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Libro en PDF "La vuelta al mundo en 80 días (Julio Verne), Resúmenes de Lengua y Literatura

Este libro trata de una historia de aventura , sobre un hombre que para pagar una deuda recorre todo el mundo en solo 80 días ,entramandose en embrollos y ayudando a quienes van en su camino.

Tipo: Resúmenes

2018/2019

Subido el 05/10/2021

aarom-abreu
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¡Descarga Libro en PDF "La vuelta al mundo en 80 días (Julio Verne) y más Resúmenes en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! LIBROdo!.co Julio Verne LA VUELTA AL MUNDO EN 80 DÍAS En el año 1872, la casa número 7 de Saville-Row, Burlington Gardens --donde murió Sheridan en 1814-- estaba habitada por Phileas Fogg, quien a pesar de que parecía haber tomado el partido de no hacer nada que pudiese llamar la atención, era uno de los miembros más notables y singulares del ReformClub de Londres. Por consiguiente, Phileas Fogg, personaje enigmático y del cual sólo se sabía que era un hombre muy galante y de los más cumplidos gentlemen de la alta sociedad inglesa, sucedía a uno de los más grandes oradores que honran a Inglaterra. Decíase que se daba un aire a lo Byron -su cabeza, se entiende, porque, en cuanto a los pies, no tenía defecto alguno-, pero a un Byron de bigote y pastillas, a un Byron impasible, que hubiera vivido mil años sin envejecer. Phileas Fogg, era inglés de pura cepa; pero quizás no había nacido en Londres. Jamás se le había visto en la Bolsa ni en el Banco, ni en ninguno de los despachos mercantiles de la City. Ni las dársenas ni los docks de Londres recibieron nunca un navío cuyo armador fuese Phileas Fogg. Este gentleman no figuraba en ningún comité de administración. Su nombre nunca se había oído en un colegio de abogados, ni de en Gray's Inn. Nunca informó en la Audiencia del canciller, ni en el Banco de la Reina, ni en el Echequer, ni en los Tribunales Eclesiásticos. No era ni industrial, ni negociante, ni mercader, ni agricultor. No formaba parte ni del Instituto Real de la Gran Bretaña ni del Instituto de Londres, ni del Instituto de los Artistas, ni del Instituto Russel, ni del Instituto Literario del Oeste, ni del Instituto de Derecho, ni de ese Instituto de las Ciencias y las Artes Reunidas que está colocado bajo la protección de Su Graciosa Majestad. En fin, no pertenecía a ninguna de las numerosas Sociedades que pueblan la capital de Inglaterra, desde la Sociedad de la Armónica hasta la Sociedad Entoniológica, fundada principalmente con el fin de destruir los insectos nocivos. Phileas Fogg era miembro del Reform-Club, y nada más. Al que hubiese extrañado que un gentleman tan misterioso alternase con los miembros de esta digna asociación, se le podría haber respondido que entró en ella recomendado por los señores Baring Hermanos. De aquí cierta reputación debida a la regularidad con que sus cheques eran pagados a la vista por el saldo de su cuenta corriente, invariablemente acreedor. ¿Era rico Phileas Fogg? Indudablemente. Cómo había realizado su fortuna, es lo que los mejor informados no podían decir, y para saberlo, el último a quien convenía dirigirse era míster Fogg. En todo caso, aun cuando no se prodigaba mucho, no era tam- poco avaro, porque en cualquier parte donde faltase auxilio para una cosa noble, útil o generosa, solía prestarlo con sigilo y hasta con el velo del anónimo. En suma, encontrar algo que fuese menos comunicativo que este gentleman, era cosa difícil. Hablaba lo menos posible y parecía tanto más misterioso cuanto más silencioso era. Llevaba su vida al día; pero lo que hacía era siempre lo mismo, de tan matemático modo, que la imaginación descontenta buscaba algo más allá. ¿Había viajado? Era probable, porque poseía el inapamundi mejor que nadie. No había sitio, por oculto que pudiera hallarse del que no pareciese tener un especial conocimiento. A veces, pero siempre en pocas breves y claras palabras, rectificaba los mil propósitos falsos que solían circular en el club acerca de viajeros perdidos o extraviados, indicaba las probabilidades que tenían mayores visos de realidad y a menudo, sus palabras parecían haberse inspirado en una doble vista; de tal manera el suceso acababa siempre por justificarlas. Era un hombre que debía haber viajado por todas partes, a lo menos, de memoria. Lo cierto era que desde hacía largos años Phileas Fogg no había dejado Londres. Los que tenían el honor de conocerle más a fondo que los demás, atestiguaban que --excepción hecha del camino diariamente recorrido por él desde su casa al club- nadie podía pretender haberio visto en otra parte. Era su único pasatiempo leer los periódicos y jugar al whist. Solía ganar a ese silencioso juego, tan apropiado a su natu- ral, pero sus beneficios nunca entraban en su bolsillo, que figuraban por una suma respetable en su presupuesto de caridad. Por lo demás -bueno es consignarlo-, míster Fogg, evidentemente jugaba por jugar, no por ganar. Para él, el juego era un combate, una lucha contra una dificultad; pero lucha sin movimiento y sin fatigas, condiciones ambas que convenían mucho a su carácter. Nadie sabía que tuviese mujer ni hijos -cosa que puede suceder a la persona más decente del mundo-, ni parientes ni amigos -lo cual era en verdad algo más extraño-. Phileas Fogg vivía solo en su casa de Saville-Row, donde nadie penetraba. Un criado único le bastaba para su servicio. Almorzando y comiendo en el club a horas cronométricamente determinadas, en el mismo comedor, en la misma mesa, sin tratarse nunca con sus colegas, sin convidar jamás a ningún extraño, sólo volvía a su casa para acostarse a la media noche exacta, sin hacer uso en ninguna ocasión de los cómodos dormitorios que el Reform-Club pone a disposición de los miembros del círculo. De las veinticuatro horas del día, pasaba diez en su casa, que dedicaba al sueño o al tocador. Cuando paseaba, era invariablemente y con paso igual, por el vestíbulo que tenía mosaicos de madera en el pavimento, o por la galería circular coronada por una media naranja con vidrieras azules que sostenían veinte columnas jónicas de pórfido rosa, Cuando almorzaba o comía, las cocinas, la repostería, la despensa, la pescadería y la lechería del club eran las que con sus suculentas reservas proveían su mesa; los camareros del club, graves personas vestidas de negro y calzados con zapatos de suela de fieltro, eran quienes le servían en una vajilla especial y sobre admirables manteles de lienzo sajón; la cristalería o molde perdido del club era la que contenía su sherry, su oporto o su clarete mezclado con canela, capilaria o cinamomo; en fin, el hielo del club -hielo traído de los lagos de América a costa de grandes desembolsos-, conservaba sus bebidas en un satisfactorio estado de frialdad. Si vivir en semejantes condiciones es lo que se llama ser excéntrico, preciso es convenir que algo tiene de bueno la excentricidad. La casa en Saville-Row, sin ser suntuosa, se recomendaba por su gran comodidad. Por lo demás, con los hábitos invariables del inquilino, el servicio no era penoso. Sin embargo, Phileas Fogg exigía de su único criado una regularidad y una puntualidad extraordinarias. Aquel mismo día, 2 de octubre, Phileas Fogg había despedido a James Foster, por el enorme delito de haberle llevado el agua para afeitarse a 84 grados Fahrenheit en vez de 85, y esperaba a su sucesor, que debía presentarse entre once y once y media. Phileas Fogg, rectamente sentado en su butaca, los pies juntos como los de los soldados en formación, las manos sobre las rodillas, el cuerpo derecho, la cabeza erguida, veía girar el minutero del reloj, complicado aparato que señalaba las horas, los minutos, los segundos, los días y años. Al dar las once y media, mister Fogg, según su costumbre diaria debía salir de su casa para ir al Reform-Club. En aquel momento llamaron a la puerta de la habitación que ocupaba Phileas Fogg. El despedido James Foster apareció y dijo: -El nuevo criado. Un mozo de unos 30 años se dejó ver y saludó. -¿Sois francés y os llamáis John? -Le preguntó Phileas Fogg. -Juan, si el señor no lo lleva a mal -respondió el recién venido-. Juan Picaporte, apodo que me ha quedado y que justificaba mi natural aptitud para salir de todo apuro, Creo ser honrado, aunque, a decir verdad, he tenido varios oficios. He sido cantor ambulante, he sido artista de circo donde daba el salto como Leotard y bailaba en la cuerda como Blondín; luego, al fin de hacer más útiles mis servicios, he llegado a pro- fesor de gimnasia, y por último, era sargento de bomberos en París, y aún tengo en mi la estación, cada prenda debía ser llevada; reglamentación que se hacía extensiva al calzado. Finalmente, anunciaba un apacible desahogo en esta casa de Saville-Row ---casa que debía haber sido el templo del desorden en la época del ilustre pero crapuloso Sheridan- la delicadeza con que estaba amueblada. No había ni biblioteca ni libros que hubieran sido inútiles para míster Fogg, puesto que el Reform-Club ponía a su disposición dos bibliotecas, consagradas una a la literatura, y otra al derecho y a la política. En el dormitorio había una arca de hierro de tamaño regular, cuya especial n la ponía fuera del alcance de los peligros de incendio y robo. No se veía ni armas ni otros utensilios de caza ni de guerra. Todo indicaba los hábitos mas pacíficos. Después de haber examinado esta vivienda detenidamente. Picaporte se frotó las manos, su cara redonda se ensanchó, y repitió con alegría: -¡No me disgusta! ¡Ya di con lo que me conviene! Nos entenderemos perfectamente míster Fogg y yo. ¡Un hombre casero y arreglado! ¡Una verdadera maquina! No me desagrada servir a una máquina. Tr Phileas Fogg había dejado su casa de Saville-Row a las once y media, y después de haber colocado quinientas setenta y cinco veces el pie derecho delante del izquierdo y quinientas setenta y seis veces el izquierdo delante del derecho, llegó al Reform-Club, vasto edificio levantado en Pall-Mall, cuyo coste de construcción no ha bajado de tres millones. Phileas Fogg pasó inmediatamente al comedor, con sus nueve ventanas que daban a un jardín con árboles ya dorados por el otoño. Tomó asiento en la mesa de costumbre puesta ya para él. Su almuerzo se componia de un entremés, un pescado cocido sazonado por una "readins sauce” de primera elección, un "rosbif escarlata de una torta rellena con tallos de ruibarbo y grosellas verdes, y de un pedazo de Chéster, rociado todo por algunas tazas de ese excelente té, que especialmente es cosecha para el servicio de Reform-Club. A las doce y cuarenta y siete de la mañana, este gentlenmen se levantó y se dirigió al gran salón, suntuoso aposento, adomado con pinturas colocadas en lujosos marcos. Allí un criado le entregó el "Times" con las hojas sin cortar, y Phileas Fogg se dedicó a desplegarlo con una seguridad tal, que denotaba desde luego la práctica más extremada en esta difícil operación. La lectura del periódico ocupó a Phileas Fogg hasta las tres y cuarenta y cinco, y la del "Standard", que sucedió a aquél, duró hasta la hora de la comida, que se llevó a efecto en iguales condiciones que el almuerzo, si bien con la añadidura de "royal british sauce". Media hora más tarde, varios miembros del Reform-Club iban entrando y se acercaban a la chimenea encendida con carbón de piedra. Eran los compañeros habituales de juego de mister Phileas Fogg, decididamente aficionados al whist como él: el ingeniero Andrés Stuart, los banqueros John Sullivan y Samuel Falientin, el fabricante de cervezas Tomás Flanagan, y Gualterio Ralph, uno de los administradores del Banco de Inglaterra, personajes ricos y considerados en aquel mismo club, que cuenta entre sus miembros las mayores notabilidades de la industria y de la banca. -Decidme, Ralph -preguntó Tomás Flanagan-, ¿a qué altura se encuentra ese robo? -Pues bien -respondió Andrés Stuart-, el Banco perderá su dinero. -Al contrario --dijo Gualterio Ralph-, espero que se logrará echar mano al autor del robo. Se han enviado inspectores de policía de los más hábiles a todos los principales puertos de embarque y desembarque de América y Europa, y le será muy difícil a ese caballero poder escapar. -Pero qué, ¿se conoce la filiación del ladrón? -preguntó Andrés Stuart. -Ante todo, no es un ladrón rio Ralph con la mayor formalidad. --Cómo, ¿no es un ladrón el individuo que sustrao cincuenta y cinco mil libras en billetes de banco? -No -respondió Gualterio Ralph. -¿Es acaso un industrial? -dijo John Sullivan. -El "Morning Chronicle”, asegura que es un gentlemen. El que daba esta respuesta, no era otro que Phileas Fogg, cuya cabeza descollaba entonces entre aquel mar de papel amontonado a su alrededor. Al mismo tiempo, Phileas Fogg saludó a sus compañeros, que le devolvieron la cortesía. El suceso de que se trataba, y sobre el cual los diferentes periódicos del Reino Unido discutían acaloradamente, se había realizado tres días antes, el 29 de septiembre. Un legajo de billetes de banco que formaba la enorme cantidad de cincuenta y cinco mil libras, había sido sustraído de la mesa del cajero principal del Banco de Inglaterra. -A los que se admiraban de que un robo tan considerable hubiera podido realizarse con esa facilidad, el subgobemador Gualterio Ralph se limitaba a responder que en aquel mismo momento el cajero se ocupaba en el asiento de una entrada de tres chelines seis peniques, y que no se puede atender a todo. Pero conviene hacer observar aquí -y esto da más fácil explicación al hecho- que el Banco de Inglaterra parece que se desvive por demostrar al público la alta idea que tiene de su dignidad. Ni hay guardianes, ni ordenanzas, ni redes de alambre. El oro, la plata, los billetes, están expuestos libremente, y, por decirlo así, a disposición del primero que llegue. En efecto, sería indigno sospechar en lo mínimo acerca de la caballerosidad de cualquier transeúnte. Tanto es así, que hasta se llega a referir el siguiente hecho por uno de los más notables observadores de las costumbres inglesas: En una de las salas del Banco en que se encontraba un día, tuvo curiosidad por ver de cerca una barra de oro de siete a ocho libras de peso que se encontraba expuesta en la mesa del cajero; para isfacer aquel deseo, tomó la barra, la examinó, se la dio a su vecino, éste a otro, y así, pasando de mano en mano, la barra llegó hasta el final de un pasillo obscuro, tardando media hora en volver a su sitio primitivo, sin que durante este tiempo el cliero hubiera levantado siquiera la cabeza. Sin embargo el 29 de septiembre las cosas no sucedieron completamente del mismo modo. El legajo de billetes de banco no volvió, y cuando el magnífico reloj colocado encima del "drawing office" dio las cinco, la hora en que debía cerrarse el despacho, el Banco d Inglaterra no tenía mas que recursos que asentar cincuenta y cinco mil libras en la cuenta de ganancias y de pérdidas. Una vez reconocido el robo con toda formalidad, agentes "detectives" elegidos entre los más hábiles, fueron enviados a las puertos principales, a Liverpool a Glasgow, a Brindisi, a Nueva York, etc. , bajo la promesa, en caso de éxito, de una prima de dos mil libras y el cinco por ciento de la suma que se recobrase. La misión de estos inspectores se reducía a observar escrupulosamente a todos los viajeros que se iban o que llegaban, hasta adquirir las noticias que pudieran suministrar las indagaciones inmediatamente emprendidas. Y precisamente, según lo decía "Moming Chronicle", había motivos para suponer que el autor del robo no formaba parte de ninguna de las sociedades de ladrones de Inglaterra. Se había observado que durante aquel día, 29 de septiembre, se paseaba por la sala de pagos, teatro del robo, un caballero bien portado, de buenos modales y aire distinguido. Las indagaciones habían permitido reunir con bastante exactitud las senas de ese caballero, que fueron al punto transmitidas a todos los "detectives" del Reino Unido y del gobierno. Algunas buenas almas, y entre ellos Gualterio Ralph, se creían con fundamento para esperar que el ladrón no se escaparía. Como es fácil presumirlo, este suceso estaba a la orden del día en Londres y en toda Inglaterra. Se discutía y se tomaba parte en pro y en contra de las probabilidades de éxito en la policía metropolitana. Nadie extrañará, pues, que los miembros del Reform-Club tratasen la misma cuestión, con tanto más motivo cuanto que se hallaba entre ellos uno de los subgobernadores del banco. El honorable Gualterio Ralph no quería dudar del resultado de las investigaciones, creyendo que la prima ofrecida debía avivar extraordinariamente el celo y la inteligencia de los agentes. Pero su colega Andrés Stuart distaba mucho de abrigar igual confianza. La discusión continuó por consiguiente entre aquellos caballeros que se habían sentado en la mesa de whist, Stuart delante de Fianagan, Falientin delante de Phileas Fogg. Durante el juego, los jugadores no hablaban, pero, entre los robos, la conversación inte- rrumpida adquiría más animación. -Sostengo --dijo Andrés Stuart- que la probabilidad está en favor del ladrón, que no puede dejar de ser un hombre sagaz. -¡Quita allá! -respondió Gualterio Ralph-. Sólo hay un país en donde pueda refugiarse. -¡Tendría que verse! -¿Y adónde queréis que vaya? -No lo sé -respondió Andrés Stuart-, pero me parece que la Tierra es muy grande. -Antes sí lo era... -dijo a media voz Phileas Fogg; añadiendo después y presentando Tomás Flanagan-. A vos os toca cortar. iscusión se suspendió durante el robo. Pero no tardó en proseguirla Andrés Stuart, diciendo: -¡Cómo que antes! ¿Acaso la Tierra ha disminuido? -Sin duda que sí -respondió Gualterio Ralph-. Opino como míster Fogg. La Tierra ha disminuido, puesto que se recorre hoy diez veces más aprisa que hace cien años. Y esto es lo que, en el caso de que nos ocupamos, hará que las pesquisas sean más rápidas. -Y que el ladrón se escape con más facilidad. -Os toca jugar a vos --dijo Phi leas Fogg. Pero el incrédulo Stuart no estaba convencido, y dijo al concluirse la partida: -Hay que reconocer que habéis encontrado un chistoso modo de decir que la Tierra se ha empequeñecido. De modo que ahora se le da vuelta en tres meses... -En ochenta días tan sólo --dijo Phileas Fogg. -En efecto, señores añadió John Sullivan--, ochenta días, desde que la sección entre Rothal y Altahabad ha sido abierta en el Great Indican Peninsular Railway, y he aquí el cálculo establecido por el "Morning Chronicle". De Londres a Suez por el Monte Cenis y Brindisi, ferrocarril y vapores .......... 7 De Suez a Bombay, vapores .... .... 18 De Bombay a Calcuta, ferrocarril . o 8 «=N MANI £; ¡ODECAMOA AE KAROL cols ¿E EVT" ¿3 EÉXN OY LARA YOÓAAÓ De Hong-Kong a Yokohama (Japón), vapor 6 De Yokohama a San Francisco, vapor ... 22 . De San.Francisco a Nueva Yark, ferrocattil. o... Decccooncomcnco once De Nueva York a Londres, vapor y ferrocarril . 9 TOTAL cc... coo cocccccccncnco . 80 -¡Sí, ochenta días! --exclamó Andrés Stuart, quien por inadvertencia cortó una carta mayor-. Pero eso sin tener en cuenta el mal tiempo, los vientos contrarios, los naufragios, los descarrilamientos, etc. --Contando con todo -respondió Phileas Fogg siguiendo su juego, porque ya no respetaba la discusion el whist. -¡Pero si los indios o los indostanes quitan las vías! -Exclamó Andrés Stuart-; ¡si detienen los trenes, saquean los furgones y hacen tajadas a los viajeros! --Contando con todo -respondió Phileas Fogg, que tendiendo su juego, añadió-: Dos triunfos mayores. Andrés Stuart, a quien tocaba dar, recogió las cartas, diciendo: -Teóricamente tenéis razón, señor Fogg; pero en la práctica... -En la práctica también, señor Stuart. Poi- poco se escapó el saco de las manos de Picaporte, como si las veinte mil libras hubieran sido oro y pesado considerablemente. El a¡-no y el criado bajaron entonces, y la puerta de la calle se cerró con doble vuelta. A la extremidad de Saville-Row había un punto de coches. Pilileas Fogg y su criado montaron en un "cab", que se dirigía rápidamente a la estación de Charing-Cross, donde termina uno de los ramales del ferrocarril del Sureste. A las ocho y veinte, el "cab" se detuvo ante la verja de la estación. Picaporte se apeó. Su amo le siguió y pagó al cochero. En aquel momento, una pobre mendiga con un niño de la mano, con los pies descalzos en el lodo, y cubierta con un sombrero desvencijado, del cual colgaba una pluma lamentable, y con un chal hecho jirones sobre sus andrajos, se acercó a mister Fogg y le pidió limosna. Míster Fogg sacó del bolsillo las veinte guineas que acababa de ganar al juego, y dándoselas a la mendiga, le dijo: -Tomad, buena mujer, me alegro de haberos encontrado. Y pasó de largo. Picaporte tuvo como una sensación de humedad alrededor de sus pupilas. Su amo acababa de dar un paso dentro de su corazón. Míster Fogg y él entraron en la gran sala de la estación. Allí, Phileas Fogg dio a Picaporte la orden de tomar dos billetes de primera para París, y después, al volverse, se encontró con sus cinco amigos del Reform-Club. -Señores, me voy; y como he de visar mi pasaporte en diferentes puntos, eso os servirá para comprobar mi itinerario. -¡Oh, mister Fogg -respondió cortésmente Gualterio Ralph- es inútil! ¡Nos bastará vuestro honor de caballero! -Más vale así --dijo mister Fogg. -No olvidéis que debéis estar de vuelta... -observó Andrés Stuart. -Dentro de ochenta dias -respondió mister Fogg-; el sábado 21 de diciembre de 1872 a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche. Hasta la vista, señores. A las ocho y cuarenta, Phileas Fogg y su criado tomaron asiento en el mismo compartimento. A las ocho y cuarenta y cinco resonó un silbido, y el tren se puso en marcha. La noche estaba oscura. Caía una lluvia menuda. Phileas Fogg, arrellanado en un rincón, no hablaba. Picaporte, atolondrado todavía, oprimía maquinalmente sobre sí el saco de los billetes de banco. Pero el tren no había pasado aún de Sydenham cuando Picaporte dio un verdadero grito de desesperación. -¿Qué es eso? -Preguntó mister Fogg. -Que ... en mi precipitación... en mi turbación... he olvidado ... -¿Qué? -¡ Apagar el gas de mi cuarto! -Pues bien, muchacho -respondió fríamente mister Fogg-, seguirá por cuenta vuestra. v Phileas Fogg, al dejar Londres, no sospechaba, sin duda, el ruido grande que su partida iba a provocar. La noticia de la apuesta se extendió primero en el Reform-Club y produjo una verdadera emoción entre los miembros de aquel respetable círculo. Luego, del club la emoción pasó a los periódicos por la vía de los reporteros, y de los periódicos al público de Londres y de todo el Reino Unido. Esta cuestión de la vuelta al mundo se comentó, se discutió, se examinó con la misma pasión y el mismo ardor que si se hubiese tratado de otro negocio del "Alabama". Unos se hicieron partidarios de Phileas Fogg; otros ---que pronto formaron una considerable mayoría- se pronunciaron en contra de él. Realizar esta vuelta al mundo de otra suerte que en teoría o sobre el papel, en este minimum de tiempo, con los actuales medios de comun: ión, era no solamente imposible: era insensato. El "Times", el "Standard", el "Evening-Star', el "Morning-Chronicle" y veinte periódicos más de los de mayor circulación se declararon contra el señor Fogg. únicamente el "Daily-Telegraph" lo defendió hasta cierto punto. Phileas Fogg fue tratado como maniático y loco, y a sus colegas del Reform-Club se les criticó por haber aceptado esta apuesta, que acusaba debilidad en las facultades mentales de su autor. Se publicaron acerca del asunto varios artículos extremadamente apasionados, pero lógicos. Todo el mundo sabe el interés que se dispensa en Inglaterra a todo lo que hace relación con la geografía. Así es que no había lector, cualquiera que fuese la clase a que perteneciese, que no devorase las columnas consagradas al caso de Phileas Fogg Durante los primeros días algunos ánimos atrevidos -las mujeres principalmente- se decidieron por él, sobre todo cuando el "llustrated London News" publicó su retrato, tomado de una fotografía depositada en los archivos del Reform-Club. Ciertos gentle- men se atrevían a decir: "¿Y por qué no había de suceder? Cosas más extraordinarias se han vi: Estos solían ser los lectores del "Daily-Telegraph". Pero pronto se advirtió que hasta este mismo periódico empezaba a enfriarse. En efecto, un largo artículo publicado el 7 de octubre en el "Boletín de la Sociedad de Geografía", trató la cuestión desde todos los aspectos y demostró claramente la locura de la empresa. Según este artículo, el viajero lo tenía todo en contra suya, obstáculos humanos, obstáculos naturales. Para que pudiese tener éxito el proyecto, era necesario admitir una concordancia maravillosa en las horas de llegada y de salida, concordancia que no existía ni podía existir. En Europa, donde las distancias son relativamente cortas, se puede en rigor contar con que los trenes llegarán a hora fija; pero cuando tardan tres días en atravesar la India y siete en cruzar los Estados Unidos, ¿podían fundarse sobre su exactitud los elementos de semejante problema? ¿Y los contratiempos de máquinas, los descarrilamientos, los choques, los temporales, la acumulación de nieves? ¿No parecía presentarse todo contra Phileas Fogg? ¿Acaso en los vapores no podrían encontrarse durante el invierno expuesto a los vientos o a las brumas? ¿Es quizá cosa extraña que los más rápidos andadores de las líneas transoceánicas experimenten retrasos de dos y tres días? Y bastaba con un solo retraso, con uno solo, para que la cadena de las comunicaciones sufriese una ruptura irreparable. Si Phileas Fogg faltaba, aunque tan sólo fuese por algunas horas a la salida de algún vapor, se vería obligado a esperar el siguiente, y por este solo motivo su viaje se vería irrevocablemente comprometido. Este artículo tuvo mucha boga. Casi todos los periódicos lo reprodujeron, y las acciones de Phileas Fogg bajaron considerablemente. Durante los primeros días que siguieron a la partida del gentleman, se habían empeñado importantes sumas sobre lo aleatorio de su empresa. Sabido es que el mundo de los apostadores de Inglaterra es mundo más inteligente y más elevado que el de los jugadores. Apostar es el temperamento inglés. Por eso, no tan sólo fueron los individuos del Reform-Club quienes establecieron apuestas considerables en pro o en contra de Phileas Fogg, sino que también entró en ellas la masa del público. Phileas Fogg fue inscrito, como los caballos de carrera, en una especie de "studbook". Quedó convertido en valor de Bolsa, y se cotizó en la plaza de Londres. Se pedía y se ofrecía el Phileas Fogg en firme o a plazo, y se hacían enormes negocios. Pero cinco días después de su salida, el artículo del "Boletín de la Sociedad de Geografía" hizo crecer las ofertas. El Phileas Fogg bajó y llegó a ser ofrecido en paquetes. Tomado primero a cinco, luego a diez, ya no se tomó luego sino a uno por veinte, por cincuenta y aun por ciento. Sólo conservó un partidario, el viejo paralítico lord Albermale. El honorable gentleman, clavado en su butaca, hubiera dado su fortuna por poder hacer el mismo viaje aunque fuera de diez años, y apostó cuatro mil libras en favor de Phileas Fogg. Y cuando al propio tiempo le demostraban lo necio y lo inútil del proyecto, se lijnitaba a responder: "Si la cosa es factible, bueno sera que sea inglés quien primero lo haga." Entretanto, los partidarios de Phileas Fogg se iban reduciendo en número; todo el mundo, y no sin razón, se volvía contra él; ya no lo tomaban sino a uno por ciento cincuenta, y aun por doscientos, cuando siete días después de su marcha un incidente completamente inesperado hizo que ya no se quisiera a ningún precio. En efecto, durante aquel día, a las nueve de la noche, el director de la policía metropolitana había recibido un despacho telegráfico así concebido: Suez a Londres. Rowan, director policía administración central, Scotland Yard. Sigo al ladrón del banco, Phileas Fogg. Etiviad sin tardanza mandato de prisió: Bombay, (India Inglesa). FIX El efecto de este despacho fue inmediato. El honorable gentleman desapareció para dejar sitio al ladrón de billetes de banco. Su fotografía, depositada en el Reform-Club con las de sus colegas, fue examinada. Reproducía rasgo por rasgo al hombre cuyas señas habían sido determinadas en el expediente de investigación. Todos recordaron lo que tenía de misteriosa la existencia de Phileas Fogg, su aislamiento, su partida repentina, y pareció evidente que este personaje, pretextando un viaje alrededor del mundo y apoyándose en una apuesta insensata, no tenía otro objeto que hacer perder la pista a los agentes de la policía inglesa. vI He aquí las circunstancias que ocasionaron el envío del despacho concerniente al señor Phileas Fogg. El miércoles 9 de octubre se aguardaba, para las once de la mañana, en Suez, el paquebote "Mongolia" de la Compañía Peninsular y Oriental, vapor de hierro, de hélice y entrepuente, que desplazaba dos mil ochocientas toneladas y poseía una fuerza nominal de quinientos caballos. El "Mongolia" hacía sus viajes con regularidad desde Brindisi a Bombay por el canal de Suez. Era uno de los de mayor velocidad de la Compañía, habiendo sobrepujado siempre la marcha reglamentaria de diez millas por hora entre Brindisi y Suez, y de nueve millas cincuenta y tres centésimas entre Suez y Bombay. Aguardando la llegada del "Mongolia", dos hombres se paseaban en el muelle en medio de la multitud de indígenas y de extranjeros que afluyen a aquella ciudad, antes villorrio, y cuyo porvenir ha quedado asegurado por la grandiosa obra del señor Lesseps. Uno de aquellos hombres era el agente consular del Reino Unido, establecido en Suez, quien, a despecho de los desgraciados pronósticos del gobierno británico y de las siniestras predicciones del ingenioso Stephenson, veía llegar todos los días navíos ingleses que atraviesan el canal, abreviando así en la mitad, el antiguo camino de Inglaterra a las Indias por el Cabo de Buena Esperanza. El otro era un hombrecillo flaco, de aspecto bastante inteligente, nervioso, que contraía con notable persistencia los músculos de sus párpados. A través de éstos brillaba una mirada viva, pero cuyo ardor sabía amortiguar a voluntad. En aquel momento descubría cierta impaciencia, yendo, viniendo y no pudiendo estarse quieto. Aquel hombre se llamaba Fix, y era uno de aquellos detectives ingleses que habían sido enviados a diferentes puertos después del robo perpetrado en el Banco de Inglaterra. Debía este Fix vigilar con el mayor cuidado a todos los viajeros que tomasen el camino de Suez, y, si uno de ellos parecía sospechoso, seguirlo, aguardando un mandato de prisión. Y Fix refirió lo que había pasado entre el criado y él con motivo del pasaporte. -Bien, señor Fix -respondió el cónsul-, no sentiría ver el rostro de ese bribón. Pero tal vez no se presentará si es lo que suponéis. Un ladrón no procura dejar detrás de sí rastros de su paso, sobre todo no siendo obligatoria la formalidad del pasaporte. -Señor cónsul -respondió el agente-, si como debemos suponerlo es hombre entendido, vendrá. -¿A hacer visar su pasaporte? -Sí. Los pasaportes nunca sirven más que para molestar a los hombres de bien y facilitar la fuga de los tunantes. Os aseguro que ése estará en regia, pero espero que no lo visaréis. -¿Y por qué no? Si el pasaporte es regular -respondió el cónsul- no tengo derecho a negarme a visarlo. -Sin embargo, señor cónsul, será necesario que yo detenga aquí a ese hombre hasta haber recibido de Londres un mandato de prisión. -¡ Ah! Eso es cuenta vuestra, señor Fix -respondió el cónsul-, pero yo no puedo... El cónsul no terminó su frase. En aquel momento llamaban a la puerta de su gabinete, y el ordenanza de la oficina introducía a dos extranjeros, uno de los cuales era precisamente el criado que había conversado con el agente de policía. Eran efectivamente amo y criado. El primero sacó el pasaporte, rogando lacónicamente al cónsul que se sirviera visarlo. Tomó éste el documento Y lo leyó aten- tamete, mientras Fix, en un rincón del gabinete, observaba o más bien devoraba al extranjero con sus ojos. Cuando el cónsul terminó su lectura, dijo: -¿Sois Phileas Fogg, "esquíre"? -Sí, señor -respondió el gentleman. -¿Y ese hombre es vuestro criado? -Sí. Un francés llamado Picaporte. -¿Venís de Londres? -Sí. -¿Y vais adónde? -A Bombay. -Bien. Ya sabéis que la formalidad del visado no es necesaria, y que ya no exigimos la presentación del pasaporte. -Ya lo sé, señor -respondió Phileas Fogg-, pero deseo conste mi paso por Suez. --Como gustéis. Y el cónsul, después de haber firmado y fechado el pasaporte, lo selló. Míster Fogg pagó los derechos; y, después de haber saludado con frialdad, salió seguido de su criado. -¿Y bien? -Preguntó el inspector. - Y bien -respondió el cónsul-, tiene trazas de un perfecto hombre de bien. -Posible -respondió Fix-, pero no se trata de esto. ¿No os parece, señor cónsul, que ese flemático caballero se parece rasgo por rasgo al ladrón cuyas señas tengo? --Convengo en ello: pero ya sabéis, todas e -Ya estoy harto de saberlo -respondió Fix-. El criado me parece menos impenetrable que el amo. Además, es francés y no podrá contenerse de hablar. Hasta luego, señor cónsul. Dicho esto, el agente salió y se fue en busca de Picaporte. Entretanto, mister Fogg, después de salir de la casa consular, se había dirigido al muelle. Allí dio algunas órdenes al criado, y después se embarcó en una lancha y volvió a bordo del "Mongoliá", metiéndose en su camarote. Tomó allí su libro de anotaciones, que llevaba los siguentes apuntes: "Salida de Londres, el miércoles 2 de octubre a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la tarde. "Llegada a París, el jueves 3 de octubre a las siete y veinte de la mañana. "Llegada por Monte Cenis a Turín, el viernes 4 de octubre a las seis y treinta y cinco minutos de la mañana. "Salida de Turín el viernes a la siete y veinte minutos de la mañana. "Llegada a Brindisi el sábado 5 de octubre a las cuatro de la tarde. "Embarcado en el "Mongolia", el sábado a las cinco de la tarde. "Llegada a Suez, el miércoles 9 de octubre a las once de la mañana. "Total de horas transcurridas, ciento cincuenta y ocho y media, o sea seis días y medio". Míster Fogg escribió estas fechas en un itinerario dispuesto por columnas, que indicaba, desde el 2 de octubre hasta el 21 de diciembre, el día de la semana, el del mes, las llegadas reglamentarias y las efectivas en cada punto principal, París, Brindisi, Suez, Bombay, Calcuta, Singapore, Hong-Kong, Yokohama, San Francisco, Nueva York, Liverpool, Londres, y que permitía calcular el adelanto obtenido o el retraso experimentado en cada punto del trayecto. Este método itinerario lo tenía de esta suerte en cuenta todo, y mister Fogg sabía siempre si adelantaba o atrasaba. Por consiguiente, inscribió también aquel día, miércoles 9 de octubre, su llegada a Suez, que cuadrando con la llegada reglamentaria no le daba ventaja ni desventaja. Después se hizo servir de almorzar en su camarote. En cuanto a ver la población, ni siquiera pensaba en ello, porque pertenecía a aquella raza de ingleses que hacen visitar por sus criados los países por donde viajan. vr Fix había tropezado en pocos instantes con Picaporte, que todo lo examinaba y miraba, no creyéndose obligado a no hacerlo. -Pues bien, amigo mío -le dijo Fix saliéndole al encuentro-; ¿habéis visado el pasaporte? -¡Ah! Sois vos -respondió el francés-. Muchas gracias. Estamos perfectamente en regla. -¿Y os estáis enterando del país? -Sí; pero andamos tan aprisa que me parece viajar en sueños. ¿Es cierto que estamos en Suez? -En Suez. -¿En Egipto? -En Egipto, perfectamente. -¿Y en áfrica? -En áfrica. -¡En áfrica! -Repitió Picaporte-. No puedo creerlo. ¡Figuraos, caballero, que yo me imaginaba no ir más lejos de París,y me he tenido que contentar con ver esa famosa capital, desde las siete y veinte de la mañana hasta las ocho y cuarenta, entre la Estación del Norte y la de Lyón, a través de los cristales de un coche y lloviendo a chaparrones! ¡Lo siento! ¡Me hubiera gustado volver a ver el cementerio del Pére Lachaise y el circo de los Campos Elíseos. -¿Conque tanta prisa tenéis? -Preguntó el inspector de policía. -Yo no, pero sí mi amo. A propósito, ¡tengo que comprar calcetines y camisas! Nos hemos marchado sin equipaje; tan sólo con un saco de noche. -Voy a llevaros a un bazar donde encontraréis todo lo que necesitéis. -Sois bien complaciente -respondió Picaporte. Y ambos echaron a andar. Picaporte no cesaba de charlar. -Sobre todo, es menester no faltar para la hora de salida del buque. -Aún tenéis tiempo -respondió Fix-; no son más que las doce. Picaporte sacó un gran reloj. -¿Las doce? ¡Vaya! ¡Si no son más que las nueve y cincuenta y dos minutos! -Vuestro reloj atrasa -respondió Fix. -¡Mi reloj! ¡Un reloj de familia que procede de mi bisabuelo! No discrepa ni cinco minutos al año. ¡Es un verdadero cronómetro! -Y yo veo lo que es -respondió Fix-. Habéis conservado la hora de Londres, que va atrasada unas dos horas con la de Suez. Es preciso cuidar de poner vuestro reloj con el mediodía de cada país. -¡ Yo tocar mi reloj! -Exclamó Picaporte-. ¡Jamás! -Entonces, no marchará con el sol. -¡Peor para el sol, caballero! No será él quien tenga razón. Y el buen muchacho se metió el reloj en el bolsillo con soberbio ademán. Algunos instantes después, Fix le decía: -¿Conqué habéis salido de Londres con precipitación? -¡Ya lo creo! El miércoles último a las ocho de la noche, mister Fogg, contra su costumbre, volvió de su círculo, y tres cuartos de hora después nos habíamos marchado. -Pero, ¿adónde va vuestro amo? -Siempre adelante. ¡Está dando la vuelta al mundo! -¿La vuelta al mundo? -Exclamó Fix. -Sí, señor. ¡En ochenta días! Dice que es una apuesta; pero, sea dicho entre nosotros, no lo creo. Eso no tendría sentido común. Debe haber algún otro motivo. -¡Ah! Es muy original ese mister Fogg. -Ya lo creo. -¿Luego es rico? -¡Ciertamente, y lleva consigo una bonita suma de billetes de banco, nuevecitos! ¡Y no ahorra por cierto el dinero! ¡Como que ha prometido una prima magnífica al maquinista del "Mongolia" si llegamos a Bombay con buen adelanto! -¿Y hace mucho tiempo que conocéis a vuestro amo? -¿Yo? -Respondió Picaporte-. He entrado a servirle precisamente el día de nuestra marcha. Imagínese el efecto que estas respuestas debían producir en el ánimo ya sobreexcitado del inspector de policía. Aquella salida precipitada de Londres poco después del robo; aquella fuerte suma con que se hacía el viaje; aquella prisa de llegar a países remotos: aquel pretexto de una apuesta excéntrica, todo confirmaba y debía confirmar a Fix en sus ideas. Hizo hablar todavía más al francés, y adquirió la convicción de que ese mozo no conocía a su amo; que éste vivía aislado en Londres; que se le suponía rico sin saber el origen de su fortuna: que era un hombre impenetrable, etc. Pero al propio tiempo Fix pudo cerciorarse de que Fogg no desembarcaba en Suez y se iba directamente a Bombay. -¿Está lejos Bombay? Preguntó Picaporte. -Bastante lejos -respondió el agente-. Todavía necesitáis unos doce días por mar. -¿Y dónde está Bombay? -En la India. -¿En Asia? -Naturalmente. -¡Diantre! Es que voy a deciros... Hay una cosa que me trastoma... Mi mechero. -¿Qué mechero? -Mi mechero de gas que se me ha olvidado apagar y que está ardiendo por mi cuenta. He calculado que sale a dos chelines cada veinticuatro horas, justo seis peniques más de lo que gano, y ya comprenderéis que a poco que el viaje se prolongue... ¿Comprendió Fix el negocio del gas? Es poco probable. Ya no escuchaba nada y estaba tomando una resolución. El francés y él habían llegado al bazar. Fix dglo a su compañero que hiciera sus compras, le recomendó que no faltase a la salida del "Mongolia", y volvió con premura al despacho del agente consular. Fix, ahora firme en su convicción, había recobrado toda su serenidad. -Pero nunca veo a vuestro amo sobre el puente. -Nunca. No es curioso. -¿Sabéis, señor Picaporte, que este pretendido viaje en ochenta días pudiera muy bien ocultar alguna misión secreta... una misión diplomática por ejemplo? -A fe mía, señor Fix, que yo nada sé, os lo declaro, ni daría media corona por saberlo. Desde este encuentro, Picaporte y Fix hablaron juntos con frecuencia. El inspector de policía tenía empeño en trabar intimidad con el criado de mister Fogg. Esto podría serle útil en caso necesario. Le ofrecía a menudo en el bar del "Mongolia" algunos vasos de whisky o de pale-ale, que el buen muchacho aceptaba sin ceremonia, y hacía repetir para no ser menos, pareciéndole el señor Fix un caballero muy honrado. Entretanto el vapor marchaba con rapidez. El día 13 se divisó la ciudad de Moka, que apareció dentro de su cintura de murallas ruinosas, sobre las cuales se destacaban algunas verdes palmeras. A lo lejos, en las montañas, se desarollaban vastas campiñas de cafetales. Fue para Picaporte un encanto la vista de esa ciudad célebre, y aun ¡e pareció que con sus murallas circulares y un fuerte desmantelado, que tenía la configuración de una asa, se asemejaba a una enorme taza de café. Durante la siguiente noche, el "Mongolia" cruzó el estrecho de Bab-el-Mandeb, cuyo nombre árabe significa la "Puerta de las lágrimas"; y al otro día, 14, hacía e: a en "Steamer Point" al Nordeste de la rada de Adén. Allí era donde debía reponerse de combustible. Grave e importante asunto es esa alimentación de la hornilla de los vapores a semejantes distancias de los centros de producción. Sólo para la Compañía Peninsular es un gasto anual de ochocientas mil libras. Ha sido necesario establecer depósitos en varios puertos, saliendo el costo del carbón en tan remotos lugares a tres libras y pico la tonelada. El "Mongolia" tenía que recorrer todavía mil seiscientas cincuenta millas para llegar a Bombay, y debía estar tres horas en "Steamer Point" a fin de llenar sus bodegas. Pero esta tardanza no podía perjudicar de ningún modo el programa de Phileas Fogg. Estaba prevista. Además, el “Mongolia”, en lugar de llegar a Adén el 15 de octubre por la mañana, entraba el 14 por la tarde. Era un adelanto de quince horas. Míster Fogg y su criado bajaron a tierra, porque aquél deseaba visar el pasaporte. Fix los siguió procurando no ser observado. Cumplidas las formalidades Phileas Fogg volvió a bordo a proseguir su interrumpida partida de whist. Pero Picaporte se detuvo, según su costumbre, callejeando en medio de aquella población de somalíes, banianos, parsis, judíos, árabes, europeos, que componen los veinticinco mil habitantes de Adén. Admiró las fortificaciones que hacen de esa ciudad el Gibraltar del mar de las Indias, y unos magníficos aljibes en que trabajaron ya los ingenieros del rey Salomón. -¡Qué curioso es eso, qué curioso! -Decía Picaporte volviendo a bordo-. Me convenzo de que no es inútil viajar si se quieren ver cosas nuevas. A las seis de la tarde, el "Mongolia" batía con las alas de su hélice las aguas de la rada de Adén y surcaba poco después el mar de las Indias. Se concedían ciento sesenta y ocho horas para hacer la travesía entre Adén y Bombay. Por lo demás, el mar fue favorable. El viento era Noroeste y las velas pudieron ayudar al vapor. El buque, mejor sostenido, cabeceó menos, y las pasajeras volvieron a aparecer sobre el puente recién compuestas, comenzando de nuevo los cantos y los bailes. El viaje se hizo con las mejores condiciones y Picaporte estaba muy gozoso de la amable compañía que la suerte le había deparado en la persona del señor Fix. El domingo 20 de octubre, a mediodía, se avistó la costa hindú. Dos horas más tarde, el piloto montaba a bordo del "Mongolia". En el horizonte, un fondo de colinas se perfilaba armoniosamente sobre la bóveda celeste, y muy luego se destacaron vivamente las filas de palmeras que adoman la ciudad. El vapor penetró en la rada formada por las islas Salcette, Elefanta y Butcher, y a las cuatro y media atracaba a los muelles de Bombay. Phileas Fogg terminaba entonces la trigésima tercera partida del día, y su compañero y él, gracias a un manejo audaz, concluyeron aquella bella travesía haciendo las trece bazas. El “Mongolia” no debía llegar a Bombay hasta el 22 de octubre y arribaba el 20. Era, por consiguiente, una ventaja de dos días desde la salida de Londres. La cual fue inscrita metódicamente en la columna de beneficios del itinerario de Phileas Fogg. XxX Nadie ignora que la India ---ese gran triángulo inverso cuya base está en el Norte y la punta al Surcomprende una superficie de un millón cuatrocientas mil millas cuadradas, sobre la cual se halla desigualmente esparcida una población de ciento ochenta millones de habitantes. El gobierno británico ejerce un dominio real sobre cierta parte de este inmenso país. Tiene un gobernador general en Calcuta, gobernadores en Madrás, en Bombay, en Bengala, y un teniente gobernador en Agra. Pero la India inglesa, propiamente dicha, sólo cuenta una superficie de cuatrocientas mil millas cuadradas y una población de ciento a ciento diez millones de habitanes. Mucho decir es que una notable parte del territorio se haya librado hasta hoy de la autoridad de la Reina; y en efecto, entre algunos rajaes del interior, fieros y terribles, la independencia india es todavía absoluta. Desde 1756 -época en que se fundó el primer establecimiento inglés en el sitio ocupado hoy por la ciudad de Madrás, hasta el año en que estalló la gran insurrección de los cipayos, la célebre Compañía de las Indias fue omnipotente. Iba agregado a sus dominios poco a poco las diversas provincias adictas a los rajaes por medio de rentas que no pagaba o pagaba mal; nombraba un gobernador general y todos los empleados civiles y militares: pero ahora ya no existe, y las posesiones inglesas de la India dependen directamente de la Corona. Por eso el aspecto, las costumbres, las divisiones etnográficas de la península, tienden a modificarse diariamente. Antes se viajaba por todos los antiguos medios de transporte, a pie, a caballo, en carro, en carretilla, en litera, a cuestas de otro, en coach, etc. Ahora unos barcos de vapor recorren a gran velocidad el Indus y el Ganges, y un ferrocarril, que atraviesa la India en toda su anchura ramificándose en su trayecto, pone a Bombay a tres días tan sólo de Calcuta. El trazado de este ferrocarril no sigue la línea recta a través de la India. La distancia a vuelo de pájaro, no es más que de mil a mil cien millas, y los trenes, aun con la velocidad media, no emplearían tres días en el trayecto; pero esta distancia está aumentada en una tercera parte al menos, por la curva que describe el camino, elevándose hasta Allahabad, al Norte de la península. He aquí, en suma, el trazado del "Great Indian Peninsular Railway". Partiendo de Bombay atraviesa Salcette, salta al continente enfrente de Tannab, cruza la sierra de los Ghats Occidentales, corre al Noroeste hasta Burhampur, surca el territorio casi independiente de Buidelkund, se eleva hasta Allahabad, se inclina al Este, encuentra al Ganges en Benarés, se desvía ligeramente, y volviendo al Sureste por Burdiván y la ciudad francesa de Chandemagor, va a formar cabeza de línea en Calcuta. Eran las cuatro y media de la tarde cuando los pasajeros del "Mongolia" habían desembarcado en Bombay y el tren de Calcuta salía a las ocho en punto. Mister Fogg se despidió de sus compañeros, salió del vapor, dio a su criado la orden de hacer algunas compras, le recomendó expresamente que estuviera antes de las ocho en la estación, y con su paso regular, que batía como el péndulo de un reloj astronómico, se dirigió a la oficina de pasaportes. Por consiguiente, nada pensaba ver de las maravillas de Bombay, ni la municipalidad, ni la magnífica biblioteca, ni los fuertes, ni los docks, ni el mercado de algodones, ni los bazares, ni las mezquitas, ni las sinagogas, ni las iglesias armenias, ni la espléndida pagoda de Malebar-Hill, adomada con dos torres poligonales. No contemplaría ni las obras maestras de Elefanta, ni sus misteriosas hipogeas, ocultas al sureste de la rada, ni las grutas kankerias de la isla de Salcette; esos admirables vestigios de la arquitectura budista. ¡No, nada! Al salir de la oficina de pasaportes, Phileas Fogg se fue sosegadamente a la estación, y allí se hizo servir la comida. Entre otros manjares, el fondista creyó deber recomendarle cierto guisado de conejo del país, que le ponderó mucho. Phileas Fogg aceptó el guisado y lo probó concienzudamente, pero, a pesar de la salsa, lo halló detestable. Llamó al fondista. -Señor -le dijo mirándole cara a cara-, ¿es esto conejo? -Sí, milord -respondió descaradamente el perillán-, conejo de esta tierra. -¿Y no ha mayado cuando lo han matado? -¡ Mayado! ¡ Oh, mi lord! ¡ Un conejo! Os juro... -Señor fondista -replicó con frialdad mister Fogg-, no juréis, y acordaos de esto: antiguamente, en la India, los gatos eran animales sagrados. Era el buen tiempo. -¿Para los gatos, milord? -Y tal vez también para los viajeros. Después de esta observación, mister Fogg siguió comiendo con calma. Algunos instantes después de mister Fogg, el agente Fix había desembarcado también del "Mongolia" y se había ido corriendo a vera al director de la policía de Bombay. Le dio a conocer la misión de que estaba encargado y su situación respecto del presunto autor del robo. ¿Se había recibido de Londres una orden de prisión?... No se había recibido nada. Y en efecto, la orden no podía haber llegado todavía. Fix quedó desconcertado. Quiso conseguir del director la orden, pero le fue negada. Era asunto que competía a la administración metropolitana, siendo ella quien sólo podía dar legalmente un mandato de prisión. Esta severidad de principios, esta observancia rigurosa de la ley, se explica perfectamente por las costumbres inglesas, que en materia de libertad individual no admiten ninguna arbitrariedad. Fix no insistió, y comprendió que debía resignarse a aguardar la orden; pero resolvió no perder de vista a su impenetrable bribón durante todo el tiempo que estuviera en Bombay. No tenía duda de que allí permanecería algún tiempo Phileas Fogg, convicción de que participaba Picaporte, lo cual daría lugar a la llegada del mandato. Pero desde las últimas órdenes que le había dado su amo, Picaporte había comprendido que sucedería, en Bombay lo que en Suez y París, y que el viaje no terminaría allí y se proseguiría por lo menos hasta Calcuta y quizá más lejos. Y empezó a pensar si la apuesta sería cosa formal, y si la fatalidad no le llevaría a él, que quería vivir descansado, a dar la vuelta al mundo en ochenta días. Entretanto, y después de haber comprado algunas camisas y calcetines, se paseaba por las calles de Bombay. Había gran concurrencia, y en medio de europeos de todas procedencias se veían persas con gorro puntiagudo, bunhyas con turbantes redondos, sindos con bonetes cuadrados, armenios con traje largo y parsis con mitra negra. Era precisamente una fiesta que celebraban los parsis o gnebros, descendientes directos de los sectarios de Zoroastro, que son los más industriosos, los más civilizados, los más inteligentes, los más austeros de los indios, raza a que pertenecen hoy los comerciantes más ricos de Bombay. Aquel día celebraban una especie de carnaval religioso, con procesiones y festejos, en los cuales figuraban bayaderas vestidas de gasas recarnadas de oro y plata, y que al son de gaitas y tamtams danzaban maravillosamente, y por otra parte con perfecta cadencia. Superfluo es insistir aquí en qué ceremonias, siendo todo ojos y oídos Picaporte contemplaba tan curiosas ceremonias para ver y escuchar, y dando a su fisonomía la facha del papanatas más perfecto que imaginarse pueda. Desgraciadamente para él y su amo, cuyo viaje por poco comprometió, su curiosidad lo llevó más lejos de lo que convenía. Después de haber visto ese carnaval parsi, Picaporte se dirigía a la estación, cuando al pasar por delante de la admirable pagoda de Malebar-Hill tuvo la desventurada idea de visitarla por dentro. Durante aquella mañana, más allá de la estación de Malligaum, los viajeros atravesaron este territorio funesto tantas veces ensangrentado por los sectarios de la diosa Kali. Cerca se elevaba Elora con sus pagodas admirables, no lejos la célebre Aurungabad, la capital del indómito Aurengyeb, ahora simple capital de una de las provincias agregadas del reino de Nizam. En esta región era donde Feringhea, el jefe de los thugs, el rey de los estranguladores, ejercía su dominio. Estos asesinos, unidos por un lazo impalpable, estrangulaban, en honor de la diosa de la Muerte, víctimas de toda edad, sin derramar nunca sangre y hubo un tiempo en que no se podía recorrer paraje alguno de aquel terreno sin hallar algún cadáver. El gobierno inglés ha podido impedir en gran parte eso: inatos; pero la espantosa asociación sigue existiendo y funciona todavía. A las doce y media, el tren se detuvo en la estación de Burhampur, y Picaporte pudo procurarse a precio de oro un par de babuchas, adornadas con abalorios. Los viajeros almorzaron con rapidez y salieron para la estación de Assurghur, después de haber costeado el río Tapty, que desagua en el golfo de Caniboya, cerca de Surate. Es oportuno dar a conocer los pensamientos que ocupaban entonces el ánimo de Picaporte. Hasta su llegada a Bombay, había creído y podido creer que las cosas no pasarían de aquí. Pero ahora, desde que corría a todo vapor al través de la India, se había verificado un cambio en su ánimo. Sus inclinaciones naturales reaparecían con celeridad. Volvía a sus caprichosas ideas de la juventud, tomaba por lo serio los proyectos de su amo, creía en la realidad de la apuesta, y por consiguiente en la vuelta al mundo y en el maximum de tiempo que no debía excederse. Se inquietaba ya por las tardanzas posibles y por los accidentes que podían sobrevenir en el camino. Se sentía como interesado en esta apuesta, y temblaba a la idea que tenía de haberia podido comprometer la víspera con su imperdonable estupidez. Por eso, siendo mucho menos flemático que mister Fogg, estaba mucho más inquieto. Contaba y volvía a contar los días transcurridos, maldecía las paradas del tren, lo acusaba de lentitud y vituperaba "in pectore” a mister Fogg por no haber prometido una prima al maquinista. No sabía el buen muchacho que lo que era posible en un vapor no tenía aplicación en un ferrocarril, cuya velocidad era reglamentaria. Por la tarde se cruzaron los desfiladeros de las montañas de Suptur, que separan el territorio de Khandeish del de Bundeikund. Al siguiente día, 22 de octubre, respondiendo a una pregunta de sir Francis Cromarty, Picaporte, después de consultar su reloj, dijo que eran las tres de la mañana. Y en efecto, ese famoso reloj, siempre areglado por el meridiano de Greenwich, que estaba a cerca de setenta grados al Oeste, debía atrasar y atrasaba en efecto cuatro horas. Sir Francis rectificó por consiguiente la hora dada por Picaporte, a quien hizo la misma observacion que ya le tenía hecha Fix. Y trató de hacerle comprender que debía arreglar su reloj por cada nuevo meridiano, y que, caminando constantemente hacia el sol, los días eran más cortos tantas veces cuatro minutos como grados se recorrían. Todo fue inútil. Hubiese o no comprendido la observación del brigadier general, el obs- tinado Picaporte no quiso adelantar su reloj, conservando invariablemente la hora de Londres. Manía inocente, por otra parte, y que no hacía daño a nadie. A las ocho de la mañana, y a quince millas antes de la est: mn de Rothal, el tren se detuvo en medio de un extenso claro del bosque, rodeado de "bungalows" y de cabañas de obreros. El conductor del tren pasó delante de la línea de vagones diciendo: -Los viajeros se apean aquí. Phileas Fogg miró a sir Francis Cromarty, que pareció no comprender nada de esta detención en medio de un bosque de tamarindos y de khajoures. Picaporte, no menos sorprendido, se lanzó a la vía y volvió casi al punto exclamando: -¡Señor, ya no hay ferrocarril! -¿Qué queréis decir? -Preguntó sir Francis Cromarty. --Quiero decir que el tren no sigue. El brigadier general descendió al instante del vagón. Phlleas Fogg lo siguió sin darse prisa. Ambos se dirigieron al conductor. -¿Dónde estamos? -Preguntó sir Francis Cromarty. -En la aldea de Kholby -respondió el conductor. -¿Nos paramos aquí? -Sin duda. El ferrocarril no está concluido. -¡Cómo! ¿No está concluido? -No. Falta un trozo de cincuenta millas entre este punto y Hallahabad, donde se vuelve a tomar la vía. -¡Sin embargo, los periódicos han anunciado la apertura completa del ferrocarril! -¡Qué quereis! Los periódicos se han equivocado. -¡Y dais billetes desde Bombay a Calcuta! -Replicó sir Francis que empezaba a acalorarse. -Sin duda -replicó el conductor- pero los viajeros saben muy bien que deben hacerse trasladar de Kholby a Hallahabad. Sir Francis Cromarty estaba furioso. Picaporte hubiera de buena gana acogotado al conductor. Ya no podía más, no se atrevía a mirar a su amo. -Sir Francis --dijo sencillamente mister Fogg-, vamos a discurrir, si lo queréis, el medio de llegar a Hallahabad. -Mister Fogg, se trata aquí de una tardanza absolutamente perjudicial a vuestros intereses. -No, sir Francis, ya estaba prevista. -¡Cómo! ¿Sabíais que la vía?... -De nigún modo; pero sabía que un obstáculo cualquiera surgiría tarde o temprano en el camino. Ahora bien, no hay nada comprometido. Tengo dos días de adelanto que sacrificar. Hay un vapor que sale de Calcuta para Hong-Kong el 25 al mediodía. Esta- mos a 22 y llegaremos a tiempo a Calcuta. No había nada que decir ante una respuesta dada con tan completa seguridad. Demasiado era cierto que los trabajos del ferrocarril terminaban allí. Los periódicos son como algunos relojes que tenían la manía de adelantar, y habían anunciado prematuramente la conclusión de la línea. La mayor parte de los viajeros conocían esa interrupción de la vía, y al apearse del tren se habían apoderado de los vehículos de todo género que había en el villorrio, paikigharis de cuatro ruedas, carretas arrastradas por unos zebús, especie de bueyes de giba, carros de viaje semejantes a pagodas ambulantes, palanquines, caballos, etc. Así es que mister Fogg y sir Francis, después de haber registrado toda la aldea, se volvieron sin haber encontrado nada. -Iré a pie --dijo Phileas Fogg. Picaporte, que entonces se reunía con su amo, hizo un ademán significativo al considerar sus magníficas babuchas. Por fortuna había ido también de descubierta por su parte, y titubeando un poco, dijo: -Señor, me parece que he hallado un medio de transporte. -¿Cuál? -¡Un elefante! ¡Un elefante que pertenece a un indio que vive a cien pasos de aquí! -Vamos a ver el elefante -respondió mister Fogg. Cinco minutos después, Phileas Fogg, sir Francis Cromarty y Picaporte llegaban cerca, de una choza adherida a una cerca formada por altas empalizadas. En la choza habia un indio, y en la cerca, un elefante. El indio introdujo a mister Fogg y a sus dos compañeros en la cerca. Allí se encontraron en presencia de un animal medio domesticado, que su propietario domaba, no para hacerlo animal de carga, sino de pelea. Con este fin había comenzado por modificar el carácter naturalmente apacible del elefante, procurando conducirlo gradualmente a ese paroxismo de furor llamado "muths" en lengua india, y esto manteniéndolo durante ti es meses con azúcar y manteca. Este tratamiento puede parecer poco a propósrito para obtener semejante resultado, pero no deja de ser empleado con éxito por los criadores. Afortunadamente para Fogg, el elefante en cuestión llevaba poco tiempo de ese régimen, y el "muths" no se había declarado todavía. Kiouni -así se llamaba el animal- podía, como todos sus congéneres, hacer durante mucho tiempo una marcha rápida, y, a falta de otra cabalgadura, Phileas Fogg resolvió utilizarlo. Pero los elefantes son caros en la India, donde comienzan a escasear. Los machos que convienen para las luchas de los circos, son muy solicitados. Estos animales no se reproducen sino raras veces cuando están domesticados, de tal suerte, que solamente pueden obtenerlos cazándolos. Por eso están muy cuidados; y cuando mister Fogg preguntó al indio si quería alquilarle su elefante, el indio se negó a ello resueltamente. Fogg insistió y ofreció un precio excesivo por el animal, diez libras por hora. Denegación. ¿Veinte libras? Denegación también. ¿Cuarenta libras? Siempre la misma denegación. Picaporte brincaba a cada puja. Pero el indio no se dejaba tentar. Era una buena suma, sin embargo. Suponiendo que el elefante echase quince horas hasta Allahabad, eran seiscientas libras lo que producía para su dueño. Phileas Fogg, sin acalorarse, propuso entonces la compra del animal y le ofreció mil libras. El indio no quería vender. Tal vez el perillán olfateaba un buen negocio. Sir Francis Cromarty llevó a mister Fogg aparte y le recomendó que reflexionase antes de excederse Phileas Fogg respondió a su compañero que no tenía costumbre de obrar sin reflexión, que se trataba, en fin de cuentas, de una apuesta de veinte mil libras, que ese elefante le era necesario, y que aun pagándolo veinte veces más de lo que valía, lo poseería. Mister Fogg se acercó de nuevo al indio, cuyos ojuelos encendidos por la codicia dejaron ver que no se trataba para él sino de una cuestión de precio. Phileas Fogg ofreció sucesivamente mil doscientas libras, después mil quinientas, en seguida mil ochocientas, y por último dos mil. Picaporte, tan coloradote de ordinario, estaba pálido de emoción. A las dos mil libras el indio se entregó. -¡Por mis babuchas --exclamó Picaporte-, a buen precio hay quien pone la carne de elefante! Arreglado el negocio, ya no faltaba más que guía, lo cual fue más fácil. Un joven parsi, de rostro inteligente, ofreció sus servicios. Mister Fogg aceptó y le prometió una gruesa remuneración, lo cual no podía menos de contribuir a redoblar su inteli- gencia. Sacaron y equiparon al elefante sin tardanza. El parsi conocía perfectamente el oficio de "mahut" o cornac. Cubrió con una especie de hopalanda los lomos del elefante y dispuso por cada lado dos especies de cuévanos bastante poco confortables. Phileas Fogg pagó al indio en billetes de Banco, que extrljo del famoso saco. Parecía ciertamente que se sacaban de las entrañas de Picaporte. Después, mister Fogg ofreció a sir Francis Cromarty trasladarlo a la estación de Hallahabad. El brigadier general aceptó. Un viajero más no podía fatigar al gigantesco elefailte. Se compraron víveres en Kholby. Sir Francis Cromarty tomó asiento en uno de los cuévanos, y Phileas Fogg en otro. Picaporte montó a horcgiadas sobre la hopalanda entre su amo y el brigadier general. El parsi se colocó sobre el cuello del elefante, y a las nueve salían del villorrio y penetraban por el camino más corto en la frondosa selva de esas palmeras asiáticas llamadas plataneros. xu A fin de abreviar la distancia, el guía dejó a la derecha el trazado de la vía cuyos trabajos se estaban ejecutando. El ferrocarril, a causa de los obstáculos que ofrecían las caprichosas ramificaciones de los montes Vindhias, no seguía el camino más corto, que Alrededor de la estatua se movía y agitaba, en convulsiones, un grupo de fakires, listados con bandas de ocre, cubiertos de incisiones cruciales que goteaban sangre, energúmenos estúpidos que en las ceremonias se precipitaban aún bajo las ruedas del carro de Jaggernaut. Detrás de ellos algunos brahmanes, en toda la suntuosidad de su traje oriental, arrastraban una mujer que apenas se sostenía. Esta mujer era joven y blanca como una europea. Su cabeza, su cuello, sus hombros, sus orejas, sus brazos, sus manos, sus pulgares, estaban sobrecargados de joyas, collares, brazaletes, pendientes y sortijas. Una túnica recamada de oro y recubierta de una muselina ligera dibujaba los contornos de su talle. Detrás de esta joven --contraste violento a la vista- unos guardias, armados de sables desnudos que llevaban en el cinto y largas pistolas adamasquinadas, conducían un cadáver sobre un palanquín. Era el cuerpo de un anciano cubierto de sus opulentas vestiduras de rajá, llevando como en vida el turbante bordado de perlas, el vestido tejido de seda y oro, el cinturón de cachemir adiamantado y sus magníficas armas de príncipe hindú. Después, unos músicos y una retaguardia de fanáticos, cuyos gritos cubrían a veces el estrépito atronador de los instrumentos, cerraban el cortejo. Sir Francis miraba toda esta pompa con aire singularmente triste, y volviéndose hacia el guía le dijo: -¡Un sutty! El parsi hizo una seña afirmativa y puso un dedo en sus labios. La larga procesión se desplegó lentamente bajo los árboles, y bien pronto desaparecieron en la profundidad de la selva. Poco a poco se amortiguaron. Hubo todavía algunas ráfagas de lejanos gritos, y por último, a todo este tumulto sucedió un profundo silencio. Phileas Fogg había oído la palabra pronunciada por sir Francis Cromarty, y tan luego como la procesión desapareció, preguntó: -¿Qué es un sutty? -Un sutty, mister Fogg -respondió el brigadier general- es un sacrificio humano, pero voluntario. Esa mujer que acabáis de ver será quemada mañana en las primeras horas del día. -¡Ah, pillos! -Exclamó Picaporte, que no pudo contener este grito de indignación. ¿Y el cadáver? -Preguntó mister Fogg. -Es el del príncipe su marido -respondió el guía-, un rajá independiente de Bundelkund. -¿Cómo? -Replicó Phileas Fogg, sin que su voz revelase la menor emoción-. ¿Esas bárbaras costumbres subsisten todavía en la India, y los ingleses no han podido destruirlas? -En la mayor parte de la India -respondió sir Francis Cromarty- esos sacrificios no se cumplen ya; pero no tenemos ninguna influencia sobre esas comarcas salvajes, y especialmente sobre ese territorio del Bundelkund. Toda la falda septentrional de los Vindhias es el teatro de muertes y saqueos incesantes. -¡Desgraciada! -Decía Picaporte-. ¡Quemada viva! -Sí -repuso el brigadier general-, quemada; y si no lo fuera, no podéis figuraros a qué miserable condición se vería reducida por sus mismos deudos. Le afeitarían la cabeza, le darían por alimentos algunos puñados de arroz, la rechazarían, sería considerada como una criatura inmunda, y moriría en algún rincón como un perro sarnoso. Por eso la perspectiva de esta horrible existencia, impele con frecuencia a esas desgraciadas al suplicio mucho más que el amor o el fanatismo religioso. Algunas veces, sin embargo, el sacrificio es realmente voluntario, y se necesita la intervencion energica del gobierno para impedirlo. Así es que, hace algunos años, yo residía en Bombay, cuando una joven viuda pidió al gobierno autorizacion para quemarse con el cuerpo del mando. Como podéis pensarlo, el gobierno la negó. Entonces la viuda fue a refugiarse al territorio de un rajá independiente, donde consumó su sacrificio. Durante la relación del brigadier general, el guía movía la cabeza, y cuando aquél concluyó de hablar, éste último dijo: -El sacrificio que ha de verificarse mañana al amanecer no es voluntario. -¿Cómo lo sabéis? -Es una historia que todo el mundo conoce en el Bundelkund -respondió el guía. -Sin embargo, esa desventurada no parecía oponer resistencia --observó sir Francis Cromarty. -Es porque la han emborrachado con zumo de cáñamo y de opio. -¿Pero adónde la llevan? -A la pagoda de Pillaji, a dos millas de aquí. Allí pasará la noche aguardando la hora del sacrificio. -Y este sacrificio, ¿se verificará? -Mañana, con los primeros albores del día. Después de esta respuesta, el guía hizo salir al elefante de la espesura y montó sobre su cuello. Pero en el momento en que iba a excitarlo con un silbido particular, nlister Fogg lo detuvo, y dirigiéndose a sir Francis Cromarty, le dijo: -¿Y si salvásemos a esa mujer? -¡Salvar a esa mujer, señor Fogg! -Exclamó el brigadier general. -Tengo todavía doce horas de adelanto y puedo dedicarlas a esto. -¡Sois entonces hombre de corazón! -Dijo sir Francis Cromarty. -Algunas veces -respondió sencillamente Phileas Fog-, cuando me sobra tiempo. XI El intento era atrevido, lleno de dificultades, impracticable quizá. Mister Fogg iba a arriesgar su vida o al menos su libertad, y por consiguiente el éxito de sus proyectos, pero no vaciló. Tenía además en sir Francis Cromarty un auxiliar decidido. En cuanto a Picaporte, estaba preparado y se podía disponer de él. La idea de su amo lo exaltaba. Lo sentía con alma y corazón bajo aquella corteza de hielo, y le iba concibiendo cariño. Quedaba el guía. ¿Qué partido tomaría en el asunto? ¿No estaría inclinado a favor de los indios? A falta de concurso, era menester cuando menos asegurar la neutralidad. Sir Francis Cromarty le planteó la cuestión con franqueza. -Mi oficial -respondió el guía-, soy pa no tan sólo arriesgamos nuestras vidas, sino suplicios horribles si nos agarran. Miradio, pues. -Mirado está -respondió mister Fogg-. Creo que debemos aguardar la noche para obrar. -Así lo creo también -respondió el guía. Este valiente indio expuso entonces algunos pormenores sobre la víctima. Era una india de célebre belleza y de raza parsi, hija de ricos comercianes de Bombay. Había recibido en esta ciudad una educación absolutamente inglesa y por sus modales y su instrucción hubiera pasado por europea. Se llamaba Aouida. Huérfana, fue casada a pesar suyo con ese viejo rajá de Bundelkund. Tres meses después enviudó, y sabiendo la suerte que le esperaba se escapó, fue alcanzada en su fuga, y los parientes del ra á, que teníi an interés en su muerte, la condenaron a este suplicio, del cual era difícil que escapara. Esta relación tenía que arraigar en mister Fogg y sus compañeros su generosa resolución. Se decidió que el guía conduciría el elefante hacia la pagoda de Pillaji, a la cual debía acercarse todo lo posible. Media hora después se hizo alto en un bosque a quinientos pasos de la pagoda, que no podía percibirse, pero los alaridos de los fanáticos se oían con toda claridad. Los medios para llegar hasta la víctima fueron entonces discutidos. El guía conocía apenas esa pagoda de Pillaji, en la cual afirmaba que la joven estaba encarcelada. ¿Podía penetrarse por una de las puertas cuando toda la banda estuviese sumida en el sueño de la embriaguez, o sería necesario practicar un boquete en la pared? Esto no podía decidirse sino en el momento y en el lugar mismo; pero lo indudable era que el rapto debía verificarse aquella misma noche, y no cuando la víctima fuese conducida al suplicio, porque entonces ninguna intervención humana la salvaría. Mister Fogg y sus compañeros aguardaron la noche, y tan luego como llegó la oscuridad, hacia las seis de la tarde, resolvieron verificar un reconocimiento alrededor de la pagoda. Los últimos gritos de los fakires se extinguían. Según su costumbe, aquellos indios debían hallarse entregados a la pesada embriaguez del "hag", opio líquido, mezclado con infusión de cáñamo, y tal vez sería posible deslizarse entre ellos hasta el templo. El parsi, guiando a mister Fogg, a sir Francis Cromarty y a Picaporte, se adelantó sin hacer ruido a través del bosque. Después de arrastrarse durante diez minutos por las matas, llegaron al borde de un riachuelo y allí, a la luz de las antorchas de hierro impregnadas de resina, percibieron un montón de leña apilada. Era la hoguera fon-nada con sándalo precioso y bañada ya con aceite perfumado. En su parte posterior descan- saba el cuerpo embalsamado del rajá, que debía arder al mismo tiempo que la viuda. A cien pasos de esta hoguera se elevaba la pagoda, cuyos minaretes penetraban en la sombra por encima de los árboles. -Venid -dijo el guía con voz baja. Y redoblando las precauciones, seguido de sus compañeros, se deslizó silenciosamente a través de las altas hierbas. El silencio sólo estaba interrumpido por el murmullo del viento en las ramas. Muy luego el guía se detuvo en la extremidad de un claro alumbrado por algunas antorchas. El suelo estaba cubierto de grupos de durmientes entorpecidos por la embriaguez. Parecía un campo de batalla sembrado de muertos. Hombres, mujeres, niños, todo allí estaba confundido. Algunos había aquí y acullá que dejaban oír el ronquido de la embriaguez. En el fondo, entre las masas de árboles, se alzaba confusamente el templo de Pillaji; pero, con gran despecho de parte del guía, los guardias del rajá, alumbrados por antorchas fuliginosas, vigilaban la puerta, paseándose sable en mano. Podía suponerse que en el interior los sacerdotes estarían velando también. El parsi no se adelantó más porque había reconocido la imposibilidad de forzar la entrada del templo, e hizo retroceder a sus compañeros. Phileas Fogg y sir Francis Cromarty habían comprendido como él que no podían intentar nada por aquella parte. Se detuvieron y hablaron en voz baja. -Aguardemos -dijo el gobernador generalno son mas que las ocho todavía, y es posible que esos guardias sucumban también al sueño. -Posible es en efecto -respondió el parsi. Phileas Fogg y sus compañeros se recostaron, pues, al pie de un árbol y esperaron. El tiempo les pareció largo. De vez en cuando el guía los dejaba e iba a observar. Los guardias del rajá se huían siempre vigilando a la luz de las antorchas, y una luz vaga se filtraba por las ventanas de la pagoda. Esperaron hasta medianoche. La situación no cambió. Había fuera la misma vigilancia, y era evidente que no podía contarse con el sueño de los guardias. La embriaguez del "hag” les había sido probablemente ahorrada. Era menester, pues, obrar de otro modo y penetrar por una abertura practicada en las murallas de la pagoda. Restaba la cuestión de saber si los sacerdotes vigilaban cerca de su víctima con tanto cuidado como los soldados en la puerta del templo. Después de otra conversación, el guía estuvo dispuesto a marchar. Mister Fogg, sir Francis y Picaporte lo siguieron. Dieron una vuelta bastante larga a fin de alcanzar la pagoda por atrás. todo el honor de la hazaña correspondía a su amo. Para él no había habido más que una chistosa ocurrencia, y se reía al pensar que durante algunos instantes, él, Picaporte, antiguo gimnasta, ex sargento de bomberos, había sido el viudo de la linda dama, un viejo rajá embalsamado. En cuanto a la joven india, no había tenido conciencia de lo sucedido. Envuelta en mantas de viaje, se hallaba descansando en uno de los cuévanos. Entretanto, el elefante, guiado con mucha seguridad por el parsi, corría con rapidez por la selva todavía oscura. Una hora después de haber dejado la pagoda de Pillaji, se lanzaba al través de una inmensa llanura. A las siete se hizo alto. La joven seguía en una postración completa. El guía le hizo beber algunos tragos de agua y de brandy, pero la influencia embriagante que pesaba sobre ella debía prolongarse todavía por algún tiempo. Sir Francis Cromarty, que conocía los efectos de la embriaguez, producida por la inhalación de los vapores del cáñamo, no abrigaba inquietud alguna. Pero si el restablecimiento de la joven india no inquietaba el ánimo del brigadier general, no tenía igual tranquilidad al pensar en el porvenir. No vaciló, pues, en decir a Phileas Fogg que si Aouida se quedaba en la India, volvería a caer inevitablemente en manos de sus verdugos. Estos energúmenos se extendían por toda la península, y ciertamente que, a pesar de la policía inglesa, recobrarían su víctima, fuese en Madrás, Bombay o Calcuta. Y sir Francis Cromarty, citaba en apoyo de su dicho un hecho de igual naturaleza que había ocurrido recientemente. A su modo de pensar, lajoven no estaría segura sino marchándose del Indostán. Phileas Fogg respondió que tendría presentes estas observaciones. y resolvería. Hacia las diez, el guía anunciaba la estación de Hallahabad. Allí arrancaba de nuevo la interrumpida vía, cuyos trenes recorren en menos de un día y una noche la distancia que separa a Allahabad de Calcuta. Phileas Fogg debía pues llegar a tiempo para tomar el vapor que partía al día siguiente, 25 de octubre a mediodía, en dirección a Hong-Kong. La joven fue depositada en un cuarto de la estación. Se encargó a Picaporte que fuese a comprar para ella algunos objetos de tocador, vestido, chal, abrigos, etc., lo que encontrase. Su amo le abría ilimitado crédito. Picaporte partió al punto y recorrió las calles de la población. Allahabad es la Ciudad de Dios, una de las más veneradas de la India, en razón de estar construida sobre la confluencia de los dos ríos sagrados, el Ganges y el Jumna, cuyas aguas atraen a los peregrinos de todo el Indostán. Sabido es, por otra parte, que, según las leyendas del ramayana, el Ganges nace en el Cielo, desde donde, gracias a Brahma, baja hasta la Tierra. Mientras hacía sus compras, Picaporte vio la ciudad, antes defendida por un fuerte magnífico, que se ha convertido en prisión de Estado. Ya no hay comercio ni industria en esta población, antes industrial y mercantil. Picaporte, que buscaba en vano una tienda de novedades, como si hubiera estado en Regent Street, a algunos pasos de Farmer y Cía, no halló más que a un revendedor, viejo judío dificultoso, que le diese los objetos que necesitaba, un vestido de tela escocesa, un ancho mantón y un magnífico abrigo de pieles de nutria, por todo lo cual no vaciló en dar setenta y cinco libras. Y luego se volvió triunfante a la estación. Aouida empezaba a volver en sí. La influencia a que la habían sometido los sacerdotes de Pillaji, se iba disipando poco a poco, y sus hermosos ojos recobraban toda su dulzura hindú. Cuando el rey poeta, Uzaf Uddaul, celebra los encantos de la reina de Almehnagra, se expresa así: "Su brillante cabellera, regulan-nente dividida en dos partes, sirve de cerco a los contornos armoniosos de sus mejillas delicadas y blancas, brillantes de lustre y de frescura. Sus cejas de ébano tienen la forma y la fuerza del arco de Kama, dios del amor, y bajo sus pestañas sedosas, en la pupila negra de sus grandes ojos límpidos, nadan como en los lagos sagrados del Himalaya los más puros reflejos de la celeste luz. Finos, iguales y blancos, sus dientes resplandecen entre la sonrisa de sus labios, como gota de rocío en el seno medio cerrado de una flor de granado. Sus lindas orejas de curvas simétricas, sus manos sonrosadas, sus piececitos arqueados y tiernos como las yemas del lotus, brillan con el resplandor de las más bellas perlas de Ceylán, de los más bellos diamantes de Golconda. Su delgada y flexible cintura que puede abarcarse con una sola mano, realza la elegante configuración de sus redondeadas caderas y la riqueza de su busto, en que la juventud en flor ostenta sus más perfectos tesoros; y bajo los pliegues sedosos de su túnica, parece haber sido modelada en plata por la mano divina de Vicvacarma, el escultor eterno.” Pero sin toda esa amplificación poética basta decir que Aouida, la viuda del rajá de Bundelkund, era una hermosa mujer en toda la acepcion europea de la palabra. Hablaba inglés con suma pureza, y el guía no había exagerado al afirmar que esa joven parsi había sido transformaa por la educación. Entretanto, el tren iba a dejar la estación de Aliahabad. El parsi estaba esperando. Mi ster Fogg le pagó lo convenido, sin darle un penique de más. Esto asombró algo a Picaporte, que sabía todo lo que debía su amo a la adhesión del guía. El parsi había en efecto arriesgado voluntariamente la vida en el lance de Pillaji, y si más tarde los indios llegasen a saberlo, con dificultad se libraría de su venganza. Quedaba también por ventilar la cuestión de Kiouni. ¿Qué harían de un elefante que tan caro había costado? Pero Phileas Fogg había adoptado ya una resolución. -Parsi -dijo al guía-, has sido servicial y adicto. He pagado tu servicio, pero no tu adhesión. ¿¿Quieres ese elefante? Es tuyo. Los ojos del guía brillaron. -¡Es una fortuna lo que Vuestro Honor me da! -exclamó. -Acéptala -respondióle mister Fogg-; y aún seré deudor tuyo. -Enhorabuena --exclamó Picaporte-. Toma, amigo mío, Kiouni es animal animoso Y valiente. Y yendo hacia el elefante le ofreció algunos terrones de azúcar, diciendo: -¡Toma, Kiouni, toma, toma! El elefante exhaló algunos gruííidos de s: cción, y luego tomó a Picaporte por la cintura y lo levantó hasta la altura de su cabeza. Picaporte, sin asustarse, hizo una caricia al animal que lo volvió a dejar suavemente en tierra, y al apretón de trompa del honrado Kiouni respondió un apretón de manos del honrado mozo. Algunos instantes después, Phileas Fogg, sir Francis Cromariy y Picaporte, instalados en un confortable vagón, ctiyo mejor asiento iba ocupado por Aouida, corrían a todo vapor hacia Benarés. Ochenta millas lo más separaban a esta ciudad de Allababad, las cuales se recorrieron en dos horas. Durante el trayecto, la joven recobró por entero los sentidos, quedando disipados los vapores embriagadores del "hang". ¡Cuál fue su asombro al encontrarse en el ferrocarril, en aquel compartimento, vestida a la europea y en medio de viajeros que le eran completamente desconocidos! Principiaron sus compañeros prodigándole cuidados y reanimándola con algunas gotas de licor; y después el brigadier general le refirió lo ocurrido. Insistió sobre la decisión de Phileas Fogg que no había vacilado en comprometer su vida para salvarla, y sobre el desenlace de la aventura debida a la audaz imaginación de Picaporte. Mister Fogg dejó hablar sin decir una palabra. Picaporte, avergonzado, repetía que la cosa no merecía tanto. Aouida dio gracias a sus libertadores con una efusión expresada con las lágrimas más que por sus palabras. Sus hennosos qios, mejor que sus labios, fueron los intérpretes de su reconocimiento. Y después, llevándola su pensamiento a las escenas del "sutty", y viendo sus miradas esa tierra indígena donde tantos peligros la amenazaban, fue acometida de un estremecimiento de terror. Phileas Fogg comprendió lo que pasaba en el ánimo de Aouida, y para tranquilizarla le ofreció con mucha frialdad conducirla a Hong-Kong, donde viviría hasta que este asunto se olvidase. Aouida aceptó la oferta con reconocimiento. Precisamente residía en Hong-Kong uno de sus parientes, parsi como ella, y uno de los principales comerciantes de la ciudad, que es completamente inglesa, aun cuando se halla en las costas de China. A las doce y media el tren se detenía en la estación de Benarés. Las leyendas Brahamánicas afin-nan que esta ciudad ocupa el sitio de la vetusta Casi, que estaba antiguamente suspendida en el espacio entre el cenit y el nadir, como la tumba de Mahoma. Pero en la época actual, más positiva, Benarés, la Atenas de la India, según los orientalistas, descansaba prosaicamente sobre el suelo, y Picaporte pudo por un momento entrever sus de ladrillo y sus chozas de cañizos, que le dan un aspecto absolutamente desairado sin color local alguno. Allí debía detenerse sir Francis Cromarty. Las tropas con las cuales tenía que reunirse estaban acampadas algunas millas al norte. El brigadier general se despidió de Phileas Fogg, deseándole todo el éxito posible y expresando el voto de que repitiese el viaje de un modo menos original y más provechoso. Mister Fogg estrechó ligeramente los dedos de su companero. Los cumplidos de Aouida fueron más afectuosos. Nunca olvidaría ella lo que debía a sir Francis Cromarty. En cuanto a Picaporte, fue honrado con un buen apretón de manos de parte del brigadier general. Conmovido, le preguntó cuándo podría prestarle algún servicio. Después se separaron. Desde benarés, la vía férrea seguía en parte el valle del Ganges. A través de los cristales del vagón, y con un tiempo sereno, aparecían el paisaje variado de behar, montañas cubiertas de verdor, campos de cebada, maíz y trigo, ríos de estanques poblados de aligatores verdosos, aldeas bien acondicionadas y selvas que aun conservaban la hoja. Algunos elefantes y cebús de protuberancia iban a bañarse a las aguas del río sagrado; y también, a pesar de la estación adelantada y de la temperatura, ya fría, se veían cuadrillas de indios de ambos sexos, que cumplían piadosamente sus santas abluciones. Esos fieles enemigos encarnizados del budismo, son sectarios fer- vientes de la religión brahmánica que se encama en tres personas: Vishma, la divinidad solar, Shiva, la personificación divina de las fuerzas naturales; y Brahma, el jefe supremo de los sacerdotes y legisladores. ¡Pero con qué ojo Brahma, Shiva y Vishma debían considerar a esa India, ahora britanizada, cuando algún barco de vapor pasaba silbando y turbaba las aguas consagradas del Ganges, espantando a las gaviotas que revoloteaban en la superficie, a las tortugas que pululaban en sus orillas y a los devotos tendidos a lo largo de sus márgenes! Todo este panorama desfiló como un relámpago, y con frecuencia una nube de vapor blanco ocultó sus pormenores. Apenas pudieron los viajeros entrever el fuerte de Chunar, a veinte millas al sur de Benazepur y sus importanes fábric: el sepulcro de lord Cornwallis, que se eleva sobre la orilla izquierda del Ganges: la la ciudad fortificada de Buxar, Putna, gran población industrial y mercantil, donde existe el principal mercado del opio de la India; Monglar, ciudad, más que europea, inglesa como Manchester o Birmingham, nombradas por sus fundiciones de hierro y sus fábricas de armas blancas, y cuyas altas chimeneas parecían tiznar con su negro humo el cielo de Brahma, ¡verdadera mancha en el país de los sueños! Después llegó la noche, y en medio de los rugidos de los tigres, osos y lobos que huían ante la locomotora, el tren pasó a toda velocidad y no se vio nada ya de las maravillas de Bengala, ni Golconda, ni las ruinas de Gour, ni Mounshedabad, que antes fue capital, ni Burdwan, ni Hougly, ni Chandemagor, ese punto francés del territorio indio, donde se hubiera engreído Picaporte al ver ondear la bandera de su patria. Por último, a las siete de la mañana, llegaron a Calcuta. El vapor que salía para Hong-Kong no levaba el áncora hasta mediodía. Según su itinerario, debía llegar a la capital de las Indias, el 25 de octubre, veintitrés días después de haber salido de Londes, y llegaba el día fijado. No tenía pues, ni adelanto, ni atraso. Desgraciadamente, los días ganados entre Londres y Bombay, En efecto, el agente Fix había comprendido todo el partido que podía sacar de ese desgraciado asunto. Atrasando su marcha doce horas había ido a aconsejar lo que debían hacer los sacerdotes de Malebar-Hili. Les había prometido resarcimiento de perjuicios, sabiendo muy bien que el gobierno inglés se mostraba muy severo con esos delitos, y después por el tren siguiente los había hecho ir en seguimiento de los culpables. Pero a causa del tiempo empleado en dar libertad a la joven viuda, Fix y los indios llegaron a Calcuta antes que Phileas Fogg y su criado, a quienes los magistrados, prevenidos por despacho telegráfico, debían prender al apearse del tren. Júzguese el despecho de Fix cuando supo que Phileas Fogg no había llegado a la capital del Indostán. Debió creer que el ladrón, deteniéndose en una de las estaciones, se había refugiado en una de las provincias septentrionales. Durante las veinticuatro horas, Fix estuvo de acecho en la estación, entregado a mortales inquietudes. ¡Cuál fue después su alegría al verlo aquella misma mañana bajar del vagón en compañía, es cierto, de una joven cuya presencia no podía explicar! Al punto envió contra él un agente de policía, y de esa manera Fogg, Picaporte y la viuda del rajá de Bundelkund fueron conducidos ante el juez Obadiab. Y no estando Picaporte tan preocupado, hubiera visto en un rincón del pretorio al "detective", que tía al juicio con interés fácil de comprender, porque en Calcuta como en Bombay y como en Suez, no tenía aún el mandato de prision. Entretanto, el juez Obadiah había tomado acta de la confesión, que se le había escapado a Picaporte, quien hubiera dado todo lo que poseía por poder retirar sus imprudentes palabras. -¿Los hechos se confiesan? --dijo el juez. --Confesados -respondió mister Fogg. -Visto -repuso el juez -que la ley inglesa entiende proteger igual y rigurosamente todas las religiones de las poblaciones indias; estando el delito confesado por el señor Picaporte; convencido de haber profanado con sacrílego pie el paviento de la pagoda de Malebar-Hili, en Bombay, el día 20 de octubre, condena al susodicho Picaporte a quince días de prisión y una multa de trescientas libras. -¿Trescientas libras? -exclamó Picaporte, que sólo se manifestó impresionado por la multa. -¡Silencio! --dijo el alguacil con áspera voz. -Y -añadió el juez Obadiah-, considerando que no está materialmente probado que haya dejado de haber convivencia entre el criado y el amo, y que en todo caso éste es responsable de los hechos y gestiones de quieiles tiene a su servicio, condeno al señor Phileas Fogg a ocho días de prisión y ciento cincuenta libras de multa. Escribano, llamad a otros. . Fix, en su rincon, experimentaba una satisfacción indecible. Phileas Fogg, detenido ocho días en Calcuta, era más de lo que necesitaba para dar tiempo a que el mandamiento llegase. Picaporte estaba atolondrado. Esta sentencia arruinaba a su amo. Una apuesta de veinte mil libras perdida, y todo por haber tenido la curiosidad de entrar en aquella maldita pagoda. Phileas Fogg, tan dueño de sí, como si la sentencia no te hubiese alcanzado, no había movido tan siquiera las cejas. Pero en el momento en que el escribano llamaba a otro juicio, se levantó y dijo: -Ofrezco caución. -Tenéis el derecho de hacerlo -respondió el juez. Fix sintió frío en sus fibras, pero recobró su tranquilidad cuando oyó que el juez, atendida la cualidad de extranjeros de Phileas Fogg y su criado, fijaba la caución para cada uno de ellos en la enorme suma de mil libras. Eran dos mil libras más de gasto para mister Fogg si no cumplía la condena. -¡Pago! -exclamó el gentleman. Y retiró del saco que llevaba Picaporte un paquete de billetes de banco que dejó sobre la mesa del escribano. -Esta suma os será devuelta al salir de la cárcel --dijo el juez-. Entretanto, estáis libre. -Venid ---dijo Phileas Fogg a su criado. -¡Pero al menos que me devuelban mis zapatos! --exclamó Picaporte con un movimiento de rabi; Le devolvieron sus zapatos. -¡Bien caros cuestan! --dijo entre dientes-. ¡Más de mil libras cada uno! ¡Sin contar que me hacen daño! Picaporte siguió con actitud compungida a mister Fogg, que había ofrecido su brazo a la joven. Fix esperaba todavía que el ladrón no se decidiera a perder la suma de dos mil libras y que cumpliría sus ocho días de cárcel. Echó, pues, a andar tras de mister Fogg. Tomó éste un coche, en el cual Aouida, Picaporte y él subieron en seguida. Fix corrió detrás del coche, que se detuvo en uno de los muelles. A media milla en rada, el "Rangoon" estaba aparejando con su pabellón de marcha izado sobre el mástil. Daban las once. Mister Fogg llegaba, pues, con una hora de adelanto. Fix lo vio apearse y entrar en un bote con Aouida y su criado. El agente dio con el pie en el suelo. -¡Bribón! --exclamó-. ¡Se marcha! ¡Dos mil libras sacrificadas! ¡Pródigo como un ladrón! ¡Ah! ¡Lo seguiré hasta el fin del mundo si es menester; pero al paso que va, todo el dinero robado se habrá ido! El inspector de policía tenía sus fundamentos para hacer esta reflexión. En efecto; desde que se había marchado de Londres, entre gastos de viaje, primas, compras de elefantes, cauciones y multas, Phileas Fogg había sembrado Ya más de cinco mil libras por el camino, y el tanto por ciento que se concede a los policías sobre lo recobrado iba siempre bajando. XVI El "Rangoon”, uno de los buques que la Compañía Peninsular y Oriental emplea para el servicio del mar de China y del Japón, era un vapor de hierro, de hélice, con el aforo en bruto de mil setecientas toneladas, y la fuerza nominal de cuatrocientos caballos. Igualaba al "Mongolia" en velocidad, pero no en comodidades. Por eso mistress Aouida no estuvo tan bien instalada como lo hubiera deseado Phileas Fogg. Por lo demás, tratándose sólo de una travesía de tres mil quinientas millas, o sea de once a doce días, la joven no fue viajera de difícil acomodo. Durante los primeros días de la travesía, mistress Aouida contrajo mayor intimidad con Phileas Fogg. En todas ocasiones le manifestaba el más vivo reconocimiento. El flemático gentleman la escuchaba, en apariencia al menos, con la mayor frialdad, sin que una entonación ni un ademán revelasen la más ligera emoción. Cuidaba que nada faltase a la joven. A ciertas horas acudía regularmente, si no a hablar, al menos a escucharla. Cumplía con ella los deberes de urbanidad más estricta, pero con la gracia y la imprevisión de un autómata cuyos movimientos se hubiesen dispuesto para ese fin. Aouida no sabía qué pensar de ello, pero Picaporte le había explicado algo de la excéntrica personalidad de su amo. Le había instruido de la apuesta que le hacía dar la vuelta al mundo. Mistress Aoulda se había sonreído; pero al fin te debía la vida, y su salvador no podía salir perdiendo en que ella lo viese al través de su reconocimiento. . Mistress Aouida confirmó la noticia que el guía indio había hecho de su interesante historia. Pertenecía ella, en efecto, a esa raza que ocupa el primer lugar entre los indígenas. Varios negociantes parsis han hecho grandes fortunas en las Indias en el comercio de algodones. Uno de ellos, sir James Jejeebloy, ha sido ennoblecido por el gobierno inglés, y Aouida era pariente de ese rico personaje que habitaba en Bombay. Contaba ella con encontrar en Hong-Kong al honorable Jejeeh, primo de sir Jejeebloy. ¿Hallaría allí refugio y protección? No podría asegurarlo, y a eso respondía mister Fogg que no se inquietara porque todo se arreglaría matemáticamente. Estas fueron sus palabras. ¿Comprendía lajoven viuda la significación de tan horrible adverbio? No se sabe; pero sus hermosos ojos, límpidos como los sagrados lagos del Himalaya, se fijaban sobre los de Fogg, quien, tan intratable y tan abotonado como siempre, no parecía dispuesto a arrojarse en el referido lago. Esta primera parte de la travesía del "Rangoon" se efectuó con excelentes condiciones. El tiempo era bonancible, y toda la porción de la inmensa bahía que los marineros llaman los "brazos del Bengala”, se mostró favorable a la marcha del vapor. El "Rangoon” no tardó en cruzar por delante del Gran Andaman, que era la principal isla de un grupo que los naveganes divisan desde lejos, por su pintoresca montaña de Saddle Peek, de dos mil cuatrocientos pies de altura. Se fue siguiendo la costa de bastante cerca. Los salvajes papúas de la isla no se mostraron. Son unos seres colocados en el último grado de la escala humana, pero que han sido indudablemente considerados como antropófagos. El desarrollo panorámico de las islas era soberbio. Inmensos bosques de palmeras asiáticas, arecas, bambúes, moscadas, tecks, mimosas gigantescas, helechos arborescentes cubrían el primer plano del país, perfilándose atrás los elegantes contornos de las montañas. Sobre la costa pululaban a millares esas preciosas salanganas, cuyos nidos comestibles son un manjar muy apetitoso en el Celeste Imperio. Pero todo este espectáculo variado, ofrecido a las miradas por el grupo de las Andaman, paso pronto, y el "Rangoon" se dirigió con rapidez hacia el estrecho de Malaca, que debía darle acceso a los mares de la China. ¿Qué hacía durante la travesía el inspector Fix, tan desgraciadamente arrastrado en aquel viaje de circunnavegación? Al salir de Calcuta, después de haber dejado instrucciones para que, si llegase el mandamiento, le fuese remitido a Hong-Kong, había podido embarcar a bordo del "Rangoon" sin haber sido visto de Picaporte, y confiaba en disimular su presencia hasta la llegada a puerto. En efecto, difícil le hubiera sido explicar por qué se hallaba a bordo sin excitar las sospechas de Picaporte, que debía creerle en Bombay. Pero la lógica misma de las circunstancias reanudó sus relaciones con el honrado mozo. ¿De qué modo? Vamos a verlo. Todas las esperanzas, todos los deseos del inspector de policía se concentraban ahora en un solo punto del mundo, Hong-Kong; porque el vapor se detenía muy poco tiempo en Singapore para poder obrar en esta ciudad. La prisión debía verificarse por consiguiente en Hong-Kong, porque, si no, se le escaparía el ladrón sin remedio. En efecto, Hong-Kong era todavía tierra inglesa, pero la última. Más allá, la China, el Japón, la América ofrecían un refugio casi seguro a mister Fogg. En Hong-Kong, si llegaba por fin el mandamiento de prisión, Fix prendería a Fogg, y lo entregaría a la policía local. No había dificultad; pero más allá de HongKong, no bastaría ya un simple mandamiento de prisión, sino que sería necesaria un acta de extradición. De aquí resultarían tardanzas, lentitudes y obstáculos de toda naturaleza,- que el ladrón aprovecharía para escaparse definitivamente. Si la operación no se podía verificar en Hong-Kong, sería, si no imposible, mucho más difícil poderla efectuar con alguna probabilidad de éxito. "Por consiguiente -decía Fix para sí durante las dilatadas horas que pasaba en el camarote- o el mandamiento estará en Hong-Kong y prendo a mi hombre, o no estará y será necesario retrasar su viaje a toda costa. ¡Salido mal en Bombay y en Calcuta, si no doy el golpe en Hong-Kong, pierdo mi reputación! Cueste lo que cueste, es necesario triunfar. Pero, ¿qué medio emplearé para retardar, si fuese necesario, la partida de ese maldito Fogg?" En última instancia, Fix estaba decidido a revelárselo todo a Picaporte, dándole a conocer el amo a quien servía y del cual no era ciertamente cómplice. Picaporte, con esta revelación, debería creerse comprometido, y entonces se pondría de parte de Fix. Pero éste era un medio aventurado que sólo podía emplearse a falta de otro. Una sola palabra dicha por Picaporte a su amo hubiera bastado para comprometer irrevo- cablemente el negocio. de unos grupos de palmeras de brillante hoja y de esos árboles que producen el clavo de especia fon-nado con el capullo mismo de la flor entreabierta. Allí, los setos de arbustos de pimienta, reemplazaban las cambroneras de las cainpiñas europeas; los saguteros, los grandes helechos con su soberbio follaje, variaban el aspecto de aquella región tropical; los árboles de moscada con sus barnizadas hojas saturaban el aire con penetrantes perfumes. Los monos en tropeles, que ostentaban su viveza y sus muecas, no faltaban en los bosques, ni los tigres en los juncales. A quien se asombre de que en tan pequeña isla no hayan sido destruidos esos terribles carnívoros, les responderemos que vienen de Malaca atravesando el estrecho a nado. Después de haber recorrido la campiña durante dos horas, Aouida y su compañero -que miraban un poco sin ver- volvieron a la ciudad, extensa aglomeración de lindos jardines donde se encuentran mangustos, piñas y las mejores frutas del mundo. A las diez volvían al vapor, después de haber sido seguidos sin sospecharlo por el inspector, que también había tenido que hacer gasto de coche. Picaporte los aguardaba en el puente del "Rangoon". El buen muchacho había comprado algunas docenas de mangustos, gruesos como manzanas medianas, de color pardo oscuro por fuera, rojo subido por dentro, y cuya fruta blaca, al fundirse entre los labios, procura a los verdaderamente golosos un goce sin igual. Picaporte tuvo una gran satisfacción en ofrecerlos a Aouida que se lo agradeció con suma gracia. A las once, el "Rangoon", después de haberse abastecido de carbón, largaba sus amarras; y algunas horas más tarde los pasajeros perdían de vista las altas montañas de Malaca, cuyas selvas abrigan los más hermosos tigres de la tierra. Singapore dista mil trescientas millas de la isla de Hong-Kong, pequeño territorio inglés desprendido de la costa de China. Phileas Fogg tenía interés en recorrerias lo «más en seis días, a fin de tomar en Hong-Kong el vapor que partia el 6 de noviembre para Yokohama, uno de los principales puertos de Japón. El "Rangoon” iba muy cargado. Se habían embarcado en Singapore numerosos pasajeros, indios, ceilaneses, chinos, malayos, portugueses, la mayor parte de los cuales iban en las clases inferiores. El tiempo, bastante bello hasta entonces, cambió con el último cuarto de luna. La mar se puso gruesa. El viento arreció, pero felizmente por el Sureste, lo cual favorecía la marcha del vapor. Cuando era manejable, el capitán hacía desplegar velas. El "Rangoon", aparejado en bergantín, navegó a menudo con sus dos gavias y trinquete aumentando su velocidad bajo la doble acción del vapor y del viento. Así se recorrieron sobre una zona estrecha y a veces muy penosa las costas de Anam y Cochinchina. Pero la culpa la tenía más bien el "Rangoon" que el mar; y los pasajeros, que se sintieron la mayor parte enfermos, debieron achacar su malestar al buque. En efecto, los vapores de la Compañía Peninsular que hacen el servicio de los mares de China, tienen un defecto de construcción muy grave. La relación del calado en carga con la cabida, ha sido mal calculada, y por consiguiente ofrecen al mar muy débil resistencia. Su volumen cerrado, impenetrable al agua, es insuficiente. Están anegados, y a consecuencia de esta disposición bastaban algunos bultos echados a bordo, para modificar su marca. Son, por consiguiente, esos buques muy inferiores -si no por el motor y el aparato evaporatorio- a los tipos de las mensajerías francesas, tales como la "Emperatriz" y el "Cambodge". Mientras que, según los cálculos de los ingenieros, estos buques pueden embarcar una cantidad de agua igual a su propio peso, antes de sumergirse los de la Compañía Peninsular, el "Golconda", el "Corea" y el "Rangoon" no podrían recibir el sexto de su peso sin irse a pique. Convenía, pues, tomar grandes precauciones durante el mal tiempó. Era menester algunas veces estar a la capa con poco vapor, lo cual era una pérdida de tiempo que no parecía afectar a Phileas Fogg de modo alguno, pero que irritaba mucho a Picaporte. Acusaba entonces al capitán, al maquinista, a la Compañía, y enviaba al diantre a todos los que se ocupan de transportar viajeros. Tal vez también la idea de aquel mechero de gas que seguía ardiendo por su cuenta en la casa de Saville-Row entraba por mucho en su impaciencia. -¿Parece que tenéis mucha prisa en llegar a Hong-Kong? -le dijo un día el detective. -¡Mucha prisa! - respondió Picaporte. -¿Pensáis que mister Fogg tenga también mucha prisa en tomar el vapor de Yokohama? -¡Una prisa espantosa! -¿Luego ahora creéis en ese extraño viaje alrededor del mundo? -Absolutamete. ¿Y vos, señor Fix? -¿Yo? No creo en él. -¡Truhán! -respondió Picaporte guiñando el ojo. Esa palabra dejó pensativo al agente. El calificativo lo inquietó mucho sin saber por qué. ¿Lo había adivinado el francés? No sabía qué pensar. ¿Cómo podía Picaporte haber descubierto su condición de "detectíve", cuyo secreto de nadie podía ser sabido? Y sin embargo, al hablar así, Picaporte lo había hecho con segunda intención. Aconteció también que el buen muchacho se propasó aún más otro día, sin poder contener su lengua. - Vamos, señor Fix -preguntó a su compañero con malicia-, ¿a Hong-Kong tendremos el sentimiento de dejaros allí? -¡Vaya -respondió Fix bastante desconcertado- no lo sé! ¡Tal vez ... ! -¡Ah! --dijo Picaporte-. ¡Si nos acompañaseis, sería una dicha para mí! ¡Vamos! ¡Un agente de la Compañía Peninsular no debe quedarse en el camino! ¡No ibais más que a Bombay y ya pronto estaréis en China! ¡La América no está lejos, y de América a Europa hay sólo un paso! Fix miraba con atención a su interlocutor, que le mostraba el semblante más amable del mundo, y adoptó el partido de reirse de él. Pero éste, que estaba de gracia, le preguntó si su oficio le producía mucho. -Sí y no -respondió Fix sin pestañear-. Hay negocios buenos y malos. ¡Pero bien comprenderéis que no viajo a mis expensas! -¡Oh! ¡En cuanto a eso, estoy seguro de ello! --exclamó Picaporte riéndose más y mejor. Terminada la conversación, Fix entró en su camarote y se entregó a la meditación. De un modo o de otro, el francés había reconocido su calidad de agente de policía. Pero, ¿se lo habría dicho a su amo? ¿Qué papel hacía en todo esto? ¿Era cómplice o no? ¿El negocio estaba descubierto y por consiguiente fallido? El agente pasó algunas horas angustiosas, creyéndolo algunas veces todo perdido, esperando otras que Fogg ignoraba la situación, y por último, no sabiendo qué partido tomar. Entretanto, se estableció la calma en su cerebro y resolvió obrar francamente con Picaporte. Si no se enconraba en las condiciones apetecidas para prender a Fogg en Hong-Kong, y así Fogg se preparaba para salir definitivamente del territorio inglés, él, Fix, se lo diría todo a Picaporte. O el criado era cómplice del amo y éste lo sabía todo, en cuyo caso el negocio estaba definitivamente comprometido, o el criado no tenía parte alguna en el robo, y entoces su interés estaba en separarse del ladrón. Tal era pues la situación respectiva de aquellos dos hombres, mientras que Phileas Fogg se distinguía por su magnífica indiferencia. Cumplía racionalmente su órbita alrededor del mundo, sin inquietarse de los asteroides que giraban en su derredor. Y sin embargo, había en las cercanías -segun expresión de los astrónomos- un astro perturbador que hubiera debido producir algunas alteraciones en el corazón de ese caballero. ¡Pero no! El encanto de Aouida no tenía acción alguna, con gran sorpresa de Picaporte, y las perturbaciones, si existían, hubieran sido más difíciles de calcular que las de Urano, que han ocasionado el descubrimiento de Neptuno. ¡Sí! Era un asombro diario para Picaporte, que leía tanto agradecimiento hacia su amo en los ojos de la hermosa joven! ¡Decididamente, Phileas Fogg sólo tenía corazón bastante para conducirse con heroísmo, pero no con amor, no! En cuanto a las preocupaciones que los azares del viaje podían causarle, no daba indicio ninguno de ellas. Pero Picaporte vivía en continua angustia. Apoyado un día en el pasamanos de la máquina, estaba mirando cómo de vez en cuando precipitaba éste su movimiento, o una vez llegados a cuando la hélice salió de punta fuera de las olas por un violento cabeceo, escapándose el vapor por las válvulas, lo cual provocó las iras de tan digno mozo. -¡No están bastante cargadas esas vávulas --exclamó-. ¡Eso no es andar! ¡Al fin, ingleses! ¡Ah! Si fuese un buque americano, quizá saltaríamos, pero iríamos más de prisa. XVvHor Durante los primeros días de la travesía, el tiempo fue bastante malo. El viento arreció mucho. Fijándose en el Noroeste, contrarió la marcha del vapor, y el "Rangoon”, demasiado inestable cabeceó considerablemente, adquiriendo los pasajeros el derecho de guardar rencor a esas anchurosas oleadas que el v«íento levantaba sobre la superficie del mar. Durante los días 3 y 4 de noviembre fue aquello una especie de tempestad. La borrasca batió el mar con vehemencia. El "Rangoon” debió estarse a la capa durante media jornada, manteniéndose con diez vueltas de hélice nada más, y tomando de sesgo a las olas. Todas las velas estaban arriadas, y aun sobraban todos los aparejos que silbaban en medio de las ráfagas. La velocidad del vapor, como es fácil concebirlo, quedó notablemente rebajada, y se pudo calcular que la llegada a Hong-Kong llevaría veinte horas de atraso y quizá más si la tempestad no cesaba. Phileas Fogg tía a aquel espectáculo de un mar furioso que parecía luchar directamente contra él, sin perder su habitual impasibilidad. Su frente no se nubló ni un instante, y sin embargo, una tardanza de veinte horas podía comprometer su viaje, haciéndole perder la salida del vapor de Yokohama. Pero ese hombre sin nervios no experimentaba ni impaciencia ni aburrimiento. Hasta parecía que la tempestad estaba en su programa y estaba prevista. Mistress Aouida que habló de este contratiempo con su compañero, lo encontró tan sereno como antes. Fix no veía las cosas del mismo modo. Antes al contrario. La tempestad le agradaba. Su satisfacción no hubiera tenido límites si el "Rangoon" se llegase a ver obligado a huir ante la tormenta. Todas estas tardanzas le cuadraban bien, porque pondrían a mister Fogg en la precisión de permanecer algunos días en Hong-Kong. Por último, el cielo, con sus ráfagas y borrascas, estaba a su favor. Se encontraba algo indispuesto; ¡pero qué importa! No hacía caso de sus náuseas, y cuando su cuerpo se retorcía por el mareo, su ánimo se ensanchaba con satisfacción inmensa. En cuanto a Picaporte, bien se puede presumir a que cólera se entregaría durante ese tiempo de prueba. ¡Hasta entonces todo había marchado bien! La tierra y el agua parecían haber estado a disposición de su amo. Vapores y ferrocarriles, todo le obedecía. El viento y el vapor se habían concertado para favorecer su viaje. ¿Había llegado la hora de los desengaños? Picaporte, como si debieran salir de su bolsillo, no vivía las veinte mil libras de la apuesta ya. Aquella tempestad lo exasperaba, la ráfaga lo enfurecía, y de buen grado hubiera azotado a aquel mar tan desobediente. ¡Pobre mozo! Fix le ocultó cuidadosamente su satisfacción personal, e hizo bien, porque, si Picaporte hubiera adivinado la alegría secreta de Fix, éste lo hubiera pasado mal. Picaporte, durante toda la duración de la borrasca, permaneció sobre el puente del "Rangoon”. No hubiera podido estarse abajo. Se encaramaba a la arboladura y ayudaba las maniobras con la ligereza de un mono, asombrando a todos. Dirigía preguntas al capitán, a los oficiales, a los marineros, que no podían menos de reirse al verle tan desconcertado. Picaporte quería a toda costa saber cuánto duraría la tempestad, y le designaban el barómetro que no se decidía a subir. Picaporte sacudía el barómetro, pero nada obtenía, ni aun con las injurias que prodigaba al irresponsable instrumento. Por fin la tempestad se apaciguó; el estado del mar se modificó en la jornada del 4 de noviembre. El viento volvió dos cuartos al Sur y se tomó favorable. Picaporte se serenó juntamente con el tiempo. Las gavias y foques pudieron desplegarse, y el "Rangoon" prosiguió su rumbo con maravillosa velocidad. Pero no era posible recobrar todo el tiempo perdido. Era necesario resignarse, y la tierra no se divisó hasta el día 6 a las cinco de la mañana. El itinerario de Phileas Fogg Y salió al encuentro de Fix con su alegre sonrisa, sin aparentar que notaba la inquietud de su companero. Ahora bien, el agente tenía buenas razones para echar pestes contra el infernal azar que lo perseguía. ¡No había mandamiento! Era evidente que éste corría tras de él y no podía alcanzarlo sino permaneciendo algunos días en la ciudad. Y como Hong-Kong era la última tierra inglesa del trayecto, mister Fogg se le iba a escapar definitivamente si no lograba retenerlo. -Y bien, señor Fix, ¿estáis decidido a venir con nosotros a América? -preguntó Picaporte. -Sí -respondió Fix apretando los dientes. -¡Enhorabuena! --exclamó Picaporte soltando una ruidosa carcajada-. Bien sabía yo que no podríais separaros de nosotros. ¡Venid a tomar vuestro pasaje, venid! Y ambos entraron en el despacho de los transportes marítimos, tomando camarotes para cuatro personas; pero el empleado les advirtió que estando concluídas las reparaciones del "Carnatic" se marcharía éste aquella misma noche a las ocho, y no al siguiente día como se había anunciado. -Muy bien --exclamó Picaporte --esto no vendrá mal a mi amo. Voy a avisarle. En aquel momento, Fix tomó una resolución extrema. Resolvió decírselo todo a Picaporte. Era éste el único medio de retener a Phileas Fogg durante algunos días en Hong-Kong Al salir del despacho, Fix ofreció a su companero convidarlo en una taberna. Picaporte tenía tiempo, y aceptó el convite. Había en el muelle una taberna de atractivo aspecto, donde ambos entraron. Era una extensa sala bien adornada, en el fondo de la cual había una tarima de campaña, guarnecida de almohadas, y sobre la cual se hallaba cierto número de durmientes. Unos treinta consumidores ocupaban en la gran sala unas mesetas de junco tejido. Los unos vaciaban pintas de cerveza inglesa, ale o porter, los otros, copas de licores alcohólicos, gin o brandy. Además, la mayor parte de ellos fumaba en largas pipas de barro colorado, llenas de bolitas de opio mezclado con esencia de rosa. Después, de vez en cuando, algún fumador enervado caía bajo la mesa; y los mozos, tomándolo por los pies y la cabeza, lo llevaban al tinglado para que allí durmiera tranquilamente. Estaban allí colocados como treinta de éstos, embriagados, unos junto a otros en el último grado de embrutecimiento. Fix y Picaporte comprendieron que habían entrado en un fumadero frecuentado por esos miserables, alelados, enflaquecidos, idiotas, a quienes la mercantil Inglaterra vende anualmente millones de libras de esa funesta droga, llamada opio. ¡Tristes millones cobrados sobre uno de los vicios más funestos de la naturaleza humana! Bien ha procurado el gobierno chino remediar este abuso por medio de leyes severas, pero en vano. De la clase rica, a la cual estaba al principio formalmente reservado el uso del opio, descendió el vicio hasta las clases inferiores, y ya no fue posible contener sus estragos. Se fuma el opio en todas partes, entregándose a esa inhalación no pueden pasar sin ella, porque experimentan horribles contracciones en el estómago. Un buen fumador puede aspirar ocho pipas al día, pero se muere en cinco años. Fix y Picaporte habían entrado, por consiguiente, en uno de esos fumaderos que pululan hasta en Hong-Kong. Picaporte no tenía dinero, pero aceptó gustoso la fineza de su compañero, reservándose pagársela en su tiempo y lugar. Se pidieron dos botellas de Oporto, a las cuales hizo el francés mucho honor, mientras que Fix, más reservado, observaba a su compañero, con suma atención. Se habló de diferentes cosas, y sobre todo de la excelente idea que había tenido Fix al tomar pasaje en el "Carnatic". Y a propósito de este vapor cuya salida se anticipaba, Picaporte, después de vaciadas las botellas, se levantó para advertir a su amo. Fix lo detuvo. -Un momento -le dijo. -¿Qué queréis, señor Fix? -Tengo que hablaros de cosas serias. -¡De cosas serias! --exclamó Picaporte vaciando algunas gotas de vino que se habían quedado en el fondo de su vaso-. Pues bien, mañana hablaremos. No tengo tiempo hoy. -Quedaos --dijo Fix-. ¡Se trata de vuestro amo! Picaporte, al oír esto, miró con fijeza a su interiocutor. La expresión del semblante de Fix le parecio singular, y se sentó. -¿Qué tenéis, pues, que decirme? -preguntó. Fix apoyó la mano en el brazo de su companero, y bajando la voz, dijo: -¿Habéis adivinado quién soy? -¡Pardiez! -dijo Picaporte sonriendo. -Entonces voy a confesarlo todo... -...¡ Ahora que lo sé todo, compadre! ¡Ah! ¡Eso no tiene chiste! ¡Pero, en fin, seguid; mas antes dejadme deciros que esos caballeros hacen gastos bien inútiles! -¡Inútiles! --dijo Fix-. ¡Habláis como queréis! ¡Ya se ve que no conocéis la importancia de la suma! -Pero sí que la conozco perfectamente -respondió Picaporte-. ¡Se trata de veinte mil libras! -¡Cincuenta y cinco mil! -repuso Fix, estrechando la mano del francés. -¡Cómo! -exclamó Picaporte-. Mister Fogg se habrá atrevido... ¡Cincuenta y cinco mil libras!... Pues bien, razón de más para no perder momento -añadió levantándose otra vez. -¡Cincuenta y cinco mil libras! -repuso Fix, que hizo sentar de nuevo a Picaporte, después de haber hecho traer un frasco de brandy-. Y si salgo bien, gano una prima de dos mil libras. ¿Queréis quinientas con la condición de ayudarme? -¿Ayudaros? --exclamó Picaporte, cuyos ojos s abrían desmesuradamente. -¿Eh? -dijo Picaporte-, ¿Qué estáis ahí diciendo? ¡Cómo! ¡No contentos con hacer seguir a mi amo y sospechar de su lealtad, esos caballeros quieren además promover obstáculos! ¡Me avergilenzo por ellos! -¿Qué es eso? ¿Qué queréis decir? -preguntó Fix. -Quiero decir que es muy poco delicado. Esto equivale a despojar a mister Fogg y e el dinero del bolsillo. -¡De eso precisamente se trata! -Pero es una acechanza --exclamó Picaporte animándose por la influencia del brandy que le servía Fix y que bebía sin advertirlo-. Una verdadera asechanza. ¡Unos caballeros! ¡Unos colegas! Fix empezaba a no comprender. -¡Unos colegas! --exclamó Picaporte-. ¡Miembros del Reform-Club! Sabed, señor Fix, que mi amo es hombre honrado, y que cuando hace una apuesta trata de ganarla lealmente. -Pero, ¿quién creéis que soy? -preguntó Fix clavando su mirada en Picaporte. -¡Pardiez! Un agente de los socios del Reform-Club, con la misión de vigilar el itinerario de mi amo, lo cual es altamente humillante. Así es que, si bien hace algún tiempo que he adivinado vuestro oficio, me he guardado muy bien de revelárselo a mister Fogg. -¿No sabe nada? -preguntó con viveza Fix. -Nada -respondió Picaporte, vaciando otra vez su vaso. El inspector de policía se pasó la mano por la frente y vacilaba antes de tomar la palabra. ¿Qué debía hacer? El error de Picaporte parecía sincero, pero dificultaba todavía mas su proyecto. Era evidente que el muchacho hablaba con absoluta buena fe y que no era el cómpl ice -de su amo, lo cual hubiera podido recelar Fix. -Pues bien --dijo-, puesto que no eres cómplice suyo, me ayudarás. El agente se había afirmado en su resolución, y por otra parte no había tiempo que perder. A toda costa era necesario prender a Fogg en Hong-Kong. -Escuchad --dijo Fix con presteza; escuchadme bien. Yo no soy lo que pensáis; es decir, un agente de los miembros del Reform-Club... Si -¡Bah! --dijo Picaporte mirándolo con aire burlón. -Soy inspector de policía encargado de una misión... -¡Vos... inspector de policía ... ! -Sí, y lo pruebo -repuso Fix-. He aquí mi título. Y el agente, sacando un papel de la cartera, enseñó a su compañero un nombramiento firmado por el director de la policía central. Picaporte miraba atónito a Fix, sin poder articular una sola palabra. -La apuesta de mister Fogg -prosiguió Fix- no es más que un pretexto del que sois juguete vos y sus compañeros del Reform-Club, porque tenía interés en asegurarse vuestra inconsciente complicidad. -¿Y por qué? --exclamó Picaporte. -Escuchad. El día 28 de septiembre último se hizo en el Banco de Inglaterra un robo de cincuenta y cinco mil libras por un individuo cuyas señas pudieron recogerse. He aquí esas señas, que son una por una las de mister Fogg. -¡Quita allá! -exclamó Picaporte hiriendo la mesa con su robusto puño-. ¡Mi amo es el hombre más honrado del mundo! -¿Qué sabéis, puesto que ni siquiera lo conocéis? ¡Habéis entrado a servirle el día de su partida, y se marchó precipitadamente con ese pretexto insensato, sin equipaje y llevándose una gruesa suma de billetes de banco! ¿Y os atrevéis a sostener que es hombre de bien? -¡Sí! ¡Si? -repetía maquinalmente el pobre mozo. -¿Queréis, pues, que os prenda como cómplice suyo? Picaporte se había asido la cabeza con ambas manos. No parecía el mismo. No se atrevía a mirar al inspector de policía. ¡Phileas Fogg, ladrón, el salvador de Aouida, el hombre generoso y valiente! ¡Y, sin embargo, cuántas presunciones contra él! Picaporte trataba de rechazar las sospechas que invadían su entendimiento. No quería creer en la culpabilidad de su amo. -En fin, ¿qué queréis de mí? -Preguntó al agente de policía, conteniéndose por un supremo esfuerzo. -Esto -respondió Fix-. He seguido a mister Fogg hasta aquí, pero no he recibido todavía el mandamiento de prisión que he pedido a Londres. Es necesario que me ayudéis a detemerio en Hong-Kong... -¡Yo! ¿Que ayude a ... ? -¡Y partiremos la prima de dos mil libras prometidas por el Banco de Inglaterra! -¡Jamás! -respondió Picaporte, que se quiso levantar y volvió a caer sintiendo que su razón y sus fuerzas le faltaban a un t»empo-. Señor Fix —dijo tartamudeado-, aun cuando fuese verdad todo lo que me habéis dicho... aun cuando mi amo fuese el ladrón que buscáis... lo cual niego... he estado... estoy a su servcio... lo conozco como bueno y generoso ... Venderlo... jamás... no, por todo el oro del mundo ... ¡Soy de un lugar donde no se come pan de esa especie! -¿Os negáis? -Me niego. -Supongamos que nada he dicho -respondió Fix- y bebamos. -Sí, bebamos. Picaporte se sentía cada vez más invadido por la embriaguez. Comprendiendo Fix que era necesario a toda costa separarlo de su amo, quiso rematarlo. Habia sobre la mesa algunas pipas cargadas de opio. Fix puso una en manos de Picaporte, quien la tomó, la llevó a los labios, la encendió, respiró algunas bocanadas, y cayó con la cabeza aturdida bajo la influencia del narcótico. -En fin -dijo Fix al ver a Picaporte anonadado-, mister Fogg no recibirá a tiempo el aviso de la salida del "Camatic"; y, si parte, al menos se irá sin ese maldito francés. Y luego salió, después de haber pagado el gasto. XX El 11, a las siete de la tarde. Tenemos cuatro días para llegar, esto es, noventa y seis horas; y con un promedio de ocho millas por hora, si tenemos fortuna, si el viento es del Sureste, si la mar está bonancible, podemos salvar las ochocientas millas que nos separan de Shangai. -¿Y cuándo podéis marchar? -Dentro de una hora. El tiempo de comprar víveres y aparejar. -Asunto convenido... ¿Sois el patrón del buque? -Sí, señor; John Bunsby, patrón de la "Tankadera". -¿Queréis una seiíal? -Si no sirve de mol a Vuestro Honor.. -Ahí tenéis doscientas libras a cuenta... Caballero -añadió Phileas Fogg, volviéndose hacia Fix-, si queréis aprovechar.. ----Iba a pediros ese favor -respondió resueltamente Fix. -Pues bien; dentro de media hora, estaremos a bordo. -Pero este pobre muchacho... --dijo mistress Aouida, a quien la desaparición de Picaporte preocupaba mucho. -Voy a hacer por él todo cuanto pueda -respondió Phileas Fogg. Y mientras que Fix, nervioso, calenturiento, rabioso, se dirigía al barco-piloto, ambos se fueron a las oficinas de la policía de Hong-Kong. Allí Phileas Fogg dio las señas de Picaporte, y dejó una cantidad suficiente para que lo mandasen a Europa. La misma for- malidad se cumplió en el consulado de Francia, y después de haber tocado en el hotel, donde se recogió el equipaje, volvieron los viajeros al puerto. Daban las tres. El barco-piloto número 43, con su tripulación a bordo, y sus víveres embarcados, estaba a punto de darse a la vela. Era la "Tankadera" una bonita goleta de veinte toneladas, delgada de proa, franca de corte, muy prolongada en su línea de agua. Parecía un yate de carrera. Sus colores brillantes, sus herrajes galvanizados, su puente blanco como el marfil, indicaban que el patrón John Bunsby entendía muy bien en eso de limpieza y curiosidad. Sus dos mástiles se inclinaban algo hacia atrás. Llevaba cangreja, mesana, trinquete, foques, cuchillos y botalones, y podía aparejar bandola para tiempo en popa. Debía marchar maravillosamente, y de hecho había ganado ya muchos premios en las carreras de barcos-pilotos. La tripulación de la "Tankadera" se componía del patrón John Bunsby y de cuatro hombres. Eran marinos de esos atrevidos, que en todos tiempos se aventuran en empresas difíciles y conocen perfectamente aquellos mares. John Bunsby, hombre de 45 años, vigoroso, de tez morena, mirada viva y figura enérgica, actitud bien plantada y muy sobre sí, hubiera inspirado confianza a los más recelosos. -Phileas Fogg y mistress Aouida pasaron a bordo, donde ya se encontraba Fix. Por la carroza de popa de la goleta se bajaba a una cámara cuadrada, cuyas paredes se arqueaban por encima de un diván circular. En medio había una mesa, alumbrada por una lámpara a prueba de vaivén. Era aquello muy pequeno, pero muy limpio. -Siento no pc>deros ofrecer otra cosa mejor -dijo mister Fogg a Fix, que se inclinó sin responder. El inspector de policía sentía cierta humillación en aprovechar así los obsequios de mister Fogg. -¡Seguramente --decía para sí-, que es un bribón muy cortés; pero es un bribón! A las tres y diez minutos se izaron las velas. El pabellón de Inglaterra ondulaba en el cangrejo de la goleta. Los pasajeros estaban sentados en el puente. Mister Fogg y mistress Aouida dirigieron una postrera mirada al muelle, a fin de ver si Picaporte apa- recía. Fix no dejaba de tener su miedo, porque la casualidad hubiera podido guiar hasta aquel paraje al desgraciado muchacho a quien había tratado tan indignamente, y entonces hubiera habido una explicación desventajosa para el agente. Pero el francés no se vio, y sin duda estaba todavía bajo la influencia del embrutecimiento narcótico. Por fin el patrón John Bunsby pasó mar afuera, y tomando el viento con cangreja, mesana y foques, se lanzó ondulando sobre las aguas. XXI Era expedición aventurada la de aquella navegación de ochocientas millas sobre una embarcación de veinte toneladas y, especialmente, en aquella época del año. Los mares de la China son generalmente malos; están expuestos a borrascas terribles, principalmente durante los equinoccios, y todavía no habían transcurrido los primeros días de noviembre. Muy ventajoso hubiera sido, evidentemente, para el piloto, el conducir a los viajeros a Yokohama, puesto que le pagaban a tanto por día; pero arrostraría la grave imprudencia de intentar semejante travesía en rsas condiciones, y era ya bastante audacia, si no temeridad, el subir hasta Shangai. Tenía, sin embargo, John Bunsby confianza en su "Tankadera”, que se elevaba sobre el oleaje como una malva, y quizá no iba descaminado. Durante las últimas horas de esta jornada, la "Tankadera" navegó por los caprichosos pasos de HongKong, y en todas sus maniobras, y cerrada al viento su popa, se condujo admirablemente. -No necesito, piloto --dijo Phileas Fogg, en el momento en que la goleta salía mar afuera-, recomendaros toda la posible diligencia. -Fíese Vuestro Honor en mí -respondió John Bunsby-. En materia de velas, llevamos todo lo que el viento permite llevar. -Es vuestro oficio, y no el mío, piloto, y me fío de vos. Phileas Fogg, con el cuerpo erguido, las piernas separadas, a plomo como un marino, miraba, sin alterarse, el ampollado mar. La joven viuda, sentada a popa, se sentía conmovida al contemplar el Océano, obscurecido Ya por el crepúsculo, y sobre el cual se arriesgaba en una débil embarcación. Por encima de su cabeza se desplegaban las blancas velas, que la arrastraban por el espacio cual alas gigantescas. La goleta, levantada por el viento, parecía volar por el aire. Llegó la noche. La luna entraba en su primer cuarto, y su insuficiente luz debía extinguirse pronto entre las brumas del horizonte. Las nubes que venían del Este iban invadiendo ya una parte del cielo. El piloto había dispuesto sus luces de posición, precaución indispensable en aquellos mares, muy frecuentados en las cercanías de la costa. Los encuentros de buques no eran raros, y con la velocidad que andaba, la goleta se hubiera estrellado al menor choque. Fix estaba meditabundo en la proa. Se mantenía apartado, sabiendo que Fogg era poco hablador; por otra parte, le repugnaba hablar con el hombre de quien aceptaba los servicios. También pensaba en el porvenir. Le parecía cierto que mister Fogg no se detendría en Yokohama, y que tomaría inmediatamente el vapor de San Francisco, a fin de llegar a América, cuya vasta extensión le aseguraría la impunidad y la seguridad. El plan de Phileas Fogg le parecía sumamente sencillo. En vez de embarcarse en Inglaterra para los Estados Unidos, como un bribón vulgar, Fogg había dado la vuelta, atravesando las tres cuartas partes del globo, a fin de alcanzar con más seguridad el continente americano, donde se comería tranquilamente los dineros del Banco, después de haber desorientado a la policía. Pero, una vez en los Estados Unidos, ¿qué haría Fix? ¿Abandonaría a aquel hombre? No, cien veces no. Mientras no hubiese conseguido su extradición, no lo soltaría. Era su deber, y lo cumpliría hasta el fin. En todo caso, se había presentado una circunstancia feliz. Picaporte no estaba ya con su amo, y, sobre todo, después de las confidencias de Fix importaba que amo y criado no volvieran a verse jamás. Phileas Fogg, por su parte, no dejaba de pensar en su criado, que tan singularmente había desaparecido. Después de meditar mucho, no le pareció imposible que, por mala inteligencia, el pobre mozo se hubiese embarcado en el "Camatic" en el último momento. También era ésta la opinión de mistress Aouida, que echaba de menos a aquel fiel servidor, a quien tanto debía. Podía, pues, acontecer que lo encontrasen en Yokohaina, y sería fácil saber si el "Camatic" se lo había llevado. A cosa de las diez, la brisa refrescó. Tal vez hubiera sido prudente tomar un rizo; pero el piloto, después de observar con atención el estado del cielo, dejó el velamen tal como estaba. Por otra parte, la "Tankadera" llevaba admirablemente el trapo, con gran calado de agua, y todo estaba preparado para aferrar inmediatamente, en caso de chubasco. A medianoche, Phileas Fogg y Aouida bajaron a la cámara. Fix les había precedido y se había tendido en el diván. En cuanto al piloto y sus hombres, permanecieron toda la noche sobre cubierta. El siguiente día, 8 de noviembre, al salir el sol, la goleta había andado más de cien millas. El "loch" indicaba que el promedio de velocidad estaba entre ocho y nueve millas. La "Tankadera", durante esta jornada, no se alejó sensiblemente de la costa, cuyas corrientes le eran favorables. La tenían a cinco millas, lo más, por babor, y aquella costa, irregularmente perfilada, aparecía de vez en cuando, entre algunos claros. Viniendo el viento de tierra, la mar era menos fuerte; circunstancia feliz para la goleta, porque las embarcaciones de poca cabida sufren por el oleaje, que corta su velocidad y las mata, empleando la expresión de aquellos marinos. A mediodía, la brisa amainó algo, y fue llamada al sureste. El piloto mandó desplegar los cuchillos, pero al cabo de dos horas los aferró, porque el viento volvía a arreciar. Mister Fogg y la joven, afortunadamente refractarios al mal de mar, comieron con apetito las conservas y la galleta de a bordo. Convidaron a Fix, quien tuvo que aceptar, sabiendo que es tan necesario dar lastre al estómago como a los buques; pero esto lo contrariaba. ¡Viajar a expensas de aquel hombre, nutrirse con sus propios víveres, le parecía algo desleal! Sin embargo, comió; con algún melindre, es verdad; pero al fin comió. Con todo, después de terminada la comida, creyó que debía llamar a mister Fogg aparte, y le dijo: -Caballero... Esta palabra "caballero" le escocía algo, y aun se contenía para no echar mano al pescuezo de aquel "caballero". --Caballero, habéis estado muy obsequioso ofreciendome pasaje; pero, aunque mis recuerdos no me permiten obrar con tanta holgura como vos, entiendo pagar mi escote... -No hablemos de eso, caballero. -Pero si me empeño... -No, señor -repitió Fogg con voz que no admitía réplica-. Eso entra en los gastos generales. Fix se inclinó; se ahogaba, y, yendo a recostarse a proa, no volvió a hablar palabra en todo el día. Entretanto, se andaba rápidamente. John Bunsby tenía buena esperanza. Varias veces dijo a mister Fogg que llegarían a tiempo a Shangai. Mister Fogg respondía simplemente que contaba con ello. Por lo demás, toda la tripulación desplegaba su celo ante la recom-ensa, que engolosinaba a la gente. No había, por consiguiente, escota que no se hallase bien tendida, ni vela que no estuviese bien reclamada, ni podía imputarse al timonel ningún falso borneo. No se hubiera maniobrado con más maestría en una regata del "Royal Yacht Club". Por la tarde, el piloto reconocía como recorridas doscientas veinte millas desde Hong-Kong, y Phileas Fogg podía esperar que al llegar a Yokohama no tendría tardanza ninguna que apuntar en su programa. Por consiguiente, el primer contratiempo serio que experimentaba desde su salida de Londres, no le causaría, probablemente, perjuicio alguno. Durante la noche, hacia las primeras horas de la mañana, la "Tankadei-a" entraba francamente en el estrecho de Fo-Kieu, que separa la costa china de la gran isla de -¡Señales! --dijo simplemente Phileas Fogg. En la proa de la “Tankadera” había un cañoncito de bronce, que servía para señales en tiempo de bruma. El cañón se cargó hasta la boca; pero, en el momento en que el piloto iba a aplicar la mecha, dijo mister Fogg: -¡La bandera! La bandera se arrió a medio mástil, en demanda de auxilio, esperando que, al verla, el vapor americano modificaría su rumbo para acudir a la embarcación. -¡Fuego! - dijo mister Fogg. Y la detonación estalló por los aires. XXI El "Carnatic”, salido de Hong-Kong el 7 de noviembre, a las seis y media de la tarde, se dirigía a todo vapor hacia las tierras del Japón. Llevaba cargamento completo de mercancias y pasajeros. Dos cámaras de popa estaban desocupadas; eran las que se habían tomado para Phileas Fogg. Al día siguiente por la mañana, los hombres de proa pudieron ver, no sin sorpresa, a un pasajero que, con la vista medio embobada, el andar vacilante, la cabeza espantada, salía de la carroza de segundas y venía a sentarse, vacilante, sobre una pieza de respeto. Ese pasajero era Picaporte en persona. He aquí lo acontecido: Algunos instantes después que Fix salió del fumadero, dos mozos habían recogido a Picaporte, profundamente dormido, y lo habían acostado sobre la tarima reservada a los fumadores. Pero, tres horas más tarde, Picaporte, perseguido hasta en sus pesadillas por una idea fija, se despertaba y luchaba contra la acción enervante del narcótico. El pensamiento de su deber no cumplido sacudía su entorpecimiento. Bajaba de aquella tarima de ebrios, y apoyándose, vacilante, en las paredes, cayendo y levantándose, pero siempre impelido por una especie de instinto, salía del fumadero gritando como en suefíos: ¡el "Carnatic", el "Carnatic"! El vapor estaba ya humeando y dispuesto a marchar. Picaporte no tenía más que dar algunos pasos. Se lanzó sobre el puente volante, salvó el espacio y cayó sin aliento a proa, en el momento en que el "Carnatic" largaba sus amarras. Algunos marineros, como gente acostumbrada a esta clase de escenas, descendieron al pobre mozo a una cámara de segunda, y Picaporte no se despertó hasta la mañana siguiente, a ciento cincuenta millas de las tierras de China. Por eso, pues, se hallaba Picaporte aquel día sobre la cubierta del "Carnatic", viniendo a aspirar, a todo pulmón las brisas del mar. Este aire puro lo serenó. Comenzó a reunir sus ideas, y no lo consiguió sin esfuerzos. Pero, al fin, recordó las escenas de la víspera, las confidencias de Fix, el fumadero, ete. -¡Es evidente --decía para sí-, que he estado abominablemente ebrio! ¿Qué dirá mister Fogg? En todo caso, no he faltado a la salida del buque, que es lo principal. Y después, acordándose de Fix, añ ' adía: -En cuanto a ése, espero que ya nos habremos desembarazado de él, y que después de lo que me ha propuesto, no se atreverá a seguirnos sobre el "Carnatic”. ¡Un inspector de policía, un "detective", en seguimiento de mi amo, acusado del robo cometido en el Banco de Inglaterra! ¡Quite allá! ¡Mister Fogg es ladrón como yo asesino! ¿Debía Picaporte referir todo eso a su amo? ¿Convenía enterarlo del papel que desempeñaba Fix en este asunto? ¿No sería mejor aguardar su llegada a Londres, para decirle que un agente de policía metropolitana le había seguido alrededor del mundo, y para reírse juntos? Indudablemente que sí, y en todo caso, había tiempo de resolver esta cuestión. Lo mas urgente era presentarse a mister Fogg, y darle excusas por lo sucedido. Sobre cubierta no vio a nadie que se pareciese a mister Fogg, ni a mistress Aouida. -Bueno --dijo para sí-, mistress Aouida estará todavía acostada, y en cuanto a mister Fogg, habrá tropezado con algún jugador de "whist, y, según su costumbre... Diciendo esto, Picaporte bajó al salón. Allí no estaba su amo. Picaporte preguntó al "purser" cuál era el camarote que ocupaba mister Fogg. El "purser” le contestó que no conocía a nadie que se llamara así. -Dispensad --dijo Picaporte, insistiendo-. Se trata de un caballero alto, frío, poco comunicativo, acompañado de una joven sefiora... -No tenemos señoras jóvenes a bordo ----respondió el "purser"-. Por lo demás, he aquí la lista de los pasajeros, y podéis consultarla. Picaporte la leyó, y allí no figuraba el nombre de su amo. Tuvo una especie de desvanecimiento. Ni una sola idea cruzó por su cerebro. -Pero, ¿estoy en el "Carnatic”? -preguntó. -Sí -respondió el "purser”. -¿En rumbo para Yokohama? -Perfectamente. Picaporte habia tenido, de pronto, el temor de haberse equivocado de buque. Pero, si él estaba en el "Carnatic", era bien seguro que su amo no. Picaporte se dejó caer sobre su sillón como herido del rayo. Acababa de ocurrírsele, súbitamente, una idea clara. Recordó que la hora de salida del "Camatic" se había adelantado, y que no se lo había avisado a su amo. ¡Era culpa suya, por consiguiente, que mister Fogg y mistress Aouida hubiesen perdido el viaje! ¡Culpa suya, sí, pero más todavía del traidor que, para separarlo de su amo, y detener a éste en Hong-Kong, lo había embriagado! Porque, al fin, comprendió el ardid del inspector de policía. ¡Y ahora mister Fogg, seguramente arruinado, perdida la apuesta, detenido, preso tal vez!... Picaporte se arrancaba los pelos. ¡Ah, si Fix cayese alguna vez entre sus manos, qué ajuste de cuentas! En fin, después de los primeros momentos de postración, Picaporte recobró su sangre fría, y estudió la situación, que era poco envidiable. El francés estaba en rumbo para el Japón. Cierto de su llegada allí ¿cómo se marcharía? Tenía los bolsillos vacíos. ¡Ni un chelín, ni un penique! Sin embargo, su pasaje y manutención estaban pagados de antemano. Contaba, pues, con cinco o seis días para pensar la resolución que debía tomar. Comió y bebió durante la travesía, cual no puede describirse. Comio por su amo, por mistress Aouida y por sí mismo. Comió como si el Japón, adonde iba a desembarcar, hubiera sido país desierto, desprovisto de toda substancia comestible. El 13, a la primera marea, el "Camatic" entraba en el puerto de Yokohama. Este punto es una importante escala del Pacífico, donde paran todos los vapores empleados en el servicio de correos y viajeros entre la América del Norte, la China, el Japón y la s de la Malasia. Yokohama está situado en la misma bahía de Yedo, a corta distancia de esta inmensa ciudad, segunda capital del imperio japonés, antigua residencia del taikun, cuando existía este emperador civil, y rival de Meako, la gran ciudad habitada por el mikado, emperador eclesiástico descendiente de los dioses. El "Carnatic" se arrimó al muelle de Yokohama, cerca de las escolieras y de la aduana, en medio de numerosos buques de todas las naciones. Picaporte puso el pie, sin entusiasmo ninguno, en aquella tierra tan curiosa de los Hijos del Sol. No tuvo mejor cosa que hacer que tomar el azar por guía, andar errante, a la ventura, por las calles de la población. Picaporte se vio, al pronto, en una ciudad absolutamente europea, con casas de fachadas bajas, adornadas de cancelas, bajo las cuales se desarrollaban elegante peristilos, y que cubría con sus calles, sus plazas, sus docks, sus depósitos, todo el espacio comprendido desde el promontorio del tratado hasta el río. Allí, como en Hong-Kong, como en Calcuta, hormigueaba una mezcla de gentes de toda casta, americanos, ingleses, chinos, holandeses, mercaderes dispuestos a comprarlo y a venderlo todo, y entre los cuales el francés era tan extranjero como si hubiese nacido en el país de los hotentotes. Picaporte tenía un recurso, que era el de recomendarse cerca de los agentes consulares franceses o ingleses, establecidos en Yokohama; pero le repugnaba referir su historia, tan íntimamente relacionada con su amo, y antes de esto, quería apurar todos los demás medios. Después de haber recorrido la parte europea de la ciudad, sin que el azar le hubiese servido, entró en la parte japonesa, decidido, en caso necesario, a llegar hasta Yedo. Esta porción indígena de Yokohama se llama Benten, nombre de una diosa del mar, adorada en las islas vecinas. Allí se veían admirables alamedas de pinos y cedros; puertas sagradas, de extraña arquitectura; puentes envueltos entre cañas y bambúes; templos abrigados por una muralla, inmensa y melancólica, de cedros seculares; conventos de bonzos, donde vegetaban los sacerdotes del budismo y los sectarios de la religión de Confucio; calles interminables, donde había abundante cosecha de chiquillos, con tez sonrosada y mejillas coloradas, figuritas que parecían recortadas de algún biombo indígena, y que jugaban en medio de unos perrillos de piernas cortas y de unos gatos amarillentos, sin rabo, muy perezosos y cariñosos. En las calles, todo era movimiento y agitación incesante; bonzos que pasaban en procesión, tocando sus monótonos tamboriles; yakuninos, oficiales de la aduana o de la policía; con sombreros puntiagudos incrustados de laca y dos sables en el cinto; soldados vestidos de percalina azul con rayas blancas y armados con fusiles de percusión, hombres de armas del mikado, metidos en su justillo de seda, con loriga y cota de malla, y otros muchos militares de diversas condiciones, porque en el Japón la profesión de soldado es tan distinguida como despreciada en China. Y después, hermanos postulares, peregrinos de larga vestidura, simples paisanos de cabellera suelta, negra como el ébano, cabeza abultada, busto largo, piernas delgadas, estatura baja, tez teñida, desde los sombríos matices cobrizos hasta el blanco mate, pero nunca amarillo como los chinos, de quienes se diferenciaban los japoneses esencialmente. Y, por último, entre carruajes, palanquines, mozos de cuerda, carretillas de velamen, "norimones” con caja maqueada, "cangos" (suaves y verdaderas literas de bambú), se veía circular a cortos pasos y con pie hiquito, calzado con zapatos de lienzo, sandalias de paja o zuecos de madera labrada, algunas mujeres poco bonitas, de ojos encogidos, pecho deprimido, dientes ennegrecidos a usanza del día, pero que llevaban con elegan- cia el traje nacional, llamado "kimono", especie de bata cruzada con una banda de seda, cuya ancha cintura formaba atrás un extravagante lazo, que las modernas parisienges han copiado, al parecer, de las japonesa: Picaporte se detuvo paseando durante algunas horas entre aquella muchedumbre abigarrada, mirando también las curiosas y opulentas tiendas, los bazares en que se aglomeraba todo el oropel de la platería japonesa, los restaurantes, adornados con banderolas y banderas, en los cuales estaba prohibido entrar y esas casas de té, donde se bebe, a tazas llenas, el agua odorífera con el sakí, licor sacado del arroz fermentado, y esos confortables fumaderos, donde se aspira un tabaco muy fino, y no por el opio, cuyo uso es casi desconocido en el Japón. Despues, Picaporte se encontró en la campiña, en medio de inmensos arrozales. Allí ostentaban sus últimos colores y sus últimos perfumes las brillantes camelias, nacidas, no ya en arbustos, sino en árboles; y dentro de las cercas de los bambúes, se veían cere- zos, ciruelos, manzanos, que los indígenas cultivan más bien por sus flores que por sus frutos,y que están defendidos contra los pájaros, palomas, cuervos, y otras aves, por medio de maniquíes haciendo muecas o con torniquetes, chillones. No había cedro majestuoso que no abrigase alguna águila, ni sauce bajo el cual no se encontrase alguna garza, melancólicamente posada sobre un poie; en fin, por todas partes había cornejas, patos, gavilanes, gansos silvestres y muchas de esas grullas, a las cuales tratan los japoneses de señorías, porque simbolizan, para ellos, la longevidad y la dicha. Al andar así vagando, Picaporte descubrió algunas violetas entre las hierbas. -¡Bueno! --dijo=. Ya tengo cena. Pero las olió, y no tenían perfume alguno. -¡No tengo suerte! -pensó para sus adentros. -¡Ah! -Por lo demás, ¿sois vigoroso? -Sobre todo cuando acabo de comer. -¿Y sabéis cantar? -Sí -respondió Picaporte, que en halagiieño, le permitiría estar en algunos conciertos de calle. -Pero, ¿sabéis cantar cabeza abajo, con una peonza girando sobre la planta del pie izquierdo y un sable en equilibrio sobre la planta del pie derecho? -¡Pardiez! -respondió Picaporte, que recordaba los primeros ejercicios de su edad juvenil. -¡Es que todo consiste en eso! -dijo el honorable Batulcar. La contrata quedó terminada "hic et nunc". En fin, Picaporte había encontrado una posición. Estaba contratado para hacerlo todo en la célebre compañía japonesa, lo cual, si era poco halagiieño, le permitiría estar en San Francisco antes de ocho días. La representación, con tanto aparato anunciada por el honorable Batuicar, debía comenzar a las tres de la tarde, y bien pronto resonaban en la puerta los formidables instrumentos de una orquesta japonesa. Bien se comprende que Picaporte no había podido estudiar su papel, pero debía prestar el apoyo de sus robustos hombros en el gran ejercicio del racimo humano, ejecutado por los narigudos del dios Tingú. Este "gran atractivo" de la representación, debía cerrar la serie de ejercicios. Antes de las tres, los espectadores habían invadido el vasto barracón. Europeos e indígenas, chinos y japoneses, hombres, mujeres y niños, se apiñaban sobre las estrechas banquetas y en los palcos que daban frente al escenario. Los músicos habían entrado, y la orquesta completa, gongos, tam-tams, castañuelas, flautas, tamboriles y bombos, estaban operando con todo furor. Fue aquella función lo que son todas las representaciones de acróbatas, pero es preciso confesar que los japoneses son los primeros equilibristas del mundo. An-nado el uno con un abanico y con trocitos de papel, ejecutaba el ejercicio de las maripo: las flores. Otro trazaba, con el perfumado -umo de su pipa, una serie de palabras azuladas, que formaban en el aire un letrero de cumplido para la concurrencia. Este jugaba con bujías encendidas, que apagaba sucesivamente, al pasar delante de sus labios, y encendía una con otra, sin interrumpir el juego. Aquél reproducía, por medio de peones giratorios., las combinaciones más inverosímiles bajo su mano; aquellas zumbantes maquinillas parecían animarlo con vida propia en sus interminables giros, corrían sobre tubos de pipa, sobre los filos de los sables, sobre alambres, verdaderos cabellos tendidos de uno a otro lado del escenario; daban vuelta sobre el borde de vasos de cristal; trepaban por escaleras de bambú, se dispersaban por todos los rincones, produciendo efectos armónicos de extraño carácter y combinando las diversas tonalidades. Los juglares jugueteaban con ellos y los hacían girar hasta en el aire; los despedían como volantes, con paletillas de madera, y seguían girando siempre; se los metían en el bolsillo, y cuando los sacaban, todavía daban vueltas, hasta el momento en que la distensión de un muelle los hacía desplegar en haces de fuegos artificiale: Inútil es describir los prodigiosos ejercicios de los acróbatas y gimnastas de la compañía. Los juegos de la escalera, de la percha, de la bola, de los toneles, etc., fueron ejecutados con admirable precisión; pero el principal atractivo de la función era la exhibición de los narigudos, asombrosos equilibristas que Europa no conoce todavía. Esos narigudos forman una corporación particular, colocada bajo la advocación directa del dios Tingú. Vestidos cual héroes de la Edad Media, llevaban un espléndido par de alas en sus espaldas. Pero lo que especialmente los distinguía, era una nariz larga con que llevaban adornado el rostro, y, sobre todo, el uso que de ella hacían. Esas narices no eran otra cosa más que unos bambúes, de cinco, seis y aun diez pies de longitud, rectos unos, encorvados otros, lisos éstos, verrugosos aquellos. Sobre estos apéndices, fijados con solidez, se verificaban los ejercicios de equilibrio. Una docena de los sectarios del dios Tingú se echaron de espaldas, y sus compañeros se pusieron a jugar sobre sus narices enhiestas cual pararrayos, saltando, volteando de una a otra y ejecutando suertes inverosímiles. Para terminar, se había anunciado especialmente al público la pirámide humana, en la cual unos cincuenta narigudos debían figurar la carroza de Jaggemaut. Pero en vez de formar esta pirámide tomando los hombros como punto de apoyo, los artistas del honorable Batuicar debían sustentarse narices con narices. Se había marchado de la compañía uno de los que formaban la base de la carroza, y como bastaba para ello ser vigoroso y hábil, Picaporte había sido elegido para reemplazarlo. ¡Ciertamente que el pobre' mozo se sintió muy compungido -triste recuerdo de la juventud-, cuando endosó su traje de la Edad Media, adomado de alas multicolores, y se vio aplicar sobre la cara una nariz de seis pies! Pero, al fin, esa nariz era su pan, y tuvo que resignarse p dejársela poner. Picaporte entró en escena y fue a colocarse con aquellos de sus compañeros que debían figurar la base de la carroza de Jaggernaut. Todos se tendieron por tierra, con la nariz elevada hacia el cielo. Una segunda sección de equilibristas se colocó sobre los largos apéndices, una tercera después, y luego una cuarta, y sobre aquellas narices, que sólo se tocaban por la punta, se levantó un monumento humano hasta la cornisa del teatro. Los aplausos redoblaban, y los instrumentos de la orquesta resonaban como otros tantos truenos, cuando, conmoviéndose la pirámide, el equilibrio se rompió, y, saliéndose de quicio una de las narices de la base, el monumento se desmoronó cual castillo de naipes... Tuvo de esto la culpa Picaporte, quien, abandonando su puesto, saltando del escenario sin el auxilio de las alas, y trepando por la galería de la derecha, caía a los pies de un espectador, exclamando: -¡Amo mío! ¡Amo mío! -¿Vos? -¡Yo! -¡Pues bien! ¡Entonces, al vapor, muchacho! Mister Fogg, mistress Aouida, que le acompañaba, y Picaporte, salieron precipitados por los pasillos, pero tropezaron fuera del barracón con el honorable Batulcar, furioso, que reclamaba indemnización por la "rotura". Phileas Fogg apaciguó su furor echándole un puñado de billetes de banco, y a las seis y media, en el momento en que iba a partir, mister Fogg y mistress Aouida ponían el pie en el vapor americano, seguidos de Picaporte, con las alas a la espalda y llevando en el rostro la nariz de seis pies, que todavía no había podido quitarse. XXIV Fácil es comprender lo acontecido a la vista de Shangai. Las señales hechas por la "Tankadera" habían sido observadas por el vapor de Yokohama. Viendo el capitán la bandera de auxilio, se dirigió a la goleta, y algunos instantes después, Phileas Fogg, pagando su pasaje según lo convenido, metía en el bolsillo del patrón John Bunsby ciento cincuenta libras. Después, el honorable gentleman, mistresss Aouida y Fix, subí- an a bordo del vapor, que siguió su rumbo a Nagasaki y Yokohama. Llegado el 14 de noviembre,a la hora reglamentaria, Phileas Fogg, dejando que Fix fuera a sus negocios, se dirigió a bordo del "Carnatic", y allí supo, con satisfacción de mistress Aouida, y tal vez con la suya, pero al menos lo disimuló, que el francés Picaporte había llegado, efectivamente, la víspera a Yokohama. Phileas Fogg, que debía marcharse aquella misma noche para San Francisco, se decidió inmediatamente a buscar a su criado. Se dirigió en vano a los agentes consulares inglés y francés, y, después de haber recorrido inutilmente las calles de Yokohama, desesperaba ya de encontrar a Picaporte, cuando la casualidad, o tal vez una especie de presentimiento, lo hizo entrar en el barracón del honorable Batulcar. Seguramente que no hubiera reconocido a su criado bajo aquel excéntrico atavío de heraldo; pero éste, en su posición invertida, vio a su amo en la galería. No pudo contener un movimiento de su nariz, y de aquí el rompimiento del equilibrio y lo que se siguió. Esto es lo que supo Picaporte de boca de la misma mistress Aouida, que le refirió entonces cómo se había efectuado la travesía de Hong-Kong a Yokohama, en compañía de un tal Fix. Al oír nombrar a Fix, Picaporte no pestañeó. Creía que no había llegado el momento de decir a su amo lo ocurrido; así es que, en la relación que hizo de sus aventuras, se culpó a sí propio, excusándose con haber sido sorprendido por la embriaguez del opio de un fumadero de Hong-Kong. Mister Fogg escuchó esta relación con frialdad y sin responder, y después abrió a su criado un crédito suficiente para procurarse a bordo un traje más conveniente. Menos de una hora después, el honrado mozo, después de quitarse las alas y la nariz, y de mudar de ropa, no conservaba ya nada que recordase al sectario del dios Tingú. El vapor que hacía la travesía de Yokohama a San Francisco pertenecía a la compañía del "Pacific Mail Steam", y se llamaba "General Grant". Era un gran buque de ruedas, de dos mil quinientas toneladas, bien acondicionado y dotado de mucha velocidad. Sobre cubierta se elevaba y bajaba, alternativamente, un enorme balancín, en una de cuyas extremidades se articulaba la barra de un pistón y en la otra la de una biela, que, transfon-nando el movimiento rectilíneo en circular, se aplicaba directamente al árbol de las ruedas. El "General Grant" estaba aparejado en corbeta de tres palos, y poseía gran superficie de velamen, que ayudaba poderosamente al vapor. Largando doce millas por hora, el vapor no debía emplear menos de veintiún días en atravesar el Pacífico. Phileas Fogg estaba, por consiguiente, autorizado para creer que, llegando el 2 de diciembre a San Francisco, estaría el 11 en Nueva York y el 20 en Londres, ganando algunas horas sobre la fécha fatal del 21 de diciembre. Los pasajeros eran bastante numerosos a bordo del vapor. Había ingleses, americanos, una verdadera emigración de coolíes para América, y cierto número de oficiales del ejército de Indias, que utilizaban su licencia dando la vuelta al mundo. Durante la travesía no hubo ningún incidente náutico. El vapor, sostenido sobre sus anchas ruedas, y apoyado por su fuerte velamen, cabeceaba poco, y el Océano Pacífico justificaba bastante bien su nombre. Mister Fogg estaba tan tranquilo y tan poco comunicativo como siempre. Su joven compañera se sentía cada vez más inclinada a este hombre, por otra atracción diferente de la del reconocimiento. Aquel silencioso carácter, tan generoso en suma, le impresionaba más de lo que creía, y, casi sin percatarse de ello, se dejaba llevar por sentimientos cuya influencia no parecía hacer mella sobre el enigmático Fogg. Además, mistress Aouida se interesaba muchísimo en los proyectos del gentleman. Le inquietaban las contrariedades que pudieran comprometer el éxito del viaje, y a veces hablaba con Picaporte, que no dejaba de leer entre renglones en el corazón de mistress Aouida. Este buen muchacho tenía ahora en su amo una fe ciega; no agotaba los elogios sobre su honradez, la generosidad, la abnegación de Phileas Fogg, y después tranquilizaba a mistress Aouiuda sobre el éxito del viaje, repitiendo que lo más difícil estaba hecho, que ya quedaban atrás los fantásticos países de la China y del Japón, que ya marchaban hacia las naciones civilizadas, y, por último, que un tren de San Francisco a Nueva York, y un transatlántico de Nueva York a Londres, bastarían indudablemente para terminar esa dificultosa vuelta al mundo en los plazos convenidos. Nueve días después de haber salido de Yokohama, Phileas Fogg había recorrido exactamente la mitad del globo terrestre. En efecto: el "General Grant"pasaba el 23 de noviembre por el meridiano 180, bajo el cual se encuentran, en el hemisferio austral, los antípodas de Londres. De ochenta días disponibles, mister Fogg había empleado ya ciertamente cincuenta y dos, y no le quedaban ya más que veintiocho; pero si el gentleman se encontraba a medio camino en cuanto a los meridianos, había recorrido en realidad más de los dos tercios del trayecto total, a consecuencia de los rodeos de Londres a Adén, de Adén a Bombay, de Calcuta acudían a la rebusca de pepitas, inmenso tropel de todos los miserables, donde se jugaba el polvo de oro con revólver en una mano y navaja en la otra. Pero aquellos tiempos habían pasado, y San Francisco ofrecía el aspecto de una gran ciudad comercial. La elevada torre del Ayuntamiento, donde vigilaban los guardias, dominaba todo aquel conjunto de calles y avenidas cortadas a escuadra, y entre las cuales había plazas con jardines verdosos, y después una ciudad china, que parecía haber sido importada del Celeste Imperio en un joyero. Ya no había sombreros hongos, ni camisas coloradas a usanza de los buscadores de oro, ni indios con plumas; sino sombreros de seda y levitas negras llevadas por una multitud de caballeros, dotados de actividad devoradora. Ciertas calles, entre otras, Montgommery Street, similar a la Regent Street de Londres, al boulevard de los italianos de París, al Broadway en Nueva York estaban llenas de espléndidas tiendas que ofrecían en sus escaparates los productos del mundo entero. Cuando Picaporte llegó al hotel Internacional, no le parecía haber salido de Inglaterra. El piso bajo del hotel estaba ocupado por un inmenso bar especie de "buffet", abierto "gratis" para todo transeunte. Cecina, sopa de ostras, galletas y Chester, todo esto se despachaba allí, sin que el consumídor tuviese que aflojar el bolsillo. Sólo pagaba la bebida, ale, oporto o jerez, si tenía el capricho de beber; esto pareció muy americano a Picaporte. El restaurante del hotel era confortable. Mister Fogg y mistress Aouida se instalaron en una mesa, y fueron abundantemente servidos en platos liliputienses, por unos negros del más puro color de azabache. Después de almorzar, Phileas Fogg, acompañado de mistress Aouida, salió del hotel para ir a visar su pasaporte en el consulado inglés. Encontró en la acera a su criado, que le preguntó si sería prudente, antes de tomar el ferrocarril del Pacífico, comprar algunas carabinas Enfleld o revólveres Colt. Picaporte había oído hablar de los sioux y de los pawnies, que paran los ferrocarriles como simples ladrones españoles. Mister Fogg respondió que era precaución inútil; pero lo dejó en libertad de obrar como pluguiese, y después se dirigió a la oficina del agente consular. Phileas Fogg no había andado doscientos pasos, cuando, "por una de las más raras casualidades", encontró a Fix. El inspector se manifestó extraordinariamente sorprendido. ¡Cómo! ¡Habían hecho la travesía juntos, sin verse a bordo! En todo caso, Fix no podía menos de considerarse honrado con la vista del caballero a quien tanto debía, y llamándolo sus negocios a Europa, se alegraba mucho de proseguir su viaje en tan amable compañía. Mister Fogg respondió que la honra era suya, y Fix, que no lo quería perder de vista, le pidió permiso de visitar con él esa curiosa ciudad de San Francisco, lo cual fue concedido. Mistress Aouida, Phileas Fogg y Fix, echaron, pues, a pasear por las calles, y no tardaron en hallarse en Montgommery Street, donde la afluencia de la muchedumbre era enorme. En las aceras, en medio de la calle, en las vías del tranvía, a pesar del paso incesante de coches y Ómnibus, en el umbral de las tiendas, en las ventanas de las casas, y aun en los tejados, había una multitud innumerable. En medio de los grupos cir- culaban hombres-carteles, y por el aire ondeaban banderas y banderolas, oyéndose una gritería inmensa por todoslados. -¡Hurra por Kamerfield! -¡Hurra por Madiboy! Era un mitin-, al menos, así lo pensó Fix, que transmitió su creencia a mister Fogg, añadiendo: -Quizá haremos bien en no meternos entre esa batahola, porque sólo se reparten golpes. -En efecto -respondió Phileas Fogg-; y los puñetazos, porque tengan el carácter de politicos, no dejan de ser puñetazos. Fix creyó conveniente sonreír al oír esta observación, y a fin de ver sin ser atropellados, mistress Aouida, Phileas Fogg y él tomaron sitio en el descanso superior de unas gradas que dominaban la calle. Delante de ellos, y en la acera de enfrente, entre la tienda de un carbonero y un almacén de petróleo, se extendía un ancho mostrador al aire libre, hacia el cual convergían las diversas corrientes de la multitud. ¿Y por qué aquel mitin? ¿Con qué motivo se celebraba? Phileas Fogg lo ignoraba absolutamente. ¿Se trataba del nombramiento de un alto funcionario militar o civil, de un gobernador de Estado o de un miembro del Congreso? Pen-nitido era conjeturarlo, al ver la animación extraordinaria que tenía agitada a la población entera. En aquel momento, hubo entre la multitud un movimiento considerable. Todas las manos estaban al aire. Algunas de ellas, sólidamente cerradas, se elevaban y bajaban, al parecer, entre vociferaciones, maneras enérgicas, sin duda de formular un voto. Aquella masa de gente estaba agitada por remolinos que semejaban las olas del mar. Las banderas oscilaban, desaparecían un momento y reaparecían hechas jirones Las ondulaciones de la marejada se propagaban hasta la escalera, mientras que todas las cabezas cabrilleaban en la superficie como la mar movida súbitamente por un chuasco. El número de sombreros bajaba a la vista, y casi todos parecían haber perdido su natural normal. -Esto es evidentemente un mitin --dijo Fix-, y la cuestión que lo ha provocado debe ser palpitante No me extrañaría que se tratase nuevamente la cuestión del "Alabamá", aunque está resuelta. -Tal vez -repitió sencillamente mister Fog. -En todo caso --repuso Fix-, hay dos campeones en la liza: el honorable Kamerfield y el honorable Madiboy. Mistress Aouida, asida del brazo de Phileas Fogg, miraba con sorpresa aquella escena tumultuosa y Fix iba a preguntar a uno de sus vecinos la razón de aquella efervescencia popular, cuando se pronunció un movimiento más decidido. Redoblaron los vítores sazonados con injurias. Los mastiles de las banderas se transformaron en armas ofensivas. Ya no había manos, sino puños, en todas partes. Desde lo alto de los coches detenidos y de los ómnibus interceptados en su marcha, se repartían sendos porrazos. Todo servía de proyectil. Botas y zapatos describían por el aire largas trayectorias, y hasta pareció que algunos revólveres mezclaban con las vociferaciones sus detonaciones nacionales. Aquella barahúnda se acercó a la escalera y afluyó sobre las primeras gradas. Uno de los partidarios era evidentemente rechazado, sin que los simples espectadores pudieran reconocer si la ventaja estaba de parte de Madiboy o de Kamerfield. --Creo prudente retirarnos --dijo Fix, que no tenía empeño en que su hombre recibiese un mal golpe o se mezclase en un mal negocio-. Si se trata en todo esto de Inglaterra, y nos llegan a conocer, nos veremos muy comprometidos en el tumulto. -Un ciudadano inglés... -respondió Phileas Fogg. Pero el gentleman no terminó su frase. Detrás de él, desde aquella terraza precedida de las gradas, salieron espantosos alaridos. Se gritaba: "¡Hurra! ¡Hip! ¡Hip! Por Madiboy". Era un tropel de electores que llegaba a la pelea tomando en flanco a los partidarios de Kamerfield. Mister Fogg, mistress Aouida y Fix se hallaron entre dos fuegos. Era demasiado tarde para huir.. Aquel torrente de hombres armados de bastones con puño de plomo y de rompe-cabezas, era irresistible. Phileas Fogg y Fix se vieron horriblemente atropella- dos al preservar a la joven Aouida. Mister Fogg, no menos flemático que de costumbre, quiso defender con esas armas naturales que la naturaleza ha puesto en el extremo de los brazos de todo inglés, pero inutil- mente. Un enorme mocetón de perilla roja, tez encendida, ancho de espalda, que parecía ser el jefe de la cuadrilla, levantó su formidable puño sobre mister Fogg, y hubiera lastimado mucho al gentleman si Fix, por salvarlo, no hubiese recibido el golpe en su lugar. Un enorme chichón se desarrolló instantáneamente bajo el sombrero del "detective" transformado en simple capucha. -¡Yankee! --dijo mister Fogg, echando sobre su adversario una mirada de profundo desprecio. -¡English! -respondió el otro. --Cuando gustéis. -¿ Vuestro nombre? -Phileas Fogg. ¿Y el vuestro? -El coronel Stamp Proctor. Y dicho esto la marejada pasó. Fix había quedado por el suelo, y se levantó con la ropa destrozada, pero sin daño de cuidado. Su paletot de viaje se había rasgado en dos trozos desiguales, y su pantalón se parecía a esos calzones que ciertos indios --cosas de moda- no se ponen sino después de haberles quitado el fondo. Pero, en suma, Aouida se había librado y Fix era el único que había salido con su puñetazo. s --dijo mister Fogg al inspector tan luego como estuvieron fuera de las turbas. -No hay de qué -respondió Fix-, pero venid. -¿Adónde? -A una sastrería. En efecto, esta visita era oportuna. Los trajes de Phileas Fogg y de Fix estaban hechos jirones, como si esos dos caballeros se hubieran batido por cuenta de los honorables Kamerfield y Modiboy. Una hora después, estaban convenientemente vestidos y cubiertos. Y luego, regresaron al hotel Internacional. Allí Picaporte esperaba a su amo, armado con media docena de revólveres puñales de seis tiros y de inflamación central. Cuando vio a Fix, su frente se oscureció. Pero mistress Aouida le hizo una relación de lo acaecido, y Picaporte se tranquilizó. A todas luces, Fix no era ya enemigo, sino aliado, y cumplía su palabra. Terminada la comida, trajeron un coche para conducir los via « eros y el equipaje a la estación. Al moni tar, mister Fogg dijo a Fix: -¿No habéis vuelto a ver a ese coronel Proctor? -No -respondió Fix. -Volveré a América para buscarlo ---dijo con frialdad Phileas Fogg-. No sería conveniente que un ciudadano inglés se dejase tratar de esta suerte. El inspector sonrió y no respondió. Pero, como se ve, mister Fogg pertenecía a esa raza de ingleses que, si no toleran el duelo en su país, se baten en el extranjero cuando se trata de defender su honra. A las seis menos cuarto los viajeros llegaron a la estación, donde estaba el tren dispuesto a marchar. En el momento en que mister Fogg iba a entrar en el vagón, se dirigió a un empleado, diciéndole: -Amigo mío ¿no ha habido algunos disturbios hoy en San Francisco? -Era un mitin, caballero -respondió el empleado. Sin embargo, he creído observar alguna animación en las calles. Se trttaba solamente de un mitin organizado para una elección. -¿La elección de algún general en jefe, sin duda? -preguntó mister Fogg. -No, señor; de un juez de paz. Después de oír esta espuesta, Phileas Fogg montó en el vagón, y el tren partió a todo vapor. XXVI "Ocean to Ocean" (de Océano a Océano) -así dicen los amencanos- y esas tres palabras debían ser la denominación general de la gran línea que atraviesa los Estados Unidos de América en su mayor anchura. Pero, en realidad, el "Pacific Railroad" se divide en dos partes distintas: "Central Pacific", entre San Francisco y Odgen, y "Union Pacific", entre Odgen y Omaha. Allí enlazan cinco líneas diferentes, que ponen a Omaha en comunicación frecuente con Nueva York. Aquellos rumiantes, búfalos, como impropiamente los llaman los americanos, marchaban con tranquilo paso, dando a veces formidables mugidos. Tenían una estatura superior a los de Europa, piernas y cola cortas; con una joroba muscular; las astas separadas en la base; la cabeza, el cuello y espalda cubiertos con una melena de largo pelo. No podía pensarse en detener esta emigración. Cuando los bisontes adoptan una marcha, nada hay que pueda modificarla; es un torrente de carne viva que no puede ser detenido por dique alguno. Los viajeros, dispersados en los pasadizos, estaban mirando tan curioso espectáculo; pero el que debía tener más prisa que todos, Phileas Fogg, había permanecido en su puesto, aguardando filosóficamente que a los búfalos les pluguiese dejarle paso. Picaporte estaba enfurecido por la tardanza que ocasionaba esa aglomeración de animales. De buena gana hubiera descargado sobre ellos su arsenal de revólveres. -¡Qué país! -Exclamó-. ¡Unos simples bueyes que detienen los trenes y que van así en procesión, sin prisa ninguna, como si no estorbasen la circulación! ¡Pardiez! ¡Quisiera yo saber si mister Fogg había previsto este contratiempo en su programa! ¡Y ese maquinista no se atreve a lanzar su máquina al través de ese obstruidor ganado! El maquinista no había intentado forzar el obstáculo, obrando con sana prudencia, porque hubiera aplastado, indudablemente, a los primeros búfalos atacados por el espolón de la locomotora; pero, por poderosa que fuera la máquina, se habría parado en seguida, dando lugar a un descarrilamiento y a una indefinida detención del tren. Lo mejor era, pues, esperar con paciencia, y ganar después el tiempo perdido acelerando la marcha del tren. El desfile de los bisontes duró tres horas largas, y la vía no estuvo expedita sino al caer la noche. En este momento, las últimas filas del rebaño atravesaban el ferrocarril, mientras que las primeras desaparecían por el horizonte meridional. Eran, pues, las ocho, cuando el tren cruzó los desfiladeros de los montes Humboldt, y las nueve y media cuando penetró en el territorio de Utah, la región del Gran Lago Salado, el curioso país de los mormones. XXVI Durante la noche del 5 al 6 de noviembre, el tren corrió al Sureste sobre un espacio de unas cincuen millas, y luego subió otro tanto hacia el Nordeste, acercándose al Gran Lago Salado. Picaporte, hacia las nueve de la mañana, salió a tomar aire a los pasadizos. El tiempo estaba frío y el cielo cubierto, pero no nevaba. El disco del sol, abultado por las brumas, parecía como una enorme pieza de oro, y Picaporte se ocupaba en calcular su valor en piezas esterlinas, cuando le distrajo de tan útil trabajo la aparición de un personaje bastante extraño. Este personaje, que había tomado el tren en la estación de Elko, era hombre de elevada estatura, muy moreno, de bigote negro, pantalón negro, corbata blanca, guantes de piel de perro. Parecía un reverendo. Iba de un extremo al otro del tren, y en la portezuela de cada vagón pegaba con obleas una noticia manuscrita. Picaporte se acercó y leyó en una de esas notas que el honorable Willam Hitsch, misionero mormón, aprovechando su presencia en el tren número 48, daría de once a doce, en el coche número 117, una conferencia sobre el mormonismo, invitando a oírla a todos los caballeros deseosos de instruirse en los misterios de la religión de los "Santos de los últimos días". Picaporte, que sólo sabía del mormonismo sus costumbres polígamas, base de la sociedad mormónica, se propuso concurrir. La noticia se esparció rápidamente por el tren, que llevaba un centenar de pasajeros. Entre ellos, treinta lo más, atraídos por el cebo de la conferencia, ocupaban a las once las banquetas del coche número 117, figurando Picaporte en la primera fila de los fieles. Ni su amo ni Fix habían creído conveniente molestarse. A la hora fijada, el hermano mayor William Hitch, se levantó, y con voz bastante irritada, como si de antemano le hubieran contradicho, exclamó: -¡Os digo yo que Joe Smith es un mártir, que su hermano Hyrames es un mártir, y que las persecuciones del gobierno de la Unión contra los profetas van a hacer también un mártir de Brigham Young! ¿Quién se atrevería a sostener lo contrario al misionero, cuya exaltación era un contraste con su fisionomía, de natural sereno? Pero su cólera se explicaba, sin duda, por estar actualmente sometido el mormonismo a trances muy duros. El gobierno de los Estados Unidos acababa de reducir, no sin trabajo, a estos fanáticos independientes. Se había hecho dueño de Utah, sometiéndolo a las leyes de la Unión, después de haber encarcelado a Brigham Young, acusado de rebelión y de poligamia. Desde aquella época los discípulos del profeta redoblaron sus esfuerzos, y aguardando los actos, resistían con la palabra las pretensiones del Congreso. Como se ve, el hermano mayor William Hitch hacía prosélitos hasta en el ferrocarril. Y entonces refirió, apasionando su relación con los raudales de su voz y la violencia de sus ademanes, la historia del mormonismo, desde los tiempos bíblicos: "Cómo en Israel, un profeta mormón, de la tribu de José, publicó los anales de la nueva religión y los legó a su hijo mormón; cómo, muchos siglos más tarde, una traducción de ese precioso libro, escrito en caracteres egipcios, fue hecha por José Smith junior, colono del estado de Vermont, que se reveló como profeta místico en 1825; cómo, por último, le apareció un mensajero celeste, en una selva luminosa, y le entregó los anales del Señor". En aquel momento, algunos oyentes, poco interesados por la relación retrospectiva del misionero, abandonaron el vagón; pero William Hitch, prosiguiendo, refirió "cómo Smith junior, reuniendo a su padre, a sus dos hermanos y algunos discípulos, fundó la religión de los Santos de los últimos días, religión que, adoptada no tan sólo en América, sino en Inglateffa, Escandinavia y Alemania, cuenta entre sus fieles, no sólo artesanos, sino muchas personas que ejercen profesiones liberales; cómo una colonia fue fundada en el Ohio; cómo se edificó un templo, gastando doscientos mil dólares, y cómo se construyó una ciudad en Kirkand; cómo Smith llegó a ser un audaz banquero y recibió de un simple exhibidor de momias un papyrus, que contenía la narración escrita de mano de Abrdhán y otros célebres egipcios. Como esta historia se iba haciendo un poco larga, las filas de oyentes se fueron aclarando, y el público ya no quedaba reducido más que a unas veinte personas. Pero el hermano mayor, sin dársele cuidado por esta deserción, refirió con detalles "cómo Joe Smith quebró en 1837; cómo los arruinados accionistas le embrearon y emplumaron; cómo se le volvió a ver, más honorable y más honrado que nunca, algunos años después, en Independencia en el Missouri, y jefe de una comunidad floreciente, y que no contaba menos de tres mil discípulos, y entonces perseguido por el odio de los gentiles, tuvo que huir al "Far West americano". Todavia quedaban diez oyentes, y entre ellos el buen Picaporte, que era todo oídos. Así supo "cómo, después de muchas persecuciones, Smith apareció en lilinois y fundó, en 1839, a orillas del Mississippi, Nauvoo-la Bella, cuya población se elevó hasta veinticinco mil almas; cómo Smith fue su alcalde, juez supremo y general en jefe; cómo en 1843 se presentó a candidato a la presidencia de los Estados Unidos, y cómo, por último, atraído a una emboscada en Cartago, fue encarcelado y asesinado por una banda de hombres enmascarados". Entonces ya no había quedado más que Picaporte en el vagón, y el hermano mayor, mirándole de hito en hito, fascinándole con sus palabras, le recordó que dos años después del asesinato de Smith, su sucesor el profeta inspirado, Brigham Young, abandonando a Nauvoo, fue a establecerse a las orillas del Lago Salado, y allí, en aquel admirable territorio, en medio de una región fértil, en el camino que los emigrantes atraviesan para ir a Califomia, la nueva colonia, gra alos principios de la poligamia del mormonismo, tomó enorme extensión. -¡Y por eso -añadió William Hitch-, por eso la envidia del Congreso se ha ejercitado contra nosotros! ¡Por eso los soldados de la Unión han pisoteado el suelo de Utah! ¡Por eso nuestro jefe, el profeta Brigham Young, ha sido preso con menosprecio de toda justicia! ¿Cederemos a la fuerza? ¡Jamás! Arrojados de Vermont, arrojados de Iilinois, arrojados de Obio, arrojados de Missouri, arrojados de Utah, ya encontra- remos algún territorio independiente, donde plantar nuestra tienda... Y vos, adicto mío -añadió el hermano mayor, fijando sobre su único oyente su enojada mirada-, ¿plantaréis la vuestra a la sombra de nuestra bandera? No -respondió con valentía Picaporte, que huyó a su vez, dejando al energúmeno predicar en el desierto. Pero, durante esta conferencia, el tren había marchado con rapidez, y a cosa de mediodía tocaba en la punta Noroeste del Gran Lago Salado. De aquí podía abrazarse, en un vasto perímetro, el aspecto de ese mar interior que lleva también el nombre de Mar Muerto, y en el cual desagua un Jordán de América. Lago admirable, rodeado de bellas peñas agrestes, con anchas capas incrustadas de sal blanca, soberbia sábana blan- ca de agua, que antiguamente cubría un espacio más considerable; pero, con el tiempo, sus orillas, elevándose poco a poco, han reducido su superficie, aumentando su profundidad. El Lago Salado, con unas setenta millas de longitud y treinta y cinco de altura, está situado a tres mil ochocientos pies sobre el nivel del mar. Muy diferente del lago Asfaltites, cuya depresión acusa mil doscientos pies menos, su salobrez es considerablo, y sus aguas tienen en disolución la cuarta parte de materia sólida. Su peso específico es de 1,179, siendo 1,000 la del agua destilada. Por eso allí no pueden existir peces. Los que vienen del Jordán, del Weber y de otros ríos, perecen en seguida; pero no es verdad que la densidad de las aguas es tal, que un hombre no pueda sumergirse. Alrededor del lago, la campiña estaba admirablemente cultivada, porque los mormones entienden bien los trabajos de la tierra; ranchos y corrales para los animales domésticos, campos de trigo, maiz sorgo; praderas de exhuberante vegetación; en todas partes setos de rosales silvestres, matorrales de acacias y de euforbios; tal hubiera sido el aspecto de esa comarca seis meses más tarde; pero entonces el suelo estaba cubierto por una delgada capa de nieve que lo emblanquecía ligeramente. A las dos, los viajeros se apeaban en la estación de Odgen. El tren no debía marchar hasta las seis. Mister Fogg, mistress Aouida y sus dos compañeros tenían, por consiguiente, tiempo para ir a la Ciudad de los Santos, por un pequeño ramal que se destaca de la estación de Odgen. Dos horas bastaban apenas para visitar esa ciudad completamente americana, y como tal, construida por el estilo de todas las ciudades de la Unión; vastos tableros de largas líneas monótonas, con la tristeza lúgubre de los ángulos rectos, según la expresión de Víctor Hugo. El fundador de la Ciudad de los Santos, no podía librarse de esa necesidad de simetría que distingue a los anglosajones. En este singular país, donde los hombres no están, ciertamente, a la altura de las instituciones, todo se hace cuadrándose; las ciudades, las casas y las tolderías A las tres, los viajeros se paseaban, pues, por las calles de la ciudad, construida entre la orilla del Jordán y las primeras ondulaciones de los montes Wahshtch. Advirtieron pocas iglesias o ninguna, y como monumentos, la casa del Profeta, los tribunales y el arsenal; después, unas casas de ladrillos azulados con cancelas y galerías, rodeadas de jardines, adornadas con acacias, palmera y algarrobos. Un muro de arcilla y piedras, hecho en 1853, ceñía la ciudad; en la calle principal, donde estaba el mercado, se elevaban algunos palacios adornados de banderas, y entre otros, Lake-Salt-House. Mister Fogg y sus compañeros no encontraron la ciudad muy poblada. Las calles estaban casi desiertas, salvo la parte del templo, adonde no llegaron sino después de atravesar algunos barrios cercados de empalizadas. Las mujeres eran bastante numerosas, lo cual se explica por la composición singular de las familias mormonas. No debe creerse, sin embargo, que todos los mormones son polígamos. Cada cual es libre de hacer sobre este particular lo que guste; pero conviene observar lo que son las ciudadanas del Utah, las que tienen especial empeño en sei'¿asadas, porque, s religión del país, el cielo mormón no admite a la participación de sus delic; -A bordo de los buques -repuso el inspector -teníais costumbre de jugar vuestra partida de whist. -Sí, pero aquí sería difícil; no hay naipes ni jugadores. -¡Oh! En cuanto a los naipes, ya los hallaremos, porque se venden en todos los vagones americanos. En cuanto a compañeros de juego, si por casualidad la señora... -Ciertamente, caballero -respondió con viveza Aouida-, sé jugar al whist. Eso forma parte de la educación inglesa. -Y yo -repuso Fix-, tengo alguna pretensión de jugarlo bien. Por consiguiente, haremos la partida a tres. -Como gustéis -repuso mister Fogg, gozoso de dedicarse a su juego favorito aun en ferrocarril. Picaporte fue en busca del "steward” y volvió luego con dos barajas, fichas, tantos y una tablilla forrada de paño. No faltaba nada. El juego comenzó. Mistress Aouida sabía bastante bien el whist, aun recibió algunos cumplidos del severo Phileas Fogg. En cuanto al inspector, era de primera fuerza y capaz de luchar con el gentleman. -Ahora --dijo entre sí Picaporte-, ya es nuestro y no se moverá. A las once de la mañana, el tren llegó a la línea divisoria de las aguas de ambos Océanos. Aquel paraje, llamado Passe-Bridger, se hallaba a siete mil quinientos veinticuatro pies ingleses dobre el nivel del mar, y era uno de los puntos más altos del trazado férreo, al través de las Montañas Rocosas. Después de haber recorrido unas doscientas millas, los viajeros se hallaron por fin en una de esas extensas llanuras que llegan hasta el Atlántico, y que tan propicias son para el establecimiento de ferrocarriles. Sobre la vertiente de la cuenca atlántica se desarrollaban ya los primeros ríos, afluentes o subafluentes del North-Platte. Todo el horizonte del Norte y del Este estaba cubierto por una inmensa cortina semicircular que forma la porción septentrional de las Montañas Rocosas, dominada por el pico de Laramia. Entre esa curvatura y la línea férrea se extendían vastas llanuras, abundantemente regadas. A la derecha de la vía aparecían las primeras rampas de la masa montañosa que se redondea al Sur hasta el nacimiento del Arkansas, uno de los grandes tributarios del Missouri. A las doce y media, los viajeros divisaron el puente Halleck, que domina aquella comarca. Con algunas horas más, el trayecto de las Montañas Rocosas quedaría hecho, y, por consiguiente, podía esperarse que ningún incidente perturbaría el paso del tren por tan áspera región. Ya no nevaba y el frío era seco. A lo lejos unas aves grandes, espantadas por la locomotora. Ninguna fiera, ni oso, ni lobo, aparecía en la llanura. Era el desierto con su inmensa desnudez. Después de un almuerzo bastante confortable, servido en el mismo vagón, mister Fogg y sus compañeros acababan de tomar los naipes de nuevo, cuando se oyeron violentos silbidos. El tren se paró. Picaporte se asomó a la portezuela y no -vio nada, ni había estación alguna. Mistress Aouida y Fix pudieron temer por un momento que mister Fogg bajase a la vía, pero el gentleman se contentó con decir a su criado: -Id a ver lo que es eso. Picaporte salió, y unos cuarenta viajeros habían dejado ya sus puestos, entre ellos el coronel Steam Proctor. El tren se había parado ante una señal roja, y el maquinista, así como el conductor, altercaban vivamente con un guardavía que habia sido enviado al encuentro del convoy por el jefe de Medicine-Bow, la estación inmediata. Tomaban parte de la discusión algunos viajeros que se habían acercado, y entre otros, el referido coronel Proctor, con altaneras palabras e imperiosos ademanes. Picaporte oyó decir al guardavía: -¡No! ¡No hay medio de pasar! El puente de Medicine-Bow está resentido y no aguantaría el peso del tren. El puente de que se trataba era colgante, y cruzaba sobre el torrente, a una milla del sitio donde se había parado el tren. Según el guardavía, muchos alambres estaban rotos, y el puente amenazaba ruina, siendo imposible arriesgarse y pasarlo. El guadavía no exageraba al afirmarlo y es preciso tener en cuenta que, con los hábitos de los americanos, cuando son ellos prudentes, sería locura no serlo. Picaporte, que no se atrevía a contárselo a su amo, estaba oyendo lo que decían, quieto como una estatua y apretando los dientes. -¡Me parece --exclamó el coronel Proctor- que no vamos a estar aquí criando raíces en la nieve! -Coronel -respondió el conductor-, hemos telegrafiado a la estación de Omaha para pedir un tren, pero es probable que no llegue a Medicine-Brow antes de seis horas. -¡Seis horas! --dijo Picaporte. -Sin duda. Además, bien necesitaremos ese tiempo para llegar a pie a la estación. -Pero si no está más que a una milla --dijo un viajero. -En efecto; pero al otro lado del río. -Y ese río, ¿no puede pasarse con barca? -Imposible. El torrente viene crecido por las lluvias. Es un raudal y tendremos que dar un rodeo de diez millas al Norte para hallar un vado. El coronel echó una bordada de temos, pegándola con la compañía y con el conductor, mientras que Picaporte, furioso, no estaba muy lejos de hacer coro con él. Había un obstáculo material, contra el cual habían de estrellarse todos los billetes de banco de su amo. Además, el descontento era general entre los viajeros, quienes, sin contar con el atraso, se veían obligados a andar unas quince millas por la llanura nevada. Hubo, pues, alboroto, vociferaciones, gritería, y esto hubiera debido llamar la atención de Phileas Fogg, a no estar absorto en el juego. Sin embargo, Picaporte tenía que darle parte de lo que pasaba, y se dirigía al vagón con la cabeza baja cuando el maquinista, verdadero yankee llamado Foster, dijo, levantando la voz: -Señores, tal vez hay un medio de pasar. -¿Por el puente? --dijo un viajero. -Por el puente. -¿Con nuestro tren? -preguntó el coronel. -Con nuestro tren. Picaporte se detuvo, y devoraba las palabras del maquinista. -¡Pero el puente amenaza ruina! --dijo el conductor. -No importa -respondió Foster-. Creo, que, lanzando el tren con su máxima velocidad, hay probabilidad de pasar. -¡Diantre! --exclamó Picaporte. Pero cierto número de viajeros fueron inmediatamente seducidos por la proposición que gustaba especialmente al coronel Proctor. Este cerebro descompuesto consideraba la cosa como muy practicable. Se acordó de que unos ingenieros habían concebido la idea de pasar los ríos sin puente, con trenes rígidos lanzados a toda velocidad. Y en fin de cuentas, todos los interesados en la cuestión se pusieron de parte del maquinista. -Tenemos cincuenta probabilidades de pasar -decía otro. -Sesenta -decía otro. -Ochenta... ¡Noventa por ciento! Picaporte estaba asustado, si bien se hallaba dispuesto a intentarlo toda para pasar el Medicine-Creek; pero la tentativa le parecía demasiado americana. -Por otra parte -pensó-, hay otra cosa más sencilla que ni siquiera se le ocurre a esa gente. Caballero -dijo a uno de los viajeros-, el medio propuesto por el maquinista me parece algo aventurado, pero... -¡Ochenta probabilidades! --respondió el viajero, que le volvió la espalda. -Bien lo sé -respondió Picaporte, dirigiéndose a otro-, pero una simple reflexión. -No hay reflexión, es inútil “respondió el americano, encogiéndose de hombros-, puesto que el maquinista -Sin duda, pasaremos; pero sería quizá más prudente... -¡Cómo prudente! --exclamó el coronel Proctor, a quien hizo dar un salto esa palabra oída por casualidad-. ¡Os dicen que a toda velocidad! ¿Comprendéis? ¡A toda velocidad! -Ya sé, ya comprendo --repetía Picaporte, a quien nadie dejaba acabar-; pero sería, si no más prudente, puesto que la palabra os choca, al menos más natural... -¿Quién? ¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué tiene que decir ése con su natural? -gritaron todos. Ya no sabía el pobre mozo de quién hacerse oír. -¿Tenéis acaso miedo? -le preguntó el coronel Proctor. ¡Yo miedo! --exclamó Picaporte-. Pues bien; sea. Yo les enseñaré que un francés puede ser tan americano como ellos. -¡Al tren, al tren! -gritaba el conductor. -¡Sí, al tren! -repetía Picaporte-: ¡Al tren! ¡Y al instante! ¡Pero nadie me impedirá pensar que hubiera sido más natural pasar primero el puente a pie, y luego el tren!... Nadie oyó tan cuerda reflexión, ni nadie hubiera querido reconocer su conveniencia. Los viajeros volvieron a los coches: Picaporte ocupó su asiento sin decir nada de lo ocurrido. Los jugadores estaban absortos en su whist. La locomotora silbó vigorosamente. El maquinista, invirtiendo el vapor, trajo el tren para atrás durante cerca de una milla, retrocediendo como un saltarin que va a tomar impulso. Después de otro silbido, comenzó la marcha hacia delante; se fue acelerando, y muy luego la velocidad fue espantosa. No se oía la repercusión de los relínchos de la locomotora, sino una aspiración seguida; los pistones daban veinte golpes por segun- do; los ejes humeaban entre las cajas de gr: Se sentía, por decirlo así, que el tren entero, marchando con una rapidez de cien millas por hora, no gravitaba ya sobre los rieles. La velocidad destruía la pesantez. Y pasaron como un relámpago. Nadie vio el puente. El tren saltó, por decirlo así, de una orilla a otra, y el maquinista no pudo detener su máquina desbocada sino a cinco millas más allá de la estación. Pero apenas había pasado el tren, cuando el puente, definitivamente arruinado, se desplomaba con estrépito sobre el Medicine-Bow. XXIX Aquella misma tarde, el tren proseguía su marcha sin obstáculos, pasaba el fuerte Sanders, trasponía el paso de Cheyenvoy, llegaba al paso de Evans. En este sitio alcanzaba el ferrocarril el punto más alto del trayecto, o sea ocho mil noventa y un pies sobre el nivel del Océano. Los viajeros ya no tenían más que bajar hasta el Atlántico por aquellas llanuras sin límites, niveladas por la naturaleza. Allí empalmaba el ramal de Denver, ciudad principal de Colorado. Este territorio es rico en minas de oro y de plata, y más de cincuenta mil habitantes han fijado allí su domicilio. Se habían recorrido mil trescientas ochenta y dos millas desde San Francisco, en tres dias y tres noches, cuatro noches y cuatro días debían bastar, según toda la previsión, para llegar a Nueva York. Phileas Fogg se mantenía, por consiguiente, dentro del plazo regiamentario. Durante la noche se dejó a la izquierda del campamento de Walbab. El "Lodge-Pole-Crek" discurría paralelamente a la vía, siguiendo sus aguas la frontera rectilínea común a los Estados de Wyoming y de Colorado. A las once entraban en Nebraska, pasaban cerca de Sedgwick, y tocaban en Julesburgh, situado en el brazo meridional del río Platte. Allí fue donde se inauguró el "Union Paciflc", el 23 de octubre de 1867, cuyo ingeniero jefe fue el general J. M. Dodge, y donde se detuvieron las dos poderosas locomotoras que remolcaban los nuevos vagones de convidados, entre los cuales figuraba el vicepresidente Tomás C. Durant. Allí dieron el simulacro de un combate indio; allí brillaron los fuegos artificiales, en medio de ruidosas aclamaciones: allí, por El coronel Proctor y mister Fogg, con revólver en mano, salieron al instante del vagón, y corrieron adelante donde eran más ruidosos los tiros y los disparos. Habían comprendido que el tren era atacado por una banda de sioux. No era la primera vez que esos atrevidos indios habían detenido los trenes. Según su costumbre, sin aguardar la parada del convoy, se habían arrojado sobre el estribo un centenar de ellos, escalando los vagones como lo hace un clown al saltar sobre un caballo al galope. Estos sioux estaban armados de fusiles. De aqui las detonaciones, a que correspondían los viajeros, casi todos armados. Los indios habían comenzado por arrojarse sobre la máquina. El maquinista y el fogonero habían sido ya casi magullados. Un jefe sioux, queriendo detener el tren, había abierto la introducción del vapor en lugar de cerrarla, y la locomotora, arrastrada, corría con una velocidad espantosa. Al mismo tiempo los sioux habían invadido los vagones. Corrían como monos enfurecidos sobre las cubiertas, echaban abajo las portezuelas y luchaban cuerpo a cuerpo con los viajeros. El furgón de equipajes había sido saqueado, arrojando los bultos a la via. La gritería y los tiros no cesaban. Sin embargo, los viajeros se defendían con valor. Ciertos vagones sostenían, por medio de barricadas, un sitio, como verdaderos fuertes ambulantes llevados con una velocidad de cien millas por hora. Desde el principio del ataque, mistress Aouida se había conducido valerosamente. Con revólver en mano, se defendía heroicamente; tirando por entre los cristales rotos, cuando asomaba algún salvaje. Unos veinte sioux, heridos de muerte, habían caído a la vía, y las ruedas de los vagones aplastaban a los que se caian sobre los rieles desde las plataformas. Varios viajeros, gravemente heridos de bala o de rompecabezas, yacían sobre las banquetas. Era necesario acabar. La lucha llevaba diez minutos de duración, y tenía que tenninar en ventaja de los sioux si el tren no se paraba. En efecto, la estación de Fuerte Kearney no estaba más que a dos millas de distancia, y una vez pasado el fuerte y la estación siguiente, los sioux serían dueños del tren. El conductor se batía al lado de mister Fogg, cuando una bala lo alcanzó. Al caer exclamó: -¡Estamos perdidos si el tren tarda cinco minutos en pararse! -¡Se parará! -dijo Phileas Fogg, que quiso echarse fuera del vagón. -Estad quieto, señor -le gritó Picaporte . Yo me encargo de ello. Phileas Fog,-, no tuvo tiempo de detener al animoso muchacho, que, abriendo una portezuela, consiguió deslizarse debajo del vagón. Y entonces, mientras la lucha continuaba y las balas se cruzaban por encima de su cabeza, recobrando su agilidad y flexibilidad de clown, arrastrándose colgado por debajo de los coches, y agarrándose, ora a las cadenas, ora a las palancas de freno, rastreándose de uno a otro vagón, con maravillosa destreza, llegó a la parte delantera del tren sin haber podido ser visto. Allí, colgado por una mano entre el furgón y el ténder, desenganchó con la otra las cadenas de seguridad; pero a consecuencia de la tracción, no hubiera conseguido desenroscar la barra de enganche, si un sacudimiento que la máquina experimentó, no la hubiera hecho saltar, de modo que el tren, desprendido, se fue quedando arás, mientras que la locomotora huía con mayor velocidad. El corrió aún durante algunos minutos; pero los frenos se manejaron bien, y el convoy se detuvo, al fin, a menos de cien pasos de la estación de Kearney. Allí, los soldados del fuerte, atraídos por los disparos, acudieron apresuradamente. Los sioux no los habían esperado, y antes de pararse completamente el tren, toda la banda había desaparecido. Pero cuando los viajeros se contaron en el andén de la estación, reconocieron que fantaban algunos, y entre otros el valiente francés, cuyo denuedo acababa de salvarlos. XXX Tres viajeros, incluso Picaporte, habían desaparecido. ¿Los habían muerto en la lucha? ¿Estarían prisioneros de los sioux? No podía saberse todavía. Los heridos eran bastantes numerosos, pero se reconoció que ninguno lo estaba mortalmente. Uno de los más graves era el coronel Proctor, que se había batido valerosamente, recibiendo un balazo en la ingle. Fue trasladado a la estación con otros viajeros, cuyo estado reclamaba cuidados inmediatos. Mistress Aouida estaba en salvo, Phileas Fogg, que no había sido de los menos ardientes en la lucha, salió sin un rasguño. Fix estaba herido en el brazo, pero levemente. Pero Picaporte faltaba, y los ojos de la joven Aouida vertían lágrimas. Entretanto, todos los viajeros habían abandonado el tren. Las ruedas de los vagones estaban manchadas de sangre. De los cubos y de los ejes colgaban informes despojos de carne. Se veían por la llanura largos rastros encarnados, hasta perderse de vista. Los últimos indios desaparecían entonces por el sur hacia el rio Republican. Mister Fogg permanecía quieto y cruzado de brazos. Tenía que adoptar una grave resolución. Mistress Aouida lo miraba sin pronunciar una palabra... Comprendió él esta mirada. Si su criado estaba prisionero, ¿no debía intentarlo todo para librarlo de los indios? -Lo encontraré vivo o muerto ---dijo sencillamente a mistress Aouida. -¡Ah! ¡Mister.. mister Fogg! --exclamó la joven, asiendo las manos de su compañero bañándolas de lágrimas. -¡Vivo -añadió mister Fogg-, si no perdemos un minuto! Con esta resolución, Phileas Fogg se sacrificaba por entero. Acababa de pronunciar su ruina. Un día tan sólo de atraso, le hacía faltar a la salida del vapor en Nueva York, y perdía la apuesta irrevocablemente; pero no vaciló ante la idea de cumplir con su deber. El capitán que mandaba el fuerte Kearney estaba allí. Sus soldados, un centenar de hombres, se habían puesto a la defensiva, en el caso en que los sioux hubieran dirigido un ataque directo contra la estación. -Seflor --dijo mister Fogg al capitán-, tres viajeros han desaparecido. -¿Muertos? -preguntó el capitán. -Muertos o prisioneros -respondió Phileas Fogg-. Esta es una incertidumbre que debemos aclarar. ¿Tenéis intención de perseguir a los sioux? -Esto es grave --dijo el capitán-. ¡Estos indios pueden huir hasta más allá de Arkansas! No puedo abandonar el fuerte que me está confiado. -Señor -repuso Phileas Fogg-, se trata de la vida de tres hombres. -Sin duda.... pero ¿puedo arriesgar la de cincuenta para salvar tres? -Yo no sé si podéis, pero debéis hacerlo. -Caballero -respondió el capitán-, nadie tiene que enseñarme cuál es mi deber. -Sea --dijo con frialdad Phileas Fogg-. ¡Iré solo! -¡ Vos, seífor! ---exclamó Fix-. ¿Iréis solo en persecución de los sioux? -¿Queréis, entonces, que deje perecer a ese infeliz a quienes todos los que están aquí deben la vida? iré. -Pues bien; ¡no iréis solo! -exclamó el capitán, conmovido a pesar suyo-. ¡No! Sois un corazón valiente. ¡Treinta hombres de buena voluntad! -añadió, volvíendose hacia los soldados. Toda la compañía avanzó en masa. El capitán tuvo que elegir treinta soldados, poniéndolos a las órdenes de un viejo sargento. -¡Gracias, capitán! --dijo mister Fogg. -¿Me permitiréis acompañaros? -preguntó Fíx al gentleman. --Como gustéis, caballero -le respondió Phileas Fogg-; pero si queréis prestarme un servicio, os quedaréis junto a mistress Aouida; y en el caso de que me suceda algo... Una palidez súbita invadió el rostro del inspector de policía. ¡Separarse del hombre a quien había seguido paso a paso y con tanta persistencia! ¡Dejarlo, aventtirarse así en el desierto! Fix miró con atención al gentleman y a pesar de sus prevenciones bajó la ista ante aquella mirada franca y serena. -Me quedaré ---dijo-. Algunos instantes después, mister Fogg, después de estrechar la mano de la joven y entregarle su precioso saco de viaje, partía con el sargento y su reducida tropa, diciendo a los soldados: -¡Amigos míos, hay mil libras para vosotros, si salváis a los prisioneros! Eran las doce y algunos minutos. Mistress Aouida se había retirado a un cuarto de la estación, y allí sola aguardó, pensando en Phileas Fogg, en su sencilla y graciosa generosidad y en su sereno valor. Mister Fogg había sacrificado su fortuna, y ahora 'uaaba su vida, todo sin vacilación, por deber y sin alarde. Phileas era un héroe ante ella. El inspector Fix no pensaba del mismo modo, y no podía contener su agitación. Se paseaba calenturiento por el andén de la estación. Estaba arrepentido de haberse dejado subyu<:var en el primer momento por mister Fogg, y comprendía la necedad en que había incurrido dejándolo marchar. ¿Cómo había podido consentir en separarse de aquel hombre, a quien acababa de seguir alrededor del mundo? Se reconvenía a sí mismo, se acusaba, se trataba como si hubiera sido el director de la policía metropolitana, amonestando a un agente sorprendido en flagrante delito de candidez. -¡He sido inepto! --decía para sí-. ¡El otro te habrá dicho quién era yo! ¡Ha partido y no volverá! ¿Dónde apresarlo ahora? Pero, ¿cómo he podido dejarme fascinar así, yo, Fix, yo, que llevo en el bolsillo la orden de prisión? ¡Decididamente soy un animal! Así razonaba el inspector de policía, mientras que las horas transcurrían lentamente. No sabía qué hacer. Algunas veces tenía la idea de decírselo todo a mistress Aouida, pero comprendía de qué modo serían acogidas sus palabras por la joven. ¿Qué partido tomar? Estaba tentado de irse, al través de las llanuras, en busca de Fogg. No le parecía imposible volver a dar con él. ¡Las huellas del destacamento estaban impresas todavía en el nevado suelo? Pero luego todo vestigio quedaba borrado bajo una nueva capa de nieve. Entonces el desaliento se apoderó de Fix. Experirnentó un insuperable deseo de abandonar la partida, y precisamente se le ofreció ocasión de seguir el viaje, partiendo de la estación de Kearney. En efecto; a las dos de la tarde, mientras que la nieve caía a grandes copos, se oyeron unos silbidos procedentes del Este. Una sombra enorme, precedida de un resplandor rojizo, avanzaba con lentitud, considerablemente abultada por las brumas que le daban fantástico aspecto. Sin embargo, ningún tren de la parte del Este era esperado todavía. El auxilio pedido por teléfono no podía llegar tan pronto, y el tren de Omaba a San Francisco no debía pasar hasta el día siguiente. No tardó en saberse lo que era. La locomotora, que andaba a corto vapor y dando grandes silbidos, era la que, después de haberse separado del tren, había conlinuado su marcha con tan espantosa velocidad, llevando al maquinista y fogonero inanimados. Había corrido muchas millas, y, después, apagándose el fuego, por falta de combustible, la velocidad se fue amortiguando, hasta que la máquina se detuvo, veinte millas más allá de la estación de Kearney. Ni el maquinista ni el fogonero habían sucumbido, y después de un desmayo bastante prolongado, habían recobrado los sentidos. La máquina estaba entonces parada, y cuando el maquinista se vio en el desierto con la locomotora sola, comprendió lo ocurrido, y sin que pudiera atinar de qué modo se había efectuado la separación, no dudaba que el tren estaba atrás esperando auxi,tio. No vaciló el maquinista sobre la resolucion qtte debía adoptar. Proseguir el camino en dirección de Omaha, era prudente; volver hacia el tren, en cuyo saqueo estarían quizá ocupados los indios, era peligro. so... ¡No importa! Se rellenó la hornilla de combustible, el fuego se reanimó, la presión volvió a subir, y a cosa de las dos de la un foque de gran dimensión. Detrás había un timón espaldilla, que permitía dirigir el aparato. Como se ve, era un trineo aparejado en balandra. Durante el invierno, en la llanura helada, cuando los trenes se ven detenidos por las nieves, esos vehículos hacen travesías muy rápidas, de una a otra estación. Están, por lo demás, muy bien aparejados, quizá mejor que un balandro, que está expuesto a volcar, y con viento en popa corren por las praderas, con rapidez igual, si no superior a la de un expreso. En pocos instantes se concluyó el trato entre mister Fogg y el patrón de esa embarcación terrestre. El viento era bueno. Soplaba del Oeste muy frescachón. La nieve estaba endurecida, y Mudge tenía grandes esperanzas de llegar en pocas horas a la estación de Omaha, donde los trenes son frecuentes y las vías numerosas en dirección a Chicago y Nueva York. No era difícil que pudiera ganarse el atraso; por consiguiente, no debía vacitarse en intentar la aventura. No queriendo mister Fogg exponer a mistress Aouida a los tormentos de una travesía al aire libre, con el frío, que la velocidad había de hacer más insoportable, le propuso quedarse con Picaporte en la estación de Kearney, desde donde el buen muchacho la traería a Europa, por mejor camino y en mejores condiciones. Mistress Aouida se negó a separarse de mister Fogg, y Picaporte se alegró mucho de esta determinación. En efecto, por nada en el mundo hubiera querido separarse de su amo, puesto que Fix le acompañaba. En cuanto a lo que entonces pensaba el inspector de policía, sería difícil decirlo. ¿Su convicción estaba quebrantada por el regreso de Phileas Fogg, o bien lo consideraba como un bribón de gran talento, por creer que después de cumplida la vuelta al mundo, estaría absolutamente seguro en Inglaterra? Tal vez la opinión de Fix, respecto de Phileas Fogg, se había modificado; pero no por eso estaba menos decidido a cumplir con su deber, y, más impaciente que todos, a ayudar con todas sus fuerzas el regreso a Inglaterra. A las ocho, el trineo estaba dispuesto a marchar. Los viajeros, casi puede decirse los pasajeros, tomaron asiento, muy envueltos en sus mantas de viaje. Las dos inmensas velas estaban izadas,y al impulso del viento el vehículo corría sobre la endurecida nieve a razón de cuarenta millas por hora. La distancia que separa el fuerte Kearney de Omaba es en línea recta, a vuelo de abeja, como dicen los americanos, de doscientas millas lo más. Manteniendose el viento, esta distancia podía recorrerse en cinco horas, y no ocurriendo ningún incidente, el trineo debía estar en Omaha a la una de la tarde. ¡Qué travesía! Los viajeros, apiñados, no podían hablarse. El frío, acrecentado por la velocidad, les hubiera cortado la palabra. El trineo corría tan ligeramente sobre la superficie de la llanura, como un barco sobre las aguas, pero sin marejada. Cuando la brisa llegaba ndo la tierra, parecía que el trineo iba a ser levantado del suelo por sus espantosas velas cual alas de inmensa envergadura. Mudge se mantenía, por medio del timón, en la línea recta y con un golpe de espadilla rectificaba los borneos que el aparejo tendía a producir. Todo el velamen daba presa al viento. El foque, desviado, no estaba cubierto por la cangreja. Se levantó una cofa y dando al viento un cuchillo, se aumentó la fuerza del impulso de las demás velas. No podía calcularse la velocidad matemáticamente; pero era seguro que no bajaba de las cuarenta millas por hora. -Si nada se rompe --dijo Mudge-, llegaremos. Y Mudge tenía inerés en llegar dentro del plazo convenido, porque mister Fogg, fiel a su sistema, lo había engolosinado con una crecida oferta. La pradera por donde corría el trineo era tan llana, que parecía un inmenso estanque helado. El ferrocarril que cruzaba por esa región subía del Suroeste al Noroeste por Grand-Island, Columbus, ciudad importante de Nebraska, Schuyler, Fremon y luego Omaha. Seguía en todo su trayecto por la orilla derecha del rio Platte. El trineo, atajando, recorría la cuerda del arco descrito por la vía férrea. Mudge no podía verse detenido por el río Platte, en el recodo que forma antes de llegar a Fremont, porque sus aguas estaban heladas. El camino se hallaba, pues, completamente libre de obstáculos, y a Phileas Fogg sólo podían darle cuidado dos circunstancias: una avería en el aparato o un cambio de viento. La brisa, sin embargo, no amainaba, y antes al contrario, soplaba hasta el punto de poder tumbar el palo, si bien le sostenían con firmeza los obenques de hierro. Esos alambres metálicos, semejantes a las cuerdas de un instrumento, resonaban como si un arco hubiese provocado sus vibraciones. El trineo volaba, acompañado de una armonía plañidera de muy particular intensidad. -Esas cuerdas dan la quinta y la octava -dijo mister Fogg. Fueron éstas las únicas palabras que pronunció durante la travesía. Mistress Aouida, cuidadosamente envuelta en los abrigos y mantas de viaje, estaba preservada, en lo posible, del alcance del frío. En cuanto a Picaporte, roja la cara como el disco solar cuando se pone entre brumas, aspiraba aquel aire penetrante, dando rienda a sus esperanzas con el fondo de imperturbable confianza que las distinguía. En vez de llegar por la mañana a Nueva York, se llegaría por la tarde, pero todavía existían probabilidades de que esto ocurriese antes de salir el vapor de Liverpool. Picaporte experimentó hasta deseos de dar un apretón de manos a su aliado Fix, no olvidando que era el inspector mismo quien había proporcionado el trineo de velas, y por consiguiente, el único medio de llegar a Omaba a tiempo; pero, obedeciendo a un indefinible presentimiento, se mantuvo en su acostumbrada reserva. En todo caso, había una cosa que Picaporte no olvidaría jamás, esto es: el sacrificio de mister Fogg para librarlos de los sioux arriesgando su fortuna y su vida. No; ¡jamás lo olvidaría su criado! Mientras que cada uno de los viajeros se entregaba a reflexiones diversas, el trineo volaba sobre la inmensa alfombra de nieve, y si atravesaba algunos ríos, afluentes o subafluentes del Little-Blue, no se percataba nadie de ello. Los campos y los cursos de agua se igualaban bajo una blancura uniforme. El llano estaba completamente desierto, comprendido entre el "Union Paciflc" y el ramal que ha de enlazar a Kearney con San José, formaba como una gran isla inhabitada. Ni una aldea, ni una estación, ni siquiera un fuerte. De vez en cuando, se veía pasar, cual relámpago, algún árbol raquítico, cuyo blanco esqueleto se retorcía bajo la brisa. A veces, se levantaban del suelo bandadas de aves silvestres. A veces también, algunos lobos, en tropeles numerosos, flacos, hambrientos, y movidos por una necesidad feroz, luchaban en velocidad con el trineo. Entonces Picaporte, revólver en mano, estaba preparado para hacer fuego sobre los más inmediatos. Si algún incidente hubiese detenido entonces el trineo, los viajeros atacados por esas encarnizadas fieras, hubieran corrido los mas graves peligros; pero el trineo seguía firme, y tomando buena delantera, no tardó en quedarse atrás aquella aultadora tropa. A las doce, Mudge, reconoció por algunos indicios, que estaba pasando el helado curso del Platte. No dijo nada, pero ya estaba seguro de que, veinte milla más allá, se hallaba la estación de Omaha. Y, en efecto, no era la una de la tarde cuando, abandonando la barra, el patrón recogía velas, mientras que el trineo, arrastrado por su irresistible vuelo, recorría aún media milla sin velamen. Por último, se paró, y Mudge, enseñando una aglomeración de teja- dos blancos decía: -Hemos llegado. Ya se hallaban, pues, en aquella estación donde numerosos trenes comunicaban con la parte oriental de los Estados Unidos. Picaporte y Fix habían saltado a tierra, y estiraban sus entumecidos miembros. Ayudaron a mister Fogg y a la joven a bajar del trineo. Phileas Fogg pagó genersamente a Mugde, a quien Picaporte estrechó amistosamente la mano, corriendo todos después ala estación de Omaha. En esta importante ciudad de Nebraska es adonde va a parar el ferrocarril, con el nombre de "Chicago Rock Island", que corre directamente al Este, sirviendo cincuenta estaciones. Estaba dispuesto a marchar un tren directo, de tal modo, que Phileas Fogg y sus compañeros sólo tuvieron tiempo de arrojarse a un vagón. No habían visto nada de Omaha; pero Picaporte reconocía que no era cosa de sentir, puesto que no era ver ciudades lo que importaba. Con extraordinaria rapidez, el tren pasó el estado de lowa, por el Counciai-Bluffs, Moines, lowa-City. Durante la noche, cruzaba el Mississippi, en Davenport, y entraba por Rock-Isiand en Illinois. Al día siguiente, 10, a las cuatro de la tarde, llegaba a Chicago, renacida ya de sus ruinas, y mas que nunca fieramente asentada a orillas de su hermoso lago Michigan, Chicago está a 900 millas de Nueva York, y alli no faltaban trenes, por lo cual pudo mister Fogg pasar inmediatamente de uno a otro. La elegante locomotora del "Pittsburg-Fort Waine-Chicago”, partió a toda velocidad, como si hubiese comprendido que el honorable gentleman no tenía tiempo que perden Atravesó como un relámpago los Estados de Indiana, Ohio, Pensylvania y New Jersey, pasando por ciudades de nombres históricos, algunas de las cuales tenían calles y tranvías, pero no casas todavía. Por fin, apareció el Hudson, y el 11 de diciembre, a las once y cuarto de la noche, el tren se detenía en la estación, a la margen derecha del río, ante el mismo muelle de los vapores de la línea Cunard, llamada, por otro nombre, "British and North American Royal Mail Steam Packet Co." El "China", con destino a Liverpool, había salido cuarenta y cinco minutos antes. XXXII Al partir el "China" se llevaba, al parecer, la última esperanza de Phileas Fogg. En efecto, ninguno de los otros vapores que hacen el servicio directo entre América y Europa, ni los transatlánticos franceses, ni los buques de la "White Starline", ni los de la Compañía Imman, ni los de la Línea "Hamburguesa", ni otros podían responder a los proyectos del gentleman. El "Pereire", de la Compañía Transatlántica Francesa, cuyos admirables buques igualan en velocidad y sobrepujan en comodidades a los de las demás líneas sin excepción, no partía hasta tres días después, el 14 de diciembre, y además, no iba directamente a Liverpool o Londres, sino al Havre, y lo mismo sucedía con los de la Compañía "Hamburguesa”'; así es que la travesía suplementaria del Havre a Southampton hubiera anulado los últimos esfuerzos de Phileas Fogg. En cuanto a los vapores Imman, uno de los cuales, el "City of Paris", se daba a la mar al día siguiente, no debía pensarse en ellos, porque, estando dedicados al transporte de emigrantes, son de máquinas débiles, navegan lo mismo a vela que a vapor, y su velocidad es mediana. Empleaban en la travesía de Nueva York a Inglaterra más tiempo del que necesitaba mister Fogg para ganar su apues De todo esto se informó el gentleman consultando su "Bradshaw", que le reseñaba, día por día, los movimientos de la navegación transoceánica. Picaporte estaba anonadado. Después de haber perdido la salida por cuarenta y cinco minutos, esto lo mataba, porque tenía la culpa él; pues, en vez de ayudar a su amo, no había cesado de crearle obstáculos por el camino. Y cuando repasaba en su mente todos los incidentes del viaje; cuando calculaba las sumas gastadas en pura pérdida y sólo en interés suyo; cuando pensaba que esa enorme apuesta, con los gastos considerables de tan inútil viaje, arruinaba a mister Fogg, se llenaba a sí mismo de injurias. Sin embargo, mister Fogg no le dirigió reconvención alguna, y al abandonar el muelle de los vapores transatlánticos, no dijo más que estas palabras: -Mañana veremos lo que se hace, venid. Mister Fogg, mistress Aouida, Fix y Picaporte, atravesaron el Hudson en el "Jersey-City-Ferry-Boat" y subieron a un coche, que los condujo al hotel San Nicolás, en Broadway. Tomaron unas habitaciuones, y la noche transcurrió corta para Phileas Entre once y doce nudos, había dicho el capitán Speedy, y efectivamente, la "Enriqueta" se mantenía en este promedio de velocidad. Por consiguiente, no alterándose el mar, ni saltando el viento al Este, ni sobreviniendo ninguna avería al buque, ni ningún accidente a la máquina, la "Enrique- ta”, en los nueve días, contados desde el 12 de diciermbre al 21, podía salvar las tres mil quinientas millas que separan a Nueva York de Liverpool. Es verdad que, una vez llegados allí, lo ocurrido en la "Enriqueta", combinado con el negocio del banco, podía llevar al gentleman un poco más lejos de lo que quisiera, razonaba Fix. Durante los primeros días, la navegación se hizo en excelentes condiciones. El mar no estaba muy duro, y el viento parecía fijado al Nordeste; las velas se establecieron, y la "Enriqueta" marchaba como un verdadero transatlántico. Picaporte estaba encantado. La última hazaña de su amo, cuyas consecuencias no quería entrever, le entusiasmaba a un muchacho más alegre y más ágil. Hacía muchos obsequios a los marineros y los asombraba con sus juegos gimnásticos. Les prodigaba las mejores calificaciones y las bebidas más atractivas. Para él, maniobraban como caballeros, y los fogoneros se conducían como héroes. Su buen humor, muy comunicativo, se impregnaba en todos. Había olvidado el pasado, los disgustos, los peligros, y no pensaba más que en el término del viaje, tan próximo ya, hirviendo de impaciencia, como si lo hubiesen caldeado las hornillas de la "Enriqueta". A veces también el digno muchacho daba vueltas alrededor de Fix, y lo miraba con los ojos que decían mucho; pero no le hablaba, pues no existía ya intimidad alguna entre los dos antiguos amigos. Por otro lado, Fix, preciso es decirlo, no comprendía nada. La conquista de la "Enriqueta", la com- pra de su tripulación, ese Fogg maniobrando como un marino consumado, todo ese conjunto de cosas, lo aturdía. ¡Ya no sabía qué pensar! Pero, después de todo, un gentleman que empezaba por robar cincuenta y cinco mil libras, bien podía concluir robando un buque. Y Fix acabó por creer naturalmente que la "Enriqueta" dirigida por Fogg, no iba a Liverpool, sino a algún punto del mundo donde el ladrón, convertido en pirata, se pondría tranquilamente en seguridad. Preciso es confesar que esta hipótesis era muy posible, por cuya razón comenzaba el agente de policía a estar seriamente pesaroso de haberse metido en este negocio. En cuanto al capitán Speedy, seguía bramando en su cámara; y Picaporte, encargado de proveer a su sustento, no lo hacía sin tomar las mayores precauciones. Respecto de mister Fogg, ni aun tenía trazas de acordarse que hubiese un capitán a bordo. El 13 doblaron la punta del banco de Terranova, paraje muy malo en invierno, sobre todo cuando las brumas son frecuentes y los chubascos temibles. Desde la víspera, el barómetro, que bajó bruscamente, daba indicios de un próximo cambio en la atmósfera. Durante la noche, la temperatura se modificó y el frío fue más intenso, saltando al propio tiempo el viento al Sureste. Era un contratiempo. Mister Fogg, para no apartarse de su rumbo, recogió velas y forzó vapor; pero, a pesar de todo, la marcha se amortiguó a consecuencia de la marejada, que comunicaba al buque movimientos muy violentos de cabeceo, en detrimento de la velocidad. La brisa se iba convirtiendo en huracan, y ya se preveía el caso en que la "Enriqueta" no podría aguantar. Ahora bien; si era necesario huir, no quedaba otro arbitrio que lo desconocido con toda su mala suerte. El semblante de Picaporte se nubló al mismo tiempo que el cielo, y durante dos días sufrió el honrado muchacho mortales angustias; pero Phileas Fogg era audaz marino, y como sabía hacer frente al mar, no perdió rumbo, ni aun disminuyó la fuerza del vapor. La "Enriqueta", cuando no podía elevarse sobre la ola, la atravesaba, y su puente quedaba barrido, pero pasaba. Algunas veces la hélice también salía fuera de las aguas, batiendo el aire con sus enloquecidas alas, cuando alguna montaña de agua levantaba la popa; pero el buque iba siempre avanzando. El viento, sin embargo, no arreció todo lo que hubiese podido temerse. No fue uno de esos huracaes que pasan con velocidad de noventa millas por hora. No pasó de una fuerza regular, mas, por desgracia, sopló con obstinación por el Sureste, no permitiendo utilizar el velamen, y eso que, como vamos a verlo, hubiera sido muy conveniente acudir en ayuda del vapor. El 16 de diciembre no había todavía retraso de cuidado, porque era el día septuagésimo quinto desde la salida de Londres. La mitad de la travesía estaba hecha ya, y ya habían quedado atrás los peores parajes. En verano se hubiera podido responder del éxito, pero en invierno se estaba a merced de los temporales. Picaporte abrigaba alguna esperanza, y si el viento faltaba, al menos contaba con el vapor. Precisamente aquel día, el maquinista tuvo sobre cubierta alguna conversación viva con mister Fogg. Sin saber por qué, y por presentimiento, Picaporte experimentó viva inquietud. Hubiera dado una de sus orejas por oír con la otra lo que decían. Pudo al fin recoger algunas palabras, y entre otras, las siguientes, pronunciadas por su amo: -¿Estáis cierto de lo que aseguráis? -Seguro, señor. No olvidéis que, desde nuestra salida, estamos caldeando con todas las hornillas encendidas, y si tenemos bastante carbón para ir a poco vapor de Nueva York a Burdeos, no lo hay para ir a todo vapor de Nueva York a Liverpool. -Resolveré -respondió mister Fogg. Picaporte había comprendido, y se apoderó de él una inquietud mortal. Iba a faltar carbón. -¡Ah! -decía para sí-, será hombre famoso mi amo, si vence esta dificultad. Y habiendo encontrado a Fix, no pudo menos de ponerlo al corriente de la situación, pero el inspector le contestó con los dientes apretados: -Entonces, ¿creéis que vamos a Liverpool? -¡Pardiez! -Imbécil -respondió el agente, encogiéndose de hombros. Picaporte estuvo a punto de responder cual se merecía a tal calificativo, cuya verdadera significación no podía comprender; pero al considerar que Fix debía estar muy mohíno y humillado en su amor propio, por haber seguido una pista equivocada alrededor del mundo, no hizo caso. Y ahora, ¿qué partido iba a tomar Phileas Fogg? Era difícil imaginario. Parece, sin embargo, que el flemático gentleman había adoptado una resolución, porque aquella misma tarde hizo venir al maquinista y le dijo: -Activad los fuegos haciendo rumbo hasta agotar completamente el combustible. Algunos momentos después, la chimenea de la "Enriqueta" vomitaba torrenes de humo. Siguió, pues, el buque marchando a todo vapor; pero dos días después, el 18, el maquinista dio parte, según lo había anunciado, que faltaría aquel día el carbón. -Que no se amortigiien los fuegos -respondió Fogg-. Al contrario. Cárguense las válvulas. Aquel día, a cosa de las doce, después de haber tomado altura y calculado la pos n del buque, Phileas Fogg llamó a Picaporte y le dio orden de ir a buscar al capitán Speedy. Era esto como mandarle soltar un tigre, y bajó por la escotilla diciendo: -Estará indudablemente hidrófobo. En efecto, algunos minutos más tarde, llegaba a la toldilla una bomba con gritos e imprecaciones. Esa bomba era el capitán Speedy, y era claro que iba a estallar. -¿Dónde estamos? Tales fueron las primeras palabras que pronunció, entre la sofocación de la cólera, y ciertamente que no lo habría contado, por poco propenso a la apoplejía que hubiera sido. -¿Donde estamos? -repitió con el rostro congestionado. -A setecientas setenta millas de Liverpool -respondió mister Fogg, con imperturbable calma. - ¡Pirata! -exclamó Andrés Speedy. -Os he hecho venir para... -¡Filibustero! -Para rogaros que me vendáis vuestro buque. -¡No, por mil pares de demonios, no! -¡Es que voy a tener que quemarlo! -¡Quemar mi buque! -Sí, todo lo alto, porque estamos sin combustible. -¡Quemar mi buque! ¡Un buque que vale cincuenta mil dólares! -Aquí tenéis sesenta mil -respondió Phileas Fogg, ofreciendo al capitán un paquete de billetes. Esto hizo un efecto prodigioso sobre Andrés Speedy. No se puede ser americano sin que la vista de sesenta mil dólares cause alguna sensación. El capitán olvidó por un momento la cólera, su encierro y todas las quejas contra el pasajero. ¡Su buque tenía veinte años, y este negocio podía hacerlo de oro! La bomba ya no podía estallar, porque mister Fogg te había quitado la mecha. -¿Y me quedaré el casco de hierro? ---dijo el capitán con tono singularmente suavizado. -El caso de hierro y la máquina. ¿Es cosa concluida? -Concluida. Y Andrés Speedy, tomando el paquete de billetes, los contó, haciéndolos desaparecer en el bolsillo. Durante esta escena, Picaporte estaba descolorido. En cuanto a Fix, por poco le da un ataque se sangre. ¡Cerca de veinte mil libras gastadas, y aún dejaba Fogg al vendedor el casco y la máquina; es decir, casi el valor total del buque! Es verdad que la suma robada al Banco ascendía a cincuenta y cinco mil libras. Después de haberse metido el capitán el dinero en el bolsillo, le dijo mister Fogg: -No os asombréis de todo esto, porque habéis de saber que pierdo veinte mil libras si no estoy en Londres el 21 a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche. No llegué a tiempo al vapor de Nueva York, y como os negabais a llevarme a Liverpool... -Y bien hecho, por los cincuenta mil diablos del infierno -exclamó Andrés Speedy-, porque salgo ganando lo menos cuarenta mil dólares. -Y luego añadió con más formalidad-: ¿sabéis una cosa, capitán ... ? -Fogg. --Capitán Fogg, hay algo de yanqui en vos. Y después de haber tributado a su pasajero lo que él creía una lisonja, se marchaba, cuando Phileas Fogg le dijo: -Ahora, ¿este buque me pertenece? -Seguramente; desde la quilla a la punta de los palos; pero todo lo que es de madera, se entiende. -Bien; que arranquen todos los aprestos interiores, y que se vayan echando a la hornilla. Júzguese la mucha leña que debió gastar para conservar el vapor con suficiente presión. Aquel día, la toldilla, la carroza, los camarotes, el entrepuente, todo fue a la hornilla. Al día siguiente, 19, se quemaron los palos, las piezas de respeto, las berlingas. La tripulación empleaba un celo increíble en hacer leña. Picaporte, rajando, cortando y serrando, hacía el trabajo de cien hombres. Era un furor de demolición. Al día siguiente, 20, los parapetos, los empavesados, las obras muertas, la mayor parte del puente fueron devorados. La "Enriqueta" ya no era más que un barco raso, como el del pontón. Pero aquel día se divisó la costa irlandesa y el faro de Falsenet. Sin embargo, a las diez de la noche, el buque no se encontraba aún más que enfrente de Queenstown. ¡Faltaban veinticuatro horas para el plazo, y era precisamente el tiempo que se necesitaba para llegar a Liverpool, aun marchando a todo vapor, el cual iba a faltar también! -Señor -le dijo entonces el capitán Speedy, que había acabado por interesarse en sus proyectos-, siento mucho lo que os suceue. Todo conspira contra vos. Todavía no estamos más que a la altura de Queenstown. -¡Ah! -dijo mister Fogg-, ¿es Queenstown esa población que divisamos?
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