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Orientación Universidad
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lectura el asno de oro, Apuntes de Historia

Asignatura: IDIOMA LATIN, Profesor: , Carrera: Historia, Universidad: UCM

Tipo: Apuntes

2016/2017

Subido el 24/12/2017

oliver_mccheese
oliver_mccheese 🇪🇸

3.7

(16)

19 documentos

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¡Descarga lectura el asno de oro y más Apuntes en PDF de Historia solo en Docsity! 5 pl Sl DD = < La movida y divertida historia de la transformación en asno de Lucio, un joven y acaudalado comerciante corintio, y los trances que padece hasta recobrar su forma humana constituyen el hilo argumental de El asno de oro. La novela, única muestra íntegra que poseemos de este género tardío en la literatura romana, fue compuesta en el período de madurez de su autor, Lucio Apuleyo (Madaura, norte de África, siglo II d.C.). Además de la peripecia desencadenada por la metamorfosis inicial, esta obra abierta incluye multitud de relatos insertos, en los que el elemento maravilloso, reflejo de la afición personal del autor por la magia y los cultos mistéricos (piénsese en la célebre fábula de Cupido y Psique, o en la intervención milagrosa al final de la obra de la diosa Isis, que precipita el desenlace), se hilvana con la crueldad, el escándalo e incluso el sexo explícito. Apuleyo vincula la trama de su novela a determinadas creencias mágicas y orientales muy en boga en su tiempo, si bien lo que más interesa al lector es su arte de narrador, sus dotes de observación y su capacidad retratista de una época. Advertencia La traducción que publicamos de EL ASNO DE ORO, de Apuleyo, es la atribuida a Diego López de Cortegana, que fue arcediano de Sevilla por los años de 1500. Deseando facilitar su lectura, hemos modernizado la ortografía y, a veces, levemente, la sintaxis de la vieja versión castellana. La hemos cotejado además minuciosamente con el original latino, y apenas ha sido preciso modificar algún nombre propio y algún pasaje mal interpretado. Hemos conservado la división en capítulos y los epígrafes de Cortegana. El texto latino se divide sólo en libros. En este libro, compuesto al estilo de Mileto, podrás conocer y saber diversas historias y fábulas, con las cuales deleitarás tus oídos y sentidos, si quisieres leer y no menospreciares ver esta escritura egipciaca, compuesta con ingenio de las riberas del Nilo; porque aquí verás las fortunas y figuras de hombres convertidas en otras imágenes y tornadas otra vez en su misma forma. De manera que te maravillarás de lo que digo. Y si quieres saber quién soy, en pocas palabras te lo diré: Mi antiguo linaje tuvo su origen y nacimiento en las colinas del Himeto ateniense, en el istmo de Efirea y en el Tenaro de Esparta, que son ciudades muy fértiles y nobles, celebradas por muchos escritores. En esta ciudad de Atenas comencé a aprender siendo mozo; después vine a Roma, donde con mucho trabajo y fatiga, sin que maestro me enseñase, aprendí la lengua natural de los Romanos. Así que pido perdón si en algo ofendiere, siendo yo rudo para hablar lengua extraña. Que aun la misma mudanza de mi hablar responde a la ciencia y estilo variable que comienzo a escribir. La historia es griega, entiéndela bien y habrás placer. PRIMER LIBRO Argumento Lucio Apuleyo, deseando saber arte mágica, se fue a la provincia de Tesalia, donde estas artes se sabían; en el camino se juntó tercero compañero a dos caminantes, y andando en aquel camino iban contando ciertas cosas maravillosas e increíbles de un embaidor y de dos brujas hechiceras que se llamaban Meroe y Panthia, y luego dice de cómo llegó a la ciudad Hipata y de su huésped Milón, y lo que la primera noche le aconteció en su casa. Lee y verás cosas maravillosas. dinero; y un poco antes que llegase a la ciudad de Larisa, pensando hacer allí alguna cosa de mi oficio, pasé por un valle muy grande, sin camino, lleno de montes y descendid as y subidas. En este valle caí en ladrones, que me cercaron y robaron cuanto traía; yo escapé robado, y así, medio muerto, víneme a posar en casa de una tabernera vieja, llamada Meroe, algo sabida y parlera, a la cual conté las causas de mi camino y robo y la gana y ansia que tenía de tornar a mi casa; contándole yo mis penas con mucha fatiga y miseria, ella comenzome a tratar humanamente y diome de cenar muy bien y de balde. Así que, movida o alterada de amor, metiome en su cámara y cama; yo, mezquino, luego como llegué a ella una vez contraje tanta enfermedad y vejez, que por huir de allí todo cuanto tenía le di, hasta las vestiduras que los buenos ladrones me dejaron con que me cubriese, y aun algunas cosillas que había ganado cargando sacos cuando estaba bueno. Así que aquella buena mujer y mi mala fortuna me trajo a este gesto que poco antes me viste. Yo respondí: —Por cierto, tú eres merecedor de cualquier extremo, mal que te viniese, aunque hubiese algo que pudiese decir último de los extremos, pues que una mala mujer y un vicio carnal tan sucio antepusiste a tu casa, mujer e hijos. Sócrates, entonces, poniendo el dedo en la boca y como atónito mirando en derredor, a ver si era lugar seguro para hablar, dijo: —Calla, calla; no digas mal contra esta mujer, que es maga; por ventura, no recibas algún daño por tu lengua. A lo cual yo respondí: —¿Cómo dices tú que esta tabernera es tan poderosa y reina? ¿Qué mujer es? Él dijo: —Es muy astuta hechicera, que puede bajar los cielos, hacer temblar la tierra, cuajar las aguas, deshacer los montes, invocar diablos, conjurar muertos, resistir a los dioses, obscurecer las estrellas, alumbrar los infiernos. Cuando yo le oí decir estas cosas, dije: —Ruégote, por Dios, que no hablemos más en materia tan alta; bajémonos en cosas comunes. Sócrates dijo: —¿Quieres oír alguna cosa o muchas de las suyas? Ella sabe tanto, que hacer que dos enamorados se quieran bien y se amen muy fuertemente, no solamente de aquí, de los naturales, pero aun de los de las Indias, etíopes y antípodas, es, en comparación de su saber, cosa muy liviana y de poca importancia. Oye ahora lo que en presencia de muchos osó hacer a un enamorado suyo porque tuvo que hacer con otra mujer: con una sola palabra suya lo convirtió en un animal que se llama castor, el cual tiene esta propiedad: que temiendo de ser tomado por los cazadores, cortase su natura por que lo dejen; y porque otro tanto le aconteciese a aquel su amigo, le tornó en aquella bestia. Así mismo, a otro su vecino tabernero, y por ello enemigo, convirtió en rana; y ahora el viejo mezquino andaba nadando en la tinaja del vino, y, lanzándose debajo las heces, canta cuando vienen a su casa los que continuaban a comprarlo. También a otro procurador de sus casas, porque abogó contra ella, lo transformó en un carnero, y así, hecho carnero, procura ahora las causas y pleitos; esta misma, porque la mujer de un su enamorado le dijo cierta injuria por donaire, la cerró de tal manera que quedó preñada, y así con la carga de su preñez anda, que nunca más pudo parir; y todos cuentan el tiempo de su preñez, que son ya ocho años que a la mezquina crece el vientre como preñez de elefante. La cual, como a muchos dañase, fue tanta la ira que el pueblo tomó contra ella, que acordaron de apedrearla otro día y vengarse de ella; pero con sus encantamientos ella supo lo que estaba acordado. Y como aquella Medea que con la tregua de un día que alcanzó del rey Creón, toda su casa y su hija con el mismo rey quemó en vivas llamas, así ésta, con sus imprecaciones infernales, que dentro en un sepulcro hizo y procuró, según que la beoda me contó, todos los vecinos de la ciudad encerró en sus casas con la fuerza de sus encantamientos, que en dos días no pudieron romper las cerraduras, ni abrir las puertas, ni horadar las paredes, hasta que unos a otros se amonestaron y juraron de no tocarla ni hacerle mal alguno, antes, de darle toda ayuda y favor saludable contra quien algo de mal le pensase hacer. De esta manera ella amansada, absolvió y desligó toda la ciudad; pero al autor de este escándalo, con su casa como estaba cerrada y con las paredes y el suelo y sus cimientos, a media noche lo traspasó y llevó a otra ciudad, cien millas de allí, que estaba asentada en una sierra muy áspera donde no había agua; y porque en la ciudad no había lugar donde pudiese asentar la casa, por la mucha vecindad de ella, asentola ante la puerta de la ciudad y partiose luego. Cuando yo le oí esto, díjele: —Por cierto, mi Sócrates, tú me dices cosas muy maravillosas y no menos crueles; sin duda no me has dado pequeño cuidado y miedo; lanzado me has, no solamente escrúpulo, más una lanza. Por ventura, esta vieja, usando de su encantamiento, no haya conocido nuestras palabras y pláticas; por tanto, vámonos pronto a dormir; pues aunque hayamos quebrantado un poco el sueño de la noche, ante el día, huyamos de aquí cuanto más lejos podremos. Capítulo II Cómo Aristómenes, que así se llamaba el segundo compañero, prosiguiendo en su historia, contó a Lucio Apuleyo cómo las dos magas hechiceras Meroe y Panthia degollaron aquella noche a Sócrates, indignadas de él. Aún no había acabado de decir esto, cuando Sócrates, así por el beber, del que no había acostumbrado, como por la luenga fatiga que había padecido, ya dormía altamente y roncaba. Yo entonces cerré la puerta de la cámara y echele la aldaba, y echeme sobre una camilla que estaba cerca de los quicios de la puerta. Así que, primeramente, del miedo que tenía, velé un poco; después, casi a media noche, comenzáronseme a cerrar los ojos: mi fe, si os place, ya dormía; y súbitamente, con mayor ímpetu y ruido que ladrones vienen, las puertas se abrieron, y para decir verdad, quebradas y arrancadas de los quicios cayeron por tierra. Mi camilla en que estaba, como era pequeña y cojo el banco de un pie y podrido de los otros, con la violencia y fuerza del ímpetu cayó en tierra; yo caí debajo en el suelo, y como la cama se volvió, tomome debajo y cubriome. Entonces yo sentí algunos afectos, que, naturalmente, me venían en contrario de lo que quería. Que, como acontece muchas veces que, con placer, salen lágrimas, así en aquel gran miedo que tenía no podía sufrir la risa, porque estaba de hombre hecho tortuga. Estando así echado en tierra, así cubierto con la cama, volví los ojos por ver qué cosa era aquélla, y vi dos mujeres viejas: la una traía un candil ardiendo; la otra, un puñal y una esponja, y con esto paráronse en derredor de Sócrates, que dormía muy bien. La que traía el puñal dijo a la otra: —Hermana Panthia, éste es el gran enamorado Endimión; éste es mi Ganimedes, que días y noches burló de mi juventud. Éste es, que no solamente, pospuestos mis amores, me difama y deshonra, sino que ahora quería huir y que yo quede desamparada y llorando perpetuamente mi soledad, como hizo Calipso, cuando Ulises la dejó y se fue. Diciendo esto, señalome con la mano y dijo a la Panthia: —Y también este buen consejero Aristómenes, que era el autor de esta huida, aun él cercano está de la muerte; echado en tierra yace debajo de la cama; todo esto bien lo ha mirado, pues no crea que ha de pasar sin pena por las injurias que me dijo: yo le haré que tarde, y aun luego y ahora, que se arrepienta de lo que dijo contra mí poco antes, y de la curiosidad de ahora. Yo, mezquino, como entendí estas palabras, cubrime de un sudor frío, y comenzome a temblar todo el cuerpo y sacudir en tanta manera, que la camilla saltaba temblando encima de mis espaldas. La buena de la Panthia dijo entonces: —Pues, hermana, ¿por qué a éste no despedazamos primero, o ligado pies y manos le cortamos su natura? A esto respondió Meroe, que así se llamaba la tabernera, lo cual yo conocí de ella más por su gesto de vino que por la conseja que me había dicho Sócrates: —Antes me parece que debe vivir éste, porque siquiera entierre el cuerpo de este cuitado. Y tomó la cabeza de Sócrates, y volviéndola a la otra parte, por la parte siniestra de la garganta, le lanzó el puñal hasta los cabos, y como la sangre comenzó a salir, llegó allí un barquino, en la que recibió toda, de manera que una gota nunca pareció. Todo vi yo con estos mis ojos, y aun creo que porque no Y luego quité mis alforjas del hombro y saqué pan y queso y díselo diciendo: —Sentémonos aquí, cerca de este plátano. Y sentados, yo también comencé a comer alguna cosa. Así que yo le miraba de cómo comía, tragando y con una flaqueza intrínseca y amarillo que parecía muerto. En tal manera se le había turbado el color de la vida, que pensando en aquellas furias o brujas de la noche pasada, el bocado de pan que había mordido, aunque harto pequeño, se me atravesó en el gallillo, que no podía ir abajo ni tornar arriba, y también me crecía el miedo, porque ninguno pasaba por el camino. ¿Quién podría creer que de dos compañeros fuese muerto el uno sin daño del otro? Pero Sócrates, de que mucho había tragado, comenzó a tener gran sed, porque se había comido buena parte de queso. Cerca de las raíces del plátano corría un río mansamente, que parecía lago muy llano y el agua clara como un plato o vidrio. Yo le dije: —Anda, hártate de aquella agua tan hermosa. Él se levantó y fue por la ribera del río a lo más llano. Y allí hincó las rodillas y echose de bruces sobre el agua, con aquel deseo que tenía de beber, y casi no había llegado los labios al agua, cuando se le abrió la degolladura, que le pareció una gran abertura, y súbitamente cayó la esponja en el agua con una poquilla de sangre. Así que el cuerpo sin ánima poco menos hubiera caído en el río, sino porque yo le trabé de un pie y con mucho trabajo le tiré arriba. Después que, según el tiempo y lugar, lloré al triste de mi compañero, yo lo cubrí en la arena del río para siempre, y con grande miedo por esas sierras fuera de camino fui cuanto pude. Y casi como yo mismo me culpase de la muerte de aquel mi compañero, dejada mi tierra y mi casa, tomando voluntario destierro, me casé de nuevo en Etiopía, donde ahora moro y soy vecino. De esta manera nos contó Aristómenes su historia; y el otro su compañero, que luego al principio muy incrédulo menospreciaba oírlo, dijo: —No hay fábula tan fabulosa como ésta. No hay cosa tan absurda como esta mentira. Y volviose hacia mí, diciendo: —Tú, hombre de bien, según tu presencia y hábito lo muestran, ¿crees esta conseja? Yo le respondí: —Cierto no pienso que hay cosa imposible en cualquier manera que los hados lo determinaren: así pueden venir a los hombres todas las cosas. Porque muchas veces acaece a mí y a ti y a todos los hombres venir cosas maravillosas y que nunca acontecieron, que si las contáis a personas rústicas no son creídas. Mas por Dios, a éste yo le creo y le doy muchas gracias que, con la suavidad de su graciosa conseja, nos hizo olvidar el trabajo, y sin fatiga y enojo anduvimos nuestro áspero camino. Del cual beneficio también creo que se alegra mi caballo, porque sin trabajo suyo he venido hasta la puerta de esta ciudad, cabalgando no encima de él, mas de mis orejas. Aquí fue el fin de nuestro común hablar y de nuestro camino, porque ambos mis compañeros tomaron a la mano izquierda hacia unas aldeas. Capítulo III En el cual cuenta Lucio Apuleyo cómo llegó a la ciudad de Hipata, fue bien recibido de su huésped Milón y de lo que le aconteció con un antiguo amigo suyo llamado Pithias, que al presente era almotacén en la ciudad. Yo entreme en el primer mesón que hallé y pregunté a una vieja tabernera: —¿Es ésta la ciudad de Hipata? Dijo que sí. Preguntele: —¿Conoces a uno de los principales de esta ciudad, que se llama Milón? La vieja se rió, diciendo: —Por cierto, así se dice aquí, que este Milón sea de los principales que viven fuera de los muros y de toda la ciudad. Yo dije: —¡Madre buena, dejemos ahora la burla y dime dónde está y en qué casa mora! Ella respondió: —¿Ves aquellas ventanas del cabo que están fuera de la ciudad y a la parte de dentro están frente de una calleja sin salida? Allí mora este Milón, bien harto de dineros y muy gran rico, pero muy mayor avariento y de baja condición; hombre infame y sucio, que no tiene otro oficio sino continuo dar a usura sobre buenas prendas de oro, de plata, metido en una casilla pequeña, y siempre atento al polvo del dinero: allí mora con su mujer, compañera de su tristeza y avaricia, que no tiene en su casa persona, salvo una mozuela, que aun tan avariento es que anda vestido como un pobre, que pide por Dios. Cuando yo oí estas cosas, reíme entre mí, diciendo: «Por cierto, liberalmente lo hizo conmigo, y me aconsejó mi amigo Demeas, que me enderezó a tal hombre como éste, en cuya casa no tendré miedo de humo ni de olor de la cocina.» Como esto dije, yendo un poco adelante, llegué a la puerta de Milón, a la cual, como estaba muy bien cerrada, comencé a llamar y tocar. En esto salió una moza, que me dijo: —Oye tú, que tan reciamente llamas a nuestra puerta, ¿qué prenda traes para que te presten sobre ella dineros? ¿No sabes tú que no hemos de recibir prenda sino de oro o de plata? Yo dije: —Mejor lo haga Dios. Respóndeme si está en casa tu señor. Ella dijo: —Sí está; mas dime qué es lo que quieres. Yo respondí: —Tráigole cartas de Corinto de su amigo Demeas. Ella díjome: —Pues en tanto que se lo digo espérame aquí. Y diciendo esto, cerró muy bien su puerta y entrose dentro. Dende a poco tornó a salir, y abierta la puerta, díjome que entrase. Yo entré, y hallé a Milón sentado a una mesilla pequeña, que aquel tiempo comenzaba a cenar. La mujer estaba sentada a los pies, y en la mesa había poco o casi nada que comer. Él me dijo: —Ésta es tu posada. Yo le di muchas gracias y luego le di las cartas de Demeas, las cuales por él leídas, dijo: —Yo quiero bien y tengo en merced a mi amigo Demeas, que tan honrado huésped envió a mi casa. Y diciendo esto, mandó levantar a su mujer y que yo me posase en su lugar. Yo, con alguna vergüenza, deteníame, y él tomome por la falda, diciendo: —Siéntate aquí, que, por miedo de ladrones, no tenemos otra silla, ni alhajas, las que nos conviene. Yo senteme. Él me dijo: —Según muestras en tu presencia y cortesía, bien pareces ser de noble linaje, y así lo conocerá luego quien te viere; pero, además de esto, mi amigo Demeas así lo dice por sus cartas; por tanto, te ruego que no menosprecies la brevedad o angostura de mi casa, que está aparejada por lo que mandares, y ves allí aquella cámara, que es razonable, en que puedes estar a tu placer. Porque, cierto, tu presencia hará mayor la casa y tú serás alabado de no menospreciar mi pequeña posada. Además de esto, imitarás a las virtudes de tu padre Teseo, que nunca se menospreció de posar en una casilla de aquella buena vieja Hecales. Entonces llamó a la moza y díjole: —Fotis, toma esta ropa del huésped y ponla a buen recaudo en aquella cámara; y saca presto de la despensa aceite para untarse y un paño para limpiarlo, y lleva a mi huésped a este baño más cercano, porque él viene harto fatigado del malo y largo camino. Cuando yo oí estas cosas, conociendo las costumbres y miseria de Milón, y queriendo tomar amistad con él, díjele: —No es menester nada de estas cosas, que dondequiera las hallamos en el camino; pero yo preguntaré por el baño. Lo que más principalmente ahora he menester es que, para mi caballo, que me ha traído muy bien hasta aquí, me compres tú, señora Fotis, heno y cebada; ves aquí los dineros. Esto hecho y puesta toda mi ropa en aquella cámara, yendo yo al baño, acordé primero de proveer de alguna cosa para comer; y fuime a la plaza de Cupido, adonde vi abundancia de pescados, y preguntando el precio, no quise tomar de lo caro, que valía cien maravedís, y compré otro por veinte maravedís. Al tiempo que yo salía con mi pescado, viene tras de mí Pithias, que fue mi compañero cuando estudiábamos en Atenas. El cual había días que no me había visto, y como me conoció, vínose a mí con mucho amor y abrazome, dándome paz amorosamente, y dijo: —¡Oh mi Lucio!, mucho tiempo ha que no te he visto: por Dios que después que nos partimos de nuestro maestro Clytias, nunca más nos vimos; mas ¿qué es ahora la causa de tu venida? Yo dije: —Mañana lo sabrás; pero, ¿qué es esto? Yo he mucho placer en verte con vara de justicia y acompañado de gente de pie. Según tu hábito, oficio debes de tener en la ciudad. Él me dijo: —Tengo cargo del pan y soy almotacén; por eso, si quieres comprar algo de comer, yo te podré aprovechar. Yo no quise, porque ya tenía comprado el pescado necesario para mi comer; pero él, como vio la espuerta del pescado, tomola y en un llano sacudiola, y vistos los peces, dijo: —¿Y cuánto te costó esta basura? Capítulo I Cómo andando Lucio Apuleyo por las calles de la ciudad de Hipata, considerando todas las cosas, por hallar mejor el fin deseado de su intención, se topó con una su tía llamada Birrena, la cual le dio muchos avisos en muchas cosas de que se debía guardar. Cuando otro día amaneció y el Sol fue salido, yo me levanté con ansia y deseo de saber y conocer las cosas que son raras y maravillosas, pensando cómo estaba en aquella ciudad, que es en medio de Tesalia, adonde por todo el mundo es fama que hay muchos encantamientos de arte mágica; también consideraba aquella fábula de Aristómenes mi compañero, la cual había acontecido en esta ciudad. Y con esto andaba curioso, atónito, escudriñando todas las cosas que oía. Y no había otra cosa en aquella ciudad que, mirándola, yo creyese que era aquello que era; mas parecíame que todas las cosas con encantamientos estaban tornadas en otra figura: las piedras, hallaba que eran endurecidas de hombres; las aves que cantaban, asimismo de hombres convertidas; los árboles, que eran los muros de la ciudad, por semejante eran tornados; las aguas de las fuentes, que eran sangre de cuerpos de hombres: pues ya las estatuas e imágenes parecían que andaban por las paredes, y que los bueyes y animales hablaban y decían cosas de presagios o adivinanzas. También me parecía que del cielo y del Sol había de ver alguna señal. Andando así atónito, con un deseo que me atormentaba, no hallando comienzo ni rastro de lo que yo codiciaba, andaba cercando y rodeando todas las cosas que veía; así que andando con este deseo, mirando de puerta en puerta, súbitamente, sin saber por dónde andaba, me hallé en la plaza de Cupido; y he aquí dónde veo venir una dueña bien acompañada de servidores y vestida de oro y piedras preciosas, lo cual mostraba bien que era una mujer honrada; venía a su lado un viejo ya grave en edad, el cual, luego que me miró, dijo: —Por Dios, éste es Lucio. Y diome paz, y llegose a la oreja de la dueña y no sé qué le dijo muy pasico. Y tornose a mí, diciendo: —¿Por qué no llegas a tu madre y le hablas? Yo dije: —He vergüenza, porque no la conozco. Y en esto, la cara colorada y la cabeza abajada, detúveme; ella puso los ojos en mí, diciendo: —¡Oh bondad generosa de aquella muy honrada Salvia, tu madre, que en todo le pareces igualmente como si con un compás te midieran! De buena estatura, ni flaco ni gordo, la color templada, los cabellos rojos como ella, los ojos verdes y claros, que resplandecen en el mirar como ojos de águila; a cualquier parte que lo miréis es hermoso y tiene decencia, así en el andar como en todo lo otro. Y añadió más, diciendo: —¡Oh Lucio!, en estas mis manos te crié, y ¿por qué no?, pues que tu madre no solamente era mi amiga y compañera por ser mi prima, pero porque nos criamos juntas, que ambas somos nacidas de aquella generación de Plutarco, y una ama nos crió, y así crecimos juntamente como dos hermanas, y nunca otra cosa nos apartó, salvo el estado, porque ella casó con un caballero, yo con un ciudadano. Yo soy aquella Birrena cuyo nombre muchas veces quizás tú oíste a tus padres. Así que te ruego vengas a mi posada. A esto yo, que ya con la tardanza de su hablar tenía perdida la vergüenza, respondí: —Nunca plega a Dios, señora, que sin causa o queja deje la posada de Milón. Pero lo que con entera cortesía se podrá hacer será que cada vez que hubiere de venir a esta ciudad, me vendré a tu casa. En tanto que hablamos estas cosas, andando un poco adelante, llegamos a casa de Birrena. La cual era muy hermosa: había en ella cuatro órdenes de columnas de mármol, y sobre cada columna de las esquinas estaba una estatua de la diosa Victoria, tan artificiosamente labrada con sus rostros, alas y plumas, que, aunque las columnas estaban quedas, parecía que se movían y que ellas querían volar. De la otra parte estaba otra estatua de la diosa Diana, hecha de mármol muy blanco, frente de como entran. Sobre la cual estaba cargada la mitad de aquel edificio. Era esta diosa muy pulidamente obrada: la vestidura parecía que el aire se la llevaba y que ella se movía y andaba y mostraba majestad honrada en su forma. Alrededor de ella estaban sus lebreles, hechos del mismo mármol, que parecía que amenazaban con los ojos: las orejas alzadas, las narices y las bocas abiertas; y si cerca de allí ladraban algunos perros, pensaras que salen de las bocas de piedra. En lo que más el maestro de aquella obra quiso mostrar su gran saber, es que puso los lebreles con las manos alzadas y los pies bajos, que parece que van corriendo con gran ímpetu. A las espaldas de esta diosa estaba una piedra muy grande, cavada en manera de cueva: en la cual había esculpidas hierbas de muchas maneras, con sus ástiles y hojas; pámpanos y parras y otras flores, que resplandecían dentro, en la cueva, con la claridad de la estatua Diana, que era de mármol muy claro y resplandeciente. En el margen debajo de la piedra había manzanas y uvas, que colgaban labradas muy artificiosamente: las cuales el arte, imitadora de la natura, explicó y compuso semejantes a la verdad; pensaras que viniendo el tiempo de las uvas, cuando ellas maduran, que podrás coger de ellas para comer. Y si mirares las fuentes que a los pies de la diosa corren como un arroyo, creyeras que los racimos que cuelgan de las parras son verdaderos, que aun no carecen de movimiento dentro en el agua. En medio de estos árboles y flores estaba la imagen del rey Acteón, cómo estaba mirando a Diana por las espaldas cuando ella se lavaba en la fuente y cómo él se tornaba en un ciervo montés. Andando yo mirando esto con mucho placer, dijo aquella Birrena: —Tuyo es todo esto que ves. Y diciendo esto, mandó a todos los que allí estaban que se apartasen, que me quería hablar un poco secreto; los cuales apartados, dijo: —¡Oh Lucio!, hijo mío amado, por esta diosa que tengo mucha ansia y miedo por ti y como a cosa mía deseo proveerte y remediarte. Guárdate y guárdate fuertemente de las malas artes y peores halagos de aquella Panfilia mujer de ese tu huésped Milón: cuanto a lo primero, ella es gran mágica y maestra de cuantas hechiceras se pueden creer, que con cogollos de árboles y pedrezuelas y otras semejantes cosillas, con ciertas palabras hace que esta luz del día se torne en tinieblas muy obscuras y del todo se confunda la mar con la tierra. Y si ve algún gentilhombre que tenga buena disposición, luego se enamora de su gentileza y pone sobre él los ojos y el corazón: comiénzale a hacer regalos, de manera que le enlaza el ánima y el cuerpo que no puede desasirse. Y después que está harta de ellos, si no hacen lo que ella quiere, tórnalos en un punto piedras y bestias o cualquier otro animal que ella quiere; otros, mata del todo; y esto te digo temblando, porque te guardes que ella ame fuertemente, y tú como eres mozo y gentil hombre, agradarle has. Esto me decía Birrena, con harta congoja y pena. Yo, cuando oí el nombre de la Magia, como estaba deseoso de la saber, tanto me escondí de la cautela o arte de Panfilia, que antes yo mismo me ofrecí de mi propia gana a su disciplina y magisterio, queriendo en un salto lanzarme en el profundo de aquella ciencia. Así que con la más priesa que pude, alterado de lo que me había dicho, despedime de mi tía, soltándome de su mano como de una cadena y diciendo: —Señora, con vuestra merced, yo me voy corriendo a la posada de Milón. andaba sirviendo a la mesa, y en ésta recreaba mi ánimo. En esto, como vino la noche y encendieron candelas, la mujer de Milón dijo: —¡Cuán grande agua hará mañana! El marido le preguntó que cómo sabía ella aquello. Respondió que la lumbre se lo decía. Entonces Milón riose de lo que ella decía, y burlando de ella, dijo: —Por cierto, la gran sibila profeta mantenemos en este candil, que todos los negocios del cielo y lo que el Sol ha de hacer se ven en el candelero. Yo entremetime a hablar en sus razones, diciendo: —Pues sabed que éste es el principal experimento de esta adivinación, y no os maravilléis, porque como quiera que éste es un poquito de fuego encendido por manos de hombres, pero recordándose de aquel fuego mayor que está en el cielo, como de su principio y padre, sabe lo que ha de hacer en el cielo, y así nos lo dice acá y anuncia por este presagio o adivinanza. Yo vi en Corinto, antes que de allá partiese, un sabio, que allí es venido, que toda la ciudad se espanta de sus respuestas maravillosas que da a lo que le preguntan, y por un cuarto que le dan dice el secreto de la ventura y el hado que ha de venir a quienquiera; qué día es bueno para hacer casamientos o cuál será bueno para fundar una fortaleza, que sea muy perpetua, o cuál será más provechoso para mercaderes, o cuál más afamado para mejor poder caminar, o cuál más oportuno para el navegar. Finalmente, a mí me dijo cuándo quería partirme para esta tierra, preguntándole cómo me sucedería en este viaje, muy muchas y varias cosas: ora que tendría prosperidad asaz grande, ora que sería de mí una muy grande historia y fábula increíble, y que había de escribir libros. A esto Milón, riéndose, dijo: —¿Qué señas tiene ese hombre o cómo se llama? Yo díjele que era hombre de buena estatura y entre rojo y negrillo, que se llamaba Diófanes. Entonces Milón dijo: —Ése es y no otro, porque aquí en esta ciudad hablaba muchas cosas semejantes a esas que dices, por donde él ganó no poco, sino muy muchos dineros, y alcanzó muy grandes mercedes y dádivas; después él, mezquino, cayó en manos de la fortuna severa y cruel, que estando un día cercado de gente, diciéndoles a cada uno su ventura, un negociante que se llamaba Cerdón llegose a él por preguntarle si era aquel día provechoso para caminar, porque él quería ir a cierto negocio; él, como le dijo que era muy bueno, ya que el zapatero abría la bolsa y sacaba los dineros, y aun tenía contados cien maravedís para darle un galardón de la adivinación que le había hecho, he aquí súbitamente un mancebo de los principales de la ciudad le tomó de la falda por detrás, y como aquel sabio volvió la cabeza, abrazolo y besolo. El sabio, como lo vio, hízolo sentar cerca de sí, y atónito de la repentina vista de aquel su amigo, no recordándose del negocio que tenía entre manos, dijo al mancebo: —¡Oh deseado de muchos tiempos! ¿Cuándo eres venido? Respondió él: —Si os place, ayer tarde; pero tú, hermano, dime también cómo te aconteció cuando navegaste de la isla de Eubea. ¿Cómo te fue por mar y por tierra? A esto respondió aquel Diófanes, sabio muy señalado, que estaba privado de su memoria y fuera de sí: —Nuestros enemigos y adversarios caían en tanta ira de los dioses y tan gran destierro, que fue más que el de Ulises. Porque la nave en que veníamos fue quebrada con las ondas y tempestades de la mar y perdido el gobernalle, y el piloto apenas llegó con nosotros a la ribera de la mar, y allí se hundió, donde perdido cuanto traíamos, nadando escapamos. Después, salidos de este peligro, todo lo que de allí sacamos y lo que nos habían dado, así los que no nos conocían, por mancilla que habían de nosotros, como lo que los amigos por su liberalidad, todo nos lo robaron los ladrones, a los cuales, resistiendo por defender lo nuestro, delante de estos ojos, mataron a un hermano mío que había nombre Arignoto. Estando hablando estas cosas, aquel sabio enojado y triste, Cerdón, el negociante, tomó sus dineros, que había sacado para pagarle su adivinanza y huyó entre la gente; finalmente, Diófanes, tornado en sí, sintió la culpa de su necedad, mayormente que vio que todos los que estábamos alrededor nos reíamos de él, pues que conocía el hado de los otros y no el de su hacienda. —Pero tú, señor Lucio, ¿crees que aquel sabio dijo verdad a ti sólo más que a otro? Dios te dé buenaventura y que hagas buen viaje. Milón tardaba tanto en contar estas patrañas, que yo entre mí me deshacía todo y me enojaba conmigo mismo, que de mi gana había dado causa de poner a Milón en oportunidad de contar fábulas: por lo cual yo había perdido de gozar buena parte de la noche de placer que esperaba. Finalmente, tragada la vergüenza, dije a Milón: —Allá se lo haya Diófanes, pase su fortuna, y si quiere torne otra vez a dar a la mar y a la tierra lo que despojare y robare a los pueblos; pero como aún estoy fatigado del camino de ayer, dame licencia que me vaya temprano a dormir. Y diciendo esto, fuime de allí y entreme en mi cámara, adonde yo hallé bien aparejado de cenar. Capítulo III Que trata cómo levantado Lucio Apuleyo de la mísera mesa de Milón, apesarado con los cuentos y pronósticos del candil, se fue a su cámara, adonde halló aparejado muy cumplidamente de cenar, y después de haber cenado se gozaron en uno, por toda la noche, su amada Fotis y él. Fuera de la puerta de la cámara estaba en el suelo hecha una cama para los mozos, creo por que no oyesen lo que entre nosotros pasaba. Cerca de mi cama estaba una mesa pequeña con muy muchas cosas de comer y sus copas llenas de vino templado, con su agua; demás de esto había allí un vaso lleno de vino, que tenía la boca muy ancha, aparejado para beber. Lo cual todo era buena antecena para la batalla de amores. Luego, como yo fui acostado, he aquí dónde viene mi Fotis, que ya dejaba acostada a su señora, con una guirnalda de rosas y otras deshojadas en el seno, y como llegó, fueme a besar, y después de echar aquellas rosas encima, tomó una taza y templó el vino con agua caliente y diome que bebiese, y antes que lo acabase de beber, arrebató la taza y aquello que quedaba comenzolo a beber, mirándome y saboreando los labios, y de esta manera bebimos otra vez hasta la tercera. Después que ya estaba harto de beber, y no solamente con el deseo, pero también con el cuerpo aparejado a la batalla, dije, enardecido, a Fotis enseñándole las muestras de mi impaciencia: —Ten compasión de mí, y acuéstate pronto, ya tú ves cuánta pena me has dado; porque estando yo con esperanza de lo que tú me habías prometido, después que la primera saeta de tu cruel amor me dio en el corazón, fue causa que mi arco se extendiese tanto, que si no lo aflojas tengo miedo que con el mucho tesón la cuerda se rompa, y si del todo quieres satisfacer mi voluntad, suelta tus cabellos y así me abrazarás. No tardó ella, que, nadando había alzado la mesa prestamente, con todas aquellas cosas que en ella estaban, y, desnudada de todas sus vestiduras, hasta la camisa, y los cabellos sueltos, que parecía la diosa Venus cuando sale del mar, blanca y hermosa, sin vello ni otra fealdad, poniéndose la mano delante de sus vergüenzas, antes haciendo sombra que cubriéndose, dijo: —Ahora haz lo que quisieres, que yo no entiendo ser vencida, ni te volveré las espaldas. Si eres hombre, acomete resuelto y mata muriendo, que hoy la lucha es sin cuartel. Y diciendo esto, acostose, donde cansamos, velando hasta la mañana, recreando nuestra fatiga con el beber de rato en rato, y de esta manera pasamos algunas otras noches. —Deja ya de pregonar, que he aquí aparejada guarda para eso que dic es. Dime qué salario me has de dar. Él dijo: —Te darán mil maravedís; pero mira bien, mancebo, con diligencia; cata que este cuerpo es de un hijo de los principales de esta ciudad; guárdalo bien de estas malas arpías. Yo dije entonces: —¿Qué me estáis ahí contando, necedades y mentiras? ¿No ves que soy hombre de hierro, que nunca entra sueño en mí? Más veo que un lince y más lleno de ojos estoy que Argos. Casi yo no había acabado de hablar cuando me llevó a una casa, la cual tenía cerradas las puertas, y entramos por un postigo, por donde entrome en un palacio obscuro y mostrome una cámara sin lumbre, donde estaba una dueña vestida de luto, cerca de la cual él se sentó diciendo: —Éste viene obligado para guardar fielmente a tu marido. Ella, como estaba con sus cabellos echados ante la cara, aunque tenía luto, estaba hermosa, y mirándome dijo: —Mira bien; cata que te ruego que con gran diligencia hagas lo que has tomado a cargo. Yo le dije: —No cures, señora: mándame aparejar la colación. Lo cual le plugo, y luego se levantó y metiome en una camarilla, donde estaba el difunto cubierto con sábanas muy blancas, y metidos dentro unos siete testigos; alzada la sábana y descubierto el muerto, llorando y demostrando todas las cosas de su cuerpo, pidiendo que fuesen testigos los que estaban presentes, lo cual un escribano asentaba en su registro, ella decía de esta manera: —Veis aquí la nariz entera, los ojos sin lesión, las orejas sanas, los labios sin faltarles cosa, la barba maciza. Vosotros, buenos hombres, dadme por testimonio lo que digo. Y como esto dijo y el escribano lo asentó y signó, partiose de allí. Yo díjele: —Señora, mandad que me provean de todo lo necesario. Ella respondió: —¿Qué es lo que has menester? Yo le dije: —Un candil grande y aceite para que baste hasta el día, y vino en el jarro y agua con su taza, y el plato hecho de lo que os sobra. Ella, moviendo la cabeza, dijo: —Anda vete, loco, que en casa llorosa pides cena y sobras de ella, en la cual ha tantos días continuos que no se ha visto humo; ¿piensas que viniste aquí a comer? ¿Por qué antes no lloras y tomas luto como conviene al lugar donde estás? Diciendo esto, miró a una moza y díjole: —Mirrena, trae presto un candil y aceite, y, encerrado este guarda en la cámara, vete luego. Yo quedé así desconsolado, para consuelo del muerto, y refregados los ojos y armados para velar, halagaba y esforzaba mi corazón cantando así que ya anochecía. Después, la noche comenzada, ya era bien alta y hora de acostar, ya que dormían y callaban todos, a mí me vino un miedo muy grande; y con esto entró una comadreja, la cual me estaba mirando, e hincó los ojos en mí fuertemente, de manera que yo me turbé y enojé porque un animal tan pequeño tuviese tanta audacia de así mirar, y díjele: —¡Oh bestia sucia y mala! ¿Por qué no te vas de aquí y te encierras con los ratoncillos, tus semejantes, antes que experimentes el daño presente que te puedo hacer? ¿Por qué no te vas? En esto volvió las espaldas y luego salió de la cámara. No tardó nada que me vino un sueño tan profundo, como que me lanzó en el fondo del abismo, de tal manera, que el dios Apolo no pudiera fácilmente discernir cuál de ambos los que estábamos echados fuese más muerto. Estando así, sin ánima, y habiendo menester otro que me guardase, casi que no estaba allí donde estaba, el canto de los gallos quebrantó las treguas de la noche; finalmente, que yo desperté, y asombrado de un gran pavor corrí presto al muerto, y traída una lumbre descubrile la cara y comencé con diligencia a mirar todas las cosas de su persona, y hallé que todo estaba sano y entero. En esto entra la mezquinilla de su mujer, llorando y mostrando mucha pena, y entraron con ella los testigos que el día antes había traído. Ella se lanzó sobre el cuerpo muchas veces, besándolo, y con una lumbre en la mano reconociendo y mirándolo todo, y vuelta la cabeza, llamó a un su mayordomo y mandole que pagase luego al buen guardián su premio, el cual luego me fue dado, diciendo: —Mancebo, toma lo tuyo, y muchas gracias te damos, que por cierto por este tu buen servicio te tendremos como uno de los amigos y familiares de la casa. A esto, yo, que no esperaba tal ganancia, lleno de placer tomé mis ducados resplandecientes, y como atónito, pasándolos de una mano a otra, dije: —Antes, señora, me has de tener como uno de tus servidores, y cuando de mí te quieras servir, con confianza lo puedes mandar. Aún no había yo acabado de hablar esto, cuando salen tras mí todos los mozos de casa con armas y palos: el uno me daba de puñadas en la cara; otros, porradas en las espaldas; otros me rompían los costados a coces y me tiraban de los cabellos, me rasgaban los vestidos: hasta que yo fui maltratado y despedazado de la manera que lo fue aquel mancebo Adonis; y así me lanzaron de casa y me fui a una plaza cerca de allí. Y estando tomando algún descanso, recordeme que merecía y era digno de aquellos azotes y mucho más por la descortesía de mi hablar. En esto, he aquí que asoma el muerto ya llorado y plañido, el cual, según la costumbre de aquella tierra, especialmente siendo uno de los principales, lo llevaban públicamente por la plaza con gran pompa de su entierro. Como allí llegaron, vino un viejo con mucha ansia y pena, llorando y mesándose sus canas honradas, y con ambas manos se agarró a la tumba, dando grandes voces entre sollozos y lloros, diciendo: —Por la fe que mantenéis, ¡oh ciudadanos!, y por la piedad de la república, que socorráis al triste muerto; vengad con mucha atención y severidad tan gran traición y maldad contra esta nefanda y mala mujer: porque ésta, y no otro alguno, mató con hierbas a este mezquino mancebo, hijo de mi hermana, por complacer a su adúltero y por robarle su hacienda. De esta manera aquel viejo lloraba, quejándose a todos. Cuando el vulgo oyó aquellas palabras, indignáronse contra la mujer, por ser el hecho verosímil y creíble el crimen, y comienzan a dar voces que traigan fuego para quemarla; otros piden piedras y que la entreguen a los muchachos, que la apedreen. Ella, con palabras bien compuestas y antes pensadas, para excusarse juraba cuanto podía por todos los dioses y negaba tan gran traición. El viejo dijo entonces: —Pues que así es, pongamos el albedrío de esta verdad en la divina Providencia para que lo descubra. Aquí está presente Zaclas, egipcio, principal profeta, el cual se comprometió conmigo por cierto precio a hacer salir de los infiernos el espíritu de este difunto y animar este cuerpo después del paso de la muerte. Y como el viejo esto dijo, llamó allí en medio de todos a un mancebo vestido de lienzo blanco y calzados unos alpargates y la cabeza casi rapada, al cual besaba la mano muchas veces, hincándose de rodillas delante de él y diciendo: —¡Oh sacerdote! Ten piedad de mí, por las estrellas del cielo y por los dioses de la tierra, por los elementos de Natura, por el silencio de la noche, por el crecimiento del Nilo y por la munición y reparo hecho por las golondrinas al crecimiento de este río cerca del castillo de Copto, y por los secretos de Menfis, y por la trompa de la diosa Isis, que desea este mi sobrino vivir brevemente, y a los ojos que ya son para siempre cerrados dales una poca de lumbre; no te ruego yo esto para negar a la tierra lo que es suyo; mas para solaz de nuestra venganza, te pido un poco espacio de vida. El profeta, de esta manera aplacado, tomó una cierta hierba y de ella puso tres ramos en la boca del muerto y otro en el pecho; y vuelto hacia Oriente, donde es el crecimiento del Sol, comenzó entre sí a rezar, y con aquel aparato venerable convirtió a sí a todos los que allí estaban por ver un tan grande milagro. Yo metime en medio de la gente y detrás del túmulo, subime encima de una piedra que estaba un poco alta, desde donde con mucha diligencia miraba todo lo que allí pasaba. Comenzó el muerto poco a poco a vivir: ya el pecho se le alzaba, ya las venas palpitaban, ya el cuerpo, que estaba lleno de espíritu, se levantó y comenzó a hablar, diciendo: —¿Por qué ahora me has hecho tornar a vivir un momento de vida, después de haber bebido del río Leteo y haber ya nadado por el lago Estigio? Déjame, por Dios, déjame, y permite que me esté en mi reposo. Como esta voz fue oída del cuerpo, el profeta se enojó algún tanto y díjole: —¿Por qué no manifiestas al pueblo todas las cosas y declaras los secretos de tu muerte? ¿No sabes tú que con mis encantamientos puedo llamar las furias infernales que te atormenten los miembros cansados? Entonces el difunto se levantó en el lecho donde iba, y desde allí comenzó a hablar al pueblo de esta manera: —Yo fui muerto por las artes de mi nueva mujer, y matome con veneno que me dio de beber, por lo cual muy presto y arrebatadamente dejé mi cama y casa al adúltero. Entonces la buena mujer tomó de las palabras audacia, y con ánimo sacrílego altercaba con el marido resistiendo a sus argumentos. El pueblo, cuando esto oyó, alterose en diversas opiniones; unos decían que aquella pésima mujer viva la debían enterrar con el cuerpo del marido; otros, que no era de dar fe a la mentira del cuerpo muerto; pero estas alteraciones atajó el habla del difunto, el cual, dando un gran gemido, dijo: —Yo os daré muy clara razón de la inviolable y entera verdad, y manifestaré lo que otro ninguno sabe. Entonces, demostrándome con el dedo, prosiguió, diciendo: —Porque a este muy sagacísimo y astuto guardador de mi cuerpo, que me velaba muy bien y con muy gran diligencia, las viejas encantadoras, que deseaban cortarme las narices y orejas, por la cual causa muchas veces se habían tornado en otras figuras, no pudiendo engañar su industria y buena guarda, le echaron un gran sueño, y estando él como enterrado en este profundo sueño, las hechiceras comenzaron a llamar mi nombre, y como mis miembros estaban fríos y sin calor, no pudiendo así presto esforzarse para el servicio del arte mágica; pero él, como estaba vivo, aunque con el sueño casi muerto, y llamábase Capítulo I Cómo Lucio Apuleyo fue preso por homicida y llevado al teatro público para ser juzgado ante todo el pueblo, y cómo el promotor fiscal le puso la acusación para celebrar la fiesta solemne del dios de la risa. Y cómo Apuleyo responde a ella, por defender su inocencia. Otro día, de mañana, saliendo el Sol, yo desperté y comencé a pensar en la hazaña que me había acontecido antenoche; y torciendo las manos y pies, estirándome los dedos y puestas las manos sobre las rodillas, sentado de cuclillas en la cama, lloraba muy reciamente, pensando en mí y teniendo ante los ojos la casa de la justicia, los jueces y la sentencia que contra mí se había de dar y el verdugo que me había de degollar, y decía entre mí: «¿Qué juez puedo yo hallar tan manso y benigno que me haya de dar por inocente y no culpado, estando ensangrentado y untado con sangre de la muerte de tantos hombres ciudadanos? ¿Ésta es aquella prosperidad de mi camino que el sabio Diófanes con mucha vehemencia me decía?» Esto y otras cosas semejantes diciendo y replicando entre mí, lloraba y maldecía mi ventura. Estando en esto, oí abrir las puertas, y con grandes clamores y ruido entrar los alcaldes y alguaciles con mucha compañía y gente de pie, que llenaron toda la casa; y luego dos porteros de maza por mandato de los alcaldes me echaron la mano para llevarme por fuerza, como quiera que yo no resistía; y como llegamos a la primera calleja, toda la ciudad estaba por allí esperándonos, y con mucha frecuencia nos siguió. Y como quiera que yo llevaba los ojos en tierra y aun en los abismos, lanzados con mucha tristeza, torcí un poco la cabeza a un lado y vi una casa de gran maravilla: que entre tanto pueblo como allí estaba, ninguno había que no se rompiese las entrañas de risa; finalmente, habiéndome llevado por las calles públicas de la manera que purgan la ciudad cuando hay algunas malas señales o agüeros, que traen la víctima o animal que han de sacrificar por las calles y rincones de las plazas, así, después de haberme traído por cada rincón de la plaza, pusiéronse delante de la silla de los jueces, que era un cadalso muy alto, donde estaban sentados. Ya el pregonero de la ciudad pregonaba que todos callasen y tuviesen silencio, cuando todos a una voz dicen que por la muchedumbre de la gente, que peligraba por la gran estrechura y apretamiento del lugar, y que este juicio se fuese a juzgar al teatro. Y luego, sin más tardanza, todo el pueblo fue corriendo al teatro, que en muy poco tiempo fue lleno de gente, de manera que las entradas y los tejados todo estaba lleno: unos estaban abrazados a las columnas; otros, colgados de las estatuas; otros, a las ventanas y azoteas, medio asomados, tanto, que con la mucha gana que tenían de ver, se ponían a peligro de su salud. Entonces lleváronme por medio del teatro los hombres de pie de la justicia, como a una víctima que quieren sacrificar, y pusiéronme delante del asentamiento de los jueces. El pregonero, a grandes voces, comenzó otra vez a pregonar, llamando al acusador, el cual, citado, se levantó un viejo para acusarme, y para el espacio o término de su acusación o habla pusieron allí un reloj de agua, que es un vaso sutilmente horadado, a manera de coladera, y echando agua en aquél, gotea poco a poco. Echáronle agua y comenzó el viejo a hablar al pueblo de esta manera: —«Ciudadanos, nobles y honrados: no penséis que se tratan aquí cosas de muy poca substancia, mayormente, que toca a la paz y pro común de toda la ciudad y al buen ejemplo para el provecho de lo porvenir. Así que más os conviene a todos y a cada uno de vosotros, según la dignidad de vuestro cargo, proveer que un homicida malvado como éste no haya cometido sin pena muerte tan cruda y carnicería de tantos hombres. Y no penséis que por tener yo enemistad privada contra éste diga esto por odio propio que le tenga. Porque yo soy capitán de la guardia de la noche, y creo que ninguno hay, de todos cuantos velan de noche hasta hoy, que con razón pueda culpar mi diligencia; yo diré con mucha verdad la cosa cómo pasó. Andando yo anoche, como a las tres horas de la noche, con mucha diligencia, cercando y rondando la ciudad de puerta en puerta, veo este crudelísimo hombre con una espada en la mano matando a cuantos podía; ya tenía entre sus pies tres muertos, que aún estaban expirando, envueltos en mucha sangre, y él, como me sintió y vio el tan grandísimo mal y traición que había hecho, huyó luego, y como hacía muy obscuro, lanzose en una casa, donde toda la noche estuvo escondido. Mas la providencia de los dioses, que no permite a los malhechores quedar sin pena alguna, proveyó que éste, antes que escondidamente huyese, lo prendiese esta mañana y lo presentase ante la autoridad sagrada de vuestro juicio; de manera que aquí tenéis a este culpado de tantas muertes; culpado que fue tomado en el delito; culpado que es hombre extranjero. Así que, con mucha constancia y severidad, pronunciad la sentencia contra hombre extraño de aquel crimen y delito que contra un vuestro ciudadano pronunciárades.» De esta manera hablando, aquel recio acusador, en fin, acabó su cruel razón; y luego el pregonero me dijo que si quería responder a alguna cosa a lo que aquel decía, que comenzase. Pero yo, en todo aquel tiempo, ninguna otra cosa podía hacer sino llorar, y no tanto por oír aquella cruel acusación, cuanto por saber y ser cierto que estaba culpado de aquel delito. Con todo eso, Dios me dio un poco de osadía, con que respondí de esta manera: —No ignoro yo, señores, cuán recia y ardua cosa sea, estando muertos tres ciudadanos, que aquel que es acusado de su muerte, aunque diga verdad y espontáneamente y de su voluntad confiese el hecho, persuada a tanta muchedumbre de pueblo ser inocente y estar sin culpa; mas si vuestra humanidad me quiere dar una poca de audiencia pública, fácilmente os mostraré este peligro de mi cabeza en que ahora estoy, no por mi culpa y merecimiento, sino por caso fortuito y con mucha razón que tuve, lo padezco y sostengo. Porque viniendo de cenar anoche un poco tarde, y habiendo bebido muy bien, lo cual, como crimen verdadero, no dejaré de confesar, llegando ante las puertas de mi posada, que es en casa de Milón, vuestro ciudadano honrado, veo unos cruelísimos ladrones que intentaban entrar en casa y procuraban con toda diligencia de quebrar las puertas y arrancarlas de los quicios, rompiendo las cerraduras con que estaban cerradas, deliberando y determinando ya consigo cómo ellos habían de matar a los que dentro moraban; de los cuales ladrones el más principal, así en cuerpo como en fuerzas, incitaba a los otros con estas y otras palabras: «Ea, mancebos, con esfuerzos de muy valientes hombres y alegres corazones, asaltemos a estos que duermen; apartad de vosotros toda pereza y tardanza; con las espadas en las manos andemos matando por toda la casa; el que halláremos durmiendo, muera luego; el que se defendiere, herirle reciamente, y así nos iremos en salvo si ninguno dejáremos vivo en casa.» Yo, señores, confieso que, pensando hacer oficio de buen ciudadano, y también temiendo no hiciesen mal a mis huéspedes y a mí, con mi espada, que para semejantes peligros traía conmigo, salté sobre ellos por espantarlos y hacerlos huir. Ellos, como hombres bárbaros y crueles, no quisieron huir, antes, aunque me vieron con la espada en la mano, pusiéronse con grande audacia en gran resistencia, hasta que la batalla se partió en dos partes, y el capitán o alférez de ellos, con mucha valentía, arremetió conmigo; con ambas manos trabome de los cabellos, y volviéndome la cabeza atrás, quería darme con una piedra; y en tanto que gritaba pidiendo a otro que le diese la piedra, dile una estocada, que luego cayó muerto; a otro que me mordía de los pies, le di por las espaldas; al tercero que con discreción vino contra mí, por los pechos, y así los despaché a todos tres. En esta manera, hecha y sosegada la paz, la casa de mi huésped y salud de todos defendida y amparada, no pensaba yo que me habían de dar pena, sino que era digno que públicamente fuese alabado: porque hasta hoy no se hallará que, en cosa alguna, yo haya hecho ni cometido crimen ni nunca de ello fui acusado; antes, siempre fui mirado y tenido en honra, y en mi tierra entre los míos siempre mi limpieza e inocencia antepuso a todo otro provecho y utilidad; ni puedo hallar qué razón haya para acusarme de tan justa venganza como fue la que hice contra unos ladrones tan malignos; mayormente, que nadie podrá mostrar que entre nosotros hubiese precedido enemistad antes de ahora, ni que yo los conociese ni hubiese visto en toda mi vida; cuanto más, que no se podría mostrar alguna cosa para robarles, por codicia de la cual se crea haber cometido tan gran crimen. Habiendo hablado de esta manera, los ojos llenos de lágrimas, las manos alzadas, rogando, ora a éstos, ora a aquéllos, suplicaba por pública misericordia y por la caridad y amor de sus hijos. Y como yo creyese que ya todos, por su humanidad estaban conmovidos, habiendo mancilla de mis lágrimas, comencé a protestar y traer por testigos a los ojos del Sol y de la justicia, a quien nada se puede esconder, y encomendando mi caso presente a la providencia de los dioses, alcé un poco la cabeza y veo a todo el pueblo que quería reventar de risa, y no menos a mi buen huésped y padre Milón, que se deshacía riendo. Entonces, cuando yo esto vi, comencé a decir entre mí: —¡Mirad qué fe, mirad qué conciencia! Yo, por la salud de mi huésped, soy homicida y me acusan por matador; y él, no contento que aun siquiera por consolarme no está cerca de mí, antes está riendo de mi suerte. Capítulo III Cómo acabada la fiesta del dios de la risa, Birrena envió a Lucio a que fuese a cenar, y por estar afrentado no lo aceptó, y cómo después de haber cenado con Milón, su huésped, se fue a dormir, donde, venida su Fotis, le descubrió cómo su ama Panfilia era grande hechicera, y por su ocasión había sido afrentado en la fiesta de la risa. Y cómo Lucio le importunó que se la quisiese mostrar, cuando obrase los hechizos que la deseaba mucho ver. En esto, he aquí un criado de Birrena que entró de prisa y díjome: —Ruégate tu madre, Birrena, que vayas a comer con ella, como anoche le prometiste, que es ya hora. Yo, como estaba amedrentado y tenía aborrecida también su casa como las otras, dije: —¡Oh señora madre!, cuánto querría obedecer tus mandamientos, si guardando mi fe lo pudiese hacer, porque mi huésped Milón me tomó juramento por la fiesta presente de este dios de la risa que comiese hoy con él, y así estoy comprometido, que no me conviene hacer otra cosa, ni él se apartará de esto, ni consentirá que yo me aparte de él; por ende, dejemos para adelante la promesa del convite. Estando yo hablando en esto, vino Milón y tomome por la mano para que nos fuésemos a bañar a unos baños que allí estaban cerca. Yo iba por la calle, escondiéndome de los ojos de quien encontrábamos, huyendo de la risa que yo mismo había fabricado, metido y encubierto a su lado; así que ni cómo me lavé ni me limpié, ni cómo torné a casa, con la gran vergüenza no me recuerdo, pero notado y señalado con los ojos, gestos y manos de todos, que casi sin alma estaba pasmado. Finalmente, que habiendo comido la pobre cenilla de Milón y tocado un paño de cabeza, por el gran dolor que en ella tenía, a causa de las muchas lágrimas que me habían salido, tomada fácilmente licencia me entré a dormir; y echado en mi cama, con mucha tristeza, recordábame de todas las cosas, cómo habían pasado, hasta tanto vino mi Fotis, que ya su señora era ida a dormir; la cual vino muy desemejada de como ella era: la cara no alegre, ni con habla graciosa, mas con mucha tristeza y severidad, arrugada la frente y temerosa, que no osaba hablar. Después que comenzó a hablar, dijo: —Yo misma, de mi propia gana, confieso, yo misma digo que fui causa de este enojo. Y diciendo esto, sacó un látigo del seno, el cual me dio y dijo: —Toma este látigo; ruégote que de esta mujer, quebrantadora de fe, tomes venganza, y aun si te pluguiere, cualquier otro mayor castigo que te pareciere; pero una cosa te ruego, creas y pienses, que no te di ni inventé este enojo, de mi gana, a sabiendas: mejor lo hagan los dioses que por mi causa tú padezcas un tantico de enojo; y si alguna adversidad tú has de haber luego, la pague yo con mi propia sangre. Mas lo que a causa de otro a mí mandaron que hiciese, por mi desdicha y mala suerte se tornó y cayó en tu injuria. Entonces yo, incitado de una familiar curiosidad, deseando saber la causa encubierta del hecho pasado, comienzo a decir: —Este látigo, malo y falso, que me diste para que te azotase, antes morirá y lo haré pedazos que tocar con él en tu blanda y hermosa carne. Pero ruégote que con verdad me digas y cuentes en qué manera éste tu yerro se convirtió en mi daño; que por tu vida, que la quiero como la mía, a ninguno podría creer, ni a ti misma, aunque lo digas, que cosa alguna pensases contra mí en daño mío; pero los pensamientos sin malicia, si en contrario cuento sucedieren, no son de culpar ni echarlos a mala parte. Con el fin de estas razones yo besaba los ojos de mi Fotis, que los tenía húmedos de lágrimas, medio cerrados y marchitos. Ella, con esta alegría recreada, díjome: — Señor, te ruego que esperes; cerraré la puerta de la cámara por que no haya algún escándalo de las palabras que con nuestro placer hablaremos. Y diciendo esto, echó la aldaba a la puerta, con su garabatillo bien afirmado, y tornada a mí, abrazándome con ambas manos, díjome con voz muy sutil y queda: —Gran temor y miedo tengo de descubrir los secretos de esta casa y revelar las cosas ocultas y encubiertas de mi señora; pero confiando en tu discreción, que demás de la nobleza de tu generoso linaje y de tu alto ingenio, lleno y consagrado de religión, soy cierta que conoces la santa fe del silencio, en tal manera, que cualquier cosa que yo sometiere al claustro de tu religioso pecho, te ruego y suplico siempre la tengas y guardes, y lo que simple y arrebatadamente te digo, hazlo de remunerar con la tenacidad de tu silencio: porque la fuerza del amor que, más que ninguna de cuantas viven, te tengo, me compele a descubrirte este secreto. Ya sabes todo el estado de nuestra casa, y también sabrás los secretos maravillosos de mi señora, por los cuales le obedecen los muertos, las estrellas se turban, los dioses son apremiados, los elementos le sirven, y en cosa alguna tanto esfuerza la violencia de ésta su arte como cuando ve a algún mancebo gentilhombre que le agrada: lo cual suele acontecer a menudo, que aun ahora está muerta de amores por un mancebo hermoso y de buena disposición, contra el cual ejerce y apareja todas sus artes, manos y artillería. Oíle decir ayer, a vísperas, por estos mismos oídos, amenazando al Sol, que si presto no se pusiese y diese lugar a que la noche viniese para ejercer las cautelas de su arte mágica, que lo haría cubrir de una niebla obscura y que perpetuamente estuviese obscurecido. Este mozo que digo, viniendo allá anteayer del baño, vio estar sentado en casa de un barbero, y como vio que lo afeitaban, mandome a mí que secretamente tomase de los cabellos que le habían cortado y estaban en el suelo caídos; los cuales, como yo comencé a coger a hurto, el barbero me vio, y como nosotras somos infamadas de hechicerías, arrebató de mí riñendo y deshonrándome, diciendo: «Tú, mala mujer, no cesa cada día de hurtar los cabellos de los mancebos bien dispuestos que aquí se afeitan; por Dios, si de esta maldad no te apartas, que sin más tardanza lo digo a los alcaldes y te pongo delante de ellos.» Diciendo y haciendo, lanzó la mano en medio de mis pechos con gran ira, y buscando sacó los cabellos que ya yo tenía allí escondidos. De lo cual yo fui muy enojada. Y conociendo las costumbres de mi señora, que con tales resistencias ella se acostumbraba enojar mucho y darme de palos, acordé irme y no tornar a casa, lo cual no hice por tu causa; pero como yo me partiese de allí triste, por no tornar las manos vacías, veo estar un odrero con unas tijeras trasquilando tres odres de cabrón, los cuales, como los viese estar colgados tersos y muy hinchados, tomé algunos de los pelos que estaban por el suelo, y como eran rojos semejaban a los cabellos de aquel beocio gentilhombre de quien mi ama estaba enamorada: a la cual los di, disimulando la verdad. Mi señora Panfilia, en el principio de la noche, antes que tú tornases de cenar, con la pena y ansia que tenía en su corazón, subió a una azotea de casa que estaba abierta a las partes orientales y a las otras hacia donde querrían mirar, en la cual ella secretamente mora y frecuenta, porque es aparejada para sus artes mágicas. Y ante todas cosas, según su costumbre, aparejó sus instrumentos mortíferos, conviene a saber: todo linaje de especias odoríferas, láminas de cobre con ciertos caracteres, que no se pueden leer, clavos y tablas de navíos, que se perdieron en la mar y fueron llorados. Asimismo tenía allí delante de sí muchos miembros y pedazos de cuerpos muertos, así como narices, dedos y clavos con carne de hombres muertos en el patíbulo. También tenía sangre de muertos a hierro, huesos de cabeza y quijadas sin dientes de bestias fieras. Entonces abrió un corazón, y vistas las venas y fibras cómo bullían, comenzó a rociarlo con diversos licores: ora con agua de fuente, ora con leche de vacas, ora con miel silvestre. Asimismo añadió mulsa, que es hecha de miel y agua cocida. De esta manera, aquellos pelos retorcidos y anudados y con muchos olores perfumados puso en medio de las brasas para quemar. Entonces, con la gran fuerza y poder de la nigromancia, y por la oculta violencia de los espíritus apremiados y constreñidos, aquellos cuerpos, cuyos pelos crujían en el fuego, reciben humano espíritu y sienten y oyen y andan y se van hacia la parte los que llevaban el oro de su mismo despojo y llegaban a la puerta de casa, porfiando entrar, como si fuera aquel mancebo beocio. En esto, tú, engañado con la obscuridad de la noche y con el vino que habías bebido, armado con tu espada en la mano y con gran osadía, casi perdido el seso, como aquel Ajaces griego, no matando ovejas como él destrujó y mató muchas, pero muy más fuerte y esforzadamente mataste tres odres hinchados. De manera que, vencidos los enemigos sin haber mácula de sangre, te abrazaré, no como a matahombres, pero como a mataodres. Siendo yo de esta forma burlado y escarnecido con las graciosas palabras de Fotis, díjele: —Pues que así es, paréceme, señora, que yo podré muy bien contar esta primera gloria de virtud, igualándola al ejemplo de los doce trabajos de Hércules, que como él mató a Gerión, que era de tres cuerpos, o al cancerbero del infierno, de tres cabezas, así yo maté otros tantos odres. Pero por el amor que te tengo y por que sin engaño te remita y perdone todo el delito en que con tanto trabajo y fatiga de mi corazón me lanzaste, te ruego que me digas lo que con mucha vehemencia te demando: y es que me enseñes a tu señora, cuando hace alguna cosa de esta arte mágica, cuando se muda en otra forma. Porque yo soy muy deseoso de conocer y ver por mis ojos alguna cosa de esta nigromancia, como quiera que bien sé yo cierto que tú no eres ruda y sin parte de esta ciencia, lo cual yo sé y siento muy bien, porque he sido hombre que menospreciaba amores y pláticas de mujeres casadas; ahora, con estos tus ojos resplandecientes y tu rostro purpúreo y tus cabellos de oro y tu boca linda y pechos como el Sol relumbrantes, veo que me tienes como un ciervo preso y cautivo, queriéndolo yo, que ni curo de mi mujer e hijos, ni pienso en mi casa, pues ya a esta noche ninguna cosa prefiero ni antepongo. Entonces, Fotis, respondió, diciendo: —¡Cuánto quería yo, señor mío Lucio, enseñarte lo que deseas! Pero mi señora, por su envidia acostumbrada, siempre se aparta a solas y separada de la presencia de todos suele hacer los secretos de su magia; pero por tu amor pondría tu demanda a mi peligro; lo cual yo haré con diligencia, guardando el tiempo y lugar oportunos, con tal condición que, como te dije al principio, tú me des la fe de tener silencio a tan gran secreto. En esta manera hablando y burlándose se incitó la gana de cada uno, y lanzadas las camisas que teníamos vestidas, tornamos a nuestros placeres, de los cuales y del velar ya fatigado me vino sueño a los ojos y dormí hasta que otro día amaneció. aquel mi caballo tendría alguna compasión o conocimiento y me hospedaría y daría el mejor lugar del establo. Mas, ¡oh Júpiter hospedador! ¡Oh divinidad secreta de la fe! Aquel gentil de mi caballo y el otro asno juntaron las cabezas como que hacían conjuración para destruirme, temiendo que yo les comiese la cebada: apenas me vieron llegar al pesebre cuando, bajadas las orejas, con mucha furia me siguen echando pernadas, de manera que me hic ieron apartar de la cebada, que poco antes yo había echado con estas manos a mi fiel servidor y criado. En esta manera, yo maltratado y desterrado, me aparté a un rincón del establo. Capítulo V Que trata cómo estando Apuleyo convertido en asno, considerando su dolor, vinieron súbitamente ladrones a robar la casa de Milón, y cargado el caballo y asno de las alhajas de la casa, huyeron para su cueva. En tanto que estaba entre mí, pensando la soberbia de mis compañeros y el ayuda y remedio de las rosas, que otro día había de haber, tornándome de nuevo Lucio, pensando la venganza que había de tomar de mi caballo, miré a una columna sobre la cual se sustentaban las vigas y maderos del establo, y veo en el medio de la columna una imagen, que estaba metida en un retablillo, de la diosa Epona, la cual estaba adornada do rosas frescas. Finalmente: que, conocido mi saludable remedio, lleno de esperanza alceme cuanto pude con los pies delanteros y levanteme esforzadamente, y tendido el pescuezo, alargando los labios con cuanta fuerza yo podía, procuraba llegar a las rosas. Lo cual yo, con mala dicha procurando, un mi criado que tenía cuidado del caballo, como me vio, levantose con gran enojo y dijo: —¿Hasta cuándo hemos de sufrir esta jaca castrada? Antes, quería comer la cebada de los otros; ahora, quiere hacer daño y enojo a las imágenes de los dioses; por cierto que a este bellaco sacrílego yo le quiebre las piernas y lo amanse. Y luego, buscando un palo, encontró con un haz de leña que allí estaba, del cual sacó un leño nudoso y más grueso de cuantos allí había, y comenzó a sacudirme tantos palos, que no acabó hasta que sonó un gran ruido y golpes a las puertas de casa, y con temeroso rumor de la vecindad, que daba voces: «¡Ladrones, ladrones!» De esto él espantado huyó. Y sin más tardar, súbitamente abiertas las puertas de casa, entra un montón de ladrones, los cuales, armados, cercan la casa por todas partes, resistiendo a los que venían a socorrer de una parte y de otra; porque ellos venían todos bien armados con sus espadas y armas y con hachas en las manos, que alumbraban la noche, de manera que el fuego y las armas resplandecían como rayos del Sol. Entonces llegaron a un almacén que estaba en medio de la casa, bien cerrado con fuertes candados, lleno de todas las riquezas de Milón, y con fuertes hachas quebraron las puertas: el cual abierto, sacaron todas las riquezas que allí había, y muy prestamente hechos sus líos de todo ello, repártenlos entre sí. Pero la mucha carga excedía el número de bestias que lo habían de llevar. Entonces, ellos, puestos en necesidad por la abundancia de la gran riqueza, sacaron del establo a nosotros los asnos y a mi caballo y cargáronnos con cuanto mayores cargas pudieron, y dejando la casa vacía y metida a saco mano, dándonos de varadas, nos llevaron; y para que les avisase de la pesquisa que se hacía de aquel delito, dejaron allí a uno de sus compañeros. Y dándonos mucha prisa y varadas, lleváronnos fuera de camino por esos montes; yo, con el gran peso de tantas cosas como llevaba y con las cuestas de aquellas sierras y el camino largo, casi no había diferencia de mí a un muerto. Yendo así, vínome al pensamiento, aunque tarde, pero de veras, recurrir a la ayuda de la justicia para que, invocando el nombre del emperador César, me pudiese librar de tanto trabajo. Finalmente, como ya fuese bien claro el día, pasando que pasábamos una aldea bien llena de gente, porque había allí feria aquel día, entre aquellos griegos y gentes que allí andaban quise invocar el nombre de Augusto César en lenguaje griego, que yo sabía bien, por ser mío de nacimiento. Y comencé valiente y muy claro a decir: «ho, ho»; lo otro que restaba del nombre de César nunca lo pude pronunciar. Los ladrones, cuando esto oyeron, enojados de mi áspero y duro canto, sacudiéronme tantos palos, hasta que dejaron el triste de mi cuero tal que aun para hacer cribas no era bueno. Al fin, Dios me deparó remedio no pensado, y fue éste: que como pasábamos por muchos casares y aldehuelas, vi un huerto muy hermoso y deleitable, en el cual, además de otras muchas hierbas, había allí rosas incorruptas y frescas con el rocío de la mañana. Yo, como las vi, con gran deseo y ansia, esperando la salud, alegre y muy gozoso llegueme cerca de ellas; y ya que movía los labios para comerlas, vínome a la memoria otro consejo muy más saludable, creyendo que si dejase así de improviso de ser asno y me tornase hombre, manifiestamente caería en peligro de muerte por las manos de los ladrones. Porque sospecharían que yo era nigromántico o que los había de acusar del robo. Entonces, con necesidad, me aparté de las rosas, y sufriendo mi desdicha presente, en figura de asno roía heno con los otros. mí, valientes y muchos, y tan grandes que eran para pelear con osos y leones, del mismo peligro me vino el consejo: dejé de huir a la sierra y torneme para casa corriendo cuanto más podía, y lanceme en el establo de donde había salido. Ellos, de que vieron pacificados los perros, tomáronme con un cabestro bien recio y atáronme a una argolla, dándome otra vez tantos palos, que cierto me mataran, si no fuera que con el dolor de los palos, como tenía la barriga tersa y llena de coles crudas, vínome flujo y solté un chisquete, que unos, rociados de aquel extremo licor, y otros, del gran hedor que les dio, se apartaron de mis abiertas espaldas. No tardó mucho, que ya pasaba del mediodía que el Sol se inclinaba, cuando los ladrones sacaron a mí y a los otros del establo y cargáronnos de nuestras cargas, aunque la echaron a mí más pesada. Ya que habíamos andado buena parte del camino, yo iba muy desfallecido con el largo camino y cansado con el peso de la gran carga, y fatigado con los golpes de las varadas que me daban, y también iba cojo y titubeando, porque llevaba los pies y manos desportillados. Llegando cerca de un arroyo que corría mansamente, pareciome haber hallado, con mi buena dicha, sutil ocasión para lo que pensaba: lo cual era derrengarme por las ancas y echarme en tierra muy cierto y obstinado de no levantarme para pasar el agua con ningunos palos que me diesen; y aun aparejado no solamente a sufrir palos, pero aunque me diesen con una espada, antes morir que levantarme; porque yo pensaba que ya como cosa débil y casi muerto era merecedor de ser ahorrado; y también creía cierto que los ladrones, así por no sufrir tardanza como por huir con mucha prisa, quitarían la carga de mis cuestas y la repartirían por los otros dos mis compañeros, y por vengarse mejor de mí, que me dejarían allí para que me comiesen los lobos y buitres. Pero mi desdichada suerte pervertió tan bello consejo, porque el otro asno, adivinado y tomado mi pensamiento, mintiendo que iba cansado, cayó con su carga en tierra. Y caído así de manera de muerto, ni con que le daban de palos, ni con aguijones, ni por alzarle por la cola, ni por las orejas, ni aunque le alzaban las piernas de una parte a otra, nunca probó a levantarse; hasta que, finalmente, los ladrones, fatigados con la postrimera esperanza, habiendo hablado entre sí, porque no estuviesen tanto sirviendo a un asno muerto y más en verdad se podría decir de piedra, y no detuviese su huida, quitáronse la carga y repartiéronla entre mí y mi caballo, y a él con sus espadas cortáronle las piernas y apartáronle un poco del camino, y medio vivo lanzáronlo de una altura abajo en un valle muy hondo. Entonces, yo, pensando entre mí la desdicha del triste de mi compañero, acordé, apartados de mí todos fraudes y engaños, como buen asno provechoso servir a mis señores. Cuanto más que, según lo que yo les oía estar hablando, cerca de allí estaba su casa, donde habíamos de descargar y reposar del fin de nuestro camino, porque allí era su morada. Finalmente, pasada una cuestecilla no muy áspera, llegamos al lugar adonde íbamos. En llegando, luego nos descargaron y metieron con muy mucha diligencia; metieron lo que traíamos dentro de casa; yo, aliviado del peso de la carga, por refrescarme del cansancio del largo camino, en lugar de baño, comencé a revolcarme por el polvo. Capítulo II En el cual Lucio Apuleyo describe elegantemente aquella deleitosa montaña donde los ladrones tenían su cueva; donde, llegados, puestas a recaudo las riquezas que llevaban, y refrescados del trabajo, se sentaron a comer, y venida otra compañía de ladrones de la compañía, cuentan cómo perdieron dos capitanes suyos en la ciudad de Beocia. Paréceme que, en este lugar, el tiempo y la misma cosa demanda que recuente el sitio y forma de aquella estancia y cueva donde los ladrones moraban, porque en ella yo experimentaré mi ingenio y haré que vosotros sintáis si por ventura, en mi descreción y seso, yo era ajeno como parecía. Era allí una montaña bien alta y muy horrible y umbrosa de muchos árboles silvestres; de esta montaña descendían ciertos cerros llenos de muy ásperos riscos y peñas, que no había persona que pudiese llegar a ellos, los cuales la ceñían; abajo había muchas y hondas lagunas en aquellos valles, llenas de espinas y zarzas que, naturalmente, fortalecían aquel lugar; de encima del monte descendía una fuente de agua muy hermosa y clara, que parecía color de plata, y corría por tantas partes, que henchía los valles que abajo estaban, a manera de un mar o de un gran río o lago que está quedo. Estaba una gran torre a la puerta de la cueva, donde llegaban las puntas de los cerros, con un muro fuerte que era aparejado para encerrar ovejas, altas las paredes de una parte y de otra. Entre ellas iba un pequeño camino hasta la puerta de la cueva. La cual estancia, según que yo bien conocí, no puede ser otra cosa sino cueva de ladrones; cerca de ella ninguna otra habitación había, salvo una chozuela hecha de carrizos, donde los ladrones, por suertes, según que después yo supe, velaban a noches por atalaya. Así, que descargáronnos ante la puerta, y ellos cargados de lo que nosotros traíamos lanzáronse en la cueva, y a nosotros atáronnos con los cabestros, bien recios, a la puerta; luego comenzaron a reñir con una vejezuela corcova de vieja, la cual sólo tenía cargo de la guarda y salud de tantos mancebos, y dícenle: —¡Oh sepulcro de la muerte, deshonra de la vida, enojo del infierno! ¿Así nos has de burlar estándote sentada, no haciendo nada, que no nos tengas aparejado algún solaz y refección por tantos y tan grandes peligros y trabajos como hemos pasado? Que tú, días y noches, no entiendes en otra cosa que lanzar vino en ese tu vientre sediento, que nunca se harta. La vieja, con su voz medrosa y temblando, respondió a éste diciendo: —¡Oh señores, valientes mancebos y mis defensores fidelísimos!, todo está presto y aparejado abundantemente: yo tengo guisado de comer muy sabroso, muy mucho pan y mucho vino puesto en sus copas, y jarros limpios y bien fregados, y también tengo agua cocida, como es costumbre, para que en tumulto y juntos os lavéis. En acabando la vieja de decir esto, ellos se desnudaron luego, y desnudos y lavados con agua caliente, después de recreados al fuego, untáronse con aceite. Y puestas las mesas con sus manjares, sentáronse a comer. Luego, en aquel tiempo que se sentaron a la mesa, he aquí que vienen otros mancebos más que los que estaban; los cuales, en viéndolos, quienquiera viera que eran ladrones como los otros. Porque éstos también traían muchos vasos y monedas de oro y plata, vestiduras y ropas de seda y brocado. Así que, por el semejante, lavados y refrescados, sentáronse a comer con sus compañeros, y cada uno de todos ellos, por su suerte, levantábanse a servir a los otros; ellos comían y bebían sin orden los manjares a montones, el pan a canastos, el beber sin cuenta ni razón; burlan unos con otros a voces, cantan con gran ruido, juegan entre sí, motejándose, y todas las otras cosas semejantes al convite de los medios fieros lapitas, tebanos y centauros. Entonces un mancebo de aquéllos, que parecía más valiente que los otros, dijo: —Nosotros combatimos esforzadamente la casa de Milón de Hipata y demás de la presa y grandes riquezas que por nuestro esfuerzo ganamos; tornamos a nuestra casa todos sin que uno faltase. Y aun, si hace a propósito, digo que venimos con ocho pies más acrecentados. Pero vosotros, que habéis andado por las ciudades de Beocia, ¿dónde perdisteis vuestro muy esforzado capitán Lamaco y habéis disminuido el número de vuestra flaca y débil compañía? Cierto yo quisiera más su salud y remedio que todo cuanto trajisteis en estos líos y fardeles; pero en cualquier manera que su virtud haya perecido, la memoria y fama de tan gran varón podrá ser celebrada entre los reyes ínclitos y grandes capitanes de batallas. Que hablando verdad, vosotros sois ladrones hombres de bien, medrosillos y para hurtos pequeños y de esclavos, andando por los baños y casillas de viejas escudriñando sus rinconcillos. A esto comenzó a hablar uno de aquellos que estaba al cabo de todos, y dijo: —¡Como tú solo ignoras que las casas mayores son más fáciles de robar que las otras, porque, como quiera que en las casas grandes hay muchos servidores, cada uno cura más de su salud que de la hacienda de su señor! Pero los hombres de bien, solitarios y modestos, sus bienes, pocos o muchos, disimuladamente los encubren y reciamente los defienden, y con peligro de su sangre y vida los fortalecen. El mismo negocio que ahora pasó os hará creer lo que digo. Casi como llegamos a Tebas, ciudad de Beocia, que es principal para el trato de esta nuestra arte, andando con diligencia buscando lo que habíamos de robar entre los populares, no se nos pudo esconder Criseros, un cambiador muy rico y señor de gran dinero, el cual, por miedo de los tributos y pechos de la ciudad, con grandes artes disimulaba y encubría gran riqueza. Finalmente, que él, solo y solitario en una pequeña casa, aunque bien fortalecida, contento, sucio y mal vestido, dormía sobre los zurrones de oro; así, que todos de un voto acordamos que el primer ímpetu y combate fuese en esta casa, porque, todos a una, comenzada la batalla, sin dificultad pudiésemos apañar los dineros de aquel cambiador rico. Lo cual, puesto en obra, al principio de la noche fuimos a las puertas de su casa, las cuales ni pudimos alzar ni mover ni quebrar, porque, como eran fuertes, el ruido de ellas despertó toda la vecindad en daño nuestro. Entonces aquel esforzado nuestro capitán y alférez Lamaco, con la fianza de su gran esfuerzo y valentía, metió la mano poco a poco por aquel agujero que se mete la llave para abrir la puerta, y probaba a arrancar el pestillo o cerradura. Pero aquel Criseros malvado y maligno, más que hombre del mundo estaba velando, y sintiendo lo que pasaba, vínose hacia la puerta muy pasico, que casi no resollaba, y traía en su mano un gran clavo y martillo, con el cual súbitamente, con gran golpe e ímpetu, enclavó la mano de nuestro capitán en la tabla de la puerta; y dejado allí cruelmente clavado, como quien lo deja en la horca, subiose encima de una azotea de su casilla, y de allí, con grandes voces, llamaba a los vecinos, rogándoles por sus propios nombres y llamándolos que socorriesen a la salud de todos, porque su casa ardía a vivas llamas. Cuando los vecinos oyeron esto, cada uno, espantado del peligro que les podía venir a su casa por la vecindad de la del cambiador, venían corriendo a socorrerle. Entonces nosotros, puestos en uno de dos peligros, o de matar a nuestro compañero o desampararlo, acordamos un remedio terrible, queriéndolo él, y fue éste: que cortamos el brazo a nuestro capitán por la coyuntura donde se junta con el hombro, y dejado allí el en el cuero y comenzó a tratarlo y ablandarlo para ejercitarse en lo que había de hacer. Entonces nosotros rehenchimos algunas partes del cuero con tacos y lana, para igualarlo todo, y la junta del cuero, aunque era bien sutil, cosímosla, y con los pelos de una parte y de otra cubrímoslo muy bien. Hicimos a Trasileón que juntase su cabeza con la de la osa, cerca del pescuezo, y por las narices y ojos de la osa abrimos ciertos agujeros por donde pudiese mirar y resollar. Así, que nuestro valiente compañero, hecho bestia, lanzámoslo en una jaula que compramos por poco precio, en la cual él entró con gran esfuerzo y muy presto. De esta manera comenzado nuestro negocio, lo que restaba para el engaño, proseguimos en este modo: Supimos cómo este Democares tenía un grande amigo en Tracia, que se llamaba Nicanor, del cual fingimos cartas que le escribía, diciendo que por honrar sus fiestas le enviaba aquel presente, que era la primera bestia que había cazado. Así, que siendo ya prima noche, aprovechándonos de la ayuda de ella, presentamos la jaula, con Trasileón dentro, a Democares, y dímosle aquellas cartas falsas. El cual, maravillándose de la grandeza de la bestia y muy alegre de la liberalidad de su amigo, mandó luego darnos diez ducados de oro, por ser los que le habíamos traído tanto placer y gozo. Entonces, como suele acaecer que las cosas nuevas atraen los corazones de los hombres a querer ver lo que súbitamente acontece, muchos venían a ver aquella bestia, maravillándose de su grandeza. Pero Trasileón, con astucia y discreción, desmentíales la vista con su fiero ímpetu, saltando a una parte y a otra. Todos a una voz decían que Democares era dichoso, que después de habérsele muerto tantos animales y bestias como tenía, había resistido y contradicho a la Fortuna, pues que de nuevo tal joya le era venida. Así que Democares mandó llevar la osa al pasto donde las otras andaban. Entonces yo le dije: —Mira, señor, lo que haces, porque esta bestia viene fatigada de la calor del Sol y del largo camino; paréceme que por ahora no se debía echar con las otras fieras, mayormente que, según he oído decir, están enfermas y amorbadas; antes la deberías mandar poner en algún lugar ancho y que corra grande aire por de dentro, en esta tu casa, y aun, si pudiese ser que estuviese cerca de alguna alberca o laguna de agua fresca. ¿Cómo, señor, no sabes tú que la natura de estas bestias es buscar y andar siempre en montañas espesas y valles húmedos, en collados fríos y fuentes claras y deleitosas? Con estas palabras, Democares, habiendo miedo que no se le muriese aquélla como las otras muchas que se le habían muerto, fácilmente consintió a nuestras persuasiones, y mandó que pusiésemos la jaula o caja donde a nosotros pareciese. Además de esto, yo dije que si él mandaba, que estábamos prestos a velar allí algunas noches cerca de la jaula, para dar de comer a la bestia cuando menester fuese, por que prestamente se le quitase la fatiga del sol y cansancio del camino. A esto respondió Democares: —No es menester que os pongáis en este trabajo, porque todos los de mi casa, por la luenga costumbre, están bien ejercitados para saber curar en estas bestias. Dicho esto, tomamos licencia y fuímonos. Saliendo por la puerta de la ciudad vimos estar un enterramiento, apartado y escondido del camino: allí abrimos algunos de aquellos sepulcros medio abiertos, donde moraban aquellos muertos, hechos ceniza y comidos de carcoma, para esconder allí lo que robásemos. Después, al principio de la noche, según es costumbre de ladrones, al primer sueño, cuando más gravemente carga los cuerpos humanos, con toda nuestra gente armada fuimos a ponernos ante las puertas de Democares para robarlo, como cuando vamos citados a juicio. No menos fue perezoso Trasileón, que, como vio la oportunidad de la noche, saltó fuera de la jaula y luego degolló con su espada a los que lo guardaban y dormían cerca de él, y también al portero. Después abrionos las puertas, y como nosotros prestamente nos lanzamos en casa, mostronos un almacén donde antes de la noche sagazmente él vio meter y encerrar mucha plata: al cual, quebradas las puertas por fuerza, mandó a cada uno de los compañeros que entrasen y cargasen cuanto pudiesen llevar de aquel oro y plata, y prestamente lo llevasen a esconder en las casas de aquellos fieles muertos. Y que luego, corriendo, tornasen por más, y que para lo demás, yo quedaría allí al umbral de las puertas, a resistir si alguno viniese, y para espiar solícitamente hasta que tornasen. Además de esto, la osa andaba por casa aparejada para matar a los que despertasen, porque, en la verdad, ¿quién podría ser tan fuerte y esforzado que viendo una forma de bestia tan fiera, y mayormente de noche, que, vista, no se pusiese a huir, y aceleradamente, o que no echase la aldaba a la puerta de su cámara y se encerrase de miedo? Estas cosas así prósperamente dispuestas, sucedió en ellas fin desdichado, porque en tanto que yo estaba esperando a mis compañeros que tornasen, un esclavillo de casa, que parece Dios le despertó, como vio la osa que libremente discurría por toda la casa, vase muy pasico y callando de cámara en cámara, llamando a unos y a otros, diciéndoles lo que había visto. No tardó mucho cuando salen todos de una parte y de otra, que hinchen toda la casa, unos con candiles, otros con teas, otros con mechones de sebo y otros instrumentos de lumbre para de noche que alumbraban toda la casa, y nadie de los que salieron venía sin armas: unos con lanzas y dardos, otros, las espadas sacadas, se ponían a guardar las puertas y postigos de casa. Además de esto, llamaban los perros de monte, grandes y bravos como leones, exhortándolos para tomar la osa. Cuando yo esto vi, y que crecía el ruido y tumulto, aparteme de casa, retrayéndome un poco, y púseme tras de la puerta, de donde veía a Trasileón pelear y resistir maravillosamente a los perros; el cual como quiera que estaba en el último término de su vida, no se le olvidaba su esfuerzo y virtud, ni la fe de nuestra compañía, antes, con cuanto ímpetu podía, resistía a la muerte y a la boca del cancerbero infernal; así que, reteniendo con la vida la figura de la osa, que había tomado, ora huyendo, ora resistiendo, con actos varios y movimientos de su cuerpo, finalmente se escapó huyendo, por la puerta de fuera, y aunque ya estaba en la calle pública, donde hay libertad para poder escapar huyendo, no lo pudo hacer, porque otros muchos perros de esas callejas cercanas, asaz bravos y fieros, se mezclaron con aquellos monteros de casa, que seguían a la osa, y hechos una compañía, yo vi una negra, amarga y miserable vista. Nuestro Trasileón estaba ceñido y cercado de estos perros, de una parte y de otra, que le mordían y despedazaban muy cruelmente. Entonces yo, no pudiendo sufrir tanto dolor, lanceme en medio de la gente, y, en lo que podía, ayudaba secretamente a nuestro buen compañero, persuadiendo a los principales de esta caza, en esta manera: —¡Oh qué gran mal! ¡Oh qué extremo daño y pérdida! ¿Por qué queremos perder ahora una tan preciada y hermosa bestia? Pero todas estas cautelas no aprovecharon al desdichado mancebo, porque, diciendo esto, salió de casa un hombre alto de cuerpo y valiente, el cual arrojó una lanza a la osa, que se la metió por medio de las entrañas, y tras de él, otro hizo lo mismo, y otros muchos, ya perdido el miedo, con sus espadas, de una parte y de otra, arremetieron a la osa, dándole hasta que la mataron. En todo esto, Trasileón, gloria y honra de nuestra capitanía, dio el ánima digna de inmortalidad, con tanta paciencia y esfuerzo, que ni en voces ni en gemidos descubrió la fe del juramento que había hecho; mas, ya despedazado de las bocas de los perros y atravesado de las lanzas y espadas, sufriéndose de no dar voces con un manso bramido, como de alguna bestia muy fiera, tomando la muerte con ánimo muy generoso, reservó para sí gloria y dio su vida a los hados. Tanto miedo y espanto tenían todos de aquella osa, que hasta otro día bien tarde ninguno fue osado de tocarle solamente con el dedo, aunque estaba muerta tendida, hasta que uno de éstos que andaba a desollar bestias, con miedo y poco a poco se llegó, y así un poco esforzado a abrir la barriga de la osa, de donde sacó aquel magnífico ladrón. En esta manera fue muerto Trasileón, como quiera que no pereció su gloria. Entonces nosotros cogimos nuestros líos, que tenían guardados aquellos fieles muertos, y, cuan presto pudimos, salimos de los términos de aquella ciudad de Plateas. Una cosa veníamos siempre platicando entre nosotros: que ninguna fe se puede hallar entre los vivos, porque enojada y malquista de nuestra maldad, se es ida a vivir y está con los muertos. Finalmente, que de esta manera fatigados, con la carga y camino áspero, con tres de nuestros compañeros, vinimos cargados de esta presa que veis. Acabada la habla, toman sus tazas doradas llenas de vino puro, y sacrifican, gustando un poco, en memoria de los tres compañeros muertos, y después de haber cantado ciertas canciones a dios Marte, reposaron un rato. porque además de tener por cierto que los sueños de día son falsos, aun las visiones o sueños de la noche traen los fines y salidas contrarios, porque llorar o ser herido o muerto traen el fin próspero y de mucha ganancia, y, por el contrario, reír o comer cosas dulces y sabrosas, o hallarse en placeres con quien bien quiere, significa gran tristeza del corazón o enfermedad del cuerpo u otros daños y fatigas. Pero yo te quiero consolar y decirte una novela muy linda, con que olvides esta pena y trabajo. La cual luego comenzó en esta manera: Capítulo V En el cual la vieja madre de los ladrones, conmovida de piedad de las lágrimas de la doncella que estaba en la cueva presa, le contó una fábula por ocuparla que no llorase. —Érase en una ciudad un rey y una reina, y tenían tres hijas muy hermosas: de las cuales, dos de las mayores, como quiera que eran hermosas y bien dispuestas, podían ser alabadas por loores de hombres; pero la más pequeña, era tanta su hermosura, que no bastan palabras humanas para poder exprimir ni suficientemente alabar su belleza. Muchos de otros reinos y ciudades, a los cuales la fama de su hermosura ayuntaba, espantados con admiración de su tan grande hermosura, donde otra doncella no podía llegar, poniendo sus manos a la boca y los dedos extendidos, así como a la diosa Venus, con sus religiosas adoraciones la honraban y adoraban. Y ya la fama corría por todas las ciudades y regiones cercanas, que ésta era la diosa Venus, la cual nació en el profundo piélago de la mar y el rocío de sus ondas la crió. Y decían asimismo que otra diosa Venus, por influición de las estrellas del cielo, había nacido otra vez, no en la mar, pero en la tierra, conversando con todas las gentes, adornada de flor de virginidad. De esta manera su opinión procedía de cada día, que ya la fama de ésta era derramada por todas las islas de alrededor en muchas provincias de la tierra: muchos de los mortales venían de luengos caminos, así por la mar como por tierra, a ver este glorioso espectáculo que había nacido en el mundo; ya nadie quería navegar a ver la diosa Venus, que estaba en la ciudad de Paphos, ni tampoco a la isla de Gnido, ni al monte Citerón, donde le solían sacrificar; sus templos eran ya destruidos, sus sacrificios olvidados, sus ceremonias menospreciadas, sus estatuas estaban sin honra ninguna, sus aras y sus altares sucios y cubiertos de ceniza fría. A esta doncella suplicaban todos, y debajo de rostro humano adoraban la majestad de tan gran diosa, y cuando de mañana se levantaba, todos le sacrificaban con sacrificios y manjares, como le sacrificaban a la diosa Venus. Pues cuando iba por la calle o pasaba alguna plaza, todo el pueblo con flores y guirnaldas de rosas le suplicaban y honraban. Esta grande traslación de honras celestiales a una moza mortal encendió muy reciamente de ira a la verdadera diosa Venus, y con mucho enojo, meciendo la cabeza y riñendo entre sí, dijo de esta manera: «Veis aquí yo, que soy la primera madre de la natura de todas las cosas; yo, que soy principio y nacimiento de todos los elementos; yo, que soy Venus, criadora de todas las cosas que hay en el mundo, ¿soy tratada en tal manera que en la honra de mi majestad haya de tener parte y ser mi aparcera una moza mortal, y que mi nombre, formado y puesto en el cielo, se haya de profanar en suciedades terrenales? ¿Tengo yo de sufrir que tengan en cada parte duda si tengo yo de ser adorada o esta doncella y que haya de tener comunidad conmigo, y que una moza, que ha de morir, tenga mi gesto que piensen que soy yo? Según esto, por demás me juzgó aquel pastor que por mi gran hermosura me prefirió a tales diosas: cuyo juicio y justicia aprobó aquel gran Júpiter; pero ésta, quienquiera que es, que ha robado y usurpado mi honra, no habrá placer de ello: yo le haré que se arrepienta de esto y de su ilícita hermosura.» Y luego llamó a Cupido, aquel su hijo con alas, que es asaz temerario y osado; el cual, con sus malas costumbres, menospreciada la autoridad pública, armado con saetas y llamas de amor, discurriendo de noche por las casas ajenas, corrompe los casamientos de todos y sin pena ninguna comete tantas maldades que cosa buena no hace. A éste, como quiera que de su propia natura él sea desvergonzado, pedigüeño y destruidor, pero de más de esto ella le encendió más con sus palabras y llevolo a aquella ciudad donde estaba esta doncella, que se llamaba Psiche, y mostrósela, diciéndole con mucho enojo, gimiendo y casi llorando, toda aquella historia de la semejanza envidiosa de su hermosura, diciéndole en esta manera: «¡Oh hijo!, yo te ruego por el amor que tienes a tu madre, y por las dulces llagas de tus saetas, y por los sabrosos juegos de tus amores, que tú des cumplida venganza a tu madre: véngala contra la hermosura rebelde y contumaz de esta mujer, y sobre todas las otras cosas has de hacer una, la cual es que esta doncella sea enamorada, de muy ardiente amor, de hombre de poco y bajo estado, al cual la Fortuna no dio dignidad de estado, ni patrimonio, ni salud. Y sea tan bajo que en todo el mundo no halle otro semejante a su miseria.» Después que Venus hubo hablado esto, besó y abrazó a su hijo y fuese a la ribera de un río que estaba cerca, donde con sus pies hermosos holló el rocío de las ondas de aquel río, y luego se fue a la mar, adonde todas las ninfas de la mar le vinieron a servir y hacer lo que ella quería, como si otro día antes se lo hubiese mandado. Allí vinieron las hijas de Nereo cantando, y el dios Portuno, con su áspera barba del agua de la mar y con su mujer Salacia, y Palemón, que es guiador del Delfín. Después, las compañías de los Tritones, saltando por la mar: unos tocan trompetas y otros trazan un palio de seda por que el Sol, su enemigo, no le tocase; otro pone el espejo delante de los ojos de la señora, de esta manera nadando con sus carros por la mar; todo este ejército acompañó a Venus hasta el mar océano. Entre tanto, la doncella Psiches, con su hermosura, sola para sí, ningún fruto recibía de ella. Todos la miraban y todos la alababan; pero ninguno que fuese rey ni de sangre real, ni aun siquiera del pueblo, la llegó a pedir, diciendo que se quería casar con ella. Maravillábanse de ver su divina hermosura, pero maravillábanse como quien ve una estatua pulidamente fabricada. Las hermanas mayores, porque eran templadamente hermosas, no eran tanto divulgadas por los pueblos y habían sido desposadas con dos reyes, que las pidieron en casamiento, con los cuales ya estaban casadas y con buena ventura apartadas en su casa; mas esta doncella Psiches estaba en casa del padre, llorando su soledad, y, siendo virgen, era viuda; por la cual causa estaba enferma en el cuerpo y llagada en el corazón; aborrecía en sí su hermosura, como quiera que a todas las gentes pareciese bien. El mezquino padre de esta desventurada hija, sospechando que alguna ira y odio de los dioses celestiales hubiese contra ella, acordó de consultar el oráculo antiguo del dios Apolo, que estaba en la ciudad de Milesia, y con sus sacrificios y ofrendas, suplicó a aquel dios que diese casa y marido a la triste de su hija. Apolo, como quiera que era griego y de nación jonia, por razón del que había fundado aquella ciudad de Milesia, sin embargo respondió en latín estas palabras: «Pondrás esta moza adornada de todo aparato de llanto y luto, como para enterrarla, en una piedra de una alta montaña y déjala allí. No esperes yerno que sea nacido de linaje mortal; mas espéralo fiero y cruel, y venenoso como serpiente: el cual, volando con sus alas, fatiga todas las cosas sobre los cielos, y con sus saetas y llamas doma y enflaquece todas las cosas; al cual, el mismo dios Júpiter teme, y todos los otros dioses se espantan, los ríos y lagos del infierno le temen.» El rey, que siempre fue próspero y favorecido, como oyó este vaticinio y respuesta de su pregunta, triste y de la mala gana tornose para atrás a su casa. El cual dijo y manifestó a su mujer el mandamiento que el dios Apolo había dado a su desdichada suerte, por lo cual lloraron y plañeron algunos días. En esto ya se llegaba el tiempo que había de poner en efecto lo que Apolo mandaba: de manera que comenzaron a aparejar todo lo que la doncella había menester para sus mortales bodas; encendieron la lumbre de las hachas negras con hollín y ceniza, y los instrumentos músicos de las bodas se mudaron en Capítulo I Cómo la vieja, prosiguiendo en su cuento por consolar a la doncella, le cuenta cómo Psiches fue llevada a unos palacios muy prósperos, los cuales describe con mucha elocuencia, donde por muchas noches holgó con su nuevo marido Cupido. —Psiches, estando acostada suavemente en aquel hermoso prado de flores y rosas, aliviose de la pena que en su corazón tenía y comenzó dulcemente a dormir. Después que suficientemente hubo descansado, levantose alegre y vio allí cerca una floresta de muy grandes y hermosos árboles, y vio asimismo una fuente muy clara y apacible; en medio de aquella floresta, cerca de la fuente, estaba una casa real, la cual parecía no ser edificada por manos de hombres, sino por manos divinas: a la entrada de la casa estaba un palacio tan rico y hermoso, que parecía ser morada de algún dios, porque el zaquizamí y cobertura era de madera de cedro y de marfil maravillosamente labrado; las columnas eran de oro, y todas las paredes cubiertas de plata. En la cual estaban esculpidos bestiones y animales que parecía que arremetían a los que allí entraban. Maravilloso hombre fue el que tanta arte sabía, y pienso que fuese medio dios, y aun creo que fuese dios el que con tanta sutilidad y arte hizo de la plata estas bestias fieras. Pues el pavimento del palacio todo era de piedras preciosas, de diversos colores, labradas muy menudamente como obra mosaica: de donde se puede decir una vez y muchas que bienaventurados son aquellos que huellan sobre oro y piedras preciosas; ya las otras piezas de la casa, muy grandes y anchas y preciosas, sin precio. Todas las paredes estaban enforradas en oro, tanto resplandeciente, que hacía día y luz asimismo, aunque el Sol no quisiese. Y de esta manera resplandecían las cámaras y los portales y corredores y las puertas de toda la casa. No menos respondían a la majestad de la casa todas las otras cosas que en ella había, por donde se podía muy bien juzgar que Júpiter hubiese fundado este palacio para la conversación humana. Psiches, convidada con la hermosura de tal lugar, llegose cerca y con una poca de más osadía entró por el umbral de casa, y como le agradaba la hermosura de aquel edificio, entró más adelante, maravillándose de lo que veía. Y dentro en la casa vio muchos palacios y salas perfectamente labrados, llenos de grandes riquezas, que ninguna cosa había en el mundo que allí no estuviera. Pero sobre todo, lo que más se podría hombre allí maravillar, demás de las riquezas que había, era la principal y maravillosa que ninguna cerradura ni guarda había allí, donde estaba el tesoro de todo el mundo. Andando ella con gran placer, viendo estas cosas, oyó una voz sin cuerpo que decía: «¿Por qué, señora, tú te espantas de tantas riquezas? Tuyo es todo esto que aquí ves; por ende, éntrate en la cámara y ponte a descansar en la cama, y cuando quisieres demanda agua para bañarte, que nosotras, cuyas voces oyes, somos tus servidoras y te serviremos en todo lo que mandares, y no tardará el manjar que te está aparejado para esforzar tu cuerpo.» Cuando esto oyó Psiches, sintió que aquello era provisión divina; descansando de su fatiga, durmió un poco, y después que despertó levantose y lavose; y viendo que la mesa estaba puesta y aparejada para ella, fuese a sentar, y luego vino mucha copia de diversos manjares, y, asimismo, un vino que se llama néctar, de que los dioses usan: lo cual todo no parecía quien lo traía, y solamente parecía que venía en el aire; ni tampoco la señora podía ver a nadie, mas solamente oía las voces que hablaban, y a estas solas voces tenía por servidoras. Después que hubo comido entró un músico y comenzó a cantar, y otro a tañer con una vihuela, sin ser vistos; tras de esto comenzó a sonar un canto de muchas voces. Y como quiera que ningún hombre pareciese, bien se manifestaba que era coro de muchos cantores. Acabado este placer, ya que era noche, Psiches se fue a dormir, y después de haber pasado un rato de la noche comenzó a dormir; y luego despertó con gran miedo y espanto, temiendo en tanta soledad no le aconteciese ningún daño a su virginidad, de lo cual ella tanto mayor mal temía, cuanto más estaba ignorante de lo que allí había, sin ver ni conocer a nadie. Estando en este miedo vino el marido no conocido, y subiendo en la cama hizo su mujer a Psiches, y antes que fuese el día partiose de allí y luego aquellas voces vinieron a la cámara y comenzaron a curar de la novia, que ya era dueña. De esta manera pasó algún tiempo sin ver a su marido ni haber otro conocimiento. Y, como es cosa natural, la novedad y extrañeza que antes tenía por la mucha continuación, ya se había tornado en placer, y el sonido de la voz incierta ya le era solaz y deleite de aquella soledad. Entre tanto, su padre y madre se envejecían en llanto y luto continuo. La fama de este negocio, cómo había pasado, había llegado donde estaban las hermanas mayores casadas: las cuales, con mucha tristeza, cargadas de luto dejaron sus casas y vinieron a ver a sus padres para hablarles y consolarlos. Aquella misma noche el marido habló a su mujer Psiches: porque como quiera que no lo veía, bien lo sentía con los oídos y palpaba con las manos, y díjole de esta manera: «¡Oh señora dulcísima y muy amada mujer! La cruel fortuna te amenaza con un peligro de muerte, del cual yo quería que te guardases con mucha cautela. Tus hermanas, turbadas pensando que tú eres muerta, han de seguir tus pisadas y venir hasta aquel risco de donde tú aquí viniste, y si tú por ventura oyeses sus voces y llanto, no les respondas ni mires allá en manera alguna; porque si lo haces, a mí me darás mucho dolor, pero para ti causarás un grandísimo mal que te será casi la muerte.» Ella prometió de hacer todo lo que el marido le mandase y que no haría otra cosa; pero como la noche fue pasada y el marido de ella partido, todo aquel día la mezquina consumió en llantos y en lágrimas, diciendo muchas veces que ahora conocía que ella era muerta y perdida por estar encerrada y guardada en una cárcel honesta, apartada de toda habla y conversación humana, y que aun no podía ayudar y responder siquiera a sus hermanas, que por su causa lloraban, ni solamente las podía ver. De esta manera, aquel día ni quiso lavarse, ni comer, ni recrear con cosa alguna, sino, llorando con muchas lágrimas, se fue a dormir. No pasó mucho tiempo, que el marido vino más temprano que otras noches, y, acostándose en la cama, ella, aunque estaba llorando y abrazándola, comenzó a reprenderla de esta manera: «¡Oh mi señora Psiches!, ¿esto es lo que tú me prometiste? ¿Qué puedo yo, siendo tu marido, esperar de ti, cuando el día y toda la noche, y aun ahora que estás conmigo, no dejas de llorar? Anda ya, haz lo que quisieres y obedece a tu voluntad, que te demanda daño para ti, por cuando tarde te arrepintieres te recordarás de lo que te he amonestado.» Entonces ella, con muchos ruegos, diciendo que si no le otorgaba lo que quería que ella se moriría, le sacó por fuerza y contra su voluntad que hiciese lo que deseaba: que vea a sus hermanas y las consuele y hable con ellas, y aun que todo lo que quisiere darles, así oro como joyas y collares, que se lo dé. Pero muchas veces le amonestó y espantó que no consienta en el mal consejo de sus hermanas, ni cure de buscar ni saber el gesto y figura de su marido, porque, con esta sacrílega curiosidad, no caiga de tanta riqueza y bienaventuranza como tiene: que, haciéndolo de otra manera, jamás le vería ni tocaría. Ella dio muchas gracias al marido, y, estando ya más alegre, dijo: «Por cierto, señor, tú sabrás que antes moriré que no hubiese de estar sin tu dulcísimo casamiento; porque yo, señor, te amo y muy fuertemente, y a quienquiera que eres, te quiero como a mi ánima, y no pienso que te puedo comparar al dios Cupido; pero, además de esto, señor, te ruego que mandes a tu servidor el viento cierzo, que traiga a mis hermanas aquí, así como a mí me trajo.» Y diciendo esto, dábale muchos besos, y halagándolo con muchas palabras, y abrazándolo con halagos, y diciendo: «¡Ay dulce marido! ¡Dulce ánima de tu Psiches!» Y otras palabras, por donde el marido fue vencido, y prometió de hacer todo lo que ella quisiese. Viniendo ya el alba, él desapareció de sus manos. Las hermanas preguntaron por aquel risco o lugar donde habían dejado a Psiches, y luego fuéronse para allá con mucho pesar, de donde comenzaron a llorar y dar grandes voces y aullidos, hiriéndose en los pechos: tanto, que a las voces que daban los montes y riscos sonaban lo que ellas decían, llamando por su propio nombre a la mezquina de su hermana; hasta tanto que Psiches, oyendo las voces que sonaban por aquel valle abajo, salió de casa temblando, como sin seso, y dijo: «¿Por qué sin causa os afligís con tantas mezquindades y llantos? ¿Por qué lloráis, que viva soy? Dejad esos gritos y voces; no curéis más de llorar, pues que podéis abrazar y hablar a quien lloráis.» Entonces llamó al viento cierzo y mandole que hiciese lo que su marido le había mandado. Él, sin más tardar, obedeciendo su mandamiento, trajo luego a sus hermanas muy mansamente, sin fatiga ni peligro; y como llegaron, comenzáronse a abrazar y besar unas a otras, las cuales, con el gran placer y gozo que hubieron, tornaron de nuevo a llorar. Psiches les dijo que entrasen en su casa alegremente y descansasen con ella de su pena. Capítulo III Cómo Cupido avisa a su mujer, Psiches, que en ninguna manera descubra a sus hermanas de quién está preñada, ni las crea a cuanto le dijeren, porque se perderá. —Entre tanto, el marido de Psiches, al cual ella no conocía, la tornó a amonestar otra vez con aquellas sus palabras de noche, diciendo: «¿No ves cuánto peligro te ordena la fortuna? Pues si tú, de lejos, antes que venga, no te apartas y provees, ella será contigo de cerca. Aquellas lobas sin fe ordenan cuanto pueden contra ti muy malas asechanzas, de las cuales la suma es ésta: ellas te quieren persuadir que tú veas mi cara, la cual, como muchas veces te he dicho, tú no la verás más, si la ves. Así que si después de esto aquellas malas brujas vinieren armadas con sus malignos corazones, que bien sé que vendrán, no hables con ellas ni te pongas a razones; y si por tu mocedad y por el amor que les tienes no te pudieres sufrir, al menos de cosa que toque a tu marido ni las oigas ni respondas a ella; porque acrecentaremos nuestro linaje, que aun este tu vientre niño otro niño trae ya dentro, y si tú encubrieres este secreto, yo te digo que será divino, y si lo descubrieres, desde ahora te certifico que será mortal.» Psiches, cuando esto oyó, gozose mucho y hubo placer con la divina generación. Alegrábase con la gloria de lo que había de parir, y gozándose con la dignidad de ser madre, con mucha ansia contaba los días y meses cuando entraban y cuando salían. Y como era nueva, en los comienzos de la preñez, maravillábase de un punto y toque tan sutil crecer en tan abundancia su vientre. Pero aquellas furias espantables y pestíferas ya deseaban lanzar el veneno de serpientes, y con esta prisa aceleraban su camino por la mar cuanto podían. En esto, el marido tornó a amonestar a Psiches de esta manera: «Ya se te llega el último día y la caída postrimera, porque tu linaje y la sangre tu enemiga ya ha tomado armas contra ti, y mueve su real y compone sus batallas y hace tocar las trompetas, y diciéndolo más claro, las malvadas de tus hermanas, con la espada sacada te quieren degollar. ¡Oh cuántas fatigas nos atormentan! Por eso tú, muy dulce señora, ten merced de ti y de mí, y con grande continencia, callando lo que te he dicho, libra a tu casa y marido y este nuestro hijo de la caída de la Fortuna que te amenaza; y a estas falsas y engañosas mujeres, las cuales según el odio mortal te tienen, y el vínculo de la hermandad ya está quebrantado y roto, no te conviene llamar hermanas, ni las veas ni las oigas, porque ellas vendrán a tentarte encima de aquel risco como las sirenas de la mar, y harán sonar todos estos montes y valles con sus voces y llantos.» Entonces Psiches, llorando, le dijo: «Bien sabes tú, señor, que yo no soy parlera, y ya el otro día me enseñaste la fe que había de guardar y lo que había de callar; así, que ahora tú no verás que yo mude de la constancia y firmeza de mi ánimo; solamente te ruego que mandes otra vez al viento que haga su oficio y que sirva en lo que le mandare, y en lugar de tu vista, pues me la niegas, al menos consiente que yo goce de la vista de mis hermanas: esto, señor, te suplico por estos tus cabellos lindos y olorosos, y por este tu rostro, semejante al mío, y por el amor que te tengo, aunque no te conozco de vista: así conozca yo tu cara en este niño que traigo en el vientre: que tú, señor, concedas a mis ruegos, haciendo que yo goce de ver y hablar a mis hermanas, y de aquí adelante no curaré más de querer conocer tu cara; y no me curo que las tinieblas de la noche me quiten tu vista, pues yo tengo a ti, que eres mi lumbre.» Con estas blandas palabras, abrazando a su marido y llorando, limpiaba las lágrimas con sus cabellos, tanto, que él fue vencido y prometió de hacer todo lo que ella quería, y luego, antes que amaneciese, se partió de ella como él acostumbraba. Las hermanas, con su mal propósito, en llegando, no curaron de ver a sus padres, sino, en saliendo de las naos, derechas se fueron corriendo cuanto pudieron a aquel risco, adonde, con el ansia que tenían, no esperaron que el viento las ayudase, antes, con temeridad y audacia, se lanzaron de allí abajo. Pero el viento, recordándose de lo que su señor le había mandado, recibiolas en sus alas contra su voluntad, y púsolas muy mansamente en el suelo; ellas, sin ninguna tardanza, lánzanse luego en casa; iban a abrazar a la que querían perder, y mintiendo el nombre de hermanas, encubrieron con sus caras alegres el tesoro de su escondido engaño, y comenzáronle a lisonjear de esta manera: —Hermana Psiches, ya no eres niña como solías: ya nos parece que eres madre. ¿Cuánto bien piensas que nos traes en este tu vientre? ¿Cuánto gozo piensas que darás a toda tu casa? ¡Oh cuán bienaventuradas somos nosotras, que tenemos linaje en tantas riquezas! Que si el niño pareciere a sus padres, como es razón, cierto él será el dios Cupido, que nacerá. Con este amor y afición fingido comienzan poco a poco a ganar la voluntad de su hermana. Ella las mandó asentar a sus sillas para que descansasen, y luego las hizo lavar en el baño; y después de lavadas sentáronse a la mesa, donde les fueron dados manjares reales en abundancia; y luego vino la música y comenzaron a cantar y a tañer muy suavemente: lo cual, aunque no veían quién lo hacía, era tan dulcísima música que parecía cosa celestial; pero con todo esto no se amansaba la maldad de las falsas mujeres, ni pudieron tomar espacio ni holganza con todo aquello: antes, procuraban de armar su lazo de engaños que traían pensado. Y comenzaron disimuladamente a meter palabras, preguntándole qué tal era su marido y de qué nación o ley venía. Psiches, con su simpleza, habiéndosele olvidado lo que su marido le encomendara, comenzó a fingir una nueva razón, diciendo que su marido era de una gran provincia, y que era mercader que trataba en grandes mercadurías, y que era hombre de más de media edad, que ya le comenzaban a nacer canas. No tardó mucho en esta habla, que luego las cargó de joyas y ricos dones, y mandó al viento que las llevase: después que el viento las puso en aquel risco, tornáronse a casa altercando entre sí de esta manera: «¿Qué podemos decir de una tan gran mentira como nos dijo aquella loca? Una vez nos dijo que era su marido un mancebo que entonces le apuntaban las barbas; ahora dice que es de más de media edad y ya tiene canas: ¿quién puede ser aquel que en tan poco espacio de tiempo le vino la vejez? Cierto, hermana, tú hallarás que esta mala hembra nos miente, o ella no conoce quién es su marido; y cualquier cosa de éstas que sea nos conviene que la echemos de estas riquezas; y si, por ventura, no conoce a su marido, cierto por eso se casó ella, y nos trae algún dios en su vientre; y así fuese lo que nunca Dios quiera, que ésta oyese ser madre de niño divino: luego me ahorcaría con una soga; así que tornemos a nuestros padres y callemos esto, encubriéndolo con el mejor color que podremos.» En esta manera, inflamadas de la envidia, tornáronse a casa y hablaron a sus padres, aunque de mala gana. Capítulo IV Cómo venidas las hermanas a visitar a Psiches le aconsejan que trabaje por ver quién es aquel con quien tiene acceso, fingiéndole que sea un dragón: y ella, convencida del consejo, le ve viniendo a dormir, e indignado Cupido nunca más la vio. —Aquella noche, sin poder dormir sueño, turbadas de la pena y fatiga que tenían, luego como amanecía corrieron cuanto pudieron hasta el risco, de donde, con la ayuda del viento acostumbrado, volaron hasta casa de Psiches; y con unas pocas de lágrimas que, por fuerza y apretando los ojos, sacaron, comenzaron a hablar a su hermana de esta manera: «Tú piensas que eres bienaventurada, y estás muy segura y sin ningún cuidado, no sabiendo cuánto mal y peligro tienes. Pero nosotras, que con grandísimo cuidado velamos sobre lo que te cumple, mucho somos fatigadas con tu daño: porque has de saber que hemos hallado por verdad que este tu marido que se echa contigo es una serpiente grande y venenosa; lo cual, con el dolor y pena que de tu mal tenemos, no te podemos encubrir, y ahora se nos recuerda de lo que el dios Apolo respondió cuando le consultaron sobre tu casamiento, diciendo que tú eras señalada para casarte con una cruel bestia. Y muchos de los vecinos de estos linajes que andan a cazar por estas montañas, y otros labradores, dicen que han visto este dragón cuando a la tarde torna de buscar de comer, que se echa a nadar por este río para pasar acá; y todos afirman que te quiere engordar con estos regalos y manjares que te da, y cuando esta tu preñez estuviere más crecida y tú estuvieres bien llena, por gozar de más hartura que te ha de tragar; así que en esto está ahora tu estimación y juicio. Si por ventura quieres más o creer a tus hermanas que por tu salud andan solícitas y que vivas con nosotras segura de peligro huyendo de la muerte, o si quieres quizá ser enterrada en las entrañas de esta cruelísima bestia. Porque si las voces solas que en este campo oís, o el escondido placer y peligroso dormir juntándote con este dragón te deleitan, sea como tú quisieres, que nosotras con esto cumplimos, y ya habemos hecho oficio de buenas hermanas.» Entonces, la mezquina de Psiches, como era muchacha y de noble condición, creyó lo que le dijeron, y con palabras tan espantables salió de sí fuera de seso: por lo cual se le olvidó los amonestamientos de su marido y de todos los prometimientos que ella le hizo, y lánzase en el profundo de su desdicha y desventura; y temblando, la color amarilla, no pudiendo cuasi hablar, cortándosele las palabras y medio hablando, como mejor pudo, les dijo de esta manera: «Vosotras, señoras hermanas, hacéis oficio de piedad y virtud como es razón: y creo yo muy bien que aquellos que tales cosas os dijeron no fingieron mentira, porque yo hasta hoy nunca pude ver la cara de mi marido ni supe de dónde se es. Solamente lo oigo hablar de noche, y con esto paso y sufro marido incierto y que huye de la luz; y de esta manera consiento que digáis que tengo una gran bestia por marido, y que me espanta diciendo que no lo puedo ver: y siempre me amenaza que me vendrá gran mal si porfío en querer ver su cara. Y pues que así es, si ahora podéis socorrer al peligro de vuestra hermana con alguna ayuda y favor saludable, hacedlo y socorrerme, porque si no lo hacéis podré muy bien decir que la negligencia siguiente corrompe el beneficio de la providencia pasada.» Cuando las dos malas mujeres hallaron el corazón y voluntad de Psiches descubierto para recibir lo que le dijeren, dejados los engaños secretos, comenzaron con las espadas descubiertas públicamente a grandes suspiros y lágrimas de los ojos, bien creo cierto que tú andas fatigada y muerta de gran dolor; pues que así es, tú escúchame y no tornes a lanzarte dentro en el río ni te mates con ningún otro género de muerte; quita de ti el luto y deja de llorar. Antes procura aplacar con plegarias al dios Cupido, que es mayor de los dioses, y trabaja por merecer su amor con servicios y halagos, porque es mancebo delicado y muy regalado.» Capítulo V Cómo Psiches, muy triste, se fue a consolar con las hermanas de la desdichada fortuna en que había caído por su consejo; y ellas, codiciosas de casar con el dios Cupido, fueron despeñadas en pena de su maldad; y cómo sabiendo la diosa Venus este acontecimiento, trabajó por vengarse de Cupido. —Cuando esto acabó de decir el dios pastor, Psiches, sin responderle palabra ninguna, sino solamente adorando su deidad, comenzó a andar su camino; y antes que hubiese andado mucho camino, entró por una senda que atravesaba, por la cual yendo, llegó a una ciudad adonde era el reino del marido de una de aquellas sus dos hermanas: y como la reina su hermana supo que estaba allí, mandole entrar, y después que se hubieron abrazado ambas a dos, preguntole qué era la causa de su venida. Psiches le respondió: «¿No te recuerdas tú, señora hermana, el consejo que me disteis ambas a dos que matase a aquella gran bestia que se echaba conmigo de noche en nombre de mi marido antes que me tragase y comiese, para lo cual me diste una navaja? Lo cual, como yo quisiese hacer, tomé un candil, y luego que miré su gesto y cara veo una cosa divina y maravillosa: al hijo de la diosa Venus, digo, al dios Cupido, que es dios del amor, que estaba hermosamente durmiendo, y como yo estaba incitada de tan maravillosa vista, turbada de tan gran placer, y no me pasase de ver aquel hermoso gesto, a caso fortuito y pésimo rehirvió el aceite del candil que tenía en la mano y cayó una gota hirviendo en su hombro, y con aquel gran dolor despertó, y como me vio armada con hierro y fuego, díjome: «¿Y cómo has hecho tan gran maldad y traición? Toma luego todo lo tuyo y vete de mi casa.» Además de esto dijo: «Yo tomaré a tu hermana en tu lugar y me casaré con ella, dándole arras y dote.» Diciendo esto, mandó al viento cierzo que me aventase fuera de los términos de su casa.» No había acabado Psiches de hablar estas palabras, cuando la hermana, estimulada e incitada de mortal envidia, compuesta de una mentira para engañar a su marido, diciendo que había sabido de la muerte de sus padres, metiose en una nave y comenzó a andar hasta que llegó a aquel risco grande, en el cual subió, como quiera que otro viento a la hora ventaba; pero ella, con aquella ansia y con ciega esperanza dijo: «¡Oh Cupido! Recíbeme, que soy digna de ser tu mujer, y tú, viento cierzo, recibe a tu señora.» Con estas palabras dio un salto grande del risco abajo; pero ella viva ni muerta pudo llegar al lugar que deseaba, porque por aquellos riscos y piedras se hizo pedazos, como ella merecía, y así murió, haciéndose manjar de las aves y bestias de aquel monte. Tras de ésta no tardó mucho la pena y venganza de la otra su hermana; porque, yendo Psiches por su camino más adelante, llegó a otra ciudad en la cual moraba la otra su hermana, según que hemos dicho; la cual, asimismo con engaño de su hermandad, hizo ni más ni menos que la otra: que queriendo el casamiento que no le cumplía, fuese cuanto más presto pudo a aquel risco, de donde cayó y murió, como hizo la otra. Entre tanto, Psiches, andando muy congojosa en busca de su marido Cupido, cercaba todos los pueblos y ciudades; pero él, herido de la llaga que le hizo la gota de aceite del candil, estaba echado enfermo y gimiendo en la cama de su madre. Entonces una ave blanca que se llama gaviota, que andaba nadando con sus alas sobre las ondas de la mar, zambullose cerca del profundo del mar Océano y halló allí a la diosa Venus que se estaba lavando y nadando en aquel agua; a la cual se llegó y le dijo cómo «su hijo Cupido estaba malo de una grave llaga de fuego que le daba mucho dolor, llorando, y en mucha duda de su salud, por la cual causa toda la gente y familia de Venus era infamada y vituperada por los pueblos y ciudades de toda la tierra, diciendo que él se había ocupado y apartado con una mujer serrana y montañesa, y tú asimismo te has apartado andando en la mar nadando y a tu placer, y por esto ya no hay entre las gentes placer ninguno ni gracia ni hermosura; pero todas las cosas están rústicas, groseras y sin atavío: ya ninguno se casa ni nadie tiene amistad con mujer ni amor de hijos, sino todo al contrario, sucio y feo y para todos enojoso.» Cuando aquella ave parlera dijo estas cosas a Venus, reprendiendo a su hijo Cupido, Venus, con mucha ira, exclamó fuertemente, diciendo: —Parece ser que ya aquel bueno de mi hijo tiene alguna amiga; hazme tanto placer tú, que me sirves con más amor que ninguna, que me sepas el nombre de aquella que engañó este muchacho de poca edad: ahora sea alguna de las ninfas o del número de las diosas, o ahora sea de las musas o del ministerio de mis gracias.» Aquella ave parlera no calló lo que sabía, diciendo: «Cierto, señora; no sé cómo se llama; pienso, si bien me acuerdo, que tu hijo muere por una llamada Psiches.» Entonces, Venus, indignada, comenzó a dar voces, diciendo: «Ciertamente, él debe de amar a aquella Psiches que pensaba tener mi gesto y era envidiosa de mi nombre: de lo que más tengo enojo en este negocio es que me hizo a mí su alcahueta, porque yo le mostré y enseñé por dónde conociese aquella moza.» De esta manera, riñendo y gritando, prestamente se salió de la mar y fuese luego a su cámara, adonde halló a su hijo malo, según lo había oído, y desde la puerta comenzó a dar voces, diciendo de esta manera: «¡Honesta cosa es, y que cumple mucho a nuestra honra y a tu buena fama lo que has hecho! ¿Parécete buena cosa menospreciar y tener en poco los mandamientos de tu madre, que más es tu señora, dándome pena con los sucios amores de mi enemiga, la cual en esta tu pequeña edad juntaste contigo con tus atrevidos y temerarios pensamientos? ¿Piensas tú que tengo yo de sufrir por amor de ti nuera que sea mi enemiga? Pero tú, mentiroso y corrompedor de buenas costumbres, ¿presumes que tú sólo eres engendrado para los amores, y que yo, por ser ya mujer de edad, no podré parir otro Cupido? Pues quiero ahora que sepas que yo podré engendrar otro mucho mejor que tú, y aunque, porque más sientas la injuria, adoptaré por hijo a alguno de mis esclavos y servidores; y le daré yo alas y llamas de amor con el arco y las saetas, y todo lo otro que te di a ti, no para estas cosas en que tú andas, que aun bien sabes tú que de los bienes de tu padre ninguna cosa te he dado para esta negociación; pero tú, como desde muchacho fuiste mal criado y tienes las manos agudas, muchas veces, sin reverencia ninguna, tocaste a tus mayores, y aun a mí, que soy tu madre. A mí misma digo que, como parricida, cada día me descubres y muchas veces me has herido, y ahora me menosprecias como si fuese viuda, que aun no temes a tu padrastro, el dios Marte, muy fuerte y tan grande guerreador. ¿Qué no puedo yo decir en esto que tú muchas veces, por darme pena, acostumbraste a darle mujeres? Pero yo haré que te arrepientas de este juego, y que tú sientas bien estas acedas y amargas bodas que hiciste, como quiera que esto que digo es por demás, porque éste burlará de mí. Pues ¿qué haré ahora, o en qué manera castigaré a este bellaco? No sé si pida favor de mi enemiga la Templanza, la cual yo ofendí muchas veces por la lujuria y vicio de éste; como quiera que sea, yo delibero de ir a hablar con esta dueña, aunque sea rústica y severa; pena recibo en Capítulo I Cómo Psiches, muy lastimada, llorando, fue al templo de Ceres y al de Juno a demandarles socorro de su fatiga, y ninguna se le dio por no enojar a Venus. —Entre tanto, Psiches discurría y andaba por diversas partes y caminos, buscando de día y de noche, con mucha ansia y trabajo, si podría hallar rastro de su marido; y tanto más le crecía el deseo de hallarlo, cuanto era la pena que traía en buscarlo, y deliberaba entre sí que si no lo pudiese con sus halagos, como su mujer amansar, que al menos como sierva, con sus ruegos y oraciones lo aplacaría. Yendo en esto pensando vio un templo encima de tan alto monte, y dijo: «¿Dónde sé yo ahora si por ventura mi señor mora en este templo?» Luego enderezó el paso hacia allá, el cual como quiera que ya le desfallecía por los grandes y continuos trabajos, pero la esperanza de hallar a su marido la aliviaba. Así que, habiendo ya subido y pasado todos aquellos montes, llegó al templo y entrose dentro, donde vio muchas espigas de trigo y cebada, hoces y otros instrumentos para segar; pero todo estaba por el suelo, sin ningún orden, confuso, como acostumbran a hacer los segadores cuando con el trabajo se les cae de las manos. Psiches, como vio todas estas cosas derramadas, comenzó a apartar cada cosa por su parte y componerlo y ataviarlo todo, pensando, como era razón, que de ningún dios se deben menospreciar las ceremonias, antes, procurar de siempre tener propicia su misericordia. Estando Psiches ataviando y componiendo estas cosas entró la diosa Ceres, y como la vio, comenzó de lejos a dar grandes voces, diciendo: «¡Oh Psiches desventurada! La diosa Venus anda por todo el mundo con grandísima ansia buscando rastro de ti: y con cuanta furia puede desea y busca traerte a la muerte; y con toda la fuerza de su deidad procura haber venganza de ti, y tú ahora estás aquí teniendo cuidado de mis cosas. ¿Cómo puedes tú pensar otra cosa sino lo que cumple a tu salud?» Entonces, Psiches lanzose a sus pies y comenzolos a regar con sus lágrimas y barrer la tierra con sus cabellos, suplicando y pidiéndole perdón con muchos ruegos y plegarias, diciendo: «Ruégote, señora, por la tu diestra mano sembradora de los panes, y por las ceremonias alegres de las sementeras, y por los secretos de las canastas de pan, y por los carros que traen los dragones tus siervos, y por las aradas y barbechos de Sicilia, y por el carro de Plutón que arrebató a Proserpina, y por el descendimiento de tus bodas, y por la tornada cuando tornó con las hachas ardiendo de buscar a su hija, y por el sacrificio de la ciudad eleusina, y por las otras cosas y sacrificios que se hacen en silencio, que socorras a la triste ánima de tu sierva Psiches, y consiénteme que entre estos montones de espigas me pueda esconder algunos pocos días, hasta que la cruel ira de tan gran diosa como es Venus por espacio de algún tiempo se amanse, o hasta que al menos mis fuerzas, cansadas de tan continuo trabajo, con un poco de reposo se restituyan.» Ceres le respondió: «Ciertamente yo me he conmovido a compasión por ver tus lágrimas y lo que me ruegas, y deseo ayudarte; pero no quiero incurrir en desgracia de aquella buena mujer de mi cuñada, con la cual tengo antigua amistad. Así, que tú parte luego de mi casa, y recibe en gracia que no fuiste presa por mí ni retenida.» Cuando esto oyó Psiches, contra lo que ella pensaba, afligida de doblada pena y enojo tomó su camino, tornando para atrás, y vio un hermoso templo que estaba en una selva de árboles muy grandes, en un valle, el cual era edificado muy pulidamente: y como ella se tuviese por dicho ninguna vía dudosa o de mejor esperanza jamás dejarla de probar, y que andaba buscando socorro de cualquier dios que hallase, llegose a la puerta del templo y vio muy ricos dones de ropas y vestiduras colgadas de los postes y ramas de los árboles, con letras de oro que declaraban la causa por que eran allí ofrecidas y el nombre de la diosa a quien se dan. Entonces, Psiches, las rodillas hincadas, abrazando con sus manos el altar y limpiadas las lágrimas de sus ojos, comenzó a decir de esta manera: «¡Oh, tú, Juno, mujer y hermana del gran Júpiter! O tú estás en el antiguo templo de la isla de Samos, la cual se glorifica porque tú naciste allí y te criaste: o estás en las sillas de la alta ciudad de Cartago, la cual te adora como doncella que fuiste llevada al cielo encima de un león: o si por ventura estás en la ribera del río Inaco, el cual hace memoria de ti, que eres casada con Júpiter y reina de las diosas: o tú estás en las ciudades magníficas de los griegos, adonde todo Oriente te honra como diosa de los casamientos y todo Occidente te llama Lucina: o doquiera que estés, te ruego que socorras a mis extremas necesidades, y a mí, que estoy fatigada de tantos trabajos pasados, plégate librarme de tan gran peligro como está sobre mí, porque yo bien sé que de tu propia gana y voluntad acostumbras socorrer a las preñadas que están en peligro de parir.» Acabado de decir esto, luego le apareció la diosa Juno, con toda su majestad, y dijo: «Por Dios, que yo querría dar mi favor y todo lo que pudiese a tus rogativas, pero contra la voluntad de Venus, mi nuera, la cual siempre amé en lugar de mi hija, no lo podría hacer, porque la vergüenza me resiste. Además de esto, las leyes prohíben que nadie pueda recibir a los esclavos fugitivos contra la voluntad de sus señores.» Capítulo II Cómo, cansada Psiches de buscar remedio para hallar a su marido Cupido, acordó de irse a presentar ante Venus por demandarle merced, porque Mercurio la había pregonado, y cómo Venus la recibió. —Con este naufragio de la fortuna, espantada Psiches viendo asimismo que ya no podía alcanzar a su marido, que andaba volando, desesperada de toda su salud, comenzó a aconsejarse con su pensamiento en esta manera: ¿Qué remedio se puede ya buscar ni tentar para mis penas y trabajos a los cuales el favor y ayuda de las diosas, aunque ellas lo querían, no pudo aprovechar? Pues que así es, ¿adónde podría yo huir, estando cercada de tantos lazos? ¿Y qué casas o en qué soterraños me podría esconder de los ojos inevitables de la gran diosa Venus? Pues que no puede huir, toma corazón de hombre y fuertemente resiste a la quebrada y perdida esperanza y ofrécete de tu propia gana a tu señora, y con esta obediencia, aunque sea tarde, amansarás su ímpetu y saña. ¿Qué sabes tú si por ventura hallarás allí, en casa de la madre, al que muchos días hace que andas a buscar? De esta manera aparejada para el dudoso servicio y cierto fin, pensaba entre sí el principio de su futura suplicación. En este medio tiempo, Venus, enojada de andar a buscar a Psiches por la tierra, acordó de subirse al cielo, y mandando aparejar su carro, el cual Vulcano, su marido, muy sutil y pulidamente había fabricado y se lo había dado en arras de su casamiento, hecho las ruedas de manera de la Luna, muy rico y precioso, con daño de tanto oro y de muchas otras aves, que estaban cerca de la cámara de Venus, salieron cuatro palomas muy blancas, pintados los cuellos, y pusiéronse para llevar el carro; y recibida la señora encima del carro, comenzaron a volar alegremente, y tras del carro de Venus comenzaron a volar muchos pájaros y aves, que cantaban muy dulcemente, haciendo saber cómo Venus venía. Las nubes dieron lugar, los cielos se abrieron y el más alto de ellos la recibió alegremente; las aves iban cantando: con ella no temían las águilas y halcones que encontraban. En esta manera, Venus, llegada al palacio real de Júpiter, y con mucha osadía y atrevimiento, pidió a Júpiter que mandase al dios Mercurio le ayudase con su voz, que había menester para cierto negocio. Júpiter se lo otorgó y mandó que así se hiciese. Entonces ella, alegremente, acompañándola Mercurio, se partió del cielo, la cual en esta manera habló a Mercurio: «Hermano de Arcadia, tú sabes bien que tu hermana Venus nunca hizo cosa alguna sin tu ayuda y presencia; ahora tú no ignoras cuánto tiempo ha que yo no puedo hallar a aquella mi sierva que se anda escondiendo de mí: así que ya no tengo otro remedio sino que tú públicamente pregones que le será dado gran premio a quien la descubriere. Por ende, te ruego que hagas prestamente lo que digo. Y en tu pregón da las señales e indicios por donde manifiestamente se pueda conocer. Porque si alguno incurriere en crimen de encubrirla ilícitamente, no se pueda defender con excusación de ignorancia.» Y diciendo esto, le dio un memorial en el cual se contenía el nombre de Psiches y las otras cosas que había de pregonar. Hecho esto, luego se fue a su casa. No olvidó Mercurio lo que Venus le mandó hacer, y luego se fue por todas las ciudades y lugares, pregonando de esta manera: Si alguno tomare o mostrare dónde está Psiches, hija del rey y sierva de Venus, que anda huida, véngase a Mercurio, pregonero que está tras el templo de Venus, y allí recibirá por galardón de su indicio, de la misma diosa Venus, siete besos muy suaves y otro muy más dulce. De esta manera pregonando Mercurio, todos los que lo oían, con Capítulo III En el cual trata cómo la vieja, procediendo en su muy largo cuento, narra los trabajos que Venus dio a Psiches, por darle ocasión a desesperar y morir. Y cómo, por conmiseración de los dioses, Venus la vino a perdonar, y con mucho placer se celebraron las bodas en el cielo. —Después que amaneció, mandó Venus llamar a Psiches y dijo de esta manera: «¿Ves tú aquella floresta por donde pasa aquel río que tiene aquellos grandes árboles alrededor, debajo del cual está una fuente cerca? ¿Y ves aquellas ovejas resplandecientes y de color de oro que andan por allí paciendo sin que nadie las guarde? Pues ve allá luego y tráeme la flor de su precioso vellocino en cualquier manera que lo puedas haber.» Psiches, de muy buena gana se fue hacia allá, no con pensamiento de hacer lo que Venus le había mandado, sino por dar fin a sus males, lanzándose de un risco de aquellos dentro en el río. Cuando Psiches llegó al río, una caña verde, que es madre de la música suave, meneada por un dulce aire por inspiración divina, habló de esta manera: «Psiches, tú que has sufrido tantas tribulaciones no quieras ensuciar mis santas aguas con tu misérrima muerte, ni tampoco llegues a estas espantosas ovejas, porque tomando el calor y ardor del Sol suelen ser muy rabiosas, y con los cuernos agudos y las frentes de piedra, aun mordiendo con los dientes ponzoñosos, matan a muchos hombres. Pero después que pasare el ardor del mediodía y las ovejas se van a reposar a la frescura del río, podrás esconderte debajo de aquel alto plátano, que bebe del agua de este río que yo bebo. Y como tú vieres que las ovejas, pospuesta toda su ferocidad, comienzan a dormir, sacudirás las ramas y hojas de aquel monte que está cerca de ellas y allí hallarás las guedejas de oro que se pegan por aquellas matas cuando las ovejas pasan.» En esta manera la caña, por su virtud y humanidad, enseñaba a la mezquina de Psiches de cómo se había de remediar. Ella, cuando esto oyó, no fue negligente en cumplirlo. Pero haciendo y guardando todo lo que ella dijo, hurtó el oro con la lana de aquellos montes, y cogido lo trajo y echó en el regazo de Venus. Mas con todo esto nunca mereció cerca de su señora galardón su segundo trabajo, antes, torciendo las cejas con una risa falsa, dijo en esta manera: «Tampoco creo yo ahora que en esto que tú hiciste no faltó quien te ayudase falsamente. Pero yo quiero experimentar si por ventura tú lo haces con esfuerzo tuyo y prudencia o con ayuda de otro; por ende, mira bien aquella altura de aquel monte adonde están aquellos riscos muy altos, de donde sale una fuente de agua muy negra, y desciende por aquel valle donde hace aquellas lagunas negras y turbias y de allí salen algunos arroyos infernales. De allí, de la altura donde sale aquella fuente, tráeme este vaso lleno de rocío de aquella agua.» Y diciendo esto, le dio un vaso de cristal, amenazándola con palabras ásperas si no cumpliese lo que le mandaba. Psiches, cuando esto oyó, aceleradamente se fue hacia aquel monte, para subir encima de él y desde allí echarse, para dar fin a su amarga vida. Pero como llegó alrededor de aquel monte, vio una mortal y muy grande dificultad para llegar a él, porque estaba allí un risco muy alto que parecía que llegaba al cielo, y tan liso, que no había quien por él pudiese subir; de encima de aquél salía una fuente de agua negra y espantable, la cual, saliendo de su nación, corría por aquellos riscos abajo y venía por una canal angosta cercada de muchos árboles, la cual venía a un valle grande que estaba cercado de una parte y de otra de grandes riscos, adonde moraban dragones muy espantables, con los cuellos alzados y los ojos tan abiertos, para velar, que jamás los cerraban ni pestañeaban, en tal manera, que perpetuamente estaban en vela; y como ella llegó allí, las mismas aguas le hablaron, diciéndole muy muchas veces: «Psiches, apártate de ahí, mira muy bien lo que haces. Y guárdate de hacer lo que quieres; huye luego, si no, cata que morirás.» Cuando Psiches vio la imposibilidad que había de llegar a aquel lugar, fue tornada como una piedra, y aunque estaba presente con el cuerpo, estaba ausente con el sentido. En tal manera, que con el gran miedo del peligro estaba tan muerta que carecía del último consuelo y solaz de las lágrimas. Pero no pudo esconderse a los ojos de la Providencia tanta fatiga y turbación de la inocente Psiches, la cual, estando en esta fatiga, aquella ave real de Júpiter que se llama águila, abiertas las alas, vino volando súbitamente, recordándose del servicio que antiguamente hizo Cupido a Júpiter, cuando por su diligencia arrebató a Ganimedes el troyano, para su copero, queriendo dar ayuda y pagar el beneficio recibido, en ayudar a los trabajos de Psiches, mujer de Cupido, dejó de volar por el cielo y vínose a la presencia de Psiches y díjole en esta manera: «¿Cómo tú eres tan simple y necia de las tales cosas, que esperas poder hurtar ni solamente tocar una sola gota de esta fuente no menos cruel que santísima? ¿Tú nunca oíste alguna vez que estas aguas estígeas son espantables a los dioses y aun al mismo Júpiter? Además de esto, vosotros, los mortales, juráis por los dioses, pero los dioses acostumbran jurar por la majestad del lago estigio: pero dame este vaso que traes.» El cual ella le dio y el águila se lo arrebató de la mano muy presto, y volando entre las bocas y dientes crueles y las lenguas de tres órdenes de aquellos dragones, fue al agua e hinchó el vaso, consintiéndolo la misma agua, y aun amonestándole que prestamente se fuese, antes que los dragones la matasen. El águila, fingiendo que por mandato de la diosa Venus y para su servicio había venido por aquella agua, por la cual causa más fácilmente llegó a henchir el vaso y salir libre con ella, en esta manera, tornó con mucho gozo y dio el vaso a Psiches, lleno de agua; la cual la llevó luego a la diosa Venus. Pero con todo esto nunca pudo aplacar ni amansar la crueldad de Venus; antes ella, con su risa mortal, como solía, le habló amenazándola con mayores y más peores tormentos, diciendo: «Ya tú me pareces una maga y gran hechicera, porque muy bien has obtemperado a mis mandamientos y hecho lo que yo te mandé; mas tú, lumbre de mis ojos, aún resta otra cosa que has de hacer. Toma esta bujeta, la cual le dio, y vete a los palacios del infierno, y darás esta bujeta a Proserpina, diciéndole: Venus te ruega que le des aquí una poca de tu hermosura, que baste siquiera para un día, porque todo lo hermoso que ella tenía lo ha perdido y consumido curando a su hijo Cupido, que está muy mal, y torna presto con ella, porque tengo necesidad de lavarme la cara con esto para entrar en el teatro y fiesta de los dioses.» Entonces, Psiches, abiertamente, sintió su último fin y que era compelida manifiestamente a la muerte que le estaba aparejada. ¿Qué maravilla que lo pensase, pues que era compelida a que de su propia gana y por sus propios pies entrase al infierno, donde estaban las ánimas de los muertos? Con este pensamiento no tardó mucho, que se fue a una torre muy alta para echarse de allí abajo, porque de esta manera ella pensaba descender muy presto y muy derechamente a los infiernos. Pero la torre le habló en esta manera: «¿Por qué, mezquina de ti, te quieres matar, echándote de aquí abajo, pues que ya éste es el peligro y trabajo que has de pasar? Porque si una vez tu alma fuere apartada de tu cuerpo, bien podrás ir de cierto al infierno. Pero, créeme, que en ninguna manera podrás tornar a salir de allí. No está muy lejos de aquí una noble ciudad de Achaya, que se llama Lacedemonia; cerca de esta ciudad busca un monte que se llama Tenaro, el cual está apartado en lugares remotos. En este monte está una puerta del infierno, y por la boca de aquella cueva se muestra un camino sin caminantes, por donde si tú entras, en pasando el umbral de la puerta, por la canal de la cueva derecho, podrás ir hasta los palacios del rey Plutón; pero no entiendas que has de llevar las manos vacías, porque te conviene llevar en cada una de las manos una sopa de pan mojada en meloja, y en la boca has de llevar dos monedas; y después que ya hubieres andado buena parte de aquel camino de la muerte hallarás un asno cojo cargado de leña, y con él un asnero también cojo, el cual te rogará que le des ciertas chamizas para echar en la carga que se le cae: pero tú pásate callando, sin hablarle palabra; y después, como llegares al río muerto donde está Carón, él te pedirá el portazgo, porque así pasa él en su barca de la otra parte a los muertos que allí llegan: porque has de saber que hasta allí entre los muertos hay avaricia, que ni Carón ni aquel gran rey Plutón hacen cosa alguna de gracia, y si algún pobre muere cúmplele buscar dineros para el camino, porque si no los llevare en la mano no le pasarán de allí. A este viejo suyo darás en nombre de flete una moneda de aquellas que llevares; pero ha de ser que él mismo la tome con su mano de tu boca. Después que hubieres pasado este río muerto hallarás otro viejo muerto y podrido que anda nadando sobre las aguas de aquel río, y alzando las manos te rogará que lo recibas dentro en la barca; pero tú no cures de usar piedad, que no te conviene. Pasado el río y andando un poco adelante hallarás unas viejas tejedoras que están tejiendo una tela, las cuales te rogarán que les toques la mano; pero no lo hagas, porque no te conviene tocarles en manera ninguna. Que has de saber que todas estas cosas y otras muchas nacen de las asechanzas de Venus, que querría que te pudiesen quitar de las manos una de aquellas sopas: lo cual te sería muy grave daño, porque si una de ellas perdieses nunca jamás tornarías a esta vida. Demás de esto sepas que está un poco adelante un perro muy grande, que tiene tres cabezas, el cual es muy espantable, y ladrando con aquellas bocas abiertas espanta a los muertos, a los cuales ya ningún mal puede hacer, y siempre está velando ante la puerta del obscuro palacio de Proserpina, guardando la casa vacía de Plutón. Cuando aquí llegares, con una sopa que le lances lo tendrá enfrenado y podrás luego pasar fácilmente, y entrarás adonde está Proserpina, la cual te recibirá benigna y alegremente y te mandará sentar y dar muy bien de comer. Pero tú siéntate en el suelo y come de aquel pan negro que te dieren; y pide luego de parte de Venus aquello por que eres venida, y recibido lo que te dieren en la bujeta, cuando tornares, amansarás la rabia de aquel perro con la otra sopa. Y cuando llegares al barquero avariento, le darás la otra moneda que guardaste en la boca; y pasando aquel río tornarás por las mismas pisadas por donde entraste, y así vendrá a ver esta claridad celestial. Pero sobre todas las cosas te apercibo que guardes una: que en ninguna manera cures de abrir ni mirar lo que traes en la bujeta, ni procures de ver el tesoro escondido de la divina hermosura.» De esta manera aquella torre, habiendo mancilla de Psiches, le declaró lo que le era menester de adivinar. No tardó Psiches, que luego se fue al monte Tenaro, y tomados aquellos dineros y aquellas sopas como le mandó la torre, entrose por aquella boca del infierno, y pasado callando aquel asnero cojo, y pagado a Carón su flete por que le pasase, y menospreciado asimismo el deseo de aquel viejo muerto que andaba nadando, y también no curando de los engañosos ruegos de las viejas tejedoras, y habiendo amansado la rabia de aquel temeroso perro con el manjar de aquella sopa, llegó, pasado todo Capítulo IV Cómo, después que la vieja acabó de contar esta fábula a una doncella, para consolarla, vinieron los ladrones, y cómo, tornándose a ausentar, probó Lucio a libertarse con huida, llevándose consigo a la doncella, y topando a los ladrones en el camino, los volvieron, amenazándolos con el morir. En esto entraron los ladrones por la puerta, cargados, diciendo que habían peleado muy fuertemente, y dejados en casa algunos de los heridos para que curasen sus llagas, algunos de los otros más esforzados tornaban, según decían, por ciertos líos y cosas que habían dejado escondidas en una cueva; y luego que comieron muy de prisa y arrebatadamente, sacaron del establo a mí y a mi caballo, dándonos buenas varadas para que trajésemos aquellas cosas, y puestos en el camino, pasadas muchas cuestas y valles, yendo muy fatigados, casi a la noche llegamos a una cueva, de donde, cargados de muchas cosas, que un poquito de tiempo no nos dejaron descansar, tornaron al camino; ellos se apresuraban con tanto miedo, que con los muchos palos que me daban, empujándome por que anduviese, me lanzaron e hicieron caer sobre una piedra que estaba cerca del camino: de donde recibí tantos golpes y guinchones, que por levantarme me lisiaron en la pierna derecha y en el casco de la mano siniestra. Y como yo comencé a andar cojeando, uno de aquellos ladrones dijo: —¿Hasta cuándo hemos de mantener de balde a este asnillo cansado y aun ahora cojo? Al cual otro respondió: —¿Qué te maravillas? Que con mal pie entró en nuestra casa; después que a nuestro poder vino, nunca hubimos otra buena ganancia, sino heridas y muertes de nuestros compañeros. A esto añadió otro: —Cierto, lo que yo haría es que, como él, aunque le pese, haya llevado esta carga hasta casa, luego le lanzaría de esas peñas abajo para que diese de comer y fuese manjar agradable de los buitres. En tanto que los mansos y misericordiosos hombres entre sí altercaban de mi muerte, ya llegamos a casa, porque el temor de la muerte me hizo alas en los pies. Como llegamos, luego prestamente nos quitaron de encima lo que llevábamos, y no curando de nuestra salud, ni tampoco de mi muerte, llamaron a sus compañeros que habían quedado en casa heridos, y según lo que ellos decían era para contarles el enojo que habían habido de nuestra tardanza. En todo esto no tenía yo poco miedo de la muerte, de que me habían amenazado, y pensando en ella decía entre mí de esta manera: —¿En qué estás, Lucio? ¿Qué cosa más extrema puedes esperar? Esta muerte muy cruel te está aparejada por deliberación y acuerdo de los ladrones, y en el cierto peligro poco aprovecha el esfuerzo. ¿Ves estos riscos y peñas muy agudas? A cualquier parte que cayeres por ellas te desmembrarás y harás pedazos: porque el arte mágica que tú andabas a buscar no te dio tan solamente la cara y las fatigas y trabajos de asno, mas no cuero grueso como de asno, sino delgado y muy sutil, como de golondrina. Pues que así es, ¿por qué no te esfuerzas y en tanto que puedes provees a tu salud? Tienes ahora muy buena oportunidad para huir, y en tanto que los ladrones no están en casa, ¿has de temer, por ventura, la guarda de una vieja medio muerta, la cual puedes matar con una coz de tu pie cojo? Pero ¿hasta dónde podré huir? O ¿quién me acogerá en su casa? Este pensamiento, cierto, me parece necio y de asno: porque ¿qué caminante me hallará en el camino que no cabalgue encima de mí y me lleve consigo? Diciendo esto, con muy alegre esfuerzo, quebré el cabestro con que estaba atado y eché a correr cuanto más presto pude; pero no pudiendo huir los ojos de milano de aquella falsa vieja, la cual, como me vio suelto, tomada audacia y esfuerzo más que su edad y condición le podían dar, arrebatome por el cabestro y porfió a quererme tornar por fuerza al establo; pero yo, recordándome del propósito mortal de aquellos ladrones, no me moví a piedad alguna, antes, alzados los pies, le di un par de coces en aquellos pechos, que di con ella en tierra. La vieja, como quiera que estaba en tierra, todavía me tenía fuertemente por el cabestro: de manera que, aunque yo corría, la llevaba medio arrastrando; la cual luego comenzó con grandes voces y gritos a pedir ayuda de otra más fuerza que la suya; pero de nadie llamaba ayuda con sus voces, porque nadie oía que le pudiese socorrer, salvo aquella doncella que allí estaba presa, la cual, a las voces que la vieja daba, salió y vio una fiesta y aparato para ver. Conviene a saber: la vejezuela, trabada no de un toro, mas de un asno, y como aquello vio, tomada en sí fuerza de varón, osó hacer una hazaña muy hermosa: trabome con sus manos del cabestro y con palabras de halago comenzome a detener un poco, y saltó encima de mí: desde que allí se vio incitábame otra vez para que corriese, y yo así, por la gana que tenía de huir como por escapar aquella doncella, también por las varadas que muchas veces me daba, corría como un caballo, saltando cuanto podía, y tentaba de responder a las delicadas palabras de la doncella, y aun algunas veces, fingiendo quererme rascar en el espinazo, volvía la cabeza y besaba los hermosos pies de la moza. Entonces ella, con gran suspiro, mirando en hito hasta el cielo, dijo: —¡Oh soberanos dioses, dad ayuda y favor a mis extremos peligros, y tú, cruel fortuna, déjame ya de perseguir: harto te basta que ya te he sacrificado con estas mis penas y tribulaciones; y tú, remedio de mi libertad y de mi salud, si me llevares en salvo a mi casa y me tornares a mis padres y a mi hermoso marido, ¡cuántas gracias te daré! ¡Cuántas honras te haré! Primeramente estas tus crines muy bien peinadas te adornaré con mis joyas, que me dio mi esposo; en tu frente peinada te haré una partidura; las cerdas de tu cola, que por negligencia están revueltas y mal curadas, con mucha diligencia las puliré y ataviaré: todo te adornaré con chatones de oro, que relumbres como las estrellas del cielo, como cuando en algún triunfo el pueblo sale con mucha pompa y gozo a recibir al que triunfa; de continuo traeré en el seno, debajo de la vestidura de seda, avellanas y otros manjares delicados para engordar a ti, mi salvador y conservador; pero entre estos manjares y la perpetua libertad que tendrás, la cual es felicidad de toda la vida, no te faltará gloria de tu honra. Porque yo haré un testimonio y perpetua memoria de esta mi presente fortuna de la divinal providencia, y pintaré en una tabla la imagen y semejanza de esta mi presente huida y la pondré en el palacio principal de mi casa; la cual será vista y oída entre otras novelas, y será perpetuada esta historia por escritos de hombres letrados, que diga así: Una doncella de linaje real huyó de su cautividad llevándola un asno. Tú serás comparado a los antiguos milagros, porque por ejemplo de tu verdad creemos que Frixo nadó por la mar sobre un carnero, y Arión escapó encima de un delfín, y Europa cabalgó y huyó encima de un toro: porque si fue verdad que Júpiter se transfiguró en buey, bien puede ser que en este mi asno se esconda o alguna figura de hombre o imagen de los dioses. Entretanto que la doncella replicaba entre sí muchas veces estas cosas, mezclando con este deseo grandes y continuados suspiros, llegamos adonde se apartaban tres caminos. Cuando allí llegamos, ella, tirándome del cabestro con cuanta fuerza podía, porfiaba de enderezarme por el camino de a mano derecha, porque aquélla era la vía para ir a casa de sus padres. Mas yo, sabiendo que los ladrones habían ido por allí a hacer otros robos y saltos, resistíale fuertemente y entre mí callando decía de esta manera: «¿Qué haces, moza desventurada, qué haces? ¿Por qué te apresuras para la muerte? ¿Qué es lo que porfías a hacer con mis pies? Porque no solamente perderás a ti, pero a mí también.» Estando nosotros altercando cada uno en su porfía y en causa final contendiendo de la propiedad del suelo o dividir el camino, he aquí los ladrones cargados de lo que habían robado; nos tomaron a manos, y como con la claridad de la Luna nos conocieron un poco de lejos, con una risa falsa y maligna nos comenzaron a saludar, y el uno de ellos dijo de esta manera: —¿Hacia dónde tan de priesa trasnocháis este camino, que no teméis las brujas y fantasmas de la soledad de la noche? Y tú, muy buena doncella, ¿das mucha priesa en ir a ver a tus padres? Pues que así es, nosotros socorreremos tu soledad y te mostraremos el camino bien ancho para ir a tus padres. Y siguiendo las palabras con el hecho, echó mano del cabestro y tornome para atrás dándome buenos palos y guinchones con un palo nudoso que traía en la mano. Entonces yo, contra mi voluntad, tornando a la muerte que me estaba aparejada, recordeme del dolor de la uña y comencé cabeceando a cojear. Aquel que me tornó para atrás dijo: —¿Y cómo tú otra vez vas titubeando y vacilando? ¿Y estos tus pies podridos pueden huir y no saben andar? Ahora, poco ha, vencían la celeridad de Pegaso, aquel caballo que volaba. En tanto que este compañero muy sabroso jugaba conmigo de esta manera, sacudiéndome muy buenas varadas, ya llegamos al canto de su casa: he aquí donde vimos aquella vejezuela que estaba ahorcada, con una soga, de la rama de un alto ciprés, a la cual los ladrones descolgaron y así con su cuerda al pescuezo la lanzaron por estas peñas abajo, y entrando en casa, después que hubieron atado la doncella con sus cordeles, pegaron con la cena que la desventurada vieja en su última diligencia había aparejado; y después que con sus ánimos bestiales y ferocidad tragaron todo lo que allí había, comenzaron entre sí a platicar y considerar de nuestra pena y de su venganza, y, como suele acontecer entre gente turbulenta, fueron diferentes las sentencias que cada uno dijo. El primero dijo que le parecía que debían quemar viva a aquella doncella. El segundo, que la echasen a las bestias. El tercero, que la debían ahorcar en una horca. El cuarto mandaba que con tormentos la despedazasen. Cierto, a dicho de todos, como quiera que fuese, la muerte le era aparejada. Entonces uno de aquéllos mandó callar a todos, y con palabras agradables comenzó a hablar de esta manera: —No conviene a la secta de nuestro colegio, ni a la mansedumbre de cada uno, ni aun tampoco a mi modestia, sufrir que vosotros seáis crueles más de lo que el delito merece; ni debéis traer para esto bestias fieras, ni horca, ni fuego, ni tormentos, ni aun tampoco muerte apresurada. Así que vosotros, si tomáis mi voto, habéis de dar vida a la doncella, pero aquella vida que merece. No creo yo que se os ha olvidado lo que teníais deliberado de hacer de este asno, aunque continuo perezoso, pero gran comilón, y aun ahora mentiroso, fingiendo que estaba cojo, era ministro y medianero de la huida de esta doncella. Así que me parece que mañana degollemos a este asno, y sacadas del todo las entrañas, por medio de la barriga, cosámosle dentro esta doncella que hubo en más que a nosotros, y solamente que tenga la cara de fuera, todo el cuerpo de la moza se encierre en el cuerpo del asno; y después me parece que se debe poner este asno así relleno y cosido encima de un risco de éstos, adonde le dé el ardor del Sol. Y de esta manera sufrirán ambos todas las penas que vosotros derechamente hayáis sentenciado. Porque ese asno recibirá la muerte que días ha merecido, y ella sufrirá los bocados de las bestias fieras cuando sus Capítulo I Que trata cómo viniendo un ladrón de la compañía de la ciudad de Hipata, cuenta a los compañeros la seguridad que de sus hechos ha espiado por allá, y cómo oyó en la casa de Milón que toda la culpa del robo echaban a Lucio Apuleyo, y cómo fue recibido un afamado ladrón en la compañía. El día siguiente de mañana, después de salido el Sol, uno de la compañía de aquellos ladrones, según yo conocí en sus hablas, entró por la puerta, y como llegó a la entrada de la cueva sentose allí para cobrar resuello y comenzó a hablar a su compañía de esta manera: —Cuanto toca a la casa de Milón el de la ciudad de Hipata, la cual poco ha robamos, ya podemos estar seguros, porque yo lo he bien solicitado; que después que vosotros robasteis todo lo de aquella casa y os partisteis para esta nuestra estancia, mezcleme entre aquella gente popular de aquella ciudad, haciendo parecer que me dolía y me pesaba de aquel negocio. Andaba mirando qué consejo tomaban sobre buscar quién había hecho aquel robo y en qué manera y cómo querían hacer la pesquisa para buscar los ladrones, lo cual todo yo miraba para decíroslo como mandasteis, y no solamente por dudosos argumentos, más por razones probadas, todos los de aquella ciudad y de consentimiento de todos pedían no sé qué Lucio, diciendo ser el autor manifiesto de tan gran crimen; el cual, pocos días antes, con ciertas cartas fingidas y fingiéndose hombre de bien, había hecho amistad estrechamente con aquel Milón, en tanto que lo recibió por huésped de su casa y por amigo muy íntimo entre sus familiares y amigos, y él se detuvo algunos días en su casa fingiendo tener amores con una criada de Milón, y espió muy bien las cerraduras de la puerta y de los palacios donde Milón tenía todo su patrimonio; para lo cual no pequeño indicio se halla contra aquel mal hombre, porque aquella misma noche y en el momento de aquel robo él huyó, y desde entonces acá nunca más pareció; y porque tuviese ayuda para su huida y muy prestamente lejos y bien lejos se escondiese, dejando atrás los que lo seguían, tuvo buen remedio que llevó consigo, en qué fue cabalgando, aquel su caballo blanco en que había venido, dejando en la posada a su mozo; el cual hallado allí por las justicias de la ciudad, lo mandaron echar en la cárcel como testigo que sabía de las maldades y consejos de su señor, y otro día, puesto a cuestión de tormento, que lo quebrantaron y desmembraron casi hasta llevarlo a la muerte, nunca confesó cosa alguna de lo que le preguntaban; por la cual causa enviaron muchos del número de la ciudad a tierra de aquel Lucio, para hacerle pagar la pena del delito que había cometido. Contando él estas cosas yo gemía y lloraba dentro de las entrañas, haciendo comparación de aquella mi primera fortuna, de aquel Lucio bienaventurado, con la presente calamidad de asno malaventurado; además de esto, me veía en el pensamiento que los varones de la antigua doctrina, no sin causa, fingían y pronunciaban ser la fortuna ciega y sin ojos, la cual siempre daba sus riquezas a hombres malos y que no las merecían, y nunca escogía a alguno de los hombres por juicio y justo, antes, conversaba principalmente con tales personas de las cuales debía huir si de lejos las viese; y lo que más extremo y peor es de todos los extremos, que nos da diversas y contrarias opiniones, en tal manera que un mal hombre sea glorificado y alabado con fama de buen varón, y, por el contrario, un bueno sea maltratado en boca de los malos. Así que yo, a quien su cruel ímpetu trajo y reformó en una bestia de cuatro pies, de la más vil suerte de todas las bestias, de la cual desdicha justamente habría mancillada y se dolería quienquiera de aquel a quien hubiese acontecido, aunque fuese muy mal hombre, sobre todo era ahora acusado de crimen de ladrón contra mi huésped muy amado, que tanta honra me hizo en su casa, el cual crimen, no solamente quienquiera podría nombrar latrocinio, pero más justamente se llamaría parricidio; y con todo esto no podía defender mi causa, al menos negar con una sola palabra; finalmente, por que la mala conciencia no pareciese que estando yo presente consentía a tan celerado crimen, con esta impaciencia enojado, quise decir. «No hice yo tal cosa.» La primera sílaba bien la dije, no una vez, mas muchas; pero las siguientes palabras nunca las pude declarar, y quedeme en la primera voz, rebuznando siempre una cosa: no, no. La cual nunca pude más pronunciar, como quiera que menease las labios caídos y redondos. ¿Qué más puedo yo quejarme de crueldad de la fortuna, sino que aun no hubo vergüenza de juntarme y hacer compañero con mi caballo y servidor que me trajo a cuestas? Estando yo entre mí, fluctuando en tales pensamientos, vínome aquel cuidado principal, en que me recordaba cómo por consejo y deliberación de los ladrones yo estaba sentenciado para ser sacrificio del ánima de aquella doncella, y mirando muchas veces mi barriga, me parecía que ya estaba pariendo a la mezquina de la moza. Mas, si os place, aquel que trujo de mí falsa relación del hurto, sacados de su seno mil ducados que allí traía cosidos, los cuales, según decía, había robado a diversos caminantes, echándolos dentro en el arca para provecho común de todos, comenzó a inquirir y preguntar solícitamente de la salud de todos los compañeros; y sabido cómo algunos de los más esforzados eran muertos en diversos, aunque no perezosos casos, persuadioles que entre tanto no robasen los caminos y guardasen treguas con todos, hasta que entendiesen en buscar compañeros y con la malicia de la nueva juventud fuese restituido el número de su compañía, como antes estaba, porque haciendo así podrían compeler, poniendo miedo a los que no quisiesen y provocando con premio a los que de su voluntad quisiesen: que no habría pocos que, renunciando a la vida pobre y servir, no quisiesen más seguir su opinión y compañía, la cual parecía que era cosa de grande estado y poderío, diciendo que él había hablado, por su parte, con un hombre poco había, alto de cuerpo y mancebo bien esforzado, y le había persuadido y finalmente acabado con él que tornase a ejercitar las manos, que traía embotadas de la luenga paz: y que mientras pudiese usase de los bienes de la buena fortuna y no quisiese ensuciar sus esforzadas manos pidiendo por amor de Dios, sino que se ejercitase cogiendo oro a manos llenas. Cuando aquel mancebo hubo dicho estas cosas, todos los que allí estaban consintieron en ello, diciendo que tal hombre como aquél, que era ya probado en las armas, que debería ser luego llamado, y buscaron otros para suplir el número de los compañeros. Entonces aquél salió fuera de casa y tardó un poco, el cual trajo consigo un mancebo grande y esforzado, como había prometido, que no sé si se podría comparar a ninguno de los que estaban presentes, porque, además de la grandeza de su cuerpo, sobrepujaba en altura a los otros toda la cabeza, y, si os place, entonces le apuntaban los pelos de las barbas; como quiera que venía muy mal vestido y mal ataviado, con un sayo vil y roto, entre el cual parecía el pecho y vientre con las costras y callos duros y fuertes, de esta manera como entró en casa, dijo: —Dios os salve, servidores del fortísimo dios Marte y mis fieles compañeros; recibid, queriendo de vuestra voluntad y gana, un hombre de gran corazón que quiere estar en vuestra compañía: que de mejor gana recibe heridas en el cuerpo que dineros en la mano, y es mejor que la muerte, la cual otros temen; y no penséis que soy pobre y desechado, ni estiméis mis virtudes de estos paños rotos, porque yo fui capitán de un esforzado ejército que casi destruimos a toda Macedonia: yo soy aquel ladrón famoso que ha por nombre Hemo de Tracia, del cual todas las provincias temen. Yo soy hijo de aquel Terón, que fue muy famoso ladrón; yo fui criado con sangre de hombres, y crecí entre los hombres de guerra, y fui heredero e imitador de la virtud de mi padre; pero en el espacio de poco tiempo perdí aquellas grandes riquezas y aquella primera muchedumbre de mis fuertes compañeros; porque además de yo haber sido procurador del emperador César, fui también su capitán de doscientos hombres, de donde la mala fortuna me derribó y fue causa de todo mi mal. Dejado esto aparte, como ya en vuestra presencia había comenzado, tomaré la orden de contar el negocio porque sepáis cómo pasa. En el palacio del emperador César había un caballero muy noble e hidalgo y muy conocido y privado del emperador, al cual cruel envidia, por malicia de algunos acusado, lanzó y desterró de palacio. Su mujer, que había nombre Plotina, dueña de mucha fidelidad y de singular prudencia y castidad, que había acrecentado el linaje de su marido con diez hijos que le había parido, menospreciando y desechando los placeres y reposos de la ciudad, le acompañó y fue compañera de su desdicha, la cual, cortados los cabellos, en hábito de hombre, ceñida una cinta llena de oro y de joyas muy preciosas, entre las manos y espadas de los caballeros que la guardaban, salió sin ningún temor, siendo participante de todos los peligros, y sosteniendo cuidado continuo por la salud de su marido, sufrió y pasó continuas tribulaciones con ánimo y esfuerzo de hombre. Y después de pasadas muchas dificultades y peligros por mar y por tierra, llegó a la ciudad de Zacinto, adonde su suerte y ventura le había dado por algún tiempo estancia y morada; pero cuando llegó al puerto de Acciaco, por donde nosotros andábamos robando toda Macedonia, ya que era de noche, por apartarse de la mar y por tomar algún refresco, entrose aquella noche a dormir en una venta que estaba cerca de la mar; adonde nosotros llegamos y robamos todo cuanto traía; y no con poco peligro de nuestras personas nos partimos de allí, porque como aquella dueña oyó el sonido de la puerta cuando la abríamos, lanzose en su cámara, dando gritos y voces, que despertó a todos, llamando por sus nombres a sus escuderos y criados y a toda la vecindad, que le viniese a socorrer, y si no fuera que con el miedo que cada uno tenía de sí mismo se escondían, el negocio fuera de tal manera que no partiéramos de allí sin pena; pero después de poco, aquella dueña, muy buena y honrada, de gran fe y graciosa en buenas costumbres, porque es razón de contar la verdad, suplicó a la majestad del emperador César, y alcanzó muy presta, tornada para su marido, y asimismo impetró llena venganza del robo que le fue hecho. Finalmente, que el emperador no quiso que hubiese colegio ni compañía del ladrón Hemo, y luego se deshizo y perdió, porque todo lo puede la voluntad de un gran príncipe. Así que, hecha pesquisa contra nosotros, toda la compañía de los caballeros y pendones de aquella hueste fue muerta y destruida; yo solo, en gran pena y fatiga, me hurté entre los otros y escapé de la boca del infierno en esta manera: Vestido con una ropa de mujer, y tocada una toca en la cabeza, calzados los pies con servillas de mujer blancas y delgadas, así escondido debajo de este hábito de mujer, cabalgando encima de un asnillo que iba cargado de espigas de cebada, pasé por medio de las batallas de los enemigos. Los cuales, pensando que era una mujer asnera, me dejaron pasar libremente, cuanto más que en aquel tiempo yo no tenía barbas y con la juventud me resplandecía la cara; pero con todo esto, yo nunca me aparté ni caí de la gloria de mi padre, ni de mi esfuerzo y virtud. Verdad es que casi con miedo, pasando cerca de las lanzas y espadas de los caballeros, encubierto con engaño de hábito ajeno, yo solo me iba por esas villas y castillos, donde apañaba lo que podía, para provisión de mi camino. Diciendo esto, descojó de aquellos paños rasgados que traía vestidos y sacó dos mil ducados de oro, diciendo: —Veis aquí esta pitanza, y aun digo que en dote los doy de buena gana para vuestro colegio y compañía; y aun me ofrezco por vuestro capitán fidelísimo, y si vosotros, señores, no rehusáis esto, yo me
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