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Orientación Universidad
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Libro de Alejandro Casona, Traducciones de Lengua y Literatura

Narra la obra de los arboles mueren de pie

Tipo: Traducciones

2023/2024

Subido el 18/06/2024

javier-castillo-71
javier-castillo-71 🇬🇹

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¡Descarga Libro de Alejandro Casona y más Traducciones en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! Alejandro Casona LOS ÁRBOLES MUEREN DE PIE Comedia en tres actos Esta obra se estreno en el teatro Ateneo, de Buenos Aires, el día 1 de abril de 1949, con el siguiente reparto: PERSONAJES ACTORES MARTA-ISABEL ................ Luisa Vehil. LA ABUELA...................... Amalia S. Ariño. GENOVEVA ..................... Teresa Serrador. HELENA, secretaria.......... Carmen Domenech. AMELIA, mecanógrafa ..... Leda Zanda. FELISA, doncella ............ Soledad Marcó. MAURICIO ..................... Esteban Serrador. SEÑOR BALBOA................. Francisco L. Silva. EL OTRO ........................ Alberto Closas. EL PASTOR-NORUEGO ......... Francisco Donadío. EL ILUSIONISTA ................ José M. Navarro. EL CAZADOR .................... Cayetano Blondo. EL LADRÓN DE LADRONES ..... José Couto. HELENA. Acostúmbrese a obedecer sin preguntar; es mejor para todos. (Arranca la hoja del bloc y se la da con la ficha y la carpeta.) (La mecanógrafa va a salir.) Otra cosa; si llega una muchacha de ojos tristes, con boina a la francesa y tarjeta azul, hágala pasar inmediatamente. MECANÓGRAFA. ¿La del ramo de rosas? HELENA. ¿Cómo lo sabe? MECANÓGRAFA. No fue culpa mía; lo oí, sin querer, cuando se lo estaba diciendo el Jefe. HELENA. Director. MECANÓGRAFA. Disculpe. (Sale. La Secretaria se sienta a ordenar papeles y tomar notas. Entra, de secretaría, el Pastor protestante; un tipo demasiado perfecto para ser verdadero. Viene de un humor nada evangélico.) HELENA y PASTOR PASTOR Esto ya es demasiado. ¡Protesto! Respetuosamente, pero protesto. HELENA.—(Sin abandonar su trabajo.) ¿Otra vez? PASTOR. Yo he sido llamado aquí como especialista en idiomas: nueve lenguas vivas y cuatro muertas, cuarenta años de estudios, cinco títulos universitarios... y total ¿para qué? ¿Hasta cuándo me van a tener ocupado en trabajos inferiores? HELENA. ¡Cómo! ¿A un problema de conciencia, con dudas religiosas y en una dama escocesa, le llama usted un trabajo inferior? PASTOR. ¡Pero otra solterona! Ya llevo cuatro en menos de una semana. Y si hay algo en este mundo que un solterón no puede soportar es una solterona. HELENA. Muy galante. PASTOR. No lo digo por usted. Usted no es una mujer. HELENA. Gracias. PASTOR. Quiero decir que es un amigo, un camarada. Por eso le hablo con el corazón en la mano. ¡Protesto, protesto y protesto! (Se arranca una patilla. Helena se levanta.) HELENA. Cálmese, reverendo. PASTOR.—(Repentinamente alarmado mira en torno y baja la voz). ¿Por qué me llama reverendo? ¿Hay alguien? HELENA. Nadie; tranquilícese. PASTOR. Ah. (Se arranca la otra patilla.) HELENA. Y cámbiese inmediatamente. (Le tiende un papel.) Tiene otra misión delicada para hoy. PASTOR.—(Sin ilusión.) Sí, ya sé. ¡Barco noruego a la vista! ¿Tengo que ser yo el que vaya al puerto? HELENA. No tenemos otro que conozca ese idioma. ¡Piense en la emoción de esos muchachos al escuchar tan lejos una vieja canción de la tierra! PASTOR. ¡No irá a decirme que un trabajo así justifica cinco títulos universitarios! HELENA.—(Dejando el tono amistoso para imponerse.) Aquí nadie tiene el derecho de elegir sus consignas. ¡O se obedece a ciegas o se abandona la lucha! PASTOR. En fin... todo sea por la causa. (Deja resignado su biblia y sus lentes. Corre la cortina descubriendo el vestuario, se quita la levita, y mientras sigue el diálogo va poniéndose una camiseta marinera y las altas botas de agua sobre el mismo pantalón.) HELENA. ¿Consiguió tranquilizar la conciencia de esa dama? PASTOR. ¿Qué dama? HELENA. Miss Mácpherson. La solterona escocesa. PASTOR. Ah, sí, supongo que sí. Era un caso corriente. ¿Por qué no iba a resultar? HELENA. No sé; temí que pudieran surgir complicaciones en la discusión religiosa. Como usted es católico y ella protestante... PASTOR. Para un profesor de idiomas eso no es dificultad: el protestantismo es un dialecto del catolicismo. HELENA. Entonces, si todo salió bien ¿a qué viene ese mal humor? PASTOR. ¿Le parece poco? Sólo se cuenta conmigo para trabajos de principiante. ¿Por qué no se me dio parte en el golpe del Club Náutico? ¡Eh! ¿Por qué se me dejó fuera cuando el Baile de las Embajadas? ¡Eh! Allí había gente de todos los países. ¡Era mi gran oportunidad! HELENA. Esa noche nuestro interés no estaba en el salón de baile, sino en las cocinas. Una equivocación en el narcótico lo habría echado todo a rodar. ¿Alguna otra queja? PASTOR. Lo de los nombres. Pase que en el cumplimiento del deber se me Lo más curioso es que ni él hace el menor caso al Pastor mientras dialogan, ni el Pastor muestra la menor extrañeza ante sus trucos pueriles. Hay frente a frente un tono doctoral y una sorna plebeya resignada.) ILUSIONISTA y PASTOR PASTOR Cada día se está poniendo esto más duro. ¡Si no fuera porque, en el fondo, somos unos idealistas! ILUSIONISTA. Le diré a usted: a mí los idealismos... (Aplasta contra el suelo su bastón y se lo guarda en el bolsillo). PASTOR. ¿Mucho trabajo? ILUSIONISTA. Nada; viejos, niños, criadas... ¡Matinée! (Buscando algo saca una flauta en la que sopla un acorde y la pasa al otro bolsillo.) Y usted ¿contento? PASTOR. Desarraigado. Yo he nacido para la Universidad. (Nostálgico.) La Sorbona, Oxford, Bolonia... ILUSIONISTA. Yo para el circo: Hamburgo, Marsella, Barcelona... (Repite el juego con unos pañuelos que al deslizarse entre sus manos cambian de color.) PASTOR. La biblioteca hasta el techo, la campana, el claustro gótico... ILUSIONISTA. La vieja carpa de lona, los caminos... PASTOR. ¡Cuarenta años de estudiar sentado! ILUSIONISTA. ¡Cuarenta países a pie! PASTOR. En cambio ahora... ILUSIONISTA. A lo que hemos llegado, compañero. ¿Una banana? PASTOR. No, gracias. (El Ilusionista pela y come filosóficamente la suya.) Sé que tenemos una gran responsabilidad social. Pero esos nombres de espías... ¿Hay derecho a que un hombre como yo se llame el "F-48"? ILUSIONISTA. ¿Y...? Yo soy el "X-31", y me aguanto. PASTOR. ¿Pero no siente la angustia de estar muerto debajo de esa letra y ese número? ILUSIONISTA. Le diré a usted: a mí la angustia metafísica... (Come.) PASTOR. Mi nombre verdadero es Juan. Poca cosa, ¿verdad? ¡Pero humano, señor, humano! Millares de Juanes han escrito libros y han plantado árboles. Millones de mujeres han dicho alguna vez en cualquier rincón del mundo "te quiero, Juan". En cambio ¿quién ha querido nunca al "F-48"? Juan sabe a pueblo y a eternidad: es el hierro, la madera de roble, el pan de trigo. "F-48" es el nylon. (El Ilusionista termina de comer su banana y guarda la cáscara en el bolsillo.) ILUSIONISTA. A mí me gusta el nylon; es cómodo y barato. ¡El porvenir! (Se limpia con un pañuelo rojo, que al soltarlo, vuelve rápidamente a su sitio.) PASTOR ¡No, no me diga que soy yo el único en sentir esta angustia! ¿Podría usted resignarse a ser eternamente el "X-31"? ILUSIONISTA. Cuesta un poco. La primera vez que me oí llamar así creí que estaban llamando a un submarino. (Saca una especie de cigarrera que abre a resorte y se ilumina.) ¿Un cigarrillo? PASTOR. Tengo que acostumbrarme a esta maldita pipa. (El Ilusionista enciende con un fósforo que rasca en el codo.) Y a cantar, y hasta a bailar si es preciso. ¡Pero ese nombre, ese nombre...! ¿Cómo pudo decir Guillermo que el nombre no significa nada? (Recita.) "¡Montesco o no Montesco, tú eres tú! En cambio un nombre ¿qué es? Ni pie ni mano ni brazo ni semblante ni cosa alguna que al hombre pertenezca." ¡No estoy conforme! ILUSIONISTA. ¿Con quién? PASTOR. Con Shakespeare. ILUSIONISTA. Le diré a usted; a mí Shakespeare... (Se aprieta con el índice un oído soltando por el otro un largo chorrito de agua.) PASTOR. ¡Pero a mí sí, a mí sí! Puedo recitar sus obras completas de memoria. Algún día hasta soñé con escribirlas parecidas. (El Ilusionista lanza en el suelo un trompo de música.) ¿Y en qué he venido a parar? ILUSIONISTA.—(Mirándole por primera vez de frente.) No somos nadie, hermano: usted, un catedrático sin cátedra; yo, un ilusionista sin ilusiones. Podemos tratarnos de tú. (Recoge el trompo en la palma de la mano mirándole bailar. De pronto, oyendo la voz de la Secretaria, que se acerca, se incorpora y lo guarda imponiendo silencio. El Pastor cierra apresuradamente la cortina del vestuario. Entra Helena, con la muchacha de los ojos tristes y la boina a la francesa. Anticipadamente la llamaremos Isabel.) DICHOS, HELENA e ISABEL HELENA. Pase, señorita. Es una verdadera alegría que se haya decidido a venir a vernos. ¿Tienen la bondad de dejarnos solas? (El Pastor se inclina cortés; el Ilusionista, como en un saludo de pista. Recoge sus globos y se encamina a la segunda izquierda detrás del Pastor. Se aprieta la boca del estómago con el dedo haciendo un ruido de bocina. El Pastor le deja paso. Isabel los mira salir desconcertada.) ISABEL y HELENA cualquier caso considérense como amigos. BALBOA. Honradísimo. ISABEL. Gracias, señor. (El señor Balboa toma asiento junto a Isabel. Pequeña pausa. En la segunda izquierda aparece un momento el Pastor Noruego.) DICHOS y PASTOR PASTOR. Un momento, compañera ¿basta cantar o tengo que llevar también el acordeón? HELENA.—(Impaciente ante la imprudencia.) No me parece momento oportuno para pedir instrucciones. ¡Espere ahí dentro! PASTOR. Perdón. (Sale. La Secretaria sonríe un poco tontamente sin saber cómo explicar la extraña aparición.) HELENA. Otro amigo... (Toma de la mesa el sombrero de copa para llevárselo. Del sombrero sale un conejo blanco. Ella se apresura a esconderlo, nerviosa.) Disculpen... ¡estos empleados!... (Sale con el sombrero por segunda izquierda. Isabel y el señor Balboa, a quienes ha sorprendido tanto el noruego como el conejo, se miran desconcertados. Después contemplan inquietos el lugar. La Mecanógrafa termina de anotar y devuelve la tarjeta.) MECANÓGRAFA. Nada más, señor; muchas gracias. (Coloca en el clasificador la ficha que acaba de extender. Suena el teléfono; atiende mecánicamente.) Diga. Sí, yo misma. ¿Cómo? ¡Pero no! Ese asunto de los niños secuestrados quedó archivado definitivamente. Resultado negativo. Ah, eso ya es otra cosa. Espere, creo que tengo aquí a mano los datos. (Sin soltar el auricular busca en un indicador, repitiendo.) Fumadero de opio... Fumadero de opio... Fumadero... (La Secretaria ha aparecido a tiempo de sorprender la nueva imprudencia. Avanza rápida.) HELENA. ¡Deje eso! (Toma el auricular y contesta en un tono tan amable que es evidentemente falso.) ¡Hola! ¿Ah, es usted? Encantada siempre. Lo siento pero ahora no me es posible. No, por favor, no insista. (Subrayando.) Le repito que en este momento es imposible. Yo le llamaré. De nada. (Cuelga.) Vamos, señorita; el trabajo no puede esperar. Con permiso. (Vacila un momento. Desconecta el teléfono y sale con la Mecanógrafa. Isabel y el señor Balboa se miran cada vez más perplejos. Él se enjuga la frente con el pañuelo; ella tamborilea los dedos nerviosa. Sonríen forzadamente sin saber qué decirse. Por fin el señor Balboa da el primer paso, confidencial.) ISABEL y BALBOA BALBOA. Dígame, señorita, ¿usted tiene una idea aproximada de dónde estamos? ISABEL. Yo no. ¿Y usted? BALBOA. Tampoco. ¿Es curioso, no? Ninguno de los dos sabemos dónde estamos y sin embargo aquí estamos los dos. ISABEL. ¿No habremos equivocado la dirección? BALBOA. Comprobemos. ¿Cuál es la suya? ISABEL.—(Saca de su bolso una tarjeta azul.) Avenida de los Aromos 2448. BALBOA.—(Mirando la suya.) Dos, cuatro, cuatro, ocho. Correcto. Es indudable que en toda la ciudad no puede haber más que una Avenida de los Aromos. ISABEL. Y es indudable que en toda la avenida no puede haber más que un dos, cuatro, cuatro, ocho. BALBOA. Entonces estamos bien, no hay discusión. ¿Pero dónde? ¿Qué significa esta mezcla de oficina y de utilería? ISABEL. Es lo que yo me estoy preguntando desde que llegué. BALBOA. Y ese fumadero de opio... y esos niños secuestrados... ¡No irá a decirme que todo esto es natural! ISABEL. Quién sabe. A veces unas palabras sueltas pueden prestarse a confusiones. BALBOA. De acuerdo. Pero... ¿es natural criar conejos en un sombrero de copa? ISABEL. Eso sería lo de menos. Para mí lo más sospechoso es lo otro; lo del pescador. BALBOA. ¿Por qué? ISABEL. Porque ese pescador noruego que acaba de salir, cuando entró no era noruego ni pescador. Era un pastor protestante. BALBOA.—(Se levanta sobresaltado.) ¡Demonio! ¿Quién le ha dicho eso? ISABEL. Yo lo vi, en un banco del parque: un pastor protestante discutiendo con una inglesa pelirroja. Es decir... a menos que la señora estuviera disfrazada también. BALBOA. Pero entonces no hay duda. ¡Hemos caído en una trampa! (Se oye dentro un golpe de acordeón.) ISABEL. Silencio. Ahí viene. (Balboa se sienta rápidamente disimulando. Cruza el Pastor, que ha completado su estampa nórdica de lobo de mar; viene terminando de sujetarse el acordeón en bandolera. Se detiene mirando compasivamente a uno y otra.) ISABEL, BALBOA y el PASTOR ¿Qué otra explicación puede haber? Pero no tenga miedo; viejo y todo, soy un caballero. ¡Que se atrevan esos rufianes! (En este momento el libro vuelve a encenderse tres veces, con tres llamadas de chicharra, y la puerta falsa de la librería empieza a girar. Los dos retroceden despavoridos, imponiéndose silencio mutuamente y vuelven a sus asientos. Por la puerta secreta entra el Mendigo: una figura sórdida escapada de la Corte de los Milagros, con mugrienta capa romántica, ancho fieltro y parche en un ojo.) ISABEL, BALBOA y el MENDIGO MENDIGO. Salud. (Pasa con toda naturalidad, sin hacerles caso, hacia la mesa y sobre una bandeja de plata va depositando distintos objetos que extrae de sus profundos bolsillos: un collar de perlas, varios relojes con cadena, algunas carteras. Después señala un número en el teléfono interior.) MENDIGO. Hola. Aquí el S-S-2. Misión cumplida. Sin complicaciones. No, esté tranquilo, no me ha seguido nadie. Respondo. Gracias. (Se quita el parche del ojo y se dirige a la segunda izquierda. De pronto se detiene contemplando admirado al señor Balboa.) ¡Exacto, exacto, exacto! Un verdadero hallazgo. (Avanza un paso con el dedo tendido.) ¡Usted es el coronel de las siete heridas para recuerdos de guerra! ¿A que sí? BALBOA. ¿Eh...? MENDIGO. ¿Ah, no? ¡Qué lástima! Con una perilla blanca, era el tipo justo. (A Isabel.) Salud compañera. (Sale. En cuanto se cierra la puerta el señor Balboa se levanta pálido pero iluminado.) ISABEL y BALBOA. Diálogo rapidísimo BALBOA. ¡Por fin! ¿Está claro ahora? ¡Hemos caído en una mafia! ISABEL. ¡Hay que salir de esta cueva como sea! BALBOA. ¿Por dónde? ¿No comprende que todas las puertas estarán tomadas? ISABEL. Puede haber una ventana. (Descorre la cortina del vestuario, asoma la cabeza y lanza un grito. El Sr. Balboa se tapa los ojos dramáticamente.) BALBOA. ¡No me diga más! ¡Un ahorcado! ISABEL. Un ropero: disfraces, pelucas, máscaras... BALBOA. Lo que me imaginaba; una banda de impostores. ISABEL.—(Corre de nuevo la cortina.) ¿Y si llamáramos a la policía por teléfono? BALBOA. ¿Cree que son tontos? Ya habrán cortado el hilo. ISABEL. ¿Y si pidiéramos socorro a gritos? (Va a gritar. Él la detiene bajando la voz.) BALBOA. ¿Está loca? Se nos echarían encima ahora mismo. ISABEL. Quizá esta salida secreta... (Palpando la librería.) Tiene que haber algún botón por aquí. BALBOA. ¡Quieta! ¿Y si se equivoca de botón y saltamos hechos pedazos? Espere. Estudiemos la situación serenamente. (Se vuelven sobrecogidos oyendo un grito tirolés que retumba en secretaría. Se abre la puerta de una patada y entra el Cazador con dos perros en traílla. Calzón corto de pana, canana, escopeta y sombrero de pluma. Tipo de una vitalidad desbordante, entra a gritos y zancadas, chorreando júbilo.) ISABEL, BALBOA y el CAZADOR CAZADOR. ¿No lo dije? ¡Éxito total! Y yo solo ¡solo! Para que luego digan de la iniciativa privada. ¿Me hace el favor un momento? (Entrega el dogal de los perros al señor Balboa, que no acierta a negarse, tan espantado de los perros como del dueño. El Cazador se abalanza al teléfono cantando ópera italiana.) CAZADOR. Fígaro cuí. Fígaro la... ¡Hola! ¿Departamento de material? Sí, yo mismo. Feliz. ¿No se me nota en la voz? Anote rápido: para mañana al amanecer tres docenas de conejos. ¿Cómo? ¡Pero no, hombre de Dios! ¿Para que me iban a servir muertos? ¡Vivos, vivos y coleando! De acuerdo. (Va a colgar cantando. Se detiene de pronto.) Ah, espere, otra cosa. Necesito más perros. Todos los que pueda: ocho perros, catorce perros ¡cincuenta perros! ¿Hambrientos? No se preocupe; de la alimentación me encargo yo. (Ríe.) Queda usted invitado. A las órdenes, camarada. (Cuelga y toma rápido una nota cantando. Comenta entusiasmado.) ¿Es prodigioso? ¡Si lo hubieran ustedes visto! Cuatro hombres felices con el mínimo de gasto. (Cruza a recoger sus perros cantando.) "¡Lucévano le stelle!" Gracias, señor, muy amable, gracias. (Grandes palmadas. Al notar su asombro, mira a uno y otra receloso, mira a las puertas, y baja la voz confidencial.) ¿Nuevos? ISABEL.—(Sin voz.) Nuevos. CAZADOR. Pero... ¿iniciados ya o en período de observación? BALBOA. Mitad y mitad. CAZADOR. Ah, ya: catecúmenos. ISABEL. Catecúmenos. CAZADOR. Ánimo, compañeros, el principio es lo único que cuesta. Después... ¡es maravilloso! (A los perros.) ¡Quieto, Romeo! ¡Vamos Julieta! (Abre de otra patada la puerta de la dirección gritando.) ¡Señor Director! ¡Señor Director...! (Y desaparece con el mismo alarido gutural que anunció su llegada. Isabel queda en pie, pasmada. El señor Balboa cae desfallecido en un sillón.) BALBOA. ¿Vamos? ISABEL. — (Que no ha apartado los ojos un momento de Mauricio. Reacciona resuelta.) No. ¡Ahora necesito saber! (Avanza hacia él.) ¿Por qué ha dicho "si prefiere seguir viviendo como hasta ayer"? ¿Quien es usted? MAURICIO. ¿Qué importa eso? No se trata de mi vida sino de la suya. ISABEL. ¿Qué es lo que pretende saber de mí? MAURICIO. Sólo una cosa. Pero demasiado íntima para hablar delante de testigos. (Isabel duda un momento mirándole fijamente. Se acerca a Balboa, con una súplica.) ISABEL. Déjenos solos. BALBOA. ¿Aquí? ISABEL. Sin miedo. Ese hombre no miente; estoy segura. MAURICIO. Acompañe al señor, Helena. Y nada de secretos con él; dígale lisa y llanamente toda la verdad. BALBOA.—(A Isabel.) La espero. ISABEL. Gracias. Es usted el primer hombre, el único, que ha dado un paso para defenderme. (Le estrecha las manos.) Gracias. (Balboa le besa la mano. Una leve inclinación al Director, y sale con la Secretaria.) ISABEL y MAURICIO MAURICIO. ¿Tranquila ya? ISABEL. Tranquila. MAURICIO. ¿De verdad no tiene miedo? ISABEL. No. Ahora es algo más profundo. No sé lo que va a decirme pero siento que toda mi vida está pendiente de esas palabras. ¡Hable, por favor! MAURICIO. Conteste primero. (Da un paso hacia ella.) Señorita Quintana, ¿qué le ocurrió anoche? ISABEL.—(Retrocede turbada.) ¡No, eso no! ¿Con qué derecho me lo pregunta? MAURICIO. Es necesario. Conteste. ISABEL! ¡Déjeme! ¡No me obligue a recordarlo! (Se deja caer en un asiento sollozando ahogadamente.) MAURICIO. Vamos, no sea niña. Míreme a los ojos: no son los de un policía ni los de un juez. Confiese sin miedo. ¿Qué le ocurrió anoche? ISABEL. Estaba desesperada... ¡no podía más! Nunca tuve una casa, ni un hermano, ni siquiera un amigo. Y, sin embargo, esperaba... esperaba en aquel cuartucho de hotel, sucio y frío. Ya ni siquiera pedía que me quisieran; me hubiera bastado alguien a quien querer yo. Ayer, cuando perdí mi trabajo, me sentí de pronto tan fracasada, tan inútil. Quería pensar en algo y no podía; sólo una idea estúpida me bailaba en la cabeza: "no vas a poder dormir... no vas a poder dormir". Fue entonces cuando se me ocurrió comprar el veronal. Seguramente las calles estaban llenas de luces y de gente como otras noches, pero yo no veía a nadie. Estaba lloviendo, pero yo no me di cuenta hasta que llegué a mi cuarto tiritando. Hasta aquel pobre vaso en que revolvía el veronal tenía rajado el vidrio. Y la idea estúpida iba creciendo: "¿por qué una noche sola...? ¿Por qué no dormirlas todas de una vez?" Algo muy hondo se rebelaba dentro de mi sangre mientras volcaba en el vaso el tubo entero; pero ni un clavo adonde agarrarme; ni un recuerdo, ni una esperanza... Una mujer terminada antes de empezar. Había apagado la luz y sin embargo cerré los ojos. De repente sentí como una pedrada en los cristales y algo cayó dentro de la habitación. Encendí temblando... Era un ramo de rosas rojas, y un papel con una sola palabra: "¡mañana!" ¿De dónde me venía aquel mensaje? ¿Quién fue capaz de encontrar entre tantas palabras inútiles la única que podía salvarme? "Mañana." Lo único que sentí es que ya no podía morir esa noche sin saberlo. Y me dormí con la lámpara encendida, abrazada a mis rosas ¡mías! las primeras que recibía en mi vida... y con aquella palabra buena calándome como otra lluvia: "¡mañana, mañana, mañana...!" (Pausa recobrándose.) A la mañana siguiente cuando desperté. .. (Busca en su cartera.) MAURICIO. Cuando se despertó había debajo de su puerta una tarjeta azul diciendo: "No pierda su fe en la vida. La esperamos". (Isabel lo mira desconcertada, con su tarjeta azul en la mano. Se levanta sin voz.) ISABEL. ¿Era usted? MAURICIO. Yo. ISABEL. ¿Pero por qué? Yo no le conozco ni le he visto nunca. ¿Cómo pudo saber? MAURICIO.—(Sonriente.) Tenemos una buena información. Cuando supe que había perdido su trabajo y la vi caminar sin sentir la lluvia, comprendí que debía seguirla. ISABEL. Yo no lo había pensado aún. ¿Cómo adivinó lo que iba a suceder? MAURICIO. El tubo de veronal ya era sospechoso, pero mucho más al verla entrar en la pensión sin cerrar la puerta; cuando una mujer sola deja abierta su puerta es que ya no tiene miedo a nada. ISABEL. ¡Por lo que más quiera, no se burle de mí! ¿Quién es usted? ¿Y qué casa es ésta donde todo parece al mismo tiempo tan natural y tan absurdo? (Mauricio la toma de la mano y la hace sentar.) MAURICIO. Ahora mismo va a saberlo. Pero, por favor, no lo tome tan MAURICIO. Si viera nuestros archivos se asombraría de lo que puede conseguirse con un poco de fantasía... y contando, naturalmente, con la fantasía de los demás. ISABEL. Debe ser un trabajo bien difícil. ¿Tienen éxito siempre? MAURICIO. También hemos tenido nuestros fracasos. Por ejemplo: una tarde desapareció un niño en un parque público mientras la niñera hablaba con un sargento... Al día siguiente desaparecía otro niño mientras la mademoiselle hacía su tricota. Y poco después, otro, y otro, y otro... ¿Recuerda el terror que se apoderó de toda la ciudad? ISABEL. ¿También era usted el ladrón de niños? MAURICIO. Naturalmente. Eso sí, nunca estuvieron mejor atendidos que en esta casa. ISABEL. Pero ¿qué es lo que se proponía? MAURICIO. Cosas del pedagogo. Realmente era una pena ver a aquellas criaturas siempre abandonadas en manos extrañas. ¿Dónde estaban los padres? Ellos en sus tertulias, ellas en sus fiestas sociales y en sus tés. Era lógico que al producirse el pánico se aferraran desesperadamente a sus hijos ¿verdad? ¡Desde mañana todos juntos al parque! ISABEL. ¿Y no resultó? MAURICIO. Todo al revés de como estaba calculado. El pánico se produjo, pero los padres siguieron en sus tertulias, las madres en sus tés ¡y los pobres chicos en casa, encerrados con llave! Un fracaso total. ISABEL. ¡Qué lástima! Era una bonita idea. MAURICIO. No volverá a ocurrir: ya hemos expulsado al pedagogo y hemos tomado en su lugar a un ilusionista de circo. (Isabel sonríe ya entregada.) Gracias. ISABEL. ¿A mí? ¿Por qué? MAURICIO. Porque al fin la veo sonreír una vez. Y conste que lo hace maravillosamente bien. Usted acabará siendo de los nuestros. ISABEL. No creo. ¿Son ustedes muchos? MAURICIO. Siempre hacen falta más. Sobre todo, mujeres. ISABEL. Dígame... Una especie de tirolés que pasó por aquí a gritos, con unos perros... MAURICIO. Bah, no tiene importancia. Un aficionado. ISABEL. ¿Pero a qué se dedica? MAURICIO. Anda escondido por los montes soltando conejos y perdiendo perros. Es un protector de cazadores pobres. ISABEL. Ya, ya, ya. ¿Y un mendigo que entró muy misterioso por esa librería, con un collar de perlas...? MAURICIO. ¿El ladrón de ladrones? Ese es más serio. ¡Tiene unas manos de oro! ISABEL. ¿Para qué? MAURICIO. Está especializado en esos muchachos que salen de los reformatorios con malas intenciones... (Gesto de robar.) ¿Comprende? ISABEL. Comprendo. Cuando ellos... ¿eh? (Gesto de robar con los cinco dedos.) él los sigue, y... (Repite el gesto delicadamente con el índice y el pulgar.) ¿Eh...? MAURICIO. ¡Exactamente! (Ríen los dos.) ¿Ve cómo ya va entrando? ISABEL. Claro, claro. ¿Y después? MAURICIO. Después los objetos robados vuelven a sus dueños, y el ladronzuelo recibe una tarjeta diciendo: "Por favor muchacho, no vuelva a hacerlo, que nos está comprometiendo". A veces da resultado. ISABEL. ¿Sabe que tiene unos amigos muy pintorescos? Artistas profesionales, supongo. MAURICIO. Artistas sí; profesionales, jamás. Los actores profesionales son muy peligrosos en los mutis, y el que menos pediría reparto francés en el cartel. ISABEL. — (Mira en torno complacida.) Es increíble. Lo estoy viendo y no acaba de entrarme en la cabeza. (Confidencial.) ¿De verdad, de verdad, no están ustedes un poco?... MAURICIO.—(Ríe.) Dígalo, dígalo sin miedo; tal como va el mundo todos los que no somos imbéciles necesitamos estar un poco locos. ISABEL. Me gustaría ver los archivos; deben tener historias emocionantes ¡tan complicadas! MAURICIO, No lo crea; las más emocionantes suelen ser las más sencillas. Como el caso del Juez Mendizábal. ¡Nuestra obra maestra! ISABEL. ¿Puedo conocerla? MAURICIO. Cómo no. Una noche el Juez Mendizábal iba a firmar una sentencia de muerte; ya había firmado muchas en su vida y no había peligro de que le temblara el pulso. Todos sabíamos que ni con súplicas ni con lágrimas podría conseguirse nada. El Juez Mendizábal era insensible al dolor humano, pero en cambio sentía una profunda ternura por los pájaros. Frente a su ventana abierta el Juez redactaba ISABEL, MAURICIO, HELENA, BALBOA HELENA. ¿Todo resuelto? MAURICIO. Todo; la señorita se queda con nosotros. HELENA. ¡Por fin! Felicitaciones. MAURICIO. Déle la habitación sobre el jardín y preséntela a todos. Va a empezar mañana mismo. HELENA. A sus órdenes. Por aquí, señorita. (Se dirige a primera izquierda. Isabel estrecha las manos al señor Balboa.) ISABEL. Encantada, señor. ¡Ha sido un secuestro maravilloso! MAURICIO.—(Deteniéndola cuando llega a la puerta.) Un momento, compañera; primer ensayo. Ahí, el baldío; aquí, la reja. A ver. ISABEL.—(Sonríe feliz.) ¿Así? MAURICIO. Así. Muchas gracias. (Isabel sale sin dejar de mirarle y sonreír. Mauricio queda un momento con la mano en alto, detenido en el saludo. Parece que, contra sus teorías, la sonrisa le ha inquietado extrañamente. Trata de hojear unas carpetas distraído, silbando entre dientes, pero sus ojos vuelven a la puerta. El señor Balboa tose ostensiblemente para llamar su atención. Mauricio se vuelve bruscamente.) MAURICIO y BALBOA MAURICIO. Oh, perdón, se me había olvidado. ¿Señor?... BALBOA. Balboa. Fernando Balboa. MAURICIO. Supongo que la secretaria le habrá puesto al corriente de todo. ¿Está tranquilo ya? BALBOA. Confieso que pasé lo mío. Ahora, si no fuera lo que me trae aquí, casi me darían ganas de reír; pero todavía tengo seca la garganta. MAURICIO. Si no es más que eso, pronto se arregla. (Abre un pequeño bar.) ¿Whisky... Jerez?... BALBOA. Cualquier cosa húmeda. (Mauricio sirve.) Cuando el Doctor Ariel me recomendó esta dirección vine sin grandes esperanzas. Pero después de lo que acabo de oír veo que tenía razón; si hay alguien capaz de salvarme, ese alguien es usted. MAURICIO. Haremos lo que se pueda. (Le tiende una copa.) Hábleme sin ninguna reserva. (Mientras el señor Balboa habla, Mauricio toma alguna nota rápida.) BALBOA. La historia viene de lejos pero cabe en pocos minutos. Imagínese una gran familia feliz donde la desgracia se ensaña de pronto hasta dejar solos a los dos abuelos y un nieto. El miedo de perder aquello último que nos quedaba nos hizo ser demasiado indulgentes con él. Esa fue nuestra única culpa. Amistades sospechosas, noches enteras fuera de casa, deudas de juego. Un día desaparecía una alhaja de la abuela. "Es un cabeza loca... no le digas nada." Cuando quise imponerme ya era tarde. Una madrugada volvió con los ojos turbios y una voz desconocida. Era apenas un muchacho y ya tenía todos los gestos del hombre perdido. Le sorprendí forzando el cajón de mi escritorio. Fue una escena que no quisiera recordar. Me insultó, llegó hasta levantar la mano contra mí. Y doliéndome en carne propia, yo mismo le crucé la cara y lo puse en la calle. MAURICIO. ¿No volvió? BALBOA. Nunca. Su única virtud era el orgullo. Cuando tratamos de encontrarlo se había embarcado como polizón en un carguero que salía para el Canadá. Hace de esto veinte años. MAURICIO.—(Anota). Complejo de culpa. ¿Puedo anotar veinte años de remordimiento? BALBOA. No. Fue la noche peor de mi vida pero si volviera a ocurrir, cien veces volvería a hacer lo mismo. El tiempo se encargó de darme la razón. MAURICIO. ¿Tuvo noticias de él? BALBOA. Ojalá no las hubiera tenido. De la trampa de juego pasó al contrabando y a la estafa; de la pelea de barrio a los papeles falsos y la pistola en el bolsillo. Un canalla profesional. Naturalmente, la abuela sigue sin saber nada de esto, pero nuestra casa estaba destruida. Nunca me dijo una palabra de reproche, pero aquel piano cerrado, aquel sillón vuelto de espaldas a la ventana y aquel silencio tenso de años y años eran la peor de las acusaciones; como si yo fuera el culpable. Al fin un día llegó a sus manos una carta del Canadá. MAURICIO.—(Impaciente.) ¿Pero en qué estaba usted pensando? ¿No pudo impedir que cayera en sus manos una carta así, que podía matarla? BALBOA. Al contrario: era la carta de la reconciliación. Mi nieto pedía perdón y llenaba tres páginas de hermosas promesas y de buenos recuerdos. MAURICIO. Disculpe; me había adelantado estúpidamente. BALBOA. No, ahora es cuando se está adelantando. Aquella carta era falsa; la había escrito yo mismo. MAURICIO. ¿Usted? BALBOA. ¿Qué otra cosa podía hacer? La pobre vieja se me iba muriendo en silencio día por día. Y con aquellas tres páginas el piano volvió a abrirse y el sillón volvió a mirar otra vez hacia el jardín. MAURICIO. Muy bien. Un poco elemental, pero eficaz. (Anota.) "Mentira piadosa." ¿Y después? MAURICIO.—(Comprendiendo al fin.) ¡Un momento! ¡No pretenderá usted que yo sea su nieto! BALBOA. ¿Y por qué no? Cosas más difíciles ha hecho. ¿No ha sido usted ladrón de niños y fantasma de caserón y falsificador de ruiseñores? MAURICIO. Pero un hombre no es tan fácil de trucar como un fantasma: tiene una cara propia, y unos ojos y una voz... BALBOA. Afortunadamente nunca envió fotografías; y veinte años cambian completamente a un muchacho. MAURICIO. ¿Y el naufragio? BALBOA. Pudo perder ese barco y tomar otro. Puede llegar mañana mismo en avión. MAURICIO. Aunque así fuera. Supongamos que ya llegué, ya estoy en la casa, ya paso el primer abrazo. Y mañana ¿qué? Yo puedo cruzar por una vida un momento, pero no puedo quedarme. BALBOA. Ni yo iba a pedirle tanto. Sólo una semana, unos días... ¡una noche siquiera! (Aferrándose a él, suplicante.) ¡No, no me diga que no! ¡O todas sus teorías son mentira, o usted no puede negarle a esa mujer una hora, una sola hora feliz, que puede ser la última! MAURICIO. Calma, calma. No digo que sí, pero tampoco he dicho todavía que no. Déjeme despejar un poco la cabeza. (Se desabrocha el cuello resoplando. Bebe un trago de whisky. Repasa sus notas. Finalmente mira a Balboa y sonríe volviendo a su tono jovial.) ¡Y lo peor de todo es que el asunto me gusta de alma! BALBOA. ¿Sí?... MAURICIO. ¡En buena nos hemos metido, amigo! Lo de la Universidad, pase. Lo de los viajes, con un poco de geografía, pase. Pero estas complicaciones inútiles... ¿Por qué tenía que hacer arquitecto a su nieto? Yo no entiendo una palabra de matemáticas. BALBOA. No se preocupe; la abuela tampoco. MAURICIO. Y sobre todo ¿por qué demonios tenía que casarlo? En la farsa, como en la vida, se defiende mucho mejor un soltero. ¿No podíamos inventarle un divorcio repentino? BALBOA. Peligroso. Sobre eso la abuela tiene ideas muy firmes. MAURICIO. ¿Y si hiciera el viaje él solo? BALBOA. ¿Con qué disculpa? MAURICIO. Cualquiera... complicaciones familiares. BALBOA. La chica no tiene familia. Al padre, que era el último, lo maté el año pasado en un accidente de caza. MAURICIO. Podemos organizarle otro accidente a ella. Una enfermedad. BALBOA. ¿Y él, tan enamorado, iba a dejarla así, sola? MAURICIO. Cuando yo digo que esa mujer nos va traer de cabeza. ¿Morena? BALBOA. Rubia. MAURICIO. Peor. Rubia, enamorada, huérfana... (Da unos pasos pensativo. De pronto se fija en el impermeable que Isabel ha dejado sobre la silla. Se le iluminan los ojos.) ¡Espere! (Se precipita al audífono.) ¡Hola! ¿Helena? ¡Por favor, aquí las dos! ¡Rápido! (Vuelve.) ¿Se ha fijado bien en esa muchacha que llegó cuando usted? ¿Cree que podría servir? BALBOA. ¡Justa! ¡El tipo ideal! (Le abraza.) ¡Gracias, señor, gracias!... MAURICIO, BALBOA, HELENA e ISABEL HELENA. ¿Llamaba el señor Director? MAURICIO. ¡Orden urgente! Prepare un equipaje completo para la compañera: diez trajes de calle, seis de deporte y tres de noche. Unas fotos con fondo de nieve. Una rama de abeto. Y en los baúles: "Hotel Ontario. Hálifax. Canadá". HELENA. ¡Cómo! ¿La señorita va a ir al Canadá? MAURICIO. ¡Al contrario: va a volver! Y nada de señorita. Señora: tengo el gusto de presentarle al abuelo de su esposo. (Dentro se oye el canto del ruiseñor.) TELÓN ¡Que entre el jardín entero! (La doncella desaparece.) De muchacho toda su ilusión era dormir al aire libre. Algunas noches de verano, cuando creía que no le sentíamos, se descolgaba por esa rama del jacarandá que llega a la ventana. ¿Recuerda que hace años el señor quiso cortarla? GENOVEVA. No le faltaba razón; tapa los cristales y quita toda la luz. ABUELA. ¡Qué importa la luz! Yo estaba segura de que había de volver, y quién sabe si alguna noche no le gustará descolgarse otra vez como entonces. GENOVEVA. Ahora ya no sería lo mismo. Esa rama puede resistir el peso de un chico, pero el de un hombre no. ABUELA. ¿Por qué? También el jacarandá tiene veinte años más. Los platos, así. En las cabeceras quedan muy lejos. GENOVEVA. Es la costumbre. ABUELA. La nuestra. Ellos no hace tres años que se han casado. ¡Una luna de miel! No se enfriará el horno, ¿verdad? He dejado a media lumbre la torta de nueces. Todavía le estoy oyendo, a gritos, cuando volvía del colegio: "¡Abuela, torta de nuez con miel de abejas!" ¿Por qué mueve la cabeza así? GENOVEVA. La torta de nueces, el jacarandá... siempre como si fuera un muchacho. ¿Cree que un hombre que levanta casas de treinta pisos va a acordarse de cosas tan pequeñas? ABUELA. ¿No las recuerdo yo? Los mismos años han pasado para mí que para él. GENOVEVA. Los mismos, no: usted aquí, quieta; él, por el mundo. ABUELA. ¿Qué puede ocurrir? ¿Que traiga una voz más ronca y unos ojos más cansados? ¿Dejará por eso de ser el mío? Por mucho que haya crecido no será tanto que no me quepa en los brazos. GENOVEVA. Un hombre no es un niño más grande, señora; es otra cosa. Si lo sabré yo que tengo tres perdidos por esos mundos de Dios. ABUELA.—(Repentinamente alerta.) ¡Chist... calle! ¿No oye un coche? (Escuchan un momento las dos.) GENOVEVA. Es un poco de viento en el jardín. (La Abuela se sienta respirando hondo con la mano en el pecho.) Cuidado con esos nervios, señora. ABUELA. Hay que ser fuerte para una alegría así; si fuera algo malo, ya está una más acostumbrada. Un poco de agua, por favor. GENOVEVA. ¿Quiere tomar otra pastilla? ABUELA. Basta ya de remedios; el único verdadero es ese que va a llegar. ¿Cree que si no salí al puerto fue por miedo a la fatiga? Fue por no repartirlo con nadie allí entre tanta gente. De esta casa salió y aquí le espero. ¿Qué hora es? GENOVEVA. Temprano todavía. Son largos los últimos minutos ¿eh? ABUELA. Pero llenos, como si ya fueran suyos. Muchas veces sentí esto mismo al recibir sus cartas: daba vueltas y vueltas al sobre sin abrirlo y hasta cerraba los ojos tratando de adivinar antes de leer. Parece tonto, pero así las cartas duran más. (Alerta nuevamente.) ¿No oye?... GENOVEVA. El viento otra vez. Ya no pueden tardar. ABUELA. No importa. Es como dar vueltas al sobre. (Suspira.) ¿Cómo será ella? GENOVEVA. ¿Quién? ABUELA. ¿Quién va a ser? Isabel, su mujer. GENOVEVA. ¿No le hablaba en las cartas? ABUELA. ¿Y eso qué? Los enamorados todo lo ven como lo quisieran. No es que yo tenga nada contra ella; pero esas mujeres que vienen de lejos... GENOVEVA. ¿Celosa?... ABUELA. Quizá un poco. Una los cuida, los va viendo crecer día por día, desde el sarampión hasta el álgebra, y de repente una desconocida, nada más que porque sí, viene con sus manos lavaditas y te lo lleva entero. Ojalá que, por lo menos, sea digna de él. (Se levanta repentinamente.) ¡Y ahora! ¿Oye ahora?... (En efecto, se oye un motor acercándose.) GENOVEVA. ¡Ahora sí! (La luz de unos faros ilumina un momento el jardín. La doncella aparece en lo alto de la escalera. Dos bocinazos fuera, llamando.) FELISA. Señora, señora... ¡Ya están ahí! ABUELA. ¡Salga a abrir, Felisa! ¡Pronto! (Detiene a Genoveva.) Usted no. Aquí, conmigo. Sé que voy a ser fuerte, pero por si acaso. (Campanilla. La doncella sale rápida. Se oye la voz de Mauricio gritando alegremente.) VOZ. ¡Abuela! ¡Abran o salto por la ventana! Abuela!... (La campanilla insiste impaciente.) ABUELA. ¿Lo está oyendo? ¡El mismo loco de siempre! (Entra primero Mauricio, que se detiene un momento en el umbral. Después el señor Balboa e Isabel, con equipaje de mano; y finalmente la doncella con algunas maletas, que deja, volviendo a buscar el resto.) MAURICIO. Y no saben mentir; cuando te mira una vez ya lo ha dicho todo. (Avanza sonriente hacia Genoveva tendiéndole la mano.) Supongo que ésta es la famosa Genoveva. BALBOA. La misma. GENOVEVA. ¿Conocía mi nombre el señor? MAURICIO. La abuela me escribía siempre todo lo bueno de esta casa; y entre lo bueno no podía faltar usted. Dos hijos emigrados en México, y otro en un barco del Pacífico ¿no? ¿Todos bien? GENOVEVA. Bien. Muchas gracias, señor. (Vuelve la doncella con el resto del equipaje.) FELISA. Dice el chofer que si vuelve a la aduana a buscar los baúles. ISABEL. Mañana; por esta noche con el equipaje de mano sobra. MAURICIO. Súbanlo, por favor. (Ayudando a la doncella.) Y entre nosotros no tiene por qué llamarle "el chofer". Llámele simplemente Manolo, como los domingos. (Guiña un ojo. La Doncella ríe ruborizada.) FELISA. Gracias. (Subiendo el equipaje con Genoveva.) Simpático, ¿eh? GENOVEVA. Simpático. Y señor. (Mauricio contempla la casa extasiado.) MAURICIO, ISABEL, la ABUELA, BALBOA MAURICIO. La casa otra vez... ¡por fin! Y todo como entonces: la mesa familiar de cedro, los abanicos de rigodón, la poltrona de los buenos consejos... ABUELA. Todo viejo; otra época. Pero a las casas les sientan los años como al vino. (A Isabel.) ¿Te gusta? ISABEL. Más. Me pone no sé qué en la garganta. Una casa así es lo que yo había soñado siempre. ABUELA. ¿Quieres conocerla toda? Te acompaño. MAURICIO. No hace falta; hemos hablado tanto de ella que Isabel podría recorrerla entera con los ojos cerrados. ABUELA. ¿No?... ISABEL. Casi. (Avanza hacia el centro de la escena con los ojos entornados.) Ahí la cocina de leña, con la escalera de trampa que baja a la bodega. Allá el despacho del abuelo tallado en nogal, y la biblioteca hasta el techo. Los libros de la abuela, abajo, en el rincón de cristales. Arriba, la sala grande de los retratos y un reloj suizo de carillón que suena como una catedral pequeña. (Se oye arriba el carillón, y luego una campanada. Isabel levanta los ojos emocionada.) ¡Ese! ¡Lo hubiera reconocido entre mil! ABUELA. ¡Sigue, Isabel, sigue!... ABUELA. Frente al reloj, una puerta con doble cortina de terciopelo rojo. Y sobre el jardín, el cuarto de estudiante de Mauricio, con la rama del jacarandá asomada a la ventana. ABUELA. ¿También eso? ISABEL. Mauricio me lo dijo tantas veces: "si algún día regreso quiero volver a trepar por aquella rama". ABUELA.—(Radiante.) ¿Lo ves, Fernando? ¿Ves cómo no se podía cortar? Ven acá, hija. ¡Dios te bendiga! ISABEL. ¡Abuela...! (Se echa en sus brazos. El juego la ha ganado y solloza ahogadamente.) ABUELA. ¿Pero qué te pasa, criatura? ¿Ahora vas a llorar tú? MAURICIO. No hay que hacerle caso; es una sentimental. ¿No has oído que siempre había soñado una casa así? ABUELA. ¡Y la tendrá, no faltaba más! ¿O para qué es arquitecto su marido? MAURICIO. Las casas viejas no las hacemos los arquitectos. Las hace el tiempo. ABUELA. Pon tú lo de fuera y basta. Lo de dentro ya lo pondrá ella. ¿Prometido? MAURICIO. Prometido. ABUELA. ¿Así nada más? Aquí en tu tierra cuando un marido hace una promesa la firma de otra manera. BALBOA. Quizá Isabel no sepa las costumbres. ISABEL. Sí, abuelo. (Besa a Mauricio en la mejilla.) Gracias, querido. (A la abuela.) ¿Así? ABUELA.—(Un poco decepcionada.) Eso, allá vosotros. Si no recuerdo mal apenas lleváis tres años de casados. MAURICIO. Por ahí. ABUELA. Por ahí no. Tres exactamente el seis de octubre. ISABEL. Justo; el seis de octubre. Despacio, Eugenia; cuidado con las escaleras. ABUELA.—(Subiendo.) Déjame ahora de monsergas. Cuando un corazón aguanta lo que ha aguantado éste, ya no hay quién pueda con él. ISABEL. Apóyese en mí. ABUELA. Eso sí. Con un brazo joven al lado, vengan años y escaleras. ¡Y sin bastón! (Se lo da a Isabel.) Así. Con la fuerza de mis dos pies. Con la fuerza de mis dos nietos. ¡Así...! (Sale erguida del brazo de Isabel. Balboa y Mauricio al quedarse solos respiran como quien ha salido de un trance difícil.) MAURICIO y BALBOA MAURICIO. ¿Qué tal? BALBOA. Asombroso. ¡Qué energía alegre y qué fuego! ¡Es otra... otra! (Le estrecha las manos.) Gracias con toda el alma. Nunca podré pagarle lo que está haciendo en esta casa. MAURICIO. Por mi parte, encantado. En el fondo soy un artista, y no hay nada que me entusiasme tanto como vencer una dificultad. Lo único que siento es que a partir de ahora todo va ser demasiado fácil. BALBOA. ¿Cree que lo peor lo hemos pasado ya? MAURICIO. Seguro. Lo peligroso era el primer encuentro. Si en aquel abrazo me falla la emoción y la dejo mirar tranquila, estamos perdidos. Por eso la apreté hasta hacerla llorar; unos ojos turbios de lágrimas y veinte años de distancia, ayudan mucho. BALBOA. De usted no me extraña; tiene la costumbre y la sangre fría del artista. Pero la muchacha, una principiante, se ha portado maravillosamente. MAURICIO.—(Concesivo.) No está mal la chica. Tiene condiciones. BALBOA. Aquella escena del recuerdo fue impresionante: la catedral pequeña, el rincón de cristales, la rama asomada a la ventana... ¡Si a mí mismo, que le había dibujado los planos, me corrió un escalofrío! MAURICIO. Hasta ahí todo fue bien. Pero después... aquel sollozo cuando se echó en brazos de la abuela... BALBOA. ¿Qué tiene que decir de aquel sollozo? ¿No le pareció natural? MAURICIO. Demasiado natural; eso es lo malo. Con las mujeres nunca se sabe. Les prepara usted la escena mejor calculada, y de pronto, cuando llega el momento, mezclan el corazón con el oficio y lo echan todo a perder. No hay que soltarla de la mano. BALBOA. Comprendo, sí; es tan nueva, tan espontánea... Puede traicionarse sin querer. MAURICIO. ¡Y con esa memoria de la abuela! Cuanto menos las dejemos solas mejor. BALBOA. ¿Y qué piensa hacer ahora? MAURICIO. Lo natural en estos casos: la velada familiar, los recuerdos íntimos, los viajes... BALBOA.—(Mirando receloso a la escalera y bajando la voz.) ¿No se le habrá olvidado ningún dato? MAURICIO. Pierda cuidado; donde falle la geografía está la imaginación. Procure usted que la velada no sea muy larga, por si acaso. Y pasada esta primera noche, ya no hay peligro. BALBOA.—(Sintiendo llegar.) Silencio. (Aparece la Abuela en lo alto de la escalera.) BALBOA, MAURICIO, la ABUELA BALBOA. ¿Sola? ABUELA. No le hago ninguna falta; conoce la casa mejor que yo. MAURICIO. ¿Qué tal la pequeña enemiga? ABUELA.—(Bajando.) Deliciosa de verdad. Sabes elegir, ¡eh! Dos cosas tiene que me encantan. MAURICIO. ¿Dos nada más? Primera. ABUELA. La primera esa manera tan natural de hablar el castellano. ¿No era inglesa la familia? MAURICIO. Te diré; los padres sí, eran ingleses; pero el abuelo... un abuelo, era español. BALBOA.—(Apresurándose a aceptar la justificación.) Claro, así se explica: es el idioma de la infancia, el de los cuentos... ABUELA. Qué infancia ni qué cuentos. Para una mujer enamorada el verdadero idioma es siempre el del marido. Eso es lo que a mí me gusta. MAURICIO. Bien dicho. ¿Y la otra cosa? ABUELA. La otra, ni tú mismo te habrás dado cuenta. Es algo que tienen muy pocas mujeres: tiene la mirada más linda que los ojos. ¿Te habías fijado? MAURICIO.—(Que ni lo sospechaba.) Ya decía yo que le notaba algo... pero no sabía qué. ABUELA. sirve.) No es un vino de verdad; es un licor para mujeres, pero enredador como un diablo pequeño. Verás, verás. BALBOA. ¿Vas a beber tú? ABUELA. Esta noche sí, pase lo que pase. Y no te enojes porque va a ser igual. (A Isabel.) Te gusta la repostería casera, ¿verdad?... ISABEL. A mí... la repostería... BALBOA.—(Cortando.) Le encanta. Es lo primero que me dijo al llegar al puerto. ABUELA. Entonces vamos a tener mucho que hacer juntas. (Levanta su copa. Todos en pie.) ¡Por la noche más feliz de mi vida! ¡Por tu tierra, Isabel! MAURICIO. Todos, Genoveva. Para la abuela lo que hay debajo de su techo todo es familia. GENOVEVA. Gracias, señor. Salud y felicidad. TODOS. Salud. (Beben.) ABUELA. ¿Qué tal? ISABEL. Travieso; un verdadero diablo pequeño. Tiene que darme la receta ¿o es un secreto de familia? ABUELA. Para ti ya, no puede haber secretos en esta casa. BALBOA.—(A Genoveva.) Retírese a descansar. Gracias. GENOVEVA. ¿A qué hora el desayuno? MAURICIO. Nunca tenemos hora. O nos dormimos como troncos hasta media mañana o salimos al río con el sol. GENOVEVA. Hasta mañana, y bien venidos. TODOS. Hasta mañana, Genoveva. Buenas noches. (Sale Genoveva.) ABUELA, BALBOA, MAURICIO e ISABEL ABUELA. Eso del río no será verdad. Corta como un cuchillo. MAURICIO. ¿Qué sabéis aquí lo que es el frío? (Animando a Isabel para meterla en situación.) ¡Que te diga Isabel si es bueno bañarse en los torrentes con espuma de nieve! ISABEL. ¡Aquellos torrentes blancos, con los salmones saltando contra la corriente! ABUELA. Recuerdo; una vez me lo escribiste, cuando el viaje por el San Lorenzo. ¿No fue allí donde grabaste mi nombre en un roble? MAURICIO. Allí fue. ABUELA. ¡Me gustaría tanto oírtelo a ti mismo! MAURICIO. ¿La excursión a los grandes lagos? ¡Algo de cuento! Imagínate un trineo tirado por catorce perros con cascabeles; ahí los rebaños de ciervos; allá, los bosques de abetos como una navidad sin fin... y al fondo el mar dulce de los cinco lagos, con las montañas altísimas metiendo la cresta de nieve en el cielo. ABUELA. ¡Cómo! ¿Pero hay montañas en la región de los lagos? (El Abuelo tose.) ISABEL. Mauricio es un optimista y a cualquier cosa llama montañas. Una vez vimos un gato montés subido a un árbol y estuvo una semana hablando del tigre y la selva. MAURICIO. Quise decir colinas. En Nueva Escocia, como es tan llano, cualquier colina parece una montaña. ABUELA. Pero Nueva Escocia está al este. ¿Qué tiene que ver con los cinco lagos que están a la otra punta? MAURICIO.—(Dispuesto a discutirlo.) ¿Ah, sí? ¿De manera que está al este? ABUELA. ¿Vas a decírmelo a mí, que he seguido todos tus viajes día por día en el atlas grande del abuelo? BALBOA.—(Tose nuevamente cortando el tema.) Un gran país el Canadá... ¡un gran país! ¿Otra copita? MAURICIO. Sí, gracias. ABUELA. A mí también; la última. BALBOA.—(Sirviendo.) ¿Y qué tal tus negocios? MAURICIO. ¿Cuáles? ISABEL. ¿Cuáles van a ser?, las casas, los grandes hoteles. ABUELA. ¿Has hecho alguna iglesia? MAURICIO. No; arquitectura civil nada más. ABUELA. ¡Qué lastima! Me hubiera gustado verte resolver a ti aquel problema de las catedrales góticas; un tercio de piedra, dos tercios de cristal. MAURICIO. Mañana, otro día... ABUELA. ¿Y por qué no ahora? MAURICIO. Serán supersticiones pero siempre que Isabel se ha puesto a tocar esa balada, siempre ha ocurrido algo malo. (En este momento, se oye el cristal de una copa que se rompe. Isabel, que se ha acercado a la mesa, de espaldas al público, da un grito y retira la mano.) ¿No te dije? ¿Qué ha sido? ISABEL. Nada... el cristal... ABUELA. ¿Te has herido la mano? ISABEL. No tiene importancia; un arañazo apenas. BALBOA. Pronto: alcohol, una venda... ABUELA. Deja; con el licor y el pañuelo es lo mismo. (Empapa su pañuelo en el licor y le venda la mano.) Así... pobre hija ¿te duele? ISABEL. Les juro que no es nada. Lo único que siento es que hemos dejado a la abuela sin música. MAURICIO. Eso no. Tocaré yo algo mío. ABUELA. ¿Pero tú compones también? MAURICIO. A ratos... tonterías para vengarme de los números. Como ésta. (Se sienta al piano y juega ágilmente los dedos como improvisando.) El mes de abril en el bosque... está empezando el deshielo. Este es el deshielo. (Acordes en los graves.) Las ardillas saltan de rama en rama. Estas son las ardillas. (Arpegios saltarines en los agudos.) Y el canto del cuco anuncia el buen tiempo. Aquí está el cuco. (Canta.) Cucú, cucú cucú, cucú, cu-cuando salga el sol cucú, cucú, cucú, cucú, florecerá el amor. El sol dijo "quizá": la noche dijo "no". ¿Cu-cuándo dirá "sí" el cuco del amor? Cucú, cucú cucú, cucú, ¡cu-cuándo dirá sí cucú, cucú, cucú, cucú, tu co-co-corazón! ¿Te gusta? ABUELA. ¡Tuya tenía que ser! (Levanta su copa.) Por el nieto más nieto de todos los nietos... ¡y viva la música civil! ¡¡Hoopy!! (Risas.) A ver, otra vez. ¡Todos! El deshielo; primero el deshielo. Las ardillas: ahora las ardillas. ¡Y ahí sale el cuco! (Repiten la canción, llevando Mauricio la voz cantante y contestando ellos el canto del cuco y coreando los versos pares. Risas. Aplausos.) Otro dedito, Fernando. Por el cuco del buen tiempo. El último, último, últ... (Desfallece un momento llevándose la mano al corazón. Isabel corre a sostenerla.) ISABEL. ¡Abuela! BALBOA. Basta, Eugenia. A descansar. ABUELA.—(Se recobra. Sonríe.) No ha sido nada. Este maldito pequeño que me da todo lo bueno y todo lo malo. Pero no vayáis a creer que estoy mareada. Un poco de niebla, eso sí... ¿Tengo que acostarme ya, tan pronto? ISABEL. Es mejor así. Mañana seguiremos. ABUELA. ¡Mañana! Con lo largas que son las noches. Que descanses, Mauricio. Hasta mañana, hija. (La abraza. Isabel la acompaña hasta la puerta.) BALBOA.—(A Mauricio.) Si tienes costumbre de leer antes de dormir ya sabes dónde está la biblioteca. ¿Quieres algún libro? MAURICIO. ¡Un tratado de arquitectura y un atlas del Canadá! ABUELA. ¿Vamos, Fernando? Mañana, la balada irlandesa, ¿eh? Y a ver si sois capaces de soñar algo mejor que vosotros mismos. (Sale con el abuelo riendo feliz y repitiendo el estribillo. Al quedarse solos, Mauricio resopla desabrochándose el cuello. Isabel se deja caer agotada en un sillón.) ISABEL y MAURICIO MAURICIO. Vaya, por fin salimos del paso. ISABEL. Ojalá terminara todo aquí. Yo no he sentido una angustia más grande en mi vida; es como esos equilibristas que andan descalzos entre cuchillos. MAURICIO. Realmente la señora es peligrosa. ¡Tiene una memoria inexorable! ISABEL. Son años y años de no pensar en otra cosa. ¿Qué sería de esa pobre mujer si de pronto descubriera la verdad? MAURICIO. De nosotros depende. Nos hemos metido en este callejón y ya es tarde para volverse atrás. ISABEL. ¿Y mañana esta farsa otra vez? ¿Y hasta cuándo? MAURICIO. Solamente unos días. Después, un falso cable llamándonos urgentemente, y ahí queda el recuerdo para siempre. ISABEL. ISABEL. Disculpe; no volverá a ocurrir. MAURICIO. Así lo espero. Segundo: no me trates nunca de usted. Recuerda que soy tu marido. ISABEL. Pero estando solos... MAURICIO. Ni estando solos; hay que acostumbrarse. ¿Tú sabes lo que hacen los amantes inteligentes cuando tienen que vivir en sociedad? Se acostumbran a tratarse de usted en la intimidad para no equivocarse luego en público. Nosotros tenemos que hacer lo mismo, al revés. ISABEL Perdón, no sabía. Y lo del idioma ¿cómo lo arreglamos? MAURICIO. ¿Qué idioma? ISABEL. El mío, el inglés. La abuela ya has visto que lo sabe. Y yo, por muy básico que sea, no pretenderás que me lo estudie en una noche. MAURICIO. Habrá que hacer un esfuerzo. Hoy el inglés se ha convertido en un idioma tan importante que hasta los norteamericanos van a tener que aprenderlo. ISABEL. Oh, yes, yes. MAURICIO. ¿Te estás burlando? ISABEL. ¿Del maestro? Sería una falta de respeto imperdonable. MAURICIO. No, no, sin ironías; a ti te está pasando algo. Desde hace un momento no me miras como antes. Pareces otra. ISABEL. ¿No serás tú el que me está pareciendo otro a mí? (Se acerca amistosa.) Escucha, Mauricio: el otro día cuando me dijiste que tu imitador de pájaros cantaba mejor que el ruiseñor verdadero, hablabas en serio ¿no? MAURICIO. Completamente en serio. Un simple animal, por maravilloso que sea, no puede compararse nunca con un artista. ISABEL. Entonces ¿de verdad crees que el arte vale más que la vida? MAURICIO. Siempre. Mira ese jacarandá del jardín: hoy vale porque da flor y sombra, pero mañana, cuando se muera como mueren los árboles, en silencio y de pie, nadie volverá a acordarse de él. En cambio si lo hubiera pintado un gran artista, viviría eternamente. ¿Algo más? ISABEL. Nada más. Es todo lo que quería saber. (Se dirige a la escalera.) MAURICIO. Un momento. Hasta ahora sólo te he corregido los errores; pero no sería justo si no elogiara también los aciertos. ISABEL. ¿He tenido algún acierto? Menos mal. MAURICIO Uno sobre todo: el truco para no tocar el piano. ISABEL. Ah, lo de la mano herida. ¿Estuvo bien? MAURICIO. Ni yo mismo lo hubiera hecho mejor. ¿Con qué te pintaste el rojo de la sangre? ¿Con la barra de labios? ISABEL. Con la barra de labios. MAURICIO. Me lo imaginé en seguida. ¡Felicitaciones! (Le estrecha la mano. Isabel reprime una queja retirando la mano. Mauricio la mira sorprendido.) ¿Qué te pasa? ISABEL. Nada... los nervios. (Va a la escalera. Mauricio la detiene imperativo y la arranca el pañuelo.) MAURICIO. ¡Espera! ¿Pero te has clavado el cristal de verdad? ISABEL. No se me ocurrió otra cosa. Una mentira hay que inventarla; en cambio la verdad es tan fácil. Buenas noches. (Vuelve a ponerse el pañuelo y comienza a subir.) MAURICIO. ¿No te ofenderás si te digo una cosa? ISABEL. Di. MAURICIO. Tienes demasiado corazón. Nunca serás una verdadera artista. ISABEL Gracias. Es lo mejor que me has dicho esta noche. (Va a seguir. Se vuelve.) ¿Y tú no te ofendes si yo te digo otra? MAURICIO. Di. ISABEL. Si algún día tuvieran que desaparecer del mundo todos los árboles menos uno... a mí me gustaría que fuera ese jacarandá. ¿Perdonada? MAURICIO. Perdonada. ISABEL. Buenas noches, Mauricio. MAURICIO. Hasta mañana... Marta-Isabel. (Queda apoyado en la baranda mirándola subir. Arriba vuelve a oírse el carillón.) TELÓN días, y por todas partes salimos a lo mismo. Ya me decía el corazón que algo extraño había aquí. GENOVEVA. ¿La señora sospechaba también? ABUELA. Desde la primera noche: una mirada aquí, una palabra suelta allá... Pero cualquier cosa podía imaginar menos esto. ¿Dónde está Isabel? GENOVEVA. ¿Va a hablarle? ABUELA. Y ahora mismo. ¿Le parece que soy yo mujer para andar espiando la verdad por detrás de las puertas? ¿Dónde está Isabel? GENOVEVA. Regando las hortensias. ABUELA. Llámela. GENOVEVA. Por favor, señora, piénselo... ABUELA. ¡Que la llame digo! (Genoveva se asoma al jardín llamando.) GENOVEVA. ¡Isabel... Niña Isabel!... Ya viene. ABUELA. Déjenos solas. (Sale Genoveva hacia la cocina. Llega Isabel con un brazado de hortensias.) ABUELA e ISABEL ISABEL. ¿Me llamaba? ABUELA. Acércate. Mírame de frente y contesta sin vacilar. ¿Qué me andas ocultando todos estos días? ISABEL. ¿Yo?... ABUELA. Los dos. ISABEL. ¡Abuela!... ABUELA. Sin desviar los ojos. ¡Contesta! ISABEL. No la entiendo. ABUELA. De sobra me entiendes, y es inútil seguir fingiendo. Comprendo que es una confesión demasiado íntima, quizá dolorosa; pero no te estoy hablando como una abuela a una nieta. De mujer a mujer, Isabel ¿qué pasa entre Mauricio y tú? ISABEL. Por lo que más quiera ¿qué es lo que está sospechando? ABUELA. No son sospechas, hija, es la realidad. Esta mañana, cuando Genoveva subió el desayuno, tú estabas dormida en tu cuarto sola. Mauricio estaba durmiendo en la habitación de al lado. ¿Puedes explicarme qué significa eso? ISABEL.—(Aliviada.) ¿Lo de las habitaciones?... ¿Y eso era todo? (Ríe, nerviosa.) ABUELA. No veo que tenga ninguna gracia; al contrario. ¿Esa misma risa nerviosa, no quiere decir nada? ISABEL. Nada. Es que me hablaba usted en un tono... como si hubiera descubierto algo terrible. ABUELA. ¿Te parece poco? Por lo pronto, un matrimonio que duerme separado es una inmoralidad. Pero puede significar algo peor: un amor terminado. ISABEL. ¡Pero no, abuela! ¿Cómo puede ni pensarlo siquiera? ABUELA. ¿No tendría motivos? ISABEL. Ninguno. Simplemente lo que pasa es que por la ventana del jardín entran mosquitos. Mauricio no puede resistirlos. ABUELA. ¿Y tú sí? ¿Qué matrimonio es éste que se deja separar por un mosquito? ISABEL. No era uno, ni dos, ni tres. ¡Era una plaga! ABUELA. ¡Ni aún así! ¡Cuando yo tenía tu edad no me hubieran separado de mi marido ni las diez plagas de Egipto! Tienes que prometerme que no volverá a ocurrir. ISABEL. Pierda cuidado. ¿Pero qué importancia tiene una separación de momento? ABUELA. No es un momento lo que me preocupa; son todos los minutos de toda la vida. Cuando se llega a mi edad ya no hay más felicidad posible que presenciar la de los otros; y sería muy triste que por verme feliz a mí estuvierais fingiendo algo que no sentís. ISABEL. ¿Ha llegado a pensar que Mauricio y yo no nos queremos? ABUELA. Delante de mí, demasiado; pero después... Ayer cuando tomabais el té en el jardín yo estaba en la ventana. Ni una mirada ni una palabra entre los dos; él pensando en sus cosas, tú revolviendo tu té con los ojos bajos. Cuando fuiste a tomarlo ya estaba frío. ISABEL. Un silencio no quiere decir nada. Hay tantas maneras de estar juntos un hombre y una mujer. ABUELA. ¿Podrías jurarme, con la mano en el corazón, que eres completamente feliz? MAURICIO. ¿Isabel te ha dicho algo contra mí? ISABEL. Al contrario; le estaba contando todo lo feliz que soy. MAURICIO. Ya. ¿Y por eso has llorado? ABUELA. Algunas mujeres tienen una extraña manera de ser felices. Aprende tú, que estás demasiado acostumbrado a que todo te caiga de arriba. Y ojo cómo la tratas en adelante, que no está sola; ahora ya somos dos. (Saca del armario una cajita de cartón.) Toma, hija; por si te hace falta. MAURICIO. ¿Qué es esto? ABUELA. Contra los mosquitos. (Sale al jardín.) ISABEL y MAURICIO MAURICIO. ¿Qué mosquitos? ISABEL. Unos que he tenido que inventar. Esta mañana Genoveva te encontró durmiendo en la habitación de huéspedes. MAURICIO. ¡Tenía que ser! El único día que se me olvidó echar la llave. ISABEL. No te preocupes, que ya está arreglado. MAURICIO. ¿Seguro? ¿No habrá sospechado nada? ISABEL. Nada. A tu lado se aprende a mentir con tanta naturalidad. MAURICIO. Es una manera muy delicada de llamarme embustero. ISABEL. Imaginativo. Era un elogio profesional. MAURICIO. Supongo que habrás pasado un mal rato de nervios, como siempre. ISABEL. A todo se acostumbra una. MAURICIO. Afortunadamente ya queda poco. Tengo una gran noticia para ti. ISABEL. Menos mal. MAURICIO. Mañana temprano recibiremos un cable del Canadá, y por la tarde dos pasajes de avión. ISABEL.—(Se estremece.) ¿No?... ¿Quieres decir que nos vamos ya? MAURICIO. Ya. Helena se encarga de todo. ISABEL. ¿Y ésa era la gran noticia? MAURICIO. Si te parece poco. Se acabaron los sobresaltos y esa especie de remordimiento que no te dejaba dormir. Ahora, la última velada familiar, una despedida llena de promesas... ¡y al aire libre otra vez! Misión cumplida. ¿No estás contenta? ISABEL. Mucho... muy contenta. MAURICIO. Con esa cara nadie lo diría. ISABEL. Así de pronto duele un poco... MAURICIO. No pensarías que íbamos a quedarnos toda la vida. Tú misma me has dicho muchas veces que era una farsa cruel, superior a tus fuerzas. ISABEL. Así era al principio. Sólo yo sé lo que me costó entrar en esto; veremos añora lo que me cuesta salir. ¿Mañana? MAURICIO. Mañana. ISABEL. No podrías esperar un poco más, ¿un día siquiera? MAURICIO. ¿Para qué? Todo lo que podía hacerse por esa mujer está hecho ya. ISABEL. No es por ella, Mauricio, ahora es por mí. Necesito acostumbrarme a la idea. MAURICIO. Cada vez te entiendo menos. Te he dado para empezar uno de los trabajos más difíciles; lo has hecho con una naturalidad pasmosa, como una recién casada feliz de verdad. Y ahora, cuando ya está cayendo el telón ¿vas a temblar otra vez? ISABEL. No sé... Me da miedo eso que tú llamas la gran escena final. MAURICIO. ¿La despedida? Es la más fácil de todas: un pequeño temblor al hacer los baúles, largas miradas a la casa como si fueras acariciando uno por uno todos los rincones... Ni siquiera es necesario hablar. De vez en cuando deja caer algo de las manos, así como sin querer: una cosa que cae en silencio tiene más emoción que una palabra. ¿Por qué me miras así? ISABEL. Te admiro. MAURICIO. ¿Ironías otra vez? ISABEL. Sin ironías; te admiro de verdad. Es asombrosa esa manera que tenéis los soñadores de no ver claro más que lo que está lejos. Dime, Mauricio ¿de qué color son los ojos de la Gioconda? familia lavada lejos y para siempre. Pero ya ves que no; cuando se lleva una vida como la mía nunca se viaja en el barco que se anuncia; ni con el nombre propio. ¡La policía suele ser tan curiosa! BALBOA. Basta, Mauricio. ¿A qué vienes? OTRO. ¿Y necesitas preguntarlo? ¡Qué falta de imaginación! Por lo menos no supondrás que vengo a ponerme de rodillas y llorar sobre mis pecados. BALBOA. No; te conozco bien. He seguido toda tu vida y sé lo que puede esperarse de ti. OTRO. Me alegro; así se ahorran muchas explicaciones enojosas. Sobre todo para ti. BALBOA. ¿Para mí? OTRO. Es lo menos que podía esperar. ¿No te has sentido responsable en ningún momento de esa vida que yo arrastraba lejos de mi casa? BALBOA. No trates de descargar tus culpas sobre los demás. Todo lo que has hecho allá, ya lo habías empezado aquí. OTRO. ¿De manera que la conciencia tranquila? BALBOA. Hice lo que debía, y si es necesario volveré a hacerlo cien veces. OTRO. Por tu gusto, quizá; pero ahora me temo que no vas a poder. Aquel muchacho de entonces está ya un poco duro. BALBOA. ¿Es una amenaza? OTRO. Una advertencia simplemente. Sé por experiencia que no hay caminos hechos para nadie; cada uno tiene que abrirse el suyo como pueda. Y el mío, hoy, pasa por esta casa. BALBOA. De una vez, por favor ¿qué es lo que vienes a buscar? OTRO. Si fuera a reclamar mis derechos, todo lo que me quitaste en una noche: una vida regalada, una buena mesa, una familia honorable... BALBOA. ¡No habrás pensado quedarte a vivir aquí! OTRO. No, estate tranquilo. Eso que tú llamas hogar no se ha hecho para mí, y sería demasiado incómodo para los dos. BALBOA. ¿Qué pretendes entonces? OTRO. Te he dicho primero todo lo que podría exigir. Pero soy razonable y voy a conformarme sólo con una parte. En una palabra, abuelo, necesito dinero. BALBOA. No podía ser otra cosa. ¿Cuánto? OTRO. Ahí está lo malo, que por mucho que lo sienta no puedo hacerte un precio de amigos. (Dejando repentinamente el tono irónico.) Estoy comprometido gravemente ¿sabes? No con la policía, que a eso ya estoy acostumbrado. Ahora es con los compañeros, y esos no perdonan. BALBOA. No te pido explicaciones. ¿Cuánto? OTRO. ¿Te parecería mucho doscientos mil? BALBOA. ¿Estás loco? ¿De dónde piensas que puedo sacar yo esa cantidad? OTRO. Desde luego no esperaba que la tuvieras ahí en el bolsillo. Pero puedes encontrarla; y sin ir muy lejos... sin salir de aquí. Si no he calculado mal, solamente la casa vale el doble. BALBOA. ¡La casa! ¿Vender esta casa? OTRO. Para dos viejos solos es demasiado grande. BALBOA. ¿Serías capaz de dejarnos en la calle? OTRO.—(Rencoroso.) ¿No me dejaste tú a mí hace veinte años? Todavía recuerdo aquel portazo, y a veces todavía me arden tus dedos aquí. Fue la primera y la última vez que alguien se atrevió a ponerme la mano en la cara. BALBOA. Eso es lo que te trajo, ¿verdad? ¡Qué bien te comprendo ahora! No es sólo el dinero; es toda esa resaca turbia de la venganza y el resentimiento. OTRO. Sería cosa de discutirlo, pero no tengo tiempo. Necesito esa cantidad mañana mismo. ¿Hecho? BALBOA. ¡Ni mañana ni nunca! OTRO. Piénsalo despacio, abuelo. Por mí ya sé que no te importaría. Pero tú tienes un nombre intachable. ¿Te gustaría verlo en letras de escándalo en los periódicos y en las fichas policiales? BALBOA. No puedo. Aunque quisiera te juro que no puedo. OTRO. De ti no me extraña; siempre te costó trabajo abrir la caja de hierro. Pero hay alguien que no me dejará morir estúpidamente junto a un farol pudiendo salvarme. ¿Dónde está la abuela? BALBOA. ¡No! ¡La abuela, no! Pediré a mis amigos, reuniré lo que pueda. Llévate los valores, las alhajas... OTRO. No he venido a pedir limosna. Vengo a buscar lo mío, y tú sabes muy bien que la abuela no sería capaz de negármelo. ¿Por qué no quieres SEGUNDO CUADRO En el mismo lugar al día siguiente. En un rincón un baúl abierto. Sobre la mesa una maleta y ropa blanca. ISABEL dobla la ropa en silencio. GENOVEVA termina de hacer el baúl. ISABEL y GENOVEVA GENOVEVA. Los zapatos abajo, ¿verdad? ISABEL.—(Ausente.) Abajo. GENOVEVA. Y los vestidos ¿van bien, doblados así? ISABEL. Es igual. GENOVEVA. Igual no; usted lo sabrá mejor que yo, que no he viajado nunca. ¿Es así? ISABEL.—(Sin mirar.) Así. (Genoveva suspira resignada y cierra la lona. Se oye arriba el carillón. Isabel levanta los ojos escuchando. Cuatro campanadas.) GENOVEVA. Por su bien ¿no ve que es peor callar? ¡Diga algo, por favor! ISABEL. ¿Qué puedo decir? GENOVEVA. Cualquier cosa, aunque no venga a cuento; como cuando una tiene que pasar por un sitio oscuro y se pone a cantar. Con este silencio parece un entierro. ISABEL. Algo hay de eso. ¿Cuántos vestidos has metido en ese baúl? GENOVEVA. Siete. ISABEL. Siete vestidos pueden ser toda una vida: el claro de la primera mañana, el de regar las hortensias, el azul de tirar piedras al río, el de aquella noche que se quemó el mantel de fiesta con un cigarrillo. Ahora, ahí apretados, ya no hay fiesta ni hortensias ni río. Sí, Genoveva, hacer un equipaje es como enterrar algo. GENOVEVA. Lo malo no es para los que se van. Ustedes vuelven a lo suyo, con toda la vida por delante. Pero la señora... ISABEL. ¿Habló con ella? GENOVEVA. Ni yo ni nadie; ahí sigue encerrada en su cuarto sin mover una mano ni despegar los labios. ISABEL. ¿Pero por qué ese silencio como una protesta? Ya sabía que tarde o temprano tenía que llegar este momento. ¿Es mía la culpa? GENOVEVA. La culpa es del tiempo, que siempre anda a contramano. Recuerdo, cuando el barco iba llegando, que cada minuto parecía un siglo en esta casa. "¡El lunes, Genoveva, el lunes!" Y aquel lunes no llegaba nunca. En cambio ahora ¿cuándo pasó aquel día y el siguiente y los otros? Mi madre lo decía: hay un reloj de esperar y otro de despedirse; el de esperar siempre atrasa. (Se le resbalan de entre las manos unos pañuelos.) Disculpe; no sé dónde tengo las manos. ISABEL. Al contrario. Gracias, Genoveva. GENOVEVA. ¿Gracias por qué? ISABEL. Por nada; son cosas mías. (Llega Mauricio de la calle, preocupado.) GENOVEVA. Volveré a lavarlos. Todavía pueden secar. (Sale hacia la cocina. Isabel se dirige impaciente a Mauricio.) ISABEL y MAURICIO ISABEL. ¿Hay alguna esperanza de arreglo? MAURICIO. Ninguna. Todo lo que se le podía ofrecer se ha hecho ya sin resultado. Dentro de unos minutos va a venir él mismo con la última palabra. ISABEL. ¿Y vas a permitirle entrar en esta casa? MAURICIO. Desgraciadamente es la suya. Ni razones ni súplicas ni amenazas valen nada con él. Ese hombre viene dispuesto a todo y no dará un paso atrás. ISABEL. Es decir que toda nuestra obra va ser destruida en un minuto, delante de nosotros ¿y vamos a presenciarlo con los brazos cruzados? MAURICIO. Es inútil que tú tengas la razón. Él trae la fuerza y la verdad. ISABEL. No te reconozco. Oyéndote hablar el primer día parecías un domador de milagros, con una magia nueva en las manos. No había una sola cosa fea que tú no pudieras embellecer; ni una triste realidad que tu no fueras capaz de burlar con un juego de imaginación. Por eso te seguí a ojos cerrados. Y ahora llega a tu puerta una verdad, que ni siquiera tiene la disculpa de su grandeza... ¡y ahí estás frente a ella, atado de pies y manos! MAURICIO. ¿Qué puedo hacer? Al descubrir el juego hemos puesto todas las cartas en su mano. Ahora ya no necesita pedir; puede jugar tranquilamente al chantaje. No hay nada que esperar, Isabel. Nada. ISABEL. Aún puedes hacer un bien en esta casa: el último. Confiésale tú mismo a la abuela toda la verdad. MAURICIO. ¿Qué ganaríamos con eso? ISABEL. Es como quitar una venda. Tú puedes hacerlo poco a poco, con el ¿Estás loca? (La doncella pasa a abrir.) ISABEL. Quizá una mujer pueda conseguir lo que no has conseguido tú. ¡Déjame! (Se besan nuevamente, rápidos.) MAURICIO. Estaré cerca. ISABEL. No tengas miedo: ahora soy fuerte por los dos. (Mauricio sale al jardín. Vuelve la Doncella.) FELISA. Es el mismo hombre de anoche. Pregunta por la señora. ISABEL. Dígale que pase. (La Doncella va a obedecer. El Otro aparece en el umbral.) FELISA. No hace falta; por lo visto es su costumbre. (El Otro le ordena salir con un gesto. Después avanza. Mira a Isabel de arriba a abajo.) ISABEL y el OTRO OTRO. Mi falsa esposa ¿no? ISABEL. Su falsa esposa. OTRO. Mucho gusto. Por lo menos no han elegido mal. ISABEL. Gracias. OTRO. Ya sé todo el tinglado que han armado aquí; las cartas, el matrimonio feliz, la emoción de la abuela. Una bonita fábula con moraleja y todo. Lástima que se acabe tan estúpidamente. ISABEL. No se ha acabado todavía. OTRO. Por mi parte, si quieren ustedes seguirla, ya saben el precio. ISABEL. Demasiado alto. Malvender esta casa; lo único que les queda a esos dos viejos para morir en paz. OTRO. También yo puedo caer en una esquina si vuelvo sin el dinero. Mis amigos no entienden de fantasías, y en cambio tiran bien. ISABEL. ¿Es su última palabra? OTRO. ¿Otra vez? Su novio me pidió anoche un plazo para arreglar. Les he dado hasta ahora, y basta de largas. ¿Hay plata o no hay plata? ISABEL. Usted sabe tan bien como yo que es imposible. OTRO. Eso pronto vamos a verlo. Supongo que a la vieja la tienen encerrada en su cuarto ¿verdad? No se moleste; conozco el camino. (Avanza. Isabel le cierra el paso.) ISABEL. ¡Quieto! ¡Ni un paso más! OTRO. Le advierto que a mí no me han detenido nunca las mujeres que se ofrecen; las que amenazan, mucho menos. ¡Aparte! ISABEL. ¡Por lo más sagrado, piénselo antes que sea demasiado tarde! ¿Sabe que una sola palabra suya puede matar a esa mujer? OTRO. No será para tanto. ISABEL. Desgraciadamente, sí. Sólo esta ilusión la mantenía de pie, y un golpe así puede serle fatal. OTRO. ¿Tanto le interesa la vida de esa mujer? ISABEL. Más que la mía propia. OTRO. Entonces ¿para qué perder tiempo? Podemos plantear las cosas como a mí me gusta; como un negocio redondo. Doscientos mil pesos vale la vida de la abuela. Barato ¿no? ISABEL. ¡Canalla...! (Avanza con la mano crispada. Se abre la puerta de izquierda y aparece la Abuela.) El OTRO, ISABEL, la ABUELA ABUELA. ¿Qué pasa aquí, Isabel? ISABEL.—(Corriendo a ella.) ¡Abuela...! ABUELA. Si no me equivoco, el señor es el mismo que estuvo aquí anoche. (Avanza unos pasos.) ¿Busca a alguien en esta casa? ISABEL. A nadie. Sólo venía a despedirse. (Suplicante.) ¿Verdad que se iba ya, señor? OTRO. No he hecho un viaje tan largo para volverme con las manos vacías. ISABEL. ¡Mentira! ¡No le escuche, abuela, no le escuche! ABUELA. ¿Pero estás loca? ¿Qué manera es ésta de recibir a nadie? Discúlpela; está un poco nerviosa. Déjanos; parece que el señor tiene algo importante que decirme. ISABEL. ¡Él no! ¡Se lo diré yo después, solas las dos! ABUELA.—(Enérgica.) ¡Basta, Isabel! Sal al jardín y no vuelvas con ninguna disculpa hasta
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