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Orientación Universidad
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libro seda completo., Apuntes de Redacción de Autobiografías

libro seda completo en para actividades.

Tipo: Apuntes

2021/2022

Subido el 18/05/2023

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jazmine-guzman 🇵🇪

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¡Descarga libro seda completo. y más Apuntes en PDF de Redacción de Autobiografías solo en Docsity! 1 Alessandro Baricco Seda Traducción de Mario Jursich Durán GRUPO EDITORIAL NORMA Barcelona, Buenos Aires, Caracas. Guatemala. Lima, México, Panamá, Quito, San José, San Juan. San Salvador, Santa Fe de Bogotá. Santiago 2 I. AUNQUE su padre hubiera imaginado para él un brillante porvenir en el ejercito, Hervé Joncour había terminado por ganarse la vida con un oficio insólito, al cual no le era extraña, por singular ironía, una característica tan amable que traicionaba una vaga entonación femenina. Para vivir; Hervé Joncour compraba y vendía gusanos de seda. Corría el año de 1861. Flaubert estaba escribiendo Salambó, la iluminación eléctrica era todavía una hipótesis y Abraham Lincoln, al otro lado del océano, estaba combatiendo en una guerra de la cual no vería el fin. Hervé Joncour tenía 32 años. Compraba y vendía. Gusanos de seda. 5 4. -¿CÓMO ES África? -le preguntaban. -Cansada. Tenía una gran casa en las afueras del pueblo y un pequeño laboratorio en el centro, justo enfrente de la casa abandonada de Jean Berbeck. Jean Berbeck había decidido un día que no hablaría nunca más. Mantuvo la promesa. La mujer y las dos hijas lo abandonaron. Él murió. Nadie quiso su casa; así, ahora era una casa abandonada. Comprando y vendiendo gusanos de seda, Hervé Joncour ganaba cada año una cifra suficiente para asegurarse a sí y a su mujer esas comodidades que en provincia tienden a considerarse como un lujo. Gozaba con discreción de sus haberes y la perspectiva, verosímil, de llegar a ser realmente rico lo dejaba del todo indiferente. Era, por otra parte, uno de esos hombres a los que les gusta asistir su propia vida, considerando impropia cualquier ambición de vivirla. Se habrá notado que ellos observan su propio destino del modo en que la mayoría suele observar un día de lluvia. 6 5. SI SE LO HUBIERAN preguntado, Hervé Joncour habría respondido que su vida continuaría así para siempre. Al inicio de los años sesenta, sin embargo, la epidemia de pebrina que había destruido los huevos de los cultivos europeos se difundió al otro lado del mar, alcanzando África y, según algunos, incluso la India. Hervé Joncour volvió de su habitual viaje, en 1861, con una carga de huevos que se reveló, dos meses después, casi totalmente infectada. Para Lavilledieu, como para tantas otras ciudades que fundaban su riqueza en la producción de seda, aquel año pareció representar el comienzo del fin. La ciencia se mostraba incapaz de comprender las causas de las epidemias, y todo el mundo, hasta en las regiones más lejanas, parecía prisionero del aquel sortilegio sin explicación. -Casi todo el mundo -dijo despacio Baldabiou-. Casi -agregando dos dedos de agua a su Pernod. 7 6. BALDABIOU ERA el hombre que veinte años antes había llegado al pueblo, había enfilado directo a la oficina del alcalde, había entrado sin hacerse anunciar, le había puesto encima del escritorio una bufanda de seda color ocaso y le había preguntado -¿Sabe qué es esto? -Cosas de mujer. -Se equivoca. Cosas de hombre: dinero. El alcalde lo echó. Él construyó una hilandería abajo del río, un cobertizo para el cultivo de gusanos a espaldas del bosque y una capilla dedicada a santa Inés en el cruce de caminos de Vivier. Contrató una treintena de trabajadores, hizo traer de Italia una misteriosa máquina de madera, todas ruedas y engranajes, y no dijo nada más por siete meses. Después volvió a donde el alcalde, poniéndole sobre el escritorio, bien ordenados, treinta mil francos en billetes de alta denominación. -¿Sabe qué es esto? -Plata. -Se equivoca. Es la prueba de que usted es un pendejo. Volvió a coger los billetes; los metió en la cartera e hizo el ademán de irse. El alcalde lo detuvo. -¿Qué diablos debería hacer? -Nada; y será el alcalde de un pueblo rico. Cinco años después Lavilledieu tenía siete hilanderías y se había convertido en uno de los principales centros europeos de sericicultura y filatura de la seda. No todo era propiedad de Baldabiou. Otros notables y terratenientes de la zona lo habían seguido en aquella curiosa aventura empresarial. A cada uno Baldabiou le había revelado, sin problemas, los secretos del oficio. Eso lo divertía mucho más que hacer dinero a montones. Enseñar. Y tener secretos que contar. Era un hombre así. 10 9. EN ESOS tiempos el Japón estaba, en efecto, al otro lado del mundo. Era una isla hecha de islas y por doscientos años había vivido completamente separada del resto de la humanidad, rechazando cualquier contacto con el continente y prohibiendo el acceso de cualquier extranjero. La costa china distaba casi doscientas millas, pero un decreto imperial había conseguido volverla aún más lejana, prohibiendo en toda la isla la construcción de barcos con más de un mástil. Según una lógica a su modo iluminada, la ley no prohibía salir del país: pero condenaba a muerte a los que intentaban volver. Los mercaderes chinos, holandeses e ingleses habían tratado repetidamente de romper aquel absurdo aislamiento, pero sólo habían conseguido establecer una frágil y peligrosa red de contrabando. Habían ganado poco dinero, muchos problemas y algunas leyendas, fáciles de vender en el puerto por la tarde. Donde ellos habían fallado, encontraron éxito, gracias a la fuerza de las armas, los norteamericanos. En julio de 1853 el comodoro Matthew C. Perry entró en la bahía de Yokohama con una moderna flota de naves a vapor, y les dio un ultimátum a los japoneses en el cual se "auguraba" la apertura de la isla a los extranjeros. Los japoneses nunca habían visto un barco capaz de afrontar el mar a contraviento. Cuando, siete meses después, Perry volvió para recibir la respuesta a su ultimátum, el gobierno militar de la isla se plegó a firmar un acuerdo en el cual se pactaba la apertura a los extranjeros de dos puertos en el norte del país, y el inicio de algunas primeras, mesuradas, relaciones comerciales. El mar en torno a esta isla - declaró el comodoro con cierta solemnidad- es desde hoy menos profundo. 11 lO. BALDABIOU conocía todas estas historias. Sobre todo conocía una leyenda que repetidamente afloraba en los relatos de quienes habían estado allí. Los relatos decían que en esa isla se producía la seda más bella del mundo. Llevaban más de mil años haciéndola, según ritos y secretos que habían alcanzado una exactitud mística. Lo que Baldabiou pensaba era que no se trataba de una leyenda, sino de la pura y simple verdad. Una vez había tenido entre los dedos un velo tejido con hilo de seda japonés. Era como tener entre los dedos la nada. Así, cuando todo pareció irse al diablo por aquella historia de la pebrina y de los huevos enfermos, lo que pensó fue -Esa isla está llena de gusanos. Y una isla a la que por doscientos años no ha conseguido llegar un mercader chino o un asegurador inglés es una isla a la cual ninguna enfermedad llegará jamás. No se limitó a pensarlo: se lo dijo a todos los productores de seda de Lavilledieu, después de haberlos convocado en el café de Verdun. Ninguno de ellos había oído hablar del Japón. -¿Tendremos que atravesar el mundo para ir a comprar los huevos como Dios manda en el cual si ven a un extranjero lo ahorcan? -Lo ahorcaban- aclaró Baldabiou. No sabían que pensar. A uno de ellos se le ocurrió una objeción. -Por algo será que nadie en el mundo ha pensado en ir a comprar los huevos allá. Baldabiou podía fanfarronear recordando que en el resto del mundo no había ningún otro Baldabiou. Pero prefirió decir cómo estaban las cosas. -Los japoneses se han resignado a vender su seda. Pero los huevos no. Los guardan para ellos. Y si tratas de sacarlos de la isla, lo que haces constituye un crimen. Los productores se seda de Lavilledieu eran quien más quien menos, gentiles hombres de las leyes de su país. La hipótesis de hacerlo en otra parte del mundo, sin embargo, les pareció razonablemente sensata. 12 11. CORRÍA El AÑO de 1861. Flaubert estaba terminando Salambó la iluminación eléctrica era todavía una hipótesis y Abraham Lincoln, al otro lado del océano, estaba combatiendo en una guerra de la cual no vería el fin. Los sericicultores de Lavilledieu se unieron en consorcio y recogieron la cifra, considerable, que se necesitaba para la expedición. A todos les pareció lógico encargarla a Hervé Joncour. Cuando Baldabiou le pidió que aceptara, él respondió con una pregunta. -¿ Y en dónde queda, exactamente, ese tal Japón? -Siempre derecho hacia allá. Hasta el fin del mundo. Partió el 6 de octubre. Él solo. En las puertas de Lavilledieu estrechó contra sí a su mujer Hélene y le dijo simplemente -No debes temer nada. Era una mujer alta, se movía con lentitud, tenía largos cabellos negros que no se recogía nunca. Tenía una voz bellísima. 15 14. EL HOMBRE más buscado del Japón, al dueño de todo lo que el mundo intentaba llevar fuera de aquella isla, Hervé Joncour intentó contarle quién era. Lo hizo en su propia lengua, hablando lentamente, sin saber con precisión si Hara Kei era capaz de comprender. Instintivamente renunció a cualquier prudencia, refiriendo sin invenciones y sin omisiones todo lo que era verdad, simplemente mezclaba pequeñas minucias y eventos cruciales con la misma voz y los gestos apenas acentuados, imitando la hipnótica andadura, melancólica y neutral, de un catálogo de objetos salvados de un incendio. Hara Kei escuchaba, sin que la sombra de una expresión descompusiera los rasgos de su rostro. Tenía los ojos fijos en los labios de Hervé Joncour, como si fueran las últimas líneas de una carta de adiós. En la habitación todo estaba tan silencioso e inmóvil que lo que sucedió de repente pareció un acontecimiento enorme y, sin embargo, fue una pequeñez. De pronto, sin moverse en lo más mínimo, esa chiquilla abrió los ojos. Hervé Joncour no dejó de hablar, pero bajo instintivamente la mirada hacia ella y lo que vio, sin, dejar de hablar, fue que esos ojos no tenían un aspecto oriental y estaban clavados, con una intensidad desconcertante, en él, como si desde el comienzo no hubiera hecho otra cosa debajo de los párpados. Hervé Joncour desvió la mirada hacia otro lado, con toda la naturalidad de que fue capaz, tratando de continuar su relato sin que nada, en su voz, pareciera diferente. Sólo se interrumpió cuando su mirada cayó en la taza de té, delante de él. La tomó con una mano, se la llevó a los labios y bebió con lentitud. Volvió a hablar, mientras la posaba de nuevo delante de sí. 16 15. FRANCIA, los viajes por mar, el perfume de las moreras en Lavilledieu, los trenes de vapor, la voz de Hélene, Hervé Joncour continúo relatando su vida como nunca, en su vida, lo había hecho. Esa muchachita seguía mirándolo, con una violencia que arrancaba a cada una de sus palabras la obligación de sonar memorable. Ahora el cuarto parecía caer en una inmovilidad sin retorno cuando de improvisto, y de un modo absolutamente silencioso, ella sacó una mano del vestido, haciéndola deslizar sobre la estera delante de sí. Hervé Joncour vio llegar esa mancha pálida al margen de su campo visual, la vio rozar la taza de té de Hara Kei y después, absurdamente, continuar deslizándose hasta apretar sin siquiera dudarlo la otra taza, que era inexorablemente la taza en que él había bebido, levantarla ligeramente y llevársela. Hara Kei no había dejado de mirar por un instante, sin expresión, los labios de Hervé Joncour. La chiquilla alzó ligeramente la cabeza. Por primera vez desvió los ojos de Hervé Joncour y los posó en la taza. Lentamente la hizo girar hasta tener en sus labios el punto preciso en que él había bebido. Entrecerrando los ojos, bebió un sorbo de té. Alejó la taza de sus labios. La hizo deslizar hasta donde la había encontrado. Hizo desaparecer la mano en el vestido. Volvió a apoyar la cabeza sobre el regazo de Hara Kei. Los ojos abiertos, fijos en los de Hervé Joncour. 17 16. HERVÉ JONCOUR habló todavía un rato largo. Sólo se interrumpió cuando Hara Kei desvió los ojos de él e insinuó una reverencia con la cabeza. Silencio. En francés, arrastrando un poco las vocales, con voz ronca, verdadera, Hara Kei dijo -Si quisieras, me gustaría verte volver. Por primera vez sonrió. -Los huevos que tienes contigo son huevos de pez, valen poco más que nada. Hervé Joncour bajó la mirada. Ahí estaba la taza de té, frente a él. La tomó y comenzó a voltearla, y a mirarla, como si estuviera buscando alguna cosa en el filo colorado de su borde. Cuando encontró lo que buscaba, apoyó allí los labios y bebió hasta el fondo. Luego puso la taza de té delante suyo y dijo -Lo sé. Hara Kei rió divertido. -¿ Y es por eso que has pagado con oro falso? -He pagado lo que he comprado. Hara Kei volvió a ponerse adusto -Cuando te vayas de aquí, tendrás lo que deseas. -Cuando me vaya de esta isla, vivo, recibirás el, oro que te corresponde. Tienes mi palabra. Hervé Joncour ni siquiera esperó la respuesta. Se levantó, dio un par de pasos atrás, luego se inclinó. La última cosa que vio, antes de salir, fueron los ojos de ella fijos en los suyos, perfectamente mudos. 20 19. -NO DEBES temer nada. Puesto que Baldabiou lo había decidido, Hervé Joncour partió de nuevo para Japón el primer día de octubre. Cruzó la frontera francesa cerca de Metz, atravesó Württemberg y Baviera, entró en Austria, alcanzó en tren Viena y Budapest para luego proseguir hasta Kiev. Recorrió a caballo dos mil kilómetros de estepa rusa, superó los Urales, entró en Siberia, viajó por cuarenta días hasta encontrar el lago Bajkal, que la gente del lugar llamaba: el demonio. Remontó el curso del río Amur, caboteando la frontera china hasta el océano, y cuando llegó al océano se detuvo en el puerto de Sabirk por once días, hasta que un barco de contrabandistas holandeses lo llevó a Cabo Teraya, sobre la costa oeste del Japón. A pie, recorriendo caminos secundarios, atravesó las provincias de Ishikawa, Toyama y Niigata, entró en la de Fukushima y alcanzó la ciudad de Shirakawa, la rodeó por el lado este y esperó dos días a un hombre vestido de negro que lo vendó y lo llevó al villorrio de Hara Kei. Cuando pudo reabrir los ojos se encontró delante de dos siervos que tomaron su equipaje y lo condujeron hasta el final de un bosque, donde le indicaron un sendero y lo dejaron solo. Hervé Joncour empezó a caminar en la sombra que los árboles, encima y alrededor de él, le recortaban a la luz del día. Sólo se detuvo cuando de repente la vegetación se abrió, por un instante, como una ventana, al borde del sendero. Unos treinta metros más abajo se veía un lago y sobre la orilla del lago, sentados en el suelo, de espaldas, Hara Kei y una mujer en un vestido color naranja, los cabellos sueltos sobre la espalda. En el instante en que Hervé Joncour la vio, ella se volvió, lentamente y por un segundo, el tiempo justo para cruzarse con su mirada. Sus ojos no tenían aspecto oriental, y su rostro era el rostro de una chiquilla. Hervé Joncour echó a andar de nuevo por la parte intrincada del bosque y cuando salió se encontró al borde del lago. Pocos pasos delante de él, Hara Kei, solo, de espaldas, estaba sentado inmóvil, vestido de negro. Cerca de él había un vestido color naranja, abandonado en el suelo, y un par de sandalias de paja. Hervé Joncour se acercó. Minúsculas olas circulares posan el agua del lago en la orilla, como enviadas allí desde lejos. -Mi amigo francés -murmuró Hara Kei sin volverse. Pasaron horas, sentados el uno al lado del otro, hablando y callando. Luego Hara Kei se levantó y Hervé Joncour lo siguió. Con un gesto imperceptible, antes de retomar el sendero dejó caer uno de sus guantes cerca del vestido color naranja abandonado en la ribera. Llegaron al pueblo cuando ya atardecía. 21 20. HERVÉ JONCOUR permaneció como huésped de Hara Kei por cuatro días. Era como vivir en la corte de un rey. Todo el lugar existía para ese hombre, y casi no había gesto en esas colinas que no fuera cumplido en su defensa y para su placer. La vida bullía en voz baja, se movía con una lentitud astuta, como un animal perseguido en su cueva. El mundo parecía estar a siglos de distancia. Hervé Joncour tenía una casa para él y cinco siervos que lo seguían a todas partes. Comía solo, a la sombra de un árbol coloreado de flores que no había visto nunca. Dos veces al día, le servían con cierta solemnidad el té. Por la noche, lo acompañaban a la sala más grande de la casa, donde el piso era de piedra y donde consumaba el rito del baño. Tres mujeres, ancianas, el rostro cubierto por una especie de mascarilla blanca, hacían escurrir el agua por su cuerpo y lo secaban con paños de seda, tibios. Tenían manos leñosas, pero ligerísimas. En la mañana del segundo día, Hervé Joncour vio llegar al pueblo un blanco: lo acompañaban dos carros llenos de grandes cajas de madera. Era un inglés. No había ido a comprar. Había ido a vender. -Armas, monsieur. ¿ y usted ? -Yo compro. Gusanos de seda. Cenaron juntos. El inglés tenía muchas historias que contar: hacía ocho años que iba y venía de Europa al Japón y viceversa. Hervé Joncour estuvo oyéndolo y sólo al final le preguntó -¿Usted conoce a una mujer, joven, europea, creo, blanca, que vive aquí? El inglés continuó comiendo, impasible -No existen mujeres blancas en el Japón. No hay una sola mujer blanca en el Japón. Partió al día siguiente, cargado de oro. 22 21. HERVÉ JONCOUR sólo volvió a ver a Hara Kei en la mañana del tercer día. Se percató de que sus cinco servidores habían desaparecido de improviso, como por encanto, y después de unos segundos lo vio llegar. Aquel hombre por el que todos en ese lugar existían, se movía siempre en una burbuja de vacío. Como si un precepto tácito le ordenara al mundo dejarlo vivir solo. Subieron juntos por el flanco de la colina hasta llegar a un claro donde el cielo era rayado por el vuelo de docenas de pájaros con grandes alas azules. La gente de aquí los mira volar, y en su vuelo leen el futuro. Dijo Hara Kei. -Cuando era un muchacho mi padre me llevó a un lugar como éste, puso en mi mano su arco y me ordenó dispararles. Yo lo hice, y un gran pájaro, con alas azules, cayó en tierra como una piedra muerta. Lee el vuelo de tu flecha si quieres saber tu futuro, me dijo mi padre. Volaban lentos, bajando y subiendo en el cielo, como si quisieran borrarlo, meticulosamente, con sus alas. Volvieron al pueblo caminando en la extraña luz de una tarde que parecía noche. Al llegar a la casa de Hervé Joncour, se despidieron. Hara Kei se volvió y empezó a caminar con lentitud, bajando por el camino que bordeaba el río. Hervé Joncour permaneció de pie, en el umbral, mirándolo: esperó que se hubiera alejado unos veinte pasos, luego dijo -¿Cuándo me dirás quién es esa chiquilla? Hara Kei continuó caminando, con un paso lento en el cual no se advertía ningún cansancio. En torno había el silencio más absoluto, y el vacío. Como por un singular precepto, dondequiera que fuese, aquel hombre andaba en una soledad incondicional y perfecta. 25 24. AL DIA SIGUIENTE, temprano en la mañana, Hervé Joncour partió. Escondidos entre el equipaje, llevaba consigo millares de huevos de gusano, es decir, el futuro de Lavilledieu y el trabajo para centenares de personas y la riqueza para una docena de ellas. Donde el camino volteaba a la izquierda, escondiendo para siempre detrás del perfil de la colina la vista del pueblo, se detuvo, sin preocuparse por los dos hombres que lo acompañaban. Bajo del caballo y permaneció un rato al borde del camino, con la mirada fija en aquellas casas colgadas en el flanco de la colina. Seis días después Hervé Joncour se embarcó, en Takaoka, en un barco de contrabandistas holandeses que lo llevo a Sabirk. Desde allí remontó la frontera china hasta el lago Bajkal, atravesó cuatro mil kilómetros de tierra siberiana, superó los Urales, alcanzó Kiev y en un tren recorrió toda Europa, de este a oeste, hasta llegar, después de tres meses de viaje, a Francia. El primer domingo de abril –a tiempo para la Misa Mayor- apareció en las puertas de Lavilledieu. Vio a su mujer Hélene correr a su encuentro y sintió el perfume de su piel cuando la estrechó contra sí y el terciopelo de su voz cuando le dijo -Has vuelto. Dulcemente. -Has vuelto. 26 25. EN LAVILLEDIEU la vida transcurría simple, ordenada por una metódica normalidad. Hervé Joncour la dejó resbalar encima de él por cuarenta y un días. El cuadragésimo segundo se levantó, abrió un cajón de su baúl de viaje, sacó un mapa del Japón, lo abrió y tomó la hojita que había escondido adentro unos meses atrás. Pocos ideogramas dibujados uno debajo del otro. Tinta negra. Se sentó en el escritorio y permaneció un largo rato observándola. Encontró a Baldabiou en Verdun, en el billar. Siempre jugaba solo, contra él mismo. Partidas extrañas. El sano contra el manco, las llamaba. Daba un golpe normal y luego otro con una sola mano. El día que venza el manco -decía- me iré de esta ciudad. Hacía años el manco perdía. -Baldabiou, tengo que encontrar a alguien, aquí, que sepa leer japonés. El manco tacó a dos bandas con efecto contrario. -Pregúntale a Hervé Joncour, él lo sabe todo. -Yo no entiendo nada. -Aquí el japonés eres tú. -Pero igual no entiendo nada. El sano se inclinó sobre el taco e hizo un tiro de seis puntos. -Entonces no queda sino Madame Blanche. Tiene un almacén de telas en Nimes. Encima del almacén hay un burdel. También es suyo. Es rica. Y es japonesa. -¿Japonesa? ¿Y como llegó hasta aquí? -No se lo preguntes si quieres obtener algo de ella. Mierda. El manco acababa de fallar un tiro a tres bandas de catorce puntos. 27 26. A SU MUJER, Hélene, Hervé Joncour le dijo que tenía que ir a Nimes por negocios. y que regresaría el mismo día. Subió al primer piso, sobre el negocio de telas, en el 12 de la calle Moscat y preguntó por Madame Blanche. Lo hicieron esperar largo rato. El salón estaba amueblado como para una fiesta iniciada años antes y no terminada nunca. Todas las muchachas eran jóvenes y francesas. Había un pianista que tocaba, con sordina, motivos que sabían a Rusia. Al final de cada pieza se pasaba la mano derecha por el pelo y murmuraba -Vóilà. 30 29. POR PRIMERA vez en su vida, Hervé Joncour llevó a su mujer aquel verano a la Riviera. Se hospedaron por dos semanas en un hotel de Niza, frecuentado en su mayor parte por ingleses y conocido por las veladas musicales que ofrecía a los clientes. Hélene se había convencido de que en un lugar tan bello serían capaces de concebir el hijo que, en vano, habían esperado por años. Juntos decidieron que sería un varón. y que se llamaría Philippe. Participaban con discreción, en la vida mundana del balneario, divirtiéndose después encerrados en su cuarto, y riéndose de los extraños tipos que habían conocido. En el concierto, una tarde, conocieron a un comerciante de pieles polaco: decía que había estado en Japón. La noche antes de partir, Hervé Joncour se despertó, cuando todavía estaba oscuro, se levantó y se acercó al lecho de Hélene. Cuando ella abrió los ojos, él oyó a su propia voz decir muy quedo -Siempre te amaré. 31 30. A PRINCIPIOS de septiembre los sericicultores de Lavilledieu se reunieron para decidir qué harían. El gobierno había mandado a Nimes a un joven biólogo encargado de estudiar la enfermedad que inutilizaba los huevos producidos en Francia. Se llamaba Louis Pasteur: trabajaba con microscopios capaces de ver lo invisible: decían que ya había obtenido resultados extraordinarios. Del Japón llegaban noticias de una inminente guerra civil, fomentada por las fuerzas que se oponían a la entrada de los extranjeros en el país. El consulado francés, instalado hacía poco en Yokohama, mandaba despachos que desaconsejaban por el momento emprender relaciones comerciales con la isla, invitando a esperar mejores tiempos. Inclinados a la prudencia y sensibles al enorme costo que cada expedición clandestina al Japón comportaba, muchos de los notables de Lavilledieu avanzaron la hipótesis de suspender los viajes de Hervé Joncour y fiarse por ese año de las remesas de huevos, medianamente fiables, que llegaban de los grandes importadores del Medio Oriente. Baldabiou se limitó a escucharlos a todos, sin decir una palabra. Cuando al fin le toco hablar, lo que hizo fue poner su bastón de caña sobre la mesa y alzar la mirada hacia el hombre sentado frente a él. Y esperar . Hervé Joncour sabía de las investigaciones de Pasteur y había leído las noticias que llegaban del Japón: pero siempre se abstuvo de comentarlas. Prefería gastar su tiempo en retocar el proyecto del parque que deseaba construir en torno a su casa. Escondido en un rincón del estudio conservaba una hoja doblada en cuatro, con pocos ideogramas dibujados uno debajo del otro, tinta negra. Tenía una considerable cuenta en el banco, llevaba una vida tranquila y abrigaba la razonable ilusión de convertirse pronto en padre. Cuando Baldabiou levantó, la mirada hacia él, lo que dijo fue: -Decide tú, Baldabiou. 32 31. HERVË JONCOUR partió hacia el Japón a principios de octubre. Cruzó la frontera francesa cerca de Metz, atravesó Württemberg y Baviera, entró en Austria, alcanzó en tren Viena y Budapest para después proseguir hasta Kiev. Recorrió a caballo dos mil kilómetros de estepa rusa, superó los Urales, entró en Siberia, viajó por cuarenta días hasta alcanzar el lago Bajkal, que la gente del lugar llamaba: el último. Remontó el curso del río Amur, caboteando la frontera china hasta el océano, y cuando llegó al océano se detuvo en el puerto de Sabirk por diez días, hasta que un barco de contrabandistas holandeses lo llevó a Cabo Teraya, sobre la costa oeste del Japón. Lo que encontró fue un país en desordenada espera de una guerra que no conseguía estallar. Viajó días enteros sin tener que recurrir a la consabida prudencia, ya que en torno a él los mapas del poder y las redes de los controles parecían haberse disuelto en la inminencia de una explosión que los rediseñaría totalmente. En Shirakawa encontró al hombre que debía llevarlo donde Hara Kei. En dos días a caballo avistaron el pueblo. Hervé Joncour entró a pie para que la noticia de su llegada pudiera llegar antes que él. 35 34. ESA NOCHE Hara Kei invitó a Hervé Joncour a su casa. Había algunos hombres del lugar y mujeres vestidas con gran elegancia, el rostro pintado de blanco y de colores vistosos. Se bebía sake, se fumaba en una larga pipa de madera un tabaco de aroma amargo y embriagador. Llegaron unos saltimbanquis y un hombre que arrancaba carcajadas imitando hombres y animales. Tres mujeres viejas tocaban instrumentos de cuerda, sin dejar de sonreír. Hara Kei estaba sentado en el puesto de honor, vestido de oscuro, los pies descalzos. En un vestido de seda, espléndido, la mujer con el rostro de chiquilla se sentaba a su lado. Hervé Joncour estaba en el extremo opuesto del cuarto: era asediado por el perfume dulzón de las mujeres que estaban en torno a él y sonreía embarazado a los hombres que se divertían contándole historias que él no podía comprender. Mil veces buscó los ojos de ella, y mil veces ella encontró los suyos. Era una especie de danza triste, secreta e impotente. Hervé Joncour la bailó hasta muy tarde, después se levantó, dijo algo en francés para excusarse, se liberó de cualquier modo de una mujer que había decidido acompañarlo y, abriéndose campo entre nubes de humo y hombres que lo apostrofaban en aquella lengua incomprensible, se fue Antes de salir del cuarto, miró una última vez hacia ella. Lo estaba mirando, con ojos perfectamente mudos, a siglos de distancia. Hervé Joncour vagabundeó por el pueblo respirando el aire fresco de la noche y perdiéndose entre las callejuelas que subían por el flanco de la colina. Cuando llegó a su casa vio un farol, encendido, oscilando detrás de las paredes de papel. Entró y halló a dos mujeres, de pie, frente a él. Una muchacha oriental, joven, vestida con un simple kimono blanco. Y ella. Tenía en los ojos una especie de febril alegría. No le dio tiempo de hacer nada. Se acercó, le tomó una mano, se la llevó al rostro, la rozó con los labios y, después, estrechándola fuerte, la puso entre las manos de la muchacha que estaba a su lado y la tuvo allí, por un instante, para que no pudiera escapar. Retiró su mano, finalmente, dio un par de pasos hacia atrás, tomó el farol, miró por un instante a los ojos de Hervé Joncour y escapó. Era un farol anaranjado. Desapareció en la noche, pequeña luz en fuga. 36 35. HERVÉ JONCOUR no había visto nunca a esa muchacha, ni verdaderamente la vio nunca esa noche. En el cuarto sin luz sintió la belleza de su cuerpo y conoció sus manos y su boca. La amó durante horas, con gestos que no había hecho nunca, dejándose enseñar una lentitud que no conocía. En la oscuridad era fácil amarla sin amarla a ella. Poco antes del alba, la muchacha se levantó, se puso el kimono blanco y se marchó. 37 36. FRENTE A SU casa, esperándolo, Hervé Joncour encontró en la mañana a un hombre de Hara Kei. Llevaba con él quince hojas de corteza de morera, completamente cubiertas de huevos: minúsculos, color marfil. Hervé Joncour examinó cada hoja con cuidado, después trató acerca del precio y pagó con pepitas de oro. Antes de que el hombre se fuera, le hizo entender que deseaba ver a Hara Kei. El hombre negó con la cabeza. Hervé Joncour comprendió, por sus gestos, que Hara Kei había partido esa mañana, temprano, con su séquito, y que nadie sabía cuándo regresaría. Hervé Joncour atravesó el pueblo a la carrera hasta la morada de Hara Kei. Sólo encontró a unos siervos que a cada pregunta respondían moviendo la cabeza. La casa parecía desierta. y por más que buscara a su alrededor, y en las cosas más insignificantes, no encontró nada que se pareciera a un mensaje para él. Dejó la casa y, volviendo hacia el pueblo, pasó delante de la inmensa jaula. Las puertas de nuevo estaban cerradas. Adentro, centenares de pájaros volaban protegidos del cielo. 40 39. HERVÉ JONCOUR entregó los huevos a los sericicultores de Lavilledieu. Después, durante días, no apareció por el pueblo, abandonando incluso el habitual, cotidiano paseo hasta el café. A comienzos de mayo, suscitando el estupor general, compró la casa abandonada de Jean Berbén, aquél que un día había dejado de hablar y hasta la muerte no había hablado más. Todos pensaron que tenía en mente construir allí su nuevo laboratorio. Él ni siquiera empezó a limpiarla. Iba de vez en cuando y permanecía, solo, en esos cuartos, nadie sabía haciendo qué. Un día llevó a Baldabiou. -¿Pero tú sabes por qué Jean Berbeck dejó de hablar! -le preguntó. -Es una de las tantas cosas que no dijo nunca. Habían pasado años, pero los cuadros todavía colgaban de las paredes y las ollas del secadero, al lado del fregadero. No era una casa alegre y Baldabiou, por él, se hubiera ido enseguida.. Pero Hervé Joncour seguía mirando fascinado aquellas paredes enmohecidas y muertas. Era evidente: buscaba una cosa allá dentro. -Tal vez la vida, a veces, te cambia de una forma que no hay nada más que decir. Dijo. -Nada más, para siempre. A Baldabiou no le gustaban mucho los temas serios. Estaba observando la cama de Jean Berbeck. -Tal vez cualquiera hubiera enmudecido con una casa tan horrenda. Hervé Joncour siguió por días conduciendo una vida retirada, dejándose ver poco en el pueblo y pasando el tiempo trabajando en su proyecto del parque que tarde o temprano construiría. Llenaba hojas y hojas de diseños extraños, que parecían máquinas. Una tarde Hélene le preguntó -¿ Qué son ? -Es una jaula. -¿Una jaula? -Sí. -¿Y para qué sirve? Hervé Joncour tenía los ojos fijos en aquellos dibujos. -Tú la llenas de pájaros, todo lo que puedas; después, un día que te suceda algo feliz, la abres de par en par y los miras volar afuera. 41 40. A FINALES DE julio Hervé Joncour partió con la mujer hacia Niza. Se establecieron en una pequeña villa a la orilla del mar. Así lo había querido Helene, convencida de que la serenidad de un refugio apartado resultaría propicia para despejar el humor melancólico que parecía haberse apoderado del marido. Había tenido la perspicacia, eso sí, de hacerlo pasar por un capricho personal, regalando al hombre que amaba el placer de perdonárselo. Transcurrieron tres semanas de pequeña, inatacable felicidad. En los días en que el calor se hacía más benigno alquilaban una carroza y se divertían descubriendo los lugares escondidos en las colinas, desde los cuales el fondo del mar parecía hecho de papel coloreado. De vez en cuando se dejaban caer por la ciudad para un concierto o una velada mundana. Una tarde aceptaron la invitación de un barón italiano que festejaba su sexagésimo cumpleaños con una solemne cena en el Hotel Suisse. Estaban en el postre cuando la mirada de Hervé Joncour fue a dar a la de Hélène. Estaba sentada al otro lado de la mesa, al lado de un seductor caballero inglés que, curiosamente ostentaba en la solapa tight una coronita de pequeñas flores azules. Hervé Joncour lo vio inclinarse hacia Hélene y susurrarle alguna cosa en la oreja. Hélene se echó a reír de una manera bellísima, y riendo se ladeó ligeramente hacia el caballero inglés, llegando a rozarle con sus cabellos la espalda, en un gesto que no tenía ningún embarazo, sino sólo una desconcertante exactitud. Hervé Joncour bajó la mirada hacia el plato. No pudo menos que notar que su propia mano, aferrada a una cucharita de plata, estaba indudablemente temblando. Más tarde, en el salón de fumar, se acercó, tambaleando por el mucho alcohol bebido, a un hombre que, sentado solo en la mesa, miraba ante sí con una vaga expresión idiota en el rostro. Se inclinó hacia él y le dijo lentamente -Debo comunicarle una cosa muy importante, monsieur, todos damos asco. Somos todos maravillosos, y todos damos asco. El hombre venía de Dresde. Comerciaba con reses y entendía poco el francés. Prorrumpió en una fragorosa risotada, haciendo señal de que sí con la cabeza, repetidamente: parecía que no fuera parar nunca. Hervé Joncour y su mujer permanecieron en la Rivera hasta el inicio de septiembre. Dejaron la pequeña villa con tristeza, ya que habían sentido leve, dentro de aquellos muros, la suerte de amarse. 42 41. BALDABIOU LLEGÓ a la casa de Hervé Joncour muy temprano. Se sentaron en el pórtico. -No es nada del otro mundo como parque. -Todavía no he empezado a construirlo, Baldabiou. -Ah, ya. Baldabiou no fumaba nunca por la mañana. Sacó la pipa, la cargó y la encendió. -Conocí al tal Pasteur. Es un tipo que sabe. Me ha mostrado. Es capaz de distinguir los huevos infectados de los sanos. No los sabe curar, claro. Pero puede aislar los sanos. y dice que probablemente un treinta por ciento de los que producimos lo estén. Pausa. -Dicen que en Japón se ha desatado la guerra, esta vez de verdad. Los ingleses le dan armas al gobierno, los holandeses a los rebeldes. Parece que se han puesto de acuerdo. Los dejan desahogarse y después toman todo y se lo reparten. El consulado francés observa, ellos siempre observan. Sólo son buenos para mandar despachos que cuentan de masacres y de extranjeros degollados como ovejas. Pausa. -¿Queda un poco de café? Hervé Joncour le sirvió café. Pausa. -Esos dos italianos, Ferreri y el otro, los que fueron a China el año pasado... han vuelto con quince mil onzas de huevos, mercancía buena, la han comprado incluso los de Bollet, dijeron que era cosa de primera calidad. Hace un mes partieron de nuevo... nos han propuesto un buen negocio, dan precios honestos, once francos la onza, todo cubierto con seguros. Es gente seria, tienen una organización a sus espaldas, venden huevos a media Europa. Gente seria, te lo digo. Pausa. -Yo no sé. Creo que nos la podemos arreglar. Con nuestros huevos, con el trabajo de Pasteur y, después, con lo que le podamos comprar a esos dos italianos... nos la podemos arreglar. En el pueblo todos dicen que es una locura volverte a mandar allá... con todo lo que cuesta... dicen que es demasiado arriesgado, y en eso tienen razón, las otras veces era distinto, pero ahora... ahora es difícil volver vivo de allí. Pausa. -El hecho es que ellos no quieren perder los huevos. Y yo no te quiero perder a ti. Hervé Joncour permaneció un rato con la mirada apuntando hacia el parque sin construir. Después hizo una cosa que nunca había hecho. -Iré al Japón, Baldabiou. Dijo. -Compraré esos huevos y, si es necesario, lo haré con mi dinero. Tú sólo debes decidir si se los vendo a ustedes o a cualquier otro. Baldabiou no se lo esperaba. Era como ver ganar al manco, en el último golpe, cuatro bandas; una geometría imposible. 45 44. HERVÉ JONCOUR permaneció por horas entre las ruinas del pueblo. No conseguía irse, aunque sabía que cada hora perdida podía significar el desastre para él y para toda Lavilledieu: no tenía huevos de gusano e incluso si los hubiera encontrado no le quedaban más que un par de meses para atravesar el mundo antes de que se abrieran por el camino transformándose en un cúmulo de larvas inútiles. Incluso un sólo día de retraso podía significar el fin. Lo sabía; sin embargo, no se animaba a irse. Así permaneció allí hasta que ocurrió una cosa sorprendente e irrazonable: de la nada, de un momento a otro, apareció un chiquillo. En harapos, caminaba con lentitud, mirando al extranjero con miedo en los ojos. Hervé Joncour no se movió. El chiquillo dio todavía unos pasos más y se detuvo. Permanecieron mirándose, a pocos metros uno del otro. Después el chiquillo sacó algo de debajo de los harapos y temblando de miedo se acercó a Hervé Joncour y se lo ofreció. Un guante. Hervé Joncour vio de nuevo la orilla de un lago, y un vestido naranja abandonado en el suelo, y las pequeñas olas que posaba el agua en la ribera, como impulsadas, allí, desde lejos. Tomó el guante y sonrió al chiquillo. -Soy yo, el francés... el hombre de la seda, el francés, me entiendes?.. soy yo. El chiquillo dejó de temblar. -Francés. Tenía los ojos brillantes, pero reía. Comenzó a hablar, veloz, casi gritando, y a correr, haciendo señas a Hervé Joncour de seguirlo. Desapareció en un sendero que entraba en el bosque, en dirección a las montañas. Hervé Joncour no se movió. Le daba vueltas entre las manos a ese guante, como si fuera la única cosa que le quedara de un mundo perdido. Sabía que ya era demasiado tarde y que no tenía elección. Se levantó. Lentamente se acercó al caballo. Montó en la silla. Después hizo una cosa extraña. Golpeó los talones contra el vientre del animal. Y partió. Hacia el bosque, detrás del chiquillo, hasta el fin del mundo. 46 45. VIAJARON DURANTE días, hacia el norte, por las montañas. Hervé Joncour no sabía por dónde estaban caminando: pero dejó que el chiquillo lo guiase, sin intentar preguntarle nada. Encontraron dos pueblos. La gente se escondía en las casas. Las mujeres escapaban. Él chiquillo se divertía como loco gritándoles cosas incomprensibles. No tenía más de catorce años. A menudo soplaba dentro de un pequeño instrumento de caña, del cual sacaba los cantos de todos los pájaros del mundo. Tenía el aire de hacer la cosa más bella de su vida. El quinto día llegaron a la cima de una colina. El chiquillo indicó un punto, delante de ellos, sobre el camino que descendía al valle. Hervé Joncour tomó el catalejo y lo que vio fue una especie de cortejo: hombres armados, mujeres y niños, carros, animales. Un pueblo entero: de viaje. A caballo, vestido de negro, Hervé Joncour vio a Hara Kei. Detrás de él oscilaba una litera cerrada por los cuatro lados con telas de vistosos colores. 47 46. EL CHIQUILLO bajó del caballo, dijo algo y se marchó. Antes de desaparecer entre los árboles, se dio la vuelta y por un segundo permaneció allí, buscando un gesto para decir que había sido un viaje bellísimo. -Ha sido un viaje bellísimo -le gritó Hervé Joncour. Durante todo el día Hervé Joncour siguió, de lejos, la caravana. Cuando la vio detenerse por la noche, continuó por todo el camino hasta que vinieron a su encuentro dos hombres armados que tomaron su caballo y el equipaje y lo condujeron a una tienda. Esperó largo rato, después Hara Kei llegó. No hizo un gesto de saludo. Ni siquiera se sentó. -¿Cómo has llegado hasta aquí, francés? Hervé Joncour no respondió. -Te he preguntado quién te ha traído hasta aquí. Silencio. -Aquí no hay nada para ti. Sólo guerra. y no es tu guerra. Vete. Hervé Joncour sacó una pequeña bolsa de piel, la abrió y la vació en el suelo. Pepitas de oro. -La guerra es un juego caro. Tu necesitas de mí. Yo necesito de ti. Hara Kei ni siquiera miró el oro derramado en el suelo. Dio la vuelta y se marchó. 50 49. SOLAMENTE SILENCIO, en el camino. El cuerpo de un chiquillo, en el suelo. Un hombre arrodillado. Hasta las últimas luces del día. 51 50. HERVÉ JONCOUR tardó once días en llegar hasta Yokohama. Corrompió a un funcionario japonés y se procuró dieciséis cartones de huevos de gusano, provenientes del sur de la isla. Los envolvió en paños de seda y los disimuló en cuatro cajas de madera, redondas. Halló un barco para el continente, y a principios de marzo llegó a la costa rusa. Escogió la vía más al norte, buscando el frío para bloquear la vida de los huevos y alargar el tiempo que faltaba para que se abrieran. Atravesó a marchas forzadas cuatro mil kilómetros de Siberia, cruzó los Urales y llegó a San Petersburgo. Compró a peso de oro quintales de hielo y los cargó, junto con los huevos, en la bodega de un mercante directo a Hamburgo. Necesitó seis días para llegar. Descargó las cuatro cajas de madera, redondas; salió en un tren directo hacia el sur. Después de once horas de viaje, apenas salidos de un sitio llamado Eberfeld, el tren se detuvo para reaprovisionarse de agua. Hervé Joncour miró alrededor. Picaba un sol veraniego sobre los campos de grano, y sobre todo el mundo. Sentado frente a él estaba un comerciante ruso: se había quitado los zapatos y se daba aire con la última página de un periódico escrito en alemán. Hervé Joncour se puso a mirarlo. Vio las marcas de sudor en la camisa y las gotas que le perlaban la frente y el cuello. El ruso dijo algo, riendo. Hervé Joncour le sonrió, se levantó, tomó las maletas y bajó del tren. Lo recorrió hacia atrás hasta el último vagón, un vagón de carga que transportaba pescado y carne conservados en el hielo. Escurría agua como una palangana acribillada por mil proyectiles. Abrió la portezuela, subió al vagón y una tras otra tomó las cajas de madera, redondas, las sacó y las puso en el suelo, al lado del andén. Después cerró la portezuela y se puso a esperar. Cuando el tren estuvo listo para salir, le gritaron que se apresurara y que subiera. Él respondió sacudiendo la cabeza e insinuando un gesto de despedida. Vio el tren alejarse y después desaparecer. Esperó hasta no sentir ni siquiera el rumor. Después se inclinó sobre una de las cajas de madera, quitó los sellos y la abrió. Hizo lo mismo con las otras tres. Lentamente, con cuidado. . Millones de larvas. Muertas. Era el 6 de mayo de 1865. 52 51. HERVÉ JONCOUR entró en Lavilledieu nueve días más tarde. Su mujer Hélene vio de lejos la carroza subir por la alameda. Se dijo que no debía llorar y que no debía escapar. Bajó hasta la puerta de ingreso, la abrió y se detuvo en el umbral. Cuando Hervé Joncour llegó cerca de ella, sonrió. Él, abrazándola, le dijo -Quédate conmigo, te lo ruego. Esa noche se quedaron despiertos hasta tarde, sentados en el prado delante de la casa, uno al lado del otro. Hélene le contó de Lavilledieu, y' de todos esos meses pasados esperando, y de los últimos días, horribles. -Estabas muerto. Dijo. -Y no quedaba nada hermoso en el mundo. 55 54. Al COMIENZO del nuevo año -1886- Japón declaró oficialmente lícita la exportación de huevos de gusano de seda. En el siguiente decenio, la sola Francia llegaría a importar huevos japoneses por diez millones de francos. Desde 1869, con la apertura del canal de Suez, llegar a Japón, por otra parte, habría significado no más de veinte días de viaje y poco menos de veinte días volver . La seda artificial sería patentada, en 1884, por un francés llamado Chardonnet. 56 55. SEIS MESES después de su retorno a Lavilledieu, Hervé Joncour recibió por correo un sobre color mostaza. Cuando lo abrió, se encontró siete hojas de papel, cubiertas por una densa y geométrica escritura: tinta negra: ideogramas japoneses. Además del nombre y la dirección en el sobre, no había una sola palabra escrita en caracteres occidentales. Por los timbres, la carta parecía provenir de Ostende. Hervé Joncour la hojeó y la observó largamente. Parecía un catálogo de huellas de pequeños pájaros, compilado con meticulosa locura. Era sorprendente pensar que en vez de eso eran signos, es decir, cenizas de una voz quemada. 57 56. POR DÍAS y DÍAS Hervé Joncour tuvo la carta con él, doblada en dos, metida en el bolsillo. Si cambiaba de vestido, la ponía en el nuevo. No la abrió nunca para mirarla. De vez en cuando le daba vueltas en la mano, mientras hablaba con un aparcero, o esperaba que llegara la hora de la cena sentado en la terraza. Una tarde se puso a observarla contra la luz de la lámpara en su estudio. En transparencia, las huellas de los minúsculos pájaros hablaban con voz desenfrenada. Decían algo completamente insignificante o algo capaz de revolucionar una vida: no era posible saberlo, esto le gustaba a Hervé Joncour. Sintió llegar a Hélene. Puso la carta sobre la mesa. Ella se aproximó y, como todas las tardes antes de retirarse a su habitación, se inclinó a besarlo. Cuando se dobló hacia él, la camisa de noche se le abrió un poco en el pecho. Hervé Joncour vio que no tenía nada debajo, y que sus senos eran pequeños y cándidos como los de una chiquilla. Por cuatro días siguió haciendo su vida, sin cambiar nada en los prudentes ritos de su jornada. La mañana del quinto día se puso un elegante conjunto gris y partió para Nimes. Dijo que regresaría antes del anochecer. 60 59. PERMANECE ASI, te quiero mirar, yo te he mirado tanto pero no eras para mí, ahora eres para mí, no te acerques, te lo ruego, quédate como estas, tenemos una noche para nosotros, y quiero mirarte, nunca te había visto así, tu cuerpo para mí, tu piel, cierra los ojos y acaríciate, te lo ruego. dijo Madame Blanche, Hervé Joncour escuchaba no abras los ojos si no puedes, y acaríciate, son tan bellas tus manos, las he soñado tanto que ahora las quiero ver, me gusta verlas sobre tu piel, así. sigue, te lo ruego, no abras los ojos, yo estoy aquí, nadie nos puede ver y yo estoy cerca de ti, acaríciate señor amado mío, acaricia su sexo, te lo ruego, despacio. ella se detuvo. Continúe, por favor, dijo él, es bella tu mano sobre tu sexo, no te detengas, me gusta mirarla y mirarte, señor amado mío, no abras los ojos, no todavía, no debes tener miedo estoy cerca de ti, ¿me oyes?, estoy aquí, puedo rozarte, y esta seda, ¿la sientes?, es la seda de mi vestido, no abras los ojos tendrás mi piel. dijo ella, leía despacio, con una voz de mujer niña, tendrás mis labios, cuando te toque por primera vez será con mis labios, tú no sabrás dónde, en cierto momento sentirás el calor de mis labios, encima, no puedes saber dónde si no abres los ojos, no los abras, sentirás mi boca donde no sabes, de improviso. él escuchaba inmóvil, del bolsillo del traje gris asomaba un pañuelo blanco cándido, tal vez sea en tus ojos, apoyaré mi boca sobre los párpados y las cejas, sentirás el calor entrar en tu cabeza, y mis labios en tus ojos, dentro, o tal vez sea sobre tu sexo, apoyare mis labios allí y los abriré bajando poco a poco. Dijo ella, tenía la cabeza pegada a las hojas, y con una mano se acariciaba el cuello, lentamente Dejaré que tu sexo cierre a medias mi boca, entrando entre mis labios, y empujando mi lengua, mi saliva bajará por tu piel hasta tu mano, mi beso y tu mano, uno dentro de la otra, sobre tu sexo. él escuchaba, tenía la mirada fija en un marco de plata, colgado en la pared, hasta que al final te bese en el corazón, porque te quiero, morderé la piel que late sobre tu corazón, porque te quiero, y con el corazón entre mis labios tú serás mío, de verdad, con mi boca en tu corazón tu serás mío para siempre, y si no me crees abre los ojos señor amado mío y mírame, soy yo, quién podrá borrar jamás este instante que pasa, y este mi cuerpo sin mas seda, tus manos que lo tocan, tus ojos que lo miran. Dijo ella, se había inclinado hacia la lámpara, la luz daba contra los folios y pasaba a través de su vestido trasparente, Tus dedos en mi sexo, tu lengua sobre mis labios, tú que resbalas debajo de mí, tomas mis flancos, me levantas, me dejas deslizar sobre tu sexo, despacio, quién podrá borrar esto, tú dentro de mí moviéndote con lentitud, tus manos sobre mi rostro, tus dedos en mi boca, el placer en tus ojos, tu voz, te mueves con lentitud, pero hasta hacerme daño, mi placer, mi voz él escuchaba, en determinado momento se volvió a mirarla, la vio, quería bajar los ojos pero no lo consiguió, mi cuerpo sobre el tuyo, tu espalda que me levanta, tus brazos que no me dejan ir, los golpes dentro de mi, es dulce violencia, veo tus ojos buscar en los míos, quieren saber hasta dónde hacerme daño, hasta donde tú quieras, señor amado mío, no hay fin, no finalizará, ¿lo ves?, nadie podrá cancelar este instante que pasa, para siempre echarás la cabeza hacia atrás, gritando, para siempre cerraré los ojos soltando las lágrimas de mis ojos, mi voz dentro de la 61 tuya, tu violencia temiéndome apretada, ya no hay tiempo para huir ni fuerza para resistir, tenía que ser este instante, y en este instante es, créeme, señor amado mío, este instante será, de ahora en adelante, será, hasta el fin, dijo ella, con un hilo de voz, luego se detuvo. No había más signos sobre la hoja que tenía en la mano: la última. Pero cuando la volteó para dejarla vio en el reverso unas líneas adicionales, tinta negra en el centro de la página blanca. Alzó la mirada hacia Hervé Joncour . Sus ojos la miraban fijamente, y ella entendió que eran ojos bellísimos. Bajó de nuevo la mirada al folio. -No no veremos más, señor Dijo. -Lo que era para nosotros, ya lo hemos hecho y tú lo sabes. Créeme: lo hemos hecho para siempre. Conserva tu vida al margen de mí. Y no dudes ni un segundo, si es útil para tu felicidad, en olvidar a esta mujer que ahora te dice, sin remordimiento, adiós. Estuvo un rato mirando la hoja, después la puso sobre las otras, cerca de sí, encima de una mesita de madera clara. Hervé Joncour no se movió. Sólo volteó la cabeza y bajó los ojos. Se encontró mirándose la raya de los pantalones, apenas insinuada pero perfecta, sobre la pierna derecha, de la ingle a la rodilla, imperturbable. Madame Blanche se levantó, se inclinó sobre la lámpara y la apagó. En la habitación quedó la poca luz que, desde el salón, llegaba hasta allí. Se acercó a Hervé Joncour, se quito de los dedos un anillo de minúsculas flores azules y la dejó cerca de él. Después atravesó el cuarto, abrió una pequeña puerta pintada, escondida en la pared, y desapareció, dejándola entreabierta detrás de sí. Hervé Joncour permaneció largo rato en esa extraña luz, girando entre los dedos un anillo de minúsculas flores azules. Llegaron del salón las notas de un piano cansado: disolvían el tiempo, hasta hacerlo casi irreconocible. Finalmente se levantó, se acercó a la mesita de madera clara, recogió las siete hojas de papel de arroz. Atravesó el cuarto, pasó sin volverse delante de la pequeña puerta entreabierta y se marchó. 62 60. HERVÉ JONCOUR transcurrió los años que siguieron escogiendo para sí la vida límpida de un hombre ya carente de necesidades. Pasaba sus días bajo la tutela de una mesurada emoción. En Lavilledieu la gente volvió a admirarlo, porque en él les parecía ver un modo exacto de estar el mundo. Decían que era así incluso de joven, antes del Japón. Con su mujer, Hélene, tomó la costumbre de realizar, cada año, un pequeño viaje. Vieron Nápoles, Roma, Madrid, Mónaco, Londres. Un año llegaron hasta Praga, donde todo parecía: teatro. Viajaban sin fechas y sin programas. Todo los sorprendía: incluso su felicidad. Cuando sentían nostalgia del silencio, volvían a Lavilledieu. Si se lo hubieran preguntado, Hervé Joncour habría respondido que vivirían así para siempre. Tenía la inatacable serenidad de los hombres que se sienten en su lugar. De vez en cuando, en los días de viento, descendía a través del parque hasta el lago se quedaba por horas, en la ribera, mirando la superficie del agua encresparse formando figuras impredecibles que brillaban por casualidad en todas las direcciones. Era uno solo, el viento: pero, sobre aquel espejo de agua, parecían miles, soplando. De todas partes. Un espectáculo. Leve e inexplicable. De vez en cuando, en los días de viento, Hervé Joncour descendía hasta el lago y pasaba horas mirándolo, ya que, diseñado en el agua, le parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida. 65 63. DOS MESES y once días después de la muerte de Hélene le ocurrió a Hervé Joncour acercarse al cementerio y encontrar, al lado de las rosas que cada semana dejaba sobre la tumba de su mujer, una coronita de minúsculas flores azules. Se inclinó a observarlas, y durante largo rato permaneció en esa posición, que desde lejos no habría dejado de resultar, a los ojos de eventuales testigos, bastante singular, si no francamente ridícula. Vuelto a casa, no salió a trabajar en el parque, como era su costumbre, sino que permaneció en su estudio, pensando. No hizo otra cosa durante días. Pensar. 66 64. EN LA CALLE MOSCAT, en el 12, encontró el taller de un sastre. Le dijeron que Madame Blanche no vivía allí desde hacía años. Pudo averiguar que se había trasladado a París, donde se había convertido en la mantenida de un hombre muy importante, tal vez un político. Hervé Joncour fue a París. Tardó seis días para descubrir dónde vivía. Le envió un mensaje, pidiéndole ser recibido. Ella le respondió que lo esperaba a las cuatro del día siguiente. Puntualmente, él subió al segundo piso de un elegante palacio en el Boulevard des Capucines. Le abrió la puerta una camarera. Lo introdujo en el salón y le pidió que se acomodara. Madame Blanche apareció vestida con un traje muy elegante y muy francés. Tenía el pelo largo, cayéndole por la espalda, como quería la moda parisina. No tenía anillos de flores azules en los dedos. Se sentó frente a Hervé Joncour, sin una palabra, y se puso a esperar . Él la miró a los ojos. Pero como hubiera podido hacerlo un niño. -¿Usted escribió esa carta, no es verdad? Dijo. -Hélene le pidió escribirla y usted lo hizo. Madame Blanche permaneció inmóvil, sin bajar la mirada, sin traicionar el mínimo estupor. Después, lo que dijo fue -No fui yo quien la escribió. Silencio. -Esa carta la escribió Hélene. Silencio. -Ya la había escrito cuando vino a verme. Me pidió que la copiara en japonés. y yo lo hice. Es la verdad. Hervé Joncour entendió en aquel instante que seguiría oyendo esas palabras por toda la vida. Se levantó, pero permaneció quieto, de pie, como si de improviso hubiera olvidado adónde iba. Le llegó como desde lejos la voz de Madame Blanche. -Incluso quiso leerme la carta. Tenía una voz bellísima. y leía esas palabras con una emoción que, no he podido olvidar. Era como si de verdad fueran suyas. Hervé Joncour atravesaba, con pasos lentísimos, la habitación. -Sabe, monsieur yo creo que ella hubiera deseado, más que ninguna otra cosa, ser esa mujer. Usted no lo puede entender. Pero yo la escuché leer esa carta. Sé que es así. Hervé Joncour había llegado a la puerta. Apoyó la mano en la manija. Sin volverse, dijo quedo -Adiós, Madame. No se vieron nunca más. 67 65. HERVÉ JONCOUR vivió todavía veintitrés años, la mayor parte de ellos en serenidad y buena salud. No se alejó más de Lavilledieu, ni abandonó nunca su casa. Administraba sabiamente sus haberes, y eso lo mantuvo siempre al resguardo de cualquier trabajo que no fuera el cuidado de su propio parque. Con el tiempo empezó a concederse un placer que al principio siempre se había negado: a los que iban a buscarlo, les contaba de sus viajes. Escuchándolo, la gente de Lavillodieu conocía el mundo y los niños descubrían qué cosa era la maravilla. Él relataba despacio, mirando en el aire cosas que los demás no veían. El domingo iba hasta el pueblo, para la Misa Mayor. Una vez al año daba una vuelta por las hilanderías para tocar la seda recién nacida. Cuando la soledad le apretaba el corazón, iba al cementerio a hablar con Hélene. El resto de su tiempo lo consumía en una liturgia de hábitos que conseguían defenderlo de la infelicidad. De vez en cuando, en los días de viento, descendía hasta el lago y pasaba horas mirándolo, ya que, diseñado en el agua, le parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida. Fin.
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