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Orientación Universidad
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Libro La voluntad (Azorín), Apuntes de Filología hispánica

Asignatura: Literatura española siglo xx, Profesor: , Carrera: Filología hispánica, Universidad: US

Tipo: Apuntes

2014/2015
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Subido el 02/06/2015

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¡Descarga Libro La voluntad (Azorín) y más Apuntes en PDF de Filología hispánica solo en Docsity! AZORÍN La voluntad PRÓLOGO En las viejas edades, el pueblo fervoroso abre los cimientos de sus templos, talla las piedras, levanta los muros, cierra los arcos, pinta las vidrieras, forja las rejas, estofa los retablos, palpita, vibra, gime en pía comunión con la obra magna. La multitud de Yecla ha realizado en pleno siglo xix lo que otras multitudes realizaron en remotas centurias. La antigua iglesia de la Asunción no basta; en 1769 el consejo decide fabricar otra iglesia; en 1775 la primera piedra es colocada. Las obras principian; se excavan los cimientos, se labran los sillares, se fundamentan las paredes. Y en 1804 cesa el trabajo. En 1847 las obras recomienzan. La cantera del Arabí surte de piedra; ya en Junio vuelve á sonar en el recinto abandonado el ruido alegre del trabajo. Trabajan: un aparador, con 15 reales; tres canteros, con 10; dos carpinteros, con 10; cuatro albañiles, con 8; siete peones, con 5; siete muchachos, con 3. Es curioso seguir las oscilaciones de los trabajos á lo largo de los listines de jornales. El día 8 los muchachos quedan reducidos á tres. El último de los muchachos es llamado el Mudico. A el Mudico le dan sólo dos reales. El día 7 el Mudico no figura ya en las listas. Y yo pienso en este pobre niño despreciado, que durante una semana trae humildemente la ofrenda de sus fuerzas á la gran obra y luego desaparece, acaso muere. Las obras languidecen; en Octubre la escuadrilla de obreros queda reducida á seis canteros y un muchacho. Las obras permanecen abandonadas durante largo tiempo. En el ancho ámbito del templo crece bravía la yerba; la maleza se enrosca á las pilastras; de los arcos incerrados penden florones de verdura. La fe revive. En 1857 las obras cobran impulso poderoso. El obispo hace continuos viajes. La junta excita al pueblo. El pueblo presta sus yuntas y sus carros; los ricos ceden las maderas de sus pinares; dos testadores legan sus bienes á las obras. Entre tanto los arcos van cerrándose, los botareles surgen gallardos, los capiteles muestran sus retorcidas volutas y finas hojarascas. De Enero á Junio, 18.415 pies cúbicos de piedra son tallados en las canteras. Los veintinueve carpinteros de la ciudad trabajan gratis en la obra. Y mientras las campanas voltean jocundas, la multitud arrastra en triunfo enormes bloques de 600 arrobas... En 1858 las obras continúan. Mas el pueblo, ansioso, se enoja de no ver su iglesia rematada. Y el autor de un Diario inédito, de donde yo tomo estas notas, escribe sordamente irritado: "Marcha la obra con tanta lentitud, que da indignación el ir por ella". La junta destituye al arquitecto; nombra otro; le exige los planos; el arquitecto no los presenta; la junta le amenaza con destituirle; el arquitecto llega con sus diseños primorosos. En 1859 el Ayuntamiento reclama fondos del gobierno. "Presentados que fueron los planos en el ministerio", dice el autor del Diario, "no pudieron menos de llamar la atención de los señores que llegaron á verlos, chocando en extremo la grandiosidad de un templo para un pueblo; lo que dió motivo á que el secretario, en particular, diera muy malas esperanzas respecto á dar algunos fondos, diciendo que para un pueblo era mucha empresa y mucho lujo y suntuosidad". El gobierno imagina que no se ha puesto una sola piedra en la obra. El ayuntamiento ofrece, en nombre de los vecinos, trabajo gratis y 125.000 pesetas. El gobierno, sorprendido del vigoroso esfuerzo, promete 40.000 duros. La Academia aprueba los planos presentados; mas los fondos del gobierno no llegan. Durante dos meses un solo donante —el caballero Mergelina— ocurre á los dispendios de la obra. Los fondos no llegan; perdidas las esperanzas de ajeno auxilio, la fe popular torna pujante á su faena. De Abril á Mayo son tallados otros 17.000 pies cúbicos de piedra. Los labradores acarrean los materiales. Las bóvedas acaban de cubrirse; los capiteles lucen perfectos; el tallado cornisamento destaca saledizo. El anchuroso, blanco, severo templo herreriano es, por fin, años después, abierto al culto. Y ved el misterioso ensamblaje de las cosas humanas. Hace veinticinco siglos, de la misma cantera del Arabí famoso en que ha sido tallada la piedra para esta iglesia, fué tallada la piedra para el templo pagano del cerro de los Santos. Al pie del Arabí se extendía Elo, la espléndida ciudad fundada por egipcios y griegos. La ancha vía Heraclea, celebrada por Aristóteles, se perdía á lo lejos entre bosques milenarios. El templo dominaba la ciudad entera. En su recinto, guarnecido de las rígidas estatuas que hoy reposan fríamente en los museos, los hierofantes macilentos tenían, como nosotros, sus ayunos, sus procesiones, sus rosarios, sus letanías, sus melopeas llorosas; celebraban, como nosotros, la consagración del pan y el vino, la Navidad, en el nacimiento de Agni, la semana Mayor, en la muerte de Adonis. Y la multitud acongojada, eternamente ansiosa, acudía con sus ungüentos y sus aceites olorosos, á implorar consuelo y piedad, como hoy, en esta iglesia por otra multitud levantada, imploramos nosotros férvidamente: Ungüento pietatis tuae medere contritis corde; et oleo misericordiae tuae refove dolores nostros. azucenas y una rosa, entre botones y hojarasca, se inclinan graciosamente sobre el blanco farol colgado del soporte. A la izquierda, se sube por un escalón á una puerta pintada de encarnado negruzco. La puerta está formada de resaltantes cuarterones, cuadrados unos, alargados y en forma de T otros, ensamblados todos de suerte que en el centro queda formada una cruz griega. Junto á la cerradura hay un tirador de hierro: las negras placas del tirador y de la cerradura destacan sus calados en rojo paño. La puerta está bordeada de recio marco tallado en diminutas hojas entabladas. Es la puerta de la sala. Amueblan la sala sillas amarillas con vivos negros, un ancho canapé de paja, una mesa. A lo largo de las paredes luce un apostolado en viejas estampas toscamente iluminadas: Santus Joanes, con un cáliz en la mano, del cual sale una sierpe, — Sanctus Mattheus, leyendo atento un libro, — Sanctus Bartholomeus, con la cuchilla tajadora, — Sanctus Petrus, Sanctus Paulus, Sanctus Simon... Encima del canapé hay un lienzo: encuadrado en ancho marco negro, un monje de bellida barba, calada la capucha, cogidas ambas manos de una pértiga, mira con ojos melancólicos. Debajo pone: S. Franciscus de Paula; vera effigies ex prototypo, quod in Palatio Vaticano servatur desumpta... Sobre la mesa reposan tres volúmenes en folio, y en hilera, cuidadosamente ordenados, grandes y olorosos membrillos. En el fondo, cierra la alcoba una mampara con blancas cortinillas. A la derecha del porche, se abre la cocina de ancha campana. A los lados, adosados á la pared, corren dos poyos bajos. Dos armarios, junto á cada poyo, guardan el apropiado menaje. La luz, en la suave penumbra, baja por la espaciosa chimenea y refleja sobre las losas del hogar un blanco resplandor. Cerca de la puerta del patio, en lo hondo, brilla en sus primorosos arabescos, azules, verdes, amarillos, rojos, el alizar del tinajero. La tinaja, empotrada en el ancho resalto, deja ver el recio reborde bermejo de su boca. Y el sol, que por el montante de la cerrada puerta penetra en leve cinta refulge en los platos vidriados, en los panzudos jarros, en las blancas jofainas, en las garrafas verdosas. Dulce sosiego se respira en el ambiente plácido. En la vecindad los martillos de una fragua tintinean argentinos. A un extremo de la mesa de retorcidos pies, en la entrada, Puche, sentado, habla pausadamente; al otro extremo, Justina escucha atenta. En el fondo umbrío de la cocina, un puchero borbolla con persistente moscardoneo y deja escapar tenues vellones blancos. Puche y Justina están sentados. Puche es un viejo clérigo, de cenceño cuerpo y cara escuálida. Tiene palabra dulce de iluminado fervoroso y movimientos resignados de varón probado en la amargura. Susurra levemente más que habla; sus frases discurren untuosas, benignas, mesuradas, enervadoras, sugestivas. En plácida salmodia insinúan la beatitud de la perfecta vida, descubren la inanidad del tráfago mundano, cuentan la honda tragedia de las miserias terrenales, acarician con la promesa de dicha inacabable al alma conturbada... Puche va hablando dulcemente; la palabra poco á poco se caldea, la frase se enardece, el período se ensancha férvido. Y un momento, impetuosamente, la fiera indomeñada reaparece, y el manso clérigo se exalta con el ardimiento de un viejo profeta hebreo. Justina es una moza fina y blanca. A través de su epidermis transparente, resalta la tenue red de las venillas azuladas. Cercan sus ojos llameantes anchas ojeras. Y sus rizados bucles rubios asoman por la negrura del manto, que se contrae ligeramente al cuello y cae luego sobre la espalda en amplia oleada. Justina escucha atenta á Puche. Alma cándida y ardorosa, pronta á la abnegación ó al desconsuelo, recoge píamente las palabras del maestro —y piensa. Puche dice: —Hija mía, hija mía: la vida es triste, el dolor es eterno, el mal es implacable. En el ansioso afán del mundo, la inquietud del momento futuro nos consume. Y por él son los rencores, las ambiciones devoradoras, la hipocresía lisonjera, el anhelante ir y venir de la humanidad errabunda sobre la tierra. Jesús ha dicho: "Mirad las aves del cielo, que no siembran ni siegan, ni allegan en trojes; y vuestro Padre celestial las alimenta..." La humanidad perece en sus propias inquietudes. La ciencia la contrista; el anhelo de las riquezas la enardece. Y así, triste y exasperada, gime en perdurables amarguras. Justina murmura en voz opaca: —El cuidado del día de mañana nos hace taciturnos. Puche calla un momento; luego añade: —Las avecillas del cielo y los lirios del campo son más felices que el hombre. El hombre se acongoja vanamente. "Porque el día de mañana á sí mismo se traerá su cuidado. Le basta al día su propio afán." La sencillez ha huido de nuestros corazones. El reino de los cielos es de los hombres sencillos. "Y dijo: En verdad os digo, que si no os volviereis é hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos." Los martillos de la vecindad cantan en sonoro repiqueteo argentino. Justina y Puche callan durante un largo rato. Luego Puche exclama: —Hija mía, hija mía: el mundo es enemigo del amor de Dios. Y el amor de Dios es la paz. Mas el hombre ama las cosas de la tierra. Y las cosas de la tierra se llevan nuestra paz. "Y aconteció que como fuesen de camino, entró Jesús en una aldea, y una mujer, que se llamaba Marta lo recibió en su casa. "Y ésta tenía una hermana, llamada María, la cual también sentada á los pies del Señor oía su palabra. "Pero Marta estaba afanada de continuo en las haciendas de la casa: la cual se presentó y dijo: Señor, ¿no ves cómo mi hermana me ha dejado sola para servir? Dile, pues, que me ayude. "Y el Señor le respondió y dijo: Marta, Marta, muy cuidadosa estás y en muchas cosas te fatigas. "En verdad una sola es necesaria. María ha escogido la mejor parte, que no le será quitada." El silencio torna. El sol, que se ha ido corriendo poco á poco, marca sobre el aljofifado pavimento un vivo cuadro. A lo lejos, las campanadas de las doce caen lentas. En la iglesia Nueva suena el grave tintineo del Ave María. Puche cruza las manos y murmura: —Virgen Purísima antes del parto. Dios te salve, María, llena eres de gracia, etc. Virgen Purísima en el parto. Dios te salve, María... Virgen Purísima después del parto. Dios te salve, María... — Después agrega dulcemente: "El Señor nos dé una buena tarde." Vuelve á reinar un ligero silencio. Justina, al fin, suspira: —La vida es un valle de lágrimas. Y Puche añade: —Jesús ha dicho: sed buenos, sed pobres, sed sencillos. Y los hombres no son buenos, ni pobres, ni sencillos. Mas tiempo vendrá en que la justicia suprema reine implacable. Los grandes serán humillados, y los humildes ensalzados. La cólera divina desbordaráse en castigos enormes. ¡Ah, la angustia de los soberbios será indecible! Un grito inmenso de dolor partirá de la humanidad aterrorizada. La peste devastará las ciudades: gentes escuálidas vagarán por las campiñas yermas. Los mares rugirán enfurecidos en sus lechos; el incendio llameará crepitante sobre la tierra conmovida por temblores desenfrenados, y los mundos, trastornados de sus esferas, perecerán en espantables desquiciamientos... Y del siniestro caos, tras la confusión del juicio último, manará serena la luz de la Verdad Infinita. De pie, Puche, nimbada su cabeza de apóstol por el tibio rayo de sol, permanece inmóvil un momento con los ojos al cielo. III El zaguán, húmedo y sombrío, está empedrado de menudos cantos. Junto á la pared, un banco luce su tallado respaldo; en el centro pende del techo un farolón disforme. Franqueada la puerta del fondo, á la derecha se abre la cocina de amplia campana, y á la izquierda el despacho. El despacho es una anchurosa pieza de blancas paredes y bermejas vigas en el techo. Llenan los estantes de oloroso alerce, libros, muchos libros, infinitos libros —libros en amarillo pergamino, libros pardos de jaspeada piel y encerados cantos rojos, enormes infolios de sonadoras hojas, diminutas ediciones de elzevirianos tipos. En un ángulo, casi perdidos en la sombra, tres gruesos volúmenes que resaltan en azulada mancha, llevan en el lomo: Schopenhauer. De la calle, a través de las finas tablas de espato que cierran los ventanos, la luz llega y se difluye en tamizada claridad sedante. Recia estera de esparto, listada á viras rojas y negras, cubre el suelo. Y entre dos estantes cuelga un cuadro patinoso. El cuadro es triste. De pie, una dama de angulosa cara tiene de la mano á una niña; la niña muestra en la mano tres claveles, dos blancos y uno rojo. A la derecha del grupo hay una mesa; encima de la mesa hay un cráneo. En el fondo, sobre la pared, un letrero dice: Nascendo morimur. Y la anciana y la niña, atentas, cuidadosas, reflexivas, parecen escrutar con su mirada interrogante el misterio infinito. En el despacho, Yuste se pasea á menudos pasos que hacen crujir la estera. Yuste cuenta sesenta años. Yuste es calvo y ligeramente obeso; su gris mostacho romo oculta la comisura de los labios; sobre la nítida pechera la gordezuela barbilla se repliega abundosa. Y la fina cadena de oro que pasa y repasa en dos grandes vueltas por el cuello destaca refulgente en la negrura del limpio traje. Azorín, sentado, escucha al maestro. Azorín mozo ensimismado y taciturno, habla poco y en voz queda. Absorto en especulaciones misteriosas, sus claros ojos verdes miran extáticos lo indefinido. El maestro va y viene ante Azorín en sus peripatéticos discursos. Habla resueltamente. A través de la palabra enérgica, pesimista, desoladora, colérica, iracunda —en extraño contraste con su beata calva y plácida sonrisa— el maestro extiende ante los ojos del discípulo hórrido cuadro de todas las miserias, de todas las insanias, de todas las cobardías de la humanidad claudicante. La multitud le exaspera: odio profundo, odio tal vez rezago de lejanos despechos, le impulsa fieramente contra la frivolidad de las muchedumbres veleidosas. El discurso aplaudido de un exministro estúpido, el fondo palabrero de un periódico, la frase hueca de un periodista vano, la idiotez de una burguesía caquéxica, le convulsionan en apopléticos furores. Odia la frase hecha, el criterio marmóreo, la sistematización embrutecedora, la ley, salvaguardia de los bandidos, el orden, amparo de los tiranos... Y á lo largo de la estancia recargada de libros, nervioso, irascible, enardecido, va y viene mientras sus frases cálidas vuelan á las alturas de una sutil y deprimente metafísica, ó descienden flageladoras sobre las realidades de la política venal y de la literatura vergonzante. Azorín escucha al maestro. Honda tristeza satura su espíritu en este silencioso anochecer de invierno. Yuste pasea. A lo lejos suenan las campanas del santuario. Los opacos tableros de piedra palidecen. El maestro se detiene un momento ante Azorín y dice: —Todo pasa, Azorín, todo cambia y perece. Y la substancia universal,—misteriosa, incognoscible, inexorable— perdura. Azorín remuévese lentamente y gime en voz opaca: —Todo pasa. Y el mismo tiempo que lo hace pasar todo, acabará también. El tiempo no puede ser eterno. La eternidad, presente siempre, sin pasado, sin futuro, no angosta ventana baja, acristalada con un vidrio empolvado, cerrada por una reja, alambrada por fina malla. Al otro extremo una diminuta puerta de cuarterones comunica á un obscuro pasillo. Y al final del pasillo, la blanca luz de un patio resalta en viva claridad fulgente. El clérigo ambulatorio parece absorto en hondas y dolorosas meditaciones. Es alto; viste sotana manchada en la pechera á largas gotas; tiene liado el cuello en recia bufanda negra; sus mejillas están tintadas de finas raicillas rojas, y su nariz avanza vivamente inflamada. Bajo el bonete de agudos picos, caído sobre la frente, sus ojos miran vagarosos y turbios... Hondas preocupaciones le conturban; arriba, abajo, dando furibundas papadas al veguero, pasea nervioso por la estancia. Y un momento, se detiene ante el clérigo sentado y pregunta, tras una ligera pausa en que considera absorto la ceniza del cigarro: —¿Tú crees que el macho de José Marco es mejor que el mío? El interpelado no contesta. Y el alto clérigo prosigue, en hondas meditaciones, sus paseos. Después añade: —Hemos estado cazando en el Chisnar José Marco y yo. José Marco ha muerto siete perdices, yo dos... ¡Mi macho no cantaba! En la puerta aparece un personaje envuelto en vieja capa. Entre los dos trazos pardos de las vueltas, la camisa fofa, sin corbata, resalta blanca. Y sobre el alto y enhiesto cuello de la capa, la fina cabeza redonda luce en la rosada calva y en las mejillas afeitadas. Es un místico y es un truhán; tiene algo de cenobita y algo de sátiro. En el umbral, inmóvil, con las piernas ligeramente distanciadas, mira interrogador á los dos clérigos. Sus ojuelos titilean arriscados; sus labios se pliegan compungidos... Ante él se para el clérigo; los dos se miran silenciosos. Y el clérigo pregunta: —¿Tú crees que el macho de José Marco es mejor que el mío? El truhán beatífico inclina la cabeza, enarca las cejas, y sonríe: —Según... Y sonriendo picaresco mira al otro clérigo como contándole con la mirada lo por centésima vez sabido. Luego pregunta al propietario de la perdiz taciturna: —¿Lo has sacado? El andante contesta: —Hemos ido al Chisnar José Marco y yo; él ha muerto siete perdices, yo dos. —Y añade con reconcentrada ira: — ¡Mi macho no cantaba! El truhán trae una noticia flamante: Puche ha sido, por fin, nombrado cura de la iglesia Nueva. —Sí —dice el clérigo sentado—, ha sido por Redón. —Y agrega sordamente: — Y lo hará obispo. El truhán enarca las cejas: —Según... —Y al sonreír, en su helgada dentadura brillan blancos sus dientes puntiagudos. A propósito de Puche se habla de su sobrina Justina. —¿Se casa con Azorín? —pregunta el clérigo sentado. El truhán dice que no. Puche se opone de tal modo al casamiento, que Justina será monja antes que mujer de Azorín. El sermón ha terminado. El predicador entra acezando. El clérigo errabundo, ante la cajonería, en enfunda en el roquete, se pasa por el cuello la estola, se echa sobre los hombros la floreada capa. Y sale. En el umbral da un ligero traspiés. V En la placidez de este anochecer de Agosto, Yuste y Azorín pasean por el tortuoso camino viejo de Caudete. El cielo se ensombrece poco á poco; comienzan á titilear las estrellas; una campana toca el Angelus. Y á lo lejos un cuclillo repite su nota intercadente... Yuste se para y dice: —Azorín, la propiedad es el mal... En ella está basada la sociedad actual. Y puesto que á su vez la propiedad está basada en la fuerza y tiene su origen en la fuerza, nada más natural, nada más justo, nada más humano que destruir la propiedad... Azorín escucha silencioso al maestro. Yuste prosigue: —La propiedad es el mal... Se buscarán en vano soluciones al problema eterno. Si el medio no cambia, no cambia el hombre... Y el medio es la vivienda, la alimentación, la higiene, el traje, el reposo, el trabajo, los placeres. Cambiemos el medio, hagamos que todo esto, el trabajo y el placer, sea pleno, gustoso, espontáneo, y cambiará el hombre. Y si sus pasiones son ahora destructivas —en este medio odioso—, serán entonces creadoras —en otro medio saludable... No cabe hablar del problema social: no lo hay. Existe dolor en los unos y placer en los otros, porque existe un medio que á aquéllos es adverso y á éstos favorable... La fuerza mantiene este medio. Y de la fuerza brota la propiedad, y de la propiedad el Estado, el ejército, el matrimonio, la moral. Azorín replica: —Un medio de bienestar para todos supone una igualdad, y esa igualdad... Yuste interrumpe: —Sí, sí; se dice que es imposible una igualdad de todos los hombres... que todos no tienen el mismo grado de cultura... que todos no tienen las mismas delicadezas estéticas y afectivas... El maestro calla un momento y después añade firmemente: —Las tendrán todos, las tendrán todos... Hace un siglo Juan Bautista Lamarck ponía el siguiente ejemplo en su Filosofía zoológica: un pájaro vese forzado á vagabundear por el agua en sitios de profundidad escasa; sus sucesores hacen lo mismo; los sucesores de sus sucesores hacen lo propio... Y de este modo, poco á poco, á lo largo de múltiples generaciones, este pájaro ha visto crecer entre los dedos de sus patas un ligero tejido... y aumentar de espesura... y llegar á recia membrana que le permite á él, descendiente de los primitivos voladores, nadar cómodamente en las marismas... Pues bien; ahora aplica este caso. Pon al hombre más rudo, más grosero, más inintelectual en una casa higiénica y confortante; aliméntalo bien: vístelo bien; haz que trabaje con comodidad, que goce sanamente... Y yo te digo que al cabo de tres, de ocho, de doce generaciones, de las que sean, el descendiente de ese rudo obrero será un bello ejemplar de hombre culto, artista, cordial, intelectivo. Azorín observa: —Eso es el transformismo. Y Yuste replica: —Sí, es el transformismo que nos enseña que hay que lograr un medio idéntico para llegar á una identidad, á una igualdad fisiológica y psicológica... indispensable para la absoluta igualdad ante la Naturaleza. He aquí porqué he dicho antes que el problema no existe... No existe desde que Lamarck, Darwin y demás naturalistas contemporáneos han puesto en evidencia que el hombre es la función y el medio... Y puesto que es imposible producir un nuevo tipo humano sin cambiar la función y el medio, es de toda necesidad destruir radicalmente lo que constituye el medio y la función actuales. En el silencio de la noche, la voz del maestro vibra apasionada. Esta mañana, Yuste ha recibido una revista. En la revista figura un estudio farfullado por un antiguo compañero suyo, hoy encaramado en una gran posición política. Y en ese estudio, que es una crónica en que desfilan todos los amigos de ambos, los antiguos camaradas, Yuste ha visto omitido su nombre, maliciosamente, envidiosamente... El maestro prosigue indignado: —Para esta obra no hay más instrumento que la fuerza. Nuestros antepasados milenarios usaron de la fuerza para crear instituciones que hoy son venero de dolor: nosotros emplearemos la fuerza para crear otro estado social que sea manantial de bienandanzas... Yuste piensa en su antiguo frívolo amigo y en sus frívolos discursos. —Y yo no sé cómo se llamará esto que pido en el lenguaje de los politicastros profesionales,— añade:— lo que veo con evidencia es que el procedimiento de la fuerza se impone, y lo que percibo con tristeza es que es irónico, de una ironía tremenda, entretenerse en discutir la solución de este que llaman problema, mientras el obrero se extenúa en las minas y en las fábricas. Yuste tiene en la imaginación el humanitarismo insustancial de su amigo el político. Y agrega: —Leyes de accidentes del trabajo, de protección de la infancia, de jurados mixtos, de salarios mínimos... yo las considero todas absurdas y cínicas. El que hace la ley se juzga en posesión de la verdad y de la justicia, y ¿cómo han de ser posesores de la verdad y de la justicia los tiranos? La ley supone concesión, y ¿cómo vamos á tolerar que se nos conceda graciosamente una mínima parte de lo que se nos ha detentado?... Podrá hablarse cuanto se quiera del problema social; podrán invocarse sociólogos, economistas, filósofos... Yo no necesito invocar á nadie para saber que la tierra no tiene dueño, y que un príncipe, ó un ministro, ó un industrial, no tiene más derechos que yo, obrero, para gozar de los placeres del arte y de la naturaleza... El trabajo —dicen los economistas— es la fuente de la propiedad; una casa es mía porque con mi trabajo, ó con mi dinero, que representa trabajo, la fabrico... Y, ¿quién ha enseñado á ese propietario —pregunto yo— á arrancar la piedra yeso en la cantera? Y ¿quién ha inventado el fuego en que se ha de tostar esa piedra, y las reglas con que se han de levantar los muros, y las artes diversas con que se ha de acabar la casa toda? En estricta justicia distributiva, pensando bien y sintiendo de todo corazón, ese propietario envanecido con su casa tendría que inscribirla en el registro de la propiedad á nombre del primer salvaje que hizo brotar el fuego del roce de unos maderos contra otros... Cuando yo muevo mi pluma para escribir una página, ¿puedo asegurar que esa página es mía y no de las generaciones y generaciones que han inventado el alfabeto, la gramática, la retórica, la dialéctica? El maestro calla. Ha cerrado la noche. La menuda fauna canta en inmenso coro, persistente, monorrítmico. Y del campo silencioso llega al espíritu una vaga melancolía depresiva, punzante. Yuste prosigue exaltado: —¡Admitir la propiedad como creación personal!... ¡Eso es poner en la teleología universal una fuerza nueva é increada; es admitir una causa primera y absoluta, algo que está fuera de nuestro mundo y que escapa á todas sus leyes!... ¡Eso es tan absurdo como el libre albedrío!... Y como nada se crea ni nada se pierde, y como las leyes que rigen el mundo físico son idénticas á las que rigen el mundo moral —puesto que éste y aquél son uno mismo—, he aquí porqué nosotros, fundados en la concausalidad inexorable, en el ciego determinismo de las cosas, queremos destruir la propiedad...y he aquí cómo los primitivos atomistas —Epicuro, Lucrecio— vienen inocentemente á través de los siglos, instauración de esas mismas libertades, y á la consolidación de un estado de derecho que permite, en cierto modo, el libre desarrollo de las iniciativas individuales. Así, en resumen, yo he de manifestar que, aunque aplaudo, desde luego, la noble campaña por ustedes emprendida, y á ello les aliento, creo que hay que respetar, como base social indiscutible, aquello que constituye lo fundamental en el engranaje social, ó sea los derechos adquiridos... Otra vez los tres ingenuos regeneradores tornaron á mirarse convencidos. Indudablemente, el ilustre orador tenía razón; había que hacer una enérgica campaña de renovación social, pero respetando, respetando profundamente las tradiciones, las instituciones legendarias, los derechos adquiridos. Y Pedro, Juan y Pablo, de nuevo redactaron su protesta de este modo: "Independientemente de toda cuestión política, y sin ánimo de atentar á los derechos adquiridos, que juzgamos respetables, ni de subvertir en absoluto un estado de cosas que tiene su razón de ser en la historia, manifestamos nuestro deseo de que los ciudadanos de Nirvania trabajen en favor de la moralidad administrativa." Siguiendo en sus peregrinaciones los tres jóvenes visitaron luego á un sabio sociólogo. Este sociólogo era un hombre prudente, discreto, un poco escéptico, que había visto la vida en los libros y en los hombres, que sonreía de los libros y de los hombres. — Lo que ustedes pretenden— les dijo —me parece paradójico é injusto. ¡Suprimir el caciquismo! La sociedad es un organismo, es un cuerpo vivo; cuando este cuerpo se ve amenazado de muerte, apela á todos los recursos para seguir viviendo y hasta se crea órganos nocivos que le permitan vivir... Así la sociedad española, amenazada de disolución, ha creado el cacique que, si por una parte detenta el poder para favorecer intereses particulares, no puede negarse que en cambio subordina, reprime, concilia estos mismos intereses. Obsérvese á los caciques de acción, y se les verá conciliar, armonizar los más opuestos intereses particulares. Suprímase el cacique y esos intereses entrarán en lucha violenta, y las elecciones, por citar un ejemplo, serán verdaderas y sangrientas batallas... Por tercera vez Pedro, Juan y Pablo se miraron convencidos y acordaron volver á redactar la protesta en esta forma: "Respetando y admirando profundamente, tanto en su conjunto como en sus detalles, el actual estado de cosas, nos permitimos, sin embargo, hacer votos por que en futuras edades mejore la suerte del pueblo de Nirvania, sin que por eso se atente á las tradiciones ni á los derechos adquiridos." Y cuando Pedro, Juan y Pablo, cansados de ir y venir con su protesta, se retiraron por la noche á sus casas, entregáronse al sueño tranquilos, satisfechos, plenamente convencidos de que vivían en el más excelente de los mundos, y de que en particular era Nirvania el más admirable de todos los países." El maestro calló. Y como declinara la tarde, al levantarse para regresar al pueblo, dijo: —Esto es irremediable, Azorín, si no se cambia todo... Los unos son escépticos, los otros perversos... y así caminamos, pobres, miserables, sin vislumbres de bonanza... arruinada la industria, malvendiendo sus tierras los labradores... Yo les veo aquí en Yecla morirse de tristeza al separarse de su viña, de su carro... Porque si hay algún amor hondo, intenso, es este amor á la tierra... al pedazo de tierra sobre el que se ha pasado toda la vida encorvado... de donde ha salido el dinero para la boda, para criar á los muchachos... y que al fin hay que abandonar... definitivamente, cuando se es viejo y no se sabe lo que hacer ni adónde ir... (Una pausa; Yuste saca la diminuta tabaquera). Por eso yo amo a Yecla, á este buen pueblo de labriegos... Los veo sufrir... Los veo amar, amar la tierra... Y son ingenuos y sencillos, como mujiks rusos... y tienen una Fe enorme... la Fe de los antiguos místicos... Yo me siento conmovido cuando los oigo cantar su rosario en las madrugadas... Algunos, viejos ya, encorvados, vienen los sábados, á pie, de campos que distan seis ú ocho leguas... Luego, cuando han cantado, retornan otra vez á pie á sus casas... Esa es la vieja España... legendaria, heroica... Y el maestro Yuste detiene su mirada en la lejana ciudad que se esfuma en la penumbra del crepúsculo, mientras las campanas tocan en campaneo polirrítmico. VII Primero hay una sala pequeña; después está otra sala, más pequeña, que es la alcoba. La sala está enlucida de blanco, de brillante blanco, tan estimado por los levantinos; á uno de los lados hay una gran mesa de nogal; junto á ésta otra mesita cargada de libros, papeles, cartapacios, dibujos, mapas. En las paredes lucen fotografías de cuadros del Museo —la Marquesa de Leganés, de Van Dyck, Goya, Velázquez— un dibujo de Willette representando una caravana de artistas bohemios que caminan un día de viento por un llano, mientras á lo lejos se ve la cima de la torre Eiffel; dos grandes grabados alemanes del siglo xviii con deliquios de santos, y una estampa de nuestro siglo xvii, titulada Tabula regnum celorum, y en que aparece el mundo con sus vicios y pecados, los caminos de la perfección con sus elegidos que se encaminan por ellos, y, en la parte superior, la gloria, cercada de murallones, con sus jerarquías angélicas, y con las tres respetables personas de la Santísima Trinidad rodeadas de su corte y sentadas blandamente en las nubes... Hay también en la estancia sillas negras de rejilla, y una mecedora del mismo juego. El piso es de diminutos mosaicos cuadrados y triangulares, de colores rojos, negros y amarillos. Aquí es donde Azorín pasa sus hondas y trascendentales cavilaciones, y va leyendo á los clásicos y á los modernos, á los nacionales y á los extranjeros. No lejos de su cuarto está la biblioteca, que es una gran habitación á teja vana, con el techo bajo é inclinado, con las vigas toscas, desiguales, con grandes nudos. Los estantes cubren casi todas las paredes, y en ellos reposan sabiamente los sabios y discretos libros, unos viejos, enormes, con sus amarillos pergaminos, con cierto aire de suficiencia paternal, y otros, junto á éstos, en revuelta é irrespetuosa confusión con ellos, pequeños, con cubiertas amarillas y rojas, como jóvenes fuertes y audaces que se ríen un poco de la senilidad omnisciente. Entre estante y estante hay grandes arcas de blanca madera de pino —donde acaso se guardan ropas de la familia— y encima multitud de vasos, potes, jícaras, tazas, platos, con dulces conservas y mermeladas, que sin duda se ha creído conveniente poner á secar en la biblioteca por seguir la indicación del buen Horacio, que aconseja que se ponga lo dulce junto á lo útil. Azorín va y viene de su cuarto á la biblioteca. Y esta ocupación es plausible. Azorín lee en pintoresco revoltijo novelas, sociología, crítica, viajes, historia, teatro, teología, versos. Y esto es doblemente laudable. El no tiene criterio fijo: lo ama todo, lo busca todo. Es un espíritu ávido y curioso; y en esta soledad de la vida provinciana, su pasión es la lectura y su único trato el trato del maestro. Yuste va insensiblemente moldeando este espíritu sobre el suyo. En el fondo no cabe duda que los dos son espíritus avanzados, progresivos, radicales, pero hay en ellos cierta inquietud, cierto desasosiego, cierta secreta reacción contra la idea fija, que desconcierta á quien los trata, y mueve cierta irritación en el observador frívolo, que se indigna de no poder definir, de no poder coger estos matices, estos relampagueos, estos vislumbres rápidos, que él, hombre de una pieza, hombre serio, no tiene ni comprende... irritación que es la del niño que no entiende el mecanismo de un juguete y lo rompe. Así no es extraño que los honrados vecinos sonrían ligeramente —porque son discretos— cuando un forastero les habla del maestro; ni está fuera de las causas y concausas sociales que las buenas devotas —esas mujeres pálidas, que visten de negro, y que nos han visto nacer— suspiren un poco delante de Azorín y muevan la cabeza, mientras sus manos están juntas, con los dedos trabados. Pero Azorín no hace gran caso de estos suspiros piadosos y continúa hablando con el maestro y leyendo sus libros grandes y pequeños. Ahora Azorín lee á Montaigne. Este hombre que era un solitario y un raro, como él, le encanta. Hay cosas en Montaigne que parecen escritas ayer mismo; el ensayo sobre Raimundo Sabunde es un modelo de observación y de amenidad. Y después esta continua ostentación del yo, de sus amores, de sus gustos, de su manera de beber el vino —un gran trago después de las comidas— de sus lecturas, de su mal de piedra... Todo esto, que es una personalidad iliteraria, viva, gesticuladora, incongruente, ondulosa; todo esto es delicioso. Azorín de cuando en cuando piensa en él mismo. Montaigne era un hombre raro, pero llegó á ser alcalde de Burdeos; hoy siendo un poco original es difícil llegar á ser un concejal en Yecla. Y es que la originalidad, que es lo más alto de la vida, la más alta manifestación de vida, es lo que más difícilmente perdona el vulgo, que recela, desconfía —y con razón— de todo lo que escapa á su previsión, de todo lo que sale de la línea recta, de todo lo que puede suscitar en la vida situaciones nuevas ante las cuales él se verá desarmado, sin saber lo que hacer, humillado. ¿Se concibe á Pío Baroja siendo alcalde de Móstoles? Silverio Lanza —que es uno de los más originales temperamentos de esta época— ha intentado ser alcalde de Getafe. ¡Y hubiera sido una locura firmar su nombramiento! —La vida de los pueblos —piensa Azorín—, es una vida vulgar... es el vulgarismo de la vida. Es una vida más clara, más larga y más dolorosa que la de las grandes ciudades. El peligro de la vida de pueblo es que se siente uno vivir... que es el tormento más terrible. Y de ahí el método en todos los actos y en todas las cosas —el feroz método de que abomina Montaigne—; de ahí los prejuicios que aquí cristalizan con una dureza extraordinaria, las pasiones pequeñas... La energía humana necesita un escape, un empleo; no puede estar reprimida, y aquí hace presa en las cosas pequeñas, insignificantes —porque no hay otras— y las agranda, las deforma, las multiplica... He aquí el secreto de lo que podríamos llamar hipertrofia de los sucesos... hipertrofia que se nota en los escritores que viven en provincias —como Clarín— cuando juzgan éxitos y fracasos, ocurridos en Madrid... Este sentirse vivir hace la vida triste. La muerte parece que es la única preocupación en estos pueblos, en especial en estos manchegos, tan austeros... Entierros, anunciadores de entierros que van tocando por las calles una campanilla, misas de réquiem, dobleo de campanas... hombres envueltos en capas largas... suspiros, sollozos, actitudes de resignación dolorosa... mujeres enlutadas, con un rosario, con un pañuelo que se llevan á los ojos, y entran á visitarnos y nos cuentan gimiendo la muerte de este amigo, del otro pariente... todo esto, y las novenas, y los rosarios, y los cánticos plañideros por las madrugadas, y las procesiones... todo esto es como un ambiente angustioso, anhelante, que nos oprime, que nos hace pensar minuto por minuto —¡estos interminables minutos de los pueblos!— en la inutilidad de todo esfuerzo, en que el dolor es lo único cierto en la vida, y en que no valen afanes ni ansiedades, puesto que todo —¡todo: hombres y mundos!— ha de acabarse, disolviéndose en la nada, como el humo, la gloria, la belleza, el valor, la inteligencia. Y como Azorín viese que se iba poniendo triste y que el escepticismo amable del amigo Montaigne era, amable y todo, un violento nihilismo, dejó el libro y se dispuso á ir á ver al maestro —que era como salir de un hoyo para caer en una fosa. Hoy "Los Lunes de El Imparcial" han sumido al maestro Yuste en una ligera tristeza filosófica. El maestro ha leído una hermosa crónica de un joven que se revela como una esperanza de las letras. Y ha pensado: "Así se escribe, así se escribe... Yo siento que soy un pobre hombre... Originalidad... idealidad... energía en la frase... espontaneidad... no las tengo, no las he tenido nunca. Yo siento que soy un pobre hombre. Mi tiempo pasó: yo pude creerme artista porque tenía cierta audacia, cierta facilidad de pluma... pero ese silencioso ritmo de las ideas que nos hechiza y nos conmueve, yo no lo he tenido nunca, yo no lo tengo... ¡Así se escribe!" Y el maestro ha mirado tristemente, penosamente, el periódico. "Hay cada ocho, cada diez, cada veinte años —ha seguido pensando— un nuevo tipo de escritor que representa las aspiraciones y los gustos comunes. No hay más que abrir una colección de periódicos para verlo claramente. La sintaxis, la adjetivación, la analogía, hasta la misma puntuación cambian en breve espacio de tiempo... Un cronista no puede ser "brillante" más allá de diez años... y es mucho. Después queda anticuado, desorientado. Otros jóvenes vienen con otros adjetivos, con otras metáforas, con otras paradojas... y el antiguo cronista muere definitivamente, para el presente y para la posteridad... ¿Quién era Selgas? ¿Quién era Castro y Serrano?... Yo veo que hay dos cosas en literatura: la novedad y la originalidad. La novedad está en la forma, en la facilidad, en el ardimiento, en la elegancia del estilo. La originalidad es cosa más honda: está en algo indefinible, en un secreto encanto de la idea, en una idealidad sugestiva y misteriosa... Los escritores nuevos son los más populares; los originales rara vez alcanzan la popularidad en vida... pero pasan, pasan indefectiblemente á la posteridad. Y es que sólo puede ser popular lo artificioso, lo ingenioso, y los escritores originales son todos sencillos, claros, desaliñados casi... porque sienten mucho. Cervantes, Teresa de Jesús, Bécquer... son incorrectos, torpes, desmañados. En tiempo de Cervantes, los Argensola eran los cronistas "brillantes"; en tiempo de Bécquer... yo no sé quién sería, tal vez aquel majadero de Lorenzana... Y el maestro vuelve á mirar tristemente el periódico. "Sí, sí, yo he sido también un escritor brillante... Ahora, solo, olvidado, lo veo... y me entristezco." Azorín llega. Hace una tarde espléndida. El sol tibio, confortador, baña las anchas calles. En las aceras, las mujeres sentadas en sillas terreras, trabajan en sus labores. Se oye, á intervalos, el coro lejano de una escuela. Yuste y Azorín suben al Castillo. El Castillo es un santuario moderno. Un ancho camino en zig—zag conduce hasta la cumbre. Y desde lo alto, aparece la ciudad asentada al pie del cerro, y la huerta con sus infinitos cuadros de verdura, y los montes Colorado y Cuchillo que cierran con su silueta yerma el horizonte... Al otro lado del Castillo se extiende la llanura inmensa, verdeante á trechos, á trechos amarillenta, limitada por el perfil azul, allá en lo hondo, de la sierra de Salinas. Y en primer término, entre olivares grises, un paralelogramo grande, de tapias blanquecinas, salpicadas de puntitos negros. Yuste se sienta, y su mirada se posa en los largos muros. Dos cuervos vuelan por encima lentamente, graznando. Por un camino que conduce á las tapias avanza una ristra de hombres enlutados. Y el cielo está radiante, limpio, azul. Yuste dice: —Azorín, la gloria literaria es un espejismo, una fantasmagoría momentánea... Yo he tenido mi tiempo de escritor conocido; ahora no me conoce nadie. Abre la colección de un periódico —que es una de las cosas más tristes que conozco—; mira las firmas de hace ocho, diez, veinte años... verás nombres, nombres, nombres de escritores que han vivido un momento y luego han desaparecido... Y ellos eran populares, elogiados, queridos, ensalzados. ¿Quién se acuerda hoy de Roberto Robert, que fué tan popular, de Castro y Serrano, que murió ayer, de Eduardo de Palacio, que aun me parece que veo?... El año sesenta y tantos era crítico de teatros en Las Novedades un señor González de la Rosa, ó Rosa González... No hay duda de que sería temido en los escenarios, lisonjeado en los cuartos de los actores, leído por el público al día siguiente del estreno... como Caramanchel, Laserna, Arimón... Aquel señor debió de creer en la inmortalidad —como creerá sin duda el ingenuo Arimón—; y mira cómo la inmortalidad no se ha acordado del señor Rosa González... Laserna, Arimón, Caramanchel pueden tomar de este caso una lección provechosa. El maestro sonríe y calla. Luego prosigue: —Si alguna vez eres escritor, Azorín, toma con flema este divino oficio. Y después... no creas en la crítica ni en la posteridad... En los mismos años precisamente en que Goya pintaba (allá por 1781), la más alta autoridad literaria de España, Jovellanos, dijo, en ocasión solemnísima, que Mengs era, óyelo bien, "el primer pintor de la tierra..." ¿Quién conoce hoy á Antonio Rafael Mengs?... Ya sabes lo que le pasó á Stendhal: escribió para seis ú ocho amigos. Y de Cervantes, el pobre, no digamos: en su tiempo todos los literatos cultos, los poetas cortesanos, despreciaban a este hombre que escribía cosas chocarreras en estilo desaliñado... Los Argensola, cuando fueron nombrados no sé qué cosa diplomática en Italia, desatendieron brutalmente sus pretensiones de un empleo, y finalmente (atiende á esto, que creo que no ha dicho ningún cervantista), finalmente, un jesuita, también presumido de culto, de brillante, dijo que el Quijote era una "necedad"... En El Criticón lo dijo... —¿De modo —replica Azorín— que para usted no hay regla crítica infalible, segura? —No hay nada estable, ni cierto, ni inconmovible —contesta Yuste. Y haciéndose la ilusión consoladora de que es un inveterado escéptico, prosigue: —¡Qué sabemos! Mi libro son los Ensayos del viejo alcalde de Burdeos, y de él no salgo... Después piensa en el artículo de El Imparcial y añade: —Cuando me hablan de gentes que llegan y de gentes que fracasan, sonrío... Fíjate en que hoy el público ha cambiado totalmente: no hay público, sino públicos, sucesivos, rápidos, momentáneos. Un público antiguo era un público de veinte, treinta, cuarenta años... vitalicio. La lectura estaba menos propagada, no había grandes periódicos que en un día difundían por toda una nación un hecho; se publicaban menos libros; eran menos densas y continuas las relaciones entre los mismos literatos, y entre los literatos y el público... Así un escritor que lograba hacer conocido su nombre, era ya un escritor que permanecía en la misma tensión de popularidad durante una generación, durante veinte, treinta años... Imagínate el público de una de las viejas ciudades intelectuales: Salamanca, Alcalá de Henares... Es un público de estudiantes, gente joven, que lee los Sueños de Quevedo ó las décimas de Espinel y con ellas se regodea durante ocho ó diez años... Luego, terminados los estudios, se desparraman todos por sus aldeas, pueblos, ciudades, donde ya no tendrán más diversión que su escopeta y sus naipes, cosa no muy intelectual... Pues bien, ¿no es lógico que este licenciado en derecho, ó este clérigo, ó este médico, que metido en un rincón ya no tiene relación ninguna literaria, puesto que no lee periódicos ni revistas, ni apenas ve libros nuevos, no es lógico que en él la admiración por Quevedo y Espinel, que se sabe de memoria, dure toda la vida?... El maestro calla un instante; luego prosigue: —Registra nuestra historia literaria en busca de lo que hoy llamamos fracasados: no los hallarás... En cambio hoy la duración de un público se ha reducido, y así como antes la longitud del público emparejaba, sin faltar ni sobrar apenas, con la longitud de la vida del escritor, hoy cuatro ó seis longitudes de público son precisas para una de escritor... Yo no sé si me explico con todas estas geometrías... Ello es, en síntesis, que hoy durante la vida de un literato se suceden cuatro ó seis públicos. Y de ahí lo que llamamos fracasados, de ahí que un escritor nuevo y vigoroso al año 1880 sea un anticuado en 1890... No importa que el escritor no suelte la pluma de la mano, es decir, que no deje de comunicarse íntimamente con el público; el fracaso llega de todos modos. Así se explica que X, Y, Z, que escriben todos los días, hace años y años, en grandes periódicos, estén desprestigiados á los ojos de una generación, de la cual sólo les separan escasos años... generación que si no tiene el poder en las redacciones influyentes, en cambio es la que impera por su juventud —que es fuerza— en el ambiente intelectual de un pueblo... Aquí Yuste vuelve á callar. El sol declina en el horizonte. Y lentamente el tinte azul de las lejanas sierras va ensombreciéndose. El maestro prosigue: —Y ten en cuenta esto, que es esencialísimo: el fracaso lo da el público y sólo en esta edad en que lo que vive no es el artista, sino la imagen que el público tiene del artista, es cuando se dan los fracasados... Un artista que no vive para el público y por el público, ¿cómo ha de fracasar? Los primitivos flamencos, Van Eyck, Memling... Van der Weyden... el divino Van der Weyden... ¿cómo iban á fracasar si no firmaban sus cuadros?... Las obras de casi todos nuestros grandes clásicos han sido publicadas por sus herederos ó discípulos... Otro silencio. Yuste y Azorín bajan del Castillo por el ancho camino serpenteante. La ciudad va sumiéndose en la sombra. El humo de las mil chimeneas forma una blanca neblina sobre el fondo negro de los tejados. Y la enorme cúpula de la iglesia Nueva destaca poderosa en el borroso crepúsculo. El maestro saca su tabaquera de plata y aspira un polvo. Luego dice lentamente: —Yo y todos mis compañeros fuimos jóvenes que íbamos á llegar... que llegamos sin duda... después vino otro público, vino otra gente... fracasamos... como fracasaréis vosotros, es decir, como os fracasarán los que vengan más nuevos... Y esto sí que es una lección (sonriendo), no de inmortalidad, como la de González de la Rosa, sino de piedad, de suprema piedad, de respeto, de supremo respeto, que los jóvenes de hoy, los poderosos de hoy, deben á los jóvenes de ayer, á los que trabajaron como ahora trabajáis vosotros; á los que tuvieron vigor, fe, entusiasmo... X Ayer se celebraron las elecciones. Y ha salido diputado como siempre, un hombre frívolo, mecánico, automático, que sonríe, que estrecha manos, que hace promesas, que pronuncia discursos... El maestro está furioso. El augusto desprecio que por la industria política siente, le ha abandonado; y á pesar suyo, va y viene, en su despacho, irritado, iracundo. Azorín lo contempla en silencio. —Y yo no sé —exclama Yuste—, cómo podremos llamar al siglo xix sino el siglo de la mixtificación. Se mixtifica todo, se adultera todo, se falsifica todo: dogmas, literatura, arte... Y así León Taxil, el enorme farsante, es la figura más colosal del siglo... de este siglo que ha inventado la Democracia, el sufragio universal, el jurado, las constituciones... León Taxil principia á vivir á costa de los católicos publicando contra ellos diatribas y diatribas que se venden á millares... Luego el tema se agota, se agota la credulidad de esos ingenuos librepensadores, y Taxil, que era un hombre de ingenio, tan grande por lo menos como Napoleón, se convierte al catolicismo, poco después de la publicación de la encíclica Humanum —Además, —ha añadido—, yo creo que el empleo de la fuerza es añadir maldad á la maldad ya existente, es decir, es devolver mal por mal... querer que el bien reine en la humanidad por el esfuerzo que haga el mal para que así sea. Y yo pregunto... Yuste da dos golpecitos sobre la tabaquera. Indudablemente el maestro se siente hoy parlamentario. —Y yo pregunto: ¿es lícito reparar el mal con el mal? Platón contestará por mí. Recuerdo, querido Azorín, que aquel amado maestro dijo, en su diálogo titulado Critón, que en ningún caso debe cometerse la injusticia. Su doctrina es la más pura, la más generosa, la más alta que haya nunca conocido la humanidad; es el espíritu mismo de Budha, de Jesús, de todos los grandes amadores de multitudes, es el espíritu de esos hombres el que alienta á través de este diálogo incomparable. Y el maestro coge del estante un libro y lee: "¿Luego en manera alguna debe cometerse ninguna otra injusticia? —pregunta Sócrates. Critón. Sin duda que no. Sócrates. Entonces tampoco debe cometerse injusticia con los que no las hacen, aunque ese pueblo crea que esto es lícito, puesto que tú convienes que en manera alguna debe tal cosa hacerse. Critón. Eso me parece. Sócrates. ¿Es lícito ó no lo es hacer mál á alguna persona? Critón. No es justo, Sócrates. Sócrates. ¿Es justo, como el vulgo lo cree, volver mal por mal ó es injusto? Critón. Es muy injusto. Sócrates. ¿Es cierto que entre hacer el mal y ser injusto no hay diferencia alguna? Critón. Lo confieso. Sócrates. Luego nunca debe cometerse injusticia ni volver mal por mal, sea lo que se quiera lo que se nos haya hecho..." Yuste deja el libro y prosigue: —En nuestros días, Tolstoi se ha hecho el apóstol de las mismas doctrinas. Y ahora verás una carta, precisamente dirigida á revolucionarios españoles, en que está condensado todo su ideal en breves líneas, y que es interesantísimo comparar con el texto citado de Platón... Se trata de una carta dirigida á los redactores de la Revista Blanca; éstos le pidieron un trabajo para su almanaque anual, y Tolstoi les contesta lo siguiente: "He recibido vuestra carta, invitándome á escribir en el Almanaque para el próximo año, en momentos bien críticos para mí, como criatura mortal, á la par que para vosotros, en calidad de españoles. Ayer mismo leí una de esas revueltas tan frecuentes en España, ignoro si por culpa de los malos gobiernos ó por la miseria que sufre el trabajador español, aunque bien puede ser por ambas cosas á la vez. Me refiero á Sevilla, donde las pasiones de los hombres, que yo creo malos, han hecho derramar sangre otra vez. No es el camino de la violencia el que nos conducirá á la paz deseada; es la misma paz, ó mejor, la rebeldía pasiva. Con que los esclavos, todos los esclavos víctimas de los modernos fariseos, que envenenan y explotan las almas, se cruzaran de brazos, la hora del humilde habría llegado. De modo tan sencillo rodarían por tierra los ídolos, los dioses personales que han venido á sustituir á los impersonales del verdadero cristianismo. Y, sin embargo, la sangre continúa derramándose en todas partes, como en los mejores tiempos de la barbarie. Las clases directoras civilizan y educan á cañonazos; los dirigidos procuran su bienestar armándose de aprestos destructores. No es ese el camino. Moriré sin ver bien inclinados á los hombres. No será por mi culpa, y esto me consuela. Dispensad, señores redactores de La Revista Blanca, de Madrid, si mi delicada salud no me permite complacerles como hubiese querido, con fe, porque en España hay mucho que hacer; pero no puedo atenderles, y creo que es tarde para que otro día hable de ese país, que tanta analogía guarda con el que me vió nacer. Considerad hermano vuestro á León Tolstoi." Yuste calla un momento. Luego añade: —Estas son las palabras de un hombre sabio y de un hombre bueno... Así, con la dulzura, con la resignación, con la pasividad es cómo ha de venir á la tierra el reinado de la Justicia. Y Azorín, de pronto se ha puesto de pie, nervioso, iracundo, y ha exclamado trémulo de indignación: —¡No, no! ¡Eso es indigno, eso es inhumano, eso es bochornoso!... ¡El reinado de la Justicia!... ¡El reinado de la Justicia no puede venir por una inercia y una pasividad suicidas! Contemplar inertes cómo las iniquidades se cometen, es una inmoralidad enorme. ¿Por qué hemos de sufrir resignados que la violencia se cometa, y no hemos de destruirla con otra violencia que impedirá que la iniquidad siga cometiéndose?... Si yo veo á un bandido que se dirige á usted con un puñal para asesinarlo, ¿he de contemplar indiferente como se realiza el asesinato? Entre la muerte del bandido y la muerte de usted, ¿quién duda que la muerte del bandido ha de ser preferida? ¿Quién duda que si yo que veo alzar el puñal y tengo un revólver en el bolsillo he de elegir, tengo el deber imperioso y moral de elegir, entre las dos catástrofes?... ¡No, no! Lo inmoral, lo profundamente inmoral sería mi pasividad ante la violencia; lo inhumano sería en este caso, como en tantos otros, cruzarme de brazos, como usted quiere y dejar que el mal se realice... Y después, ¿dónde está la línea que separa la acción pacífica de la acción violenta, la pasividad de la actividad, la propaganda mansa de la violenta?... Tolstoi mismo, ¿puede asegurar que no ha armado con sus libros el brazo de un obrero en rebelión? El libro, la palabra, el discurso... ¡pero eso es ya acción! Y ese libro, y esa palabra, y ese discurso han de pasar á la realidad, han de encarnar en hechos... en hechos que estarán en contradicción con otros hechos, con otro estado social, con otro ambiente. ¡Y eso ya es acción, ya es violencia!... ¡La rebeldía pasiva! Eso es un absurdo: habría que ser como la piedra, y aun la piedra cambia, se agrega, se disgrega, evoluciona, vive, lucha... ¡La rebeldía pasiva! ¡Eso es un ensueño de fakires! ¡Eso es indigno! ¡Eso es monstruoso!... ¡Y yo protesto! Y Azorín ha salido dando un violentísimo portazo. Entonces el maestro, un poco humillado, un poco halagado por el ardimiento del discípulo, ha pensado con tristeza: —Decididamente, yo soy un pobre hombre que vive olvidado de todos en un rincón de provincias; un pobre hombre sin fe, sin voluntad, sin entusiasmo. Y si tenemos un ángel siempre á nuestro lado —como asegura tanta gente respetable— no hay duda que este ángel, que leerá los pensamientos más recónditos, habrá sentido hacia el maestro, por este instante de contrición sincera, una vivísima simpatía. XII La verdura impetuosa de los pámpanos repta por las blancas pilastras, se enrosca á las carcomidas vigas de los parrales, cubre las alamedas de tupido toldo cimbreante, desborda en tumultuosas oleadas por los panzudos muros de los huertos, baja hasta arañar las aguas sosegadas de la ancha acequia exornada de ortigas. Desde los huertos, dejado atrás el pueblo, el inmenso llano de la vega se extiende en diminutos cuadros de pintorescos verdes, claros, grises, brillantes, apagados, y llena en desigual mosaico á las suaves laderas de las lejanas pardas lomas. Entre el follaje, los azarbes pletóricos serpentean. El sol inunda de cegadora lumbre la campiña, abate en ardorosos bochornos los pámpanos redondos, se filtra por las copudas nogueras y pinta en tierra fina randa de luz y sombra. De cuando en cuando una ráfaga de aire tibio hace gemir los altos maizales rumorosos. La naturaleza palpita enardecida. Detrás, la mancha gris del pueblo se esfuma en la mancha gris de las laderas yermas. De la negrura incierta emergen el frontón azulado de una casa, la vira blanca de una línea de fachadas terreras, los diminutos rasgos verdes, aquí y allá, en la escarpada peña, de rastreantes higueras. La enorme cúpula de la iglesia Nueva destella en cegadoras fulguraciones. Sobre el Colegio, en el lindero de la huerta, dos álamos enhiestos que cortan los rojos muros en estrecha cinta verde, traspasan el tejado y marcan en el azul su aguda copa. Más cerca, en primer término, dos, tres almendros sombrajosos arrojan sobre el negro fondo del poblado sus claras notas gayas. Y á la derecha, al final del llano de lucidoras hojas largas, sobre espesa cortina de seculares olmos, el negruzco cerro de la Magdalena enarca su lomo gigantesco en el ambiente de oro. El pueblo duerme. La argentina canción de un gallo rasga los aires. En los olmos las cigarras soñolientas prosiguen con su ras—ras infatigable. Lentamente, la hora del bochorno va pasando. Las sombras se alargan; la vegetación se esponja voluptuosa; frescas bocanadas orean los árboles. En la lejanía del horizonte el cielo se enciende gradualmente en imperceptible púrpura, en intensos carmines, en deslumbradora escarlata, que inflama la llanura en vivo incendio y sonrosa en lo hondo, por encima de las espaciadas pinceladas negras de una alameda joven, la silueta de la cordillera de Salinas... En la sedante calma de la noche propincua, los vecinos pasean por la huerta. A lo largo de una linde, entre los maizales discurren cuatro ó seis personas en un grupo. Luego se sientan. Y hablan. Hablan del inventor Quijano. Hace dos años, en plena guerra, Quijano anunció el descubrimiento de un explosivo. Los grandes periódicos dedicaron informaciones á Quijano; las ilustraciones publicaron su retrato. Y las pruebas deficientes del invento le volvieron á la obscuridad de su taller modesto. En Yecla lo ha perfeccionado. Las pruebas definitivas van á ser realizadas. El éxito será completo; se ha visto repetidas veces funcionar el misterioso aparato. Quijano tiene fe en su obra. Yecla espera. Yecla espera ansiosa. Se exalta á Quijano; se le denigra. En las sacristías, en las reboticas, en las tiendas, en los cafés, en el campo, en la calle se habla de pólvora comprimida, de dinamita, de carga máxima, de desviaciones, de trayectorias. La ciudad enloquece. De mesa á mesa, en el Casino, los improperios, las interjecciones, las risas burlonas van y vienen entre el ruido de los dominós traqueteados. Se cruzan apuestas, se hacen halagadoras profecías patrióticas, se lanzan furibundos apóstrofes. Y los puños chocan contra los blancos mármoles, y las tazas trepidan. ...En este rojo anochecer de Agosto el cielo parece inflamarse con las pasiones de la ciudad enardecida. Lentamente los resplandores se amortiguan. Oculto el sol, las sombras van cubriendo la anchurosa vega. Las diversas tonalidades de los verdes se funden en una inmensa y uniforme mancha de azul borroso; los términos primeros suéldanse á los lejanos; los claros salientes de las lomas se esfuman misteriosos. Cruza una golondrina rayando el azul pálido. Y á lo lejos, entre las sombras, un bancal inundado refleja como un enorme espejo las últimas claridades del crepúsculo. XIII Ha llegado un redactor de El Imparcial, otro de El Liberal, otro de La Correspondencia, otro del Heraldo. La comisión técnica la forman un capitán de Artillería, un capitán de Ingenieros, un profesor de la Escuela de Artes y Oficios. La comisión examina por la mañana en casa de Quijano el toxpiro. La comisión opina que no marchará el toxpiro. Componen el toxpiro dos, cuatro, seis tubos repletos de pólvora; un señor de traje negro y botas blancas— se da golpecitos en la pierna con un sarmiento. La comisión y los periodistas suben al tren de regreso á Madrid... El penacho negro de la locomotora pasea en la lejanía sobre la verdura de los pámpanos. Y por la noche, ante el balcón abierto de par en par, Azorín aperdiga sobre la mesa las cuartillas. Las estrellas hormiguean rutilantes en el pedazo de cielo negro. El cronista traza sobre la primera cuartilla en letras grandes: Epílogo de un sueño. Luego escribe: "La vieja águila española —por mí invocada en la crónica El inventor Quijano— ha vuelto taciturna á sus blasones palatinos, entre el hacecillo de flechas y la simbólica madeja." Se detiene indeciso; arregla las cuartillas; moja la pluma; torna á mojar la pluma... XIV Hace una tarde gris, monótona. Cae una lluvia menuda, incesante, interminable. Las calles están desiertas. De cuando en cuando suenan pasos precipitados sobre la acera, y pasa un labriego envuelto en una manta. Y las horas transcurren lentas, eternas... Yuste y Azorín no han podido esta tarde dar su paseo acostumbrado. En el despacho del maestro, hablan á intervalos, y en las largas pausas escuchan el regurgitar de las canales y el ruido intercadente de las goteras. Una hora suena á lo lejos en campanadas imperceptibles; se oye el grito largo, modulado, de un vendedor. Azorín observa: —Es raro como estos gritos parecen lamentos, súplicas... melopeas extrañas... Y Yuste replica: —Observa esto: los gritos de las grandes ciudades, de Madrid, son rápidos, secos, sin relumbres de idealidad... Los de provincias aun son artísticos, largos, plañideros... tiernos, melancólicos... Y es que en las grandes ciudades no se tiene tiempo, se quiere aprovechar el minuto, se vive febrilmente... y esta pequeña obra de arte, como toda obra de arte, exige tiempo... y el tiempo que un vendedor pierda en ella, puede emplearlo en otra cosa... Repara en este detalle insignificante, que revela toda una fase de nuestra vida artística... Lo mismo que un vendedor callejero suprime el arte, porque trabaja rápidamente, lo suprime un novelista, un crítico. Así, hemos llegado á escribir una novela ó un estudio crítico mecánicamente, como una máquina puede construir botones ó alfileres... De ahí el que se vaya perdiendo la conciencia, la escrupulosidad, y aumenten los subterfugios, las supercherías, los tranquillos del estilo... Yuste se para y coge un libro del estante. Después añade: —Lo que da la medida de un artista es su sentimiento de la naturaleza, del paisaje... Un escritor será tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje... Es una emoción completamente, casi completamente moderna. En Francia sólo data de Rousseau y Bernardino de Saint—Pierre... En España, fuera de algún poeta primitivo, yo creo que sólo la ha sentido Fray Luis de León en sus Nombres de Cristo... Pues bien; para mí el paisaje es el grado más alto del arte literario... ¡Y qué pocos llegan á él!... Mira este libro; lo he escogido porque á su autor se le ha elogiado como un soberbio descripcionista... Y ahora verás, prácticamente, en esta lección de técnica literaria, cuáles son los subterfugios y tranquillos de que te hablaba antes... Ante todo la comparación es el más grave de ellos. Comparar es evadir la dificultad... es algo primitivo, infantil... una superchería que no debe emplear ningún artista... He aquí la página: "En el inmenso valle, los naranjales como un oleaje aterciopelado; las cercas y vallados de vegetación menos obscura, cortando la tierra carmesí en geométricas formas; los grupos de palmeras agitando sus surtidores de plumas, como chorros de hojas que quisieran tocar al cielo cayendo después con lánguido desmayo; villas azules y de color de rosa, entre macizos de jardinería; blancas alquerías ocultas tras el verde bullir de un bosquecillo; las altas chimeneas de las máquinas de riego, amarillentas como cirios con la punta chamuscada; Alcira, con sus casas apiñadas en la isla y desbordándose en la orilla opuesta, todo ello de un color mate de huevo, acribillado de ventanitas, como roído por una viruela de negros agujeros. Más allá, Carcagente, la ciudad rival, envuelta en el cinturón de sus frondosos huertos; por la parte del mar, las montañas angulosas esquinadas, con aristas que de lejos semejan los fantásticos castillos imaginados por Doré, y en el extremo opuesto los pueblos de la Ribera alta, flotando en los lagos de esmeralda de sus huertos, las lejanas montañas de tono violeta, y el sol que comenzaba á descender como un erizo de oro, resbalando entre las gasas formadas por la evaporación del incesante fuego". El maestro saca su cajita de plata y prosigue: —Es una página, una página breve, y nada menos que seis veces recurre en ella el autor á la superchería de la comparación... es decir, seis veces que se trata de producir una sensación desconocida ó apelando á otra conocida... que es lo mismo que si yo no pudiendo contar una cosa llamase al vecino para que la contase por mí... Y observa —y esto es lo más grave— que en esa página, á pesar del esfuerzo por expresar el color, no hay nada plástico, tangible... además de que un paisaje es movimiento y ruido, tanto como color, y en esta página el autor sólo se ha preocupado de la pintura... No hay nada plástico en esa página, ninguno de esos pequeños detalles sugestivos, suscitadores de todo un estado de conciencia... ninguno de esos detalles que dan, ellos solos, la sensación total... y que sólo se hallan instintivamente, por instinto artístico, no con el trabajo, ni con la lectura de los maestros... con nada. Yuste se acerca al estante y coge otro libro. —Ahora verás —prosigue— otra página... es de un novelista joven, acaso... y sin acaso, entre toda la gente joven el de más originalidad y el de más honda emoción estética... Y el maestro recita lentamente: "Pocas horas después; en el cuarto de don Lucio. El fuego se va consumiendo en el brasero; una chispa brilla en la obscuridad, sobre la ceniza, como el ojo inyectado de una fiera. Está anocheciendo, y las sombras se han apoderado de los rincones del cuarto. Una candileja, colocada sobre la cómoda, alumbra, de un modo mortecino, la estancia. Se oye cómo caen y se hunden en el silencio del crepúsculo las campanas del Angelus. "Desde la ventana se perciben, á lo lejos, rumores confusos de dulce y campesina sinfonía, el tañido de las esquilas de los rebaños que vuelven al pueblo, el murmullo del río, que cuenta á la Noche su eterna y monótona queja, y la nota melancólica que modula un sapo en su flauta, nota cristalina que cruza el aire silencioso y desaparece como una estrella errante. En el cielo, de un azul negro intenso, brilla Júpiter con su luz blanca". —Ahora —añade el maestro— he aquí cuatro versos escritos hace cinco siglos... Son del más plástico, jugoso y espontáneo de todos los poetas españoles antiguos y modernos: el Arcipreste de Hita... El Arcipreste tiene como nadie el instinto revelador, sugestivo... Su auto—retrato es un fragmento maravilloso... Y aquí en este trozo, que es la estupenda escena en que Trotaconventos seduce á doña Endrina... escena que no ha superado ni aun igualado Rojas... Aquí Trotaconventos llega á casa de la viuda, le ofrece una sortija, la mima con razones dulces, le dice que es un dolor que permanezca triste y sola, que se obstine en vestir de luto... cuando no falta quien bien la quiere... Y dice: Así estades fija, viuda et mancebilla, sola y sin compannero, como la tortolilla: deso creo que estades amariella et magrilla... Y con solos estos dos adjetivos amariella et magrilla queda retratada de un rasguño la dolorida viuda, ojerosa, pálida, enflaquecida, melancólica... Larga pausa. La lluvia continúa persistente. El agua desciende por los chorradores de zinc en confuso rumor de ebullición. Van palideciendo los tableros de espato de las ventanas. Azorín dice: —Observo, maestro, que en la novela contemporánea hay algo más falso que las descripciones, y son los diálogos. El diálogo es artificioso, convencional, literario, excesivamente literario. —Lee La Gitanilla, de Cervantes —contesta Yuste—; La Gitanilla es... una gitana de quince años, que supongo no ha estado en ninguna Universidad, ni forma parte de ninguna Academia... Pues bien; observa cómo contesta á su amante cuando éste se le declara. Le contesta en un discurso enorme, pulido, elegante, filosófico... Y este defecto, esta elocuencia y corrección de los diálogos, insoportables, falsos, va desde Cervantes hasta Galdós... Y en la vida no se habla así; se habla con incoherencias, con pausas, con párrafos breves, incorrectos... naturales... Dista mucho, dista mucho de haber llegado á su perfección la novela. Esta misma coherencia y corrección anti—artísticas —porque es cosa fría— que se censura en el diálogo... se encuentra en la fábula toda... Ante todo, no debe haber fábula... la vida no tiene fábula: es diversa, multiforme, ondulante, contradictoria... todo menos simétrica, geométrica, rígida, como aparece en las novelas... Y por eso, los Goncourt, que son los que, á mi entender, se han acercado más al desiderátum, no dan una vida, sino fragmentos, sensaciones separadas... Y así el personaje, entre dos de esos fragmentos, hará su vida habitual, que no importa al artista, y éste no se verá forzado, como en la novela del antiguo régimen, á contarnos tilde por tilde, desde por la mañana hasta la noche, las obras y milagros de su protagonista... cosa absurda, puesto que toda la vida no se puede encajar en un volumen, y bastante haremos si damos diez, veinte, cuarenta sensaciones... (Pausa larga.) Este precisamente es defecto capital del teatro, y por eso el teatro es un arte industrial, ajeno á la literatura... En el teatro verás cuatro, seis, ocho personas que no hacen más que lo que el autor ha marcado en su libro, que son esclavos del nudo dramático, que no se preocupan más que de entrar y salir á tiempo... Y cuando se ha cumplido ya su desenlace, cuando el marido ha matado ya á la mujer, ó cuando el amante se ha casado ya con su amada, estos personajes, ¿qué hacen? pregunta Maeterlinck... Yo cuando voy al teatro y veo á estos hombres que van automáticamente hacia el epílogo, que hablan en un lenguaje que no hablamos nadie, que se mueven en un ambiente de anormalidad —puesto que lo que se nos expone es una aventura, una cosa extraordinaria, no la normalidad—; cuando veo á estos personajes me figuro que son muñecos de madera, y que pasada la representación, un empleado los va guardando cuidadosamente en un estante... Observa además, y esto es esencial, que en el teatro no se puede hacer psicología... ó si se hace, ha de ser por los mismos personajes... pero no se pueden expresar estados de conciencia, ni presentar análisis complicados... Haz que salga á escena Federico Amiel... Nos parecería un majadero... Sí, Hamlet... Hamlet, ya sé... pero ¡cuán poco debe de ser lo que vemos de mientras sus ojos miran fijamente al suelo, como si su espíritu quedase de pronto absorto en alguna contemplación extrahumana. A los niños el P. Lasalde los trata con delicadeza, con una delicadeza tan enérgica en el fondo, que les pone respeto y hace inútiles los castigos violentos. Él los disuade de sus instintos malos hablándoles, uno por uno, bajito y como de cosas que sólo á ellos dos les importaran; él les halaga cuando ve en ellos un vislumbre de generosidad y de nobleza. Y no grita, no amenaza, no aterra, anda silenciosamente por los dormitorios durante la noche; se fija cuidadosamente en la sala de estudio en cómo trabaja cada uno; los observa y estudia sus juegos cuando retozan por el patio. El P. Lasalde es un hombre bueno y un hombre sabio. Aquí en su cuarto de este colegio tan espacioso y soleado, él ha puesto cuatro ó seis estatuas de las que ha desenterrado en el Cerro de los Santos. Y en los días buenos, mientras el sol entra en tibias oleadas por los balcones abiertos de par en par, Yuste y el P. Lasalde platican como dos sabios helénicos, ante estas estatuas rígidas, hieráticas, simples, con la soberana simplicidad que los egipcios ponían en su escultura. Esta tarde están en la rectoral, el P. Lasalde, Yuste y Azorín. Yuste se para ante una estatua y la contempla atentamente. La estatua representa á un hombre de espacioso cráneo calvo, de ancha cara rapada. Sus ojos, en forma de almendra, miran maliciosamente; á los lados de la boca tiene dos gruesas arrugas semicirculares; sus orejas son amplias orejas de perro que bajan hasta cerca del cuello. Y sus labios y la fisonomía toda, se contraen en una franca mueca de burla, en un jovial gesto de ironía. —Este —dice Yuste—, yo sé quién es; yo creo conocerlo... Les diré á ustedes... Este era un sabio natural de Elo... Todos sabemos, ó creemos saber, que Elo era una espléndida ciudad situada en lo que hoy es solitaria campiña del Cerro de los Santos... Los orígenes se pierden en la noche de los tiempos, como también decimos y creemos que decimos bien. Parece ser que en edades remotas, allá por 1500 años antes de Cristo, cuando menos, vinieron por acá gentes procedentes del Ganges y del Indo... Luego vinieron fenicios, luego griegos... y entre todos fueron creando, en pintoresca variedad de civilizaciones y de razas, una soberbia ciudad, rodeada de umbríos bosques, en la que había sobre una colina, que es el Cerro de los Santos —única cosa que hoy queda, porque no hemos podido destruir el cerro—, en la que había, digo, un suntuoso templo exornado de estatuas, que son estas estatuas, y habitado por sabios varones, por castas doncellas... Hay quien sospecha que las estatuas encontradas son retratos auténticos de las personas que más se distinguían por su talento y sus virtudes en la ciudad... Yo también lo creo así, y aplaudo sin reservas los sentimientos afectivos y admirativos de estos buenos habitantes de Elo... Pero yo pregunto; este buen señor con orejas de perro, este buen señor que sonríe de tan buena gana y con tan suculenta ironía, ¿quién es? ¿por qué se le ha entregado á la consideración de la posteridad en tal estado?... Indudablemente, nosotros que hemos inventado la hermenéutica y otras cosas tan sutiles como ésta, no podemos hacerles á los elotanos la ofensa de creer que no entendemos el sentido emblemático de esta estatua... ¡Esta estatua representa á un escéptico! ¡Representa á un Sócrates pre—yeclano!... Yo me figuro haberlo conocido. Era un buen señor que no hacía nada, ni odiaba á nadie, ni admiraba á nadie; él iba de casa en casa y se entretenía, como Sócrates, charlando con todo el mundo. Él no odiaba á nadie... pero no creía en muchas cosas en que creían los elotanos é iba lentamente esparciendo la incredulidad —una incredulidad piadosa y fina— de calle en calle y de barrio en barrio. Tanto, que los respetables sacerdotes del templo llegaron á alarmarse, y que las vestales, que también habitaban en este templo, se sintieron también molestas... Pero como este hombre era tan dúctil, tan elegante, tan discreto; como su sátira era tan fina, no había medio de tomar una decisión seria que hubiese puesto en ridículo á los honorables magistrados... Y he aquí que un día, la providencia, que entonces no era nuestra providencia, hizo que este hombre se muriera, porque también los ironistas mueren. Era costumbre en Elo perpetuar en estatua la efigie de los grandes varones, y los sacerdotes, como irónico castigo á un hombre irónico, encargaron esta estatua, con estas grandes orejas caninas, con esta eterna mueca de burla. Y yo quiero creer que esta fué una lección elocuente para la juventud elotana que ya principiaba á soliviantarse contra las muchas cosas respetables que todo el mundo en Elo respetaba... He aquí explicada la verdadera vida de este buen sujeto. (Pasándole suavemente la mano por la calva y acariciándole las orejas.) Lasalde En cambio vea usted este otro varón digno. (Contemplando la estatua de un hombre anciano; lleva cogido con ambas manos un vaso ligero; va envuelto en una larga túnica de anchos y simétricos pliegues. Y su cara tiene una viva expresión de tristeza, de desconsuelo.) Yuste Este es un creyente... tan fervoroso, tan ingenuo, tan silencioso como uno de nuestros labriegos actuales... Y estas dos mujeres que están á su lado; estas dos mujeres con estas tocas, que son ni más ni menos que las mantillas de ahora, son dos yeclanas auténticas. ¡Es maravilloso cómo en estas dos estatuas de remotísimas edades, en estas estatuas tan primarias, se encuentran los rasgos, la fisonomía, la mentalidad, me atrevería á decir, de las yeclanas de ahora, de dos labradoras actuales! Fíjense ustedes en el gesto de resignación melancólica de estas dos estatuas, en la expresión de la boca, en la mirada ingenua, un poco vaga, con cierto indefinido matiz de estupor y de angustia... Yo creo que estas dos mujeres que esculpió un artista egipcio, son dos yeclanas que vienen con sus mantillas de la novena y acaban de pedir á un santo de su predilección que este año haya buena cosecha... Lasalde ¿Y este caballero? (Señalando la estatua de otro serio varón.) A mi parecer es un hierofanta repleto de las misteriosas artes de la kabala... tiene cierto aire pedagógico. Azorín Sí, es un pedagogo. Yuste El gesto es de suficiencia; hoy no vacilaríamos en afirmar que este hombre es un sociólogo... Tal vez este señor en los ratos que la liturgia le dejó libres, compuso un voluminoso y sabio tratado sobre algún Estado ideal... como Platón y Tomás Moro. Azorín Y sería, como Platón, un autoritario. Yuste Un autoritario de buena fe. Hoy, Renan y Flaubert, que también querían un Estado regido por intelectuales, hubieran sido unos tiranos adorables. Lasalde ¡Utopías! ¡Utopías! Platón, que era una excelente persona... una persona digna de ser cristiana... llegó en ocasiones á ponerse en ridículo, llevado de su fantasía desenfrenada. Yuste Platón suprime la propiedad, con lo cual se adelanta un poco á Proudhon; é iguala á las mujeres y á los hombres en derechos y deberes, con lo cual merece la gratitud de los feministas contemporáneos. ¿Cómo no han de ser iguales las mujeres á los hombres — dice él— si sabemos que las perras sirven tan perfectamente como los perros para la caza y para la guarda de las casas? Lasalde El argumento no es muy espiritual. Yuste No, el argumento es digno de que le consideremos interpolado subrepticiamente en las obras del maestro por algún ingenio satírico y misógino... por Aristófanes, verbigracia, que tanto se chanceó del feminismo platónico. Lasalde Sin embargo, Platón, con todas sus fantasías tan minuciosamente expuestas, se queda en idealismo muy á la zaga de Tomás Moro. Yuste Moro ya casi no es un soñador, sino un hombre que ha visto lo que pinta... Tales son los pelos y señales que da de su maravillosa isla de Utopía. Esta isla tiene de ancho doscientos mil pasos; pero por los extremos, dice Moro, ingenuamente, es más estrecha, casi puntiaguda, de modo que bien se puede decir, sin faltar á la verdad que se parece á la luna en menguante... Aquí, como es natural, todos los habitantes son muy felices, lo más felices que se puede ser en una isla. Así como ahora en las naciones modernas hay un servicio que se llama militar, en Utopía hay uno también, pero es agrícola... ¡Servicio agrícola obligatorio! Cada ciudadano trabaja la tierra durante dos años; luego es reemplazado por otro, y se retira á la ciudad... La capital del reino se llama Amauroto; la constitución del Estado es muy sencilla: todos los años se elige unos magistrados, que se llaman philarcas; éstos son en número de mil doscientos, y á su vez eligen á un príncipe. Y como estas elecciones son anuales, se puede decir que los utopianos pasan la vida santamente entre cultivar la tierra y visitar los colegios electorales... Y si á esto se añade que hablan un idioma extremadamente armonioso, en el cual los candidatos lanzarán discursos estupendos á sus electores, quedará sentado firmemente que Utopía es la mejor de las islas imaginadas... Moro llega á citar algunas frases en el idioma del país. Así para decir que Utopos —ó sea el fundador de la nación y autor de un istmo que hizo que esta tierra fuese isla—; para decir: Utopos hizo una isla de lo que no lo era, se emplean nada menos que las siguientes grandilocuentes palabras: Utopos ha loccas penla Chamapolta chamaan... ¡Imaginémonos lo que sería en esta lengua un discurso de uno de nuestros parlamentarios! Lasalde (Sonriendo.) Yo me quedo con Campanella... Yuste ¡Ah, Campanella! Campanella ya es el prototipo del hombre ardiente, inflexible, visionario de un ideal que ansía realizar en sus detalles más triviales. Campanella es uno de esos hombres que quieren hacernos felices á la fuerza... así como á los niños se les hace tragar el aceite de ricino que ha de sanarlos... Campanella no quiere que en su ciudad del Sol tenga nadie nada. Todo es de todos; todos viven como en un cuartel inmenso, y todo se hace uniformemente, geométricamente. La ciudad se compone de siete círculos concéntricos; el supremo magistrado se llama Hoh, los subalternos ó ministros, Pon, Sin, Mor... Hasta los nombres son breves, rápidos. ¡Fuera lo inútil, fuera el arte, fuera la voluptuosidad! Hasta hay un médico, llamado magister generationis, encargado de velar por el estricto, pero muy estricto, cumplimiento del precepto bíblico... Lasalde Todo es ensueño... vanidad... El hombre se esfuerza vanamente por hacer un paraíso de la tierra... ¡Y la tierra es un breve tránsito!... ¡Siempre habrá dolor entre nosotros! Ortuño es un clérigo joven, fervoroso, verecundo, ingenuo. En el despacho, en el testero del fondo, un estante repleto de eclesiásticos libros: Lárraga y Sala, los moralistas; Liberatore, el filósofo; Nonnote, el impugnador de Voltaire; el Sermonario de Troncoso; las obras untuosas de San Alfonso María de Ligorio. En las paredes, una oleografía chillona de la Concepción, y otra chillona oleografía del Cristo velazqueño. En un rincón una mesa ministro; sobre la mesa, arrimados á la pared, dos voluminosos breviarios, y encima un crucifijo. Detrás de la puerta una percha con el ancho manteo y la ceja. Y en el centro de la estancia, una camilla forrada de hule negro, y en la negrura del hule los folletos pajizos del Apostolado de la Prensa, los números, rojos, azules, amarillos, de la Revista eclesiástica de Valladolid. Ortuño discurre sobre su tema predilecto: el invento de Val. Val es un mecánico habilísimo: ha inventado una bomba para vino y una trituradora de aceituna, intentó construir un automóvil y ahora tiene en las mientes fabricar un torpedo. Ortuño explica el torpedo. —Se trata de un torpedo eléctrico dirigible á voluntad desde la costa. El que lo dirige conserva en la mano los dos cables, como unas ramaleras. Luego, cuando llega al buque se unen los cables, se enrojece la plancha de platino y estalla el torpedo. Azorín escucha silencioso; Ríos hace objeciones. —El torpedo —prosigue Ortuño— lleva una señal que sobresale del agua; todos los torpedos la llevan. Esa señal indicará por dónde marcha el torpedo... y puede ser una bandera, una gavilla de broza, ó de noche, una luz que refleje hacia atrás—. Después, tras un breve momento de ideación entusiasta, exclama convencido: — ¡Val hará el torpedo como yo no le deje de la mano! Son las once. A lo lejos, en el santuario, tintinean campanadas graves, campanadas agudas, campanadas que suenan lentas y se apagan en largas vibraciones. El sol entra violentamente por el ancho ventano y hace brillar los pintorescos tejuelos de los libros. A Ríos, hombre práctico, no le hechizan las sutilezas de la mecánica. Ríos tiene una fábrica de losetas hidráulicas. Las losetas van poco á poco acreditándose. La empresa marcha bien; pero el portland es caro. Ríos ha visto en Cataluña una cantera de portland. Ríos ha traído piedras de esta cantera. Y desasosegado, inquieto, soñador en esta ciudad de soñadores, vidente en esta ciudad de videntes, Ríos recorre los montes en busca de la famosa piedra, sube á los picachos, desciende á los barrancos, habla con los pastores, ofrece propinas á los guardas, trae piedras, lleva piedras, las coteja, las tuesta, las muele, las tritura... A la tarde, en el taller, Val habla sencillamente de sus trabajos. En un extremo del cobertizo está la fragua; en el otro una máquina de vapor que mueve en confusión de correas, engranajes y ruedecillas, las sierras, los tornos, las terrajas, los perforadores. Val, entre el estridular chirriante de los berbiquís y el resoplido asmático del fuelle, habla de sus inventos. A su trituradora se le hace cruda guerra; los labradores no transigen con el nuevo aparato. Y el nuevo aparato, económico, fuerte, fácilmente manejable, hace inútiles los enormes trujales antiguos y ahorra trabajo en la molienda. La trituradora sería en otro país un negocio excelente: en Yecla, con sus inmensos olivares, con sus mil lóbregas almazaras que funcionan de Diciembre á Mayo, apenas si se construyen cuatro ó seis ejemplares. "Sale la pasta muy cernida", dicen. "Hace el aceite malo". No, no, lo malo es la rutina del labrador hostil á toda innovación beneficiosa... Luego el torpedo surge á lo largo de la charla sobre los adelantos de la mecánica. —Ortuño —dice Val sonriendo benévolamente al clérigo—, exagera el alcance de mi proyecto. Yo no pretendo hacer ningún portento; yo soy sencillamente un mecánico que se esfuerza en realizar con escrupulosidad las obras que le encargan. Ahí está esa máquina —añade señalando la de vapor—, yo la he fabricado con los escasos medios de mi taller... Construir un torpedo eléctrico no lo tengo por ninguna maravilla; lo importante aquí es darle una dirección determinada. Y eso, el tiempo, si algún día tengo la humorada de emprender los trabajos, dirá si queda ó no resuelto... Mientras, en el hogaril de la fragua, una enorme barra de hierro se caldea al rojo blanco. El fuelle resopla infatigable. La barra pasa al yunque; sobre la roja mácula un muchacho Mientras, en el hogaril de la fragua, una enorme barra de hierro se caldea al rojo blanco. El fuelle resopla infatigable. La barra pasa al yunque; sobre la roja mácula un muchacho pone la tajadera. Y un fornido mozo va dando sobre la tajadera, espaciados, recios golpazos con el macho. En el corral, entre herrumbrosas piezas de viejas máquinas, las gallinas escarban, cacarean. XIX En el simbolismo de las órdenes religiosas, la rosa es emblema de la orden de S. Benito, la granadilla de la de S. Bernardo, el jacinto de la de S. Bruno, el tulipán de la de S. Agustín, el jazmín de la de la Merced, la perpetua de la de la Victoria, la peonía de la de S. Elías, el clavel de la de la Trinidad, la azucena de la de Sto. Domingo, la violeta de la de S. Francisco... Justina ha preferido la violeta entre todas las místicas flores. Ella será humilde franciscana. Ella seguirá la regla que S. Francisco dió á su hija Clara. Clara fundó el monasterio de San Damián. En este monasterio todas eran muy pobres; porque Clara, que amaba á S. Francisco, puso especial empeño en imitarle en su vida ejemplarísima. Clara parece ser que fué una buena mujer muy amante de sus hermanas. A su muerte hizo un testamento en que les recomienda que si alguna vez dejan este convento de San Damián no se aparten de la pobreza. "Y sea proveída y solícita", dice, "ansí la que tuviere el oficio como las otras sorores, que acerca del sobredicho lugar á donde fueren llevadas, no adquieran ni reciban más de tierra, salvo aquello que la extrema necesidad demanda para un huerto, en que se plante hortaliza. Y si allende del huerto, de alguna parte del monasterio fuese menester que tenga más campo, por la honestidad y por el apartamiento, no permitan adquirir más ni reciban sino tanto cuanto la extrema necesidad demandare; y aquella tierra no la labren ni la siembren, mas ansí esté siempre entera sin labrar". Las franciscanas han seguido siempre el ejemplo de Sta. Clara. Han sido pobres, muy pobres, simpáticas, muy simpáticas. En 1687 las de Sevilla decidieron reformar los estatutos de su convento y determinaron, ante todo, no faltar á la antigua observancia en lo de no tener hacienda ni rentas. No las tienen, "ni las quieren tener en adelante", añaden, "porque gustosas quieren vivir de la divina Providencia, como las avecillas del cielo." Una de estas amables avecillas será Justina —una avecilla encerrada en una jaula para siempre... XX Esta tarde, que es una calurosa tarde de estío, Yuste y Azorín, mientras llegaba el crepúsculo, se han sentado al borde de una balsa, allá en la huerta. Junto á la balsa hay unas matas, y en una de estas matas el maestro ha estado mirando atentamente un respetable coleóptero que subía lento y filosófico. Tiene este personaje seis patas; su cabeza es negra, y negro es el caparazón en que están marcados seis puntitos, dos delante, cuatro detrás. El parece un ser grave y meditabundo; él asciende por el tallo despacio, dando grandes manotadas en el aire cuando llega al final de una hoja, como si estuviese ciego. Al llegar á lo último retrocede, desciende, sube á otra rama. A veces parece que va á caer; luego da la vuelta, deja ver su negro abdomen, anillado, pavonado como un arnés, y vuelve á bajar con la misma calma con que ha subido. Otras veces se está inmóvil, meditando profundamente, en el borde de una de las ramillas de esta planta de rabaniza, ó mete la cabeza por uno de los redondos agujeros que las orugas han taladrado en las hojas y muestra cómicamente su fino cráneo, con el gesto de un varón grave que hace una gracia discreta... —¿Qué pensará este insecto? —pregunta el maestro—. ¿Cómo será la representación que tenga de este mundo? Porque, no me cabe duda de que es un filósofo perfecto. Habrá salido de debajo de una piedra, ya pasados los ardores del día; ha llegado después á esta planta; ha hecho sus ejercicios gimnásticos; ha meditado; ha tenido un instante de ironía elegante al asomarse por el agujero de una hoja... y ahora, satisfecho, tranquilo, se retira otra vez á su casa. Si yo pudiera ponerme en comunicación con él ¡cuántas cosas me diría que no me dice Platón en sus Diálogos, ni Montaigne, ni Schopenhauer! Y mientras el maestro pensaba así, ha levantado distraídamente una gran piedra. Debajo, recogidos voluptuosamente en la frescura, había una porción de cochinillos. Creo que estos excelentes varones se llaman gloméridos. Y llámense como quiera, es el caso que este espectáculo de veinte ó treinta cochinillos, rojizos, negros, grises, que se contraen, que se apelotonan en una bola, que andan de un lado para otro silenciosamente; este espectáculo, digo, ha hecho en Yuste la misma impresión, exactamente la misma, que si se hubiese asomado al umbrío huerto donde Epicuro discurría con sus discípulos... —Decididamente, querido Azorín —ha dicho el maestro—, yo creo que los insectos, es decir, los artropódidos en general, son los seres más felices de la tierra. Ellos deben de creer, y con razón, que la tierra se ha fabricado para ellos... Ellos pueden gozar plenamente de la Naturaleza, cosa que no le pasa al hombre. Fíjate en que los insectos tienen vista múltiple, es decir, que no necesitan moverse para estar contemplando el paisaje en todas sus direcciones... gozan de lo que podríamos llamar el paisaje integral. Además, hay insectos, como los dictilos, que nadan, vuelan y andan. ¡Qué placer, dominar en estos tres elementos!... Ahí tienes en esa balsa esos seres, ó sea los girinos, que están jovialmente patinando, corriendo sobre la superficie, trazando círculos, yendo, viniendo... ¿Puede darse una vida más feliz? ¡El mundo es de ellos! ¿Y cómo no han de creerlo así? Existen sobre un millón de especies de artropódidos, número enorme comparado con el de los vertebrados... ¿Cómo no han de estar convencidos de que la tierra se ha hecho para ellos?... ¡Yo los admiro!... Yo admiro las ambarinas escolopendras, buscadoras de obscuridad; las arañas tejedoras, tan despiadadas, tan nietzschianas; las libélulas, aristocráticas y volubles; los dorados cetonios que semejan voladoras piedras centelleantes; los anobios que corcan la madera y nos desazonan por las noches, en las solitarias cámaras, con un cric crac misterioso; los grillos poemáticos, cantores eternos en las augustas noches del verano... A todos, á todos yo los amo; yo los creo felices, sabios, dueños de la naturaleza, gozadores de un inefable antropocentrismo... ¡Ellos son más dichosos que el hombre! Y el maestro ha callado un momento, tristemente, con cierta secreta envidia de ser un girino, un anobio, un melitófilo. El P. Lasalde pasa y repasa sus monedas. Las estatuas egipcias, rígidas, simétricas, parecen mirarle inexpresivamente con sus ojos vacíos. El hombre de las grandes orejas caninas sonríe, sonríe siempre jocosamente; á su lado las dos pobres mujeres de las mantillas permanecen tristes, compungidas, prontas á estallar en un sollozo. Y esta jocosidad y esta alegría, petrificadas desde hace treinta siglos, antójansele á Yuste — que viene algo desolado— un símbolo, un símbolo doloroso, un símbolo eterno de la tragicomedia humana. —Todo es igual, todo es monótono, todo cambia en la apariencia y se repite en el fondo á través de las edades —dice el maestro—; la humanidad es un círculo, es una serie de catástrofes que se suceden idénticas, iguales. Esta civilización europea de que tan orgullosos nos mostramos, desaparecerá como aquella civilización romana que simbolizan esas monedas que usted ahora examinaba, P. Lasalde... Ayer el hombre civilizado vivía en Grecia, en Roma; hoy vive en Francia, en Alemania; mañana vivirá en Asia, mientras Europa, esta Europa tan comprensiva, será un inmenso país de hombres embrutecidos... Lasalde (Lentamente; haciendo grandes pausas.) La tierra no es la morada del hombre... El hombre no encontrará aquí nunca su felicidad definitiva... Es en vano que vaya de una parte á otra en busca de ella... Los hombres perecen; los pueblos también perecen... Sólo Dios es eterno; sólo Dios es sabio... Yuste Sí, la ciencia, después de todo; la ciencia, que es la mayor gloria del hombre, es también la mayor de las vanidades. El creyente tiene razón: Sólo Dios es sabio... Nosotros, hombres planetarios, ¿qué sabemos? Nuestros cinco sentidos apenas nos permiten vislumbrar la inmensidad de la naturaleza. Otros seres habrá acaso en otros mundos que tengan quince, veinte, treinta sentidos. ¡Nosotros, pobrecitos, no tenemos más que cinco! Ni siquiera tenemos el sentido de la electricidad, que tanto nos aprovecharía en estos tiempos; ni siquiera el de los rayos catódicos, que tanto provecho nos reportaría también... Hay en el fondo de los mares, allá donde la luz no llega nunca, una especie de animalillos que creo que se llaman galatodos... Estos pobres galatodos son ciegos: tienen ojos, pero carecen de pigmento. Hay también en profundas cavernas otros seres que tienen el pedúnculo que sostiene el ojo, pero no tienen ojos... Pues bien, es creíble que en estos desdichados animales ha existido la vista alguna vez, pero que á través de millares de siglos, perdida la función se ha perdido el órgano. Y hoy el mundo es para ellos muy distinto de lo que lo era para sus milenarios antecesores... Figurémonos que á nosotros nos falta también un sentido ó dos, y tendremos idea de los múltiples aspectos de la Naturaleza que se hallan cerrados á nuestro conocimiento... Montaigne, en su bello ensayo sobre Raimundo Sabunde —donde de todo se habla menos de Sabunde— ha tratado de este asunto con la amenidad que él acostumbra. Y resulta de lo que dice el honrado alcalde de Burdeos, que el hombre es un pobre ser que no sabe nada ni lleva camino de saber nunca nada... Lasalde (Sonriendo.) Montaigne, amigo Yuste, tengo entendido que era un católico sincero... Y él estaba bien penetrado, á pesar de su escepticismo, de que sólo por la Fe vivimos y sólo por ella nos es tolerable esta tierra de amarguras. Yuste Yo convengo en ello: la Ciencia, en definitiva, no es más que Fe. Nuestro gran Balmes tiene, hablando de esto en su obra sobre el Protestantismo, páginas que son una verdadera maravilla de sagacidad y de lógica... La Fe nos hace vivir; sin ella la vida sería insoportable... ¡Y es lo que la Fe se pierda! ¡Y se pierda con ella el sosiego, la resignación, la perfecta ataraxia del espíritu que se contempla rodeado de dolores irremediables, necesarios! Lasalde El dolor será siempre inseparable del hombre... Pero el creyente sabrá soportarlo en todos los instantes... Lo que los estoicos llamaban ataraxia, nosotros lo llamamos resignación... Ellos podrían llegar á una tranquilidad más ó menos sincera; nosotros sabemos alcanzar un sosiego, una beatitud, una conformidad con el dolor que ellos jamás lograron... Yuste (Tras larga pausa.) Sí, el dolor es eterno... Y el hombre luchará en vano por destruirlo... El dolor es bello; él da al hombre el más intenso estado de consciencia; él hace meditar; él nos saca de la perdurable frivolidad mundana... Lasalde (Con afabilidad.) Amigo Yuste, amigo Yuste: es preciso creer... Esta tierra no es nuestra casa... Somos pobrecitos peregrinos que pasamos llorando... llorando como estas buenas mujeres (señala á las estatuas) que también sentían que el mundo es un lugar de amarguras. Yuste, un poco triste —este buen maestro, decididamente, es un hombre muy sensible— Yuste se ha vuelto hacia las estatuas y ha visto riendo jocosamente, como en todos momentos, al hombre de las orejas descomunales. Y le ha parecido que este hombre antipático, que este hombre odioso que no conoció á Cristo, se burlaba de él, pobre europeo entristecido por diez y nueve siglos de cristianismo. XXIII Justina está en su celda. Es una celda diminuta, de blancas paredes, con una ventana al patio. En un ángulo vese una pobre cama, compuesta —según lo manda la regla— de dos banquillos de hierro, tres tablas, un jergón de paja, soleras de estameña frailesca, una blanca frazada, una almohada. A un lado hay un banquillo de madera, con un cajón para las tocas, velos y labor; junto á él, una jofaina, un cántaro y un vidriado jarro blanco. Y en las paredes lucen estampas piadosas, estampas de vírgenes, estampas de santos. Justina lee en un libro; su cara está pálida; sus manos son blancas. De cuando en cuando Justina suspira y deja caer el libro sobre el hábito. Y su mirada, una mirada ansiosa, suplicante, se posa en un gran lienzo colgado en una de las paredes. Este cuadro tiene un rótulo que dice: Idea de una religiosa mortificada. Representa una monja clavada por la mano izquierda en una cruz; la cruz está clavada en la esfera de un mundo. La religiosa sostiene en la mano derecha un cabo de vela; sus labios están cerrados con un candado; sus pies desnudos se posan sobre el mundo como para indicar que lo huella, que lo desprecia. Alrededor de la figura y en ella misma léense varias leyendas que explican el misterioso y pío simbolismo. En la bola del mundo: Pereció el mundo con su concupiscencia. En el pecho de la monja: Mi carne descansará en la Esperanza. En el pie izquierdo: Perfecciona mis pasos en tus sendas, porque no declinen mis huellas. En el derecho: Corrí por el camino de tus mandamientos cuando dilatastes mi corazón. En el lado izquierdo, donde por una rasgadura de la túnica asoma un diminuto gusano: No morirá jamás su gusano. Verdaderamente en loable el temor aun donde no hay culpa. En el derecho: Ceñid vuestro cuerpo; y entonces verdaderamente le ceñimos cuando refrenamos la carne. En la mano izquierda: Traspasa mi carne con tu temor, porque he temido tus juicios. En la derecha: Resplandezca vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen á vuestro Padre que está en los cielos. En el oído: Hablad, Señor, que vuestra sierva oye vuestras palabras. Me llamáis y yo responderé, y obedeceré vuestra voz. En los ojos: Apartad mis ojos para que no se fijen y me perviertan por la vanidad; porque ellos han cautivado mi alma. En la boca: Poned, Señor, guarda á mi boca y un candado sobre mis labios. En la cabeza: Mi alma eligió este estado de mortificación. Yo estoy fija con Jesucristo en la Cruz, y su preciosa carga me hace más dichosa cuanto más me mortifica... Justina mira esta religiosa clavada en el madero y piensa en sí misma. Ella también mortifica sus ojos, su boca, sus manos, su carne toda: ella también suplica al Esposo que no la abandone; ella tiene fe; ella espera; ella ama... Y, sin embargo, siente una gran tristeza, siente un íntimo desconsuelo. Y su cara está cada vez más blanca y sus manos más transparentes. XXIV Yuste y Azorín han ido al Pulpillo. El Pulpillo es una de las grandes llanuras yeclanas. Amplios cuadros de viñas vense entre dilatadas piezas de sembradura, y los olivares se extienden á lo lejos, por las lomas amarillentas, en diminutos manchones grises, simétricos, uniformes. Perdida en el llano infinito aparece de cuando en cuando una casa de labor; las yuntas caminan tardas, en la lejanía, rasgando en paralelas huellas la tierra negruzca. Y un camino blanco, en violentos recodos, culebrea entre la verdura del sembrado, se pierde, ensanchándose, estrechándose, en el confín remoto. En los días grises del otoño, ó en Marzo, cuando el invierno finaliza, se siente en esta planada silenciosa el espíritu austero de la España clásica, de los místicos inflexibles, de los capitanes tétricos —como Alba—; de los pintores tormentarios — como Theotocópuli—; de las almas tumultuosas y desasosegadas —como Palafox, Teresa de Jesús, Larra... El cielo es ceniciento; la tierra es negruzca; lomas rojizas, lomas grises, remotas siluetas azules cierran el horizonte. El viento ruge á intervalos. El silencio es solemne. Y la llanura solitaria, tétrica, suscita las meditaciones desoladoras, los éxtasis, los raptos, los anonadamientos de la energía, las exaltaciones de la fe ardiente... Hay en el Pulpillo tres ó cuatro casas de labranza juntas; una de ellas es la del Obispo. A ésta han venido Yuste y Azorín. Es un vetusto edificio enjalbegado de cal amarillenta; tiene cuatro balcones diminutos; ante la casa se extiende un huerto abandonado, con las tapias ruinosas. Y en uno de los ángulos del huerto, dos negruzcos cipreses elevan al cielo sus copas desmochadas. El maestro ama esta llanura solitaria; aquí se olvida por unos días de los hombres y de las cosas. La casa está rodeada de una vieja alameda; al final surte una fuente que llena una ancha balsa. Y Yuste, en estos días grises, pero templados, de los comienzos de la primavera, pasea entre los árboles desnudos, se sienta junto al manantial cristalino, escucha el susurro del agua que cae en el estanque cubierto de un suave légamo verde. Y en esta soledad, en este sosiego sedante, lee una página de Montaigne, unos versos de Leopardi, mientras el agua canta y la tierra —la madre tierra— calla en sus infinitos verdes sembrados, en sus infinitos olivos seculares. Esta mañana Yuste y Azorín han ido á una de las casas del contorno: una casa de la familia de Iluminada. En la cocina han encontrado al Abuelo: el Abuelo es un viejo, padre del arrendatario, que ha trabajado mucho durante su vida ruda, y ahora que ya no El maestro Yuste reposa enfermo en la ancha cama. La voz canta más lejos. En la acera resuenan pasos precipitados... Yuste se incorpora. Azorín se acerca. Yuste dice: —Azorín, hijo mío, mi vida finaliza. Azorín balbuce algunas palabras de protesta. Yuste prosigue: —No, no; ni me engaño ni temo... Estoy tranquilo. Acaso en mi juventud me sentí indeciso... Entonces vivía yo en los demás y no en mí mismo... Después he vivido solo y he sido fuerte... El maestro calla. Luego añade: —Azorín, hijo mío, en estos momentos supremos, yo declaro que no puedo afirmar nada sobre la realidad del universo... La inmanencia ó trascendencia de la causa primera, el movimiento, la forma de los seres, el origen de la vida... arcanos impenetrables... eternos... De pronto canta en la calle la vieja cofradía del Rosario. El coro rompe en una larga melopea monótona y llorosa. Las campanillas repican persistentes; las voces cantan plañideras, ruegan, suplican, imploran fervorosas. Míranos con compasión; no nos dejes, Madre mía... El coro calla. Yuste prosigue: —Yo he buscado un consuelo en el arte... El arte es triste. El arte sintetiza el desencanto del esfuerzo baldío... ó el más terrible desencanto del esfuerzo realizado... del deseo satisfecho. La cofradía canta más lejos; sus deprecaciones llegan á través de la distancia opacas, temblorosas, suaves. El maestro exclama: —¡Ah, la inteligencia es el mal!... Comprender es entristecerse; observar es sentirse vivir... Y sentirse vivir es sentir la muerte, es sentir la inexorable marcha de todo nuestro ser y de las cosas que nos rodean hacia el océano misterioso de la Nada... Ya en la lejanía, apenas se percibe, á retazos, la súplica fervorosa de los labriegos, de los hombres sencillos, de los hombres felices... Una campana toca cerca; en las maderas del balcón clarean dos grandes ángulos de luz tenue. XXVI A la cabeza, por la ancha calle, un labriego de larga capa parda, tardo, contoneante, lleva la cruz cogida de ambas manos. El manchón del féretro aparece luego. En pos del féretro vienen el negro caparazón rameado en gualdo, los trazos blancos de los sobrepellices, la encendida veste roja del monago... Y detrás el cortejo avanza en pintoresca confusión de mejillas rapadas, barbas revueltas, bigotes lacios que asoman bajo los anchos sombreros caídos, sobre los enhiestos cuellos de las capas, en el hormigueo indistinto de los trajes negros, grises, azulados, pardos. El maestro Yuste ha muerto. Los clérigos salmodian en voces desiguales, temblorosas, cascadas, que ascienden en arpegios agudos, que bajan en murmullo rumoroso. La vibración rasgada de una campana hiende los aires. El fagot, amplio, repercutiente, sonoroso, resalta sobre las voces flébiles... Los cantos cesan. Reina un momento de silencio aflictivo. Percíbese el moscardoneo de los pies rastreantes. El féretro se tambalea suave y rítmico. La mancha escarlata del acólito va y viene en la negrura. Y de pronto el fagot salta en una harmoniosa nota larga, las voces retornan á su angustioso clamoreo. El cortejo avanza por la anchurosa calle de bajas casas y grises tapias de corrales. Luego, doblada la esquina desemboca en pleno campo... A la derecha, en una parda loma, luce la ventana azul de una diminuta casa blanca; á la izquierda el cerro de las Trancas se yergue pelado, negro, rasgado por largas vetas grises, ahoyado por socaves amarillentos. Y la llanura desolada, yerma, sombría, se aleja hasta la pincelada imperceptible de las montañas zarcas... El cortejo avanza. Un largo muro blanquecino cierra el horizonte; en un extremo, sobre un montón de piedras, una tabla alargada, negros jirones... En frente de la puerta, al final del estrecho camino que cruza el cementerio, se abre la capilla. Es una capilla reducida. En el fondo se levanta el ara desnuda de un altar. Sobre el ara colocan el sencillo féretro. Y poco á poco los acompañantes se retiran. Y el féretro, resaltante en el blanco muro, queda sólo en la capilla diminuta. Azorín lo contempla un momento: luego, lentamente, sumido en un estupor doloroso, da la vuelta al espacioso recinto del camposanto. El piso, seco, negruzco, sin un árbol, sin un follaje verde, se extiende en hondonadas y alterones. El sol refulge en los cristales empolvados, en las letras doradas, en los azabaches de vetustas coronas. Tras el vidrio de un nicho, apoyada en la losa, una fotografía enrojecida se va destiñendo... Y ya en la mancha indecisa sólo quedan los cuadros de una alfombra, los torneados pilares de una balaustrada, los pasamanos de un ancho vestido de miriñaque. Azorín siente una angustia abrumadora. A lo lejos, por la senda del centro, avanza un grupo de labriegos. Al andar, entre los negros trajes, aparece de cuando en cuando, rápidamente, una mancha de vívida blancura. El grupo entra en la capilla. Azorín se acerca. En el suelo reposa una caja. La caja está cubierta de cristales. Y dentro, con las finas manos juntas, con las mejillas artificiosamente amapoladas, yace una niña de quince años. Hombres y mujeres hablan tranquilamente sobre el modo de enterrarla; uno de los asistentes la mira y dice sonriendo: "¡El sol la ha puesto coloraíca!" La niña parece que va á despertar de un sueño. Lentamente van dejándola sola. Azorín sale. Al final de una calle de nichos, un hombre vestido con un chaquetón pardo, da, arrodillado, fuertes piquetazos en la tapa de una terrera tumba. Todos los que han traído la transparente caja de la "mocica" se agrupan en su torno. Al lado de Azorín, en los brazos de una campesina un niño ronca sonoramente. A cada embate de la piqueta el humano cerco se condensa. El negro agujero se va ensanchando. La débil paredilla cede por fin y la siniestra oquedad queda completamente al descubierto. Todos miran ávidamente; los rostros se inclinan ansiosos; un niño se acerca gateando; una vieja encorvada explica quien fuera allí enterrado años atrás. El sepulturero mete el busto en el nicho y forcejea. Un labriego exclama festivamente: "¡Arrempujarlo pá que se quede dentro!" Y todos ríen. El sepulturero forcejea. La caja, pegada á tierra con la humedad, se resiste. La mujer del sepulturero trae un capazo. Y entonces el hombre rompe las podridas tablas y va sacando á puñados tierra negruzca, trapos, huesos amarillentos. Entre la concurrencia, una fornida moza observa: "¡Repara cómo lo coge!" El sepulturero levanta la cara estúpidamente inexpresiva, tiende un momento su mirada lúbrica por el rostro colorado de la moza, por sus abombados pechos, por sus anchas caderas incitantes, y exclama, tras de simular un ligero ronquido: "¡Así te cogeré yo cuando te mueras!" Después, inclinándose de nuevo, saca del nicho una hinchada bota y la sacude en la pared con grandes golpes. La tierra negra salta; los circunstantes retroceden, se alejan, desfilan indolentes, aquí, allá, ante los nichos —desaparecen. Azorín regresa solo por el camino tortuoso. La tarde muere. La llanura se esfuma tétrica. Y en el cielo una enorme nube roja en forma de fantástica nave camina lenta. XXVII Yuste ha muerto; el P. Lasalde se ha marchado al colegio de Getafe; Justina ha entrado en un convento. Y Azorín medita tristemente, á solas en su cuarto, mientras deja el libro y toma el libro. El no puede apartar de su espíritu el recuerdo de Justina; la ve á cada momento; ve su cara pálida, sus grandes ojos, su manto negro que flota ligeramente al andar... Y oye su voz insinuante, dulce, casi apagada. Así, en un estupor doloroso, Azorín permanece horas y horas sentado, vaga al azar por la huerta, solo, anonadado, como un descabellado romántico. De cuando en cuando, alguna mañana, al retorno de misa, entra Iluminada, enhiesta, fuerte, imperativa, sana. Y sus risas resuenan en la casa, va, viene, arregla un mueble, charla con una criada, impone á todos jovialmente su voluntad incontrastable. Azorín se complace viéndola. Iluminada es una fuerza libre de la Naturaleza, como el agua que salta y susurra, como la luz, como el aire. Azorín ante ella se siente sugestionado, y cree que no podría oponerse á sus deseos, que no tendría energía para contener ó neutralizar esta energía. "Y después de todo ¡qué importa!", piensa Azorín; "después de todo, si yo no tengo voluntad, esta voluntad que me llevaría á remolque, me haría con ello el inmenso servicio de vivir la mitad de mi vida, es decir, de ayudarme á vivir... Hay en el mundo personas destinadas á vivir la mitad, la tercera parte, la cuarta parte de la vida; hay otras en cambio destinadas á vivir dos, cuatro, ocho vidas... Napoleón debió de vivir cuarenta, cincuenta, ciento... Estas personas claro es que el exceso de vida que viven, ó sea, lo que pasa de una vida, que es la tasa legal, lo toman de lo que no viven los que viven menos de una... Yo soy uno de estos: vivo media vida, y es probable que sea Iluminada quien vive una y media, es decir, una suya y media que me corresponde á mí... Así, me explico la sugestión que ejerce sobre mí... y si yo me casara con ella la unidad psicológica estaría completa: yo continuaría viviendo media vida, como hasta aquí, y ella me continuaría haciendo este favor inmenso, el más alto que puede darse, de ayudarme á vivir, de vivir por mí." Azorín sonríe. Y en el zaguán, Iluminada, sana, altiva, imperiosa, pletórica de vida, va, viene, discute, manda, impone á todos jovialmente su voluntad incontrastable. XXVIII A las once la refitolera golpea el argentino cimbalillo. Y las monjas aparecen en la lejanía del claustro. Las monjas entran en el refectorio. El refectorio es una espaciosa estancia de paredes blancas. En las largas mesas, cada religiosa tiene dos servilletas, una extendida y otra plegada, una cuchara de palo y un blanco jarro de Talavera. Entre cada dos puestos, hay una alcucilla vidriada con vinagre y un osero de porcelana. Las monjas rezan arrodilladas un De profundis. Después, mientras todas permanecen en pie, con las manos modosamente recogidas en las mangas, la hebdomadaria bendice la mesa. La abadesa se sienta; tras ella, por orden de antigüedad, las demás monjas se van sentando. Es sábado. La abadesa da un golpecito con el cuchillo. Las novicias entran. Llevan todas puestas sus penitencias: unas garrotes en la boca, otras esterillas en los ojos, otras recios ladrillos colgados al cuello. En el El aire es vivo y transparente. En la lejanía el cielo cobra tonos de verde pálido. El mediodía llega. La mancha gris de los olivos se esclarece; el verde obscuro de los sembrados se torna verde claro; suavemente se disgrega la niebla. Y la cúpula, en la remota hondonada, irradia luminosa como un diamante... El campo está en silencio. De una casa oculta entre negros olmos surge recta una columna de humo blanco. El minúsculo trazo negro de una yunta se mueve allá en lo hondo lentamente. El sol espejea en las paredes blancas. De cuando en cuando un pájaro trina aleteando voluptuoso en la atmósfera sosegada; cerca, una abeja revolotea en torno á un romero, zumbando leve, zumbando sonora, zumbando persistente. Luego desaparece... En el Pulpillo, Azorín contempla la campiña infinita. Ante la casa, un camino amarillento se aleja serpenteando en violentos zig—zags. En los días grises, la tierra toma tintes cárdenos, ocres, azulados, rojizos, cenicientos, lívidos; las lomas se ennegrecen; los manchones rojos de las Moratillas emergen como enormes cuajarones de sangre. A ratos, el gemido del viento, el tintinar lejano de una esquila, el silabeo imperceptible de una canción fatigosa, conmueven el espíritu con el ansia perdurable de lo Infinito. Y Azorín contempla á través de los diminutos cristales el cielo gris y la llanura gris. Al anochecer, bajo la ancha campana de la cocina, ante el fuego de leños tronadores, Azorín permanece absorto en el corro de los labriegos. Fuera, la mancha negra del cielo se funde con la mancha negra de la tierra en las últimas claridades de un crepúsculo negro. Los picachos de las Atalayas se borran; los perfiles de las Moratillas desaparecen. En lo alto una débil claror recorta los contornos de las nubes inmóviles. Ante el fuego, acabada la cena, el Abuelo relata penosamente, con la tarda coordinación del campesino, amarguras pasadas. Los pedriscos asoladores, las hambres, las sequías, las epidemias, las muertes remotas de remotos amigos, van pasando en desfile tétrico... El Abuelo tiene ochenta años. Menudo, fuerte, seco, sus ojillos aquilinos, escrutadores eternos de la llanura, brillan como dos cuentas de vidrio en su cara rapada. La luz del candil, colgado arriba, refleja sobre su redondo cráneo calvo. El Abuelo sintetiza al labrador manchego. La fe mana abundosa en el corazón del labrador manchego. Es sencillo como un niño; es sanguinario exasperado. Habla lentamente; se mueve lentamente. Impasible, inexpresivo, silencioso, camina tras el arado tardo en los llanos inacabables; ó permanece, si los días son crudos, inmóvil junto al fuego, mientras sus manos secas tejen automáticamente el fino esparto. El labrador manchego no tiene amor al árbol. Viste de paño prieto; come frugalmente. Es cauto; recela de los halagos oficiosos; malicia de la novedad incomprendida. Así, el Abuelo, sonriente, irónico, va contando su provechosa incredulidad en los remedios de la farmacia. Los únicos remedios de sus males son las hierbas del campo. Temeroso en su última enfermedad de que los alimentos solapasen las medicinas, tres días ha estado sin tomar alimentos. Y el Abuelo concluye sentencioso: "Yo vus digo que todo me lo he curado con agua de romero y pedazos de sarmientos verdes machucaícos..." Las llamas del hogar se agitan, lamen las negras paredes, ponen en los rostros pétreos de los labriegos encendidos reflejos tembladores. Azorín se retira. La habitación es una larga estancia de paredes desmanteladas. Ni un lienzo, ni una chillona oleografía, ni una estampa mancha el monótono enlucido. El piso es de ladrillos blancos... Azorín pasea ensimismado. La luz escasa de una lamparilla ilumina el cuarto. En un extremo, sobre la mesa, los libros, en borrones rojos, azules, amarillos, cortados por vetas blanquecinas, resaltan junto al ancho trazo negro de una botella. Al otro extremo, en lo hondo de la negrura, las cortinillas de la alcoba destacan confusamente en grande mancha roja. Azorín pasea. Arrebujado en la larga capa, en sus idas y venidas serpenteantes, su sombra, como la silueta de un ave monstruosa, revolotea por las paredes. Azorín se para ante la mesa; llena una copa; la bebe lentamente. Y piensa en las palabras del maestro: "¿Qué importa que la realidad interna no ensamble con la externa?" Luego torna á sus paseos automáticos. En el recogimiento de la noche, sus pasos resuenan misteriosos. La luz titilea en ondulosos tembloteos agonizantes. Los amarillentos resplandores fluyen, refluyen en las blancas paredes. La roja mancha del fondo desaparece, aparece, desaparece. Azorín bebe otra copa. "La imagen lo es todo", medita. "La realidad es mi conciencia". Después pasea; torna á pararse; recomienza el paseo. Y en sus pausas repetidas ante la mesa, el líquido de la botella mengua. La llama de la lamparilla se encoge formando en torno del encendido pábilo un diminuto nimbo de violeta. Los muebles se sumen turbiamente en la penumbra. De la mesa parte sobre la pared una rígida sombra larga que se ensancha hasta esfumarse cerca del suelo. Azorín se sienta; sus ojos miran hacia la sombra. La luz chisporrotea: una chispa del pábilo salta y se divide crujiendo en diminutas chispas de oro. Azorín cierra los ojos. La luz se apaga: en la obscuridad los purpúreos grumos de la pavesa reflejan sobre la dorada lamparilla... El afanoso tic—tac de un reloj de bolsillo suena precipitado. Fuera, el campo reposa. En las cercanas pedrizas de las Moratillas las zorras gañen desesperadamente. Y en el silencio de la noche, sus largos gritos repercuten á través de la llanura solitaria como gemidos angustiosos. SEGUNDA PARTE I Azorín, á raíz de la muerte de Justina, abandonó el pueblo y vino á Madrid. En Madrid su pesimismo instintivo se ha consolidado; su voluntad ha acabado de disgregarse en este espectáculo de vanidades y miserias. Ha sido periodista revolucionario, y ha visto á los revolucionarios en secreta y provechosa concordia con los explotadores. Ha tenido luego la humorada de escribir en periódicos reaccionarios, y ha visto que estos pobres reaccionarios tienen un horror invencible al arte y á la vida. Azorín, en el fondo, no cree en nada, ni estima acaso más que á tres ó cuatro personas entre las innumerables que ha tratado. Lo que le inspira más repugnancia es la frivolidad, la ligereza, la inconsistencia de los hombres de letras. Tal vez este sea un mal que la política ha creado y fomentado en la literatura. No hay cosa más abyecta que un político: un político es un hombre que se mueve mecánicamente, que pronuncia inconscientemente discursos, que hace promesas sin saber que las hace, que estrecha manos de personas á quienes no conoce, que sonríe siempre con una estúpida sonrisa automática... Esta sonrisa Azorín la juzga emblema de la idiotez política. Y esa sonrisa es la que ha encontrado también en el periodismo y en la literatura. El periodismo ha sido el causante de esta contaminación de la literatura. Ya casi no hay literatura. El periodismo ha creado un tipo frívolamente enciclopédico, de estilo brillante, de suficiencia abrumadora. Es el tipo que detestaba Nietzsche: el tipo "que no es nada, pero que lo representa casi todo". Los especialistas han desaparecido: hoy se escribe para el periódico, y el periódico exige que se hable de todo. Dentro de treinta años todos seremos periodistas, es decir, nadie sabrá nada de nada. Nos limitaremos á sospechar las cosas, lo cual tiene la ventaja de que ahorra tiempo y no entristece el espíritu con la melancolía de las lecturas largas. Y véase cómo lo que parece una calamidad, ha de resultar un bien andando el tiempo: porque evitando la reflexión y el auto—análisis —matadores de la Voluntad—, se conseguirá que la Voluntad resurja poderosa y torne á vivir... siquiera sea á expensas de la Inteligencia. Azorín ha llegado demasiado pronto para alcanzar estas bienandanzas. Su espíritu anda ávido y perplejo de una parte á otra; no tiene plan de vida; no es capaz del esfuerzo sostenido; mariposea en torno á todas las ideas; trata de gustar todas las sensaciones. Así en perpetuo tejer y destejer, en perdurables y estériles amagos, la vida corre inexorable sin dejar más que una fugitiva estela de gestos, gritos, indignaciones, paradojas... II A la derecha, la rojiza mole de la plaza de Toros, destacando en el azul luminoso, espléndido; á la izquierda, los diminutos hoteles del Madrid Moderno, en pintarrajeado conjunto de muros chafarrinados en viras rojas y amarillas, balaustradas con jarrones, AZORÍN La voluntad PRÓLOGO En las viejas edades, el pueblo fervoroso abre los cimientos de sus templos, talla las piedras, levanta los muros, cierra los arcos, pinta las vidrieras, forja las rejas, estofa los retablos, palpita, vibra, gime en pía comunión con la obra magna. La multitud de Yecla ha realizado en pleno siglo xix lo que otras multitudes realizaron en remotas centurias. La antigua iglesia de la Asunción no basta; en 1769 el consejo decide fabricar otra iglesia; en 1775 la primera piedra es colocada. Las obras principian; se excavan los cimientos, se labran los sillares, se fundamentan las paredes. Y en 1804 cesa el trabajo. En 1847 las obras recomienzan. La cantera del Arabí surte de piedra; ya en Junio vuelve á sonar en el recinto abandonado el ruido alegre del trabajo. Trabajan: un aparador, con 15 reales; tres canteros, con 10; dos carpinteros, con 10; cuatro albañiles, con 8; siete peones, con 5; siete muchachos, con 3. Es curioso seguir las oscilaciones de los trabajos á lo largo de los listines de jornales. El día 8 los muchachos quedan reducidos á tres. El último de los muchachos es llamado el Mudico. A el Mudico le dan sólo dos reales. El día 7 el Mudico no figura ya en las listas. Y yo pienso en este pobre niño despreciado, que durante una semana trae humildemente la ofrenda de sus fuerzas á la gran obra y luego desaparece, acaso muere. Las obras languidecen; en Octubre la escuadrilla de obreros queda reducida á seis canteros y un muchacho. Las obras permanecen abandonadas durante largo tiempo. En el ancho ámbito del templo crece bravía la yerba; la maleza se enrosca á las pilastras; de los arcos incerrados penden florones de verdura. La fe revive. En 1857 las obras cobran impulso poderoso. El obispo hace continuos viajes. La junta excita al pueblo. El pueblo presta sus yuntas y sus carros; los ricos ceden las maderas de sus pinares; dos testadores legan sus bienes á las obras. Entre tanto los arcos van cerrándose, los botareles surgen gallardos, los capiteles muestran sus retorcidas volutas y finas hojarascas. De Enero á Junio, 18.415 pies cúbicos de piedra son tallados en las canteras. Los veintinueve carpinteros de la ciudad trabajan gratis en la obra. Y mientras las campanas voltean jocundas, la multitud arrastra en triunfo enormes bloques de 600 arrobas... En 1858 las obras continúan. Mas el pueblo, ansioso, se enoja de no ver su iglesia rematada. Y el autor de un Diario inédito, de donde yo tomo estas notas, escribe sordamente irritado: "Marcha la obra con tanta lentitud, que da indignación el ir por ella". La junta destituye al arquitecto; nombra otro; le exige los planos; el arquitecto no los presenta; la junta le amenaza con destituirle; el arquitecto llega con sus diseños primorosos. En 1859 el Ayuntamiento reclama fondos del gobierno. "Presentados que fueron los planos en el ministerio", dice el autor del Diario, "no pudieron menos de llamar la atención de los señores que llegaron á verlos, chocando en extremo la grandiosidad de un templo para un pueblo; lo que dió motivo á que el secretario, en particular, diera muy malas esperanzas respecto á dar algunos fondos, diciendo que para un pueblo era mucha empresa y mucho lujo y suntuosidad". El gobierno imagina que no se ha puesto una sola piedra en la obra. El ayuntamiento ofrece, en nombre de los vecinos, trabajo gratis y 125.000 pesetas. El gobierno, sorprendido del vigoroso esfuerzo, promete 40.000 duros. La Academia aprueba los planos presentados; mas los fondos del gobierno no llegan. Durante dos meses un solo donante —el caballero Mergelina— ocurre á los dispendios de la obra. Los fondos no llegan; perdidas las esperanzas de ajeno auxilio, la fe popular torna pujante á su faena. De Abril á Mayo son tallados otros 17.000 pies cúbicos de piedra. Los labradores acarrean los materiales. Las bóvedas acaban de cubrirse; los capiteles lucen perfectos; el tallado cornisamento destaca saledizo. El anchuroso, blanco, severo templo herreriano es, por fin, años después, abierto al culto. Y ved el misterioso ensamblaje de las cosas humanas. Hace veinticinco siglos, de la misma cantera del Arabí famoso en que ha sido tallada la piedra para esta iglesia, fué tallada la piedra para el templo pagano del cerro de los Santos. Al pie del Arabí se extendía Elo, la espléndida ciudad fundada por egipcios y griegos. La ancha vía Heraclea, celebrada por Aristóteles, se perdía á lo lejos entre bosques milenarios. El templo dominaba la ciudad entera. En su recinto, guarnecido de las rígidas estatuas que hoy reposan fríamente en los museos, los hierofantes macilentos tenían, como nosotros, sus ayunos, sus procesiones, sus rosarios, sus letanías, sus melopeas llorosas; celebraban, como nosotros, la consagración del pan y el vino, la Navidad, en el nacimiento de Agni, la semana Mayor, en la muerte de Adonis. Y la multitud acongojada, eternamente ansiosa, acudía con sus ungüentos y sus aceites olorosos, á implorar consuelo y piedad, como hoy, en esta iglesia por otra multitud levantada, imploramos nosotros férvidamente: Ungüento pietatis tuae medere contritis corde; et oleo misericordiae tuae refove dolores nostros. azucenas y una rosa, entre botones y hojarasca, se inclinan graciosamente sobre el blanco farol colgado del soporte. A la izquierda, se sube por un escalón á una puerta pintada de encarnado negruzco. La puerta está formada de resaltantes cuarterones, cuadrados unos, alargados y en forma de T otros, ensamblados todos de suerte que en el centro queda formada una cruz griega. Junto á la cerradura hay un tirador de hierro: las negras placas del tirador y de la cerradura destacan sus calados en rojo paño. La puerta está bordeada de recio marco tallado en diminutas hojas entabladas. Es la puerta de la sala. Amueblan la sala sillas amarillas con vivos negros, un ancho canapé de paja, una mesa. A lo largo de las paredes luce un apostolado en viejas estampas toscamente iluminadas: Santus Joanes, con un cáliz en la mano, del cual sale una sierpe, — Sanctus Mattheus, leyendo atento un libro, — Sanctus Bartholomeus, con la cuchilla tajadora, — Sanctus Petrus, Sanctus Paulus, Sanctus Simon... Encima del canapé hay un lienzo: encuadrado en ancho marco negro, un monje de bellida barba, calada la capucha, cogidas ambas manos de una pértiga, mira con ojos melancólicos. Debajo pone: S. Franciscus de Paula; vera effigies ex prototypo, quod in Palatio Vaticano servatur desumpta... Sobre la mesa reposan tres volúmenes en folio, y en hilera, cuidadosamente ordenados, grandes y olorosos membrillos. En el fondo, cierra la alcoba una mampara con blancas cortinillas. A la derecha del porche, se abre la cocina de ancha campana. A los lados, adosados á la pared, corren dos poyos bajos. Dos armarios, junto á cada poyo, guardan el apropiado menaje. La luz, en la suave penumbra, baja por la espaciosa chimenea y refleja sobre las losas del hogar un blanco resplandor. Cerca de la puerta del patio, en lo hondo, brilla en sus primorosos arabescos, azules, verdes, amarillos, rojos, el alizar del tinajero. La tinaja, empotrada en el ancho resalto, deja ver el recio reborde bermejo de su boca. Y el sol, que por el montante de la cerrada puerta penetra en leve cinta refulge en los platos vidriados, en los panzudos jarros, en las blancas jofainas, en las garrafas verdosas. Dulce sosiego se respira en el ambiente plácido. En la vecindad los martillos de una fragua tintinean argentinos. A un extremo de la mesa de retorcidos pies, en la entrada, Puche, sentado, habla pausadamente; al otro extremo, Justina escucha atenta. En el fondo umbrío de la cocina, un puchero borbolla con persistente moscardoneo y deja escapar tenues vellones blancos. Puche y Justina están sentados. Puche es un viejo clérigo, de cenceño cuerpo y cara escuálida. Tiene palabra dulce de iluminado fervoroso y movimientos resignados de varón probado en la amargura. Susurra levemente más que habla; sus frases discurren untuosas, benignas, mesuradas, enervadoras, sugestivas. En plácida salmodia insinúan la beatitud de la perfecta vida, descubren la inanidad del tráfago mundano, cuentan la honda tragedia de las miserias terrenales, acarician con la promesa de dicha inacabable al alma conturbada... Puche va hablando dulcemente; la palabra poco á poco se caldea, la frase se enardece, el período se ensancha férvido. Y un momento, impetuosamente, la fiera indomeñada reaparece, y el manso clérigo se exalta con el ardimiento de un viejo profeta hebreo. Justina es una moza fina y blanca. A través de su epidermis transparente, resalta la tenue red de las venillas azuladas. Cercan sus ojos llameantes anchas ojeras. Y sus rizados bucles rubios asoman por la negrura del manto, que se contrae ligeramente al cuello y cae luego sobre la espalda en amplia oleada. Justina escucha atenta á Puche. Alma cándida y ardorosa, pronta á la abnegación ó al desconsuelo, recoge píamente las palabras del maestro —y piensa. Puche dice: —Hija mía, hija mía: la vida es triste, el dolor es eterno, el mal es implacable. En el ansioso afán del mundo, la inquietud del momento futuro nos consume. Y por él son los rencores, las ambiciones devoradoras, la hipocresía lisonjera, el anhelante ir y venir de la humanidad errabunda sobre la tierra. Jesús ha dicho: "Mirad las aves del cielo, que no siembran ni siegan, ni allegan en trojes; y vuestro Padre celestial las alimenta..." La humanidad perece en sus propias inquietudes. La ciencia la contrista; el anhelo de las riquezas la enardece. Y así, triste y exasperada, gime en perdurables amarguras. Justina murmura en voz opaca: —El cuidado del día de mañana nos hace taciturnos. Puche calla un momento; luego añade: —Las avecillas del cielo y los lirios del campo son más felices que el hombre. El hombre se acongoja vanamente. "Porque el día de mañana á sí mismo se traerá su cuidado. Le basta al día su propio afán." La sencillez ha huido de nuestros corazones. El reino de los cielos es de los hombres sencillos. "Y dijo: En verdad os digo, que si no os volviereis é hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos." Los martillos de la vecindad cantan en sonoro repiqueteo argentino. Justina y Puche callan durante un largo rato. Luego Puche exclama: —Hija mía, hija mía: el mundo es enemigo del amor de Dios. Y el amor de Dios es la paz. Mas el hombre ama las cosas de la tierra. Y las cosas de la tierra se llevan nuestra paz. "Y aconteció que como fuesen de camino, entró Jesús en una aldea, y una mujer, que se llamaba Marta lo recibió en su casa. "Y ésta tenía una hermana, llamada María, la cual también sentada á los pies del Señor oía su palabra. "Pero Marta estaba afanada de continuo en las haciendas de la casa: la cual se presentó y dijo: Señor, ¿no ves cómo mi hermana me ha dejado sola para servir? Dile, pues, que me ayude. "Y el Señor le respondió y dijo: Marta, Marta, muy cuidadosa estás y en muchas cosas te fatigas. "En verdad una sola es necesaria. María ha escogido la mejor parte, que no le será quitada." El silencio torna. El sol, que se ha ido corriendo poco á poco, marca sobre el aljofifado pavimento un vivo cuadro. A lo lejos, las campanadas de las doce caen lentas. En la iglesia Nueva suena el grave tintineo del Ave María. Puche cruza las manos y murmura: —Virgen Purísima antes del parto. Dios te salve, María, llena eres de gracia, etc. Virgen Purísima en el parto. Dios te salve, María... Virgen Purísima después del parto. Dios te salve, María... — Después agrega dulcemente: "El Señor nos dé una buena tarde." Vuelve á reinar un ligero silencio. Justina, al fin, suspira: —La vida es un valle de lágrimas. Y Puche añade: —Jesús ha dicho: sed buenos, sed pobres, sed sencillos. Y los hombres no son buenos, ni pobres, ni sencillos. Mas tiempo vendrá en que la justicia suprema reine implacable. Los grandes serán humillados, y los humildes ensalzados. La cólera divina desbordaráse en castigos enormes. ¡Ah, la angustia de los soberbios será indecible! Un grito inmenso de dolor partirá de la humanidad aterrorizada. La peste devastará las ciudades: gentes escuálidas vagarán por las campiñas yermas. Los mares rugirán enfurecidos en sus lechos; el incendio llameará crepitante sobre la tierra conmovida por temblores desenfrenados, y los mundos, trastornados de sus esferas, perecerán en espantables desquiciamientos... Y del siniestro caos, tras la confusión del juicio último, manará serena la luz de la Verdad Infinita. De pie, Puche, nimbada su cabeza de apóstol por el tibio rayo de sol, permanece inmóvil un momento con los ojos al cielo. III El zaguán, húmedo y sombrío, está empedrado de menudos cantos. Junto á la pared, un banco luce su tallado respaldo; en el centro pende del techo un farolón disforme. Franqueada la puerta del fondo, á la derecha se abre la cocina de amplia campana, y á la izquierda el despacho. El despacho es una anchurosa pieza de blancas paredes y bermejas vigas en el techo. Llenan los estantes de oloroso alerce, libros, muchos libros, infinitos libros —libros en amarillo pergamino, libros pardos de jaspeada piel y encerados cantos rojos, enormes infolios de sonadoras hojas, diminutas ediciones de elzevirianos tipos. En un ángulo, casi perdidos en la sombra, tres gruesos volúmenes que resaltan en azulada mancha, llevan en el lomo: Schopenhauer. De la calle, a través de las finas tablas de espato que cierran los ventanos, la luz llega y se difluye en tamizada claridad sedante. Recia estera de esparto, listada á viras rojas y negras, cubre el suelo. Y entre dos estantes cuelga un cuadro patinoso. El cuadro es triste. De pie, una dama de angulosa cara tiene de la mano á una niña; la niña muestra en la mano tres claveles, dos blancos y uno rojo. A la derecha del grupo hay una mesa; encima de la mesa hay un cráneo. En el fondo, sobre la pared, un letrero dice: Nascendo morimur. Y la anciana y la niña, atentas, cuidadosas, reflexivas, parecen escrutar con su mirada interrogante el misterio infinito. En el despacho, Yuste se pasea á menudos pasos que hacen crujir la estera. Yuste cuenta sesenta años. Yuste es calvo y ligeramente obeso; su gris mostacho romo oculta la comisura de los labios; sobre la nítida pechera la gordezuela barbilla se repliega abundosa. Y la fina cadena de oro que pasa y repasa en dos grandes vueltas por el cuello destaca refulgente en la negrura del limpio traje. Azorín, sentado, escucha al maestro. Azorín mozo ensimismado y taciturno, habla poco y en voz queda. Absorto en especulaciones misteriosas, sus claros ojos verdes miran extáticos lo indefinido. El maestro va y viene ante Azorín en sus peripatéticos discursos. Habla resueltamente. A través de la palabra enérgica, pesimista, desoladora, colérica, iracunda —en extraño contraste con su beata calva y plácida sonrisa— el maestro extiende ante los ojos del discípulo hórrido cuadro de todas las miserias, de todas las insanias, de todas las cobardías de la humanidad claudicante. La multitud le exaspera: odio profundo, odio tal vez rezago de lejanos despechos, le impulsa fieramente contra la frivolidad de las muchedumbres veleidosas. El discurso aplaudido de un exministro estúpido, el fondo palabrero de un periódico, la frase hueca de un periodista vano, la idiotez de una burguesía caquéxica, le convulsionan en apopléticos furores. Odia la frase hecha, el criterio marmóreo, la sistematización embrutecedora, la ley, salvaguardia de los bandidos, el orden, amparo de los tiranos... Y á lo largo de la estancia recargada de libros, nervioso, irascible, enardecido, va y viene mientras sus frases cálidas vuelan á las alturas de una sutil y deprimente metafísica, ó descienden flageladoras sobre las realidades de la política venal y de la literatura vergonzante. Azorín escucha al maestro. Honda tristeza satura su espíritu en este silencioso anochecer de invierno. Yuste pasea. A lo lejos suenan las campanas del santuario. Los opacos tableros de piedra palidecen. El maestro se detiene un momento ante Azorín y dice: —Todo pasa, Azorín, todo cambia y perece. Y la substancia universal,—misteriosa, incognoscible, inexorable— perdura. Azorín remuévese lentamente y gime en voz opaca: —Todo pasa. Y el mismo tiempo que lo hace pasar todo, acabará también. El tiempo no puede ser eterno. La eternidad, presente siempre, sin pasado, sin futuro, no angosta ventana baja, acristalada con un vidrio empolvado, cerrada por una reja, alambrada por fina malla. Al otro extremo una diminuta puerta de cuarterones comunica á un obscuro pasillo. Y al final del pasillo, la blanca luz de un patio resalta en viva claridad fulgente. El clérigo ambulatorio parece absorto en hondas y dolorosas meditaciones. Es alto; viste sotana manchada en la pechera á largas gotas; tiene liado el cuello en recia bufanda negra; sus mejillas están tintadas de finas raicillas rojas, y su nariz avanza vivamente inflamada. Bajo el bonete de agudos picos, caído sobre la frente, sus ojos miran vagarosos y turbios... Hondas preocupaciones le conturban; arriba, abajo, dando furibundas papadas al veguero, pasea nervioso por la estancia. Y un momento, se detiene ante el clérigo sentado y pregunta, tras una ligera pausa en que considera absorto la ceniza del cigarro: —¿Tú crees que el macho de José Marco es mejor que el mío? El interpelado no contesta. Y el alto clérigo prosigue, en hondas meditaciones, sus paseos. Después añade: —Hemos estado cazando en el Chisnar José Marco y yo. José Marco ha muerto siete perdices, yo dos... ¡Mi macho no cantaba! En la puerta aparece un personaje envuelto en vieja capa. Entre los dos trazos pardos de las vueltas, la camisa fofa, sin corbata, resalta blanca. Y sobre el alto y enhiesto cuello de la capa, la fina cabeza redonda luce en la rosada calva y en las mejillas afeitadas. Es un místico y es un truhán; tiene algo de cenobita y algo de sátiro. En el umbral, inmóvil, con las piernas ligeramente distanciadas, mira interrogador á los dos clérigos. Sus ojuelos titilean arriscados; sus labios se pliegan compungidos... Ante él se para el clérigo; los dos se miran silenciosos. Y el clérigo pregunta: —¿Tú crees que el macho de José Marco es mejor que el mío? El truhán beatífico inclina la cabeza, enarca las cejas, y sonríe: —Según... Y sonriendo picaresco mira al otro clérigo como contándole con la mirada lo por centésima vez sabido. Luego pregunta al propietario de la perdiz taciturna: —¿Lo has sacado? El andante contesta: —Hemos ido al Chisnar José Marco y yo; él ha muerto siete perdices, yo dos. —Y añade con reconcentrada ira: — ¡Mi macho no cantaba! El truhán trae una noticia flamante: Puche ha sido, por fin, nombrado cura de la iglesia Nueva. —Sí —dice el clérigo sentado—, ha sido por Redón. —Y agrega sordamente: — Y lo hará obispo. El truhán enarca las cejas: —Según... —Y al sonreír, en su helgada dentadura brillan blancos sus dientes puntiagudos. A propósito de Puche se habla de su sobrina Justina. —¿Se casa con Azorín? —pregunta el clérigo sentado. El truhán dice que no. Puche se opone de tal modo al casamiento, que Justina será monja antes que mujer de Azorín. El sermón ha terminado. El predicador entra acezando. El clérigo errabundo, ante la cajonería, en enfunda en el roquete, se pasa por el cuello la estola, se echa sobre los hombros la floreada capa. Y sale. En el umbral da un ligero traspiés. V En la placidez de este anochecer de Agosto, Yuste y Azorín pasean por el tortuoso camino viejo de Caudete. El cielo se ensombrece poco á poco; comienzan á titilear las estrellas; una campana toca el Angelus. Y á lo lejos un cuclillo repite su nota intercadente... Yuste se para y dice: —Azorín, la propiedad es el mal... En ella está basada la sociedad actual. Y puesto que á su vez la propiedad está basada en la fuerza y tiene su origen en la fuerza, nada más natural, nada más justo, nada más humano que destruir la propiedad... Azorín escucha silencioso al maestro. Yuste prosigue: —La propiedad es el mal... Se buscarán en vano soluciones al problema eterno. Si el medio no cambia, no cambia el hombre... Y el medio es la vivienda, la alimentación, la higiene, el traje, el reposo, el trabajo, los placeres. Cambiemos el medio, hagamos que todo esto, el trabajo y el placer, sea pleno, gustoso, espontáneo, y cambiará el hombre. Y si sus pasiones son ahora destructivas —en este medio odioso—, serán entonces creadoras —en otro medio saludable... No cabe hablar del problema social: no lo hay. Existe dolor en los unos y placer en los otros, porque existe un medio que á aquéllos es adverso y á éstos favorable... La fuerza mantiene este medio. Y de la fuerza brota la propiedad, y de la propiedad el Estado, el ejército, el matrimonio, la moral. Azorín replica: —Un medio de bienestar para todos supone una igualdad, y esa igualdad... Yuste interrumpe: —Sí, sí; se dice que es imposible una igualdad de todos los hombres... que todos no tienen el mismo grado de cultura... que todos no tienen las mismas delicadezas estéticas y afectivas... El maestro calla un momento y después añade firmemente: —Las tendrán todos, las tendrán todos... Hace un siglo Juan Bautista Lamarck ponía el siguiente ejemplo en su Filosofía zoológica: un pájaro vese forzado á vagabundear por el agua en sitios de profundidad escasa; sus sucesores hacen lo mismo; los sucesores de sus sucesores hacen lo propio... Y de este modo, poco á poco, á lo largo de múltiples generaciones, este pájaro ha visto crecer entre los dedos de sus patas un ligero tejido... y aumentar de espesura... y llegar á recia membrana que le permite á él, descendiente de los primitivos voladores, nadar cómodamente en las marismas... Pues bien; ahora aplica este caso. Pon al hombre más rudo, más grosero, más inintelectual en una casa higiénica y confortante; aliméntalo bien: vístelo bien; haz que trabaje con comodidad, que goce sanamente... Y yo te digo que al cabo de tres, de ocho, de doce generaciones, de las que sean, el descendiente de ese rudo obrero será un bello ejemplar de hombre culto, artista, cordial, intelectivo. Azorín observa: —Eso es el transformismo. Y Yuste replica: —Sí, es el transformismo que nos enseña que hay que lograr un medio idéntico para llegar á una identidad, á una igualdad fisiológica y psicológica... indispensable para la absoluta igualdad ante la Naturaleza. He aquí porqué he dicho antes que el problema no existe... No existe desde que Lamarck, Darwin y demás naturalistas contemporáneos han puesto en evidencia que el hombre es la función y el medio... Y puesto que es imposible producir un nuevo tipo humano sin cambiar la función y el medio, es de toda necesidad destruir radicalmente lo que constituye el medio y la función actuales. En el silencio de la noche, la voz del maestro vibra apasionada. Esta mañana, Yuste ha recibido una revista. En la revista figura un estudio farfullado por un antiguo compañero suyo, hoy encaramado en una gran posición política. Y en ese estudio, que es una crónica en que desfilan todos los amigos de ambos, los antiguos camaradas, Yuste ha visto omitido su nombre, maliciosamente, envidiosamente... El maestro prosigue indignado: —Para esta obra no hay más instrumento que la fuerza. Nuestros antepasados milenarios usaron de la fuerza para crear instituciones que hoy son venero de dolor: nosotros emplearemos la fuerza para crear otro estado social que sea manantial de bienandanzas... Yuste piensa en su antiguo frívolo amigo y en sus frívolos discursos. —Y yo no sé cómo se llamará esto que pido en el lenguaje de los politicastros profesionales,— añade:— lo que veo con evidencia es que el procedimiento de la fuerza se impone, y lo que percibo con tristeza es que es irónico, de una ironía tremenda, entretenerse en discutir la solución de este que llaman problema, mientras el obrero se extenúa en las minas y en las fábricas. Yuste tiene en la imaginación el humanitarismo insustancial de su amigo el político. Y agrega: —Leyes de accidentes del trabajo, de protección de la infancia, de jurados mixtos, de salarios mínimos... yo las considero todas absurdas y cínicas. El que hace la ley se juzga en posesión de la verdad y de la justicia, y ¿cómo han de ser posesores de la verdad y de la justicia los tiranos? La ley supone concesión, y ¿cómo vamos á tolerar que se nos conceda graciosamente una mínima parte de lo que se nos ha detentado?... Podrá hablarse cuanto se quiera del problema social; podrán invocarse sociólogos, economistas, filósofos... Yo no necesito invocar á nadie para saber que la tierra no tiene dueño, y que un príncipe, ó un ministro, ó un industrial, no tiene más derechos que yo, obrero, para gozar de los placeres del arte y de la naturaleza... El trabajo —dicen los economistas— es la fuente de la propiedad; una casa es mía porque con mi trabajo, ó con mi dinero, que representa trabajo, la fabrico... Y, ¿quién ha enseñado á ese propietario —pregunto yo— á arrancar la piedra yeso en la cantera? Y ¿quién ha inventado el fuego en que se ha de tostar esa piedra, y las reglas con que se han de levantar los muros, y las artes diversas con que se ha de acabar la casa toda? En estricta justicia distributiva, pensando bien y sintiendo de todo corazón, ese propietario envanecido con su casa tendría que inscribirla en el registro de la propiedad á nombre del primer salvaje que hizo brotar el fuego del roce de unos maderos contra otros... Cuando yo muevo mi pluma para escribir una página, ¿puedo asegurar que esa página es mía y no de las generaciones y generaciones que han inventado el alfabeto, la gramática, la retórica, la dialéctica? El maestro calla. Ha cerrado la noche. La menuda fauna canta en inmenso coro, persistente, monorrítmico. Y del campo silencioso llega al espíritu una vaga melancolía depresiva, punzante. Yuste prosigue exaltado: —¡Admitir la propiedad como creación personal!... ¡Eso es poner en la teleología universal una fuerza nueva é increada; es admitir una causa primera y absoluta, algo que está fuera de nuestro mundo y que escapa á todas sus leyes!... ¡Eso es tan absurdo como el libre albedrío!... Y como nada se crea ni nada se pierde, y como las leyes que rigen el mundo físico son idénticas á las que rigen el mundo moral —puesto que éste y aquél son uno mismo—, he aquí porqué nosotros, fundados en la concausalidad inexorable, en el ciego determinismo de las cosas, queremos destruir la propiedad...y he aquí cómo los primitivos atomistas —Epicuro, Lucrecio— vienen inocentemente á través de los siglos, instauración de esas mismas libertades, y á la consolidación de un estado de derecho que permite, en cierto modo, el libre desarrollo de las iniciativas individuales. Así, en resumen, yo he de manifestar que, aunque aplaudo, desde luego, la noble campaña por ustedes emprendida, y á ello les aliento, creo que hay que respetar, como base social indiscutible, aquello que constituye lo fundamental en el engranaje social, ó sea los derechos adquiridos... Otra vez los tres ingenuos regeneradores tornaron á mirarse convencidos. Indudablemente, el ilustre orador tenía razón; había que hacer una enérgica campaña de renovación social, pero respetando, respetando profundamente las tradiciones, las instituciones legendarias, los derechos adquiridos. Y Pedro, Juan y Pablo, de nuevo redactaron su protesta de este modo: "Independientemente de toda cuestión política, y sin ánimo de atentar á los derechos adquiridos, que juzgamos respetables, ni de subvertir en absoluto un estado de cosas que tiene su razón de ser en la historia, manifestamos nuestro deseo de que los ciudadanos de Nirvania trabajen en favor de la moralidad administrativa." Siguiendo en sus peregrinaciones los tres jóvenes visitaron luego á un sabio sociólogo. Este sociólogo era un hombre prudente, discreto, un poco escéptico, que había visto la vida en los libros y en los hombres, que sonreía de los libros y de los hombres. — Lo que ustedes pretenden— les dijo —me parece paradójico é injusto. ¡Suprimir el caciquismo! La sociedad es un organismo, es un cuerpo vivo; cuando este cuerpo se ve amenazado de muerte, apela á todos los recursos para seguir viviendo y hasta se crea órganos nocivos que le permitan vivir... Así la sociedad española, amenazada de disolución, ha creado el cacique que, si por una parte detenta el poder para favorecer intereses particulares, no puede negarse que en cambio subordina, reprime, concilia estos mismos intereses. Obsérvese á los caciques de acción, y se les verá conciliar, armonizar los más opuestos intereses particulares. Suprímase el cacique y esos intereses entrarán en lucha violenta, y las elecciones, por citar un ejemplo, serán verdaderas y sangrientas batallas... Por tercera vez Pedro, Juan y Pablo se miraron convencidos y acordaron volver á redactar la protesta en esta forma: "Respetando y admirando profundamente, tanto en su conjunto como en sus detalles, el actual estado de cosas, nos permitimos, sin embargo, hacer votos por que en futuras edades mejore la suerte del pueblo de Nirvania, sin que por eso se atente á las tradiciones ni á los derechos adquiridos." Y cuando Pedro, Juan y Pablo, cansados de ir y venir con su protesta, se retiraron por la noche á sus casas, entregáronse al sueño tranquilos, satisfechos, plenamente convencidos de que vivían en el más excelente de los mundos, y de que en particular era Nirvania el más admirable de todos los países." El maestro calló. Y como declinara la tarde, al levantarse para regresar al pueblo, dijo: —Esto es irremediable, Azorín, si no se cambia todo... Los unos son escépticos, los otros perversos... y así caminamos, pobres, miserables, sin vislumbres de bonanza... arruinada la industria, malvendiendo sus tierras los labradores... Yo les veo aquí en Yecla morirse de tristeza al separarse de su viña, de su carro... Porque si hay algún amor hondo, intenso, es este amor á la tierra... al pedazo de tierra sobre el que se ha pasado toda la vida encorvado... de donde ha salido el dinero para la boda, para criar á los muchachos... y que al fin hay que abandonar... definitivamente, cuando se es viejo y no se sabe lo que hacer ni adónde ir... (Una pausa; Yuste saca la diminuta tabaquera). Por eso yo amo a Yecla, á este buen pueblo de labriegos... Los veo sufrir... Los veo amar, amar la tierra... Y son ingenuos y sencillos, como mujiks rusos... y tienen una Fe enorme... la Fe de los antiguos místicos... Yo me siento conmovido cuando los oigo cantar su rosario en las madrugadas... Algunos, viejos ya, encorvados, vienen los sábados, á pie, de campos que distan seis ú ocho leguas... Luego, cuando han cantado, retornan otra vez á pie á sus casas... Esa es la vieja España... legendaria, heroica... Y el maestro Yuste detiene su mirada en la lejana ciudad que se esfuma en la penumbra del crepúsculo, mientras las campanas tocan en campaneo polirrítmico. VII Primero hay una sala pequeña; después está otra sala, más pequeña, que es la alcoba. La sala está enlucida de blanco, de brillante blanco, tan estimado por los levantinos; á uno de los lados hay una gran mesa de nogal; junto á ésta otra mesita cargada de libros, papeles, cartapacios, dibujos, mapas. En las paredes lucen fotografías de cuadros del Museo —la Marquesa de Leganés, de Van Dyck, Goya, Velázquez— un dibujo de Willette representando una caravana de artistas bohemios que caminan un día de viento por un llano, mientras á lo lejos se ve la cima de la torre Eiffel; dos grandes grabados alemanes del siglo xviii con deliquios de santos, y una estampa de nuestro siglo xvii, titulada Tabula regnum celorum, y en que aparece el mundo con sus vicios y pecados, los caminos de la perfección con sus elegidos que se encaminan por ellos, y, en la parte superior, la gloria, cercada de murallones, con sus jerarquías angélicas, y con las tres respetables personas de la Santísima Trinidad rodeadas de su corte y sentadas blandamente en las nubes... Hay también en la estancia sillas negras de rejilla, y una mecedora del mismo juego. El piso es de diminutos mosaicos cuadrados y triangulares, de colores rojos, negros y amarillos. Aquí es donde Azorín pasa sus hondas y trascendentales cavilaciones, y va leyendo á los clásicos y á los modernos, á los nacionales y á los extranjeros. No lejos de su cuarto está la biblioteca, que es una gran habitación á teja vana, con el techo bajo é inclinado, con las vigas toscas, desiguales, con grandes nudos. Los estantes cubren casi todas las paredes, y en ellos reposan sabiamente los sabios y discretos libros, unos viejos, enormes, con sus amarillos pergaminos, con cierto aire de suficiencia paternal, y otros, junto á éstos, en revuelta é irrespetuosa confusión con ellos, pequeños, con cubiertas amarillas y rojas, como jóvenes fuertes y audaces que se ríen un poco de la senilidad omnisciente. Entre estante y estante hay grandes arcas de blanca madera de pino —donde acaso se guardan ropas de la familia— y encima multitud de vasos, potes, jícaras, tazas, platos, con dulces conservas y mermeladas, que sin duda se ha creído conveniente poner á secar en la biblioteca por seguir la indicación del buen Horacio, que aconseja que se ponga lo dulce junto á lo útil. Azorín va y viene de su cuarto á la biblioteca. Y esta ocupación es plausible. Azorín lee en pintoresco revoltijo novelas, sociología, crítica, viajes, historia, teatro, teología, versos. Y esto es doblemente laudable. El no tiene criterio fijo: lo ama todo, lo busca todo. Es un espíritu ávido y curioso; y en esta soledad de la vida provinciana, su pasión es la lectura y su único trato el trato del maestro. Yuste va insensiblemente moldeando este espíritu sobre el suyo. En el fondo no cabe duda que los dos son espíritus avanzados, progresivos, radicales, pero hay en ellos cierta inquietud, cierto desasosiego, cierta secreta reacción contra la idea fija, que desconcierta á quien los trata, y mueve cierta irritación en el observador frívolo, que se indigna de no poder definir, de no poder coger estos matices, estos relampagueos, estos vislumbres rápidos, que él, hombre de una pieza, hombre serio, no tiene ni comprende... irritación que es la del niño que no entiende el mecanismo de un juguete y lo rompe. Así no es extraño que los honrados vecinos sonrían ligeramente —porque son discretos— cuando un forastero les habla del maestro; ni está fuera de las causas y concausas sociales que las buenas devotas —esas mujeres pálidas, que visten de negro, y que nos han visto nacer— suspiren un poco delante de Azorín y muevan la cabeza, mientras sus manos están juntas, con los dedos trabados. Pero Azorín no hace gran caso de estos suspiros piadosos y continúa hablando con el maestro y leyendo sus libros grandes y pequeños. Ahora Azorín lee á Montaigne. Este hombre que era un solitario y un raro, como él, le encanta. Hay cosas en Montaigne que parecen escritas ayer mismo; el ensayo sobre Raimundo Sabunde es un modelo de observación y de amenidad. Y después esta continua ostentación del yo, de sus amores, de sus gustos, de su manera de beber el vino —un gran trago después de las comidas— de sus lecturas, de su mal de piedra... Todo esto, que es una personalidad iliteraria, viva, gesticuladora, incongruente, ondulosa; todo esto es delicioso. Azorín de cuando en cuando piensa en él mismo. Montaigne era un hombre raro, pero llegó á ser alcalde de Burdeos; hoy siendo un poco original es difícil llegar á ser un concejal en Yecla. Y es que la originalidad, que es lo más alto de la vida, la más alta manifestación de vida, es lo que más difícilmente perdona el vulgo, que recela, desconfía —y con razón— de todo lo que escapa á su previsión, de todo lo que sale de la línea recta, de todo lo que puede suscitar en la vida situaciones nuevas ante las cuales él se verá desarmado, sin saber lo que hacer, humillado. ¿Se concibe á Pío Baroja siendo alcalde de Móstoles? Silverio Lanza —que es uno de los más originales temperamentos de esta época— ha intentado ser alcalde de Getafe. ¡Y hubiera sido una locura firmar su nombramiento! —La vida de los pueblos —piensa Azorín—, es una vida vulgar... es el vulgarismo de la vida. Es una vida más clara, más larga y más dolorosa que la de las grandes ciudades. El peligro de la vida de pueblo es que se siente uno vivir... que es el tormento más terrible. Y de ahí el método en todos los actos y en todas las cosas —el feroz método de que abomina Montaigne—; de ahí los prejuicios que aquí cristalizan con una dureza extraordinaria, las pasiones pequeñas... La energía humana necesita un escape, un empleo; no puede estar reprimida, y aquí hace presa en las cosas pequeñas, insignificantes —porque no hay otras— y las agranda, las deforma, las multiplica... He aquí el secreto de lo que podríamos llamar hipertrofia de los sucesos... hipertrofia que se nota en los escritores que viven en provincias —como Clarín— cuando juzgan éxitos y fracasos, ocurridos en Madrid... Este sentirse vivir hace la vida triste. La muerte parece que es la única preocupación en estos pueblos, en especial en estos manchegos, tan austeros... Entierros, anunciadores de entierros que van tocando por las calles una campanilla, misas de réquiem, dobleo de campanas... hombres envueltos en capas largas... suspiros, sollozos, actitudes de resignación dolorosa... mujeres enlutadas, con un rosario, con un pañuelo que se llevan á los ojos, y entran á visitarnos y nos cuentan gimiendo la muerte de este amigo, del otro pariente... todo esto, y las novenas, y los rosarios, y los cánticos plañideros por las madrugadas, y las procesiones... todo esto es como un ambiente angustioso, anhelante, que nos oprime, que nos hace pensar minuto por minuto —¡estos interminables minutos de los pueblos!— en la inutilidad de todo esfuerzo, en que el dolor es lo único cierto en la vida, y en que no valen afanes ni ansiedades, puesto que todo —¡todo: hombres y mundos!— ha de acabarse, disolviéndose en la nada, como el humo, la gloria, la belleza, el valor, la inteligencia. Y como Azorín viese que se iba poniendo triste y que el escepticismo amable del amigo Montaigne era, amable y todo, un violento nihilismo, dejó el libro y se dispuso á ir á ver al maestro —que era como salir de un hoyo para caer en una fosa. Hoy "Los Lunes de El Imparcial" han sumido al maestro Yuste en una ligera tristeza filosófica. El maestro ha leído una hermosa crónica de un joven que se revela como una esperanza de las letras. Y ha pensado: "Así se escribe, así se escribe... Yo siento que soy un pobre hombre... Originalidad... idealidad... energía en la frase... espontaneidad... no las tengo, no las he tenido nunca. Yo siento que soy un pobre hombre. Mi tiempo pasó: yo pude creerme artista porque tenía cierta audacia, cierta facilidad de pluma... pero ese silencioso ritmo de las ideas que nos hechiza y nos conmueve, yo no lo he tenido nunca, yo no lo tengo... ¡Así se escribe!" Y el maestro ha mirado tristemente, penosamente, el periódico. "Hay cada ocho, cada diez, cada veinte años —ha seguido pensando— un nuevo tipo de escritor que representa las aspiraciones y los gustos comunes. No hay más que abrir una colección de periódicos para verlo claramente. La sintaxis, la adjetivación, la analogía, hasta la misma puntuación cambian en breve espacio de tiempo... Un cronista no puede ser "brillante" más allá de diez años... y es mucho. Después queda anticuado, desorientado. Otros jóvenes vienen con otros adjetivos, con otras metáforas, con otras paradojas... y el antiguo cronista muere definitivamente, para el presente y para la posteridad... ¿Quién era Selgas? ¿Quién era Castro y Serrano?... Yo veo que hay dos cosas en literatura: la novedad y la originalidad. La novedad está en la forma, en la facilidad, en el ardimiento, en la elegancia del estilo. La originalidad es cosa más honda: está en algo indefinible, en un secreto encanto de la idea, en una idealidad sugestiva y misteriosa... Los escritores nuevos son los más populares; los originales rara vez alcanzan la popularidad en vida... pero pasan, pasan indefectiblemente á la posteridad. Y es que sólo puede ser popular lo artificioso, lo ingenioso, y los escritores originales son todos sencillos, claros, desaliñados casi... porque sienten mucho. Cervantes, Teresa de Jesús, Bécquer... son incorrectos, torpes, desmañados. En tiempo de Cervantes, los Argensola eran los cronistas "brillantes"; en tiempo de Bécquer... yo no sé quién sería, tal vez aquel majadero de Lorenzana... Y el maestro vuelve á mirar tristemente el periódico. "Sí, sí, yo he sido también un escritor brillante... Ahora, solo, olvidado, lo veo... y me entristezco." Azorín llega. Hace una tarde espléndida. El sol tibio, confortador, baña las anchas calles. En las aceras, las mujeres sentadas en sillas terreras, trabajan en sus labores. Se oye, á intervalos, el coro lejano de una escuela. Yuste y Azorín suben al Castillo. El Castillo es un santuario moderno. Un ancho camino en zig—zag conduce hasta la cumbre. Y desde lo alto, aparece la ciudad asentada al pie del cerro, y la huerta con sus infinitos cuadros de verdura, y los montes Colorado y Cuchillo que cierran con su silueta yerma el horizonte... Al otro lado del Castillo se extiende la llanura inmensa, verdeante á trechos, á trechos amarillenta, limitada por el perfil azul, allá en lo hondo, de la sierra de Salinas. Y en primer término, entre olivares grises, un paralelogramo grande, de tapias blanquecinas, salpicadas de puntitos negros. Yuste se sienta, y su mirada se posa en los largos muros. Dos cuervos vuelan por encima lentamente, graznando. Por un camino que conduce á las tapias avanza una ristra de hombres enlutados. Y el cielo está radiante, limpio, azul. Yuste dice: —Azorín, la gloria literaria es un espejismo, una fantasmagoría momentánea... Yo he tenido mi tiempo de escritor conocido; ahora no me conoce nadie. Abre la colección de un periódico —que es una de las cosas más tristes que conozco—; mira las firmas de hace ocho, diez, veinte años... verás nombres, nombres, nombres de escritores que han vivido un momento y luego han desaparecido... Y ellos eran populares, elogiados, queridos, ensalzados. ¿Quién se acuerda hoy de Roberto Robert, que fué tan popular, de Castro y Serrano, que murió ayer, de Eduardo de Palacio, que aun me parece que veo?... El año sesenta y tantos era crítico de teatros en Las Novedades un señor González de la Rosa, ó Rosa González... No hay duda de que sería temido en los escenarios, lisonjeado en los cuartos de los actores, leído por el público al día siguiente del estreno... como Caramanchel, Laserna, Arimón... Aquel señor debió de creer en la inmortalidad —como creerá sin duda el ingenuo Arimón—; y mira cómo la inmortalidad no se ha acordado del señor Rosa González... Laserna, Arimón, Caramanchel pueden tomar de este caso una lección provechosa. El maestro sonríe y calla. Luego prosigue: —Si alguna vez eres escritor, Azorín, toma con flema este divino oficio. Y después... no creas en la crítica ni en la posteridad... En los mismos años precisamente en que Goya pintaba (allá por 1781), la más alta autoridad literaria de España, Jovellanos, dijo, en ocasión solemnísima, que Mengs era, óyelo bien, "el primer pintor de la tierra..." ¿Quién conoce hoy á Antonio Rafael Mengs?... Ya sabes lo que le pasó á Stendhal: escribió para seis ú ocho amigos. Y de Cervantes, el pobre, no digamos: en su tiempo todos los literatos cultos, los poetas cortesanos, despreciaban a este hombre que escribía cosas chocarreras en estilo desaliñado... Los Argensola, cuando fueron nombrados no sé qué cosa diplomática en Italia, desatendieron brutalmente sus pretensiones de un empleo, y finalmente (atiende á esto, que creo que no ha dicho ningún cervantista), finalmente, un jesuita, también presumido de culto, de brillante, dijo que el Quijote era una "necedad"... En El Criticón lo dijo... —¿De modo —replica Azorín— que para usted no hay regla crítica infalible, segura? —No hay nada estable, ni cierto, ni inconmovible —contesta Yuste. Y haciéndose la ilusión consoladora de que es un inveterado escéptico, prosigue: —¡Qué sabemos! Mi libro son los Ensayos del viejo alcalde de Burdeos, y de él no salgo... Después piensa en el artículo de El Imparcial y añade: —Cuando me hablan de gentes que llegan y de gentes que fracasan, sonrío... Fíjate en que hoy el público ha cambiado totalmente: no hay público, sino públicos, sucesivos, rápidos, momentáneos. Un público antiguo era un público de veinte, treinta, cuarenta años... vitalicio. La lectura estaba menos propagada, no había grandes periódicos que en un día difundían por toda una nación un hecho; se publicaban menos libros; eran menos densas y continuas las relaciones entre los mismos literatos, y entre los literatos y el público... Así un escritor que lograba hacer conocido su nombre, era ya un escritor que permanecía en la misma tensión de popularidad durante una generación, durante veinte, treinta años... Imagínate el público de una de las viejas ciudades intelectuales: Salamanca, Alcalá de Henares... Es un público de estudiantes, gente joven, que lee los Sueños de Quevedo ó las décimas de Espinel y con ellas se regodea durante ocho ó diez años... Luego, terminados los estudios, se desparraman todos por sus aldeas, pueblos, ciudades, donde ya no tendrán más diversión que su escopeta y sus naipes, cosa no muy intelectual... Pues bien, ¿no es lógico que este licenciado en derecho, ó este clérigo, ó este médico, que metido en un rincón ya no tiene relación ninguna literaria, puesto que no lee periódicos ni revistas, ni apenas ve libros nuevos, no es lógico que en él la admiración por Quevedo y Espinel, que se sabe de memoria, dure toda la vida?... El maestro calla un instante; luego prosigue: —Registra nuestra historia literaria en busca de lo que hoy llamamos fracasados: no los hallarás... En cambio hoy la duración de un público se ha reducido, y así como antes la longitud del público emparejaba, sin faltar ni sobrar apenas, con la longitud de la vida del escritor, hoy cuatro ó seis longitudes de público son precisas para una de escritor... Yo no sé si me explico con todas estas geometrías... Ello es, en síntesis, que hoy durante la vida de un literato se suceden cuatro ó seis públicos. Y de ahí lo que llamamos fracasados, de ahí que un escritor nuevo y vigoroso al año 1880 sea un anticuado en 1890... No importa que el escritor no suelte la pluma de la mano, es decir, que no deje de comunicarse íntimamente con el público; el fracaso llega de todos modos. Así se explica que X, Y, Z, que escriben todos los días, hace años y años, en grandes periódicos, estén desprestigiados á los ojos de una generación, de la cual sólo les separan escasos años... generación que si no tiene el poder en las redacciones influyentes, en cambio es la que impera por su juventud —que es fuerza— en el ambiente intelectual de un pueblo... Aquí Yuste vuelve á callar. El sol declina en el horizonte. Y lentamente el tinte azul de las lejanas sierras va ensombreciéndose. El maestro prosigue: —Y ten en cuenta esto, que es esencialísimo: el fracaso lo da el público y sólo en esta edad en que lo que vive no es el artista, sino la imagen que el público tiene del artista, es cuando se dan los fracasados... Un artista que no vive para el público y por el público, ¿cómo ha de fracasar? Los primitivos flamencos, Van Eyck, Memling... Van der Weyden... el divino Van der Weyden... ¿cómo iban á fracasar si no firmaban sus cuadros?... Las obras de casi todos nuestros grandes clásicos han sido publicadas por sus herederos ó discípulos... Otro silencio. Yuste y Azorín bajan del Castillo por el ancho camino serpenteante. La ciudad va sumiéndose en la sombra. El humo de las mil chimeneas forma una blanca neblina sobre el fondo negro de los tejados. Y la enorme cúpula de la iglesia Nueva destaca poderosa en el borroso crepúsculo. El maestro saca su tabaquera de plata y aspira un polvo. Luego dice lentamente: —Yo y todos mis compañeros fuimos jóvenes que íbamos á llegar... que llegamos sin duda... después vino otro público, vino otra gente... fracasamos... como fracasaréis vosotros, es decir, como os fracasarán los que vengan más nuevos... Y esto sí que es una lección (sonriendo), no de inmortalidad, como la de González de la Rosa, sino de piedad, de suprema piedad, de respeto, de supremo respeto, que los jóvenes de hoy, los poderosos de hoy, deben á los jóvenes de ayer, á los que trabajaron como ahora trabajáis vosotros; á los que tuvieron vigor, fe, entusiasmo... X Ayer se celebraron las elecciones. Y ha salido diputado como siempre, un hombre frívolo, mecánico, automático, que sonríe, que estrecha manos, que hace promesas, que pronuncia discursos... El maestro está furioso. El augusto desprecio que por la industria política siente, le ha abandonado; y á pesar suyo, va y viene, en su despacho, irritado, iracundo. Azorín lo contempla en silencio. —Y yo no sé —exclama Yuste—, cómo podremos llamar al siglo xix sino el siglo de la mixtificación. Se mixtifica todo, se adultera todo, se falsifica todo: dogmas, literatura, arte... Y así León Taxil, el enorme farsante, es la figura más colosal del siglo... de este siglo que ha inventado la Democracia, el sufragio universal, el jurado, las constituciones... León Taxil principia á vivir á costa de los católicos publicando contra ellos diatribas y diatribas que se venden á millares... Luego el tema se agota, se agota la credulidad de esos ingenuos librepensadores, y Taxil, que era un hombre de ingenio, tan grande por lo menos como Napoleón, se convierte al catolicismo, poco después de la publicación de la encíclica Humanum —Además, —ha añadido—, yo creo que el empleo de la fuerza es añadir maldad á la maldad ya existente, es decir, es devolver mal por mal... querer que el bien reine en la humanidad por el esfuerzo que haga el mal para que así sea. Y yo pregunto... Yuste da dos golpecitos sobre la tabaquera. Indudablemente el maestro se siente hoy parlamentario. —Y yo pregunto: ¿es lícito reparar el mal con el mal? Platón contestará por mí. Recuerdo, querido Azorín, que aquel amado maestro dijo, en su diálogo titulado Critón, que en ningún caso debe cometerse la injusticia. Su doctrina es la más pura, la más generosa, la más alta que haya nunca conocido la humanidad; es el espíritu mismo de Budha, de Jesús, de todos los grandes amadores de multitudes, es el espíritu de esos hombres el que alienta á través de este diálogo incomparable. Y el maestro coge del estante un libro y lee: "¿Luego en manera alguna debe cometerse ninguna otra injusticia? —pregunta Sócrates. Critón. Sin duda que no. Sócrates. Entonces tampoco debe cometerse injusticia con los que no las hacen, aunque ese pueblo crea que esto es lícito, puesto que tú convienes que en manera alguna debe tal cosa hacerse. Critón. Eso me parece. Sócrates. ¿Es lícito ó no lo es hacer mál á alguna persona? Critón. No es justo, Sócrates. Sócrates. ¿Es justo, como el vulgo lo cree, volver mal por mal ó es injusto? Critón. Es muy injusto. Sócrates. ¿Es cierto que entre hacer el mal y ser injusto no hay diferencia alguna? Critón. Lo confieso. Sócrates. Luego nunca debe cometerse injusticia ni volver mal por mal, sea lo que se quiera lo que se nos haya hecho..." Yuste deja el libro y prosigue: —En nuestros días, Tolstoi se ha hecho el apóstol de las mismas doctrinas. Y ahora verás una carta, precisamente dirigida á revolucionarios españoles, en que está condensado todo su ideal en breves líneas, y que es interesantísimo comparar con el texto citado de Platón... Se trata de una carta dirigida á los redactores de la Revista Blanca; éstos le pidieron un trabajo para su almanaque anual, y Tolstoi les contesta lo siguiente: "He recibido vuestra carta, invitándome á escribir en el Almanaque para el próximo año, en momentos bien críticos para mí, como criatura mortal, á la par que para vosotros, en calidad de españoles. Ayer mismo leí una de esas revueltas tan frecuentes en España, ignoro si por culpa de los malos gobiernos ó por la miseria que sufre el trabajador español, aunque bien puede ser por ambas cosas á la vez. Me refiero á Sevilla, donde las pasiones de los hombres, que yo creo malos, han hecho derramar sangre otra vez. No es el camino de la violencia el que nos conducirá á la paz deseada; es la misma paz, ó mejor, la rebeldía pasiva. Con que los esclavos, todos los esclavos víctimas de los modernos fariseos, que envenenan y explotan las almas, se cruzaran de brazos, la hora del humilde habría llegado. De modo tan sencillo rodarían por tierra los ídolos, los dioses personales que han venido á sustituir á los impersonales del verdadero cristianismo. Y, sin embargo, la sangre continúa derramándose en todas partes, como en los mejores tiempos de la barbarie. Las clases directoras civilizan y educan á cañonazos; los dirigidos procuran su bienestar armándose de aprestos destructores. No es ese el camino. Moriré sin ver bien inclinados á los hombres. No será por mi culpa, y esto me consuela. Dispensad, señores redactores de La Revista Blanca, de Madrid, si mi delicada salud no me permite complacerles como hubiese querido, con fe, porque en España hay mucho que hacer; pero no puedo atenderles, y creo que es tarde para que otro día hable de ese país, que tanta analogía guarda con el que me vió nacer. Considerad hermano vuestro á León Tolstoi." Yuste calla un momento. Luego añade: —Estas son las palabras de un hombre sabio y de un hombre bueno... Así, con la dulzura, con la resignación, con la pasividad es cómo ha de venir á la tierra el reinado de la Justicia. Y Azorín, de pronto se ha puesto de pie, nervioso, iracundo, y ha exclamado trémulo de indignación: —¡No, no! ¡Eso es indigno, eso es inhumano, eso es bochornoso!... ¡El reinado de la Justicia!... ¡El reinado de la Justicia no puede venir por una inercia y una pasividad suicidas! Contemplar inertes cómo las iniquidades se cometen, es una inmoralidad enorme. ¿Por qué hemos de sufrir resignados que la violencia se cometa, y no hemos de destruirla con otra violencia que impedirá que la iniquidad siga cometiéndose?... Si yo veo á un bandido que se dirige á usted con un puñal para asesinarlo, ¿he de contemplar indiferente como se realiza el asesinato? Entre la muerte del bandido y la muerte de usted, ¿quién duda que la muerte del bandido ha de ser preferida? ¿Quién duda que si yo que veo alzar el puñal y tengo un revólver en el bolsillo he de elegir, tengo el deber imperioso y moral de elegir, entre las dos catástrofes?... ¡No, no! Lo inmoral, lo profundamente inmoral sería mi pasividad ante la violencia; lo inhumano sería en este caso, como en tantos otros, cruzarme de brazos, como usted quiere y dejar que el mal se realice... Y después, ¿dónde está la línea que separa la acción pacífica de la acción violenta, la pasividad de la actividad, la propaganda mansa de la violenta?... Tolstoi mismo, ¿puede asegurar que no ha armado con sus libros el brazo de un obrero en rebelión? El libro, la palabra, el discurso... ¡pero eso es ya acción! Y ese libro, y esa palabra, y ese discurso han de pasar á la realidad, han de encarnar en hechos... en hechos que estarán en contradicción con otros hechos, con otro estado social, con otro ambiente. ¡Y eso ya es acción, ya es violencia!... ¡La rebeldía pasiva! Eso es un absurdo: habría que ser como la piedra, y aun la piedra cambia, se agrega, se disgrega, evoluciona, vive, lucha... ¡La rebeldía pasiva! ¡Eso es un ensueño de fakires! ¡Eso es indigno! ¡Eso es monstruoso!... ¡Y yo protesto! Y Azorín ha salido dando un violentísimo portazo. Entonces el maestro, un poco humillado, un poco halagado por el ardimiento del discípulo, ha pensado con tristeza: —Decididamente, yo soy un pobre hombre que vive olvidado de todos en un rincón de provincias; un pobre hombre sin fe, sin voluntad, sin entusiasmo. Y si tenemos un ángel siempre á nuestro lado —como asegura tanta gente respetable— no hay duda que este ángel, que leerá los pensamientos más recónditos, habrá sentido hacia el maestro, por este instante de contrición sincera, una vivísima simpatía. XII La verdura impetuosa de los pámpanos repta por las blancas pilastras, se enrosca á las carcomidas vigas de los parrales, cubre las alamedas de tupido toldo cimbreante, desborda en tumultuosas oleadas por los panzudos muros de los huertos, baja hasta arañar las aguas sosegadas de la ancha acequia exornada de ortigas. Desde los huertos, dejado atrás el pueblo, el inmenso llano de la vega se extiende en diminutos cuadros de pintorescos verdes, claros, grises, brillantes, apagados, y llena en desigual mosaico á las suaves laderas de las lejanas pardas lomas. Entre el follaje, los azarbes pletóricos serpentean. El sol inunda de cegadora lumbre la campiña, abate en ardorosos bochornos los pámpanos redondos, se filtra por las copudas nogueras y pinta en tierra fina randa de luz y sombra. De cuando en cuando una ráfaga de aire tibio hace gemir los altos maizales rumorosos. La naturaleza palpita enardecida. Detrás, la mancha gris del pueblo se esfuma en la mancha gris de las laderas yermas. De la negrura incierta emergen el frontón azulado de una casa, la vira blanca de una línea de fachadas terreras, los diminutos rasgos verdes, aquí y allá, en la escarpada peña, de rastreantes higueras. La enorme cúpula de la iglesia Nueva destella en cegadoras fulguraciones. Sobre el Colegio, en el lindero de la huerta, dos álamos enhiestos que cortan los rojos muros en estrecha cinta verde, traspasan el tejado y marcan en el azul su aguda copa. Más cerca, en primer término, dos, tres almendros sombrajosos arrojan sobre el negro fondo del poblado sus claras notas gayas. Y á la derecha, al final del llano de lucidoras hojas largas, sobre espesa cortina de seculares olmos, el negruzco cerro de la Magdalena enarca su lomo gigantesco en el ambiente de oro. El pueblo duerme. La argentina canción de un gallo rasga los aires. En los olmos las cigarras soñolientas prosiguen con su ras—ras infatigable. Lentamente, la hora del bochorno va pasando. Las sombras se alargan; la vegetación se esponja voluptuosa; frescas bocanadas orean los árboles. En la lejanía del horizonte el cielo se enciende gradualmente en imperceptible púrpura, en intensos carmines, en deslumbradora escarlata, que inflama la llanura en vivo incendio y sonrosa en lo hondo, por encima de las espaciadas pinceladas negras de una alameda joven, la silueta de la cordillera de Salinas... En la sedante calma de la noche propincua, los vecinos pasean por la huerta. A lo largo de una linde, entre los maizales discurren cuatro ó seis personas en un grupo. Luego se sientan. Y hablan. Hablan del inventor Quijano. Hace dos años, en plena guerra, Quijano anunció el descubrimiento de un explosivo. Los grandes periódicos dedicaron informaciones á Quijano; las ilustraciones publicaron su retrato. Y las pruebas deficientes del invento le volvieron á la obscuridad de su taller modesto. En Yecla lo ha perfeccionado. Las pruebas definitivas van á ser realizadas. El éxito será completo; se ha visto repetidas veces funcionar el misterioso aparato. Quijano tiene fe en su obra. Yecla espera. Yecla espera ansiosa. Se exalta á Quijano; se le denigra. En las sacristías, en las reboticas, en las tiendas, en los cafés, en el campo, en la calle se habla de pólvora comprimida, de dinamita, de carga máxima, de desviaciones, de trayectorias. La ciudad enloquece. De mesa á mesa, en el Casino, los improperios, las interjecciones, las risas burlonas van y vienen entre el ruido de los dominós traqueteados. Se cruzan apuestas, se hacen halagadoras profecías patrióticas, se lanzan furibundos apóstrofes. Y los puños chocan contra los blancos mármoles, y las tazas trepidan. ...En este rojo anochecer de Agosto el cielo parece inflamarse con las pasiones de la ciudad enardecida. Lentamente los resplandores se amortiguan. Oculto el sol, las sombras van cubriendo la anchurosa vega. Las diversas tonalidades de los verdes se funden en una inmensa y uniforme mancha de azul borroso; los términos primeros suéldanse á los lejanos; los claros salientes de las lomas se esfuman misteriosos. Cruza una golondrina rayando el azul pálido. Y á lo lejos, entre las sombras, un bancal inundado refleja como un enorme espejo las últimas claridades del crepúsculo. XIII Ha llegado un redactor de El Imparcial, otro de El Liberal, otro de La Correspondencia, otro del Heraldo. La comisión técnica la forman un capitán de Artillería, un capitán de Ingenieros, un profesor de la Escuela de Artes y Oficios. La comisión examina por la mañana en casa de Quijano el toxpiro. La comisión opina que no marchará el toxpiro. Componen el toxpiro dos, cuatro, seis tubos repletos de pólvora; un señor de traje negro y botas blancas— se da golpecitos en la pierna con un sarmiento. La comisión y los periodistas suben al tren de regreso á Madrid... El penacho negro de la locomotora pasea en la lejanía sobre la verdura de los pámpanos. Y por la noche, ante el balcón abierto de par en par, Azorín aperdiga sobre la mesa las cuartillas. Las estrellas hormiguean rutilantes en el pedazo de cielo negro. El cronista traza sobre la primera cuartilla en letras grandes: Epílogo de un sueño. Luego escribe: "La vieja águila española —por mí invocada en la crónica El inventor Quijano— ha vuelto taciturna á sus blasones palatinos, entre el hacecillo de flechas y la simbólica madeja." Se detiene indeciso; arregla las cuartillas; moja la pluma; torna á mojar la pluma... XIV Hace una tarde gris, monótona. Cae una lluvia menuda, incesante, interminable. Las calles están desiertas. De cuando en cuando suenan pasos precipitados sobre la acera, y pasa un labriego envuelto en una manta. Y las horas transcurren lentas, eternas... Yuste y Azorín no han podido esta tarde dar su paseo acostumbrado. En el despacho del maestro, hablan á intervalos, y en las largas pausas escuchan el regurgitar de las canales y el ruido intercadente de las goteras. Una hora suena á lo lejos en campanadas imperceptibles; se oye el grito largo, modulado, de un vendedor. Azorín observa: —Es raro como estos gritos parecen lamentos, súplicas... melopeas extrañas... Y Yuste replica: —Observa esto: los gritos de las grandes ciudades, de Madrid, son rápidos, secos, sin relumbres de idealidad... Los de provincias aun son artísticos, largos, plañideros... tiernos, melancólicos... Y es que en las grandes ciudades no se tiene tiempo, se quiere aprovechar el minuto, se vive febrilmente... y esta pequeña obra de arte, como toda obra de arte, exige tiempo... y el tiempo que un vendedor pierda en ella, puede emplearlo en otra cosa... Repara en este detalle insignificante, que revela toda una fase de nuestra vida artística... Lo mismo que un vendedor callejero suprime el arte, porque trabaja rápidamente, lo suprime un novelista, un crítico. Así, hemos llegado á escribir una novela ó un estudio crítico mecánicamente, como una máquina puede construir botones ó alfileres... De ahí el que se vaya perdiendo la conciencia, la escrupulosidad, y aumenten los subterfugios, las supercherías, los tranquillos del estilo... Yuste se para y coge un libro del estante. Después añade: —Lo que da la medida de un artista es su sentimiento de la naturaleza, del paisaje... Un escritor será tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje... Es una emoción completamente, casi completamente moderna. En Francia sólo data de Rousseau y Bernardino de Saint—Pierre... En España, fuera de algún poeta primitivo, yo creo que sólo la ha sentido Fray Luis de León en sus Nombres de Cristo... Pues bien; para mí el paisaje es el grado más alto del arte literario... ¡Y qué pocos llegan á él!... Mira este libro; lo he escogido porque á su autor se le ha elogiado como un soberbio descripcionista... Y ahora verás, prácticamente, en esta lección de técnica literaria, cuáles son los subterfugios y tranquillos de que te hablaba antes... Ante todo la comparación es el más grave de ellos. Comparar es evadir la dificultad... es algo primitivo, infantil... una superchería que no debe emplear ningún artista... He aquí la página: "En el inmenso valle, los naranjales como un oleaje aterciopelado; las cercas y vallados de vegetación menos obscura, cortando la tierra carmesí en geométricas formas; los grupos de palmeras agitando sus surtidores de plumas, como chorros de hojas que quisieran tocar al cielo cayendo después con lánguido desmayo; villas azules y de color de rosa, entre macizos de jardinería; blancas alquerías ocultas tras el verde bullir de un bosquecillo; las altas chimeneas de las máquinas de riego, amarillentas como cirios con la punta chamuscada; Alcira, con sus casas apiñadas en la isla y desbordándose en la orilla opuesta, todo ello de un color mate de huevo, acribillado de ventanitas, como roído por una viruela de negros agujeros. Más allá, Carcagente, la ciudad rival, envuelta en el cinturón de sus frondosos huertos; por la parte del mar, las montañas angulosas esquinadas, con aristas que de lejos semejan los fantásticos castillos imaginados por Doré, y en el extremo opuesto los pueblos de la Ribera alta, flotando en los lagos de esmeralda de sus huertos, las lejanas montañas de tono violeta, y el sol que comenzaba á descender como un erizo de oro, resbalando entre las gasas formadas por la evaporación del incesante fuego". El maestro saca su cajita de plata y prosigue: —Es una página, una página breve, y nada menos que seis veces recurre en ella el autor á la superchería de la comparación... es decir, seis veces que se trata de producir una sensación desconocida ó apelando á otra conocida... que es lo mismo que si yo no pudiendo contar una cosa llamase al vecino para que la contase por mí... Y observa —y esto es lo más grave— que en esa página, á pesar del esfuerzo por expresar el color, no hay nada plástico, tangible... además de que un paisaje es movimiento y ruido, tanto como color, y en esta página el autor sólo se ha preocupado de la pintura... No hay nada plástico en esa página, ninguno de esos pequeños detalles sugestivos, suscitadores de todo un estado de conciencia... ninguno de esos detalles que dan, ellos solos, la sensación total... y que sólo se hallan instintivamente, por instinto artístico, no con el trabajo, ni con la lectura de los maestros... con nada. Yuste se acerca al estante y coge otro libro. —Ahora verás —prosigue— otra página... es de un novelista joven, acaso... y sin acaso, entre toda la gente joven el de más originalidad y el de más honda emoción estética... Y el maestro recita lentamente: "Pocas horas después; en el cuarto de don Lucio. El fuego se va consumiendo en el brasero; una chispa brilla en la obscuridad, sobre la ceniza, como el ojo inyectado de una fiera. Está anocheciendo, y las sombras se han apoderado de los rincones del cuarto. Una candileja, colocada sobre la cómoda, alumbra, de un modo mortecino, la estancia. Se oye cómo caen y se hunden en el silencio del crepúsculo las campanas del Angelus. "Desde la ventana se perciben, á lo lejos, rumores confusos de dulce y campesina sinfonía, el tañido de las esquilas de los rebaños que vuelven al pueblo, el murmullo del río, que cuenta á la Noche su eterna y monótona queja, y la nota melancólica que modula un sapo en su flauta, nota cristalina que cruza el aire silencioso y desaparece como una estrella errante. En el cielo, de un azul negro intenso, brilla Júpiter con su luz blanca". —Ahora —añade el maestro— he aquí cuatro versos escritos hace cinco siglos... Son del más plástico, jugoso y espontáneo de todos los poetas españoles antiguos y modernos: el Arcipreste de Hita... El Arcipreste tiene como nadie el instinto revelador, sugestivo... Su auto—retrato es un fragmento maravilloso... Y aquí en este trozo, que es la estupenda escena en que Trotaconventos seduce á doña Endrina... escena que no ha superado ni aun igualado Rojas... Aquí Trotaconventos llega á casa de la viuda, le ofrece una sortija, la mima con razones dulces, le dice que es un dolor que permanezca triste y sola, que se obstine en vestir de luto... cuando no falta quien bien la quiere... Y dice: Así estades fija, viuda et mancebilla, sola y sin compannero, como la tortolilla: deso creo que estades amariella et magrilla... Y con solos estos dos adjetivos amariella et magrilla queda retratada de un rasguño la dolorida viuda, ojerosa, pálida, enflaquecida, melancólica... Larga pausa. La lluvia continúa persistente. El agua desciende por los chorradores de zinc en confuso rumor de ebullición. Van palideciendo los tableros de espato de las ventanas. Azorín dice: —Observo, maestro, que en la novela contemporánea hay algo más falso que las descripciones, y son los diálogos. El diálogo es artificioso, convencional, literario, excesivamente literario. —Lee La Gitanilla, de Cervantes —contesta Yuste—; La Gitanilla es... una gitana de quince años, que supongo no ha estado en ninguna Universidad, ni forma parte de ninguna Academia... Pues bien; observa cómo contesta á su amante cuando éste se le declara. Le contesta en un discurso enorme, pulido, elegante, filosófico... Y este defecto, esta elocuencia y corrección de los diálogos, insoportables, falsos, va desde Cervantes hasta Galdós... Y en la vida no se habla así; se habla con incoherencias, con pausas, con párrafos breves, incorrectos... naturales... Dista mucho, dista mucho de haber llegado á su perfección la novela. Esta misma coherencia y corrección anti—artísticas —porque es cosa fría— que se censura en el diálogo... se encuentra en la fábula toda... Ante todo, no debe haber fábula... la vida no tiene fábula: es diversa, multiforme, ondulante, contradictoria... todo menos simétrica, geométrica, rígida, como aparece en las novelas... Y por eso, los Goncourt, que son los que, á mi entender, se han acercado más al desiderátum, no dan una vida, sino fragmentos, sensaciones separadas... Y así el personaje, entre dos de esos fragmentos, hará su vida habitual, que no importa al artista, y éste no se verá forzado, como en la novela del antiguo régimen, á contarnos tilde por tilde, desde por la mañana hasta la noche, las obras y milagros de su protagonista... cosa absurda, puesto que toda la vida no se puede encajar en un volumen, y bastante haremos si damos diez, veinte, cuarenta sensaciones... (Pausa larga.) Este precisamente es defecto capital del teatro, y por eso el teatro es un arte industrial, ajeno á la literatura... En el teatro verás cuatro, seis, ocho personas que no hacen más que lo que el autor ha marcado en su libro, que son esclavos del nudo dramático, que no se preocupan más que de entrar y salir á tiempo... Y cuando se ha cumplido ya su desenlace, cuando el marido ha matado ya á la mujer, ó cuando el amante se ha casado ya con su amada, estos personajes, ¿qué hacen? pregunta Maeterlinck... Yo cuando voy al teatro y veo á estos hombres que van automáticamente hacia el epílogo, que hablan en un lenguaje que no hablamos nadie, que se mueven en un ambiente de anormalidad —puesto que lo que se nos expone es una aventura, una cosa extraordinaria, no la normalidad—; cuando veo á estos personajes me figuro que son muñecos de madera, y que pasada la representación, un empleado los va guardando cuidadosamente en un estante... Observa además, y esto es esencial, que en el teatro no se puede hacer psicología... ó si se hace, ha de ser por los mismos personajes... pero no se pueden expresar estados de conciencia, ni presentar análisis complicados... Haz que salga á escena Federico Amiel... Nos parecería un majadero... Sí, Hamlet... Hamlet, ya sé... pero ¡cuán poco debe de ser lo que vemos de mientras sus ojos miran fijamente al suelo, como si su espíritu quedase de pronto absorto en alguna contemplación extrahumana. A los niños el P. Lasalde los trata con delicadeza, con una delicadeza tan enérgica en el fondo, que les pone respeto y hace inútiles los castigos violentos. Él los disuade de sus instintos malos hablándoles, uno por uno, bajito y como de cosas que sólo á ellos dos les importaran; él les halaga cuando ve en ellos un vislumbre de generosidad y de nobleza. Y no grita, no amenaza, no aterra, anda silenciosamente por los dormitorios durante la noche; se fija cuidadosamente en la sala de estudio en cómo trabaja cada uno; los observa y estudia sus juegos cuando retozan por el patio. El P. Lasalde es un hombre bueno y un hombre sabio. Aquí en su cuarto de este colegio tan espacioso y soleado, él ha puesto cuatro ó seis estatuas de las que ha desenterrado en el Cerro de los Santos. Y en los días buenos, mientras el sol entra en tibias oleadas por los balcones abiertos de par en par, Yuste y el P. Lasalde platican como dos sabios helénicos, ante estas estatuas rígidas, hieráticas, simples, con la soberana simplicidad que los egipcios ponían en su escultura. Esta tarde están en la rectoral, el P. Lasalde, Yuste y Azorín. Yuste se para ante una estatua y la contempla atentamente. La estatua representa á un hombre de espacioso cráneo calvo, de ancha cara rapada. Sus ojos, en forma de almendra, miran maliciosamente; á los lados de la boca tiene dos gruesas arrugas semicirculares; sus orejas son amplias orejas de perro que bajan hasta cerca del cuello. Y sus labios y la fisonomía toda, se contraen en una franca mueca de burla, en un jovial gesto de ironía. —Este —dice Yuste—, yo sé quién es; yo creo conocerlo... Les diré á ustedes... Este era un sabio natural de Elo... Todos sabemos, ó creemos saber, que Elo era una espléndida ciudad situada en lo que hoy es solitaria campiña del Cerro de los Santos... Los orígenes se pierden en la noche de los tiempos, como también decimos y creemos que decimos bien. Parece ser que en edades remotas, allá por 1500 años antes de Cristo, cuando menos, vinieron por acá gentes procedentes del Ganges y del Indo... Luego vinieron fenicios, luego griegos... y entre todos fueron creando, en pintoresca variedad de civilizaciones y de razas, una soberbia ciudad, rodeada de umbríos bosques, en la que había sobre una colina, que es el Cerro de los Santos —única cosa que hoy queda, porque no hemos podido destruir el cerro—, en la que había, digo, un suntuoso templo exornado de estatuas, que son estas estatuas, y habitado por sabios varones, por castas doncellas... Hay quien sospecha que las estatuas encontradas son retratos auténticos de las personas que más se distinguían por su talento y sus virtudes en la ciudad... Yo también lo creo así, y aplaudo sin reservas los sentimientos afectivos y admirativos de estos buenos habitantes de Elo... Pero yo pregunto; este buen señor con orejas de perro, este buen señor que sonríe de tan buena gana y con tan suculenta ironía, ¿quién es? ¿por qué se le ha entregado á la consideración de la posteridad en tal estado?... Indudablemente, nosotros que hemos inventado la hermenéutica y otras cosas tan sutiles como ésta, no podemos hacerles á los elotanos la ofensa de creer que no entendemos el sentido emblemático de esta estatua... ¡Esta estatua representa á un escéptico! ¡Representa á un Sócrates pre—yeclano!... Yo me figuro haberlo conocido. Era un buen señor que no hacía nada, ni odiaba á nadie, ni admiraba á nadie; él iba de casa en casa y se entretenía, como Sócrates, charlando con todo el mundo. Él no odiaba á nadie... pero no creía en muchas cosas en que creían los elotanos é iba lentamente esparciendo la incredulidad —una incredulidad piadosa y fina— de calle en calle y de barrio en barrio. Tanto, que los respetables sacerdotes del templo llegaron á alarmarse, y que las vestales, que también habitaban en este templo, se sintieron también molestas... Pero como este hombre era tan dúctil, tan elegante, tan discreto; como su sátira era tan fina, no había medio de tomar una decisión seria que hubiese puesto en ridículo á los honorables magistrados... Y he aquí que un día, la providencia, que entonces no era nuestra providencia, hizo que este hombre se muriera, porque también los ironistas mueren. Era costumbre en Elo perpetuar en estatua la efigie de los grandes varones, y los sacerdotes, como irónico castigo á un hombre irónico, encargaron esta estatua, con estas grandes orejas caninas, con esta eterna mueca de burla. Y yo quiero creer que esta fué una lección elocuente para la juventud elotana que ya principiaba á soliviantarse contra las muchas cosas respetables que todo el mundo en Elo respetaba... He aquí explicada la verdadera vida de este buen sujeto. (Pasándole suavemente la mano por la calva y acariciándole las orejas.) Lasalde En cambio vea usted este otro varón digno. (Contemplando la estatua de un hombre anciano; lleva cogido con ambas manos un vaso ligero; va envuelto en una larga túnica de anchos y simétricos pliegues. Y su cara tiene una viva expresión de tristeza, de desconsuelo.) Yuste Este es un creyente... tan fervoroso, tan ingenuo, tan silencioso como uno de nuestros labriegos actuales... Y estas dos mujeres que están á su lado; estas dos mujeres con estas tocas, que son ni más ni menos que las mantillas de ahora, son dos yeclanas auténticas. ¡Es maravilloso cómo en estas dos estatuas de remotísimas edades, en estas estatuas tan primarias, se encuentran los rasgos, la fisonomía, la mentalidad, me atrevería á decir, de las yeclanas de ahora, de dos labradoras actuales! Fíjense ustedes en el gesto de resignación melancólica de estas dos estatuas, en la expresión de la boca, en la mirada ingenua, un poco vaga, con cierto indefinido matiz de estupor y de angustia... Yo creo que estas dos mujeres que esculpió un artista egipcio, son dos yeclanas que vienen con sus mantillas de la novena y acaban de pedir á un santo de su predilección que este año haya buena cosecha... Lasalde ¿Y este caballero? (Señalando la estatua de otro serio varón.) A mi parecer es un hierofanta repleto de las misteriosas artes de la kabala... tiene cierto aire pedagógico. Azorín Sí, es un pedagogo. Yuste El gesto es de suficiencia; hoy no vacilaríamos en afirmar que este hombre es un sociólogo... Tal vez este señor en los ratos que la liturgia le dejó libres, compuso un voluminoso y sabio tratado sobre algún Estado ideal... como Platón y Tomás Moro. Azorín Y sería, como Platón, un autoritario. Yuste Un autoritario de buena fe. Hoy, Renan y Flaubert, que también querían un Estado regido por intelectuales, hubieran sido unos tiranos adorables. Lasalde ¡Utopías! ¡Utopías! Platón, que era una excelente persona... una persona digna de ser cristiana... llegó en ocasiones á ponerse en ridículo, llevado de su fantasía desenfrenada. Yuste Platón suprime la propiedad, con lo cual se adelanta un poco á Proudhon; é iguala á las mujeres y á los hombres en derechos y deberes, con lo cual merece la gratitud de los feministas contemporáneos. ¿Cómo no han de ser iguales las mujeres á los hombres — dice él— si sabemos que las perras sirven tan perfectamente como los perros para la caza y para la guarda de las casas? Lasalde El argumento no es muy espiritual. Yuste No, el argumento es digno de que le consideremos interpolado subrepticiamente en las obras del maestro por algún ingenio satírico y misógino... por Aristófanes, verbigracia, que tanto se chanceó del feminismo platónico. Lasalde Sin embargo, Platón, con todas sus fantasías tan minuciosamente expuestas, se queda en idealismo muy á la zaga de Tomás Moro. Yuste Moro ya casi no es un soñador, sino un hombre que ha visto lo que pinta... Tales son los pelos y señales que da de su maravillosa isla de Utopía. Esta isla tiene de ancho doscientos mil pasos; pero por los extremos, dice Moro, ingenuamente, es más estrecha, casi puntiaguda, de modo que bien se puede decir, sin faltar á la verdad que se parece á la luna en menguante... Aquí, como es natural, todos los habitantes son muy felices, lo más felices que se puede ser en una isla. Así como ahora en las naciones modernas hay un servicio que se llama militar, en Utopía hay uno también, pero es agrícola... ¡Servicio agrícola obligatorio! Cada ciudadano trabaja la tierra durante dos años; luego es reemplazado por otro, y se retira á la ciudad... La capital del reino se llama Amauroto; la constitución del Estado es muy sencilla: todos los años se elige unos magistrados, que se llaman philarcas; éstos son en número de mil doscientos, y á su vez eligen á un príncipe. Y como estas elecciones son anuales, se puede decir que los utopianos pasan la vida santamente entre cultivar la tierra y visitar los colegios electorales... Y si á esto se añade que hablan un idioma extremadamente armonioso, en el cual los candidatos lanzarán discursos estupendos á sus electores, quedará sentado firmemente que Utopía es la mejor de las islas imaginadas... Moro llega á citar algunas frases en el idioma del país. Así para decir que Utopos —ó sea el fundador de la nación y autor de un istmo que hizo que esta tierra fuese isla—; para decir: Utopos hizo una isla de lo que no lo era, se emplean nada menos que las siguientes grandilocuentes palabras: Utopos ha loccas penla Chamapolta chamaan... ¡Imaginémonos lo que sería en esta lengua un discurso de uno de nuestros parlamentarios! Lasalde (Sonriendo.) Yo me quedo con Campanella... Yuste ¡Ah, Campanella! Campanella ya es el prototipo del hombre ardiente, inflexible, visionario de un ideal que ansía realizar en sus detalles más triviales. Campanella es uno de esos hombres que quieren hacernos felices á la fuerza... así como á los niños se les hace tragar el aceite de ricino que ha de sanarlos... Campanella no quiere que en su ciudad del Sol tenga nadie nada. Todo es de todos; todos viven como en un cuartel inmenso, y todo se hace uniformemente, geométricamente. La ciudad se compone de siete círculos concéntricos; el supremo magistrado se llama Hoh, los subalternos ó ministros, Pon, Sin, Mor... Hasta los nombres son breves, rápidos. ¡Fuera lo inútil, fuera el arte, fuera la voluptuosidad! Hasta hay un médico, llamado magister generationis, encargado de velar por el estricto, pero muy estricto, cumplimiento del precepto bíblico... Lasalde Todo es ensueño... vanidad... El hombre se esfuerza vanamente por hacer un paraíso de la tierra... ¡Y la tierra es un breve tránsito!... ¡Siempre habrá dolor entre nosotros! Ortuño es un clérigo joven, fervoroso, verecundo, ingenuo. En el despacho, en el testero del fondo, un estante repleto de eclesiásticos libros: Lárraga y Sala, los moralistas; Liberatore, el filósofo; Nonnote, el impugnador de Voltaire; el Sermonario de Troncoso; las obras untuosas de San Alfonso María de Ligorio. En las paredes, una oleografía chillona de la Concepción, y otra chillona oleografía del Cristo velazqueño. En un rincón una mesa ministro; sobre la mesa, arrimados á la pared, dos voluminosos breviarios, y encima un crucifijo. Detrás de la puerta una percha con el ancho manteo y la ceja. Y en el centro de la estancia, una camilla forrada de hule negro, y en la negrura del hule los folletos pajizos del Apostolado de la Prensa, los números, rojos, azules, amarillos, de la Revista eclesiástica de Valladolid. Ortuño discurre sobre su tema predilecto: el invento de Val. Val es un mecánico habilísimo: ha inventado una bomba para vino y una trituradora de aceituna, intentó construir un automóvil y ahora tiene en las mientes fabricar un torpedo. Ortuño explica el torpedo. —Se trata de un torpedo eléctrico dirigible á voluntad desde la costa. El que lo dirige conserva en la mano los dos cables, como unas ramaleras. Luego, cuando llega al buque se unen los cables, se enrojece la plancha de platino y estalla el torpedo. Azorín escucha silencioso; Ríos hace objeciones. —El torpedo —prosigue Ortuño— lleva una señal que sobresale del agua; todos los torpedos la llevan. Esa señal indicará por dónde marcha el torpedo... y puede ser una bandera, una gavilla de broza, ó de noche, una luz que refleje hacia atrás—. Después, tras un breve momento de ideación entusiasta, exclama convencido: — ¡Val hará el torpedo como yo no le deje de la mano! Son las once. A lo lejos, en el santuario, tintinean campanadas graves, campanadas agudas, campanadas que suenan lentas y se apagan en largas vibraciones. El sol entra violentamente por el ancho ventano y hace brillar los pintorescos tejuelos de los libros. A Ríos, hombre práctico, no le hechizan las sutilezas de la mecánica. Ríos tiene una fábrica de losetas hidráulicas. Las losetas van poco á poco acreditándose. La empresa marcha bien; pero el portland es caro. Ríos ha visto en Cataluña una cantera de portland. Ríos ha traído piedras de esta cantera. Y desasosegado, inquieto, soñador en esta ciudad de soñadores, vidente en esta ciudad de videntes, Ríos recorre los montes en busca de la famosa piedra, sube á los picachos, desciende á los barrancos, habla con los pastores, ofrece propinas á los guardas, trae piedras, lleva piedras, las coteja, las tuesta, las muele, las tritura... A la tarde, en el taller, Val habla sencillamente de sus trabajos. En un extremo del cobertizo está la fragua; en el otro una máquina de vapor que mueve en confusión de correas, engranajes y ruedecillas, las sierras, los tornos, las terrajas, los perforadores. Val, entre el estridular chirriante de los berbiquís y el resoplido asmático del fuelle, habla de sus inventos. A su trituradora se le hace cruda guerra; los labradores no transigen con el nuevo aparato. Y el nuevo aparato, económico, fuerte, fácilmente manejable, hace inútiles los enormes trujales antiguos y ahorra trabajo en la molienda. La trituradora sería en otro país un negocio excelente: en Yecla, con sus inmensos olivares, con sus mil lóbregas almazaras que funcionan de Diciembre á Mayo, apenas si se construyen cuatro ó seis ejemplares. "Sale la pasta muy cernida", dicen. "Hace el aceite malo". No, no, lo malo es la rutina del labrador hostil á toda innovación beneficiosa... Luego el torpedo surge á lo largo de la charla sobre los adelantos de la mecánica. —Ortuño —dice Val sonriendo benévolamente al clérigo—, exagera el alcance de mi proyecto. Yo no pretendo hacer ningún portento; yo soy sencillamente un mecánico que se esfuerza en realizar con escrupulosidad las obras que le encargan. Ahí está esa máquina —añade señalando la de vapor—, yo la he fabricado con los escasos medios de mi taller... Construir un torpedo eléctrico no lo tengo por ninguna maravilla; lo importante aquí es darle una dirección determinada. Y eso, el tiempo, si algún día tengo la humorada de emprender los trabajos, dirá si queda ó no resuelto... Mientras, en el hogaril de la fragua, una enorme barra de hierro se caldea al rojo blanco. El fuelle resopla infatigable. La barra pasa al yunque; sobre la roja mácula un muchacho Mientras, en el hogaril de la fragua, una enorme barra de hierro se caldea al rojo blanco. El fuelle resopla infatigable. La barra pasa al yunque; sobre la roja mácula un muchacho pone la tajadera. Y un fornido mozo va dando sobre la tajadera, espaciados, recios golpazos con el macho. En el corral, entre herrumbrosas piezas de viejas máquinas, las gallinas escarban, cacarean. XIX En el simbolismo de las órdenes religiosas, la rosa es emblema de la orden de S. Benito, la granadilla de la de S. Bernardo, el jacinto de la de S. Bruno, el tulipán de la de S. Agustín, el jazmín de la de la Merced, la perpetua de la de la Victoria, la peonía de la de S. Elías, el clavel de la de la Trinidad, la azucena de la de Sto. Domingo, la violeta de la de S. Francisco... Justina ha preferido la violeta entre todas las místicas flores. Ella será humilde franciscana. Ella seguirá la regla que S. Francisco dió á su hija Clara. Clara fundó el monasterio de San Damián. En este monasterio todas eran muy pobres; porque Clara, que amaba á S. Francisco, puso especial empeño en imitarle en su vida ejemplarísima. Clara parece ser que fué una buena mujer muy amante de sus hermanas. A su muerte hizo un testamento en que les recomienda que si alguna vez dejan este convento de San Damián no se aparten de la pobreza. "Y sea proveída y solícita", dice, "ansí la que tuviere el oficio como las otras sorores, que acerca del sobredicho lugar á donde fueren llevadas, no adquieran ni reciban más de tierra, salvo aquello que la extrema necesidad demanda para un huerto, en que se plante hortaliza. Y si allende del huerto, de alguna parte del monasterio fuese menester que tenga más campo, por la honestidad y por el apartamiento, no permitan adquirir más ni reciban sino tanto cuanto la extrema necesidad demandare; y aquella tierra no la labren ni la siembren, mas ansí esté siempre entera sin labrar". Las franciscanas han seguido siempre el ejemplo de Sta. Clara. Han sido pobres, muy pobres, simpáticas, muy simpáticas. En 1687 las de Sevilla decidieron reformar los estatutos de su convento y determinaron, ante todo, no faltar á la antigua observancia en lo de no tener hacienda ni rentas. No las tienen, "ni las quieren tener en adelante", añaden, "porque gustosas quieren vivir de la divina Providencia, como las avecillas del cielo." Una de estas amables avecillas será Justina —una avecilla encerrada en una jaula para siempre... XX Esta tarde, que es una calurosa tarde de estío, Yuste y Azorín, mientras llegaba el crepúsculo, se han sentado al borde de una balsa, allá en la huerta. Junto á la balsa hay unas matas, y en una de estas matas el maestro ha estado mirando atentamente un respetable coleóptero que subía lento y filosófico. Tiene este personaje seis patas; su cabeza es negra, y negro es el caparazón en que están marcados seis puntitos, dos delante, cuatro detrás. El parece un ser grave y meditabundo; él asciende por el tallo despacio, dando grandes manotadas en el aire cuando llega al final de una hoja, como si estuviese ciego. Al llegar á lo último retrocede, desciende, sube á otra rama. A veces parece que va á caer; luego da la vuelta, deja ver su negro abdomen, anillado, pavonado como un arnés, y vuelve á bajar con la misma calma con que ha subido. Otras veces se está inmóvil, meditando profundamente, en el borde de una de las ramillas de esta planta de rabaniza, ó mete la cabeza por uno de los redondos agujeros que las orugas han taladrado en las hojas y muestra cómicamente su fino cráneo, con el gesto de un varón grave que hace una gracia discreta... —¿Qué pensará este insecto? —pregunta el maestro—. ¿Cómo será la representación que tenga de este mundo? Porque, no me cabe duda de que es un filósofo perfecto. Habrá salido de debajo de una piedra, ya pasados los ardores del día; ha llegado después á esta planta; ha hecho sus ejercicios gimnásticos; ha meditado; ha tenido un instante de ironía elegante al asomarse por el agujero de una hoja... y ahora, satisfecho, tranquilo, se retira otra vez á su casa. Si yo pudiera ponerme en comunicación con él ¡cuántas cosas me diría que no me dice Platón en sus Diálogos, ni Montaigne, ni Schopenhauer! Y mientras el maestro pensaba así, ha levantado distraídamente una gran piedra. Debajo, recogidos voluptuosamente en la frescura, había una porción de cochinillos. Creo que estos excelentes varones se llaman gloméridos. Y llámense como quiera, es el caso que este espectáculo de veinte ó treinta cochinillos, rojizos, negros, grises, que se contraen, que se apelotonan en una bola, que andan de un lado para otro silenciosamente; este espectáculo, digo, ha hecho en Yuste la misma impresión, exactamente la misma, que si se hubiese asomado al umbrío huerto donde Epicuro discurría con sus discípulos... —Decididamente, querido Azorín —ha dicho el maestro—, yo creo que los insectos, es decir, los artropódidos en general, son los seres más felices de la tierra. Ellos deben de creer, y con razón, que la tierra se ha fabricado para ellos... Ellos pueden gozar plenamente de la Naturaleza, cosa que no le pasa al hombre. Fíjate en que los insectos tienen vista múltiple, es decir, que no necesitan moverse para estar contemplando el paisaje en todas sus direcciones... gozan de lo que podríamos llamar el paisaje integral. Además, hay insectos, como los dictilos, que nadan, vuelan y andan. ¡Qué placer, dominar en estos tres elementos!... Ahí tienes en esa balsa esos seres, ó sea los girinos, que están jovialmente patinando, corriendo sobre la superficie, trazando círculos, yendo, viniendo... ¿Puede darse una vida más feliz? ¡El mundo es de ellos! ¿Y cómo no han de creerlo así? Existen sobre un millón de especies de artropódidos, número enorme comparado con el de los vertebrados... ¿Cómo no han de estar convencidos de que la tierra se ha hecho para ellos?... ¡Yo los admiro!... Yo admiro las ambarinas escolopendras, buscadoras de obscuridad; las arañas tejedoras, tan despiadadas, tan nietzschianas; las libélulas, aristocráticas y volubles; los dorados cetonios que semejan voladoras piedras centelleantes; los anobios que corcan la madera y nos desazonan por las noches, en las solitarias cámaras, con un cric crac misterioso; los grillos poemáticos, cantores eternos en las augustas noches del verano... A todos, á todos yo los amo; yo los creo felices, sabios, dueños de la naturaleza, gozadores de un inefable antropocentrismo... ¡Ellos son más dichosos que el hombre! Y el maestro ha callado un momento, tristemente, con cierta secreta envidia de ser un girino, un anobio, un melitófilo. El P. Lasalde pasa y repasa sus monedas. Las estatuas egipcias, rígidas, simétricas, parecen mirarle inexpresivamente con sus ojos vacíos. El hombre de las grandes orejas caninas sonríe, sonríe siempre jocosamente; á su lado las dos pobres mujeres de las mantillas permanecen tristes, compungidas, prontas á estallar en un sollozo. Y esta jocosidad y esta alegría, petrificadas desde hace treinta siglos, antójansele á Yuste — que viene algo desolado— un símbolo, un símbolo doloroso, un símbolo eterno de la tragicomedia humana. —Todo es igual, todo es monótono, todo cambia en la apariencia y se repite en el fondo á través de las edades —dice el maestro—; la humanidad es un círculo, es una serie de catástrofes que se suceden idénticas, iguales. Esta civilización europea de que tan orgullosos nos mostramos, desaparecerá como aquella civilización romana que simbolizan esas monedas que usted ahora examinaba, P. Lasalde... Ayer el hombre civilizado vivía en Grecia, en Roma; hoy vive en Francia, en Alemania; mañana vivirá en Asia, mientras Europa, esta Europa tan comprensiva, será un inmenso país de hombres embrutecidos... Lasalde (Lentamente; haciendo grandes pausas.) La tierra no es la morada del hombre... El hombre no encontrará aquí nunca su felicidad definitiva... Es en vano que vaya de una parte á otra en busca de ella... Los hombres perecen; los pueblos también perecen... Sólo Dios es eterno; sólo Dios es sabio... Yuste Sí, la ciencia, después de todo; la ciencia, que es la mayor gloria del hombre, es también la mayor de las vanidades. El creyente tiene razón: Sólo Dios es sabio... Nosotros, hombres planetarios, ¿qué sabemos? Nuestros cinco sentidos apenas nos permiten vislumbrar la inmensidad de la naturaleza. Otros seres habrá acaso en otros mundos que tengan quince, veinte, treinta sentidos. ¡Nosotros, pobrecitos, no tenemos más que cinco! Ni siquiera tenemos el sentido de la electricidad, que tanto nos aprovecharía en estos tiempos; ni siquiera el de los rayos catódicos, que tanto provecho nos reportaría también... Hay en el fondo de los mares, allá donde la luz no llega nunca, una especie de animalillos que creo que se llaman galatodos... Estos pobres galatodos son ciegos: tienen ojos, pero carecen de pigmento. Hay también en profundas cavernas otros seres que tienen el pedúnculo que sostiene el ojo, pero no tienen ojos... Pues bien, es creíble que en estos desdichados animales ha existido la vista alguna vez, pero que á través de millares de siglos, perdida la función se ha perdido el órgano. Y hoy el mundo es para ellos muy distinto de lo que lo era para sus milenarios antecesores... Figurémonos que á nosotros nos falta también un sentido ó dos, y tendremos idea de los múltiples aspectos de la Naturaleza que se hallan cerrados á nuestro conocimiento... Montaigne, en su bello ensayo sobre Raimundo Sabunde —donde de todo se habla menos de Sabunde— ha tratado de este asunto con la amenidad que él acostumbra. Y resulta de lo que dice el honrado alcalde de Burdeos, que el hombre es un pobre ser que no sabe nada ni lleva camino de saber nunca nada... Lasalde (Sonriendo.) Montaigne, amigo Yuste, tengo entendido que era un católico sincero... Y él estaba bien penetrado, á pesar de su escepticismo, de que sólo por la Fe vivimos y sólo por ella nos es tolerable esta tierra de amarguras. Yuste Yo convengo en ello: la Ciencia, en definitiva, no es más que Fe. Nuestro gran Balmes tiene, hablando de esto en su obra sobre el Protestantismo, páginas que son una verdadera maravilla de sagacidad y de lógica... La Fe nos hace vivir; sin ella la vida sería insoportable... ¡Y es lo que la Fe se pierda! ¡Y se pierda con ella el sosiego, la resignación, la perfecta ataraxia del espíritu que se contempla rodeado de dolores irremediables, necesarios! Lasalde El dolor será siempre inseparable del hombre... Pero el creyente sabrá soportarlo en todos los instantes... Lo que los estoicos llamaban ataraxia, nosotros lo llamamos resignación... Ellos podrían llegar á una tranquilidad más ó menos sincera; nosotros sabemos alcanzar un sosiego, una beatitud, una conformidad con el dolor que ellos jamás lograron... Yuste (Tras larga pausa.) Sí, el dolor es eterno... Y el hombre luchará en vano por destruirlo... El dolor es bello; él da al hombre el más intenso estado de consciencia; él hace meditar; él nos saca de la perdurable frivolidad mundana... Lasalde (Con afabilidad.) Amigo Yuste, amigo Yuste: es preciso creer... Esta tierra no es nuestra casa... Somos pobrecitos peregrinos que pasamos llorando... llorando como estas buenas mujeres (señala á las estatuas) que también sentían que el mundo es un lugar de amarguras. Yuste, un poco triste —este buen maestro, decididamente, es un hombre muy sensible— Yuste se ha vuelto hacia las estatuas y ha visto riendo jocosamente, como en todos momentos, al hombre de las orejas descomunales. Y le ha parecido que este hombre antipático, que este hombre odioso que no conoció á Cristo, se burlaba de él, pobre europeo entristecido por diez y nueve siglos de cristianismo. XXIII Justina está en su celda. Es una celda diminuta, de blancas paredes, con una ventana al patio. En un ángulo vese una pobre cama, compuesta —según lo manda la regla— de dos banquillos de hierro, tres tablas, un jergón de paja, soleras de estameña frailesca, una blanca frazada, una almohada. A un lado hay un banquillo de madera, con un cajón para las tocas, velos y labor; junto á él, una jofaina, un cántaro y un vidriado jarro blanco. Y en las paredes lucen estampas piadosas, estampas de vírgenes, estampas de santos. Justina lee en un libro; su cara está pálida; sus manos son blancas. De cuando en cuando Justina suspira y deja caer el libro sobre el hábito. Y su mirada, una mirada ansiosa, suplicante, se posa en un gran lienzo colgado en una de las paredes. Este cuadro tiene un rótulo que dice: Idea de una religiosa mortificada. Representa una monja clavada por la mano izquierda en una cruz; la cruz está clavada en la esfera de un mundo. La religiosa sostiene en la mano derecha un cabo de vela; sus labios están cerrados con un candado; sus pies desnudos se posan sobre el mundo como para indicar que lo huella, que lo desprecia. Alrededor de la figura y en ella misma léense varias leyendas que explican el misterioso y pío simbolismo. En la bola del mundo: Pereció el mundo con su concupiscencia. En el pecho de la monja: Mi carne descansará en la Esperanza. En el pie izquierdo: Perfecciona mis pasos en tus sendas, porque no declinen mis huellas. En el derecho: Corrí por el camino de tus mandamientos cuando dilatastes mi corazón. En el lado izquierdo, donde por una rasgadura de la túnica asoma un diminuto gusano: No morirá jamás su gusano. Verdaderamente en loable el temor aun donde no hay culpa. En el derecho: Ceñid vuestro cuerpo; y entonces verdaderamente le ceñimos cuando refrenamos la carne. En la mano izquierda: Traspasa mi carne con tu temor, porque he temido tus juicios. En la derecha: Resplandezca vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen á vuestro Padre que está en los cielos. En el oído: Hablad, Señor, que vuestra sierva oye vuestras palabras. Me llamáis y yo responderé, y obedeceré vuestra voz. En los ojos: Apartad mis ojos para que no se fijen y me perviertan por la vanidad; porque ellos han cautivado mi alma. En la boca: Poned, Señor, guarda á mi boca y un candado sobre mis labios. En la cabeza: Mi alma eligió este estado de mortificación. Yo estoy fija con Jesucristo en la Cruz, y su preciosa carga me hace más dichosa cuanto más me mortifica... Justina mira esta religiosa clavada en el madero y piensa en sí misma. Ella también mortifica sus ojos, su boca, sus manos, su carne toda: ella también suplica al Esposo que no la abandone; ella tiene fe; ella espera; ella ama... Y, sin embargo, siente una gran tristeza, siente un íntimo desconsuelo. Y su cara está cada vez más blanca y sus manos más transparentes. XXIV Yuste y Azorín han ido al Pulpillo. El Pulpillo es una de las grandes llanuras yeclanas. Amplios cuadros de viñas vense entre dilatadas piezas de sembradura, y los olivares se extienden á lo lejos, por las lomas amarillentas, en diminutos manchones grises, simétricos, uniformes. Perdida en el llano infinito aparece de cuando en cuando una casa de labor; las yuntas caminan tardas, en la lejanía, rasgando en paralelas huellas la tierra negruzca. Y un camino blanco, en violentos recodos, culebrea entre la verdura del sembrado, se pierde, ensanchándose, estrechándose, en el confín remoto. En los días grises del otoño, ó en Marzo, cuando el invierno finaliza, se siente en esta planada silenciosa el espíritu austero de la España clásica, de los místicos inflexibles, de los capitanes tétricos —como Alba—; de los pintores tormentarios — como Theotocópuli—; de las almas tumultuosas y desasosegadas —como Palafox, Teresa de Jesús, Larra... El cielo es ceniciento; la tierra es negruzca; lomas rojizas, lomas grises, remotas siluetas azules cierran el horizonte. El viento ruge á intervalos. El silencio es solemne. Y la llanura solitaria, tétrica, suscita las meditaciones desoladoras, los éxtasis, los raptos, los anonadamientos de la energía, las exaltaciones de la fe ardiente... Hay en el Pulpillo tres ó cuatro casas de labranza juntas; una de ellas es la del Obispo. A ésta han venido Yuste y Azorín. Es un vetusto edificio enjalbegado de cal amarillenta; tiene cuatro balcones diminutos; ante la casa se extiende un huerto abandonado, con las tapias ruinosas. Y en uno de los ángulos del huerto, dos negruzcos cipreses elevan al cielo sus copas desmochadas. El maestro ama esta llanura solitaria; aquí se olvida por unos días de los hombres y de las cosas. La casa está rodeada de una vieja alameda; al final surte una fuente que llena una ancha balsa. Y Yuste, en estos días grises, pero templados, de los comienzos de la primavera, pasea entre los árboles desnudos, se sienta junto al manantial cristalino, escucha el susurro del agua que cae en el estanque cubierto de un suave légamo verde. Y en esta soledad, en este sosiego sedante, lee una página de Montaigne, unos versos de Leopardi, mientras el agua canta y la tierra —la madre tierra— calla en sus infinitos verdes sembrados, en sus infinitos olivos seculares. Esta mañana Yuste y Azorín han ido á una de las casas del contorno: una casa de la familia de Iluminada. En la cocina han encontrado al Abuelo: el Abuelo es un viejo, padre del arrendatario, que ha trabajado mucho durante su vida ruda, y ahora que ya no El maestro Yuste reposa enfermo en la ancha cama. La voz canta más lejos. En la acera resuenan pasos precipitados... Yuste se incorpora. Azorín se acerca. Yuste dice: —Azorín, hijo mío, mi vida finaliza. Azorín balbuce algunas palabras de protesta. Yuste prosigue: —No, no; ni me engaño ni temo... Estoy tranquilo. Acaso en mi juventud me sentí indeciso... Entonces vivía yo en los demás y no en mí mismo... Después he vivido solo y he sido fuerte... El maestro calla. Luego añade: —Azorín, hijo mío, en estos momentos supremos, yo declaro que no puedo afirmar nada sobre la realidad del universo... La inmanencia ó trascendencia de la causa primera, el movimiento, la forma de los seres, el origen de la vida... arcanos impenetrables... eternos... De pronto canta en la calle la vieja cofradía del Rosario. El coro rompe en una larga melopea monótona y llorosa. Las campanillas repican persistentes; las voces cantan plañideras, ruegan, suplican, imploran fervorosas. Míranos con compasión; no nos dejes, Madre mía... El coro calla. Yuste prosigue: —Yo he buscado un consuelo en el arte... El arte es triste. El arte sintetiza el desencanto del esfuerzo baldío... ó el más terrible desencanto del esfuerzo realizado... del deseo satisfecho. La cofradía canta más lejos; sus deprecaciones llegan á través de la distancia opacas, temblorosas, suaves. El maestro exclama: —¡Ah, la inteligencia es el mal!... Comprender es entristecerse; observar es sentirse vivir... Y sentirse vivir es sentir la muerte, es sentir la inexorable marcha de todo nuestro ser y de las cosas que nos rodean hacia el océano misterioso de la Nada... Ya en la lejanía, apenas se percibe, á retazos, la súplica fervorosa de los labriegos, de los hombres sencillos, de los hombres felices... Una campana toca cerca; en las maderas del balcón clarean dos grandes ángulos de luz tenue. XXVI A la cabeza, por la ancha calle, un labriego de larga capa parda, tardo, contoneante, lleva la cruz cogida de ambas manos. El manchón del féretro aparece luego. En pos del féretro vienen el negro caparazón rameado en gualdo, los trazos blancos de los sobrepellices, la encendida veste roja del monago... Y detrás el cortejo avanza en pintoresca confusión de mejillas rapadas, barbas revueltas, bigotes lacios que asoman bajo los anchos sombreros caídos, sobre los enhiestos cuellos de las capas, en el hormigueo indistinto de los trajes negros, grises, azulados, pardos. El maestro Yuste ha muerto. Los clérigos salmodian en voces desiguales, temblorosas, cascadas, que ascienden en arpegios agudos, que bajan en murmullo rumoroso. La vibración rasgada de una campana hiende los aires. El fagot, amplio, repercutiente, sonoroso, resalta sobre las voces flébiles... Los cantos cesan. Reina un momento de silencio aflictivo. Percíbese el moscardoneo de los pies rastreantes. El féretro se tambalea suave y rítmico. La mancha escarlata del acólito va y viene en la negrura. Y de pronto el fagot salta en una harmoniosa nota larga, las voces retornan á su angustioso clamoreo. El cortejo avanza por la anchurosa calle de bajas casas y grises tapias de corrales. Luego, doblada la esquina desemboca en pleno campo... A la derecha, en una parda loma, luce la ventana azul de una diminuta casa blanca; á la izquierda el cerro de las Trancas se yergue pelado, negro, rasgado por largas vetas grises, ahoyado por socaves amarillentos. Y la llanura desolada, yerma, sombría, se aleja hasta la pincelada imperceptible de las montañas zarcas... El cortejo avanza. Un largo muro blanquecino cierra el horizonte; en un extremo, sobre un montón de piedras, una tabla alargada, negros jirones... En frente de la puerta, al final del estrecho camino que cruza el cementerio, se abre la capilla. Es una capilla reducida. En el fondo se levanta el ara desnuda de un altar. Sobre el ara colocan el sencillo féretro. Y poco á poco los acompañantes se retiran. Y el féretro, resaltante en el blanco muro, queda sólo en la capilla diminuta. Azorín lo contempla un momento: luego, lentamente, sumido en un estupor doloroso, da la vuelta al espacioso recinto del camposanto. El piso, seco, negruzco, sin un árbol, sin un follaje verde, se extiende en hondonadas y alterones. El sol refulge en los cristales empolvados, en las letras doradas, en los azabaches de vetustas coronas. Tras el vidrio de un nicho, apoyada en la losa, una fotografía enrojecida se va destiñendo... Y ya en la mancha indecisa sólo quedan los cuadros de una alfombra, los torneados pilares de una balaustrada, los pasamanos de un ancho vestido de miriñaque. Azorín siente una angustia abrumadora. A lo lejos, por la senda del centro, avanza un grupo de labriegos. Al andar, entre los negros trajes, aparece de cuando en cuando, rápidamente, una mancha de vívida blancura. El grupo entra en la capilla. Azorín se acerca. En el suelo reposa una caja. La caja está cubierta de cristales. Y dentro, con las finas manos juntas, con las mejillas artificiosamente amapoladas, yace una niña de quince años. Hombres y mujeres hablan tranquilamente sobre el modo de enterrarla; uno de los asistentes la mira y dice sonriendo: "¡El sol la ha puesto coloraíca!" La niña parece que va á despertar de un sueño. Lentamente van dejándola sola. Azorín sale. Al final de una calle de nichos, un hombre vestido con un chaquetón pardo, da, arrodillado, fuertes piquetazos en la tapa de una terrera tumba. Todos los que han traído la transparente caja de la "mocica" se agrupan en su torno. Al lado de Azorín, en los brazos de una campesina un niño ronca sonoramente. A cada embate de la piqueta el humano cerco se condensa. El negro agujero se va ensanchando. La débil paredilla cede por fin y la siniestra oquedad queda completamente al descubierto. Todos miran ávidamente; los rostros se inclinan ansiosos; un niño se acerca gateando; una vieja encorvada explica quien fuera allí enterrado años atrás. El sepulturero mete el busto en el nicho y forcejea. Un labriego exclama festivamente: "¡Arrempujarlo pá que se quede dentro!" Y todos ríen. El sepulturero forcejea. La caja, pegada á tierra con la humedad, se resiste. La mujer del sepulturero trae un capazo. Y entonces el hombre rompe las podridas tablas y va sacando á puñados tierra negruzca, trapos, huesos amarillentos. Entre la concurrencia, una fornida moza observa: "¡Repara cómo lo coge!" El sepulturero levanta la cara estúpidamente inexpresiva, tiende un momento su mirada lúbrica por el rostro colorado de la moza, por sus abombados pechos, por sus anchas caderas incitantes, y exclama, tras de simular un ligero ronquido: "¡Así te cogeré yo cuando te mueras!" Después, inclinándose de nuevo, saca del nicho una hinchada bota y la sacude en la pared con grandes golpes. La tierra negra salta; los circunstantes retroceden, se alejan, desfilan indolentes, aquí, allá, ante los nichos —desaparecen. Azorín regresa solo por el camino tortuoso. La tarde muere. La llanura se esfuma tétrica. Y en el cielo una enorme nube roja en forma de fantástica nave camina lenta. XXVII Yuste ha muerto; el P. Lasalde se ha marchado al colegio de Getafe; Justina ha entrado en un convento. Y Azorín medita tristemente, á solas en su cuarto, mientras deja el libro y toma el libro. El no puede apartar de su espíritu el recuerdo de Justina; la ve á cada momento; ve su cara pálida, sus grandes ojos, su manto negro que flota ligeramente al andar... Y oye su voz insinuante, dulce, casi apagada. Así, en un estupor doloroso, Azorín permanece horas y horas sentado, vaga al azar por la huerta, solo, anonadado, como un descabellado romántico. De cuando en cuando, alguna mañana, al retorno de misa, entra Iluminada, enhiesta, fuerte, imperativa, sana. Y sus risas resuenan en la casa, va, viene, arregla un mueble, charla con una criada, impone á todos jovialmente su voluntad incontrastable. Azorín se complace viéndola. Iluminada es una fuerza libre de la Naturaleza, como el agua que salta y susurra, como la luz, como el aire. Azorín ante ella se siente sugestionado, y cree que no podría oponerse á sus deseos, que no tendría energía para contener ó neutralizar esta energía. "Y después de todo ¡qué importa!", piensa Azorín; "después de todo, si yo no tengo voluntad, esta voluntad que me llevaría á remolque, me haría con ello el inmenso servicio de vivir la mitad de mi vida, es decir, de ayudarme á vivir... Hay en el mundo personas destinadas á vivir la mitad, la tercera parte, la cuarta parte de la vida; hay otras en cambio destinadas á vivir dos, cuatro, ocho vidas... Napoleón debió de vivir cuarenta, cincuenta, ciento... Estas personas claro es que el exceso de vida que viven, ó sea, lo que pasa de una vida, que es la tasa legal, lo toman de lo que no viven los que viven menos de una... Yo soy uno de estos: vivo media vida, y es probable que sea Iluminada quien vive una y media, es decir, una suya y media que me corresponde á mí... Así, me explico la sugestión que ejerce sobre mí... y si yo me casara con ella la unidad psicológica estaría completa: yo continuaría viviendo media vida, como hasta aquí, y ella me continuaría haciendo este favor inmenso, el más alto que puede darse, de ayudarme á vivir, de vivir por mí." Azorín sonríe. Y en el zaguán, Iluminada, sana, altiva, imperiosa, pletórica de vida, va, viene, discute, manda, impone á todos jovialmente su voluntad incontrastable. XXVIII A las once la refitolera golpea el argentino cimbalillo. Y las monjas aparecen en la lejanía del claustro. Las monjas entran en el refectorio. El refectorio es una espaciosa estancia de paredes blancas. En las largas mesas, cada religiosa tiene dos servilletas, una extendida y otra plegada, una cuchara de palo y un blanco jarro de Talavera. Entre cada dos puestos, hay una alcucilla vidriada con vinagre y un osero de porcelana. Las monjas rezan arrodilladas un De profundis. Después, mientras todas permanecen en pie, con las manos modosamente recogidas en las mangas, la hebdomadaria bendice la mesa. La abadesa se sienta; tras ella, por orden de antigüedad, las demás monjas se van sentando. Es sábado. La abadesa da un golpecito con el cuchillo. Las novicias entran. Llevan todas puestas sus penitencias: unas garrotes en la boca, otras esterillas en los ojos, otras recios ladrillos colgados al cuello. En el El aire es vivo y transparente. En la lejanía el cielo cobra tonos de verde pálido. El mediodía llega. La mancha gris de los olivos se esclarece; el verde obscuro de los sembrados se torna verde claro; suavemente se disgrega la niebla. Y la cúpula, en la remota hondonada, irradia luminosa como un diamante... El campo está en silencio. De una casa oculta entre negros olmos surge recta una columna de humo blanco. El minúsculo trazo negro de una yunta se mueve allá en lo hondo lentamente. El sol espejea en las paredes blancas. De cuando en cuando un pájaro trina aleteando voluptuoso en la atmósfera sosegada; cerca, una abeja revolotea en torno á un romero, zumbando leve, zumbando sonora, zumbando persistente. Luego desaparece... En el Pulpillo, Azorín contempla la campiña infinita. Ante la casa, un camino amarillento se aleja serpenteando en violentos zig—zags. En los días grises, la tierra toma tintes cárdenos, ocres, azulados, rojizos, cenicientos, lívidos; las lomas se ennegrecen; los manchones rojos de las Moratillas emergen como enormes cuajarones de sangre. A ratos, el gemido del viento, el tintinar lejano de una esquila, el silabeo imperceptible de una canción fatigosa, conmueven el espíritu con el ansia perdurable de lo Infinito. Y Azorín contempla á través de los diminutos cristales el cielo gris y la llanura gris. Al anochecer, bajo la ancha campana de la cocina, ante el fuego de leños tronadores, Azorín permanece absorto en el corro de los labriegos. Fuera, la mancha negra del cielo se funde con la mancha negra de la tierra en las últimas claridades de un crepúsculo negro. Los picachos de las Atalayas se borran; los perfiles de las Moratillas desaparecen. En lo alto una débil claror recorta los contornos de las nubes inmóviles. Ante el fuego, acabada la cena, el Abuelo relata penosamente, con la tarda coordinación del campesino, amarguras pasadas. Los pedriscos asoladores, las hambres, las sequías, las epidemias, las muertes remotas de remotos amigos, van pasando en desfile tétrico... El Abuelo tiene ochenta años. Menudo, fuerte, seco, sus ojillos aquilinos, escrutadores eternos de la llanura, brillan como dos cuentas de vidrio en su cara rapada. La luz del candil, colgado arriba, refleja sobre su redondo cráneo calvo. El Abuelo sintetiza al labrador manchego. La fe mana abundosa en el corazón del labrador manchego. Es sencillo como un niño; es sanguinario exasperado. Habla lentamente; se mueve lentamente. Impasible, inexpresivo, silencioso, camina tras el arado tardo en los llanos inacabables; ó permanece, si los días son crudos, inmóvil junto al fuego, mientras sus manos secas tejen automáticamente el fino esparto. El labrador manchego no tiene amor al árbol. Viste de paño prieto; come frugalmente. Es cauto; recela de los halagos oficiosos; malicia de la novedad incomprendida. Así, el Abuelo, sonriente, irónico, va contando su provechosa incredulidad en los remedios de la farmacia. Los únicos remedios de sus males son las hierbas del campo. Temeroso en su última enfermedad de que los alimentos solapasen las medicinas, tres días ha estado sin tomar alimentos. Y el Abuelo concluye sentencioso: "Yo vus digo que todo me lo he curado con agua de romero y pedazos de sarmientos verdes machucaícos..." Las llamas del hogar se agitan, lamen las negras paredes, ponen en los rostros pétreos de los labriegos encendidos reflejos tembladores. Azorín se retira. La habitación es una larga estancia de paredes desmanteladas. Ni un lienzo, ni una chillona oleografía, ni una estampa mancha el monótono enlucido. El piso es de ladrillos blancos... Azorín pasea ensimismado. La luz escasa de una lamparilla ilumina el cuarto. En un extremo, sobre la mesa, los libros, en borrones rojos, azules, amarillos, cortados por vetas blanquecinas, resaltan junto al ancho trazo negro de una botella. Al otro extremo, en lo hondo de la negrura, las cortinillas de la alcoba destacan confusamente en grande mancha roja. Azorín pasea. Arrebujado en la larga capa, en sus idas y venidas serpenteantes, su sombra, como la silueta de un ave monstruosa, revolotea por las paredes. Azorín se para ante la mesa; llena una copa; la bebe lentamente. Y piensa en las palabras del maestro: "¿Qué importa que la realidad interna no ensamble con la externa?" Luego torna á sus paseos automáticos. En el recogimiento de la noche, sus pasos resuenan misteriosos. La luz titilea en ondulosos tembloteos agonizantes. Los amarillentos resplandores fluyen, refluyen en las blancas paredes. La roja mancha del fondo desaparece, aparece, desaparece. Azorín bebe otra copa. "La imagen lo es todo", medita. "La realidad es mi conciencia". Después pasea; torna á pararse; recomienza el paseo. Y en sus pausas repetidas ante la mesa, el líquido de la botella mengua. La llama de la lamparilla se encoge formando en torno del encendido pábilo un diminuto nimbo de violeta. Los muebles se sumen turbiamente en la penumbra. De la mesa parte sobre la pared una rígida sombra larga que se ensancha hasta esfumarse cerca del suelo. Azorín se sienta; sus ojos miran hacia la sombra. La luz chisporrotea: una chispa del pábilo salta y se divide crujiendo en diminutas chispas de oro. Azorín cierra los ojos. La luz se apaga: en la obscuridad los purpúreos grumos de la pavesa reflejan sobre la dorada lamparilla... El afanoso tic—tac de un reloj de bolsillo suena precipitado. Fuera, el campo reposa. En las cercanas pedrizas de las Moratillas las zorras gañen desesperadamente. Y en el silencio de la noche, sus largos gritos repercuten á través de la llanura solitaria como gemidos angustiosos. SEGUNDA PARTE I Azorín, á raíz de la muerte de Justina, abandonó el pueblo y vino á Madrid. En Madrid su pesimismo instintivo se ha consolidado; su voluntad ha acabado de disgregarse en este espectáculo de vanidades y miserias. Ha sido periodista revolucionario, y ha visto á los revolucionarios en secreta y provechosa concordia con los explotadores. Ha tenido luego la humorada de escribir en periódicos reaccionarios, y ha visto que estos pobres reaccionarios tienen un horror invencible al arte y á la vida. Azorín, en el fondo, no cree en nada, ni estima acaso más que á tres ó cuatro personas entre las innumerables que ha tratado. Lo que le inspira más repugnancia es la frivolidad, la ligereza, la inconsistencia de los hombres de letras. Tal vez este sea un mal que la política ha creado y fomentado en la literatura. No hay cosa más abyecta que un político: un político es un hombre que se mueve mecánicamente, que pronuncia inconscientemente discursos, que hace promesas sin saber que las hace, que estrecha manos de personas á quienes no conoce, que sonríe siempre con una estúpida sonrisa automática... Esta sonrisa Azorín la juzga emblema de la idiotez política. Y esa sonrisa es la que ha encontrado también en el periodismo y en la literatura. El periodismo ha sido el causante de esta contaminación de la literatura. Ya casi no hay literatura. El periodismo ha creado un tipo frívolamente enciclopédico, de estilo brillante, de suficiencia abrumadora. Es el tipo que detestaba Nietzsche: el tipo "que no es nada, pero que lo representa casi todo". Los especialistas han desaparecido: hoy se escribe para el periódico, y el periódico exige que se hable de todo. Dentro de treinta años todos seremos periodistas, es decir, nadie sabrá nada de nada. Nos limitaremos á sospechar las cosas, lo cual tiene la ventaja de que ahorra tiempo y no entristece el espíritu con la melancolía de las lecturas largas. Y véase cómo lo que parece una calamidad, ha de resultar un bien andando el tiempo: porque evitando la reflexión y el auto—análisis —matadores de la Voluntad—, se conseguirá que la Voluntad resurja poderosa y torne á vivir... siquiera sea á expensas de la Inteligencia. Azorín ha llegado demasiado pronto para alcanzar estas bienandanzas. Su espíritu anda ávido y perplejo de una parte á otra; no tiene plan de vida; no es capaz del esfuerzo sostenido; mariposea en torno á todas las ideas; trata de gustar todas las sensaciones. Así en perpetuo tejer y destejer, en perdurables y estériles amagos, la vida corre inexorable sin dejar más que una fugitiva estela de gestos, gritos, indignaciones, paradojas... II A la derecha, la rojiza mole de la plaza de Toros, destacando en el azul luminoso, espléndido; á la izquierda, los diminutos hoteles del Madrid Moderno, en pintarrajeado conjunto de muros chafarrinados en viras rojas y amarillas, balaustradas con jarrones, Aunque del cielo bajaran los serafines á hablar contigóoo... En lo hondo del terraplén, á la derecha, aparecen los talleres de la estación. A lo lejos, dentelleando el horizonte, resalta una línea de cipreses negros. Azorín piensa: "Allí está Larra". El humo denso de una enhiesta chimenea se va desparramando lentamente. Madrid se pierde en lontananza, en una inmensa mancha gris, esmaltada por las manchitas blancas de las fachadas, erizada de torres, cúpulas cenicientas, chimeneas, rasgada por la larga pincelada negra del Retiro. Y detrás, casi imperceptible, el tenue telón, semi—azul, semi—blanco, del Guadarrama nevado. Comienza la desolada llanura manchega. Junto á Azorín un labriego corta con una desmesurada navaja un pan. Gedeón pregunta: "¿Quién me da un cigarrito sin pedirlo?" Luego exclama en tono de resignación jovial: "¡Ay qué vida ésta!... ¡Esta vida no es pá llegar á viejo!" Aparecen lomas amarillentas, cuadros de barbecho, cuadros de clara sembradura. Y el tren para en Villaverde. Pasa Villaverde. Madrid se esfuma en la remota lejanía. El cielo está ceniciento: una larga grieta de azul verdoso rasga las nubes. Un rebaño pasta en la llanura infinita; al cruzar un paso nivel, aparece una mujer vestida de negro, con la bandera en una manta, con la otra mano puesta bajo el codo derecho, rígida, hierática como un estatua egipcia; un hombre envuelto en una larga capa negra, montado en un caballo blanco, marcha por un camino... Y el tren vuelve á parar —en Getafe. Azorín baja. El P. Lasalde es rector del noviciado de escolapios. Azorín, por una añoranza de los lejanos días, viene á visitarle. De la estación al pueblo va un camino recto; junto á él hay una alameda; la llanura se extiende sombría á un lado y á otro. En el fondo destaca el ábside de un iglesia coronada por una torre puntiaguda. Y ya en el pueblo aparecen calles de casas bajas, anchos portalones con colgadizos, balcones de madera, tejados verdosos con manchas rojizas del retejeo reciente... Es un destartalado pueblo manchego, silencioso, triste. Azorín recorre las calles; de cuando en cuando una cara femenina se asoma tras de los cristales al ruido de los pasos. Unos muchachos juegan dando gritos en una plaza solitaria; en una fuente rodeada de evónimos raquíticos charlan dos ó tres mujeres. "Pa mí toas son buenas... y toas somos buenas y malas", dice una. Toca una campana; caen anchas gotas. Azorín llega al colegio. Un viejo colorado, con blancas patillas marinas y una bufanda azul, recibe su tarjeta. Y poco después el P. Lasalde aparece en el recibimiento. Está más delgado que antaño; su cara es más pálida y más buida; tiene más pronunciadas las arrugas que entrecoman su boca. Y la nerviosidad de sus manos se ha acentuado. —No sé lo que tengo —dice—; estoy así no sé cómo, Azorín... Yo creo que es cansancio... He trabajado, he trabajado... Calla; sus silencios habituales son más largos ahora que antes; á veces se queda largo rato absorto, como si hubiese perdido la ilación de la frase. Y sus ojos miran extáticos al suelo. —No sabes el trabajo que tengo... y sigo, no sé cómo... por acceder á los deseos de un editor de Alemania y por empeño de la Orden... Ya ves; la Revista Calasancia ya no la publicamos; la dirigía yo, y ya no puedo. Vuelve á callar; después prosigue: —Todo es vanidad, Azorín... Esto es un tránsito, un momento... Vive bien; sé bueno, humilde... desprecia las vanidades... las vanidades... Y Azorín, cuando ha vuelto á la calle, en este día gris, en este pueblo sombrío de la estepa manchega, se ha sentido triste. Al azar ha recorrido varias calles, una ancha y larga, la de Madrid; después otras retorcidas de tapias de corrales y anchos postigos, la de San Eugenio, la de la Magdalena... Luego ha entrado en el Café—restaurant del Comercio. Es un café diminuto; no hay en él nadie. Reina un gran silencio; un perro de puntiagudo hocico y ojos brillantes, un perro joven, inexperto, se acerca á la mesa; al andar sobre el entarimado sus uñas hacen un ligero ruido seco. Azorín acaricia al perro y pide una copa de ginebra —dos cosas perfectamente compatibles. Y luego mientras bebe, piensa: —Todo es vanidad; la imagen es la realidad única, la única fuente de vida y de sabiduría. Y así, este perro joven é ingenuo, que no ha leído á Troyano, este perro sin noción del tiempo, sin sospechas de la inmanencia ó trascendencia de la causa primera, es más sabio que Aristóteles, Spinosa y Kant... los tres juntos. El perro ha enarcado las orejas y le ha lamido las manos: parecía agradecer la alta justicia que se le hacía. IV Azorín se siente cansado de la monotonía de la vida madrileña y hace un breve viaje á Toledo. Toledo es una ciudad sombría, desierta, trágica, que le atrae y le sugestiona. Azorín vagabundea á lo largo de sus callejas angostas, recorre los pintorescos pasadizos, se detiene en las diminutas plazas solitarias, entra en las iglesias de los conventos y observa, a través de las rejas, las sombras inmóviles de las monjas que oran. Azorín vive en una posada: la posada Nueva. Visitar una ciudad histórica posando en una fonda habitada por viajantes de comercio, turistas, militares, empleados, es renunciar á las más sugestivas impresiones que pueden recogerse poniéndose en contacto con la masa incosmopolita en un medio, como paradores y mesones, frecuentado por tipos populares... Azorín observa como entran y salen en esta posada Nueva los labradores de la tierra toledana, los ordinarios, los carromateros, las mozas recias, las viejas silenciosas, los alcaldes que llegan á las ocho y esperan hasta la una á que el gobernador, que es un inveterado noctámbulo madrileño, se digne levantarse... Hoy, después del parco yantar posaderil, en el obscuro comedor que hay entrando á la izquierda, mientras una criada zazosita y remisa alzaba los manteles, Azorín ha oído hablar á un labriego de Sonseca. ¡Era un viejo místico castellano! Con grave y sonora voz, con ademanes sobrios y elegantes, este anciano de complexión robusta, iba discurriendo sencillamente sobre la resignación cristiana, sobre el dolor, sobre lo falaz y transitorio de la vida... "Por primera vez", pensaba Azorín, "encuentro un místico en la vida, no en los libros, un místico que es un pobre labrador castellano que habla con la sencillez y elegancia de un Fray Luis de León, y que siente hondamente y sin distingos ni prejuicios... En el pueblo castellano debe aún de quedar mucho de nuestro viejo espíritu católico, no bastardeado por las melosidades jesuíticas, ni descolorido por un frívolo y artificioso liberalismo que ahora comienza á apuntar en nuestro episcopado — precisamente aquí en Toledo— y que acaso dentro de algunos años haga estragos. Amplios de espíritu, flexibles, comprensivos, eran Fray Luis de Granada, Fray Luis de León, Melchor Cano: Fernando de Castro, en su discurso sobre la Iglesia española, tiene hermosas páginas en que pone de relieve este castizo espíritu del catolicismo español... El catolicismo de ahora es cosa muy distinta, está en oposición abierta con esta tradición simpática, que ya se ha perdido por completo entre las clases superiores, que sólo se encuentra aquí y allá, á retazos, entre los tipos populares, como este labriego de Sonseca que habla tan maravillosamente de la resignación cristiana... ¡Las clases superiores! No hay hoy en España ningún obispo inteligente; yo leo desde hace años sus pastorales y puedo asegurar que no he repasado nunca escritos tan vulgares, torpes, desmañados y antipáticos. ¡Son la ausencia total de arte y de fervor! No sale nunca de la pluma de un obispo una página elegante y calurosa. Aun los que entre ciertos elementos pseudodemocráticos pasan por cultos é inteligentes —como este cardenal Sancha— no aciertan ni siquiera á hacer algo fríamente correcto, discretamente anodino. Su vulgarismo es tan enorme, tan lamentable, que hace sonreír de piedad... Los libros del mismo cardenal Sancha pueden servir de ejemplo. Es difícil encontrar nada más chabacano: son mosaicos de trivialidades, de insignificancias, de recortes de periódicos, de citas vulgares. Y yo me figuro á un augusto señor, vestido de púrpura, con una resplandeciente cruz al cuello, sentado en un sillón de talla, metido en una cámara con alfombras y tapices... que coge unas tijeras largas y va recortando un artículo de Il Pease, de Perusa, de La Vera Roma, de El correo de Bruselas, ó de Le [sic] Times. Recuerdo que en el libro de Sancha titulado —con título un poco portugués— Régimen del terror en Italia unitaria, el autor desciende á nimiedades indignas de la púrpura. Dice por ejemplo dirigiéndose á un general que disuelve no sé qué comité: "El general Bava Becaris, comisario de Milán, podrá ser muy competente en asuntos de la milicia, pero sin que tengamos intención de ofenderle, ha de permitirnos decirle que en su mencionado Decreto, disolviendo el comité diocesano de aquella ciudad, revelase completo desconocimiento de las ciencias jurídicas y sociales". En otra ocasión se dirige á un gobernadorcillo de Vicenza y escribe: "Valdría más que el prefecto de Vicenza, antes de dar su decreto disolviendo Círculos de la Juventud católica, hubiera ido á un colegio para recibir educación y nociones de filosofía para saber razonar". ¡Estupendo! Estos chabacanismos cómicos de un respetabilísimo arzobispo y cardenal dan la medida intelectual de nuestro episcopado... Azorín se levanta de la mesa. "El catolicismo en España es pleito perdido: entre obispos cursis y clérigos patanes acabarán por matarlo en pocos años". Azorín sale á la plaza de Zocodover y da una vuelta por los clásicos soportales. La noche está templada. Los escaparates pintan sobre el suelo vivos cuadros de luz; en el fondo de las tiendas, los viejos mercaderes —como en los cuadros de Marinus— cuentan sus monedas, repasan sus libros. La plaza está desierta; de cuando en cuando pasa una sombra que se detiene un momento ante las vitrinas repletas de mazapanes; luego continúa y desaparece por una callejuela. "Este es un pueblo feliz", piensa Azorín; "tienen muchos clérigos, tienen muchos militares, van a misa, creen en el demonio, pagan sus contribuciones, se acuestan á las ocho... ¿Qué más pueden desear? Tienen la felicidad de la Fe, y como son católicos y sienten horror al infierno, encuentran doble voluptuosidad en los pecados que á los demás mortales, escépticos de las chamusquinas eternas, apenas nos enardecen". Azorín se detiene en la puerta de una tienda. Dentro, ante el mostrador, examinando unas cajas redondas hay una vieja con un manto negro y una moza con otro manto negro. La moza es menuda, verdadero tipo de la toledanita aristocrática, con la cara pálida, vivarachos los ojos, prestos y elegantes los ademanes. Decía Isabel la Católica ponderando la inteligencia de las toledanas, que sólo se sentía necia en Toledo; Azorín no se siente precisamente necio —aunque otros lo sientan por él—, pero casi declara que le atrae más una toledana comprando mazapán que los libros del cardenal Sancha. Por eso Azorín permanece ensimismado en la puerta. La vieja y la niña miran y vuelven á mirar cajas y más cajas. La compra se prolonga con esa pesadez de las mujeres cuando no se deciden a cerrar un trato. Mientras, Azorín piensa en que estas dos mujeres viven sin duda en un viejo caserón, con un enorme escudo sobre la puerta, con un lóbrego zaguán empedrado de menudos cantos, con ventanas diminutas cerradas y mujerzuelas, es fiel síntesis de toda la novela. Causan repulsión las artimañas y despiadadas tretas que al autor se le ocurren para atormentar á sus personajes... Aquí, como en los demás libros castellanos, descubre patente y claro el genio de la raza, hipertrofiado por la decadencia. Entre una página de Quevedo y un lienzo de Zurbarán y una estatua de Alonso Cano, la correspondencia es solidaria. Y entre esas páginas, esos lienzos, esas estatuas y el paisaje castellano de quebradas bruscas y páramos inmensos, la afinidad es lógica y perfecta... Azorín bebe otra copa de aguardiente: lo menos que se puede hacer como protesta contra unos hombres que aplaudían á Calderón y expulsaban á los moriscos. "Sí —continúa pensando—; nuestra literatura del siglo xvii es insoportablemente antipática. Hay que remontarse á los primitivos para encontrar algo espontáneo, jovial, plástico, íntimo; hay que subir hasta Berceo, hasta el Romancero —en sus pinturas de la Infantina, del paje Vergilios, del conde Claros, etc.— hasta el incomparable Arcipreste de Hita, tan admirado por el maestro. Él y Rojas son los dos más finos pintores de la mujer; pero, ¡qué diferencia entre el escolar de Salamanca y el Arcipreste de Hita! Arcipreste y escolar trazan las mismas escenas, mueven los mismos tipos, forjan las mismas situaciones; mas Rojas es descolorido, ingráfico, esquemático, y el Arcipreste es todo sugestión, movimiento, luz, color, asociación de ideas. El quid estriba en esto: que Rojas pinta lo subjetivo y Juan Ruiz lo objetivo; uno el espíritu, otro el mundo; uno la realidad interna, otro la externa; uno, en fin y para decirlo de una vez y claro, es pintor de caracteres y otro de costumbres. La misma esencialísima diferencia nótase en la novela contemporánea, dividida entre Flaubert, maestro en psicología, y los Goncourt, maestros en plasticidad. El Arcipreste sólo una frase necesita para trazar el aspecto de una cosa; tiene el sentido del movimiento y del color, la intuición rápida que le hace dar en breve rasgo la sensación entera y limpia. La figura de Trotaconventos es superior en mucho á la ponderada Celestina. Trotaconventos es una vieja sutil, artera, sigilosa, sabidora de mil artes secretas, formidable dialéctica, habilísima embaucadora. Ella va por las casas vendiendo joyas, enseñando novedades, contando chismes. A los mancebos afligidos proporciona juntamientos con fembras placenteras; á las mozuelas tristes logra consolaciones eficaces. Así á don Melón, perdido por doña Endrina, promete el socorro de sus trazas; y poco á poco va captando con sus embelesos, en gradación maestra, á la cuitada viuda. "¿Por qué —le dice— siempre encerrada en casa? Aquí, en la ciudad, hay muy hermosos mancebos, lozanos, discretos, nobles... Aquí vive don Melón de la Huerta, que por cierto aventaja á todos en gentileza y linaje. ¿Por qué estar sola, triste, encerrada?" Acontece que, al fin, la bella viudita se ablanda á las argucias de la anciana; y ya espera con impaciencia sus visitas, ya le echa los brazos al cuello cuando llega, ya cuando Trotaconventos le habla del amante, se le pone el color bermejo y amarillo, ya, en fin, mientras la vieja va desembuchando sus nuevas, ella, conmovida, ansiosa, "apriétame mis dedos en sus manos quedillo." Azorín bebe otra copa de aguardiente. "Sí —continúa pensando—, este espíritu jovial y fuerte, placentero y fecundo, se ha perdido... Estos pueblos tétricos y católicos no pueden producir más que hombres que hacen cada hora del día la misma cosa, y mujeres vestidas de negro y que no se lavan. Yo no podría vivir en un pueblo como éste; mi espíritu inquieto se ahogaría en este ambiente de foscura, de uniformidad, de monotonía eterna... ¡Esto es estúpido! La austeridad castellana y católica agobia á esta pobre raza paralítica. Todo es pobre, todo es opaco, todo es medido. Aun los que se llaman demagogos son en el fondo unos desdichados reaccionarios. No creen en un dogma religioso, pero conversan la misma moral, la misma estética, la misma economía de la religión que rechazan... Hay que romper la vieja tabla de valores morales, como decía Nietzsche". Y Azorín, de pie, ha gritado: ¡Viva la Imagen! ¡Viva el Error! ¡Viva lo Inmoral! Los camareros, como es natural, se han quedado estupefactos. Y Azorín ha salido soberbio del café. No es posible saber á punto fijo las copas que Azorín ha sorbido. Verdaderamente, se necesita beber mucho para pensar de este modo. V Toda la prensa de la mañana da cuenta del banquete con que la juventud celebró anoche la publicación de la flamante novela de Olaiz, titulada Retiro espiritual... Azorín lee El Imparcial, que refiere minuciosamente el acto. Inició el brindis, leyendo un corto y enérgico discurso, Azorín; luego dos, tres, cuatro, seis mozos más, hábiles manejadores de la pluma, hablaron también en grave registro ó por pintoresca manera. El cronista de El Imparcial los enumera á todos, da breves extractos de sus arengas, trátalos con afectuosa deferencia... Después Azorín coge El Liberal. En El Liberal ha hecho la reseña un antiguo compañero suyo. Y Azorín ve con sorpresa que se nombra á todos los que en la comida hablaron, á todos sin faltar uno, menos á él, al propio Azorín. El autor —su viejo amigo— ha hecho pasmosos y admirables equilibrios para no mentar su nombre, mentando á todos. —Este rasgo de inquina mujeril —piensa Azorín—, esta insignificancia rastrera, propia de un espíritu sin idealidad, sin altura, sin grandeza, es como el símbolo de esta juventud de la que yo formo parte, entre la que yo vivo; de esta juventud que, como la otra juventud pasada, la vejez de hoy, no tiene alientos para remontarse sobre las miserias de la vida... Es un detalle éste que casi nada vale; pero la existencia diaria está formada de estos microscópicos detalles, y la historia, á la larga, no es sino, de igual manera, un diestro ensamblaje de estas despreciables minucias. Yo recuerdo que hace años, en un periódico en que dominaba un literato tenido por insigne, se copiaban los sumarios de una revista literaria, y al copiarlos suprimían el nombre de un escritor, colaborador de esta revista, que tiempo atrás había molestado con su sátira al literato insigne. ¡Imposible llevar más allá la ruindad de espíritu! Y este es otro detalle elocuentísimo para la pintura de nuestra sociedad literaria: en Madrid es raro el literato de corazón ancho. Se vive en un ambiente de dimes y diretes, de pequeños odios, de minúsculas adulaciones, de referencias insidiosas, de sonrisas falsas, de saludos equívocos... Azorín deja caer al suelo el periódico y prosigue en sus quimeras: —Sí, esto es ruin, esto es estúpido... Hace dos días salí de un café distraídamente, sin despedirme del ilustre poeta X, que estaba en una mesa próxima; ayer lo encontré por la calle y volvió la cabeza por no saludarme. Anoche en el Ateneo encontré al novelista N. y le pedí su libro reciente. He decidido —me contestó cariñosamente— no regalar ejemplares de mis libros... Y he aquí que estando hablando se acerca un redactor de un gran periódico, amigo de ambos, y le da las gracias por haberle mandado su obra. Caigo en la cuenta de que yo, hace un año, le prometí una crítica de un libro anterior y no se la hice; y caigo también en la cuenta de que este buen señor me regalaba sus libros para que yo le hiciera reclamos más ó menos justos... La lista de estos síntomas del tiempo sería interminable... Hay en todos una susceptibilidad, un orgullo y un egoísmo extraordinarios. En Madrid no se puede hacer crítica literaria sincera: no hay ni un solo escritor que sepa remontarse por encima de una censura; no hay ni uno solo que pueda leer con perfecta ataraxia espiritual un adjetivo denigrante para su honra literaria; no hay ni uno solo que pueda hablar indiferente con su censor, sin prejuicios, sin restricciones, sin odios. ¡Todos son débiles! Yo soy entre todos los escritores jóvenes el que ha atraído sobre sí más enorme cantidad de censuras... No guardo odio á nadie; leo las más acres virulencias con inalterable sosiego; considero á mis censores del mismo modo antes y después de la crítica. Y si viniera á mí alguno de ellos en requerimiento de un favor, yo le atendería con la misma indiferencia que á mis elogiadores... Y es porque yo soy un determinista convencido. Desde luego que esta actitud intelectiva para sobreponerse á las mezquindades de la vida es innata, instintiva, congenital: pero mucho influye en ella asimismo la concepción filosófica que se tenga del universo. Y véase cómo, aunque parezca extremada paradoja, Lucrecio ó Moisés pueden hacer sonreir o desazonar ante la minúscula insidia literaria de un cariñoso amigo, como éste que hoy suprime mi nombre en su crónica... ¡Sonriamos! El universo es un infinito encadenamiento de causas y concausas; todo es necesario y fatal; nada es primero y espontáneo. Un hombre que compone un maravilloso poema ó pinta un soberbio lienzo, es tan autómata como el labriego que alza y deja caer la azada sobre la tierra, ó el obrero que da vueltas á la manivela de una máquina... ¡Los átomos son inexorables! Ellos llevan las cosas en combinaciones incomprensibles hacia la Nada; y ellos hacen que esta fuerza misteriosa que Schopenhauer llamaba Voluntad y Forschamer Fantasía, se resuelva en la obra artística del genio ó en la infecunda del crimen... Hay una famosa litografía de Daumier que representa el galop final de un baile en la ópera de París; es un caos pintoresco, delirante, frenético de cabezas tocadas con inverosímiles caretas, de piernas que corren, de brazos en violentas actitudes, de máscaras, en fin, que se atropellan, saltan, gesticulan, gritan, bailan en un espasmo postrero de la orgía... Pues bien; el mundo es como este dibujo de Daumier, en que el artista —como Gavarni en los suyos y como más tarde Forain en sus visiones de la Ópera— ha sabido hacer revivir el austero y á la vez cómico espíritu de las antiguas Danzas de la Muerte. Desde el punto de vista determinista, todo este tráfago, todo este flujo y reflujo, toda esta movilidad inconsciente de una humanidad inquieta, vienen á ser cómicos en extremo. ¡El mundo es una inmensa litografía de Daumier! Azorín queda absorto un momento, acaso satisfecho de su frase: es modesto. Luego prosigue pensando: —Lo doloroso es que esta danza durará millares de siglos, millones de siglos, millones de millones de siglos. ¡Será eterna!... Federico Nietzsche, estando allá por 1881 retirado en una aldea, entregado á sus fecundas meditaciones, se quedó un día estupefacto, espantado, aterrorizado. ¡Había encarnado de pronto en su cerebro la hipótesis de la Vuelta eterna! La Vuelta eterna no es más que la continuación indefinida, repetida, de la danza humana... Los átomos, en sus continuas asociaciones, forman mundos y mundos; sus combinaciones son innumerables; pero como los átomos son unos mismos —puesto que nada se crea ni nada se pierde— y como es una misma, uniforme, constante, la fuerza que los mueve, lógicamente ha de llegar —habrá llegado quizás— el momento en que las combinaciones se repitan. Entonces se dará el caso — como ya el maestro Yuste sospechaba— de que este mismo mundo en que vivimos ahora, por ejemplo, vuelva á surgir de nuevo, y con él todos los seres, idénticos, que al presente lo habitan. "Todos los estados que este mundo puede alcanzar —dice Nietzsche—, los ha alcanzado ya, y no solamente una vez, sino un número infinito de veces. Lo mismo sucede con este momento: ha sido ya una vez, muchas veces, y Guizot. Es un hombre austero, un asceta. Vive pobrísimamente, y con todo de pasarse todo el día ajetreado dando lecciones, no hay noche que no vaya á dar también lecciones, pero gratuitas, á la capilla de Comte... Esta capilla es la casa donde él vivió; sus discípulos la compraron á costa de grandes sacrificios para consagrarla á su memoria. Y como Laffitte es pobre, le invitaron á que la ocupase. "No —contestó él—, "no quiero profanar la casa del maestro". Y continuó viviendo en un desván donde, cuando yo le visité, no tenía ni unas malas tablas para poner los libros, que andaban tirados por el suelo... El Anciano calla. Y Azorín piensa en este hombre austero, discípulo y amigo de otros hombres austeros. En el tremendo desconcierto de la última década del siglo xix, sólo este español se yergue puro entre la turba de negociantes discurseadores y cínicos. Y es tanta su rigidez, tal su inflexibilidad, que ellas mismas le han llevado en ocasiones á negar la vida y hacer obra de reacción infecunda. Así, en 1873, siendo ministro de la Gobernación, pudo haber instaurado la república federal, con ocasión de las insurrecciones de Sevilla, Barcelona y Cartagena. ¡Y este hombre que desde el 54 venía predicando la Federación y consagrando á ella todas sus energías, permaneció inerte! "¿Hice bien? —pregunta en su folleto La República de 1873—; "lo dudo ahora si atiendo al interés político; lo afirmo sin vacilar, si consulto mi conciencia..." Azorín no se explicaba esta dualidad absurda. ¡Predicar la Verdad, y no hacerla surgir, llegado el momento, por respeto á una ley, por no conculcar una ley! ¡Y todo un pueblo, que creemos nosotros que será feliz con nuestras doctrinas, sufriendo por un exagerado puritanismo nuestro! ¡Lo inmoral, aquí, en este caso, es el respeto á esa ley que se opone al bienestar de una nación! El Anciano, en la puerta, despide á Azorín, frotándose dulcemente las manos, sonriendo, con su voz atiplada: —Adiós, señor Azorín... Adiós, señor Azorín. Y Azorín se entristece pensando en la enorme paradoja de Comte, en la enorme paradoja de su discípulo Pí y Margall —un hombre sabio y bueno que pudo hacer menos grande el dolor de España y no lo hizo. VII Y es lo cierto —piensa Azorín mientras baja por la calle de Toledo—, que yo tengo un cansancio, un hastío indefinible, invencible... Hace diez años, al llegar á Madrid después del fracaso de aquel amor... infausto; al llegar á Madrid con mis cuartillas debajo del brazo, tenía cierto entusiasmo, cierto ardimiento bárbaro, indómito... ¡Qué crónicas aquellas de La Península! El director todas las noches, muy grave, con su respirar de foca vieja: "Amigo Azorín, esto no puede continuar; los suscriptores se quejan; hoy he recibido ocho cartas..." Y luego, cuando salió mi artículo sobre El amor libre, ¡un aluvión de protestas! El autor —decía en una de ellas un viejo progresista— ó es un loco ó no debe de tener hijas... No, no tenía hijas, ni nada... No tenía este tedio de ahora, después de haber hecho mi nombre un poco célebre —que vale más que ser célebre del todo—; después de haber devorado miles de libros y haber emborronado miles de cuartillas... Azorín pasa ante la iglesia de San Isidro. —Y esto es inevitable; mi pensamiento nada en el vacío, en un vacío que es el nihilismo, la disgregación de la voluntad, la dispersión silenciosa, sigilosa, de mi personalidad... Sí, sí, el trato de Yuste ha influido sin duda en mí; su espíritu se posesiona de mí definitivamente, pasados estos años de entusiasmo. Y luego, la figura de Justina, negra, pálida... y el ambiente tétrico de aquel pueblo... la herencia, acaso, también, y más poderosamente que nada... todo, todo rompe y deshace mi voluntad, que desaparece... ¿Qué hacer?... ¿Qué hacer?... Yo siento que me falta la Fe; no la tengo tampoco ni en la gloria literaria ni en el Progreso... que creo dos solemnes estupideces... ¡El progreso! ¡Qué nos importan las generaciones futuras! Lo importante es nuestra vida, nuestra sensación momentánea y actual, nuestro yo, que es un relámpago fugaz. Además, el progreso es inmoral, es una colosal inmoralidad: porque consiste en el bienestar de unas generaciones á costa del trabajo y del sacrificio de las anteriores. Azorín entra en la calle de los Estudios. Pasa por la misma una mujer con dos niños. Y Azorín piensa: —No sé qué estúpida vanidad, qué monstruoso deseo de inmortalidad, nos lleva á continuar nuestra personalidad más allá de nosotros. Yo tengo por la obra más criminal esta de empeñarnos en que prosiga indefinidamente una humanidad que siempre ha de sentirse estremecida por el dolor: por el dolor del deseo incumplido, por el dolor, más angustioso todavía, del deseo satisfecho... Podrán llegar los hombres al más alto grado de bienestar, ser todos buenos, ser todos inteligentes... pero no serán felices; porque el tiempo, que se lleva la juventud y la belleza, trae á nosotros la añoranza melancólica por las pasadas agradables sensaciones. Y el recuerdo será siempre fuente de tristeza. Yo de mí sé decir que nada hay que tanto me contriste como volver á ver un lugar —una casa, un paisaje— que frecuenté en mi adolescencia; ni nada que ponga tanta amargura en mi espíritu como observar cómo ha ido envejeciendo... cómo ha perdido el brillo de los ojos, y la flexibilidad de sus miembros, y la gallardía de sus movimientos... la mujer que yo amé secreta y fugazmente siendo muchacho. ¡Todo pasa brutalmente, inexorablemente! Y yo veo junto á esta mujer deforme, lenta, inexpresiva... un gesto, una mirada, un movimiento de la muchacha de antaño... su modo peculiar de sonreír entornando los ojos titileantes, su manera de decir no, su expresión deliciosamente grave al hacer una confidencia... ¡Y todo este resurgimiento instintivo me llena de una tristeza casi anhelante! ¡Y pienso en una inmensa danza de la Muerte, frenética, ciega, que juega con nosotros y nos lleva á la Nada!... Los hombres mueren, las cosas mueren. Y las cosas me recuerdan los hombres, las sensaciones múltiples de esos hombres, los deseos, los caprichos, las angustias, las voluptuosidades de todo un mundo que ya no es. Azorín se encuentra frente al Rastro. En la calle de los Estudios comienzan las avanzadas del pintoresco mercado. Van y vienen gentes apresuradas; gritan los vendedores; campanillean los tranvías eléctricos. Al borde de la acera se extienden los puestos de ropas, hules, marcos, cristalería, libros. Junto á la puerta del Instituto, arrimada á la pared, una vendedora de cordones lee en voz alta el folletín de un periódico. "¡Ah, yo evitaré que se esconda! dijo el duque con voz..." Después grita: ¡Cinco cordones en una perra chica, cinco cordones en una perra chica! Una diligencia pasa cascabeleando, con estruendo de herrumbre y muelles rotos. Resaltan las telas, rojas, azules, verdes, amarillas, de los tenderetes; brillan los vasos, tazas, jarrones, copas, floreros; llena la calle rumor de gritos, toses, rastreo de pies. Y los pregones saltan repentinos, largos, plañideros: ¡Papel de Armenia para perfumar las habitaciones á perro grande!...¡Son de terciopeelo y peluche!... ¡La de cuatro y seis reales, á real!... Un vendedor de dátiles pasea silencioso, envuelto en una amplia capa parda, encasquetada una montera de pieles; sentada en el resalto de una ventana baja, una ciega extiende la mano. La cordonera lee: "...el niño vencido por el terror..." Y luego: ¡Cinco cordones en una perra chica, cinco cordones en una perra chica! Se acerca una mujer con un gran saco á la ciega. Hablan: "...decirte que vaya tu marido á hacer colchones el lunes..." Pasan carromatos, coches, tranvías. En la calle de los Estudios, lucen colgados en las fachadas los blancos muebles de pino; junto á la acera continúan los puestos de cintas, tapetes, jabones, libros. Van y vienen traperos, criadas, señoritos, chulos, mozos de cuerda... Y recorrida la calle del Cuervo, con sus pañerías y zapaterías, se llega á la Cabecera del Rastro. Confusión formidable; revoltijo multiforme de caras barbadas y caras femeninas, de capas negras, toquillas rojas, pañuelos verdes; flujo y reflujo de gentes que tropiezan, de vendedores que gritan, de carros que pasan. En la esquina un círculo de mujeres se inclina sobre un puesto; suena dinero; se pregona: ¡A quince y á real peines! Y un mozo cruza entre la multitud con un enorme espejo que lanza vivísimos destellos. La gente sube y baja; una vendedora de pitos, con una larga pértiga en que van clavados, silba agudamente; un vendedor de vasos los hace tintinear golpeándolos; chocan, en las tiendas, con ruido metálico, los pesos contra el mármol. Y á intervalos rasga los aires la voz de un carretero, el grito de un mozo cargado con un mueble: Ahí va, eh!... ¡ahéeeh! Se pasa luego frente á la calle de la Ruda, entre los puestos de las verduleras, y aparece la Ribera de Curtidores. Entre las dos líneas blancas de los toldos, resalta una oleada negra de cabezas. Al final, en lo hondo, un conjunto de tejados rojizos, una chimenea que lanza denso humo, la llanura gris, á trechos verde, que se extiende en la lejanía, limitada por una larga y tenue pincelada azul... Gritan los vendedores —de jabones, de tinta, de papel, de agujas, de ratoneras, de cucharas, de corbatas, de fajas, de barajas, de cocos, de toquillas, de naranjas— que van y vienen por el centro. Y ante dos papeles de tabaco extendidos en el suelo, vocea un hombre jovialmente: ¡Aire, señores, aire á la jamaica! Las telas colgadas llamean blandamente; reflejan al sol los grandes círculos dorados de los braseros; resaltan las manchas blancas y azules de platos y cazuelas; un baratillero toca una campana; un niño con dos gruesos volúmenes grita: ¡La novela La esposa mártir, la vendo!; trinan los canarios de multitud de jaulas apiñadas; se oyen los lejanos gruñidos angustiosos de los cerdos del matadero. Y en el fondo, destacando sobre el llano manchego, la chimenea va silenciosamente difuminando de negro el cielo azul. A la izquierda de las Grandiosas Américas, baja un callejón lleno de puestos de hórridas baratijas: cafeteras, bragueros, libros, bisagras, pistolas, cinturones, bolsas de viajes, gafas, leznas, tinteros... todo viejo, todo roto, todo revuelto. Junto á la puerta de la Escuela de Artes y Oficios, un grupo rodea una ruleta. El ruletero es un clásico rufián de cavernosa voz; sus mostachos son gruesos; las mangas cortas de la chaqueta descubren recias muñecas. De cuando en cuando hace girar la pintada rueda de madera y exclama: ¡Hagan juego, señores!... Donde quieran y como quieran... ¡Pueden jugar de 5, de 10, de 15, de 20 y de real!... Se oye como se va apagando el tic—tac de la ballena. Y luego: ¡Número 13, blanco! Y tintinean las monedas. Se cruza luego la ronda de Toledo, y se entra en el más miserable bazar del Rastro. Es á modo de una feria hecha con tablas rotas y lienzos desgarrados, formada en calles estrechas y fangosas, repleta de mil trastos desbaratados. Aquí en esta trastienda del Rastro hay una barraca de libros viejos, y á ella viene los domingos Azorín, á sentarse un rato, mientras curiosea en los sobados volúmenes. Entran y salen clérigos pobres, ancianos con capas largas, labriegos. Revuelven, preguntan, regatean. El librero defiende su mercancía: "... se venden sueltas á dos pesetas y la Desesperación de Espronceda está agotada..." Una niña viene á vender una novela; una vieja pregunta por otro vendedor que se ha suicidado; pasa un mozo con unas vidrieras á la espalda; suena la musiquilla asmática de un acordeón. resultado diametralmente opuesto á la teoría de Karl Marx. Y este resultado es la diseminación de la propiedad territorial, la multiplicación de las empresas, el fraccionamiento de los capitales. En Inglaterra la propiedad territorial lleva camino de dividirse menudamente; en Francia las propiedades pequeñas forman, según las estadísticas, las tres cuartas partes de la propiedad rústica; en Alemania se observan fenómenos análogos. Esto respecto á la tierra... Con relación á la industria, Bernstein demuestra con datos que la fábrica grande permite vivir á las pequeñas, á las cuales necesita muchas veces como auxiliares... Y en cuanto al dinero, según las observaciones del autor, se fragmenta y se democratiza como las demás riquezas gracias á la multiplicación de las sociedades y al precio siempre pequeño de las acciones... Estas obras de crítica de Bernstein han producido verdadero pánico entre los socialistas científicos. La negación de las premisas del marxismo ha bastado para llevar á todos los afiliados á la doctrina á la desorientación más profunda. Estamos acercándonos á la débâcle del socialismo doctrinario. El obrero, cuanto más instruido, aparece más individualista. Y es lógico. La emancipación de la clase trabajadora podrá ser un gran ideal para el apocado, para el pobre de espíritu, para el que no se reconoce con fuerzas ni cualidades de hombre de presa; pero para el audaz, para el enérgico, la emancipación suya, que le permita desenvolver sus energías, estará siempre y en todos los actos antes que la emancipación de la clase. El hombre podrá tener solidaridad con la humanidad, pero ¿por qué la va á tener con su clase? El obrero fuerte y ambicioso ha de encontrar absurdo cerrar su porvenir arruinando á la burguesía. ¿Qué fuerza puede tener la famosa lucha de clases cuando no hay diferencia de jerarquía social, ni antagonismo desde el punto de vista económico entre el obrero y el pequeño burgués, cuando el paso de una clase á otra es continuo y sin dificultades? Podrá tener, y esto es todo, el odio que en un ejército, donde los grados se conquistan por méritos de guerra ó por intrigas, pueden tener los soldados á los jefes... Esto sin contar con lo repulsivo que es para todo espíritu libre, el sentir el peso de la disciplina social en los actos más individuales... porque la solidaridad humana ha de ser sentimiento de afecto espontáneo, no imposición de disciplina rigurosa. Olaiz calla un momento. Silenciosamente va y viene en la penumbra. El reloj marca su tictac infatigable. Yock reposa tranquilo debajo de la mesa. Olaiz prosigue: —El edificio socialista cruje, se derrumbará; el porvenir es individualista. Todo lo que asciende se diversifica... Vamos hacia un tiempo en que cada uno pueda viajar en automóvil, en que por la facilidad de transportar la fuerza motriz á distancia, cada uno pueda convertir su casa en taller... Vamos al máximum de libertad compatible con el orden, al mínimum de intervención del Estado en los intereses del individuo. Y esto se lo debemos á la ciencia, no á la democracia. La ciencia es más revolucionaria que todas las leyes y decretos inventados é inventables. La máquina que funciona da más ideas que todos los libros de los sociólogos... Después del socialismo, especie de dogma católico de la Humanidad, viene el anarquismo dogmático, que es un misticismo ateo. Sólo pensando que la doctrina anarquista supone como premisa la bondad innata del hombre, la utilización y el aprovechamiento de las pasiones como fuerzas de bien y de vida, y otras cosas muy bellas, se comprende la imposibilidad de este sueño de Arcadia venturosa, de esa Jerusalén Nueva de hombres sin malas pasiones, sin vicios, sordideces, ni miserias... Habría que creer que toda la historia antigua, moderna y aun actual es mentira, para figurarse al animal humano como un cordero, más que como una bestia feroz á quien las necesidades de todos han limado los dientes y han cortado las uñas... Y yo creo que, desgraciadamente, hoy el hombre es malo. La evolución, la herencia pueden cambiar ó hacer desaparecer los instintos... Sí, sí, será cierto... en lo futuro. Hoy la realidad es dolorosa: la mentira, la explotación, la tiranía, triunfan. Y es preciso destruir el mal, ser sinceros, ser audaces, no contemporizar, no transigir, ¡marchar hacia delante con toda la brutalidad de quien se siente superior á los otros! Olaiz calla. Y sus palabras son como el espíritu, como el aliento de un grupo de jóvenes entusiastas que son un anacronismo en el ambiente actual de industrialismo literario é industrialismo político. IX Y este grupo de jóvenes entusiastas decidió celebrar el aniversario de Larra. Era el día 13 de febrero. —Larra, para mí —decía por la mañana Olaiz en su despacho—, representa la generación romántica de 1830... Es algo como un símbolo de toda una época... Yo veo en toda esta gente cierto lirismo, cierto ímpetu hacia un ideal... que ahora no tenemos. Y por eso nosotros, cuatro, ó seis, ó los que seamos, al ir á celebrar la memoria de Larra damos un espectáculo extraño, discordante del medio en que vivimos. Y Olaiz paseaba, arriba, abajo, por la estancia, con sus recios pantuflos, con su pañuelo blanco al cuello, reluciente la prematura calva, dorada la barba puntiaguda. —Sí —observa Azorín—, Larra es acaso el hombre más extraordinario de su siglo, y desde luego el que mejor encarna este espíritu castellano, errabundo, tormentoso, desasosegado, trágico... Fueron en él acordes la vida, la obra y la muerte... Espronceda, que es quien con él comparte esta encarnación de su tiempo, en los últimos años de su vida dejó de ser poeta y romántico. Era diputado; pronunciaba discursos sobre las tarifas arancelarias de los algodones. ¡Él, que escribió el canto á Teresa!... —Larra —replica Olaiz— no llegó á ser diputado. Espronceda era rico. —Larra vivió de su pluma. Y si viajó por el extranjero —Portugal, Inglaterra, Bélgica, Francia— fué porque le pagaba sus viajes su íntimo amigo el conde de Campo—Alange... En los últimos años, en 1835, ya logró asegurarse una renta holgada. Le daban diez mil pesetas á cambio de doce artículos todos los meses. Larga pausa. Olaiz pasea silenciosamente. Azorín mira una fotografía del Entierro del Conde de Orgaz, en que la ringla de píos hidalgos, escuálidos, espiritualizados, extienden sus manos suplicantes y alzan estáticos sus ojos. Azorín prosigue: —En Febrero, el mes en que se suicidó, Larra ya no escribía. Pasaba los días solo, retraído en algún café silencioso, vagando por algún apartado paseo... El día 13, por la mañana, recobra su animación, y va á ver á Mesonero Romanos con quien charla de proyectos literarios... Por la tarde pasea por Recoletos con el marqués de Molíns; al despedirse, le dice: Usted me conoce; voy á ver si alguien me quiere todavía... Tenía cita aquella tarde con su querida; fué la última. —Es un hombre raro —observa Olaiz. Y tras breve silencio, profundo, denso, doloroso casi, en que parece que el espíritu de Fígaro flota en el aire, Azorín exclama: —¡Sí, es un hombre raro... y legendario! A la tarde todos han ido al cementerio de San Nicolás, allá pasada la estación del Mediodía. El grupo, enlutado, con sus altos sombreros relucientes, recorría en silencio las calles. Todos llevaban en la mano un ramo de violetas. Y los transeuntes miraban curiosos esta extraña comitiva que iba á realizar un acto de más trascendencia que una crisis ministerial ó una sesión ruidosa en el Congreso... El cementerio de San Nicolás está cerrado hace muchos años. Pasada la estación de Atocha, al final de una mísera barriada, lindando con la desolada llanura manchega, aparecen sobre los tejados negruzcos las puntiagudas cimas de los cipreses, resaltantes en el azul del cielo. Luego una verja larga de hierro que deja ver el seco ramaje de un jardín abandonado... Una campana suena; una mujer llega y abre la puerta. Y el grupo penetra en el diminuto jardín yermo. En frente, un pórtico agrietado, con los cristales de sus ventanas rotos; y una inscripción sobre la puerta: Templo de la verdad es el que miras, No desoigas la voz con que te advierte Que todo es ilusión menos la muerte. El grupo atraviesa el zaguán, donde un perro amarrado á una cadena gruñe sordamente con la cabeza baja... Y entra en el cementerio, de grandes arcadas, ruinosas, con anchas hendiduras negras que las rayan de arriba á bajo, repletas de nichos con lápidas borrosas. La hierba crece rozagante entre las junturas de las piedras; los pájaros saltan y trinan en los panteones; brilla el sol en los cristales de los nichos; un dulce sosiego se percibe en el aire. Y de cuando en cuando, á lo lejos, se oye el silbido de una locomotora, el cacareo persistente de un gallo. El nicho de Larra está en el primer patio, en la cuarta galería. No lejos está el de Espronceda, al ras del suelo. La mujer que les ha abierto la puerta les acompaña. Todos se descubren ante la tumba. Reina el silencio. La mujer exclama: ¡Ay, Señor! ¡Ay, Señor! Y Azorín lee con voz pausada su discurso: "Amigos: consideremos la vida de un artista que vivió atormentado por ansias inapagadas de ideal; y consideremos la muerte de un hombre que murió por anhelos no satisfechos de amor. Veintisiete años habitó en la tierra. En tan breve y perecedero término, pasó por el dolor de la pasión intensa y por el placer de la creación artística. Amó y creó. Se dió entero á la vida y á la obra; todas sus vacilaciones, sus amarguras, sus inquietudes están en sus vibradoras páginas y en su trágica muerte. Y he aquí porqué nosotros, jóvenes y artistas, atormentados por las mismas ansias y sentidores de los propios anhelos, venimos hoy á honrar, en su aniversario, la memoria de quien queremos como á un amigo y veneramos como á un maestro. Maestro de la presente juventud es Mariano José de Larra. Sincero, impetuoso, apasionado, Larra trae antes que nadie al arte la impresión íntima de la vida, y con Larra antes que con nadie llega á la literatura el personalismo conmovedor y artístico. La lengua toda se renueva bajo su pluma: usado y fatigado el viejo idioma castellano por investigadores y eruditos en el siglo xviii, aparece vivaz y esplendoroso, pintoresco y ameno en las páginas del gran satírico. La vida es dolorosa y triste. El desolador pesimismo del pueblo griego, el pueblo que creara la tragedia, resurge en nuestros días. "¡Quién sabe si la vida no es para nosotros una muerte y la muerte no es una vida!", exclama Eurípides. Y Larra, indeciso, irresoluto, escéptico, es la primera encarnación y la primera víctima de estas redivivas y angustiosas perplejidades. El constante é inexpugnable "muro" de que Fígaro hablaba, es el misterio eterno de las cosas. ¿Dónde está la vida y dónde está la muerte? "Tenme lástima, literato", le dice á Larra, en uno de sus artículos, su criado, "yo estoy ebrio de vino, es verdad; pero tú lo estás de deseos y de impotencia". Ansioso é impotente cruza Larra la vida; amargado por el perpetuo no saber llega á la muerte. La muerte para él es una liberación: acaso es la vida. Impasible franquea el misterio y muere. Su muerte es tan conmovedora como su vida. Su muerte es una tragedia y su vida es una paradoja. No busquemos en Larra el hombre unilateral y rectilíneo amado de las es bellamente ovalada; sobre la oreja se arrebujan los finos bucles de una corta y graciosa melena. Viste una impecable levita, y su pantalón es inmaculado... Este hombre es la Elegancia; se llamaba Julián Romea. Y fué adorado por los públicos y por las mujeres. La cuarta fotografía representa á un hombre afeitado también correctamente. Tiene asimismo una corta melena, en finos mechones, como mojados, en elegante desaliño. Su boca se pliega desdeñosa y su mirada es soberanamente altiva. Se llamaba este hombre José de Salamanca. Simboliza el Dinero. Por él fué grande, y su grandeza fué mayor porque supo gastarlo y despreciarlo... Y he aquí el postrer retrato. Ante todo este retrato tiene fondo; los demás no lo tienen. Y es un paisaje con una lejana montaña, con un remanso de sosegadas aguas, con palmeras cimbreantes, con lianas que ascienden bravías... un paisaje exuberante, tropical, romántico, de ese romanticismo sensual y flébil, que gustó tanto á nuestras abuelas inolvidables. Ante este fondo permanece erguido un hombre de cerrada barba; tiene en la mano un sombrero de copa; el pantalón es de menudas rayas; los pies se hunden en el felpudo que figura ingenuamente el césped. En los ojos de esta figura, unos ojos que miran á lo lejos, á lo infinito, hay destellos de un ideal sugestionador y misterioso... Este hombre se llamaba Gustavo Adolfo Bécquer. Es el más grande poeta de nuestro siglo XIX. Simboliza la Poesía. Fué adorado por las mujeres, y como los hombres son tan tontos que sonríen de todo lo que apasiona á las mujeres, los contemporáneos del poeta le han guardado cierta secreta consideración despreciativa, hasta que han llegado nuevas generaciones que no han encontrado ridículo admirar al mismo hombre á quien admiran nuestras hermanas, nuestras primas y nuestras queridas. Azorín ha mirado largamente estos cinco retratos. Y ahora sí que él, que tiene alma de artista, se ha puesto triste, muy triste, al sentirse sin la Voluptuosidad, sin la Fuerza, sin la Elegancia, sin el Dinero y sin la Poesía. Y ha pensado en su fracaso irremediable; porque la vida sin una de estas fuerzas no merece la pena de vivirse. XI Al fin, Azorín se decide á marcharse de Madrid. ¿Dónde va? Geográficamente, Azorín sabe dónde encamina sus pasos; pero en cuanto á la orientación intelectual y ética, su desconcierto es mayor cada día. Azorín es casi un símbolo; sus perplejidades, sus ansias, sus desconsuelos bien pueden representar toda una generación sin voluntad, sin energía, indecisa, irresoluta, una generación que no tiene ni la audacia de la generación romántica, ni la fe de afirmar de la generación naturalista. Tal vez esta disgregación de ideales sea un bien; acaso para una síntesis futura —más ó menos próxima— sea preciso este feroz análisis de todo... Pero es lo cierto que entretanto lo que está por encima de todo —de la Belleza, de la Verdad y del Bien— lo esencial, que es la Vida, sufre una depresión enorme, una extraordinaria disminución... que es disminución de la Belleza, de la Verdad y del Bien, cuya harmonía forma la Vida —la Vida plena. TERCERA PARTE I Blanca. Llego á las cinco de la madrugada. ¡Estoy anonadado por un viaje de cuatrocientos kilómetros! Me acuesto; duermo; despierto. En el balcón clarean grandes rayos de luz tenue. Y un gran silencio, un silencio enorme, un silencio abrumador, un silencio aplastante pesa sobre mi cerebro. Abro el balcón. El sol refleja vivamente en las aceras; arriba el cielo se extiende en un manchón de añil intenso. La calle está solitaria: de tarde en tarde pasa un labriego; luego, tras una hora, un niño; luego, tras otra hora, una vieja vestida de negro apoyada en un palo... Enfrente aparece el perfil negruzco de un monte; los frutales, blancos de flores, resaltan en las laderas grises; una paloma vuela aleteando voluptuosa en el azul; el humo de las chimeneas asciende suave. Y de pronto resuena el grito largo, angustioso, plañidero de un vendedor... Decididamente, estoy en provincias, bien lejos de la Puerta del Sol, bien distante del salón de actos del Ateneo. Y como en provincias se puede salir á la calle cuando el cacique no lo veda, yo salgo á la calle con beneplácito de la autoridad municipal. ¿Dónde ir? No sé; no puedo tomar el tranvía del Retiro, no puedo comprar Le Figaro, no puedo curiosear en los anaqueles de Fe, no puedo hablar mal con nadie del último artículo de un amigo... ¿Qué hacer? Entro en el Casino: un viejo lee El Imparcial; otros dos viejos hablan de política. —Fulano —dice uno— será presidente del Consejo. —Yo creo —contesta el otro— que Mengano se impone. —Dispense usted —observa el primero—, pero Fulano tiene más trastienda que Mengano. —Perdone usted —replica el segundo—, pero Mengano cuenta con el ejército. ¿Qué he de hacer yo en un Casino donde se habla de tal ex ministro ó de cual jefe de partido? Voy á una barbería. Las barberías en los pueblos suelen ser democráticas. ¡La democracia seduce á los barberos españoles! Y en esta barbería el maestro que es un antiguo admirador de Roque Barcia, habla del sufragio universal mientras enjabona á un parroquiano. —El sufragio —dice el maestro— es la base de la libertad... El pueblo no tendrá libertad mientras los gobiernos falseen las elecciones... Y las falsearán mientras no haya hombres... ¡Ya no los hay!... Roque Barcia ¡ese sí que era un tío! Yo no sé si Roque Barcia era efectivamente un tío; pero sospecho que en una barbería donde se admira al autor de un Diccionario etimológico debe de andar mal el servicio. Y me traslado á la calle. Doy un paseo y entro en una carpintería. Los carpinteros tienen algo de evangélicos. Recuerde el lector que S. José era carpintero. Ver trabajar es siempre una cosa edificante, y ver trabajar á un carpintero es casi un idilio conmovedor. Lo malo es que este carpintero es un antiguo republicano. —¡Qué tiempos —exclama dando golpes con el mazo sobre el escoplo—, qué tiempos aquellos!... Ahora ya no vamos á ninguna parte... Yo desde que Llano y Persi se retiró que ya no creo en nadie. Un carpintero devoto de Llano y Persi me parece más peligroso que un barbero entusiasta de Roque Barcia. Y salgo de la carpintería. Y como tengo ganas de hablar con alguien, me siento al lado de un viejo que toma el sol en una puerta. —Todo está mal, todo está muy mal —me dice el viejo—; el vino no se vende, los jornaleros están sin trabajo, no pueden comer ni aun pan de cebada... Dentro de cuatro años este pueblo será un cementerio... El buen viejo prosigue despiadadamente contando la ruina de esta hermosa tierra. Y yo pienso: —Pues señor, es admirable el espectáculo de este pueblo (que es lo mismo que todos los pueblos españoles). Unos hablan del último discurso de Fulano, otros de las últimas declaraciones de Zutano, aquéllos de la actitud de Mengano, todos de lo que hacen, de lo que dicen, de lo que piensan los políticos. Ellos no comen, ellos van vestidos con harapos, ellos pasan mil estrecheces, pero ellos admiran profundamente á todos los elocuentísimos oradores que les han traído á la miseria. II Blanca. Noto en mí un sosiego, una serenidad, una clarividencia intelectual que antes no tenía. ¿Es la experiencia? ¿Es la decepción de los hombres y de las cosas? No sé, no sé; lo cierto es que no siento aquella furibunda agresividad de antes, por todo y contra todo, que no noto en mí la fiera energía que me hacía estremecer en violentas indignaciones. Ahora lo veo todo paternalmente, con indulgencia, con ironía... En el fondo me es indiferente todo. Y la primera consecuencia de esta indiferencia es mi descuido del estilo y mi desdén por los libros. Yo creo que he sido alguna vez un escritor brillante; ahora, por fortuna, ya no lo soy; ahora, en cambio, con la sencillez en la forma he llegado á poder decir todo cuanto quiero, que es el mayor triunfo que puede alcanzar un escritor sobre el idioma. El estilo brillante hace imposible esto; con él, el escritor es esclavo de la frase, del adjetivo, de los finales, y no hay medio muchas veces de encajar la idea entera. Además, y esto es lo más grave, se tiene prevención contra las palabras humildes, bajas, prosaicas, y de este modo el léxico resulta enormemente limitado. Yo recuerdo que Gómez Hermosilla, en su librejo Juicio crítico, censura á Jovellanos por emplear vocablos tan plebeyos como campanillas, mula, mayoral. Entonces, la primera vez que yo me enteré de tal purismo, sonreí de Hermosilla; mas luego he visto que la ley de castas perdura entre la prosa moderna y que los escritores brillantes la mantienen aún inexorable... Otra de mis preocupaciones eran los libros. Yo he sido también un formidable erudito: lo leía todo, en pintoresca confusión, en revoltijo ameno: novelas, filosofía, teatro, versos, crítica... Tenía fe en los libros; los compraba á montones... y poco á poco he ido viendo que en el fondo todos dicen lo mismo, y que con leer cincuenta —y creo que es mucho— se han leído todos. En filosofía, desde Aristóteles hasta Kant, ¿quién ha dicho nada nuevo? Aparte de esto, tenemos el prejuicio de que los libros extranjeros han de decir cosas originales porque están en lenguas extrañas. Algo influye el leer una vulgaridad en francés, en inglés, ó en alemán: porque parece menos vulgaridad, puesto que las frases hechas, los tópicos, los recursos sintácticos manoseados, pasan inadvertidos para el extranjero. Mas en el fondo la vulgaridad subsiste, y Sanz Escartín puesto en francés y publicado por Alcan es tan vulgar como escrito en castellano. ¡Y cuántos Escartines hay en esa Biblioteca de Filosofía contemporánea que á tantos ha rematado el juicio! rígidas, simétricas, de inflexible paralelismo en todos sus miembros, es tan bella como la estatua griega, toda movimiento, toda fuerza, del lanzador de discos. En cuanto al aspecto ético, es secundario. La belleza es la moral suprema. Uno de estos religiosos para mí es más moral que el dueño de una fábrica de jabón ó de peines; es decir, que su vida, esta vida ignorada y silenciosa, deja más honda huella en la humanidad que el fabricante de tal ó cual artículo. ¿Que no hace nada? Es el insoportable tópico del vulgo. ¡Hace belleza! Una mujer hermosa no hace nada tampoco; no ha hecho nunca nada; su hermosura es un azar venturoso de los átomos. ¡Y sin embargo, Ninón de Lenclos es más grande que el que inventó la contera de los bastones! Yo simpatizo con estos frailes porque en cada uno de ellos me contemplo retratado; en ellos veo hombres que desprecian la voluntad, esa voluntad que yo no puedo despreciar... porque no la tengo. No deseo tenerla tampoco. ¿Qué haré? No lo sé; me dejaré vivir al azar. No tengo ya ambiciones literarias. Hoy he intentado continuar trabajando en El bastón de Manuel Kant, y me ha parecido el tal libraco una cosa ridícula, presuntuosa, insoportable. ¡La ironía! Dejemos que cada cual siga en paz su camino. Yo voy al mío. Y el mío es el de ese pueblo donde he nacido, donde me he educado; donde he conocido á un hombre, grande en sus debilidades, donde he querido á una mujer, buena en su fanatismo, donde acabaré de vivir de cualquier modo, como un vecino de tantos, yendo al casino, viniendo del casino, poniéndome los domingos un traje nuevo, dejando que el juez me venza en una discusión sobre el derecho de acrecer, soportando la vergüenza de no saber disparar una escopeta, ni de jugar al dominó, ni de decir cosas tontas á las muchachas tontas... Y he aquí el viejo bohemio que se levanta á las nueve, y se pone su traje usado, y se lava un poco su cara sin afeitar de una semana... Las criadas han puesto los muebles en desorden y dan en ellos grandes porrazos con los zorros (porque en los pueblos no se puede limpiar sino es armando formidable trapatiesta. El ruido vive en provincias: se habla á gritos, se anda taconeando, se estornuda en tremendos estampidos, se tose en pavorosas detonaciones, se cambian los muebles en zarabanda atronadora). Toda la casa está por la mañana en conmoción; una nube de polvo flota en el aire como una densa gasa. Salgo para dar una vuelta. Voy, ¿al Casino? Sí, voy al Casino. Allí hablo, ó me hablan, de política, se discuten cosas triviales, se dan gritos furibundos por insignificancias ridículas. Y un señor —el eterno señor de pueblo— pondrá empeño en convencerme á mí, hablando pausadamente y en estilo de alegato abogadesco, de tal ó cual futesa, que él explicará pertinazmente á fin de quedar por encima de una persona de la cual se han ocupado los periódicos de Madrid... Pasa una hora, luego otra, luego otra; el sol de estío inunda ardorosamente las calles, ó el viento huracanado del invierno, las barre. Yo no sé dónde ir. Vuelvo á casa. Las criadas me han revuelto los papeles de mi mesa; un niño de la vecindad llora tozudamente; una mujer da voces; en la calle parten gruesos troncos de olivo dando enormes porrazos... Como. Luego, ¿vuelvo al Casino? Sí, vuelvo al Casino. Comienza otra vez la charla sobre política; me preguntan si soy de Gómez, ó de Sánchez, ó de Pérez, que son los caciques locales. Yo digo que todos me parecen bien. ¡Esto indigna! Porque Pérez tiene más talento que Sánchez, y si yo digo lo contrario doy pruebas de que no estoy enterado de que el año 1897 Pérez les ganó una elección á Sánchez y á Gómez no contando más que con dos concejales en el Ayuntamiento. Además el ex ministro Fulánez estima mucho a Pérez. ¿Usted cree que Fulánez no vale?, me preguntan. Yo no sé si Fulánez vale, pero he de decir resueltamente que sí, que vale mucho por no molestar á sus admiradores. Y entonces un partidario de Gómez, el cual Gómez es correligionario del ex ministro Zutánez, me dice muy serio si es que creo que Fulánez vale más que Zutánez, porque Zutánez es un gran orador y porque cuenta con muchos senadores y diputados de gran empuje. Yo tampoco sé á punto fijo, porque no he tenido el gusto de tratarlo, si Zutánez es realmente un hombre de genio, pero digo que me parece un político de prestigio y que no tengo intención de ofenderle. Entonces su admirador me pregunta si leí el discurso que pronunció el año 1890 en el Congreso sobre no sé qué cosa. Yo digo que no, él me mira con desprecio, y toma nota de la negativa para hablar luego mal de "estos escritores que dicen que lo saben todo, que lo han leído todo, y no conocen un discurso que Zutánez pronunció el año 90..." ¡Ah, estoy rendido! Vuelvo á casa mohino, fatigado, con un profundo desprecio de mí mismo. En casa, ¿qué hago? He leído por tres veces mis libros; además, la lectura me fatiga. Si no lo sé todo, lo presiento todo. No leo. Salgo otra vez. Voy á casa de un amigo. Es abogado. Está escribiendo un informe. Me lo lee todo: ¡veinte páginas en folio! Luego me pregunta sobre la enfiteusis, sobre la anticresis, sobre las legítimas; sobre otras cosas tan amenas como ésta. Yo no sé nada de tales misterios. Él me mira con cierta lástima. Luego para demostrarme que es un abogado á la moderna me saca un libro de D'Aguanno. Y me pregunta si me gusta D'Aguanno. Yo le contesto modestamente que no le conozco. Entonces él me dice muy grave si es que yo creo que los literatos no han de tener una base científica. Yo digo que sí, que sí que deben tener esa base. Y él replica que D'Aguanno es un hombre de ciencia, y que debe ser conocido de los literarios, y que no se debe ser crítico si no se conocen sus trabajos y los de otros tratadistas que valen tanto como él. Decididamente, soy un pobre hombre, soy el último de los pobres hombres de Yecla. Y para consolarme un poco á mis solas, salgo á dar un paseo por la huerta. Luego al anochecer vuelvo á casa. La casa está á obscuras. Doy voces —¡ya me he contagiado!— sale la criada; le digo que traiga un quinqué. Intento encenderlo: no tiene petróleo. La criada dice que lo ha traído, pero que se lo ha dado á la otra criada. La otra criada dice que sí que es verdad, pero que lo ha gastado frotando los mosaicos del despacho. Van á traer más petróleo. Yo permanezco un cuarto de hora en las tinieblas. Por fin, le ponen petróleo al quinqué; mas la torcida está mal cortada, la llama da toda sobre un lado, estalla el tubo... ¡Otra media hora! Gritos, disputas, tinieblas... Y así hasta que ceno, de mal modo, tarde, con los platos mojados, con las copas resquebrajadas, con las viandas ahumadas, con un gato que maya á mi lado y un perro que me pone el hocico sobre el muslo... Después de cenar, ¿voy al Casino? No, no, esta noche no voy al Casino; me marcho á casa de unas amigas. Estas amigas quieren ser elegantes, pero llevan los dientes amarillos; quieren ser inteligentes, pero se asustan de cualquier fruslería. Hay en esta reunión un señorito que está preparándose para unas oposiciones á registradores; otro señorito que está preparándose para otras á notarios; y otro señorito que está también preparándose para otras al cuerpo jurídico militar. ¡Todos se preparan! Ellas y ellos hablan de la última obra estrenada en Apolo. Un señorito cuenta el argumento; las niñas hacen observaciones. Luego, una de ellas, me pregunta si conozco á Ramos Carrión. Yo digo que no he tenido el honor de tratar á Ramos Carrión. Entonces ella, que tiene alguna confianza conmigo, ó por lo menos se la toma, me dice qué es lo que he hecho yo en Madrid y cómo digo que trato á la gente literaria, cuando no conozco á Ramos Carrión, que es autor de preciosas comedias. Yo me excuso en buena manera y ella entonces me pregunta por Arniches á quien con toda seguridad conoceré. Tampoco conozco á Arniches, y esto provoca cierta extrañeza entre los señoritos. Si yo no conozco á Arniches, que tan popular es en Madrid, entonces, ¿dónde está mi prestigio literario? ¿Es que creo yo que Arniches no tiene chispa? ¿Es que no ha estrenado más de veinte obras con gran éxito? Yo no sé qué contestar á todo esto. Y paso entre estos señoritos y estas señoritas por un hombre que no conoce á nadie, ni, por consiguiente, escribe nada de provecho. Y de vuelta á casa, caigo en la cama fatigado, anonadado, oprimido el cerebro por un penoso círculo de hierro que me sume en un estupor idiota. ...He aquí la nueva vida del viejo bohemio, admirador de Baudelaire, devotísimo de Verlaine, entusiasta de Mallarmé; del viejo bohemio amante de la sensación intensa y refinada, apasionado de todo lo elegante, de todo lo original, de todo lo delicado, de todo lo que es Espíritu y Belleza. V Santa Ana. Hoy me siento triste, deprimido, mansamente desesperado. No encuentro aquí el sosiego que apetecía: mi cerebro está vacío de fe. Me engaño á veces á mí mismo; lo que pretendo creer, es puro sentimentalismo; es la sensación de la liturgia, del canto, del silencio de los claustros, de estas sombras que van y vienen calladamente... Ahora, en estos momentos, apenas si tengo fuerzas para escribir; la abulia paraliza mi voluntad. ¿Para qué? ¿Para qué hacer nada? Yo creo que la vida es el mal, y que todo lo que hagamos para acrecentar la vida, es fomentar esta perdurable agonía sobre un átomo perdido en lo infinito... Lo humano, lo justo sería acabar el dolor acabando la especie. Entonces, si la humanidad se decidiera á renunciar á este estúpido deseo de continuación, viviría siquiera un día plenamente, enormemente; gozaría siquiera un instante con toda la intensidad que nuestro organismo consiente. Y ya, después, el hombre acabaría en dulce senectud y ante sus ojos no se ofrecería el hórrido espectáculo de unas generaciones que entran dolorosamente en la vida —de unas generaciones que él ha creado inútilmente. Yo no sé si este ideal llegará á realizarse: exige desde luego un grado supremo de consciencia. Y el hombre no podrá llegar á él hasta que no disocie en absoluto y por modo definitivo las ideas de generación y de placer sensual... Sólo entonces, esto que llamaba Schopenhauer la Voluntad cesará de ser, cesará por lo menos en su estado consciente, que es el hombre. Y, ¿quién sabe si lo demás es en realidad? ¿Dónde está después de todo la seguridad de que lo objetivo existe? Berkeley no creía en lo objetivo. El mundo son nuestros sentidos; nuestros sentidos pueden ser una ilusión. Además, ¿cómo es el universo de grande? ¿Cómo saberlo sin término de comparación? Recuerdo haber leído en un libro de Lógica del médico Andrés Piquer, que si el mundo fuera como una naranja y de repente se achicase hasta el tamaño de una cabeza de alfiler, continuaríamos sus habitantes viendo todas las cosas en la misma proporción. Y ésta sí que es una broma lamentable: acaso la inmensidad del universo que los poetas cantan, sea un miserable puñado de lentejas, ó cosa parecida, que un monstruo agita un momento en su mano... ¡Un momento! Porque el tiempo está en relación con nuestra receptividad de sensaciones; un insecto que vive un mes, vive tanto, á su juicio, como nosotros que vivimos cincuenta años. Y estos cincuenta años pudieran ser un segundo para un ser superior ó distinto del hombre... He leído en alguna parte que si fuésemos capaces de observar distintamente diez mil acontecimientos en un segundo en vez de diez, como lo hacemos ahora por término medio, y nuestra vida contuviera el mismo número de impresiones, entonces ésta sería mil veces más corta... Viviríamos menos de un mes; no conoceríamos personalmente nada del cambio de las estaciones; si hubiésemos nacido en el invierno creeríamos en el verano como ahora creemos en los calores de la época carbonífera; los movimientos de los seres organizados serían tan lentos para nuestros sentidos que más bien los inferiríamos que junto á la puerta. Después me siento y permanezco absorto un instante... Oigo ruido en el piso alto; suena un portazo; una canción rasga los aires... Y yo me estremezco de pies á cabeza. ¡Es Iluminada!... Me levanto: Iluminada aparece en la puerta. Ella se pone roja y yo me pongo pálido. Ella avanza erguida é imperiosa: yo permanezco inmóvil y silencioso. Al aparecer en la puerta la he visto cómo vacilaba, sorprendida, temerosa, durante un segundo; pero ahora ya es la de siempre y la veo ante mí fuerte y jovial. Iluminada me mira fijamente á los ojos y me pregunta un poco irónica: —¿Ya has venido, Antonio? —Sí, sí —contesto yo como un perfecto idiota—; ya estoy aquí. Iluminada observa mi traje negro, la ancha cinta negra del monóculo, mi negra corbata 1830, que da vueltas y vueltas al alto cuello y en la que una esmeralda reluce vivamente. Luego me pone sosegadamente la mano en la cabeza y dice: —Tienes el pelo muy largo. —Sí, sí —contesto yo—; tengo el pelo muy largo. Y callamos un instante. Un instante durante el cual ella continúa repasando mi indumentaria genial, mientras en sus labios se dibuja una sonrisa irónica. —No me has escrito, Antonio —dice ella frotando con la yema del dedo índice la esmeralda de mi corbata. —Es verdad —digo yo tontamente—, no te he escrito. Entonces ella me pone las manos sobre los hombros y me hace sentar en el banco con un vigoroso impulso, mientras grita: —¡Eres un majadero, Antonio! Y ríe jovialmente en una estrepitosa carcajada. VII El Pulpillo. Iluminada y su madre están aquí en el Pulpillo hace unos días. Han venido á pasar una temporada. Hoy es domingo. Esta mañana hemos salido á primera hora. Delante íbamos Iluminada y yo; detrás la madre de Iluminada y Ramón, el hijo del Abuelo. A lo lejos, en el grupo próximo de casas, tocaba un esquilón. Claro está que tocaba para que los campesinos acudieran á oir decir la misa á don Rafael Ortuño. Ortuño es un cura propietario; vive en Yecla; tiene aquí sus predios; va y viene á caballo del pueblo al campo. Y en el pueblo y en el campo y en todas partes, Ortuño charla, corre, salta, cuenta chascarrillos, torea un becerro, saca instantáneas, hace hablar á un fonógrafo. Porque este hombre es un activo y gesticulante clérigo prendado de todos los adelantos del siglo. Así, apenas la Ciencia inventa una cosa nueva y entretenida, ya Ortuño, que está al tanto de todos los catálogos, la ha pedido á París. Su casa está llena de placas, cámaras obscuras, cilindros fonográficos, timbres eléctricos, maquinillas inútiles para hacer mil cosas, chismes, artefactos, resortes... Y véase cómo la harmonía entre la ciencia y la fe, que tanto ha dado que hablar, la ha resuelto por fin Ortuño de un modo definitivo, satisfactorio y práctico. De estas cosas y de otras muchas vamos hablando Iluminada y yo. Ella está jovial como siempre; yo, en campos anchos, con este ambiente primaveral, me siento un poco redivivo... Entramos en la ermita; Iluminada se pone á mi lado y me hace arrodillar, levantarme, sentarme. Casi á la fuerza, como si se tratara de un muñeco. En el fondo, yo siento cierta complacencia de este automatismo, y me dejo llevar y traer, á su antojo. Acaba la misa. Salimos de la ermita y nos ponemos á hablar un rato con los campesinos. —Este año —dice Ramón rascándose la cabeza— la cosecha parece que va adelante. —Este año la cosecha ha de ser buena —afirma rotundamente Iluminada. —Claro —digo yo—, este año ha de ser magnífica la cosecha. Sale Ortuño, que ha acabado de quitarse las vestimentas sacras, y le dice á la madre de Iluminada, en tono de cómica ferocidad, señalándome: —¡Aquí tiene usted á este gran impío!... ¡Hereje! ¡Vade retro! Los aldeanos ríen; yo tengo que reír también. Iluminada guarda en el bolsillo de mi americana su libro de oraciones, con la mayor naturalidad, sin decirme nada. Y Ortuño viéndonos juntos, á Iluminada y á mí, guiña maliciosamente el ojo, y grita repetidas veces dando zapatetas en el aire: —¡Qui prior tempore prior jure!... ¡Quien llega antes tiene mejor derecho!... ¡Qui prior tempore potior jure! EPÍLOGO I SR. D. PÍO BAROJA: EN MADRID. Querido Baroja: Tenía que ir á Murcia, y me he acordado de que en Yecla vive nuestro antiguo compañero Antonio Azorín. He hecho en su obsequio y en el mío un pequeño alto en mi itinerario. Y vea usted el resultado. Llega á las cinco de la madrugada, después de tres horas de trajín en una infame tartana. Me acuesto; á las nueve me levanto. Y pregunto por don Antonio Azorín á un mozo de la posada. Este mozo me mira en silencio, se quita la gorra, se rasca y me devuelve la pregunta: —¿Don Antonio Azorín? ¿Dice usted don Antonio Azorín? —Sí, sí —contesto yo—, don Antonio Azorín. Entonces el mozo torna a rascarse la cabeza, se acerca á la escalera y grita: —¡Bernardina! ¡Bernardina! Transcurre un momento; se oyen recios pasos en la escalera y baja una mujer gorda. Y el mozo le dice: —Aquí pregunta este señor por don Antonio Azorín... ¿Sabe usted quién es?... ¿No es el que vive en la placeta del Colegio? La mujer gorda se limpia los labios con el reverso de la mano, luego me mira en silencio, luego contesta: —Don Antonio Azorín... don Antonio Azorín... ¿Dice usted que se llama don Antonio Azorín? —Sí, sí, don Antonio Azorín... un señor joven... que vive aquí... —¿Dice usted que es joven? —torna á preguntar la enorme posadera. —Sí, joven, debe de ser aún joven —afirmo yo. —¿Don Patricio no será? —dice la mujer. —No, no —replico yo—, si se llama Antonio. —Antonio... Antonio —murmura la mujer. — Don Antonio Azorín... Don Antonio Azorín. —Y de pronto: — ¡Ah, vamos! ¡Antoñico! Antoñico, el que está casado con doña Iluminada... ¡Como decía usted don Antonio! Yo me quedo estupefacto. ¡Antonio Azorín casado! ¡Casado en Yecla el sempiterno bohemio! —¡Anda, y con dos chicos! —me dice la mujer. Y vuelvo á quedarme doblemente estupefacto. Después, repuesto convenientemente, para no inquietar á los vecinos, salgo á la calle y me dirijo á la casa de Azorín. La puerta está entornada. Veo en ella un gran llamador dorado, que supongo que será para llamar. Y llamo. Luego me parece lógico empujar la puerta, y entro en la casa. No hay nadie en el zaguán. Las paredes son blancas, deslustradas; el menaje, sillas de paja, un canapé, una camilla y las dos indispensables mecedoras de lona... Como no parece nadie, grito: ¿No hay nadie aquí? pregunta que se me antoja un poco axiomática. Querido Baroja: si tiene usted un rato libre haga usted el favor de pasar por el Instituto de Sociología y contar á aquellos respetables señores lo que voy á decirle á usted en esta carta. Hace cincuenta años se estableció en Yecla un colegio de escolapios; la instrucción —que no es precisamente la felicidad— es posible que se haya propagado, pero el colegio ha traído la ruina al pueblo. Antes del año 1860 todos los pequeños labradores dedicaban sus hijos á la agricultura; después de ese año todos los hacen bachilleres. ¡Como cuesta tan poco! Es decir, no cuesta nada. Los buenos escolapios se encargan gratuitamente de que los hijos de los agricultores tengan una profesión más noble que la de sus padres... Cincuenta años han bastado para formar en esta ciudad un ambiente de inercia, de paralización, de ausencia total de iniciativa y de energía. El cultivo de la tierra ha quedado en manos de los más ineptos, de aquellos que de ningún modo han podido apechugar con el trivio y el cuatrivio. Y como la agricultura es aquí la única riqueza, en el momento en que ha sobrevenido una crisis, esta juventud ajena por completo al beneficio de la tierra, se ha encontrado perpleja, irresoluta, desconcertada, sin orientación para resolverla, sin iniciativas para afrontarla. La crisis a que me refiero es la del vino; en 1892 terminó el tratado con Francia. Han corrido diez años desde entonces, diez años de absoluto aplanamiento. Y verá usted lo que ha sucedido en este lapso. El caso es curioso porque es el eterno caso de los pueblos viejos y los pueblos jóvenes... Hay cerca de Yecla un pueblo que se llama Pinoso: es reciente, tiene la audacia de la juventud, tiene la desenvoltura de quien carece de tradición; es decidido, es fuerte. Allí hasta ahora apenas hay señoritos universitarios; son todos agricultores, industriales, negociantes. Y toda esta gente ha maniobrado de tal modo que en los diez años que los yeclanos han permanecido sumidos en el estupor de la crisis, ellos, en hábiles y audaces tratos y contratos, se han apoderado de una tercera parte de la propiedad rústica de Yecla. ¡Dentro de treinta años toda Yecla, toda la vieja ciudad histórica y vetusta, será de ellos, de este pueblo exultante y enérgico! Y esto es un fenómeno naturalísimo: junto á un pueblo viejo y cansado hay otro joven y audaz, ¡la lógica indica que el joven vencerá al viejo! La juventud de Yecla educada con miras hacia las profesiones administrativas, palidece sobre los códigos y se encuentra perpleja para la libre lucha por la vida; en cambio la del Pinoso no se preocupa de lo que es aquí preocupación constante: las notarías, los registros, los juzgados; pero á la larga serán de ellos las haciendas, las casas, las tierras de todos estos atormentados jurisperitos. Lo que sucede en Yecla es el caso de España y el de otras naciones que no son España; es ni más ni menos el problema de la educación nacional. Los dos extremos son Francia é Inglaterra. Francia, política, oficinesca, educando á sus jóvenes para el examen. Inglaterra, práctica, realista, educando á sus hijos para la vida. Francia, con su sistema pedagógico, ha creado legiones de autómatas burocráticos ó de mohinos fracasados; Inglaterra, en cambio, ha colonizado medio planeta y ha logrado que el sajón sea un tipo seguro de sí mismo, en consonancia perfecta con la realidad, inalterable ante lo inesperado, audaz, fuerte... Esta tarde, en el Casino, donde he ido con Azorín (porque en los pueblos no se puede ir á otra parte más que al Casino); esta tarde yo pensaba en que el porvenir de Yecla es el porvenir de España entera. Hay además otro dato importantísimo y que hace la similitud más peregrina. En el espacio de cuarenta años —en movimiento perfectamente sincrónico con la anulación de la juventud— las clases superiores de Yecla, lo que aquí se llama nobleza, se han arruinado de la manera más desatentada. "¡Si el abuelo de Fulano levantara la cabeza se quedaría pasmado de ver á su nieto en la miseria!", me decía esta mañana un labrador viejo. "La hacienda del abuelo cogía desde el término del Pinoso hasta el de Jumilla, sin quebrar hilo; el nieto no tiene cuasimente nada"... "¡Si el abuelo de Fulano levantara la cabeza se quedaría pasmado de ver á su nieto en la miseria!", me decía esta mañana un labrador viejo. "La hacienda del abuelo cogía desde el término del Pinoso hasta el de Jumilla, sin quebrar hilo; el nieto no tiene cuasimente nada"... Hoy las seis ú ocho familias de la aristocracia están realmente en áspera pobreza. Han gastado su patrimonio en Madrid, en Valencia, en Murcia, haciendo toda clase de despilfarros locos, descuidados del porvenir, sin preocuparse de sus tierras. La burguesía por su parte ha apartado á sus hijos de la agricultura, haciéndoles aspirantes eternos á los destinos burocráticos. Y de este modo la vieja ciudad entra en disolución rápida: de un lado anuladas las clases superiores, que pudieran dar la dirección y el impulso; de otro, paralizada la clase media en su alejamiento de la agricultura y de la industria. ¿Cómo ha de ser extraño que sólo basten treinta años para que toda la propiedad de Yecla pase á manos de sus vecinos del Pinoso? He querido dar todos estos datos de sociología práctica y pintoresca, para que se vea en qué medio ha nacido y se ha educado nuestro amigo Azorín y cómo á estas causas y concausas se ha disgregado la voluntad naciente. Su caso, poco más ó menos, es el de toda la juventud española... He de insistir sobre esto. Mañana estoy invitado á comer en casa de Azorín. Escribiré á usted. J. MARTÍNEZ RUIZ Yecla, á tantos. III SR. D. PÍO BAROJA: EN MADRID. Querido Baroja: hoy he comido en casa de Azorín. No es posible formarse idea de la falta de conforte, de gusto, de limpieza que hay en los pueblos españoles. Esta mañana me preguntaban en la posada si quería agua para lavarme; ahora, aquí, me encuentro en un comedor obscuro, de paredes sucias, ante una mesa con pegajoso mantel de hule. ¡El eterno mantel de hule de nuestra desaseada burguesía! Hemos yantado un cocido anodino, una tortilla y unos pedazos de lomo con patatas. Yo tenía á mi lado á la cuñada de Azorín; don Mariano, el tío de la mujer, hablaba de lo malos que están los tiempos. Es uno de los tópicos más acreditados de los pueblos: estamos mal, muy mal, pero no hacemos nada para mejorar nuestra situación. ¡Dejaríamos de ser españoles! En cambio un cura joven, que también comía con nosotros, parece que se preocupa de la suerte de España. Y al efecto, él protege á un herrero de este pueblo que ha inventado nada menos —¡pásmese usted!— que un torpedo eléctrico. Esto sí que es archiespañol clásico: nada de estudio, ni de trabajo, ni de mejorar la agricultura, ni de fomentar el comercio; no. ¡Un torpedo eléctrico que nos haga dueños en cuatro días de todos los mares del globo! El caso, según tengo entendido, no es aislado en este pueblo: ya hace años un señor Quijano, que promovió un alboroto formidable, intentó construir un tremendo cohete de dinamita, un cohete que transportase á tres ó cuatro kilómetros de distancia cajas de cuarenta ó cincuenta kilos de dicho explosivo... Considerando detenidamente todas estas cosas, yo sospecho que este Yecla es un pueblo de una rara mentalidad, de una arcaica psicología, propia de los siglos xvi ó xvii. Note usted que será acaso el único pueblo donde se ha construido una catedral en pleno siglo xix; es decir, que se ha construido, como se construían en la Edad Media, por el pueblo en masa que ha trabajado gratuitamente impulsado por su fe ardorosa. Bien es verdad que la dejaron sin acabar. Y este ya es un dato importantísimo para la psicología colectiva. Porque todas las grandes obras de este pueblo están sin terminar: así el Colegio de Escolapios, el Casino, la Estación, etc. Esto indica que en el pueblo yeclano hay un comienzo de voluntad, una iniciación de energía, que se agota rápidamente, que acaba en cansancio invencible. El ejemplo que están dando en la tremenda crisis vinícola por que ahora pasan, corrobora la observación. Ven llegar la ruina, están ya en ella, pero no se mueven, no hacen nada, no idean nada. ¡Todo lo esperan del Estado! Como el místico lo espera todo del Cielo. Y eso es Yecla: un pueblo místico, un pueblo de visionarios, donde la intuición de las cosas, la visión rápida no falta; pero falta, en cambio, la coordinación reflexiva, el laboreo paciente, la Voluntad. No es extraño, pues, que nuestro amigo Azorín, que ha nacido aquí y aquí se ha educado, sea un lamentable caso de abulia; es un hombre sin acabar, cosa nada rara en este pueblo según queda consignado. En otro medio, en Oxford, en New York, en Barcelona siquiera, Azorín hubiese sido un hermoso ejemplar humano, en que la inteligencia estaría en perfecto acuerdo con la voluntad; aquí, en cambio, la falta de voluntad ha acabado por arruinar la inteligencia. Además, á estos poderosos factores de la educación de Azorín, hay que añadir otro esencialísimo: la constante influencia de Antonio Yuste, el maestro á quien tanto hemos querido y que pasó aquí los últimos años de su vida. Yuste era también un hombre frustrado: tenía una gran inteligencia, una pintoresca originalidad, pero le faltaba la continuidad en el esfuerzo, y por eso no pudo nunca hacer ningún trabajo largo, ninguna obra duradera... Ello es que, entre unas cosas y otras, Azorín se halla casado en Yecla con una mujer desaliñada, y que yo hoy me hallaba frente á él, en su casa, comiendo sobre un mantel de hule, al lado de un cura que protege á un herrero que ha inventado un torpedo eléctrico. Yo, como es natural, he convenido en que la felicidad de los pueblos está en los torpedos eléctricos. El cura me lo ha agradecido mucho y me ha explicado largamente el mecanismo. Yo no he entendido ni una palabra; pero en cambio me ha parecido un poco indigesto el lomo con patatas. Después de estar un rato entre estos jóvenes jurisperitos, hemos ido á dar un paseo por la huerta. Al regresar, ya anochecido, hemos encontrado en conmoción á los deudos de Azorín. En la entrada, una mujer lloraba, daba gritos, suplicaba; don Mariano iba de una parte para otra lanzando furibundas amenazas; berreaban los chiquillos, ladraba el perro, chillaban Iluminada, su madre, las criadas. El hecho es el siguiente. Un pobre hombre, que es ordinario de Murcia, le debía quinientas pesetas á la familia de Azorín. El plazo del préstamo ha vencido hace algunos meses; el ordinario no pagaba por más instancias que se le hacían. No tenía dinero, cosa bastante frecuente. Y hoy se le ha embargado el carro y la mula con que hacía su tráfico. Creo que el pobre hombre lloraba de dolor cuando los alguaciles se han llevado su mula, y ha amenazado con darle un recado á don Mariano, que es quien, con la mujer de Azorín, ha llevado á este extremo las cosas. Luego, la mujer del ordinario ha venido á implorar á Iluminada, y ella es la que hemos encontrado en el zaguán. ¡El escándalo era formidable! He sentido una gran tristeza. La vida en estos pueblos es feroz; el egoísmo toma aquí un aspecto bárbaro. En las grandes capitales, como se vive al día y como las angustias de uno son las angustias de todos, hay cierta humanitaria comunicación, cierto
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