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LOS RIOS PROFUNDOS- JOSE MARIA ARGUEDAS, Traducciones de Lengua y Literatura

RIOS PROFUNDOS DE JOSE MARÍA ARGUEDAS

Tipo: Traducciones

2009/2010

Subido el 07/12/2021

usuario desconocido
usuario desconocido 🇵🇪

1 documento

Vista previa parcial del texto

¡Descarga LOS RIOS PROFUNDOS- JOSE MARIA ARGUEDAS y más Traducciones en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! los ríos profundos Contemporáneos L El viejo Infundía respeto, a pesar de su anticuada y sucia apariencia. Las personas principales del Cuzco lo saludaban seriamente. Lle- vaba siempre un bastón con puño de oro; susombrero, de angosta ala, le daba un poco de sombra sobre la frente. Era incómodo acompañarlo, porque se arrodillaba frente a todas las iglesias y capillas y se quitaba el sombrero en forma llamativa cuando salu- daba a los frailes. Mi padre lo odiaba. Había trabajado como escribiente en las haciendas del viejo: “Desde las cumbres grita, con voz de conde- nado, advirtiendo a sus indios que él está en todas partes. Alma- cena las frutas de las huertas, y las deja pudrir; cree que valen muy poco para traerlas a vender al Cuzco o llevarlas a Abancay y que cuestan demasiado para dejárselas a los colonos.' ¡Irá al infierno!”, decía de él mi padre. Eran parientes, y se odiaban. Sin embargo, un extraño pro- yecto concibió mi padre, pensando en este hombre. Y aunque me dijo que viajábamos a Abancay, nos dirigimos al Cuzco, desde un lejanísimo pueblo. Según mi padre, íbamos de paso. Yo vine anhelante, por llegar a la gran ciudad. Y conocí al Viejo en una ocasión inolvidable. Entramos al Cuzco de noche. La estación del ferrocarril y la ancha avenida por la que avanzábamos lentamente, a pie, me sorprendieron. El alumbrado eléctrico era más débil que el de algunos pueblos pequeños que conocía. Verjas de madera o 1. Indios que pertenecen a las haciendas. 45 48 —Es la cocina de los arrieros —me dijo—. Nos iremos mañana mismo, hacia Abancay. No vayas a llorar. ¡Yo no he de condenarme por exprimir a un maldito! Sentí que su voz se ahogaba, y lo abracé. —¡Estamos en el Cuzco! —le di; —;Por eso, por eso! Salió. Lo seguí hasta la puerta. —Espérame, o anda a ver el muro —me dijo—. Tengo que hablar con el Viejo, ahora mismo. Cruzó el patio, muy rápido, como si hubiera luz. Era una cocina para indios el cuarto que nos dieron. Man- chas de hollín subían al techo desde la esquina donde había una tullpa indígena, un fogón de piedras. Poyos de adobes rodeaban la habitación. Un catre de madera tallada, con una especie de techo, de tela roja, perturbaba la humildad de la cocina. La manta de seda verde, sin mancha, que cubría la cama, exaltaba el contraste. “¡El Viejo! —pensé—. ¡Así nos recibe!” Yo no me sentía mal en esa habitación. Era muy parecida a la cocina en que me obligaron a vivir en mi infancia; al cuarto oscuro donde recibí los cuidados, la música, los cantos y el dul- císimo hablar de las sirvientas indias y de los “concertados”. Pero ese catre tallado ¿qué significaba? La escandalosa alma del Viejo, su locura por ofender al recién llegado, al pariente trotamundos que se atrevía a regresar. Nosotros no lo necesitábamos. ¿Por qué mi padre venía donde él? ¿Por qué pretendía hundirlo? Habría sido mejor dejarlo que siguiera pudriéndose a causa de sus pecados. Ya prevenido, el Viejo eligió una forma certera de ofender a mi padre. ¡Nos iríamos a la madrugada! Por la pampa de Anta. Estaba previsto. Corrí a ver el muro. Formaba esquina. Avanzaba a lo largo de una calle ancha y continuaba en otra angosta y más oscura, que olía a orines. Esa angosta calle escalaba la ladera. Caminé frente al muro, piedra tras piedra. Me alejaba unos pasos, lo contemplaba y volvía a acer- carme. Toqué las piedras con mis manos; seguí la línea ondulante, 3.Peonesa sueldo anual. «1. El viejo JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos imprevisible, como la de los ríos, en que se juntan los bloques de roca. En la oscura calle, en el silencio, el muro parecía vivo; sobre la palma de mis manos llameaba la juntura de las piedras que había tocado. No pasó nadie por esa calle, durante largo rato. Pero cuando miraba, agachado, una de las piedras, apareció un hombre por la bocacalle de arriba. Me puse de pie. Enfrente había una alta pared de adobes, semiderruida. Me arrimé a ella. El hombre orinó, en media calle, y después siguió caminando. “Ha de de- saparecer —pensé—. Ha de hundirse.” No porque orinara, sino porque contuvo el paso y parecía que luchaba contra la sombra del muro; aguardaba instantes, completamente oculto en la oscu- ridad que brotaba de las piedras. Me alcanzó y siguió de largo siempre con esfuerzo. Llegó a la esquina iluminada y volteó. Debió de ser un borracho. No perturbó su paso el examen que hacía del muro, la corriente que entre él y yo iba formándose. Mi padre me había hablado de su ciudad nativa, de los palacios y templos, y de las plazas, durante los viajes que hicimos, cruzando el Perú de los Andes, de oriente a occidente y de sur a norte. Yo había crecido en esos viajes. Cuando mi padre hacía frente a sus enemigos, y más, cuando contemplaba de pie las montañas, desde las plazas de los pueblos, y parecía que de sus ojos azules iban a brotar ríos de lágrimas que él contenía siempre, como con una máscara, yo meditaba en el Cuzco. Sabía que al fin llegaríamos a la gran ciudad. ¡Será para un bien eterno!”, exclamó mi padre una tarde, en Pampas, donde estuvimos cercados por el odio. Eran más grandes y extrañas de cuanto había imaginado las piedras del muro incaico; bullían bajo el segundo piso enca- lado, que por el lado de la calle angosta, era ciego. Me acordé, entonces, de las canciones quechuas que repiten una frase pa- tética constante: “yawar mayu”, río de sangre; “yawar unu”, agua sangrienta; “puk-tik” yawar Rocha”, lago de sangre que hierve; “yawar wek'e”, lágrimas de sangre. ¿Acaso no podría decirse “yawar rumi”, piedra de sangre, o “puk'tik yawar rumi”, 49 50 piedra de sangre hirviente? Era estático el muro, pero hervía por todas sus líneas y la superficie era cambiante, como la de los ríos en el verano, que tienen una cima así, hacia el centro del caudal, que es la zona temible, la más poderosa. Los indios llaman “yawar mayu” a.esos ríos turbios, porque muestran con el sol un brillo en movimiento, semejante al de la sangre. También llaman “yawar mayu” al tiempo violento de las danzas guerreras, al momento en que los bailarines luchan. —¡Puk'tik, yawar rumi! —exclamé frente al muro, en voz alta. Y como la calle seguía en silencio, repetí la frase varias veces. Mi padre llegó en ese instante a la esquina. Oyó mi voz y avanzó por la calle angosta. —El Viejo ha clamado y me ha pedido perdón —dijo—. Pero sé que es un cocodrilo. Nos iremos mañana. Dice que todas las habitaciones del primer patio están llenas de muebles, de cos- tales y de cachivaches; que ha hecho bajar para mí la gran cuja de su padre. Son cuentos. Pero yo soy cristiano, y tendremos que oír misa, al amanecer, con el Viejo, en la catedral. Nos iremos en seguida. No veníamos al Cuzco; estamos de paso a Abancay. Seguiremos viaje. Este es el palacio de Inca Roca. La Plaza de Armas está cerca. Vamos despacio. Iremos también a ver el templo de Acllahuasi. El Cuzco está igual. Siguen orinando aquí los borrachos y los traseúntes. Más tarde habrá aquí otras feti- deces... Mejor es el recuerdo. Vamos. —Dejemos que el Viejo se condene —le dije—. ¿Alguien vive en este palacio de Inca Roca? —Desde la Conquista. —¿Viven? —¿No has visto los balcones? La construcción colonial, suspendida sobre la muralla, tenía la apariencia de un segundo piso. Me había olvidado de ella. En la calle angosta, la pared española, blanqueada, no parecía servir sino para dar luz al muro. —Papá —le dije—. Cada piedra habla. Esperemos un instante. —No oiremos nada. No es que hablan. Estás confundido. Se trasladan a tu mente y desde allí te inquietan. «1. El viejo JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos —El español, con la piedra incaica y las manos de los indios. —La Compañía es más alta. —No. Es angosta. —Y no tiene atrio, sale del suelo. —No es catedral, hijo. Se veía un costado de las cúpulas, en la oscuridad de la noche. —¿Llueve sobre la catedral? —pregunté a mi padre—. ¿Cae 5 la lluvia sobre la catedral? —+¿Por qué preguntas? —El cielo la alumbra; está bien. Pero ni el rayo ni la lluvia la tocarán. —_La lluvia sí; jamás el rayo. Con la lluvia, fuerte o delgada, la catedral parece más grande. Una mancha de árboles apareció en la falda de la montaña. —¿Eucaliptos? —le pregunté. —Deben de ser. No existían antes. Atrás está la fortaleza, el Sacsayhuaman. ¡No lo podrás ver! Nos vamos temprano. De noche no es posible ir. Las murallas son peligrosas. Dicen que devoran a los niños. Pero las piedras son como las del palacio de Inca Roca, aunque cada una es más alta que la cima del palacio. —¿Cantan de noche las piedras? —Es posible. —Comao las más grandes de los ríos o de los precipicios. Los incas tendrían la historia de todas las piedras con “encanto” y las harían llevar para construir la fortaleza. ¿Y estas con que levan- taron la catedral? —Los españoles las cincelaron. Mira el filo de la torre. Aun en la penumbra se veía el filo; la cal que unía cada piedra labrada lo hacía resaltar. —CGolpeándolas con cinceles les quitarían el “encanto”. Pero las cúpulas de las torres deben guardar, quizás, el resplandor que dicen que hay en la gloria. ¡Mira, papá! Están brillando. —Sí, hijo. Tú ves, como niño, algunas cosas que los mayores no vemos. La armonía de Dios existe en la tierra. Perdonemos al Viejo, ya que por él conociste el Cuzco. Vendremos a la catedral mañana. 54 —Esta plaza, ¿es española? —No. La plaza, no. Los arcos, los templos. La plaza, no. La hizo Pachakutek”, el Inca renovador de la tierra. ¿No es distinta delos cientos de plazas que has visto? —Será por eso que guarda el resplandor del cielo. Nos alumbra desde la fachada de las torres. Papá; jamanezcamos aquí! —Puede que Dios viva mejor en esta plaza, porque es el centro del mundo, elegida por el Inca. No es cierto que la tierra sea redonda. Es larga; acuérdate, hijo, que hemos andado siempre alo ancho o a lo largo del mundo. Nos acercamos a la Compañía. No era imponente, recreaba. Quise cantar junto a su única puerta. No deseaba rezar. La cate- dral era demasiado grande, como la fachada de la gloria para los que han padecido hasta su muerte. Frente a la portada de la Com- pañía, que mis ojos podían ver completa, me asaltó el propósito de entonar algún himno, distinto de los cantos que había oído corear en quechua a los indios, mientras lloraban, en las pequeñas iglesias de los pueblos. ¡No, ningún canto con lágrimas! A paso marcial nos encaminamos al Amaru Cancha, el palacio de Huayna Capac, y al templo de las Acllas. —¿La Compañía también la hicieron con las piedras de los incas? —pregunté a mi padre. —Hijo, los españoles, ¿qué otras piedras hubieran labrado en el Cuzco? ¡Ahora verás! Los muros del palacio y del templo incaicos formaban una calle angosta que desembocaba en la plaza. —No hay ninguna puerta en esta calle —dijo mi padre—. Está igual que cuando los incas. Sólo sirve para que pase la gente. ¡Acércate! Avancemos. Parecía cortada en la roca viva. Llamamos roca viva, siempre, a la bárbara, cubierta de parásitos o de líquenes rojos. Como esa calle hay paredes que labraron los ríos, y por donde nadie más que el agua camina, tranquila o violenta. —Se llama Loreto Quijllu —dijo mi padre. —¿Quijllu, papá? «1. El viejo JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos Se da ese nombre, en quechua, a las rajaduras de las rocas. No a las de las piedras comunes sino de las enormes, o de las interminables vetas que cruzan las cordilleras, caminando irre- gularmente, formando el cimiento de los nevados que ciegan con su luz a los viajeros. —Aquí están las ruinas del templo de Acllahuasi, y de Amaru Cancha —exclamó mi padre. Eran serenos los muros, de piedras perfectas. El de Acllahuasi era altísimo, y bajo el otro, con serpientes esculpidas en el dintel de la puerta. —¿No vive nadie adentro? —pregunté. —Sólo en Acllahuasi; las monjas de Santa Catalina, lejos. Son enclaustradas. No salen nunca. El Amaru Cancha, palacio de Huayna Capac, era una ruina, desmoronándose por la cima. El desnivel de altura que había entre sus muros y los del templo permitía entrar la luz a la calle y contener, mejor, a la sombra. La calle era lúcida, no rígida. Si no hubiera sido tan angosta, las piedras rectas se habrían, quizá, desdibujado. Así estaban cerca; no bullían, no hablaban, no tenían la energía de las que jugaban en el muro del palacio de Inca Roca; era el muro quien imponía silencio; y si alguien hubiera cantado con hermosa voz, allí, las piedras habrían repetido con tono perfecto, idéntico, la música. Estábamos juntos; recordando yo las descripciones que en los viajes hizo mi padre, del Cuzco. Oí entonces un canto. —'¡La María Angola! —le dije. —Sí. Quédate quieto. Son las nueve. En la pampa de Anta, a cinco leguas, se le oye. Los viajeros se detienen y se persignan. La tierra debía convertirse en oro en ese instante; yo tam- bién, no sólo los muros y la ciudad, las torres, el atrio y las fachadas que habían visto. La voz de la campana resurgía. Y me pareció ver, frente a mí, la imagen de mis protectores, los alcaldes indios: don Maywa y don Víctor Pusa, rezando arrodillados delante de la fachada de la iglesia de adobes, blanqueada, de mi aldea, mientras la luz 58 —Nos levantaremos después que la campana toque, a las cinco —dijo. —El oro que doña María Angola entregó para que fun- dieran la campana ¿fueron joyas? —le pregunté. —Sabemos que entregó un quintal de oro. Ese metal era del tiempo de los incas. Fueron, quizá, trozos del Sol de Inti Cancha o de las paredes del templo, o de los ídolos. Trozos, solamente; o joyas grandes hechas de ese oro. Pero no fue un quintal, sino mucho más, el oro que fundieron para la campana. María Angola, ella sola, llevó un quintal. ¡El oro, hijo, suena como para que la voz de las campanas se eleve hasta el cielo, y vuelva con el canto de los ángeles a la tierra! —¿Y las campanas feas de los pueblos que no tenían oro? —Son pueblos olvidados. Las oirá Dios, pero ¿a qué ángel han de hacer bajar esos ruidos? El hombre también tiene poder. Lo que has visto anoche no lo olvidarás. —Vi, papá, a don Pablo Maywa, arrodillado frente a la capilla de su pueblo. —Pero ¡recuerda, hijo! Las campanitas de ese pueblo tenían oro. Fue pueblo de mineros. Comenzó, en ese instante, el primer golpe de la “María Angola”. Nuestra habitación, cubierta de hollín hasta el techo, empezó a vibrar con las ondas lentas del canto. La vibración era triste, la mancha de hollín se mecía como un trapo negro. Nos arrodillamos para rezar. Las ondas finales se percibían todavía en el aire, apagándose, cuando llegó el segundo golpe, aún más triste. Yo tenía catorce años; había pasado mi niñez en una casa ajena, vigilado siempre por crueles personas. El señor de la casa, el padre, tenía ojos de párpados enrojecidos y cejas espesas; le placía hacer sufrir a los que dependían de él, sirvientes y animales. Des- pués, cuando mi padre me rescató y vagué con él por los pueblos, encontré que en todas partes la gente sufría. La “María Angola” lloraba, quizás, por todos ellos, desde el Cuzco. A nadie había visto más humillado que a ese pongo del Viejo. A cada golpe, la campana entristecía más y se hundía en todas las cosas. «1. El viejo JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos — ¡Papá! ¿Quién la hizo? —le pregunté, después del último toque. —Campaneros del Cuzco. No sabemos más. —No sería un español. —-¿Por qué no? Eran los mejores, los maestros. —¿El español también sufría? —Creía en Dios, hijo. Se humillaba ante Él cuanto más grande era. Y se mataron también entre ellos. Pero tenemos que apurarnos en arreglar nuestras cosas. La luz del sol debía estar ya próxima. La cuja tallada del Viejo se exhibía nítidamente en medio del cuarto. Su techo absurdo y la tela de seda que la cubría, me causaban irritación. Las manchas de hollín le daban un fondo humillante. Derribada habría quedado bien. Volvimos a empacar el colchón de mi padre, los tres pellejos de carnero sobre los que yo dormía, y nuestras frazadas. Salimos. Nos miraron sorprendidos los inquilinos del segundo patio. Muchos de ellos rodeaban una pila de agua, lle- vando baldes y ollas. El árbol de cedrón había sido plantado al centro del patio, sobre la tierra más seca y endurecida. Tenía algunas flores en las ramas altas. Su tronco aparecía descasca- rado casi por completo, en su parte recta, hasta donde empezaba a ramificarse. Las paredes de ese patio no habían sido pintadas quizá desde hacía cien años; dibujos hechos con carbón por los niños, o simples rayas, las cruzaban. El patio olía mal, a orines, a aguas podridas. Pero el más desdichado de todos los que vivían allí debía ser el árbol de cedrón. “Si se muriera, si se secara, el patio parecería un infierno”, dije en voz baja. “Sin embargo lo han de matar; lo descascaran.” Encontramos limpio y silencioso el primer patio, el del dueño. Junto a una columna del segundo piso estaba el pongo, con la cabeza descubierta. Desapareció. Cuando subimos al corredor alto lo encontramos recostado en la pared del fondo. Nos saludó, inclinándose; se acercó a mi padre y le besó las manos. —¡Niño, niñito! —me dijo a mí, y vino detrás, gimoteando. El mestizo hacía guardia, de pie, junto a una puerta tallada. —El caballero lo está esperando —dijo, y abrió la puerta. Yo entré rápido, tras de mi padre. El Viejo estaba sentado en un sofá. Era una sala muy grande, como no había visto otra; todo el piso cubierto por una alfombra. Espejos de anchos marcos, de oro opaco, adornaban las paredes; una araña de cristales pendía del centro del techo artesonado. Los muebles eran altos, tapizados de rojo. No se puso de pie el Viejo. Avanzamos hacia él. Mi padre no le dio la mano. Me presentó. —Tu tío, el dueño de las cuatro haciendas —dijo. Me miró el Viejo, como intentando hundirme en la alfombra. Percibí que su saco estaba casi deshilachado por la solapa, y que brillaba desagradablemente. Yo había sido amigo de un sastre, en Huamanga, y con él nos habíamos reído a car- cajadas de los antiguos sacos de algunos señorones avaros que mandaban hacer zurcidos. “Este espejo no sirve —exclamaba el sastre, en quechua—. Aquí sólo se mira la cara el diablo que hace guardia junto al señor para llevárselo a los infiernos.” Me agaché y le di la mano al Viejo. El salón me había des- concertado; lo atravesé asustado, sin saber cómo andar. Pero el lustre sucio que observé en el saco del Viejo me dio tranquilidad. El Viejo siguió mirándome. Nunca vi ojos más pequeños ni más brillantes. ¡Pretendía rendirme! Se enfrentó a mí. ¿Por qué? Sus labios delgadísimos los tuvo apretados. Miró en seguida a mi padre. Él era arrebatado y generoso; había preferido andar solo, entre indios y mestizos, por los pueblos. —¿Cómo te llamas? —me preguntó el Viejo, volviendo a mirarme. Yo estaba prevenido. Había visto el Cuzco. Sabía que tras los muros de los palacios incas vivían avaros. “Tú”, pensé, mirán- dolo también detenidamente. La voz extensa de la grancampana, los amarus del palacio de Huayna Capac, me acompañaban aún. Estábamos en el centro del mundo. —Me llamo como mi abuelo, señor —le dije. —-¿Señor? ¿No soy tu tío? «1. El viejo JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos el alabastro de las ventanas era distinta de la del sol. Parecía que habíamos caído, como en las leyendas, a alguna ciudad escon- dida en el centro de una montaña, debajo de los mantos de hielo inapagables que nos enviaban luz a través de las rocas. Un alto coro de madera lustrada se elevaba en medio del templo. Se levantó el Viejo y nos guió hacia la nave derecha. —El Señor de los Temblores —dijo, mostrando un retablo que alcanzaba la cima de la bóveda. Me miró, como si no fuera yo un niño. Me arrodillé junto a él y mi padre al otro lado. Un bosque de ceras ardía delante del Señor. El Cristo apa- recía detrás del humo, sobre el fondo del retablo dorado, entre columnas y arcos en que habían tallado figuras de ángeles, de frutos y de animales. Yo sabía que cuando el trono de ese Crucificado aparecía en la puerta de la Catedral, todos los indios del Cuzco lanzaban un alarido que hacía estremecer la ciudad, y cubrían, después, las andas del Señor y las calles y caminos, de flores de Aujchu, que es roja y débil. El rostro del Crucificado era casi negro, desencajado, como el del pongo. Durante las procesiones, con sus brazos extendidos, las heridas profundas, y sus cabellos caídos a un lado, como una mancha negra, a la luz de la plaza, con la catedral, las montañas o las calles ondulantes, detrás, avanzaría ahondando las aflicciones de los sufrientes, mostrándose como el que más padece, sin cesar. Ahora, tras el humo y esa luz agitada de la mañana y de las velas, aparecía sobre el altar hirviente de oro, como al fondo de un cre- púsculo del mar, de la zona tórrida, en que el oro es suave O bri- llante, y no pesado y en llamas como el de las nubes de la sierra alta, o de la helada, donde el sol del crepúsculo se rasga en mantos temibles. Renegrido, padeciendo, el Señor tenía un silencio que no apaciguaba. Hacía sufrir; en la catedral tan vasta, entre las llamas de las velas y el resplandor del día que llegaba tan atenuado, el rostro del Cristo creaba sufrimiento, lo extendía a las paredes, a las bóvedas y columnas. Yo esperaba que de ellas brotaran 64 lágrimas. Pero estaba allí el Viejo, rezando apresuradamente con su voz metálica. Las arrugas de su frente resaltaron a la luz de las velas; eran esos surcos los que daban la impresión de que su piel se había descarnado de los huesos. —No hay tiempo para más —dijo. No oímos misa. Salimos del templo. Regresamos a paso ligero. El Viejo nos guiaba. No entramos a la iglesia de la Compañía; no pude siquiera contemplar nuevamente su fachada; sólo vi la sombra de sus torres sobre la plaza. Encontramos un camión en la puerta de la casa. El mestizo de botas hablaba con el chofer. Habían subido nuestros atados a la plataforma. No necesitaríamos ya entrar al patio. —Todo está listo, señor —dijo el mestizo. Mi padre entregó el bastón al Viejo. Yo corrí hasta el segundo patio. Me despedí del pequeño árbol. Frente a él, mirando sus ramas escuálidas, las flores moradas, tan escasas, que temblaban en lo alto, temí al Cuzco. El rostro del Cristo, la voz de la gran campama, el espanto que siempre había en la expresión del pongo, ¡y el Viejo!, de rodillas en la catedral, aun el silencio de Loreto Kijllu, me oprimían. En ningún sitio debía sufrir más la criatura humana. La sombra de la catedral y la voz de la “María Angola” al amanecer, renacían, me alcanzaban. Salí. Ya nos íbamos. El viejo me dio la mano. —Nos veremos —me dijo. Lo vi feliz. Un poco lejos, el pongo estaba de pie, apoyán- dose en la pared. Las roturas de su camisa dejaban ver partes del pecho y del brazo. Mi padre ya había subido al camión. Me acerqué al pongo y me despedí de él. No se asombró tanto. Lo abracé sin estrecharlo. Iba a sonreír, pero gimoteó, exclamando en quechua: “¡Niñito, ya te vas; ya te estás yendo! ¡Ya te estás yendo!”. Corrí al camión. El Viejo levantó los dos bastones en ademán de despedida. «1. El viejo JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos —;¡Debimos ir a la iglesia de la Compañía! —me dijo mi padre, cuando el camión se puso en marcha—. Hay unos bal- cones cerca del altar mayor; sí, hijo, unos balcones tallados, con celosías doradas que esconden a quienes oyen misa desde ese sitio. Eran para las enclaustradas. Pero sé que allí bajan, al amanecer, los ángeles más pequeños, y revolotean, cantando bajo la cúpula, a la misma hora en que tocan la “María Angola”. Su alegría reina después en el templo durante el resto del día. Había olvidado al Viejo, tan apurado en despacharnos, aún la misa no oída; recordaba sólo la ciudad, su Cuzco amado y los templos. —Papá, la catedral hace sufrir —le dije. —Por eso los jesuitas hicieron la Compañía. Representan el mundo y la salvación. Ya en el tren, mientras veía crecer la ciudad, al fuego del sol que caía sobre los tejados y las cúpulas de cal y canto, descubrí el Sacsayhuaman, la fortaleza, tras el monte en el que habían plan- tado eucaliptos. En filas quebradas, las murallas se asentaban sobre la ladera, entre el gris del pasto. Unas aves negras, no tan grandes como dos cóndores, daban vueltas, o se lanzaban desde el fondo del cielo sobre las filas de muros. Mi padre vio que contemplaba las ruinas y no me dijo nada. Más arriba, cuando el Sacsayhuaman se mostró, rodeando la montaña, y podía distinguirse el perfil redondo, no filudo, de los ángulos de las murallas, me dijo: —Son como las piedras de Inca Roca. Dicen que permane- cerán hasta el juicio final; que allítocará su trompeta el arcángel. Le pregunté entonces por las aves que daban vueltas sobre la fortaleza. —Siempre están —me dijo—. ¿No recuerdas que huaman significa águila? “Sacsay huaman” quiere decir “Águila repleta”. —¿Repleta? Se llenarán con el aire. —No, hijo. No comen. Son águilas de la fortaleza. No nece- sitan comer; juegan sobre ella. No mueren. Llegarán al juicio final. —El Viejo se presentará ese día peor de lo que es, más ceni- ciento. s Il. Los viajes Mi padre no pudo encontrar nunca dónde fijar su resi- dencia; fue un abogado de provincias, inestable y errante. Con él conocí más de doscientos pueblos. Temía a los valles cálidos y sólo pasaba por ellos como viajero; se quedaba a vivir algún tiempo en los pueblos de clima templado: Pampas, Huaytará, Coracora, Puquio, Andahuaylas, Yauyos, Cangallo... Siempre junto a un río pequeño, sin bosques, con grandes piedras lúcidas y peces menudos. El arrayán, los lambras, el sauce, el eucalipto, el capulí, la tara, son árboles de madera limpia, cuyas ramas y hojas se recortan libremente. El hombre los contempla desde lejos; y quien busca sombra se acerca a ellos y reposa bajo un árbol que canta solo, con una voz profunda, en que los cielos, el agua y la tierra se confunden. Las grandes piedras detienen el agua de esos ríos pequeños; y forman los remansos, las cascadas, los remolinos, los vados. Los puentes de madera o los puentes colgantes y las oroyas, se apoyan en ellas. En el sol, brillan. Es difícil escalarlas porque casi siempre son compactas y pulidas. Pero desde esas piedras se ve cómo se remonta el río, cómo aparece en los recodos, cómo en sus aguas se refleja la montaña. Los hombres nadan para alcanzar las grandes piedras, cortando el río, llegan a ellas y duermen allí. Porque de ningún otro sitio se oye mejor el sonido del agua. En los ríos anchos y grandes no todos llegan hasta las piedras. Sólo los nadadores, los audaces, los héroes; los demás, los humildes y los niños se quedan; miran desde la orilla, cómo los fuertes nadan en la corriente, donde el río es hondo, cómo llegan hasta las piedras solitarias, cómo las escalan, con cuánto trabajo, y luego se yerguen JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos para contemplar la quebrada, para aspirar la luz del río, el poder con que marcha y se interna en las regiones desconocidas. Pero mi padre decidía irse de un pueblo a otro, cuando las montañas, los caminos, los campos de juego, el lugar donde duermen los pájaros, cuando los detalles del pueblo empezaban a formar parte de la memoria. A mi padre le gustaba oír huaynos:; no sabía cantar, bailaba mal, pero recordaba a qué pueblo, a qué comunidad, a qué valle pertenecía tal o cual canto. A los pocos días de haber llegado a un pueblo averiguaba quién era el mejor arpista, el mejor tocador de charango, de violín y de guitarra. Los llamaba, y pasaban en la casa toda una noche. En esos pueblos sólo los indios tocan arpa y violín. Las casas que alquilaba mi padre eran las más baratas de los barrios centrales. El piso era de tierra y las paredes de adobe desnudo o enlucido con barro. Una lámpara de querosene nos alumbraba. Las habitaciones eran grandes; los músicos tocaban en una esquina. Los arpistas indios tocan con los ojos cerrados. La voz del arpa parecía brotar de la oscuridad que hay dentro de la caja; y el charango formaba un torbellino que grababa en la memoria la letra y la música de los cantos. En los pueblos, a cierta hora, las aves se dirigen visiblemente a lugares ya conocidos. A los pedregales, a las huertas, a los arbustos que crecen en la orilla de las aguadas. Y según el tiempo, su vuelo es distinto. La gente del lugar no observa estos detalles, pero los viajeros, la gente que ha de irse, no los olvida. Las tuyas prefieren los árboles altos, los jilgueros duermen o descansan en los arbustos amarillos; el chihuaco canta en los árboles de hojas oscuras: el saúco, el eucalipto, el lambras; no va a los sauces. Las tórtolas vuelan a las paredes viejas y horadadas; las torcazas buscan las quebradas, los pequeños bosques de apariencia lejana; prefieren que se les oiga a cierta distancia. El gorrión es el único que está en todos los pueblos y en todas partes. El viuda-pisk'o salta sobre las grandes matas de espino, abre las alas negras, las sacude, y luego 4-Cancióny baile popular de origen incaico, 70 grita. Los loros grandes son viajeros. Los loros pequeños prefieren los cactos, los árboles de espino. Cuando empieza a oscurecer se reparten todas esas aves en el cielo; según los pueblos toman dife- rentes direcciones, y sus viajes los recuerda quien las ha visto, sus trayectos no se confunden en la memoria. Cierta vez llegamos a un pueblo cuyos vecinos principales odian a los forasteros. El pueblo es grande y con pocos indios. Las faldas de los cerros están cubiertas por extensos campos de linaza. Todo el valle parece sembrado de lagunas. La flor azul de la linaza tiene el color de las aguas de altura. Los campos de linaza parecen lagunas agitadas; y, según el poder del viento, las ondas son menudas o extensas. Cerca del pueblo, todos los caminos están orillados de árboles de capulí. Eran unos árboles frondosos, altos, de tronco luminoso; los únicos árboles frutales del valle. Los pájaros de pico duro, la tuya, el viuda-pisk'o, el chihuaco, rondaban las huertas. Todos los niños del pueblo se lanzaban sobre los árboles, en la tarde y al mediodía. Nadie que los haya visto podrá olvidar la lucha de los niños de ese pueblo contra los pájaros. En los pueblos trigueros, se arma a los niños con hondas y latas vacías; los niños caminan por las sendas que cruzan los trigales; hacen tronar sus hondas, cantan y agitan el badajo de las latas. Ruegan a los pájaros en sus canciones, les avisan: “¡Está envenenado el trigo! ¡Idos, idos! ¡Volad, volad! Es del señor cura. ¡Salid! ¡Buscad otros campos!”. En el pueblo del que hablo, todos los niños estaban armados con hondas de jebe; cazaban a los pájaros como a ene- migos de guerra; reunían los cadáveres a la salida de las huertas, en el camino, y los contaban: veinte tuyas, cuarenta chibuacos, diez viuda pisk'os. Un cerro alto y puntiagudo era el vigía del pueblo. En la cumbre estaba clavada una cruz; la más grande y poderosa de cuantas he visto. En mayo la bajaron al pueblo para que fuera bendecida. Una multitud de indios vinieron de las comunidades del valle; y se reunieron con los pocos comuneros del pueblo, al pie del cerro. Ya estaban borrachos, y cargaban odres llenos de IL. Los viajes JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos de grandes eucaliptos. De vez en cuando llegaban bandadas de loros a posarse en esos árboles. Los loros se prendían de las ramas; gritaban y caminaban a lo largo de cada brazo de árbol; parecían conversar a gritos, celebrando su llegada. Se mecían en las copas altas del bosque. Pero no bien empezaban a gozar de sosiego, cuando sus gritos repercutían en las rocas de los precipi- cios, salían de sus casas los tiradores de fusil; corrían con el arma en las manos hacia el bosque. El grito de los loros grandes sólo lo 73 he oído en las regiones donde el cielo es despejado y profundo. Yo llegaba antes que los fusileros a ese bosque de Yauyos. Miraba a los loros y escuchaba sus gritos. Luego entraban los tiradores. Decían que los fusileros de Yauyos eran notables dis- parando en la posición de pie porque se entrenaban en los loros. Apuntaban; y a cada disparo caía un loro; a veces, por casua- lidad, derribaban dos. ¿Por qué no se movía la bandada? ¿Por qué no levantaban el vuelo al oír la explosión de los balazos y al ver tantos heridos? Seguían en las ramas, gritando, trepando, saltando de un árbol a otro. Yo hacía bulla, lanzaba piedras a los árboles, agitaba latas llenas de piedras; los fusileros se burlaban; y seguían matando loros, muy formalmente. Los niños de las escuelas venían por grupos a recoger los loros muertos; hacían sartas con ellos. Concluido el entrenamiento, los muchachos paseaban las calles llevando cuerdas que cruzaban todo el ancho de la calle; de cada cuerda colgaban de las patas veinte o treinta loros ensangrentados. En Huancapi estuvimos sólo unos días. Es la capital de pro- vincia más humilde de todas las que he conocido. Está en una que- brada ancha y fría, cerca de la cordillera. Todas las casas tienen techo de paja y solamente los forasteros: el juez, el telegrafista, el subprefecto, los maestros de las escuelas, el cura, no son indios. En la falda de los cerros el viento sacude la paja; en el lecho de la quebrada y en algunas hondonadas crece la k'eñwa, un árbol chato, de corteza roja. La montaña por donde sale el sol termina en un precipicio de rocas lustrosas y oscuras. Al pie del precipicio, entre grandes piedras, crecen también esos árboles de puna, rojos, 74 de hojas menudas; sus troncos salen del pedregal y sus ramas se tuercen entre las rocas. Al anochecer, la luz amarilla ilumina el precipicio; desde el pueblo, a gran distancia, se distingue el tronco rojo delos árboles, porque la luz de las nubes se refleja en la piedra, y los árboles, revueltos entre las rocas, aparecen. En ese gran pre- cipicio tienen sus nidos los cernícalos de la quebrada. Cuando los cóndores y gavilanes pasan cerca, los cernícalos los atacan, se lanzan sobre las alas enormes y les clavan sus garras en el lomo. El cóndor es inerme ante el cernícalo; no puede defenderse, vuela agitando las alas, y el cernícalo se prende de él, cuando logra alcanzarlo. A veces, los gavilanes se quejan y chillan, cruzan la quebrada perseguidos por grupos de pequeños cernícalos. Esta ave ataca al cóndor y al gavilán en son de burla; les clava las garras y se remonta; se precipita otra vez y hiere el cuerpo de su víctima. Los indios, en mayo, cantan un huayno guerrero: Killinchu yau, Oye, cernícalo, Wamancha yau, oye, gavilán, urpiykitam k'echosk'ayki voya quitarte a tu paloma, yanaykitam k'echosk'ayki. a tuamada voya quitarte. Kechosk'aykim, He de arrebatártela, K'echosk'aykim he de arrebatártela, apasak'mi apasak'mi me la he de llevar, me la he de llevar, Killincha ¡oh cernícalo! wamancha ¡oh gavilán! El desafío es igual, al cernícalo, al gavilán o al cóndor. Junto a las grandes montañas, cerca de los precipicios donde anidan las aves de presa, cantan los indios en este mes seco y helado. Es una canción de las regiones frías, de las quebradas altas, y de los pue- blos de estepa, en el sur. Salimos de Huancapi antes del amanecer. Sobre los techos de paja había nieve, las cruces de los techos también tenían hielo. Los toros de barro que clavan a un lado y a otro de las cruces parecían más grandes a esa hora; con la cabeza levantada, tenían el aire de animales vivos sólo sensibles a la profundidad. El pasto y las yerbas IL. Los viajes JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos que orillan las acequias de las calles estaban helados; las ramas que cuelgan sobre el agua, aprisionadas por la nieve, se agitan pesada- mente con el viento o movidas por el agua. El precipicio de los cer- nícalos es muy visible; la vía láctea pasaba junto a la cumbre. Por el camino a Cangallo bajamos hacia el fondo del valle, siguiendo el curso de la quebrada. La noche era helada y no hablábamos; mi padre iba delante, yo tras él, y el peón me seguía de cerca, a pie. Ibamos buscando el gran río, al Pampas. Es el río más extenso de los que pasan por las regiones templadas. Su lecho es ancho, cubierto de arena. En mayo y junio, las playas de arena y de piedras se extienden a gran distancia de las orillas del río, y tras las playas, una larga faja de bosque bajo y florido de retama, un bosque virgen donde viven palomas, pequeños pájaros y nubes de mariposas amarillas. Una paloma demora mucho en cruzar de una banda a otra del río. El vado para las bestias de carga es ancho, cien metros de un agua cristalina que deja ver la sombra de los peces, cuando se lanzan a esconderse bajo las piedras. Pero en verano el río es una tempestad de agua terrosa; entonces los vados no existen, hay que hacer grandes caminatas para llegar a los puentes. Nosotros bajamos por el camino que cae al vado de Cangallo. Ya debía amanecer. Habíamos llegado a la región de los lambras, de los molles y de los árboles de tara. Bruscamente, del abra en que nace el torrente, salió una luz que nos iluminó por la espalda. Era una estrella más luminosa y helada que la luna. Cuando cayó la luz en la quebrada, las hojas de los lambras bri- llaron como la nieve; los árboles y las yerbas parecían témpanos rígidos; el aire mismo adquirió una especie de sólida transpa- rencia. Mi corazón latía como dentro de una cavidad luminosa. Con luz desconocida, la estrella siguió creciendo; el camino de tierra blanca ya no era visible sino a lo lejos. Corrí hasta llegar junto a mi padre; él tenía el rostro agachado; su caballo negro también tenía brillo, y su sombra caminaba como una mancha semioscura. Era como si hubiéramos entrado en un campo de agua que reflejara el brillo de un mundo nevado. “¡Lucero grande, werak'ocha, lucero grande!”, llamándonos, nos alcanzó el peón; sentía la misma exaltación ante esa luz repentina. 75 78 El día que llegamos repicaban las campanas. Eran las cuatro de la tarde. Todas las mujeres y la mayor parte de los hombres estaban arrodillados en las calles. Mi padre se bajó del caballo y preguntó a una mujer por la causa de los repiques y del rezo en las calles. La mujer le dijo que en ese instante operaban en el Colegio al padre Linares, santo predicador de Abancay y Director del Colegio. Me ordenó que desmontara y que me arrodillara junto a él. Estuvimos cerca de media hora rezando en la acera. No tran- sitaba la gente; las campanas repicaban como llamando a misa. Soplaba el viento y la basura de las calles nos envolvía. Pero nadie se levantó ni siguió su camino hasta que las campanas cesaron. —Él ha de ser tu Director —dijo mi padre—. Sé que es un santo, que es el mejor orador sagrado del Cuzco y un gran pro- fesor de Matemáticas y Castellano. Nos alojamos en la casa de un notario, ex compañero de colegio de mi padre. Durante el largo viaje me había hablado de su amigo y de la convicción que tenía de que en Abancay le recomendaría clientes, y que así, empezaría a trabajar desde los primeros días. Pero el notario era un hombre casi inútil. Encor- vado y pálido, debilitado hasta el extremo, apenas caminaba. Su empleado hacía el trabajo de la notaría y le robaba sin piedad. Mi padre sintió lástima de su amigo y se lamentó, durante todo el tiempo que estuvo en Abancay, de haber ido a alojarse en la casa de este caballero enfermo y no a un tambo. Nos hicieron dos camas en el suelo, en el dormitorio de los niños. Los hijos durmieron sobre pellejos y nosotros en los colchones. —:¡Gabriel! Dispensa, hermano, dispensa —decía el notario. La mujer caminaba con los ojos bajos, sin atreverse a hablar ni a mirar. Nosotros hubiéramos preferido salir de allí con cual- quier pretexto. “¡Debimos ir a un tambo, a cualquier tambo!” exclamaba mi padre, en voz baja. —Después de tanto tiempo; viniendo tú de tan lejos y no poder atenderte —se lamentaba el enfermo. Mi padre le agradecía y le pedía perdón, pero no se decidía a declararle que nos dejara irnos. No fue posible. La voz de su ss III La despedida JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos amigo parecía que iba a apagarse en cualquier instante; hablaba con gran esfuerzo. Los niños ayudaban a la madre, me miraban sin mucha desconfianza; pero estaban asombrados y no se atre- vían a observar a mi padre. Mi padre llevaba un vestido viejo, hecho por un sastre de pueblo. Su aspecto era complejo. Parecía vecino de una aldea; sin embargo, sus ojos azules, su barba rubia, su castellano gentil y sus modales, desorientaban. No, no debíamos causar lástima, ni podíamos herir aun a la gente más humilde. Sin embargo, fue un día cruel. Y nos sentimos dichosos cuando al día siguiente pudimos dormir sobre un poyo de adobes, en una tienda con andamios que alquilamos en una calle central. Nuestra vida empezó así, precipitadamente, en Abancay. Y mi padre supo aprovechar los primeros inconvenientes para justificar el fracaso del principal interés que tuvo ese viaje. No pudo quedarse, no organizó su estudio. Durante diez días estuvo lamentando las fealdades del pueblo, su silencio, su pobreza, su clima ardiente, la falta de movimiento judicial. No había pequeños propietarios en la provincia; los pleitos eran de carácter penal, querellas miserables que jamás concluían; toda la tierra pertenecía a las haciendas; la propia ciudad, Abancay, no podía crecer porque estaba rodeada por la hacienda Patibamba, y el patrón no vendía tierras a los pobres ni a los ricos y los grandes señores sólo tenían algunas causas antiguas que se ventilaban desde hacía decenas de años. Yo estaba matriculado en el Colegio y dormía en el inter- nado. Comprendí que mi padre se marcharía. Después de varios años de haber viajado juntos, yo debía quedarme; y él se iría solo. Como todas las veces, alguna circunstancia casual decidiría su rumbo. ¿A qué pueblo; y por qué camino? Esta vez él y yo calcu- lábamos a solas. No tomaría nuevamente el camino del Cuzco; se iría por el otro lado de la quebrada, atravesando el Pachachaca, buscando los pueblos de altura. De todos modos empezaría bajando hacia el fondo del valle. Y luego subiría la cordillera de enfrente; vería Abancay por última vez desde un abra muy lejana, 79 80 de alguna cumbre azul donde sería invisible para mí. Y entraría en otro valle o pampa, ya solo; sus ojos no verían del mismo modo el cielo ni la lejanía; trotaría entre las piedras y los arbustos sin poder hablar; y el horizonte, en las quebradas o en las cimas, se hundiría con más poder, con gran crueldad y silencio en su inte- rior. Porque cuando andábamos juntos el mundo era de nuestro dominio, su alegría y sus sombras iban de él hacia mí. No; no podría quedarse en Abancay. Ni ciudad ni aldea, Abancay desesperaba a mi padre. Sin embargo, quiso demostrarme que no quería faltar a su promesa. Limpió su placa de abogado y la clavó en la pared, junto a la puerta de la tienda. Dividió la habitación con un bastidor de tocuyo, y detrás del bastidor, sobre una tarima de adobes, tendió su cama. Sentado en la puerta de la tienda o paseándose, esperó clientes. Tras la división de madera, por lo alto, se veían los anda- mios de la tienda. A veces, cansado de caminar o de estar sen- tado, se echaba en la cama. Yo lo encontraba así, desesperado. Cuando me veía, trataba de fingir. —Puede ser que algún gran hacendado me encomiende una causa. Y bastaría con eso —decía—. Aunque tuviera que quedarme diez años en este pueblo, tu porvenir quedaría asegurado. Buscaría una casa con huerta para vivir y no tendrías que ir al internado. Yo le daba la razón. Pero él estaba acostumbrado a vivir en casas con grandes patios, a conversar en quechua con decenas de clientes indios y mestizos; a dictar sus recursos mientras el sol alumbraba la tierra del patio y se extendía alegremente en el enta- blado del “estudio”. Ahora estaba agachado, oprimido, entre las paredes de una tienda construida para mercachifles. Por eso, cuando una tarde fue a visitarme al Colegio en compañía de un forastero con aspecto de hacendado de pueblo, presentí que su viaje estaba resuelto. Una alegría incontenible brillaba en su rostro. Ambos habían bebido. He venido un instante, con este caballero —me dijo—. Ha llegado de Chalhuanca para consultar con un abogado; y hemos tenido suerte. Su asunto es sencillo. Ya tienes autorización para salir. Ven al estudio después de las clases. ss III La despedida JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos —Chalhuanca es mejor. Tiene un río, juntito al pueblo. Allí queremos a los forasteros. Nunca ha ido un abogado, ¡nunca! Será usted como un rey, doctorcito. Todos se agacharán cuando pase, se quitarán el sombrero como es debido. Comprará tierras; para el niño le regalaremos un caballo con un buen apero de metal... ¡Pasarás el vado al galope...! ¡En mi hacienda manejarás un zurriago tronador y arrearás ganado! Buscaremos a los patos en los montes del río; capearás a los toritos bravos de la hacienda. ¡Ja caraya! ¡No hay que llorar! ¡Es más bien el milagro del Señor de Chalhuanca! ¡El ha escogido ese pueblo para ustedes! ¡Salud, doctor; levante su cabeza! ¡Levántate, muchacho guapo! ¡Salud, doctor! ¡Porque se despide de este pueblo triste! Y mi padre se puso de pie. El chalhuanquino me sirvió medio vaso de cerveza: —Ya está grandecito; suficiente para la ocasión. ¡Salud! Fue la primera vez que bebí con mi padre. Y comenzó nue- vamente su alegría. Los planes deslumbrantes de siempre, en la víspera de los viajes. —Me quedaré en Chalhuanca, hijo. ¡Seré por fin vecino de un pueblo! Y te esperaré en las vacaciones, como dice el señor, con un caballo brioso en que puedas subir los cerros y pasar los ríos al galope. Compraré una chacra junto al río, y construi- remos un molino de piedra. ¡Quién sabe podamos traer a don Pablo Maywa para que lo arme! Es necesario afincarse, no seguir andando así, como un Judío Errante... El pobre Alcilla será tu apoderado, hasta diciembre. Y nos separamos casi con alegría, con la misma esperanza que después del cansancio de un pueblo nos iluminaba al empezar otro viaje. Él subiría la cumbre de la cordillera que se elevaba al otro lado del Pachachaca; pasaría el río por un puente de cal y canto, de tres arcos. Desde el abra se despediría del valle y vería un campo nuevo. Y mientras en Chalhuanca, cuando hablara con los nuevos amigos, en su calidad de forastero recién llegado, sen- tiría mi ausencia, yo exploraría palmo a palmo el gran valle y el pueblo; recibiría la corriente poderosa y triste que golpea a los 83 84 niños, cuando deben enfrentarse solos a un mundo cargado de monstruos y de fuego, y de grandes ríos que cantan con la música más hermosa al chocar contra las piedras y las islas. ss III La despedida IV. La hacienda Los hacendados de los pueblos pequeños contribuyen con grandes vasijas de chicha y pailas de picantes para las faenas comunales. En las fiestas salen a las calles y a las plazas, a cantar huaynosencoro y a bailar. Caminan de diario con polainas viejas, vestidos de diablo fuerte o casinete, y una bufanda de vicuña o de alpaca en el cuello. Montan en caballos de paso, llevan espuelas de bronce y, siempre, sobre la montura, un pellón de cuero de oveja. Vigilan a los indios cara a cara, y cuando quieren más de lo que comúnmente se cree que es lo justo, les rajan el rostro o los llevan a puntapiés hasta la cárcel, ellos mismos. En los días de fiesta, o cuando se dirigen a la capital de la Provincia, visten de casimir, montan sobre pellones sampedranos, con apero de gala cubierto de anillos de plata, estribos con anchas fajas de metal y “roncadoras”, con una gran aspa de acero. Parecen transfor- mados; cruzan la plaza a galope u obligan a los caballos a trotar a paso menudo, braceando. Cuando se emborrachan, estando así vestidos, hincan las espuelas hasta abrir una herida a los caba- llos; los estribos y el aspa de las espuelas se bañan en sangre. Luego se lanzan a carrera por las calles y sientan a los caballos en las esquinas. Temblando, las bestias resbalan en el empedrado, y el jinete los obliga a retroceder. A veces los caballos se paran y levantan las patas delanteras, pero entonces la espuela se hunde más en la herida y la rienda es recogida con crueldad; el jinete exige, le atormenta el orgullo. La gente los contempla formando grupos. Muy rara vez el caballo logra arrancar la brida y zafar hacia el camino, arrastrando al jinete y sacudiéndolo sobre la tierra. 85 88 un atado de mi ropa, y cruzar de noche el Pachachaca; alcanzar la otra cumbre y caminar libremente en la puna hasta llegar a Chalhuanca. Pero supe respetar la decisión de mi padre, y esperé, contemplándolo todo, fijándolo en la memoria. Enesos días de confusión y desasociego, recordaba el canto de despedida que me medicaron las mujeres, en el último ayllu donde residí, como refugiado, mientras mi padre vagaba perseguido. Huyendo de parientes crueles pedí misericordia a un ayllu que sembraba maíz en la más pequeña y alegre quebrada que he conocido. Espinos de flores ardientes y el canto de las torcazas ilaminaban los maizales. Los jefes de familia y las señoras, mamakunas de la comunidad, me protegieron y me infundieron la impagable ternura en que vivo. Cuando los políticos dejaron de perseguir a mi padre, él fue a buscarme a la casa de los parientes donde me dejó. Con la culata de su revólver rompió la frente del jefe de la familia, y bajó después a la quebrada. Se emborrachó con los indios, bailó con ellos muchos días. Rogó al Vicario que viniera a oficiar una misa solemne en la capilla del ayllu. Al salir de la misa, entre cohetazos y el repique de las campanas, mi padre abrazó en el atrio de la iglesia a Pablo Maywa y Víctor Pusa, alcaldes de la comunidad. En seguida montamos a caballo, en la plaza, para comenzar el inmenso viaje. Salimos del caserío y empezamos a subir la cuesta. Las mujeres cantaban el jarahui de la despedida: ¡Ay warmallay warma ¡No te olvides, mi pequeño, yuyaykunlim, yuyaykunkim! no te olvides! Jhatun yurak'ork'o Cerro blanco, kutiykachimunki; hazlo volver; abrapi puquio, pampapi puquio agua de la montaña, manantial de la yank'atak yakuyananman. [pampa Alkunchallay, kutiykamunchu que nunca muera de sed. raprachaykipi apaykamunki. Halcón, cárgalo en tus alas Riti ork'o, jhatun riti ork%o y hazlo volver. yank'tak” ñannimpi ritiwak”, Inmensa nieve, padre de la nieve, 9 1V. La hacienda José María ARGUEDAS yank'atak” wayra ñannimpi k'ochpaykunkiman. Amas pára amas pára aypankicnu; amas Kaka, amas kaka ñannimpi tuñinkichu. ¡Ay warmallay warma kutiykamunki Los ríos profundos no lo hieras en el camino. Mal viento, no lo toques. Lluvia de tormenta, no lo alcances. ¡No, precipicio, atroz precipicio, no lo sorprendas! ¡Hijo mío, haz de volver, haz de volver! kutiykamunkipuni! —No importa que llores. Llora, hijo, porque si no, se te puede partir el corazón —exclamó mi padre, cuando vio que apretaba los ojos y trotaba callado. Desde entonces no dejamos ya de viajar. De pueblo en pueblo, de provincia en provincia, hasta llegar a la quebrada más profunda, a estos feudos de cañaverales. Mi padre se fue demasiado pronto de Abancay, cuando empezaba a descubrir su infierno; cuando el odio y la desolación empezaban a aturdirme de nuevo. Los dueños de las haciendas sólo venían al Colegio a visitar al Padre Director. Cruzaban el patio sin mirar a nadie. —;¡El dueño de Auquibamba! —decían los internos. —¡El dueño de Pati! —¡El dueño de Yaca! Y parecía que nombraban a las grandes estrellas. El Padre Director iba a celebrar misa para ellos en las capi- llas de las haciendas. Pero ciertos domingos venían los hacen- dados al pueblo. Entonces había sermón y canto en la iglesia. El Padre Director empezaba suavemente sus prédicas. Elo- giaba a la Virgen con las palabras conmovedoras; su voz era armoniosa y delgada, pero se exaltaba pronto. Odiaba a Chile y encontraba siempre la forma de pasar de los temas religiosos hacia el loor de la patria y de sus héroes. Predicaba la futura guerra contra los chilenos. Llamaba a los jóvenes y a los niños 89 90 para que se prepararan y no olvidaran nunca que su más grande deber era alcanzar el desquite. Y así, ya exaltado, hablando con violencia, recordaba a los hombres sus otros deberes. Elogiaba a los hacendados; decía que ellos eran el fundamento de la patria, los pilares que sostenían su riqueza. Se refería a la religiosidad de los señores, al cuidado con que conservaban las capillas de las haciendas y a la obligación que imponían entre los indios de confesarse, de comulgar, de casarse y vivir en paz, en el trabajo humilde. Luego bajaba nuevamente la voz y narraba algún pasaje del calvario. Después de la misa, las autoridades y los hacendados lo esperaban en la puerta de la iglesia; lo rodeaban y lo acompa- ñaban hasta el Colegio. Esos domingos el Padre Director almorzaba con los internos; presidía la mesa, nos miraba con expresión bondadosa. Res- plandecía de felicidad; bromeaba con los alumnos y se reía. Era rosado, de nariz aguileña; sus cabellos blancos, altos, peinados hacia atrás, le daban una expresión gallarda e imponente, a pesar de su vejez. Las mujeres lo adoraban; los jóvenes y los hombres creían que era un santo; y ante los indios de las haciendas llegaba como una aparición. Yo lo confundía en mis sueños; lo veía como un pez de cola ondulante y ramosa, nadando entre las algas de los remansos, persiguiendo a los pececillos que viven protegidos por las yerbas acuáticas, a las orillas de los ríos; pero otras veces me parecía don Pablo Maywa, el indio que más quise, abrazándome contra su pecho al borde de los grandes maizales. 9 1V. La hacienda JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos Ellas sabían sólo huaynos del Apurímac y del Pachachaca, de la tierra tibia donde crecen la caña de azúcar y los árboles frutales. Cuando cantaban con sus voces delgaditas, otro pai- saje presentíamos; el ruido de las hojas grandes, el brillo de las cascadas que saltan entre arbustos y flores blancas de cactus, la lluvia pesada y tranquila que gotea sobre los campos de caña; las quebradas en que arden las flores del pisonay, llenas de hormigas rojas y de insectos voraces: ¡Ay siwar K'enti! amaña wayta tok”okachaychu, siwar k'enti. Ama hina kaychu mayupataman urayamuspa, Koriraphra, kay puka mayupi wak'ask'ayta K'awaykamuway. K'awaykamuway siwar Kenti, ori raphra, llakisk” ayta, purun wayta kirisk'aykita, mayupata wayta sak'esk'aykita. ¡Ay picaflor, ya no horades tanto la flor, alas de esmeralda. No seas cruel baja a la orilla del río, alas de esmeralda, y mírame llorando junto al [agua roja, mírame llorando. Baja y mírame, picaflor dorado, toda mi tristeza, flor del campo herida, flor de los ríos que abandonaste. Yo iba a las chicherías a oír cantar y a buscar a los indios de hacienda. Deseaba hablar con ellos y no perdía la esperanza. Pero nunca los encontré. Cierta vez, entraron a una chichería varios indios traposos, con los cabellos más crecidos y sucios que de costumbre; me acerqué para preguntarles si pertenecían a alguna hacienda. ¡Mánan haciendachu kani! (No soy de hacienda), me contestó con desprecio uno de ellos. Después, cuando me con- vencí que los “colonos” no llegaban al pueblo, iba a las chiche- rías, por oír la música, y a recordar. Acompañando en voz baja la melodía de las canciones, me acordaba de los campos y las piedras, de las plazas y los templos, de los pequeños ríos adonde 33 94 fui feliz. Y podía permanecer muchas horas junto al arpista o en la puerta de calle de las chicherías, escuchando. Porque el valle cálido, el aire ardiente, y las ruinas cubiertas de alta yerba de los otros barrios, me eran hostiles. Las autoridades departamentales, los comerciantes, algunos terratenientes y unas cuantas familias antiguas empobrecidas vivían en los otros barrios de Abancay. La mayoría de las casas tenían grandes huertas de árboles frutales. La sombra de los árboles llegaba hasta las calles. Muchas huertas estaban descui- dadas, abandonadas, sus muros derruidos, en muchos sitios casi hasta los cimientos. Se veían las raíces de los espinos plantados en la cima de las paredes, las antiguas veredas, desmoronadas y cubiertas de ramas y de mantos de hojas húmedas. Los sapos caminaban en el fondo de las yerbas. Caudalosas acequias de agua limpia, inútil, cruzaban las huertas. En esos barrios había manzanas enteras sin construcciones, campos en que crecían arbustos y matas de espinos. De la Plaza de Armas hacia el río sólo había dos o tres casas, y luego un campo baldío, con bosques bajos de higuerilla, poblado de sapos y tarántulas. En ese campo jugaban los alumnos del Colegio. Los sermones patrióticos del Padre Director se realizaban en la prác- tica; bandas de alumnos “peruanos” y “chilenos” luchábamos allí; nos arrojábamos frutos de la higuerilla con hondas dejebe, y después, nos lanzábamos al asalto, a pelear a golpes de puño y a empellones. Los “peruanos” debían ganar siempre. En ese bando se alistaban los preferidos de los campeones del Colegio, porque obedecíamos las órdenes que ellos daban y teníamos que aceptar la clasificación que ellos hacían. Muchos alumnos volvían al internado con la nariz hin- chada, con los ojos amoratados o con los labios partidos. “La mayoría son chilenos, padrecito”, informaban los “jefes”. El Padre Director sonreía y nos llevaba al botiquín para curarnos. El “Añuco” era un “chileno” artero y temible. Era él el único interno descendiente de una familia de terratenientes. « V. Puente sobre el mundo. JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos Se sabía en Abancay que el abuelo del “Añuco” fue un gran hacendado, vicioso, jugador y galante. Hipotecó la hacienda más grande e inició a su hijo en los vicios. El padre del “Añuco” heredó joven, y dedicó su vida, como el abuelo, al juego. Se establecía en las villas de los grandes pro- pietarios; invitaba a los hacendados vecinos y organizaba un casino en el salón de la casa-hacienda. Tocaba piano, cantaba y era galante con las hijas y las esposas de los terratenientes. Las temporadas que él pasaba en los palacios de las haciendas se convertían en días memorables. Pero al cabo, se quedó sin un palmo de tierra. Sus dos haciendas cayeron en manos de un inmi- grante que había logrado establecer una fábrica en el Cuzco, y que estaba resuelto a comprar tierras para ensayar el cultivo del algodón. Contaban en Abancay que el padre del “Añuco” pasó los tres últimos años de su vida en la ciudad. Habitaba su propia casa; una mansión desmantelada, con una huerta de árboles inútiles y de yerbas que se secaban en el invierno y renacían con las llu- vias del verano. El señor decidía suicidarse casi todos los días. Iba a la iglesia y rezaba; se despedía del mundo contemplando el cielo y las montañas; luego se dirigía a su casa caminando con pasos firmes. Al principio, sus vecinos y los pocos amigos que tenía en el pueblo, lo observaban con temor y con cierto alivio. Sabían cuál era su decisión. Pero a la mañana siguiente, se abría la puerta, y el señor aparecía, siempre abrigado con una amplia capa española. Contaban que una vez lo vieron, antes de la hora del rosario, armando un nudo corredizo en un naranjo de la huerta; que dejó la cuerda suspendida y trajo del interior de la casa dos cajones, y los puso uno encima del otro. Y que así, ya parecía todo resuelto. Pero el ex hacendado esperó, apoyado en el árbol. Y cuando a la hora del rosario tocaron las campanas, salió a la calle, se dirigió lentamente a la iglesia, y volvió. Pero ya no pasó a la huerta. Se quedó en las habitaciones interiores. No deshizo en los días siguientes la horca que había armado, y los cajones quedaron junto al árbol. 95 98 que había sido tomado prisionero y estaba en el “cuartel”, escol- tado por varios “guardias”. Se lanzaba como una pequeña fiera, gruñía, mordía, arañaba y daba golpes contundentes y decisivos. “¡Fuera sarnas! ¡Tengo mal de rabia!”, gritaba, con los ojos bri- llantes, que causaban desconcierto; se lanzaba a luchar de verdad, y sus adversarios huían. Pero muchas veces, cuando el “Añuco” caía entre algún grupo de alumnos que lo odiaban especialmente, era golpeado sin piedad. Gritaba como un cerdo al que degiellan, pedía auxilio y sus chillidos se oían hasta el centro del pueblo. Exageraba sus dolores, gemía durante varios días. Y los odios no cesaban, se complicaban y se extendían. En las noches, algunos internos tocaban armónica en los corredores del primer patio; otros preferían esconderse en el patio de recreo, para fumar y contar historias de mujeres. El primer patio era empedrado. A la derecha del portón de entrada estaba el edificio; a la izquierda sólo había una alta pared desnuda y húmeda. Junto a esa pared había un gran caño de agua con un depósito cuadrangular de cal y canto, muy pequeño. Viejos pilares de madera sostenían el corredor del segundo piso y ori- llaban el patio. Tres focos débiles alumbraban el corredor bajo; el patio quedaba casi en la sombra. A esa hora, algunos sapos lle- gaban hasta la pila y se bañaban en la pequeña fuente o croaban flotando en las orillas. Durante el día se escondían en las yerbas que crecían junto al chorro. Muchas veces, tres o cuatro alumnos tocaban huaynos en competencia. Se reunía un buen público de internos para escu- charlos y hacer de juez. En cierta ocasión cada competidor tocó más de cincuenta huaynos. A estos tocadores de armónica les gustaba que yo cantara. Unos repetían la melodía; los otros “el acompañamiento”, en las notas más graves; balanceaban el cuerpo, se agachaban y levantaban con gran entusiasmo, mar- cando el compás. Pero nadie tocaba mejor que Romero, el alto y aindiado rondinista de Andahuaylas. El patio interior de recreo era de tierra. Un pasadizo largo y sin pavimento comunicaba el primer patio con este campo. A la derecha del pasadizo estaba el comedor, cerca del primer patio; « V. Puente sobre el mundo. JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos al fondo, a un extremo del campo de juego, tras de una pared vieja de madera, varios cajones huecos, clavados sobre un canal de agua, servían de excusados. El canal salía de un pequeño estanque. Durante el día más de cien alumnos jugaban en ese pequeño campo polvoriento. Algunos de los juegos eran brutales; los ele- gían los grandes y los fuertes para golpearse, o para ensangretar y hacer llorar a los pequeños y a los débiles. Sin embargo, muchos de los alumnos pequeños y débiles preferían, extrañamente, esos rudos juegos; aunque durante varios días se quejaban y cami- naban cojeando, pálidos y humillados. Durante las noches, el campo de juego quedaba en la oscu- ridad. El único foco de luz era el que alumbraba la puerta del comedor, a diez metros del campo. Ciertas noches iba a ese patio, caminando despacio, una mujer demente, que servía de ayudante en la cocina. Había sido recogida en un pueblo próximo por uno de los Padres. No era india; tenía los cabellos claros y su rostro era blanco, aunque estaba cubierto de inmundicia. Era baja y gorda. Algunas mañanas la encontraron saliendo de la alcoba del Padre que la trajo al Colegio. De noche, cuando iban al campo de recreo, caminaba rozando las paredes, silenciosamente. La descubrían ya muy cerca de la pared de madera de los excusados, o cuando empujaba una de las puertas. Causaba desconcierto y terror. Los alumnos grandes se golpeaban para llegar primero junto a ella, o hacían guardia cerca de los excusados, formando una corta fila. Los menores y los pequeños nos quedábamos detenidos junto a las paredes más próximas, temblando de ansiedad, sin decirnos una palabra, mi- rando el tumulto o la rígida espera de los que estaban en la fila. Al poco rato, mientras aún esperaban algunos, o seguían golpeándose en el suelo, la mujer salía a la carrera, y se iba. Pero casi siempre alguno la alcanzaba todavía en el camino y pretendía derribarla. Cuando desaparecía en el callejón, seguía el tumulto, las increpa- ciones, los insultos y los pugilatos entre los internos mayores. Jamás peleaban con mayor encarnizamiento; llegaban a patear a sus competidores cuando habían caído al suelo; les 99 clavaban el taco del zapato en la cabeza, en las partes más dolo- rosas. Los menores no nos acercábamos mucho a ellos. Oíamos los asquerosos juramentos de los mayores; veíamos cómo se perseguían en la oscuridad, cómo huían algunos de los conten- dores, mientras el vencedor los amenazaba y ordenaba a gritos que en las próximas noches ocuparan un lugar en el rincón de los pequeños. La lucha no cesaba hasta que tocaban la campana que anunciaba la hora de ir a los dormitorios; o cuando alguno de los Padres llamaba a voces desde la puerta del comedor, porque había escuchado los insultos y el vocerío. En las noches de luna la demente no iba al campo de juego. El “Añuco” y Lleras miraban con inmenso desprecio a los contusos de las peleas nocturnas. Algunas noches contemplaban los pugilatos desde la esquina del pasadizo. Llegaban cuando la lucha había empezado, o cuando la violencia de los jóvenes cedía, y por la propia desesperación organizaban una fila. —¡A ver, critauras! ¡A la fila! ¡A la fila! —gritaba el “Añuco”, mientras Lleras reía a carcajadas. Se refería a nosotros, a los menores, que nos alejábamos a los rincones del patio. Los grandes permanecían callados en su formación, o se lanzaban en tumulto contra Lleras; él corría hacia el comedor, y el grupo de sus perseguidores se detenía. Un abismo de odio separaba a Lleras y “Añuco” de los internos mayores. Pero no se atrevían a luchar con el campeón. Hasta que cierta noche ocurrió algo que precipitó aún más el odio a Lleras. El interno más humilde y uno de los más pequeños era Pala- cios. Había venido de una aldea de la cordillera. Leía penosa- mente y no entendía bien el castellano. Era el único alumno del Colegio que procedía de un ayllu de indios. Su humildad se debía a su origen y a su torpeza. Varios alumnos pretendimos ayudarle a estudiar, inútilmente; no lograba comprender y permanecía extraño, irremediablemente alejado del ambiente del Colegio, de cuanto explicaban los profesores y del contenido de los libros. Estaba condenado a la tortura del internado y de las clases. Sin « V. Puente sobre el mundo. JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos Palacios no se atrevía a mirar a nadie. Se acostó vestido y se cubrió la cabeza con las mantas. El “Añuco” miró a Romero antes de entrar en su cama, y le dijo: —'¡Pobrecito, pobrecito! Romero estaba decidido y no contestó al “Añuco”; no se volvió siquiera hacia él. Luego el Padre Director apagó las luces. Y nadie más volvió a hablar. A pesar de nuestra gran ansiedad el desafío no pudo reali- zarse. El Director prohibió que durante la semana fuéramos al patio interior. Lleras y su amigo fumaban en los sitios ocultos del corredor, o se paseaban abrazados. Nadie se acercaba a ellos. El “Añuco” corría a la fuente, cuando oía croar a los sapos, y lanzaba pe- queñas piedras al depósito de agua, o daba golpes en los bordes del estanque, con un palo largo de leña. “¡Malditos, malditos”, exclamaba; y golpeaba ferozmente. “Va uno, Lleras. Le rompí el cuerpo”, decía jubilosamente. Y venía al pie del foco para ver si el palo tenía sangre. Pasaron los días y Romero perdió su coraje. Dejó de hablar sobre sus planes para derrotar a Lleras, del método que iba a emplear para fundirlo y humillarlo. “Llegó por fin la hora”, nos había prometido: “Le romperé la nariz. Han de ver chorreando sangre a ese maldito”. Y podía haberlo conseguido. Romero era delgado, pero ágil y fuerte; sus piernas tenían una musculatura poderosa; jugaba de centro half en el equipo del Colegio; cho- caba con adversarios más altos y gruesos y los derribaba; o saltaba como un mono, esquivando diestramente a grupos de jugadores. Teníamos una gran fe en él. Sin embargo, fue callando día a día. Y nadie quiso obligarlo. Lleras era mañoso, experimentado y feroz. “Si se ve perdido puede clavarle un cuchillo a Romero”, dijo uno de losinternos. Pero Lleras tampoco recordó el compromiso. El domingo siguiente salieron primero, él y su amigo. No los vimos en el pueblo ni en el campo de fútbol. No vinieron a almorzar al 103 104 Colegio. Dijeron después que habían ido a escalar montes y que consiguieron llegar hasta las primeras nieves del Ampay. Palacios huía de Lleras y del “Añuco”. Se protegía cami- nando siempre con nosotros; sentándose a nuestro lado. Su terror hizo que confiara algo más en sus compañeros de clase. —Si lo viera en mi pueblo, con mi padre lo haría matar —me dijo en aquellos días en que esperábamos la pelea. Temblaba un poco mientras hablaba. Y por primera vez vi que una gran resolu- ción endureció su mirada y dio a su rostro una expresión resplan- deciente. Sus mejillas enrojecieron. Su padre vino a visitarlo cuando el desafío se había frus- trado. Poco después de la visita me llamó a nuestro salón de clase. Junto a la mesa del profesor me habló en voz muy baja. —Oye, hermanito, dale esto a Romero. Mi padre me lo ha regalado porque le he ofrecido pasar de año. Y puso en mis manos una libra de oro brillante, que parecía recién acuñada. —¿Y si no quiere? —Ruégale. Nadie sabrá. Si no quiere, dile que me escaparé del Colegio. Fui donde Romero. Lo llevé al internado. Era cerca de las seis de la tarde y todos los alumnos estaban en los patios. Le entregué la libra. Primero enrojeció, como ante un gran insulto, luego me dijo: “No; yo no puedo aceptar; soy un perro”. “Tú ya has humillado al Lleras —le contesté en voz alta—. ¿No lo ves? Hace muchos días que no impera como antes, que no abo- fetea a los chicos. Grita, rezondra y amenaza; pero no tiene valor para tocarnos. Mejor que no peleaste. Le has puesto un bozal sin haberle derrotado.” Y como siguió dudando y no levantaba los ojos, yo continué hablándole. Me aturdía verle con la mirada baja, siendo tan mayor y llevándome tantos grados de estudios. “¿No ves cómo Palacitos ha cambiado? —le dije—. Tú tendrías la culpa si huye del Colegio.” Recibió la moneda. Y se decidió a mirarme. “Pero no lo voy a gastar —dijo—. La guardaré para recuerdo.” Luego pudo sonreír. Y Palacios llegó a ser un buen amigo de Romero. No de pronto, sino lentamente. Este hecho, por sí mismo, se convirtió « V. Puente sobre el mundo. JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos en una especie de advertencia a Lleras. Creo que desde entonces Lleras decidió fugar del Colegio, aun teniendo en cuenta que debería abandonar al “Añuco”, dejándolo tan inerme, tan brus- camente hundido. La demente no volvió a ir al patio oscuro, varias semanas. Muchos internos se impacientaron. Uno de ellos, que era muy cobarde, a pesar de su corpulencia, llegó a maldecir. Le llamaban “Peluca”, porque su padre era barbero. “Peluca” se escondía en los excusados y aun bajo los catres, cuando alguno de los Padres llevaba al patio de juego los guantes de box. Tenía una constante expresión lacrimosa, semejante a la de los niños que contienen el llanto. —-“Peluca”, no llores. No seas así —le decían sus compa- ñeros de clase y los internos. Él enrojecía de ira; rompía sus cua- dernos y sus libros. Y cuando lo exasperaban, llamándole en coro, llegaba a derramar lágrimas. —-“Peluquita”, no seas triste. —-“Peluquita”, traeré a mi abuela para que te consuele. —;¡Agú, “Peluquita”! —le decían. Debía tener 19 ó 20 años. Su cuello era ancho, su nuca fuerte, como la de un toro; sus manos eran grandes. Tenía piernas musculosas; durante las vacaciones trabajaba en el campo. Al principio creyeron que podría boxear. Contaban los alumnos que temblaba mientras le aseguraban los guantes; que su rival, a pesar de todo, lo miraba con desconfianza. Pero cuando recibió el primer golpe en la cara, “Peluca” se volvió de espaldas, se encogió y no quiso seguir luchando. Lo insultaron; los propios Padres le exigieron, lo avergozaron, con las palabras más hirientes; todo fue inútil, se negó a dar cara a su contendor. El padre Cárpena, que era aficionado al deporte, no pudo contenerse, le dio un pun- tapié y lo derribó de bruces Sin embargo, en el patio interior, cuando veía llegar a la demente, el “Peluca” se transfiguraba. Aprovechaba el desconcierto del primer instante para que no lo rezagaran. Decían que entonces se portaba con una astucia que enloquecía a los demás. Y luego huía al patio de honor, cerca de los Padres. Muchas veces, ciegos 105 108 de Abancay, el Mariño cristalino, al tiempo que construíamos estanques cerrando la corriente, no podíamos salvarnos del súbito asalto del temor a ese patio. Las palabras del “Peluca” definieron un antiguo presenti- miento. Yo sabía que los rincones de ese patio, el ruido del agua que caía al canal de cemento, las yerbas pequeñas que crecían escondidas detrás de los cajones, el húmedo piso en que se recos- taba la demente y donde algunos internos se revolvían, luego que ella se iba, o al día siguiente, o cualquier tarde; sabía que todo ese espacio oculto por los tabiques de madera era un espacio ende- moniado. Su fetidez nos oprimía, se filtraba en nuestro sueño; y nosotros, los pequeños, luchábamos con ese pesado mal, tem- blábamos ante él, pretendíamos salvarnos, inútilmente, como los peces de los ríos, cuando caen en el agua turbia de los aluviones. La mañana nos iluminaba, nos liberaba; el gran sol alumbraba esplendorosamente, aun sobre las amarillas yerbas que crecían bajo el denso aire de los excusados. Pero el anochecer, con el viento, despertaba esa ave atroz que agitaba su ala en el patio interior. No entrábamos solos allí, a pesar de que un ansia oscura por ir nos sacudía. Algunos, unos pocos de nosotros, iban, siguiendo a los más grandes. Y volvían avergonzados, como bañados en agua contaminada; nos miraban con temor; un arre- pentimiento incontenible los agobiaba. Y rezaban casi en voz alta en sus camas, cuando creían que todos dormíamos. Una noche, vi levantarse a Chauca. Descalzo y medio des- nudo salió al corredor. Un foco rojo, opaco, alumbraba brumo- samente el dormitorio. Chauca era rubio y delgado. Abrió con gran cuidado la puerta, y se fue. Llevaba una correa de caucho en la mano. Al poco rato volvió. Tenía los ojos llenos de lágrimas y temblaban sus manos. Besó la correa de caucho, y se acostó muy despacio. Su cama estaba frente a la mía, en un extremo del dor- mitorio. Permaneció unos instantes recostado sobre los fierros del catre; siguió llorando, hasta que se cubrió con las frazadas. A la mañana siguiente despertó muy alegre; cantando un her- moso carnaval de su pueblo fue a lavarse a la pila del patio; bajó las escalera corriendo; pasó el patio a saltos y rodeó el pequeño « V. Puente sobre el mundo. JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos estanque, bailando; gritó burlonamente a los pequeños sapos, salpicándoles chorros de agua. Su alegría, la limpidez de sus ojos, contagiaba. Ni una sombra había en su alma; estaba jubiloso, brillaba la luz en sus pupilas. Supe después que en la noche se había flagelado frente a la puerta de la capilla. Yo esperaba los domingos para lanzarme a caminar en el campo. Durante los otros días refrenaba el mal recordando a mi padre, concibiendo grandes hazañas que intentaría realizar cuando fuera hombre; dedicando mi pensamiento a esa joven alta, de rostro hermoso, que vivía en aquel pueblo salvaje de las huertas de capulí. Y con ella, recordando su imagen, me figuraba otras niñas más jóvenes; alguna que acaso pudiera mirarme con más atención, que pudiera adivinar y tomar para sí mis sueños, la memoria de mis viajes, de los ríos y montañas que había visto, de los precipicios y grandes llanuras pobladas de lagos que había cru- zado. Debía ser delgada y pequeña, de ojos azules, y de trenzas. Pero yo también, muchas tardes, fui al patio interior tras de los grandes, y me contaminé, mirándolos. Eran como los duendes, semejantes a los monstruos que aparecen en las pesadi- llas, agitando sus brazos y sus patas velludas. Cuando volvía del patio oscuro me perseguía la expresión de algunos de ellos; la voz angustiosa, sofocada y candente con que se quejaban o aullaban triunfalmente. Había aún luz a esa hora, el crepúsculo ilumi- naba los tejados; el cielo amarillo, meloso, parecía arder. Y no teníamos adónde ir. Las paredes, el suelo, las puertas, nuestros vestidos, el cielo de esa hora, tan raro, sin profundidad, como un duro techo de luz dorada; todo parecía contaminado, perdido o iracundo. Ningún pensamiento, ningún recuerdo podía llegar hasta el aislamiento mortal en que durante ese tiempo me sepa- raba del mundo. Yo que sentía tan mío aun lo ajeno. ¡Yo no podía pensar, cuando veía por primera vez una hilera de sauces her- mosos, vibrando a la orilla de una acequia, que esos árboles eran ajenos! Los ríos fueron siempre míos; los arbustos que crecen en las faldas de las montañas, aun las casas de los pequeños pueblos, con su tejado rojo cruzado de rayas de cal; los campos azules 109 no de alfalfa, las adoradas pampas de maíz. Pero a la hora en que volvía de aquel patio, al anochecer, se desprendía de mis ojos la maternal imagen del mundo. Y llegada la noche, la soledad, mi aislamiento, seguían creciendo. Estaba rodeado de niños de mi edad y de la otra gente, pero el gran dormitorio era más temible y desolado que el valle profundo de Los Molinos donde una vez quedé abandonado, cuando perseguían a mi padre. El valle de Los Molinos era una especie de precipicio, en cuyo fondo corría un río pequeño, entre inmensas piedras erizadas de arbustos. El agua bullía bajo las piedras. En los remansos, casi ocultos bajo la sombra de las rocas, nadaban, como agujas, unos peces plateados y veloces. Cinco molinos de piedra, escalonados en la parte menos abrupta de la quebrada, eran movidos por la misma agua. El agua venía por un acueducto angosto, abierto por los españoles, hecho de cal y canto y con largos socavones horadados en la roca. El camino que comunicaba ese valle y los pueblos próximos era casi tan angosto como el acueducto, y así como él, colgado en el precipicio, con largos pasos bajo techo de rocas; los jinetes debían agacharse allí, mirando el río que hervía en el fondo del barranco. La tierra era amarilla y ligosa. En los meses de lluvia el camino quedaba cerrado; en el barro amarillo resbalaban hasta las cabras cerriles. El sol llegaba tarde y de- saparecía poco después del mediodía; iba subiendo por las faldas rocosas del valle, elevándose lentamente como un líquido tibio. Así, mientras las cumbres permanecían iluminadas, el valle de Los Molinos quedaba en la sombra. En esa quebrada viví abandonado durante varios meses; llo- raba a gritos en las noches; deseaba irme, pero temía al camino, a la sombra de los trechos horadados en la roca, y a esa angosta senda, apenas dibujada en la tierra amarilla que, en la oscuridad nocturna, parecía guardar una luz opaca, blanda y cegadora. Cuando salía la luna, me levantaba; la tarabilla de los molinos tronaba; las inmensas piedras del río, coronadas de arbustos secos, me esperaban, y yo no podía ir contra ellas. El pequeño puente de eucaliptos, también cubierto de tierra amarilla, se movía con los primeros pasos de los transeúntes. « V. Puente sobre el mundo. JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos Y podía ir al patio oscuro, dar vueltas en su suelo polvo- riento, aproximarme a los tabiques de madera, y volver más altivo y sereno a la luz del patio principal. La propia demente me causaba una gran lástima. Me apenaba recordarla sacudida, disputada con implacable brutalidad; su cabeza golpeada contra las divisiones de madera, contra la base de los excusados; y su huida por el callejón, en que corría como un oso perseguido. Y los pobres jóvenes que la acosaban; y que después se profanaban, hasta sentir el ansia de flagelarse, y llorar bajo el peso del arre- pentimiento. ¡Sí! Había que ser como ese río imperturbable y cristalino, como sus aguas vencedoras. ¡Como tú, río Pachachaca! ¡Her- moso caballo de crin brillante, indetenible y permanente, que marcha por el más profundo camino terrestre! 1 ma VI. Zumbayllu La terminación quechua yllu es una onomatopeya. Yllu representa en una de sus formas la música que producen las pequeñas alas en vuelo; música que surge del movimiento de objetos leves. Esta voz tiene semejanza con otra más vasta: illa. Tlla nombra a cierta especie de luz y a los monstruos que nacieron heridos por los rayos de la luna. /lla es un niño de dos cabezas o un becerro que nace decapitado; o un peñasco gigante, todo negro y lúcido, cuya superficie apareciera cruzada por una vena ancha de roca blanca, de opaca luz; es también ¿lla una mazorca cuyas hileras de maíz se entrecruzan o forman remolinos; son illas los toros míticos que habitan el fondo de los lagos solita- rios, de las altas lagunas rodeadas de totora, pobladas de patos negros. Todos los ¿llas, causan el bien o el mal, pero siempre en grado sumo. Tocar un ¿lla, y morir o alcanzar la resurrección, es posible. Esta voz ¡lla tiene parentesco fonético y una cierta comu- nidad con la terminación yllu. Se llama tankayllu, al tábano zumbador e inofensivo que vuela en el campo libando flores. El tankayllu aparece en abril, pero en los campos regados se le puede ver en otros meses del año. Agita sus alas con una velocidad alocada, para elevar su pesado cuerpo, su vientre excesivo. Los niños lo persiguen y le dan caza. Su alargado y oscuro cuerpo termina en una especie de aguijón que no sólo es inofensivo sino dulce. Los niños le dan caza para beber la miel en que está untado ese falso aguijón. Al tankayllu no se le puede dar caza fácilmente, pues vuela alto, buscando la flor de los arbustos. Su color es raro, tabaco oscuro; en el vientre lleva unas rayas brillantes; y como el ruido de sus alas es intenso, JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos demasiado fuerte para su pequeña figura, los indios creen que el tankayllu tiene en su cuerpo algo más que su sola vida. ¿Por qué lleva miel en el tapón del vientre? ¿Por qué sus pequeñas y ende- bles alas mueven el viento hasta agitarlo y cambiarlo? ¿Cómo es que el aire sopla sobre el rostro de quien lo mira cuando pasa el tankayllu? Su pequeño cuerpo no puede darle tanto aliento. Él remueve el aire, zamba como un ser grande; su cuerpo afelpado desaparece en la luz, elevándose perpendicularmente. No, no es un ser malvado; los niños que beben su miel sienten en el corazón, durante toda la vida, como el roce de un tibio aliento que los protege contra el rencor y la melancolía. Pero los indios no consideran al tankayllu una criatura de Dios como todos los insectos comunes; temen que sea un réprobo. Alguna vez los misioneros debieron predicar contra él y otros seres privilegiados. En los pueblos de Ayacucho hubo un danzante de tijeras que ya se ha hecho legen- dario. Bailó en las plazas de los pueblos durante las grandes fiestas; hizo proezas infernales en las vísperas de los días santos; tragaba trozos de acero, se atravesaba el cuerpo con agujas y gar- fios; caminaba alrededor de los atrios con tres barretas entre los dientes; ese danzak” se llamó “Tankayllu”. Su traje era de piel de cóndor ornado de espejos. Pinkuyllu es el nombre de la quena gigante que tocan los indios del sur durante las fiestas comunales. El pinkuyllu no se toca jamás en las fiestas de los hogares. Es un instrumento épico. No lo fabrican de caña común ni de carrizo, ni siquiera de mámak, caña selvática de grosor extraordinario y dos veces más larga que la caña brava. El hueco del mámak” es oscuro y pro- fundo. En las regiones donde no existe el huaranhuay los indios fabrican pinkuyllus menores de mámak”, pero no se atreven a dar al instrumento el nombre de pinkuyllu, le llaman simplemente mámak, para diferenciarlo de la quena familiar. Mámak' quiere decir la madre, la germinadora, la que da origen; es un nombre mágico. Pero no hay caña natural que pueda servir de materia para un pinkuyllu; el hombre tiene que fabricarlo por sí mismo. Construye un mámak' más profundo y grave; como no nace ni aun en la selva. Una gran caña curva. Extrae el corazón de las m5 18 los molles, en los caminos que unen las chozas lejanas y las aldeas. El propio “Añuco”, el engreído, el arrugado y pálido “Añuco”, miraba a Antero desde un extremo del grupo; en su cara amarilla, en su rostro agrio, erguido sobre el cuello delgado, de nervios tan filudos y tensos, había una especie de tierna ansiedad. Parecía un ángel nuevo, recién convertido. Yo recordaba al gran “Tankayllu”, al danzarín cubierto de espejos, bailando a grandes saltos en el atrio de la iglesia. Recor- daba también el verdadero tankayllu, el insecto volador que per- seguíamos entre los arbustos floridos de abril y mayo. Pensaba en los blancos pinkuyllus que había oído tocar en los pueblos del sur. Los pinkuyllus traían a la memoria la voz de los wak'rapukus, ¡y de qué modo la voz de los pinkuyllus y wak'rapukus es seme- jante al extenso mugido con que los toros encelados se desafían a través de los montes y los ríos! Yo no pude ver el pequeño trompo ni la forma cómo Antero lo encordelaba. Me dejaron entre los últimos, cerca del “Añuco”. Sólo vi que Antero, en el centro del grupo, daba una especie de golpe con el brazo derecho. Luego escuché un canto delgado. Era aún temprano; las paredes del patio daban mucha sombra; el sol encendía la cal de los muros, por el lado del poniente. El aire de las quebradas profundas y el sol cálido no son propicios a la difusión de los sonidos; apagan el canto de las aves, lo absorben; en cambio hay bosques que permiten estar siempre cerca de los pájaros que cantan. En los campos templados o fríos, la voz humana o la de las aves es llevada por el viento a grandes distancias. Sin embargo, bajo el sol denso, el canto del zumbayllu se propagó con una claridad extraña; parecía tener agudo filo. Todo el aire debía estar henchido de esa voz delgada; y toda la tierra, ese piso arenoso del que parecía brotar. —¡Zumbayllu, zumbayllu! Repetí muchas veces el nombre, mientras oía el zambido del trompo. Era como un coro de grandes tankayllus fijos en un sitio, prisioneros sobre el polvo. Y causaba alegría repetir esta palabra, tan semejante al nombre de los dulces insectos que desaparecían cantando en la luz. ss VI Zumbayllu JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos Hice un gran esfuerzo; empujé a otros alumnos más grandes que yo y pude llegar al círculo que rodeaba a Antero. Tenía en las manos un pequeño trompo. La esfera estaba hecha de un coco de tienda, de esos pequeñísimos cocos grises que vienen enlatados; la púa era grande y delgada. Cuatro huecos redondos, a manera de ojos, tenía la esfera. Antero encordeló el trompo, lentamente, con una cuerda delgada; le dio muchas vueltas, envolviendo la púa desde su extremo afilado; luego lo arrojó. El trompo se detuvo, un instante, en el aire y cayó después en un extremo del círculo formado por los alumnos, donde había sol. Sobre la tierra suelta su larga púa trazó líneas redondas, se revolvió lanzando ráfagas de aire por sus cuatros ojos; vibró como un gran insecto cantador, luego se inclinó, volcándose sobre el eje. Una sombra gris aureolaba su cabeza giradora, un círculo negro lo partía por el centro de la esfera. Y su agudo canto brotaba de esa faja oscura. Eran los ojos del trompo, los cuatro ojos grandes que se hundían, como en un líquido, en la dura esfera. El polvo más fino se levantaba en círculo envolviendo al pequeño trompo. El canto del zumbay]llu se internaba en el oído, avivaba en la memoria la imagen de los ríos, de los árboles negros que cuelgan en las paredes de los abismos. Miré el rostro de Antero. Ningún niño contempla un juguete de ese modo ¿Qué semejanza había, qué corriente, entre el mundo de los valles profundos y el cuerpo de ese pequeño juguete móvil, casi proteico, que escarbaba cantando en la arena en la que el sol parecía disuelto? Antero tenía cabellos rubios, su cabeza parecía arder en los días de gran sol. La piel de su rostro era también dorada; pero tenía muchos lunares en la frente. “Candela” le llamaban sus condiscípulos; otros le decían en quechua “Markask'a”, “El Mar- cado”, a causa de sus lunares. Antero miraba el zumbayllu con un detenimiento contagioso. Mientras bailaba el trompo todos guardaban silencio. Así atento, agachado, con el rostro afilado, la nariz delgada y alta, Antero parecía asomarse desde otro espacio. De pronto, Lleras gritó, cuando aún no había caído el trompo: n9 120 —¡Fuera, akatank'as! ¡Mirando esa brujería del “Can- dela”! ¡Fuera, zorrinos! Nadie le hizo caso. Ni siquiera el “Añuco”. Seguimos oyendo al zumbayllu. —:¡Zorrinos, zorrinos! ¡Pobres k'echas! (menores) —amo- nestaba Lleras, con voz casi indiferente. El zumbayllu se inclinó hasta rozar el suelo; apenas tocó el polvo, la esfera rodó en línea curva y se detuvo. —¡Véndemelo! —le grité a Antero—. ¡Véndemelo! Antes de que nadie pudiera impedírmelo me lancé al suelo y agarré el trompo. La púa era larga, de madera amarilla. Esa púa y los ojos, abiertos con clavo ardiendo, de bordes negros que aún olían a carbón, daban al trompo un aspecto irreal. Para mí era un ser nuevo, una aparición en el mundo hostil, un lazo que me unía a ese patio odiado, a ese valle doliente, al Colegio. Contemplé detenidamente el juguete, mientras los otros chicos me rodeaban sorprendidos. —;¡No le vendas al foráneo! —pidió en voz alta el “Añuco”. —:¡No le vendas a ese! —dijo el otro. —:¡No le vendas! —exclamó con voz de mando Lleras—. Nole vendas, he dicho. Lleras se abrió paso a empujones y se paró frente a Antero. Le miré a los ojos. Yo sé odiar, con pasajero pero insofrenable odio. En los ojos de Lleras había una especie de mina de poco fondo, sucia y densa. ¿Alguien había detenido el relámpago turbio de esos ojos? ¿Algún pequeño había permanecido quieto delante de él, mirán- dolo con odio creciente, arrollador de todo otro sentimiento? —Telo vendo, forastero. ¡Te lo regalo, te lo regalo! —exclamó Antero, cuando aún la mirada de Lleras chocaba contra la mía. Abracé al “Markask'a”, mientras los otros hacían bulla, como si aplaudieran. —Deja a los k'echas, campeón —habló el “Añuco” con cierta dulzura. 9. Escarabajos. ss VI Zumbayllu JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos — Así no más yo no pediría a los de aquí un favor como este. Tú eres de otro modo. —¡Claro! ¡Muy bien, hermanito! —le dije—. Te escribiré la carta más linda. Es para una chica; ¿no es cierto? —Sí. Para la reina de Abancay. Tú debes saber quién es, ¿no es cierto? —No. Dime cuál es tu reina, hermano. —:¡Qué bruto soy! No me acordaba que tú eres el forastero. Tú no conoces Abancay. Caminas entre los cañaverales de Pati- bamba. Estás atontado, hermano. Pero yo te abriré los ojos. Te voy a guiar un poco en este pueblo. De lejos y de cerca he mirado a todas las chicas. Y ella es la reina. Se llama Salvinia. Está en el Colegio de Las Mercedes. Vive en la Avenida de Condebamba, cerca del Hospital. Tiene ojos chiquitos y negros. El cerquillo le tapa la frente. Es bien morena, casi negra. —¡Como un zumbayllu, hermano “Markasi'a”! —;¡Eso, Ernesto! ¡Como un zumbayllu, cuando está bai- lando desde que amanece! Pero tienes que verla antes de escribir la carta. Tienes que mirarla bien. Y siendo mía, tú no te enamo- rarás de ella. ¿No es cierto? —¡Ni digas! Es como si fuera ya mi hermana. —Mañana sábado iremos a mi cuarto. Esta noche te haré un zumbayllu especial. Tengo un winkw”, cholo. Los winkus cantan distinto. Tienen alma. —Iré pensando en la carta. ¿Tú ya le hablas? —No. Todavía no. Pero con su sirvienta le he mandado decir. Su sirvienta es de mi pueblo. Tocaron la campana y salimos a formar; al patio. En la puerta de mi salón nos apretamos las manos en señal de alianza. El “Markask'a” cruzó el patio y fue a alinearse en la fila de sus compañeros de aula. 10. Deformidad de los objetos que debían ser redondos. 13 124 Después de la última lección de la mañana, cuando salieron del Colegio los externos, yo me quedé solo en mi clase. Sentía la necesidad de pensar en el encargo del “Markask'a”. ¿Cómo empezaría la carta? Yo no recordaba a esa pequeña reina de Abancay. La Avenida Condebamba era ancha, sin aceras. La llamaban avenida por los árboles de mora que crecían a sus orillas. Decían que fue el camino de entrada de una gran quinta. Cuando llegué a Abancay, unía el pueblo con el campo de fútbol. No recordaba haber visto a una niña de cerquillo junto a ninguna puerta de las pocas casas que había tras las moras, ni asomada a las ventanas. Los árboles crecían junto a los muros de piedra. Las hojas grandes, nervudas, daban una sombra tupida sobre el camino. En los pueblos andinos, no hay moreras. A Abancay las trajo un sericicultor que fracasó porque los hacen- dados consiguieron hacer dictar un impuesto contra él. Pero las moreras se multiplicaron en las huertas de la ciudad; crecieron con una lozanía sin igual; se convirtieron en grandes y coposos árboles, mansos y nobles. Los pájaros y los niños disfrutaban de sus frutos. Los muros de piedra conservaban las manchas rosadas del fruto. Durante el tiempo de la cosecha, los pájaros fruteros se reunían en las huertas del pueblo para hartarse de moras; el excremento de todos ellos era rojo y caía sobre la cal de las paredes, sobre la calamina de los techos, a veces sobre el som- brero de paja de los transeúntes. ¿En qué casa, a qué distancia del término de la avenida viviría la reina del “Markask'a”? Era un camino hermoso para esperar a la niña amada. Yo no conocía a las señoritas del pueblo. Los domingos me internaba en los barrios, en las chicherías, en los pequeños caseríos próximos. Consideré siempre a las señoritas como seres lejanos, en Abancay y en todos los pueblos. Las temía, huía de ellas; aunque las adoraba en la imagen de algunos personajes de los pocos cuentos y novelas que pude leer. No eran de mi mundo. Centelleaban en otro cielo. Desde las rejas de la gran hacienda que rodea y estran- gula a Abancay escuché muchas veces tocar al piano un vals ss VI Zumbayllu JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos desconocido. Cantaban las calandrias y los centenares de jil- gueros que hay entre los árboles, junto al corredor de la casa- hacienda. Nunca pude ver a la persona que tocaba el piano; pero pensé que debía de ser una mujer blanca, de cabellos ru- bios, quien tocaba esa música lenta. En el valle del Apurímac, durante el viaje que hice con mi padre, tuvimos que alojarnos en una hacienda. El arriero nos guió al tambo, lejos de la gran residencia del patrón. Yo tenía el rostro hinchado a causa del calor y de la picadura de los mos- quitos. Pasamos bajo el mirador de la residencia. Aún había sol en las cumbres nevadas; el brillo de esa luz amarillenta y tan lejana parecía reflejarse en los penachos de los cañaverales. Yo tenía el corazón aturdido, febril, excitado por los aguijones de los insectos, por el ruido insignificante de sus alas, y la voz en- volvente del gran río. Pero volví los ojos hacia el alto mirador de la casa-hacienda, y vi a una joven delgada, vestida de amarillo, contemplando las negras rocas del precipicio de enfrente. De estas rocas negras, húmedas, colgaban largos cactos cubiertos de salvajina. Aquella noche dormimos entre unas cargas de alfalfa, cerca de la cuadra de los caballos. Latió mi rostro toda la noche. Sin embargo pude recordar la expresión indiferente de aquella joven blanca; su melena castaña, sus delgados brazos apoyados en la baranda; y su imagen bella voló toda la noche en mi mente. La música que oí en la residencia de Patibamba tenía una extraña semejanza con la cabellera, las manos y la actitud de aquella niña. ¿Qué distancia había entre su mundo y el mío? ¿Acaso la misma que mediaba entre el mirador de cristales en que la vi y el polvo de alfalfa y excremento donde pasé la noche atena- ceado por la danza de los insectos carnívoros? Yo sabía, a pesar de todo, que podía cruzar esa distancia, como una saeta, como un carbón encendido que asciende. La carta que debía escribir para la adorada del “Markask'a” llegaría a las puertas de ese mundo. “Ahora puedes escoger tus mejores palabras —me dije—. ¡Escribirlas!” No importaba que la carta fuera ajena; quizá era mejor empezar, de ese modo. “Alza el vuelo, gavilán vagabundo”, exclamé. 15 128 que presidían la mesa, y del Hermano Miguel. Esta vez, cuando fui relevado por Romero, me había tranquilizado ya. Y pude decirle a Palacios: —¡Era el hambre Palacitos! Yo no soy tan amigo de la coci- nera como tú. Palacitos estiró el cuello y me habló al oído: —Estuve en la cocina. Esta noche va a ir la opa al patio. El Lleras le ha pedido. ¡Algo ha de suceder esta noche, hermanito! El Lleras ha estado hablando con “Añuco”, como dos brujos. —Está bien. Nosotros no iremos. —Tocaremos rondín con Chauca en el patio de afuera. Lleras empezó a observarnos. Palacitos se aterrorizó y no volvió a hablarme. —Se ha dado cuenta. ¡Pero no seas así; no te asustes! —le dije. Suterror era muy grande. No volvió a levantar la cabeza. Humil- demente almorzó. Yo tuve que conversar con Rondinel que se sentaba a mi derecha; le tuve que hablar, a pesar de que siempre me miraba orgullosamente. Lleras y el “Añuco” seguían observándonos. —Tú crees ya leer mucho —me dijo Rondinel—. Crees tam- bién que eres un gran maestro del zumbayllu. ¡Eres un indiecito, aunque pareces blanco! ¡Un indiecito, no más! —Tú eres blanco, pero muy inútil. ¡Una nulidad sin remedio! Algunos que me oyeron rieron de buena gana. Palacitos siguió cuidándose. — ¡Te desafío para el sábado! —exclamó Rondinel mirán- dome con furia. Era muy delgado, hueso puro. Sus ojos hundidos, como no he visto Otros, y muy pequeños, causaban lástima; estaban rodeados de pestañas gruesas, negrísimas, muy arqueadas y tan largas que parecían artificiales. “Podrían ser hermosísimos sus ojos —decía Valle, un alumno de quinto año, muy lector y elegante—. Podrían ser hermosísimos si no parecieran de un niño muerto.” Causaban lástima por eso. Daban la impresión de que sólo sus pestañas habían crecido; y hacia adentro sus ojeras; pero los ojos mismos seguían siendo como los de una criatura de pocos meses. —;¡Pobre guagua! ¡Pobre guagua! —le dije. ss VI Zumbayllu JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos Palideció de rabia. —Te mataré a patadas el sábado —me dijo. Yo no le contesté; ni volvimos a hablar más durante el almuerzo. A la salida del comedor me buscó Lleras. —:¡Qué bien disimulas, cholito! —me dijo en voz muy alta, para que oyera Palacios—. Pero yo sé que el indio Palacios te secreteaba de mí. —Xo no, Lleras —le contestó Palacios, casi gimoteando—. Le hablaba de mi rondín. —;¡Cuidadito, cuidadito! Sólo que Rondinel le cajeará las costillas al foráneo. Buenos fierros son sus brazos y sus piernas. Hacen doler. ¡Ay zumbayllito, zumbayllu! Acabó riéndose y mirándome irónicamente. Se llevó a Ron- dinel, del brazo. —Te entrenaré —le dijo—. ¡Cálmate! Yo te garantizó que le sacarás un buen chocolate al foráneo. Sentí miedo al oírle hablar. —Te asustaste —me dijo Palacitos, mirándome—. Si te pega te hará su oveja por todo el año. Hasta entonces yo no había luchado en formal desafío con nadie. Esa debía ser la primera vez, y tuve miedo. No podía dominar el vergonzoso, el inmundo temor. —Es al Lleras, no al flaco —decía. Sin embargo no era cierto. Era al otro. Y el “Markasi'a” no vino en la tarde al Colegio. —Cuídate —me dijo Romero—. Los muy flacos son peli- grosos. Si le das primero, lo desarmas; pero si te adelanta, te abre un forado en la cara. Los internos no comentaron mucho el desafío. El único que le dio importancia fue Valle. —Será una lucha original —dijo—. Hay que verla. Un zan- cudo de alambre contra un forastero melancólico. Debemos pro- curar que no se frustre. Será un espectáculo raro. Hasta aquel día había sentido mucho respeto por Valle. Era el único lector del Colegio. Escondía novelas y otros libros bajo 19 10 el colchón de su cama. Los Padres lo vigilaban porque declaró ser ateo y prestaba libros a los internos. “Dios no existe —decía al entrar a la Capilla—. Mi Dios soy yo.” Su orgullo era muy grande, pero parecía tener fundamento. Me prestó una Antología de Rubén Darío; y como aprendí de memoria los poemas más largos, me los hacía repetir. Luego, con una expresión mediativa, decía “Emotivo, sensible; demasiado, demasiado.” Y se iba. Valle enamoraba a las señoritas más encumbradas del pueblo. Tenía derecho, pues cursaba el último año de estudio, y era elegante. Planchaba sus ternos con un cuidado y acierto que causaban envidia. Usaba las corbatas con un lazo de su inven- ción que él nombraba, increíblemente, con una palabra quechua: k'ompo. El k'ompo llegó a ponerse de moda en Abancay. Era un nudo ancho, de gran volumen. Valle empleaba en hacerlo casi toda la corbata. Así llamaba la atención de las jóvenes. Él despre- ciaba a las colegialas, su desdén era sincero. Decía que su gran amor era la esposa del médico titular, y lo demostraba. Se paraba los domingos en la esquina que ocupaba la casa del médico. Muy perfumado, con el sombrero hundido sobre la frente; su enorme k'ompo, tan visible, tan perfecto; los zapatos relucientes, espe- raba. Erguido, y adoptando una postura muy distinguida. Valle silbaba en la esquina. A pesar de que parecía un joven galante, con sus derechos ya expeditos, no era admitido en la sociedad. La esposa del médico, le dedicaba alguna mirada complaciente; las otras jóvenes tole- raban sus galanterías, pero no conseguía que lo invitaran a las fiestas sociales. Él se consolaba, porque de todos modos ocu- paba una situación de privilegio entre los alumnos; sabía que las colegialas murmuraban de él, le dedicaban su atención, le con- templaban. Su ateísmo era famoso, y su “materialismo”, pues él decía tener cultura “enciclopédica”. Adoraba sólo la forma; desdeñaba a los románticos y “pasionistas”. “El pobre, el des- graciado Espronceda; y el otro, el más desventurado, el llorón Bécquer”, decía. Consideraba sus ídolos a Shopenhauer y a Cho- cano. Nunca intervenía en las luchas por la demente, ni tenía amigos. Prestaba novelas y libros de poesía con ademán gentil ss VI Zumbayllu JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos cadena de montañas de roca negra. Le rodean varios lagos en que viven garzas de plumaje rosado. El cernícalo es el símbolo del K'arwarasu. Los indios dicen que en los días de Cuaresma sale como ave de fuego, desde la cima más alta, y de caza a los cóndores, que les rompe el lomo, los hace gemir y los humilla. Vuela, brillando, relampagueando sobre los sembrados, por las estancias de ganado, y luego se hunde en la nieve. Los indios invocan al k'arwarasu únicamente en los grandes peligros. Apenas pronuncian su nombre el temor a la muerte de- saparece. Yo salí de la capilla sin poder contener ya mi enardecimiento. Inmediatamente después que el Padre Director y los otros frailes subieron al segundo piso, me acerqué a Rondinel y le di un pun- tapié suave, a manera de anuncio. —Oye, alambre —le dije—. ¡Ahora mismo, ahora mismo! ¡En el patio! En ese sitio, frente a la capilla, había poca luz. Valle saltó entre los dos. —i¡La explosión de los sentimentales! —dijo tranquila- mente, apartando al Flaco—. Este es un desafío legal, caballe- resco, para el sábado y no para luchar a tientas en la oscuridad. —¡Sí, sí! ¡Ahora no! —gritaron varios. —Déjalos que se zurren —dijo Romero. —Mi desafío es para el sábado, en el campo de higueri- llas —dijo Rondinel, y saltó al corredor. Se paró bajo un foco de luz—. ¡Quiero ver lo que hago! No soy un indio para trom- pearme en la oscuridad. Comprendí que temía, que era él, ahora el que estaba asustado. —Indio traicionero —dijo Lleras. Pero el Flaco rectificó, creo que para no enfurecerme más. —No me ha pateado de veras —dijo—. Sólo ha sido de anuncio. —Creo que el Quijote eres tú. ¡Serás vencido, ahora con mayor razón! —me dijo Valle, poniéndome sus manos sobre los hombros—. Ese puntapié “de anuncio” te retrata. Fue un aperi- tivo, para ti y para nosotros que veremos tu noble derrota. 13 B4 Su ironía esta vez no me hizo mella. Se dirigía al vacío. El Flaco huyó al dormitorio, sigilosamente, mientras hablaba Valle; y los otros internos se dispersaron. Palacitos se retiró al mismo tiempo que Rondinel. Y Valle perdió su entusiasmo. Yo ya no sentí vergienza de esperar a Antero para contarle la historia; hasta pude recordar las cartas que había escrito. A las ocho y media tocaban la campanilla indicando la hora de entrar al dormitorio. Pero los que deseaban acostarse antes podían hacerlo. Yo me dirigí al patio interior. Estaba seguro que iría la demente y que algo ocurriría. Debía faltar aún cerca de media hora para que tocaran la campanilla. En una de las esquinas del patio, junto a los excusados, hacía guardia el “Peluca”. Estaba solo. Muy cerca, sobre la explanada, Lleras y el “Añuco” fumaban. Como yo sabía que Lleras había hablado con la demente, podía percibir que él y el “Añuco” vigi- laban al “Peluca”. De la casa vecina entraba mucha luz al patio; iluminando la cima del muro carcomida por la lluvia, una fuerte luz pasaba hacia lo alto del patio. Grupos de alumnos que estaban sentados al pie del muro permanecían completamente ocultos. Contaban historias de mujeres, chistes de curas y sacristanes. Yo me retiré, solo, hacia el fondo del patio, junto al muro. No deseaba hablar con nadie. Sentía un placer raro; me asaltaba una especie de deseo de echarme a reír a carcajadas. “El Flaco Rondinel te ha hecho sudar frío. El Flaco Rondinel te ha hecho temblar como a un conejo” —decía casi en voz alta. Pero no pude reír una sola vez. Luego recordé cómo había hecho frente al Lleras, devolvién- dole su mirada de perdonavidas. Y hubiera seguido repasando en mi memoria los instantes de flaqueza y de coraje que tuve que sufrir, si el “Peluca” no salta al patio y se encamina hacia mí: —¿Qué te ocultas aquí? —me preguntó con voz amenazadora. —Va a venir la opa —le dije—. ¡Cuídate, hermano! Creo que el Lleras te va a hacer algo. —¿Me tienes miedo? —volvió a preguntarme, ya no con rabia sino con gran curiosidad. ss VI Zumbayllu JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos —No sé —respondí—. En este momento no me das miedo. Te aviso porque odio a Lleras. Lleras y el “Añuco” vinieron, casi corriendo, hacia nosotros. —¿Qué te dice el foráneo? ¡O me avisas o te rompo el lomo! —advirtió Lleras al “Peluca”, aún antes de llegar. El “Peluca” se quedó callado. A Lleras se le veía pequeño junto a él; en la penumbra, la mole, la sola figura del “Peluca” aparecía inclinada ante la más pequeña de Lleras. —i¡No le digas, “Peluca”! ¡No le digas! ¡Aplástalo con tu cuerpo! —le grité. Los otros internos corrieron para ver lo que ocurría. “Peluca” iba a hablar ya; pero oyó los pasos de los que venían corriendo y escapó de un salto; bajó la alta grada del terraplén, pasó velozmente frente a los reservados y entró al pasadizo. Yo le seguí atentamente; no oí sus pasos en el callejón y comprendí que se había ocultado a la vuelta de la esquina. El grupo de alumnos llegó junto a nosotros. —¿Qué hay, k echas? El foráneo está nerviosito; grita por gusto. ¡Fuera de aquí! —ordenó Lleras—. ¡Fuera de aquí! Yo busqué a Romero en el grupo. No estaba. Todos se ale- jaron. Algunos ya no volvieron al rincón. Se dirigieron al patio de honor. Yo permanecí tranquilo. Esperé que Lleras me ame- nazara. Y podía haberle contestado valientemente. Pero bajó con el “Añuco”, del campo hacia la vereda de los reservados. Los otros internos se acomodaron nuevamente en los rincones. Al poco rato se fueron, en grupo de dos y tres. Chauca se separó del último grupo; caminando despacio vino hacia mí, más de una vez se detuvo, mirando a Lleras, como si esperara que le diera un grito, prohibiéndole continuar. —¿Qué hay? —me preguntó en voz baja, cuando llegó—. ¿Por qué tan solitario? —Estoy esperando. Algo va a suceder. La opa ha de venir. —¿La opa ha de venir? ¿Y cómo lo sabes? —_Lleras ha estado hablando con ella en la cocina. Palacitos los vio. Después, parece que Lleras y “Añuco” han tramado algo. ¿Será contra el “Peluca”? 15 18 “A hora empieza la fiesta del Lleras”, pensé. Creí que reac- cionaría pronto y que se ensañaría con Chauca. Pero ambos, él y el “Añuco” miraban al “Peluca”. Uno de los vecinos de cama del “Peluca” exclamó, de pronto, saltando al medio del dormitorio: —;Jesús! ¡Jesús! ¡Dios mío! Era nativo de Pampachiri, un pueblo de altura. Con gran terror señaló la espalda del “Peluca”. —¡Apasankas, apasankas! —gritó. Una sarta de inmensas arañas velludas colgaba del saco del “Peluca”. Aun los internos que ya estaban acostados se levantaron y fueron hacia la cama del “Peluca”. —Y...? ¿Qué importa? —dijo este, al parecer muy tranquilo. Se quitó el saco suavemente; lo levantó, lo más alto que pudo, sosteniéndolo de una de las solapas. Las arañas pataleaban. No con movimientos convulsos y rápidos, sino lentamente. Las tarántulas son pesadas; movían sus extremidades como si estuvieran adormecidas. El cuerpo roji- negro de las arañas, oscuro, aparecía enorme, tras de los vellos erizados que también se movían. Yo no puede contenerme. Temí siempre a esas tarántulas venenosas. En los pueblos de altura son consideradas como seguros portadores de la muerte. No grité; pude sofrenar el grito en mi garganta; pero me apoyé en el catre y luché con gran esfuerzo contra la terrible ansia que sentía de llamar a grandes voces. Chauca y Romero se me acercaron. —¡Qué bruto, qué maldito! —dijo Romero—. ¡Pero ve, fíjate! ¡No son nada! El “Peluca” había arrancado la sarta de arañas; las había arrojado al suelo y las aplastaba con ambos pies. —Con esto sí que no me asustan! Yo las reviento desde que era guagua —dijo. Pasaba la planta de los pies sobre los cuerpos molidos de las apasankas. Luego bailó en el sitio. No quedó allí sino una mancha. ss VI Zumbayllu JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Los ríos profundos Romero me ayudó a desvestirme. Me miró a los ojos mucho rato, procurando ahuyentar mi temor. —No es nada, chico. Además, no es cierto que pican —me dijo—. Yo creo que aquí, en el valle, se amansan. Hasta las niñas juegan con ellas; las pelotean de lo lindo. ¡Claro! Ni qué decir que su cuerpo es feo. El vecino del “Peluca”, el pampachirino, con lo grandazo que es, está igual que tú; hasta más pálido. Chauca se sentó junto a mi cama. Nadie se ocupaba ya de él, felizmente. Lleras y el “Añuco” se acostaron rápidamente; se hacían los dormidos. Chauca me puso una de sus manos en la frente. —Esto sí que no es para asustarse tanto —me dijo—. ¡Espera no más! ¡Algún día le haremos algo al Lleras! ¡Algo de que se acuerde toda su vida! —¡El apasanka no es para asustarse! —se atrevió a decirme Palacitos, desde su cama. El incidente salvó a Chauca. Recuperó su tranquilidad; se disipó de su rostro todo misterio, toda sombra. Y pudo acompa- ñarme un instante. Romero se había ido antes. Sin embargo, durante la noche, como un estribillo tenaz, escuché en sueños un huayno antiguo, oído en la infancia, y que yo había olvidado hacía ya mucho tiempo: Apank' orallay, apank> orallay, Apankora, apankora," apakullawayña, llévame ya de una vez; tutay tutay wasillaykipi en tu hogar de tinieblas uywakullawayña. críame, críame por piedad. Pelochaykiwan Con tus cabellos, yana wañuy pelochaykiwan con tus cabellos que son la muerte kuyaykullawayña. acaríciame, acaríciame. Al día siguiente me levanté muy temprano. Me bañé en la fuente del primer patio para refrescarme la cabeza. Luego me 12. Como apasanka, nombre de la tarántula. 19 140 vestí con gran cuidado sin despertar a los internos. Y me dirigí al patio de tierra. La madrugada se extinguía. Los pequeños sapos asomaban la cabeza entre las yerbas que rodeaban el pozo de la fuente. Bajo las nubes rosadas del cielo, los pocos árboles que podían verse desde el patio interior, y las calandrias amarillas que cantaban en las ramas, se dibujaban serenamente; algunas plumas de las aves se levantaban con el aire tibio del valle. Encordelé mi hermoso zumbayllu y lo hice bailar. El trompo dio un salto armonioso, bajó casi lentamente, cantando por todos sus ojos. Una gran felicidad, fresca y pura, iluminó mi vida. Estaba solo, contemplando y oyendo a mi zumbayllu que hablaba con voz dulce, que parecía traer al patio el canto de todos los insectos alados que zamban musicalmente entre los arbustos floridos. —¡Ay zumbayllu, zumbayllu! ¡Yo también bailaré contigo! —-le dije. Y bailé buscando un paso que se pareciera al de su pata alta. Tuve que recordar e imitar a los danzantes profesionales de mi aldea nativa. Cuando tocaron la campanilla para despertar a los internos, yo era el alumno más feliz de Abancay. Recordaba al “Markask'a”; repasaba en mi memoria la carta que había escrito para su reina, para su amada niña, que según él tenía las mejillas del color del zumbayllu. —¡Al diablo el “Peluca”! —decía—. ¡Al diablo el Lleras, el Valle, el Flaco! ¡Nadie es mi enemigo! ¡Nadie, nadie! ss VI Zumbayllu
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