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LECTURES OBLIGATÒRIES - LA TEMPESTAD de SHAKESPEARE, Monografías, Ensayos de Historia del Arte

Asignatura: Historia de les arts esceniques ii, Profesor: Salvatierra, Carmina, Carrera: Història de l'Art, Universidad: UB

Tipo: Monografías, Ensayos

2016/2017

Subido el 17/02/2017

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¡Descarga LECTURES OBLIGATÒRIES - LA TEMPESTAD de SHAKESPEARE y más Monografías, Ensayos en PDF de Historia del Arte solo en Docsity! WILLIAM SHAKESPEARE LA TEMPESTAD 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales WILLIAM SHAKESPEARE LA TEMPESTAD DRAMATIS PERSONAE: ALONSO Rey de Nápoles SEBASTIÁN Hermano suyo PRÓSPERO Duque legítimo de Milán ANTONIO Hermano del precedente y usurpador de su ducado FERNANDO hijo del rey de Nápoles GONZALO Anciano consejero ADRIÁN, FRANCISCO Señores CALIBÁN Esclavo salvaje y deforme TRÍNCULO Clown ESTEBAN despensero borracho UN CAPITÁN De navío CUN CONTRAMAESTRE Marineros MIRANDA Hija de Próspero ARIEL Genio del Aire IRIS, CERES, JUNO, NINFAS Representaciones de espíritus Segadores Otros Espíritus al servicio de Próspero ESCENA: En el mar, a bordo de un navío. Después, en una isla GONZALO. – No se ahogará él, os lo garantizo, aunque el buque fuera menos resistente que una cáscara de nuez, o tan aguanoso como una muchacha lúbrica. CONTRAMESTRE. - ¡Que marche a bordadas, a bordadas! ¡Desplegad las dos velas! ¡Virad de lado! Entran Marineros, mojados MARINEROS. - ¡Todo está perdido! ¡A las plegarias! ¡A las plegarias! ¡Todo está perdido! (Salen) CONTRAMESTRE. - ¡Cómo! ¿ Habrán de helarse nuestras bocas? GONZALO. - ¡El rey y el príncipe están orando! Asistámoslo, pues nuestro caso es igual al suyo SEBASTIÁN. Pierdo la paciencia. ANTONIO. - ¡Perecemos absolutamente por culpa de unos borrachos!... ¡Este miserable hablador! ¡Que no estuvieras ahogado por el lavatorio de diez mareas! GONZALO. - ¡Será ahorcado, no obstante! ¡Aún cuando cada gota de agua se opusiera a ella y tratara de engullírselo! (Ruidos confusos en el interior) VARIASVOCES. - <<¡Misericordiadenosotros!...>> <<¡Zozobramos, zozobramos!>> <<¡Adiós, esposa!>> <<¡Adiós, hijos!>> <<¡Adiós, hermano!>> <<¡Nos hundimos! ¡Nos hundimos!...>> ANTONIO. - ¡Muramos todos con el rey! (Sale) SEBASTIÁN. - ¡Despidámonos de él!... (Sale) GONZALE. - ¡Diera ahora mil estadas de mar por un acre de tierra estéril; un extenso páramo, unos retamales espinosos, cualquier cosa! ¡Hágase la voluntad del Altísimo! Pero hubiera preferido morir de muerte seca. (Sale.) ESCENA II La Isla. Ante la gruta de Próspero Entran PRÓSPERO y MIRANDA MIRANDA. – Si con vuestro arte, padre queridísimo, habéis hecho rugir estas salvajes olas, aplacadlas. Dijérase que el cielo vertía pez infecta, si acaso el mar, elevándose hasta su mejilla, no lo salpicaba con su fuego. ¡Oh! ¡He sufrido con lo que veía sufrir! ¡Un arrogante buque, que encierra, a no dudar, algunas nobles criaturas, todo en mil pedazos! ¡Oh! ¡Sus gritos hallaban eco en mi corazón! ¡Pobres almas! Han perecido. Si hubiera dispuesto del poder de un dios, habría sorbido la mar en la tierra antes que ese bravo navío se sumergiese con su cargamento de almas. PRÓPERO. – Sosegaos. Nada de asombro. Decid a vuestro piadoso corazón que ningún infortunio ha sucedido. MIRANDA. - ¡Oh! ¡Día funesto! PRÓSPERO. – Ninguna desgracia. Nada he llevado a cabo que no fuera en beneficio suyo, que no hiciera por ti, ¡por ti, mi estimada, mi hija!..., que ignoras quién eres, que no me conoces ni te das cuenta de otra cosa sino que soy Próspero, el dueño de esta humilde gruta, más que tu padre. MIRANDA. – Nunca he intentado saber más. PRÓSPERO. – Ya es hora de que te informe por extenso. Préstame tu mano y despójame de mi mágica vestidura... Así (Coloca en el suelo su manto.) ¡Quédate ahí, mi talismán!... Seca tus ojos: consuélate. El terrible espectáculo de este naufragio, que ha despertado en ti la virtud de la compasión, lo he preparado yo tan acertadamente, merced a los recursos de mi arte, que allí no queda alma..., no, ni nadie ha perdido el valor de un cabello, entre aquellos cuyos gritos has oído y te han llenado de asombro. Siéntate; porque vas ahora a saber más de lo que sabes. MIRANDA. – Frecuentemente habéis querido contarme lo que soy; pero os deteníais y me dejabais en suspenso, diciéndome: <<Esperad, todavía no.>> PRÓSPERO. – Ha venido ahora el instante. Ha llegado el minuto en que es necesario abrir tus oídos. Obedece y está atenta. ¿Puedes recordar el tiempo en que aún no habitábamos en esta gruta? No creo que puedas, porque entonces no tenías más que tres años. MIRANDA. – Puedo, ciertamente, señor. PRÓSPERO. – Pero ¿cómo? ¿Evocando otra morada y personas? Cuéntame lo que pudo dejar alguna otra imagen a tus recuerdos. MIRANDA. – Es muy lejano; y más bien un sueño que una certidumbre que mi memoria podría garantizar. ¿No tenía yo a un tiempo cuatro o cinco mujeres que cuidaban de mí? PRÓSPERO. – Sí, Miranda, y más todavía. Pero ¿cómo es posible que persista esto en tu memoria? ¿Qué ves aún en las tinieblas del pasado y en el abismo del tiempo? Si te acuerdas de alguna cosa antes de venir aquí, debes recordar cómo viniste. MIRANDA. – Sin embargo, eso no lo recuerdo. PRÓSPERO. – Hace doce años, Miranda, doce años desde entonces, tu padre era duque de Milán y príncipe de poderío. MIRANDA. – Señor, ¿no sois vos mi padre? PRÓSPERO. – Tu madre fue un modelo de virtud, y ella me dijo que eras mi hija. Y tu padre era duque de Milán y su única heredera una princesa..., sin otra progenie. MIRANDA. - ¡Oh cielos! ¿Qué negra traición nos ha traído aquí, o qué felicidad nos ha conducido? PRÓSPERO. - ¡Ambas, ambas, hija mía! Por una negra traición, como dices, nos hallamos aquí; pero una felicidad nos condujo. MIRANDA. - ¡Oh! ¡Sangre destila mi corazón al pensar en los sufrimientos que torno a evocaros, de los cuales no conservo memoria! Proseguid, si gustáis. PRÓSPERO. – Mi hermano, y tío tuyo, Antonio de nombre... Óyeme bien, te ruego... ¡que abrigue un hermano tanta perfidia!; a él, a quien más amaba en el mundo después de ti, dejé confiada la dirección de mis estados. En esta época, de todas las señorías, la mía era la más importante, y Próspero sobrepujaba a los otros duques. Mi linaje era sin igual, y ninguno podía compararse conmigo en el conocimiento de las artes liberales, cuyo estudio me absorbía de modo que me desembaracé del peso del gobierno, abandonándolo a mi hermano, y viví en mi nación como un extranjero, completamente dado y aplicado a las ciencias ocultas. Tu tío desleal... ¿No me atiendes? MIRANDA. – Con la mayor atención, señor. más propicia, cuya influencia debo utilizar con cuidado si no quiero ver abatida para siempre mi fortuna. Ahora no me preguntes más. Te vence el sueño; es un buen reparador y déjale paso... Veo que no puedes defenderte de él... (MIRANDA se queda dormida.) ¡Ven acá, servidor, ven! Estoy dispuesto ya. ¡Acércate, mi Ariel, llega! Entra ARIEL ARIEL. - ¡Salve por siempre, gran dueño! ¡Salve, grave señor! Vengo a ponerme a las órdenes de tu mejor deseo; haya que hender los aires, nadar, sumergirse en el fuego, cabalgar sobre las rizadas nubes, a tu servicio estoy; dispón de Ariel y de todo su influjo- PRÓSPERO. - ¿Has ejecutado puntualmente la tempestad que te encomendé, espíritu? ARIEL. – Punto por punto. He abordado el navío del rey. Ora en la proa, ora en el centro, sobre cubierta, en cada camarote, mis llamadas han hecho maravillas. A veces me dividía y quemaba en muchos sitios; en la extremidad del mastelero, en las vergas, en el bauprés, arrojaba llamas diferentes, que luego se encontraban y reunían. Los relámpagos de Júpiter, precursores de los terrible estampidos del trueno, no se sucedían más momentáneos ni deslumbrantes. Los fuegos y estallidos de las detonaciones sulfúreas parecían sitiar al poderoso Neptuno y herir de espanto a las audaces olas. ¡Hasta su terrorífico tridente tembló!. PRÓSPERO. - ¡Mi valeroso genio! ¿Qué hombre fuera tan firme, tan animoso, que este tumulto no le hubiera trastornado la razón? ARIEL. – No hubo alma que no sintiese la fiebre de la locura y no diera señales de desesperación. Todos, menos los marineros, sumergiéronse en la onda amarga y espumeante, y abandonaron el buque totalmente incendiado por mí. Fernando el hijo del rey, con los cabellos erizados, más bien cañahejas de cabellos, fue el primero que saltó gritando: <<¡El infierno está vacío y todos los demonios se hallan aquí!>> PRÓSPERO. - ¡Bien, muy bien, genio mío! Pero ¿no estaba próxima la orilla? ARIEL. – Muy cercana, mi dueño. PRÓSPERO. – Y dime, ¿se encuentran salvos, Ariel? ARIEL. – Ni un cabello han perdido, ni una mancha se descubre en sus flotantes vestidos, a no ser más lucientes que antes; y siguiente tus órdenes, los he dispersado en grupos por la isla. En cuanto al hijo del rey, yo mismo lo he desembarcado, al cual acabo de dejar refrescando el aire con sus suspiros, sentado en un oculto rincón de esta isla, con los brazos cruzados en esta triste actitud. PRÓSPERO. – Dime, qué has hecho del navío del rey y de los marineros y cómo has dispuesto del resto de la flota. ARIEL. – El buque real se halla al abrigo del puerto; en el profundo ancón donde una vez me evocaste a medianoche para que fuera a buscarte rocío de las Bermudas, continuamente huracanadas. Allí se encuentra oculto. Todos los marineros reposan tendidos bajo las escotillas, donde los he dejado que duerman con el influjo de hechizos, a los que ha venido a unirse la fatiga que han debido de soportar. Y, por lo que resta de la flota por mí dispersada, ha vuelto a juntarse y boga sobre el Mediterráneo, haciendo vela rumbo a Nápoles, persuadidos de haber visto naufragar la nave del rey y perecer su sagrada persona. PRÓSPERO. – Ariel, has cumplido exactamente tu misión. Peor tengo que confiarte más trabajo aún. ¿En qué momento del día estamos? ARIEL. – Ha pasado el meridión. PRÓSPERO. – De dos ampolletas por lo menos. Debemos aprovechar el tiempo preciosísimo que nos queda hasta la hora sexta. ARIEL. - ¿Hay más trabajo? Puesto que me das tarea, permíteme recordarte lo que me prometiste y aún no has cumplido. PRÓSPERO. - ¡Cómo! ¿Malhumorado? ¿Qué es lo que puedes pedir? ARIEL. – Mi libertad. PRÓSPERO. - ¿Antes del tiempo establecido? Ni una palabra más. ARIEL. – Te ruego que te acuerdes de que te he prestado valiosos servicios; no te he mentido, no he cometido errores; ni murmuración. Me prometiste condenarme un año entero. PRÓSPERO. - ¿Has olvidado de qué tortura te libré? ARIEL. – No. PRÓSPERO. – Sí, y te imaginas estar exento porque huellas el limo de las profundidades saladas, corres sobre el viento punzante del Norte, y realizas mis negocios en las venas de la tierra cuando se halla endurecida con el cielo. ARIEL. – No, señor. PRÓSPERO. - ¡Mientes, maligno ser! ¿Has olvidado a la horrible bruja Sycorax, cuya vejez y maldad la hacían combarse en dos? ¿La has olvidado? ARIEL. – No, señor. PRÓSPERO. – Sí. ¿Dónde nació? Habla; respóndeme. ARIEL. – En Argel, señor. PRÓSPERO. - ¡Oh! ¿Era así? Debo recordarte una vez al mes lo que has sido, pues lo olvidas. Esa condenada hechicera, Sycorax, fue, como sabes, desterrada a Argel a causa de numerosas fechorías y de terribles embrujamientos incapaces de soportar por oídos humanos. En consideración a una sola de sus acciones no se le quiso quitar la vida. ¿No es verdad? ARIEL. – Sí, señor. PRÓSPERO. – Esta furia de ojos azules fue transportada a estos lugares con el niño de que estaba encinta, y abandonada aquí por los marineros. Tú, que hoy me sirves, le servías entonces de esclavo, como tú mismo me contaste; y como eras un espíritu excesivamente delicado para ejecutar sus terrestres y abominables órdenes, te resististe a secundar sus operaciones mágicas. Entonces ella, con la ayuda de agentes más poderosos, y en su implacable cólera, te confinó en el hueco de un pino. Aprisionado en aquella corteza permaneciste lastimosamente una docena de años, en cuyo espacio de tiempo hubo de morir ella, dejándote allí, desde donde dabas al viento tus sollozos con la rapidez de una rueda de molino. En dicha época, esta isla, a excepción del hijo que había dado a luz la bruja, un pequeño monstruo rojo y horrible, no era honrada con la presencia de un humano. ARIEL. – Sí; os referís a Calibán, su hijo. PRÓSPERO. – De esa criatura atrasada es de quien hablo, de ese Calibán que conservo a mi servicio. Sabe muy bien en qué tormento hube de hallarte. Tus gemidos hacían ladrar a los lobos y penetrban en el corazón de los siempre enfurecidos osos. Era un verdadero suplicio de condenado, que Sycorax no podía revocar. Este fue mi arte, cuando llegué y te oí; que hice abrir el pino y te permití salir de él ARIEL. – Te doy las gracias, dueño. PRÓSPERO. – Si tornas a murmurar, hendiré una encina y te ensartaré en sus nudosas entrañas, donde aullarás durante doce inviernos. ARIEL. – Perdón, dueño. Cumpliré tus mandatos y ejerceré gentilmente mis funciones de espíritu. PRÓSPERO. – Obra así, y dentro de dos días te libertaré. ARIEL. - ¡Qué noble es mi dueño! ¿Qué debo hacer? ¿Qué?, decidlo. ¿Qué debo hacer? PRÓSPERO. – Ve a transformarte en ninfa del mar. No seas visible sino para ti y para mí; sé invisible para los demás. Anda, revístete de esa forma y vuelve en seguida. Márchate, sal con presteza. (Sale ARIEL.) ¡Despierta, querido corazón, despierta! ¡Arriba, ya has dormido lo suficiente! ¡Levántate! Venid a estas arenas amarillas y cogeos las manos después de los saludos y los besos a las salvajes ondas, danzad alegremente aquí y allá. Dulces genios, llevad el estribillo. escuchad, escuchad. ESTRIBILLO [Entre bastidores.] ¡Guau... Uau...! [Como un eco.] Ladran los perros guardianes. [Entre bastidores.] ¡Guau... Uau...! [Como un eco.] ¡Escuchad, escuchad! Oigo el canto del audaz Chantecler. [Grito] ¡Qui-qui-ri-quí!... FERNANDO. - ¿De dónde viene esta música? ¿Del aire, o de la tierra? No se oye ya..., y a buen seguro se dirige a alguna divinidad de la isla. Sentado en la playa, llorando el naufragio del rey mi padre, se deslizó junto a mí esta música sobre las aguas, aplacando su furia y mi dolor con su dulce melodía. La he seguido hasta aquí, o más bien me ha traído ella; pero ha cesado... No, comienza de nuevo. ARIEL. – (Canta.) Tu padre yace enterrado bajo cinco brazas de agua; se ha hecho coral con sus huesos; los que eran ojos son perlas. Nada de él se ha dispersado, sino que todo ha sufrido la transformación del mar en algo rico y extraño. Las ondinas, cada hora, hacen sonar su campana. ESTRIBILLO [Entre bastidores.] ¡Ding-dong!... ¡Escuchad, ahora la oigo!... ¡Ding-dong!... ¡Dan!... (9) FERNANDO. - ¡Ese coro me recuerda a mi padre ahogado! Esto no es una cosa humana, ni el son pertenece a la tierra. Ahora lo siento por encima de mí. PRÓSPERO. – Levanta las cortinas franjeadas de tus ojos(10) y dime qué ves a lo lejos. MIRANDA. - ¿Qué es? ¿Un espíritu?... ¡Señor, cómo mira! Creedme, señor, tiene una arrogante presencia... Pero es un espíritu. PRÓSPERO. – No hija mía; come, duerme y tiene los mismos sentidos que nosotros. El galán que miras es uno del naufragio, y si no estuviera algo desfigurado por el sufrimiento, ese cáncer de la hermosura podría hallar en él una persona bizarra. Ha perdido sus compañeros, y vaga errante por encontrarlos. MIRANDA. – Tentada estoy por tomarle por una cosa divina, porque nada en la Naturaleza ha visto nunca tan noble. PRÓSPERO. – (Aparte.) Esto marcha, a lo que veo, como deseaba mi corazón. Espíritu, lindo espíritu, por este servicio te libertaré dentro de dos días. FERNANDO. - ¡Seguramente esta es la diosa a quien se dirigían aquellos cánticos! Dignaos decirme, os ruego, si moráis en esta isla y si consentiríais en instruirme acerca de lo que aquí me aguarda. Pero mi primer deseo, aunque lo exprese en último lugar, es saber, ¡oh maravilla!, si sois mortal o no. MIRANDA. - ¡Nada de maravilla, caballero, sino simplemente una doncella! FERNANDO. - ¡Mi idioma! ¡Cielos! ¡Me consideraría el primero de los hombres que hablan esta lengua si me hallase en el país en que se habla! PRÓSPERO. - ¡Cómo! ¿El primero? ¿Qué seríais si el rey de Nápoles te escuchara? FERNANDO. – Un simple mortal, como soy ahora, asombrado de oírte hablar de Nápoles. ¡El rey de Nápoles me oye! Por eso lloro. Yo mismo soy Nápoles, yo, cuyos ojos, desde entonces en lágrimas, han visto naufragar al rey mi padre. MIRANDA. - ¡Ay, qué desgracia! FERNANDO. – Sí, en verdad, él y todos sus cortesanos. El duque de Milán y su noble hija han desaparecido igualmente. PRÓSPERO. – El duque de Milán y su no menos noble hija podrían contradecirte si fuera el momento oportuno. (Aparte.) A primera vista han cambiado ojeadas. ¡Delicado Ariel, te haré libre! (A FERNANDO) Una palabra, querido señor. Temo que vos mismos os hayáis hecho algún agravio. Una palabra. MIRANDA. – (Aparte) ¿Por qué habla mi padre tan duramente? Es el tercer hombre que he visto y el primero por quien he suspirado. ¡Que la piedad mueva a mi padre por el lado a que se inclina mi corazón! Otra parte de la isla Entran ALONSO, SEBASTIÁN, ANTONIO, GONZALO, ADRIÁN, FRANCISCO y otros GONZALO. – Os lo ruego, señor, mostraos alegre. Tenéis, como todos nosotros, motivos de contento, pues nuestra salvación vale mucho más que nuestras pérdidas. Las razones que han llenado nuestros pechos de dolor son comunes. Cada día la esposa de algún marino, el contramaestre de algún armador y el armador mismo experimentan iguales ocasiones de desgracia. Pero respecto del milagro que nos ha salvado, apenas entre millares de individuos habrá unos cuantos que puedan jactarse de haber escapado al mismo peligro que nosotros. Contrabalancead, pues, señor, reflexivamente, nuestro dolor con nuestro consuelo. ALONSO. – Silencio, por favor. SEBASTIÁN. – Sus consuelos producen el efecto de un potaje frío. ANTONIO. – No le dejará tan pronto el visitador. SEBASTIÁN. – Mirad, da cuerda al reloj de su ingenio. No tardará en sonar. GONZALO. – Señor. SEBASTIÁN. – Una; contad. GONZALO. – Cuando se alimentan así cada uno de los pesares que sobrevienen, llega a recogerse... SEBASTÍAN. – Un dolor. GONZALO. – Lo que se recoge es un dolor, a buen seguro. Os habéis acercado a la palabra verdadera más de lo que suponíais. SEBASTIÁN. – Vos la habéis empleado más hábilmente de lo que hubiera creído. GONZALO. – De suerte, mi señor... ANTONIO. -¡Qué asco! ¡Cuán expedito es de palabras! ALONSO. – Ahorráoslas, os ruego. GONZALO. – Bien; he terminado; pero no obstante... SEBASTIÁN. - ¡Hablará! ANTONIO. - ¿Cuál de los dos, entre él y Adrián, cantará el primero? Se abre una buena apuesta. SEBASTIÁN. – El gallo viejo. ANTONIO. – El joven. SEBASTIÁN. – Apostado. ¿Qué va? ANTONIO. – Una carcajada. SEBASTIÁN. - ¡Hecho! ADRIÁN. – Aunque esta isla parece desierta... SEBASTIÁN. - ¡Ja, ja, ja! Seréis pagado. ADRIÁN. – Inhabitable y casi inaccesible. SEBASTIÁN. – Sin embargo... ADRIÁN. – Sin embargo... ANTONIO. - ¡La cosa era fatal! ADRIÁN. – El clima debe ser sutil, dulce y de sugestiva templanza. ANTONIO. – La Templanza(1) fue una moza sugestiva. SEBASTIÁN. – Sí, y sutil también, como con mucho acierto nos ha confesado. ADRIÁN. – El aire sopla aquí oreándonos deliciosamente. SEBASTIÁN. – Como si lo exhalaran pulmones podridos. ANTONIO. – O como si lo perfumara un pantano. GONZALO. – Aquí se halla todo cuanto es sutil a la vida. ANTONIO. – Cierto, salvo los medios de vivir. SEBASTIÁN. – De esos hay pocos o ninguno. GONZALO. - ¡Qué espesa y robusta parece la hierba! ¡Qué verde! ANTONIO. – El terreno es, en verdad, tostado. SEBASTIÁN. – Con un ligero tinte verdoso(2) ANTONIO. – No se equivoca mucho. SEBASTIÁN. – No, se contenta con alterar completamente la verdad. GONZALO. – Pero lo raro de esto, lo que es medio increíble... SEBASTIÁN. – Como la mayor parte de las rarezas... GONZALO. – Es que nuestros vestidos, a pesar de haberse mojado por el agua del mar, no han perdido nada de su lozanía y lustre. Más bien parecen acabados de teñir que impregnados de agua salada. ANTONIO. – Si uno solo de sus bolsillos pudiera hablar, ¿no le tacharía de embustero? SEBASTIÁN. – Sí, a no ser que se embolsara su mentira. GONZALO. – Nuestros vestidos me parecen ahora tan lozanos como cuando nos los pusimos por vez primera en África, en las bodas de Claribel (3), la bella hija del rey, con el monarca de Túnez. SEBASTIÁN. – Que fue un feliz enlace y de regreso venturoso. ADRIÁN. – Jamás fue Túnez agraciado con una reina tan incomparable. GONZALO. – Nunca, desde los tiempos de la viuda Dido. ANTONIO. - ¡Viuda! ¡Mala peste con la imputación! ¿De dónde sacáis lo de viuda? ¡Dido viuda! SEBASTIÁN. - ¿Cuándo ha dicho el poeta que Eneas fue también viudo? ¡Gran Dios, cómo lo entendéis! ANTONIO. - ¿La viuda Dido, decís? Me hacéis pensar. Ella era de Cartago, no de Túnez. GONZALO. – Esa Túnez, señor, fue Cartago. ADRIÁN. - ¿Cartago? SEBASTIÁN. – Pero él sería el rey. ANTONIO. – El fin de su república justifica su principio. GONZALO. – Todas las producciones de la Naturaleza serían en común, sin sudor y sin esfuerzo. La traición, la felonía, la espada, la pica, el puñal, el mosquete o cualquier clase de súplica, todo quedaría suprimido, porque la Naturaleza produciría por sí propia, con la mayor abundancia, lo necesario para mantener a mi inocente pueblo. SEBASTIÁN. - ¿Nada de casamientos entre sus vasallos? ANTONIO. – Ninguno, hombre. Sería una república de holgazanes, putas y bribones. GONZALO. – Gobernaría con tal acierto, señor, que eclipsaría la Edad de Oro. SEBASTIÁN. - ¡Dios guarde a Su Majestad! ANTONIO. - ¡Viva Gonzalo! GONZALO. – Pero... ¿me oís, señor? ALONSO. – No más, te ruego. Para mí es como si no dijeras nada. GONZALO. – Creo a pie juntillas a Vuestra Alteza, y si hablé así fue para aprovechar la ocasión de demostrar a estos caballeros, cuyos pulmones son de tan sensible disposición, que siempre ríen por nada. ANTONIO. – Era de vos de quien nos reíamos. GONZALO. – Que en ese tiroteo de locas chanzas no soy nada a vuestro lado. Podéis, por consiguiente, proseguir riendo por nada. ANTONIO. - ¡Qué golpe nos propina! SEBASTIÁN. - ¡Lástima que no haya dado en falso! GONZALO. – Sois caballero de fino temple. Sacarías la luna de su órbita, si permaneciera cinco semanas sin cambiar. Entra ARIEL, invisible, oyéndose música solemne. SEBASTIÁN. – Efectivamente, y después iríamos a cazar murciélagos a la luz de las antorchas. ANTONIO. – Vaya, mi señor, no os incomodéis. GONZALO. – No, os lo aseguro. No voy a aventurar mi discreción tan tontamente. ¿Os place reíros viéndome dormir? Porque siento alguna pesadez en la cabeza. ANTONIO. – Dormid, pues, escuchándonos. (Duérmense todos, menos ALONSO, SEBASTIÁN y ANTONIO.) ALONSO. - ¡Cómo! ¡Qué pronto se han quedado dormidos! Desearía que, al cerrarse mis ojos, lo hicieran también mis pensamientos A ello se sienten inclinados. SEBASTIÁN. – Plázcaos, señor, no rehusar la somnolencia que se os ofrece. Rara vez se dispone a visitar al dolor, y cuando consiente, reconforta. ANTONIO. – Nosotros dos, señor, guardaremos vuestra persona mientras descansáis y velaremos por vuestra seguridad. ALONSO. – Os lo agradezco. ¡Extraña pesadez!... (ALONSO duerme. Sale ARIEL.) Sebastián. -¡Qué singular letargo se apoderó de ellos! ANTONIO. – Es efecto del clima. SEBASTIÁN. - ¿Por qué, entonces, no cierra él nuestros párpados? Yo no me encuentro en disposición de dormir. ANTONIO. – Ni yo; mis espíritus están ágiles. Se aletargan todos a la vez, como de común acuerdo. Se han caído como heridos por el rayo. ¡Qué ocasión, noble Sebastián!... ¡Oh, qué ocasión!... No más... ¡Y sin embargo, me parece leer en tu rostro lo que podría ser!... La ocasión te llama, y mi potente imaginación ve bajar una corona sobre tu cabeza. SEBASTIÁN. - ¡Cómo! ¿Estás despierto? ANTONIO. - ¿No me oyes hablar? SEBASTIÁN. – Sí, y a buen seguro que es el lenguaje de un durmiente y platicas en sueños. ¿Qué es lo que decís? Extraño modo de descansar el dormir con los ojos de par en par abierto, estar en pie, hablar, moverse, y no obstante, sumido en tan profundo sueño. ANTONIO. – Noble Sebastián, dejas dormir o más bien morir tu suerte. Cierras los ojos, por más que estés despierto. SEBASTIÁN. – Roncas con claridad. Podrían interpretarse tus ronquidos. ANTONIO. – Estoy más formal que de costumbre, y vos también lo estaréis si me escucháis, lo que te hará tres veces grande(7). SEBASTIÁN. – Bien; soy agua estancada. ANTONIO. Yo os enseñaré a desbordaros. SEBASTIÁN. – Hazlo; mi pereza hereditaria me llevaría más bien a refluir hacia mi punto de origen. ANTONIO. - ¡Oh! ¡Si supierais hasta qué extremo alentáis mi proyecto, mientras os burláis así de él! ¡Cómo, cambiando la acepción de las palabras, las encontráis conformes a vuestra situación1 Los hombres irresolutos suelen, en verdad, aproximarse muy frecuentemente al fin pretendido, merced a su propio temor o a su pereza. SEBASTIÁN. – Explícate, te lo ruego. La preocupación impresa en tus ojos y mejillas anuncia que tienes algo importante que decirme y cuyo desembuchamiento seguramente te acongoja. ANTONIO. – En efecto, señor. Aunque ese noble de memoria débil, y que será más débil cuando se halle bajo tierra, haya medio persuadido al rey, pues el espíritu de la persuasión es lo único que le queda de que su hijo vive, es tan imposible que no esté ahogado como que nade ese que ahí duerme. SEBASTIÁN. – No tengo la menor esperanza de que se haya salvado. ANTONIO. - ¡Oh! Esa falta de esperanza, ¡cuánto debe acrecentar vuestras esperanzas! No tener esperanzas por ese lado es tenerlas por el otro tan altas, que la misma ambición no sabría concebirlas con la esperanza de que se realicen. ¿Convenís conmigo en que Fernando se ahogó? SEBASTIÁN. – Ha perecido. ANTONIO. – Entonces, decidme: ¿cuál es el heredero más inmediato de la corona de Nápoles? SEBASTIÁN. – Claribel. ANTONIO. – Ella, la reina de Túnez, que reside diez leguas más allá de la vida del hombre; que para recibir noticias de Nápoles necesita, a no ser que se le ofrezca el Sol por mensajero (el hombre de la Luna sería demasiado tardo), el tiempo preciso para que un recién nacido pueda tener barba y rasurarse, ella, que, ¿quién si no?, ha sido causa de que nos hayamos sumergido todos, excepto algunos salvados, destinados a representar un acto cuyo prólogo ha finalizado ya y cuyo desenlace depende de lo que decidáis. SEBASTIÁN. - ¿Qué galimatías es este?... ¿Cómo decís?... Cierto que la hija de mi hermano es reina de Túnez; cierto asimismo, que es la heredera del trono de Nápoles y que hay cierto espacio entre las dos regiones. ARIEL. – Próspero, mi señor, sabrá lo que he hecho. Marcha ahora, rey, con toda seguridad, en busca de tu hijo. (Sale.) ESCENA II Otra parte de la isla Entra CALIBÁN con una carga de leña. Oyese ruido de truenos CALIBÁN. - ¡Que todos los miasmas que absorbe el sol de los pantanos, barrancos y aguas estancadas caigan sobre Próspero y le hagan morir a pedazos! Sus genios me oyes, y, no obstante, no puedo menos de maldecirle. Pero si él no lo ordena, se guardarán de pellizcarme, de espantarme con visajes de erizo, de hundirme en el lodo, o, semejantes a hachones de fuego en la noche, extraviarme en mi camino. Sin embargo, no pierden ocasión de divertirse a mi costa. Unas veces parecen monos que me hacen muecas, aúllan tras de mí y luego me muerden, otras, como puercoespines, se revuelven sobre el sendero que siguen mis pies desnudos y enderezan sus puntas bajo mis pasos; frecuentemente me veo todo enroscado de culebras, que con sus lenguas partidas silban hasta volverme loco Entra TRÍNCULO ¡Vedlo ahora! ¡Mirad! He aquí uno de sus espíritus, que viene a atormentarme porque soy demasiado lento en llevar la leña. Voy a tenderme boca abajo. Quizá no me descubra. TRÍNCULO. – Aquí no ha breña ni arbolillo para guarecerse, y se prepara otra tempestad. La oigo cantar en el viento. Allá lejos, aquella nube negra, aquella inmensa nube, parece un sucio tonel pronto a vaciar su líquido. Si llega a tronar como antes, no sé dónde resguardaré mi cabeza. Aquella nube no ha de reventar sino lloviendo a cántaros. ¿Qué tenemos aquí? ¿Un hombre o un pez? ¿Muerto o vivo? Un pez, a juzgar por el hedor; un pez rancio; un pobre Juan y no de los más frescos. ¡Extraño pez! Si estuviera ahora en Inglaterra, como lo hice en otro tiempo, y tuviera este pez, aunque solo fuese en pintura, no habría tonto en día festivo que no diese por verle una moneda de plata. Este monstruo haría allí la fortuna de un hombre. Todo animal extraño enriquece a su dueño. Mientras no os darían un óbolo para socorrer a un mendigo lisiado, gastan diez por ver a un indio muerto. ¡Tiene piernas de hombre y sus aletas parecen brazos! ¡Está caliente, a fé mía! Cambio ahora de opinión. No es un pez, sino un insular herido por el rayo. (Truena.) ¡Ay! ¡Retorna la tempestad! Lo mejor es guarnecerme bajo su capa. No hay otro abrigo en los alrededores. ¡La miseria da al hombre extraños camaradas de lecho! Voy a agazaparme aquí hasta que pase el residuo de la tormenta. Entra ESTEBAN, cantando, con una botella en la mano ESTEBAN. No me veréis ir al mar, al mar; aquí quiero morir en la ribera... ¡Lúgubre tono para cantar en un entierro! Bien; aquí está el reconfortante. (Bebe.) El capitán, el piloto, el contramaestre y yo el artillero y su auxiliar. amábamos a Mall, a Meg, a Mariana y a Margarita; mas ninguno de nosotros se cuidó de Catalina, porque tenía una lengua como un dardo que impulsaba a gritar al marido: “¡Anda y que te ahorquen!” a ella no le gustaba el olor de la brea ni de la pez; en cambio, un sastre podía rascarla donde sentía comezón. ¡A la mar, pues, muchachos, y que ella vaya a ahorcarse! Esta es también una tonada triste; pero aquí está mi confortativo. (Vuelve a beber.) CALIBÁN. - ¡No me atormentes! ¡Oh!. ESTEBAN. - ¿Qué pasa? ¿Hay aquí diablos? ¿Es para hacer burla de nosotros el disfrazaros de salvajes y de indios? ¡Ya! No he escapado del naufragio para que me espanten ahora vuestras cuatro piernas. Porque ya lo dice el refrán: jamás un hombre de cuatro patas me hará perder terreno. Y así se repetirá mientras Esteban respire por las narices. CALIBÁN. - ¡El espíritu me atormenta! ¡Oh!. ESTEBAN. – Este es algún monstruo de la isla, con cuatro piernas, que habrá cogido una fiebre, a lo que presumo. ¿Dónde diablos ha aprendido nuestro idioma? Aunque sólo sea por eso, voy a darle algún auxilio. Si logro curarle, domesticarle y conducirle a Nápoles, será un presente digno del mayor emperador que haya andado sobre cuero de vaca. CALIBÁN. – No me atormentes, te suplico. Llevaré más aprisa la leña al hogar. ESTEBAN. – Está ahora en el acceso, y no profiere sino desvaríos. Probará mi botella. Si es la primera vez que bebe vino, hay probabilidades de que le cure su ataque. Si consigo que se restablezca y le domestico, el sacrificio no habrá sido demasiado grande. Reembolsaré lo que haya gastado con él, y eso con creces. CALIBÁN. – Todavía no me haces gran daño, pero pronto me lo harás; lo noto en tus temblores. Próspero obra ahora sobre ti. ESTEBAN. – Venid acá; abrid la boca. He aquí lo que os va a desatar la lengua, gato(1). Abrid la boca. Esto sacudirá vuestra fiebre, os lo aseguro. Seriamente, no sabéis qué amigo soy yo. (Da a beber a CALIBÁN) ¡Abrid aún las mandíbulas!. TRÍNCULO. – Dijera conocer esa voz. Debe de ser... ; pero está ahogado, y estos son demonios. ¡Oh! ¡Auxiliadme! ESTEBAN. – Te ruego que nos indiques ahora el camino, sin añadir palabra alguna... Trínculo, habiéndose ahogado todos nuestros compañeros, nosotros heredaremos aquí.. Toma, lleva mi botella. La volveremos a llenar en seguida, camarada Trínculo. CALIBÁN. – (Cantando ebriamente) ¡Adiós, amo, adiós, adiós! TRÍNCULO. - ¡Un monstruo aullando! ¡Un monstruo ebrio! CALIBÁN. No haré más estacadas para los peces; ni buscaré para el fuego, cuando se me mande ni fregaré la vajilla de madera, ni lavaré más los platos. Ban, ban, Ca, Calibán, (5) tienes nuevo amo, nuevo hombre te dan. ¡Libertd! ¡Prosperidad! ¡Prosperidad! ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Prosperidad! ¡Libertad! ESTEBAN. - ¡Oh bravo monstruo! ¡Condúcenos! (Salen.) ACTO TERCERO ESCENA I Ante la gruta de Próspero Entra FERNANDO, llevando un leño FERNANDO. – Hay algunos juegos que son penosos y cuya fatiga les presta mayor atractivo (1). Ciertas humillaciones pueden soportarse noblemente, y los procedimientos más mezquinos inducir a los más ricos fines. Esta baja ocupación sería para mí tan insoportable como odiosa; pero la amada a quien sirvo la vivifica de modo que transforma mis trabajo en placeres. ¡Oh! Ella es diez veces más gentil que su padre, desabrido y lleno de asperezas. Debo transportar algunos miles de estos troncos y colocarlos en pila, por sus órdenes crueles. Mi dulce dueña llora cuando me ve trabajar, y dice que tales humillaciones no han sido impuestas nunca a semejante ejecutor. Yo olvido; peor esos delicados pensamientos vienen a refrescar mis fatigas y cuanto más dura es mi tarea, más fácil me parece. Entra MIRANDA, y PRÓSPERO la sigue de lejos. MIRANDA. - ¡Ay! Os lo ruego, no trabajéis tan ardorosamente. Quisiera que el rayo hubiese consumido esos troncos que tenéis orden de poner en pila. Por favor, dejadlos y reposad. Cuando ardan, llorarán por haberos fatigado. Mi padre está embebido en el estudio. Os lo suplico, pues; descansad. No aparecerá durante estas tres horas. FERNANDO. - ¡Oh adoradísima amada! Él se ocultará antes que yo termine mi faena. MIRANDA. – Si queréis sentaros, llevaré yo, durante el transcurso, esos leños. Dadme este, os suplico; lo acarrearé a la pila. FERNANDO. - ¡No, preciosa criatura! Prefiero romperme los nervios, quebrarme los riñones, antes de veros entregada a tan humillante tarea, y yo cruzado de brazos. MIRANDA. – La soportaría tan bien como vos y la cumpliría con mucha más facilidad, pues pondría en ella mi buen deseo, mientras el vuestro le es contrario. PRÓSPERO. – (Aparte) ¡Pobre chiquilla! Estás envenenada. Esta entrevista me lo prueba. MIRANDA. – Parecéis cansado. FERNANDO. – No, noble señora. Para mí es una fresca alborada cuando estáis a mi lado en la noche. Decidme, os lo ruego, a fin de que lo incluya en mis plegarias. ¿cuál es vuestro nombre? MIRANDA. – Miranda... ¡Oh padre mío, acabo de desobedeceros revelándolo! FERNANDO. - ¡Admirable Miranda! ¡El colmo, verdaderamente, de la admiración! ¡Digna de lo que el mundo atesora de más sublime! He contemplado con los mejores ojos a muchas damas, y la armonía de su voz ha cautivado con frecuencia mi condescendiente oído; en diversas mujeres he estimado diversas cualidades, nunca a pleno corazón, pues algún defecto deslucía siempre la virtud más noble, poniendo en ella su mancha. Pero vos... ¡Oh vos! ¡Tan perfecta, tan incomparable, habéis sido formada con lo que existe de mejor en cada criatura! MIRANDA. – No recuerdo a nadie de mi sexo. No recuerdo las facciones de mujer alguna, salvo las mías, que mi espejo ha reflejado, ni he visto entre los que puedo llamar hombres más que a vos, buen amigo, y a mi querido padre. De cómo están formados los demás, no tengo la menor idea. Pero, por mi pureza, la joya de mi dote, no desearía en el mundo ningún otro compañero sino vos, ni podría la imaginación modelar figura de otro igual a vos, fuera de vos mismo. Pero charlo ligeramente y olvido las recomendaciones de mi padre. FERNANDO. – Soy, por mi alcurnia, un príncipe, Miranda; pienso que un rey, ¡ojalá no lo sea!; y esta esclavitud en un bosque me disgusta más que si la mosca aovase en mis labios... (2). Oído hablar a mi corazón. Desde el instante mismo en que os vi, mi corazón voló a vuestro servicio; allí reside hecho vuestro esclavo, y por afecto a vuestra persona me hallo convertido en este dócil leñador. MIRANDA. - ¿Me amáis? FERNANDO. - ¡Oh cielos! ¡Oh tierra! ¡Sed testigos de mis palabras y coronad mis deseos de un éxito feliz si soy sincero! ¡De lo contrario, trocad en infortunio la gloria que me está TRÍNCULO. - ¡Mientes, ignorantísimo monstruo! ¡Estoy en estado de derribar a un alguacil! ¡Pues qué! Pez depravado, ¿ha bebido nunca un cobarde tanto jerez como yo hoy? ¿Sostendrías esa monstruosa mentira, no siendo más que medio pez y medio monstruo? Calibán. - ¡Mira cómo se burla de mí! ¿Lo consentirás, milord? TRÍNCULO. - ¡Lord dice! ¡Qué idiota es este monstruo! CALIBÁN. - ¡Mira! ¡Mira! ¡Otra vez! ¡Muérdele hasta matarle, por favor! ESTEBAN. - ¡Trínculo, guardaos esa lengua expedita en vuestra boca! Si os sentís provocador, en el primer árbol que encuentre... Este pobre monstruo es mi súbdito y no permitirá una indignidad. CALIBÁN. – Gracias, mi noble señor. ¿Te placerá oír una vez más la petición que te he hecho? ESTEBAN. – A fe que sí. Arrodíllate y repítela. Yo me pondré en pie, así como Trínculo. Entra ARIEL invisible CALIBÁN. – Como te decía antes, estoy sometido a un tirano, a un hechicero, que por su ciencia me ha despojado de esta isla. ARIEL. - ¡Mientes! CALIBÁN. - ¡Mientes tú, mono burlón! ¡Tú! ¡Así te destruya mi valiente señor! ¡Yo no miento! ESTEBAN. - ¡Trínculo, si volvéis a interrumpirle en su narración, por esta mano que os haré saltar algunos dientes! TRÍNCULO. - ¡Cómo! ¡Si no he hablado! ESTEBAN. - ¡Chitón, pues, y ni una palabra más! (A CALIBÁN.) Prosigue. CALIBÁN. – Decía que, merced a su magia, se ha apoderado de esta isla, despojándome de ella. Si cuadra a tu grandeza, toma venganza..., porque sé que te atreves, pero este pusilánime no osa... ESTEBAN. – Nada más cierto. CALIBÁN. – Serías el señor de esta isla, y yo te serviría. ESTEBAN. - ¿Cómo podría realizarse? ¿Puedes conducirme hasta el individuo? CALIBÁN. – Sí, sí, mi señor. Te lo entregaré durante su sueño, y podrás hundirle un clavo en la cabeza. ARIEL. - ¡Mientes! No podrás. CALIBÁN. - ¡Qué imbécil este de los colorines!(6) ¡Miserable bufón!... Ruego a tu grandeza le golpees y le quites la botella. Cuando no la conserve, no beberá más que agua del mar, pues no le enseñaré dónde están los manantiales dulces. ESTEBAN. – Trínculo, no os expongáis a un peligro. Interrumpid al monstruo con otra palabra más, y por esta mano que dejaré mi compasión a la puerta y haré de ti un arenque salado.(7) TRÍNCULO. - ¿Por qué? ¿Qué he hecho? ¡Si no he dicho nada! Voy a colocarme más lejos. ESTEBAN. - ¿No me has dicho que este mentía? ARIEL. - ¡Mientes! ESTEBAN. - ¿Yo también? (Golpeando a TRÍNCULO.) ¡Toma esto! ¡Si os gusta, volved a darme otro mentís! TRÍNCULO. - ¡No te he desmentido!... Habéis perdido los sentidos y el entendimiento... ¡Mala peste con vuestra botella!... ¡He ahí las consecuencias del jerez y la bebida!.. ¡Maldito sea vuestro monstruo, y el diablo os lleve vuestros dedos! CALIBÁN. - ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ESTEBAN. – Sigue ahora tu historia. Y tú, apártate más, te ruego. CALIBÁN. – Pues, como te decía, acostumbra dormir la siesta. Por lo cual te será posible romperle el cerebro, tras apoderarte primero de sus libros, o con un bastón hendirle el cráneo, o despanzurrarle con una estaca, o cortarle la tranquearteria con tu cuchillo. Acuérdate, sobre todo, de cogerle los libros, porque sin ellos no es sino un tonto como yo, ni tiene genio alguno que le sirva. Todos le odian tan profundamente como yo. Quema tan sólo sus volúmenes; él posee excelentes utensilios, pues así los denomina, que encerrará en su casa cuando disponga de una. Pero lo más digno de consideración es la belleza de su hija, a quien él mismo llama incomparable. Nunca he visto una mujer, con las únicas excepciones de Sycorax, mi madre, y ella; pero sobrepasa a Sycorax como lo grande a lo pequeño. ESTEBAN. - ¿Tan hermosa es la joven? CALIBÁN. – Sí, señor. Convendrá a tu lecho, te lo aseguro, y te dará una linda descendencia. ESTEBAN. - ¡Monstruo, daré muerte a ese hombre! Su hija y yo seremos rey y reina, ¡Salve a nuestras majestades!, y Trínculo y tú, virreyes. ¿Te agrada el plan, Trínculo? TRÍNCULO. – Admirable. ESTEBAN. – Dame la mano. Estoy pesaroso de haberte golpeado; pero, mientras viva, procura retener la lengua. CALIBÁN. – Dentro de media hora estará dormido. ¿Quieres exterminarle entonces? ESTEBAN. - ¡Sí, por mi honor! ARIEL. – (Aparte.) Voy a contárselo a mi dueño. CALIBÁN. – Me pones gozoso. Estoy lleno de regocijo. Mostrémonos alegres. ¿Tendrías a bien entonarme la canción que me enseñabas hace un momento? ESTEBAN. – Haré justicia a tu petición, monstruo; justicia, sea como sea. Vamos, Trínculo, cantemos. (Cantan.) ¡Burlémoslos y vigilémoslos, y vigilémoslos y burlémoslos! ¡El pensamiento es libre! CALIBÁN. – Ese no es el tono. (ARIEL ejecuta e aire sobre un tamboril y una flauta.) ESTEBAN. - ¿Qué es eso? TRÍNCULO. – El tono de nuestro estribillo ejecutado por la figura de Nadie. ESTEBAN. - ¡Si eres hombre, muéstrate en tu verdadera forma! Si eres un demonio, cobra la que quieras. TRÍNCULO. - ¡Oh, perdonad mis pecados! ESTEBAN. - ¡Quien muere paga todas sus deudas! ¡Te desafío! ¡Piedad de nosotros!... ALONSO. – No he acabado de asombrarme de esas figuras, de esos gestos, de esos sonidos que, sin auxilio de la palabra, formaban una especie de lenguaje mudo y expresivo. PRÓSPERO. – (Aparte.) Reserva el elogio para el final. FRANCISCO. – Han desaparecido de una manera extraña. SEBASTIÁN. – No importa, toda vez que han dejado sus manjares tras sí. Y pues tenemos estómagos, ¿os placería probar estas viandas? ALONSO. – No, por mi parte. GONZALO. – A fe, señor, que no tenéis por qué temblar. Cuando éramos niños, ¿quién hubiera creído en la existencia de montañeses con papadas como los toros, cuyos cuellos cuelgan como alforjas de carne(3). ¿O que se den hombres que tengan la cabeza en el pecho? Hoy no hay viajero, apostando cinco contra uno(4), que no garantice la cosa. ALONSO. – Voy a sentarme y comer, aunque me cueste la vida. ¡Qué importa, una vez que ha pasado lo mejor!... Hermano, monseñor duque, acercaos también y haced como nos. Truenos y relámpagos. Entra ARIEL, en figura de arpía(5), bate sus alas sobre la mesa y, de una manera elegante(6) desaparece el banquete ARIEL. – Sois tres pecadores, que el Destino, que tiene por instrumento este bajo mundo y todo cuanto encierra, ha vomitado del insaciable océano sobre esta isla, donde ningún hombre debe habitar, pues que entre los hombres sois indignos de vivir. ¡Os vuelvo furiosos! (Viendo a ALONSO, SEBASTIÁN etc., tirar de las espadas.) ¡Con ese mismo valor los hombres se ahorcan o se ahogan! ¡Insensatos! Yo y mis compañeros somos los ministros del Destino. Los elementos de que se componen vuestras espadas igual podrían herir los vientos desencadenados, o con irrisorios golpes cortar la onda que vuelve a reunirse, como vosotros rozar una pluma de mis alas. Mis compañeros ministros son invulnerables. Aunque tratéis de herirnos, vuestros aceros son ahora demasiado pesados para vuestras fuerzas y no conseguiréis levantarlos. Pero recordad, pues tal es el objeto de mi misión, que vosotros tres habéis suplantado de Milán al virtuoso Próspero; que a él y a su inocente hija los habéis expuesto sobre el mar, que os ha castigado. A causa de esta acción odiosa, los prepotentes destinos, que pueden retardar, pero que no olvidan nunca, han amotinado los mares, las riberas, sí, las criaturas todas contra vuestra paz. A ti, Alonso, te han privado de tu hijo; y ellos os anuncian por mi voz que una lenta destrucción, peor que cualquiera clase de muerte, seguirá paso a paso por donde vayáis. Para preservaros de su furia, que, de otro modo, en esta isla desolada caerá sobre vuestras cabezas, no hay sino un remedio; la contrición del corazón y llevar una vida inmaculada. Desvanécese en el trueno. En seguida, al son de la música agradable, entran de nuevo las Figuras y danzan entre muecas y contorsiones y se llevan la mesa del banquete. PRÓSPERO. – (Aparte.) Has tomado admirablemente la forma de la arpía, mi Ariel. Poseías gracia en medio de tu ferocidad. Nada has omitido de mis instrucciones en tus palabras. Del mismo modo, con suma animación y extraño esmero, han cumplido mis agentes secundarios sus diferentes funciones. Mis encantos irresistibles obran, y mis enemigos son prisioneros del delirio. Ahora están en mi poder, y los deja en su frenesí, mientras visito al joven Fernando, a quien suponen ahogado, y a su amada, que también es la mía. (Desaparece arriba.). GONZALO. – Por todo lo más sagrado, señor, ¿por qué permanecemos en este extraño éxtasis? ALONSO. - ¡Oh, sí! ¡Es monstruoso! ¡Monstruoso! ¡Me pareció que la voz de las ondas me hablaba reprochándomelo!... ¡Que lo cantaban los vientos!... ¡Que el trueno, órgano profundo y terrorífico, pronunciaba el nombre de Próspero, y que con broncos acentos relataba mi crimen! ¡Mi hijo descansa en el limo del mar! Voy a buscarlo a las profundidades donde nunca penetró la sonda y a sepultarme en el fango con él! (Sale.) SEBASTIÁN. - ¡Que salga un solo demonio a tiempo, y retaré a combate a sus legiones! ANTONIO. - ¡Seré tu segundo! (Salen SEBASTIÁN y ANTONIO) GONZALO. – Los tres se hallan desesperados. Su inmenso crimen, a semejanza de esos venenos que sólo obran mucho tiempo después, comienza ahora a agitar sus espíritus... Os ruego a vosotros, que tenéis los miembros más flexibles, que los sigáis apresuradamente y los preservéis de las consecuencias a que puede ahora inducirlos semejante frenesí. ADRIÁN. – Acompañadme, os suplico. (Salen). ACTO CUARTO ESCENA ÚNICA Ante la gruta de Próspero Entran PRÓSPERO, FERNANDO y MIRANDA PRÓSPERO. – Si os he castigado con demasiada severidad, el precio que recibís repara largamente vuestras fatigas; pues os entrego el hilo de mi propia existencia, es decir, aquello por lo cual vivo. Una vez más la deposito en tus manos. Todas las vejaciones que te he impuesto eran para probar tu amor, y has salido maravillosamente de la prueba. Aquí ante el Cielo, ratifico mi precioso don. ¡Oh Fernando! No te rías de las alabanzas que le he dirigido, pues tú mismo hallarás que supera a todos los elogios y los deja muy atrás. FERNANDO. – Lo creo, contra lo que pueda sostener un oráculo. PRÓSPERO. – Recibe pues, mi hija como un presente mío y como una adquisición que dignamente has conquistado. Pero si rompes su nudo virginal antes que se celebren todas las ceremonias santas, según los sagrados ritos, en vez de que el cielo deje caer un dulce rocío(1) para que florezca vuestra unión, el odio estéril, el desdén de áspera mirada y la discordia sembrarán el enlace de vuestro lecho de zarzas tan punzantes que los dos acabaréis por detestarlo. Esperad, por consiguiente, que os ilumine la lámpara de Himeneo. FERNANDO. – Así como aguardo que semejante amor me proporcione días tranquilos, una hermosa descendencia y una dilatada vida, el antro más oscuro, el lugar más propicio, la sugestión más fuerte de nuestro más malvado genio, no convertirán nunca mi amor en lascivia, para adelantar el placer de la celebración de nuestros esponsales, en cuyo día me parecerá que los corceles de Febo se han abatido, o que la noche está encadenada en el infierno. PRÓSPERO. – Bien dicho. Entonces, siéntate y habla con ella. Te pertenece... ¡Eh, Ariel! ¡Mi ingenioso servidor Ariel! Entra ARIEL ARIEL. - ¿Qué desea mi poderoso dueño? Aquí estoy. IRIS Para celebrar un enlace de verdadero amor Y recompensar libremente con alguna donación A los bendecidos amantes. CERES Dime, arco celeste, ¿sabes tú si Venus o su hijo guardan ya a la reina? Desde que maquinaron los medios de entregar mi hija al sombrío Plutón(9) a la escandalosa compañía de ella y su hijo ciego, he renunciado. IRIS. De su sociedad No tengas miedo. He encontrado a esa diosa Hendiendo las nubes hacia Pafos, y a su hijo, Que iba con ella en un carro tirado por palomas. Creían poder arrojar Algún sortilegio libertino sobre este varón y esta doncella, Que han jurado no cumplir el rito nupcial Hasta que los ilumine la antorcha de Himeneo; pero en vano; La ardorosa concubina de Marte ha partido de nuevo: Y su vástago irascible ha roto sus flechas, Jurando no lanzarlas jamás, sino que se entretendrá con los gorriones A la manera de un niño CERES La más alta reina del Olimpo(10) La gran Juno, viene. La conozco en sus pasos. Entra JUNO JUNO ¿Cómo está mi bondadosa hermana? Ven conmigo a bendecir esta pareja para que puedan ser prósperos, y se honren con progenie. CANCIÓN ¡Honor, riqueza, unión bendita, larga vida y progenitura os circunden alegres hora a hora (11), Juno canta sus bendiciones sobre vosotros. CERES. ¡Que los frutos de la tierra, la abundancia, vuestras granjas y graneros nunca se vean vacíos; que se acrecienten las viñas con los racimos compactos; que se curven las plantaciones bajo el peso de su rendimiento; que la primavera llegue para vosotros lo más tarde(12) al final de la cosecha! ¡Que la escasez y la necesidad no os aflijan nunca! Tales son las bendiciones de Ceres. FERNANDO. - ¡Portentosa visión1 ¡Armonioso encantamiento! ¿Seré temerario al suponerlos espíritus? PRÓSPERO. – Espíritus que gracias a mi arte he hecho salir del fondo de sus retiramientos para que obedezcan hoy a mi fantasía. FERNANDO. - ¿Dejadme vivir aquí siempre! ¡Un padre, una esposa tan maravillosamente raros, hacen de este lugar un paraíso! (JUNO y CERES cuchichean y envían a IRIS a ejecutar una orden.) PRÓSPERO. - ¡Chis! ¡Silencio ahora!... Juno y Ceres cuchichean con aire formal. Queda todavía algo por ver. ¡Chitón y permaneced mudos, o de lo contrario se romperá el hechizo!. IRIS. Ninfas, llamadas náyades, de los errantes arroyuelos, las de coronas de juncos y miradas inocentes, abandonad vuestras lindes ondulantes y sobre este césped Vuelve a entrar ARIEL, cargado de vestidos brillantes, etcétera. Anda, cuélgalos en esa cuerda. (PRÓSPERO y ARIEL permanecen invisibles) Entran CALIBÁN, ESTEBAN y TRÍNCULO, todos mojados CALIBÁN. – Os lo suplico, deslizaos silenciosamente, para que el ciego topo no oiga vuestros pasos. Henos ya junto a su gruta. ESTEBAN. – Monstruo, vuestra hechicería, que, según habéis dicho, no es una hechicería maliciosa, ha jugado con nosotros mejor que el Jack. TRÍNCULO. – Monstruo, huelo por todas partes orines de caballo, lo que pone a mi nariz en gran indignación. ESTEBAN. – Y a la mía igualmente... ¿Lo oís, monstruo? Si me esfuerzo contra vos, vais a ver... CALIBÁN. – Mi buen amo, consérvame todavía en tu favor. Sé paciente, pues la presa a que te guío te indemnizará de estos tropiezos. Habla, pues, quedamente. Todo está, no obstante, tan tranquilo como a medianoche. TRÍNCULO. – Sí; pero perder nuestras botellas en la balsa... ESTEBAN. – No sólo es una vergüenza, y una deshonra, monstruo, sino una desgracia irreparable. TRÍNCULO. – Una pérdida que siento más que mi humedad. ¡Sin embargo, estos son vuestros hechizos sin malicia, monstruo! ESTEBAN. - ¡Quiero volver a buscar mi botella, aunque me vea hundido hasta las orejas por mi trabajo! CALIBÁN. – Ten calma, por favor, rey mío. Mira ahí, esa es la entrada de la gruta. No hagas ruido y penetra. Comete el crimen dichoso que te convertirá en dueño perdurable de esta isla, y a mí, tu Calibán, en tu lamepiés. ESTEBAN. – Dame la mano. Comienzo a acariciar pensamientos de sangre. TRÍNCULO. - ¡Oh rey Esteban! ¡Oh par! ¡Oh digno Esteban! ¡Mira qué guardarropa hay aquí para ti!(22). CALIBÁN. - ¡Deja eso, idiota! No son más que andrajos. TRÍNCULO. - ¡Oh! ¡Jo! ¡Monstruo! ¡Sabemos lo que conviene a una prendería!... ¡Oh rey Esteban! ESTEBAN. - ¡Deja ese vestido, Trínculo! ¡Por estas manos, que me corresponde este vestido! TRÍNCULO. - ¡Lo tendrá Tu Gracia! CALIBÁN. - ¡Que ahogue a este imbécil la hidropesía! ¿Qué vais a conseguir con semejantes arreos? ¡Dejadlos ahí, y emprended primero el asesinato! Si se despierta, llenará de pies a cabeza nuestra piel de mordeduras, haciendo de nosotros una extraña criba. ESTEBAN. – Tranquilizaos, monstruo... (Poniendo las manos sobre la cuerda.) Señora cuerda, ¿no es este mi jubón? Ahora, jubón, vais a perder el cabello y a convertiros en un jubón calvo(23). TRÍNCULO. – Vamos, no disgustes a Vuestra Gracia; nosotros robaremos con la cuerda y el cordel. ESTEBAN. – Te felicito por el chiste. Toma por él esta vestidura. No se diga que el ingenio permanece sin recompensa en tanto sea yo rey de este país. <<Robar con cuerda y cordel.>> ¡Excelente chuscada de magín! Coge otro vestido por la expresión. TRÍNCULO. – Acercaos, monstruo; poned liga en vuestros deseos, y arramblad con los demás. CALIBÁN. – No quiero nada. Perdemos un tiempo precioso, y muy pronto vamos a vernos transformados todos en cirrópodos o monos(24) de villana frente deprimida. ESTEBAN. – Monstruo, alargad los dedos. Ayudadnos a transportar esto al paraje en que está mi barril de vino, u os expulso de mi reino. Andad, transportadlo. TRÍNCULO. – Y esto. ESTEBAN. – Sí, y esto. Óyese estrépito de cazadores. Entran diversos Espíritus en figura de sabuesos, y persiguen a CALIBÁN, ESTEBAN y TRÍNCULO; PRÓSPERO y ARIEL los azuzan. PRÓSPERO. - ¡Hey, Montaña, hey! ARIEL. - ¡Plata! ¡Por aquí, Plata! PRÓSPERO. - ¡Furia! ¡Furia! ¡Aquí, Tirano, aquí!... ¡Oye, oye! (CALIBÁN, ESTEBAN y TRÍNCULO huyen a todo correr, perseguidos por los perros.) ¡Ve, encarga a mis duendes que trituren sus junturas con secas convulsiones; que encojan sus músculos con terribles calambres y que los marquen con más pellizcos que manchas tienen los leopardos o la pantera! ARIEL. - ¡Oye cómo rugen! PRÓSPERO. - ¡Déseles ruda caza! A estas horas todos mis enemigos están a mi merced. Bien pronto mis trabajos tocarán a su fin, y tú gozarás el aire a plena libertad. Sígueme por un poco tiempo todavía, y préstame tus servicios (Salen) ACTO QUINTO ESCENA ÚNICA Ante la gruta de Próspero Entran PRÓSPERO, con su vestido mágico y ARIEL PRÓSPERO. – Mi proyecto va tocando ahora a su fin. Mis encantos no pierden su poder; obedecen mis espíritus, y este período crítico de mi vida se cumple a tenor de mis deseos. ¿En qué hora estamos? ARIEL. – En la sexta, hora en que, según me habéis dicho, señor, terminarían nuestros trabajos. Bajo el capullo que pende del tallo PRÓSPERO. - ¡Bravo, mi gentil Ariel! ¡Mucho habré de echarte de menos; no obstante, serás libre!... Así, así, así...(4). Corre al navío del rey, invisible como estás. Allí encontrarás a los marineros durmiendo bajo las escotillas. Una vez despiertos el capitán y el contramaestre, condúcelos aquí y lo más rápidamente posible, te lo ruego. ARIEL. – Beberé los vientos delante, y estaré de vuelta antes que vuestro pulso dé dos pulsaciones. GONZALO. - ¡Tormentos, turbaciones, asombros, estupefacción, todo revuelto, residen aquí! ¡Que algún poder celestial nos saque de esta espantosa isla! PRÓSPERO. - ¡Contempla, soberano rey, a Próspero, el ultrajado duque de Milán! Para mayor seguridad de que es un príncipe viviente quien te habla, te estrecho en mis brazos y te doy una cordial bienvenida a ti y a tus compañeros. ALONSO. – Si lo eres o no, o alguna forma encantada para abusar de mí, como ya he observado, lo ignoro... Tu pulso late como si fuera de carne y sangre, y desde que te he visto se mejora la aflicción de mi alma, con lo cual temo que se apodere de mí la locura. Todo esto, si verdaderamente ha sucedido, es una extraña historia. Renuncio a tu ducado y te ruego me perdones mis faltas... Pero ¿cómo es posible que Próspero viva y esté aquí? PRÓSPERO. – (A GONZALO.) ¡Primero, noble amigo, déjame estrechar tu vejez, cuyo honor no puede medirse ni aquilatarse! GONZALO. – Sea esto o no un sueño, no podría jurarlo. PRÓSPERO. – Os halláis aún bajo ciertas fascinaciones de la isla(5), lo que os impide creer en la realidad de las cosas... ¡Sed todos bien venidos, amigos!... (Aparte, a SEBASTIÁN y ANTONIO) En cuanto a vos, mi par de señores(6), si quisiera podría hacer atraer hacia vos la cólera de Su Alteza y desenmascararos como traidores; por el momento, nada he de contarle. SEBASTIÁN. – (Aparte). El diablo habla por él. PRÓSPERO. – No... (A ANTONIO) Respecto de vos, el más malvado de todos, a quien no podría llamar hermano sin infectar mi boca, te perdono tu más negra infamia, todas las infamias, y reclamo de ti mi ducado, que estarás, según creo, dispuesto a devolverme. ALONSO. – Si eres Próspero, danos detalles de tu salvación. Cuéntanos cómo nos has hallado aquí a nosotros, que hace tres horas naufragamos sobre esta ribera, donde he perdido, ¡cómo me desgarra el alma su recuerdo!, a mi querido hijo Fernando. PRÓSPERO. – Lo siento, señor. ALONSO. – La pérdida es irreparable, y la paciencia me dice que nada la puede calmar. PRÓSPERO. – Más bien pienso que no habéis implorado su auxilio. Yo reclamé la ayuda de su dulce gracia para una pérdida semejante, y reposo contento. ALONSO. - ¿Vos una pérdida semejante? PRÓSPERO. – Tan grande para mí y tan reciente como la vuestra, y para ayudarme a soportar tan querida falta tengo medios mucho más débiles que los que vos podéis llamar para que os conforten. Porque yo he perdido a mi hija. ALONSO. - ¿Una hija? ¡Oh cielos! ¡Que no estuvieran ambos, vivos, en Nápoles, y fuesen allí el rey y la reina! Por ello desearía hallarme sepulto en el fangoso lecho donde descansa mi hijo. ¿Cuándo habéis perdido a vuestra hija? PRÓSPERO. – En la última tempestad. Noto que estos señores se hallan tan estupefactos por el encuentro, que pierden la razón, y a duras penas dan crédito al testimonio de sus ojos, ni se imaginan que mis palabras son humanas. Pero sea cual fuere la turbación de vuestros sentidos, tened por seguro que soy Próspero y el duque mismo que fue expulsado de Milán, quien desembarcó de la manera más extraña en esta ribera donde habéis naufragado, para convertirse en su dueño. Pero no hablemos más del asunto; porque es una crónica para narrarse a diario, no una relación de sobremesa, ni conveniente a esta primera entrevista. Sed bien venido, monarca. Esta gruta es mi corte. Aquí tengo escasos servidores, y afuera ningún súbdito. Contempladla, os ruego. Ya que me habéis restituido mi ducado, quiero indemnizaros con un rico presente, o, al menos, ofreceros un espectáculo maravilloso, que os causará tanto placer como a mí vuestra restitución. Ábrese la entrada de la gruta, y aparecen FERNANDO y MIRANDA, jugando al ajedrez(7) MIRANDA. – Dulce sueño, me hacéis trampas. FERNANDO. – No, mi carísimo amor; no las haría por lo que vale el mundo. MIRANDA. – Sí; porque yo os lo permitiría por una veintena de reinados, y lo calificaría de juego limpio. ALONSO. – Si es también una visión de la isla, habré perdido dos veces a mi adorado hijo. SEBASTIÁN. - ¡Es el milagro más portentoso! FERNANDO. - ¡Aunque los mares amenacen, tienen misericordia! ¡Los he maldecido sin causa! (Postrándose ante ALONSO) Alonso. - ¡Ahora, que todas las bendiciones de un padre venturoso lo circunden! Levántate y dime cómo estás aquí. MIRANDA. - ¡Oh prodigio! ¡Qué arrogantes criaturas son estas! ¡Bella humanidad! ¡Oh espléndido mundo nuevo, que tales gentes produce! PRÓSPERO. – Nuevo, en efecto, es para ti. ALONSO. - ¿Quién es esta joven con quien jugabas? Vuestras antiguas relaciones no deben remontarse a tres horas. ¿Es la divinidad que nos ha separado y nos reúne ahora? FERNANDO. – Señor, es mortal; pero por una inmortal Providencia es mía. La elegí cuando no podía solicitar de mi padre el consentimiento, ni contaba con él ya. Es hija de este famoso duque de Milán, de quien oí hablar tantas veces, pero a quien no conocí hasta ahora; de quien he recibido una segunda vida y a quien considero mi segundo padre por esa joven. ALONSO. – Y yo el suyo. Pero ¡oh!... ¡Qué tremendo es para mí el que haya de pedir perdón a mi hija por el pasado! PRÓSPERO. – Deteneos ahí, señor. No carguemos nuestros recuerdos con pesadumbres idas. GONZALO. - ¡A no vedármelo mis lágrimas internas, hubiera hablado ya! ¡Inclinad vuestras miradas, dioses, y esparcid sobre esta pareja una corona de bendiciones! Porque habéis sido vos quien ha trazado la senda que nos ha conducido aquí. ALONSO. – Yo digo amén, Gonzalo. GONZALO. - ¿Fue Milán expulsado de Milán para que su descendencia reinase en Nápoles? ¡Oh! ¡Que nuestras alegrías rebasen las alegrías ordinarias y escríbase esto en letras de oro sobre columnas imperecederas! En mi viaje, Claribel ha encontrado marido en Túnez, y Fernando, su hermano, una esposa donde él propio se había perdido; Próspero, su ducado en una isla miserable; y todos nosotros, a nosotros mismos, cuando ningún hombre se pertenecía. ALONSO. – (A FERNANDO y MIRANDA.) ¡Dadme las manos! ¡Que las tristezas y el pesar aprieten el corazón de los que no deseen vuestra ventura! GONZALO. - ¡Así sea! ¡Amén! Vuelve a entrar ARIEL con el CAPITÁN y el CONTRAMAESTRE, que le siguen, dando señales de estupefacción PRÓSPERO. – Sus costumbres son tan monstruosas como su figura. Id a mi gruta, tuno, con vuestros compañeros. Si queréis obtener mi perdón, arregladla cuidadosamente. CALIBÁN. – Sí, lo haré, y desde hoy en adelante seré más razonable y buscaré vuestra complacencia... ¡Qué séxtuple asno era, al tomar por un dios a este borracho e inclinarme ante este idiota lúgubre! PRÓSPERO. - ¡Vamos, aprisa! ALONSO. - ¡Fuera de aquí y dejad ahora esos pingajos donde los habéis hallado! SEBASTIÁN. – O, más bien, robado. (Salen CALIBÁN, ESTEBAN y TRÍNCULO) PRÓSPERO. – Señor, invito a Vuestra Alteza y a su séquito a mi humilde gruta, donde podéis descansar esta noche; y donde, una parte de ella, os haré tales relatos que, a no dudar, transcurrirá con rapidez. Os contaré la historia de mi vida, los accidentes particulares sucedidos desde mi llegada a esta isla; y a la madrugada os conduciré a vuestro navío y luego a Nápoles, donde espero presenciar las bodas solemnes de nuestros caros enamorados. En seguida me retiraré a Milán, donde de cada tres de mis pensamientos, uno se consagrará a mi tumba. ALONSO. – Me impaciento por escuchar la historia de vuestra vida, que resonará maravillosamente en mis oídos. PRÓSPERO. – Os lo relataré todo. Y os prometo una mar tranquila, viento favorable y velas tan rápidas que pronto habréis rebasado a vuestra real flota... (Aparte, a ARIEL.) Mi Ariel, mi polluelo, este es tu servicio. ¡Inmediatamente recobra en los elementos tu libertad, y adiós!... Acercaos, si os place. (Salen.) EPÍLOGO Recitado por PRÓSPERO Ahora quedan rotos mis hechizos y me veo reducido a mis propias fuerzas, que son muy débiles. Ahora, en verdad, podríais confinarme aquí o remitir a Nápoles. No me dejéis, ya que he recobrado mi ducado y perdonado al traidor, en esta desierta isla por vuestro sortilegio, sino libradme de mis prisiones con el auxilio de vuestra manos. Que vuestro aliento gentil hinche mis velas, o sucumbirá mi propósito, que era agradaros. Ahora carezco de espíritus que me ayuden, de arte para encantar, y mi fin será la desesperación, a no ser que la plegaria me favorezca, la plegaria que conmueve, que seduce a la misma piedad, que absuelve toda falta. Así, vuestros pecados obtendrán el perdón, y con vuestra indulgencia vendrá mi absolución FIN ESTE LIBRO FUE DIGITALIZADO POR LA VOLUNTARIA SILVIA DOMÍNGUEZ. ________________________________________ Súmese como voluntario o donante , para promover el crecimiento y la difusión de la Biblioteca Virtual Universal. Si se advierte algún tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le solicitamos visite el siguiente enlace.
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