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Aquí, en las montañas, los lilos forecen cuando empie-
zan a cantar los primeros cucos. Los cucos y las lilas llegan
juntos. El cuco es pura desfachatez. Luego, cuando se queda
en silencio tras haberse apareado, come con absoluta im-
punidad todo tipo de gusanos y lombrices, incluso aquellos
que son venenosos para otros pájaros.
Una vez me dijiste que el aroma de las lilas no distaba
mucho del olor de las vacas en el establo. Ambos huelen
a paz e indecisión.
Los días se van haciendo más largos, y por la tarde me
siento a leer en la cocina sin necesidad de encender la luz.
En el alféizar de la ventana hay una jarra con un ramo de
lilas que corté en el jardín de un amigo. Tienen un color
pálido; el color de una camiseta azul marino desteñida por
muchos lavados. Cuando era joven tenía una camiseta de
ese color, y el gran pintor indonesio Affandi pintó en ella
mi retrato. Ámbas cosas han desaparecido, el retrato y la ca-
miseta. Á través de la ventana abierta oígo el canto de un
cuco y las sierras mecánicas de los leñadores que siguen
trabajando.
Cuando levanté la vista hace un momento, a la luz ya
débil del atardecer, el ramo de lilas parecía una colina cuyos
árboles en flor se fundieran en el crepúsculo, Estaba desapa-
reciendo.
La casa tiene unos muros muy gruesos porque los invier-
nos son fríos. En el marco de la ventana, casi junto a los
cristales, hay colgado un espejo de afeitar. Ahora, cuando
levanto la vista, veo reflejado en el cristal un ramito de lilas
todos y cada uno de los pétalos de las minúsculas Norecitas
aparecen nítidos, definidos, cercanos, tan cercanos que se
dirían los poros de una piel. Al principio no entiendo por
qué lo que veo en el espejo tiene mucha más intensidad que
el resto del ramo que, de hecho, está mucho más cerca de mí,
Luego me doy cuenta de que lo que estoy viendo en el espejo
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es el otro lado de las lilas, el lado totalmente iluminado por
los últimos rayos de sol.
En la misma posición que ese espejo coloco cada tarde
mi amor por ti.
«La filosofía, en realidad, no es más que añoranza; es
la necesidad de sentirnos en todas partes en casa»: Novalis.
Se suele decir que el paso de la vida nómada a la seden-
taria marca el inicio de lo que más tarde se llamaría civili-
zación. Enseguida se empezó a considerar incivilizados a
aquellos que habían sobrevivido fuera de las ciudades. Pero
esto es otra historia; una historia para ser contada en las
colinas, junto a los lobos.
Posiblemente durante el último siglo y medio ha te-
nido lugar una transformación igualmente importante. Nun-
ca antes de ahora había habido tanta gente desarraigada, La
emigración, forzada o escogida, a través de fronteras nacio-
nales o del pueblo a la metrópoli, es la experiencia que me-
jor define nuestro tiempo, su quintaesencia. El inicio del
mercado de esclavos en el siglo xv1 profetizaba ya ese trans-
porte de hombres que, a una escala sin precedentes y con
un nuevo tipo de violencia, exigirían más tarde la indus-
trialización y el capitalismo. Durante la primera guerra mun-
dial, el masivo reclutamiento de tropas en el frente occi-
dental era una confirmación más de la misma práctica de
desarraigar, reunir, transportar y concentrar en una «tierra
de nadie». Después, los campos de concentración, a lo largo
y ancho del mundo, siguieron la misma lógica.
Todos los historiadores modernos, de Marx a Spengler,
han identificado el fenómeno contemporáneo de la emigra-
ción. ¿Para qué añadir algo más? Para que corra secreta-
mente la voz de lo que se ha perdido. No por nostalgia, sino
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porque es en el lugar de la pérdida en donde nacen las es-
peranzas.
El término home (antiguo noruego Heimr, antiguo alto
alemán heím, griego komi, con el sentido de «pueblo») se
lo han apropiado, desde tiempos inmemoriales, dos tipos de
moralistas, apreciados ambos por aquellos que ejercen el po-
der. La noción de home se convirtió en la base de un código
de moralidad doméstica mediante el cual se salvaguardaban
las propiedades de la familia (entre las cuales se incluían las
mujeres). Simultáneamente, la noción de homeland propor-
cionaba un primer artículo de fe para un patriorismo que
convencía a los hombres de ir a morir en unas guerras que
a menudo sólo servían para defender los intereses de la mi-
noría formada por sus clases dirigentes. Ambos usos han
ocultado el significado original.
Originariamente, hore significaba el centro del mundo,
no en el sentido geográfico, sino en el ontológico. Mircea
Eliade demostró que la casa, el hogar, era el lugar a partir
del cual se podía fundar el mundo. El hogar se establecía,
según sus palabras, «en el corazón de lo real». En las socie-
dades tradicionales, todo lo que tenía sentido en el mundo
era real; alrededor existía el caos, un caos amenazador,
pero era amenazador porque era ¿rreal. Sin un hogar en el
centro de lo real, uno estaba no sólo sin cobijo, sino tam-
bién perdido en el no-ser, en la irrcalidad. Sin un hogar todo
era una pura fragmentación.
El hogar era el centro del mundo porque era el lugar
en el que una línea vertical se cruzaba con una horizontal.
La línea vertical era un camino que hacia arriba llevaba al
cielo y hacia abajo, al reino de los muertos. La línea hori-
zontal representaba el tráfico del mundo, todos los caminos
que van de un lado al otro de la tierra hacia otros lugares.
Así, el hogar era el sitio en el que uno podía estar más cer-
ca de los dioses que habitan el cielo y de los muertos que
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habitan el mundo subterráneo. Esta cercanía garantizaba el
acceso a ambos, Y al mismo tiempo, uno estaba en el punto
de partida y, se esperaba, en el de regreso de todos los via-
jes terrenales,
El cruce de las dos líneas, la seguridad que promete su
intersección, probablemente existía ya, en estado embrio-
nario, en el pensamiento y creencias de los pueblos nóma-
das, pero, en su caso, llevaban la línea vertical con ellos, del
mismo modo que transportaban el palo de la tienda.
Tal vez, para el fin del siglo, de este siglo sin preceden-
tes en cuanto al transporte de hombres, queden todavía
vestigios de esa seguridad en los inarticulados sentimientos
de los muchos millones de personas desplazadas.
La emigración no sólo implica dejar atrás, cruzar océa-
nos, vivir entre extranjeros, sino también, destruir el signi-
ficado propio del mundo y, en último término, abandonarse
a la irrealidad del absurdo.
Claro está que, cuando no se realiza por la fuerza, la
emigración puede verse impulsada tanto por la esperanza
como por la desesperación. Al hijo del campesino, por ejem-
plo, podría parecerle que la autoridad tradicional del padre
es más oprevisamente absurda que cualquier caos. La pobtc-
za del pueblo puede resultar más absurda que los crímenes
de la metrópoli. Vivir y morir entre extranjeros puede pare-
cer menos absurdo que vivir perseguido y torturado por los
propios compatriotas. Todo esto es cierto. Pero emigrar
siempre será desmantelar el centro del mundo y, consecuen-
temente, trasladarse a otro perdido, desorientado, formado
de fragmentos.