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Orientación Universidad
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lectura obligatoria, Apuntes de Historia

Asignatura: Introducció a l'antropologia social i cultural, Profesor: , Carrera: Història, Universidad: UAB

Tipo: Apuntes

2016/2017

Subido el 07/07/2017

nasic-1
nasic-1 🇪🇸

4.4

(5)

10 documentos

Vista previa parcial del texto

¡Descarga lectura obligatoria y más Apuntes en PDF de Historia solo en Docsity! NIGEL BARLEY ¡tooo lolejo) inocente Prólogo de Alberto Cardin Moo MER ANAGRAMA :"igel Barley El antropólogo inocente :\otas desde una choza de barro Traducción de :\1. a José Rodcllar EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA de su fundamental relevancia para el tema desarrollado por Geertz. Humor y etnografía, que parecían actitudes ante lo real y lo «otro» imposibles de conectar, por cuanto afectan al problema del contexto y la traducción (o, dicho en términos más moralistas, a la cuestión del racismo y el eurocentrismo), encuentran en Bar- ley una soluci6n ejemplar: se burla de los negros (no s6lo de los aculturados, cuyo frankensteiniano ricliculo es patente, sino de los nativos «fetén»), comparándolos no pocas veces con elemen- tos o situaciones palmariamente ridículos de nuestro contexto eu- ropeo, pero la comparaci6n no resulta ni ofensiva ni degradante: se sitúa en una especie de entre-deux que tiene una clara función cognoscitiva. La principal forma de ironía, con todo, cae siempre sobre el autor mismo. Y es ironía tanto en el aspecto banal como socrá- tico de la palabra: es deformaci6n interrogante, que sirve para desvelar realidades. Y, en este sentido, el principal objeto de slapstíck es Barley mismo, siendo las muestras de su ridiculiza- ci6n risible los pasajes desterníllantemente c6micos de todo el li· bro: como la aventura de su extracción dental, sus escarceos con la gorda prostituta de Poli, o sus dificultades lingüísticas con las tonalidades dowayo, origen de situaciones sociales verdaderamente embarazosas. Esta ironía desveladora, cargada de sabiduría humana y te6ri- ca, y radicalmente antropol6gica aunque tan poco l. hayan prac- ticado hasta ahora los mismos antrop6logos, convierte a Barley en un verdadero ejemplo para la profesi6n en dos sentidos: como envidiable vulgarizador sin pérdida de rigor (cosa del todo inhabi- tual, y absolutamente necesaria), y como hábil penetrador de la opacidad de otras culturas (y de otras mentes en general), de la única manera que esto puede hacerse: con cautela, con humor, con ciertas triquiñuelas del oficio (cuya receta nos da), y confian- do pacientemente en la suerte. De todo ello surje este libro que es, sin lugar a dudas, la me- jor continuaci6n del Vía;e al País de los Houyhnhnm, con toda la mordacidad de Swift, pero sin la biliosidad del gran can6nigo ir- 10 landés. Tal vez, si Geertz hubiera leído a Barley, hubiera otor- gado a éste, y no a la bien poco ir6~ca Rut.h. ~enedict.' el honor de continuar la hoy bastante oscurecida tradiClOn swiftlana. ALBERTO CARDÍN Dieciséis de octubre de 1989 11 El antropólogo inocente Al Jeep han situado a los pies de santos hindúes, han visto dioses extra. ños, presenciado ritos repugnantes y, haciendo gala de una auda· cia suprema, han ido a donde no había ido ningún hombre. Están, pues, rodeados de un halo de santidad y divina ociosidad. Son santos de la iglesia británica de la excentricidad por mérito pro- pio. La oportunidad de convertirse en uno de ellos no debía ser rechazada a la ligera. En honor a la verdad, también cabía la posibilidad -por re. mota que fuera- de que el trabajo de campo hicieta alguna con. tribuci6n de importancia al conocintiento humano. Aunque, a pri. mera vista, pareóa bastante improbable. El proceso de recogida de datos resulta en sí mismo poco atractivo. No son precisamente datos lo que le falta a la antropología, sino más bien algo inte. ligente que hacer con ellos. El concepto de «coleccionar maripo. sas» es corriente en la disciplina, y caracteriza con propiedad las actividades de muchos etn6grafos e intérpretes fracasados que se lintitan a acumular bonitos ejemplos de costumbres curiosas cla- sificadas geográfica, alfabéticamente, o en térntinos evolutivos, según la moda de la época. Francamente. entonces me pareció, y me lo sigue pareciendo abara, que la justificaci6n del estudio de campo, al igual que la de cualquier actividad acadéntica, no reside en la contribuci6n a la colectividad sino en una satisfacci6n egoísta. Como la vida mo- nástica, la investigaci6n erudita no persigue sino la perfecci6n de la propia alma. Esto puede conducir a alguna finalidad más amplia, pero no debe juzgarse tan s6lo sobre esa base. Sin duda, esta opio 1Ú6n no contará con la aquiescencia IÚ de los estudiosos conserva. dores IÚ de los que se consideran revolucionarios. Ambos grupos están afectados por igual de un temible fervor y un engreimiento relamido que les impide ver que el mundo no está pendiente de sus palabras. Por esta raz6n, cuando Malinowski, el «inventor» del trabajo de campo, se reveló en sus diarios como un vehículo pura y sim- plemente humano, y bastante defectuoso por lo demás, cundi6 la indignaci6n. También él se babía sentido exasperado por los «ne. gros», atormentado por la lujuria y el aislantiento. El parecer ge- 20 neral era que esos diarios no debían haberse hecho públicos, que resultaban «contraproducentes para la ciencia», que eran injusti- ficadamente iconoclastas y que provocarían todo tipo de faltas de respeto hacia los mayores. Todo esto es síntoma de la intolerable hipocresía típica de los representantes de la disciplina, que debe ser combatida cada vez que se presente la ocasión. Con esta intención me propongo escribir el relato de ntis propias experiencias. Aquellos que han pasado por los mismos trances no encontrarán aquí nada nuevo, pero haré precisamente hincapié en los aspectos que las monogra· fías etnográficas normales suelen tildar de «no antropol6gicos», «no pertinentes» o «fútiles». En nti actividad profesional, siem· pre me han atralda prioritariamente los IÚveles más elevados de abstracci6n y especulaci6n te6rica, pues únicamente mediante el avance en ese terreno se accederá a una posible interpretaci6n. No apartar los ojos del suelo es el modo más seguro de tener una visi6n parcial y falta de interés. Así pues, este libro puede servir para reequilibrar la balanza y demostrar a los estudiantes, y ojalá también a los no antrop6logos, que la monografía acabada guarda relaci6n con los «sangrantes pedazos» de la cruda realidad en que se basa, así como para transntitir algo de la experiencia del tra· bajo de campo a los que no han pasado por ella. Tenía ya el gusarúllo de «bacer trabajo de campo» metido en la cabeza, y la sentilla habría de crecer como hacen siempre estas cosas. «¿Por qué vaya querer hacer trabajo de campo?», le pregunté a un colega. En respuesta, él hizo un aparatoso gesto que yo reconocí como perteneciente al repertorio de sus clases. Se usaba en ocasiones en que los alumnos preguntaban cosas como «¿Qué es la verdad?», o «¿Cómo se escribe "gato"?». No hacia falta decir nada más. Es una ficci6n amable pensar que un deseo irrefrenable de vivir entre un único pueblo de este planeta que se considera de· positario de un secreto de gran trascendencia para el resto de la raza humana consume a los antropólogos, que sugerir que traba· jen en otro lugar es como sugerir que podían haberse casado con alguien que no fuera su insustituible compañero espiritual. En 21 mi caso, había hecho la tesis doctoral sobre materiales publicados o manuscritos en ínglésantiguo. Como expresé no sin cierta pe- rulancia entonces, había «viajado en el tiempo, no en el espacio». La frase ablandó a mis examinadores, que, no obstante, se sintie- ron obligados a alzar un dedo amonestador y advertirme que en el futuro debía circunscribir mis estudios a áreas geográficas más c?nvencionales. No debía pues lealtad a ningún continente en par- lIcular y, al no haberme especializado durante la licenciatura tam- poco me repelía ningún lugar. Tomando como base la premIsa de que el resultado del estudio es reflejo del pueblo estudiado más que Imagen de los que lo han estudiado, Africa parecía con mucho el continente más insulso. Tras el genial inicio que supuso Evans-Pritchard, los trabajos habían ido cayendo rápidamente en la pseudosociología y la descripción de sistemas de descendencia como todos integrados, y aunque se reanimaban un poco al en- trar, chirriando, en la consideración de temas «difíciles» como el matrimonio prescriptivo y el simbolismo, en lo fundamental no se apartaban de la imagen «sencilla y prudente» que querían dar. La antropología africana debe de ser una de las pocas áreas donde la ramplo.nería llega a ser considerada un mérito. Sudamérica pa- recía fascmante, pero, por lo que me habían contado los colegas los problemas políticos hacían dificilísimo trabajar allí; por otr~ lado, daba la impresión de que todo el mundo trabajaba a la sombra de Lévi-Strauss y de los antropólogos franceses. Oceanía podía ser una opción fácil en lo relativo a condiciones de vida sin embargo, no sé por qué, todos los estudios de esa área termin~ban pare~iéndose. Por lo visto los aborígenes tenían el monopolio de l~s SIstemas de matrimonio endemoníadamente complejos. La In- dia podía ser un sitio espléndido, pero antes de empezar a bacer nada relevante había que pasarse cinco años aprendiendo las len- guas necesarias. ¿El Lejano Oriente? Me documentaría lo que pudiera. Consideraciones tales podrían ciertamente ser tachadas de su- perfici~les, aunque muchos de mis coetáneos, y posteriormente sus r~spect1vos alumnos, se han guiado por esas mismas pautas. Al fIn y al cabo, la mayoría de las investigaciones tienen su inicio en 22 un vago interés por un área determinada de estudio y raro es el que sabe de qué tratará su tesis antes de haberla escrito. Los meses siguientes los pasé oyendo relatos de la obstaculi- zación gubernamental en la zona de Indonesia entremezclados con noticias de atrocidades y desastres acaecidos en toda Asia. Final- mente empezaba a inclinarme por el Tlmor portugués. Estaba se- guro de que el simbolismo cultural y los sistemas de creencias me interesaban más que la política o el proceso de socialización urbana y Tlmor parecía ofrecer todo tipo de interesantes posibi- lidades, con sus diversos reinos y sus sistemas de alianza pres- criptiva que obligaban a los cónyuges a estar unidos por un de- terminado grado de parentesco. Parece ser una constante que los sistemas simbólicos claros y precisos aparezcan con mayor nitidez en lugares donde se dan tales fenómenos. A punto estaba de po- nerme a elaborar un proyecto cuando los periódicos empezaron a llenarse de noticias de guerra civil, genocidios e invasiones. Apa~ rentemente, los blancos temían por su vida y el hambre asomaba en el horizonte. El viaje quedó anulado. Procedí entonces a consultar con varios·expertos del ramo, que coincidieron en sugerir que regresara a Africa, donde los per- misos para investigar eran más fáciles de obtener y las condiciones más estables. Me hablaron de los bubi de Fernando PDO. Para quienes no han tenido nunca contacto con Fernando Poo, diré que se trata de una isla situada frente a la costa occidental de Africa; antigua colonia española, forma hoy parte de Guinea Ecuatorial. Empecé a husmear en la bibliografía. Todos los autores mostraban la misma actitud desfavorable respecto de Fernando Poo y los bubí. Los británicos lo despreciaban por ser un lugar «donde es muy probable que a media tarde uno se encuentre a un desaliñado funcionario español todavía en pijama», y se extendian nostálgi- camente en consideraciones sobre el tórrido y fétido ambiente y las numerosa. enfermedades a las que ofrecía refugio. Los explo- radores alemanes del siglo XIX menospreciaban a los indígenas por degenerados. Mary Kingsley decía de la isla que ofrecía las mis- mas posibilidades que un montón de carbón. Richard Burton, por lo visto, había dejado pasmado a todo el mundo vendo allí y vol- 23 viendo vivo. En resumen, una perspectiva deprimente. Por suerte para mí, o eso creí yo entonces, el dictador local inició una po- líúca de matanzas de la oposición, utilizando e! término en sen- údo amplio. Ya no podía ir a Fernando Poo. Llegados a este punto, otro colega vino en mi ayuda llamán- dome la atención sobre un grupo extrañamente olvidado de ha- bitantes paganos de las montañas de Camerun. Así me presenta- ron a los dowayos, que se convertirían en «mi» pueblo, para lo bueno y para 10 malo, de entonces en adelante. Sintiéndome un poco como la bolita del juego del «Millón», emprendí la búsqueda de! pueblo dowayo. Un repaso del índíce bibliográfico del Instituto Africano In- ternacional me reveló varias referencias escritas por administrado- res coloniales franceses y un par de viajeros de paso. Lo que de- dan bastaba para demostrar que eran interesantes; rendían culto a las calaveras por ejemplo, practicaban la circuncisión, tenían un lenguaje especial hecho de silbidos, momias y una gran repu- tación de recalcitrantes y salvajes. Mi colega me dio los nombres de un misionero que había vivido con ellos durante años y de un par de lingüistas que estaban estudíando el idioma. Asimismo me señaló la Úerra de los dowayos en e! mapa. Parecía que la cosa iba en serio. Me puse a trabajar de inmediato, olvidado ya e! problema de si en realidad quería ir o no. Los dos obstáculos que me queda- ban por salvar eran, a saber, conseguir dinero y autorización para investigar. De haberme percatado desde e! principio de que me aguar- daban dos años de esfuerzos constantes para hacerme con las dos cosas al mismo tiempo, quizá habría regresado a la cuestión de si todo aquello valía la pena. Pero por fortuna mi ignorancia me resultó útil y comencé a aprender el arte de arrastrarse para re- caudar fondos. 24 2. PREPARATIVOS La primera vez supuse que 10 que deb~a hacer era demostrarle al organismo otorgador de becas por que e! proyecto de mves- úgación propuesto era ínteresante/nuevo!.importante. Nad.a m~s lejos de la realidad. Cuando un etnógrafo mexperto hace híncapié en esta faceta de su trabajo, e! comité que ha de concederle la beca, quizá amparándose en fundadas experiencias, c?mienza a pregun· tarse si el proyecto en cuestión podrá ser considerado una conu- nuación normal/estándar de trabajos anteriores. Al resaltar las vastas implicaciones teóricas de mi pequeño proyecto para e! fu- turo de la antropología, me colocaba en la situación de un homb.re que ensalza las bondades del rosbif ante un grupo de vegetarIa- nos. Todo 10 que hada no contribuía síno a empeorar las ~o~as. Andando el tiempo recibí una carta diciéndome que al comite le ínteresaba la etnografía básica de la zona, la pura recogida de datos. Volví a redactar el proyecto con todo lujo de pormenores. En la siguiente ocasión el comité expresó su inquietud por e! he- cho de que me propOlúa invesúgar un grupo desco~ocido. Nueva redacción. Esta vez le dieron el visto bueno y reobí el dinero. Primer obstáculo salvado. El problema de obtener permiso para llevar a cab? la inv.es- tigación adquirió una importancia ca?ital, p~es el tlempo i~a pasando y el dinero disminuyendo. HaCia aproxunadan:ente un ano había escrito al ministerio correspondiente de Camerun y me ha- bían promeúdo responderme a su debido úempo. Volví a escribir 2' necesarios para sobrevivir y enviarlo a destino, o bien puede lle- gar a su punto de destino sin carga alguna y adquirir lo que le haga falta alli. La ventaja del primer método reside en el precio yen. la ce.rteza de encontrar todo lo que se desea. La desventaja consIste SImplemente en la frustración inherente al contacto adi- cion~ con los fundonarios de aduanas y otros burócratas que confiscarán el vehículo, le impondrán gravámenes, lo dejarán ex- puest~. a los. m?nzo,nes hasta que se pudra, permitirán que lo desva~J~n e mSlstlran en la presentación de listas detalladas y aute?tIflc~das por cuadruplicado, refrendadas y selladas por otros funClOnartos que están a cientos de kilómetros de distancia. De no cumplirse tales requisitos, atormentarán y acosarán divertidos "! recién llegado. Muchas de estas dificultades se desvanecerán má- glcamente .mediante un soborno hecho a tiempo, pero el cálculo de l~ cantidad adecuada y del momento propicio para ofrecerla reqUIeren un tacto del que el neófito carece. Este podrá toparse con serios problemas si pone en práctica tal procedimiento sin las debidas cautelas. El inconveniente del método de llegar sin nada y comprar t~o. lo necesario allí es que resulta sumamente caro. Los auto- mo~iles CUestan por lo menos el doble de lo que valen aquí y la vartedad de modelos es muy limitada. Por otro lado no es pro- bable que el recién llegado, a no ser que tenga much~ suerte, en- cuentre lo que busca y a buen precio. .En mi inocencia, opté por la segunda alternativa, en parte debIdo a que no disponía de tiempo para pertrecharme a concien- CIa antes de salir y estaba ansioso por ponerme en camino. 30 3. RUMBO A LOS MONTES Cuando el avión tomó tierra en el oscuro aeropuerto de Doua- la, un peculiar olor invadió la cabina. Era una vaharada almiz- cleña, húmeda y sofocante, aromática y áspera, el olor del Africa occidental. En tanto recorríamos a pie la pista de aterrizaje, caía sobre nosotros una lluvia cálida que se deslizaba sobre nuestros sudorosos rostros como un reguero de sangre. En la terminal nos esperaba el mayor caos que he visto jamás. Los europeos se api- ñaban en grupos desesperados o les gritaban a los africanos. Los africanos gritaban a otros africanos. Un árabe solitario iba des- consolado de mostrador en mostrador y ante cada uno de ellos encontraba una cola francesa, es decir, una muchedumbre de in- dividuos enloquecidos que trataban de abrirse paso a empellones . Allí recibí la segunda lecci6n de burocracia camerunesa. Por lo visto, teníamos que recoger· tres papeles, uno relacionado con el visado, otro con los certificados médicos y otro con los trámites de inmigraci6n, para lo cual hubo que rellenar numerosos impre- sos, cosa que originó un intenso tráfico de bolígrafos. Cuando los franceses se hubieron abierto camino a base de codazos a fin de tener el privilegio de esperar sus equipajes bajo la lluvia, nos atendieron a los demás. Varios cometimos el error de no poder dar una dirección concreta de alojamiento ni los nombres de nues- tros contactos comerciales. Detrás de su escritorio, el fornido funcionario leía el periódico sin hacernos el más mínimo caso. Des- pués de establecer entre nosotros una jerarquía que lo satisfi~ 31 ciera~ nos en~revistó con una actitud que dejaba bien claro que con el no se Jugaba. Al ver cómo iban las cosas decidí mostrarme sumis~ y le proporcioné una dirección invent~da, recurso adop- tado Igualmente por otros. A partir de entonces cumplimenté siempre con meticulosidad todos los impresos, que eran sin duda luego devorados por las termitas o arrojados a la basura sin que nadíe los leyera. Seguidamente volvimos a pasar por las tres me- sas antes de entrar en la Zona de aduanas, donde se estaba desa- rrollando un drama. Al abrirle el equipaje a un francés se descu- brió que contenía ciertas substancias aromáticas. El indíviduo explicaba en vano que se trataba de hierbas destinadas a preparar salsas francesas. ~l funcionario estaba convencido de que había capturado a un Importante traficante de marihuana, aunque de todo el mundo es sabido que el tráfico se produce de dentro de Camerún bacia fuera. Los ansiosos franceses volvían a estar en acción y parecía que les iba bastante bien hasta que apareció la enorme silueta d~ un africano impecable que había subido en pri- mera clase en NlZa y les pasó delante a todos. Medíante un chas- q~ido d~ sus enjoyados dedos señaló su equipaje, que fue reco- gido de tnmedíato por los mozos. Mortunadamente para mf, mis m,,!e~as ob~ta~.a,ban la retirada de las suyas, gracias a lo cual reclbl una mdícaoon de proseguir y entré en Mrica. Las primeras impresiones son muy importantes. Aquel que no tenga las rodíllas marrones será despreciado por todo tipo de gente. Sea como sea, lo que yo tomé como un mozo entusiasta se apoderó prontamente de la bolsa donde llevaba mi cámara foto- gráfic~. Al cont~mpla.r cómo en un abrir y cerrar de ojos desa- pareoa en la dístancla, hube de reconsiderar mi juicio inicial y emprendí la persecución utilizando todo tipo de frases inusuales en la conversación diaria. «Au secours! Au voleur!» , gritaba yo. Afortunadamente, el tráfico lo detuvo y pude darle alcance. Em- pezamos a forcejear. Un súbito golpe que me abrió un lado de la cara y el abandono de la bolsa por su parte pusieron fin al alter- cado. Un solícito taxista me llevó entonces al hotel por sólo cin- co veces el precio normal de la carrera. Al día siguiente dejé atrás los encantos de Douala y me tras. 32 ladé en avión a la capital sin incidentes, observando, eso sí, que había adoptado las maneras groseras y hostiles de los demás pa- sajeros para con mozos y taxistas. En Yaoundé hube de sufrir otra larga tanda de burocracia. Puesto que los trámites duraron unas tres semanas, no me quedó otra alternativa que hacer de turista. La primera impresión que me produjo la ciudad es que tenía pocos encantos. En la temporada seca resulta desagradablemente polvorienta y se convierte en un inmenso cenagal en la húmeda. Sus principales monumentos tienen el atractivo de las cafeterías de las autopistas. Las rejillas rotas de las aceras ofrecen al visi- tante desprevenido un rápido acceso al alcantarillado municipal y raras veces transcurre mucho tiempo sin que los recién llegados se fracturen alguna extremidad. La vida de los expatriados gira en torno a dos o tres cafés en los que pasan el rato hundidos en un profundo aburrimiento, contemplando cómo pasan los taxis y quitándose de encima a los vendedores de recuerdos, gentiles ca· balleros que han aprendido que los blancos están dispuestos a comprar cualquier cosa con tal que tenga un precio astronómi- co. Su mercancía consiste en una mezcla de tallas perfectamente aceptables y muestras de simple basura que presentan como «ge- nuinas antigüedades». Las operaciones se realizan con cierto aire de juego. A veces los precios son veinte veces superiores al valor real del objeto. Si un cliente se queja de que le están robando, se echan a reír, dicen que sí y le dan un precio cinco veces menor. Muchos gustan de establecer con los apáticos europeos una es- pecie de relación de clientelismo, plenamente conscientes de que cuanto más descabelladas sean sus mentiras más diversión cau- sarán. El caso más triste es el de los diplomáticos, que parecen seguir una política de mfnimo contacto con la población del país y van de sus despachos a sus recintos residenciales sin detenerse más que en el café. Por motivos que se harán evidentes luego, yo habría de ocasionar ciertas molestias a la comunidad británica. Mucho más interesante era la comunidad francesa de coopé- rants, jóvenes que trabajaban en el extranjero como alternativa 33 al servicio militar y habían conseguido crear una réplica de la vida social de cualquier provincia francesa incorporando elemen- tos tales como barbacoas, carreras de vehículos motorizados y fiestas, sin prestar apenas atención al hecho de que nos encon- trábamos en Africa occidental. Al poco tiempo trabé amistad con un grupito formado por una chica y dos chicos dedicados en di- verso grado a la enseñanza, y que posteriormente me serían de gran ayuda. Contrariamente a la comunidad diplomática, a veces salian de la capital, tenían información sobre el estado de las ca- rreteras, el mercado de vehículos, etc., y hablaban con los afri- canos que no eran criados suyos. Después del contacto que había tenido con los funcionarios, me sorprendió enormemente compro- bar lo afables y joviales que eran los demás habitantes; no me lo esperaba en absoluto. Habiendo conocido en Inglaterra el resen- timiento político de los indios y los antillanos, me pareció ridicu- lo que fuera en Africa donde las gentes de distintas razas se encontraran en un mismo plano de naturalidad y sencillez. Por supuesto, luego descubrí que las cosas no eran tan simples como parecían. Las relaciones entre europeos y africanos se ven com- plicadas por todo tipo de factores. Con frecuencia los africanos llegan a amoldarse tan bien que acaban convertidos en poco me. nos que franceses negros. Por su parte, los europeos residentes en Africa tienden a ser gente extraña. El motivo de que a la co- n;runidad diplon;ráti:a le vaya tan mal es quizá su patente vulga- ndad; a los excentrlcos -y he conocido varios- les va muy bien, pese a la devastación que dejan a sus espaldas. Como buen inglés, quizá me impresionó más de lo razona- ble el hecho de que personas que no conocía de nada me salu- d~ran y sonrieran por la calle, aparentemente sin segundas mten- Clones. El tiempo iba pasando y las ciudades africanas no son en modo alguno baratas; Yaoundé está considerada una de las más caras del mundo para un extranjero. Y aunque no vivía precisa- mente a l?, grande, el dinero desaparecía con rapidez y llegué a la concluslOn de que tenía que salir de allí cuanto antes' no tenia más remedio que hacer una escena. Templando mis n~rviosJ me 34 dirigí a la Oficina de Inmigración. Detrás de su mesa estaba el arrogante inspector con quien ya había tratado en anteriores vi- sitas, que alzó la vista de los documentos que estaba leyendo, inició una complicadísima operación con un cigarrillo y un en- cendedor y, haciendo caso omiso de mi saludo, me lanzó el pa- saporte sobre la mesa. En lugar de los dos años que había soli- citado, misteriosamente me habían concedido nueve meses de estancia en el país. Agradecido por tamaña merced, me marché. Llegado a este punto cometí dos errores garrafales que reve- lan lo poco que sabía del mundo en que me movía. Primero me fui a correos con intención de enviar un telegrama a N'gaoundé- té, la siguiente parada prevista en el viaje por ferrocarril, anun- ciando mi inminente llegada, que tuvo lugar quince días más tarde, lapso de tiempo considerado intermedio por los expertos. Ello me permitió conocer a un extraño australiano que, empuja- do a la desesperación tanto por los desdeñosos funcionarios como por el público del lugar, que babía aprendido de los franceses a abrirse paso a empellones, se plantó en el centro de la habitación vociferando para sorpresa de todos: «Ya lo entiendo. No tengo el color adecuado, ¿eh?» Tras lo cual pasó a declarar en términos bien claros que no pensaba volver a escribirle a su madre desde territorio camemnés. Por suerte, pude venderle uno de los sellos que tenía yo, acción que provocó en él una explosión de afecto sensiblero hacia los hijos de la Commonwealth. Después de dar cuenta de varias cervezas accediendo a su insistencia, me reveló que en los dos años largos que llevaba de viaje nunca había gas- tado más de cincuenta peniques diarios, cosa que me dejó lógi- camente impresionado hasta que lo vi largarse sin pagar las con- sumiciones. Fue entonces cuando cometí el más craso de todos mis erro- res. Hasta ese dia había guardado la mayor parte del importe de mi beca bajo la forma de un cheque internacional conformado, que llevaba encima en todo momento. Sin embargo, me pareció que lo más prudente sería ingresarlo en un banco, para lo cual sólo hube de someterme a una hora de tratamiento a base de arrogan- cia y codazos. Un joven de aspecto creíble me aseguró sin ínmu- 35 dad total la áspera esrepa. Por fin, cuando ya empezaba a tener la sensación de que me iba a pasar el resto de la vida en aquel tren, llegamos a N'gaoundéré. Inmediatamente se percibía un exotismo mucho más marcado que en las regiones meridionales. N'gaoundéré se considera ciu- dad fronteriza entre el norte y el sur y goza de popularidad entre los blancos por su clima suave y su comunicación ferroviaria con la capital. No obstante, y a pesar de los cambios experimentados debidos al impacto del ferrocarril, todavía conserva grandes zonas de edificaciones tradicionales con techumbres de paja. Más al sur, éstas han sido totalmente sustituidas como consecuencia de la pasión por el hierro acanalado y la chapa de aluminio, materiales que las hacen intolerablemente calurosas cuando les da el sol y actúan como radiador que garantiza una noche tan tórrida como el día. Estas chabolas de chapa acanalada contribuyen en gran medida a la fealdad de las ciudades africanas, a ojos de los occi- dentales. Ello se debe en parte a un puro etnocentrismo: mientras que las cabañas con tecbumbre de paja resultan «pintorescas y rústicas», las casuchas de chapa recuerdan nuestros barrios de chabolas. Con todo, N'gaoundéré no era tan repulsiva como la mayoría de las poblaciones africanas. De noche y con centenares de fogatas encendidas para cocinar, respondia exactamente a la idea que tiene un occidental de Africa. De día se ven montones de basura putrefacta por entre los que una juventud dorada circu- la en ciclomotores adornados con flores de plástico. Como primera providencia, el alemán y yo tuvimos que en- zarzamos en un arduo regateo con un taxista. Mientras que pro- bablemente yo hubiera asumido mi pape! histórico de victima del robo, el alemán se entregó al tira y afloja con la fiereza y el apa- rente desprecio hacia todos los taxistas que identifiqué como marca del que se sabe desenvolver de verdad. La consecuencia fue que nos vimos conducidos con un mínimo retraso y a un pre- cio razonable a la misión católica, donde fuimos recibidos calu- rosamente por los sacerdotes, a quienes él conocía bien. Existe una creencia generalizada en el sentido de que los mi- sioneros han tomado sobre sus hombros el manto de la hospita- 40 lidad medieval para con los viajeros. Algunos ciertamente ofrecen alojamiento, pero más para miembros de su propia organización que tienen que asistir a reuniones y conferencias que para insul- sos vagabundos. Ya han sufrido suficientemente las consecuencias de albergar a autoestopistas sin dinero que esperan vivir a cos- tillas de Africa lo mismo que hacen en Europa. Debido a sus abusos, la hospitalidad se ha recortado, de lo contrario las misio- nes se hubieran hallado dedicadas únicamente al ramo de la hos- telería. Pero yo estaba ansioso por llegar a la misión protestante, donde creía que me aguardaban. Con los retrasos de la documen- tación, había consumido ya dos meses de mi tiempo y todavía no había visto a un solo dowayo. Empezaba a acometerme el in- sistente temor de que no existieran, pues la palabra «dowayo» era un término autóctono que significaba «nadie» y que había sido recogido como respuesta a la pregunta formulada por un fun- cionario de distrito. «¿Quién vive allí?», pregunté cortésmente en la misión católica. Sí, parecía que los dowayos sí existían. Por fortuna, los católicos habían tenido poco contacto con ellos: eran un pueblo terrible. En 1; escuela que regentaban los padres, eran siempre los peores alumnos. ¿Por qué quería estudiar a los do- wayos? Su modo de vida respondía a una sencilla explicación: eran ignorantes. 41 4. HONNl SOIT QUI MALINOWSKl' Los antropólogos jóvenes son una autoridad en todo lo con- cerniente a los misioneros antes de conocer a ninguno, pues desempeñan un importante papel en la demonología de la discipli- na) junto con los administradores engreídos y los colonos explo- tadores. La única respuesta intelectualmente admisible a la hucha que hace resonar en tus narices alguien que recoge dinero para las misiones es una refutación razonada de! concepto global de interferencia misionera. La documentación está ahí. Los antropó- logos señalan) en sus cursos introductorios) los excesos y la cor- tedad de miras de las misiones melanesias, que terminaron dando lugar a los cultos «cargo»' y provocando hambrunas. Las órdenes 1. Es la divisa de la Orden de Jarretera, o de la Liga {Honni soit q.ui mal y pense: «Ma1haya quien tal piense»l, la que sirve de irónico apoyo al autor para contrastar las reglas de la observación etnográfica de Ma- linowski con su propia experiencia. (Nota de Alberto Cardin.) 2. Aunque originalmente este término sirvió para designar los cultos sincréticos surgidos en Melanesia, sobre todo después de la Segunda Gue- rra Mundial, y centrados en tomo a la veneración de los cargueros (aviones sobre todo, pero también barcos) occidentales, hoy en día se emplea para referirse a cualquier religión del pasado o del presente, surgida de contac- tos acu1turativos entre poblaciones «primitivas» y colonizadores «civiliza- dos», generalmente teñida de un fuerte componente milenarista o apoca- líptico, y en la que determinados ítems prestigiosos de la cultura invasora (mercancías, instrumentos, medios de transporte, etc.) se cargan de signi- ficado religioso, asimilándose a determinadas representaciones sacrales pre_ vias. (Nota de Alberto Cardin.) 42 brasileñas de! Amazonas han sido acusadas de tráfico de esclavos y de prostitución de menores, de robar tierras y ~e intimidar ,3 los indigenas por la fuerza y con e! fuego de! mÍlerno. Las rnl- siones destruyen las culturas tradicionales y e! autorrespeto de los nativos, reduciendo a los puehlos de todo e! globo a un es- tado de indefensión, convertidos sus integrantes en imbéciles des- concertados que viven de la caridad y en dependencia cultural y económica respecto de Occidente. El gran fraude reside en querer exportar al Tercer Mundo sistemas de pensamiento que e! propio Occidente ha desechado hace tiempo. Todo esto estaba en mi subconsciente cuando llegué a la misión norteamericana de N'gaoundéré. Hablar siquiera con los mi- sioneros era en cierta medida una traición a los principios antro- pológicos: desde que Malinowski, e! inventor de! trabajo de cam- po, lanzó al etnógrafo su apasionada conminación a abandon~r la veranda de la misión y penetrar en los poblados, a todos rnlS colegas les persigue la obsesión de liberarse de esta mácula. Pensé, no obstante, que manteniéndome alerta contra las añagazas del demonio, hablar con gente que conocía e! país Dowayo podia ahorrarme mucho tiempo. Para sorpresa mía, me recibieron calurosamente. En lugar de ser agresivos imperialistas culturales, los misioneros me parecie· ron ---con la excepción de un par de la vieja escuela- extrema· damente reacios a imponer sus puntos de vista. De hecho, daba la impresión de que atribuían a la antropología un papel emba- razosamente destacado· como remedio soberano de los desafortu- nados malentendidos culturales, función que honradamente yo no hubiera reclamado para la disciplina. Mi primer contacto fue Ron Nelson, que dirigía una emisora de radio cuyos programas eran difundidos por gran parte de Afri- ca occidental, siempre que los transmisores no hubieran sido na- cionalizados por uno u otro gobierno. Su esposa y él irradiaban una especie de fortaleza apacible distante de la histeria de los escua- drones divinos que esperaba yo; al fin y al cabo, cualquiera que fuera a cristianizar a los gentiles tenía que ser un fanático religio- so. y ciertamente encontré algunos entre los grupos más extre~ 43 mistas que trabajaban en Camerún, gentes que me censuraron por llevarme un par de muñecas de la fertilidad a Europa, sobre la base de que estaba importando e! demonio al territorio de Dios; debían ser quemadas, no exhibidas. Por fortuna, se trataba de una minoría y, aparentemente, en declive, sí los misioneros jóvenes que conocí servían como indicio. En general, resultaba sorprendente lo mucho que se estaban estudiando las culturas y lenguas locales, las numerosas traduc- ciones, investigaciones lingüísticas puras e intentos por adaptar la liturgia al sistema simbólico autóctono que se hadan; mi pro- pia investigaci6n hubiera sido inviable sin e! apoyo de la misi6n. Habiendo depositado incautamente mis fondos en e! buche de! banco africano, sólo gracias a la misión pude prepararme para iniciar mi trabajo. Cuando enfermaba, el hospital de la misi6n me parcheaba; cuando no podia regresar a mi casa, los misione· ros me acogían, y cuando se me acababan las provisiones, me permitían comprar en su economato, que en teoría era sólo para su personal. A ojos de! extenuado y hambriento estudioso, se trataba de una cueva de Aladino repleta de manjares importados a precios reducidos. Pero, para un anrrop6logo en absoluto preparado, ni material ni mentalmente, para las tierras africanas, la misión no era úni- camente un sistema de apoyo al que podía recurrir en casos de apuro, era asimismo un importantísimo santuario donde, cuan- do las cosas simplemente se ponían demasiado duras, uno podia refugiarse, comer carne, hablar en inglés y estar con personas para las cuales la más sencilla declaraci6n no debía ir precedida de largas explicaciones. Los misioneros franceses también me tomaron un poco bajo su protección, claramente convencidos de que nosotros los euro- peos debemos permanecer unidos frente a los americanos. Mi fa- vorito era el P. Henri, un hombre alegre, extrovertido y muy activo. Había vivido varios años con los nómadas fulan? y, en 1. Los fuI, fulbé, fula, pullo, peul o fulani (uno de cuyos grupos más vistosos son los nómadas mbororo) son un grupo de amplia difusión por toda la zona del Sahel occidental, desde el Senegal hasta la cuenca del palabras de uno de sus colegas, «no se había visto con arnmos para evangelizarlos». Estaba enamoradísimo de ese pueblo y se pasaba horas comentando sutiles cuestiones gramaticales con ha- blantes de fulani supuestamente «puro». La habitaci6n que ocu- paba en e! seminario de! monte era a la vez un lugar sagrado y un laboratorio. Con la ayuda de los más asombrosos y poco prác- ticos aparatos, hacía grabaciones de sus informantes nativos, las montaba, las transcribía y las cotejaba, todo a base de interrup- tores accionados con e! codo, e! pie o la rodilla. Daba la impre- si6n de que este hombre funcionaba al doble de velocidad que los demás mortales. Al enterarse de que yo buscaba un vehículo, inmediatamente se me llevó a hacer una serie de visitas relám- pago a todos sus contactos, en las cuales pudimos admirar otras tantas cafeteras escacharradas a precios exorbitantes. Terminamos en e! bar de! aeropuerto, que estaba regentado por e! típico colono francés que resultó un cockney que tema un conocido que, a su vez, tenía un conocido, etc. A últimas horas de la tarde habían pasado por allí los coches que ya habíamos visto antes y el P. Henri había negociado una complicada serie de opciones y pre- rogativas de mi e!ecci6n que me aseguraban contra todo 10 imagi- nable. Al final compré e! coche de Ron Ne!son utilizando e! dinero que me prestaron en la misión y lo cargué de provisiones también de la misi6n, con el prop6sito de salir de inmediato hacia la meta última de mi viaje. Gracias a varias personas pude aprovecharme Bangui, a los que unos consideran una mezcla de negroides y caucasoides, y otros una variante más clara de poblaciones nigríticas, emparentadas con los serer y los wolof de la cuenca del Senegal, y que partiendo de la regi6n de Futa Toro habrían empezado a extenderse hacia el Este a partir del siglo XIII. SU gran expansión se produjo a principios del XIX, bajo el lide- razgo de Osman Dan Fodio, que conquist6 los principados hausa y nupe, extendiendo su dominio militar hasta los montañeses del Camerún. Su do- minación acabó a finales del siglo XIX, con la llegada al Mrica occidental de franceses y alemanes. Las bolsas de población fulbé que siembran tan amplio territorio, han conservado no obstante un gran prestigio, así como su lengua, el pular o fulfulde (que Barley, para simplificar, lla~a simple-- mente «fulani»), que sigue sirviendo en toda esta área como lzngua fran- ca. (Nota de Alberto CardínJ 45 mente me había desviado de la ruta. Llegado a este punto, co- rrieron hacia mí dos niños con los zapatos en la cabeza, a fin de protegerlos del barro. Para alivio mío, hablaban francés. Aquélla era en verdad la carretera. Al comentar que estaba en pésimas condiciones, me contestaron que había conocido épocas mejores. Luego me enteré de que los fondos destinados a repararla habían desaparecido misteriosamente. Por esas mismas fechas, el sous- préfet se había comprado uno de esos enormes coches americanos tan bajos, y se consideraba de justicia que el estado de la carre- tera le impidiera llegar en él hasta la ciudad. Con mucbo gusto acompañé a los niños al colegio, que según me aseguraron estaba muy cerca. Mientras avanzábamos dando tumbos y sacudidas re- cogimos a varios más hasta totalizar unos siete ti ocho. Ya que por fin había conocido a mis dowayos, me moría de ganas de entablar conversación. «¿Sois todos dowayos?», pregun- té. La perplejidad los dejó sin habla. Repetí la pregunta. Como uno solo, replicaron ofendidísimos. Negaban altaneramente tener ningún parentesco con aquella vil raza de hijos de perra. Ellos, a lo que parecía, eran dupa, y me dieron a entender que nadie sino un idiota podría confundirlos. Los dowayos vivían al otro lado de los montes. Nuestra conversación terminó ahí. Unos quince kilómetros después desembarcaron ante el colegio, con aire toda- vía ultrajado, y me dieron las gracias educadamente. Proseguí la ruta solo. Según mi mapa, Poli tenía que ser una población de tamaño considerable. Si bien era cierto que no daba indicación alguna del número de habitantes, señalaba que era una sous-préfecture, tenia un hospital, dos misiones, una gasolinera y una pista de ate- rrizaje. Apareda destacada hasta en los mapas ingleses de gran escala. Yo me habia imaginado una ciudad del tamaño de Chel- tenham, aunque de arquitectura menos majestuosa. Era pura y simplemente una pequeña aldea. Su única calle se extendía a lo largo de un par de centenares de metros, flanqueada por chozas de barro y chapa de aluminio J y terminaba en un con- fuso matorral frente al que se alzaba un mástil. Me volví bus- cando el resto; no había nada más. Tenía todo el aspecto de un 50 pueblo del lejano oeste mexicano durante la hora de la siesta. Unas pocas figuras harapientas se movían furtivamente por las ca- lles mirándome fijamente. Un letrero de hojalata anunciaba la presencia de un barJ una deprimente chabola ornamentada con anuncios de la lotería nacional y de la campaña contra el analfa- betismo. Estos últimos estaban llenos de expresiones como: «El adulto analfabeto, incapacitado y falto de información, ha cons- tituido siempre un obstáculo para la puesta en práctica de inicia- tivas conducentes al progreso de un país.» Yo no veía claro cómo iban a leer el anuncio los analfabetos. El bar estaba desierto pero me desplomé sobre un taburete y me dispuse a aguardar contem- plando tristemente el lodazal que constituía la calle. En todas partes del mundo los bares son el sitio donde mejor se toma el pulso de una población y se capta su estado general; aquél no era una excepción. Al cabo de unos diez minutos, apa- reció un hombre de aspecto furtivo y me -dijo que no tenía sen- tido que aguardara porque hada tres semanas que se les había acabado la cerveza; sin embargo, esperaban el camión de reparto para dentro de veinticuatro horas. Ya estaba yo familiarizado para entonces con la enfermedad del optimismo y, tras preguntarle cómo se llegaba a la misión protestante, me fui. Esta resultó una congregación de casitas con techo de hoja- lata semejante al que ya había yo clasificado como estilo usual de las misiones, agrupadas en torno a una iglesia de bloques de hormigón rematada por un chapitel de zinc acanalado. Al fren- te de ella había un pastor norteamericano de ojos desorbitados; él y su familia llevaban unos veinticinco años en el oficio. Se trataba de una filial de la misión de N'gaoundéré y me habían ofrecido alojamiento hasta que me estableciera en la aldea. Una cosa me había extrañado: cada vez que preguntaba por la misi6n de Poli la gente se mostraba socarrona o evasiva. Hablaban de la tensión de Africa, del aislamiento y del calor. En cuanto vi al pastor Brown todo comenz6 a cobrar sentido. (Su verdadero nom- bre no es éste y puede considerarse un personaje ficticio si se desea.) De la casa salió una extraña figura de panza descomunal des- 51 ouda hasta la cintura. Se cubría la cabeza con un salacot de estilo imperial que no acababa de cuadrar con las gafas color violeta estridente que podían verse debajo. En la mano llevaba un enor- me manojo de llaves y una herramienta. Creo que durante todo el tiempo que traté a Herbert Brown no lo oí jamás terminar una frase, aun cuando usaba tres idiomas a la vez y pasaba de! inglés al fulani y al francés, y viceversa, en e! espacio de cuatro pala- bras. Cualquier explosión comunicativa se veía interrumpida por un juramento en fulani, un gesto y un cambio completo de tema. Su estilo de vida respondía a las mismas características. En mitad de una lectura comentada de la Biblia podía irse a soldar una bicicleta al garaje, dependencia que le proporcionaba las mayores alegrías, abandonando a continuación esto para golpear el viejo generador, que amenazaba con dejar de funcionar, tras lo cual echaba a correr para suministrar medicamentos contra la tos en su casa, antes de comprobar la eficacia de los golpes propinados a la máquina, viéndose desviado de su último propósito por la necesidad de expulsar a las cabras que se habían metido en su huerto o para ir a pronunciar una homilía sobre lo pernicioso de contraer deudas. Todo esto iba acompañado de sonoros gritos de rabia, desespero y frustración que ponían su rostro al rojo vivo y hacían temer por su vida. Creía fervientemente en el demonio, con e! cual libraba un enconado combate personal que explicaba por qué todo lo que intentaba hacer por la gente fracasaba. Los tractores que importaba se caían a pedazos, las bombas se estro- peaban, los edificios se derrumbaban. Su vida era un incesante torbellino de luchas contra la entropía: improvisaciones, remien- dos, coger un poco de aquí para poner un parche allí, usar esto para sostener aquello, aserrar, cortar, clavar, martillear. El establecimiento se hallaba sumido en un ambiente de ten· sión maníaca totalmente opuesto al de la cercana misión cató- lica, donde todo era orden y calma. Al frente estaba un sacerdote francés con dos «madres», monjas encargadas del suministro de medicamentos. Había incluso fIares. Los dowayos explicaban este fenómeno señalando que el protestante era un herrero. Para este pueblo, los herreros forman un grupo aparte y conviene regular 52 estrictamente los contactos con ellos. No pueden casarse~ otros dowayos ni comer con ellos, sacar agua junto a ellos D1 entrar en sus casas. Resultan perturbadores por e! ruido que hacen, por su olor y por su extraña manera de hablar. 5. LLEVADME ANTE VUESTRO JEFE En Mrica los días comienzan temprano. Cuando estaba en ~ndres ..tenía por costumbre levantarme a eso de las ocho y me. di~; aqm todo el mundo estaba en pie a las cinco y media, nada mas amanecer: Pu?tu~lmente me despertaban el golpear de me- tales y l.os gntos md,cadores de que mi misionero había empe- Z~?o la Jornada. Me habían asignado una vieja casona de la mi- SlOn para mí s~lo, y por entonces no tenía ni idea de los lujos de que estaba .dlsfrutando; aquélla era la última vez que habría de v~r "agua cornen:e, y n~ di~~mos electricidad. Lo que sí me in. trIgo fue descubrIr un frIgorlfIco de parafina en la casa de al lado; era ~a pnmera vez que veía uno de esos monstruos. Estos otrora caprIchosamente impredecibles pilares de la vida en las tierras viro genes ~on hoy raros y poco rentables, debido a la llegada de la e1ectrIclda~ a las poblaciones. Por pura perversidad, se desconge. lan espontaneamente y destruyen la carne de un mes, o bien emi. t~? un calor capaz de incinerar a todo el que entre en la habita. clon. Hay que protegerlos de las corrientes de aire, de la hume- dad y de los desniveles del suelo, conseguido todo lo cual con un poco de suerte, quizá consientan en ejercer un ligero :fecto refrtgerante. ~n Camerún, con los diversos idiomas y pidgins que se hablan, eXIsten además peligros adicionales. Los vocablos ín- gleses paraffm y petrol se confunden con los franceses pétrole y essence, y los nor~eamericanos kerosene y gas. No sería la pri- mera vez que un cnado echara gasolina a un frigorífico de para. fina, error de consecuencias desastrosas. Me asomé al interior y vi las bolsas de grandes termitas amarillas cuidadosamente apila- das allí; hasta muertas patecían agítarse. Jamás logré comer más de una o dos de estas exquísiteces africanas a las que tanta afi- ción tienen los dowayos. Estos ínsectos proIíferan al inicio de la estación de las lluvias y cualquier resplandor los atrae. El sistema más empleado para cazarlos consiste en colocar una luz en el cen- tro de un cubo de agua. Cuando los insectos la alcanzan repIíe- gan las alas y caen dentro; ya se puede entonces proceder a reco- gerlos para asar sus rollizos cuerpos, o simplemente comérselos crudos. Tras disfrutar de un día de respiro, llegó el momento de vol- ver a hacer frente a la administración. En la misión de N'gaoun- déré me habían recomendado que no dejara de inscribirme en el registro de la policía ni de saludar al sous-préfet, el representante del gobierno. Así pues, armado con todos mis documentos, em- prendí a pie el camíno del pueblo. Aunque la distancia que me separaba de él era aproximadamente de un kilómetro y medio, que un hombre blanco la salvara andando se consideraba una gran excentricidad. Un individuo me preguntó si se me había estro- peado el coche y numerosos lugareños abandonaron sus ocupacio~ nes para venir corriendo a estrecharme la mano y parlotear en un distorsionado fulani. Yo había aprendido los rudimentos de esta lengua en Londres, de modo que al menos pude decir: «Lo sien- to, no hablo fulani .• Dado que había practicado la misma frase muchas veces, me salía con bastante fluidez, 10 que añadía nuevos elementos de confusión. El puesto de la policía contaba con una dotación de unos quin- ce gendarmes, todos armados hasta los dientes. Uno de ellos es- taba lustrando una ametralladora. El comandante resultó ser un fornido sureño que medía por 10 menos un metro noventa y cin- co. Tras hacerme entrar en su despacho, procedió a inspeccionar detenidamente mis documentos. ¿Cuál era el motivo de mi estan- cia? Exhibí el permiso de ínvestigación, un documento de lo más impresionante, cuajado de sellos y fotografías. El policía se mos- tró abiertamente disgustado mientras yo trataba de exponer la 55 llevado de N'gaoundéré, alinearon a mis pasajeros y les hicieron enseñar los comprobantes de que habían pagado los impuestos correspondientes en los tres últimos años, los carnets de identidad y los de pertenencia al único partido político de! país. Como era de esperar, ni lejanamente se aproximaban al ideal, lo cual originó nuevos retrasos y pronto se vio que no conseguiríamos solucionar nada antes de la hora de la siesta. Garoua es una extraña población situada a orillas del río Be- Daue, una corriente de agua de esporádica aparición, que tanto pue- de adoptar la forma de un Mississippi incontenible en la estación de las lluvias como de un lecho de arena húmeda en la seca. La consagración de la ciudad a tan voluble río explica el olor a pescado putrefacto que la cubre como un manto de humo. El pes- cado seco eS una de sus principales fuentes de ingresos, junto con la cerveza y la administración. La cerveza ejerce una especial fas- cinación sobre los dowayos, que son asiduos clientes de las fábri- cas productoras de la marca «33», creada por la anterior admi- nistración francesa. Su peculiaridad reside en que le permite a uno pasar directamente de la sobriedad a la resaca, saltándose la fase intermedia de ebriedad. La fábrica tenía una vidriera que per- mitía ver cómo se deslizaban las botellas, sin intervención huma- na, de una etapa del proceso a otra. Ello impresionaba profunda- mente a los dowayos, que se pasaban horas y horas contemplando el milagro. Para describirlo utilizaban la palabra gerse, que quie- re decir «milagro», «maravilla», «magia». Este fue el primer contexto en que oí el término que luego me ocuparía como antro- pólogo. Constitula además una lértil fuente de metáforas de los conceptos más metafísicos. Los dowayos creían en la reencarna- ción. Era como la cerveza de Garoua, explicaban; las personas eran las botellas que tenian que ser llenadas de esplritu. Enterrar- las cuando morían era como devolver la botella vacía a la lábrica. Temiendo lo peor, esperaba tardar varios dias en poder ver al prefecto, si es que conseguía verlo. Una especie de calma fa- talista se había apoderado de mi. Las cosas tardaban lo que tar- daban; no servía de nada preocuparse. Una de las características del investigador de campo es que dispone de una marcha alterna- 60 tiva que puede embragar en tales momentos para dejar pasar las piedras y las flechas. Antes de establecer los contactos que tan útiles resultan al antropólogo viajero, me busqué hotel. Garoua c~ntaba.nada. me- nos que con dos: un Novotel moderno a tan solo tremta hbras por noche para turistas, y un sórdido est.ablecimiento de la ..é~oca colonial francesa mucho más barato. EVIdentemente, este ultimo era más de mi estilo. Por lo visto había sido construido para re- poso y solaz de los oficiales franceses enloquecidos por e! sol de los desamparados territorios del imperio, y estaba lormado ~or chozas aisladas con techumbre de hierba y amuebladas al estilo milítar, aunque, eso si, dotadas de agua y electricid~d. También poseía una amplia terraza en la que se sentaba la élite del lugar a tomar copas mientras se ponla el sol detrás de los árboles. La imposibilidad de olvidar la presencia del resto de Africa le con- fería un especial encanto romántico: los rugidos de los leones del 200 contiguo lo hacían presente. Fue en este establecimiento donde conocí a la mujer que luego se hizo famosa con el nombre de «señora Cuu-i». En cual- quier estación del año, la temperatura de Gar~ua es, ?or 1.0 me- nos, diez grados superior a la de Poli y, graCIas al no: dIsfruta de una gran profusión de mosquitos. Tras horas de encIerro con los dowayos y sus vómitos, anhelaba una ducha. A~ena,s acababa de meterme debajo del grifo, cuando llegaron a mIs o~d~s unos insistentes arañazos en la puerta. Al comprobar que ffil5 mterpe- laciones no obtenían respuesta, me envolví con una toalla y salí a abrir Fuera había una fornida fulani de cincuenta y tantos años que, 'esbozando una sonrisa bobalicona, em~ezó a desc:ibir. c}rculi- tos en el polvo con sus enormes pies. «¿Que desea?», mqUltL Ella hizo el gesto de beber. «Agua, agua.» Co~en~é a desconfiar, p~es me vino a mientes el concepto de hospitalidad que predormna en el desierto. Mientras yo analizaba el problema, se deslizó junto a mí se hizo con un vaso y lo llenó en el grifo. Ante mis horro- rizados ojos, empezó a destapar su voluminoso. ~erpo. En ese momento acertó a venir a traerme un poco de Jabon el portero, 61 que, interpretando erróneamente la situación, inició la retirada murmurando disculpas. Me hallaba atrapado en una farsa. Por fortuna, las pocas lecciones de fulani que había tomado en la Escuela de Estudios Orientales y Mricanos me resultaron entonces de gran utilidad y, gritando «no quiero», rechacé todo deseo de contacto físico con aquella mujer, que me recordaba a Oliver Hardy. Como ante una señal estipulada con antelación, el portero, ahora riéndose, cogió a la mujer de un brazo, yo la agarré ?el otro y la sacamos fuera. No obstante, regresaba cada hora, mcapaz de aceptar que sus encantos no fueran apreciados, y va- gaba por fuera gritando «cuu~í», como un gato que maulla para que lo dejen entrar. Al final, me cansé. Estaba claro que trabajaba en co.n?ivencia con la dirección, de modo que declaré que era un m1S!onero que había venido del campo para ver al obispo y que desaprobaba tales conductas. Se quedaron pasmados y aver- gonzados; inmediatamente la mujerzuela me dejó en paz. Esta anécdota se convirtió en una de las favoritas de los do- wayos cuando nos sentábamos alrededor del fuego por la noche a contar historias. Mi ayudante me hacía contar siempre «el cuen~ to de la gorda fulani», nombre por el que pasó a conocerse, y cuando llegaba al momento en que ella gritaba «cuu-í» todos se partían de risa, se abrazaban las rodillas y empezaban a darse revolcones en el suelo. Esta anécdota contribuyó en gran medida a nuestras buenas relaciones. La visita que efectué al despacho del prefecto al día siguíen- te resultó ser un anticlímax. Me hicieron pasar sin demora. El prefecto era un fulani alto de piel muy oscura que atendió a mi explicación, dictó una carta por teléfono y con suma afabilidad se embarcó en una disquisición sobre la política gubernamental r~specto a la apertura de escuelas en las zonas paganas para ame~ ruzar la espera. Le trajeron la carta, la firmó, la selló y me deseó buena suerte y hon courage. Armado de esta guisa, regresé a Poli. Encontrar ayudante y ponerme a aprender la lengua empeza- ban a ser tareas prioritarias. El ayudante del antropólogo es una fl~ura sospechosamente ausente de la literatura etnográfica. El mIto convencional tiende a pintar al curtido investigador como 62 una figura solitaria que llega a una aldea, se instala y «aprende el idioma» en un par de meses; como máximo, es posible encon- trar referencias a algún traductor que es relevado del servicio al cabo de pocas semanas. No importa que esto sea contrario a toda experiencia lingüística conocida. En Europa uno puede es- tudiar francés en el colegio durante seis años con la ayuda de todo tipo de artificios pedagógicos, viajes a Francia y lecturas, para apenas verse capaz de balbucear unas pocas palabras en una urgencia. Sin embargo, una vez sobre el terreno de estudio, uno se transforma en un genio de la lingüística y adquiere fluidez en una lengua mucho más difícil para un occidental que el francés, sin profesores especializados, sin textos bilingües, y con frecuen~ cía sin gramáticas ni diccionarios. Al menos, ésta es la impresión que se transmite. Naturalmente, gran parte de la actividad lin- güística puede realizarse en pidgin, o incluso en inglés, pero esto tampoco suele mencionarse. Estaba claro que necesitaba un dowayo nativo que también hablara algo de francés. Ello quería decir que tendría que haber ido al colegio, lo cual, dada la naturaleza de las cosas en el país Dowayo, implicaba que fuera cristiano. Para mí esto constituía una importante desventaja, pues la religión tradicional era una de las áreas que más me interesaban. Pero no había otra altema~ tiva, de modo que decidí dirigirme ¡¡ la escuela secundaria local a ver si había alguien con las características requeridas. No obs~ tante, no llegué a ir. Uno de los predicadores que estaban en período de formación en la misión de Poli se enteró de lo que buscaba y me cogió por su cuenta; casualmente tenía doce hermanos. Con raro olfato empresarial, los movilizó a todos, los hizo trasladarse desde su aldea, situada a treinta y cinco kilómetros de allí, y me los pre- sentó. Uno, según explicó, era buen cocinero y muy alegre, pero por desgracia no hablaba francés; otro, que sabía leer y escribir, era un terrible cocinero, pero muy fuerte; otro era buen cristiano y excelente narrador de historias. Por lo visto, todos tenían gran· des virtudes y constituían un «buen partido». Al final, accedí a coger a uno de ellos a prueba y elegi al que no sabia guisar pero 63 era el que mejor hablaba francés, además de saber leer y escribir. Me di cuenta también de que al que debía contratar era al propio predicador, pero su ocupación lo impedía. Posteriormente fue expulsado de la misión por su tendencia a la promiscuidad. Había llegado el momento, si es que no estaba más que pa- sado, de rrasladarme a un poblado. Los dowayos se díviden en dos tipos, los de la montaña y los de! llano. Toda la gente con quien había hahlado me había instado a vivir entre los del llano. Eran menos bárbaros, sería más fácil conseguir provisiones, ha- bía más que hablaran francés y rendrÍa menos dificultades para ir a la iglesia. Los clowayos de la montaña eran salvajes y dífíci- les, adoraban al diablo y no me dírían nada. Sobre tales premi- sas, d antropólogo no tiene más que. una elección; naturalmente opté por los dowayos de la montaña. A unos catorce kIlómetros de Poli se levantaba la aldea de Kongle. Si bien estaba situada en e! llano, entre dos grupos de colinas, era una aldea de dowa- yos de la montaña. Según me dijeron, aIli vivía un hombre muy anciano que era ferviente tradicionalista y conservaba muchos arcanos de sus antepasados. El camino era transitable y decidí instalarme allí. Consulté a Matthieu, mi recién estrenado ayudante, que se quedó horrorizado al oír que pensaba vivir en e! campo. ¿Quería aquello decir que no iba a tener una casa bonita y otros criados? Desgraciadamente, sí. Pero sin duda no desearía vivir en Kongle, sus habitantes eran salvajes. Debía dejarlo en sus manos; él ha- blaría con su padre, un dowayo de! llano, que nos buscaría alo- jamiento cerca de la misión católica. Hube de explicar nuevamente la naturaleza de mi trabajo. La única empresa similar realizada en e! país Dowayo había sido e! intento de análisis de la lengua de los dowayos por parte de dos lingüistas, que se habían pasado dos años construyendo una bonita casa de cemento y cuyos su- ministros llegaban por avión. Al enterarse de que mi presupuesto era mucho más modesto, Matthieu se sumió en la zozobra. Se hizo evidente que su posición dependía de la mía, y consiguió que cualquier alejamiento de su concepto de dígnidad por mi parte pareciera una amarga traición. 64 Llegó e! momento de! primer conracro. Por indícación de Matthieu, nos pusimos en marcha hacia Kongle con unas botellas de cerveza y un poco de tabaco. El camino no era demasiado malo, aunque había que cruzar dos ríos cuyo aspecto no era muy halagüeño y que resultaron bastante molestos. Mi coche tema por costumbre estropearse justo en mitad de! cauce, cosa ~ás peligrosa de lo normal dado que eran propensos a las avellidas súbitas. Los montes estaban hechos de granito puro y cuando llovía e! agua descendía inmedIatamente como una ola que inun- daba los valles. A ambos lados de la carretera había campos de cultivo. La gente que los trabajaba interrumpía sus tareas para mirarnos mientras avanzábamos trabajosamente. Algunos huían. Luego me enteré de que suponían que éramos enviados del sous- préfet; por lo general, los extraños no traían sino p.roble~as a los dowayos. Al llegar al pie de los montes, e! carruno Simple- mente se interrumpía, y tras una cerca de talIos de mijo y cactos se extendía la aldea. Las chozas de los dowayos son construcciones circulares de barro con techumbres cónicas. Al estar edíficadas con e! barro y la hierba del campo, tienen un aspecto pintoresco que resulta un alivio para la vista después de la fealdad de las ciudades. En las techumbres crecen largas matas de melones rastreros a la ma- nera de los rosales trepadores de las casas de campo inglesas. Si- guiendo a Matthieu, penetré en e! círculo que se extiende. ante todo poblado dowayo. Es e! lugar donde se celebran las reomones públicas y audiencias judíciales, donde se efectúan los rituales y se guardan los díversos objetos sagrados fundamentales para la vida religiosa. Detrás hay un segundo cercado, en cuyo interior se encierra el ganado comunal, que atravesamos para acceder al patio del jefe. Este término no es exacto; los dowayos no tienen jefes verdaderos, es decir, dírigentes dotados de poder y autori- dad si bien los franceses trataron de crear tal figura a fin de ten~r cabezas visibles mediante las cuales gobernar y que a la vez sirviera para recaudar impuestos. El término dowayo que designa a esos hombres, waari, responde a una clasificación antigua. Los jefes no son sino individuos ricos, o sea, poseedores de cabezas 6' 6. ¿ESTA EL CIELO DESPEJADO PARA TI? Después de todas estas penas y trabajos, por fin me encon- traba en medio de «mi» pueblo, disponía de ayudante, de papel y de lápiz. Habiéndome enfrentado a tantos ímpedimentos, me di cuenta, no sin un pequeño sobresalto, de que me hallaba por fin en situación de «hacer antropología». Y cuanto más meditaba sobre este concepto menos claro lo veía. Si me pidieran que describiera a una persona dedicada a esta actividad, no sabría cómo reflejarla. Sólo se me ocurriría representar a un hombre subiendo una montaña (camino del lugar donde .hará antropo- logía») o redactando un informe (después de «hacer antropolo- gía»). Evidentemente hada falta una definici6n bastante amplia, algo como «aprender una lengua en el extranjero». Llegué a la conclusión de que el tiempo que pasara hablando con los dowa- yos sería considerado legítimo. No obstante, aún habría de enfrentarme a varios problemas. En primer lugar, no sabía ni una palabra de su lengua. En segun- do lugar, la prImera mañana de mi estancia en el poblado no había allí ni un solo dowayo; todos estaban en el campo, cavando entre los brotes de mijo. Así pues, me pasé el día entero pensando en las casas que había que hacer para convertir mi choza en un lugar donde poder trabajar. El jefe había tenido la amabilidad de cederme una choza de gran tamaño en un anexo de su propia zona de la aldea. Mis vecinos eran dos esposas suyas y su hermano menor. Al cabo de 70 un tiempo me percaté de que al asignarme una vivienda que nor· maImente ocuparían parientes políticos por parte de una esposa favorita demostraba una considerable confianza en mí. El inqui- lino anterior había dejado una gran cantidad de ataditos inidenti- ficables, además de numerosas lanzas y puntas de flecha clavadas en la techumbre (no pude evitar recordar que Mary Kingsley ha- bía descubierto una mano humana en su choza durante su estan- cia entre los fang). Una vez libre de todos estos objetos, colocamos mi equipo entre las vigas del techo y colgué un mapa de Poli que había adquirido en la capital. El mapa despert6 una gran curio- sidad en los dowayos, que no llegaron a comprender jamás sus principios l6gicos y me preguntaban d6nde se encontraban aldeas en las que yo no había estado nunca. Si les conrestaba, seguida- mente me preguntaban el nombre de las personas que vivían allí; no llegaron a entender nunca por qué podia responderles a lo primero pero no a lo segundo. Como un signo más de favor especial, el jefe me había asig- nado dos sillas plegables iguales a la que había visto en mi pri- mera visita que resultaron ser las únicas de toda la aldea. Cada vez que una persona de categoría venía a ver al jefe se las volvían a llevar a su choza, de modo que nos turnábamos para utilizar- las, como una chaqueta de gala que había compartido con otros tres compañeros de universidad. Un lecho de tierra batida, el más inc6modo que he visto en toda mi vida, completaba mi mobiliario. A un altísimo precio, me había comprado un colch6n fino relleno de algod6n que el jefe me envidiaba sobremanera. Las camas eran 10 único que des- pertaba su ambición. En una ocasión me confió que deseaba morir en un lecho de hierro que pudiera dejarle a su hijo. «Las termitas no podrían comérselo -tiÓ---. Se volverán locas.» Durante las primeras tres semanas llovió con furia implacable. El aire estaba saturado, el moho crecía en todas las superficies desprotegidas y llegué a temer por los objetivos de mi cámara fotográfica. Invertí el tiempo en tratar de aprender los rudimen- tos de la lengua. Los africanos suelen ser bilingües o incluso tri- lingües en cierta medida, pero la mayoría no han aprendido nun- 71 ca un idioma fuera del contexto social. La idea de registrar un verbo en todas sus formas, tiempos y modos, de reflexionar sobre e! sistema en conjunto les es totalmente ajena. Aprenden las len- guas de pequeños y pasan sin esfuerzo de una a otra. Los dowayos no tuvieron nunca conciencia de las dificultades que su i¡:lioma planteaba a un etnógrafo eutopeo. Se trata de una lengua tonal, es decir que el tono en que se pronuncia una pala- bra altera su significado. Mucbas lenguas africanas tienen dos tonos; los dowayos emplean cuatro. Distinguir un tono alto de uno bajo no entrañaba dificultad alguna, pero entre estos dos parecía que todo era posible. Y e! asunto se complicaba todavía más por el hecho de que los dowayos comhinan tonos para formar entonaciones específicas y un tono puede muy bien verse afec- tado por los de las palabras contiguas. A esto hay que añadir los problemas dialectales. En algunas zonas juntan varios tonos, ade- más de emplear un vocabulario y una sintaxis distinta. Puesto que lo importante es el tono relativo, al principio me resultaba difícil acostumbrarme a hablar primero con una mujer de voz aguda y luego con un hombre cuyos tonos altos están al mismo nivel que los bajos de la mujer. Pero lo que más me deprimia era una cosa que se repetía una vez tras otra. Cuando me encon- traba con un dowayo, lo saludaba. En esto no habia problema, pues había hecho que mi ayudante me adiestrara hasta la saciedad en el pequeño diálogo que hay que intercambiar con cada per- sona que uno saluda: «¿Está el cielo despejado para ti?» «El cie. lo está despejado para mí. ¿Está despejado para ti?» Los ingleses tendemos a dar poca importancia a estos rituales y a considerarlos una pérdida de tiempo, pero los dowayos no tienen nuestras prisas y se ofenden fácilmente si no les prestas la debida atención. Hecho esto, solía proceder a formular alguna pregunta intrascen. dente de! tipo «¿Cómo está tu campo?» o «¿Vienes de lejos?». Pero entonces sus rostros se descomponían invariablemente en una mueca de perplejidad. Mi ayudante intervenia de inmediato para decirme -al oído-- exactamente lo que acababa de decir yo. El rostro de mi interlocutor se iluminaba entonces. «Aaaah. Ya comprendo (pausa). Pero ¿cómo no habla nuestro idioma llevando ya dos semanas entre nosotros?» Los dowayos tienen por su lengua tan poca consideración (sus propios jefes se niegan a usar este tosco instrumento, apenas su- perior a las voces de los animales) que no comprenden cómo es posible que le resulte difícil de aprender a alguien. De esto se deriva su baja calidad como informantes. La tentación de emplear la lengua de! comercio, e! fulaní, era enorme. Yo había apren· dido un poco en Londres, donde tienes a tu disposición todo tipo de instrumentos pedagógicos, diccionarios y manuales. No obstante, existe la arraigada convicción de que la información «no es válida» si no es expresada en la lengua materna de cada uno, y era cierto que había descubierto numerosas distorsiones en los datos recogidos en fulani, lengua que categoriza e! espec· tro de las ocupaciones impuras -«herrero, enterrador, barbero, circuncisor, curandero»-- de un modo muy distinto del dowayo. Según la información que tenía yo, todos estos oficios los realizaba una misma persona, mientras que los «sacerdotes» eran una casta aparte. En realidad, en dowayo e! herrero es e! que está más se- parado y las demás tareas se distribuyen según criterios distintos. También hay que tener en cuenta que los dowayos normalmente no hablan fulani entre ellos. Bien es verdad que en mi aldea había un hombre que se negaba a hablar otra cosa incluso con sus ami- gas, pero era blanco de los chistes que tanto les gustan a los do- wayos. Mientras trabajaba en el campo con otros dowayos, no dejaba de quejarse a voz en grito. ¿Por qué un noble fulani como él se veía obligado a trabajar con paganos salvajes? Presa de una creciente histeria, enumeraba detalladamente los múltiples defeco tos de aquella raza de perros, hasta que llegaba un punto en que los que lo oían empezaban a desternillarse de risa. También se consideraba divertidísimo que yo insistiera en hablarle en mi pobre fulani, y a veces formábamos una especie de dúo c6mico. El uso generalizado de la lengua de comercio hubiera como portado numerosas desventajas. Desde luego, hubiera podido ha· cer las entrevistas en dicha lengua pero no mantener conversacio- nes reales. Los dowayos hablan una variedad viciada de fulani 7, de la que se han suprimido todas las formas irregulares y el sig- nificado de las palabras se ha modificado para acomodarlo a los conceptos dowayos. Por lo demás, sólo conociendo su lengua es posible captar los apartes reservados para otros oídos. En una ocasión me interné en las montañas hasta los últimos confines del país Dowayo. Muchos níños no habían vísto nunca a un blanco y se pusieron a gritar aterrorizados hasta que sus mayores les explicaron que se trataba del jefe blanco de Kongle. Todos nos reímos benévolamente de su miedo y fumamos jun- tos. Yo no suelo fumar, pero me pareció útil hacerlo para que compartir el tabaco se convirtiera en una especie de vínculo so- cial con la gente. Cuando me marchaba una niña se echó a llorar y pude oír su gimoteo: «Quería que se quitara la piel.» Me pro- puse confirmar más tarde si había comprendido bien, pues nor. malmente estas expresiones son resultado de un tono mal inter- pretado o de la ígnorancia de un homónimo. No obstante, cuando se lo pregunté a mi ayudante éste se mostró muy turbado. Re- currí al proceso de estímulo que había ideado precisamente para estas situaciones y le presté toda mi atención; los dowayos sue- len ser objeto de burla por parte de otras tribus vecinas a causa de su «salvajismo» y se cierran en banda ante el mínimo indi- cio de que no se les esté tomando en serio. A regañadientes con- fesó que los dowayos creían que todos los blancos que vivían durante largos períodos en el país Dowayo eran espíritus reencar~ nadas de hechiceros. Debajo de la piel blanca de que nos habíamos revestido éramos negros. Alguien había visto que al acostarme ?or las noches me quitaba la piel blanca y la colgaba. Cuando Iba a la misión con los otros hombres blancos, al hacerse de noche corríamos las cortinas, echábamos la llave a la puerta y nos qui~ tábamos la piel blanca. Naturalmente, él no lo creía, declaró con cIc:rto desdén, mientras me miraba de arriba abajo como si te- mIera que fuera a recuperar el color negro allí mismo. La creen- cía servía para explícar la obsesión de los occidentales por la intímidad. También explicaba lo molestos que se mostraban a veces los dowayos ante mis fracasos lingüísticos después de llevar meses 74 entre ellos; los consideraban penosos intentos de ocultar mi pero tenencia a su raza. De todos era sabido que comprendía lo que quería comprender. ¿Por qué me empeñaba en fingir que desco- nocía la lengua? Hubo de transcurrir un año entero hasta que oyera a los dowayos referirse a mi como «nuestro» ho~bre blan- co, lo cual me produjo un gran orgullo. Estoy convencIdo de que mis intentos por dominar la lengua, aun siendo deficientes y es- tando infravalorados, contribuyeron grandemente a que me «acep- taran». Pero todo esto puedo decirlo mírando retrospectivamente. Aquellas tres primeras semanas lo único que sabía era que me había propuesto aprender una lengua imposible, que no había dowayos en la aldea, que llovía a cántaros y que me encontraba débil y terriblemente solo. Como la mayoría de los antropólogos en esta situación, bus- qué refugio en la recogida de datos. La prevalencia de los datos factuales en las monografías antropológicas deriva, estoy seguro, no del valor o interés intrínseco de tales datos, sino de la actitud que tiene como lema «En caso de duda, recoge datos». En cierto modo, se trata de un enfoque comprensible. El estudioso no puede saber de antemano qué resultará importante y qué no. Una vez ha registrado los datos en su cuaderno, experimenta una fuer- te resistencia a no incluirlos en su monografía; recuerda los ki- lómetros recorridos bajo el sol o las horas invertidas en obtener- los. Por otra parte, la selección presupone una visión coherente de lo que se pretende hacer y la meta de la mayor parte de los autores de monografías antropológicas se limita a «escribir una monografía etnográfica» y nada más. Así pues, cada día salía a recorrer los campos armado con mi tabaco y mis cuadernos, calculaba las cosechas y contaba las cabras en un arranque de actividad superflua que al menos servía para que los dowayos se acostumbraran a mi extraño e inexplicable comportamiento. De este modo comencé a conocerlos por su nombre. De la pluma de personas que deberían conocer la realidad han salido muchas tonterías sobre la «aceptación» del antropólogo. 75 los márgenes son reducidos, y si llueve menos de lo que se espera antes de la cosecha, es posible que haya incluso escasez. Tratar de comprar algo en d país Dowayo es intentar nadar a co.ntracorriente. Aunque no les resultaba rentable, los franceses introdujeron deliberadamente los impuestos para obligar a los dowayos a emplear e! dinero. Sin embargo, siguen prefiriendo d trueque y acumulan deudas que se saldan matando una res en vez de con dinero. Si me hubieran dado mijo, yo hubiera tenido que pagar con carne o con mijo comprado en la ciudad. Si bien disponen de vacas, los dowayos no las ordeñan ni las crían para obtener alimentos. Son reses enanas, sin joroba, a di- ferencia de las de los fulani, y casi no producen leche. Los do- wayos afirman también que son «muy fieras», aun cuando yo no vi ninguna prueba de ello. En teoría, s6lo deben ser sacrificadas para los festivales. Cuando muere un hombre rico que posee, di- gamos, cuarenta reses, habría que sacrificar diez y entregar su carne a los parientes. Hoy en día e! gobierno central intenta evitar lo que considera un despilfarro de recursos, pero la costum- bre perdura. En otras festividades se sacrifican reses en honor de los muer- tos, y también hay que pagar con reses al comprar esposas. De ahí que su injustificable destrucci6n para obtener alimentos o dine- ro sea vista con malos ojos por los j6venes, que piensan emplearlas con fines matrimoniales. Cuando alguien me daba carne, espe- cialmente e! jefe de Kongle, se producía una alternancia rápida entre la escasez y la abundancia. Insistia siempre en darme una pierna entera, que era mucho más de lo que yo podía consumir antes de que se pudriera, de modo que se me ofrecia así la posibi- lidad de obtener una serie de subproductos de la hospitalidad del jefe, pues podia cambiar carne por huevos. No es que los huevos fuesen una gran bendici6n. Normalmente los dowayos no los comen; la idea les resulta algo repulsiva. «¿No sabe de d6nde vienen?», preguntaban. Los huevos no eran para comerlos sino para criar pollos. Así pues, muy amablemente, me traían huevos que habían tenido al sol durante un par de semanas a fin de que satisficiera con ellos mi enfermizo deseo. Comprobar si flotaban 80 no siempre bastaba para identificar los que estaban malos; una vez han rebasado un determinado estado de putrefacci6n, empie- zan a hundirse en e! agua igual que los frescos. Mi esperanza de comerme un huevo se vio muchas veces truncada tras ir cascando uno tras otro y oliendo e! denso hedor que despedía su interior azul verdoso. Frente a la imposibilidad de comer productos de la tierra, decidí criar mis propias gallinas. Tampoco este intento tuvo éxito. Algunas las compré y otras me las dieron. Las gallinas dowayas son en general unos animalitos endebles; comérselos es como comerse una reproducci6n en plástico de un Tiger Moth. No obstante, respondieron a mi tratamiento. Las alimenté con arroz y gachas de avena, cosa que los dowayos, que no les daban nunca de comer, consideraron una enorme extravagancia. Un día empezaron a poner. Yo ya fantaseaba con poder tomar un huevo diario. Mientras estaba sentado en mi choza regocijándome por el festín que me iba a dar) apareció mi ayudante en la puerta con una expresión de orgullo en el rostro: «Patrón --exc1amó-, acabo de darme cuenta de que las gallinas estaban poniendo hue- vos, así que las he matado antes de que perdieran toda la fuerza.» Después de esto, me resigné a contentarme con un desayuno a base de gachas de avena y leche enlatada que compraba en la tienda de la misi6n. En Camerún se cultiva té en abundancia, pero generalmente era imposible comprarlo en Poli. No obstante, sí había té nigeriano, presumiblemente de contrabando. Mi ayudante solía comer conmigo, pues afirmaba que los ali- mentos de aquellos dowayos salvajes del monte no eran comes- tibles. Al cabo de unos meses observé que había engordado una barbaridad y descubrí que además de comer conmigo comía tam- bién con e! jefe. Después de! desayuno era la hora de! «consultorio médico». En e! pais Dowayo hay muchos enfermos y a mi no me hacia demasiada gracia tenerlos a todos congregados alrededor de mi choza. Sin embargo, aun teniendo en cuenta lo limitado de mis conocimientos y medios médicos, hubiera sido inhumano recha- 81 zarlos como hizo mi ayudante inicialmente. De confotmidad con el concepto africano de categoría, consideraba que debía prote~ getme del contacto con el populacho. Podía conversar con los jefes o los brujos, pero no debía perder el tiempo con necios plebeyos ni con mujeres. Siempre que hablaba con los niños se mostraba abiertamente horrorizado. Se apostaba estratégicamente delante de mi casa y saltaba encima de cualquiera que pretendiera acercarse a mí, interponiéndose como una secretaria en la antecá- mara de algún gran hombre. Cada vez que yo quería darle un cigarrillo a alguien, insistía en que pasara por sus manos antes de ser entregado a un dowayo. Al final tuvimos que hablar del tema y desistió de sus atenciones, pero dejó claro que el contacto excesivo con la gente baja disminuía su propio rango. Me traían las heridas y las llagas infectadas y yo les ponía un antiséptico y un vendaje, aun a sabiendas de que era todo inútil, pues los dowayos mantienen las heridas descubiertas y se quitan el apósito en CUanto se les pierde de vista. Había uno o dos casos de malaria, en la cual me creía a esas alturas experto, y les admi- nistraba quinina a los afectados, siempre con la intervención de mi ayudante para asegurarse de que les decía los números bien cuando explicaba la dosificación. Pronto se extendió la noticia de que yo distribuía «raíces», como llaman los dowayos a los remedios, para la malaria y tenía buenos medicamentos. Sin embargo, un día se presentó una an- ciana furiosa quejándose de que le había contagiado la malaria. Se entabló entonces una enconada discusión que yo no pude seguir y al final se marchó acompañada de las burlas de los presentes. Sólo al cabo de meses de trabajo con curanderos y hechiceros comprendí en qué consistía el problema. Los dowayos dividen las enfermedades en varias clases. Están las «epidemias», enfermeda- des infecciosas para las cuales los blancos tienen remedías como la malaria, o la lepra. Está la brujería de la cabeza o de la~ plantas, ~ l~s smtomas causados por los espíritus de los muertos. Y, por últImo, las enfermedades por contaminación, contraídas tras el contacto con personas o cosas prohibidas. Estas últimas se curan mediante un nueva contacto regulado con la persona o cosa que 82 ha causado la enfermedad. Al oír que yo tenía una cura para la malaria, la vieja se imaginó que era una enfermedad por contami- nación y que el remedio que tenia en mi choza era también la causa de la enfermedad. Guardar una cosa tan fuerte y peligrosa en medio de una aldea constituía sin duda motivo de queja. El resto de la mañana la dedicaba a aprender la lengua. A mi ayudante le gustaba mucho el papel de maestro y se complacía enormemente en hacerme repetir las formas verbales hasta que ya no podía más. Sin embargo, le gustaba menos una práctica que adopté al cabo de un par de semanas. Disp0fÚa yo de un pequeño magnetofón portátil que casi siempre llevaba encima; a veces grababa las conversaciones que mantenía con la gente en el campo. A los dowayos les encantaba oír sus propias voces pero no se mostraban muy impresionados; no era la primera vez que veían magnetofones, los dandys dowayos gustaban de los radiocasserres y la mayoría los habían visto en alguna ocasión. Lo que de verdad los hacía murmurar «magia», (~maravilIa», era ver cómo escribía. Con la excepción de unos pocos niños, los dowayos son analfabetos. Incluso los niños es- criben sólo en francés, y hasta que los lingüistas se pusieron a estudiar la lengua dowaya, a nadie se le hubiera ocurrido escribir en ella. Cuando yo tomaba notas en una mezcla de inglés y francés y copiaba las frases importantes en dowayo utilizando el alfabeto fonético, se quedaban contemplándome encantados durante horas y se turnaban para mirar por encima de mi hombro. Una vez le leí a un hombre lo que había dicho en nuestro anterior encuen- tro, que había tenido lugar un par de semanas antes, y se quedó estupefacto. Gradualmente fui formando una biblioteca compues- ta de las conversaciones grabadas, mis notas y las interpretacio- nes posteriores. Así podía coger una al azar y repasarla palabra por palabra con mi ayudante, haciéndole justificar traducciones que me había dado, profundizar en algún tema o explicar las dife- rencias existentes entre dos sinónimos. Una vez empezamos a hacerlo con regularidad, nuestro nivel de competencia lingüística se incrementó enormemente. El se volvió mucho más cauteloso y yo empecé a aprender mucho más deprisa. En lugar de despa- 83 charroe con una aproximación, señalaba dificulrades sobre las que volver después y abandonó el aire de omnisciencia que había adop- tado inicialmente. El almuerzo consistía en galleras duras acompañadas quizá de chocolate, manteca de cacahuete o arroz. Luego mi ayudante se echaba una siesra que abarcaba la parre más calurosa del día y yo me reriraba a mi lecho de piedra durante una hora para escribir carras, dormir o hacer cálculos desesperados de mis apuradas fi- nanzas. A! cabo de unas semanas el calor aumentó mucho, empezaron a caer chaparrones esporádicos e insrituí el baño de la tarde. El agua es muy peligrosa en el país Dawayo. Hay varias enferme- dades parasitarias endémicas, la peor de las cuales es la bilharzia- sis, que muchos dowayos padecen y produce graves hemorragias intestinales, náuseas, debilidad y, finalmente, la muerte. De todos modos, la esperanza de vida es tan baja en el país Dowayo que muchos perecen antes de alcanzar esta fase. A mí, diversas per- sonas me habían contado cosas diversas en diversos momentos. Según algunas autoridades, sólo con meter un pie imprudente- mente en un río se contrae una bilharziasis crónica; según otras, es necesario sumergirse durante varias horas en agua contaminada para que sea posible la infección. Un geógrafo francés que andaba de paso me dijo que después de las primeras lluvias fuertes no había peligro alguno. Al parecer, éstas barrían los caracoles porta- dores del parásito tia abajo. Así, siempre que uno evitara las aguas estancadas o con poca corriente en la temporada seca, el riesgo era mínimo. Puesto que ya había sufrido la tortura de ver a los dowayos jugueteando alegremente en los refrescantes ria- chuelos mientras yo me arrastraba envuelto en sudor, sentía una fuerte tentación de zambullirme también; de todos modos, era imposible trasladarse a ningún sitio que se encontrara a una dis- tancia moderada sin tener que cruzar algún veloz torrente metién- dote en las aguas hasta la cintura. Por lo tanto, decidi dar por bueno el diagnóstico del geógrafo e ir al lugar donde se bañaban los hombres, una profunda concavidad granítica al pie de una 84 cascada que las mujeres tenían vedada por ser a1li donde se cir- cuncidaba a los niños. El dia que hice la primera aparición en el nadadero sólo había dos hombres jóvenes que se habían detenido a la~arse a la vu~lta del campo. Mi anatomía era claramente tema de vIva especulación. Los dias que siguieron aparecieron por alli veinte o treinta hom- bres con el obvio propósito de ver la gran novedad que represen- taba un blanco sin ropa. A parrir de entonces mí gancho como atracción disminuyó rápidamente y las cifras recuperaron los ni· veles normales. Me senú ligeramente insultado. Se trataba de un lugar delicioso situado al pie de los montes de donde brotaba el agua, fria y limpia. Unos árboles proyecta- ban su sombra sobre el estanque, cuyo fondo era de arena. Alre- dedor del agua había losas dispuestas a varios rnveles sobre las cuales se podia uno tumbar en toda la gradación posible de tem- peratura. Matthieu y yo íbamos casi cada día, a no ser que otra ocupa- ción nos reclamara, y en este entorno exclusivamente mas~lino fue donde los dowayos comenzaron a hablarme de su religlO~ y sus creencias. Puesto que era bien patente que todos habían SIdo circuncidados a la manera tradicional y yo no, la conversación se encaminó espontáneamente hacia este tema, que para la cultura dowayo era algo más que una obsesión transitoria. Después de bañarnos dábamos una vuelta por los campos, • II tratando de localizar las fiestas que se celebraran ese dia. En e as, debajo de una cubierta tejida, se congregaban hasta veinte hom- bres y mujeres que cavaban y bebían intermítentemente. 1!.n ilustre funcionario colornal francés dijo de la cerveza de IIDJO que tenía la consistencia de una crema de guisantes y un sabor a parafina. La descripción es exacta. Los dowayos no beben otra cosa a mediodia y se emborrachan bastante pese a su bajo conte- nido alcohólico. Ello me intrigaba. Yo había decidido desde el principio tomar cerVeza autóctona pese a los indudables horrores del proceso de fabricación. En mí primera visita a una fiesta do- wayo hube de someterme a una dura prueba. «¿Le apetece un poco de cerveza?», me preguntaron. «La cerveza está surcada», 8' 7.•OH, CAMERUN, CUNA DE NUESTROS PADRES. La úníca distracción de la rutina semanal era la escapada al pueblo que hacía los viernes por la tarde. El viaje se justificaba por el hecho de que ese día llegaba e! correo de Garoua. Sin em- bargo, se trataba de una falsedad; sólo llegaba los viernes en teoría. El jefe fulani de Poli estaba encargado de repartir la co- rrespondencia en su camión, pero cuándo lo hacía, o si lo hacía, dependía tan sólo de su capricho personal. Si decidía que deseaba pasar unos días en la ciudad, allí se quedaba, y e! correo no llegaba hasta la semana siguiente. Le traía sin cuidado que nin- guno de los maestros ni demás funcionarios recibieran su sueldo, que los medícamentos de! hospital quedaran retenidos y que toda la población sufriera incomodidades. Por otra parte, el servicio de correos es tan lento que durante los dos primeros meses lo único que recibí fueron cartas del banco de Garoua con extractos de operaciones escandalosamente inexac- tos. Por algún extraño artificio, ahora dísponía de tres cuentas, una en Yaoundé, otra en Garoua, y otra, misteriosamente, en una población en la que no había estado nunca. Una de las ventajas de «ir a recoger el correo» era que me permitía descansar de mí ayudante. Jamás en la vida había pasado tanto tiempo en la compañía ininterrumpida de una persona, y empezaba a sentirme como si me hubieran casado contra mi vo- luntad con alguien del todo incompatible conmigo. Así pues, comenzaba las tardes de los viernes filtrando alegre- 90 mente agua para el viaje, que insistía en realizar a pie, ~n primer lugar debido a que en Poli era imposible obtener gasolina y por lo tanto tenía que ser cuidadosamente adrnmlstrada, y en segundo lugar porque de lo contrario tenía que llevarme a tod? el pueblo. En la estación de las lluvias había agua en ~bundanCla, de m~~o que me contentaba con filtrarla antes de bebermela. En la estaClon eea todos los badenes se transforman en pestilentes charcas y es ~ecesario hervirla o echarle cloro. Mi cantimplora se convirtió en motivo de risa para los dowayos, que se extrañaban de que un litro me durara' casi todo el día, hecho que acabaron aceptando como una peculiaridad del hombre blanco. En realidad, ellos tie- nen un sistema propio de restricciones de agua del cual el mío no era sino una extensión lógica. Los herreros, por ejemplo, no pue- den recoger agua con los demás dowayos; éstos han de ofrecér- sela. Los dowayos corrientes no pueden beber el agua de los ~el monte a no ser que sus propietarios se la ofrezcan. Los bruJOS de la lluvia no pueden beber agua de lluvia. Todo for~a parte ~e un sistema regulado de intercambio que gobierna el intercambIO de mujeres, comida yagua de uno a otro de los tres grupos. Puesto que yo no intercambiaba comida ni ~ujeres con otros ?ru~os, era lógico que tuviera restricciones propIas. Los dowayos Jamas toca- ban mi agua a no ser que literalmente se la pusiera en las manos, convencidos de que si bebían sin ser invitados podían contraer una enfermedad. El paseo de aproximadamente nueve kilómetros po~ ~n pe- dregoso camino constituía en general un agradable aliVIO del chapoteo en los campos enlodados. Al cabo de un. par de meses, tenia los pies y los tobillos plagados de todo tipo de hongos malignos que hadan caso omiso de los remedios de que .disponía. En la época de las lluvias, los pantalones tenían una vlda apro- ximada de un mes transcurrido e! cual se iban literalmente pudriendo de abajo :rriba. Usar pantalones cortos era la solución evidente, pero ello enojaba a mi ayudante, que alegaba que n~ eran propios de mi elevada posición; por otra parte, no proteglan de los espinos, la hierba afilada ní las cañas punzantes que abundaban en esa región. 91 Una vez en el pueblo, me instalaba en el bar con todos los demás asiduos aguatdadores del correo. A veces había cerveza con la que matar el tiempo mientras esperábamos el sonido del ca· mión. En ocasiones pasaba por e! mercado un miserable grupo de viejos que vendían un puñado de pimientos o de collares de cuen· taso No creo que se tratara de una ocupación económicamente rentable y a buen seguro su único objetivo era aliviar el aburri· miento. En e! otro extremo de la población había un carnicero que vendía carne dos días por semana. Puesto que los peces gordos se habían reservado la mayor parte con antelación, lo único que quedaba para los demás eran pies e intestinos, que el carnicero cortaba con un hacha. La cantidad que le daban a uno por un precio determinado variaba caprichosamente, pues no se usaban balanzas. Funcionarios diversos, vagabundos en grado variable, gen- darmes cogidos de la mano y, sobre todo, niños cruzaban este escenario. Gracias a mi escapada de los viernes conad a varios maestros. Figura destacada entre ellos era Alphonse. Se trataba de un foro nido sureño que había sido enviado como maestro de primaria más allá del rio Faro. Esa región de Camerún es tan remota que virtualmente forma parte de Nigeria. Allí se encuentra dinero y artículos riigerianos antes que cameruneses y el contrabando es corriente. Alphonse vivía totalmente aislado entre los tchamba. Un amigo que había ido a verlo contaba que su choza era diminuta y sus únicas posesiones un par de pantalones cortos y dos sanda- lias de dístinto color. No había cerveza. Al iniciarse la estación seca, en el horizonte de la carretera de Tchamba aparecía una n.ubecilla de polvo y gradualmente iba haciéndose visible un pun- tIto. Era Alphonse, que andaba, trastabillaba y se arrastraba hacia Poli gritando: «i Cerveza! j Cerveza!» Cuando llegaba se instalaba en el bar y se gastaba todas las pagas que había acumulado en cerveza. El hecho de que no llegara nunca durante uno de los prolongados períodos en que no había cerveza constituye un argu- mento contundente en favor de la existencia de una deidad bene- factora. Hacia las cuatro de la tarde, Alphonse ya había alcanzado el estadio en que quería hailar. 92 Era un hombre corpulento, afable si no se le contrariaba, pero prodigioso en sus accesoS de furia. El encargado de! servicio, que solía ser un alumno novillero de alguno de los maestros, era en- viado a buscar la radio. En cuanto sonaba la música, Alphonse empezaba a saltar como un fenómeno de la naturaleza. Olvidán- dose del resto del mundo, arrastraba los pies mientras emitía grao ves gemidos tomaba enormes tragos de su botella, balanceaba las, , caderas, hacía girar la pelvis y ladeaba la cabeza. Esto prosegma durante horas hasta que alcanzaba una fase más avanzada en la que todo el mundo tenía que bailar también so pena de que se ofen· diera. La incógnita de si e! correo llegaría o no antes de. que Alphone alcanzara la fase del baile social era causa de cIerta preocupación. El bailarín no demostraba. respeto alguno por los cargos y con frecuencia se encontraban en .el bar inspe~tores .de Hacienda y gendarmes que se movían nerVIosamente baJO su ¡m- perial dominio mientras él suspiraba y sonreía feliz en un rincón. Su principal aliado y compañero de juergas era otro sureño, Augustin. Este había desertado de la vida de contable que llevaba en la capital para hacerse profesor de francés. Se tr;¡taba de otro individualista a ultranza en un Estado que valoraba e! canfor· mismo servil. Mientras estuve allí, no conocí a nadie más que se negara a sacarse el carnet del único partido politico. Entre e! sous.préfet y él había nacido una pugna; ambos tenían fama de mujeriegos. Los funcionarios locales habían pronosticado con con- vicción que un día «desaparecería» o bien debido a algún delito politico o bien debido a sus actividades con la esposas de los fu- lanis de Poli. Bajo la influencia del alcohol, atravesaba la pobla· ción en una atronadora y enorme motocicleta, sembrando d terror entre jóvenes y ancianos por igual y sufriendo frecuentes c~ída.s de las que salia siempre ileso. Una atmósfera de desastre mlll1· nente rodeaba a Augustin; donde se encontrara había problemas. En una ocasión en que vino a verme a la aldea se puso a fornicar descaradamente con una mujer casada. Los dowayos esperan que las mujeres casadas practiquen el adulterío y seducir a las mu- jeres de los demás se considera un divertido deporte. ~o obstante, Augustin copuló con ella en la choza de! marido, lo cual constituía 93 una grave afrenta. El ofendido se enteró en seguida y, con la lógica de la responsabilidad compartida, decidió que yo debía como pensarlo, a lo cual, tras consultar con el jefe y otros «asesores le- gales», me negué cortésmente. El marido se presentó entonces ante mi choza acompañado de sus hermanos. Cogería a Augustin la próxima vez que viniera a verme y, lo que era peor, le destro- zarían la moto a garrotazos. Dadas las circunstancias, me pareció aconsejable advertir a Augustin que no apareciera por la aldea durante un tiempo. Sin embargo, en un gesto muy propio de él, se presentó al día siguiente e incluso estacionó la motocicleta d~lante. de la choza del marido agraviado. Yo temía que hubiera VIOlenCIa o que mi relación con los dowayos se viera perjudicada por el incidente. El marido apareció con sus hermanos. 'Augustin sacó la cerveza que traía y todos bebimos en silencio. Seguidamente ofreció otra ronda y Zuuldibo, con su increíble capacidad para olfatear la bebida, hizo inmediatamente acto de presencia. Mi ayudante re- voloteaba nervioso en segundo plano. Yo repartí tabaco. De pronto, el marido, que había estado reflexionando inmerso en el silencio, tenso que suele asociarse con los borrachos de Glasgow, comenzo a canturrear desafinadamente. Los demás hombres se unieron a él con deleite. Al poco rato, el marido se marchó. El papel del. an.tropólogo en estas ocasiones consiste en comportarse como. un mSlstente zángano e ir por ahí pidiendo que le expliquen el ch1St~, de modo que empecé a preguntar por lo que acababa de presenc!.ar. La letra de la canción era: «Oh, ¿quién copularla con una .vagma amarga?», cantada en son de burla de las mujeres. Por 10 V1St~,. el marido, apaciguado por la cerveza, había llegado a la concluslOn de que la solidaridad entre los hombres era más im- portante que la fidelidad de una simple esposa. No se volvió a ha~lar del asu~to. Es más, Zuuldibo y Augustin pasaron a ser in- meJorables amigos y desde entonces compartieron muchas farras. Alphonse y Augustin solían encontrarse en el bar aguardando la llegada de su sueldo con el inútil nerviosismo del que está a p~nto de ser padre. Durante la espera estallaban siempre grandes disputas sobre los cálculos del impuesto sobre la renta, y observé 94 con interés que los maestros cameruneses recibían casi el mismo salario en Poli que yo en Londres. También recibían billetes de avión para viajes interiores que en su mayoría vendían en el mercado negro, a no ser que los funcionarios se los hubieran quedado antes. En realidad, ir a buscar el correo era un regreso nostálgico a la burocracia de los empellones. Había que hacer interminables colas mientras se anotaban minuciosamente todo tipo de detalles en cuadernos escolares donde se tiraban abundantes y cuidadosas líneas y se ponían sellos con precisión milimétrica. Los documentos de identidad eran asimismo atentamente exami- nados. Un oficinista experimentado podía lograr que la entrega de una sola carta durara diez minutos. Seguidamente llegaba el post mortem. Los que no habían re- cibido correo se retiraban al bar a lamentarse. Los que sí lo habían recibido, generalmente terminaban en el mismo sitio para cele- brarlo. Puesto que anochecía antes de las siete, el camino de regreso a Kongle había de realizarlo casi invariablemente sin luz. En Inglaterra nos olvidamos de lo oscuras que pueden ser las noches pues raramente nos enconrramos lejos de algún punto lu- minoso; en el país Dowayo no podían ser más negras y había que llevar linterna por fuerza. Los dowayos se niegan a rebasar de noche la valla que señala el limite de la aldea; la oscuridad los aterra y se reúnen en torno al humo y el resplandor de las fogatas hasta que retorna la luz. Fuera hay animales salvajes y hechizos; y además está el gigante «Cabeza de Pimiento», que asesta golpes a los viajeros desprevenidos y los deja mudos del susto. Les extrañaba, pues, sobremanera que cometiera la temeridad de recorrer el despoblado a oscuras. Hacerlo solo era muestra de locura. 10 cierto es que yo no me sentí nunca tan seguro como en el campo desierto de noche cerrada. El ambiente refrescaba hasta alcanzar la temperatura de los crepúsculos estivales ingleses y generalmente la lluvia aflojaba, aunque continuaban los relám- pagos silenciosos sobre las altas montañas. Las constelaciones eran nuevas y espléndidas. A menudo la luna salía más tarde e iluminaba la escena como si fuera de día. En aquella zona no había grandes predadores verdaderamente peligrosos; el riesgo princi- 95 bién culúvan la úerra separadamente. Ella culúva sus alimenros y él los de él, aunque quizá la ayude en las rareas más duras. Hom- bre y mujer se encuentran con propósitos sexuales en la choza de él según una rotación que ya han acordado de antemano con las demás esposas. A ojos de un occidental la familiaridad o d afec- to que se demuestran es escaso. Los dowayos me contaron ex- trañados que la esposa de un misionero americano salía corriendo de casa a recibir a su marido cuando éste regresaba de algún via- je. Se partían de risa por d hecho de tener que pedirle a la mujer del misionero, en vez de a él, que los llevara en el coche, y en- cima no parecía que le pegara nunca. De esto no debe inferirse que las esposas de los dowayos son pobres violetas amedrentadas. Dan lo mismo que reciben y se de- fienden con furia. La mayor represalia consiste simplemente en marcharse a la aldea de sus padres. El marido sabe que en esras circunstancias tendrá gran dificultad para recuperar las cabezas de ganado que ha pagado por la esposa. Es muy posible que se quede sin mujer y sin reses. Por ello se suele retrasar la entrega dd ganado todo lo posible. No es infrecuente que las mujeres abandonen a sus maridos y el sistema de traspaso de reses está tan sujeto a retrasos como el más eficaz banco camerunés. La fre- cuencia de las rupturas matrimoniales y el incumplimiento por parte de los maridos dd pago de las esposas puede despertar la cólera de! etnógrafo que descubre que una misma mujer aparece dos o tres veces en sus cómputos. Así, si una mujer ha dejado a su marido por otro, ambos informarán al antropólogo con toda tranquilidad de que se trata de su mujer. El primero estará más que dispuesto a decir cuánto ha pagado por su esposa pero ami- úrá e! detalle de que esa canúdad nunca fue satisfecha. El se- gundo marido indicará e! precio que pagó por ella pero se olvi- dará de decir que no lo satisfizo a los padres sino al primer marido injuriado, quien es muy posible que haya usado esas ca- bezas de ganado para pagar alguna mujer anterior que todavía debiera. Los padres de la esposa descarriada le reclamarán ahora a! segundo marido las reses que no pagó el primero, amenazando con llevarse a la mujer. El responderá recordando una deuda con- 100 traída tres generaciones antes al no ser pagada alguna mujer de su familia. A esro sigue una querella complicadísima. Los dowayos no justifican nunca la elección de una esposa por su belleza sino más bien por su obediencia y bondad. Una mujer no debe ver nunca un pene que no haya sido circuncidado, de lo contrario enfermará. Un hombre no debe ver nunca una vagina so pena de perder e! apetito sexual. De ahí que e! coito sea un encuentro furtivo realizado en una oscuridad total en que ninguno de los dos participantes está desnudo. La mujer no se quita e! manojo de hojas que lleva por delante y por detrás. En otro úempo, los hombres llevaban un taparrabos que se desataba para permitir la extracción de la calabaza protectora de! pene que tenían que llevar los circuncidados. Hoy en dia los pantalones cortos están en boga y sólo los ancianos o los que realizan activi- dades rituales llevan ese tipo de protección. A modo de chiste, las mujeres imitan con los carrillos el ruido seco que hace el miembro viril al ser extraído de la calabaza; e! mismo sonido sir- ve de eufemismo para referirse al propio acto sexual. Las muje- res esperan siempre recibir una recompensa por sus servicios, incluso de su propio esposo, hecho que ha conducido a severas comparaciones entre el concepto dowayo del matrimonio y la prostitución por parte de algunos predicadores; existe además una arraigada costumbre de llevar la cuenta de todo, incluso en- tre marido y mujer. Toda esta información la fui reuniendo po- quito a poquito; la investigación de los festivales no relacionados con la vida diaria fue una cosa totalmente distinta. Por pura suerte, había llegado al país Dowayo el año siguiente a una buena cosecha de mijo (1os años van aquí de una cosecha de mijo, que tiene lugar a primeros de noviembre, a la siguien- te) y muchos habían aprovechado esa abundancia para organizar festivales de las calaveras en honor de sus muertos. Al morir, los cadáveres de los dowayos son envueltos en una mortaja de algodón autóctono y en los pellejos de las reses sa- crificadas para la ocasión. Se los entierra agazapados. Unas dos semanas más tarde se retira la cabeza a través de una abertura dejada en el envoltorio para tal propósito, se la examina en busca 101 de señales de brujería y se la mete en una olla que se coloca en un árbol. A partir de ahí los cráneos de hombres y mujeres (u hom- bres no circuncidados) reciben distínto tratamiento. Los de hom- bre son situados en el descampado de detrás de la choza donde las calaveras encuentran el descanso final. Los de mujer son co- locados detrás de la choza de la aldea donde nació la mujer. Al casarse, la esposa se traslada a la aldea de su marido; al morir retoma a la suya. Al cabo de varios años, los espíritus de los muertos pue- den empezar a importunar a sus parientes vivos aparecíéndoseles en sueños, causándoles enfermedades o no dignándose penetrar en las entrañas de las mujeres para que nazcan niños y se reen- carnen los espíritus. Esto quiere decir que es buen momento para organizar un festival de las calaveras. Normalmente, lo pone en marcha un hombre rico solicitando el apoyo de sus parientes y ofreciéndoles cerveza. Si se celebran dos fiestas sin desavenen- cias, se dispone la organización. Los dowayos se vuelven muy quis· quillosos cuando están bebidos y es raro que no se produzcan disputas; para lograrlo se requiere el esfuerzo de todos los pre- sentes. El hecho de que dos fiestas seguidas no se vean empaña- das por pelea alguna indica una singular comunidad de propó- sitos. Yo me había enterado por Zuuldibo de que iba a celebrarse uno de estos festivales en una aldea distante unos veinticuatro kilómetros, y llevé a cabo un rastreo preliminar a fin de com· probar su veracidad. En el país Dowayo el cómputo del tiempo es una pesadilla para cualquiera que pretenda establecer un plan que abarque más allá de diez minutos en el futuro. El tiempo se mide en años, meses y días. Los más ancianos sólo tienen una vaga noción de lo que es una semana; parece que ese concepto se considera un préstamo cultural, igual que los nombres de los meses. Los viejos cuentan en días a partir del presente. Existe una complicada ter· minología que designa puntos determinados del pasado y el fu- turo como, por ejemplo, «el día anterior al día anterior a ayer». Mediante este procedimiento, es virtualmente imposible fijar con preclslon el día en que va a ocurrir una cosa. A esto se añade el hecho de que los dowayos son muy independientes y se mo- lestan si alguien intenta organizarlos. Hacen las cosas cuando les viene en gana. Tardé mucho en acostumbrarme a ello; no me gus- taba aprovechar mal el tiempo, me conrrariaba perderlo y espe- raba obtener una compensación por el que invertía. Estaba con- vencido de que tenía el récord mundial de oír la frase «No es el momento oportuno para eso», pues era lo que contestaban los dowayos cada vez que trataba de obligarlos a enseñarme una cosa concreta en un momento concreto. Nunca quedaban en en- contrarse a una hora o en un lugar determinados. La gente se extrañaba de que me sintiera ofendido cuando aparecían un día o una semana más tarde, o cuando recorría quince kilómetros para descubrir que no estaban en casa. Sencillamente, el tiempo no podía ser distribuido. Otras cosas de naturaleza más material entraban dentro de la misma categoría. El tabaco, por ejemplo, no admitía una separación cIara entre lo mío y lo tuyo. Al prin- cipio me desconcertó que mi ayudante cogiera mi tabaco sin un formulario «con permiso» siquiera, mientras que no se le hubiera ocurrido jamás tocar mi agua. El tabaco, como el tiempo, es un área en que el grado de flexibilidad permitido por la cultura se halla muy lejos del nuestro. No es permisible negarse a compartir el tabaco; los amigos tienen derecho a registrarte los bolsillos y coger lo que encuentren. Cuando pagaba a mis informantes con un paquete, se lo escondian rápidamente pasando por alto todas las normas del recato y salían corriendo hacia casa, preocupadí- simos por no encontrarse a nadie camino del lugar donde preten- dían ocultarlo definitivamente. Este viaje fue mi primera visita al valle conocido como Valle de las Palmeras Borassa, por los numerosos árboles de esta es- pecie que tan sólo se dan allí. En los mapas antiguos todavía consta que una carretera discurre por el valle, pero en la actua- lidad se encuentra en un estado bastante lamentable. No obstante, conduciendo cuidadosamente se podía penetrar varios kilómetros en la fértil hondonada teniendo como telón de fondo las magni- ficas montañas que señalan la frontera con Nigeria. Allí los po- \03 blados se acercaban mucho más a la tradición de los dowayos del monte que los de mi zona. Por otra parte, era imposible coro· prender una palabra de lo que decía nadie, pues los tonos eran bastante distintos, exagerados hasta convertirse en enormes su- bidas y bajadas. Después de un par de horas de andar por e! camino precedido por Matthieu y Zuuldibo, llegamos al recinto de! jefe de la región. Las chozas estaban tan juntas, con propó- sitos defensivos, que había que ponerse a cuatro patas para pasar entre ellas. Las de la entrada eran tan bajas que todos tuvimos que tumbarnos panza abajo y arrastrarnos para poder penetrar. La estatura media de los habitantes de Kongle es aproximada- mente de un metro sesenta y ocho. Aquí todos eran fornidos individuos de más de metro ochenta, de modo que tal disposición debía de resultarles muy molesta. El jefe, un asombroso pirata viejo con un solo ojo y profun- das escarificaciones ornamentales por todo el rostro, nos recibi6 con gran ceremonia. Puso cerveza a nuestra disposición y Zuul- diba se lanzó al ataque con avidez. Yo empecé a temer que nos pasáramos el dia allí. Nos confirmaron que se iba a celebrar el festival de las calaveras, aun cuando no conseguimos precisar la fecha exacta. Hasta que no empezaron el consabido «el día si- guiente al dia siguiente ... » no me di cuenta de que e! jefe estaba borracho. Zuuldibo se esforzaba por alcanzarlo. El hablaba do- wayo, los demás fulani. Uno de sus hijos se incorporó a la reu- nión y se puso a hablar en francés. Al poco se hizo patente que no tenía ni idea de quién era yo, pues me había confundido con e! lingüista holandés, treinta años mayor que yo, que había vi- vido en su aldea durante varios años y se había marchado hada poco. Por lo visto, todos los blancos le pareciamos iguales. Es- taría encantado de que los acompañara cuando se celebrara la ceremonia. Ya me avisaría. Yo sabía por experiencia que no lo haría, pero le di las gracias efusivamente y conseguí convencer a Zuuldibo de que nos marcháramos a cambio de llenar mi can- timplora de cerveza para el viaje. Eran las últimas horas de la tarde de un dia muy caluroso y la pid de la cara se me caía a tiras. Los dowayos no me quitaban 10~ ojo, sin duda esperando que pronto empezara a aparecer mi ver~ dadera naturaleza negra. Incluso los ancianos de esa raza caminan a una velocidad que duplica la de los europeos y saltan de una piedra a otra como las cabras. Empecé a arrepentirme de no haber llevado agua. Mis acompañantes se acomodaron amablemente a mi paso, perplejos por e! hecho de que un blanco pudiera andar. Todos tenían exa- gerados prejuicios sobre nuestra inutilidad y nuestra vulnerabi- lidad ante la enfermedad y la incomodidad, que se explicaban por e! hecho de que teníamos la «pie! delicada». Lo cierto es que la pie! de los pies y los cogos de los africanos mide dos centíme- tros de espesor y ese pétreo pellejo les permite andar descalzos sobre piedras afiladas o incluso sobre cristal sin sufrir daño al- guno. Por fin llegamos al coche y emprendimos e! regreso, no sin antes recoger a una mujer que pasaba. Apenas habíamos re· corrido kilómetro y medio cuando empezó a vomitar, como de costumbre, encima de mí. Mientras estuve entre los dowayos, fueron no pocas las personas y los perros que aprovecharon para vomitarme encima. En la estación lluviosa no había problema, te detenías junto a un río y te zambullías totalmente vestido para limpiarte. De vuelta en la aldea, me sorprendió agradablemente e! inge- nio natural de mi ayudante. Al ver cómo iban las cosas en casa de! jefe borracho, desapareció y fue a buscar a una joven cono- cida que se encargaba de preparar la cerveza para la fiesta. Por su estado de fermentación, dedujo que tardaria un par de días en hallarse lista y cuatro en agriarse. De este modo calculó la fecha. Y puesto que tal iniciativa coincidió con e! día de pago, lo sorprendí, a él y a mí mismo, dándole una pequeña gratificación. El incidente supuso un cambio en nuestras relaciones e hizo nacer en Matthieu un repentino interés por obtener información yen· terarse de las cdebraciones. Al tiempo que se marchaba, comentó que d viaje había sido innecesario, pues por el número de gen· te que pasaria por e! pueblo sabríamos qué dia iba a ser la ce- remonia. Además, tampoco hada falta pedir permiso para asistir. 105 prÓXImo a la suspensión de todas las funciones en que uno pue- de aguardar horas sin sentir impaciencia ni frustración, sin es- perar que ocurra nada mejor. Al cabo de un largo rato se hizo evidente que no iba a suceder nada más. Por lo visto, algunos parientes babían confundído la fecha de la ceremonia y no se ha- bían presentado. Quizá llegarían al día siguiente. Comenzó una agitada concertación de alojamientos y Mauhieu salió a solu- cionar el mio. Zuuldibo anunció que él dormiría debajo de un árbol mientras hubiera cerveza. Tras un corto paseo por el campo y después de atravesat dos ríos y muchos zarzales, llegué al que había de ser mi lugar de descanso, la choza que me había cedido un hombre amabilísimo que había echado a su hijo para poder él pasar la noche bajo techado. Al preguntarle, me dio a entender que su hijo recibiría aquella noche los favores sexuales de una doncella dowayo, por lo que no debía inquietarme. La choza era la más cochambrosa que había visto hasta en· tonces. En un rincán había una caja con varios pollos en proceso de putrefacción, presumiblemente indicio de que su dueño había ofrecido la sangre a los antepasados ese día. De las vigas del te- cho pendían diversos artefactos que se utilizarían en distintas etapas del festival: las flautas que se tocan cuando un hombre ha sido sacrificado y las colas de caballo y las mortajas \ que se usan para ornamentar las calaveras antes de bailar con ellas. El suelo estaba cubíerto de inmundicia. Cuando me hube acomodado en ella, descubrí que la cama contenfa varios trozos de carne y huesos a medio comer, restos de una res sacrificada. Hasta nuestros oídos llegaban los tambores y los cantos pro- cedentes de la aldea y el rítmico sonido me arrulló hasta que me dormí acurrucado y cubierto por mi propia ropa mojada. De pron- to me despertaron unos arañazos en la puerta; durante un mo- mento temí que se tratara de otra Cuu-f, pero era Matthieu, que me traía agua caliente en una calabaza. «Ha hervido cinco minutos, patron, puede beberla.» Yo tenía escondida una mezcla de leche y café en polvo, además de abundante azúcar por si lo quería algún dowayo. Nos repartimos la poción y Matthieu aña- 110 dió seis cucharadas de azúcar a su parte. Haciendo un esfuerzo para cumplir con mi deber, le pregunté por varios de los objetos del techo y recibí la iluminación solicitada. «El viejo de hoy, es el Viejo de Kpan, jefe de todos los productores de lluvia. Zuul- dibo se lo presentará mañana.» Se marchó y oí que un dowayo preguntaba en voz alta: «¿Ya está dormido tu patron?» La primera persona que vi al dia siguiente fue Augustin, que se había tomado un descanso de los rigores de Poli. Como todo buen urbanfcola africano, ni se le pasaba por la cabeza ir a nin- gún sitio andando. Había conseguído llevar la motocicleta hasta allí, pero llegó tarde y tuvo que pasar la noche con otra compla- ciente mujer dowayo que resultó una esposa discola del Viejo de Kpan. Parecía que aquélla era su aldea natal y había regresado para las fiestas. El hermano de ella había acompañado a Augus- tin a su puerta y le había advertido que si se enteraba el brujo un rayo los fulminaría a todos. El archivo mental que había abier- to el día anterior sobre él se estaba llenando rápidamente. Sin embargo, los acontecimientos del dia lo apartaron de mi mente. Un festival dowayo de las calaveras es un poco como un circo ruso: ocurren cuatro cosas distintas a la vez. Tras una última se- sión de lanzamiento de excrementos, los payasos comenzaron a limpiar las calaveras. Entre tanto, los maridos habían traído a las muchachas originarias de la aldea, que se habían disfrazado de guerreros fulani y bailaban sobre una loma agitando lanzas al son de las flautas «parlantes», llamadas así porque imitan los tonos de la lengua. Este es otro aspecto del idioma dowayo que no llegué a dominar nunca. Las flautas las invitaban a exhibir las riquezas de sus maridos, que las acosaban despiadadamente para que se esmeraran en la representación y las adornaban con gafas de sol, relojes prestados, radios y otros artículos de consumo, además de las túnicas. Algunos hombres se ponían dinero en el cabello. En otra parte de la aldea estaban las viudas de los hombres en cuyo honor se celebraba la fiesta. Iban ataviadas con largas faldas de hojas y sombreros cónicos del mismo material y baila- ban en largas hileras como si de coristas se tratara. Por el mo- mento tenia que limitarme a recoger toda la información que 111 pudiera, dejando cualquier intento de análisis inteligente para otra ocasión. Mauhieu iba de grupo en grupo grabando cuanto podia, para lo cual se abría paso hasta la primera fila de cada congregación de público de una manera que yo era incapaz de emular. En la distancia apareció otro grupo transportando un extraño atado y agitando cuchillos. Luego me enteré de que eran los circuncisos, que llevaban el arco del hombre en cuyo honor se celebraba el festival y cantahan canciones de circuncisión. De repente un grupo de chicos empezó a gritarles. Yo pensaba que estaba presenciando un genuino altercado espontáneo, pero por el entusiasmo de los espectadores deduje que se trataba de un elemento fijo. «Los no circuncisos -me explicó un vecino solí. cito---. Siempre igual.» No pude resistir la tentación de pregun- tarle por qué. Se me quedó mirando como si acabara de decir una gran idiotez. «Nos lo dijeron nuestros antepasados», declaró, y se marchó. Algo estaba ocurriendo junto a las calaveras y alli me dirigí a toda prisa mientras Matthieu se ocupaba de la batalla entre los dos gtupos. Estaban envolviendo los cráneos de los hombres, por la razÓn que inevitablemente acompañaba toda actividad colec- tiva entre los dowayos, con lo que hasta yo identifiqué como las vestiduras de un candidato a la circuncisión. Los cráneos de las mujeres fueron lanzados ignominiosamente a un lado Y' olvida- dos. Tras ahuyentar a mujeres y niños, los que se quedaron em- pezaron a zarandear Y golpear las calaveras Y a tocar las flautas que había visto en el techo de mi choza. «Amenazan a los muer- tos con la circuncisión», explicó enigmáticamente Zuuldibo. Un hombre se las puso sobre la cabeza y empezó a sonar una extraña y reiterativa melodía a base de gongs, tambores y flautas graves ~esacompasadas. A continuación fueron sacando del atado largas tIras de tela de mortaja que sostenían unos hombres oscilantes, de modo que se formó una especie de enorme araña. Mientras tanto, otros se ciñeron los ensangrentados pellejos de las reses sacrificadas para la ocasión con la cabeza apoyada en la de ellos y, mordiendo un jirón de carne, empezaron a girar en tomo a las 112 calaveras pateando, inclinándose hacia adelante Y oscilando a un lado y otro. El hedor, el ruido Y el movimiento lo dominaban todo. A la entrada de la aldea bailaban las viudas llamando a los muertos, que se movían lentamente alrededor del árbol central antes de ser colocados, junto a las cabezas de las reses sacrifica- das, sobre un portalón. Entonces saltó un hombre junto a ellos, el organizador, Y gritó: «Gracias a mi fueron circuncidados estos hombres. De no ser por el hombre blanco, hubiera matado a un hombre.» Naturalmente, en ese momento pensé que se refería a mí, ima~ ginándome que habían suprimido todo tipo de acciones obscenas debido a mi presencia. Mi primera reacción fue de decepción. «Por mi que no quede -hubiera gritado---. Para eso he venido.» Subsiguientes indagaciones me revelaron que en otros tiempos se sacrificaba un hombre Y su cráneo se hacia añicos golpeándolo con una piedra, pero el gobierno central -francés, alemán Y ca- merunés- había puesto fin a esta práctica. La celebración degeneró en un jolgorio, amenizado con cer- veza y bailes en abundancia, y nosotros decidimos regresar a Kongle. Ya de camino, Zuuldibo nos hizo dar un rodeo para con- ducirnos a una edificación aislada de las estribaciones de los mon- tes. En el interior estaba sentado el Viejo de Kpan. Intercam- biamos los complicados saludos de rigor Y hube de dejar que me estrechara contra su corazón, tras lo cual cayó en un éxtasis de suspiros, gemidos Y cloqueas que me recordaban los de una sol- terona ante su sobrino favorito. Sirvieron más cerveza caliente y nos sentamos en circulo a charlar en la acogedora penumbra; de vez en cuando, el anciano se interrumpía en mitad de una frase para exclamar cuánto se alegraba de mi presencia. Tenía enten~ dido que me intetesaban las costumbres de los dowayos. El ha- bía vivido mucho tiempo Y visto muchas cosas. Me ayudaría. Podía ir a su casa dentro de poco. Ya me mandaría llamar, ahora tenía una temporada de mucho trabajo. Me dirigió una mirada de complicidad que yo traté de devolverle. Sería el segundo blan- co que visitaba el valle. «¿El primero fue francés o alemán?», ptegunté para tratar de determinar el período. «No, no, un blanco 113 como usted.• Ofrecí a todo e! mundo nueces de cola que llevaba encima y nos marchamos, cruzando por peñascos de granito y senderos encharcados hasta llegar al camino principal. En e! fon- do de! valle empezaba a acumularse una espesa neblina y se anun- ciaba una noche muy fría. Cuando llegamos al coche estábamos todos tiritando y ansiosos por regresar a las comodidades de Kongle. En Mrica occidental, la climatología tiene un carácter fundamentalmente local; las precipitaciones pueden ser en un pun- to e! doble de fuertes que en otro situado a pocos kil6metros. De noche, en Kongle siempre estábamos a diez grados más que en este extremo de! país Dowayo; y al otro lado de la montaña todavía hacía más calor. En cuanto avistamos e! coche nos dimos cuenta de que había pasado algo. Daba la impresi6n de que estaba inclinado. Durante todo e! tiempo que permanecí en e! país Dowayo, la única vez que me robaron fue estando en la misi6n, de modo que había adquirido la costumbre de dejarlo todo abierto cuando me encon- traba lejos de la influencia de la civilizaci6n. ¿Habría qnitado alguien e! freno para moverlo? Una rápida inspecci6n lo desvel6 todo. 10 había aparcado al borde de un barranco, pues la continuaci6n de! camino conducía al puente que se había venido abajo. El aguacero de! dia anterior había reblandecido la tierra lo suficiente para que e! peso de! coche hiciera ceder e! terraplén. El vehículo tenía abar.. las rue- das de un lado suspendidas sobre un precipicio de veinte metros de profundidad, en un equilibrio tan perfecto que al tocarlo se balanceaba ligeramente. Era una situación en que se imponía el recurso de la fuerza bruta, pero todo e! mundo se encontraba to- davía en la celebraci6n. No podíamos hacer nada. Desalentados, a!?arramos los cuadernos, la máquina de fotos y el magnetof6n, y dimos media vuelta para emprender el camino de regreso. Era un desafortunado final para un dia tan bueno. Para colmo, Zuuldibo nos deprimió aún más con su insistencia en pronunciar sentencias como: «El destino de! hombre es e! sufrimiento.» Evidentemen- te, las había aprendido de los musulmanes locales, pues eran uno de los consuelos de su religi6n. Por lo visto había reunido una 114 interminable colecci6n de lugares comunes del mismo tipo. .El hombre propone y Dios dispone», declar6 mientras vadeábamos las heladas aguas de! río.•Ningún hombre puede conocer e! fu- turo», manifest6 en tanto ascendia a cuatro patas hacia la aldea. Cuando llegamos buscamos al jefe. Si existe en esas tierras una cosa menos práctica que tratar de fijar la hora de un en- cuentro con un dowayo, es intentar encontrar a una persona o un lugar. Con plena seguridad, nos informaron de que e! jefe estaba en suchoza, en Poli, enfermo y borracho, todo menos muerto o en Francia. Nunca llegué a saber con certeza si esto re- flejaba una diferencia epistemológica básica entre nosotros -como los conceptos de «conocimiento», «verdad» o «prueba»-, o si simplemente mentían. ¿Me decían acaso lo que pensaban que quería oír yo? ¿Pensaban que tener un firme convencimiento err6neo era mejor que la duda? ¿Sería simplemente una norma cultural tratar de confundir a los extraños todo lo posible? Me inclinaba por la última posibilidad. Cuando por fin lo localizamos, el jefe inici6 una retahíla de lamentaciones por nuestra desgracia. De noche no se podía hacer nada, explic6, debido a los peligros de la oscuridad, pero al dia siguiente por la mañana él mismo organizaría la operación. «El destino del hombre es el sufrimiento», dije, y Zuuldibo se ech6 a reír. Matthieu y yo compartimos una choza situada en medio de una plantaci6n de plátanos y nos alimentamos de los frutos de la tierra, ateridos de fria. En la choza quedaban los restos de una hoguera y un perro dormido que no nos hizo ningún caso. Ahora me doy cuenta de que debía de ser la cocina de alguien, pero por qué estaba allí, lejos de todo, sigue siendo un misterio. Por otra parte, ningún dowayo en su sano juicio permitiría a un perro tumbarse dentro de una choza junto al fuego. Matthieu reaccion6 a la auténtica manera dowayo y empezó a buscar una estaca para darle al perro en la cabeza. Cuando la encontr6, me apropié de ella para echarla al fuego. Pasamos la noche tendidos en el suelo de tierra batida con la ropa mojada puesta. Aunque tuve la for- tuna de que el perro adoptara mis pies como almohada, no la re- 115 matarse. Todos estos datos eran potencialmente importantes para comprender en qué tipo de mundo cultural vivían los dowayos. Por ejemplo, e! leopardo ocupa un lugar preeminente en su mun. do, aunque hace treinta años que han desaparecido de! país Do- wayo. Los leopardos matan a hombres y ganado, y en cuanto tales están equiparados al hombre. Los circuncisores, como ver. tedores que son de sangre humana, deben gruñir a la manera de los leopardos cuando están de caza, mientras que los muchachos que sufren la intervención se visten de leopardos jóvenes. El que mata un leopardo ha de someterse al mismo ritual que si hubiera matado a un hombre. El que ha matado a un hombre es denominado «leopardo» y se le permite llevar garras de ese ani- mal en e! sombrero. Cuando hablan de sus ritos de enterramien- to, los dowayos hacen gran hincapié en e! hecho de que e! leo- pardo, al igual que ellos mismos, pone los cráneos de sus muertos en los árboles, referencia al hábito de transportar sus presas a un árbol para comérselas. Se cree, además, que los hombres pode- rosos y peligrosos como los brujos de la lluvia tienen capacidad para transformarse en leopardos. Todas estas actitudes diversas «cobran sentido» si se consideran como un modo de contemplar la parte salvaje y violenta de la naturaleza humana. Pero incluso un área de investigación tan simple, y para un antropólogo tan evidente, reqnirió varias semanas de esfuerzo continuo. La gente se resistía a hablar de los propiciadores de lluvia y de los leopardos. Lo descubrí charlando con un mucha- cho que me encontré un viernes yendo camino de! pueblo a bus- car el correo. Tuvimos que refugiamos de la tormenta debajo de un árbol y la conversación se orientó espontáneamente hacia los brujos de la lluvia. El chico me señaló un monte que tenía per- manentemente una nube encima. «Ahí es donde vive uno ---dijo--. Domboulko. Allí siempre hay agua, hasta en la estacióll. seca. Pero e! mejor es mi padre en Kpan. A su muerte, yo compraré e! secreto de la lluvia una vez que se haya convertido en leopardo.» Aguzando el oído, me propuse explotar aquella veta de oro puro mientras e! mozalbete seguía hablando despreocupadamente de las COsas que más me interesaban. Cuando llegamos a Poli, estaba 120 al tanto de la importancia de las montañas y las cuevas especiales, de la existencia de piedras que sirven para producir lluvia y de! poder de! propiciador de lluvia para matar mediante e! re!ám- pago (aparte de que llevaba dentadura postiza). Una vez me hube enterado de estas cosas, no me costó ningún trabajo que me las corroboraran en la aldea. Sin embargo, sólo la suerte me había brindado esa información sobre los brujos de la lluvia y los leo- pardos. Si no me hubiera encontrado andando por ese camino en ese preciso momento, quizá no me habría enterado nunca, o tal vez habría tardado mucho. Así pues, los informantes me ponían dificultades incluso en 10 referente a los animales más destacados como los leopardos. Popularmente se supone que los africanos rebosan sabiduría in· dígena y conocimientos ancestrales sobre plantas y animales. Son expertos en su identificación por e! rastro, e! olor o las señales que dejan en los árboles y se embarcan en meticulosos análisis encaminados a determinar a qué planta pertenece una hoja, fruto o corteza. Para infortunio suyo, los occidentales suelen actuar de una manera interesada en sus interpretaciones. En la época en que se daba por sentada la superioridad cultural de Occidente, era intuitivamente evidente para todos que los africanos se equi- vocaban en la mayoría de las cosas y que simplemente no eran muy listos. Por 10 tanto, no era de extrañar que sus mentes no fueran nunca más allá de sus estómagos. El antropólogo se en- contraba de forma inevitable en e! pape! de refutador de esta con- cepción de! hombre primitivo. A él le tocaba demostrar que cier- ta lógica guiaba su comportamiento y que seguramente su sabiduría escapaba al observador occidental. En esta época de neorroman- ticismo, e! antropólogo ético se sorprende al encontrarse de re- pente en e! otro extremo. Actualmente, e! hombre primitivo es utilizado por los occidentales, igual que lo fue por Rousseau o por Montaigne, para demostrar algo referente a su propia sacie· dad y reprobar los aspectos de la misma que les parecen poco atractivos. Los «pensadores» contemporáneos tienen el juicio fundamentado y equitativo en tan poca consideración como sus antecesores. Un ejemplo que me impresionó especialmente antes 121 incl~so .de i~ al pais Dowayo fue una exposición de objetos de los m'!i0s pIeles rojas. En ella se exhibía una canoa de madera Y,nos informaban que .Ias canoas de madera funcionan en armo- rua con el e?torno y no son contaminantes»; junto a ella había una .fo~ograf¡a de! proceso de construcción en la que aparecían los mdios quemando grandes extensiones de bosque para obtener la m~dera adecuada y dejando que se pudriera e! resto. El «Doble salvaje» se ha alzado de su rumba y se encuentra vivito y colean- do en e! noroeste de Londres, lo mismo que en algunos departa- mentos de antropología. Lo cierto era que los dowayos sabían menos de los animales de la estepa africana que yo. Como rastreadores distinguían las huellas ~e .motocicleta de las humanas, pero ésa'era la cima de su conOCffillento. Al igual que la mayoría de los africanos, creían que los camaleones eran venenosos y me aseguraron que las co- bras er~ inofensivas. Ignoraban que los gusanos se convierten en man~osas,. ?O distinguían un pájaro de otro ni te podías fiar de que Identificaran bien un árbol. Muchas plantas carecían de nombre ~un cuando las usaran con frecuencia; para referirse 8 ellas teman que dar largas explicaciones: .La planta que se usa para extr~er la corteza con la que se fabrica e! tinte.» Gran parte de los arumales de caza se habían extinguido debido al uso de trampas. En lo que se refiere a «vivir en armonía con la natura. leza», a los dowayos les quedaba mucho camino por recorrer Con frecuencia me reprochaban e! no haber traído una ametra: llado~a de la tierra de los blancos para poder así erradicar las patétIcas manadas de antílopes que todavía existen en su terri- torIO. Cuando los dowayos empezaron a cultivar algodón para e~ .monopolio estatal, le~ suministraron grandes cantidades de pes- tiCIdas, que ellos mmediatamente aplicaron a la pesca. Arrojaban e! producto a los ríos para después recoger los peces envenena- dos que flotaban en la superficie. Esta ponzoña sustiruyó rápi- damente a la corteza de árbol que habían utilizado tradicional- mente para ahogar a los peces. «Es maravilloso --explicaban-. Lo echas ~}o mata todo, peces pequeños y peces grandes, a lo largo de kilometros.» 122 Por otra parte, cada año provocan grandes incendios en e! matorral para acelerar e! crecimiento de hierba nueva. Esas con- flagraciones tienen como consecuencia la muerte de numerosos animales jóvenes y un considerable riesgo para la vida humana. Todos estos factores intervenían en e! sencillo problema de hablar con los dowayos de los leopardos, al cual había que añadir las consabidas dificultades lingüísticas. El idioma de este pueblo cuenta con una palabra perfectamente precisa para referirse a leo- pardo, naamyo. No obstante, para designar al le6n utilizan el compuesto .leopardo hembra viejo». Para indicar los felinos sal- vajes menores como la civeta o el servalJ usan la perífrasis «hijos de! leopardo». El nombre que designa al elefante es muy similar, sólo difiere en un tono de <<león». Para empeorar más las cosas, e! primer dowayo que hablaba francés a quien pregunté sobre esta terminología cometió el genuino error de decirme que naamyo significaba «1eón». El problema de saber si por e! compuesto ~I~ pardo hembra viejo» nos referíamos a leones, a leopardos vIeJos de! sexo femenino o a ambos era peliagudo. Al final me hice con unas postales que representaban la fauna africana. Por lo menos tenía un león y un leopardo y se los enseñé a la gente para ver si los distinguían. Por desgracia, no. Pero ello no había que acha- carlo a su clasificación de los animales sino más bien al hecho de que no identificaban las imágenes de las fotografías. En Occi- dente solemos olvidar que hay que acosrumbrarse a ver fotogra- fías. Nosotros tenemos contacto con ellas desde la más tierna infancia, de modo que no nos es difícil identificar rostros u obje- tos captados desde cualquier ángulo, bajo una luz distinta o in- cluso con lentes deformantes. Los dowayos no tienen tradición en e! arte visual; sus cteaeiones se limitan a franjas de dibujos geométricos. En la actualidad, naruralmente, los niños dowayo tienen contacto con las imágenes de los libros de texto y de los camets de identidad, pues la ley requiere que todos los dowayos lleven un camet de identidad con su fotografía. Esto fue siem- pre fuente de misterio para nú, dado que muchos de los que tenían carnet de identidad no habían estado nunca en la ciudad v en Poli no hay fotógrafo. Un examen de los carnets revela que con frecuencia las fotografías de uno servían para muchos distin- tos. Al parecer, los funcionarios no tienen mucha más habilidad para reconocer imágenes que los propios dowayos. Mientras estaba recogiendo vocabulario de campos tan sen- cillos como las partes del cuerpo, dibujé una silueta de un bom- bre y otra de una mujer con las partes pudendas algo difumina- das para que ellos señalaran las zonas que tuvieran un nombre único. El dibujo se consideró una maravilla y durante varios me- ses se presentaron hombres en mi choza solicitando que se lo de- jara ver. (Sobre todo querían saber si había representado el pene en toda su gloria circuncidada; de ser así, me habrían pedido que no se lo enseñara a las mujeres.) Lo curioso era que los hombres no distinguían la silueta masculina de la femenina. Yo lo atribuí simplemente a mi poca capacidad para el dibujo, hasta que intenté usar fotografías de leones y leopardos. Los viejos se quedaban mirando las postales, cuyas imágenes eran perfectamen- te nítidas, les daban vueltas en todas direcciones y luego decían algo así como: «No conozco a este hombre.» Los niños identifi- caban los animales pero desconocían por completo su importan- cia ritual. Al final hice un viaje a Garoua. En el mercado hay un puesto que ostenta el espléndido título de «Sindicato de cu- randeros tradicionales». Allí se encuentran muchas cosas extrañas y maravillosas tales como trozos de plantas, garras de leopardo, ojos de murciélago o anos de hiena. Compré unas garras de leo- pardo, una pata de civeta y una cola de león. Mediante estos objetos pude determinar de qué animal estábamos hablando. No obstante, aquello no puso fin al problema. Los dowayos «explicabiln» las relaciones entre estos animales con un cuento; «Un leopardo tomó a una leona como esposa. Vivían en una cue- va del monte y tenían tres hijos. Un dia el leopardo rugió. Dos de los hijos tuvieron miedo y huyeron. Se convirtieron en el serval y la civeta. El que Se quedó se volvió leopardo. Ya está.• Me pareció natural preguntar si aquello había sucedido tan sólo una vez o si era el orígen de todos los servales y civetas. Unos dijeron una cosa y otros otra. Unos mantenían que tal era el origen de todas las civetas pero que los servales sólo nacían 124 de servales. Otros afirmaban que los servales nacían as! pero que las civetas descendían únicamente de otras civetas. y no se trataba de un fenómeno aislado. Las más sencillas preguntas sobre pájaros o monos llevaban aparejada una respues- ta de la más pasmosa complejidad que poco tenía que ver con las declaraciones del tipo «Los dowayos creen que... » que solemos leer en las monografías. Qué creían los dowayos era una cuestión dificil de esclarecer por el sencillo método de preguntárselo. Si se pretendia hacer honor a la verdad, a cada paso aparecía un abanico de interpretaciones posibles. As! continuó la vida durante un tiempo. El único festival a que había asistido me proporcionó combustible para muchos dias de trabajo. El investigador de campo no puede esperar mantener mucho tiempo un buen ritmo en la investigación. He calculado que durante la temporada que estuve en Alrica quizá pasé un uno por ciento del tiempo haciendo lo que habla ido a hacer. El resto lo invertí en logística, enfermedades, relacionarme con la gente, disponer cosas, trasladarme de un sitio a otro y, sobre todo, esperar. Hab!a desafiado a los dioses locales con mi exce- siva ansia de hacer algo y pronto me iban a poner en mi sitio. 125 den ser aliviados mediante hierbas. La atribución de una enfer medad concreta a una causa determinada es un asunto complejo. Los nombres de algunas enfermedades se refieren tanto a los sintomas como a un agente causal (de la misma manera que nues. tra palabra «resfriado» alude a ciertos síntomas y a una causa vírica), mientras que otros nombres se refieren únicamente a los síntomas (como la «ictericia», que puede ser resultado de muchas enfermedades). Para relacionar los síntomas con las enfermedades se emplean varias formas de adivinaci6n. Se puede llamar a un curandero para que lance las entrañas de un pollo al agua, o el enfermo puede ser observado a través de una bola de cristal por un especialista que determina así qué dolencia lo aqueja. No obs- tante, la forma más común de adivinaci6n es frotar la planta lla- mada zepto entre los dedos mientras se pronuncian los nombres de las diversas formas de enfermedad que pueden afectar al pa_ ciente. Cuando se rompe el zepto quiere decir que se ha dado con el nombre apropiado. El adivino pasa entonces al agente causal -brujería, antepasados, etc.-. A continuaci6n le toca el tumo al remedio. Por lo general, con tres adivinaciones basta para obtener toda la informaci6n necesaria. Si el enfermo no pue- de trasladarse personalmente a ver al adivino, debe enviar un poco de paja de la techumbre de su granero, la ZOna más privada y personal de la casa de un homhre. En el caso de que se responsabilice a un antepasado concreto, se envía a un hombre a la casa de las calaveras con sangre, excre- mentos o cerveza para que rocie el cráneo del pariente malé- fico. Las enfermedades por contamínación suelen requerir la inter- v~nci6n de expertos -drcuncisor, hechicero o brujo de la llu- Vía-. Con frecuencia, las causas y los efectos se relacionan de u.na forma bastante indirecta. Por ejemplo, lo que nosotros con- SIderamos una torcedura, se cree que duele porque se han metido lombrices en el miembro; las lombrices proceden de la lluvia, de modo que sólo el brujo de la lluvia puede curar esa dolencia. El contacto CO~ los asuntos de los muertos, por otra parte, requiere que el hechicero efectúe un tratamiento consistente en frotar a 130 la víctima con las prendas u otros objetos personales del difunto. Las peores enfermedades por c~ntaminaci6n son las causadas por el herrero y sus esposas, las alfareras. Un excesivo contacto con ellos, especialmente con sus herramientas, origina lo que sólo puede describirse como una vagina que crece hacia dentro en las mujeres y una protuberancia anal en los hombres. El fuelle que afecta a los hombres es un objeto marcadamente fálico y el hecho de que ataque al ano en vez de al pene hay que relacionarlo con la versión «oficial» de la circuncisi6n, según la cual la ope- ración consiste en sellar el ano. Con objeto de proteger sus propiedades, otros hombres rea- lizan encantamientos que causan enfermedades por contamina- ción. Uno de mis mejores contactos era el payaso de la aldea de Kongle, que poseía el único naranjo de la zona y me tenía un extraordinario apego desde el dia que le compré doscientas na- ranjas. (Debo confesar que no pensaba comprar doscientas naran- jas sino veinte; en la base del problema estaba mi deficiente manejo de los numerales.) A fin de proteger su árbol del acoso de los niños, le col0c6 ciertas plantas y unos cuernos de cabra destinados a hacer que cualquiera que le robara naranjas tosiera como una cabra y ruviera que acudir a él para que lo curara. Algunos dowayos obtienen considerables ingresos de la po- sesión de piedras mágicas que causan desde dolor de muelas a disentería; los afectados han de recurrir a ellos para curarse. Los dowayos no ven nada malo en ganar dinero de esta forma. La brujería de la cabeza es transmitida por los parientes pró- ximos a través de los cacahuetes o de la carne. Es susceptible a los objetos punzantes, de modo que un muchacho no debe tener contacto con ella antes de la circuncisión pues de lo contrario podría desangrarse. Chupa la sangre de los hombres y el ganado y puede llegar a matarlos. Se dice que de noche se pasea con la apariencia de un polluelo; eso es lo que llevan los búhos debajo de las alas. Para protegerse hay que poner cardos o púas de puercoespín en el tejado de las chozas. Al morir una persona, se comprueba si su cráneo ha sido objeto de brujería de la cabeza. Al principio yo no entendi que las personas que mueren de «bru- 131 jería. no son víctimas de los brujos sino brujos cuya capacidad para la brujería se ha visto dañada por tales encantamientos; una vez dañada su capacidad para la brujería, e! poseedor muere. Los dowayos explican de este modo e! elevado indice de mortalidad entre los jóvenes que van a trabajar a la ciudad durante la esta- ción seca. Se trata de jóvenes, casi niños, que no han aprendido a controlar su capacidad para la brujería. Esta se excita especial- mente al ver carne en la tabla de! carnicero y se corta con todos los cuchillos afilados que hay por allí. Después de la muette, se revela en forma de dos protuberan- cias afiladas situadas debajo de la mandJbula superior. Si son ru- jas o negras, quiere decir que la brujería ha sido la causante de la muerte. Cuando se han confirmado varias muertes de brujos en una sola familia, normalmente las sospechas se centran en un pariente concreto. En la época precolonial, los brujos acusados debían someterse a una severa prueba. Si eran hombres, tenían que beber una cerveza en la cual se hubiera puesto a remojo e! cuchillo de la circuncisión; caso de ser culpables, se les hincharía e! estómago y se desangrarían. También podia ser que los obli- garan a beber cerveza mezclada con el venenoso látex del cac- to dangoh (Euphorbica Cameroonica). Si no vomitaban, morían y se les consideraría culpables de las acusaciones. Si la vomitaban y e! vómito era blanco, quería decir que eran inocentes; e! vó- mito rojo indicaba culpabilidad. El culpable era aborcado por el herrero. En una ocasión se creyó que una mujer que era tenida por bruja había transmitido la enfermedad a sus dos hijas, que habían muerto las dos. Yo presencié e! examen del cráneo de la segunda. Un anciano separó la cabeza del cadáver mediante un palo curvo. La destreza con que insertó el extremo en la cavidad ocular y arrancó la cabeza sin perder ningún diente, que suelen caer al estómago, fue muy admirada. El cadáver tenía unas tres semanas y hedía bastante. En recompensa por el servicio e! anciano recio biría de los padres una piel de cabra. Como era' habitual, no es caseaban las muestras de humor procaz. Las mujeres fueron des- pedidas con e! siguiente argumento: «Si al inclinamos a recoger 132 la cabeza nos tiráramos un pedo, se lo contaríais a todo el mun- do.• Una vez se hubieron retirado, considerablemente malhumu- radas, los hombres procedieron a examinar la cabeza. Durante e! tiempo que permaneci entre los dowayos, reconoel un gran nú- mero de cráneos, pero no acabé de convencerme de que la dife- rencia entre uno que presentara señales de brujería y otro libre de ellas se basara en una distinción morfológica perceptible. No obstante, los ancianos se mostraban siempre unánimes. En este caso, e! anuncio de! hallazgo de brujería no se recibió en la aldea con enfado sino con callada satisfacción. Casualmente, la mujer era vecina mía e inmediatamente proliferaron los chistes en e! sentido de que sólo un hombre blanco, inmune como todos los blancos a la brujería, podia vivir junto a ella. La mujer parecía molesta por semejante estigma y propuso andar sobre los cráneos de los muertos; caso de ser fuente de brujería, moriría. Su marido se negó a permitirselo. «¿De qué iba a servir? -me expliOÓ--. Se moriría y tendría que comprar otra esposa.• No había ni rastro del temor y la estupefacción que yo habia asoelado con la brujería; todo se vela con impasibilidad y norma- lidad. Los dowayos siempre me recalcaron que había distintas formas de brujería de la cabeza, de las cuales sólo una era mala. Algunas variedades simplemente te permitlan tener los dientes limpios y otras fomentaban e! éxito en las labores agrícolas sin implicar ningún perjuicio para otra persona. Nunca acababan de creerme cuando les explicaba que esas cosas me interesaban por- que no existían en la tierra de los blancos. Entonces no era cons- ciente de que los dowayos me habían atribuido una categoría de mago reencarnado. No me llamaban nunca mentiroso, pero cuan- do trataba de hacerles tragar alguna falsedad particularmente flagrante como la existencia de trenes subterráneos o e! hecho de que en Inglaterra no haya que pagar las esposas adoptaban una peculiar expresión facial. En general, los curanderos estaban más que dispuestos a tra- bajar conmigo por la relativamente modesta retribución que yo podia darles. Su único temor era que les robara los remedios y les hiciera la competencia. En las sociedades primitivas, e! saber 133 pocas veces es de libre acceso, constituye más bien una propie- dad privada. Cada uno es dueño de sus conocimientos, ha pagado por ellos y sería una tontería cedérselos a otro sin compensación alguna, de la misma manera que nadie entregaría a sus hijas sin recibir un pago a cambio. Era lógico que me cobraran. Por otra parte, los dowayos evalúan los remedios según su antigüedad. Un remedio antiguo es mejor que otro nuevo, en consecuencia, al no llevar el imprima/ur de los antepasados, las innovaciones despier- tan desconfianza; de ahi la falta de interés por encontrar reme- dios nuevos. Al principio los curanderos sospechaban de mi «clinica», pero quedaron satisfechos al comprobar que me limitaba al tratamiento de las enfermedades infecciosas empleando las raíces de los blan- cos y que no les hacia la competencia. Hubo un caso que plante6 ciertas dificultades morales y estratégicas. El hermano del jefe, que vivía a varias chozas de distancia, venía a verme con bas~ tante frecuencia. Era un hombre larguirucho, torp6n y afable que tenía fama de no ser muy despierto. Un dia me di cuenta de que llevaba varias semanas sin visitarme y, al preguntar si es- taba fuera, me comunicaron que se estaba muriendo. Había su- frido un ataque grave de disenteria amebiana y habían llamado al curandero del risco. El examen de las entrañas de un pollo había revelado que lo aquejaba el espíritu de su difunta madre, que queria cerveza. Ya la habían vertido sobre su calavera pero el enfermo no mejoraba. Llamaron a otro curandero y éste diag- nosticó que la enfermedad era causada por otro espíritu disfra- zado de la madre del moribundo. Se hicieron las correspondientes ofrendas pero el joven siguió debilitándose. La tercera esposa del jefe, que lo había cuidado de niño, estaba muy angustiada y vino llorando a mi choza para preguntarme si tenía alguna raíz que lo curara. No podía negarme, pues disponía de amebicidas y an- tibióticos fuertes. Expliqué a todo el mundo que yo no era cu- rande~o y que no sabía si mis raíces le servirian de ayuda, pero que SI deseaban que lo intentara, así lo haria. Tenía miedo de des- pertar la antipatía de los curanderos, pero se mostraron bastante bien dispuestos a admitir que habían hecho un diagnóstico erró- 134 neo. El joven se recuperó rápidamente. De parecer un esqueleto, en cuestión de días pasó a gozar de buena salud; la alegría fue ge- neral. Los curanderos no se ofendieron en absoluto, simplemente explicaron que se trataba de un caso complejo en que varios es- píritus se habían aprovechado de la enfermedad infecciosa que aquejaba a un hombre para incrementar sus sufrimientos. Ellos se habian ocupado de los espiritus, yo de la enfermedad. Tan sólo al verlos enfermos sentia yo lástima por los dowa- yos y su vida me parecia inferior a la nuestra. En cambio, goza- ban de libertad, se consideraban ricos, tenían fácil acceso a sus principales formas de placer sensual, la cerveza y las mujeres, y se respetaban a sí mismos. No obstante, una vez enfermaban, morían en medio de una agonía y un terror innecesarios. El hos- pital estatal de Poli no les era de ninguna ayuda. Una de las nor- mas del establecimiento estipulaba que todos los pacientes te- nían que presentarse con media libreta en la cual llevar el control de su caso. Los analfabetos habitantes de los poblados no utiliza- ban libretas para nada, de modo que nunca tenian ninguna que presentar. En Poli no se vendian y el personal del hospital tam- poco las facilitaba porque, según el reglamento, no formaba par- te de sus funciones. Los pacientes eran rechazados y no recibian el tratamiento médico que necesitaban hasta que encontraban una libreta. Inevitablemente, me convertí en benefactor en este tema, lo mismo que las misiones, pero muchos dowayos no se moles- taban siquiera en ir al hospital. Sin duda se produjeron nume- fosas muertes por esta causa. Por otra parte, también a mí me resultaba imposible tolerar el trato arrogante e inhumano que dispensaban los funcionarios en tales circunstancias. Era cons- ciente de que, sólo por ser blanco, se consideraba normal que me saltara las colas y recibiera un tratamiento preferencial, igual que los grandes del lugar. Otro de los momentos delicados coincidió con la visita de un botánico francés que realizaba un viaje relámpago por Carne- rón, con objeto de elaborar un atlas botánico en el que cons- tara la distribución de las plantas en el pais. Un dia, al regresar a la aldea me encontré a este caballero instalado en la escuela, 135 a l?s. que yo exhibía ahora. Les pregunté por qué lo badan. ¿Por estetlca? No, no. ¿Era -y aqul el antropólogo daba rienda suelta a sus fantaslas- para proporcionar al cuerpo una entrada simio ~ a la puerta de la aldea? No, no, patrono 10 hacian, según me info:maron, para que, si se les quedaban pegadas las mandibulas, pudieran meterse comida en la boca y así seguir alimentándose. ¿ücu:ría tal cosa con frecuencia? Que ellos supieran, no había ocurr:do nunca, pero podía ocurrir. Mi capacidad para qultarme los dientes, o, 10 que es más, su autonomía para soltarse a volun- tad en plena conversación, eran asuntos de gran interés para los dowayos. Se ~proximaba la época de la cosecha y los dowayos trataban de encaJar todas las ceremoulas de la estación húmeda que podían en el mes que faltaba para que terminaran las lluvias. Después de la muerte de una persona se celebran ceremonias en las que, si es hombre, se coloca su arco ':' el sitio que le corresponde, detrás de la casa d; las calaveras, y SI es mujer, su marido o su hijo devuel- ven el cantato del agua a sus hermanos. Yo tenia mucho interés p~~ verl~s, pues no podría llevar a cabo ningún análisis de su log;ca ID de su estructura hasta que no hubiera presenciado y reg1strado todas las ceremonias. Ma~thi~u, compl:u;ido por el ascenso de categoría que supo- nían rnlS dientes POStiZos, me comunicó que corrían rumores de q?e mi euraodero estaba a punto de ejecutar la ceremonia ante- dich~ ~n honor de su difunta esposa. A mí no me bada ninguna graeta lt a verlo porque para ello había que subir una pared rocosa en la que se producían frecuentes desprendimientos bordeando abruptos precipicios, pero no había alternativa. El curandero ha- bí~ elegido ese inhóspito lugar para vivir por diversas razones. Prunero, era el entorno en que tradicionaltnente debían vivir los dowayos, que debían también cultivar las laderas de las montañas ~ terrazas tan escarpadas que los obligaran a moverse de rodillas. ~r otra ~arte, al estar varios centenares de metros más alto, el cli?,a era tdóneo para criar ciertas variedades pequeñas de miJoo mas . d 1 daprecIa as por os owayos que las grandes del llano. En teoría, todas las ofrendas a los antepasados debían hacerse con 140 esta clase preciada de mijo, que da, además, una cerveza más fuerte. Y por último, aIli babía menos riesgo de que los cam- pos fueran devastados por el ganado. La situación tenia ciertas ventajas para mí: en las aldeas de montaña no hace tanto calor, sin duda el curandero me recibiría bien y no estaba lejos de mi choza. Comprobé el funcionamiento de las cámaras fotográficas, del magnetofón, etc., e hice una visita preliminar a fin de untar la mano de mi anfitrión, esclarecer los motivos que lo llevaban a organizar tal ceremonia y ver qué pre- parativos se habían hecho. Siempre era conveniente proceder así. Una vez se hubiera iniciado la ceremonia, babría tantos parientes merodeando por aIli que nadie tendría tiempo para responder a las tontas preguntas de un antropólogo. Por otra parte, ello me permitía repasar las respuestas que me estaban dando y las pre- guntas que estaba haciendo y de esta forma tratar de mejorarlas. Unos dias después de terminada la fiesta haría otra visita destinada a aclarar las dudas que surgieran durante el desarrollo del acto y comprobar las semejanzas, los puntos de conflicto y las diferencias existentes entre el modo de ejecutar el ritual aqul y en otras aldeas. Asimismo podría aprovechar para sacar buenas fotografías de todos los aditamentos rituales, que todavía no habrían sido devueltos a sus propietarios, pues seguramente en las fotos toma· das durante la ceremonia no se verían bien. Había decidido adop- tar la norma de enviar a revelar los carretes a casa. Revelarlos en Camerún era caro y poco fiable, y guardarlos durante un año y medio en ese clima entrañaría un gran riesgo. Aunque ello quería decir que muchos se perderían en el correo y que no podría verlos hasta que regresara a Inglaterra, en conjunto parecía lo más con- veniente. La gran desventaja era que de este modo incrementaba mi contacto con los funcionarios de la estafeta de correos, que eran más que maestros en ineficacia y todo menos serviciales, in- cluso para los niveles locales. Durante los días inmediatamente anteriores a la celebración de la ceremonia se produjo un importante cambio en mis condi- ciones de vida. Había ido ya al pueblo a recoger la corresponden- cia cuaodo apareció un camión desconocido cargado de cajas, 141 barriles y ba~es. Los vehículos nunca antes vistos daban siempre lugar a t~o tipo de especulaciones. En éste viajaban dos blancos desconOCldos, un hombre y una mujer. Como blanco residente me C?rrespondía ser e! primero en acercarme a ellos y meter las na- rIces en sus asuntos. Mientras manteniamos una conversación en un francés bastante deficiente, se puso de manifiesto que todos éramos angloparlantes y recibí un viril apretón de manos que me macharo los dos dedos fracturados. ..Jon y Je~e Berg, según se presentaron, eran los nuevos ~~oneros destInados en Poli, colegas de Herbert Brown en la nu~l?n protestante. Se trataba de unos norteamericanos jóvenes, teClen llegados a Africa y tan desconcertados por la experiencia COlo? lo había estado yo al principio. Jon debía ocuparse de im- partir clases en la escuela bíblica y Jeannie de ayudarlo en esta tar~a. Todos. nosotros desprendíamos e! intenso aroma de la edu- caaón supenor. . Un~ vez se hubieron instalado en Poli, se convirtieron en la mamoVlble meta_de mis excursiones en busca del correo. En su agradable compañia se podía hablar cierto tipo de inglés, comer ~l pan que hada Jeanrue en la cocina, escuchar música y hablar .e cosas que no fueran e! ganado y el mijo. La tarea de Jon con- sIstía en comunicar a los dowayos «el significado de! cristianis- mo», como la mía era esclarecer «el signilicado de la cultura dowaya». Ambos nos ayudábamos a comprender las limitaciones de n~estr.as respectivas empresas. Por otra parte, Jon era orgulloso propletano de doce cajas de literatura barata que prestaba gene- rosamente, y mantengo que fue esto, sobre todo lo demás lo que ~e ~antuvo cuerdo mientras estuve en e! país Dowayo.'Las in- ertmnables .esperas entre una ceremonia y otra, las terrible- mente aburndas veladas que empezaban a las siete de la tarde dandola se habían acosta?o todos los dowayos, perdieron part~ ce su e ecto f~st:;mte al disponer de algo que leer. El trabajo de7PO~e convlttIo en la experiencia literaria más intensa de mi :d:d asta ent.o?ces jamás se me había presentado una oportu- . tan proplaa para la lectura. Leía sentado en las piedras Inlentras descansaba de una subida, tumbado junto a los riachue: 142 los acurrucado dentro de una choza bajo el resplandor de la luda o esperando en los cruces a la luz de las lámparas de aceite. Siempre llevaba encima uno de los libros de bolsillo de Jan. Cuando me fallaban los planes o alguien incumplia un juramento sagrado, simplemente metía la marcha de trabajo de c~po, sacaba mi librito y hacia gala de más paciencia que los propIOS dow~yos. De esta forma adquirí una envidiable fama de testarudo. SI me cilaba con alguien y no aparecía, me limitaba a sentarme a espe- rar con un libro hasta que se presentara. Estaba convencido de que por fin había logrado una victoria occidental sobre la noción del tiempo que tenían los dowayos. Jan y Jeanníe, aparte de resolverme el problema del transporte y de estar dispuestos a traerme suministros de la ciudad, reme- diaron asimismo otras necesidades. Jon me dio una llave de su oficioa para que la usara cuando él estuviera fuera. Disponía asl de una auténtica mesa de despacho, la primera superficie plana para escribir que habla visto en e! país Dowayo, luz eléctrica y pa- pel. Nadie que no haya vivido en una aldea de montaña africana apreciará estos lujos. Podía cruzar la puerta y abandonar e! país Dowayo durante varias horas seguidas, extender mis cuader- nos y comenzar a analizar datos para detectar áreas en que mis conocimientos fueran incompletos e identificar otras en que la investigación podía resultar provechosa, es decir, satisfacer las exigencias del pensamiento abstraero sin interrupción ni distrac- ción, pretensiones, todas ellas, contrarias a la esencia de Africa. Esto, naturalmente, fue posterior a nuestro primer encuentro, pero los acontecimientos superaron con creces mis propias expec- tativas. Como ya he dicho, por aquellos dias me ocupaba de la ceremonia del cántaro. El día anunciado, me presenté en e! lugar señalado y descubrí, para mi sorpresa, que la ceremonia iba a tener lugar tal como se había previsto. Confieso que subir hasta aIli había mermado mis facultades más de lo que esperaba; cuando alcancé la cima apenas me tenía en pie y el mundo se balanceaba ante mis ojos. Tomé nota de la ceremonia lo mejor que pud~, de la decoración del cántaro de la difunta como si fuera un candidato a la circuncisión, de los cantos y de los bailes, en los cuales un 143 hombre llevaba e! cántaro en la cabeza. Pero algo malo me ocu- rría. Me costaba mantener los ojos abiertos, e! peso de la máquina de fotos me parecía insoportable y de repente las «explicacio- nes» de los dowayos me irritaban sobremanera. Estaba sentado en la valla del corral, tratando de dilucidar e! grado de parentesco que unía a los diversos participantes en la ceremonia, cuando un hombre me advirtió que no me sentara en ese lugar en concreto so pena de contraer una horrible enfermedad. Le pedí a mi ayu- dante que me lo explicara. Según él, el problema residía en unas vasijas rotas que había en un rincón. Allí se acumulaban ciertos gases que podían anular las vitaminas de mi estómago. Esta mon- serga hizo que se me acabara la paciencia y, para mi propia sor- presa, desató en mí un acceso de furia totalmente fuera de lugar, pues era una de las típicas explicaciones a que me tenían acostumbrado los dowayos instruidos. En un estado mental nor- mallo hubiera acogido como un intento de traducción a una forma pseudooccidental de una percepción tradicional dowaya. De hecho, como descubrí posteriormente tras penosos interrogatorios, el peligro residía en las piedras destinadas a garantizar la fertilidad de las vacas que había enterradas debajo de las vasijas rotas, pues podían interferir en la sexualidad humana, por lo cual sólo los ancianos que hubieran rebasado la edad de la paternidad podían acercarse a ellas. Al sentarme de aquel modo ponta en peligro mi propia fertilidad. Hacia e! final de la ceremonia apenas podía ya tomar notas y bajé al llano a toda velocidad ansiando derrumbarme en mi cama de barro. Al día siguiente, antes de que acabara de salir el sol, me arrastré hasta e! pueblo con intención de que me viera el médico. Este me examinó los ojos, miró por el microscopio la orina de vivo color naranja que estaba segregando y declaró que tenta una hepatitis vírica. «¿No le habrán puesto alguna inyección con una aguja sucia recientemente?», preguntó. Yo pensé de inmediato en el dentista de Garoua. La única cura posible consistía en vitamina B, mucho descanso y una dieta nutritiva. Dadas mis cir- cunstancias, aquello era imposible. Después de guardar cama unos días, me encontraba bastante mejor y regresé a la montaña 144 con objeto de terminar la investigación de la ceremonia de! cántaro. Con la mente todavía bastante turbia, continué trabajando durante otra semana aproximadamente hasta que vino a verme Jan acompañado de otro misionero de N'gaoundéré. No recuerdo la conversación que mantuvimos. Era algo relacionado con las conno- taciones sexuales de los ñames con forma de pene, de los cuales me había procurado un ejemplo aquel mismo día. Sí me acuerdo de que ctu2aron miradas de complicidad y cuchichearon algo en privado. Parecía que mi estado les preocupaba un poco y deseaban llevarme al hospital de la misión de N'gaoundéré. Yo no estaba nada convencido de que fuera necesario recurrir a medidas tan extremas, pero, afortunadamente, insistieron en pasar al día siguiente cuando emprendieran e! viaje. Me recomen- daron que me lo pensara. Armado de jabón, me encaminé al na- dadero, pero a unos cien metros de la aldea me asaltó una tremenda fatiga que me impidió continuar. Me senté en una piedra convenientemente colocada allí y comprobé que había perdido e! control de las piernas. Empezó a llover copiosamente, pero no podía moverme. Me acordé de que era mi cumpleaños y me eché a llorar como una Magdalena. En este estado me encontró Gastan, un hombre de una aldea próxima. Le conté entre sollozos que no podía andar, me cogió en brazos y me llevó a mi choza, donde estuve durmiendo hasta que me condujeron al hospital. 145 que uno conoce en tales circunstancias o bien viven de los produc- tos de la tierra o bien a base de latas, pero los franceses se aferran a su cuisine. Cuando no estaban dando clases, su vida consislÍa en hacer carreras por la jungla, asistir a fiestas en la embajada y organizar excursiones turísticas. Uno de ellos era un taxidermista entusiasta especializado en disecar armadillos (animales escamosos que se alimentan de hormigas). Al parecer, se trata de bichos di- ficilísimos de matar y él experimentaba constantemente nuevos sistemas de darles muerte. No era inusual encontrarse la bañera llena de vigorosos armadillos que se suponía acababa de ahogar, o que unos armadillos que acababa de «matar de frío» forzaran la puerta del congelador. Por una extraña coincidencia, el nuevo médico de la policlínica resultó ser un conocido mío; era el novio de la hermana de un viejo amigo y nos habían presentado una vez en un bar de La Rochelle. Resultó sumamente reconfortante comprobar que el mundo era un pañuelo y funcionaba según principios tan africanos como los del parentesco extenso. El galeno dispuso que me hicieran unos análisis de sangre, procedimiento que a mí no me acababa de con- vencer. Me parecía contradictorio que me clavaran agujas como cura de una enfermedad contraída por haberme clavado una aguja. Al día siguiente pasé por la embajada para ver si habia señales de mi dinero. Para sorpresa mía, descubrí que era el causante de una gran actividad. A través del Ministerio de Asuntos Exteriores de Londres, les había llegado una exageradísima información sobre mís lesiones y desfiguramiento, hasta el punto de que un miembro de la misión diplomática se había planteado la posibilidad de re- basar los límites de la capital para buscarme. Como de costumbre, procedieron prolijamente a explicarme las muchas maneras en que no podían ayudarme. Lo que sí hicieron fue colarme en el con- sultorio del dentista, pero negaban rotundamente saber nada de mi dinero. Me vi obligado a pasar dos semanas en Yaoundé mientras me reparaban la dentadura, tiempo que aproveché para comer carne, pan y, un día excepcional, hasta un pastel de nata. (Cuando regresé a Inglaterra adopté la costumbre de comer dos diarios hasta que 150 recuperé mi peso normaL) No hay experiencia más grata que poder andar nuevamente después de una enfermedad. La Vida estaba llena de placeres hedonistas. Estando un día cenando con el en- cargado de la tabacalera local, no pude explicarle la repentin~ y general sensación de bienestar que me inva~a ha~ta que me ~ cuenta de que me hallaba sentado en un sillon tapIZado por Pri- mera vez en cuatro meses. En el país Dowayo me sentaba siempre en las piedras o en las destartaladas sillas plegables. del jefe y .:n la misión no habia sino sillas de respaldo recto. La cmdad tamblen ofrecía cines con diversas comodidades, como por ejemplo siste~ mas que te permitían oír el sonido en la parte de atrás sin tener que fiarte de lo que iban contando los espectadores de la zona delantera del local. Lo mejor de todo era que las techumbres no estaban hechas de hierro acanalado, de modo que cuando caía un chaparrón el ruido no tapaba todo lo demás. ., Pero esta euforia fue breve. Para los blancos, la Vida giraba en torno a los diversos bares en que se reunían a última hora de la tarde para compartir el común aburrimiento y quejarse de Yaoundé. Puesto que tenía tenninantemente prohibido el alcohol so pena de recaer, estos lugares carecían de todo aliciente para mí y no lo lamenté cuando llegó el momento de regresar al campo; dejando aparte otras consideraciones, estaba convencido de que los dowayos habrían iniciado la cosecha en cuanto volví la es- palda. Pasé por el hospital a recoger el resultado de los análisis de sangre. El primero me informaba que padecía de «muestra extra· viada»; el segundo diagnosticaba «falta reactivo para es:a prueba». Como era de esperar, había sido una pérdida de tiempo. No obstante, me encontraba mucho mejor físicamente y con los dien· tes nuevos podía producir la mayoría de los sonidos de la lengua inglesa. Sólo mis finanzas habían sufrido menoscabu. La embaja- da tardó varios meses en descubrir que el dinero me babía sido efectivamente enviado y estaba olvidado en algún cajón. Lo que sí me emocionó fue el tacto que demostraron al mandarme una invitación para la fiesta que celebraban en honor del cumpleaños de la reina de modo que llegara una semana después del evento; 151 en el reverso alguien había escrito: .El embajador no se sorpren- derá si no le es posible asistir.» Regresé sin contratiempos a N'gaoundéré, donde me encontré con Jon y Jeannie, que me llevaron hasta Poli. Acababan de llegar refuerzos de Estados Unidos personificados en la familia Blue, cuyo patriarca, Walter, tenía que dar clase en la escuela de la misión. Jon, él y yo en seguida nos hicimos intimos amigos. Walter, que pronto pasó a ser conocido como Vulch gracias a la insistencia de los indígenas en cambiarle el nombre por .vulture»,' era adicto a los crucigramas del Times y se pasaba horas de sufrimiento pe- leándose con ellos en la galería, mientras emitía gruñidos y hurras alternando la desesperación con el júbilo. También tenia una gran afición por la música, y al poco tiempo se hizo con la exclusiva de un piano desvencijado y desafinado que había sufrido mucho a causa de la humedad y de las termitas; hasta que mucho después tuvo por fin acceso a un instrumento en mejores condiciones, no me di cuenta de que realmente sabía tocar. Su esposa, Jacqui, representaba el contrapunto perfecto. Se encargaba eficazmente de los asuntos prácticos: cosía, criaba gallinas, golpeaba troros de ma· dera con un martillo y le traía niños que Vulch acunaba distraída- mente mientras hacia un crucigrama. Por su casa pasaba un flujo constante de visitas, y siempre parecían contentos de recibir más. Al llegar del campo, uno nunca sabía con exactitud a quién se encontraría con el equipaje recién desembalado, en medio del ba- rullo de excitados niños, gatos, perros y camaleones que consti- tuían su hogar. Empezaba a sentirme menos solo en Camerón; pareda que lo peor ya había pasado y había logrado superarlo. Había encontrado amigos a una distancia relativamente corta de mi centro de ope- raciones y tenía a donde acudir cuando la enfermedad, la depre- sión y la soledad hicieran presa en mí. Ahora ya podía adelantar en el trabajo que me había llevado allí. «Buitrelt en inglés. (N. de la T.) 152 10. RITOS Y RETOS' . ó Había pasado algo más de tres semanas fuera, pero me anuo comprobar que el mijo que crecía junto a la carretera todavía no estaba listo para ser recogido. Desde que leyera las fanáticas diatribas de Malinows.~ ,con: los antropólogos que trabajan desde la ver~da de .la IDlstOn~ ba lugar ha ejercido sobre mí una gran atracc1Ón y SIempre m parecido un mirador agradable y ventajoso desde donde contem· piar Africa. La carretera principal pasaba justo delant~; de.r~ás:. alzaban los montes iluminados por la luna. Era una sItuaClOn pléndida para fisgonear y holgazanear. . Mientras me encontraba disfrutando de la vista y del bemgno calor tras las frescas temperaturas de N'gaoundéré, llegó hasta ': un redoble de tambores procedente de las montañas. Una vez cul m 11 ti asme sentí como el blanco arquetípico de una de aque as pe _ para todos los públicos que hadan los británicos ~ lo~ 00: cuarenta, de los que escuchan a los indígenas en la distanCla y preguntan si se va a producir la matanza que todos temen. Lo cierto es que identifiqué el sonido como el del tambor de la muer· 1 En el "';';na! el título del capItulo es Rites and Wrongs, o 10 que. --~'. h molonfa entre es 10 mismo, «ritOS y errores., JUgando el autor con la ~ .. ri bts rigts y rites para recordar subJiminalmeme la frase hecha alitetattVS g da and wrongs' (oe<aciertos y errores..). La traducción que aquí aparece ~ar a la vez el juego semántico y la aliteración de forma bastante ecua-- da. (Nota de Alberto Cardí".) 153 te. Estaban enterrando a alguien, a un hombre rico. Con d eco de los montes, resultaba difícil saber de dónde procedia. Se lo pregunté al c~inero, Rubén, que me dijo que venia de Mango cu",?d0.en realidad nacla en mi propia aldea, que era donde lo habIa SItuado yo. Mi sentido dd deber me hizo ponerme en mar- cha. Me despedí de mis amigos y me dirigí a Kongle a la luz de una linterna prestada. Nada má~ ,;ntrar en d pob~ado n.'e encontré a mi ayudante, que me prodIgo una calurosa bIenvemda y me pidi6 un addanto de su paga. El fallecido era efectivamente un hombre rico de la zon,a más alejada de Kongle, un grupo de viviendas en d que yo tema. ~uenos. contactos a través de un hombre llamado Mayo. Era un VIeJO amIgo dd padre de Zuuldibo a quien la administraci6n trat~~a como jefe de Kongle, contraviniendo los deseos de la po- bl~cIon y. las reglas de la herencia. El padre de Zuuldibo tuvo la bnll~te Idea, de que si !a administraci6n podía recaudar impuestos, tamblen podia él: Creo entonces un tributo especial y se sinti6 su:~ament'; agr~vlado cuando le dijeron que eso no estaba per- mll~do. ASI nacIó un gran enfrentamiento entre e! sous-préfet y los hablla~tes de .Kongle, de resultas del cual Mayo, a quien siempre le h~blan endilgado los aspectos más tediosos de la jefatura, fue conslder~do ~ge?te dd gobierno. Por extraño que parezca, Mayo y Zu~ldibo sI~Ieron siendo grandes amigos y aquél una figura de amplia popularIdad. Yo le tenía por d dowayo más simpático y bondadoso que había conocido. Era generoso servicial y alegre y se, había ?esvi~ido por ayudarme en nume;osas ocasiones. M~ lleno de satiSfacCI6n comprobar que Mallhieu acababa de regresar dd poblado ~e Mayo y había tomado apuntes sobre los actos. Nada mas rayar e! alba de! día siguiente nos pusimos en marc~a hacia .d .lugar de los muertos». Mayo insisti6 en sacar ~na sdla l cubierta, observé, con un lienzo sepulcral, y colocarla Justo al l~do dd cadáver, donde obstaculizaba considerablemente las evolUCIones de los participantes. El cuerpo ya había sido envuelto en d pellejo de un novillo ~strado, ~acrific~do por sus hermanos para la ocasión. Por la dea coman mUJeres ataviadas con hojas de luto haciendo entre- 154 chocar calabazas vacías y sollozando. A un lado del recinto reser- vado a los muertos dd sexo masculino estabtm sentadas las viudas con la mirada fija al frente. Como un tonto, me acerqué a salu- darlas olvidando que no pueden hablar ni moverse. Los hombres lo tomaron como una broma graciosísima y mientras cubrlan d cadáver iban soltando risitas. Otros palientes, especialmente los pr6ximos, traían los materiales con que se iba a envolver el cuer- po: pieles, lienzos y vendas. Lleg6 entonces d yerno dd difunto con su esposa para colocarla en d corral y lanzarle las ofrendas al vientre a fin de hacer patente su vinculaci6n con la familia dd fallecido. Los que le han dado esposas lanzan sus ofrendas al rostro de los componentes de la familia. Por lo general, éste es un gesto insultante y en rigor es muestra dd respeto e inferio- ridad dd marido en relaci6n con los padses de su esposa, así como de la superioridad de éstos respecto a él. Los hombres se gastaban bromas mutuamente sin parar. Luego me enteré de que eran los que habían sido circuncidados al mismo tiempo que d finado, que comparten la obligaci6n de insultarse unos a otros en broma y disponer libremente de las propiedades de los demás mientras vivan. De repente cay6 un aguacero y todo el mundo se esfum6. -¿Ad6nde han ido? -A defecar en los arbustos. En ese momento supuse ingenuamente que se trataba de un mero descanso en la ceremonia durante el cual los que llevaban ocupados en ella desde primeras horas de la mañana aprovecha- ban para hacer sus necesidades en el campo antes de proseguir. Pero luego me enteré de que constituía una parte integral del acto --una referencia indirecta entre iniciados a la realidad de la cir- cuncisión, una admisión de que no era cierto que se sellara el ano--. Mallhieu, Mayo y yo nos retiramos a una choza hasta que cesó la lluvia, y Mayo me cont6 lo que hacen los hombres en d cruce de caminos al amanecer cuando se ha producido una muerte. Era típico de él transmitirme información espontáneamente, mientras que a la mayoría tenía que sacársela con sacacorchos. 155 tica la operación a los nifios, lo cual constituye un nuevo ejem. plo de identificación entre hombres y ganado. Mientras se reco- gían todas las reses para poder apresar a la enfetrna, dos jóvenes machos trataban de montarse mutuamente. Lo hice notar con la esperanza de que se imputaran prácticas similares a algún otro grupo, con suerte, a los herreros. Cuanto más insistia en mi in. terrogatorio, más tenso y embarazoso se volvía. La verdad es que las prácticas homosexuales son virtualmente desconocidas en Africa occidental, excepto allí donde las han difundido los blan. coso A los dowayos les costaha creer que tales cosas pudieran producirse. En los animales ese comportamiento se interpretaba como una lucha por las mujeres. Los hombres tienen mucho más contacto físico entre sí de lo que se consideraría normal en nues- tra cultura, pero dicho contacto no tiene connotaciones sexua. les: los amigos se pasean cogidos de la mano; es frecuente que l?s jóvenes duerman abrazados; los que llevaban cierto tiempo sm verme, venían a sentarse en mi regazo y me acariciaban d ca?ello, divertidos ante la turbación que tal comportamiento pú- blico me producía. Así pues, mi esperanza de que los herreros tuvieran fama de homosexuales era infundada; no obstante, co- mían perros y monos, que son rechazados por la mayoría de los dowayos. Un antropólogo explicaría este hecho diciendo que amo bos están ~emasiado próximos a los humanos, por lo que comér- sdos constituye un equivalente culinario dd incesto o la homo- sexualidad. Así, mediante un constante proceso de prueba y error uno se va abriendo paso por d mar de datos confusos. No obs;ante, confi~so que ese dio en concreto me preocupaba más d problema de como desembarazarme de los dudosos servicios dd cocinero. Por fortuna, al final se me ocurtió una excdente solución' lo emplearía como mano de obra para construir mi nueva casa.'Asl nos ahorraríamos d mal trago, y, de todas formas, seguramente se le daría mejor d barro.que la comida. ~pa:te de las demá~ cuestiones de interés, d festival me pro- porCIOno otra ~~rtumdad para hablar con d Viejo de Kpan, pues d aconteruruento se desarrollaba a las mismas puertas de 160 su casa. Como de costumbre, lo rodeaba un considerable séquito, se protegía mediante un parasol rojo y estaba empapado en cero veza. Propuso una comparación de dentaduras y, como la suya resultó mucho más compleja, me invitó a visitarlo al cabo de un mes. Ya me haría llamar. La estación de las lluvias había terminado oficialmente y duo rante cinco o seis meses no volvería a haber precipitaciones, lo cual representaba para mí una gran alegría, pues nunca me ha gustado la lluvia. Sin embargo, mientras regresábamos de las ca· laveras estalló una tremenda tormenta. Comenzó con un tenue gemido procedente de los montes que se convirtió en un rugido apagado. En d cido unos enormes nubarrones se iban arremoli. nando en torno a los picos. Era evidente que no !hamos a poder llegar a la aldea antes de que nos alcanzara. El viento barría d llano aplastando la hierba y arrancando las hojas de los árboles. Matthieu vio en seguida que no se trataba de una tormenta ce>- triente sino de una demostración dd poder dd brujo de la lluvia. He de confesar que de no ser un occidental lleno de prejuicios, me hubiera visto tentado de pensar lo mismo que él, pues se trataba de una tormenta impresionante. La lluvia nos dejó cala· dos hasta los huesos y temblando de frío en cuestión de segundos. La fuerza dd viento era tal que nos arrancaba los botones de la camisa. Tuvimos que detenernos antes de cruzar un puente de madera formado por un tronco de árbol cortado en dos y cu· bierto de musgo que salvaba un barranco de unos doce metros de profundidad. Era imposible tratar de pasar por allí con aqud viento, de modo que nos sentamos a esperar. A Matthieu le ate- rraba la posibilidad de que d viejo mandara rayos para matar· nos. Yo le dije que los rayos no pueden alcanzar al hombre blan. ca, de modo que si se pegaba a mí estaría seguro. Me creyó de inmediato. Por lo visto en Africa occidental se da d porcentaje más alto dd mundo de personas aniquiladas por rayos. Recuerdo que mientras estábamos allí sentados pensé que) como casi todos los vehículos tienen un motorio, un hombre cuyo cometido es amarrar los equipajes y subirse al techo para bajar los bultos, la famosa expresión .A mí postillón lo ha fulminado un rayo» es 161 probablemente más útil en Africa que en ninguna otra parte de la Tierra. Por fin, la furia se apaciguó y regresamos a la aldea. La no- ticia de la tormenta se extendió pronto y esruve toda aquella tar- de c."arlando bastante abiertamente de los brujos propiciadores de lluV1a; de la noche a la mañana se había vuelto un tema de con- versación aceptable. Algunos dowayos ya habían empezado a cosechar, aunque era temprano, y llegó el momento de dejarme ver por los campos. Cada ~emporada construyen una era, situada en una pequeña depreSión excavada en el suelo y recubierta de barro, excremen. tos de vaca y plantas viscosas para darle una superficie firme que ha de protegerse de la brujería mediante elementos punzantes: cardos, pú~s de tallos de mijo o bambú, e incluso de puercoespín. Ah! se delan secar las espigas del mijo corrado durante varios días, transcurridos los cuales son golpeadas con estacas para se- parar el grano. Se trata de un trabajo muy duro que no les gus- ta nada a l?s d~ayos. Las cáscaras son muy irritantes y hasta en la endureCida piel de este pueblo produce grandes llagas. Mien- tras dura el trabajo, lo alternan con la bebida sin dejar de ras- carse con un deleite no restringido por el pudor. La era me in. t~resó ~e manera especial. Tales lugares son en todas parres centro s~~bólico y en el país Dowayo van unidos a una serie de prohi- biCIOnes: Yo ya sabía que había una clase especial de «verdade- ros ~t1vadores» que debían tomar precauciones extraordinarias. Habla quedado con uno para asistir a su cosecha al cabo de un par de semanas y entonces averiguaría cuál era su lugar en el sis- tema ~rural. Además, me había esforzado por llevarme bien con las ?,uleres ~; la aldea, pues sabía que serían una buena fuente de inf?rmaClon sobre estos temas dada su propensión a sufrir alteracIOnes de la sexualidad debidas a violaciones de tabúes y re había enterado de que las embarazadas no debían entrar en ; era. No era lo que me esperaba. En todos los demás lugares el país Dowayo se cree que la sexualidad humana y la fertilidad de las plantas ejercen una beneficiosa influencia murua. Por ejem- plo, la primera vez que menstrua una niña, la encierran durante 162 tres días en la choza donde el mijo se transforma en harina. Sólo los unidos por el matrimonio pueden aceptar mijo germinado. Los herreros, con quienes está prolubido tener relaciones sexuales, no deben entrar en el campo de una mujer si bay mijo plantado. Es decir, que la culrura establece una serie de paralelos entre diversas etapas del ciclo del mijo y los procesos sexuales de la mujer. En esta linea, yo hubiera esperado que el alumbramiento y la trilla esruvieran también vinculados. Hubiera cuadrado muy bien con mi esquema que sentar a la mujer en la era fuera una cura para los alumbramientos difíciles. Todo esto me ruvo intri- gado durante mucho tiempo. Incluso me encerré en el despacho de Jan un día entero a esrudiar mis apuntes para tratar de ave- riguar si me había equivocado en algo. Si mis suposiciones eran erróneas, quizá tendría que echar a la basura todo lo que había sacado en claro hasta el momento del «mapa cultural» de los dowayos. Decidí entonces tener una charla con mi informante favori- ta, Mariyo, la tercera esposa del jefe. Eramos buenos amigos desde que mis medicinas habían curado al hermano pequeño de Zuuldibo, y me interesaba por diversas razones. Una era que vi- vía justo detrás de mi choza y no podía evitar oír las incesantes series de pedos, accesos de tos y ensordecedores eructos que sa~ lían de su casa por la noche. Sentía mucha simpatía por ella, pues me parecía que sus entrañas estaban tan poco preparadas para vivir en el país Dowayo como las mias. Un día se lo comenté a Mattbieu, que soltó una risotada y salió corriendo a contarle mi último despropósito a Mariyo. Un minuto más tarde me llegó otra risotada desde su choza y a partir de ah! pude seguir el re- corrido del cuento por toda la aldea a medida que la histeria iba pasando de choza en choza. Matthieu regresó por fin, llorando y debilitado de tanto reír. Me condujo a la vivienda de Mariyo y señaló una choza pequeña que había justo detrás de la mía. Dentro estaban las cabras. Como lego que era en lo relativo a esos animales, desconocía 10 humanas que sonaban sus detona- ciones. Tras este incidente, la relación entre Mariyo y yo tomó un giro jocoso y solamente podíamos comunicamos a base de 163 tomaduras de pelo. Los dowayos tienen muchas relaciones de este tipo, tanto con clases determinadas de parientes como con indi- viduos afines. En ocasiones son divertidísimas, en otras aburri- dísimas, pues no toman en consideración d estado de ánimo en que se encuentren. Como consecuencia de nuestras bromas, Mariyo era una infor- mante muy abierta y aceptaba la separaci6n que imponía yo entre los chistes y las «preguntas». Ella era la única mujer dowayo de cuantas conocí que parecía tener algún atisbo de lo que yo per_ seguía. Una vez le pregunté por Jos cortes de pelo en forma de estrella que llevan Jas mujeres emparentadas con Ja difunta en la ceremonía del cántaro. ¿Se Jos hacían también para alguna otra ocasi6n? Respondi6 negativamente, como hubiera hecho cualquier dowayo, pero, a diferencia de Jos demás, añadi6; «A veces Jo ha- cen Jos hombres», y pas6 a darme una lista de las ocasiones en que los hombres adoptaban tales peinados. Puesto que la mayo- ría de los ritos femeninos s6lo pueden comprenderse como una derivaci6n de los masculinos, ello me ayud6 a interpretarlos y abrió para mí una nueva línea de investigación que correlacionaba los dibujos efectuados sobre cuerpo humano con la ornamentaci6n d~ las vasijas, y las ideas nativas sobre la concepci6n, que per- mIten ver a la mujer en una especie de vasija más o menos ta- rada. La informaci6n que pude obtener sobre las embarazadas y las eras se.la.había sacado con sacacorchos a otras informantes y sen. tía cutl0s1dad por lo que me iba a decir Mariyo. Gradualmente me fui acercando al tema. ¿C6mo se hacía la era? ¿Qué ocurría allí? ¿Hay algo que no se deba hacer en una era? ¿Hay alguien que no deba entrar? Una vez más, repuso que las embarazadas. «Por lo menos -añadió-, hasta que el niño DO esté totalmente formado y a punto de nacer.» Esto arroj6 una luz totalmente nue- va sobre el tema. Continuó explicando que si una embarazada entraba en la era daría a luz demasiado pronto. De esta forma quedaba salvada mi teoría de la relación entre las etapas de desa- rr?llo del mijo y la fertilidad femenina. Resulta imposible ex- plicarle a un lego la profunda satisfacción que puede producir 164 una información tan simple como ésta. Quedan así validados años de enseñar perogrulladas, meses de enfermedad, soledad y abu- rrimiento, y horas y más horas de preguntas tontas. En antropo- logía, las ratificaciones son pocas y ésta me vino muy bien para recuperar la moral. Pero, como es habitual en Mrica, el trabajo metódico no po- dia apartarme de otros temas menores y hube de dedicar un dia a emprender la batalla contra las diversas formas de vida animal que habían invadido mi choza. Las lagartijas no me molestaban. Corrían por el techo pasando como una flecha de una viga a otra; el único inconveniente era su costumbre de defecar sobre la ca- beza de la gente. Las cabras eran una maldición continua contra la que aprendí a tomar precauciones. Manterna un enfrentamiento constante con un macho cabrío que sentía predilección por me- terse en mi casa a las dos de la madrugada para saltar entre mis ollas. Echarlo proporcionaba s6lo una hora de respiro, pues al cabo de este tiempo volvía y ofrecía la repetici6n de la jugada golpeando mi bombona de gas con las patas traseras. Lo peor era e! olor. Las cabras de los dowayos despiden un hedor tal que cuando vas andando por el campo se nota si durante los últimos diez minutos ha pasado por allí un macho cabrío. Por fin logré derrotarlo ganándome e! afecto de! perro del jefe, Burse, que era adicto al chocolate. Dándole una porci6n cada noche conseguía que se la pasara de!ante de mi choza y me espantara a todas las cabras. Posteriormente quiso meter a su mujer e hijos en el trato y mis existencias mermaron considerablemente. A los dowayos les hacía mucha gracia ver mi comitiva de perros, que me seguía a lo largo de kilómetros y kilómetros, y a veces me apodaban «el gran cazador». Las termitas constituían una amenaza constante para el papel. Tenían la curiosa costumbre de devorar los libros desde dentro, de modo que externamente pareda que estaban en perfectas con- diciones aun cuando se hubieran quedado en un mero envoltorio de papel de fumar. Una contundente ofensiva química las exter- minó. Los ratones resultaban más exasperantes. No hacían e! menor 165 que el gobierno decida que no necesita tantos estudiantes e in. valide sus propios exámenes. En ocasiones todo se convierte en una mala farsa. Resulta imposible no sonrelr al ver cómo unos gendarmes armados con ametralladoras custodian las preguntas sabiendo que el sobre que las contiene ha sido abierto por un hombre que se las vendió al mejor postor varios días antes. Después de este intermedio, llegó el momento de ir a ver a mi «verdadero cultivador» y su cosecha. Para ello tenía que recorrer unos treinta y cinco kilómetros y las temperaturas eran cada día más elevadas. Se me planteó entonces la disyuntiva de emprender el camino de noche, cuando hacía más fresco o de día cuando me podia recoger algún vehículo. Finalmente o~té por l~ último y tuve la suerte de encontrarme con uno de los sacerdotes católicos franceses, que se trasladaba de una misión a otra. Nos recogió amablemenre y disfrutamos de un viaje agradabilísimo ~enizado por su teoría de la cultura dowaya, en la que todo gIlaba alrededor de la represión sexual. Todo estaba relacionado con el sexo. Los tenedores de madera que se clavan en el suelo cuando muere un hombre representan por un lado un pene y por el otro una vagina; la importancia que se da a la circuncisión es muestra de una preocupación todavía mayor por la castración; las mentiras sobre la circuncisión referentes al sellado del recto son un signo inequívoco de que los dowayos, como raza están ob~ sesionados con el ano. Pero no sólo había leido m'anuales de psicología, también había leido antropología. Reflexionando sobre lo que. contaba adiviné que había leido un poco sobre los dogon, una trIbu muy articulada y autoanalitica de MaIi. Al aludir a los dowayos sacudió la cabeza tristemente., Después de todos los años que había pasado entre ellos, todavía no le habían hablado de sus mitos ni del huevo original. Aun habiendo leido que los dagan no eran exactamente como los franceses, no podía asimi- lar la idea de que los dowayos no eran exactamente como los dogon. Resultaba difícil no creer que al menos parte del poder de persuasión de la teoría de la omnipresencia latente de la sexua- lidad no tenía nada que ver con las exigencias de continencia 170 en un clima cultural africano. Quizá nuestra familíaridad con la Biblia nos predispone a creer que toda la verdad se encuentra en un solo libro. El relativismo cultural se les hace ciertamente más cuesta arriba a los poseedores de una fe firme, ya sean misioneros, satisfechos colonizadores o el voluntario alemán que me confió la conclusión a que había llegado después de pasar tres años en Camerún: «Si los nativos no pueden comeglo, jodeglo o vende- glo al blanco, no les integesa.» Nuestra meta era una aldea desolada que se levantaba a los pies de los ásperos montes de granito. Parecía un milagro que en aquella tierra fina y abrasada creciera algo. La diferencia de tem- peratura entre este lugar y lo que yo me había acostumbrado a considerar «mi» tincón del país Dowayo era considerable, de modo que tanto Matthíeu como yo nos alegramos de podernos poner a la sombra mientras buscaban a nuestro anfitrión, que re- sultó ser un hombrecil1o enjuto vestido con harapos. Aunque no eran más que las diez de la mañana, estaba ya muy borracho. Pro- cedimos a intercambiar los saludos de rigor y nos trajeron este- tillas para que nos sentáramos. Tal como me temía, iban a pre- parar comida. Ya me había acostumbrado a la extraña dieta de ñames, cacahuetes y mijo, pero, desafortunadamente, cuando iba a una aldea extraña se veían obligados a ofrecerme carne como señal de respeto. Puesto que no había nadie dispuesto a matar una res s610 para impresionarme, normalmente se trataba de carne ahumada que llevaba un tiempo indefinido colgada sobre el humo intermitente de la cocina. Una vez se le añadía salsa, emitía un hedor de potente efecto emético. Por fortuna, es de mala educa- ción mirar comer a los extraños, de modo que me retiraba a una choza con Matthíeu para dar cuenta de este manjar. Ello me permitía renunciar a él sin ofender a nadie; Matthieu se comía las raciones de los dos mientras yo me acurrucaba en un tincón y trataba de pensar en otra cosa. En tanto se preparaba este festin, comencé a hablar con mi anfitrión de cosas insubstanciales. Por ejemplo, le pedí informa- ción sobre temas que ya conocía. Como me temía, las respuestas que recibí eran evasivas y estaban generosamente mezcladas con 171 medias verdades. Además, pareda que tenían ciertas dudas sobre la inminencia de la cosecha. Tal vez podría disponerla para el día siguiente, tal vez no. Lo ideal sería que durante un estudio de campo no hubiera que tratar con informantes de este tipo sino que los contactos estuvieran restringidos a los que mostraran una disposición cortés, amable y generosa, a aquellos para quienes res- ponder a las despiadadas y absurdas preguntas de un antropólogo resultara divertido y gratificante. Por desgracia, son pocos. La mayoría tienen otras cosas que hacer, se aburren fácilmente, les molesta la igoorancia de su interlocutor o les preocupa más que- dar bien que ser sinceros. Con éstos, la mejor táctica es sin duda el soborno. Una pequeña suma de dinero convierte la investiga- ción antropológica en una actividad provechosa y abre puertas que de otro modo estarían cerradas. En esta ocasión, al igual que en otras, funcionó. Una pequeña dádiva hizo que se organizara la cosecha sin tardanza y yo pudiera presenciar todo el proceso de principio a fin. Inmediatamente puso manos a la obra. Mien- tras él se alejaba anadeando entró una de sus esposas con una fuente enorme de carne ahumada. Apenas acababa de desaparecer el último trozo cuando oúnos el ruido de los machetes al cortar el mijo. Matthieu me contó en susurros el secreto del deseo de complacer demostrado por nues- tro anfitrión. Utilizaría mi propina para pagar el impuesto de capitación y de esta forma no tendría que compartirla con ningún pariente necesitado. El trabajo continuó durante todo el día y yo me senté en el campo a ntirar tratando desesperadamente de hablar con los bra- ceros, pues apenas podíamos comprendemos mutuamente, triste prueba de lo localizado de mis conocintientos lingüísticos. Había larg?s y tensos silencios que la costumbre dowaya de exclamar «iDI algo!» J cuando dan con un extraño callado no contribuía a sup~rar. Esa práctica borra infaliblemente de la cabeza todo pen- samIento que pueda dar lugar a una conversación. Hombres y mujeres trabajaron todo el día, los rostros y los torsos empapados en sudor que caía a chorros cuando se agacha- ban a cortar. El ntijo se venía abajo con un murmullo sordo y 172 las cabezas multicolores se precipitaban a lo largo de los aproxi- madamente tres metros que las separaban del suelo. De vez en cuando los trabajadores se detenían a beber agua o a fumarse un cigarrillo conntigo; ninguno parecia en absoluto molesto por te- nerme como observador ocioso sino que más bien se mostraban preocupados por la posibilidad de que el cambio de posición del sol me hiciera pasar demasiado calor. Abundaban los pronósticos sobre el volumen de la cosecha. Podría pensarse que, puesto que tenían delante los datos, realizarian un cálculo bastante exacto, pero nada más lejos de la verdad. Hablaban como si el verdadero momento de la cosecha estuviera en un futuro lejano, y no dis- pusieran de datos fiables sobre los que basar su opinión. El modo en que caía la nties indicaba si sería buena o mala; si las cabezas llegaban o no al tobillo de un hombre quería decir una cosa u otra. Tentian que un hechizo los privara de la cosecha en el úl- timo momento o le quitara a ésta su «bondad», haciendo que al consumirla no se saciara el apetito. A fin de evitar tal interfe- rencia, el campo y la era donde se amontonaba el sustento que proporcionaba la naturaleza estaban fuertemente protegidos con- tra las amenazas de brujería mediante espinas y púas. Por extraño que parezca, no se consideró de mal agüero que dos trabajadores pisaran astillas de bambú y se hicieran daño. Varios hermanos del «verdadero cultivador» se ocupaban del fuego ntientras se susu- rraban uno a otro, según deduje, antiguos secretos. Mandé a Mat- thieu a ofrecerles tabaco y averiguar de qué hablaban. Se estaban preguntando qué remedio me había puesto en el pelo para ha- cerlo liso y claro. ¿Les gustaba ese cabello a las mujeres? ¿Por qué no nos lo dejábamos al natural, tal como nos había hecho Dios, con el pelo negro y rizado? Los diez o quince braceros, todos bermanos o hijos del orga- nizador, terminaron el trabajo en un día y se retiraron a descansar y comer. Entonces, siguiendo los cantos que me llegaban, recorrí unos tres kilómetros en dirección a los montes para presenciar el funeral de una mujer cuyo cuerpo, envuelto en pieles y telas, de- bía ser transportado desde la aldea del marido a la de su padre para ser sepultado. En el viaje hablan de seguir un sendero que 173 atravesaba las montañas - did oSUlrl"dad " 1 ' COsa que, ana a al miedo natural a la que sIenten os do 1 II b tes de! ere úscu!o Pu wayos, os ,eva a a desear partir an- campo no p "i. :0 que me hablan asegurado que en e! M thi OCU1nr na más hasta e! día siguiente le permití Co a at en atender sus obligaciones familiares acordpañándolos n una magnifi dI" acomp -" cda Pluesta e so a modo de telón de fondo y e! anall1lento e os ru id d " , cómo se ale'aba el g os e nu estomago, contemplamos t do da dol . grupo envuelto en una nube de polvo Can- an y n brmcos con e! dá ' sada En 1 II ' ca ver en una camilla improvi- lom~ bajo ~OSV~t~ ya estaba OSUlro cuando ellos ascendieron la pos lle ' lm?S rayos de sol y desaparecieron. De los caro- N go un repenllno estallido de cantos. Algo pasaba. o conseguí saber nu '. cl "' un ardid al nca SI ll1I ex uSlOn de! acto obedecía a peñado ¡.].t~: m enrndido, ni tampoco qué pape! había desem- los q eu e? e asunto. Resultó ser uno de esos temas en ue cuantas mas pregu ha 11• Co . ntas se cen menos respuestas se o~enen. IDo avengüé po mi II d h b ~ otras cosechas a que asistí, antes de ega a no a ía sucedid d d' , se habían re'd 1 o. na a. e mteres. Todos los hombres varíos re u.n1 o en a era, sm mUjeres ni niños, habían colocado habían medlO d s vegetales sobre el montón de cabezas de mijo y empeza o a entonar un " d' .. , debían oír las ro . . a canClOn e ClrcunClSlOn que no di Co uJeres. Mí presencia no pareció importunar a na- le:;a almenzaron ~olpear e! mijo mientras bailaban una danza nas ~ni::sosr: ~nte desnudos con la excepción de las vai. la mano de';"'ha a~ta ~ una estaca por encima de la cabeza con e! miJ'o Tod d 'b cog an COn la izquierda y la abatían contra . os aanunpasolt al 1 .hora tras h a er y a accIÓn se repetía' y así ora, un canto . al . d ' producidos 1 mcesante s pIca o de ruidos sordos luna y asc:~ó aSa ~::cas al golrc:ar e! mijo a la vez. Salió la batir y e! I d la alturas mIentras continuaba e! rítmico revo oteo e s cás dh surcados po d caras) que se a crían a los euerpos hacia un alr arrofyos e sudor. Hasta a esas horas de la noche c or soncante q . d' b dC . . d ue Irra la a e la propia tierra as! SIn arme euenta " Lo . tando y trabajando sost nldamaneclr s hombres seguían Can- en una roe ,e os por a cerveza. Yo estaba sentado a para grav '" de' e pet]U1dO mis posaderas, y apoyado en 174 e! tronco de un espino. La sensación general de resaca era como el mareo de UJta travesía nocturna del Canal. Me despertó una cabra enorme que estaba devorando pensativa mis apuntes, después de haberse zampado la autobiografía de un capitán de submarino ale· mán con que me distraía. Por suerte, había adquirido ya la cos- tumbre dowaya de colgar mis posesiones de los árboles y con una ojeada rápida comprobé que, aparte de esto, e! único desperfecto era un cordón de zapato medio comido. Tras espantar perento- riamente al animal, me uní a los hombres, que estaban ya pasan- do a la etapa siguiente de la operación, aventar e! grano. Por el tipo de chistes que se hacían, estaba claro que algunos hombres no eran tan sólo parientes sino también compañeros de circun- cisión. «¡No hay viento! -exclamó uno--. ¿Cómo vamos a aven- tar? Tendremos que empezar a pedernos todos.» Dejó caer e! grano por encima de su caheza en una cesta y la barcia quedó en el aire. El comentario provocó la histeria general y hasta a mi se me contagió. El aventamiento prosiguió a buen ritmo. Luego cortaron una cabeza de pollo encima de! grano y, desde todas direcciones, lanzaron sobre el montón ñames silvestres asados llamados «comida de escorpiones». Fueron entonces a buscar a mi anfitrión al pueblo, que llegó vestido de fiesta y llenó una cesta con e! grano. Hecho esto, colocó sobre la cesta un som- brero fulani y salió corriendo con ella hacia la aldea. Cuando e! primer grano entró en e! alto granero tubular, la cosecha pudo considerarse a salvo; la brujería ya no podía dañarla. No puedo precisar en qué momento comencé a analizar los datos y a tratar de buscarles coherencia; más bien todo fue ocu- pando su sitio poco a poco. Estaha seguro de que lo que había presenciado sólo podía comprenderse desde la perspectiva de la circuncisión. Me habían contado lo suficiente de la ceremonia para darme cuenta de que el proceso entero de desgranado se realizaba siguiendo e! esquema de un cuento titulado «El apalea- miento de la vieja fulani». Una vieja fulani tenía un hijo que se encontraba enfermo, pues había corrido por la hierba silkoh y se había corrado. El 175 11. LO HUMEDO Y LO SECO La estación seca había llegado en serio y la tierra se iba con- virtiendo en una árida extensión de hierba raquítica. Los dowa- yos cambiaron también de estilo de vida; excepto en las tierras altas donde la irrigación era posible, las labores agrícolas cesaron hasta las próximas lluvias. Los hombres se dedicaban a beber, a tejer y a pasar el rato, o bien a cazar esporádicamente; las mu- jeres pescaban o hadan cestas y cacharros de barro. Los jóvenes se iban a las ciudades a buscar trabajo y aventuras. Yo tenía varios proyectos, pero habrían de esperar hasta des- pués de Navidades. Ya sabía lo horrible que sería estar solo en el país Dowayo durante tan deprimentes fechas, de modo que había quedado con Jon y Jeannie para pasarlas con ellos en N'gaoundéré, donde disfrutamos de unas fiestas sencillas pero re- frescantes, más religiosas que mis anteriores experiencias, pero alternativamente relajantes y frenéticas. Walter estaba como loco y se entregaba a las celebraciones con una energía digna de me- jor causa. Las resacas fueron frecuentes y haciendo un esfuerzo logramos olvidar que en el exterior la nieve no cubría calles y tejados. Naturalmente, hubo momentos emotivos. Un fornido extranjero se echó a llorar cuando trajeron el helado; otro se mostró profundamente conmovido por un pastel hecho a base de mangos secos y plátanos. A mí, misteriosamente, me dio un ata- que de malaria después de contemplar las centelleantes lucecitas de Navidad, pero al cabo de una semana regresé reavituallado 180 y revitalizado para dar un empujón a la construcción de mi casa. Se trataba de una tarea extremadamente pesada. Un ella la tierra estaba demasiado mojada, al siguiente demasiado seca. No teníamos barril para echar el agua. La hierba de la techumbre no estaba lista. El encargado de dirigir las obras se hallaba en- fermo o de visita, o quería más dinero. Renegociamos tres veces el contrato con mucha comedia. Si no pagaba más, yo sería la causa de que sus hijos se murieran de hambre, sus esposas llo- raran y los hombres estuvieran descontentos. Después de varias ~emanas así, hice 10 que hubiera hecho un dowayo y le pedí al ¡efe que convocara al tribunal de justicia para que arbitrara en mi caso. Los tribunales dowayos están abiertos a todo el mundo, aun- que se aconseja a las mujeres y los niños que recuerden cuál es su lugar ante los ancianos. Una vez reunidos debajo del árbol de la plaza pública situada ante la aldea, comienza la polabre. Cada parte expone sus quejas en un elevado estilo retórico y se llama a los testigos, que son interrogados por todo el que 10 desee. El jefe no tiene poder para imponer su veredicto, pero ambas partes son conscientes del peso de la opinión pública y ge· neralmente aceptan su mediación. La alternativa para mí era lle- var el caso a Poli,. donde unos extraños decidirían sobre el tema, y donde corría el rIesgo de ser condenado a prisión por molestar a la adminístración. .~esto que era inexperto en las sutilezas de lenguaje y pro- cedimiento, presenté el caso mediante un discurso que había pre- parado y ensayado con la ayuda de Mauhieu y que tettnínaba así: «No soy sino un niño pequeño entre los dowayos. Entrego mi caso a Mayo para que lo exponga por mí.• Esto fue bastante bien acogido y Mayo describió a mis adversarios como unos vi- llanos desalmados que se aprovechaban de mi falta de parientes y de mi naturaleza bondadosa para engañarme. Se intercambiaron argumentos mientras yo me ha1anceaba sobre los talones y mur- muraba «Así es. Muy bien. a intervalos regulares. Por fin, ac- cedí a pagar el doble de 10 normal y todo el mundo quedó sa- tisfecho. Es importante señalar que al hacerlo no me dejaba 181 engañar. Un hombre rico ha de pagar más por las cosas; sería injusto que se negara. Teniendo esto en cuenta, yo hacía casi todas las compras a través de Matthieu. Sin duda, él se valla de la opor. tunidad para quedarse con una comisión, pero aun así salía ganan- do. El resultado de todo esto fue que mi excelente casa con jardin y galería cubierta me costó catorce libras esterlinas. Otro caso expuesto ese día es típico del funcionamiento de los tribunales dowayos. El asunto en litigio era la disputa de un saco de mijo por parte de un anciano y un joven. El hombre afirmaba que el muchacho se lo había robado del granero; el jo- ven lo negaba. El viejo había entrado en la choza del muchacho para recuperar sus bienes y sólo había encontrado el saco que identificó como suyo. Las dos partes empezaron a insultarse. Aquello era demasiado para los espectadores, que se incorpo- raron jubilosamente gritando insultos todavía más ridículos: «Tie- nes el ano puntiagudo», «El coño de tu mujer huele a pescado podrido». Al final todo el mundo se echó a reír, incluidos los litigantes. Un hombre afirmaba haber visto entrar al muchacho en el granero del anciano, pero no estaba presente. La vista fue sus. pendida hasta que pudiera oírse su declaración. En la sesión si- guiente estaban presentes el chico y el testigo, pero el viejo no; de todas formas, el testigo no había visto nada. En la sesión que siguió se propuso hacer una prueba. El muchacho terna que sacar una piedra de una olla con agua hirviendo; se le vendaría la mano y, si al cabo de una semana se le había curado, quedaría libre de culpa y el acusador tendría que compensarle. El anciano no pero mitió que así se hiciera y el muchacho reclamó una indemniza- ción por la puerta de su choza. El viejo negó haberla roto y alegó que lo había hecho el propio muchacho por despecho hacia él. Se llamó a los testigos y volvió a posponerse la decisión. En la se- sión siguiente se encontraban presentes los testigos pero no es~ taban ninguno de los dos litigantes. El caso simplemente murió por propia inercia. Parecía que las dos partes no se tenían mala voluntad. El tribunal de justicia Se consideraba una forma de entrete- 182 nimiento popular y los dowayos no dudaban en recurrir a él por los asuntos más triviales. Yo sólo hice otra aparición más en un caso que presentó un indígena contra mí. Las obras de antropología están llenas de testimonios de in· vestigadores de campo que no «fueron aceptados» hasta que un día cogieron la azada y empezaron a hacerse un huerto. Ello les abría inmediatamente las puerras, los convertía en «un lugareño más». Los dowayos no son as!. Siempre les extrañaba que yo in· tentara llevar a cabo el más pequeño acto de trabajo físico. Si pretendía transportar agua, unas frágiles ancianas insistían en lle- varme el cántaro. Cuando intenté hacerme un huerto, Zuuldibo quedó horrorizado. ¿Por qué se me había ocurrido semejante cosa? El no tocaba nunca una azada; ya me buscaría un hombre para que lo hiciera. Fue así como me encontré con un jardinero. El hombre tenía una huerta junto al río y podría cultivar verdu- ras durante la estación seca. Además, se negó a hablar de la paga; ya decidiría yo después si el trabajo estaba bien hecho y fijaría la retribución. Los dowayos suelen usar este sistema para obligar al patrón a ser generoso. Le di unas semillas de tomates, pepinos, cebollas y lechugas que me habían mandado unos amigos. Que· damos en que plantaría un poco de cada cosa a ver lo que crecía. Casi se me olvidó el tema por completo hasta que a fines de enero me avisaron de que mi huerto estaba listo y ya podía ir a verlo. Hacía un día sumamente caluroso, incluso para la época del año en que estábamos, enturbiado por una neblina producida por el propio calor. La tierra había adquirido un tono marrón oscuro por efecto del sol y aparecía surcada por profundas grie- tas. Pero alli, a unos tres kilómetros de distancia, había un retal de un color verde intenso. A medida que nos acercábamos fui· mos viendo que se trataba de una serie de bancales construidos en el mismo margen del río. Era evidente que había requerido mucho trabajo y que en la estación de las lluvias las aguas los arrasarían, de modo que al año siguiente habría que empezar de nuevo. Apareció entonces d jardinero e insistió en regar con gran alarde de esfuerzo y secándose la frente con exagerados gestos para que no dejara de percatarme del trabajo necesario en aquel 183 clima. Explic6 que había ido a buscar tierra negra y excrementos de cabra y los había transportado hasta la parcela, que había re- gado amorosamente los brotes tres veces al día y los había pro- tegido de los animales. Si bien era cierto que las langostas se habían comido las zanahorias y las cebollas habían caído presa del ganado de los fulani n6madas, había protegido las lechugas. Y alli estaban, tres mil lechugas, todas plantadas el mismo día y a punto de madurar al cabo de una semana. Todo esto, explic6 con un aparatoso gesto, era mío. He de confesar que me desconcertó un poco encontrarme de repente convertido en el rey de las lechugas del norte de Camerun. Era absolutamente imposible consumir aque- lla abundancia de verdura. Ni siquiera tenía vinagre. Durante las semanas que siguieron comi más lechuga de la que puede ser recomendable. Regalé una carretada a la misi6n; los bur6cratas de Poli se hartaron; los estupefactos dowayos re- cibieron abundantes obsequios que echaron a las cabras, pues no los consideraban aptos para el consumo humano. Traté de con- vencer al jardinero de que las vendiera en el pueblo pero tuvo poco éxito. Al final tuvimos que enfrentamos a la decisi6n de cuánto tenía que pagarle. Puesto que originalmente yo había con- cebido el huerto como una manera de economizar que además me proporcionaría variedad en la dieta, estaba algo más que des- Contento. Le ofrecí cinco mil francos por la parte de la cosecha que podía consumir; él podía quedarse con el resto y venderlo en el pueblo. Su propuesta era que le pagara veinte mil francos, y de ah! no bajaba. El caso se llevó a los tribunales y las lechugas crecieron, gra- naron y se echaron a perder. Siguiendo el consejo de Mayo sobre el correcto proceder en cuestiones legales, le hice llegar al juez seis botellas de cerveza para ayudarlo a superar agradablemente las deliberaciones; mi adversario hizo lo mismo. El caso se debatió detalladamente bajo el árbol central. Yo me ceñí a los argumentos de que la cosecha no me servía de nada y de que yo no le había encargado al jardinero que plantara las tres mil lechugas sino que probara una pequeña parte de cada paquete de semillas. Mi oponente argumentó firmemente que, 184 pese a todo, debía ser recompensado por el trabajo que habla invertido en el huerto. Nos repetimos y lo repetimos hasta el agotamiento. Finalmente intervino el jefe; debía pagarle diez mil francos. Como ya había aprendido la lecci6n de que no era con· veniente acceder a nada demasiado de prisa, grité y protesté, aun· que al final me conformé diciendo que no quería que el jardinero estuviera triste. El también aceptó de mala gana diciendo que no quería que yo estuviera triste, pero añadió que me devolvería la mitad del dinero para demostrar lo agradecido que estaba por mi generosidad, de modo que al final se quedó con la suma que le había ofrecido desde el principio. El honor de ambos quedó libre de tacha y todos nos fuimos contentos, aunque yo no acabé nunca de entender lo que había ocurrido y nadie pudo expli- cármelo. Mi contacto con los tribunales de justicia me sugiri6 que las actas de otros casos podían proporcionarme información histórica de utilidad. Estando en Inglaterra había leído algunos informes publicados en antiguos periódicos de la época colonial que me resultaron muy instructivos. El único lugar donde quizá podía encontrar documentos de ese tipo sería la sous-préfecture de Poli. Además sentía curiosidad por ver al nuevo sous-préfet y, sin duda, presentarle mis respetos sería una buena medida política. Me fui al pueblo en compañía del maestro de la aldea. Este caballero era un joven baroileke, tribu dinámica y em- prendedora del suroeste, cuyos miembros son considerados a veces como «los judíos de Camerún»; donde exista industria, comer· cio y beneficios, allí están ellos. Dominan muchas profesiones y constituyen la espina dorsal del personal docente del norte, adonde los destinan en una especie de servicio nacional prestado en una zona subdesarrollada. El maestro había romado la costum- bre de pasar por mi choza a media mañana para tomar un café durante el rato de recreo. Su conversación consistía en variaciones sobre el misma tema: el horrible primitivismo del norte. «Esta gente son como niños -explicaba-o Los limpias, los vistes, les enseñas a distinguir lo bueno de lo malo y, naturalmente, les re- 185 constante entre raquíticos arbolillos. Fuera cual fuera la época del año en que se viajara, era siempre con grave ri.,esgo. En la estación de las lluvias uno se podía agarrar a la vegetaci6n para rrepar por las rocas, pero en cuanto el sendero se convertía en una línea de puntos trazada en la pared del precipicio 10 más fácil era caer al vaáo. En la estaci6n seca se veIa la superficie y se podían colocar mejor los pies, pero no babía agarraderos para rectificar ningún error. Compartimos el viaje con unos soliviantados babuinos que lan- zaban trozos de pizarra sobre nuestras cabezas. Debajo teníamos un precipicio de unos cien metros o más, por cuyo fondo, sisean- do entre peñas de granito, discurría un riacbuelo. Todos soltamos unas risitas nerviosas cuando Zuuldibo coment6 que tenía miedo de caerse porque no sabía nadar. Después de varias horas de duro avanceJ desembocamos en una meseta con fantásticas vistas sobre todo el país Dowayo que alcanzaban hasta Nigeria. Justo cuando ya pensaba que el resto iba a ser coser y cantar, empezaron a aparecer profundas grietas en la ladera. Para atravesarlas no se podía bacer orra cosa que saltar sobre el abismo y aferrarse a la arenilla del otro lado hasta haber recuperado el equilibrio. Por fin llegamos a un valle fresco y verde, abundantemente regado por un arroyo que parecía nacer en la misma cima. En el fondo había un grupo de casas bastante grande, la morada del brujo de la lluvia. Nos saludaron varias mujeres j6venes, esposas del Viejo, que alborotaban y revoloteaban a nuestro alrededor. ¿Deseábamos sentarnos fuera o dentro? ¿Nos apetecía comer algo? ¿Queríamos un poco de agua o de cerveza? ¿La tomaríamos fría como los blancos o caliente como los dowayos? El Viejo se encontraba en un campo distante tratando a una enferma; 10 man- darían llamar. Permanecimos alli sentados conversando y descan- sando durante aproximadamente una hora, pero entonces llegó la noticia de que cuando el mensajero se presentó a anunciarle nues- tra llegada el Viejo ya había salido hacia Poli por otro camino. Estaba seguro de que se trataba de una jugarreta, pero no me quedaba más remedio que aceptarlo graciosamente. En aquellas tierras Matthieu y yo no podíamos aspirar a atrapar ni siquiera 190 a un montañés anciano, por 10 tanto no cabía la posibilidad de seguirlo. Zuuldibo, que se había quedado traspuesto, anunci6 que había soñado que una de sus vacas estaba enferma y debía regresar a ver si era cierto o se trataba simplemente de una bro- ma gastada por el espíriru de un antepasado. Tuvimos que desan- dar el recorrido por los montes. Esto señal6 el inicio de mi campaña para ganarme a los jefes de lluvia y convencerlos de que compartieran sus secretos con- migo. Todos los «expertos» -misioneros, administradores, etc.- estaban convencidos de que no sacaría nada de los irracionales y testarudos dowayos. Y he de confesar que yo compartía esa opi- ni6n. No obstante, inicié la política de visitarlos a todos, uno a uno, pidiéndoles que me vinieran a ver cuando pasaran por Kon- gle y enfrentándolos descaradamente entre si. Ante el jefe de Mango fingí que s6lo había acudido a él en la esperanza de que me pudiera decir algo del verdadero jefe de lluvia, el de Kpan. Cuando volví a ver al Viejo de Kpan, confesé que err6neamente le había considerado jefe de lluvia pero que me había enterado de que, en realidad, sabia poco del tema. Sin embargo, quizá po- dría contarme 10 que ocurría en Mango. Puesto que estos dos personajes eran grandes rivales, conseguí mi objetivo. En una ocasi6n en que el Viejo de Kpan pasaba por Kongle, le dijeron que me había ido a pasar dos días en MangQ. Por fin se abri6 y comencé una serie de visitas. La primera vez confesó que su padre había sido jefe de lluvia y que, tras indagar un poco por ahí en mi nombre, se había enterado de- un par de generalidades sobre las técnicas empleadas. Tuve cuidado de darle las más efu- sivas gracias y recompensarle generosamente, aun cuando mis fi- nanzas se encontraban de nuevo en un estado lamentable. A 10 largo de los seis meses siguientes subí a la montaña don- de vivía seis o siete veces. Invariablemente me encontré con que no acababa de cumplir sus promesas pero me contaba un poquito más. Cada detalle que se le escapaba podía utilizarlo yo para ha- blar con la gente de mi aldea; éstos suponían que sabía más de 10 que en realidad sabía y soltaban otro poquito. Cuando Mayo 191 se enemistó con el Viejo por la falta de pago de una esposa se me presentó una oportunidad de oro, pues hizo una denuncia pública de todo el pasado del brujo, enumerando sus fechorías: que babía matado a gente con el rayo, que había arrasado los campos llenán- dolos de puercoespines, etc. No le tenía miedo al Viejo, aunque fuera capaz de causar la sequía. Me mostró varios montes relacio- nado.' con la propiciación de la lluvia, me habló de su importancia rela:IVa y de qué tipos de piedras originaban los distintos tipos de llUVia. Cuando el Viejo y él se hubieron reconciliado, yo ya me había formado una idea bastante aproximada de todo el sistema. No obstante, era crucial verificar la información y tratar de pre- senciar las propias operaciones, puesto que constituían el núcleo de varias áreas simbólicas relacionadas con la sexualidad y la muerte. Gracias a ciertos sucesos, nuestros caminos se cruzaron. Se decía que el jefe de lluvia era el poseedor de la planta mágica llamada zepto, que curaba la impotencia masculina. Que él mismo se encontrara afectado por este mal, según divulgaron sus trece esposas y confirmó la investigación privada efectuada por mi ami- go Au~stin entre las damas insatisfechas del país Dowayo, no se constderaba un argumento refutatorio de sus virtudes. El Vie- jo de Kpan me preguntó si los blancos no tenían raices para curar la impotencia. Le contesté que sí, que había oído hablar de se- mejantes remedios,.pero no sabía si eran efectivos. Esta respuesta lo complació sumamente, señalándome como «un hombre de pa- labras rectas». A través de las oficinas de un sex-shop de lon- dres conseguí comprar una botella profusamente ilustrada de ginseng, y se la ofrecí como todo lo que podía bacer en este sen- tido. La única consecuencia fue un acceso de diarrea. Con todo, DO se .10 tomó a mal sino que convino en que hasta los mejores remedi~s fallaban algunas veces. Sacudió la cabeza sabiamente y s<;n.tencló: «No hay ningún remedio que haga nuevo un campo VIeJo.» Otro incidente que contribuyó en gran medida a cimentar nuestra solidaridad fue una visita extraordinaria que nos hizo el sous-préfet ese mismo año para anunciar que, como medida enca- 192 minada a la modernización de los dowayos, debían cesa! los s3eri· ficios de ganado y la circuncisión debía limítarse a la época de vacaciones escolares. Llegó acompañado de una gran flota de c~ ches llenos de funcionarios y burócratas que se reunieron debaJo de un árbol enorme. Uno tras otro pronunciaron apasionados dis- cursos en los que se prohibía una cosa u otra. Los dowayos ~~en­ tían solemnemente con la cabeza y se dirigían furtivas SOOflS1tas entre ellos. El maestro bamileke se había preparado con antela- ción para la visita, de la que estaba claramente avisado, y apro- vechó la oportunidad para denunciar el modo de vida indole?te y bárbaro de los habitantes de la aldea. Hada años que le hablan prometido una escuela nueva pero no hacían sino retrasar su construcción. Cada vez que regresaba de las vacaciones,.. desCU- bría que faltaban muebles y trozos del edificio. Cuando dilO est~ yo me revolví incómodo, pues sabía que algunas partes de ID1 casa habían estado antes integradas en el combado techo de. su escuela. El Viejo de Kpan se inclinó hacia un lado y comenzo a dirigirme miradas «significativas» y a señalar los montes con la cabeza. Estábamos justo al final de la estación seca y, aunque se veían nubes por todas partes, todavía no había caído ni una gota. Pero allí sobre los montes a unos doce o trece kilómetros, es- taba llo~iendo. El sous-prhet inició una larga arenga sobre la importancia de la educación. Los habitantes de Kongle debían beneficiarse de ella y de las ventajas de ser una zona subdesa- rrollada. La lluvia se acercaba. El maestro, alentado por el apoyo de las altas esferas, presentó una lista de los nombres de los pa; dres que no llevaban a sus niños a la escuela. Seguidamente saco otra de los padres que mandaban a sus hijos sin otro alimento que el almuerzo tradicional, cerveza, que tenía ebrios a sus pu- pilos toda la tarde. En el momento en que entregaba la lista, una potente ráfaga de viento y lluvia envolvió a los congregados,. que corrieron a los coches quejándose y maldiciendo, y desaparecIeron camino del pueblo. Todos nos refugiamos en nuestras ch~zas. Tanto el jefe de lluvia como el maestro terminaron.en la mla y nos tomamos un café para entrar en calor. -¿Se ha dado cuenta? -exclamó el bamileke-. ¡Qué gen- 193 te! Aquí está la mano de un hechicero. Alguien ha provocado la tormenta para hacerme callar. No tienen remedio. Matthieu le susurr6 al brujo una traducci6n simultánea en doway~ e ~ercambiamos somisas de complicidad. Yo ruve una larga di~cuslOn. con el maestro en la que negué la posibilidad de qu: nadie pudiera hacer llover e incluso la existencia de los he- "!liceros y .la efectividad de la magia; él defendi6 todas estas creen- CIas con fIrm~za. El jefe de lluvia trataba de disimular la risa hasta consegulr ponerse rojo de histeria. ' Cuando se mar"!'? :I maestro le pregunté al Viejo si había él hecho ll.over..Me dingI6 una mirada de torruga seráfica y dijo: -Solo DIOS hace llover. -Prorrumpiendo en risas y visi- b!emente complacido por el resultado del día, añadíó--: Pero si VIene a ve~me la semana próxima, le enseñaré Cómo se puede ayudar a DlOS. A esas alruras el brujo ya me había contado la mayor parte de l~ ~ue ~abría de aprender sobre la propiciaci6n de las lluvias. En últIma IDstancia dependía de la posesi6n de ciertas piedras como !as que favorecían la fertilidad de las plantas y el ganado' y hubIeron de transcunir muchos meses antes de que llegara ~ verlas en la cueva secreta situada detrás de una cascada donde se guar~aban. Cada vez me prometía enseñármelas en la siguiente oca~lOn. Por desgracia, aquel día era imposible porque todavía e~tabamos e,n la es:~ción seca y acercarse a las piedras podía oca- IlslOn~r una tnundaClOll, o porque estábamos en la estación de lasUVlas d' f lminb y po la ti arnos un rayo, o porque una de sus mujeres esta a menstruando y resultaba peligrosa para las piedras. Con sus trece esposas, rara era la ocasión en que no hubiera alguna menstruando. De momento, el jefe de lluvia me enseñ6 su equipo portátil para pr~ucir lluvia. Una vez había dado inicio a la estaci6n de las ~~vla~ con las piedras especiales del monte, podía originar reclpltaclOnes localizadas mediante el contenido de un cuerno tr~scaJra hueco. _Me ~ev6 a campo abierto y nos agazapamos de- de una pena mIrando teatralmente a nuestro alrededor y otean o el hOrIzonte. Dentro había un tapón de lana de carnero. 194 «Para las nubes», explic6. Seguidamente venía un anillo de hierro que servía para localizar el efecto de la lluvia; si, por ejemplo, se iba a celebrar una fiesta de las calaveras, haría que lloviera en el centro de la aldea hasta que le llevaran cerveza. A continuaci6n estaba la pieza más poderosa. Se trataba de un gran secreto que no le había revelado nunca a nadie. Se inclin6 hacia adelante muy serio y volcó el cuerno. Lentamente rodó hasta su mano una ca- nica azul de niño, de las que se compran en cualquier sitio. Yo hice ademán de cogerla pero retir6 la mano horrorizado. «Te ma- taría.» Le hice unas preguntas: ¿No procedía eso de la tierra de los blancos? Desde luego que no; pertenecía a sus antepasados desde hacía muchos miles de años. ¿Cómo producía la lluvia aque- lla piedra? Se embadurnaba con grasa de carnero. Aquello era interesante, pues los cráneos humanos también tenían que untarse de grasa antes de ser llevados al campo. Empecé a sospechar que cráneos, cántaros y piedras formaban parte de un mismo com- plejo. Así result6 ser, puesto que los jefes de lluvia servían de pun- to de engrase entre unos y otros. Los cráneos de los jefes de lluvia producen precipitaciones y con frecuencia durante los festivales son sustituidos por cántaros de agua; por otra parte, el monte donde se guardan las piedras mágicas se llama «La corona de la cabeza del niño». Es decir, los montes son tratados como si fue- ran los «cráneos de la tierra». Una vez más, un modelo único centrado en las piedras y los cráneos se utilizaba para estrucrurar muchas áreas y vincular entre sí lluvia y fertilidad humana. Tras darle las gracias y una propina al Viejo, Matthieu y yo emprendimos el descenso peasativos. Cuando regresé a la aldea mi flamante frigorífico se había parado, con lo cual se había es- tropeado la carne para varias semanas que guardaba dentro. Desde entonces no volvió a funcionar debidamente y parecía captar cuándo no estaba yo presente para mantenerlo a raya. En cuanto volvía la espalda se paraba y en cuesti6n de horas sumia su con- tenido en un estado de avanzada putrefacci6n. A mi regreso más de una vez encontré a varios dowayos literalmente deshechos en lágrimas ante el «granero frío», lamentándose por la comida echa- da a perder, incapaces de poner en marcha el aparato pero a la vez 195
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