas líneas la identidad de un personaje y de un paisaje. La naturaleza visual, cinematográfica, de sus historias es muy notoria en El poder y la gloria. En cierto modo, esta novela fundó el esquema que otras historias suyas repetirían, de manera obsesiva, aunque no con tanta eficacia. Un mundo exótico, primitivo, conmovido por la violencia, donde la civilización europea que pasó por allí sólo parece haber dejado pintorescos detritus. Mr. Tench, el flatulento dentista, Mr. Fellows, recogedor de bananas y su hipocondríaca mujer, y los Lehr. los agricultores luteranos de esta ficción, son el prototipo de esa larga genealogía de bribones, espías, excéntricos y aventureros de toda calaña que Europa ha sembrado por el tercer mundo, que son los héroes —los antihéroes, más bien— de las novelas de Greene. Con él se cierra un ciclo, en verdad. En las historias de Conrad y en las de Kipling, situadas también en la periferia de Occidente, los personajes europeos llegaban hasta allí trayendo la civilización o con el ánimo de purificarse, bregando con los elementos y una humanidad bárbara. En las de Greene aquella buena conciencia se ha evaporado, cediendo el lugar a un tortuoso sentimiento de culpa. Aquella periferia es siempre un mundo elemental, donde florece el salvajismo, pero los europeos que están allí no son ajenos a ese estado de cosas, sino más bien corresponsables de lo que ocurre y, a menudo, aprovecha-dores de ello, como los buitres de la carroña. Mustique, West Indies, marzo de 1987 L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 52 EL EXTRANJERO El extranjero debe morir Con El hombre rebelde, El extranjero es el mejor libro que escribió Camus. Nació como proyecto, al parecer, en agosto de 1937, aunque de manera muy vaga, cuando Camus convalecía en un sanatorio de los Alpes de una de las muchas recaídas que padeció desde la tuberculosis de 1930. En sus Carnets señala que terminó la novela en mayo de 1940. (Pero sólo fue publicada en 1942, por Gallimard, gracias a una gestión de André Malraux, quien había sido uno de los modelos literarios del joven Camus.) La época y las circunstancias en que fue concebido El extranjero son ilustrativas. En el helado pesimismo que baña la historia en lo que se refiere a la sociedad y a la condición humana tuvieron mucho que ver, sin duda, la enfermedad que debilitaba por épocas ese cuerpo sensible y la angustiosa atmósfera de la Europa que vivía el final de la entreguerra y el comienzo de la segunda conflagración mundial. El libro fue recibido como una metáfora sobre la sinrazón del mundo y de la vida, una ilustración literaria de esa «sensibilidad absurda» que Camus había descrito en El mito v de Sísifo, ensayo que apareció poco después de la novela. Fue Sartre quien mejor vinculó ambos textos, en un brillante comentario sobre El extranjero. Meursault sería la encarnación del hombre arrojado a una vida sin sentido, víctima de unos mecanismos sociales que bajo el disfraz de las grandes palabras —el Derecho, la Justicia— sólo escondían gratuidad e irracionalidad. Pariente máximo de los anónimos héroes kafkianos, Meursault personificaría la patética situación del individuo cuya suerte depende de fuerzas tanto más incontrolables cuanto que son ininteligibles y arbitrarias. Pero, muy pronto, surgió una interpretación «positiva» de la novela: Meursault como prototipo del hombre auténtico, libre de las convenciones, incapaz de engañar o de engañarse, a quien la sociedad condena por su ineptitud para decir mentiras o fingir lo que no siente. El propio Camus dio su respaldo a esta lectura del personaje, pues, en el prólogo para una edición norteamericana de El extranjero, escribió: «El héroe del libro es condenado porque no juega el juego..., porque rechaza mentir. Mentir no es sólo decir lo que no es. También y sobre todo significa decir más de lo que es, y, en lo que respecta al corazón humano, decir más de lo que se siente. Esto es algo que hacemos todos, a diario, para simplificar la vida. Meursault, contrariamente a las apariencias, no quiere simplificar la vida. Él dice lo que es, rehusa enmascarar sus sentimientos y al instante la sociedad se siente amenazada... No es del todo erróneo, pues, ver en El extranjero la historia de un hombre que, sin actitudes heroicas, acepta morir por la verdad.» Ésta es una interpretación perfectamente válida —aunque, ya lo veremos, incompleta— y ha pasado a ser poco menos que canónica en los estudios sobre Camus: El extranjero, alegato contra la tiranía de las convenciones y de la mentira en que se asienta la vida social. Mártir de la verdad, Meursault va a la cárcel, es sentenciado y, presumiblemente, guillotinado, por su incapacidad ontológica para disimular sus sentimientos y hacer lo que hacen los otros hombres: representar. Es imposible para Meursault, por ejemplo, fingir en el entierro de su madre más tristeza de la que se siente y decir las cosas que, en esas circunstancias, se espera que un hijo diga. Tampoco puede —pese a que en ello le va la vida— simular ante el tribunal arrepentimiento por la muerte que ha causado. Esto se castiga en él, no su crimen. Quien quizás haya desarrollado mejor esta argumentación es Robert Champigny, en su libro Sur un héros paien (París, Gallimard, 1959), dedicado a la novela. Allí asegura que Meursault es condenado porque rechaza «la sociedad teatral, es decir, no la sociedad en tanto que se halla compuesta de seres naturales sino en cuanto ella es hipocresía consagrada». Con su conducta «pagana» —es decir, no romántica y no cristiana— Meursault es una recusación viviente del «mito colectivo». Su probable muerte en la guillotina es, pues, la de un ser libre, un acto heroico y edificante. Esta visión de El extranjero me parece parcial, insuficiente. No hay duda de que la manera como se lleva a cabo el juicio de Meursault es ética y jurídicamente escandalosa, una L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 55 sociedad y su tiempo, vagamente idealistas, generosos y confusos, eso es lo que parece haber quedado como logro: los deseos humanos salen de los escondites adonde habían sido confinados por el cuerpo social y comienzan a adquirir carta de ciudadanía. En esta civilización de los deseos en libertad, que parece despuntar, Meursault también hubiera sido castigado por haber matado a un hombre. Pero nadie lo hubiera enviado a la guillotina, artefacto obsoleto, aherrumbrado en el museo, y, sobre todo, a nadie hubiera chocado su desinterés visceral por sus congéneres ni su desmesurado egoísmo. ¿Debemos alegrarnos por ello? ¿Es un progreso de los tiempos que el Meursault fantaseado por Camus hace medio siglo aparezca como premonición de un prototipo contemporáneo? No hay duda de que la civilización occidental ha derribado muchas barreras indispensables y es hoy más libre, menos opresiva, en lo referente al sexo, la condición de la mujer, las costumbres en general, que la que (tal vez) hizo cortar la cabeza a Meursault. Pero, al mismo tiempo, no se puede decir que esa libertad conquistada en distintos órdenes se haya traducido en una mejora sensible de la calidad de la vida, en un enriquecimiento de la cultura que llega a todo el mundo, o, por lo menos, a la gran mayoría. Por el contrario, parecería que, en innumerables casos, apenas obtenidas, aquellas libertades se traducían en conductas que las abarataban y trivializaban, y en nuevas formas de conformismo entre los afortunados beneficiarios. El extranjero, como otras buenas novelas, se adelantó a su época, anticipando la deprimente imagen de un hombre al que la libertad que ejercita no lo engrandece moral o culturalmente; más bien, lo desespiritualiza y priva de solidaridad, de entusiasmo, de ambición, y lo torna pasivo, rutinario e instintivo en un grado poco menos que animal. No creo en la pena de muerte y yo no lo hubiera mandado al patíbulo, pero si su cabeza rodó en la guillotina no llorar por él. Londres, 5 de junio de 1988 L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 56 LA ROMANA Ramera, filósofa y sentimental El trabajo más agradable que he tenido fue el de ayudante de bibliotecario, en un elegante club de Lima, cuando era estudiante. Debía comparecer allí dos horas cada mañana y, en teoría, catalogar las nuevas adquisiciones. Pero en el año que trabajé en sus británicos locales el club no adquirió un solo libro, de modo que esas dos horas me las pasaba revisando sus estanterías y leyendo. Era una biblioteca muy decorosa, o, más bien, lo había sido, pues en un momento del pasado parecía haberse esfumado el interés de los socios por la lectura; las compras de libros cesaban hacia mediados de los cuarenta o algo así. Lo más original de sus reservas era una colección de libros eróticos, abundante, variada y cosmopolita, aunque con una clara debilidad por el sesgo francés. Tenían, entre otros tesoros, la edición completa de «Les Maîtres de l'amour», que compiló y prologó Guillaume Apollinaire, y la caudalosa autobiografía de Restif de la Bretonne, que yo estoy seguro de haber leído de principio a fin (tenía entonces la firme convicción de que, una vez empezado el libro, uno tenía la obligación de llegar hasta el final). La literatura exclusivamente erótica suele ser aburrida, una retórica en la que las variantes posibles de la experiencia amorosa se agotan pronto y comienzan a repetirse de manera mecánica. Su sello característico es la monotonía y comunicar una impresión de irrealidad, de fantasías desconectadas de la experiencia objetiva. Incluso Sade, en quien la recreación e interpretación obsesivamente sexual de la realidad tiene algo de genial, la mayor parte del tiempo, cuente historias o filosofe, es anestésico. Ocurre que, escindido de su contexto, convertido en la única perspectiva para describir o inventar la realidad humana, el sexo se desencarna, se vuelve abstracto, una construcción intelectual en la que el lector difícilmente puede identificar su propia vivencia. Por eso, la literatura que sólo aspira a ser erótica está condenada, como el género policial o la ciencia ficción, a ser menor. No hay gran literatura erótica; o, mejor dicho, la gran literatura nunca ha sido sólo erótica, aunque dudo que haya gran literatura que, además de otras cosas, no sea también erótica. Entre los escritores modernos pocos están tan embebidos de sexo y de erotismo (ambas cosas pueden ser la misma o pueden ser muy diferentes) como el autor de La romana. Releyendo esta novela, que había leído por primera vez, desafiando una prohibición familiar, cuando era un niño de pantalón corto, el subconsciente me ha devuelto en cascada el recuerdo de aquellas historias libertinas del siglo XVIII que descubrí mientras ejercía las plácidas funciones de asistente de bibliotecario del Club Nacional. ¿En qué está el parecido entre esta novela cumbre del neorrealismo italiano de la posguerra y, por ejemplo, las ficciones picarescas del caballero Andrea de Nerciat o del filósofo Diderot? No en el «erotismo», pues en La romana, aunque Adriana, la protagonista, hace el amor con mucha frecuencia, tanto por motivos profesionales como personales, el sexo no aparece con los ropajes prestigiosos y excitantes que el género exige, sino como un quehacer más bien deprimente, en el que se manifiesta lo peor de los hombres y las mujeres del mundo ficticio: la violencia de Sonzogno, las obsesiones edípicas de Astarita, la frigidez de corazón de Jacobo y el espíritu venal de Gisela. La semejanza reside en la estructura, en la técnica narrativa y en las convenciones que debe aceptar el lector para leer con provecho la novela. La forma prototípica de la ficción libertina es la del testimonio autobiográfico. Como el personaje de Moravia, el o la protagonista de aquellas novelas refiere las aventuras galantes de las que fue beneficiario o víctima. Y lo hace siempre con la misma prolijidad que Adriana. Cierto que éste es, asimismo, el formato acostumbrado de la novela picaresca del Siglo de Oro —el monólogo del picaro escribidor—, pero La romana es más dieciochesca que picaresca porque en ella se piensa más que se actúa. Al igual que sus dos famosas congéneres, Justine y Juliette, concebidas por el divino marqués en un torreón de la Bastilla, Adriana abunda más —se diría, goza— en la reflexión y el filosofar sobre aquello que le sucede, que en el relato de aquellas ocurrencias (esto es lo que hace el pícaro). Ello imprime a la novela una lentitud que sería fatigosa si no estuviera interrumpida, de tanto en tanto, por episodios melodramáticos, de intensa carga persuasiva, que hacen vibrar el relato, como la emboscada de la que es víctima Adriana en L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 57 Viterbo, la delación que perpetra Jacobo o los robos que la prostituta comete, no por codicia o necesidad sino para confirmarse a sí misma su deterioro moral. Estos robos, así como el extraño placer que Adriana siente cada vez que recibe dinero por hacer el amor, dan al personaje unos ribetes más complejos y enrevesados de los que ella, según su testimonio, cree tener. La comparación con una novela dieciochesca se impone sobre todo porque, como La religiosa o Justine, La romana sólo es creíble para el lector que renuncia a la ilusión realista y se adentra en sus páginas dispuesto a vivir una fantasía literaria, una ficción-ficción. La apariencia de la anécdota es realista: chirría a tinta y papel, desafina a buena literatura todo el tiempo. Ésta es la convención que el lector debe aceptar. Esta muchacha de veintiún años, pueblerina, sencilla, ignorante, ingenua, se cuenta con una solvencia de académica y sin violentar las buenas maneras gramaticales ni una sola vez; es una fina observadora de la conducta propia y ajena y capaz de hurgar hasta en los vericuetos más íntimos de la psicología de las gentes. No hay que ver en ello una contradicción que privaría a La romana de poder persuasivo. Hay que entenderlo como un caso de novela que, en vez de la convención «verista» del lenguaje, propone otra, la «culta», tal como lo hacían los novelistas (también ellos se creían realistas) del Siglo de las Luces. En ese mundo ficticio, que no es el nuestro, imperan otras reglas de juego y debemos aceptarlas como un elemento ficticio más de ese mundo de ficción. A las reminiscencias dieciochescas, se añade en La romana la conciencia social del intelectual comprometido del siglo veinte. La mezcla es típica de Moravia. Hay, en él, un escritor fascinado por el sexo y sus laberintos, que pudo ser un «libertino» contemporáneo, como intentó serlo Roger Vailland, pero que nunca lo ha sido del todo. Porque aunque el sexo es la atmósfera de su mundo ficticio, siempre está tenido a raya e instrumentalizado para configurar una visión crítica y problemática de la sociedad. La Italia que el libro finge representar es la del fascismo («era el año de la guerra de Abisinia»), un país pobre, sórdido y reprimido, de movimientos clandestinos y siniestras oficinas públicas donde, al entrar, los usuarios deben hacer el saludo imperial. La política no ocupa el centro de la acción, porque Adriana no entiende nada de política ni se interesa por ella, pero es su contexto imprescindible. Dos de los amantes de la protagonista, por lo demás, están sumergidos hasta el cuello en la actividad política: Astarita, funcionario de la segundad del régimen y Jacobo, militante antifascista. Lo mejor del libro, sin embargo, no es la visión sombría y desesperanzada que traza de una época, sino la galería de seres humanos que desfilan por sus páginas. Pese a ser convencional y sin aristas, hay en la resignación de Adriana a su suerte y en su pasión por Jacobo una oscura grandeza. Fuera de ella ninguno de los personajes es digno de admiración, ni siquiera de respeto. Pero todos son interesantes y están estupendamente bien cincelados y diferenciados. La maestría de Moravia en los retratos psicológicos alcanza en esta novela, al igual que en Agostino y El conformista, su punto más alto. Dos de los personajes, sobre todo, impresionan de manera muy gráfica por su retorcimiento y violencia. Sonzogno, el asesino, en el que la necesidad de hacer daño aparece como un instinto irresistible, una especie de mandato celular, y Astarita, el más logrado del libro, ser tortuoso y débil, cerebral y apasionado, que sin duda ejerce su oficio con asepsia quirúrgica. Que ambos mueran casi al mismo tiempo, y uno por culpa del otro, es un atisbo de que, a pesar de su grisura, aquel mundo no está totalmente dominado por el mal. Otro personaje muy bien diseñado es la madre, aunque el tipo aparezca con frecuencia en las películas y novelas del neorrealismo italiano. En ella se hace patente una convicción antirromántica. La de que la pobreza no espiritualiza ni sublima al ser humano; más bien, lo encallece y degrada. Las estrecheces y rudeza de la vida han hecho de la madre de Adriana un ser frío y amoral, tanto o aún más que Gisela. Si empuja a su hija a la prostitución no es por malvada; la experiencia le ha enseñado que todo vale a fin de conseguir aquella seguridad y comodidades que nunca tuvo. Ser mecánico, absorto en una rutina casi animal, hay algo en la manera de ser de la pobre mujer que nos enternece y nos espanta, una especie de acusación. El autor ha conseguido, en la inercia amarga y rencorosa de la madre de Adriana, un admirable símbolo de las iniquidades sociales. Jacobo, en cambio, es más borroso y menos persuasivo. No sólo por sus inhibiciones y su desánimo vital, sino por esquemático. Hijo de burgueses, intelectual, paralizado por L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 60 El lector se divierte a rabiar. ¿Qué escritor prestigioso —y Steinbeck lo era en grado sumo en 1952, cuando se publicó Al este de Edén— se hubiera atrevido a contar, en serio, una historia como la de la malvada absoluta Cathy Adams, personaje que parece escapado directamente de la Historia universal de la infamia, de Borges? Aunque es evidente que no figuró entre los designios del autor, Cathy anula a todos los otros personajes de la novela —los recordados y los fantaseados— e incendia con una luz luciferina los capítulos en los que aparece, bella, frígida, cruel, como una reminiscencia de los tiempos románticos, cuando no se escribían novelas para «pintar la vida» sino para exagerarla y conmocionarla con los excesos del deseo y la imaginación. Cathy Adams —o Cathy Track, como se llama luego de casarse con Adam— es la negación viviente de la sana moral y el racionalismo pragmático de que está impregnado el libro, filosofía que el autor personifica y pone en boca de los dos héroes «positivos» de la novela: el inventor y rabdomante Samuel Hamilton, y Lee, el cocinero y mucamo chino de Adam y que es, asimismo, moralista, intelectual, una especie de místico salvaje. Ambos nos enternecen con su bondad recalcitrante, su limpia conducta, su espíritu solidario y a menudo nos impacientan con sus sermones. Pero, por fortuna, ahí está la perversa Cathy para recordarnos que la vida no está hecha sólo de virtud, razón y buenos sentimientos, sino también de oscuros impulsos, de violencia y maldad. Cada vez que asoma su pálida faz y su mirada fija por el libro, el lector se estremece: ¿qué horror perpetrará esta vez? Nunca es defraudado. Porque la vida de Cathy, desde que quema vivos a sus padres y empuja al suicidio a su profesor, hasta que se suicida (delatando a la policía en extremo mortis a Joe, el rufián que la ayuda a regentar el burdel de Salinas) es una sucesión de espantos. Acaso lo más insólito en ella no sea el prontuario de traiciones y crímenes; más bien, la aparente gratuidad con que ejerce el mal. No por interés material ni por aberración psicológica, pues se trata de un ser convencional y rutinario en sus apetitos y maneras, sino, se diría, por una necesidad física, por predisposición ontológica. Para encontrarle un equivalente literario hay que remontarse a los grandes novelones románticos del diecinueve o, incluso, hasta las fechorías de Roberto el Diablo (antes de su conversión). La referencia satánica no está del todo fuera de lugar, pues circunda a Al este del Edén una aura de religiosidad. Varios personajes son de estirpe bíblica, y es obvia la intención del autor en muchos momentos de la novela de parafrasear episodios y apólogos del Viejo Testamento. El sentido exacto de este rasgo simbólico del libro no queda muy claro —qué es lo que quiere demostrar respecto a la vida y a los hombres— pero no hay duda que este ingrediente colorea la historia con un tinte especial y que a él se debe la simpática idiosincrasia de algunos de sus personajes. Si Cathy es el demonio, y sus hijos, los mellizos Cal y Arón, una versión modernizada de Caín y Abel, las dos figuras masculinas de más relieve, Samuel Hamilton y el chino californiano Lee, tienen la rara mezcla de primitivismo y sabiduría, de vigor popular y suficiencia ética, de los profetas bíblicos. Samuel, el inmigrante irlandés que llega al valle Salinas con los pioneros y se pasa la vida rastreando venas de agua escondidas en las entrañas de la tierra y dispensando bondades y consejos, tiene la personalidad rectilínea y estereotipada de los héroes de las parábolas y de los «exiemplos» medievales, pero, aun así, es vigoroso y persuasivo. Más sutil que él, y también menos posible, es el encantador sirviente Lee, hijo del estupro —su madre, que trabajaba disfrazada de hombre en un campamento, lo engendró luego de ser violada colectivamente por sus compañeros—, fino conocedor de la ciencia, la literatura, el alma humana y por lo menos dos tradiciones culturales, la occidental y la oriental. Tanto conocimiento y finura de espíritu en un simple sirviente resultan excesivos aun en una novela no estorbada —como los melodramas que se respetan— por el prurito de la verosimilitud. Hecha esta salvedad, no hay duda, la presencia siempre mesurada y generosa de Lee, y su infalible sentido de lo justo y lo bueno, son un bálsamo eficaz para las grandes ignominias y las pequeneces humanas que lo rodean. En uno de los episodios más extraordinarios de la historia, Samuel Hamilton, Adam Track y Lee se enfrascan en una larga discusión teológica sobre Caín y Abel. Allí se descubre que Lee ha aprendido hebreo para poder desentrañar el sentido exacto de la palabra «Timshel», asociada al fratricidio bíblico. Como si esto no fuera de por sí bastante exótico, en el curso de la discusión averiguamos que un grupo de eruditos chinos de San Francisco, azuzados por Lee, llevan ya varios años enredados en estudios de hebreo para resolver el semántico enigma. L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 61 Para divertirse con una historia no es imprescindible creerla. Basta dejarse arrastrar por ella, someterse de buena gana a sus estratagemas y trampas, y, renunciando a la conciencia crítica, al pudor intelectual, al hielo abstracto de la inteligencia, abrir la puerta a las reservas de sensiblería, impudicia, exceso, truculencia y hasta vulgaridad de que todo hombre también consta. Inicialmente, la ficción fue creada para alimentar esos apetitos elementales y crudos del ser común, no los refinados del ciudadano culto (esa era la función de la poesía y la del teatro). Más tarde, con la ascensión del género a la cultura oficial, su forma se fue puliendo, complicando, y sus anécdotas enrevesando y sutilizando para expresar de manera más completa la realidad humana, esa infinita complejidad. Pero la naturaleza «plebeya», llena de impurezas, del género narrativo ha sobrevivido a todos los intentos de desbastarlo y vestirlo con los atuendo más elegantes de la lengua y la cultura. A diferencia de lo que ocurre con la poesía, donde es indispensable la perfección, en la novela la absoluta excelencia es imposible. O, en todo caso, inconveniente. Porque desde que ella nació como invención humana sus lectores han buscado en sus páginas la satisfacción de ciertos apetitos y carencias que son la definición misma de la imperfección humana, de todo aquello que subyuga, limita y arruina a la especie y le impide alcanzar ese patrón ideal, esa meta, que le fijan inútilmente las religiones, los códigos éticos, las filosofías. Por eso, a diferencia de lo que ocurre con un mal poema, que siempre nos aburre y disgusta, una «mala novela», a condición de que respete ciertas reglas básicas del género, puede seducirnos y llevarnos de la nariz a donde se propuso. Es decir, a la risa, a la ternura, al odio, a la simpatía, al deseo y a la compasión. Al este del Edén no es comparable con ninguna de las grandes novelas norteamericanas de su tiempo y ni siquiera tiene los atributos de otras novelas del propio Steinbeck, como el vigor de Las uvas de la ira o la delicadeza de La perla. Adolece de algunos defectos de construcción —la falta de coherencia en el punto de vista, por ejemplo— sorprendentes en un escritor tan experimentado y diverso, y no seria difícil trazar un largo catálogo de sus limitaciones en lo relativo a su arquitectura, a su estilo, al trazado de sus caracteres, a la superficialidad de sus ideas y a la visión ingenua, maniquea, de la vida social que ofrece. Y, sin embargo, pese a todo ello, es una historia que se lee con apasionamiento, saltando las páginas, con el ánimo anhelante por saber qué va a pasar. Quien la escribió era alguien que sabía qué contar, aunque no hubiera alcanzado la pericia sobre el cómo contar de sus contemporáneos Hemingway, Faulkner o Fitzgerald. No era un gran creador de palabras ni de órdenes narrativos, pero sí un consumado relator, con un instinto certero de lo que se debe decir y lo que se debe ocultar para excitar la atención y prolongarla, y de qué medio valerse para, esquivando la inteligencia del lector, fraguar personajes, situaciones, acciones que golpearan directamente su corazón y sus instintos. Ese talento primitivo de narrador congenia bien con el mundo primitivo que es el de la mayoría de sus historias y en especial con el de Al este del Edén. Un mundo a medio hacer, haciéndose, donde los hombres aún luchan por domesticar la naturaleza y lo hacen con sus propias manos encallecidas. Un mundo simple y frugal, organizado por creencias tan rudas y sencillas como sus habitantes, en el que las grandes hazañas físicas y la forma directa, campechana, de la existencia deja entrever, sin embargo, de cuando en cuando, todo un infierno secreto de represiones, frustaciones y violencias íntimas. Guardando todas las distancias, las primeras novelas debieron escribirse en sociedades así, en mundos en parecido estado de formación, para dar solaz, esparcimiento y premio a esos espíritus fatigados en la dura lucha por la existencia. Las fantasías novelescas no tenían por objeto entonces reproducir lo que esos hombre y mujeres ya conocían de la vida. Más bien, completar su existencia con aquello que les faltaba, con los fantasmas que sus deseos fraguaban para enriquecer la realidad. Esas historias eran apasionantes e irreales, tiernas, terribles, extravagantes y amenas, como lo es la de Al este del Edén. Leyéndola, el entretenido lector siente que, con todos sus defectos, esta historia está amasada con el barro magnífico de las más antiguas, de las indestructibles historias. Londres, 26 de septiembre de 1989 L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 62 NO SOY STILLER ¿Es posible ser suizo? ¿Es tan terrible ser suizo? Leyendo a algunos autores contemporáneos de ese país se diría que no hay pesadilla más siniestra que la civilización. Ser prósperos, bien educados y libres resulta, por lo visto, de un aburrimiento mortal. El precio que se paga por gozar de semejantes privilegios es la monotonía de la existencia, un conformismo endémico, la merma de la fantasía, la extinción deja aventura y una formalización de las emociones y los sentimientos que reduce las relaciones entre los seres humanos a gestos y palabras rituales carentes de sustancia. Tal vez sea así. Tal vez el progreso material y el desarrollo político que tantos pueblos pobres y reprimidos miran como paradigma tenga un aspecto deprimente. Ello sólo prueba, claro está, algo que podíamos saber echando una ojeada a la historia que ha corrido: todo estadio del progreso humano trae consigo nuevas formas de frustración e infelicidad para la especie, distintas de aquellas que ha dejado atrás, y, por lo tanto, nuevas razones para la inconformidad y el deseo de una vida distinta y mejor. Eso no significa que no exista algo llamado «progreso», que la «civilización» sea un fraude, sino que estas nociones nunca se traducen en formas acabadas y perfectas de existencia. Ambas son provisionales y relativas y valen sobre todo como términos de comparación. Por avanzada y admirable que sea una sociedad, el descontento habitará en ella y, si no fuera así, convendría provocarlo aunque sea artificialmente, para la salud futura de aquel pueblo. Pero el progreso existe: es preferible morirse de aburrimiento siendo suizo que perecer de hambre en Etiopía o por obra de las torturas en cualquier satrapía tercermundista. Pero es importante, sobre todo, que los hombres que luchan para que algún día sus países alcancen los niveles de desarrollo de una Suiza, conozcan las máculas que pueden afear un logro así, a ver si de esta manera las evitan o por lo menos atenúan. Y para conocer aquel peligro nada mejor que la literatura, actividad que atestigua mejor que ninguna otra sobre el espíritu de contradicción del ser humano, su resistencia a conformarse con aquello —no importa cuan digno y elevado sea— que ha conseguido. A esa insatisfacción que acompaña como una sombra al hombre de Occidente desde los albores griegos, debe esta cultura haber llegado tan lejos; pero, también, el haber sido incapaz de hacer más felices a esos ciudadanos que, tropezones aparte, iba haciendo cada día menos pobres, más cultos y más libres. Ésta es la problemática que anida en el corazón de No soy Stiller, y no es extraño que el libro tuviera tanto éxito en Europa y en Estados Unidos cuando apareció, en 1954. La novela de Max Frisch, aunque situada en Suiza, aludía a un asunto que concierne íntimamente a todas la sociedades liberales desarrolladas. Se puede formular de manera muy simple: ¿quién es culpable, en países así, de que la felicidad sea imposible: los individuos particulares o la sociedad en general? La pregunta no es académica. Averiguar si el desarrollo material y político que ha alcanzado el Occidente es incompatible con vidas individuales intensas y ricas, capaces de colmar las inquietudes más íntimas y el deseo de plenitud y originalidad que alienta en los seres humanos (en muchos de ellos, por lo menos), es saber si la civilización democrática no conduce también a la uniformización y a la destrucción del individuo, ni más ni menos que aquellas sociedades cerradas y organizadas bajo el rígido patrón de un ideal colectivista. Anatol Stiller, escultor de Zurich que peleó en las brigadas internacionales en la guerra de España (donde protagonizó un humillante episodio por no atreverse a disparar cuando debía), un buen día, siguiendo un impulso difuso, huye de su mujer, de su vocación, de su país y de su nombre. Vagabundea por Estados Unidos y por México y casi siete años más tarde reaparece en Suiza, con un pasaporte norteamericano, bajo el nombre de Sam White. Allí es detenido por la policía, que sospecha su verdadera identidad y quiere establecer si tuvo participación en un hecho criminal, el «asunto Smyrnov». La novela son los cuadernos que escribe Stiller en la cárcel, mientras se investiga su caso, y un epílogo redactado por el fiscal Rolf, cuya mujer, Sibylle, fue amante de Stiller poco antes de la misteriosa desaparición del escultor. L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 65 LOLITA Lolita cumple treinta años Lolita hizo a Nabokov rico y famoso pero el escándalo que rodeó su aparición creó en torno a esta novela un malentendido que ha durado hasta nuestros días. Hoy, cuando la bella nymphette está acercándose, horror de horrores, a la cuarentena, conviene situarla donde le corresponde, es decir, entre las más sutiles y complejas creaciones literarias de nuestro tiempo. Lo cual no significa por cierto que no sea, también, un libro provocador. Pero que sus primeros lectores sólo advirtieran esto último y no lo otro —algo que hoy resulta evidente para cualquiera de mediana sensibilidad— no deja de ser instructivo sobre las resistencias que encuentra una obra realmente novedosa para ser apreciada en su justo valor. El hecho es que cuatro editoriales norteamericanas rechazaron el manuscrito de Lolita antes de que Nabokov lo entregara a Maurice Girodias, de Olympia Press, editorial parisina que publicaba libros en inglés y que se había hecho célebre por el número de juicios y decomisos de que había sido víctima, acusada de obscenidad y de atentar contra las buenas costumbres. (Su catálogo era un disparatado entrevero de pornografía barata y genuinos artistas como Henry Miller, William Burroughs y J. P. Donleavy.) La novela apareció en 1955 y un año después fue prohibida por el ministro francés del Interior. Para entonces ya había circulado profusamente —Graham Greene desató una polémica proclamándola el mejor libro del año— y la rodeaba de esa aureola de «novela maldita» de la que nunca se ha podido desprender y que, en cierto sentido, pero no en el que habitualmente se entiende, merece. Pero fue sólo a partir de 1958, cuando aparecieron la edición estadounidense y decenas de otras en el resto del mundo, que el libro produjo el impacto que desbordaría considerablemente el número de sus lectores. En poco tiempo, había universalizado un nuevo término, la «lolita», para un nuevo concepto: la niña-mujer, emancipada sin saberlo y símbolo inconsciente de la revolución de las costumbres contemporáneas. En cierto modo, Lolita es uno de los hitos inaugurales, y, también, sin duda, una de sus causas, de la era de la tolerancia sexual, la evaporación de los tabúes entre los adolescentes de Estados Unidos y de Europa occidental que alcanzaría su apogeo en los sesenta. La nínfula (término que por una razón acústica carece de toda la ambigüedad perversa e incitante del neologismo original: the nimphet) no nació con el personaje de Nabokov. Existía, qué duda cabe, en los sueños de los pervertidos y en las ansias, ciegas y trémulas, de las niñas inocentes, y la evolución de los hábitos y la moral la iba cuajando, irresistiblemente. Pero, gracias a la novela, perdió su semblante vago y se corporizó, abandonó su clandestinidad nerviosa y ganó derecho de ciudad. Que una novela de Nabokov provocara semejante trastorno, contaminando el comportamiento de millones de personas y pasara a formar parte de la mitología moderna es, en todo caso, lo extraordinario del asunto. Porque resulta difícil imaginar entre los escritores de este siglo a uno con menos predilección por lo popular y la actualidad —y, casi casi, la mera realidad, palabra que, escribió, no significa nada si no va entre comillas— que el autor de Lolita. Nacido en 1899, en San Petersburgo, en una familia de la aristocracia rusa —su abuelo paterno había sido ministro de Justicia de dos zares y su padre un político liberal al que asesinaron unos extremistas monárquicos, en Berlín—, Vladimir Vladimirovich Nabokov había recibido una educación esmerada, que hizo de él un políglota. Tuvo dos niñeras inglesas, una gobernanta suiza y un preceptor francés, y estudió en Cambridge antes de expatriarse, con motivo de la revolución de octubre, a Alemania. Aunque su libro más audaz (Pale Fire) sólo saldría en 1962, cuando apareció Lolita el grueso de la obra de Nabokov estaba ya publicado. Era vasta pero apenas conocida: novelas, poemas, teatro, ensayos críticos, una biografía de Nikolai Gogol, traducciones al y del ruso. Había sido escrita al principio en ruso, luego en francés y, finalmente, en inglés. Su autor, que, luego de Alemania, vivió en Francia, optó finalmente por los Estados Unidos, donde se ganaba la vida como profesor universitario y practicaba, en los veranos, su afición segunda: la entomología, especialidad lepidópteros. Tenía publicados algunos artículos científicos y era el primer descriptor, por lo visto, de tres mariposas: Neonympha Manióla Nabokov, Echinargus Nabokov y Cyclargus Nabokov. L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 66 Esta obra que, gracias al éxito de Lolita, resucitaría en reediciones y traducciones múltiples, era «literaria» en un grado que sólo otro contemporáneo de Nabokov —Jorge Luis Borges— ha logrado alcanzar. «Literaria»: quiero decir, enteramente construida a partir de las literaturas preexistentes y de un exquisito refinamiento intelectual y verbal. Lolita también es prueba de ello. Pero, además, y ésa fue la gran novedad que significó dentro del conjunto de la obra de Nabokov, se trata de una novela en la que el casi demoníaco enrevesamiento de su hechura venía revestido de una anécdota aparentemente simple y atractivamente brillante: la seducción de una chiquilla de doce años y siete meses —Dolores Haze, Dolly, Lo o Lolita— por su padrastro, el suizo obsesivo y cuarentón conocido sólo por un seudónimo, Humbert Humbert, y la circulación de sus amores por todo lo largo y lo ancho de Estados Unidos. Una gran obra literaria admite siempre lecturas antagónicas, es una caja de Pandora donde cada lector descubre sentidos, matices, motivos y hasta historias diferentes. Éste es el caso de Lolita, que ha hechizado a los lectores más superficiales a la vez que seducía con su surtidor de ideas y alusiones y la delicadeza de su factura al ilustrado que se acerca a cada libro con el desplante que lanzó aquel joven a Cocteau: Étonnez-moi! En su versión más explícita, la novela es la confesión escrita de Humbert Humbert, a los jueces del tribunal que va a juzgarlo por asesino, de aquella predilección suya por las niñas precoces, que, creciendo con él desde su infancia europea, alcanzaría su climax y satisfacción en un perdido pueblito de Nueva Inglaterra, Ramsdale. Allí, con la aviesa intención de llegar más fácilmente a su hija Lolita, H. H. desposa a una viuda relativamente acomodada, Mrs. Charlotte Becher Haze. El azar, en forma de automóvil, facilita los planes de Humbert Humbert, arrollando a su esposa y poniendo en sus manos, literal y legalmente, a la huérfana. La relación semi-incestuosa dura un par de años, al cabo de los cuales Lolita se fuga con un autor teatral y guionista cinematográfico, Clare Quilty, a quien, luego de una tortuosa búsqueda, Humbert Humbert da muerte. Éste es el crimen por el que va a ser juzgado cuando se pone a escribir el manuscrito que, dentro de la mentirosa tradición de Cidi Hamete Benengeli, dice ser Lolita. Humbert Humbert cuenta esta historia con las pausas, suspensos, falsas pistas, ironías y ambigüedades de un narrador consumado en el arte de reavivar a cada momento la curiosidad del lector. Su historia es escandalosa pero no pornográfica, ni siquiera erótica. No hay en ella la menor complacencia en la descripción de los avatares sexuales —condición sine qua non de la pornografía— ni, tampoco, una visión hedonista que justificaría los excesos del narrador- personaje en nombre del placer. Humbert Humbert no es un libertino ni un sensual: es apenas un obseso. Su historia es escandalosa, ante todo, porque él la siente y la presenta así, subrayando a cada paso su «demencia» y «monstruosidad» (son sus palabras). Es esta conciencia transgresora del protagonista la que confiere a su aventura su índole malsana y moralmente inaceptable, más que la edad de su víctima, quien, después de todo, es apenas un año menor que la Julieta de Shakespeare. Y contribuye a agravar su falta y a privarlo de la conmiseración del lector, su antipatía y arrogancia, el desprecio que parecen inspirarle todos los hombres y mujeres que lo rodean, incluidos los bellos animalitos semipúberes que tanto lo inflaman. Más que la seducción de la pequeña ninfa por el hombre taimado, tal vez ésta sea la mayor insolencia de la novela: el rebajamiento a fantoches risibles de toda la humanidad que asoma por la historia. Una burla incesante de instituciones, profesiones y quehaceres, desde el psicoanálisis —que fue una de las bestias negras de Nabokov— hasta la educación y la familia, permea el monólogo de Humbert Humbert. Al pasar por el tamiz corrosivo de su pluma, todos los personajes se vuelven tontos, pretenciosos, ridículos, previsibles y aburridos. Se ha dicho que la novela es, sobre todo, una crítica feroz del universo de la clase media norteamericana, una sátira del mal gusto de sus moteles, de la ingenuidad de sus ritos y la inconsistencia de sus valores, una abominación literaria de aquello que Henry Miller bautizó: «la pesadilla refrigerada». Por su parte, el profesor Harry Levin explicó que Lolita era una metáfora que refería el sentimiento de un europeo que, luego de caer rendido de amor por los Estados Unidos, se decepciona brutalmente de este país por su falta de madurez. Yo no estoy seguro de que Nabokov haya inventado esta historia con intenciones simbólicas. Mi impresión es que en él, como en Borges, había un escéptico, desdeñoso de la modernidad y de la vida, a las que ambos observaban con ironía y distancia desde un refugio de ideas, libros y fantasías en el que permanecieron amurallados, distraídos del mundo gracias L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 67 a prodigiosos juegos de ingenio que diluían la realidad en un laberinto de palabras y de imágenes fosforescentes. En ambos escritores, tan afines en su manera de entender la cultura y practicar el oficio de escribir, el arte eximio que crearon no fue una crítica de lo existente sino una manera de desencarnar la vida, disolviéndola en un fulgurante espejismo de abstracciones. Y eso es también Lolita, una barroca y sutil sustitución de lo que existe, para quien, yendo más allá de su anécdota, considera sus misterios, trata de resolver sus acertijos, desentraña sus alusiones y reconoce las parodias y pastiches de su hechura. Se trata de un desafío que el lector puede aceptar o rechazar. De todos modos, la lectura puramente anecdótica de la novela es más que divertida. Ahora bien, quien se anima a leerla de la otra manera, descubre que Lolita es un pozo sin fondo de referencias literarias y malabarismos lingüísticos que constituyen un denso entramado y, acaso, la verdadera historia que Nabokov quiso contar. Una historia tan intrincada como la de su novela La defensa (aparecida en ruso, en 1930), cuyo héroe es un ajedrecista loco que inventa una nueva jugada defensiva, o la de Pálido fuego, ficción que adopta la apariencia de la edición crítica de un poema y cuya jeroglífica anécdota va surgiendo, como al sesgo del narrador, del cotejo de los versos del poema y de las notas y comentarios de su editor. La caza de los tesoros ocultos en Lolita ha dado origen a abundantes libros y tesis universitarias, en los que casi siempre, por desgracia, desaparecen el humor y el espíritu lúdico con que tanto Nabokov como Borges supieron transmutar la erudición (cierta o ficticia) en arte. Las acrobacias lingüísticas de la novela pasan difícilmente la prueba de la traducción. Algunas, como las vertidas en francés en el original, permanecen allí con su travesura y malacrianza. Un ejemplo, entre mil: el extraño endecasílabo que se recita Humbert Humbert cuando se dispone a ir a matar al hombre que le arrebató a Lolita. ¿A qué y a quién se refiere este: Réveillez-vous, Laqueue, il est temps de mourir? ¿Es una cita literaria textual o amañada, como otras del libro? ¿Por qué apoda el narrador a Clare Quilty Laqueue? ¿O se inflige este sobrenombre a sí mismo? El profesor Carl L. Proffer, en un ameno manual, Keys to Lolita, ha resuelto el enigma. Se trata, simplemente, de una retorcida obscenidad. La queue, la cola, significa en jerga francesa, el falo; «morir», eyacular. Así pues, el verso es una alegoría que condensa, con ritmo clásico, una premonición del crimen que Humbert Humbert va a cometer y la causal del asesino (haber poseído el fálico Clare Quilty a Lolita). A veces, las alusiones o adivinanzas son simples disgresiones, entretenimientos solipsísticos de Humbert Humbert que no afectan al desarrollo de la historia. Pero en otros casos tienen una significación que la altera, recónditamente. Así ocurre con todos los datos e insinuaciones relativos al personaje más inquietante, que no es Lolita ni el narrador, sino el furtivo dramaturgo, aficionado al Marqués de Sade, libertino, borracho, drogadicto y, según confesión propia, semi-impotente Clare Quilty. Su aparición trastoca el libro, encamina el relato por un rumbo hasta entonces imprevisible, incorporándole un tema dostoievskiano: el del doble. Por su culpa, surge la sospecha de que toda la historia pueda ser una mera elaboración esquizofrénica de Humbert Humbert, quien, ya le ha sido advertido al lector, ha hecho varias curas en asilos de alienados. Además de robarse a Lolita y morir, la función de Clare Quilty parece ser la de dibujar un alarmante signo de interrogación sobre la credibilidad del (supuesto) narrador. ¿Quién es este extraño sujeto? Antes de materilizarse en la realidad ficticia, para llevarse a Lolita del hospital de Elphinstone, va siendo secretado por el delirio de persecución de Humbert Humbert. Es un automóvil que aparece y desaparece, igual que un fuego fatuo, un borroso perfil que se pierde a lo lejos, en una colina, luego de un partido de tenis con la niña- mujer, y una miríada de anuncios que sólo la neurosis detallista y alerta del narrador puede deletrear. Y más tarde, cuando éste emprende, en pos de los prófugos, esa extraordinaria recapitulación de sus recorridos por la geografía norteamericana —ejercicio de magia simpatética que quiere resucitar los dos años de felicidad vividos con la nínfula, repitiendo el itinerario y las hosterías que le sirvieron de decorado—, Humbert Humbert va encontrando, en cada escala, desconcertantes huellas y mensajes de Clare Quilty. Ellos revelan un conocimiento poco menos que omnisciente de la vida, la cultura y las manías del narrador y una suerte de complicidad subliminal entre ambos. Pero, ¿se trata, en verdad, de dos personas? Lo que tienen en común supera largamente lo que los separa. Son más o menos de L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 70 carniceros, deben de ser verdaderas proezas literarias, ya que aun en la traducción, que adivinamos marchita comparada con el original, nos conmueven como poemas logrados. No deja de ser irónico que quien observó con sensibilidad tan acerada y cantó con tanta elocuencia a la tierra rusa fuera expulsado de la Unión de Escritores de su país acusado de «fariseo, enemigo de su pueblo y antipatriota». La historia que relata El doctor Zhivago transcurre entre 1903 y 1929, año en que muere el personaje central, más un epílogo situado en la segunda guerra mundial del que son protagonistas dos compañeros de juventud de Yuri. Los actores principales de la novela son tironeados y aventados aquí y allá por los grandes sucesos históricos —la agitación pre y postrevolucionaria, la guerra, la revolución misma, la contienda civil entre bolcheviques y rusos blancos—, pero estos hechos no suelen estar directamente referidos. Ocurren lejos de la acción central, la que recibe los confusos ramalazos, las truculentas consecuencias. La excepción es la guerra de guerrillas, en la que Yuri Zhivago se ve precipitado a la fuerza, por uno de los bandos. Pero aun este episodio no figura en la novela como una realidad autónoma, objetiva, sino diluido por la sensibilidad y la memoria del héroe. La historia del libro es aquella que se escribe con minúsculas, la que corresponde a los individuos del montón, aquellos que no hacen la historia con mayúsculas, sino la sufren. Como le ocurre al ciudadano promedio, al que el destino depara el dudoso privilegio de vivir una gran convulsión histórica, los personajes —y el lector— de El doctor Zhivago están a menudo desorientados y ciegos sobre lo que ocurre. Porque sólo a la distancia, y después de pasar por el tamiz del tiempo y de la razón y la pluma de los historiadores, cobra la historia un orden y un sentido. Cuando ella se vive, como les sucede a Lara, a Tonia, a Zhivago e incluso a seres más importantes o beligerantes que ellos, como Antipov o Komarovski, la historia es sólo «la furia y el ruido» del verso de Shakespeare. Pero sin esa confusa historia que los manosea, aturde, y, finalmente, despedaza, las vidas de los protagonistas no serían lo que son. Éste es el tema central de la novela, el que reaparece, una y otra vez, como leitmotiv, a lo largo de su tumultuosa peripecia: la indefensión del individuo frente a la historia, su fragilidad e impotencia cuando se ve atrapado en el remolino del «gran acontecimiento». A diferencia de lo que ocurre en Tolstoi, en Víctor Hugo, en Malraux, en los grandes novelistas de lo heroico, en los que el hombre alcanza la grandeza rompiendo los límites, adquiriendo una suerte de energía y coraje sobrehumanos que lo ponen a la altura del acontecimiento y le permiten gobernarlo, orientándolo de acuerdo con sus pasiones o ideas, en el mundo de Pasternak la grandeza se obtiene calladamente, tratando de preservar, en contra de las nuevas convenciones sociales, la serenidad y el apego a ciertos valores y convicciones que amenazan ser arrasados por la tormenta revolucionaria, el amor, la búsqueda de la verdad, el espíritu de creación, ciertos códigos de conducta, la espiritualidad, la fe. Zhivago no es un héroe en la acepción social del término. Aunque escribe unos poemas y textos que circulan en los medios intelectuales y le dan episódico prestigio, tampoco su obra imprime una marca sobre su época. Al lector, sobre todo al principio, la pasividad del médico ante los trastornos sociales, lo impacienta. ¿Por qué no actúa, en un sentido o en otro? ¿Por qué acepta todo lo que sucede a su mundo, a su familia, con ese quietismo casi místico? Luego, poco a poco, lo que parecía resignación, indiferencia, fatalismo, va cobrando otra valencia y la figura de ese intelectual adquiere una significación ética y simbólica, que lo redime. En realidad, también Zhivago está luchando, en medio del terremoto de la revolución y la guerra civil, del hambre y los desvarios políticos. No sólo por sobrevivir y por que sobrevivan los suyos; sobre todo, por matener vivos, cuando todo a su alrededor señala que han caducado o que deben desaparecer, una cierta manera de pensar y actuar, unos sentimientos, una vocación, y hasta el derecho de reivindicar ciertas limitaciones (no dejarse arrebatar por los entusiasmos colectivos, por ejemplo). Consciente de las iniquidades de la vieja sociedad, El doctor Zhivago no es capaz de abrazar, con la fe rectilínea y simplista que se exige, la nueva, la que está naciendo a sangre y fuego. Tampoco la contrarrevolución despierta su adhesión, como propuesta social, aunque en sus filas haya gente a la que se siente afín por razones de familia y de educación. Cuando todos están obligados a tomar partido, él tiene la tranquila entereza de no tomar ninguno. De optar por lo más temerario: una neutralidad que ninguno de los contendedores admite. En su caso, ser neutral no es tomar el partido del limbo o de la irrealidad, como decía Sartre, acusando a aquellos que se negaban a «elegir». Es elegir al individuo como valor, como una fuente de soberanía que el ente L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 71 colectivo, la sociedad, no puede violentar sin establecer un sistema discriminatorio y opresivo que niega, en la práctica, todas las proclamas de solidaridad y de justicia social de sus mentores. Lo que el discreto Zhivago defiende con tesón, en su accidentada existencia, es su derecho a ser como es: un hombre débil, amante de la verdad, de la ciencia, de la naturaleza, de la poesía, ser desgarrado por el amor de dos mujeres, perplejo ante la historia, desconfiado de los dogmas, incapaz de entusiasmarse por ninguna reforma social que borre al individuo concreto y lo transforme en esa abstracción, la masa, el pueblo. Yuri Zhivago no hace proselitismo en favor de su fe en el individuo, pero sufre y muere porque, en su aparente conformismo ante el vendaval histórico, no hace concesión alguna en lo que concierne a su soberanía individual, esa patria privada donde moran la identidad y la dignidad de cada cual, y que todas las revoluciones se llevan siempre de encuentro. «La época no tiene en cuenta lo que soy y me impone lo que ella quiere», dice. En verdad, trata de imponérselo, pero no lo consigue. Zhivago, pese a todas las vicisitudes, muere invicto, fiel a sus incertidumbres. Por eso, el lector, aunque a veces se sienta exasperado por la falta de iniciativa y de reacción del personaje, no puede dejar de advertir, detrás de su pasividad, una íntima fortaleza. No sólo los gigantes son dignos de respeto. En las épocas heroicas, rechazar el heroísmo puede requerir un ánimo excepcional. Lo verdaderamente humano, parece ser el mensaje del libro —ya que El doctor Zhivago, hasta en eso anticuada, es una novela con moraleja—, no está en las hazañas espectaculares, en desafiar la condición propia, sino en la dignificación ética de aquellas debilidades y carencias que son los atributos naturales del hombre. Para Zhivago, en todo conductor o mesías revolucionario se oculta un fanático, es decir, alguien que ha sufrido una merma espiritual: «Nadie hace la historia, la historia no se ve, como se ve crecer la hierba. La guerra, la revolución, el rey, Robespierre, son sus estimulantes orgánicos, su levadura, la revolución la hacen los hombres activos, fanáticos sectarios, genios de la autolimitación. En pocas horas o en pocos días transforman el viejo orden. Estas alteraciones duran semanas, o algunos años. Luego, durante decenios, durante siglos, los hombres veneran como una reliquia el espíritu de limitación que ha conducido a este trastorno.» El doctor Zhivago es, también, una novela de amor. Yuri divisa a Lara de manera casual, en su juventud moscovita, y desde entonces un vínculo misterioso e irrompible se forja entre él y esa muchacha. La revolución, la guerra, los acercarán, apartarán, volverán a juntar y a separar, esta última vez definitivamente. En uno de los episodios más hermosos del libro, cuando Lara y Yuri viven unos días de apasionada intimidad, en la soledad de Varykino, una de esas noches El doctor Zhivago parece haber olvidado la zozobra de su vida, ser feliz. Ha pasado la mañana y la tarde jugando con Lara y con la hija de ésta; luego, ha escrito poemas, con una excitación y una urgencia que no sentía hacía mucho tiempo. Sale entonces a la puerta de la cabana y lo que vislumbra lo devuelve, brutalmente, a la realidad: una jauría de lobos, que la luna retrata contra la nieve, está allí, aguardando. La bella imagen es alegórica. El amor de Yuri y Lara transcurre así, cercado por enemigos gratuitos y feroces, que terminarán por devorarlo. Pero no sólo conspiran contra él agentes externos, los reclamos sociales y políticos de la hora. También, los sentimientos encontrados de los protagonistas. Yuri Zhivago ama a Lara sin dejar de querer a Tonia, su mujer, y más tarde a Marina, en tanto que Lara, pese a amar al doctor con todas sus fuerzas, sigue siendo leal, de un modo oscuro pero irrevocable, a su marido, el de los nombres y personalidades transhumantes: Antipov, Strelnikov, Pavel Pavlovitch, Pachka, Pachenka, etc. Como la historia y todo lo que toca al hombre, el amor, que enriquece la vida y endiosa la pareja, es también algo turbio y contaminado, no puede germinar sin mezclar el sufrimiento y el goce, la generosidad y la crueldad. La descripción de los amores desdichados de Yuri Zhi-vago y Larisa (Lara) Fiodorovna es uno de los mayores logros de la novela. Es un amor que el lector va presintiendo, lo oye brotar, lo adivina crecer, por alusiones trémulas, aun antes de que los propios protagonistas comprendan que son sus prisioneros. Luego, cuando la relación amorosa se establece, el relato sigue siendo muy parco en lo que a él atañe. En una novela tan caudalosa en efusiones descriptivas, la pasión de Lara y Yuri está referida con austeridad, mediante silencios significativos. Sobre todo en las épocas en que los amantes se hallan separados —y, principalmente, cuando Zhivago acompaña a los guerrilleros mientras Lara permanece en L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 72 Yuriatin—, la novela apenas revela lo que es, a todas luces, la más amarga tortura del protagonista: la separación de la mujer que ama, la incertidumbre sobre su suerte. Ese dato escondido está sabiamente usado, con leves alusiones, las indispensables para que el lector perciba el estoicismo con que el doctor sobrelleva su tormento. Es cierto que Lara, al igual que Tonia y la mayor parte de los personajes de la novela —la excepción es Zhivago—, es una figura un tanto desvaída, sin contornos firmes. En ella, que ha sufrido y ha sido endurecida por la vida, desde niña, cuando fue seducida por un amigo de su familia —el único personaje totalmente despreciable del libro, el abogado corrupto y oportunista político Viktor Komarovski—, esta caracterización esfumada nos parece una falla narrativa. Porque, a diferencia de Yuri, es un espíritu luchador, de temple y de recursos, un personaje al que sentimos empobrecido por el tratamiento narrativo. El carácter rebelde y enérgico de Lara precipita sin duda su terrible final, desaparecer con tantos otros inocentes en las purgas de los años treinta. Sin embargo, cuando cierra el libro, y, en su memoria, la abigarrada colmena de sus personajes se despliega, en la ilimitada geografía de la tierra rusa, representando una de las más dramáticas aventuras de que la humanidad tenga memoria —y cuya impronta transformaría el siglo XX—, el lector contemporáneo de El doctor Zhivago entiende la razón de esa visión impresionista que comunica la novela. Ella es la encarnación formal, la hechura artística, de la ambigüedad esencial que caracteriza al hombre, a la historia, a la vida, desde la perspectiva de Yuri Zhivago (y, probablemente, del Pasternak de los años finales). ¿Es así el hombre real? ¿Esa inconsistencia tranquila, esa perpetua vacilación, esa indefinición permanente? Seguramente, no. Tal vez ésta sea la condición humana del artista y del hipersensible, condenados por su lucidez y su coherencia moral a cuestionarlo todo, a vivir en la duda, sin poder tomar partido con la facilidad y la entrega con que suelen hacerlo los instintivos, los pasionales, los prácticos. Pero el arte no tiene por qué ser objetivo. La ficción es, por naturaleza, subjetiva, y su único deber es persuadir al lector de su propia verdad, coincida ella o discrepe con la que la ciencia o la fe de cada época ha entronizado. El doctor Zhivago es una hermosa creación, nacida del horror y la grandeza de un apocalipsis histórico, que no se explicaría sin él pero que, a la vez, escapa de él y lo niega, anteponiéndole algo distinto, un objeto creado, que debe todo su ser a la imaginación, al sufrimiento de un artista y a su malabarismo retórico. Londres, 10 de febrero de 1989 L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 75 enamoradas cargan de lujuria, adquiere de pronto un ritmo intrépido, vertiginoso, de disolución material, en el que la realidad de la ficción sufre una muda cualitativa, una alteración de sustancia. De objetiva, concreta, posible, racional, se vuelve por unas páginas mundo mágico, prodigio animado, sueño erótico, alucinación surrealista. Esas mudanzas suceden a lo largo de la novela con una facilidad desconcertante, gracias a la ductilidad del estilo que se mueve con tanta desenvoltura en los dos órdenes —lo real y lo irreal, la vida y el sueño— que, en la novela, ambos dejan de ser antagónicos para mezclarse en una ambigua síntesis que imprime al libro su originalidad, su intransferible naturaleza. Ahora bien, una vez subrayadas las admirables cualidades de este objeto artístico es preciso señalar también que, aunque estuvo cerca, no llegó a alcanzar la perfección de la obra maestra absoluta, tipo Los endemoniados, de Dostoievski, o Madame Bovary, de Flaubert. No me refiero a los pequeños desajustes de anécdota o a las variantes estilísticas entre las tres versiones originales que existen de la novela —el manuscrito de Lampedusa, la copia mecanográfica dictada por éste a Francesco Orlando y otra copia con añadidos y correcciones a mano— que el autor hubiera resuelto si hubiera tenido ocasión de corregir las pruebas (como en un pésimo melodrama, falleció sin saber que Giorgio Bassani, de Feltrinelli, salvando el honor de la especie literario-editorial italiana, había apreciado su novela en lo que valía y se disponía a publicarla). Sino a algo más profundo. La mano que produjo los milagros estilísticos de El Gatopardo no tiene la misma destreza a la hora de fijar la arquitectura que aquellas maravillosas palabras suyas animaban. En esto, la novela delata en ciertos momentos lo que ese genio era, también: un novelista primerizo (ésta fue la única novela que escribió). La impecable coherencia de la lengua no se da en los puntos de vista que se quiebran, por momentos, con gratuitas intromisiones. El narrador, de pronto, se adelanta en el proscenio ocultando con insolencia a los personajes para hacernos saber que —muchos años después de terminada la novela— «una bomba fabricada en Pittsburgh, Penn., demostraría en 1943» que los palacios sicilianos no eran eternos, o para distraernos con exclamaciones personales («aunque sea doloroso, hay que decirlo») que no incumben a los personajes y resultan impertinentes a lo que está contando. La soberanía de una ficción no se consigue sólo con el uso de la palabra. También, estableciendo unos puntos de vista convincentes y respetándolos escrupulosamente: el violentarlos rompe el encantamiento, destruye la ilusión de una realidad ficticia autónoma y libre, delata los hilos que la subordinan al mundo real. El narrador que Tomasi de Lampedusa inventó para relatar El Gatopardo es tan anacrónico como el protagonista de la historia y esto hubiera sido congruente con la materia y las ideas de la novela si no se excediera, a veces, como en los ejemplos que he citado, en esa omnisciencia de que se ufana ante el lector. Fiel a la estirpe a la que pertenece, el narrador de El Gatopardo lo sabe todo y está en todas partes a la vez, como ocurre con los narradores de las novelas clásicas. Pero es incapaz de guardar la reserva o fingir esa invisibilidad que ya habían aprendido a mantener desde el siglo XIX gracias a autores como Stendhal y, sobre todo, Flaubert. Por coquetería o por arrebatos de ingenio, a veces se muestra al lector y esos breves exhibicionismos debilitan —un instante— el poder de persuasión de la novela. ¿Es mezquino mencionar estas insignificancias en una creación tan espléndida? Sí, precisamente: porque una riqueza semejante nos vuelve todavía más intolerables los detalles imperfectos. Que una ficción lograda sea, ante todo, forma —un lenguaje y un orden— no significa, claro está, que se halle desprovista de ideas, de una moral, de una visión histórica y de una cierta concepción de la sociedad y del hombre. Todo ello existe en El Gatopardo y está visceralmente integrado a los personajes y a la anécdota. En esto la coherencia es absoluta. Lo que nos muestra la ficción en sus ocho cuadros fulgurantes es la encarnación de aquella teoría que nos proponen, de total acuerdo, el narrador y el príncipe Fabrizio: la Historia no existe. No hay Historia por que no hay causalidad ni, por lo tanto, progreso. Suceden cosas, sí, pero en el fondo nada se conecta ni cambia. Los burgueses empeñosos y ávidos como Don Calo-gero Sedara se quedarán con las tierras y los palacios de los aristócratas apáticos y los borbones clásicos cederán el poder a los garibaldinos románticos. En vez de un lustroso gatopardo, el símbolo del poder será un banderín tricolor. Pero, bajo esos cambios de nombres y rituales, la sociedad se reconstituirá, idéntica a sí misma, en su inmemorial división entre ricos y pobres, fuertes y débiles, amos y siervos. Variarán las maneras y las modas, pero para peor: los nuevos jefes y dueños son vulgares e incultos, sin los refinamientos de los antiguos. El príncipe Fabrizio acepta los trastornos históricos con filosofía, porque su pesimismo radical le L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 76 dice que, en verdad, lo esencial no va a cambiar. Pero sí las apariencias, que, para él y los suyos —esa aristocracia que en el mundo de la ficción tiene el monopolio de la inteligencia y el buen gusto—, son la justificación de su existencia. Y es ese deterioro de las formas que vislumbra en el futuro lo que imprime a la personalidad del príncipe y al ambiente de la novela esa agridulce melancolía que los baña. No es de extrañar que una concepción esencialista y antihistórica de la vida, como la de la novela, a mediados de los cincuenta, es decir en pleno huracán existencialista y marxista, nublara los ojos de los intelectuales comprometidos como Vittorini hacia las excelencias estéticas de El Gatopardo. Lo que los cegaba era creer que la función de la ficción es hacer explícita una verdad histórica anterior y superior a ella misma. No: la misión de la novela es mentir de una manera persuasiva, hacer pasar por verdades las mentiras. Si lo consigue, como Tomasi de Lampedusa en El Gatopardo, una inédita, desconcertante verdad emergerá de aquel embauco. La verdad que se levanta de esta fantasía siciliana es la insatisfacción, la abjuración temeraria de la vida real que llevó a su autor a deshacerla y rehacerla ontológicamente cambiada. Aunque su negación de la Historia con mayúsculas nos deje escépticos y su penchant por los valores aristocráticos nos haga sonreír, en ese juego de las mentiras sí podemos seguirlo. La verdadera realidad, el mundo en el que vivimos, a nosotros tampoco nos gustan ni nos bastan y nada mejor para descubrirlo, y acrecentar nuestra inconformidad, que las utopías narrativas. Que la de Lampedusa no sea «cierta» es lo de menos. Lo notable es que, creyéndolo así, la magia de su arte nos persuada de lo contrario al abrir su libro y que el hechizo de sus páginas derrote provisionalmente nuestras convicciones. Espejismo, no espejo de la vida, una novela puede, como ésta, traicionar la realidad que conocemos embelleciendo algunos de sus aspectos y ennegreciendo otros, embrollando sus jerarquías y otras manifestaciones. Ese espejismo nos enriquece pues aumenta nuestras vidas y haciéndolas soñar —contemplando las estrellas con el príncipe Fabrizio, besando los carnosos labios de Angélica con Tancredi o desenredando entuertos pueblerinos con el padre Pirrone— empobrece la vida que vivimos y nos enemista con ella. Sin esa enemistad que agudiza nuestras antenas hacia los defectos y miserias de la vida, no habría progreso y la realidad sería, como en esta mentira de príncipe, un hermoso paisaje inmóvil. Lampedusa no entendía tal vez muy cabalmente el mundo y, acaso, no sabía vivir en él. Su propia vida denota algo del inmovilismo de su visión histórica. Había nacido en Palermo, el 23 de diciembre de 1896, en el seno de una antiquísima familia que comenzaba a dejar de ser próspera, y sirvió de artillero en el frente de los Balcanes durante la primera guerra mundial. Hecho prisionero, se fugó y, al parecer, cruzó media Europa a pie, disfrazado. A mediados de los años veinte conoció en Londres a la baronesa letona Alejandra von Wolff-Stomersll, una psicoanalista, con la que se casó. Estos dos episodios parecen haber agotado su capacidad de aventuras físicas. Porque según todos los testimonios, los treinta y pico de años restantes — murió en Roma, el 23 de julio de 1957— los pasó en su ciudad natal sumido en una rutina rigurosa, de lecturas copiosas y cafés, de la que no parece haberlo apartado ni siquiera la bomba que, en 1943, pulverizó el palacio de Lampedusa, en el centro de Palermo, que había heredado. De la vieja casona de la via Butera, donde vivía, se lo veía salir cada mañana, temprano, apresurado. ¿Adonde iba? A la Pasticceria del Massimo, de la via Rugero Settimo. Allí, desayunaba, leía y observaba a la gente. Más tarde, en un café vecino, el Caflisch, asistía a una tertulia de amigos en la que acostumbraba permanecer mudo, escuchando. Era un incansable rebuscador de librerías. Almorzaba tarde, siempre en la calle, y permanecía hasta el anochecer en el Café Mazzara, leyendo. Allí escribió El Gatopardo, entre fines de 1954y 1956, y sin duda los relatos, el pequeño texto autobiográfico y las Lezzoni su Stendhal que han quedado de él. No tuvo contactos con escritores, salvo una fugaz aparición que hizo a un congreso literario, en el convento de San Pellegrino, acompañando a un primo, el poeta Lucio Piccolo. No abrió la boca y se limitó a oír y mirar. Leía en cinco lenguas —el español fue la última que aprendió, ya viejo— y su cultura literaria era, según Francisco Orlando (Ricordo di Lampedusa, Milano MCMLXIII), muy vasta. Sin duda lo era y la mejor prueba es su novela. Pero, aun así, la duda se agiganta cuando advertimos que este perseverante lector no había escrito sino cartas hasta que, a los cincuenta y ocho años de edad, cogió de pronto la pluma para garabatear en pocos meses una obra maestra. ¿Cómo fue posible? ¿Debido a que este L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 77 aristócrata que no sabía vivir en el mundo que le tocó sabía, en cambio, soñar con fuerza sobrehumana? Sí, de acuerdo, pero ¿cómo, cómo fue posible? Londres, 6 de febrero de 1987 L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 80 torrencial del narrador, rompe la barrera del idioma y llega hasta nosotros con fuerza demoledora. Tiene el vitalismo de lo popular pero, como en el Buscón, hay en ella casi tantas ideas como imágenes y una compleja estructura organiza ese monólogo aparentemente tan caótico. Aunque el punto de vista es tercamente individual, lo colectivo está siempre presente, lo cotidiano y lo histórico, menudos episodios intrascendentes del trabajo o la vida hogareña o los acontecimientos capitales —la guerra, las invasiones, los pillajes, la reconstrucción de Alemania—, si bien metabolizados por el prisma deformante del narrador. Todos los valores en mayúscula, como el patriotismo, el heroísmo, la abnegación ante un sentimiento o una causa, al pasar por Óscar, se quiebran y astillan como los cristales al impacto de su voz, y aparecen, entonces, como insensatas veleidades de una sociedad abocada a su destrucción. Pero, curiosamente, el catastrofismo que el lector de El tambor de hojalata percibe inscrito en la evolución de la sociedad, no impide que ésta, mientras se desliza hacia su ruina, sea siempre vivible, humana, con seres y cosas —paisajes, sobre todo— capaces de despertar la solidaridad y la emoción. Ésta es, sin duda, la mayor hazaña del libro: hacernos sentir, desde la perspectiva de las gentes humildes entre las que casi siempre se mueve, que la vida, aun en medio del horror y la enajenación, merece ser vivida. A diferencia de su gran versatilidad estilística, llena de brío inventivo, la estructura de la novela es muy sencilla. Óscar, recluido en un sanatorio, narra episodios que se remontan a un pasado mediato o inmediato, con algunas fugas hacia lo remoto (como la risueña síntesis de las diversas invasiones y asentamientos dinásticos en la historia de Danzig). El relato muda continuamente del presente al pasado y viceversa, según Óscar recuerda y fantasea, y ese esquema resulta a veces un tanto mecánico. Pero hay otra mudanza, también, de naturaleza menos obvia: el narrador habla a veces en primera persona y otras en tercera, como si el enanito del tambor fuera otro. ¿Cuál es la razón de este desdoblamiento esquizofrénico del narrador a quien vemos, a veces, en el curso de una sola frase, acercarse a nosotros con la intimidad abierta del que habla desde un yo y alejarse en la silueta de alguien que es dicho o narrado por otro? En la casa de las alegorías y las metáforas que es esta novela haríamos mal en ver en esta identidad cambiante del narrador un mero alarde estilístico. Se trata, sin duda, de otro símbolo más, que representa aquella doblez o duplicación inevitable que padece Óscar (¿que padece todo novelista?), al ser, simultáneamente, el narrador y lo narrado, quien escribe o inventa y el sujeto de su propia invención. La condición de Óscar, desdoblándose así, siendo y no siendo el que es en lo que cuenta, resulta una perfecta representación de la novela: género que es y no es la vida, que expresa el mundo real transfigurándolo en algo distinto, que dice la verdad mintiendo. Barroca, expresionista, comprometida, ambiciosa, El tambor de hojalata es, también, la novela de una ciudad. Danzig rivaliza con Óscar Matzerath como protagonista del libro. Este escenario se corporiza con rasgos a la vez nítidos y escurridizos, pues, como un ser vivo, está continuamente cambiando, haciéndose y rehaciéndose en el espacio y en el tiempo. La presencia casi tangible de Danzig, donde ocurre la mayor parte de la historia, contribuye a imprimir a la novela su materialidad, ese sabor de lo vivido y lo palpado que tiene su mundo, pese a lo extravagante e incluso delirante de muchos episodios. ¿De qué ciudad se trata? ¿Es la Danzig de la novela una ciudad verídica traspuesta por Grass a la manera de un documento histórico o es otro producto de su imaginación desalada, algo tan original y arbitrario como el hombrecito cuya voz pulveriza las vidrieras? La respuesta no es simple porque, en las novelas —en las buenas novelas—, como en la vida, las cosas suelen ser casi siempre ambiguas y contradictorias. La Danzig de Grass es una ciudad- centauro, con las patas hundidas en el barro de la historia y el torso flotando entre las brumas de la poesía. Un misterioso vínculo une la novela con la urbe, un parentesco que no existe en los casos del teatro y de la poesía. A diferencia de éstos, que florecen en todas las culturas y civilizaciones agrarias, antes de la preeminencia de las ciudades, la novela es una planta urbana a la que parecen serle imprescindibles para germinar y propagarse las calles y los barrios, el comercio y los oficios y esa muchedumbre apiñada, variopinta, diversa de la ciudad. Lukács y Goldmann atribuyen este vínculo a la burguesía, clase social en la que la novela habría encontrado no sólo su audiencia natural, sino, también, su fuente de inspiración, su materia prima, su mitología y sus valores: ¿no es el siglo burgués por excelencia, el siglo de la novela? Sin embargo, esta interpretación clasista del género no tiene en cuenta los ilustres L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 81 precedentes de la novelística medieval y renacentista —los romances de caballerías, la novela pastoril, la novela picaresca— donde el género tiene una audiencia popular (el «vulgo» analfabeto escucha, hipnotizado, las gestas de Amadises y Palmerines, contadas en los mercados y en las plazas) y, en algunas de sus ramas, también palaciega y aristocrática. En verdad, la novela es, urbana en un sentido comprensivo, totalizador: abraza y expresa por igual a ese conglomerado policlasista que es la sociedad urbana. La palabra clave es, tal vez, «sociedad». El universo de la novela no es el del individuo sino el del individuo inmerso en un tejido humano de relaciones múltiples, el de un hombre cuya soberanía y cuyas aventuras están condicionadas por las de otros como él. El personaje de una novela, por solitario e introvertido que sea, necesita siempre del telón de fondo de una colectividad para ser creíble y persuasivo; si esa presencia múltiple no se insinúa y opera de algún modo la novela adquiere un aire abstracto e irreal (lo cual no es sinónimo de «fantástica»: las pesadillas imaginadas por Kafka, aunque bastante despobladas, están firmemente asentadas en lo social). Y no hay nada que simbolice y encarne mejor la idea de sociedad que la urbe, espacio de muchos, mundo compartido, realidad gregaria por definición. Que ella sea, pues, la tierra de elección de la novela parece coherente con su predisposición más íntima: representar la vida del hombre en medio de los hombres, fingir la condición del individuo en su contexto social. Ahora bien, hay que entender aquellos verbos —representar, fingir— en su más estricta acepción teatral. La ciudad novelesca es, como el espectáculo que contemplamos en el escenario, no lo real sino su espejismo, una proyección de lo existente a la que el proyeccionista ha impregnado una carga subjetiva tan personal que lo ha hecho mudar de naturaleza, emancipándolo de su modelo. Pero, esa realidad vuelta ficción por las artes mágicas del creador —la palabra y el orden— conserva, sin embargo, un cordón umbilical con aquello de lo cual se ha emancipado (o, en todo caso, debería conservarlo para ser una ficción lograda): cierto tipo de experiencias o fenómenos humanos que esta transfiguración novelesca de la vida saca a la luz y hace comprensibles. La ciudad de Danzig, en El tambor de hojalata, tiene la consistencia inmaterial de los sueños y, a ratos, la solidez del artefacto o de la geografía; es un ente móvil cuyo pasado se incrusta en el presente y un híbrido y fantasía en el que las fronteras entre ambos órdenes son inciertas y traslaticias. Ciudad en la que diversas razas, lenguas, naciones han pasado o coexistido, dejando ásperos sedimentos; que ha cambiado de bandera y de pobladores al compás de los vendavales bélicos de nuestro tiempo; que, al comenzar a evocar sus recuerdos el narrador de la historia, ya no existe de ella prácticamente nada de aquello que es materia de su evocación —era alemana y se llamaba Danzig; ahora es polaca y su nombre es Gdansk; era antigua y sus viejas piedras testimoniaban una larga historia; ahora, reconstruida de la devastación, parece haber renegado de todo pasado—, el escenario de la novela no puede ser, en su imprecisión y en sus mudanzas, más novelesco. Se diría obra de la imaginación pura y no un producto caprichosamente esculpido por una historia sin brújula. A caballo entre la realidad y la fantasía, la ciudad de Danzig, en la novela, late con una soterrada ternura y la circula la melancolía como una leve niebla invernal. Es tal vez el secreto de su encanto. Ante sus calles y su puerto de muelles inhóspitos y grandes barcazas, su operático Teatro Municipal o su Museo de la Marina —donde Heriberto Truczinski muere tratando de hacer el amor con un mascarón de proa— las ironías y la beligerancia de Óscar Matzerath se derriten como el hielo ante la llama y brota en su prosa un sentimiento delicado, una solidaridad nostálgica. Sus descripciones matizadas y morosas de los lugares y las cosas humanizan la ciudad y le dan, en ciertos episodios, una carnalidad teatral. Al mismo tiempo es poesía pura: un dédalo de calles, o descampados ruinosos, o emociones sórdidas que se suceden sin ilación, en el vaivén de los recuerdos, metamorfoseados por los estados de ánimo del narrador. Flexible y voluble, la ciudad de la novela, como su personaje central y sus aventuras, es, también, un hechizo que a fuerza de verbo y delirio, nos ilumina una cara oculta de la historia real. Barranco, 28 de septiembre de 1987 L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 82 LA CASA DE LAS BELLAS DURMIENTES Velando su sueño, trémulo Leer una novela traducida de una lengua y una cultura tan distintas a la nuestra puede deparar sorpresas. Recuerdo haber quedado deslumbrado, hace años, por el final de una novela de Junichiro Tanizaki que leí en francés. La heroína, luego de padecer toda clase de tribulaciones, se encerraba en su casa a guisar un exquisito plato de pescado. Durante mucho tiempo me quedó rondando este final imprevisto, en el que el sufrimiento y la desazón de la pobre mujer desembocaban en un festín culinario. ¿No revelaba este insólito episodio los complicados refinamientos de una sensibilidad difícil de desentrañar para el occidental? Un amigo japonés destruyó mi poética lectura de la escena, revelándome que el pescadillo de la heroína era, en verdad, un veneno. Lo que yo creía exótica ceremonia de liberación resultó un vulgar suicidio. Mientras leía el bellísimo relato de Yasunari Kawabata, La casa de las bellas durmientes, me he preguntado muchas veces cuánto se habría perdido en el trasiego de los signos originales a los recios vocablos españoles, cuántos matices, alusiones, perfumes, referencias o mensajes subliminales desaparecerían en el viaje lingüístico de una historia que, además de ser tierna, excitante y terrible, está tan cargada de simbolismo y de misterio como un texto de alquimia. Pero, en todo caso, lo que se ha conservado de ella es todavía mucho y el lector de nuestra lengua debe bucear en las densas aguas de esta ficción con el ánimo preparado para vivir una experiencia extraordinaria: la de una fábula extraña y seductora que documenta como pocas esa región profunda donde los deseos sexuales y las pulsiones de destrucción y de muerte se confunden, en contubernio inseparable. La anécdota de La casa de las bellas durmientes parece inspirada en la historia bíblica del anciano rey desfalleciente a quien, para devolverlo a la vida, hacían dormir con una muchacha núbil: «Era ya viejo el rey David, entrado en años, y por más que le cubrían con ropas, no podía entrar en calor. Dijéronle entonces sus servidores: "Que busquen para mi señor, el rey, una joven virgen que le cuide y le sirva; durmiendo en su seno, el rey, mi señor, entrará en calor." Buscaron por toda la tierra de Israel una joven hermosa, y hallaron a Abisaq, sunamita, y la trajeron al rey. Era esta joven muy hermosa, y cuidaba al rey y le servía, pero el rey no la conoció». Se trata de un viejo mito o ilusión, que merodea por todas las culturas, y que Eguchi, el protagonista de la historia, recuerda en una de esas noches tristes e intensas que pasa en la vivienda de las muchachas dormidas: «Desde la antigüedad, los ancianos habían intentado usar la fragancia de las doncellas como un elixir de la juventud.» El no es un anciano decrépito y ya muerto para el sexo, como su amigo Kiga, quien le revela la existencia de la casa secreta, suerte de monasterio sexual o claustro de la fantasía, donde los clientes van a pasar la noche junto a jóvenes narcotizadas. Tiene 67 años y una potencia viril aún activa pero declinante; los placeres que él busca allí, si pueden ser llamados así, tienen que ver tanto con la memoria y la imaginación como con el cuerpo. La casa se rige por reglas estrictas, que protegen la integridad de las muchachas, algunas de las cuales son vírgenes: no pueden ser estupradas ni torturadas. Pero, eso sí, están allí para que, caldeadas por la cercanía de los bellos cuerpos desvanecidos, las mentes de los ancianos perpetren con ellas todos los excesos. Eguchi sucumbe a la tentación algunas veces y fantasea crueldades y muertes excitantes para sus dóciles compañeras. Pero éstas son manifestaciones excepcionales. A él, las bellas durmientes, a las que contempla con minucia, arrobo y, sobre todo, desesperación, le reavivan los recuerdos, le devuelven los rostros y las voces de viejas amantes, momentos cruciales de su existencia en los que, desdichado o feliz, vivió la vida con plenitud cabal, o, como le sucede con el recuerdo de su hija menor, violada por un pretendiente y casada con otro, sintió vértigo ante la insondable complejidad del alma humana. ¿Goza Eguchi junto a las muchachas dormidas? Difícilmente podría hablarse en su caso de felicidad, en el sentido de contentamiento con el mundo, consigo mismo y con los demás. Por el contrario, las bellas durmientes con las que Eguchi puede soñar pero no hablar, que nunca lo han visto y que jamás sabrán que pasó la noche con ellas, le dan una conciencia terrible de su soledad así como la juventud y la fresca belleza de sus caras y cuerpos le hacen L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 85 en sociedad una fuente de desquiciamiento y de violencia de los que suelen estar exonerados los pueblos primitivos: entre éstos no se dan, casi, los «crímenes del amor», los que sí florecen, en cambio, en las sociedades donde impera la libertad y donde retroceden los prejuicios y las servidumbres y donde la ciencia ha comenzado a derrotar a la enfermedad y a la ignorancia. Breve, bella y profunda, La casa de las bellas durmientes deja en el ánimo del lector la sensación de una metáfora cuyos términos no son fáciles de desentrañar. ¿Qué esconde esta historia que, obviamente, no se agota en sí misma? ¿La paradoja de que el sexo, la fuente más rica del placer humano, sea también un pozo tétrico de frustraciones, sufrimientos y violencias? ¿Cómo, en este dominio, la civilización no puede desprenderse de la barbarie? Una novela no tiene por qué dar respuesta a estas preguntas; si sabe suscitarlas, como transpiración natural e inevitable de una fantasía que nos mantiene subyugados durante la lectura y luego pervive y se enriquece en el recuerdo, ha cumplido con creces su función y debemos agradecérselo. Lima, 22 de marzo de 1989 L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 86 EL CUADERNO DORADO El cuaderno dorado de las ilusiones perdidas I Cuando llegué a Londres, en 1966, The Golden Notebook llevaba ya cuatro años de publicado, pero todavía se hablaba mucho del libro. Era objeto de recriminaciones y elogios apasionados y tanto sus devotos como sus detractores le reconocían el papel de novela símbolo de la época. Las feministas la habían adoptado como manual y en ciertos círculos literarios se la consideraba el experimento más audaz con la forma novelesca desde Under the Volcano, de Malcolm Lowry. La compañera de trabajo en el Queen Mary College que me lo recomendó, me dijo: «Léalo, si quiere saber lo que es la condición femenina». Lo leí y esa primera lectura me dejó bastante escéptico. Comenté a mi colega que la novela de Doris Lessing me había recordado Les Mandarins, de Simone de Beauvoir, y se enojó. En esta nueva lectura pienso que ella tenía razón y que yo andaba equivocado. El cuaderno dorado vale más que Los mandarines: es menos pretencioso y trata los mismos temas con más hondura, además de abordar otros que no aparecen en la novela francesa. Ambas son, eso sí, un documental novelesco de la posguerra europea. El cuaderno dorado tiene muchos méritos. El primero, ser una novela ambiciosa, querer abarcar asuntos tan diversos como el psicoanálisis y el estalinismo, las relaciones entre la ficción y lo vivido, la experiencia sexual, la neurosis y la cultura moderna, la guerra de los sexos, la liberación de la mujer, la situación colonial y el racismo. No creo que haya en la literatura inglesa moderna una novela más «comprometida», según la definición que dio Sartre del término. Es decir, más enraizada en los debates, mitos y violencias de su tiempo; más agresivamente crítica de la sociedad establecida en sus ritos y valores, y, también, más empeñada en participar, a través de la palabra artística, en el quehacer colectivo, en la historia. El intelectualismo de sus primeras páginas es engañoso. Hace temer una de esas novelas sartreanas de la posguerra que ahora se nos caen de las manos; pero, muy pronto, una vez que empezamos a entrar en el mareante juego de espejos que se establece en el libro entre la (aparente) historia objetiva —Mujeres libres— y los cuadernos de distintos colores, advertimos que aquella racionalidad tiene pies de arcilla, es un artificio armonioso que oculta un paisaje caótico. Y, en efecto, poco a poco, la lucidez reflexiva del narrador y de su personaje Anna Wulf (luego descubriremos que ambas pudieran ser una misma persona) se va resquebrajando hasta disolverse en la locura, territorio en el que se refugia la protagonista —por lo menos, según su testimonio literario— después de perder su valerosa pero inútil batalla contra las distintas formas de alienación que amenazan a la mujer en la sociedad industrial moderna. La verdad, no entiendo por qué se hizo de esta novela una biblia feminista. Desde ese ángulo, sus conclusiones son de un pesimismo que pone la carne de gallina. Tanto Anna como Molly, las dos «mujeres libres», fracasan estrepitosamente en su empeño por alcanzar la emancipación total de las servidumbres psicológicas y sociales de la femineidad. La rendición de Molly es patética, pues opta por un matrimonio burgués contraído por la más burguesa de las razones: la búsqueda de la seguridad. Y Anna se enclaustra en un mundo mental en el que la exploración de la locura (El cuaderno dorado) es más que un juego peligroso: refleja la frustración de sus intentos por tener una vida lograda. La independencia, la libertad de que. gozan no defiende a ninguna de las dos amigas contra la zozobra emocional, el vacío y el sufrimiento. Tampoco les confiere la madurez intelectual que les permitiría superar, tomando una distancia irónica con sus propias vidas, sus fracasos. Anna, que escribió de joven una novela de éxito, padece ahora —tiene unos cuarenta años— de esterilidad artística y a todos sus amantes les asegura que no volverá a coger la pluma (aunque esto pudiera ser una mentira, según descubriremos al final). Luego de sus respectivos divorcios, Molly y Anna se liberaron de la familia, esa gran bestia negra de cierto feminismo según el cual esta institución reduciría a la mujer, siempre, a roles pasivos e inferiores. Ambas tienen amantes a voluntad, pero esas relaciones, sobre todo L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 87 en el caso de Anna, suelen ser amargas: la dejan herida, con una creciente sensación de deterioro emocional. Por lo demás, uno tiene la impresión de que tanto Anna como su alter ego en los diarios, Ella, instintivamente aspiran a que cada una de sus aventuras sexuales se torne una relación permanente, un «matrimonio». Las dos parecen incapaces de hacer del sexo un mero pasatiempo de los sentidos, un placer físico en el que no intervendría para nada el corazón. Esta aptitud es, en la novela, exclusiva de los hombres, los que, siempre, llegan, fornican y se van. En realidad, El cuaderno dorado no tiene la pretensión de ser un libro edificante ni un recetario contra la enajenación de la mujer en la sociedad contemporánea. Es una novela sobre las ilusiones perdidas de una clase intelectual que, desde la guerra hasta mediados de los cincuenta, soñó con transformar la sociedad, según las pautas fijadas por Marx, y con cambiar la vida, como pedía Rimbaud, y que terminó dándose cuenta, a la larga, de que todos sus esfuerzos —ingenuos, en algunos casos, y en otros heroicos— no habían servido de gran cosa. Pues la historia, que continuó corriendo todos esos años, lo hizo siguiendo rumbos muy distintos de los esperados por los intelectuales idealistas y soñadores. Aunque la perspectiva desde la cual está contada la novela sea la de una mujer, no es la condición femenina —en abstracto— lo que aparece como el asunto central del libro, sino, más bien, el fracaso de la utopía que experimenta un intelectual (que es, también, mujer). Desde ese punto de vista, El cuaderno dorado es una severa autopsia de las alienaciones políticas y culturales de la inteligentsia europea de vanguardia. Con este libro, Doris Lessing se adelantó a su época, pues, en el resto de Europa el progresismo sólo se atrevería a hacer su autocrítica en lo relativo a las mistificaciones ideológicas o al poder revolucionario de la literatura y el arte en la década de los setenta. II El carácter fragmentario del libro no es gratuito. Tampoco, ser un calidoscopio donde las historias se forman y deforman unas a otras. Esta estructura responde a la enmarañada realidad emocional y social tal como es vivida y analizada por la protagonista, Anna Wulf. En teoría, la novela está dividida de este modo: una historia objetiva —Mujeres libres—, que consta de cinco episodios, e, intercalados entre ellos, los cuadernos secretos que escribe Anna. Éstos son de cinco colores diferentes y, también en teoría, cada uno de ellos contiene materiales de distinta naturaleza. En el negro aparece todo lo relacionado con Anna como escritora; en el rojo, sus experiencias políticas; en el amarillo, Anna inventa historias que se basan en su propia vida, y el azul quiere ser un diario. El cuaderno dorado del final debería ser la síntesis de todos los otros, un documento que integraría, dando unidad y coherencia, a la Anna desmembrada en los otros cuadernos. Esta organización es desmentida por la práctica. Anna no puede mantener invioladas las fronteras que ha fijado a cada cuaderno y el lector descubre que las invenciones irrumpen a menudo en el diario y que se habla de política en todas partes, del mismo modo que el oficio de Anna, la literatura, impregna con frecuencia el cuaderno político. Todo ello muestra, de manera muy gráfica, en el dominio de la forma, lo que Anna descubre en el curso de la novela: que la vida es incasillable en un esquema exclusivamente racional, se trate de una doctrina política como el marxismo, de una terapia con pretensiones de filosofía totalizadora como el psicoanálisis o de las simetrías de una estructura novelesca. Lo racional y lo irracional constituyen una indisoluble realidad que confiere a la vida humana una característica fundamental: su imprevisibilidad. Las locuaces incongruencias de la construcción de la novela en lo que respecta a los cuadernos que lleva Anna no son las únicas sorpresas que esperan al lector de El cuaderno dorado. La mayor de todas es el pase mágico del final, cuando advierte —por una frase dicha por el americano Saúl Green a Anna, en una página de su diario— que Mujeres libres, historia que hasta entonces parecía autónoma, escrita por un narrador ominisciente, podría ser, en verdad, la novela que escribiría Anna después de terminar el último diario, es decir, el libro con el que rompería por fin el bloqueo psicológico que la había anulado tantos años como escritora. L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 90 UN DÍA EN LA VIDA DE IVÁN DENISOVICH Réprobos en el paraíso Quien lee ahora, por vez primera, Un día en la vida de Iván Denisovich queda perplejo. ¿Es posible que este breve relato provocara al aparecer, en 1962, semejante conmoción? Un cuarto de siglo después nadie ignora la realidad del Gulag y los genocidios de la era de Stalin, que el propio Nikita Jruschev denunció en el XXII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. Pero, en 1962, innumerables progresistas del mundo entero se resistían todavía a aceptar aquel brutal desmentido a la quimera del paraíso socialista. El discurso de Jruschev era negado, atribuido a maniobras del imperialismo y sus agentes. En estas circunstancias, A. Tvardovski, con autorización del propio Jruschev, publicó en Novy Mir el texto que daría a conocer al mundo a Solzhenitsin y marcaría el inicio de su carrera literaria. El efecto del libro fue explosivo. ¿Quién podía, ahora, negar la evidencia? El hombre que testimoniaba lo hacía en la propia Unión Soviética y a partir de la experiencia, pues el universo concentracionario que describía lo había padecido en persona y por causas tan crueles y estúpidas como las que sepultan en el Gulag al oscuro campesino Iván Denisovich Shujov de la novela. El famoso deshielo jruscheviano duró poco pero sus efectos no se extinguirían, al menos en lo que se refiere a la destrucción de una cierta visión ingenua, mítica, del primer estado marxista-leninista de la historia. Y acaso ningún texto, ni siquiera el discurso de Jruschev en el XXII Congreso del PCUS, simboliza de manera tan vivida aquel violento trizarse del sueño comunista, como esta pequeña novela. Cuando lo leí por primera vez —en 1965, en Cuba, donde la gente se lo arrebataba de las manos y era la comidilla de todas las conversaciones— resultaba imposible considerar el libro de Solzhenitsin de otro modo que como un testimonio político. La ficción servía de pretexto para revelar las ignominias cometidas en nombre del socialismo en el período bautizado — eufemismo delicioso— como el del «culto de la personalidad». ¿Podemos hoy, en 1988, hacer una lectura más neutra, puramente literaria, de esta novela? Creo que no. Ella todavía muerde carne, a cada línea, en una realidad viva, de inmensa trascendencia política y moral, y los problemas a los que alude se hallan aún vigentes y son objeto de apasionadas controversias como para soslayarlos. Pretender juzgar Un día en la vida de Iván Denisovich cercenándola de su contexto histórico e ideológico, como aséptica creación artística, sería un escamoteo que privaría a la obra de aquello que le imprime dramatismo y vitalidad: su carácter documental y crítico. No hay duda de que esta naturaleza polémica, tan dependiente de la actualidad, dificulta el juicio literario sobre este libro. Sus virtudes y defectos no pueden ser señalados en los términos formales —estilo, construcción, diseño de caracteres, vivacidad de la anécdota, etc- como el común de las novelas, pues en este caso lo más importante de la ficción no es su capacidad emancipadora de un modelo, la forja de un mundo soberano e independiente del real, sino la luz que arroja sobre una realidad preexistente. Como La condición humana y La esperanza, de Malraux, o Recuerdos de la casa de los muertos de Dostoievski, Un día en la vida de Iván Denisovich está más cerca de la historia que de la literatura. Según indica su título, el relato describe una jornada cualquiera, sin sorpresas ni sobresaltos excepcionales, de un hombre internado en un campo de concentración en algún punto perdido de la estepa siberiana. Iván Denisovich Shujov, campesino del poblado de Temgeniovo, lleva ya nueve años preso, cumpliendo una condena de diez, impuesta por «traición a la patria». Lo que motivó esta sentencia es un episodio de macabra estupidez, donde la vesania del sistema totalitario transparece en toda su crudeza. Durante la guerra contra los nazis, Iván Denisovich fue capturado por el enemigo, pero, aprovechando un descuido de sus captores, logró huir y reintegrarse a las filas soviéticas. Entonces, según una práctica que parece haber sido habitual contra los soldados que vivían situaciones parecidas, fue juzgado por haberse rendido «con intención de traicionar» y haber retornado «para cumplir una misión de espionaje alemán». Puesto ante la disyuntiva de admitir la acusación o ser ejecutado sumariamente, Iván Denisovich reconoció ser espía y traidor. Todo ello ocurrió nueve años antes de que comience la novela (situada en 1951) y parece haberse desvanecido de la memoria del protagonista. Iván Denisovich no es un hombre L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 91 roído por la amargura ni devastado por el pesimismo a consecuencia de su trágica situación. Tampoco es un héroe que soporta el infortunio movido por razones éticas o un ideal político. Es, simplemente, un hombre del montón, enfrentado a una situación límite. Para él no tiene sentido perder tiempo y energías lamentándose porque de lo que se trata, ahora, es de librar cada hora y cada minuto la batalla para sobrevivir. Como él, sus compañeros de prisión están allí por razones que hay que llamar políticas aunque esto signifique dar a esta palabra un contenido terriblemente tortuoso y depravado: hombrecillos condenados a veinticinco años por ser baptistas practicantes, u oficiales de la Marina a quienes su profesión deparó durante la guerra estar en contacto con los aliados occidentales de la Unión Soviética y que, por ello, se pudren en el campo como peligrosos apestados. Pero, por lo poco que llegamos a intuir de lo que ocurre en las conciencias de estos seres, ellos, como Iván Denisovich, apenas recuerdan sus desgracias, a las que la rutina concentracionaria ha difuminado y convertido en un suceso casi natural. La prisión los ha despolitizado a todos, incluidos aquellos que, a diferencia del protagonista, fueron políticos activos en su vida anterior. Purgados de toda preocupación ajena a la del sub-mundo en el que languidecen, sus fuerzas y su fantasía se concentran en una obsesiva tarea: durar, no perecer. Por ello dan esa curiosa impresión de seres de otro planeta, semisonámbulos, semiautómatas, despojados de cualquier otra curiosidad o interés que los estrictamente animales de resistir el hambre, evitar el castigo y demorar lo más posible el instante de la muerte. Iván Denisovich tiene cuarenta años y el escorbuto se ha llevado la mitad de sus dientes; está casi calvo y en Temgeniovo lo esperan una mujer y dos hijas (el único hijo que tenía murió), de las que rara vez recibe noticias pues sólo se le permite escribir y recibir dos cartas al año. Desde el principio de su encarcelamiento pidió a su familia que no le enviaran paquetes de comida, para evitarles sacrificios, de modo que, a diferencia de varios de sus compañeros, su orfandad dentro del campo es total. El frío, el hambre y la fatiga que son para él los cauces de la existencia, no lo han encallecido hasta el extremo de matar en él todo gusto por la vida: la fruición con que aspira la colilla que le pasa César Markovich, o con que roe el mendrugo de pan duro que se lleva a la faena, o el entusiasta frenesí con que se entrega a la tarea de enladrillar un muro de la central termoeléctrica, muestran muy a las claras que el recluso Shujov es capaz todavía, en el fondo de injusticia y opresión en que está sumido, de encontrar una justificación a la vida. En esto reside la grandeza de este oscuro ser sin cultura y sin relieves, que carece de grandes rasgos intelectuales, políticos o morales: en personificar la supervivencia de lo humano en un mundo minuciosamente construido para deshumanizar al hombre y tornarlo zombie, hormiga. Una historia de esta índole es muy difícil de contar sin caer en la truculencia o la sensiblería, en el miserabilismo o tremendismo, excesos que a veces resultan en excelente literatura pero que a una novela testimonial, que aspira a ser más un documento que una ficción, la empobrecerían y descalificarían. El mérito de Solzhenitsin es haber sorteado esos riesgos gracias a una economía expresiva rigurosa, a un notable ascetismo formal. El horror está descrito sin aspavientos, con objetividad, evitando destacar aquellos hechos que significarían una quiebra de lo rutinario. En las veinticuatro horas del relato no sucede, en verdad, nada que no les haya pasado ya cientos y miles de veces a Shujov y a sus compañeros o que no les vaya a pasar en el futuro. La novela ha extraído del universo concentracionario una especie de átomo que resume su rutina y sus ritos, sus jerarquías y tipos humanos así como la ración cotidiana de sufrimiento y de resistencia que exige de quienes lo habitan. La novela suele ser, por lo general, la relación de hechos y hombres dotados de alguna forma de excepcionalidad. En Un día en la vida de Iván Denisovich, por el contrario, se rehuye todo lo que constituye ruptura y novedad y el relato se concentra en la representación de lo cotidiano, en la experiencia común de los presos. Esto priva a la novela del dinamismo y la efervescencia que llevan al lector, en otras ficciones, a preguntarse «¿Y ahora qué va a pasar?» —en ésta presiente desde las primeras páginas que ningún suceso imprevisto vendrá a transfigurar la grisura ritual y miserable de esa monotonía—, pero, en compensación, le da una personería muy vasta: ésta no es sólo una síntesis de la vida pesadiUesca de Iván Denisovich Shujov, sino también de la de aquella anónima ciudadanía de reprobos a los que la sociedad comunista aisló, puso entre alambradas y dispersó por el océano blanco de Siberia. L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 92 Sociedad marginal, casi sin contacto con la otra, ella está lejos de ser homogénea. Salvo en su compartido empeño por sobrevivir, los presos son una variopinta fauna a la que diferencian, fuera de los oficios, las creencias y las nacionalidades —además de rusos, hay ucranianos, letones y estonios—, las cualidades morales. Sólo unos cuantos parecen haber sido degradados al extremo de prestarse a servir de delatores y espías, como Panteleev, o de abusar de los otros, como ese Fetiukov al que sus compañeros apodan «el chacal». Hay, entre los presos, ateos y religiosos, y, también, privilegiados como César Markovich, a quien los paquetes de comida que recibe le permiten sobornar a los celadores y obtener pequeñas ventajas que lo ponen muy por encima del preso promedio. La vida carcelaria no ha mellado el innato instinto de lo bueno y lo malo, de lo justo y lo injusto, en el hombre simple e inculto que es Shujov. Así, él piensa que no es éticamente aceptable ese oficio de pintar tapices nuevos que aparentan ser viejos y que, según su mujer, parece haberse puesto de moda entre los jóvenes de Temgeniovo. Iván, en todo caso, en contra de lo que le aconsejó su esposa en la última carta, no se ganará la vida de ese modo cuando cumpla su condena y lo suelten. ¿Lo soltarán? Deberían, el próximo año. Pero Iván Denisovich no se hace muchas ilusiones, pues de este campo nadie ha sido excarcelado todavía... Al presentar en Novy Mir a los lectores soviéticos este texto, A. Tvardovski les explicó que Solzhenitsin no hacía más que criticar «hechos terribles de crueldad y arbitrariedad que fueron resultado de la violación de la justicia soviética». El libro, según él, era algo así como una autocrítica del propio sistema, un texto que reivindicaba el socialismo soviético denunciando sus deformaciones. Ésta fue también la tesis de Georg Lukács, entusiasta defensor de Solzhenitsin, a quien atribuyó haber restablecido, con esta novela, la mejor tradición del «realismo socialista» de los años veinte que el stalinismo luego truncó. Sería injusto ridiculizar estas opiniones recordando la historia posterior de Solzhenitsin, desde su salida de la URSS y su violenta prédica antisocialista y a favor de un esplritualismo autoritario y conservador. En verdad, las opiniones de Tvardovski y Lukács, en lo que se refiere por lo menos a esta primera novela, no están tan desencaminadas. El relato es, desde el punto de vista formal, de un realismo riguroso que no se toma jamás la menor libertad respecto a la experiencia vivida, muy en la línea de lo que fue siempre la gran tradición literaria rusa. Y está impregnado, además, como una novela de Tolstoi, de Dostoievski o de Gorki, de indignación moral por el sufrimiento que causa la injusticia humana. ¿Puede este sentimiento llamarse «socialista»? Sí, sin duda. Una actitud ética y solidaria del pobre y de la víctima, del que por una u otra razón queda al margen o atrás o derrotado en la vida, es la última bandera enhiesta de una doctrina que ha debido arriar, una tras otra, todas las demás, luego de comprobar que el colectivismo conducía a la dictadura en vez de a la libertad y el estatismo planificado y centralista traía, en lugar de progreso, estancamiento y miseria. Por esos extraños pases de prestidigitación que tiene a menudo la existencia, Alexandr Solzhenitsin, el más feroz impugnador del sistema que crearon Lenin y Stalin, podría ser, sí, el último escritor realista socialista. Barranco, julio de 1988 L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 95 En este desastroso estado de ánimo, Hans Schnier, en el pequeño departamento que le legó su abuelo, pasa revista a su vida, entre frustradoras llamadas por teléfono a parientes y conocidos para averiguar el paradero de Marie. Hans descubre una total falta de solidaridad en este grupo de prelados y activistas católicos para con su caso; y algo más: lo que parece ser una conspiración «católica» —es decir, erigida con argumentos éticos y teológicos— para inducir a Marie a poner fin al concubinato en que vivía con él y echarla en los brazos ortodoxos de Heribert Züpfner. En verdad, lo que el infortunado payaso descubre es mucho más grave: la hipocresía de aquellos creyentes y de la Iglesia a la que pertenecen, y, en última instancia, de la sociedad en la que vive. Todos ellos, de manera consciente o inconsciente y con distintos grados de oportunismo, hacen trampas: son fariseos que se rasgan las vestiduras ante las faltas ajenas y ello les da una cómoda buena conciencia para cometer las propias. La religión y la política son herramientas que les permiten adquirir poder y prestigio, además de proporcionarles unas coartadas universalmente respetadas en su sociedad para prosperar en la vida sin sentirse lo que en verdad son: egoístas, ávidos y cínicos. Que la dulce y honesta Marie Derkum, que parecía tan distinta, vaya a convertirse en un ser semejante a ellos —a la señora Fredebeul, por ejemplo— angustia a Hans tanto como perder a la muchacha que ama. ¿Es el mundo, en verdad, tan negro como el payaso nos lo pinta? ¿O es su amargura presente la que ennegrece a los hombres y las cosas que lo rodean? Pues lo cierto es que casi nadie se salva en la novela del descrédito moral, salvo uno que otro marginado, como el viejo Derkum, padre de Marie, cuya coherencia existencial lo ha condenado a la pobreza y a un cierto ostracismo. Nadie es simpático en la historia, ni siquiera el pobre Hans Schnier, cuya excesiva autocompasión y sus arrebatos anárquicos lo muestran como un hombre difícil y a menudo intratable. Pero hay en él una claridad y una coherencia entre la manera de pensar y de actuar que hace de Hans un ser más digno y respetable que aquellos que lo desprecian por extravagante y anárquico. Dice lo que piensa, aunque con ello esté continuamente ofendiendo a los demás y hace sólo aquello que lo motiva y en lo que cree pese a que, actuando de este modo, se condene a ser lo que su sociedad considera un fracasado y un marginal. A diferencia de sus padres, o de los católicos amigos de Marie, o incluso de ésta, Hans Schnier nunca entrará en los «acomodos con el cielo» que permiten a aquéllos disfrutar de lo mejor que ofrece esta vida con la seguridad, además, de figurar entre los elegidos una vez que pasen a la otra. Hijo de ricos que elige la pobreza, ciudadano de un mundo que valora el éxito social y económico por encima de todo y que decide automarginarse de esa competencia para asumir el incierto oficio de bufón —una manera, sin duda, de negarse a crecer, a salir de esa niñez para la que el payaso es rey—, Hans es el símbolo de un cierto tipo de rebelión que cundió en las sociedades industrializadas entre las clases medias y altas y que culminaría en el movimiento de mayo de 1968. Rebelión de índole moral antes que política, contra la sociedad de consumo y el aburrimiento, contra la hipocresía que es el sustento de todas las convenciones sociales, y a favor de la aventura, el desorden y los excesos que son infortunadamente incompatibles con la estabilidad y el condicionamiento de la vida que trae consigo el alto desarrollo tecnológico e industrial, los grandes alborotos estudiantiles que conmovieron a Occidente hace veinte años fueron protagonizados por jóvenes que, como el personaje de esta novela de Böll, se hartaron un día de su vida cómoda y protegida y de su futuro previsible, y, en un generoso sobresalto romántico, se lanzaron a las calles a armar barricadas y a practicar el amor libre. Que la fiesta revolucionaria durara poco tiempo y que muchos inconformes fueran luego recuperados por la sociedad que pretendían cambiar, no debe desmoralizar a nadie. En verdad, esos rebeldes cambiaron algunas cosas: destruyeron ciertos tabúes, obligaron a sus sociedades a repensarse a sí mismas e instalaron en ellas una mala conciencia, lo que es un excelente antídoto contra el conformismo y la autocomplacencia que suelen acompañar al progreso. No materializaron la utopía, porque ello es imposible, pero provocaron una saludable crisis y gracias a ellos muchos recordaron algo que, en la bonanza en que vivían, comenzaban a olvidar: que el mundo siempre estará mal hecho, que siempre deberá mejorar. Acaso puedan decirse de Heinrich Böll y, sobre todo, de Opiniones de un payaso, cosas parecidas. ¿Por qué tuvo tanto éxito en Alemania esta novela inactiva y algo deprimente, donde ocurren tan pocas cosas y proliferan tantas reflexiones? Tal vez porque ella, como la revolución de mayo, fue la gotita de ácido que vino a aguar la fiesta de la bonanza en un país que se había convertido en el más rico de Europa y a mostrar a sus conciudadanos que no todo lo que brillaba alrededor de ellos era oro; que, si observaban con L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 96 atención crítica en torno, advertirían que aquella prosperidad material se había alcanzado en muchos casos a expensas de lo espiritual y que, en este campo, había aún, por debajo de los rozagantes atuendos, andrajos que zurcir y llagas que curar. Que sus compatriotas escucharan el mensaje y convirtieran este libro, que les decía que no tenían razón alguna para sentirse optimistas y satisfechos, en un extraordinario best-seller y a su autor en un escritor de moda, es una de las inquietantes paradojas de la literatura. ¿Qué concluir de esta extraña operación en la que el severo aguafiestas es trocado, de pronto, por aquellos a quienes fulmina con sus dardos, en el rey de la fiesta? Que los efectos de la literatura son imprevisibles y nunca gobernables por quien la escribe. Y, también, que, aunque la sociedad parezca anular el contenido crítico de una obra festejándola y consagrándola —aureolándola de frivolidad—, no es seguro que lo consiga. Lo probable es, más bien, que, allá en las entrañas donde ha sido puesta a buen recaudo por los malabarismos de la publicidad y de la moda, la obra literaria genuina expulse sus venenos y opere su lento trabajo de demolición de las certidumbres y el conformismo. Así contribuye la literatura a mantener viva la insatisfacción humana y a impedir que se anquilosen el espíritu y la historia. Punta Sal, Tumbes, 2 de enero, 1988 L a v e r d a d d e l a s m e n t i r a s M a r i o V a r g a s L l o s a 97 HERZOG El humanista desbaratado Aunque Saúl Bellow había publicado antes seis novelas, algunas de las cuales —The Adventures of Augie March y Henderson the Rain King, sobre todo— fueron bien recibidas por la crítica, fue Herzog (1964) la que lo hizo famoso. El extraordinario éxito de esta novela en Estados Unidos, donde, un cuarto de siglo después de su aparición, todavía se reimprime con frecuencia, es un fenómeno intrigante. Cierto, es la mejor novela de Bellow y una de las más ambiciosas de la moderna narrativa norteamericana, pero no hay en ella, por lo menos de primera impresión, ninguno de los ingredientes que caracterizan al best-seller. Es una novela libresca, atiborrada de citas y referencias filosóficas, científicas, históricas y literarias, muchas de las cuales están fuera del alcance del lector común, ése que no lee para preocuparse, aprender o enriquecerse (ésos son los lectores impuros) sino sencillamente para divertirse. Lo curioso es que ha sido entre los lectores puros donde Herzog triunfó de manera arrolladura, en tanto que los críticos académicos aceptaban la novela con reticencias o la acusaban de nihilista, conservadora, antifeminista o de caricaturizar abusivamente el mundo judío. Tal vez la explicación del misterio resida en el humor que transpiran los monólogos de Herzog aún en sus momentos más dramáticos, en las burlas, juegos de palabras, sabrosas invectivas y grotescas ocurrencias que salpican su desesperación y su angustia, aliviándolas e imprimiéndoles un aire casi juguetón. Ése es uno de los mayores logros de Bellow en el libro: haber conseguido vestir con las alegres prendas de la comedia, una historia que es, de un lado, trágica y, del otro, un severo cuestionamiento de la cultura intelectual —la cultura de ideas— como instrumento para enfrentar la vida corriente, los problemas del hombre común. Casado dos veces y dos veces divorciado; autor de Romanticismo y cristianismo, un ensayo que causó cierto impacto en los círculos académicos; padre de dos hijos —uno de cada una de sus ex esposas—, Herzog, que tiene 47 años y pertenece a una familia de inmigrantes judíos rusos que se establecieron primero en Canadá y luego en Chicago, es un hombre presa de la ansiedad, en los umbrales del extravío y la paranoia. Su separación de Madeleine, quien lo echó de la casa después de engañarlo con Valentine Gersbach, a quien Herzog tenía por su mejor amigo y confidente, ha sido, por lo visto, demasiado fuerte para él, un golpe que no consigue encajar. La experiencia lo ha descentrado, puesto en un estado de total confusión y confinado en sí mismo. En la soledad de su conciencia, Herzog se desdobla, para entablar un diálogo consigo mismo, haciendo un recuento de su vida, de sus desgracias y errores, o intenta un imposible diálogo —mediante cartas imaginarias— con todas las personas vivas o muertas —familiares, amigos, enemigos, políticos, científicos, celebridades, etc.— a las que de un modo u otro considera responsables de su infelicidad. La novela está narrada, con breves fugas al mundo objetivo, desde esa intimidad malherida y doliente del personaje, esa subjetividad a la que el sufrimiento y el rencor vuelven a menudo un narrador sospechoso: la conciencia de Herzog. Éste no es el único narrador de la historia, aunque sus monólogos ocupen la mayor parte del relato; hay también un narrador omnisciente que narra a Herzog, desde muy cerca de él y según la técnica del estilo indirecto libre. A menudo la barrera entre el narrador-personaje que monologa en primera persona y el narrador omnisciente que narra desde la tercera se evapora —el yo se confunde con el él— y el lector experimenta una especie de vértigo, pues en esos instantes el mundo ficticio se vuelve absoluto desorden. Se tiene entonces la impresión de que el entrevero de identidades entre quien narra y quien es narrado simboliza el colapso definitivo de la mente de Herzog. Pero son sólo amagos de anarquía; la realidad ficticia pronto se recobra y reaparece, organizada y estable, aunque siempre falaz. ¿Por qué falaz? Porque la lastimosa historia de Herzog nos es contada desde el punto de vista del propio Herzog, quien de este modo hace a la vez de juez y parte de lo que le ocurre. ¿Debemos creerle a pie juntillas, como finge creerle todo lo que dice y cuenta ese narrador omnisciente, discreto y servil, que jamás osa contradecirlo ni enmendarlo aun en los momentos en que a todas luces Herzog exagera o miente? Sí, debemos creerle. Porque, en las falsedades y truculencias de Herzog, en la distorsión de la realidad a la que lo inducen su rencor y su impotencia —como ocurre con las mentiras de que está hecha toda ficción— se
Docsity logo



Copyright © 2024 Ladybird Srl - Via Leonardo da Vinci 16, 10126, Torino, Italy - VAT 10816460017 - All rights reserved