Docsity
Docsity

Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes

Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity


Consigue puntos base para descargar
Consigue puntos base para descargar

Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium


Orientación Universidad
Orientación Universidad

Libro de la obra Pedro Páramo, Apuntes de Lengua y Literatura

Libro de Juan Rulfo de una novela.

Tipo: Apuntes

2019/2020

Subido el 24/04/2020

laura-alarcon-3
laura-alarcon-3 🇲🇽

5

(1)

1 documento

Vista previa parcial del texto

¡Descarga Libro de la obra Pedro Páramo y más Apuntes en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! | E Rulfo Pedro Páramo j ] d h dx 1 pl: Ha Libro descargado en www.elejandria.com, tu sitio web de obras de dominio público ¡Esperamos que lo disfrutéis! Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de otro modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte». Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas. Todavía antes me había dicho: —No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro. —Así lo haré, madre. Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala. Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias. El camino subía y bajaba: «Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja». —¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo? —Comala, señor. —¿Está seguro de que ya es Comala? —Seguro, señor. calentándome el corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande donde bien podía caber el dedo del corazón. Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi padre me reconociera. —Mire usted —me dice el arriero, deteniéndose—: ¿Ve aquella loma que parece vejiga de puercos? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala. Y ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no? —No me acuerdo. —¡Váyase mucho al carajo! —¿Qué dice usted? —Que ya estamos llegando, señor. —Sí, ya lo veo. ¿Qué pasó por aquí? —Un correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros. —No, yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado. Parece que no lo habitara nadie. —No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie. —¿Y Pedro Páramo? —Pedro Páramo murió hace muchos años. Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde. Cuando aún las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol. Al menos eso había visto en Sayula, todavía ayer, a esta misma hora. Y había visto también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer. Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer. Fui andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas desportilladas, invadidas de yerba. ¿Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba esta yerba? «La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya la gente para invadir las casas. Así las verá usted». Al cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera. Después volvieron a moverse mis pasos y mis ojos siguieron asomándose al agujero de las puertas. Hasta que nuevamente la mujer del rebozo se cruzó frente a mí. —¡Buenas noches! —me dijo. La seguí con la mirada. Le grité. —¿Dónde vive doña Eduviges? Y ella señaló con el dedo: —Allá. La casa que está junto al puente. Me di cuenta que su voz estaba hecha de hebras humanas, que su boca tenía dientes y una lengua que se trababa y destrababa al hablar, y que sus ojos eran como todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra. Había oscurecido. Volvió a darme las buenas noches. Y aunque no había niños jugando, ni palomas, ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y de voces. De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de uno, pesadas. Me acordé de lo que me había dicho mi madre. «Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz». Mi madre… la viva. Hubiera querido decirle: «Te equivocaste de domicilio. Me diste una dirección mal dada. Me mandaste al “¿dónde es esto y dónde es aquello?”. A un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe». Llegué a la casa del puente orientándome por el sonar del río. Toqué la puerta; pero en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto. Una mujer estaba allí. Me dijo: —Pase usted. Y entré. Me había quedado en Comala. El arriero, que se siguió de filo, me informó todavía antes de despedirse: —Yo voy más allá, donde se ve la trabazón de los cerros. Allá tengo mi casa. Si usted quiere venir, será bienvenido. Ahora que si quiere quedarse aquí, ahí se lo haiga; aunque no estaría por demás que le echara una ojeada al pueblo, tal vez encuentre algún vecino viviente. Y me quedé. A eso venía. —¿Dónde podré encontrar alojamiento? —le pregunté ya casi a gritos. —Busque a doña Eduviges, si es que todavía vive. Dígale que va de mi parte. —¿Y cómo se llama usted? —Abundio —me contestó. Pero ya no alcancé a oír el apellido. —Soy Eduviges Dyada. Pase usted. Parecía que me hubiera estado esperando. Tenía todo dispuesto, según me dijo, haciendo que la siguiera por una larga serie de cuartos oscuros, al sol sacaba luz a las piedras, irisaba todo de colores, se bebía el agua de la tierra, jugaba con el aire dándole brillo a las hojas con que jugaba el aire. —¿Qué tanto haces en el excusado, muchacho? —Nada, mamá. —Si sigues allí va a salir una culebra y te va a morder. —Sí, mamá. «Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento. “Ayúdame, Susana”. Y unas manos suaves se apretaban a nuestras manos. “Suelta más hilo”. »El aire nos hacía reír; juntaba la mirada de nuestros ojos, mientras el hilo corría entre los dedos detrás del viento, hasta que se rompía con un leve crujido como si hubiera sido trozado por las alas de algún pájaro. Y allá arriba, el pájaro de papel caía en maromas arrastrando su cola de hilacho, perdiéndose en el verdor de la tierra. »Tus labios estaban mojados como si los hubiera besado el rocío». —Te he dicho que te salgas del excusado, muchacho. —Sí, mamá. Ya voy: «De ti me acordaba. Cuando tú estabas allí mirándome con tus ojos de aguamarina». Alzó la vista y miró a su madre en la puerta. —¿Por qué tardas tanto en salir? ¿Qué haces aquí? —Estoy pensando. —¿Y no puedes hacerlo en otra parte? Es dañoso estar mucho tiempo en el excusado. Además, debías de ocuparte en algo. ¿Por qué no vas con tu abuela a desgranar maíz? —Ya voy, mamá. Ya voy. —Abuela, vengo a ayudarle a desgranar maíz. —Ya terminamos; pero vamos a hacer chocolate. ¿Dónde te habías metido? Todo el rato que duró la tormenta te anduvimos buscando. —Estaba en el otro patio. —¿Y qué estabas haciendo? ¿Rezando? —No, abuela, solamente estaba viendo llover. La abuela lo miró con aquellos ojos medio grises, medio amarillos, que ella tenía y que parecían adivinar lo que había dentro de uno. —Vete, pues, a limpiar el molino. «A centenares de metros, encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo, estás escondida tú, Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis palabras». —Abuela, el molino no sirve, tiene el gusano roto. —Esa Micaela ha de haber molido molcates en él. No se le quita esa mala costumbre; pero en fin, ya no tiene remedio. —¿Por qué no compramos otro? Éste ya de tan viejo ni servía. —Dices bien. Aunque con los gastos que hicimos para enterrar a tu abuelo y los diezmos que le hemos pagado a la Iglesia nos hemos quedado sin un centavo. Sin embargo, haremos un sacrificio y compraremos otro. Sería bueno que fueras a ver a doña Inés Villalpando y le pidieras que nos lo fiara para octubre. Se lo pagaremos en las cosechas. —Sí, abuela. —Y de paso, para que hagas el mandado completo, dile que nos empreste un cernidor y una podadera; con lo crecidas que están las matas ya mero se nos meten en las trasijaderas. Si yo tuviera mi casa grande, con aquellos grandes corrales que tenía, no me estaría quejando. Pero tu abuelo le jerró con venirse aquí. Todo sea por Dios: nunca han de salir las cosas como uno quiere. Dile a doña Inés que le pagaremos en las cosechas todo lo que le debemos. —Sí, abuela. Había chuparrosas. Era la época. Se oía el zumbido de sus alas entre las flores del jazmín que se caía de flores. Se dio una vuelta por la repisa del Sagrado Corazón y encontró veinticuatro centavos. Dejó los cuatro centavos y tomó el veinte. Antes de salir, su madre lo detuvo: —¿Adónde vas? —Con doña Inés Villalpando por un molino nuevo. El que teníamos se quebró. —Dile que te dé un metro de tafeta negra, como ésta —y le dio la muestra —. Que lo cargue en nuestra cuenta. —Muy bien, mamá. —A tu regreso cómprame unas cafiaspirinas. En la maceta del pasillo encontrarás dinero. Encontró un peso. Dejó el veinte y agarró el peso. «Ahora me sobrará dinero para lo que se ofrezca», pensó. —¡Pedro! —le gritaron—. ¡Pedro! Pero él ya no oyó. Iba muy lejos. Por la noche volvió a llover. Se estuvo oyendo el borbotar del agua durante largo rato; luego se ha de haber dormido, porque cuando despertó sólo se oía una llovizna callada. Los vidrios de la ventana estaban opacos, y del otro lado las gotas resbalaban en hilos gruesos como de lágrimas. «Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada vez que respiraba suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en ti, Susana». La lluvia se convertía en brisa. Oyó: «El perdón de los pecados y la resurrección de la carne. Amén». Eso era acá adentro, donde unas mujeres rezaban el final del rosario. Se levantaban; encerraban los pájaros; atrancaban la puerta; apagaban la luz. Sólo quedaba la luz de la noche, el siseo de la lluvia como un murmullo luna”. »Dolores fue a decirme toda apurada que no podía. Que simplemente se le hacía imposible acostarse esa noche con Pedro Páramo. Era su noche de bodas. Y ahí me tienes a mí tratando de convencerla de que no se creyera del Osorio, que por otra parte era un embaucador embustero. »—No puedo —me dijo—. Anda tú por mí. No lo notará. »Claro que yo era mucho más joven que ella. Y un poco menos morena; pero esto ni se nota en lo oscuro. »—No puede ser, Dolores, tienes que ir tú. »—Hazme ese favor. Te lo pagaré con otros. »Tu madre en ese tiempo era una muchachita de ojos humildes. Si algo tenía bonito tu madre, eran los ojos. Y sabían convencer. »—Ve tú en mi lugar —me decía. »Me valí de la oscuridad y de otra cosa que ella no sabía: y es que a mí también me gustaba Pedro Páramo. »Me acosté con él, con gusto, con ganas. Me atrinchilé a su cuerpo; pero el jolgorio del día anterior lo había dejado rendido, así que se pasó la noche roncando. Todo lo que hizo fue entreverar sus piernas entre mis piernas. »Antes que amaneciera me levanté y fui a ver a Dolores. Le dije: »—Ahora anda tú. Éste es ya otro día. »—¿Qué te hizo? —me preguntó. »—Todavía no lo sé —le contesté. »Al año siguiente naciste tú; pero no de mí, aunque estuvo en un pelo que así fuera. »Quizá tu madre no te contó esto por vergüenza. «… Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada…». »Ella siempre odió a Pedro Páramo. “¡Doloritas! ¿Ya ordenó que me preparen el desayuno?”. Y tu madre se levantaba antes del amanecer. Prendía el nixtenco. Los gatos se despertaban con el olor de la lumbre. Y ella iba de aquí para allá, seguida por el rondín de gatos. “¡Doña Doloritas!”. »¿Cuántas veces oyó tu madre aquel llamado? “Doña Doloritas, esto está frío. Esto no sirve”. ¿Cuántas veces? Y aunque estaba acostumbrada a pasar lo peor, sus ojos humildes se endurecieron. «… No sentir otro sabor sino el del azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo». »Entonces comenzó a suspirar. »—¿Por qué suspira usted, Doloritas? »Yo los había acompañado esa tarde. Estábamos en mitad del campo mirando pasar las parvadas de los tordos. Un zopilote solitario se mecía en el cielo. »—¿Por qué suspira usted, Doloritas? »—Quisiera ser zopilote para volar a donde vive mi hermana. »—No faltaba más, doña Doloritas. Ahora mismo irá usted a ver a su hermana. Regresemos. Que le preparen sus maletas. No faltaba más. »Y tu madre se fue: »—Hasta luego, don Pedro. »—¡Adiós, Doloritas! »Se fue de la Media Luna para siempre. Yo le pregunté muchos meses después a Pedro Páramo por ella. »—Quería más a su hermana que a mí. Allá debe estar a gusto. Además ya me tenía enfadado. No pienso inquirir por ella, si es eso lo que te preocupa. »—¿Pero de qué vivirán? »—Que Dios los asista». «… El abandono en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro». —Y así hasta ahora que ella me avisó que vendrías a verme, no volvimos a saber más de ella. —La de cosas que han pasado —le dije—. Vivíamos en Colima arrimados a la tía Gertrudis que nos echaba en cara nuestra carga. «¿Por qué no regresas con tu marido?», le decía a mi madre. »—¿Acaso él ha enviado por mí? No me voy si él no me llama. Vine porque te quería ver. Porque te quería, por eso vine. »—Lo comprendo. Pero ya va siendo hora de que te vayas. »—Si consistiera en mí». Pensé que aquella mujer me estaba oyendo; pero noté que tenía borneada la cabeza como si escuchara algún rumor lejano. Luego dijo: —¿Cuándo descansarás? «El día que te fuiste entendí que no te volvería a ver. Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado del cielo. Sonreías. Dejabas atrás un pueblo del que muchas veces me dijiste: “Lo quiero por ti; pero lo odio por todo lo demás, hasta por haber nacido en él”. Pensé: “No regresará jamás; no volverá nunca”». —¿Qué haces aquí a estas horas? ¿No estás trabajando? —No, abuela. Rogelio quiere que le cuide al niño. Me paso paseándolo. Cuesta trabajo atender las dos cosas: al niño y el telégrafo, mientras que él se vive tomando cervezas en el billar. Además no me paga nada. —No estás allí para ganar dinero, sino para aprender; cuando ya sepas algo, entonces podrás ser exigente. Por ahora eres sólo un aprendiz; quizá mañana o pasado llegues a ser tú el jefe. Pero para eso se necesita paciencia y, más que nada, humildad. Si te ponen a pasear al niño, hazlo, por el amor de Dios. Es necesario que te resignes. —Que se resignen otros, abuela, yo no estoy para resignaciones. Aunque, según el doctor que lo palpó, ya estaba frío desde tiempo atrás. Lo supimos porque el Colorado volvió solo y se puso tan inquieto que no dejó dormir a nadie. Usted sabe cómo se querían él y el caballo, y hasta estoy por creer que el animal sufre más que don Pedro. No ha comido ni dormido y nomás se vuelve un puro corretear. Como que sabe, ¿sabe usted? Como que se siente despedazado y carcomido por dentro. »—No se te olvide cerrar la puerta cuando te vayas. »Y el mozo de la Media Luna se fue. «—¿Has oído alguna vez el quejido de un muerto?», me preguntó a mí. —No, doña Eduviges. —Más te vale. En el hidrante las gotas caen una tras otra. Uno oye, salida de la piedra, el agua clara caer sobre el cántaro. Uno oye. Oye rumores; pies que raspan el suelo, que caminan, que van y vienen. Las gotas siguen cayendo sin cesar. El cántaro se desborda haciendo rodar el agua sobre un suelo mojado. «¡Despierta!», le dicen. Reconoce el sonido de la voz. Trata de adivinar quién es; pero el cuerpo se afloja y cae adormecido, aplastado por el peso del sueño. Unas manos estiran las cobijas prendiéndose de ellas, y debajo de su calor el cuerpo se esconde buscando la paz. «¡Despiértate!», vuelven a decir. La voz sacude los hombros. Hace enderezar el cuerpo. Entreabre los ojos. Se oyen las gotas de agua que caen del hidrante sobre el cántaro raso. Se oyen pasos que se arrastran… Y el llanto. Entonces oyó el llanto. Eso lo despertó: un llanto suave, delgado, que quizá por delgado pudo traspasar la maraña del sueño, llegando hasta el lugar donde anidan los sobresaltos. Se levantó despacio y vio la cara de una mujer recostada contra el marco de la puerta, oscurecida todavía por la noche, sollozando. —¿Por qué lloras, mamá? —preguntó; pues en cuanto puso los pies en el suelo reconoció el rostro de su madre. —Tu padre ha muerto —le dijo. Y luego, como si se le hubieran soltado los resortes de su pena, se dio vuelta sobre sí misma una y otra vez, una y otra vez, hasta que unas manos llegaron hasta sus hombros y lograron detener el rebullir de su cuerpo. Por la puerta se veía el amanecer en el cielo. No había estrellas. Sólo un cielo plomizo, gris, aún no aclarado por la luminosidad del sol. Una luz parda, como si no fuera a comenzar el día, sino como si apenas estuviera llegando el principio de la noche. Afuera en el patio, los pasos, como de gente que ronda. Ruidos callados. Y aquí, aquella mujer, de pie en el umbral; su cuerpo impidiendo la llegada del día; dejando asomar, a través de sus brazos, retazos de cielo, y debajo de sus pies regueros de luz; una luz asperjada como si el suelo debajo de ella estuviera anegado en lágrimas. Y después el sollozo. Otra vez el llanto suave pero agudo, y la pena haciendo retorcer su cuerpo. —Han matado a tu padre. —¿Y a ti quién te mató, madre? «Hay aire y sol, hay nubes. Allá arriba un cielo azul y detrás de él tal vez haya canciones; tal vez mejores voces… Hay esperanza, en suma. Hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar. »Pero no para ti, Miguel Páramo, que has muerto sin perdón y no alcanzarás ninguna gracia». El padre Rentería dio vuelta al cuerpo y entregó la misa al pasado. Se dio prisa por terminar pronto y salió sin dar la bendición final a aquella gente que llenaba la iglesia. —¡Padre, queremos que nos lo bendiga! —¡No! —dijo moviendo negativamente la cabeza—. No lo haré. Fue un mal hombre y no entrará al Reino de los Cielos. Dios me tomará a mal que interceda por él. Lo decía, mientras trataba de retener sus manos para que no enseñaran su temblor. Pero fue. Aquel cadáver pesaba mucho en el ánimo de todos. Estaba sobre una tarima, en medio de la iglesia, rodeado de cirios nuevos, de flores, de un padre que estaba detrás de él, solo, esperando que terminara la velación. El padre Rentería pasó junto a Pedro Páramo procurando no rozarle los hombros. Levantó el hisopo con ademanes suaves y roció el agua bendita de arriba abajo, mientras salía de su boca un murmullo, que podía ser de oraciones. Después se arrodilló y todo el mundo se arrodilló con él: —Ten piedad de tu siervo, Señor. —Que descanse en paz, amén —contestaron las voces. Y cuando empezaba a llenarse nuevamente de cólera, vio que todos abandonaban la iglesia llevándose el cadáver de Miguel Páramo. Pedro Páramo se acercó, arrodillándose a su lado: —Yo sé que usted lo odiaba, padre. Y con razón. El asesinato de su hermano, que según rumores fue cometido por mi hijo; el caso de su sobrina Ana, violada por él según el juicio de usted; las ofensas y falta de respeto que le tuvo en ocasiones, son motivos que cualquiera puede admitir. Pero olvídese ahora, padre. Considérelo y perdónelo como quizá Dios lo haya perdonado. Puso sobre el reclinatorio un puño de monedas de oro y se levantó: —Reciba eso como una limosna para su iglesia. La iglesia estaba ya vacía. Dos hombres esperaban en la puerta de Pedro Páramo, quien se juntó con ellos, y juntos siguieron el féretro que aguardaba descansando sobre los hombros de cuatro caporales de la Media Luna. El padre Rentería recogió las monedas una por una y se acercó al altar. —Son tuyas —dijo—. Él puede comprar la salvación. Tú sabes si éste es el precio. En cuanto a mí, Señor, me pongo ante tus plantas para pedirte lo justo o lo injusto, que todo nos es dado pedir… Por mí, condénalo, Señor. Y cerró el sagrario. hombres descansaban de la larga caminata que habían hecho hasta el panteón. Platicaban, como se platica en todas partes, antes de ir a dormir. —A, mí me dolió mucho ese muerto —dijo Terencio Lubianes—. Todavía traigo adoloridos los hombros. —Y a mí —dijo su hermano Ubillado—. Hasta se me agrandaron los juanetes. Con eso de que el patrón quiso que todos fuéramos de zapatos. Ni que hubiera sido día de fiesta, ¿verdad, Toribio? —Yo qué quieren que les diga. Pienso que se murió muy a tiempo. Al rato llegaron más chismes de Contla. Los trajo la última carreta. —Dicen que por allá anda el ánima. Lo han visto tocando la ventana de fulanita. Igualito a él. De chaparreras y todo. —¿Y usted cree que don Pedro, con el genio que se carga, iba a permitir que su hijo siga traficando viejas? Ya me lo imagino si lo supiera: «Bueno — le diría—. Tú ya estás muerto. Estáte quieto en tu sepultura. Déjanos el negocio a nosotros». Y de verlo por ahí, casi me las apuesto que lo mandaría de nuevo al camposanto. —Tienes razón, Isaías. Ese viejo no se anda con cosas. El carretero siguió su camino: «Como la supe, se las endoso». Había estrellas fugaces. Caían como si el cielo estuviera lloviznando lumbre. —Miren nomás —dijo Terencio— el borlote que se traen allá arriba. —Es que le están celebrando su función al Miguelito —terció Jesús. —¿No será mala señal? —¿Para quién? —Quizá tu hermana esté nostálgica por su regreso. —¿A quién le hablas? —A ti. —Mejor, vámonos, muchachos. Hemos trafagueado mucho y mañana hay que madrugar. Y se disolvieron como sombras. Había estrellas fugaces. Las luces en Comala se apagaron. Entonces el cielo se adueñó de la noche. El padre Rentería se revolcaba en su cama sin poder dormir: «Todo esto que sucede es por mi culpa —se dijo—. El temor de ofender a quienes me sostienen. Porque ésta es la verdad; ellos me dan mi mantenimiento. De los pobres no consigo nada; las oraciones no llenan el estómago. Así ha sido hasta ahora. Y éstas son las consecuencias. Mi culpa. He traicionado a aquellos que me quieren y que me han dado su fe y me buscan para que yo interceda por ellos para con Dios. ¿Pero qué han logrado con su fe? ¿La ganancia del cielo? ¿O la purificación de sus almas? Y para qué purifican su alma, si en el último momento… Todavía tengo frente a mis ojos el último momento… Todavía tengo frente a mis ojos la mirada de María Dyada, que vino a pedirme salvara a su hermana Eduviges: »—Ella sirvió siempre a sus semejantes. Les dio todo lo que tuvo. Hasta les dio un hijo, a todos. Y se los puso enfrente para que alguien lo reconociera como suyo; pero nadie lo quiso hacer. Entonces les dijo: “En ese caso yo soy también su padre, aunque por casualidad haya sido su madre”. Abusaron de su hospitalidad por esa bondad suya de no querer ofenderlos ni de malquistarse con ninguno. »—Pero ella se suicidó. Obró contra la mano de Dios. »—No le quedaba otro camino. Se resolvió a eso también por bondad. »—Falló a última hora —eso es lo que le dije—. En el último momento. ¡Tantos bienes acumulados para su salvación, y perderlos así de pronto! »—Pero si no los perdió. Murió con muchos dolores. Y el dolor… Usted nos ha dicho algo acerca del dolor que ya no recuerdo. Ella se fue por ese dolor. Murió retorcida por la sangre que la ahogaba. Todavía veo sus muecas, y sus muecas eran los más tristes gestos que ha hecho un ser humano. »—Tal vez rezando mucho. »—Vamos rezando mucho, padre. »—Digo tal vez, si acaso, con las misas gregorianas; pero para eso necesitamos pedir ayuda, mandar traer sacerdotes. Y eso cuesta dinero. »Allí estaba frente a mis ojos la mirada de María Dyada, una pobre mujer llena de hijos. »—No tengo dinero. Eso lo sabe, padre. »—Dejemos las cosas como están. Esperemos en Dios. »—Sí, padre». ¿Por qué aquella mirada se volvía valiente ante la resignación? Qué le costaba a él perdonar, cuando era tan fácil decir una palabra o dos, o cien palabras si éstas fueran necesarias para salvar el alma. ¿Qué sabía él del cielo y del infierno? Y sin embargo, él, perdido en un pueblo sin nombre, sabía los que habían merecido el cielo. Había un catálogo. Comenzó a recorrer los santos del panteón católico comenzando por los del día: «Santa Nunilona, virgen y mártir; Anercio, obispo; santas Salomé viuda, Alodia o Elodia y Nulina, vírgenes; Córdula y Donato». Y siguió. Ya iba siendo dominado por el sueño cuando se sentó en la cama: «Estoy repasando una hilera de santos como si estuviera viendo saltar cabras». Salió fuera y miró el cielo. Llovían estrellas. Lamentó aquello porque hubiera querido ver un cielo quieto. Oyó el canto de los gallos. Sintió la envoltura de la noche cubriendo la tierra. La tierra, «este valle de lágrimas». —Más te vale, hijo. Más te vale —me dijo Eduviges Dyada. Ya estaba alta la noche. La lámpara que ardía en un rincón comenzó a languidecer; luego parpadeó y terminó apagándose. Sentí que la mujer se levantaba y pensé que iría por una nueva luz. Oí sus pasos cada vez más lejanos. Me quedé esperando. Pasado un rato y al ver que no volvía, me levanté yo también. Fui caminando a pasos cortos, tentaleando en la oscuridad, hasta que llegué a mi cuarto. Allí me senté en el suelo a esperar el sueño. Dormí a pausas. Se acordaba. Fue lo último que le oyó decir en sus cinco sentidos. Después se había comportado como un collón, dando de gritos. «Dizque la fuerza que yo tenía atrás. ¡Vaya!». Tocó con el mango del chicote la puerta de la casa de Pedro Páramo. Pensó en la primera vez que Tocó con el mango del chicote la puerta de la casa de Pedro Páramo. Pensó en la primera vez que lo había hecho, dos semanas atrás. Esperó un buen rato del mismo modo que tuvo que esperar aquella vez. Miró también, como lo hizo la otra vez, el moño negro que colgaba del dintel de la puerta. Pero no comentó consigo mismo: «¡Vaya! Los han encimado. El primero está ya descolorido, el último relumbra como si fuera de seda; aunque no es más que un trapo teñido». La primera vez se estuvo esperando hasta llenarse con la idea de que quizá la casa estuviera deshabitada. Y ya se iba cuando apareció la figura de Pedro Páramo. —Pasa, Fulgor. Era la segunda ocasión que se veían. La primera nada más él lo vio; porque el Pedrito estaba recién nacido. Y ésta. Casi se podía decir que era la primera vez. Y le resultó que le hablaba como a un igual. ¡Vaya! Lo siguió a grandes trancos, chicoteándose las piernas: «Sabrá pronto que yo soy el que sabe. Lo sabrá. Y a lo que vengo». —Siéntate, Fulgor. Aquí hablaremos con más calma. Estaban en el corral. Pedro Páramo se arrellanó en un pesebre y esperó: —¿Por qué no te sientas? —Prefiero estar de pie, Pedro. —Como tú quieras. Pero no se te olvide el «don». ¿Quién era aquel muchacho para hablarle así? Ni su padre don Lucas Páramo se había atrevido a hacerlo. Y de pronto éste, que jamás se había parado en la Media Luna, ni conocía de oídas el trabajo, le hablaba como a un gañán. ¡Vaya, pues! —¿Cómo anda aquello? Sintió que llegaba su oportunidad. «Ahora me toca a mí», pensó. —Mal. No queda nada. Hemos vendido el último ganado. Comenzó a sacar los papeles para informarle a cuánto ascendía todavía el adeudo. Y ya iba a decir: «Debemos tanto», cuando oyó: —¿A quién le debemos? No me importa cuánto, sino a quién. Le repasó una lista de nombres. Y terminó: —No hay de dónde sacar para pagar. Ése es el asunto. —¿Y por qué? —Porque la familia de usted lo absorbió todo. Pedían y pedían, sin devolver nada. Eso se paga caro. Ya lo decía yo: «A la larga acabarán con todo». Bueno, pues acabaron. Aunque hay por allí quien se interese en comprar los terrenos. Y pagan bien. Se podrían cubrir las libranzas pendientes y todavía quedaría algo; aunque, eso sí, algo mermado. —¿No serás tú? —¡Cómo se pone a creer que yo! —Yo creo hasta el bendito. Mañana comenzaremos a arreglar nuestros asuntos. Empezaremos por las Preciados. ¿Dices que a ellas les debemos más? —Sí. Y a las que les hemos pagado menos. El padre de usted siempre las pospuso para lo último. Tengo entendido que una de ellas, Matilde, se fue a vivir a la ciudad. No sé si a Guadalajara o a Colima. Y la Lola, quiero decir, doña Dolores, ha quedado como dueña de todo. Usted sabe: el rancho de Enmedio. Y es a ella a la que tenemos que pagar. —Mañana vas a pedir la mano de la Lola. —Pero cómo quiere usted que me quiera, si ya estoy viejo. —La pedirás para mí. Después de todo tiene alguna gracia. Le dirás que estoy muy enamorado de ella. Y que si lo tiene a bien. De pasada, dile al padre Rentería que nos arregle el trato. ¿Con cuánto dinero cuentas? —Con ninguno, don Pedro. —Pues prométeselo. Dile que en teniendo se le pagará. Casi estoy seguro de que no pondrá dificultades. Haz eso mañana mismo. —¿Y lo del Aldrete? —¿Qué se trae el Aldrete? Tú me mencionaste a las Preciados y a los Fregosos y a los Guzmanes. ¿Con qué sale ahora el Aldrete? —Cuestión de límites. Él ya mandó cercar y ahora pide que echemos el lienzo que falta para hacer la división. —Eso déjalo para después. No te preocupen los lienzos. No habrá lienzos. La tierra no tiene divisiones. Piénsalo, Fulgor, aunque no se lo des a entender. Arregla por de pronto lo de la Lola. ¿No quieres sentarte? —Me sentaré, don Pedro. Palabra que me está gustando tratar con usted. —Le dirás a la Lola esto y lo otro y que la quiero. Eso es importante. De cierto, Sedano, la quiero. Por sus ojos, ¿sabes? Eso harás mañana tempranito. Te reduzco tu tarea de administrador. Olvídate de la Media Luna. «¿De dónde diablos habrá sacado esas mañas el muchacho? —pensó Fulgor Sedano mientras regresaba a la Media Luna—. Yo no esperaba de él nada. “Es un inútil”, decía de él mi difunto patrón don Lucas. “Un flojo de marca”. Yo le daba la razón. “Cuando me muera váyase buscando otro trabajo, Fulgor”. “Sí, don Lucas”. “Con decirle, Fulgor, que he intentado mandarlo al seminario para ver si al menos eso le da para comer y mantener a su madre cuando yo les falte; pero ni a eso se decide”. “Usted no se merece eso, don Lucas”. “No se cuenta con él para nada, ni para que me sirva de bordón servirá cuando yo esté viejo. Se me malogró, qué quiere usted, Fulgor”. “Es una verdadera lástima, don Lucas”». Y ahora esto. De no haber sido porque estaba tan encariñado con la Media Luna, ni lo hubiera venido a ver. Se habría largado sin avisarle. Pero le tenía aprecio a aquella tierra; a esas lomas pelonas tan trabajadas y que todavía seguían aguantando el surco, dando cada vez más de sí… La querida Media Luna… Y sus agregados: «Vente para acá, tierrita de Enmedio». La veía venir. Como que aquí estaba ya. Lo que significa una mujer después de todo. «¡Vaya que sí!», dijo. Y chicoteó sus piernas al trasponer la puerta grande de la hacienda. —Pues dile que se equivocó. Que estuvo mal calculado. Derrumba los lienzos si es preciso. —¿Y las leyes? —¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros. ¿Tienes trabajando en la Media Luna a algún atravesado? —Sí, hay uno que otro. —Pues mándalos en comisión con el Aldrete. Le levantas un acta acusándolo de «usufruto» o de lo que a ti se te ocurra. Y recuérdale que Lucas Páramo ya murió. Que conmigo hay que hacer nuevos tratos. El cielo era todavía azul. Había pocas nubes. El aire soplaba allá arriba, aunque aquí abajo se convertía en calor. Tocó nuevamente con el mango del chicote, nada más por insistir, ya que sabía que no abrirían hasta que se le antojara a Pedro Páramo. Dijo mirando hacia el dintel de la puerta: «Se ven bonitos esos moños negros, lo que sea de cada quien». En ese momento abrieron y él entró. —Pasa, Fulgor. ¿Está arreglado el asunto de Toribio Aldrete? —Está liquidado, patrón. —Nos queda la cuestión de los Fregosos. Deja eso pendiente. Ahorita estoy muy ocupado con mi «luna de miel». —Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran cerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se apaguen. Eso me venía diciendo Damiana Cisneros mientras cruzábamos el pueblo. —Hubo un tiempo que estuve oyendo durante muchas noches el rumor de una fiesta. »Me llegaban los ruidos hasta la Media Luna. Me acerqué para ver el mitote aquel y vi esto: lo que estamos viendo ahora. Nada. Nadie. Las calles tan solas como ahora. »Luego dejé de oírla. Y es que la alegría cansa. Por eso no me extrañó que aquello terminara. »Sí —volvió a decir Damiana Cisneros—. Este pueblo está lleno de ecos. Yo ya no me espanto. Oigo el aullido de los perros y dejo que aúllen. Y en días de aire se ve al viento arrastrando hojas de árboles, cuando aquí, como tú ves, no hay árboles. Los hubo en algún tiempo, porque si no ¿de dónde saldrían esas hojas? »Y lo peor de todo es cuando oyes platicar a la gente, como si las voces salieran de alguna hendidura y, sin embargo, tan claras que las reconoces. Ni más ni menos, ahora que venía, encontré un velorio. Me detuve a rezar un padrenuestro. En esto estaba, cuando una mujer se apartó de las demás y vino a decirme: »—¡Damiana! ¡Ruega a Dios por mí, Damiana! »—¿Qué andas haciendo aquí? —le pregunté. »Entonces ella corrió a esconderse entre las demás mujeres. »Mi hermana Sixtina, por si no lo sabes, murió cuando yo tenía doce años. Era la mayor. Y en mi casa fuimos dieciséis de familia, así que hazte el cálculo del tiempo que lleva muerta. Y mírala ahora, todavía vagando por este mundo. Así que no te asustes si oyes ecos más recientes, Juan Preciado. —¿También a usted le avisó mi madre que yo vendría? —le pregunté. —No. Y a propósito, ¿qué es de tu madre? —Murió —dije. —¿Ya murió? ¿Y de qué? —No supe de qué. Tal vez de tristeza. Suspiraba mucho. —Eso es malo. Cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace. ¿De modo que murió? —Sí. Quizá usted debió saberlo. —¿Y por qué iba a saberlo? Hace muchos años que no sé nada. —Entonces ¿cómo es que dio usted conmigo? —… —¿Está usted viva, Damiana? ¡Dígame, Damiana! Y me encontré de pronto solo en aquellas calles vacías. Las ventanas de las casas abiertas al cielo, dejando asomar las varas correosas de la yerba. Bardas descarapeladas que enseñaban sus adobes revenidos. —¡Damiana! —grité—. ¡Damiana Cisneros! Me contestó el eco: «¡… ana… neros…! ¡… ana… neros…!». Oí que ladraban los perros, como si yo los hubiera despertado. Vi un hombre cruzar la calle: —¡Ey, tú! —llamé. —¡Ey, tú! —me respondió mi propia voz. Y como si estuvieran a la vuelta de la esquina, alcancé a oír a unas mujeres que platicaban: —Mira quién viene por allí. ¿No es Filoteo Aréchiga? —Es él. Pon la cara de disimulo. —Mejor vámonos. Si se va detrás de nosotras es que de verdad quiere a una de las dos. ¿A quién crees tú que sigue? —Seguramente a ti. —A mí se me figura que a ti. —Deja ya de correr. Se ha quedado parado en aquella esquina. —Entonces a ninguna de las dos, ¿ya ves? —Pero qué tal si hubiera resultado que a ti o a mí. ¿Qué tal? —No te hagas ilusiones. —Después de todo estuvo hasta mejor. Dicen por ahí los díceres que es él el que se encarga de conchavarle muchachas a don Pedro. De la que nos —Está bien. Yo no te digo nada. —¿No me quieres ver mañana? —No. No quiero verte más. Ruidos. Voces. Rumores. Canciones lejanas: Mi novia me dio un pañuelo con orillas de llorar… En falsete. Como si fueran mujeres las que cantaran. Vi pasar las carretas. Los bueyes moviéndose despacio. El crujir de las piedras bajo las ruedas. Los hombres como si vinieran dormidos. «… Todas las madrugadas el pueblo tiembla con el paso de las carretas. Llegan de todas partes, topeteadas de salitre, de mazorcas, de yerba de pará. Rechinan sus ruedas haciendo vibrar las ventanas, despertando a la gente. Es la misma hora en que se abren los hornos y huele a pan recién horneado. Y de pronto puede tronar el cielo. Caer la lluvia. Puede venir la primavera. Allí te acostumbrarás a los “derrepentes”, mi hijo». Carretas vacías, remoliendo el silencio de las calles. Perdiéndose en el oscuro camino de la noche. Y las sombras. El eco de las sombras. Pensé regresar. Sentí allá arriba la huella por donde había venido, como una herida abierta entre la negrura de los cerros. Entonces alguien me tocó los hombros. —¿Qué hace usted aquí? —Vine a buscar… —y ya iba a decir a quién, cuando me detuve—: vine a buscar a mi padre. —¿Y por qué no entra? Entré. Era una casa con la mitad del techo caída. Las tejas en el suelo. El techo en el suelo. Y en la otra mitad un hombre y una mujer. —¿No están ustedes muertos? —les pregunté. Y la mujer sonrió. El hombre me miró seriamente. —Está borracho —dijo el hombre. —Solamente está asustado —dijo la mujer. Había un aparato de petróleo. Había una cama de otate, y un equipal en que estaban las ropas de ella. Porque ella estaba en cueros, como Dios la echó al mundo. Y él también. —Oímos que alguien se quejaba y daba de cabezazos contra nuestra puerta. Y allí estaba usted. ¿Qué es lo que le ha pasado? —Me han pasado tantas cosas, que mejor quisiera dormir. —Nosotros ya estábamos dormidos. —Durmamos, pues. La madrugada fue apagando mis recuerdos. Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños. —¿Quién será? —preguntaba la mujer. —Quién sabe —contestaba el hombre. —¿Cómo vendría a dar aquí? —Quién sabe. —Como que le oí decir algo de su padre. —Yo también le oí decir eso. —¿No andará perdido? Acuérdate cuando cayeron por aquí aquellos que dijeron andar perdidos. Buscaban un lugar llamado Los Confines y tú les dijiste que no sabías dónde quedaba eso. —Sí, me acuerdo; pero déjame dormir. Todavía no amanece. —Falta poco. Si por algo te estoy hablando es para que despiertes. Me encomendaste que te recordara antes del amanecer. Por eso lo hago. ¡Levántate! —¿Y para qué quieres que me levante? —No sé para qué. Me dijiste anoche que te despertara. No me aclaraste para qué. —En ese caso, déjame dormir. ¿No oíste lo que dijo ése cuando llegó? Que lo dejáramos dormir. —Fue lo único que dijo. Como que se van las voces. Como que se pierde su ruido. Como que se ahogan. Ya nadie dice nada. Es el sueño. Y al rato otra vez: —Acaba de moverse. Si se ofrece, ya va a despertar. Y si nos mira aquí nos preguntará cosas. —¿Qué preguntas puede hacernos? —Bueno. Algo tendrá que decir, ¿no? —Déjalo. Debe estar muy cansado. —¿Crees tú? —Ya cállate, mujer. —Mira, se mueve. ¿Te fijas cómo se revuelca? Igual que si lo zangolotearan por dentro. Lo sé porque a mí me ha sucedido. —¿Qué te ha sucedido a ti? —Aquello. —No sé de qué hablas. —No hablaría si no me acordara al ver a ése, rebulléndose, de lo que me sucedió a mí la primera vez que lo hiciste. Y de cómo me dolió y de lo mucho que me arrepentí de eso. —¿De cuál eso? —De cómo me sentía apenas me hiciste aquello, que aunque tú no quieras yo supe que estaba mal hecho. —No es mi marido. Es mi hermano; aunque él no quiere que se sepa. ¿Que adónde fue? De seguro a buscar un becerro cimarrón que anda por ahí desbalagado. Al menos eso me dijo. —¿Cuánto hace que están ustedes aquí? —Desde siempre. Aquí nacimos. —Debieron conocer a Dolores Preciado. —Tal vez él, Donis. Yo sé tan poco de la gente. Nunca salgo. Aquí donde me ve, aquí he estado sempiternamente… Bueno, ni tan siempre. Sólo desde que él me hizo su mujer. Desde entonces me la paso encerrada, porque tengo miedo de que me vean. Él no quiere creerlo, pero ¿verdad que estoy para dar miedo? —y se acercó a donde le daba el sol—. ¡Míreme la cara! Era una cara común y corriente. —¿Qué es lo que quiere que le mire? —¿No me ve el pecado? ¿No ve esas manchas moradas como de pote que me llenan de arriba abajo? Y eso es sólo por fuera; por dentro estoy hecha un mar de lodo. —¿Y quién la puede ver si aquí no hay nadie? He recorrido el pueblo y no he visto a nadie. —Eso cree usted; pero todavía hay algunos. ¿Dígame si Filomeno no vive, si Dorotea, si Melquiades, si Prudencio el viejo, si Sóstenes y todos ésos no viven? Lo que acontece es que se la pasan encerrados. De día no sé qué harán; pero las noches se las pasan en su encierro. Aquí esas horas están llenas de espantos. Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle. En cuanto oscurece comienzan a salir. Y a nadie le gusta verlas. Son tantas, y nosotros tan poquitos, que ya ni la lucha le hacemos para rezar porque salgan de sus penas. No ajustarían nuestras oraciones para todos. Si acaso les tocaría un pedazo de padrenuestro. Y eso no les puede servir de nada. Luego están nuestros pecados de por medio. Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de Dios. Nadie podrá alzar sus ojos al cielo sin sentirlos sucios de vergüenza. Y la vergüenza no cura. Al menos eso me dijo el obispo que pasó por aquí hace algún tiempo dando confirmaciones. Yo me le puse enfrente y le confesé todo: »—Eso no se perdona —me dijo. »—Estoy avergonzada. »—No es el remedio. »—¡Cásenos usted! »—¡Apártense! »—Yo le quise decir que la vida nos había juntado, acorralándonos y puesto uno junto al otro. Estábamos tan solos aquí, que los únicos éramos nosotros. Y de algún modo había que poblar el pueblo. Tal vez tenga ya a quién confirmar cuando regrese. »—Sepárense. Eso es todo lo que se puede hacer. »—Pero ¿cómo viviremos? »—Como viven los hombres. »Y se fue, montado en su macho, la cara dura, sin mirar hacia atrás, como si hubiera dejado aquí la imagen de la perdición. Nunca ha vuelto. Y ésa es la cosa por la que esto está lleno de ánimas; un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo, mucho menos valiéndose de nosotros. Ya viene. ¿Lo oye usted?». —Sí, lo oigo. —Es él. Se abrió la puerta. —¿Qué pasó con el becerro? —preguntó ella. —Se le ocurrió no venir ahora; pero fui siguiendo su rastro y casi estoy por saber dónde asiste. Hoy en la noche lo agarraré. —¿Me vas a dejar sola a la noche? —Puede que sí. —No podré soportarlo. Necesito tenerte conmigo. Es la única hora que me siento tranquila. La hora de la noche. —Esta noche iré por el becerro. —Acabo de saber —intervine yo— que son ustedes hermanos. —¿Lo acaba de saber? Yo lo sé mucho antes que usted. Así que mejor no intervenga. No nos gusta que se hable de nosotros. —Yo lo decía en un plan de entendimiento. No por otra cosa. —¿Qué entiende usted? —Nada —dije—. Cada vez entiendo menos —y añadí—: Quisiera volver al lugar de donde vine. Aprovecharé la poca luz que queda del día. —Es mejor que espere —me dijo él—. Aguarde hasta mañana. No tarda en oscurecer y todos los caminos están enmarañados de breñas. Puede usted perderse. Mañana yo lo encaminaré. —Está bien. Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos, esos pájaros que vuelan al atardecer antes que la oscuridad les cierre los caminos. Luego, unas cuantas nubes ya desmenuzadas por el viento que viene a llevarse el día. Después salió la estrella de la tarde, y más tarde la luna. El hombre y la mujer no estaban conmigo. Salieron por la puerta que daba al patio y cuando regresaron ya era de noche. Así que ellos no supieron lo que había sucedido mientras andaban afuera. Y esto fue lo que sucedió: Viniendo de la calle, entró una mujer en el cuarto. Era vieja de muchos años, y flaca como si le hubieran achicado el cuero. Entró y paseó sus ojos redondos por el cuarto. Tal vez hasta me vio. Tal vez creyó que yo dormía. Se fue derecho a donde estaba la cama y sacó de debajo de ella una petaca. La esculcó. Puso unas sábanas debajo de su brazo y se fue andando de puntitas como para no despertarme. Yo me quedé tieso, aguantando la respiración, buscando mirar hacia otra parte. Hasta que al fin logré torcer la cabeza y ver hacia allá, donde la estrella de la tarde se había juntado con la luna. —¡Tome esto! —oí. —Estoy aquí, en tu pueblo. Junto a tu gente. ¿No me ves? —No, hijo, no te veo. Su voz parecía abarcarlo todo. Se perdía más allá de la tierra. Regresé al mediotecho donde dormía aquella mujer y le dije: —Me quedaré aquí, en mi mismo rincón. Al fin y al cabo la cama está igual de dura que el suelo. Si algo se le ofrece, avíseme. Ella me dijo: —Donis no volverá. Se lo noté en los ojos. Estaba esperando que alguien viniera para irse. Ahora tú te encargarás de cuidarme. ¿O qué, no quieres cuidarme? Vente a dormir aquí conmigo. —Aquí estoy bien. —Es mejor que te subas a la cama. Allí te comerán las turicatas. Entonces fui y me acosté con ella. El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo. Yo me sentía nadar entre el sudor que chorreaba de ella y me faltó el aire que se necesita para respirar. Entonces me levanté. La mujer dormía. De su boca borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del estertor. Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se despegaba de mí. Y es que no había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto. No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre. Digo para siempre. Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi. —¿Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado? Yo te encontré en la plaza, muy lejos de la casa de Donis, y junto a mí también estaba él, diciendo que te estabas haciendo el muerto. Entre los dos te arrastramos a la sombra del portal, ya bien tirante, acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo. De no haber habido aire para respirar esa noche de que hablas, nos hubieran faltado las fuerzas para llevarte y contimás para enterrarte. Y ya ves, te enterramos. —Tienes razón Doroteo. ¿Dices que te llamas Doroteo? —Da lo mismo. Aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo. —Es cierto, Dorotea. Me mataron los murmullos. «Allá hallarás mi querencia. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron. Mi pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida…». —Sí, Dorotea. Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas. »Llegué a la plaza, tienes tú razón. Me llevó hasta allí el bullicio de la gente y creí que de verdad la había. Yo ya no estaba muy en mis cabales; recuerdo que me vine apoyando en las paredes como si caminara con las manos. Y de las paredes parecían destilar los murmullos como si se filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras. Yo los oía. Eran voces de gente; pero no voces claras, sino secretas, como si me murmuraran algo al pasar, o como si zumbaran contra mis oídos. Me aparté de las paredes y seguí por mitad de la calle; pero las oía igual, igual que si vinieran conmigo, delante o detrás de mí. No sentía calor, como te dije antes; antes por el contrario, sentía frío. Desde que salí de la casa de aquella mujer que me prestó su cama y que, como te decía, la vi deshacerse en el agua de su sudor, desde entonces me entró frío. Y conforme yo andaba, el frío aumentaba más y más, hasta que se me enchinó el pellejo. Quise retroceder porque pensé que regresando podría encontrar el calor que acababa de dejar; pero me di cuenta a poco de andar que el frío salía de mí, de mi propia sangre. Entonces reconocí que estaba asustado. Oí el alboroto mayor en la plaza y creí que allí entre la gente se me bajaría el miedo. Por eso es que ustedes me encontraron en la plaza. ¿De modo que siempre volvió Donis? La mujer estaba segura de que jamás lo volvería a ver. —Fue ya de mañana cuando te encontramos. Él venía de no sé dónde. No se lo pregunté. —Bueno, pues llegué a la plaza. Me recargué en un pilar de los portales. Vi que no había nadie, aunque seguía oyendo el murmullo como de mucha gente en día de mercado. Un rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol en la noche, cuando no se ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar. Así. Ya no di un paso más. Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distinguir unas palabras vacías de ruido: «Ruega a Dios por nosotros». Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto. —Mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí? —Ya te lo dije en un principio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi padre. Me trajo la ilusión. —¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido. Pagué con eso la deuda de encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, una ilusión más; porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta me he dado tiempo para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido para guardarlo me dio Dios. Sólo esa larga vida arrastrada que tuve, llevando de aquí para allá mis ojos tristes que siempre miraron de reojo, como buscando detrás de la gente, sospechando que alguien me hubiera escondido a mi niño. Y todo fue culpa de un maldito sueño. He tenido dos: a uno de ellos lo llamo el «bendito» y a otro el «maldito». El primero fue el que me hizo soñar que había tenido un hijo. Y mientras viví, nunca dejé de creer que fuera cierto; galope Miguel Páramo, quien, sin detener su carrera, se apeó del caballo casi en las narices de Fulgor, dejando que el caballo buscara solo su pesebre. —¿De dónde vienes a estas horas, muchacho? —Vengo de ordeñar. —¿A quién? —¿A que no lo adivinas? —Ha de ser a Dorotea la Cuarraca. Es a la única que le gustan los bebés. —Eres un imbécil, Fulgor; pero no tienes tú la culpa. Y se fue, sin quitarse las espuelas, a que le dieran de almorzar. En la cocina, Damiana Cisneros también le hizo la misma pregunta: —Pero ¿de dónde llegas, Miguel? —De por ahí, de visitar madres. —No quiero que te enojes. Disimúlalo. ¿Cómo se te hacen los huevos? —Como a ti te gusten. —Te estoy hablando de buen modo, Miguel. —Lo entiendo, Damiana. No te preocupes. Oye, ¿tú conoces a una tal Dorotea, apodada la Cuarraca? —Sí. Y si tú la quieres ver, allí está afuerita. Siempre madruga para venir aquí por su desayuno. Es una que trae un molote en su rebozo y lo arrulla diciendo que es su crío. Parecer ser que le sucedió alguna desgracia allá en sus tiempos; pero, como nunca habla, nadie sabe lo que le pasó. Vive de limosna. —¡Maldito viejo! Le voy a jugar una mala pasada que hasta le harán remolino los ojos. Después se quedó pensando si aquella mujer no le serviría para algo. Y sin dudarlo más fue hacia la puerta trasera de la cocina y llamó a Dorotea: —Ven para acá, te voy a proponer un trato —le dijo. Y quién sabe qué clase de proposiciones le haría, lo cierto es que cuando entró de nuevo se frotaba las manos: —¡Vengan esos huevos! —le gritó a Damiana. Y agregó—: De hoy en adelante le darás de comer a esa mujer lo mismo que a mí, no le hace que se te ampolle el codo. Mientras tanto, Fulgor Sedano se fue hasta las trojes a revisar la altura del maíz. Le preocupaba la merma porque aún tardaría la cosecha. A decir verdad, apenas si se había sembrado. «Quiero ver si nos alcanza». Luego añadió: «¡Ese muchacho! Igualito a su padre; pero comenzó demasiado pronto. A ese paso no creo que se logre. Se me olvidó mencionarle que ayer vinieron con la acusación de que había matado a uno. Si así sigue…». Suspiró y trató de imaginar en qué lugar irían ya los vaqueros. Pero lo distrajo el potrillo alazán de Miguel Páramo, que se rascaba los morros contra la barda. «Ni siquiera lo ha desensillado», pensó. «Ni lo hará. Al menos don Pedro es más consecuente con uno y tiene sus ratos de calma. Aunque consiente mucho a Miguel. Ayer le comuniqué lo que había hecho su hijo y me respondió: “Hazte a la idea de que fui yo, Fulgor; él es incapaz de hacer eso: no tiene todavía fuerza para matar a nadie. Para eso se necesita tener los riñones de este tamaño”. Puso sus manos así, como si midiera una calabaza. “La culpa de todo lo que él haga échamela a mí”». —Miguel le dará muchos dolores de cabeza, don Pedro. Le gusta la pendencia. —Déjalo moverse. Es apenas un niño. ¿Cuántos años cumplió? Tendrá diecisiete. ¿No, Fulgor? —Puede que sí. Recuerdo que se lo trajeron recién, apenas ayer; pero es tan violento y vive tan de prisa que a veces se me figura que va jugando carreras con el tiempo. Acabará por perder, ya lo verá usted. —Es todavía una criatura, Fulgor. —Será lo qué usted diga, don Pedro; pero esa mujer que vino ayer a llorar aquí, alegando que el hijo de usted le había matado a su marido, estaba de a tiro desconsolada. Yo sé medir el desconsuelo, don Pedro. Y esa mujer lo cargaba por kilos. Le ofrecí cincuenta hectolitros de maíz para que se olvidara del asunto; pero no los quiso. Entonces le prometí que corregiríamos el daño de algún modo. No se conformó. —¿De quién se trataba? —Es gente que no conozco. —No tienes pues por qué apurarte, Fulgor. Esa gente no existe. Llegó a las trojes y sintió el calor del maíz. Tomó en sus manos un puñado para ver si no lo había alcanzado el gorgojo. Midió la altura: «Rendirá —dijo—. En cuanto crezca el pasto ya no vamos a requerir darle maíz al ganado. Hay de sobra». De regreso miró al cielo lleno de nubes. «Tendremos agua para un buen rato». Y se olvidó de todo lo demás. —Allá afuera debe estar variando el tiempo. Mi madre me decía que, en cuanto comenzaba a llover, todo se llenaba de luces y del olor verde de los retoños. Me contaba cómo llegaba la marea de las nubes, cómo se echaban sobre la tierra y la descomponían cambiándole los colores… Mi madre, que vivió su infancia y sus mejores años en este pueblo y que ni siquiera pudo venir a morir aquí. Hasta para eso me mandó a mí en su lugar. Es curioso, Dorotea, cómo no alcancé a ver ni el cielo. Al menos, quizá, debe ser el mismo que ella conoció. —No lo sé, Juan Preciado. Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo. Y aunque lo hubiera hecho, ¿qué habría ganado? El cielo está tan alto, y mis ojos tan sin mirada, que vivía contenta con saber dónde quedaba la tierra. Además, le perdí todo mi interés desde que el padre Rentería me aseguró que jamás conocería la gloria. Que ni siquiera de lejos la vería… Fue cosa de mis pecados; pero él no debía habérmelo dicho. Ya de por sí la vida se lleva con trabajos. Lo único que la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de un lugar a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del infierno, más vale no haber nacido… El cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora. —¿Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido? —Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos compañía, abriéndole paso a su voz por entre el lloriqueo de las mujeres, no cortó ni el resuello ni sus palabras. Después sólo se oyó en aquella noche el piafar del potrillo alazán de Miguel Páramo. —Mañana mandas matar ese animal para que no siga sufriendo —le ordenó a Fulgor Sedano. —Está bien, don Pedro. Lo entiendo. El pobre se ha de sentir desolado. —Yo también lo entiendo así, Fulgor. Y diles de paso a esas mujeres que no armen tanto escándalo, es mucho alboroto por mi muerto. Si fuera de ellas, no llorarían con tantas ganas. El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir. Fue la noche en que murió Miguel Páramo. Recorrió las calles solitarias de Comala, espantando con sus pasos a los perros que husmeaban en las basuras. Llegó hasta el río y allí se entretuvo mirando en los remansos el reflejo de las estrellas que se estaban cayendo del cielo. Duró varias horas luchando con sus pensamientos, tirándolos al agua negra del río. «El asunto comenzó —pensó— cuando Pedro Páramo, de cosa baja que era, se alzó a mayor. Fue creciendo como una mala yerba. Lo malo de esto es que todo lo obtuvo de mí: “Me acuso padre que ayer dormí con Pedro Páramo”. “Me acuso padre que tuve un hijo de Pedro Páramo”. “De que le presté mi hija a Pedro Páramo”. Siempre esperé que él viniera a acusarse de algo; pero nunca lo hizo. Y después estiró los brazos de su maldad con ese hijo que tuvo. Al que él reconoció, sólo Dios sabe por qué. Lo que si sé es que yo puse en sus manos ese instrumento». Tenía muy presente el día que se lo había llevado, apenas nacido. Le había dicho: —Don Pedro, la mamá murió al alumbrarlo. Dijo que era de usted. Aquí lo tiene. Y él ni lo dudó, solamente le dijo: —¿Por qué no se queda con él, padre? Hágalo cura. —Con la sangre que lleva dentro no quiero tener esa responsabilidad. —¿De verdad cree usted que tengo mala sangre? —Realmente sí, don Pedro. —Le probaré que no es cierto. Déjemelo aquí. Sobra quien se encargue de cuidarlo. —En eso pensé, precisamente. Al menos con usted no le faltará el sustento. El muchachito se retorcía, pequeño como era, como una víbora. —¡Damiana! Encárgate de esa cosa. Es mi hijo. Después había abierto la botella: —Por la difunta y por usted beberé este trago. —¿Y por él? —Por él también, ¿por qué no? Llenó otra copa más y los dos bebieron por el porvenir de aquella criatura. Así fue. Comenzaron a pasar las carretas rumbo a la Media Luna. Él se agachó, escondiéndose en el galápago que bordeaba el río. «¿De quién te escondes?», se preguntó a sí mismo. —¡Adiós, padre! —oyó que le decían. Se alzó de la tierra y contestó: —¡Adiós! Que el Señor te bendiga. Estaban apagándose las luces del pueblo. El río llenó su agua de colores luminosos. —Padre, ¿ya dieron el alba? —preguntó otro de los carreteros. —Debe ser mucho después del alba —respondió él. Y caminó en sentido contrario al de ellos, con intenciones de no detenerse. —¿Adónde tan temprano, padre? —¿Dónde está el moribundo, padre? —¿Ha muerto alguien en Contla, padre? Hubiera querido responderles: «Yo. Yo soy el muerto». Pero se conformó con sonreír. Al salir del pueblo precipitó sus pasos. Regresó entrada la mañana. —¿Dónde estuvo usted, tío? —le preguntó Ana su sobrina—. Vinieron muchas mujeres a buscarlo. Querían confesarse por ser mañana viernes primero. —Que regresen a la noche. Se quedó un rato quieto, sentado en una banca del pasillo, lleno de fatiga. —¡Qué fresco está el aire!, ¿no, Ana? —Hace calor, tío. —Yo no lo siento. No quería pensar para nada que había estado en Contla, donde hizo confesión general con el señor cura, y que éste, a pesar de sus ruegos, le había negado la absolución: —Ese hombre de quien no quieres mencionar su nombre ha despedazado tu Iglesia y tú se lo has consentido. ¿Qué se puede esperar ya de ti, padre? ¿Qué has hecho de la fuerza de Dios? Quiero convencerme de que eres bueno y de que allí recibes la estimación de todos; pero no basta ser bueno. El pecado no es bueno. Y para acabar con él, hay que ser duro y despiadado. Quiero creer que todos siguen siendo creyentes; pero no eres tú quien mantiene su fe; lo hacen por superstición y por miedo. Quiero aún más estar contigo en la pobreza en que vives y en el trabajo y cuidados que libras todos los días en tu cumplimiento. Sé lo difícil que es nuestra tarea en estos pobres pueblos donde nos tienen relegados; pero eso mismo me da derecho a decirte que no hay que entregar nuestro servicio a unos cuantos, que te darán un poco a cambio de tu alma, y con tu alma en manos de ellos ¿qué podrás hacer para ser mejor que aquellos que son mejores que tú? No, padre, mis manos no son —¿Qué, ya te emborrachas? ¿Desde cuándo? —Es que estuve en el velorio de Miguelito, padre. Y se me pasaron las canelas. Me dieron de beber tanto, que hasta me volví payasa. —Nunca has sido otra cosa, Dorotea. —Pero ahora traigo pecados, padre. Y de sobra. En varias ocasiones él le había dicho: «No te confieses, Dorotea, nada más vienes a quitarme el tiempo. Tú ya no puedes cometer ningún pecado, aunque te lo propongas. Déjale el campo a los demás». —Ahora sí, padre. Es verdad. —Di. —Ya que no puedo causarle ningún perjuicio, le diré que era yo la que le conseguía muchachas al difunto Miguelito Páramo. El padre Rentería, que pensaba darse campo para pensar, pareció salir de sus sueños y preguntó casi por costumbre: —¿Desde cuándo? —Desde que él fue hombrecito. Desde que le agarró el chincual. —Vuélveme a repetir lo que dijiste, Dorotea. —Pos que yo era la que conchavaba las muchachas a Miguelito. —¿Se las llevabas? —Algunas veces, sí. En otras nomás se las apalabraba. Y con otras nomás le daba el norte. Usted sabe: la hora en que estaban solas y en que él podía agarrarlas descuidadas. —¿Fueron muchas? No quería decir eso: pero le salió la pregunta por costumbre. —Ya hasta perdí la cuenta. Fueron retemuchas. —¿Qué quieres que haga contigo, Dorotea? Júzgate tú misma. Ve si tú puedes perdonarte. —Yo no, padre. Pero usted sí puede. Por eso vengo a verlo. —¿Cuántas veces viniste aquí a pedirme que te mandara al cielo cuando murieras? ¿Querías ver si allá encontrabas a tu hijo, no, Dorotea? Pues bien, no podrás ir ya más al cielo. Pero que Dios te perdone. —Gracias, padre. —Sí. Yo también te perdono en nombre de él. Puedes irte. —¿No me deja ninguna penitencia? —No la necesitas, Dorotea. —Gracias, padre. —Ve con Dios. Tocó con los nudillos la ventanilla del confesionario para llamar a otra de aquellas mujeres. Y mientras oía el Yo pecador su cabeza se dobló como si no pudiera sostenerse en alto. Luego vino aquel mareo, aquella confusión, el irse diluyendo como en agua espesa, y el girar de luces; la luz entera del día que se desbarataba haciéndose añicos; y ese sabor a sangre en la lengua. El Yo pecador se oía más fuerte, repetido, y después terminaban: «por los siglos de los siglos, amén», «por los siglos de los siglos, amén», «por los siglos…». —Ya calla —dijo—. ¿Cuánto hace que no te confiesas? —Dos días, padre. Allí estaba otra vez. Como si lo rodeara la desventura. «¿Qué haces aquí? —pensó—. Descansa. Vete a descansar. Estás muy cansado». Se levantó del confesionario y se fue derecho a la sacristía. Sin volver la cabeza dijo a aquella gente que lo estaba esperando: —Todos los que se sientan sin pecado, pueden comulgar mañana. Detrás de él, sólo se oyó un murmullo. Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para dormir. Entonces yo dormía a su lado, en un lugarcito que ella me hacía debajo de sus brazos. Creo sentir todavía el golpe pausado de su respiración; las palpitaciones y suspiros con que ella arrullaba mi sueño… Creo sentir la pena de su muerte… Pero esto es falso. Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta. Siento el lugar en que estoy y pienso… Pienso cuando maduraban los limones. En el viento de febrero que rompía los tallos de los helechos, antes que el abandono los secara; los limones maduros que llenaban con su olor el viejo patio. El viento bajaba de las montañas en las mañanas de febrero. Y las nubes se quedaban allá arriba en espera de que el tiempo bueno las hiciera bajar al valle; mientras tanto dejaban vacío el cielo azul, dejaban que la luz cayera en el juego del viento haciendo círculos sobre la tierra, removiendo el polvo y batiendo las ramas de los naranjos. Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época. En febrero, cuando las mañanas estaban llenas de viento, de gorriones y de luz azul. Me acuerdo. Mi madre murió entonces. Que yo debía haber gritado; que mis manos tenían que haberse hecho pedazos estrujando su desesperación. Así hubieras tú querido que fuera. Pero ¿acaso no era alegre aquella mañana? Por la puerta abierta entraba el aire, quebrando las guías de la yedra. En mis piernas comenzaba a crecer el vello entre las venas, y mis manos temblaban tibias al tocar mis senos. Los gorriones jugaban. En las lomas se mecían las espigas. Me dio lástima que ella ya no volviera a ver el juego del viento en los jazmines; que cerrara sus ojos a la luz de los días. Pero ¿por qué iba a llorar? ¿Te acuerdas, Justina? Acomodaste las sillas a lo largo del corredor para que la gente que viniera a verla esperara su turno. Estuvieron vacías. Y mi madre sola, en medio de los cirios; su cara pálida y sus dientes blancos no estaba muerto. Me di cuenta. Supe que don Pedro no tenía intenciones de matarme. Sólo de darme un susto. Quería averiguar si yo había estado en Vilmayo dos meses antes. El día de San Cristóbal. En la boda. ¿En cuál boda? ¿En cuál San Cristóbal? Yo chapoteaba entre mi sangre y le preguntaba: “¿En cuál boda, don Pedro?”. No, no, don Pedro, yo no estuve. Si acaso, pasé por allí. Pero fue por casualidad… Él no tuvo intenciones de matarme. Me dejó cojo, como ustedes ven, y manco si ustedes quieren. Pero no me mató. Dicen que se me torció un ojo desde entonces, de la mala impresión. Lo cierto es que me volví más hombre. El cielo es grande. Y ni quien lo dude». —¿Quién será? —Ve tú a saber. Alguno de tantos. Pedro Páramo causó tal mortandad después que le mataron a su padre, que se dice casi acabó con los asistentes a la boda en la cual don Lucas Páramo iba a fungir de padrino. Y eso que a don Lucas nomás le tocó de rebote, porque al parecer la cosa era contra el novio. Y como nunca se supo de dónde había salido la bala que le pegó a él, Pedro Páramo arrasó parejo. Esto fue allá en el cerro de Vilmayo, donde estaban unos ranchos de los que ya no queda ni el rastro… Mira, ahora sí parece ser ella. Tú que tienes los oídos muchachos, ponle atención. Ya me contarás lo que diga. —No se le entiende. Parece que no habla, sólo se queja. —¿Y de qué se queja? —Pues quién sabe. —Debe ser por algo. Nadie se queja de nada. Para bien la oreja. —Se queja y nada más. Tal vez Pedro Páramo la hizo sufrir. —No creas. Él la quería. Estoy por decir que nunca quiso a ninguna mujer como a ésa. Ya se la entregaron sufrida y quizá loca. Tan la quiso, que se pasó el resto de sus años aplastado en un equipal, mirando el camino por donde se la habían llevado al camposanto. Le perdió interés a todo. Desalojó sus tierras y mandó quemar los enseres. Unos dicen que porque ya estaba cansado, otros que porque le agarró la desilusión; lo cierto es que echó fuera a la gente y se sentó en su equipal, cara al camino. »Desde entonces la tierra se quedó baldía y como en ruinas. Daba pena verla llenándose de achaques con tanta plaga que la invadió en cuanto la dejaron sola. De allá para acá se consumió la gente; se desbandaron los hombres en busca de otros “bebederos”. Recuerdo días en que Comala se llenó de “adioses” y hasta nos parecía cosa alegre ir a despedir a los que se iban. Y es que se iban con intenciones de volver. Nos dejaban encargadas sus cosas y su familia. Luego algunos mandaban por la familia aunque no por sus cosas, y después parecieron olvidarse del pueblo y de nosotros, y hasta de sus cosas. Yo me quedé porque no tenía adónde ir. Otros se quedaron esperando que Pedro Páramo muriera, pues según decían les había prometido heredarles sus bienes, y con esa esperanza vivieron todavía algunos. Pero pasaron años y años y él seguía vivo, siempre allí, como un espantapájaros frente a las tierras de la Media Luna. »Y ya cuando le faltaba poco para morir vinieron las guerras esas de los “cristeros” y la tropa echó rialada con los pocos hombres que quedaban. Fue cuando yo comencé a morirme de hambre y desde entonces nunca me volví a emparejar. »Y todo por las ideas de don Pedro, por sus pleitos de alma. Nada más porque se le murió la mujer, la tal Susanita. Ya te has de imaginar si la quería». Fue Fulgor Sedano quien le dijo: —Patrón, ¿sabe quién anda por aquí? —¿Quién? —Bartolomé San Juan. —¿Y eso? —Eso es lo que yo me pregunto. ¿Qué vendrá a hacer? —¿No lo has investigado? —No. Vale decirlo. Y es que no ha buscado casa. Llegó directamente a la antigua casa de usted. Allí desmontó y apeó sus maletas, como si usted de antemano se la hubiera alquilado. Al menos le vi esa seguridad. —¿Y qué haces tú, Fulgor, que no averiguas lo que pasa? ¿No estás para eso? —Me desorienté un poco por lo que le dije. Pero mañana aclararé las cosas si usted lo cree necesario. —Lo de mañana déjamelo a mí. Yo me encargó de ellos. ¿Han venido los dos? —Sí, él y su mujer. ¿Pero cómo lo sabe? —¿No será su hija? —Pues por el modo como la trata más bien parece su mujer. —Vete a dormir, Fulgor. —Si usted me lo permite. «Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que se pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti. ¿Cuántas veces invité a tu padre a que viniera a vivir aquí nuevamente, diciéndole que yo lo necesitaba? Lo hice hasta con engaños. »Le ofrecí nombrarlo administrador, con tal de volverte a ver. ¿Y qué me contestó? “No hay respuesta —me decía siempre el mandadero—. El señor don Bartolomé rompe sus cartas cuando yo se las entrego”. Pero por el muchacho supe que te habías casado y pronto me enteré que te habías quedado viuda y le hacías otra vez compañía a tu padre. Luego el silencio. »El mandadero iba y venía y siempre regresaba diciéndome: »—No los encuentro, don Pedro. Me dicen que salieron de Mascota. Y unos me dicen que para acá y otros que para allá. »Y yo: »—No repares en gastos, búscalos. Ni que se los haya tragado la tierra. »Hasta que un día vino y me dijo: »—He repasado toda la sierra indagando el rincón donde se esconde don —¿Sabías, Fulgor, que ésa es la mujer más hermosa que se ha dado sobre la tierra? Llegué a creer que la había perdido para siempre. Pero ahora no tengo ganas de volverla a perder. ¿Tú me entiendes, Fulgor? Dile a su padre que vaya a seguir explotando sus minas. Y allá… me imagino que será fácil desaparecer al viejo en aquellas regiones adonde nadie va nunca. ¿No lo crees? —Puede ser. —Necesitamos que sea. Ella tiene que quedarse huérfana. Estamos obligados a amparar a alguien. ¿No crees tú? —No lo veo difícil. —Entonces andando, Fulgor, andando. —¿Y si ella lo llega a saber? —¿Quién se lo dirá? A ver, dime, aquí entre nosotros dos, ¿quién se lo dirá? —Estoy seguro que nadie. —Quítale el «estoy seguro que». Quítaselo desde ahorita y ya verás como todo sale bien. Acuérdate del trabajo que dio dar con La Andrómeda. Mándalo para allá a seguir trabajando. Que vaya y vuelva. Nada de que se le ocurra acarrear con la hija. Ésa aquí se la cuidamos. Allá estará su trabajo y aquí su casa adonde venga a reconocer. Díselo así, Fulgor. —Me vuelve a gustar cómo acciona usted, patrón, como que se le están rejuveneciendo los ánimos. Sobre los campos del valle de Comala está cayendo la lluvia. Una lluvia menuda, extraña para estas tierras que sólo saben de aguaceros. Es domingo. De Apango han bajado los indios con sus rosarios de manzanillas, su romero, sus manojos de tomillo. No han traído ocote porque el ocote está mojado, y ni tierra de encino porque también está mojada por el mucho llover. Tienden sus yerbas en el suelo, bajo los arcos del portal, y esperan. La lluvia sigue cayendo sobre los charcos. Entre los surcos, donde está naciendo el maíz, corre el agua en ríos. Los hombres no han venido hoy al mercado, ocupados en romper los surcos para que el agua busque nuevos cauces y no arrastre la milpa tierna. Andan en grupos, navegando, en la tierra anegada, bajo la lluvia, quebrando con sus palas los blandos terrones, ligando con sus manos la milpa y tratando de protegerla para que crezca sin trabajo. Los indios esperan. Sienten que es un mal día. Quizá por eso tiemblan debajo de sus mojados «gabanes» de paja; no de frío, sino de temor. Y miran la lluvia desmenuzada y al cielo que no suelta sus nubes. Nadie viene. El pueblo parece estar solo. La mujer les encargó un poco de hilo de remiendo y algo de azúcar, y de ser posible y de haber, un cedazo para colar el atole. El «gabán» se les hace pesado de humedad conforme se acerca el mediodía. Platican, se cuentan chistes y sueltan la risa. Las manzanillas brillan salpicadas por el rocío. Piensan: «Si al menos hubiéramos traído tantito pulque, no importaría; pero el cogollo de los magueyes está hecho un mar de agua. En fin, qué se le va a hacer». Justina Díaz, cubierta con paraguas, venía por la calle derecha que viene de la Media Luna, rodeando los chorros que borbotaban sobre las banquetas. Hizo la señal de la cruz y se persignó al pasar por la puerta de la iglesia mayor. Entró en el portal. Los indios voltearon a verla. Vio la mirada de todos como si la escudriñaran. Se detuvo en el primer puesto, compró diez centavos de hojas de romero, y regresó, seguida por las miradas en hilera de aquel montón de indios. «Lo caro que está todo en este tiempo —dijo, al tomar de nuevo el camino hacia la Media Luna—. Este triste ramito de romero por diez centavos. No alcanzará ni siquiera para dar olor». Los indios levantaron sus puestos al oscurecer. Entraron en la lluvia con sus pesados tercios a la espalda; pasaron por la iglesia para rezarle a la Virgen, dejándole un manojo de tomillo de limosna. Luego enderezaron hacia Apango, de donde habían venido. «Ahí será otro día», dijeron. Y por el camino iban contándose chistes y soltando la risa. Justina Díaz entró en el dormitorio de Susana San Juan y puso el romero sobre la repisa. Las cortinas cerradas impedían el paso de la luz, así que en aquella oscuridad sólo veía las sombras, sólo adivinaba. Supuso que Susana San Juan estaría dormida; ella deseaba que siempre estuviera dormida. La sintió así y se alegró. Pero entonces oyó un suspiro lejano, como salido de algún rincón de aquella pieza oscura. —¡Justina! —le dijeron. Ella volvió la cabeza. No vio a nadie; pero sintió una mano sobre su hombro y la respiración en sus oídos. La voz en secreto: «Vete de aquí, Justina. Arregla tus enseres y vete. Ya no te necesitamos». —Ella sí me necesita —dijo, enderezando el cuerpo—. Está enferma y me necesita. —Ya no, Justina. Yo me quedaré aquí a cuidarla. —¿Es usted, don Bartolomé? —y no esperó la respuesta. Lanzó aquel grito que bajó hasta los hombres y las mujeres que regresaban de los campos y que los hizo decir: «Parece ser un aullido humano; pero no parece ser de ningún ser humano». La lluvia amortigua los ruidos. Se sigue oyendo aún después de todo, granizando sus gotas, hilvanando el hilo de la vida. —¿Qué te pasa, Justina? ¿Por qué gritas? —preguntó Susana San Juan. —Yo no he gritado. Has de haber estado soñando. —Ya te he dicho que yo no sueño nunca. No tienes consideración de mí. Estoy muy desvelada. Anoche no echaste fuera al gato y no me dejó dormir. —Durmió conmigo, entre mis piernas. Estaba ensopado y por lástima lo dejé quedarse en mi cama; pero no hizo ruido. —No, ruido ni hizo. Sólo se la pasó haciendo circo, brincando de mis pies a mi cabeza, y maullando quedito como si tuviera hambre. —Le di bien de comer y no se despegó de mí en toda la noche. Estás otra vez soñando mentiras, Susana. —Te digo que pasó la noche asustándome con sus brincos. Y aunque sea muy cariñoso tu gato, no lo quiero cuando estoy dormida. —Baja más abajo, Susana, y encontrarás lo que te digo. Y ella bajó y bajó en columpio, meciéndose en la profundidad, con sus pies bamboleando en el «no encuentro dónde poner los pies». —Más abajo, Susana. Más abajo. Dime si ves algo. Y cuando encontró el apoyo allí permaneció, callada, porque se enmudeció de miedo. La lámpara circulaba y la luz pasaba de largo junto a ella. Y el grito de allá arriba la estremecía: —¡Dame lo que está allí, Susana! Y ella agarró la calavera entre sus manos y cuando la luz le dio de lleno la soltó. —Es una calavera de muerto —dijo. —Debes encontrar algo más junto a ella. Dame todo lo que encuentres. El cadáver se deshizo en canillas; la quijada se desprendió como si fuera de azúcar. Le fue dando pedazo a pedazo hasta que llegó a los dedos de los pies y le entregó coyuntura tras coyuntura. Y la calavera primero; aquella bola redonda que se deshizo entre sus manos. —Busca algo más, Susana. Dinero. Ruedas redondas de oro. Búscalas, Susana. Entonces ella no supo de ella, sino muchos días después entre el hielo, entre las miradas llenas de hielo de su padre. Por eso reía ahora. —Supe que eras tú, Bartolomé. Y la pobre de Justina, que lloraba sobre su corazón, tuvo que levantarse al ver que ella reía y que su risa se convertía en carcajada. Afuera seguía lloviendo. Los indios se habían ido. Era lunes y el valle de Comala seguía anegándose en lluvia. Los vientos siguieron soplando todos esos días. Esos vientos que habían traído las lluvias. La lluvia se había ido; pero el viento se quedó. Allá en los campos la milpa oreó sus hojas y se acostó sobre los surcos para defenderse del viento. De día era pasadero; retorcía las yedras y hacía crujir las tejas en los tejados; pero de noche gemía, gemía largamente. Pabellones de nubes pasaban en silencio por el cielo como si caminaran rozando la tierra. Susana San Juan oye el golpe del viento contra la ventana cerrada. Está acostada con los brazos detrás de la cabeza, pensando, oyendo los ruidos de la noche; cómo la noche va y viene arrastrada por el soplo del viento sin quietud. Luego el seco detenerse. Han abierto la puerta. Una racha de aire apaga la lámpara. Ve la oscuridad y entonces deja de pensar. Siente pequeños susurros. En seguida oye el percutir de su corazón en palpitaciones desiguales. Al través de sus párpados cerrados entrevé la llama de la luz. No abre los ojos. El cabello está derramado sobre su cara. La luz enciende gotas de sudor en sus labios. Pregunta: —¿Eres tú, padre? —Soy tu padre, hija mía. Entreabre los ojos. Mira como si cruzara sus cabellos una sombra sobre el techo, con la cabeza encima de su cara. Y la figura borrosa de aquí enfrente, detrás de la lluvia de sus pestañas. Una luz difusa; una luz en el lugar del corazón, en forma de corazón pequeño que palpita como llama parpadeante. «Se te está muriendo el corazón —piensa—. Ya sé que vienes a contarme que murió Florencio; pero eso ya lo sé. No te aflijas por los demás; no te apures por mí. Yo tengo guardado mi dolor en un lugar seguro. No dejes que se te apague el corazón». Enderezó el cuerpo y lo arrastró hasta donde estaba el padre Rentería. —¡Déjame consolarte con mi desconsuelo! —dijo, protegiendo la llama de la vela con sus manos. El padre Rentería la dejó acercarse a él; la miró cercar con sus manos la vela encendida y luego juntar su cara al pabilo inflamado, hasta que el olor a carne chamuscada lo obligó a sacudirla, apagándola de un soplo. Entonces volvió la oscuridad y ella corrió a refugiarse debajo de sus sábanas. El padre Rentería le dijo: —He venido a confortarte, hija. —Entonces adiós, padre —contestó ella—. No vuelvas. No te necesito. Y oyó cuando se alejaban los pasos que siempre le dejaban una sensación de frío, de temblor y miedo. —¿Para qué vienes a verme, si estás muerto? El padre Rentería cerró la puerta y salió al aire de la noche. El viento seguía soplando. Un hombre al que decían el Tartamudo llegó a la Media Luna y preguntó por Pedro Páramo. —¿Para qué lo solicitas? —Quiero hablar cocon él. —No está. —Dile, cucuando regrese, que vengo de parte de don Fulgor. —Lo iré a buscar; pero aguántate unas cuantas horas. —Dile, es cocosa de urgencia. —Se lo diré. El hombre al que decían el Tartamudo aguardó arriba del caballo. Pasado un rato, Pedro Páramo, al que nunca había visto, se le puso enfrente: —¿Qué se te ofrece? —Necesito hablar directamente cocon el patrón. —Yo soy. ¿Qué quieres? —Pues, nanada más esto. Mataron a don Fulgor Sesedano. Yo le hacía compañía. Habíamos ido por el rurrumbo de los «vertederos» para averiguar por qué se estaba escaseando el agua. Y en eso andábamos cucuando vimos una manada de hombres que nos salieron al encuentro. Y de entre la mumultitud aquella brotó una voz que dijo: «Yo a ése le coconozco. Es el pedazo. »—Me gusta bañarme en el mar —le dije. »Pero él no lo comprende. »Y al otro día estaba otra vez en el mar, purificándome. Entregándome a sus olas». Pardeando la tarde, aparecieron los hombres. Venían encarabinados y terciados de carrilleras. Eran cerca de veinte. Pedro Páramo los invitó a cenar. Y ellos, sin quitarse el sombrero, se acomodaron a la mesa y esperaron callados. Sólo se les oyó sorber el chocolate cuando les trajeron el chocolate, y masticar tortilla tras tortilla cuando les arrimaron los frijoles. Pedro Páramo los miraba. No se le hacían caras conocidas. Detrasito de él, en la sombra, aguardaba el Tilcuate. —Patrones —les dijo cuando vio que acababan de comer—, ¿en qué más puedo servirlos? —¿Usted es el dueño de esto? —preguntó uno abanicando la mano. Pero otro lo interrumpió diciendo: —¡Aquí yo soy el que hablo! —Bien. ¿Qué se les ofrece? —volvió a preguntar Pedro Páramo. —Como usté ve, nos hemos levantado en armas. —¿Y? —Y pos eso es todo. ¿Le parece poco? —¿Pero por qué lo han hecho? —Pos porque otros lo han hecho también. ¿No lo sabe usté? Aguárdenos tantito a que nos lleguen instrucciones y entonces le averiguaremos la causa. Por lo pronto ya estamos aquí. —Yo sé la causa —dijo otro—. Y si quiere se la entero. Nos hemos rebelado contra el gobierno y contra ustedes porque ya estamos aburridos de soportarlos. Al gobierno por rastrero y a ustedes porque no son más que unos móndrigos bandidos y mantecosos ladrones. Y del señor gobierno ya no digo nada porque le vamos a decir a balazos lo que le queremos decir. —¿Cuánto necesitan para hacer su revolución? —preguntó Pedro Páramo —. Tal vez yo pueda ayudarlos. —Dice bien aquí el señor, Perseverancio. No se te debía soltar la lengua. Necesitamos agenciarnos un rico pa que nos habilite, y qué mejor que el señor aquí presente. ¿A ver tú, Casildo, como cuánto nos hace falta? —Que nos dé lo que su buena intención quiera darnos. —Éste «no le daría agua ni al gallo de la pasión». Aprovechemos que estamos aquí, para sacarle de una vez hasta el maíz que trai atorado en su cochino buche. —Cálmate, Perseverancio. Por las buenas se consiguen mejor las cosas. Vamos a ponernos de acuerdo. Habla tú, Casildo. —Pos yo ahí al cálculo diría que unos veinte mil pesos no estarían mal para el comienzo. ¿Qué les parece a ustedes? Ora que quién sabe si al señor éste se le haga poco, con eso de que tiene sobrada voluntad de ayudarnos. Pongamos entonces cincuenta mil. ¿De acuerdo? —Les voy a dar cien mil pesos —les dijo Pedro Páramo—. ¿Cuántos son ustedes? —Semos trescientos. —Bueno. Les voy a prestar otros trescientos hombres para que aumenten su contingente. Dentro de una semana tendrán a su disposición tanto los hombres como el dinero. El dinero se los regalo, a los hombres nomás se los presto. En cuanto los desocupen mándenmelos para acá. ¿Está bien así? —Pero cómo no. —Entonces hasta dentro de ocho días, señores. Y he tenido mucho gusto en conocerlos. —Sí —dijo el último en salir—. Acuérdese que, si no nos cumple, oirá hablar de Perseverancio, que así es mi nombre. Pedro Páramo se despidió de él dándole la mano. —¿Quién crees tú que sea el jefe de éstos? —le preguntó más tarde al Tilcuate. —Pues a mí se me figura que es el barrigón ese que estaba en medio y que ni alzó los ojos. Me late que es él… Me equivoco pocas veces, don Pedro. —No, Damasio, el jefe eres tú. ¿O qué, no te quieres ir a la revuelta? —Pero si hasta se me hace tarde. Con lo que me gusta a mí la bulla. —Ya viste pues de qué se trata, así que ni necesitas mis consejos. Júntate trescientos muchachos de tu confianza y enrólate con esos alzados. Diles que les llevas la gente que les prometí. Lo demás ya sabrás tú cómo manejarlo. —¿Y del dinero qué les digo? ¿También se los entriego? —Te voy a dar diez pesos para cada uno. Ahí nomás para sus gastos más urgentes. Les dices que el resto está aquí guardado y a su disposición. No es conveniente cargar tanto dinero andando en esos trajines. Entre paréntesis: ¿te gustaría el ranchito de la Puerta de Piedra? Bueno, pues es tuyo desde ahorita. Le vas a llevar un recado al licenciado Gerardo Trujillo, de Comala, y allí mismo pondrá a tu nombre la propiedad. ¿Qué dices, Damasio? —Eso ni se pregunta, patrón. Aunque con eso o sin eso yo haría esto por puro gusto. Como si usted no me conociera. De cualquier modo, se lo agradezco. La vieja tendrá al menos con qué entretenerse mientras yo suelto el trapo. —Y mira, ahí de pasada arréate unas cuantas vacas. A ese rancho lo que le falta es movimiento. —¿No importa que sean cebuses? —Escoge de las que quieras, y las que tantees pueda cuidar tu mujer. Y volviendo a nuestro asunto, procura no alejarte mucho de mis terrenos, por eso de que si vienen otros que vean el campo ya ocupado. Y venme a ver cada que puedas o tengas alguna novedad. —Nos veremos, patrón. —¿Qué es lo que dice, Juan Preciado? —Ustedes los abogados tienen esa ventaja; pueden llevarse su patrimonio a todas partes, mientras no les rompan el hocico. —Ni crea, don Pedro; siempre nos andamos creando problemas. Además duele dejar a personas como usted, y las deferencias que han tenido para con uno se extrañan. Vivimos rompiendo nuestro mundo a cada rato, si es válido decirlo. ¿Dónde quiere que le deje los papeles? —No los dejes. Llévatelos. ¿O qué no puedes seguir encargado de mis asuntos allá adonde vas? —Agradezco su confianza, don Pedro. La agradezco sinceramente. Aunque hago la salvedad de que me será imposible. Ciertas irregularidades… Digamos… Testimonios que nadie sino usted debe conocer. Pueden prestarse a malos manejos en caso de llegar a caer en otras manos. Lo más seguro es que estén con usted. —Dices bien, Gerardo. Déjalos aquí. Los quemaré. Con papeles o sin ellos, ¿quién me puede discutir la propiedad de lo que tengo? —Indudablemente nadie, don Pedro. Nadie. Con su permiso. —Ve con Dios, Gerardo. —¿Qué dijo usted? —Digo que Dios te acompañe. El licenciado Gerardo Trujillo salió despacio. Estaba ya viejo; pero no para dar esos pasos tan cortos, tan sin ganas. La verdad es que esperaba una recompensa. Había servido a don Lucas, que en paz descanse, padre de don Pedro; después a don Pedro, y todavía; luego a Miguel, hijo de don Pedro. La verdad es que esperaba una compensación. Una retribución grande y valiosa. Le había dicho a su mujer: —Voy a despedirme de don Pedro. Sé que me gratificará. Estoy por decir que con el dinero que él me dé nos estableceremos bien en Sayula y viviremos holgadamente el resto de nuestros días. Pero ¿por qué las mujeres siempre tienen una duda? ¿Reciben avisos del cielo, o qué? Ella no estuvo segura de que consiguiera algo: —Tendrás que trabajar muy duro allá para levantar cabeza. De aquí no sacarás nada. —¿Por qué lo dices? —Lo sé. Siguió andando hacia la puerta, atento a cualquier llamado: «¡Ey, Gerardo! Lo preocupado que estoy no me ha permitido pensar en ti. Pero yo debo favores que no se pagan con dinero. Recibe esto: es un regalo insignificante». Pero el llamado no vino. Cruzó la puerta y desanudó el bozal con que su caballo estaba amarrado al horcón. Subió a la silla y, al paso, tratando de no alejarse mucho para oír si lo llamaban, caminó hacia Comala sin desviarse del camino. Cuando vio que la Media Luna se perdía detrás de él, pensó: «Sería mucho rebajarme si le pidiera un préstamo». —Don Pedro, he regresado, pues no estoy satisfecho conmigo mismo. Gustoso seguiré llevando sus asuntos. Lo dijo, sentado nuevamente en el despacho de Pedro Páramo, donde había estado no hacía ni media hora. —Está bien, Gerardo. Allí están los papeles, donde tú los dejaste. —Desearía también… Los gastos… El traslado… Un mínimo adelanto de honorarios… Algo extra, por si usted lo tiene a bien. —¿Quinientos? —¿No podría ser un poco, digamos, un poquito más? —¿Te conformas con mil? —¿Y si fueran cinco? —¿Cinco qué? ¿Cinco mil pesos? No los tengo. Tú bien sabes que todo está invertido. Tierras, animales. Tú lo sabes. Llévate mil. No creo que necesites más. Se quedó meditando. La cabeza caída. Oía el tintineo de los pesos sobre el escritorio donde Pedro Páramo contaba el dinero. Se acordaba de don Lucas, que siempre le quedó a deber sus honorarios. De don Pedro, que hizo cuenta nueva. De Miguel su hijo: ¡cuántos bochornos le había dado ese muchacho! Lo libró de la cárcel cuando menos unas quince veces, cuando no hayan sido más. Y el asesinato que cometió con aquel hombre, ¿cómo se apellidaba? Rentería, eso es. El muerto llamado Rentería, al que le pusieron una pistola en la mano. Lo asustado que estaba el Miguelito, aunque después le diera risa. Eso nomás ¿cuánto le hubiera costado a don Pedro si las cosas hubieran ido hasta allá, hasta lo legal? Y lo de las violaciones ¿qué? Cuántas veces él tuvo que sacar de su misma bolsa el dinero para que ellas le echaran tierra al asunto: «¡Date de buenas que vas a tener un hijo güerito!», les decía. —Aquí tienes, Gerardo. Cuídalos muy bien, porque no retoñan. Y él, que todavía estaba en sus cavilaciones, respondió: —Sí, tampoco los muertos retoñan —y agregó—: Desgraciadamente. Faltaba mucho para el amanecer. El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche. La luna había salido un rato y luego se había ido. Era una de esas lunas tristes que nadie mira, a las que nadie hace caso. Estuvo un rato allí desfigurada, sin dar ninguna luz, y después fue a esconderse detrás de los cerros. Lejos, perdido en la oscuridad, se oía el bramido de los toros. «Esos animales nunca duermen —dijo Damiana Cisneros—. Nunca duermen. Son como el diablo, que siempre anda buscando almas para llevárselas al infierno». Se dio vuelta en la cama, acercando la cara a la pared. Entonces oyó los golpes. Detuvo la respiración y abrió los ojos. Volvió a oír tres golpes secos, como si alguien tocara con los nudos de la mano en la pared. No aquí, junto a ella, sino más lejos; pero en la misma pared. «¡Válgame! Si no serán los tres toques de San Pascual Bailón, que viene a avisarle a algún devoto suyo que ha llegado la hora de su muerte». Y como ella había perdido el novenario desde hacía tiempo, a causa de —Ya estoy con ellos. —¿Entonces para qué vienes a verme? —Necesitamos dinero, patrón. Ya estamos cansados de comer carne. Ya ni se nosantoja. Y nadie nos quiere fiar. Por eso venimos, para que usted nos provea y no nos veamos urgidos de robarle a nadie. Si anduviéramos remotos no nos importaría darle un «entre» a los vecinos; pero aquí todos estamos emparentados y nos remuerde robar. Total, es dinero lo que necesitamos para mercar aunque sea una gorda con chile. Estamos hartos de comer carne. —¿Ahora te me vas a poner exigente, Damasio? —De ningún modo, patrón. Estoy abogando por los muchachos; por mí, ni me apuro. —Está bien que te acomidas por tu gente; pero sonsácales a otros lo que necesitas. Yo ya te di. Confórmate con lo que te di. Y éste no es un consejo ni mucho menos, ¿pero no se te ha ocurrido asaltar Contla? ¿Para qué crees que andas en la revolución? Si vas a pedir limosna estás atrasado. Valía más que mejor te fueras con tu mujer a cuidar gallinas. ¡Échate sobre algún pueblo! Si tú andas arriesgando el pellejo, ¿por qué diablos no van a poner otros algo de su parte? Contla está que hierve de ricos. Quítales tantito de lo que tienen. ¿O acaso creen que tú eres su pilmama y que estás para cuidarles sus intereses? No, Damasio. Hazles ver que no andas jugando ni divirtiéndote. Dales un pegue y ya verás como sales con centavos de este mitote. —Lo que sea, patrón. De usted siempre saco algo de provecho. —Pues que te aproveche. Pedro Páramo miró cómo los hombres se iban. Sintió desfilar frente a él el trote de caballos oscuros, confundidos con la noche. El sudor y el polvo; el temblor de la tierra. Cuando vio los cocuyos cruzando otra vez sus luces, se dio cuenta de que todos los hombres se habían ido. Quedaba él, solo, como un tronco duro comenzando a desgajarse por dentro. Pensó en Susana San Juan. Pensó en la muchachita con la que acababa de dormir apenas un rato. Aquel pequeño cuerpo azorado y tembloroso que parecía iba a echar fuera su corazón por la boca. «Puñadito de carne», le dijo. Y se había abrazado a ella tratando de convertirla en la carne de Susana San Juan. «Una mujer que no era de este mundo». En el comienzo del amanecer, el día va dándose vuelta, a pausas; casi se oyen los goznes de la tierra que giran enmohecidos; la vibración de esta tierra vieja que vuelca su oscuridad. —¿Verdad que la noche está llena de pecados, Justina? —Sí, Susana. —¿Y es verdad? —Debe serlo, Susana. —¿Y qué crees que es la vida, Justina, sino un pecado? ¿No oyes? ¿No oyes cómo rechina la tierra? —No, Susana, no alcanzo a oír nada. Mi suerte no es tan grande como la tuya. —Te asombrarías. Te digo que te asombrarías de oír lo que yo oigo. Justina siguió poniendo orden en el cuarto. Repasó una y otra vez la jerga sobre los tablones húmedos del piso. Limpió el agua del florero roto. Recogió las flores. Puso los vidrios en el balde lleno de agua. —¿Cuántos pájaros has matado en tu vida, Justina? —Muchos, Susana. —¿Y no has sentido tristeza? —Sí, Susana. —Entonces ¿qué esperas para morirte? —La muerte, Susana. —Si es nada más eso, ya vendrá. No te preocupes. Susana San Juan estaba incorporada sobre sus almohadas. Los ojos inquietos, mirando hacia todos lados. Las manos sobre el vientre, prendidas a su vientre como una concha protectora. Había ligeros zumbidos que cruzaban como alas por encima de su cabeza. Y el ruido de las poleas en la noria. El rumor que hace la gente al despertar. —¿Tú crees en el infierno, Justina? —Sí, Susana. Y también en el cielo. —Yo sólo creo en el infierno —dijo. Y cerró los ojos. Cuando salió Justina del cuarto, Susana San Juan estaba nuevamente dormida y afuera chisporroteaba el sol. Se encontró con Pedro Páramo en el camino. —¿Cómo está la señora? —Mal —le dijo agachando la cabeza. —¿Se queja? —No, señor, no se queja de nada; pero dicen que los muertos ya no se quejan. La señora está perdida para todos. —¿No ha venido el padre Rentería a verla? —Anoche vino y la confesó. Hoy debía de haber comulgado, pero no debe estar en gracia porque el padre Rentería no le ha traído la comunión. Dijo que lo haría a hora temprana, y ya ve usted, el sol ya está aquí y no ha venido. No debe estar en gracia. —¿En gracia de quién? —De Dios, señor. —No seas tonta, Justina. —Como usted lo diga, señor. Pedro Páramo abrió la puerta y se estuvo junto a ella, dejando que un rayo de luz cayera sobre Susana San Juan. Vio sus ojos apretados como cuando se siente un dolor interno; la boca humedecida, entreabierta, y las sábanas siendo recorridas por manos inconscientes hasta mostrar la desnudez de su cuerpo que comenzó a retorcerse en convulsiones. Recorrió el pequeño espacio que lo separaba de la cama y cubrió el cuerpo desnudo, que siguió debatiéndose como un gusano en espasmos cada vez más violentos. Se acercó a su oído y le habló: «¡Susana!». Y volvió a repetir: «¡Susana!».
Docsity logo



Copyright © 2024 Ladybird Srl - Via Leonardo da Vinci 16, 10126, Torino, Italy - VAT 10816460017 - All rights reserved