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Orientación Universidad
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Libro Sub Sole, Transcripciones de Lengua y Literatura

Libro Sub Sole

Tipo: Transcripciones

2018/2019

Subido el 24/06/2019

Daniespinozx
Daniespinozx 🇲🇽

1 documento

Vista previa parcial del texto

¡Descarga Libro Sub Sole y más Transcripciones en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! SUB SOLE Baldomero Lillo FreeditoriaF SUB SOLE Sentada en la mullida arena y mientras el pequeño acallaba el hambre chupando ávido el robusto seno, Cipriana con los ojos húmedos y brillantes por la excitación de la marcha abarcó de una ojeada la líquida llanura del mar. Por algunos instantes olvidó la penosa travesía de los arenales ante el mágico panorama que se desenvolvía ante su vista. Las aguas, en las que se reflejaba la celeste bóveda, eran de un azul profundo. La tranquilidad del aire y la quietud de la bajamar daban al océano la apariencia de un vasto estanque diáfano e inmóvil. Ni una ola ni una arruga sobre su terso cristal. Allá en el fondo, en la línea del horizonte, el velamen de un barco interrumpía apenas la soledad augusta de las calladas ondas. Cipriana, tras un breve descanso, se puso de pie. Aún tenía que recorrer un largo trecho para llegar al sitio adonde se dirigía. A su derecha, un elevado promontorio que se internaba en el mar mostraba sus escarpadas laderas desnudas de vegetación, y a su izquierda, una dilatada playa de fina y blanca arena se extendía hasta un oscuro cordón de cerros que se alzaba hacia el oriente. La joven, pendiente de la diestra el cesto de mimbre y cobijando al niño que dormía bajo los pliegues de su rebozo de lana, cuyos chillones matices escarlata y verde resaltaban intensamente en el gris monótono de las dunas, bajó con lentitud por la arenosa falda de un terreno firme, ligeramente humedecido, en el que los pies de la mariscadora dejaban apenas una leve huella. Ni un ser humano se distinguía en cuanto alcanzaba la mirada. Mientras algunas gaviotas revoloteaban en la blanca cinta de espuma, producida por la tenue resaca, enormes alcatraces con las alas abiertas e inmóviles resbalaban, unos tras otros, como cometas suspendidas por un hilo invisible, sobre las dormidas aguas. Sus siluetas fantásticas alargábanse desmesuradamente por encima de las dunas y, en seguida, doblando el promontorio, iban a perderse en alta mar. inclinado, la cesta en una mano y el gancho en la otra, iba y venía con absoluta seguridad en aquel suelo escurridizo. El apretado corpiño dejaba ver el nacimiento del cuello redondo y moreno de la mariscadora, cuyos ojos escudriñaban con vivacidad las rendijas, descubriendo el marisco y arrancándolo de la áspera superficie de la piedra. De vez en cuando se enderezaba para recoger sobre la nuca las negrísimas crenchas de sus cabellos. Y su talle vasto y desgarbado de campesina destacábase entonces sobre las amplias caderas con líneas vigorosas, no exentas de gallardía y esbeltez. El cálido beso del sol coloreaba sus gruesas mejillas, y el aire oxigenado que aspiraba a plenos pulmones hacía bullir en su venas su sangre joven de moza robusta en la primavera de la vida. El tiempo pasaba, la marea subía lentamente invadiendo poco a poco las partes bajas de la plataforma, cuando de pronto Cipriana, que iba de un lado para otro afanosa en su tarea, se detuvo y miró con atención dentro de una hendidura. Luego se enderezó y dio un paso hacia adelante; pero casi inmediatamente giró sobre sí misma y volvió a detenerse en el mismo sitio. Lo que cautivaba su atención, obligándola a volver atrás, era la concha de un caracol que yacía en el fondo de una pequeña abertura. Aunque diminuto, de forma extraña, parecía más grande visto a través del agua cristalina. Cipriana se puso de rodillas e introdujo la diestra en el hueco, pero sin éxito, pues la rendija era demasiado estrecha y apenas tocó con la punta de los dedos el nacarado objeto. Aquel contacto no hizo sino avivar su deseo. Retiró la mano y tuvo otro segundo de vacilación, mas el recuerdo de su hijo le sugirió el pensamiento de que sería aquello un lindo juguete para el chico y no le costaría nada. Y el tinte rosa pálido del caracol con sus tonos irisados tan hermosos destacábase tan suavemente en aquel estuche de verde y aterciopelado musgo que, haciendo una nueva tentativa, salvó el obstáculo y cogió la preciosa concha. Trató de retirar la mano y no pudo conseguirlo. En balde hizo vigorosos esfuerzos para zafarse. Todos resultaron inútiles; estaba cogida en una trampa. La conformación de la grieta y lo viscoso de sus bordes habían permitido con dificultad el deslizamiento del puño a través de la estrecha garganta que, ciñéndole ahora la muñeca como un brazalete, impedía salir a la mano endurecida por el trabajo. En un principio Cipriana sólo experimentó una leve contrariedad que se fue transformando en una cólera sorda, a medida que transcurría el tiempo en infructuosos esfuerzos. Luego una angustia vaga, una inquietud creciente fue apoderándose de su ánimo. El corazón precipitó sus latidos y un sudor helado le humedeció las sienes. De pronto la sangre se paralizó en sus venas, la pupilas se agrandaron y un temblor nervioso sacudió sus miembros. Con ojos y rostro desencajados por el espanto, había visto delante de ella una línea blanca, movible, que avanzó un corto trecho sobre la playa y retrocedió luego con rapidez; era la espuma de una ola. Y la aterradora imagen de su hijo, arrastrado y envuelto en el flujo de la marea, se presentó clara y nítida a su imaginación. Lanzó un penetrante alarido, que devolvieron los ecos de la quebrada, resbaló sobre las aguas y se desvaneció mar adentro en la líquida inmensidad. Arrodillada sobre la piedra se debatió algunos minutos furiosamente. Bajo la tensión de sus músculos sus articulaciones crujían y se dislocaban, sembrando con sus gritos el espanto en la población alada que buscada su alimento en las proximidades de la caleta; gaviotas, cuervos, golondrinas del mar, alzaron el vuelo y se alejaron presurosos bajo el radiante resplandor del sol. El aspecto de la mujer era terrible: las ropas empapadas en sudor se habían pegado a la piel; la destrenzada cabellera le ocultaba en parte el rostro atrozmente desfigurado; las mejillas se habían hundido y los ojos despedían un fulgor extraordinario. Había cesado de gritar y miraba con fijeza el pequeño envoltorio que yacía en la playa, tratando de calcular lo que las olas tardarían en llegar hasta él. Esto no se hacía esperar mucho, pues la marea precipitaba ya su marcha ascendente y muy pronto la plataforma sobresalió algunos centímetros sobre las aguas. El océano, hasta entonces tranquilo, empezaba a hinchar su torso, y espasmódicas sacudidas estremecían sus espaldas relucientes. Curvas ligeras, leves ondulaciones interrumpían por todas partes la azul y tersa superficie. Un oleaje suave, con acariciador y rítmico susurro, comenzó a azotar los flancos de la roca y a depositar en la arena albos copos de espuma que bajo los ardientes rayos del sol tomaban los tonos cambiantes del nácar y del arco iris. En la escondida ensenada flotaba un ambiente de paz y serenidad absolutas. El aire tibio, impregnado de las acres emanaciones salinas, dejaba percibir a través de la quietud de sus ondas el leve chasquido del agua entre las rocas, el zumbido de los insectos y el grito lejano de los halcones de mar. La joven, quebrantada por los terribles esfuerzos hechos para levantarse, giró en torno sus miradas imploradoras y no encontró ni en la tierra ni en las aguas un ser viviente que pudiera prestarle auxilio. En vano clamó a los suyos, a la autora de sus días, al padre de su hijo, que allá detrás de la dunas aguardaba su regreso en el rancho humilde y miserable. Ninguna voz contestó a la suya, y entonces dirigió su vista hacia lo alto y el amor maternal arrancó de su alma inculta y ruda, torturada por la angustia, frases y plegarias de elocuencia desgarradora: -¡Dios mío, apiádate de mi hijo; sálvalo; socórrelo…! ¡Perdón para mi hijito, Señor! ¡Virgen Santa, defiéndelo…! ¡Toma mi vida; no se la quites a él! ¡Madre mía, permite que saque la mano para ponerlo más allá…! ¡Un momento, un ratito no más…! ¡Te juro volver otra vez aquí…! ¡Te juro volver aquí…! ¡Dejaré que las aguas me traguen; que mi cuerpo se haga pedazos en estas piedras; no me moveré y moriré bendiciéndote! ¡Virgen Santa, ataja la mar; sujeta las olas; no consientas que muera desesperada…! ¡Misericordia, Señor! ¡Piedad, Dios mío! ¡Óyeme, Virgen Santísima! ¡Escúchame, madre mía! Arriba la celeste pupila continuaba inmóvil, sin una sombra, sin una contracción, diáfana e insondable como el espacio infinito. La primera ola que invadió la plataforma arrancó a la madre un último grito de loca desesperación. Después sólo brotaron de su garganta sonidos roncos, apagados, como estertores de moribundo. La frialdad del agua devolvió a Cipriana sus energías, y la lucha para zafarse de la grieta comenzó otra vez más furiosa y desesperada que antes. Sus violentas sacudidas y el roce de la carne contra la piedra habían hinchado los músculos, y la argolla de EL RAPTO DEL SOL Hubo una vez un rey tan poderoso que se enseñoreó de toda la tierra. Fue el señor del mundo. A un gesto suyo millones de hombres se alzaban dispuestos a derribar las montañas, a torcer el curso de los ríos o exterminar una nación. Desde lo alto de su trono de marfil y oro, la Humanidad le pareció tan mezquina que se hizo adorar como un dios y estatuyó su capricho como única y suprema ley. En inconmensurable soberbia creía que todo el universo estábale subordinado, y el férreo yugo con que sujetó a los pueblos y naciones, superó a todas las tiranías de que se guardaba recuerdo en los fastos de la historia. Una noche que descansaba en su cámara tuvo un enigmático sueño. Soñó que se encontraba al borde de un estanque profundísimo, en cuyas aguas, de una diafanidad imponderable, vio un extraordinario pez que parecía de oro. En derredor de él y bañados por el mágico fulgor que irradiaban sus áureas escamas, pululaban una infinidad de seres: peces rojos que parecían teñidos de púrpura, crustáceos de todas formas y colores, rarísimas algas e imperceptibles vivientes. De pronto, oyó una gran voz que decía: -¡Apoderaos del radiante pez y todo en torno suyo perecerá! El rey se despertó sobresaltado e hizo llamar a los astrólogos y nigromantes para que explicasen el extraño sueño. Muchos expresaron su opinión, más ninguna satisfacía al monarca hasta que, llegando el turno al más joven de ellos, se adelantó y dijo: -¡Oh, divino y poderoso príncipe! La solución de tu sueño es ésta: El pez de oro es el sol que desparrama sus dones indistintamente entre todos los seres. Los peces rojos son los reyes y los grandes de la tierra. Los otros son la multitud de los hombres, los esclavos y los siervos. La voz que hirió vuestros oídos es la voz de la soberbia. Guardaos de seguir sus consejos porque su influjo os será fatal. Calló el mago, y de las pupilas del rey brotó un resplandor sombrío. Aquello que acababa de oír hizo nacer en su espíritu una idea que, vaga al principio, fue redondeándose y tomando cuerpo como la bola de nieve de la montaña. Con ademán terrible se echó sobre los hombros el manto púrpura, y llevando pintada en el rostro la demencia de la ira, subió a una de las torres de su maravilloso alcázar. Era una tibia mañana de primavera. El cielo azul, la verde campiña con sus bosques y sus hondonadas, los valles cubiertos de flores y los arroyos serpenteando en los claros y espesuras, hacían de aquel paisaje un conjunto de una belleza incomparable. Mas el monarca nada vio: ningún matiz, ninguna línea, ningún detalle atrajo la atención de sus ojos de milano clavados como dos ardientes llamas en el glorioso disco del sol. De súbito, un águila surgió del valle y flotó en los aires, bañándose en la luz. El rey miró el ave, y en seguida, su mirada descendió a la campiña, donde un grupo de esclavos recibían, inmóviles como ídolos, el beso del fúlgido luminar. Apartó los ojos, y por todas partes vio esparcirse en torrentes inagotables aquel resplandor. En el espacio, en ella tierra y las aguas miríadas de seres vivientes saludaban la esplendorosa antorcha en su marcha por el azul. Durante un momento el rey permaneció inmóvil, contemplando el astro y, vislumbrando por primera vez, ante tal magnificencia, la mezquindad de su gloria y lo efímero de su poder. Mas aquella sensación fue ahogada bien pronto por una ola de infinito orgullo. ¡Él, el rey de los reyes, el conquistador de cien naciones, puesto en parangón y en el mismo nivel que el pájaro, el siervo y el gusano! Una sonrisa sarcástica se dibujó en su boca de esfinge, y sus ejércitos y flotas cubriendo la tierra, sus incontables tesoros, las ciudades magníficas desafiando las nubes con sus almenados muros y soberbias torres, sus palacios y alcázares, donde desde sus cimientos hasta la flecha de sus cúpulas no hay otros materiales que oro, marfil y piedras preciosas, acuden en tropel a su memoria con un brillo tal de poderío y grandeza que cierra los ojos deslumbrado. La visión de lo que le rodea se empequeñece, el sol le parece una antorcha vil, digna apenas de ocupar un sitio en un rincón de su regia alcoba. El delito del orgullo lo posee. El vértigo se apodera de él, su pecho se hincha, sus sienes laten y de sus ojos brotan rayos tan intensos como los del astro hacia el que alarga la diestra, queriendo asirle y detenerle en su carrera triunfal. Por un momento permanece oyendo resonar aquella voz que le hablara en sueños: -Apoderaos de esa antorcha y todo lo que existe perecerá. ¿Qué son ante tal empresa sus hechos y de los antecesores en la noche pavorosa de los tiempos? Menos que el olvido y que la nada. Y sin apartar sus miradas del disco centelleante, invocó a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros. Obediente al conjuro, acudió el genio envuelto en una tempestuosa nube preñada de rayos y de relámpagos y dijo al rey con una voz semejante al redoble del trueno: -¿Qué me quieres, oh tú, a quien he ensalzado y puesto sobre todos los tronos de la tierra? Y el monarca contestó: -Quiero ser el dueño del sol y que él sea mi esclavo. Calló Raa, y el rey dijo: -¿Pido, tal vez, algo que está fuera del alcance de tu poder? -¡No; pero para complacerte necesito el corazón del hombre más egoísta, el del más fanático, el del más ignorante y vil, y el que guarde en sus fibras más odio y más hiel. -Hoy mismo lo tendrás -dijo el rey, y el denso nubarrón que cubría el alcázar se desvaneció como nubecilla de verano. Después de una breve entrevista con el capitán de su guardia, el rey se dirigió a la sala del trono, donde ya lo aguardaban de rodillas y con las frentes inclinadas todos los magnates y grandes de su imperio. Colocado el monarca bajo la púrpura del dosel, proclamó un heraldo que, bajo pena de la vida. Los allí presentes debían El enano al ver que un soldado avanzaba hacia él con el alfanje en alto, gritó: ¡Oh, rey, has prometido…! Y una voz, en la que vibraba un acento de ferocidad implacable, resonó en lo alto del soberbio trono: -¡Arrancadle, vivo, el corazón! -Aquí tienes lo convenido. Esta malla, tejida con la fibra de los corazones cuya esencia era el egoísmo y el odio, el fanatismo y la ignorancia, es impenetrable a la luz. Los rayos del sol se romperán contra ella, sin que logren atravesarla jamás. Aunque su volumen es tan pequeño que puede ocultarse en el hueco de la mano, sus pliegues, distendidos, cubrirían toda la tierra. Oye y graba en tu memoria lo que has de hacer: subirás a la montaña que se alza sobre el abismo y esperarás que el sol, al salir de su morada nocturna, roce la cresta más alta para lanzarle la red mágica, cuyos pliegues lo envolverán aprisionándolo como dentro de una coraza de diamante. Desde ese momento será tu esclavo y podrás hacer de él lo que quieras. Tres veces vio pasar el sol por encima de su cabeza. Cruzó sin detenerse, irreverente, con la excelsa majestad de un dios. Le asaeteó con sus rayos y fundiendo las nieves desató, para que le salieran al paso con más ímpetus los torrentes. Aquel reto del astro exacerbó su furor y amenazando con la diestra al flamígero viajero profirió: -¡Oh, tú, ascua errante, fuego fatuo, que un soplo de Raa enciende y apaga cada día, en breve te arrancaré las insolentes alas! ¡Aherrojado como un esclavo yacerás eternamente tras los muros de oro de mis alcázares! Y confortado con esta idea, venció los últimos obstáculos y se encontró por fin en la cima más encumbrada de la inaccesible montaña, más arriba de las nubes y de los nidos de las águilas. Dentro de la alta torre el tiempo transcurre para el monarca insensiblemente. Una deliciosa languidez lo invade. En el interior de la regia cámara, está el celeste prisionero. Por una rendija imperceptible de su cárcel brota un intensísimo rayo de luz. Afuera una obscuridad profunda envuelve los valles,, las llanuras, las colinas y las montañas. El cielo está negro como la tinta y cual enlutado túmulo lucen en él como lágrimas los astros. Apoyado en la ventana ha asistido mudo e impasible a la lenta agonía de todos los seres. Poco a poco han ido extinguiéndose los clamores y los incendios, hasta que ni el más leve destello rasgó ya la lobreguez de la noche eterna. De pronto el rey se estremece. Ha sentido un malestar extraño, como si le hubieran atravesado el corazón con una aguja de hielo. Y desde ese instante su plácida tranquilidad desaparece y la molesta sensación va aumentando por grados hasta hacérsele intolerable. Siente dentro del pecho un frío intensísimo que congela su carne y su sangre y, lleno de angustia, evoca de nuevo a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros, quien contesta a sus súplicas con ironía desalentadora: -¡De qué te quejas? Al suprimir la vida no has dejado al sentimiento que te posee y es el móvil único de tus acciones otro refugio que tu corazón. Para expulsarle sería menester que vibrase en las muertas fibras un átomo de piedad o amor. Apenas el genio lo hubo dejado, la desesperación se apoderó del monarca. Mas, de súbito, rasgó sus vestiduras y expuso el pecho desnudo al rutilante rayo de luz. Pero ni el más ligero alivio viene a confirmar su esperanza. Entonces clava sus uñas en las carnes y se abre el pecho, dejando al descubierto su frígido corazón al contacto del cual el haz luminoso se debilita y decrece con asombrosa rapidez. Dijérase un caño de oro líquido cayendo en un tonel sin fondo, y que desmaya y se adelgaza hasta convertirse en un hilo, en una hebra finísima. De pronto, como una antorcha, como un fuego fatuo que se extingue, la última chispa brilla, parpadea, desvaneciéndose en la oscuridad. A pesar de que el sol ha cambiado de cárcel y lo lleva ahora en su corazón, parécele que toda la nieve de las montañas se hubiese trasladado allí. Sube, entonces, a la ventana y se precipita al vacío, en el cual, como si alas invisibles le sostuviesen, desciende blandamente hasta que toca con sus pies la tierra. La campiña está helada como un ventisquero y envuelto en tinieblas impenetrables, camina a la ventura con los brazos extendidos, huyendo como medroso fantasma de la agonía del Universo. Fuertes chaparrones nos obligaron a enfundarnos en nuestros impermeables, mientras comentábamos la intempestiva borrasca. Aunque la calma del océano y el enrarecimiento del aire nos hicieran aquella mañana presentir un cambio de tiempo, estábamos, sin embargo, muy lejos de esperar semejante mudanza. Si no fuese por el apremio del transatlántico y las perentorias órdenes recibidas, hubiéramos esperado, al abrigo de la caleta, que amainara la violencia del temporal. Llegó por fin el ansiado cargamento y procedimos a embarcarlo a toda prisa, mas aun cuando todos trabajamos con ahínco para apresurar la operación, ésta terminó al anochecer, en un crepúsculo muy corto. Inmediatamente dejamos el fondeadero con el remolque: la enorme y pesada lancha en cuya popa y banco distinguíamos las siluetas del patrón y de los cuatro remeros, destacándose como masas borrosas a través de la lluvia y de los copos de espuma que arrebataba el viento huracanado de las crestas de las olas. Todo marchó bien al principio, mientras estuvimos al abrigo de los acantilados de la isla; pero cambió completamente en cuanto enfilamos el canal para internarnos en el golfo. Una racha de lluvia y granizo nos azotó por la proa y se llevó la lona del toldo que pasó rozándome por encima de la cabeza como alas de un gigantesco petrel, el pájaro mensajero de la tempestad. A una voz del capitán, asido a la rueda del timón, yo y el timonel corrimos hacia las escotillas de la cámara y de la máquina y extendimos sobre ellas las gruesas lonas embreadas de la cámara y de la máquina y extendimos sobre ellas las gruesas lonas embreadas, tapándolas herméticamente. Apenas había vuelto a ocupar mi sitio junto al guardacable, cuando una luz blanquecina brilló por la proa y una masa de agua se estrelló contra mis piernas impetuosamente. Asido a la barra resistí el choque de aquella ola, a la cual siguieron otras dos con intervalos de pocos segundos. Por un instante creí que todo había terminado, pero la voz del capitán que gritaba aproximándose a la bocina de mando: “¡Avante a toda fuerza!”, me hizo ver que aún estábamos a flote. El casco entero del “San Jorge” vibró y rechinó sordamente. La hélice había doblado sus revoluciones y los chasquidos del cable de remolque nos indicaron que el andar era sensiblemente más rápido. Durante un tiempo que me pareció que me pareció larguísimo, la situación se sostuvo sin agravarse. Aunque la marejada era siempre muy dura, no habíamos vuelto a embarcar olas como las que nos asaltaron a la salida del canal, y el “San Jorge”, lanzado a toda máquina, manteníase bravamente en la dirección que nos marcaban los destellos del faro desde lo alto del promontorio que domina la entrada del puerto. Pero esta calma relativa, esta tregua del viento y del océano, cesó cuando, según nuestros cálculos, estábamos en mitad del golfo. La furia de los elementos desencadenados, asumió esta vez tales proporciones, que nadie a bordo del “San Jorge” dudó un instante sobre el resultado final de la travesía. El capitán y el timonel, asidos a la rueda del timón, mantenían el rumbo enfilando el Nordeste que amenazaba convertirse en huracán. En la proa un relámpago continuo nos indicaba que el enfurecido oleaje aumentaba en intensidad fatigando al barquichuelo, que se enderezaba a cada guiñada con gran trabajo. Parecía que navegábamos entre dos aguas y el peligro de irnos por ojo era cada vez más inminente. De pronto la voz del capitán llegó a mis oídos por encima del fragor de la borrasca: -¡Antonio, vigila el cable de remolque!. -Sí, capitán -le contesté; pero una racha furiosa me cortó la palabra obligándome a volver la cabeza. La linterna colgada detrás de la chimenea arrojaba un débil resplandor sobre la cubierta del “San Jorge”, iluminando vagamente las siluetas del capitán y del timonel. Todo lo demás, a proa y popa, estaba sumergido en las más profundas tinieblas, y de la lancha, separada del remolcador por veinte brazas, que era la longitud de la espía, sólo percibíase esa pálida fosforescencia que despiden las olas al chocar contra un obstáculo en la obscuridad. Pero los chasquidos del tirante cable indicaban claramente que el remolque seguía nuestras aguas, y aunque no podíamos verlo sentíamos que estaba ahí, muy próximo a nosotros, envuelto en las sombras cada vez más densas de la medianoche. De pronto entre el fragoroso estruendo de la borrasca, me pareció oír un ruido sordo y persistente por el lado de estribor. El capitán y el timonel debieron también percibirlo, porque a la luz de la linterna vi que se volvían a la derecha y se quedaban inmóviles, escuchando, al parecer el extraño ruido con grandísima atención. Transcurrieron así algunos minutos, y aquellas sordas detonaciones semejantes a truenos lejanos fueron creciendo y aumentando hasta tal punto, que ya la duda no fue posible: el “San Jorge” derivaba hacia los bajíos de la Punta de Lavapié. El estrépito de las olas rodando sobre el temible y peligroso banco ahogó muy pronto con su resonante y pavoroso acento todas las demás voces de la tempestad. No sé qué pensarían mis compañeros, pero yo, asaltado por una idea repentina, dije en voz baja, temerosamente: -El remolque es nuestra perdición. En ese preciso instante rasgó las tinieblas un relámpago vivísimo, alzándose unánimemente en el remolcador y en la lancha un grito de angustia: -¡El banco! ¡El banco! Cada cual había visto, al producirse la descarga eléctrica, destacarse una superficie blanquecina salpicada de puntos obscuros a tres o cuatro cables del costado de estribor del “San Jorge”. Los comentarios eran inútiles. Todos comprendíamos perfectamente lo que había pasado. La gran superficie que la lancha semidescargada oponía al viento no sólo disminuía la marcha del remolcador, sino que también llegaba hasta anularla por completo. Desde que salimos del canal no habíamos avanzado gran cosa, siendo arrastrados por la corriente hacia el banco que creíamos a algunas millas de distancia. y empezada a balbucear una plegaria cuando una voz, que reconocí ser la de Marcos, se alzó en las tinieblas por la parte de popa. Aunque muy debilitada, oí distintamente estas palabras: -¡Padre, cortad el cable, pronto, pronto! Un frío estremecimiento me sacudió de pies a cabeza, estábamos al final de la batalla e íbamos a ser tumbados y tragados por la hirviente sima dentro de un instante. La figura de Marcos se me apareció como la de un héroe. Perdida toda esperanza, la entereza que demostraba en aquel trance hizo acudir las lágrimas a mis ojos. ¡Valeroso amigo, ya no nos veremos más! El “San Jorge”, asaltado por las olas furiosas, empezó a bailar una infernal zarabanda. Como un gozquecillo entre los dientes de un alano era sacudido de proa a popa y de babor a estribor con una violencia formidable. Cuando la hélice giraba en el vacío rechinaba el barco de tal modo, que parecía que todo él iba a disgregarse en mil pedazos. Cegado por la lluvia que caía torrencialmente, me mantenía asido al guardacable, cuando la voz estentórea del maquinista me hirió como un rayo: ¡Antonio, coge el hacha! Me volví hacia la rueda del timón y una masa confusa que ahí se agitaba me sacó de mi estupor. Más bien adiviné que vi en aquel grupo al capitán y al anciano debatiéndose a brazo partido sobre la cubierta. De súbito vislumbré al maquinista que, desembarazado de su adversario, se abalanza hacia popa exclamando: -¡Antonio, un hachazo a ese cable, vivo, vivo! Me agaché casi de un modo casi inconsciente, y alzando la tapa del cajoncillo de herramientas aferré el hacha por el mango, mas, cuando me preparaba con el brazo en alto a descargar el golpe, la luz de un relámpago mostrándome en esa actitud acusadora, reveló mi propósito a los tripulantes del remolque. Escuché un furioso clamoreo: -¡Cortan el cable, cortan el cable! ¡Asesinos! ¡Malditos! ¡No, no...! Entretanto yo, espoleado por aquellos gritos y ansioso por concluir de una vez, descargaba sobre el cable furibundos tajos, hasta que de pronto, algo semejante a un tentáculo con un sordo chasquido, se enroscó en mis piernas y me arrojó de bruces sobre la cubierta. Me enderecé en el momento que el maquinista desaparecía por la escotilla, después de gritar al timonel: -¡Proa al faro, muchacho! Busqué con la vista al capitán y distinguí su silueta junto al guardacable. Bastóle un segundo para dar con el cortado trozo de la espía y lanzando un grito desgarrador: “¡Marcos, Marcos!”, se apoyó sobre la borda, balanceándose en el vacío. Tuve apenas tiempo de asirle por una pierna y arrebatándolo al abismo rodamos juntos sobre la cubierta entablando una lucha desesperada entre las tinieblas. Forcejeábamos en silencio: él para desasirse, yo para mantenerlo quieto. En otras circunstancias el capitán me hubiera aventado como una pluma, pero estaba herido y la pérdida de sangre debilitaba sus fuerzas. En su combate con el maquinista su cabeza debió chocar contra algún hierro, porque creí sentir varias veces que un líquido tibio, al juntarse nuestros rostros, goteaba de su cabellera. De súbito cesó de debatirse y con las espaldas apoyadas en la horda quedamos un instante inmóviles. De repente empezó a gemir: -Antonio, hijo mío, déjame que vaya a reunirme con mi Marcos. Y como yo estallara en sollozos, exaltándose por grados prosiguió: -¡Malvado, sentí los hachazos, pero no fue el cable... ¿oyes? lo que cortó el filo de tu hacha: no, no... fue el cuello de él, su cuello lo que cortaste, verdugo! ¡Ah, tienes las manos teñidas de sangre...! ¡Quítate, no me manches, asesino! Sentí un furioso rechinar de dientes y se me echó encima lanzando feroces alaridos: -¡Ahora te toca a ti...! ¡Al banco, al banco! La locura había devuelto al capitán sus fuerzas y haciéndome perder pie me alzó en el aire como una paja. Tuve durante un segundo la visión de la muerte, fatal e inevitable, cuando una ola abordando por la proa al “San Jorge” se precipitó hacia la popa como una avalancha, derribándonos y arrastrándonos a lo largo de la cubierta. Mis manos al caer tropezaron con algo duro y cilíndrico, y me aferré a ello con la desesperación. Cuando aquel torbellino hubo pasado, me encontré asido con ambas manos al trozo de cable de remolque; en cuanto al capitán, había desaparecido. En ese instante se abrió la puerta de la cámara y asomó por ella el piloto del “Delfín”. -Capitán -dijo-, ya la marea toca a la pleamar. ¿Levamos ancla? El capitán hizo un signo de asentimiento y todos nos pusimos de pie. Había llegado el instante de volver a tierra y mientras nos aproximábamos a la escala para descender al bote, nuestro amigo nos dijo: -Lo demás de la historia carece de interés. El “San Jorge” se salvó, y yo, al día siguiente, me embarcaba como grumete a bordo del “Delfín”. Han pasado ya quince años... Ahora soy su capitán. Sólo en el departamento de la máquina se distingue una confusa silueta humana. Es el maquinista. Sentado en su alto sitial, con la diestra apoyada en la manivela, permanece inmóvil en la semioscuridad que lo rodea. Al concluir la tarea, cesando bruscamente la tensión de sus nervios, se ha desplomado en el banco como una masa inerte. El proceso lento de reintegración al estado normal se opera en su cerebro embotado. Recobra penosamente sus facultades anuladas, atrofiadas por 12 horas de obsesión, de idea fija. El autómata vuelve a ser otra vez una criatura de carne y hueso que ve, que oye, que piensa, que sufre. El enorme mecanismo yace paralizado. Sus miembros potentes, caldeados por el movimiento, se enfrían produciendo leves chasquidos. Es el alma de la máquina que se escapa por los poros del metal, para encender en las tinieblas que cubren el alto sitial de hierro, las fulguraciones trágicas de una aurora toda roja desde el orto hasta el cenit. QUILAPÁN Quilapán, tendido con indolencia delante de su rancho, sobre la hierba muelle de su heredad, contempla con mirada soñadora el lejano monte, el cielo azul, la plateada serpiente del río que, ocultándose a trechos en el ramaje obscuro de las barrancas, reaparece más allá, bajo el pórtico sombrío, cual una novia sale del templo, envuelta en el blanco velo de la niebla matutina. Con los codos en el suelo y el cobrizo y ancho rostro en las palmas de las manos, piensa, sueña. En su nebulosa alma de salvaje flotan vagos recuerdos de tradiciones, de leyendas lejanas que evocan en su espíritu la borrosa visión de la raza, dueña única de la tierra, cuya libre y dilatada extensión no interrumpían entonces fosos, cercados ni carreteras. Una sombra de tristeza apaga el brillo de sus pupilas y entenebrece la expresión melancólica de su semblante. Del cuantioso patrimonio de sus antepasados sólo le quedaba la mezquina porción de aquella loma; diez cuadras de terreno enclavado en la extensísima hacienda, como un islote en medio del océano. Y luego, a la vista de la cerca derruida, de las hierbas y malezas que cubren la hijuela, acuden a su memoria los incidentes y escaramuzas de la guerra que sostiene con el patrón, el opulento dueño del fundo, para conservar aquel último resto de la heredad de sus mayores. ¡Qué asaltos ha tenido que resistir! ¡Cuántos medios de seducción, qué de intrigas y de asechanzas para arrancarle una promesa de venta! Pero todo se ha estrellado en su tenaz negativa para deshacerse de ese pedazo de tierra en que vio la luz, donde el sol a la hora de la siesta tuesta la curtida piel, y desde el cual la vista descubre tan bellos y vastos horizontes. ¡Vender, enajenar! ¡Eso, nunca! Pues, mientras el dinero se va sin dejar rastro, la tierra es eterna, jamás nos abandona. Como madre amorosa nos sustenta sobre sí en vida y abre sus entrañas para recibirnos en ellas cuando se llega la muerte. Y aquel asedio de que era víctima no hacía sino acrecentar su cariño por el terruño cuya posesión le era más cara que sus mujeres, que sus hijos, que su existencia misma. A su espalda álzase la desamparada choza, en cuyo interior dos mujeres envueltas en viejos chamales atizan la llama vacilante del hogar. Los vagidos de la criatura dominan las sordas crepitaciones de la chamiza seca, y afuera, en una esquina del rancho, un niño de diez años, vestido a la usanza indígena, se entretiene en tirar del rabo y las orejas a un escuálido mastín que, con las patas estiradas, tendido de flanco, dormita al sol. La mañana avanza. Mientras las mujeres trabajan con ahínco en las faenas domésticas y el chico corretea con el descarnado Pillán, el padre sigue echado sobre la hierba, absorto en una muda contemplación. Sus ojos se fijan de cuando en cuando en la lejana casa del fundo, cuya roja techumbre asoma allá abajo por entre el ramaje de los sauces y las amarillentas copas de los álamos. Un poco a la derecha, en el patio cerrado con gruesos tranqueros, se ve un numeroso grupo de jinetes. Los plateados estribos y las complicadas cinceladuras de los bocados y las espuelas brillan como ascuas en la intensa claridad del día. En medio del grupo, montado en un caballo tordillo, está el patrón. Sin saber por qué, Quilapán experimenta cierta vaga inquietud a la vista de esos jinetes, inquietud que se acentúa viendo que se ponen en movimiento, y apartándose de la carretera, marchan en derechura hacia él. Y su recelo sube de punto cuando su vista de águila distingue en el arzón de las monturas las hachas de monte, cuyos filos anchos y rectos lanzan relámpagos a la luz del sol. De súbito la expresión de su rostro cambió bruscamente. Sus pómulos se enrojecieron y sus recias mandíbulas se entrechocaron con un castañeteo de furor. Con la mirada llameante recogió su elástico cuerpo y de un salto se puso de pie. Quilapán oyó la lectura del documento con comprender nada. Sólo una idea penetró en su obtuso cerebro: que le amenazaba un peligro y había que conjurarlo. Por eso, cuando don Cosme gritó a los suyos, señalándoles el rancho: -Muchachos, desmóntese y échenme abajo esa basura -de los ojos del indio brotaron dos centellas. Dio un paso atrás, y con un rápido movimiento se despejó del pesado poncho. Un segundo después plantábase, lanza en mano, delante de la puerta. Su bronceado cuerpo desnudo hasta la cintura, sus nervudos brazos con músculos tirantes como cuerdas, su poderoso pecho y sus anchos hombros sobre los cuales se alzaba echada atrás la descubierta cabeza con la faz convulsa por la cólera, formaban un conjunto tal de firmeza y resolución que los acometedores quedáronse suspensos un instante contemplándolo receloso, amendrentados por la fiereza de su ademán. Pero aquella indecisión duró muy poco, los que llevaban las hachas echaron pie a tierra, y aproximándose al rancho empezaron en el acto su tarea demoledora. El plan de los asaltantes era abrir brecha en los muros de la choza para atacar por detrás a aquel testaturado y apoderándose de él y de los suyos derribar en seguida la vivienda. A los primeros hachazos la endeble construcción se estremeció toda entera. El barro de las paredes desprendidas en grandes trozos que rebotaban en el suelo, levantando nubes de polvo. Las mujeres, que hasta entonces habían permanecido inactivas, al ver aquella catástrofe, se armaron con tizones del hogar y lanzando aullidos de rabia se aprestaron a la defensa, guardando las espaldas a su dueño y señor. Hasta el pequeño Pancho, empuñando la vara de roble que en los días de juego era su caballo de batalla, azuzaba con sus gritos a Pillán, el cobarde Pillán que, con el rabo entre las piernas, acurrucado en un rincón, se limitaba a ladrar sin moverse del sitio. Lo que lo hacía tan cauto era que divisaba allá, por entre las patas de los caballos, al formidable Plutón. Entretanto, Quilapán, armado de lanza, un largo colihue con un mohoso hierro en la punta, parecía haber echado raíces en el suelo. La fiereza de su actitud y la llamarada que brotaba de sus ojos, dábanle el aspecto iracundo de aquel Caupolicán, su antepasado legendario. Pero cuando don Cosme repetía por tercera y cuarta vez a sus inquilinos acobardados: -¡Vamos, hombres, acérquense, no tengan miedo de ese espantajo! - el indio, distendiendo de improviso su férreos jarretes, dio un salto hacia adelante y con la cabeza baja, lanza en ristre, se precipitó sobre su enemigo. Fue tan rápida la agresión, que ni el amo ni los servidores tuvieron tiempo de evitarla; mas, el brioso caballo que montaba el hacendado, viendo venir aquel alud se encabritó levantándose bruscamente de manos. Aquel movimiento salvó a don Cosme. El golpe que le estaba destinado hirió al animal en la base del cuello, donde l hierro se hundió en toda su longitud, rompiéndose el asta con un ruido seco. El bruto retrocedió algunos pasos, dobló los cuartos traseros y se tumbó de flanco. Los campesinos se precipitaron en auxilio del patrón y lo liberaron del peso que oprimía su pierna derecha. Atontado por la recia caída, permaneció algunos minutos junto al caballo moribundo, recostado contra la montura, casi sin darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. -Mientras el animal en los estertores de la agonía azota la cabeza en la ensangrentada hierba, Quilapán después de una terrible lucha, agobiado por el número, ha sido derribado y maniatado sólidamente. Las mujeres, que se habían lanzado a la refriega repartiendo mordiscos y arañazos entre los agresores, abandonaron el campo al oír que alguien gritaba: -¡Fuera los chamales! ¡Desnúdenlas! Aquella amenaza que la mujer indígena teme más que a la muerte, manteníalas alejadas a cierta distancia, pero no cesaban de vociferar, como poseídas, toda clase de conjuros y de maldiciones. Pasada la impresión, los que manejaban las hachas habían reanudado vigorosamente la tarea. Cortado el maderamen que lo sostenía, el rancho se había hundido y el fuego del hogar comunicándose a la pajiza techumbre convirtió en breves instantes en una hoguera la inflamable construcción. Tras el derumbamiento de la choza vino una escena que divirtió grandemente a los campesinos. Pillán, que había permanecido oculto en su rincón, al oír el estruendo de la caída salió disparado de su escondite y se lanzó al campo seguido de cerca por Plutón, que le iba velozmente a los alcances. Más, acorralado por los jinetes, hubo el fugitivo de volver sobre sus pasos. Durante algunos momentos pudo escapar de su perseguidor, hasta que de un salto se refugió encima de un grueso tronco. Plutón, viéndose burlado, empezó a brincar en torno, lo cual visto por el pequeño, enarbolando en alto la vara, corrió lleno de coraje a defender al camarada de sus juegos infantiles. El dogo, sorprendido por aquella brusca acometida, se revolvió contra el niño y lo derribó en tierra rompiéndole un brazo de una dentellada. Algunos jinetes se precipitaron en su socorro, pero antes de que llegase aquel auxilio, Pillán, el escuálido Pillán, abandonando su refugio donde hacía un instante estaba despavorido y tembloroso, cayó sobre Plutón y lo aferró de una oreja. Mientras la madre se llevaba a su hijo tratando de acallar con sus besos sus desesperados gritos de dolor, la pela de los canes absorbió por completo la atención de los labriegos. El corpulento dogo agitaba con furia la enorme cabeza para coger a su adversario, lo que era imposible conseguir a pesar de sus rabiosos esfuerzos. Pillán, que comprendía lo ventajoso de su situación, apretaba las mandíbulas como tenazas.. De pronto, la oreja, como una tela que se rasga, se desprendió en parte, dejando en los colmillos del mastín un jirón sangriento.. La lucha concluyó en un segundo.. Plutón, rápido como rayo, asió por la garganta a su enemigo y lo sacudió en el aire como un pingajo. La escena perdió desde ese instante todo interés, y los campesinos se diseminaron para dar remate a la faena que allí los había llevado. Mientras unos activaban el fuego para que las llamas consumiesen los últimos restos del rancho, otros derribaban las cercas y borraban todo vestigio del límite divisorio. Don Cosme, a quien el dolor del miembro magullado impedía moverse, permanecía sentado sobre la hierba. Habíase despojado de la charolada polaina y friccionábase suavemente con ambas manos la parte dolorida, lanzando de cuando en cuando sordos rugidos de despertaban rasgando con bostezos soñolientos la brumosa envoltura del amanecer. Por entre las desgarraduras y jirones de la niebla surgían los valles, las praderas, el combado perfil de las lomas y las líneas negras y sinuosas de las barrancas. Erguido sobre la montura examinó en torno largamente el horizonte, sin que de una sola vez viera alzarse en la soledad de la campiña el cono ominoso de las rucas aborígenes. Su poderoso pecho aspiró con fuerza el aire embalsado que subía de las vegas. Había extripado de la tierra la raza maldecida y su semblante se encendió de júbilo. De pronto resonó en el silencio la voz cascada del mayordomo: -Señor, ¿qué hacemos con esto? Y don Cosme, con tono apacible e impregnado de una serena dulzura que el viejo servidor no le había oído nunca, contestó: -Cava un hoyo y tira esa carroña adentro… ¡Servirá para abonar la tierra! INAMIBLE Ruperto Tapia, alias "El Guarén", guardián tercero de la policía comunal, de servicio esa mañana en la población, iba y venía por el centro de la bocacalle con el cuerpo erguido y el ademán grave y solemne del funcionario que está penetrado de la importancia del cargo que desempeña. De treinta y cinco años, regular estatura, grueso, fornido, el guardián Tapia goza de gran prestigio entre sus camaradas. Se le considera un pozo de ciencia, pues tiene en la punta de la lengua todas las ordenanzas y reglamentos policiales, y aun los artículos pertinentes del Código Penal le son familiares. Contribuye a robustecer esta fama de sabiduría su voz grave y campanuda, la entonación dogmática y sentenciosa de sus discursos y la estudiada circunspección y seriedad de todos sus actos. Pero de todas sus cualidades, la más original y característica es el desparpajo pasmoso con que inventa un término cuando el verdadero no acude con la debida oportunidad a sus labios, Y tan eufónicos y pintorescos le resultan estos vocablos, con que enriquece el idioma, que no es fácil arrancarles de la memoria cuando se les ha oído siquiera una vez. Mientras camina haciendo resonar sus zapatos claveteados sobre las piedras de la calzada, en el moreno y curtido rostro de El Guarén" se ve una sombra de descontento. Le ha tocado un sector en que el tránsito de vehículos y peatones es casi nulo. Las calles plantadas de árboles, al pie de los cuales se desliza el agua de las acequias, estaban solitarias y va a ser dificilísimo sorprender una infracción, por pequeña que sea. Esto le desazona, pues está empeñado en ponerse en evidencia delante de los jefes como un funcionario celoso en el cumplimiento de sus deberes para lograr esas jinetas de cabo que hace tiempo ambiciona. De pronto, agudos chillidos y risas que estallan resonantes a su espalda lo hacen volverse con presteza. A media cuadra escasa una muchacha de 16 a 17 años corre por la acera perseguida de cerca por un mocetón que lleva en la diestra algo semejante a un latiguillo. "El Guarén" conoce a la pareja. Ella es sirvienta en la casa de la esquina y él es Martín, el carretelero, que regresa de las afueras de la población, donde fue en la mañana a llevar sus caballos para darles un poco de descanso en el potrero. La muchacha, dando gritos y risotadas, llega a la casa donde vive y se entra en ella corriendo. Su perseguidor se detiene un momento delante de la puerta y luego avanza hacia el guardián y le dice sonriente: —¡Cómo gritaba la picarona, y eso que no alcancé a pasarle por el cogote el bichito ese! Y levantando la mano en alto mostró una pequeña culebra que tenía asida por la cola, y agregó: —Está muerta, la pillé al pie del cerro cuando fui a dejar los caballos. Si quieres te la dejo para que te diviertas asustando a las prójimas que pasean por aquí. Pero "El Guarén", en vez de coger el reptil que su interlocutor le alargaba, dejó caer su manaza sobre el hombro del carretelero y le intimó. —Vais a acompañarme al cuartel. ¡Yo al cuartel! ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Me lleváis preso, entonces? — profirió rojo de indignación y sorpresa el alegre bromista de un minuto antes. Y al aprehensor, con el tono y ademán solemnes que adoptaba en las grandes circunstancias, le dijo, señalándole el cadáver de la culebra que él conservaba en la diestra: —Te llevo porque andas con animales—aquí se detuvo, hesitó un instante y luego con gran énfasis prosiguió—: Porque andas con animales inamibles en la vía pública. Y a pesar de las protestas y súplicas del mozo, quien se había librado del cuerpo del delito, tirándolo al agua de la acequia, el representante de la autoridad se mantuvo inflexible en su determinación. A la llegada al cuartel, el oficial de guardia, que dormitaba delante de la mesa, los recibió de malísimo humor. En la noche había después de leer el parte en voz alta, tras un breve instante de meditación, interrogó al reo: —¿Es verdad lo que aquí se dice? ¿Qué tienes que alegar en tu defensa? La respuesta del detenido fue igual a las anteriores: —Sí, usía; es la verdad, pero yo ignoraba que estaba prohibido. El magistrado hizo un gesto que parecía significar: "Sí, conozco la cantinela; todos dicen lo mismo". Y, tomando la pluma, escribió dos renglones al pie del parte policial, que en seguida devolvió al guardián, mientras decía, fijando en el reo una severa mirada: —Veinte días de prisión, conmutables en veinte pesos de multa. En el cuartel el oficial de guardia hacía anotaciones en una libreta, cuando "El Guarén" entró en la sala y, acercándose a la mesa, dijo: —El reo pasó a la cárcel, mi inspector. —¿Lo condenó el juez? —Sí; a veinte días de prisión, conmutables en veinte pesos de multa; pero como a la carretela se le quebró un resorte y hace varios días que no puede trabajar en ella, no le va a ser posible pagar la multa. Esta mañana fue a dejar los caballos al potrero. El estupor y la sorpresa se pintaron en el rostro del oficial. —Pero si no andaba con la carretela, ¿cómo pudo, entonces, infringir el reglamento del tránsito? —El tránsito no ha tenido nada que ver con el asunto, mi inspector. —No es posible, guardián; usted habló de animales... —Sí, pero de animales inamibles, mi inspector, y usted sabe que los animales inamibles son sólo tres: el sapo, la culebra y la lagartija. Martín trajo del cerro una culebra y con ella andaba asustando a la gente en la vía pública. Mi deber era arrestarlo, y lo arresté. Eran tales la estupefacción y el aturdimiento del oficial que, sin darse cuenta de lo que decía, balbuceó: —Inamibles, ¿por qué son inamibles? El rostro astuto y socarrón de "El Guarén" expresó la mayor extrañeza. Cada vez que inventaba un vocablo, no se consideraba su creador, sino que estimaba de buena fe que esa palabra había existido siempre en el idioma; y si los demás la desconocían, era por pura ignorancia. De aquí la orgullosa suficiencia y el aire de superioridad con que respondió: —El sapo, la culebra y la lagartija asustan, dejan sin ánimo a las personas cuando se las ve de repente. Por eso se llaman inamibles, mi inspector. Cuando el oficial quedó solo, se desplomó sobre el asiento y alzó las manos con desesperación. Estaba aterrado. Buena la había hecho, aceptando sin examen aquel maldito vocablo, y su consternación subía de punto al evidenciar el fatal encadenamiento que su error había traído consigo. Bien advirtió que su jefe, el prefecto, estuvo a punto de interrogarlo sobre aquel término; pero no lo hizo, confiando, seguramente, en la competencia del redactor del parte. ¡Dios misericordioso! ¡Qué catástrofe cuando se descubriera el pastel! Y tal vez ya estaría descubierto. Porque en el juzgado, al juez y al secretario debía haberles llamado la atención aquel vocablo que ningún Diccionario ostentaba en sus páginas. Pero esto no era nada en comparación de lo que sucedería si el editor del periódico local, "El Dardo", que siempre estaba atacando a las autoridades, se enterase del hecho. ¡Qué escándalo! ¡Ya le parecía oír el burlesco comentario que haría caer sobre la autoridad policial una montaña de ridículo! Se había alzado del asiento y se paseaba nervioso por la sala, tratando de encontrar un medio de borrar la torpeza cometida, de la cual se consideraba el único culpable. De pronto se acercó a la mesa, entintó la pluma y en la página abierta del libro de novedades, en la última anotación y encima de la palabra que tan trastornado lo traía, dejó caer una gran mancha de tinta. La extendió con cuidado, y luego contempló su obra con aire satisfecho. Bajo el enorme borrón era imposible ahora descubrir el maldito término, pero esto no era bastante; había que hacer lo mismo con el parte policial. Felizmente, la suerte érale favorable, pues el escribiente de la Alcaldía era primo suyo, y como el alcaide estaba enfermo, se hallaba a la sazón solo en la oficina. Sin perder un momento, se trasladó a la cárcel, que estaba a un paso del cuartel, y lo primero que vio encima de la mesa, en sujetapapeles, fue el malhadado parte. Aprovechando la momentánea ausencia de su pariente, que había salido para dar algunas órdenes al personal de guardia, hizo desaparecer bajo una mancha de tinta el término que tan despreocupadamente había puesto en circulación. Un suspiro de alivio salió de su pecho. Estaba conjurado el peligro, el documento era en adelante inofensivo y ninguna mala consecuencia podía derivarse de él. Mientras iba de vuelta al cuartel, el recuerdo del carretelero lo asaltó y una sombra de disgusto veló su rostro. De pronto se detuvo y murmuró entre dientes: —Eso es lo que hay que hacer, y todo queda así arreglado. Entre tanto, el prefecto no había olvidado la extraña palabra estampada en un documento que llevaba su firma y que había aceptado, porque las graves preocupaciones que en ese momento lo embargaban relegaron a segundo término un asunto que consideró en sí mínimo e insignificante. Pero más tarde, un vago temor se apoderó de su ánimo, temor que aumentó considerablemente al ver que el Diccionario no registraba la palabra sospechosa. Sin perder tiempo, se dirigió donde el oficial de guardia, resuelto a poner en claro aquel asunto. Pero al llegar a la puerta por el pasadizo interior de comunicación, vio entrar en la sala a "El Guarén", que venía de la cárcel a dar cuenta de la comisión que se le había encomendado. Sin perder una sílaba, oyó la conversación del guardián y del oficial, y el asombro y la cólera lo dejaron mudo e inmóvil, clavado en el pavimento. EL AHOGADO Sebastián dejó el montón de redes sobre el cual estaba sentado y se acercó al barquiachuelo. Una vez junto a él extrajo un remo y lo colocó bajo la proa para facilitar el deslizamiento. En seguida se encaminó a la popa, apoyó en ella su espalda y empujó vigorosamente. Sus pies desnudos se enterraron en la arena húmeda y el botecillo, obedeciendo al impulso, resbaló sobre aquella especie de riel con la ligeresa de una pluma. Tres veces repitió la operación. A la tercera recogió el remo y saltó a bordo del esquife que una ola había puesto a flote, empezó a cinglar con lentitud, fijando delante de sí una mirada vaga, inexpresiva, como si soñase despierto. Mas, aquella inconsciencia era sólo aparente. En su cerebro las ideas fulguraban como relámpagos. La visión del pasado surgía en su espíritu, luminosa, clara y precisa. Ningún detalle quedaba en la sombra y algunos presentábanle una faz nueva hasta entonces no sospechada. Poco a poco la luz se hacía en su espíritu y reconocía con amargura que su candorosidad y buena fe eran las únicas culpables de su dicha. El bote, que se deslizaba lentamente, impulsado por el rítmico vaivén del remo, doblaba en ese instante el pequeño promontorio que separaba la minúscula caleta de la Ensenada de los Pescadores. Era una hermosa y fría mañana de julio. El sol muy inclinado al septentrión ascendía en un cielo azul de un brillo y suavidad de raso. Como hálito de fresca boca de mujer, su resplandor, de una tibieza sutil, acariciaba oblicuamente, empañando con una vaho de tenue neblina del terso cristal de las aguas. En la playa de la ensenada, las chalupas pescadoras descansaban en su lecho de arena ostentando la graciosa y curva línea de sus proas. Más allá, al abrigo de los vientos reinantes, estaba el caserío. Sebastián clavó con avidez los ojos sobre una pequeña eminencia, donde se alzaba una rústica casita cuya techumbre de zinc y muros de ladrillos rojos acusaban en sus poseedores cierto bienestar. En la puerta de la habitación apareció una blanca y esbelta figura de mujer. El pescador la contempló un instante, frunciendo el ceño, hosca la mirada y, de pronto, con un brusco movimiento del remo torció el rumbo y navegó en línea recta hacia el sur. Durante algún tiempo cingló con brioso esfuerzo; el barquichuelo parecía volar sobre la bruñida sabana líquida y muy luego el promontorio, el caserío y la ensenada quedaron muy lejos, a muchos cables por la popa. Entonces soltó el remo y se sentó en uno de los bancos. Su actitud era meditabunda. En su rostro tostado que la rizada y oscura barba encuadraba en un marco de ébano, brillaban los ojos de color verde pálido con expresión inquieta y obsesionada. Todo su traje consistía en una vieja gorra marinera, un pantalón de pana y una rayada camiseta que modelaba su airoso busto lleno de vigor y juventud. El bote, entregado a la corriente, derivaba a lo largo de la costa erizada de arrecifes, donde el suave oleaje se quebraba blandamente. Sebastián, recogido en sí mismo, fijaba en aquellos parajes, para él tan familiares, una mirada de intensa melancolía. Y de pronto la vieja historia de sus amores surgió en su espíritu viva y palpitante, como si datara sólo de ayer. Ella empezó cuando Magdalena era una chicuela débil, de aspecto enfermizo. Él, por el contrario, era ya crecido y su cuerpo sano y membrudo tenía la fortaleza y flexibilidad de un mástil. El contacto diario de las comunes tareas había ido transformando aquel afecto fraternal en un amor apasionado y ardiente. Como hijos ambos de pobres pescadores, su mutuo cariño no encontró diferencia de fortunas, obstáculos ni entorpecimientos. Fue, pues, sin oposición, novio oficial de Magdalena, quien era toda una mujer. Ni sombra quedaba en ella de la jovencilla esmirriada, a quien tenía que proteger a cada paso de las bromas de sus compañeros. La transformación había sido completa. Alta, de formas armoniosas, con su bello rostro y sus grandes ojos oscuros, era la joya de la caleta. Entonces, fue cuando aquella herencia inesperada, recaída en la madre de su novia, vino a modificar en parte este estado de las cosas. Experimentó una corazonada de mal augurio, cuando le dieron la noticia. Los hecho vinieron a confirmar bien pronto aquel mal presagio. El ajuar de Magdalena se transformó completamente. Los burdos zuecos fueron reemplazados por botines de charol y los trajes de percal cedieron el campo a las costosas telas de lana. Este cambio debíase en gran parte a la vanidad materna, que quería a toda costa hacer de la zafia pescadorcilla una señorita de pueblo. De aquí partieron los primeros tropiezos para el proyectado matrimonio. A juicio de la futura suegra, éste no debía efectuarse hasta que Sebastián no fuese propietario de una chalupa que reemplazase su misérrimo cachucho, el cual, según ella, era un viejo cascarón y no valía tres cuartillos. El mozo no pudo menos que someterse a esta exigencia; mas, con el entusiasmo del amor y la juventud, creyó que muy pronto se encontraría en estado de satisfacerla. El bote, arrastrado por la corriente, presentaba a proa a la costa y Sebastián vio de improviso en la azul lejanía destacarse los masteleros de los buques anclados en el puerto. Cortó aquel panorama el hilo de los recuerdos, reanudándose en seguida la historia en la época en que apareció el otro. Un día irrumpió en compañía de unos cunatos calaveras en la Ensenada de los Pescadores. Decíase marinero licenciado de un buque de guerra y mostrábase muy orgulloso de sus aventuras y de sus viajes. Con su fiero aspecto de perdonavidas, impúsose por el temor en aquellas pacíficas y sencillas gentes. Muy luego díose en cortejar a Magdalena, mas la joven, a quien repugnaba la aguardentosa figura del valentón, contestó a sus galanteos con el más soberano desprecio. Un suspiro se escapó del pecho del pescador. Entornó los ojos, y un episodio grabado profundamente en su memoria, se presentó a su imaginación. Un domingo por la mañana, de vuelta de la misa, marchando las muchachas adelante y los mozos atrás la voz airada de la joven que lo llamaba. -¡Sebastián, Sebastián! De un salto salvó el espacio que de ella lo separaba y vio al aborrecido rival que, sujetando por un brazo a la indignada muchacha, trataba, entre las risas de las demás, de cogerla por la cintura. La escena del pugilato aparecíasele envuelta en una espesa bruma. Todo había sido cosa de un momento. Entre la admiración de todos hizo morder el polvo al cínico galanteador y si no se lo arrancan de entre las manos, habrían allí, probablemente, terminado sus valentías. extraño se presentó ante su vista. Un joven, casi un niño, completamente desnudo, yacía sumergido hasta el cuello el las frías y salobres ondas. Su posición casi vertical se debía a un salvavidas sujeto debajo de los brazos, en el que se destacaba con letras azules este nombre: "Fany". Es un desertor, pensó Sebastián, recordando la fragata que al anochecer del día anterior había anclado cerca de la costa. Buscó con la vista el barco y lo distinguió navegando a velas desplegadas afuera del golfo. Como el nordeste que lo obligara a recalar allí cambiase horas después, había levantado anclas y emprendido de nuevo su ruta desconocida. Sin mucho esfuerzo, se imaginó el pescador al grumetillo descolgándose del portalón de la nave a las altas horas de la noche. Mas, el fugitivo no había contado con la frialdad del agua, ni con la engañosa proximidad con la costa. Sebastián contempló el cuerpo amoratado y rígido que se destacaba a través del agua transparente, y viendo que las azules pupilas del náufrago se clavaban en las suyas suplicantes, le dirigió algunas palabras en esa jerga tan común de la gente de mar. Pero de aquella boca, cuyos labios recogidos mostraban los blancos dientes, no brotó ningún sonido. La vida del grumete parecía haberse refugiado toda entera en sus inquietos e inmóviles ojos, cuya imploración muda hizo por un instante olvidar a Sebastián sus propios pesares. Se inclinó para desembarazarlo del paquete de ropas que tenía atado a la espalda, pero, no pudiendo desatar los nudos, buscó la navaja del marinero, guiándose por el cordón que asomaba entre los pliegues del traje de sarga azul. Tiró de aquel cordón y, mientras una extremidad quedaba fija en las ropas, en la otra apareció la navaja unida a otro objeto pesado y brillante. Era un portamonedas de mallas metálicas que Sebastián, casi sin darse cuenta de lo que hacía, abrió oprimiendo el resorte. Su contenido, una gruesa cantidad de monedas de oro, lo maravilló. Mentalmente trató de calcular el valor de aquellos áureos discos y de súbito se echó a temblar. Una idea siniestra acababa de herir su cerebro, dejándolo deslumbrado. Mientras su cabeza ardía, un frío glacial comenzó a descender a lo largo de sus extremidades. Una sed ardiente le abrasó las fauces. Cogió la botella y llevándola a sus labios, bebió el líquido que encerraba hasta la última gota. Casi instantáneamente cesó el nervioso temblor y su mirada adquirió una fijeza extraña de alucinado. Ya no pensaba en el náufrago. El mar, los arrecifes, la gallarda nave, todo aquel panorama habíase desvanecido, borrándose de su vista como una niebla lejana. Veíase triunfante junto a Magdalena que le sonreía ruborosa a través de su blanco velo de desposada. Era el día de boda. La magnífica chalupa que los conducía de regreso al puerto era de su propiedad y volaba sobre las aguas, impulsada por sus ocho remos como una rauda gaviota. De repente, su rostro transfigurado por una felicidad suprema se ensombreció. Conservando en la diestra la navaja y el portamonedas, su mirada se clavó en el náufrago dura y fulgurante como la hoja de un puñal. Mientras hacía jugar el muelle del arma, aquel rostro juvenil vuelto hacia él con la expresión de angustioso terror le pareció el genio del mal que surgía de su antro, en las profundidades, para arrebatarle su felicidad. Un simple tajo en el caucho del salvavidas y aquel obstáculo desaparecería para siempre. Durante un minuto vaciló. Todo lo que en él había de generoso y noble pugnó por sobreponerse en la terrible lucha que se libraba en su corazón. Un golpe sordo en el agua hízole estremecer. Un gran pájaro marino se levantaba en un círculo de hirviente espuma, llevando en su férreo pico un vívido y plateado pez. Siguió al ave en su vuelo y, de súbito, su cuerpo vibró de pies a cabeza, como se hubiese recibido el choque de una corriente galvánica. En el blanco velamen del barco, hundiéndose en el horizonte, vio al ballenero que volvía. Sus ojos adquirieron otra vez aquella inmóvil fijeza. Contemplaba de nuevo a Magdalena ataviada con su traje de novia, pero ya no era él el que estaba a su lado, junto al lecho nupcial, sino el otro. Mirábala sonreír mientras aquel rostro bestial, convulso por el deseo, se aproximaba al de ella, fresco y púrpureo como una rosa. Vio, en seguida, cómo una mano, más bien una garra, en cuyo dorso había grabada una ancha ancla, se posaba en el blanco y nacarado seno... Un sordo rugido se escapó por entre sus dientes apretados y se inclinó veloz sobre la borda. El salvavidas se desinfló instantáneamente; la rubia cabeza se hundió en el agua y Sebastián vio durante un segundo los ojos azules del náufrago crecer, aumentar, salirse casi de las órbitas, sin que pudiera apartar sus ojos de la terrífica visión. El cuerpo inclinábase de espaldas hasta tomar la posición horizontal y, de pronto, le pareció que el descenso se interrumpía, sintiendo, al mismo tiempo, en la diestra un leve tirón. Desencogió las falenges y la navaja y el portamonedas atraídos por el delgado cordoncillo, saltaron por encima de la borda y desaparecieron en el mar. Con la vista extraviada, desencajado el semblante, el pescador, dando un brinco, que casi hace zozobrar la embarcación, se precipitó sobre el remo y comenzó a cinglar desesperadamente. Seis días han transcurrido. Sebastián, sentado en el banco de popa de su esquife, déjase arrastrar por la corriente en dirección al sur. Los ojos del pescador tienen brillo y expresión extraños. Su lívido semblante, azorado e inquieto, sufre continuas transmutaciones. Sus ropas, en desorden, están cubiertas de fango. A veces sus miembros se crispan convulsivamente, los ojos parecen saltársele de las órbitas y se vuelve con presteza a la derecha o a la izquierda buscando la causa de aquel estruendo que, como un pistoletazo, acaba de resonar en sus oídos. Su existencia, durante la semnana que acaba de transcurrir, ha sido una orgía continua. Aquella mañana se encontró tirado en el arroyo enfrente de la taberna. Se levantó y echó a andar como un autómata. Una vez en la caleta, un leve esfuerzo le bastó para que flotara el bote, pues la marea comenzaba ya a lamer su filosa quilla. Sentado en el banco, nada recuerda, en nada piensa. En su cerebro hay un enorme vacío y ve las más extrañas y raras figuras desfilar por delante de sus ojos. Todo lo que mira se transforma al punto en algo extravagante. El dorso de un arrecife es un disforme monstruo que le acecha a al distancia y la extremidad del remo se convierte en un diablillo que le hace burlescos visajes. Por todas partes seres extraños, con vestimentas azules o escarlatas, bailan infernales zarabandas. De súbito, un halcón marino se precipita de lo alto y se hunde en el agua, a pocos metros de un arrecife. El ruido de la caída y el blanco penacho de espuma que levanta el choque producen en el pescador una agitación extraordinaria. Mira con los ojos extraviados y el sopor de su espíritu se desvanece. Está en el sitio y muy cerca del escollo junto al cual se hundiera la rubia cabeza del náufrago. Y estremecido, presa de infinito terror, se acurruca en el fondo del IRREDENCIÓN Cuando los últimos convidados se despidieron, la princesa, recogiendo la falda de su vestido constelado de estrellas, atravesó los desiertos salones y se encaminó a su alcoba, echando, al pasar, una postrer mirada a aquellos sitios donde, por su gracia y hermosura, más que por su simbólico traje, había sido durante algunas horas la reina de la noche. Sentíase un tanto fatigada, pero, al mismo tiempo, alegre y satisfecha. El baile había resultado suntuosísimo. Todo lo que la gran ciudad ostentaba de más valía: la nobleza de la sangre, del dinero y del talento, desfiló por sus salones, adornados con deslumbradora magnificencia. Pero la nota sensacional, la que arrancó frases de admiración y de entusiasmo, era la de las flores, de un pálido matiz de aurora, desparramadas con tal profusión por todo el palacio, que parecía una nevada color de rosa caída en los vastos aposentos, cubriendo las consolas, los muebles, los bronces, derramándose sobre los tapices y haciendo desaparecer bajo sus carmenadas plumillas la soberbia cristalería de la mesa del buffet. Guirnaldas de las mismas envolvían las arañas, trazaban caprichosos dibujos en los muros y orlaban los marcos dorados de los espejos. El efecto producido por aquella avalancha de flores rosadas era sencillamente maravilloso y los asistentes al baile no se cansaban de elogiar aquella fantástica ornamentación, cuya idea genial llenaba de orgullo a la hermosa dama que a solas con sus doncellas, que preparaban su tocado nocturno, se complacía en evocar los detalles de la magnífica fiesta. Sí, aquel pensamiento originalísimo había sido de ella, únicamente de ella, y no podía menos de sonreír al recordar la cara de sorpresa del viejo administrador cuando le dio orden de despojar de sus flores a todos los durazneros en floración que existiesen en sus fincas. Segura estaba de que el rústico servidor cumpliera el mandato a regañadientes. Pero había obedecido y el éxito superaba a sus esperanzas. Obsesionada por tan deliciosos recuerdos, se metió en la cama, y ya la doncella abandonaba en puntillas el aposento cuando la voz de su señora la detuvo. Un deseo repentino, un capricho de niño mimado la había acometido de pronto. Quería dormirse respirando la suave fragancia de aquellas flores que tan dulces sensaciones le habían proporcionado. Obedeciendo las órdenes de su ama, la joven derramó encima de los cobertores puñados de aquellos rosados pétalos, y suspendió del crucifijo de plata, colocado a la cabecera del suntuoso lecho, un trozo de guirnalda arrancado de una de las arañas del salón. La estancia quedó en silencio y poco a poco fue haciéndose más hondo el sopor de la bella durmiente. De pronto se encontró transportada a una de sus fincas. El cielo estaba azul y un sol de primavera, tibio y risueño, acariciaba los campos. Caminaba por el medio de un bosque de durazneros en flor, envuelta en una atmósfera de efluvios y aromas embriagadores cuando, de súbito, un soplo que parecía brotar de sus labios, tenue al principio, impetuoso después, arrebató las flores y las dispersó a los cuatro vientos. Tuvo miedo y quiso huir, pero los árboles, como espectros vengadores, le cerraron el paso, y fustigándola con su desnudo ramaje, la estrecharon hasta ahogarla con la pesadumbre de su haz inmenso. Sintió que su alma abandonaba la Tierra y comparecía delante del Tribunal Divino, presa de una angustia y terror infinitos. Sentado en su trono, bajo un dosel de flamígeros soles, estaba el Supremo, inexorable Juez. A su derecha mostraba sus páginas el libro de la vida y a su izquierda un arcángel sostenía con la diestra la balanza de la justicia. En el fondo, guardadas por los ángeles con espadas de fuego, estaban las puertas del Purgatorio y del Paraíso y a espalda del arcángel veíase una concavidad negra por la que asomaba, apoyándose en sus garras y alas membranosas, la terrífica figura de Satanás. Y como si todo estuviese calculado para aumentar sus congojas, el alma de la princesa viose obligada a asistir al juicio de otra que la precediera en aquel trance. Era ésta la de un asesino y ladrón. Mientras que en el platillo del mal formaban sus crímenes una montaña, en el otro, en el de las buenas acciones, nada había que contrarrestase el peso abrumador de las culpas. Pero la Miseria puso en él una lágrima y un hilo de sus harapos. La Expiación una gota de la sangre derramada en el patíbulo y la Ignorancia, despojándose de su venda, la colocó también en el platillo vacío, el cual salió esta vez de su inmovilidad inclinándose ligeramente. Satanás, que se preparaba para asir al condenado, hizo una horrible mueca. El alma que contaba por suya era enviada al Purgatorio. Rechinó los dientes, con rabia, y la vibración de sus alas, sacudidas por la ira, atronó las pavorosas concavidades del Averno. Aquel fallo revivió, en el alma angustiada de la princesa, la esperanza. Entre ella y un asesino ladrón, mediaba un abismo. Y esta seguridad se acentuó viendo que, llegado su turno, el arcángel ponía en el platillo de las culpas sólo unas cuantas flores ajadas y descoloridas. Su terror e inquietud se trocaron entonces en una alegría sin limites, al comprender que aquellas florecillas, cuyo peso podía neutralizar el más levísimo soplo, representaban todo el mal que había desparramado en la Tierra. ¡Cuán severamente se había juzgado! Pero, y ahora estaba cierta, su alma era de las elegidas e iría recta al Paraíso. Y confortada con la visión de la eterna bienaventuranza, evocó la legión innumerable de sus buenas obras. Éstas eran tantas que casi deploró que su culpa fuese tan pequeña, pues le bastaría la más insignificante de sus nobles acciones para inclinar la balanza a su favor. Y ella quería ostentarlas allí todas, para que el divino Juez le asignase el máximum del premio a que era merecedora. Por eso, cuando fueron amontonándose en el platillo del bien sus actos de piedad religiosa, de caridad y de abnegación, sin que la posición de la balanza se modificase, sólo experimentó un principio de extrañeza, que se convirtió en asombro, viendo que el arcángel remataba su tarea poniendo sobre aquel cúmulo de virtudes, las frente, rectos sobre sus patas, con la cresta encendida, el plumaje erizado y la pupila llameante, avanzaron el uno sobre el otro, deteniéndose a cada paso para lanzar a voz en cuello una vibrante clarinada. El furor bélico de que parecían poseídos entusiasmó a los concurrentes y las apuestas se cruzaron con viveza de un lado a otro de la cancha. Por algunos momentos sólo se oyó: -¡Doy ocho a cuatro en el Clavel! -¡Va! -¡Doblo en el Cenizo! -¡Va! -¡Doy a veinte! -¡Doy a cuarenta! -¡Va! Y estas voces incesantemente repetidas eran acompañadas por el tintineo sonoro de las monedas pasando de una mano a otra, entre frases y vocablos de un tecnicismo especial. La voz estentórea del juez, imponiendo silencio, hizo cesar bruscamente el tumulto. Entretanto, los campeones, después de observarse ora de frente, ora de flanco, se habían acercado lenta y cautelosamente. Doblados sobre los muslos, con las alas entreabiertas, el cuello extendido, rozando casi el suelo, permanecieron un instante en actitud de acecho. Las plumas del cuello, erizadas en forma de abanico, semejaban una rodela tras de la cual se escudaba el nervioso y palpitante cuerpo. De súbito, como dos imanes que se aproximan demasiado, desapareció la distancia: se oyó un ruido breve y seco y algunas plumas remontando la valla hendieron el aire en distintas direcciones. La lucha a muerte estaba entablada. Durante este primer período de la riña, el espectáculo era verdaderamente hermoso y fascinador. La luz del sol, filtrándose a través del florido ramaje que, como un dosel blanco y rosa, cubría la arena del combate, transformaba en destello de piedras preciosas el metálico reflejo de las plumas tornasoladas. Ni la vista más penetrante podía percibir las estocadas, los quites y contragolpes de aquellos diestros esgrimidores. De súbito un viejo gallero, interrumpiendo el profundo silencio, exclamó: -¡Clavado el Clavel! Empezaba otra faz de la pelea. El cansancio de los combatientes era ya visible. Jadeantes, las alas caídas, el pico entreabierto, atacábanse con extremada violencia. Todas las miradas iban de la mancha roja que en el albo plumaje del Clavel crecía y se ensanchaba por instantes, al espolón derecho de su enemigo, tinto en sangre en toda su longitud. Mientras los técnicos clasificaban el golpe y los partidarios del Cenizo daban muestras inequívocas de alegría, una voz jubilosa partió del bando contrario: -¡Clavado el Cenizo! El espolón había penetrado en la cabeza, encima del ojo, y el gallo, aturdido por la violencia del golpe y cegado por la sangre que borbotaba de la herida, se tambaleaba sobre sus patas, próximo a desplomarse a los pies de su victorioso rival. El Clavel, ensoberbecido con la ventaja, procuraba a toda costa rematar el triunfo. Mientras el acerado pico desgarraba y arrancaba a pedazos la piel de la cabeza y cuello, sus patas armadas de los terribles espolones descargaban una granizada de golpes sobre el enemigo inerme. Sus partidarios, locos de entusiasmo, lo animaban con la voz y con el gesto -¡Acábalo, Clavelito! -¡Apágale los faroles! -¡Otro como ese! Mas, el Cenizo, a pesar de aquel torbellino que caía sobre él, se recobraba rápidamente. Lleno de sangre, acribillado de heridas, hacía de nuevo frente a su fatigadísimo adversario, y muy pronto el brío y la pujanza con que reanudó la batalla parecieron inclinar decididamente la balanza en su favor. Este cambio produjo otro entorno de la rueda. Mientras unos rostros se ensombrecían, los demás se iluminaban. El gallo que ya se consideraba vencido, volvía por su fama, haciendo renacer la esperanza en sus desalentados apostadores, quienes lanzaron un grito de victoria cuando alguien advirtió: -¡Se le apagó una luz al Clavel! La última etapa de la riña se aproximaba. El blanco plumaje del Clavel había tomado un matiz indefinible, la cabeza estaba hinchada y negra y en el sitio del ojo izquierdo veíase un agujero sangriento. Ya la lucha no tenía ese aspecto atrayente y pintoresco de hace poco. Las brillantes armaduras de los paladines, tan lisas y bruñidas al empezar el torneo, estaban ahora rotas y desordenadas, cubiertas de una viscosa capa de lodo y sangre. Mas, el furibundo ardor de que estaban poseídos, no decrecía un instante. Sosteniéndose a duras penas sobre sus patas y trazando con la extremidad de las alas surcos en la arena, asaltábanse con sin igual encarnizamiento. Estrellábanse contra la valla enrojeciéndola con su sangre y rodaban a cada choque en el polvo sin darse un segundo de tregua. Ciegos de coraje buscaban para herir los sitios vulnerables: el ojo y la nuca. Y despojada casi de la piel, la cabeza era una llaga viva, monstruosa, repugnante. proferidas al concertarse la riña, fanfarronadas que los contrarios les recordaban comentándolas con dichos y punzantes burlas. Y allá, en el fondo de sus almas, lastimadas en su orgullo de profesionales por aquel contraste, sentían un secreto goce, cuando el implacable Cenizo laceraba con una nueva herida el cuerpo exangüe del malhadado favorito. Si alguien en ese momento hubiese propuesto cesar su martirio, de seguro le habrían abofeteado. Los careos se sucedían unos a otros, sin que aún se hubiera anotado una caída. El Clavel no dejaba una sola vez de contestar en las tablas con un picotazo el ataque de su enemigo; pero a esto se limitaba su acometividad, pues sus patas torpes y vacilantes no lo sostenían, y si lograba a veces enderezarse a medias, tumbábase, en seguida, sobre algunos de sus flancos. Y allí en el suelo, en la arena empapada de sangre, sin que pudiese devolverlos, su adversario lo acribillaba a picotazos y golpes hasta que, agotadas las fuerzas, quedábase, a su vez, inmóvil, jadeante, con el sangriento pico apoyado en el roto plumaje del moribundo. La voz del juez resonaba, entonces, y los galleros cogiendo a los gladiadores, los ponían de nuevo frente a frente en medio de la cancha. Como si estrujasen una esponja, la sangre se escurría por entre sus dedos y teñía sus manos hasta las muñecas. Aquella inaudita resistencia empezó a alarmar a los gananciosos. ¿Sería tabla la riña? Tres horas duraba ya el combate, la tarde caía visiblemente y sólo quince careos señalaba el marcador. ¡Maldito gallo, qué duro era de pelar! Por fin dejó de responder en las tablas. Estaba ciego, casi sin plumas y no conservaba en las venas una gota de sangre. Llegó a los veinticuatro careos, uno más y anulaba el triunfo de su rival. Junto con marcar la quinta caída, el juez se puso de pie y proclamó con solemnidad su fallo: -¡Perdió el Clavel! Mientras los gananciosos rodeaban solícitos al vencedor, el dueño del gallo vencido lo cogió de las patas y, vivo aún, lo lanzó con fuerza lejos de la cancha. Cruzó como un proyectil por entre el florido ramaje y fue a estrellarse contra el tronco de un peral, cuyas ramas, sacudidas por el choque, dejaron caer sobre esa carne palpitante una lluvia de blancos y aterciopelados pétalos. De la rueda partió un rumor sordo de aletazos seguido de un alegre vocerío... Empezaba una nueva riña. LAS NIEVES ETERNAS Sus recuerdos anteriores eran muy vagos. Blanca plumilla de nieve, revoloteó un día por encima de los enhiestos picachos y los helados ventisqueros, hasta que azotada por una ráfaga quedóse adherida a la arista de una roca, donde el frío horrible la solidificó súbitamente. Allí aprisionada, pasó muchas e interminables horas. Su forzada inmovilidad aburríala extraordinariamente. El paso de las nubes y el vuelo de las águilas Ilenábanla de envidia, y cuando el sol conseguía romper la masa de vapores que envolvía la montaña, ella implorábale con temblorosa vocecita: — ¡Oh, padre sol, arráncame de esta prisión! iDevuélveme la libertad! Y tanto clamó, que el sol, complacido, Ia tocó una mañana con uno de sus rayos al contacto del cual vibraron sus moléculas, y penetrada de un calor dulcísimo perdió su rigidez e inmovilidad, y como una diminuta esfera de diamante, rodó por la pendiente hasta un pequeño arroyuelo, cuyas aguas turbias la envolvieron y arrastraron en su caída vertiginosa por los flancos de la montaña. Rodó así de cascada en cascada, cayendo siempre, hasta que, de pronto, el arroyo, hundiéndose en una grieta, se detuvo brusca y repentinamente. Aquella etapa fue larguísima. Sumida en una obscuridad profunda, se deslizaba por el seno de la montaña como a través de un filtro gigantesco. Por fin, y cuando ya se creía sepultada en las tinieblas para siempre, surgió una mañana en la bóveda de una gruta. Llena de gozo se escurrió a lo largo de una estalactita, y suspendida en su extremidad contempló por un instante el sitio en que se encontraba. Aquella gruta abierta en la roca viva, era de una maravillosa hermosura. Una claridad extraña y fantástica la iluminaba, dando a sus muros tonalidades de pórfido y alabastro: junto a la entrada veíase una pequeña fuente rebosante de agua cristalina. raíces ni de las aves, y huyendo de pasar por las branquias de los pececillos que pululaban en los remansos. De pronto el cielo, el sol, el paisaje entero desaparecieron de improviso. El arroyo se había hundido otra vez en la tierra y corría entre tinieblas hacia lo desconocido. Arrastrada por el torrente subterráneo la hija del sol y de la nieve, temerosa de que el choque contra un obstáculo invisible la disgregase, aumentó la cohesión de sus átomos de tal modo que cuando las ondas tumultuosas se apaciguaron, ella estaba intacta y tan aturdida, que no hubiera podido precisar si aquella carrera desenfrenada había durado un minuto o un siglo. Aunque la obscuridad era profunda, conoció que se encontraba su mergida en una masa de agua más densa que la del arroyo, y en la cual ascendía como una burbuja de aire. Una claridad tenue que venía de lo alto y que aumentaba por instantes, iba disipando paulatinamente las sombras. Subía con la rapidez de una saeta. Y antes de que pudiera observar algo de lo que pasaba a su alrerededor, se encontró otra vez bajo el cielo iluminldo por el sol. ¡Qué extraño le pareció aquel paraje! Ni árboles ni colinas ni rnontañas iimitaban la desmedida extensión del horizonte. Por todas partes, como fundida en un inmenso crisol, una lámina de esmeralda se extendía hasta el más remoto confín. Mientras la vagabunda del arroyo, perdida en ia inmensidad, adormecíase sobre las ondas, una sombra interceptó el sol. Era una pequeña avecilla, cuyas alas rozaban casi la llanura líquida. La gota de agua reconoció en el acto, en ella, a una de las golondrinas que bebieron en la fuente de la montaña. El ave la había visto también, y batiendo sus alitas fatigadas, díjole con voz desfalleciente: — Dios, sin duda, te ha puesto en mi camino. La sed me hostiga y debilita mis fuerzas. Apenas puedo sostenerme en el aire. Rezagada de mis hermanas, mi tumba va a ser el inmenso mar, si tú no dejas que bebiéndote, refresque mis secas y ardientes fauces. Si consientes, aún puedo alcanzar la orilla donde me aguardan la primavera y la felicidad. Mas, la gota solitaria le contestó: — Si yo desapareciera, ;para quién fulguraría el sol y lucirían las estrellas? El universo no tendrá razón de ser. Tu petición es absurda y ridícula en demasía. Prendado de mi hermosura, el salobre océano me tomó por esposa: ¡soy la reina del mar! En balde el ave moribunda insistió y suplicó, revoloteando en torno de la inclemente, hasta que por fin, agotadas ya sus fuerzas, se sumergió en las olas. Hizo un supremo esfuerzo y salió del agua, pero sus alas mojadas se negaron a sostenerla, y tras una breve lucha para mantenerse a flote sobre las salobres y traidoras ondas, se hundió en ellas para siempre. Cuando hubo desaparecido, la gotita de agua dulce dijo grave y sentenciosamente: —No tiene más que su merecido. ¡Vaya con la pretensión y petulancia de esa vagabunda bebedora de aire! El sol, ascendiendo al cenit, derramaba sobre el mar la ardiente irradiación de su hoguera eterna, y la descuidada gotita, que flotaba en la superficie perezosamente, se sintió de improviso abrasada de un calor horrible. Y antes de que pudiera evitarlo, se encontró transformada en un leve jirón de vapor que subía por el aire enrarecido hasta una altura inconmensurable. Allí una corriente de viento le arrastró por encima del océano a un punto donde, descendiendo, volvió a ver otra vez valles, colinas y montañas. Sumergida en una masa de vapores, que con su blanco dosel cubría una dilatada campiña agostada por e1 calor, oyó cómo de la tierra subía un clamor que llenaba el espacio. Eran las voces gemidoras de las plantas que decían: — ¡Oh nubes, dadnos de beber! ¡Nos morimos de sed! Mientras el sol nos abrasa y nos devora, nuestras raíces no encuentran en la tierra calcinada un átomo de humedad. Pereceremos infaliblemente, si no desatáis una llovizna siquiera. ¡Nubes del cielo, lloved, lloved! Y las nubes, llenas de piedad, se condensaron en gotas menudísimas que inundaron con una lluvia copiosa los sedientos campos. Mas la gota de agua evaporada por el sol, que flotaba también entre la niebla, dijo: — Es mucho más hermoso errar a la ventura por el cielo azul que mezclarse a la tierra y convertirse en fango. Yo no he nacido para eso. Y haciéndose lo más tenue que pudo, dejó debajo las nubes y se remontó muy alto hacia el cenit. Pero, cuando más embelesada estaba contemplando el vasto horizonte, un viento impetuoso, venido del mar, la arrastró hasta la nevada cima de una altísima montaña, y antes de que se diera cuenta de lo que pasaba se encontró bruscamente convertida en una leve plumilla de nieve que descendió sobre la cumbre, donde se solidificó instantáneamente. Una congoja inexplicable la sobrecogió, estaba en el punto de partida, y oyó murmurar a su lado: — ¡He aquí que retorna una de las elegidas! Ni en polen, ni en rocío, ni en perfume, despilfarró una sola de sus moléculas. Digna es, pues, de ocupar este sitial excelso. Odiamos las groseras trasformaciones y, como símbolo de belleza suprema, nuestra misión es permanecer inmutables e inaccesibles en el espacio y en el tiempo. Mas la angustiada y doliente prisionera, sin atender a la voz de la montaña, sintiéndose penetrada por un frío horrible, se volvió hacia el sol que estaba en el horizonte y le dijo: — ¡Oh, padre sol! iCompadeceos! iDevolvedme la libertad! Pero el sol, que no tenia ahí fuerza ni calor alguno, le contestó: — Nada puedo contra las nieves eternas. Aunque para ellas la aurora es más diligente y más tardío e! ocaso, mis rayos, como al granito que las sustenta, no las fundirán jamás. perdón y hacía protestas ardientes de enmienda, conminándome, en caso de no cumplirlas, con las torturas eternas que Dios destina a los réprobos. (La vendedora, sin cambiar de postura, oía sin desplegar los labios, con el inmóvil rostro iluminado por la claridad tenue e indecisa del crepúsculo.) -Mas la luz del alba -prosigue la enlutada- y la vista de aquella cara pálida, cuyos ojos me miraban con timidez de perrillo castigado, daban al traste con todos aquellos propósitos. ¡Cómo disimulas, hipócrita!, pensaba. ¡Te alegran mis sufrimientos, lo adivino, lo leo en tus ojos! Y en vano trataba de resistir al extraño y misterioso poder que me impelía a esos actos feroces de crueldad, que una vez satisfechos me horrorizaban. Parecíame ver en su solicitud, en su sumisión, en su humildad, un reproche mudo, una perpetua censura. Y su silencio, sus pasos callados, su resignación para recibir los golpes, sus ayes contenidos, sin una protesta, sin una rebelión, antojábanseme otros tantos ultrajes que me encendían de ira hasta la locura. -¡Cómo la odiaba entonces, Dios mío, cómo! (En la tienda desierta las sombras invaden los rincones, borrando los contornos de los objetos. La negra silueta de la mujer se agigantaba y su tono adquirió lúgubres inflexiones.) -Fue a entradas de invierno. Empezó a toser. En sus mejillas aparecieron dos manchas rojas y sus ojos azules adquirieron un brillo extraño, febril. Veíala tiritar de continuo y pensaba que era necesario cambiar sus ligeros vestidos por otros más adecuados a la estación. Pero no lo hacía... y el tiempo era cada vez más crudo... apenas se veía el sol. (La narradora hizo una pausa, un gemido ahogado brotó de su garganta, y luego continuó:) -Hacía ya tiempo que había apagado la luz. El golpeteo de la lluvia y el bramido del viento, que soplaba afuera huracanado, teníanme desvelada. En el lecho abrigado y caliente, aquella música producíame una dulce voluptuosidad. De pronto, el estallido de un acceso de tos me sacó de aquella somnolencia, crispáronse mis nervios y aguardé ansiosa que el ruido insoportable cesara. Mas, terminado un acceso, empezaba otro más violento y prolongado. Me refugié bajo los cobertores, metí la cabeza debajo de la almohada; todo inútil. Aquella tos, seca, vibrante, resonaba en mis oídos con un martilleo ensordecedor. No pude resistir más y me senté en la cama y, con voz que la cólera debía de hacer terrible, le grité: -¡Calla, cállate, miserable! Un rumor comprimido me contestó. Entendí que trataba de ahogar los accesos, cubriéndose la boca con las manos y las ropas, pero la tos triunfaba siempre. No supe cómo salté al suelo y cuando mis pies tropezaron con el jergón, me incliné y busqué a tientas en la oscuridad aquella larga y dorada cabellera y, asiéndola con ambas manos, tiré de ella con furia. Cuando estuvimos junto a la puerta comprendió, sin duda, mi intento, porque por primera vez trató de hacer resistencia y procurando desasirse clamó con indecible espanto: -¡No, no, perdón, perdón! Mas yo había descorrido el cerrojo... Una ráfaga de viento y agua penetró por el hueco, y me azotó el rostro con violencia. Aferrada a mis piernas, imploraba con desgarrador acento: -¡No, no, mamá, mamá! Reuní mis fuerzas y la lancé afuera y, cerrando en seguida, me volví al lecho estremecida de terror. (La propietaria escuchaba atenta y muda, y sus ojos se animaban, bajo el arco de sus cejas, cuando la voz opaca y velada disminuía su diapasón.) -Mucho tiempo permaneció junto a la puerta lanzando desesperados lamentos, interrumpidos a cada instante por los accesos de tos. Me parecía, a veces, percibir entre el ruido del viento y de la lluvia, que ahogaba sus gritos, el temblor de sus miembros y el castañeteo de sus dientes. Poco a poco sus voces de: -¡Ábreme, mamá, mamacita; tengo miedo, mamá! -fueron debilitándose, hasta que, por fin, cesaron por completo. Yo pensé: se ha ido al cobertizo, al fondo del patio, único sitio donde podía resguardarse de la lluvia, y la voz del remordimiento se alzó acusadora y terrible en lo más hondo de la conciencia: -¡La maldición de Dios -me gritaba- va a caer sobre ti...! ¡La estás matando...! ¡Levántate y ábrele...! ¡Aún es tiempo! Cien veces intenté descender del lecho, pero una fuerza incontrastable me retenía en él, atormentada y delirante. ¡Qué horrible noche, Dios mío! (Algo como un sollozo convulsivo siguió a estas palabras. Hubo algunos segundos de silencio y luego la voz más cansada, más doliente, prosiguió:) Una gran claridad iluminaba la pieza cuando desperté. Me volví hacia la ventana y vi a través de los cristales el cielo azul. La borrasca había pasado y el día se mostraba esplendoroso, lleno de sol. Sentí el cuerpo adolorido, enervado por la fatiga; la cabeza parecíame que pesaba sobre los hombros como una masa enorme. Las ideas brotaban del cerebro torpes, como oscurecidas por una bruma. Trataba de recordar algo, y no podía. De pronto, la vista del jergón vacío que estaba en el rincón del cuarto, despejó mi memoria y me reveló de un golpe lo sucedido. apagada por el ruido de las ráfagas, se oye aún por un instante resonar la voz:) -Mañana es día de difuntos y, como siempre, su tumba ostentará las flores más frescas y las más hermosas coronas. En la tienda, las sombras lo envuelven todo. La propietaria, con el rostro en las palmas de las manos, apoyada en el mostrador, como una sombra también, permanece inmóvil. El viento zumba, sacude las coronas y modula una lúgubre cantinela, que acompañan con su frufrú de cosas muertas los pétalos de tela y de papel pintado: -¡Mañana es día de difuntos! EL ORO Una mañana que el sol surgía del abismo y se lanzaba al espacio, un vaivén de su carro flamígero lo hizo rozar la cúspide de la montaña. Por la tarde un águila, que regresaba a su nido, vio en la negra cima un punto brillantísimo que resplandecía como una estrella. Abatió el vuelo y percibió, aprisionado en una arista de la roca, un rutilante rayo de sol. -Pobrecillo -díjole el ave compadecida-, no te inquietes, que yo escalaré las nubes y alcanzaré la veloz cuadriga antes que desaparezca debajo del mar. Y cogiéndolo en el pico se remontó por los aires y voló tras el astro que se hundía en el ocaso. Pero, cuando estaba ya próxima a alcanzar al fugitivo, sintió el águila que el rayo, con soberbia ingratitud, abrasaba el curvo pico que lo retornaba al cielo. Irritada, entonces, abrió las mandíbulas y lo precipitó en el vacío. Descendió el rayo como una estrella filante, chocó contra la tierra, se levantó y volvió a caer. Como una luciérnaga maravillosa erró a través de los campos, y su brillo, infinitamente más intenso que el de millones de diamantes, era visible en mitad del día, y de noche centelleaba en las tinieblas como un diminuto sol. Los hombres, asombrados, buscaron mucho tiempo la explicación del hecho extraordinario, hasta que un día los magos y nigromantes descifraron el enigma. La errabunda estrella era una hebra desprendida de la cabellera del sol. Y añadieron que el que lograse aprisionarla vería trocarse SU existencia efímera en una vida inmortal; pero, para coger el rayo sin ser consumido por él, era necesario haber extirpado del alma todo vestigio de piedad y amor. Entonces, todos los lazos se desataron y ya no hubo ni padres ni hijos ni hermanos. Los amantes abandonaron a sus amadas y la Humanidad entera persiguió, como desatentada jauría, al celeste peregrino por toda la redondez de la tierra. Noche y día millares de manos ávidas se tendieron sin cesar hacia la ascua fulgurante, cuyo contacto reducía a la nada a los audaces y sólo dejaba de sus cuerpos, de sus corazones egoístas y soberbios, un puñado de polvo de un matiz de trigo maduro, que parecía hecho de rayos de sol. Y aquel prodigio, incesantemente renovado, no detenía el enjambre de los que iban a la conquista de la inmortalidad. Los que sucumbían eran, sin duda, aquellos que conservaban en sus corazones un vestigio de sentimientos adversos, y cada cual confiado en el poder victorioso de su ambición, proseguía la caza interminable, sin desmayos y sin recelos, seguros del éxito final. Y el rayo erró por los cuatro ámbitos del planeta, marcando su paso con aquel reguero de polvo dorado y brillante que, arrastrado por las aguas, penetró a través de la tierra y se depositó en las grietas de las rocas y en el lecho de los torrentes. Por fin, el águila, desvanecido ya su rencor, cogiólo nuevamente y lo puso en la ruta del astro que subía hacia el cenit. Y transcurrió el tiempo. El ave, muchas veces centenaria, vio hundirse en la nada incontables generaciones. Un día el Amor desplegó sus alas y se remontó al infinito y como hallase a su paso al águila que bogaba en el azul, le dijo: -Mi reinado ha concluido. Mirad allá abajo. Y la penetrante mirada del ave distinguió a los hombres ocupados en extraer de la tierra y del fondo de las aguas un polvo amarillo, rubio como las espigas, cuyo contacto infiltraba en sus venas un fuego desconocido. Y viendo a los mortales, trastornada la esencia de sus almas, pelearse entre sí como fieras, exclamó el águila: - Sí, el oro es un precioso metal. Mezcla de luz y de cieno, tiene el rubio matiz del rayo; y sus quilates son la soberbia, el egoísmo y la ambición. descansaban por una de sus extremidades en el suelo, dejando un paso estrecho que un caballo podía salvar con un pequeño salto. El terreno sobre el cual se alzaba la choza, era llano y estaba cerrado por una ligera empalizada de ramas secas. En lo alto el sol fulguraba intensamente derramando sus blancos resplandores sobre los campos sumidos en el letargo de la quietud y el sopor. El mendigo, sentado en el banco junto al cual los campesinos van depositando en silencio sus limosnas, murmura con trémula y cascada voz: -¡Dios y la Santísima Virgen se lo paguen, hermano! De pronto, en el camino, frente a la puerta de trancas, aparecen dos jinetes magníficamente montados. Uno tras otro salvan el obstáculo y avanzan en derechura hacia la ramada. Todas las lenguas enmudecen a la vista del patrón y de su hijo que hablan, al parecer, acaloradamente. Los labriegos se miran y se hacen guiños con aire malicioso. Están hartos de aquellas escenas y cuchichean con maligna sonrisa: -El viejo halló la horma de su zapato. -La halló, la halló. Cállanse de nuevo para oír las voces destempladas de los jinetes, que habiendo refrenado sus cabalgaduras gesticulan con tono áspero de disputa. Don Simón, el hacendado, es un hombre de sesenta años, alto, corpulento, de mirada viva y penetrante. Lleva la barba afeitada y su cano y retorcido bigote, que la cólera eriza, deja ver una boca de labios delgados, adusta e imperiosa. Su historia es breve y concisa. Simple vaquero en su juventud, a fuerza de paciencia y perseverancia alcanzó los empleos de capataz, mayordomo y, por último, administrador de una magnífica hacienda. Muy hábil, trabajador infatigable, hizo prosperar de tal modo los intereses del propietario que éste lo hizo su socio dándole una crecida participación en las ganancias. A la muerte de su bienhechor adquirió con sus economías un pequeño fundo en los alrededores, fundo que ensanchó merced a compras sucesivas hasta hacer de él una propiedad valiosísima. Viudo hacía mucho tiempo, sólo tenía aquel hijo. Contaba el mozo veintidós años. De estatura mediana, bien conformado, poseía un semblante expresivo, franco y abierto. Su carácter, como el de su padre, era muy irritable y arrebatado, mas en su corazón había un gran fondo de bondad. Los campesinos le querían entrañablemente y eran a menudo los encubridores y cómplices de sus calaveradas. Ávido de placeres y de libertad y jinete espléndido, era fanático por las carreras de caballo. Contábase el caso muy reciente de haber regresado un día a casa, en ancas del caballejo de un inquilino, sin poncho, sin faja y sin espuelas: todas esas prendas, incluso el caballo y la montura, habíalas apostado y perdido en unas famosas carreras en las Playas de la Marisma. Esta conducta del mozo, su ligereza, su ninguna afección al trabajo y su rebeldía a los consejos paternales, exasperaban y llenaban de amargura el corazón del hacendado. Todo lo había intentado para enderezar aquel arbolillo que era carne de su carne y su único heredero para quien había acumulado esa fortuna, cuya conservación imponíale a sus años tan durísimas fatigas. En su afán de hacer de él un campesino, un hombre de trabajo, un continuador de su obra, no quiso enviarle a la ciudad para recibir una educación cualquiera. Desdeñaba, además, profundamente, esa sabiduría que conceptuaba inútil, superflua y aun perjudicial. Con la lectura y la escritura y un poco de aritmética y contabilidad había de sobra para abrirse camino en la vida. Él no había pasado de allí y pocos podían vanagloriarse de haber alcanzado una prosperidad como la suya. Consecuente con los principios que habían sido la norma de toda su vida, todo su sistema de educación descansaba en la severidad y el rigor. Este proceder le enajenó, poco a poco, el afecto de su hijo, quien llegó a mirarle, a veces, como un enemigo a cuyo despotismo era lícito oponer la astucia, la hipocresía y el engaño. Cuando el niño se hizo hombre, esta oposición de caracteres se acentuó y cavó entre ellos un abismo. "Son el agua y el aceite", decían los campesinos, y así era la verdad. Nada podía juntarles y todo les separaba. Es un perdido, un vagabundo, decía el hacendado, cuya infancia y juventud pasadas en la servidumbre y cuya vida ulterior, opresora y cruel para los demás, habían endurecido de tal modo su corazón, que no podía comprender la esencia de aquella naturaleza tan distinta de la suya. La aversión del mozo por el trabajo continuado, su desapego por el dinero, su debilidad para con los inferiores eran para don Simón otros tantos delitos imperdonables. Y redoblaba las amonestaciones y las amenazas, sin obtener más que una sumisión efímera que el anuncio de una fiesta, de unas carreras, echaba pronto a rodar. Los jinetes habían puesto nuevamente sus caballos al paso y sus voces sonaban claras y distintas en el silencio que reinaba en la ramada. -Te digo que no irás... -Padre, sólo voy a ver correr la yegua overa. En seguida me vuelvo... Se lo juro a usted. -Tú debías estar enterado, desde hace tiempo, que cuando ordeno alguna cosa, no me vuelvo atrás. Déjate, pues, de majaderías. En la aparta de los novillos podrás correr todo lo que te dé la gana. Los inquilinos cuchichean en voz baja: -¿Que hay carreras en la Marisma? -Sí, la del mulato con la yegua overa. Don Isidrito está muy interesado porque don Cucho le ha ofrecido la mitad de la apuesta si jinetea la potranca y gana la carrera. Padre e hijo se detienen delante de la vara donde están atados una veintena de caballos y el hacendado, después de recorrer con una mirada aquellos rostros cohibidos que se desvían temerosos, dijo al dueño del rancho, que se había adelantado hacia él, sombrero en mano: -Jerónimo, vas a ir con todos los que están aquí al potrero de la Aguada para rodear los novillos y encerrarlos en el corral. Nosotros, y miró de soslayo a su hijo, vamos a ir al cerco de los Pidenes y a la vuelta haremos la aparta de la novillada de dos años. ¡Cuidado con corretearme demasiado las reses! -Violentar a este viejito, padre, avergonzarlo descubriéndole sus carnes... Además, no creo que por una inocente mentira... -¡Inocente mentira, inocente mentira...? ¿A esta criminal superchería llamas inocente mentira...? Lo que me parece a la verdad mentira es tener un hijo como tú -vociferó frenético don Simón, y enarbolando la pesada chicotera, avanzó resueltamente sobre el mozo. Este, viendo en los ojos de su padre la intención manifiesta de agredirlo, se desmontó prontamente y penetró bajo la ramada, decidido a cumplir la odiosa orden con toda la blandura y suavidad posibles. De pronto, aquella misma voz cascada y senil se alzó de nuevo en su rincón sombrío: -Padre nuestro que estás en los cielos... Don Simón, que había recobrado en parte la serenidad, dijo con tono de zumba: -¡Ah, le van a rezar las letanías por si muere en la operación! Pero, ¿le perdonarán allá arriba? La voz interrumpió el rezo para decir: -Ya está perdonado. Don Simón, muy divertido, preguntó: -¿Cómo lo sabe usted, abuela? -Porque ya está aquí el Anticristo que lo ha de crucificar. El hacendado dio un respingo en la silla y vociferó a gritos: -¡Vieja imbécil, piara de brutos! ¿Conque soy el Anticristo? ¿El Anticristo? Y mientras repetía el ominoso epíteto, se revolvía en la montura buscando en torno a alguien en quien descargar el peso de la ira que lo ahogaba. Pero no vio sino rostros inclinados y ojos que miraban fijamente el suelo. Volvióse nuevamente hacia el fondo de la ramada y exclamó: -¡Isidro! ¿Hasta cuándo esperas? ¡Acabemos de una vez! El vagabundo, que desde la llegada del patrón no había despegado los labios, guardando una inmovilidad absoluta, cuando el mozo estuvo a su lado empezó a gemir plañideramente: -¡Don Isidrito, apiádese de este pobre viejo! Yo lo conozco a usted de mediano..., no me maltrate. ¡Hágalo por la señorita, su mamá, esa santa que nos mira desde el cielo! Yo he rezado mucho, muchísimo por ella y por usted. ¡Ay, mi amito, mi niño Dios, por las llagas de Nuestro Señor, defiéndame de su padre, favorézcame por amor de Dios! En el corazón del joven aquellos clamores repercutieron dolorosamente. Experimentaba por el viejo una profunda piedad. Quiso tentar un último esfuerzo para aplacar la cólera de su padre, pero las últimas palabras de éste, reiterándole el imperioso mandato, vencieron sus escrúpulos y resignado alargó la mano hacia el pecho del vagabundo, quien sin dejar de gemir rechazó aquel ademán con su huesuda diestra. Esto se repitió varias veces hasta que el mozo cogió con la suya, robusta y poderosa, aquella mano obstinada y terca. El viejo, con una fuerza increíble para sus años, trató de libertar su muñeca de aquellas tenazas, se recogió como una araña y se deslizó al suelo, forcejeando con tal desesperación, con tanta maña y destreza, que el mozo hubo de soltarle sin haber logrado su intento. El joven, cuyos dientes estaban apretados, cambió de táctica. Alargó los brazos y alzando al mendigo del suelo lo tendió de espalda sobre el asiento. Pero aquel cuerpo decrépito, aquel brazo y aquellas piernas semejantes a secos y quebradizos sarmientos, se agitaron con tales sacudidas que, tumbándose el banco, ambos luchadores rodaron por el suelo con gran estruendo. Se oyó una rabiosa blasfemia y un puño alzándose airado, cayó sobre la faz del vagabundo, que se tornó roja bajo una oleada de sangre que brotó de su boca y de su nariz, y manchó sus sucias greñas, sus bigotes y su barba. Instantáneamente cesó el viejo de gemir y debatirse, y el mozo, desabrochándole la blusa, desprendió de su sitio la famosa mano sin gran trabajo. Don Simón se desmontó precipitadamente y acudió presuroso junto al mendigo, diciendo a sus servidores: -¡Vengan, vengan todos! Al empezar la refriega, las mujeres habían huido hacia el interior del rancho lanzando histéricos sollozos, y los campesinos, volviendo la espalda a la ramada, mostrábanse atareadísimos recorriendo los arreos de sus cabalgaduras. Mientras el hacendado se inclina sobre el vagabundo, que, extenuado por la lucha, no hace el menor movimiento, el mozo, de pie, cejijunto y huraño, mira hacia la carretera. En su combate con el viejo algo se ha roto y desvanecido en lo más recóndito de su corazón. Basta mirarlo para conocer que no es el mismo. Si los campesinos se hubiesen vuelto hacia él, de seguro que habrían visto que una súbita y total transformación se había operado en el "Niño", como entre ellos lo llamaban. Parecía haber envejecido de repente diez años y su mirada dura y brillante y el desdeñoso pliegue de la boca demostraban que el padre había recobrado su hijo, cegándose en sus almas el abismo que los separaba. Entre ambos el viejo yacía de espalda con los ojos entornados; sus brazos estaban extendidos a lo largo del cuerpo y en su pecho desnudo veíase un trozo de piel descolorida. Era el sitio en que apoyaba durante tantos años la mano, la sacrílega mano con que hiriera el rostro de aquella que le llevó en sus entrañas. Don Simón examinó largamente aquel miembro, cuyo cutis delicado, casi blanco y sus largas uñas lo llenaron de admiración. De repente se enderezó y preguntó triunfalmente:
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