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Malestar cultural - Sigmund freud, Apuntes de Antropología

Texto de Sigmund freud el malestar cultural

Tipo: Apuntes

2020/2021

Subido el 29/11/2021

maria-gracia-gorosito
maria-gracia-gorosito 🇦🇷

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¡Descarga Malestar cultural - Sigmund freud y más Apuntes en PDF de Antropología solo en Docsity! Sigmund Freud ODA A ES e oa con la colaboración de Anna Freud AAA AAA TES (1927-1931) XXI a ROS El malestar en la: cultura (1930 [1929)) dos largas notas al pie al comienzo y al final del capítulo 1V, infra, págs. 97-8 y 103-4, respectivamente) se remonta tam- bién a ese período inicial. En una carta a Fliess del 14 de noviembre de 1897, Freud escribía que a menudo había vislumbrado «que en la represión coopera algo orgánico» (Freud, 19502, Carta 75), AE, 1, pág. 310; y a conti: nuación sugería, tal como lo haría luego en dichas notas al pie, que la adopción de la postura erecta y el rem- plazo del olfato por la vista como sentido predominante fueron factores de importancia en la represión, Una alusión aún más temprana a lo mismo aparece en una carta del 11 de enero de 1897 (ibid., Carta 55), AE, 1, pág. 282. Entre las obras publicadas, las únicas menciones a estos temas anteriores a la actual parecen ser un breve pasaje del aná- lisis del «Hombre de las Ratas» (19094), AE, 10, pág. 193, y otro más breve todavía en «Sobre la más genera- lizada degradación de la vida amorosa» (19124), AE, 11, pág. 182. En particular, no se halla ningún análisis de las fuentes interiores más profundas de la cultura en «La mo- ral sexual “cultural” y la nerviosidad moderna» (19084) —con mucho, el examen más extenso de este tema que pue- de encontratse cn los escritos de Freud—, donde se recoge la impresión de que las restricciones propias de la cultura son impuestas desde afuera.! Pero, en verdad, no le fue posible a Freud evaluar cla- tamente el papel cumplido en estas restricciones por las influencias interiores y exteriores, así como sus efectos re- cíprocos, hasta que sus investigaciones sobre la psicología del yo lo llevaron a establecer la hipótesis del superyó y su origen en las primeras relaciones objetales del individuo. Es pot ello que un tramo tan extenso de la presente obra (en especial, en los capítulos VIL y VUT) está dedicado a indagar y elucidar la naturaleza del sentimiento de culpa; y por ello también Freud declara su «propósito de situar al sentimiento de culpa como el problema más importante del desarrollo cultural» (pág. 130). A su vez, sobre esto se edifica la segunda de las principales cuestiones colaterales tratadas en este trabajo (si bien ninguna de ellas es, en rigor de verdad, una cuestión colateral): la de la pulsión de destrucción. 1 Se toca el tema en muchas otras obras, entre Jas cuales cabe men- cionar «Las resistencias contra el psicoanálisis» (1925c), AE, 19, págs. 232 y sigs., El porvenir de una ilusión (19276), supra, págs. 7 y sig y ¿Por qué la guerra? (1933b), AE, 22) págs, 197.8, Véase, asimis. mo, la idea conexa de un «progreso en la espiritualidad» en Moisés y la religión moncteista (1939), AE, 23, págs, 108 y sigs. 61 La historia de los puntos de vista de Freud sobre la pul- sión agresiva o de destrucción es complicada, y aquí sólo se la puede reseñar de manera sumaría. En sus escritos inicia- les, la examinó predominantemente en el contexto del sa. dismo. Sus primeros análisis extensos del sadismo se hallan en Tres ensayos de teoría sexual (19054), donde aparece como una de las «pulsiones parciales» que componen la pulsión sexual. En el primero de los ensayos dice: «El sa- dismo respondería, entonces, a un componente agresivo de la pulsión sexual, componente que se ha vuelto autónomo, exagerado, elevado por desplazamiento al papel principal» (AE, 7, pág. 143). Sin embargo, en el segundo ensayo retonocía la primitiva independencia de las mociones agre- sivas: «Tenemos derecho a suponer que las mociones crue- les fluyen de fuentes en realidad independientes de la se- xualidad, pero que ambas pueden entrar en conexión tem- pranamente...» (ibid., pág. 1752.). Las fuentes indepen- dientes señaladas debían teconducirse a las pulsiones de autoconservación. En la edición de 1915 de los Tres ensayos se modificó este pasaje, consignando en su lugar que «la moción cruel proviene de la pulsión de apoderamiento» y eliminando la frase sobre su independencia respecto de la sexualidad. Pero ya en 1909, mientras libraba combate contra las teorías de Adler, Freud se había pronunciado de un modo mucho más terminante. En el caso del pequeño Hans (19095) se lee: «No puedo decidirme a admitir una pulsión particular de agresión junto a las pulsiones sexua- les y de autoconservación con que estamos familiarizados, y en un mismo plano con ellas» (AE, 10, pág. 112).* La hipótesis del narcisismo abonaba la renuencia a aceptar una pulsión agresiva independiente de la libido. Desde el co- mienzo se pensó que las mociones de agresividad, y tam- bién de odio, pertenecían a la pulsión de autoconserva- ción, y como esta era ahora subsumida en la libido, no hacía falta suponer ninguna pulsión agresiva independiente. Y ello pese a la bipolaridad de las relaciones objetales, las frecuentes mezclas de amor y odio y el complicado origen del odio mismo. (Cf. «Pulsiones y destinos. de pulsión» (19150), AE, 14, págs. 132-3.) Hasta que Freud no esta: 2 En una nota al pie agregada en 1923, Freud introdujo las do evitables salvedades a este juicio, Desde la época en que lo formu- lara «me he visto obligado —cscribe— a sostener la existencia de una “pulsión agresiva”, pero es diferente de la de Adler. Prefiero denominarla “pulsión de destrucción” o “de muerte”», En verdad, lo postulado por Adler había tenido más bien la índole de una pulsión de autoafirmación. bleció la hipótesis de una «pulsión de muerte» no salió a luz una pulsión agresiva realmente independiente; esto ocurrió en Más allá del principio de placer (1920g), en pat- ticular en el capítulo VI (AE, 18, págs. 51-3), sí bien cabe destacar que incluso en ese escrito y en otros posteriores —p- ej., en el capítulo IV de El yo y el ello (1923b)— la pulsión agresiva era aún algo secundario, que derivaba de la primaria pulsión de muerte, autodestructiva. Y lo mismo es válido para el presente trabajo —aunque aquí el énfasis recae mucho más en las manifestaciones exteriores de la pulsión de muerte— y para los subsiguientes exáme- nes del problema en la 32% de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (19334) y en diversos lugares de su Esquema del psicoanálisis (19402). Resulta tentador, empero, citar un fragmento de una catta que dirigió Freud el 27 de mayo de 1937 a la princesa Marie Bonaparte? en el que parece sugerir que, en sus orígenes, la agresivi- dad volcada hacia el mundo exterior poseía mayor indepen- dencia: «El vuelco de la pulsión agresiva hacia adentro es, desde luego, la contrapartida del vuelco de la libido hacia afuera, cuando esta pasa del yo a los objetos. Se podría imaginar un esquema según el cual originalmente, en los co- mienzos de la vida, toda la libido estaba dirigida hacia adentro y toda la agresividad hacia afuera, y que esto fue cambiando gradualmente en el curso de la vida. Pero quizás esto no sea cierto». Para ser justos debemos agregar que, en su siguiente carta a Marie Bonaparte, Freud le escribió: «Le ruego no adjudique demasiado valor a mis observacio- nes sobre la pulsión de destrucción. Fueton hechas en forma espontánea y tendrían que ser cuidadosamente sopesadas si se pensara en publicarlas. Además, contienen muy poco de nuevo». Por todo lo dicho, se apreciará enseguida que El malestar en la cultura es una obra cuyo interés rebasa considerable- mente a la sociología. James Strachey 3 Quien muy gentilmente nos ha permitido reproducirlo aquí. El fragmento aparece también en el «Apéndice A» de la biografía de Ernest Jones (1957, pág. 494, cita n* 33). Freud había considerado el tema en la sección VÍ de un trabajo escrito poco antes que esta carta, «Análisis terminable e interminable» (19370), AE, 23, págs. 246-8. 63 rio, bien deslindado de todo lo otro. Que esta apariencia es un engaño, que el yo más bien se continúa hacia adentra, sin frontera tajante, en un ser anímico inconciente que de- signamos «ello» y al que sirve, por así decir, como fachada: he ahí lo que nos ha enseñado —fue la primera en esto— la investigación psicoanalítica, que todavía nos debe mu- chos esclarecimientos sobre el nexo del yo con el ello. Pero hacia afuera, al menos, parece el yo afirmar unas fronteras claras y netas. Sólo no es así en un estado, extraordinario por cierto, pero al que no puede tildarse de enfermizo. En la cima del enamoramiento amenazan desvanecerse los lí- mites entre el yo y el objeto. Contrariando todos los tes- timonios de los sentidos, el enamorado asevera que yo y tú son uno, y está dispuesto a comportarse como si así fuera? Lo que puede ser cancelado de modo pasajero por una fun- ción fisiológica, naturalmente tiene que poder ser pertur- bado también por procesos patológicos. La patología nos da a conocer gran número de cstados en que el deslinde del yo respecto del mundo exterior se vuelve incierto, o en que los límites se trazan de manera efectivamente incorrec- ta; casos en que partes de nuestro cuerpo propio, y aun fragmentos de nuestra propia vida anímica —percepciones, pensamientos, sentimientos—, nos aparecen como ajenos y No pertenecientes al yo, y otros casos aún, en que se atribu- ye al mundo extetior lo que manifiestamente se ha gene- rado dentro del yo y debicra ser reconocido por él. Por tanto, también cl sentimiento yoico está expuesto a pertur- baciones, y los límites del yo no son fijos,. Una reflexión ulterior nos dice: Este sentimiento yoico del adulto no puede haber sido así desde el comienzo. Por fuerza habrá recorrido un desarrollo que, desde luego, no puede demostratse, pero sí construirse con bastante pro- babilidad.* El lactante no separa todavía su yo de un mun- do exterior como fuente de las sensaciones que le afluyen, Aprende a hacerlo poco a poco, sobre la hase de incitaciones diversas? Tiene que causarle la más intensa impresión el «yo» y «sí-mismo» por parte de Freud en mi «Introducción» a El yo y el ello (19236), AE, 19, pág. 8.) 5 [Véase la nota al pic del historial clínico de Schreber (19110), AE, 12, págs. 645.1 6 Sobre cl desarrollo del yo y el sentimiento yoico, véanse los numerosos trabajos que van desde Ferenczi, «Entwicklungsstufen des Wirklichkeitssirnes» (Etapas de desarrollo del sentido de realidad) (1913c), hasta las contribuciones de P, Federn de 1926, 1927 y años siguientes, T [Aguí Freud pisaba terteno conocido. Había considerado la cuestión poco tiempo atrás, en su trabajo «La negación» (19255), 67 hecho de que muchas de las fuentes de excitación en que más tarde discernirá a sus órganos corporales pueden en- viarle sensaciones en todo momento, mientras que otras —y entre ellas la más anhelada: el pecho materno— se le sustraen temporariamente y sólo consigue recuperarlas be- rreando en reclamo de asistencia. De este modo se contra- Pone por primera vez al yo un «objeto» como algo que se encuentra «afuera» y sólo mediante una acción particular es esforzado a aparecer. Una posterior impulsión a desasir el yo de la masa de sensaciones, vale decir, a reconocer un «afuera», un mundo exterior, es la que proporcionan las frecuentes, múltiples e inevitables sensaciones de dolor y displacer, que el principio de placer, amo itrestricto, ordena cancelar y evitar. Nace la tendencia a segregar del yo todo lo que pueda devenir fuente de un tal displacer, a arrojarlo hacia afuera, a formar un puso yo-placer, al que se contra- pone un ahí-afuera ajeno, amenazador, Es imposible que la experiencia deje de rectificar los límites de cste primitivo yo-placer. Mucho de lo que no se querría resignar, porque dispensa placer, no es, empero, yo, sino objeto; y mucho de lo martirizador que se pretendería arrojar de sí demues- tra ser no obstante inseparable del yo, en tanto es de origen interno. Así se aprende un procedimiento que, mediante una guía intencional de la actividad de los sentidos y una apropiada acción muscular, permite distinguir lo interno —lo perteneciente al yo— y lo externo —lo que proviene de un mundo exterior—. Con ello se da el primer paso para instaurar el principio de realidad, destinado a gobernar el desarrollo posterior.$ Este distingo sirve, naturalmente, al propósito práctico de defenderse de las sensaciones displa- centeras registradas, y de las que amenazan. El hecho de que el yo, para defenderse de ciertas excitaciones displacen- teras provenientes de su interior, no aplique otros métodos que aquellos de que se vale contra un displacer de origen externo, será luego el punto de partida de sustanciales per- turbaciones patológicas. De tal modo, pues, el yo se desase del mundo exterior. Mejor dicho: originariamente el yo lo contierie todo; más tarde segrega de sí un mundo exterior. Por tanto, nuestro AE, 19, págs. 254.6, pero en varias oportunidades anteriores se habíd ocupado de ella; cf, por ejemplo, «Pulsiones y destinos de pulsión» (1915c), AE, 14, págs. 114 y 128-31, y La interpretación de los sue- %os (19002), AE, 5, págs. 557-8, De hecho, lo esencial de ella se encuentra ya en el «Proyecto de psicología» de 1893 (19504), ses- ciones 1, 2, 11 y 16 de la parte 1,] 8 [Cf. «Formulaciónes sobre los dos principios del acascer psí- quico» (19116), AE, 12, págs. 226-8.) 68 sentimiento yoico de hoy es sólo un comprimido resto de un sentimiento más abarcador —que lo abrazaba todo, en verdad-—, que correspondía a una atadura más íntima del yo con el mundo circundante. Si nos es lícito suponer que ese sentimiento yoico primario se ha conservado, en ma- yor O menor medida, en la vida anímica de muchos seres humanos, acompañaría, a modo de un cortespondiente, al sentimiento yoico de la madurez, más estrecho y de más nítido deslinde. Si tal fucra, los contenidos de representa- ción adecuados a él serían, justamente, los de la ilimitación y la atadura con el Todo, esos mismos con que mi amigo ilustra el sentimiento «oceánico». Ahora bien, ¿tenemos derecho a suponer la supervivencia de lo originario junto a lo posterior, devenido desde él? Sin duda ninguna; un hecho así no es extraño al ámbito anímico ni a otros. Respecto de la escala animal, mantene- mos el supuesto de que las especies de desarrollo superior provienen de las inferiores. Y a pesar de ello, todavía hoy hallamos entre los seres vivos a todas las formas simples. El género de los grandes saurios se ha extinguido, dejando su sitio a los mamíferos; pero un genuino representante de ese género, el cocodrilo, vive todavía con nosotros. Acaso esta analogía sea demasiado remota, y aun fallida por la circunstancia de que las especies inferiores supérstites no son, las más de las veces, los antepasados genuinos de las actuales, más evolucionadas. Por regla general los eslabones intermedios se han extinguido, y sólo por reconstrucción los conocemos. En cambio, en el ámbito del alma es fre- cuente la conservación de lo primitivo junto a lo que ha nacido de él por trasformación; y tanto es así que huelga demostrarlo con ejemplos. Ese hecho es casi siempre con- secuencia de una escisión del desarrollo. Una porción cuan- titativa de una actitud, de una moción pulsional, se ha con- servado inmutada, mientras que otra ha experimentado el ulterior desarrollo, Con esto tocamos el problema, más general, de la con- servación en el interior de lo psíquico. Apenas si ha sido elaborado,” pero es tan atrayente y sustantivo que tenemos derecho a dispensarle un instante de atención aunque nues- tro tema no nos dé motivo suficiente para ello. Desde que hemos superado el error de creer que el olvido, habitual en nosotros, implica una destrucción de la huella mnémica, vale decir su aniquilamiento, nos inclinamos a suponer lo 9 [En 1907, Freud agregó una nota al pie sobre esto en el capítulo final de su Psicopatología de la vida cotidiana (19016), AE, 6, pág 266.3 69 ciudad sería por principio inapta para compararla con un organismo anímico. Concedemos la objeción; renunciando, entonces, al suge- rente efecto de contraste que pudiéramos obtener, nos vol- vemos a un objeto de comparación siempte más afín, como lo es el cuerpo animal o humano. Pero también aquí nos topamos con lo mismo. Las fases anteriores del desarrollo no se han conservado en ningún sentido; han desembo- cado en las posteriores, a las que sirvieron de material. El embrión no es registrable en el adulto; la glándula del timo, que el niño poseía, es sustituida tras la pubertad por un tejido conjuntivo, pero ella misma ya no está presente; en los huesos largos del hombre adulto es posible dibujar el contorno del hueso infantil, pero, como tal, este ha des- aparecido, tras estirarse y espesarse hasta alcanzar su for- ma definitiva. Así llegamos a este resultado: semejante conservación de todos los estadios anteriores junto a la forma última sólo es posible en lo anímico, y no estamos en condiciones de obtener una imagen intuible de ese hecho. Quizás hemos ido demasiado lejos en este supuesto. Qui- zá debimos conformarnos con aseverar que lo pasado puede persistir conservado en la vida anímica, que no necesaria mente se destruirá. Es posible, desde luego, que también en lo psíquico mucho de lo antiguo —como norma o por excepción— sea eliminado o consumido a punto tal que ningún proceso sea ya capaz de restablecerlo y reanimatlo, o que la conservación, en general, dependa de ciertas con- diciones favorables. Es posible, pero nada sabemos sobre ello. Lo que sí tenemos derecho a sostener es que la'con- servación del pasado en la vida anímica es más bien la regla que no uta rara excepción. Estando ya tan enteramente dispuestos a admitir que en muchos seres humanos existe un sentimiento «oceánico», e inclinados a reconducirlo a una fase temprana del senti- miento yoico, se nos plantea una pregunta más: ¿Qué tí- tulo tiene este sentimiento para ser considerado como la fuente de las necesidades religiosas? No lo cteo un título indiscutible. Es que un sentimiento sólo puede ser una fuente de energía si él mismo constituye la expresión de una intensa necesidad. Y en cuanto a las necesidades religiosas, me parece irrefutable que derivan del desvalimiento infantil y de la añoranza del padre que aquel despierta, tanto más si se piensa que este último sen- timiento nó se prolonga en forma simple desde la vida in- fantil, sino que es conservado duraderamente por la angustia frente al hiperpoder del destino. No se podría indicar en la infancia una necesidad de fuerza equivalente a la de recibir protección del padre. De este modo, el papel del sentimien- Lo oceánico, que —cabe conjeturar— aspiraría a restablecer el narcisismo irrestricto, es esforzado a salirse del primer plano. Con claros perfiles, sólo hasta el sentimiento del desvalimiento infantil uno pucde rastrear el origen de la actitud religiosa. Acaso detrás se esconda todavía algo, mas por ahora lo envuelve la niebla. Me quiere parecer que el sentimiento oceánico ha en- trado con posterioridad en relaciones con la religión. Este ser-Uno con el Todo, que es el contenido de pensamiento que le corresponde, se nos presenta como un primer intento de consuelo religioso, como otro camino para desconocer el peligro que el yo discierne amenazándole desde el mundo exterior. Vuelvo a confesar que me resulta muy fatigoso trabajar con estas magnitudes apenas abarcables. Otro de mis amigos, a quien un insaciable afán de saber ha esfor- zado a realizar los experimentos más insólitos, terminando por convertirlo en un sabelotodo, me asegura que en las prácticas yogas, por medio de un extrañamiento respecto del mundo exterior, de una atadura de Ja atención a fun- ciones cotpotales, de modos particulares de respiración, uno puede despertar en sí nuevas sensaciones y sentimientos de universalidad que él pretende concebir como unas regre- siones a estados arcaicos, ha mucho tiempo recubiertos por otros, de la vida anímica. Ve en ellas un fundamento por así decir fisiológico de muchas sabidurías de la mística. Aquí se ofrecerían sugerentes nexos con muchas modifica ciones oscuras de la vida anímica, como el trance y el éxta- sis. Sólo que a mí algo me esfuerza a exclamar, con las palabras del buzo de Schiller: «Que se llene de gozo quíen respire aquí, en la sontosada luz».!! 22 [Schilles, «Der Taucher».3 73 11 En El porvenir de una ilusión (19270) no traté tanto de las fuentes más profundas del sentimiento religioso como de lo que el hombre común entiende por su religión: el sistema de doctrinas y promesas que por un lado le escla- rece con envidiable exhaustividad los enigmas de este mun- do, y por otro le asegura que una cuidadosa Providencia vela pot su vida y resarcirá todas las frustraciones padecidas en el más acá. El hombre común no puede representarse esta Providencia sino en la persona de un Padre de grandiosa en- vergadura. Sólo un Padre así puede conocer las necesidades de la criatura, enternecetse con sus súplicas, aplacarse ante los signos de su arrepentimiento. Todo esto es tan evidentemente infantil, tan ajeno a toda realidad efectiva, que quien pro- fese un credo humanista se dolerá pensando en que la gran mayoría de los mortales nunca podrán elevarse por encima de esa concepción de la vida. Y abochorna aún más compro- bar cuántos de nuestros contemporáneos, aunque ya han inte- ligido llo insostenible de csa religión, se empeñan en defen- derla palmo a palmo en una lamentable retirada. Uno que- rría mezclarse entre los creyentes para arrojar a la cara de los filósofos que creen salvar al Dios de la religión susti- tuyéndolo por un principio impersonal, vagarosamente abs- tracto, esta admonición: «¡No mencionarás el Santo Nombre de Dios en vano!». Pues si algunos de los más excelsos espi- ritus del pasado hicieron lo mismo, no es lícito invocar su ejemplo: sabemos por qué se vieron obligados a ello, Volvamos entonces al hombre común y a su religión, la única que debe llevar ese nombre. Lo primero que nos sale al paso es la famosa afirmación de uno de nuestros más grandes literatos y sabios, que se pronuncia sobre el vínculo de la religión con el arte y la ciencia. Dice: ¿Quien posee ciencia y atte, tiene también religión; y quien no posee aquellos dos, ¡pues que tenga religión!».! 1 Goethe, Zabmen Xenien IX (obra póstuma). 74 humanos. Al padecer que viene de esta fuente lo sentimos tal yez más doloroso que a cualquier otro; nos inclinamos a verlo como un suplemento en cierto modo superfluo, aun- que acaso no sea menos inevitable ni obra de un destino menos fatal que el padecer de otro origen. No es asombroso, entonces, que bajo la presión de estas posibilidades de sufrimiento los seres humanos suclan atem- perar sus exigencias de dicha, tal como el propio principio de placer se trasformó, bajo el influjo del mundo exterior, en el principio de realidad, más modesto; no es asombroso que se consideren dichosos si escaparon a la desdicha, si salieron indemnes del sufrimiento, ni tampoco que donde- quiera, universalmente, la tarea de evitar este relegue a un segundo plano la de la ganancia de placer. La reflexión enseña que uno puede ensayar resolver esta tarea pot muy diversos caminos; todos han sido recomendados por Jas di- versas escuelas de sabiduría de la vida, y fueron también emprendidos por los seres humanos. Una satisfacción irres- tricta de todas las necesidades quiere ser admitida como la regla de vida más tentadora, pero ello significa anteponer el goce a la precaución, lo cual tras breve ejercicio recibe su castigo, Los otras métodos, aquellos cuyo principal pro- pósito es la evitación de displacer, se diferencian según la Íuente de este último a que dediquen mayor atención. Hay ahí procedimientos extremos y procedimientos atempera- dos; los hay unilaterales, y otros que atacan de manera simultánea en varios frentes. Una soledad buscada, mante- nerse alejado de los otros, es la protección más inmediata que uno puede procurarse contra las penas que depare la sociedad de los hombres. Bien se comprende: la dicha que puede alcanzarse por este camino es la del sosiego. Del te- mido mundo exterior no es posible protegerse excepto ex- trañándose de él de algún modo, si es que uno quiere solucionar por sí solo esta tarea, Hay por cierto otro cami- no, un camino mejor: como miembro de la comunidad, y con ayuda de la técnica guiada por la ciencia, pasar a la ofensiva contra la naturaleza y someterla a la voluntad del hombre. Entonces se trabaja con todos para la dicha de todos. Empero, los métodos más interesantes de precaver el sufrimiento son los que procuran influir sobre el propio organismo. Es que al fin todo sufrimiento es sólo sensa- ción, no subsiste sino mientras lo sentimos, y sólo lo sen- timos a consecuencia de ciertos dispositivos de nuestro organismo, El método más tosco, pero también el más eficaz, para obtener ese influjo es el químico: la intoxicación. No creo T que nadie haya penetrado su mecanismo, pero el hecho es que existen sustancias extrañas al cuerpo cuya presencia en la sangre y los tejidos nos procura sensaciones directa- mente placenteras, pero a la vez alteran de tal modo las condiciones de nuestra vida sensitiva que nos vuelven in- capaces de recibir mociones de displacer. Ambos efectos no sólo son simultáneos; parccen ir estrechamente enlaza- dos entre sí. Pero también dentro de nuestro quimismo propio deben de existir sustancias que provoquen parecidos efectos, pues conocemos al menos un estado patológico, el de la manía, en que se produce esa conducta como de al- guien embriagado sin que se haya introducido el tóxico embriagador. Además, nuestra vida anímica normal presen- ta oscilaciones que van de una mayor a una menor dificultad en el desprendimiento de placer, paralelamente a las cuales sobreviene una receptividad reducida o aumentada para el displacer. Es muy de lamentar que este aspecto tóxico de los procesos anímicos haya escapado hasta ahora a la in- vestigación científica. Lo que se consigue mediante las sus- tancias embriagadoras en la lucha por la felicidad y por el alejamiento de la miseria es apreciado como un bien tan grande que individuos y aun pueblos enteros les han asig- nado una posición fija en su economía libidinal. No sólo se les debe la ganancia inmediata de placer, sino una cuota de independencia, ardientemente anhelada, respecto del mundo exterior. Bien se sabe que con ayuda de los «quita- penas» es posible sustraerse en cualquier momento de la presión de la realidad y refugiarse en un mundo propio, que ofrece mejores condiciones de sensación. Es notorio que esa propiedad de los medios embriagadores determina justamente su carácter peligroso y dañino. En ciertas cir- cunstancias, son culpables de la inútil dilapidación de gran- des montos de energía que podrían haberse aplicado a me- jorar la suerte de los seres humanos. Ahora bien, el complejo edificio de nuestro aparato aní- mico permite toda una serie de modos de influjo, además del mencionado. Así como satisfacción pulsional equivale a dicha, así también es causa de grave sufrimiento cuando el mundo exterior nos deja en la indigencia, cuando nos rehúsa la saciedad de nuestras necesidades. Por tanto, in- terviniendo sobre estas mociones pulsionales uno puede esperar liberarse de una parte del sufrimiento. Este modo de defensa frente al padecet ya no injiere en el aparato de la sensación; busca enseñorcarse de las fuentes internas de las necesidades. De manera extrema, es lo que ocurre cuando se matan las pulsiones, como enseña la sabiduría 78 oriental y lo practica el yoga. Si se lo consigue, entonces se ha resignado toda otra actividad (se ha sacrificado la vida), para recuperar, por otro camino, sólo la dicha del sosiego. Con metas más moderadas, es la misma vía que se sigue cuando uno se limita a proponerse el gobierno so- bre la propia vida pulsional. Las que entonces gobiernan son las instancias psíquicas más elevadas, que se han so- metido al principio de realidad. Así, en modo alguno se ha resignado el propósito de la satisfacción; no obstante, se alcanza cierta protección del sufrimiento por el hecho de que la insatisfacción de las pulsiones sometidas no se sen- tirá tan dolorosa como la de las no inhíbidas. Pero a cam- bio de ello, es innegable que sobreviene una reducción de las posibilidades de goce. El sentimiento de dicha provo- cado por la satisfacción de una pulsión silvestre, no do- meñada por el yo, es incomparablemente más intenso que el obtenido a raíz de la saciedad de una pulsión enfrenada. Aquí encuentra una explicación económica el carácter in- coercible de los impulsos perversos, y acaso también el atractivo de lo prohibido como tal. Otra técnica para la defensa contra el sufrimiento se vale de los desplazamientos libidinales que nuestro aparato aní- mico consiente, y por los cuales su función gana tanto en flexibilidad. He aquí la tarca a resolver: es preciso trasla- dar las metas pulsionales de tal suerte que no puedan set alcanzadas por la denegación del mundo exterior. Para ello, la sublimación de las pulsiones presta su auxilio. Se lo consigue sobre todo cuando uno se las arregla para ele- var suficientemente la ganancia de placer que proviene de las fuentes de un trabajo psíquico e intelectual. Pero el des- tino puede mostrarse adverso. Satisfacciones como la ale- gría del artista en el acto de crear, de corporizar los productos de su fantasía, o como la que procura al inves- tigador la solución de problemas y el conocimiento de la verdad, poseen una cualidad particular que, por cierto, al- gún día podremos caracterizar metapsicológicamente, Por ahora sólo podemos decir, figuralmente, que nos aparecen «más finas y superiores», pero su intensidad está amorti- guada por comparación a la que produce saciar mociones pulsionales más groseras, primarias; no conmueven nuestra cotporeidad. Ahora bien, los puntos débiles de este méto- do residen en que no es de aplicación universal, pues sólo es asequible para pocos seres humanos. Presupone particu- lares disposiciones y dotes, no muy frecuentes en el grado requerido. Y ni siquiera a esos pocos puede garantizarles una protección perfecta contra el sufrimiento; no les procura 79 vida que sitúa al amor en el punto central, que espera toda satisfacción del hecho de amar y ser-amado. Una actitud psíquica de esta índole está al alcance de todos nosotros; una de las formas de manifestación del amor, el amor sexual, nos ha procurado la experiencia más intensa de sensación placentera avasalladora, dándonos así el arquetipo para nuestra aspiración a la dicha, Nada más natural que obsti- narnos en buscar la dicha por el mismo camino siguiendo el cual una vez la hallamos. El lado débil de esta técnica de vida es manifiesto; si no fucra por él, a ningún ser humano se le habría ocurrido cambiar por otro este camino hacia la dicha. Nunca estamos menos protegidos contra las cuitas que cuanda amamos; nunca más desdichados y des- validos que cuando hemos perdido al objeto amado o a su amor. Pero la técnica de vida fundada en el valor de feli- cidad del amor no se agota con esto: queda aún mucho por decir. [Cf. pág, 99.] Aquí puede situarse el interesante caso en que la felí- cidad en la vida se busca sobre todo cn el goce de la belle- za, dondequiera que ella se muestre a nuestros sentidos y a nuestro juicio: la belleza de formas y gestos humanos, de objetos naturales y paisajes, de creaciones artísticas y aun científicas. Esta actitud estética hacía la meta vital ofrece escasa protección contra la posibilidad de sufrir, pero puede resarcir de muchas cosas. ¡El goce de la belleza se acompaña de una sensación particular, de suave efecto embriagador. Por ninguna parte se advicrie la utilidad de la belleza; tampoco se alcanza a intelígir su necesidad cultural, a pesar de lo cual la cultura no podría prescindir de ella. La cien- cia de la estética indaga las condiciones bajo las cuales se siente lo bello; no ha podido brindar esclarecimiento alguno acerca de la naturaleza y origen de la belleza; como es ha bitual, la ausencia de resultados se encubre mediante un gasto de palabras altisonantes y de magro contenido. Por desdicha, también el psicoanálisis sabe decir poquísimo sobre la belleza, Al parecer, lo único seguro es que deriva del ámbito de la sensibilidad sexual; sería un ejemplo arquetí- pico de una moción de meta inhibida. La «belleza» y el «encanto»* son originariamente propiedades del objeto se- xual. Digno de notarse es que los genitales mismos, cuya visión tiene siempre efecto excitador, casí nunca se aprecian 7 [La palabra alemana «Reíz» significa tanto «encanto» como «cs tímulos. Freud Había expuesto una argumentación similar en la_pri- mera edición de los Tres ensayos de teoría sexual (19054), AE, 7, pág. 19), así como en una nora agregada a esa obra en 1915, ibid. pág. 142.1 82 como bellos; en cambio, el carácter de la belleza parece adhe- rir a ciertos rasgos sexuales secundarios. Á pesar del carácter no exhaustivo [del recuento (cf. pág. 81) 1, me atrevo a exponer ya algunas puntualizaciones como cierre de nuestra indagación. El programa que nos impone el principio de placer, el de ser felices, cs irrealizable; empero, no es lícito ---más bien: no es posible—- resignar los cm- peños por acercarse de algún modo a su cumplimiento. Para esto pueden emprenderse muy diversos caminos, anteponer el contenido positivo de la meta, la ganancia de placer, o su contenido negativo, la evitación de displacer. Por nin- guno de ellos podemos alcanzar todo lo que anhelamos. Disecrnir la dicha posible en esc sentido moderado es un problema de la economía libidinal del individuo. Sobre este punto no existe consejo válido para todos; cada quien tiene que ensayar por sí mismo la manera en que puede alcanzar la bienaventuranza.* Los más diversos factores intervendrán para indicarle el camino de su opción. Lo que interesa es cuánta satisfacción real pueda esperar del mundo exterior y la medida en que sea movido a independizarse de él; en último análisis, por cierto, la fuerza con que él mismo ctea contar para modificarlo según sus deseos. Ya en esto, ade- inás de las circunstancias externas, pasará a ser decisiva la constitución psíquica del individuo, Si es predominantemen- te crótico, antepondrá los vínculos de semtimiento con otras personas; sí tiende a la autosuficiencia narcisista, buscará las satisfacciones sustanciales en sus procesos anímicos in- ternos; el hombre de acción no se apartará del mundo exte- rior, que le ofrece la posibilidad de probar su fuerza.? En el caso de quien tenga una posición intermedia entre estos tipos, la índole de sus dotes y Ja medida de sublimación de pulsiones que pueda efectuar determinarán dónde haya de” situar sus intereses. Toda decisión extrema será castigada, exponiéndose el individuo a los peligros que conlleva la in- suficiencia de la técnica de vida elegida con exclusividad. Así como el comerciante precavido evita invertir todo su capital en un solo lugar, podría decirse que la sabiduría de la vida aconseja no esperar toda satisfacción de una aspi- ración única. El éxito nunca es seguro; depende de la coin- 5 [Se alude aquí a una frase atribuida a Fedcrico el Grande: «lin mi dominio cada hombre puede alcanzar la bienaventuranza a su ma- nera». Frcud ya la había citado poco antes en ¿Pueden los legos ejercer el análisis? (39260), AE, 20, pág. 222.] 3 [Freud desarrolla más sus ideas acerca de estos diferentes tipos humanos en su trabajo «Tipos libidinales» (19310), infra, págs. 219 y sigs.] 83 cidencia de muchos factores, y quizás en grado eminente de la capacidad de la constitución psíquica para adecuar su función al medio circundante y aprovecharlo para la ganan- cia de placer. Quien nazca con una constitución pulsional particularmente desfavorable y no haya pasado de manera regular por la trasformación y reordenamiento de sus com- ponentes libidináles, indispensables para su posterior pro- ductividad, encontrará arduo obtener felicidad de su sitración exterior, sobre todo si se enfrenta a tareas algo difíciles. Como última técnica de vida, que le promete al menos satis- facciones sustitutivas, se le ofrece el refugio en la neurosis, refugio que en la mayoría de los casos consuma ya en la juventud. Quien en una época posterior de su vida vea fracasados sus empeños por obtener la dicha, hallará con- suelo en la ganancia de placer de la intoxicación crónica, o emprenderá el desesperado intemo de rebelión de la psi- cosis.t? La religión perjudica este juego de elección y adaptación imponiendo a todos por igual su camino para conseguir dicha y protegerse del sufrimiento. Su técnica consiste cn deprimir el valor de la vida y en desfígurar de manera deli- rante la imagen del mundo real, lo cual presupone el ame- drentamiento de la inteligencia. A este precio, mediante la violenta fijación a un infantilismo psíquico y la inserción en un delirio de masas, la religión consigue ahortar a mu- chos seres humanos Ja neutosis individual. Pero difícilmente obtenga algo más; según dijimos, son muchos los caminos que pueden llovar a la felicidad tal como es asequible al hombre, pero ninguno que lo guíe con seguridad hasta ella. Tampoco la religión puede mantener su promesa. Cuando a la postre el creyente se ve precisado a hablar de los «jnes- crutables designios» de Dios, no hace sino confesar que no le ha quedado otra posibilidad de consuelo ni fuente de placer en el padecimiento que la sumisión incondicional. Y toda vez que está dispuesto a ella, habría podido ahorrarse, verosímilmente, aquel rodeo. 10 [Nota agregada cn 1931:] Me urge indicar al menos una de las lagunas que han quedado en la exposición del texto, Una consi deración de las posibilidades humanas de dicha no dcbicra omitir tomar en cuenta la proporción relativa del narcisismo respecto de la Libido de objeto. Es preciso saber qué significa para la economía libi- dina] bastarse, en lo esencial, a sí mismo. 34 creen haber notado que esta recién conquistada disposición sobre el espacio y el tiempo, este sometimiento de las fuer- zas naturales, no promueve el cumplimiento de una mile- naria añoranza, la de elevar la medida de satisfacción pla- centera que esperan de la vida; sienten que no los han hecho más felices. Ahora bien: de esta comprobación debería infe- ritse, simplemente, que el poder sobre la naturaleza no es Ja única condición de la felicidad humana, como tampoco es la única meta de los afanes de cultura, y no extraer la conclusión de que los progresos técnicos tienen un valor nulo para muestra economía de felicidad. En efecto, obje- taríamos: ¿Ácaso no significa una ganancia positiva de pla- cer, un indiscutible aumento en el sentimiento de felicidad, el hecho de que yo, tantas veces como se me ocurra hacerlo, pueda escuchar la voz de un hijo que vive a cientos de kilómetros de mi lugar de residencia, o que apenas desem- barcado mi amigo yo pueda avetiguar que pasó sin contra- tiempos un largo y azaroso viaje? ¿No significa mada que la medicina haya logrado disminuir extraordinariamente la mortalidad de los recién nacidos y el peligro de infección de las parturientas, a punto tal que se ha prolongado en mucho la duración media de vida de los hombres civiliza- dos? Y podríamos mencionar todavía una larga serie de tales beneficios, que debemos a la tan vilipendiada época del progreso técnico y científico. Pero en este punto se hace oír la voz de la crítica pesimista y advierte que la mayoría de estas satisfacciones siguieron el modelo de aquel «contento barato» elogiado en cierta anécdota: Uno se pro- cura ese goce cuando en una helada noche de invierno saca una pierna desnuda fuera de las cobijas y después la recoge. Si no hubiera ferrocarriles que vencieran las distan- cias, el hijo jamás habría abandonado la ciudad paterna, y no haría falta teléfono alguno para escuchar su voz. De no haberse organizado los viajes trasoceánicos, mi amigo no habría emprendido ese viaje por mar y yo no necesitaría del telégrafo para calmar mi inquietud por su suerte. ¿Y de qué nos sirve haber limitado la mortalidad infantil, si justa- mente eso nos obliga a la máxima reserva en la concepción de hijos, de suerte que en el conjunto no criamos más niños que en las épocas anteriores al reinado de la higiene y, por añadidura, nos impone penosas condiciones en mues- tra vida sexual dentro del matrimonio y probablemente contrarresta la beneficiosa selección natural? Y en defini- tiva, ¿de qué nos vale una larga vida, si ella es fatigosa, huera de alegrías y tan afligente que no podemos sino saludar a la muerte como redentora? 87 Parece establecido que no nos sentimos bien dentro de nuestra cultura actual, pero es difícil formarse un juicio acerca de épocas anteriores para saber sí los seres humanos se sintieron más felices y en qué medida, y si sus condiciones de cultura tuvieron parte en ello. Siempre nos inclinare- mos a aprehender la miseria de manera objetiva, vale decir, a situarnos con nuestras exigencias y nuestra sensibilidad en las condiciones de antaño, a fin de examinar qué halla. ríamos en ellas que pudiera producirnos unas sensaciones de felicidad o de displacer. Este modo de abordaje, que parece objetivo porque prescinde de las variaciones de la sensibilidad subjetiva, es desde luego el más subjetivo po- sible, puesto que remplaza todas las constituciones anímicas desconocidas por la propia. Pero la felicidad es algo ente- ramente subjetivo, Podemos retroceder espantados frente a ciertas situaciones, como la del esclavo galeote de la Anti- gliedad, el campesino en la Guerra de los Treinta Años, las víctimas de la Santa Inquisición, el judío que esperaba el pogrom; podemos espantarnos todo lo que queramos, pero nos resulta imposible una compenetración empática con esas personas, imposible colegir las alteraciones que el embotamiento originario, la insensibilización progresiva, el abandono de las expectativas, modos más groseros o más finos de narcosis, han producido en la receptividad para las sensaciones de placer y displacer. Por otra patte, en el caso de una posibilidad de sufrimiento extremo, entran en acti- vidad determinados dispositivos anímicos de protección, Me parece infecundo seguir considerando más este aspecto del problema. Es tiempo de que abordemos la esencia de esta cultura cuyo valor de felicidad se pone en entredicho. No pediremos una fórmula que exprese esa esencia con pocas palabras; no, al menos, antes de que nuestra indagación nos haya en- señado algo. Bástenos, pues, con repetir que la palabra «cul- tura» designa toda la suma de operaciones y normas que distancian nuestra vida de la de nuestros antepasados ani- males, y que sirven a dos fines: la protección del ser hu- mano frente a la naturaleza y la regulación de los vínculos recíprocos entre los hombres? A fin de comprender un poco rmás, buscaremos uno por uno los rasgos de la cultura, tal como se presentan en las comunidades humanas. Para ello nos dejaremos guiar sin reparos por el uso lingilístico —o, como también se dice, por el sentimiento lingúístico—, confiados en que de tal modo daremos razón de inteleccio- 2 C£. El porvenir de una ¡lusión (19270) [supra, pág. 6). 88 nes internas que aún no admiten expresión en palabras abstractas. El comienzo es fácil: Reconocemos como «culturales» todas las actividades y valores que son útiles para el ser humano en tanto ponen la tierra a su servicio, lo protegen contra la violencia de las fuerzas naturales, etc. Sobre este aspecto de lo cultural hay poquísimas dudas. Remontémo- nos lo suficiente en el tiempo: las primeras hazañas cultu- rales fueron el uso de instrumentos, la domesticación del fuego, la construcción de viviendas. Entre ellas, la domes- ticación del fuego sobresale como un logro extraordinario, sin precedentes;% con los otros, el ser humano no hizo sino avanzar por caminos que desde siempre había transitado si- guiendo incitaciones fáciles de colegir. Con ayuda de todas sus herramientas, el hombre perfecciona sus órganos —los motrices así como los sensoriales— o remueve los límites de su operación. Los motores ponen a su disposición fuerzas enormes que puede enviar en la dirección que quiera como a sus músculos; el barco y el avión hacen que ni el agua ni el aire constituyan obstáculos para su marcha. Con las gafas corrige los defectos de las lentes de sus ojos; con el largavista atisba lejanos horizontes, con el microscopio ven- ce los límites de lo visible, que le imponía la estructura de su retina. Mediante la cámara fotográfica ha creado un instrumento que retiene las impresiones visuales fugitivas, lo mismo que el disco del gramófono le permite hacer con 3 Algún material psicoanalítico, incompleto e incapaz de ofrecer indicaciones ciertas, admite al menos una conjetura —que suena fan- tástica— acerca del origen de esta hazaña de la humanidad. Es como si el hombre primordial soliera, al toparse con el fuego, satisfacer en él un placer infantil extinguiéndolo con su chorro de orina. De atenernos a sagas registradas, mo ofrece duda ninguna la concepción fálica originaria de las llamas que se alzan a lo alto en forma de lenguas. La extinción del fuego mediante la orina —que retoman los modernos gigantes Gulliver, en Lilliput, y el Gargantúa de Rabelais— era por tanto como un acto sexual con un varón, un goce de la po- tencia viril en la competencia homosexual. Quien primero renunció a este placer y resguardó el fuego pudo llevarlo consigo y someterlo a su servidumbre. Por haber ahogado el fuego de su propia excitación sexual pudo enfrenar la fuerza natural de] fuego, Así, esta gran con- quísta cultural habría sido el premio por una renuncia de lo pulsional. Y además, es como si la mujer hubiera sido designada guardiana del hogar porque su conformación anatómica no le permitía ceder a esa tentación de placer. Es notable, también, la regularidad con que las experiencias analíticas atestiguan cl nexo entre ambición, fuego y erotismo uretral, — [Freud aludió al nexo entre la micción y el fuego ya en el caso «Dora» (1905€), AE, 7, págs. 63-4; el vínculo con la ambición lo estableció algo más tarde. Se encontrará una lista completa de referencias en mi «Nota introductoria» a su último trabajo acerca de este tema, «Sobre la conquista del fuego» (1932a).] 89 enteramos de cuán mal olor solía despedir la persona del Roi Soleil,* y meneamos la cabeza cuando en Isola Bella? nos muestran la diminuta jofaina de que se servía Napoleón para su aseo matinal. Más aún: no nos sorprende que al. guien presente directamente al uso del jabón como medida de cultura. Algo parecido ocurre con el orden, que, como la limpieza, está enteramente referido a la obra del hombre. Pero mientras que no tenemos derecho a esperar limpieza en la naturaleza, el orden más bien ha sido espiado y copiado de ella; la observación de las grandes regularidades astro- nómicas no sólo ha proporcionado al ser humano el arque- tipo del orden, sino los primcros puntos de apoyo para in- troducirlo en su vida. El orden es una suerte de compulsión de repetición que, una vez instituida, decide cuándo, dónde y cómo algo debe ser hecho, ahorrando así vacilación y dudas en todos los casos idénticos. Es imposible desconocer los beneficios del orden; posibilita al ser humano el mejor aprovechamiento del espacio y el tiempo, al par que pre- serva sus fuerzas psíquicas. Se tendría derecho a esperar que se hubiera establecido desde el comienzo y sin com- pulsión en el obrar humano, y es lícito asombratse de que en modo alguno haya sido así; en efecto, el hombre posee más bien una inclinación natural al descuido, a la falta de regularidad y de puntualidad en su trabajo, y debe ser educado empeñosamente para imitar los arquetipos celestes. Es notorio que belleza, limpieza y orden ocupan un lugar particular entre los requisitos de la cultura. Nadie afirmará que poseen igual importancia vital que el dominio sobre las fuerzas naturales y otros factores que aún habremos de considerar; no obstante, nadie los relegará a un segundo plano como cosas accesorias. Ahora bien, que la cultura no está concebida únicamente pata lo útil lo muestra ya el ejemplo de la belleza, que no queremos echar de menos entre los intereses de aquella. La utilidad del orden es evi- dentísima; en cuanto a la limpieza, tengamos en cuenta que también la requiere la higiene, y podemos conjeturar que su relación con ella no era del todo desconocida ni siquiera en épocas anteriores a la profilaxis científica. Sin embargo, la utilidad no explica totalmente el afán; algo más ha de estar en juego. x Pero en ningún otro rasgo creemos distinguir mejor la cultura que en la estima y el cuidado dispensados a las actividades psíquicas superiores, las tareas intelectuales, * (El Rey Sol, Luis XIV de Francia.) B [Célebre ista del Lago Maggiore, visitada por Napoleón pocos días antes de la batalla de Marengo.] » 92 científicas y artísticas, el papel rector atribuido a las ideas en la vida de los hombres. En la cúspide de esas ideas se sitúan los sistemas religiosos, sobre cuyo complejo edificio procuré echar luz en otro trabajo;* junto a ellos, las espe- culaciones filosóficas y, pot último, lo que puede llamarse formaciones de ideal de los seres humanos: sus represen- taciones acerca de una perfección posible del individuo, del pueblo, de la humanidad toda, y los requerimientos que se erigen sobre la base de tales representaciones. El hecho de «ue estas creaciones no sean independientes entre sí, si- no que forman más bien un estrecho tejido, dificulta tanto su exposición como el hallazgo de su origen psicológico. Si suponemos, con la máxima generalidad, que el resorte de todas las actividades humanas es alcanzar dos metas conflu- yentes, la utilidad y la ganancia de placer, debemos consi: derar que rige también para las manifestaciones culturales aquí mencionadas, aunque sólo sea fácilmente discernible en el caso de la actividad científica y artística, Pero no pucde ponerse en duda que también las otras responden a intensas necesidades de los seres humanos —necesidades que, acaso, sólo se han desarrollado en una minoría. Adviértase que no es lícito dejarse extraviar por juicios de valor acerca de algunos de estos sistemas religiosos o filo- sóficos, o de estos ideales; ya se busque en ellos el logro supremo del espíritu humano o se los deplore como aberra- ciones, es preciso admitir que su presencia, y en particular su predominio, indica un elevado nivel de cultura. Como último rasgo de una cultura, pero sin duda no el menos importante, apreciaremos el modo en que se reglan los vínculos recíprocos entre los seres humanos: los vínculos sociales, que ellos entablan como vecinos, como dispensa- dores de ayuda, como objeto sexual de otra pertsona, como miembros de una familia o de un Estado. Es particularmente difícil librarse de determinadas demandas ideales en estos juntos, y asir lo que es cultural en ellos. Acaso se pueda empezar consignando que cl elemento cultural está dado con el primer intento de regular estos vínculos sociales. De faltar ese intento, tales vínculos quedarían sometidos a la arbitrariedad del individuo, vale decir, el de mayor fuerza física los resolvería en el sentido de sus intereses y mociones pulsionales, Y nada cambiaría si este individuo se topara con otro aún más fuerte que él. La convivencia humana sólo se vuelve posible cuando se aglutina una mayoría más fuerte que los individuos aislados, y cohesionada frente a $ [C£. El porvenir de una ilusión (19270), supra, págs. 1. y sigs.] 93 estos. Ahora el poder de esta comunidad se contrapone, como «derecho», al poder del individuo, que es condena- do como «violencia bruta». Esta sustitución del poder del individuo por el de la comunidad es el paso cultural deci- sivo. Su esencia consiste en que los miembros de la comu nidad se limitan en sus posibilidades de satisfacción, en tanto que el individuo no conocía tal limitación. El siguiente requisito cultural es, entonces, la justicia, o sea, la seguridad de que el orden jurídico ya establecido no se quebrantará para favorecer a un individuo. Entiéndase que ello no decide sobre el valor ético de un derecho semejante, Desde este punto, el desarrollo cultural parece dirigirse a procurar que ese derecho deje de ser expresión de la voluntad de una comunidad restringida —casta, estrato de la población, et- nia-— que respecto de otras masas, acaso más vastas, volvie- ra a comportarse como lo haría un individuo violento. El re- sultado último debe ser un derecho al que todos --al menos todos los capaces de vida comunitaria— hayan contribuido con el sacrificio de sus pulsiones y en el cual nadie -—con la excepción ya mencionada—- pueda resultar víctima de la violencia bruta. La libertad individual no es un patrimonio de la cultura. Fue máxima antes de toda cultura; cs verdad que en esos tiempos las más de las veces carecía de valor, porque el individuo difícilmente estaba en condiciones de prescrvarla, Por obra del desarrollo cultural experimenta limitaciones, y la justicia exige que nadie escape a ellas, Lo que en una comunidad humana se agita como esfuerzo libertario puede ser la rebelión contra una injusticia vigente, en cuyo caso favorecerá un ulterior desarrollo de la cultura, será conci- liable con esta. Pero también puede provenir del resto de la personalidad originaria, un resto no domeñado por la cul- tura, y convertirse de ese modo en base para la hostilidad hacia esta última. El esfuerzo libertario se dirige enton- ces contra determinadas formas y exigencias de la cultura, o contra ella en general. No parece posible impulsar a los se- res humanos, mediante algún tipo de influjo, a trasmudar su naturaleza en la de una termita: defenderá siempre su demanda de libertad individual en contra de la voluntad de la masa. Buena parte de la brega de la humanidad girasen totno de una tarea: hallar un equilibrio acorde a fines, vale decir, dispensador de felicidad, entre esas demandas indi- viduales y las exigencias culturales de la masa; y uno de los problemas que atañen a su destino es saber si mediante determinada configuración cultural ese equilibrio puede al- canzarse o si el conflicto es insalvable. 9% IV Parece una tarea desmedida; uno tiene derecho a confesar su perplejidad. He aquí lo poco que yo pude colegir, Después que el hombre primordial hubo descubierto que estaba en su mano —entiéndaselo literalmente— mejorar su suerte sobre la Tierra mediante el trabajo, no pudo serle indiferente que otro trabajara con él o contra él. Ásí el otro adquirió el valor del colaborador, con quien era útil vivir en común. Aun antes, en su prehistoria antropoide, el hom- bre había cobrado el hábito de formar familias; es probable que los miembros de la familia fueran sus primeros auxi Hares. Cabe conjeturar que la fundación misma de la familia se enlazó con el hecho de que la necesidad de satisfacción genital dejó de emerger como un huésped que aparecía de pronto en casa de alguien, y tras su despedida no daba más noticias de sí; antes bien, se instaló en el individuo como pensionista. Ello dio al macho un motivo pata retener junto a sí a la mujer o, más en general, a los objetos sexuales; las hembras, que no querían separarse de sus desvalidos vástagos, se vieron obligadas a permanecer junto al macho, más fuerte, justamente en interés de aquellos.* En esta 1 Sin duda que la periodicidad orgánica del proceso sexual se ha conservado, pero su influjo sobre la excitación sexual psíquica se ha trastornado más bien hacia la contraparte (buf sich eber ins Gegenteil verkebri). Esta alteración se conecta de la manera más es- trecha con el relegamiento de los estímulos olfatorias mediante los cuales el proceso menstrual producía efectos sobre la psique del macho. Su papel fue asumido por excitaciones visuales, que, al con- trario de los estímulos olfatorios intermitentes, podían mantener un efecto continuo, El tabú de la menstruación proviene de esta «re- presión=(suplantación) orgánica», como defensa frente a una fase superada del desarrollo; todas las otras motivaciones son probable- mente de naturaleza secundaria. (C£, C. D. Daly, 1927.) Éste pro- ceso se repite en otro nivel cuando los díoses de un períado cultural perimido devienen demonios. Ahora bien, el relegamiento de los estímulos olfatorios parece ser, a su vez, consecuencia del extraña- miento del ser humano respecto de la tierra, de la adopción de una postura erecta en la marcha, que vuelve visibles y necesitados de protección los genitales hasta entonces encubiertos y así provoca la vergienza. Por consiguiente, en el comienzo del fatal proceso de la cultura se situaría la postura vertical del ser humano. La cadena se 27 familía primitiva aún echamos de menos un rasgo esencial de la cultura; la arbitrariedad y albedrío del jefe y padre era ilimitada.2 En Tótem y tabú he intentado mostrar el camino que llevó desde esta familia hasta el siguiente grado de la convivencia, en la forma de las alianzas de hermanos. Tras vencer al padre, los hijos hicieron la experiencia de que una unión puede ser más fuerte que el individuo. La cultura totemista descansa en las limitaciones a que debie- ron someterse para mantener el muevo estado. Los precep- tos del tabú fueron el primer «derecho». Por consiguiente, inicia ahí, pasa por la desvalorización de los estímulos olfatorios y el aislamiento en los períodos menstruales, luego se otorga una hiper- gravitación a los estímulos visuales, al devenirwisibles los genitales; prosigue hacia la continuidad de la excitación sexual, la fundación de la familia y, con ella, llega a los umbrales de la cultura humana. Esta es sólo una especulación teórica, pero lo bastante importante pa: ra merecer una comprobación exacta en las condiciones de vida dé los animales próximos al hombre. También en el afán cultural por la limpieza, que halla una j ficación con posterioridad (machtráglich) en mitamientos higiénicos, pero que ya se había exteriorizado antes de esa intelección, es inequí voca la presencia de un factor social. La impulsión a la limpieza co- rresponde al esfuerzo (Dramg) por climinar los excrementos que se han vuelto desagradables para la percepción sensorial. Sabemos que entre los niños pequeños no ocurre lo mismo. Los excrementos 10 excitan aversión ninguna en el niño, le parecen valiosos como parte desprendida de su cuerpo, La educación presiona aquí con particular energía para apresurar el inminente curso del desarrollo, destinado a restar valor a los excrementos, a volverlos asquerosos, horrorosos y repugnantes, Tal subversión de los valores (Umiwcrtung) sería imposible si estas sustancias sustraídas del cuerpo no estuvieran condenadas, por sus fuertes olores, a compartir el destino reservado a los estímulos ol- fatorios tras el alzamiento del ser humano del sucto. Entonces, el erotismo anal fue el primero en sucumbir a la «represión orgánica» que allanó el camino a la cultura, El factor social que veló por la ulterior trasmudación del etotismo anal atestigua su presencia por el hecho de que, pese a todos los progresos del desartollo, el olor de los propios excrementos apenas si resulta chocante al ser humano, sólo lo son las evacuaciones de otros, El que no es limpio, o sea, el que no oculta sus excrementos, ultraja entonces al otro, no muestra mira miento alguno por él; además, esto mismo es lo que enuncian los in- sultos más fuertes y usuales. Por otra parte, sería incomprensible que el hombre usara como insulto el nombre de su amigo más fiel en el mundo animal, si el perro no se atrajera su desprecio por dos cua: lidades: la de ser un animal con un desarrollado sentido del olfato, que no se horroriza frente a los excrementos, y la de no avergonzarse de sus funciones sexuales. [Se hallarán algunos datos sobre la his- toria de los puntos de vista de Freud acerca de esta cuestión en mi «Introducción», supra, págs. 60-1.] 2 [Más a menudo, Freud designa «horda primordial» a lo que aquí denomina «familia primitiva»; esta noción fue tomada en gran me- dida de Atkinson (1903), guien hablaba de la «familia ciclópea». C£., por ejemplo, Tótem y tabú (1912-13), AE. 13, págs. 143 y sigs.] 98 la convivencia de los seres humanos tuvo un fundamento doble: la compulsión al trabajo, creada por el apremio exte- rior, y el poder del amor, pues el varón no quería estar pri- vado de la mujer como objeto sexual, y ella no quería separarse del hijo, carne de su carne. Ásí, Eros y Ananké pasaron a ser también los progenitores de la cultura huma- na. El primer resultado de esta fue que una mayor cantidad de seres humanos pudieron permanecer en comunidad. Y como esos dos grandes poderes conjugaban sus efectos para ello, cabía esperar que el desarrollo posterior se consumara sin sobresaltos hacia un dominio cada vez mayor sobre el mundo exterior y hacia la extensión del númeto de seres humanos abarcados por la comunidad. En verdad no es fácil comprender cómo esta cultuta pudo tener sobre sus parti- cipantes otros efectos que los propicios para su dicha. Antes de pasar a indagar el posible origen de la pertur- bación, y puesto que hemos reconocido al amor como una de las bases de la cultura, emprenderemos una digresión a fin de salvar una laguna dejada en una elucidación anterior Upág. 82]. Dijimos que la experiencia de que el amor sexual (genital) asegura al ser humano las más intensas vivencias de satisfacción, y en verdad le proporciona el modelo de toda dicha, por fuerza debía sugerirle seguir buscando la dicha para su vida en el ámbito de las relaciones sexuales, situar el erotismo genital en el centro de su vida. Y en aquel lugar añadimos que por esa vía uno se volvía de- pendiente, de la manera más riesgosa, de un fragmento del mundo exterior, a saber, del objeto de amox escogido, ex- poniéndose así al máximo padecimiento si se era desdeñado O si se perdía el objeto por infidelidad o muerte. Por eso los sabios de todos los tiempos desaconsejaron con la mayor vehemencia este camino de vida; pese a ello, no ha per dido su atracción para buen número de los mortal A una pequeña minoría, su constitución le permite, em- pero, hallar la dicha por el camino del amor, Pero ello su- pone vastas modificaciones anímicas de la función de amor. Estas personas se independizan de la aquiescencia del objeto desplazando el valor principal, del ser-amado, al amar ellas mismas; se protegen de su pérdida no dirigiendo su amor a objetos singulares, sino a todos los hombres en igual medida, y evitan las oscilaciones y desengaños del amor genital apartándose de su meta sexual, mudando la pulsión en una moción de meta inbibida. El estado que de csta manera crean —el de un sentir tierno, parejo, imper- turbable— ya no presenta mucha semejanza externa con la vida amorosa genital, variable y tormentosa, de la que 99 mica; en efecto, se ve precisada a sustraer de la sexualidad un gran monto de la energía psíquica que ella misma gas- ta. Así, la cultura se comporta respecto de la sexualidad como un pueblo o un estrato de la población que ha some- tido a otro para explotarlo. La angustia ante una eventual rebelión de los oprimidos impulsa a adoptar severas me- didas preventivas. Nuestra cultura de Europa occidental exhibe un alto nivel dentro de ese desarrollo. Desde el punto de vista psicológico, se justifica por entero que em- piece por proscribir las exteriorizaciones de la vida sexual infantil, pues el endicamiento de los apetitos sexuales del adulto no tiene perspectiva alguna de éxito si no se lo pre- paró desde la niñez, Pero la que en modo alguno se justi- fica es que la sociedad culta haya legado incluso a descono- cet (lengnen) estos fenómenos fácilmente comprobables, y aun llamativos. La elección de objeto del individuo genital- mente maduro es circunscrita al sexo contrario; la mayoría de las satisfacciones cxtragenitales se prohíben como per- versiones. El reclamo de una vida sexual uniforme para todos, que se traduce en esas prohibiciones, prescinde de las desigualdades en la constitución sexual innata y adquirida de los seres humanos, segrega a buen número de ellos del goce sexual y de tal modo se convierte en fuente de grave injusi . Ahora bien, el resultado de tales medidas limita- tivas podría ser que Jos individuos normales —no impedidos para ello por su constitución— volcaran sín merma todos sus intereses sexuales por los canales que se dejaron abiertos. Empero, lo único no proscrito, el amor genital heterosexual, es estorbado también por las limitaciones que imponen la legitimidad y la movogamia. La cultura de nuestros días deja entender bien a las claras que sólo permitirá las relaciones sexuales sobre la base de una ligazón definitiva e indisoluble entre un hombre y una mujer, que no quiere la sexualidad como fuente autónoma de placer y está dispuesta a tolerarla solamente como la fuente, hasta ahora insustituida, para la multiplicación de los seres humanos. Desde luego, es este un cuadro extremo. Es notorio que ha demostrado scr irrealizable, aun por breves períodos. Sólo los débiles han acatado un menoscabo tan grande de su libertad sexual; las naturalezas más fuertes, únicamente bajo una condición compensadora de que después hablare- mos* La sociedad culta se ha visto precisada a aceptar calladamente muchas trasgresiones que según sus estatutos habría debido perseguir. Empero, no es lícito extraviar el $ (El logro de cierto grado de seguridad; cf. infra, pág. 112.] 102 juicio yéndose al otro lado y suponiendo que esa postufa cultural sería inofensiva porque no consigue todos sus pro- pósitos. La vida sexual del hombre culto ha recibido grave daño, impresiona a veces como una función que se encon- trara en proceso involutivo, de igual modo que Jo parecen nuestros dientes y nuestros cabellos en su condición de ór- ganos. Probablemente se tiene derecho a suponer que ha experimentado un sensible retroceso en cuanto a su valor como fuente de sensaciones de felicidad, o sea, para el cumplimiento de puestro fin vital.* Muchas veces uno cree discernir que no cs sólo la presión de la cultura, sino algo que cstá en la esencia de la función misma, lo que nos de- niega la satisfacción plena y nos esfuerza por otros caminos. Acaso sea un error; es difícil decidirlo.? 4 Entre las obras del fino poeta inglés John Galsworthy, quien hoy goza de universal prestigio, yo aprecié desde temprano una pe- queña historia titulada «The AppleTree» (El manzano), que muestra plásticamente cómo en la vida cultural de nuestros días ya no hay espacio para el amor simple y natural entre dos criaturas humanas, 5 Agrego las siguientes puntualizaciones para apoyar la conjetura expresada en cl texto: También el ser humano es un animal de jn- dudable disposición bisexual. El individuo (Ladividunm) correspon: de a una fusión de dos mitades simétricas; en opinión de muchos investigadores, una de ellas cs puramente masculina, y la otra, fe- menina. También es posible que cada mitad fuera originariamente hermafrodita, La sexualidad es un hecho biológico que, aunque de extraordinaria significación para la vida anímica, es difícil de asir psicológicamente. Solemos decir: cada ser humano muestra mociones pulsionales, necesidades, propiedades, tanto masculinas cuanto feme- ninas, pero es la anatomía, y no la psicología, la que puede registrar el carácter de lo masculino y lo femenino. Para la psicología, la opo- sición sexual se atempera, convirtiéndose en la que media entre ac tividad y pasividad; y demasiado apresuradamente hacemos coincidir la actividad con lo masculino y la pasividad con lo femenino, cosa que en modo alguno se corrobora sin excepciones en el mundo 2ni- mal. La doctrina de la bisexualidad sigue siendo todavía muy oscu- za, y mo podemos menos que considerar un serio contratiempo que en el psicoanálisis todavía no haya hallado enlace alguno con la docirina de las pulsiones. Comoquiera que sea, si admitimos como un hecho que cl individuo quiere satisfacer en su vida sexual deseos tanto masculinos cuanto femeninos, estaremos preparados para la po- sibilidad de que esas exigencias no scan cumplidas por cl mismo obje. to y se perturben entre sí cuando no se logra mantenerlas separadas y guiar cada moción por una vía particalar, adecuada 2 ella. Otra dificultad deriva de que el vínculo erótico, además de los compo: nentes sádicos que le son propios, con harta frecuencia Jleva aco- plado un monto de inclinación a la agresión directa. No siempre el objeto de amor mostrará frente a esas complicaciones tanta compren- sión y tolerancia como aquella campesina que se quejaba de que su suarido ya no la quería, porque llevaba una semana sin zurtarla. Empero, a un nivel más hondo nos lleva esta conjetura, que seto- ma las puntualizaciones de la nota de págs. 97-8: con la postura vertical del ser humano y la desvalorización del sentido del olfato, es tode la 103 sexualidad, y no sólo el erotismo anal, la que corre el riesgo de caer víctima de la represión orgánica, de suerte que desde entonces la función sexual va acompañada por una renuencia no fundamentable que estorba una satisfacción plena y esfuerza a apartarse de la meta sexual hacia sublimaciones y desplazamientos libidinales. Sé que Bleuler (19134) señaló una vez la presencia de una actitud origi- naria de rechazo frente a la vida sexual, como la indicada. A todos los neuróticos, y a muchos que no lo son, les repugna que «mier urinas et faeces nascimur» («nacemos entre orina y heces»). También los genitales producen fuertes sensaciones olfatorías que resultan insoportables a muchas personas, dificultándoles el comercio sexual Así obtendríamos, como la raíz más profunda de la teprcsión sexual que progresa junto con la cultura, la defensa orgánica de la nueva for- ma de vida adquirida con la "marcha erecta contra la existencia animal anterior, resultado este de la investigación científica que coin- cide de manera asombrosa con prejuicios triviales formulados a me- nudo. Empero, por ahora se trata sólo de posibilidades muy incier- tas, no refrendadas por la ciencia, Tampoco olvidemos que, a pesar de la innegable desvalorización de los estímulos olfatorios, hay pueblos, incluso en Europa, que aptecian mucho los intensos olores genitales, tan despreciables para nosotros, como medio de estimular la sexua- lidad, y no quieren renunciar a ellos. (Véanse los relevamientos folkló- ricos de la «encuesta» de Iwan Bloch, «Uber den Geruchssina in der vita sexualis» (Sobre el sentido del olfato en la vida sexual), en dí- versas entregas de la revista Amthropophyteía, de F. S. Krau: [Acerca de la difícultad de discernir un significado psicológico de la «masculinidad» y la «feminidad», véase una larga nota agregada por Freud en 1915 a la tercera edición de Tres ensayos de teoria sexual (19054), AE, Y, págs. 200-1, y su análisis del tema en la 33* de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (19332), AE, 22, págs. 105 y sigs. — Las notorias consecuencias derivadas de la proxi midad entre los órganos sexuales y excretorios fueron señaladas por primera vez en el Manuscrito K enviado a Tliess el 1? de enero de 1896 (Freud, 19504), AE, 1, págs. 261-2; más tarde hubo frecuentes menciones de este punto; por ejemplo en el caso «Dora» (19058), AE, 7, pág. 29, y en «Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa» (19124), AE, 11, págs. 1823, Cf. también mi <Intro- ducción», sepra, pags. 60-1.] 104 de igualdad con ellos. Pero sí debo amarlo con ese amor universal de que hablábamos, meramente porque también él es un set de esta Tierra, como el insecto, como la lombriz, como la víbora, entonces me temo que le corresponderá un pequeño monto de amor, un monto que no puede ser tan grande como el que el juicio de la razón me autoriza a reservarme a mí mismo. ¿Por qué, pues, se rodea de tanta solemnidad un precepto cuyo cumplimiento no puede te- comendarse como racional? Y si considero mejor las cosas, hallo todavía orras di- ficultades. No es sólo que ese extraño es, en general, in- digno de amor; tengo que cónfesar hontadamente que se hace más acreedor a mi hostilidad, y aun a mi odio. No parece albergar el mínimo amor hacia mí, no me tiene el menor miramiento. Sí puede extraer una ventaja, no tiene reparo alguno en perjudicarme, y ni siquiera se pregunta si la magnitud de su beneficio guarda proporción con el daño que me infiere. Más todavía: ni hace falta que ello le re- porte utilidad; con que sólo satisfaga su placer, no se priva de burlarse de mí, de ultrajatme, calumniatme, cxhibirme su poder; y mientras más seguro se siente él y más desvalido me encuentre yo, con certeza tanto mayor puedo esperar ese comportamiento suyo hacia mí. Y si se comporta de otro modo; si, siendo un extraño, me demuestra conside- ración y respeto, yo estoy dispuesto sin más, sin necesidad de precepto alguno, a retribuírle con la misma moneda. En efecto; yo no contradiría aquel grandioso mandamiento si rezata: «Áma a tu prójimo como tu prójimo te ama a ti». Hay un segundo mandamiento que me parece todavía me- nos entendible y desata en mí una revuelta mayor. Dice: «Ama a tus enemigos». Pero si lo pienso bien, no tengo razón para rechazatlo como si fuera una exigencia más: grave. En el fondo, es lo mismo? En este punto erco escuchar, de una voz grave y digna, la admonición: «Justamente porque el prójimo no es digno de amor, sino tu enemigo, debes amarlo como a ti mismo». 3 Un gran poeta puede permitirse expresar, al menos en broma, verdades psicológicas muy mal vistas. Así, Heine confiesa: «Yo tengo las intenciones más pacíficas. Mis deseos son: una modesta choza con techo de paja, pero un buen lecho, buena comida, leche y pan muy frescos; frente a la ventana, flores, y algunos hermosos árboles a mi puerta; y si el buen Dios" quiere hacerme completamente di- choso, que me dé la alegría de que de esos árboles cuelguen seis o siete de mis enemigos, De todo corazón les perdonaré, muertos, todas las iniquidades que me hicieron en vida... Sí: uno debe perdonar a sus enemigos, pero no antes de que sean ahorcados». (Meine, Ge- darken und Finfálle [sección 11.) 107 Comprendo ahora; es un caso semejante al de «Credo quiá absurdum» Ahora bien, es muy probable que el prójimo, si se lo exhortara a amarme como se ama a sí mismo, diera idéntica respuesta que yo y me rechazara con iguales fundamentos. No con idéntico derecho objetivo, según creo yo; pero lo mismo opinará él. Es verdad que entre las conductas de los seres humanos hay diferencias; la ética las califica de «buenas» y «malas» con prescindencia de las condiciones en que se produjeron. Hasta tanto no se supriman esas in- negables diferencias, obedecer a los elevados reclamos de la ética importará un perjuicio a los propósitos de la cul- tuta, puesto que lisa y llanamente discierne premios a la maldad. Uno no puede apartar de sí, en este punto, el ro- cuerdo de lo acontecido en el Parlamento francés cuando se trataba la pena de muerte; un orador acababa de abogar apasionadamente en favor de su abolición: una tormenta de aplausos apoyó su discurso, hasta que desde la sala una voz prorrumpió en estas palabras: «Que messienrs les assassins commencenti» * Tras todo esto, es un fragmento de realidad efectiva lo que se pretende desmentir; el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad. En consecuencia, el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuer- za de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su con- sentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, in- fligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo. «Homo bomini lupus»:” ¿quién, en vista de las experiencias de la vida y de la historia, osaría poner en entredicho tal apotegma? Esa agresión cruel aguarda por lo general una provocación, o sirve a un propósito diverso cuya meta también habría po- dido alcanzarse con métodos más benignos. Bajo circunstan- cias propicias, cuando están ausentes las fuerzas anímicas contrarias que suelen inhibirla, se exterioriza también es- pontáneamente, desenmascara a Jos seres humanos como bestias salvajes que ni siquiera respetan a los miembros de su propia especie. Quien evoque en su recuerdo el espanto 4 [C£. El porvenir de una ilusión (19270), supra, pág. 28. Freud vuelve a ocupatse del mandamiento «Amarás 'a tu prójimo como a ti mismo» ¿nfra, pág. 138, * f«¡Que empiecen por hacerlo los señores asesinos!».) 5 («El hombre es el lobo del hombre».) Tomado de Plauto, As? saria, UL, iv, 88.] 108 de las invasiones bárbaras, las incursiones de los hunos, de los llamados mongoles bajo Gengis Khan y Tamerlán, la conquista de Jerusalén por los piadosos cruzados, y, ayer apenas, los horrores de la última Guerra Mundial, no podrá menos que inclinarse, desanimado, ante la verdad objetiva de esta concepción. La existencia de esta inclinación agresiva que podemos registrar en nosotros mismos y con derecho presuponemos en los demás es el factor que perturba nuestros vínculos con el prójimo y que compele a la cultura a realizar su gasto [de energía]. Á raíz de esta hostilidad primaria y recíproca de los seres humanos, la sociedad culta se encuentra bajo una permanente amenaza de disolución. El interés de la comunidad de trabajo no la mantendría cohesionada; en efecto, las pasiones que vienen de lo pulsional son más fuertes que unos intereses racionales. La cultura tiene que movilizarlo todo para poner límites a las pulsiones agre- sivas de los seres humanos, para sofrenar mediante forma- ciones psíquicas reactivas sus exteriorizaciones. De ahí el recurso a métodos destinados a impulsarlos hacia identifi- caciones y vínculos amorosos de meta inhibida; de ahí la limitación de la vida sexual y. de ahí, también, el manda- miento ideal de amar al prójimo como a sí mismo, que en la realidad efectiva sólo se justifica por el hecho de que nada contraría más a la naturaleza humana originaria. Peto con todas sus empeños, este afán cultural no ha conse- guido gran cosa hasta ahora. La cultura espera prevenir los excesos más groseros de la fuerza bruta arrogándose el derecha de ejercer ella misma una violencia sobre los cri- minales, pero la ley no alcanza a las exteriorizaciones más cautelosas y refinadas de la agresión humana. Cada uno de nosotros termina por aventar como ilusiones las expectati- vas que alentó en su juventud respecto de los prójimos, y sabe por experiencia propia cuánto más difícil y dolorosa se le volvió la vida por Ja malevolencia de estos. Por consi- guiente, sería injusto reprochar a la cultura su propósito de excluir la lucha y la competencia del quehacer humano. Ellas son sin duda indispensables, pero la condición de oponente no coincide necesariamente con la de enemigo; sólo de- viene tal cuando se la toma como pretexto y se hace abuso de ella. Los comunistas creen haber hallado el camino para la redención del mal. El ser humano es íntegramente bueno, rebosa de benevolencia hacia sus prójimos, pero la insti- tución de la propiedad privada ha corrompido su naturale- za. La posesión de bienes privados confiere al individuo el 109 mordial las cosas le iban mejor, pues no conocía limitación alguna de lo pulsional. En compensación, era ínfima su segutidad de gozar mucho tiempo de semejante dicha. El hombre culto ha cambiado un trozo de posibilidad de dicha por un trozo de seguridad. Mas no olvidemos que en la familia primordial sólo el jefe gozaba de esa libertad pul- sional; los otros vivían oprimidos como esclavos. Por tan- to, en esa época primordial de la cultura era extrema la oposición entre una minoría que gozaba de sus ventajas y una mayoría despojada de ellas. En cuanto a los pueblos primitivos que hoy viven, la averiguación más cuidadosa nos ha enseñado que no es lícito envidiarlos por la libertad de su vida pulsional; está sometida a limitaciones de otra índole, pero acaso de mayor severidad que la del hombre culto moderno. Cuando, con razón, objetamos al estado actual de nuestra cultura lo poco que satisface nuestras demandas de un ré- gimen de vida que propicie la dicha; cuando, mediante una crítica despiadada, nos empeñamos en descubrir las raíces de su imperfección, ejercemos nuestro legítimo derecho y no por ello nos mostramos enemigos de la cultura. Nos es lícito esperar que poco a poco le introduciremos variantes que satisfagan mejor nuestras necesidades y tomen en cuen- ta aquella crítica. Pero acaso llegaremos a familiarizarnos con la idea de que hay dificultades inherentes a la esencia de la cultura y que singún ensayo de reforma podrá salvar. Además de las tareas de la limitación de las pulsiones, para la cual estamos preparados, nos acecha el peligro de un estado que podríamos denominar «miseria psicológica de la masa»? Ese peligro amenaza sobre todo donde la liga- zón social se establece principalmente por identificación recíproca entre los participantes, al par que individualida- des conductoras no alcanzan la significación que les cotres- pondería en la formación de masa*” La actual situación de la cultura de Estados Unidos proporcionaría una buena oportunidad para estudiar ese perjuicio cultural temido. Pero resisto a la tentación de emprender la crítica de la cultura de ese país; no quiero dar la impresión de que yo mismo querría servirme de métodos norteamericanos, 2 [La expresión alemana «psychologisches Elend» parece estar vertiendo la de Janet, «mísóre psychologique», utilizada "por este úl- timo para describir la ineptitud para la síntesis mental, ineptitud que según Janet era propia de los neuróticos.] 10 C£. Psicología de las masas y análisis del yo (19210). 112 vI En ninguno de mis trabajos he tenido como en este la sensación de exponer cosas archisabidas, gastar papel y tinta, y hacer trabajar al tipógrafo y al impresor meramen- te para referir cosas triviales. Por eso cojo al vuelo la que al parecer ha resultado, a saber, que el reconocimiento de una pulsión de agresión especial, autónoma, implicaría una modificación de la doctrina psicoanalítica de las pulsiones. Se demostrará que no hay tal, que tan sólo se trata de dar mayor relieve a un giro consumado hace mucho tiem- po y perseguirlo en sus consecuencias. El conjunto de la teoría analítica ha progresado lentamente; pero de todas sus piezas, la doctrina de las pulsiones es aquella donde más trabajosos resultaron los tanteos de avance! Empero, era tan indispensable para el todo, que se debía poner algo en el lugar correspondiente. En el completo desconcierto de los comienzos, me sirvió como primer punto de apoyo el dicho de Schiller, el filósofo poeta: «hambre y amor» mantienen cohesionada la fábrica del mundo? El hambre podía considerarse el subrogado de aquellas pulsiones que quieren conservar al individuo, en tanto que el amor pugna por alcanzar objetos; su función principal, favorecida de todas las maneras por la naturaleza, es la conservación de la especie. Así, al comienzo se contrapusieron pulsiones yoicas y pulsiones de objeto. Para designar la energía de estas úl- timas, y exclusivamente para ella, yo introduje el nombre de libido;* de este modo, la oposición corría entre las pul- siones yoicas y las pulsiones «libidinosas» del amor en sen- tido lato,* dirigidas al objeto. Una de estas pulsiones de objeto, la sádica, se destacaba sin duda por el hecho de 1 [Se hallará nn comentario sobre la historia de la teoría freudiana de las pulsiones en mi «Nota introductoria» a «Pulsiones y destinos de pulsión» (Freud, 19150), AE, 14, págs. 109 y sigs.] 2 TEn «Die Weltweisen».] 3 [En cl primero de sus trabajos sobre la neurosis de angustia (18956), AE, 3, pág. 102.1 4 [Es decir, en el sentido en que Platón empleaba el término. Cf. Psicologia de las masas y análisis del yo (19210). AR, 18, pág. 94.] 113 que su meta no cra precisamente amorosa, y aun era evi- dente que en muchos aspectos se anexaba a las pulsiones yoicas, no podía ocultar su estrecho parentesco con pul- siones de apoderamiento sin propósito libidinoso. Había ahí algo discordante, pero se lo pasó por alto; y a pesar de todo eta evidente que el sadismo pertenecía a la vida sexual, pues el juego cruel podía sustituir al tierno. La neurosis se nos presentó como el desenlace de una lucha entre el interés de la autoconservación y las demandas de la libido: una lucha en que el yo había triunfado, mas al precio de graves sufrimientos y renuncias. Todo analista concederá que lo expuesto ni siquiera hoy suena como un ertor hace tiempo superado. Sí se volvió indispensable una modificación cuando nuestra investiga- ción avanzó de lo reprimido a lo represor, de las pulsiones de objeto al yo. En este punto fue decisiva la introducción del concepto de narcisismo, es decir, la intelección de que el yo mismo es investido con libido, y aun es su hogar originario y, por así decir, también su cuartel gencral.? Esta libido narcisista se vuelca a los objetos, deviniendo de tal modo libido de objeto, y puede volver a mudarse en libido narcisista. El concepto de narcisismo nos permitió aprehen- der analíticamente la neurosis traumática, así como muchas afecciones vecinas a las psicosis, y estas mismas. No hacía falta abandonar la interpretación de las neurosis de tras- ferencia como intentos del yo por defenderse de la sexua- lidad, pero el concepto de libido corrió peligro. Puesto que también las pulsiones yoicas eran libidinosas, por un mo- mento pareció inevitable identificar libido con encrgía pul- sional en general, como ya C. G. Jung había pretendido hacerlo anteriormente. Empero, en el trasfondo quedaba algo así como una certidumbre imposible de fundar toda- vía, y era que las pulsiones no pueden ser todas de la misma clase. Di el siguiente paso en Más allá del principio de placer (19202), cuando pot primera vez caí en la cuenta de la compulsión de repetición y del carácter conservador de la vida pulsional. Partiendo de especulaciones acerca del comienzo de la vida, y de paralelos biológicos, extraje la conclusión de que además de la pulsión a conservar la sus- tancia viva y reunirla en unidades cada vez mayores,* debía + [Véase al respecto mi «Apéndice B» al final de El yo y el ello (Freud, 19236), AE, 19, pág. 63.) $6 Es llamativa, y puede convertirse cn punto de partida de ulte- riores indagaciones, la oposición que de este modo surge entre la tendencia de Eros a la extensión incesante y la universal naturaleza conservadora de las pulsiones. 114 El nombre de libido puede aplicarse nuevamente a las exteriorizaciones de fuerza del Eros, a fin de separarlas de la energía de la pulsión de muerte Corresponde admitir que cuando esta última no se trasluce a través de la líga con el Eros, resulta muy difícil de aprehender; se la colige sólo como un saldo tras el Eros, por así decir, y se nos escapa. En el sadismo, donde ella tuerce a su favor la meta erótica, aunque satisfaciendo plenamente la aspiración se- xual, obtenemos la más clara intelección de su naturaleza y de su vínculo con el Eros, Pero aun donde emerge sin propósito sexual, incluso en la más ciega furia destructiva, es imposible desconocer que su satisfacción se enlaza con un goce narcisista extraordinariamente clevado, en la medi- da en que enseña al yo el cumplimiento de sus antiguos descos de omnipotencia. Atemperada y domeñada, inhibida en su meta, la pulsión de destrucción, dirigida a los objetos, se ve forzada a procutar al yo la satisfacción de sus necesi- dades vitales y el dominio sobre la naturaleza. Puesto que la hipótesis de esa pulsión descansa esencialmente en razo- nes teóricas, es preciso admitir que no se encuentra del todo a salvo de objeciones teóricas. Pero es así como nos aparece en este momento, dado el estado actual de nuestras intelecciones; la investigación y la reflexión futuras apor- tarán, a no dudarlo, la claridad decisiva. Entonces, para todo lo que sigue me sitúo en este punto de vista: la inclinación agresiva es una disposición pulsional autónoma, originaria, del ser humano. Y retomando el hilo del discurso [pág. 109], sostengo que la cultura encuentra en ella su obstáculo más poderoso. En algún momento de esta indagación [pág. 95] se nos impuso la idea de que la enltura es un proceso particular que abarca a la humanidad toda en su trascurrir, y seguimos cautivados por esa idea, Ahora agregamos que setía un proceso al servicio del Eros, que quiere reunit a los individuos aislados, lucgo a las familias, después a etnias, pueblos, naciones, en una gran unidad: la humanidad. Por qué deba acontecer así, no lo «De la tierra, del aire y de las aguas se desprenden miles de gérmenes en lo seco y lo húmedo, lo cálido y lo frío, y si no me hubiera rescrvado las llamas, hada tendría propiamente para mí». [Ambos fragmentos pertenecen a Goethe, Fausto, parte J, esce- na 3, Se hace una alusión circunstancial al Segundo de ellos en La interpretación de los sueños (19004), AE, 4, pág. 100.] 12 "Nuestra concepción actual puede enunciarse aproximadamente así: En cada exteriorización pulsional participa la libido, pero no tedo en ella es libido. 117 sabemos; sería precisamente la obra del Eros.*? Esas mul- titudes de seres humanos deben ser ligados libidinosamente entre sí; la necesidad sola, las ventajas, de la comunidad de trabajo, no los mantendrían cohesionados. Ahora hien, a este programa de la cultura se opone la pulsión agresiva natural de los seres humanos, la hostilidad de uno contra todos y de todos contra uno. Esta pulsión de agresión es el retoño y el principal subrogado de la pulsión de muerte que hemos descubierto junto al Eros, y que comparte con este el gobierno del universo. Y ahora, yo creo, ha dejado de resultarnos oscuro el sentido del desarrollo cultural. Tie- ne que enseñarnos la lucha entre Eros y Muerte, pulsión de vida y pulsión de destrucción, tal como se consuma en la especie humana. Esta lucha cs el contenido esencial de la vida en general, y por eso el desarrollo cultural puede ca- racterizarse sucintamente como la fucha por la vida de la especie humana.*? ¡Y esta es la gigantomaquia que nuestras niñeras pretenden apaciguar con el «arrorró del cielo»!"* 12 [C£, Más allá del principio de placer (19202), passion, 1 13 Probablemente agregando esto: tal como debió configurarse a partir de cierto acontecimiento que aún nos resta colegir, 34 [eEiapopcia vom Himmsel»; cita tomada del poema de Heine, Deutschland, sección 1.] 118 VI ¿Por qué nuestros parientes, los animales, no exhiben una lucha cultural semejante? Pues no lo sabemos. Muy probablemente, algunos de ellos, como Jas abejas, hormigas, termitas, han bregado durante miles de siglos hasta hallar esas instituciones estatales, esa distribución de las funcio- nes, esa limitación de los individuos que hoy admiramos en cllos. Es característico de nuestra situación presente que nuestro sentimiento nos diga que no nos consideraríamos dichosos cn ninguno de esos Estados animales y en nin- guno de los papeles que en ellos se asigna al individuo. En otras especies acaso se haya llegado a un equilibrio tem- porario entre los influjos del mundo circundante (Umwelt) y las pulsiones que libran combate en el interior de ellas, y, de esta manera, a una detención del desarrollo. En cl caso de los hombres primordiales, probablemente un nuevo embate de la libido provocó de contragolpe una renovada renuen- cia de la pulsión de destrucción. Pero no hay que pre- guntar demasiado acerca de cosas que todavía no tienen respuesta, Nos acude otra pregunta más cercana. ¿De qué medios se vale la cultura para inhibir, para volver inofensiva, acaso para etradicar la agresión contrariante? Ya hemos tomado conocimiento de algunos de esos métodos, pero al parecer no de los más importantes. Podemos estudiarlos en la his- toria evolutiva del individuo. ¿Qué le pasa para que se vuelva inocuo su gusto por la agresión? Algo muy asombro- so que no habíamos colegido, aunque es obvio. La agresión es introyectada, interiorizada, pero en verdad reenviada a su punto de partida; vale decir: vuelta hacia el yo propio. Ahí es recogida por una parte del yo, que se contrapone al resto como superyó y entonces, como «conciencia moral», está pronta a ejercer contra el yo la misma severidad agre- siva que el yo habría satisfecho de buena gana en otros individuos, ajenos a él. Llamamos «conciencia de culpa» a la tensión entre el superyó que se ha vuelto severo y el yo que le está sometido. Se exterioriza como necesidad de 119 se han acercado más a la santidad % son los que más acerba- mente se reprochan su condición pecaminosa. Así la vi tud pierde una parte de la recompensa que se le promete; el yo obediente y austero no goza de la confianza de su mentor y, 2 lo que parece, se esfuerza en vano por granjeársela. En este punto se estará dispuesto a objetar: he ahí unas difi- cultades amañadas de manera artificial, Se dirá que una conciencia moral más severa y vigilante es el rasgo caracte- rístico del hombre virtuoso, y que si los santos se proclaman pecadores no lo harían sin razón, considerando las tenta- ciones de satisfacción pulsional a que están expuestos en medida particularmente elevada, puesto que, como bien se sabe, una denegación continuada tiene por efecto aumentar las tentaciones, que, cuando se las satisface de tiempo en tiempo, ceden al menos provisionalmente. Otro hecho que pertenece también al ámbito de problemas —tan rico— de la ética es que la mala fortuna, vale decir, una frustración exterior, promueve en muy grande medida el poder de la conciencia moral dentro del superyó. Mientras al individuo le va bien, su conciencia moral es clemente y permite al yo emprender toda clase de cosas; cuando lo abruma la desdi- cha, el individuo se mete dentro de sí, discierne su pecami- nosidad, aumenta las exigencias de su conciencia moral, se impone abstinencias y se castiga mediante penitencias * Pue- blos énteros se han comportado y se siguen comportando de ese modo. Pero esto se explica cómodamente a partir del grado infantil, originario, de la conciencia moral, grado que, por consiguiente, no es abandonado tras la introyección en el supetyó, sino que persiste junto a ella y tras ella. El destino es visto como sustituto de la instancia parental; si se es desdichado, ello significa que ya no se es amado por esos poderes supremos y, bajo la amenaza de esta pérdida de amor, uno se inclina de nuevo ante la subrogación de los progenitores en el supetyó, que en la época dichosa se pre- 5 [«Heiligkcit»; este término fue objeto de consideraciones en otros trabajos de Freud; cf. «La moral sexual “cultural” y la nervio- sidad moderna» (19084), AE, 9, pág. 187, y Moisés y la religión monctesta (19394), AE, 23, págs. 116-8.] 5 De esta intensificación de la moral por el infortunio trata Mark Twain en un precioso cuento, The First Melon Y ever Stole El pri mer melón que robé). Por azar, ese primer melón no estaba maduro, Escuché al propio Twain contarlo en una conferencia, Tras enunciar su título, interrumpió el relato y se preguntó, como dudando: «Was it the first» fasFue el primero?»). Todo estaba dicho, El primero no había sido el único. [Esta última oración fue agregada en 1931, — En una carta dirigida a Fliess el 9 de febrero de 1898, Freud le informaba que había asistido a una conferencia de Mark Twain días atrás (Freud, 19504, Carta 83).] 122 tendió descuidar. 'Esto es particularmente nítido si en sen- tido estrictamente religioso se discierne en el destino sólo la expresión de la voluntad divina. El pueblo de Israel se había considerado hijo predilecto de Dios, y cuando el gran Padre permitió que se abatiera sobre su pueblo desdicha tras desdicha, él no se apartó de aquel vínculo ni dudó del poder y la justicia de Dios, sino que produjo los profetas, que le pusieron por delante su pecaminosidad, y a partir de su conciencia de culpa creó los severísimos preceptos de su religión sacerdotal.* ¡Qué distinto se comportan los primiti- vos! Cuando les sobreviene una desdicha, no se atribuyen la culpa: la imputan al fetiche, que manifiestamente no hizo lo debido, y lo aporrean en vez de castigarse a sí mismos. Entonces, hemos tomado noticia de dos diversos orígenes del sentimiento de culpa: la angustia frente a la autoridad y, más tarde, la angustia frente al superyó. La primera com- pele a renunciar a satisfacciones pulsionales; la segunda esfuerza, además, a la punición, puesto que no se puede ocultar ante el superyó la persistencia de los deseos prohibi- dos. Nos hemos enterado además del modo en que se puede comprender la severidad del superyó, vale decir, el reclamo de la conciencia moral. Simplemente, es continuación de la severidad de la autoridad externa, relevada y en parte sus- tituida por ella. Ahora vemos el nexo entre la renuncia de lo pulsional y la conciencia moral. Originariamente, en efecto, la renuncia de lo pulsional es la consecuencia de la angustia frente a la autoridad externa; se renuncia a satis- facciones para no perder su amor. Una vez operada esa re- nuncia, se está, por así decir, a mano con ella; no debería quedar pendiente, se supone, sentimiento de culpa alguno. Es diverso lo que ocurre en el caso de la angustia frente al superyó. Aquí la renuncia de lo pulsional no es suficiente, pues el deseo persiste y no puede esconderse ante el su- peryó. Por tanto, pese a la renuncia consumada sobreven- drá un sentimiento de culpa, y es esta una gran desventaja económica de la implantación del superyó o, lo que es lo mismo, de la formación de la conciencia moral. Ahora la renuncia de lo pulsional ya no tiene un efecto satisfactorio pleno; la abstención virtuosa ya no es recompensada por la seguridad del amor; una desdicha que amenazaba desde afuera —pérdida de amor y castigo de parte de la autoridad externa— se ha trocado en una desdicha interior permanen- te, la tensión de la conciencia de culpa. 7 [En Moisés y la religión monoteista (Freud, 1939) se hacen consideraciones mucho más extensas sobre la relación del pueblo de Israel con su Dios.] 123 Estas constelaciones son tan enmarañadas y al mismo tiempo tan importantes que, a riesgo de repetirme, quiero abordarlas todavía desde otro ángulo. La secuencia temporal sería, entonces: primeto, renuncia de lo pulsional como re- sultado de la angustia frente a la agresión de la autoridad externa —pues en eso desemboca la angustia frente a la pérdida del amor, ya que el amor protege de esa agresión * punitiva—; después, instauración de la autoridad interna, renuncia de lo pulsional a consecuencia de la angustia frente a ella, angustia de la conciencia moral.2 En el segundo caso, hay igualación entre la mala acción y el propósito malo; de ahí la conciencia de culpa, la necesidad de castigo, La agre- sión de la conciencia moral conserva la agresión de la auto- ridad. Hasta allí todo se ha vuclto claro; pero, ¿dónde resta espacio para el refucrzo de la conciencia moral bajo la in- fluencia de la desdicha (de la renuncia impuesta desde afue- ra), para la extraordinaria severidad que alcanza la con- ciencia moral en los mejores y más obedientes? Ya hemos dado explicaciones de ambas particularidades, pero proba- blemente quedó la impresión de que ellas no legaban al fondo, dejaban un resto sin explicar. Para zanjar la cues- tión, en este punto interviene una idea que es exclusiva del psicoanálisis y ajena al modo de pensar ordinario de los seres humanos. Y ella es de tal índole que nos permite com- prender cómo todo el asunto debía por fuerza presentárse- nos tan confuso e impenetrable. Es esta: Al comienzo, la conciencia moral (mejor dicho: la angustia, que más tarde deviene conciencia moral) es por cierto causa de la renun- cia de lo pulsional, pero esa relación se invierte después. Cada renuncia de lo pulsional deviene ahora una fuente dinámica de la conciencia moral; cada nueva renuncia au- menta su severidad e intolerancia, y estaríamos tentados de profesar una tesis paradójica, con que sólo pudiéramos ar- monizarla mejor con la historia genética de la conciencia moral tal como ha llegado a sernos notoria; hela aquí: La conciencia moral es la consecuencia de la renuncia de lo pulsional; de otro modo: La renuncia de lo pulsional (im- puesta a nosotros desda afuera) crea la conciencia moral, que después reclama más y más renuncia: En verdad no es tan grande la contradicción de esta tesis respecto de la enunciada génesis de la conciencia moral, y vemos un camino para amenguarla más. A fin de facilitar la exposición, tomemos el ejemplo de la pulsión de agre- $ [Este tema ya había sido tocado en Inbibición, síntoma y an gustia (19264), AE, 20, pág. 122.) 124 fuente del sentimiento de culpa. No me asombraría que en este punto un lector prorrumpiera con enojo: «¡Conque es del todo indiferente que se asesine o no al padre, pues de cualquier modo se adquirirá un sentimiento de culpa! Cabe permitirse ciertas dudas. O bien es falso que el sentimiento de culpa provenga de agresiones sofocadas, o toda la his- toria del parricídio es una novela y, entre los hombres pri- mordiales, los hijos no mataron a su padre con mayor fre- cuencia de lo que suelen hacerlo hoy. Por lo demás, si no se trata de una novela, sino de una historia verosímil, se estaría frente a un caso en que acontece lo que todo el mundo espera, a saber, que uno se siente culpable porque ha hecho efecriva y realmente algo que cs injustificable. Y de esto, que es asunto de todos los días, el psicoanálisis nos queda debiendo la explicación». Ello es verdad y debe repararse. Además, no es un gran secreto. Si uno tiene un sentimiento de culpa tras infringir algo y por eso mismo, más bien debería Hamarlo arrepen- timiento. Val sentimiento se refiere sólo a un acto, y desde luego presupone que antes de cometerlo existía ya una cor- ciencia moral, la disposición a sentirse culpable. Un arrepen- timiento semejante, entonces, en nada podría ayudarnos a descubrir el origen de la conciencia moral y del sentimiento de culpa. He aquí el curso que de ordinario siguen estos casos cotidianos: una necesidad pulsional ha adquirido una po- tencia suficiente para satisfacerse a pesar de la conciencia moral, que solamente está limitada en la suya; y luego de que la necesidad logra eso, su natural debilitamiento permite que se restablezca la anterior relación de fuerzas, Por ello el psicoanálisis hace bien en excluir de estas elucidaciones el caso de sentimiento de culpa por arrepentimiento, no im- porta con cuánta frecuencia se produzca ni cuán grande sea su significación práctica. Pero si se hace remontar el humano sentimiento de culpa al asesinato del padre primordial, ¿no fue ese un claro caso de «arrepentimiento», y no vale para aquel tiempo el presupuesto de una conciencia moral y un sentimiento de culpa anteriotes al acto? ¿De dónde provino el arrepenti- miento? Es evidente que cste caso debe esclarecernos el se- creto del sentimiento de culpa y poner término a nuestras perplejidades. Y opino que en efecto lo hará. Ese arrepen- timiento fue el resultado de la originaria ambivalencia de sentimientos hacia el padre; los hijos lo odiaban, pero tam- bién lo amaban; satisfecho el odio tras la agresión, en el arrepentimiento por el acto salió a la luz el amor; por vía de identificación con el padre, instituyó el superyó, al que 127 confirió el poder del padre a modo de castigo por la agresión perpetrada contra él, y además creó las limitaciones destina- das a prevenir una repetición del crimen. Y como la incli- nación a agredir al padre se repitió en las generaciones si- guientes, persistió también el sentimiento de culpa, que recibía un nuevo refuerzo cada vez que una agresión era sofocada y trasferida al superyó. Ahora, creo, asimos por fin dos cosas con plena claridad: Ja participación del amor en la génesis de la conciencia moral, y el carácter fatal e inevitable del sentimiento de culpa. No es decisivo, efecti- vamente, que uno mate al padre o se abstenga del crimen; en ambos casos uno por fuerza se sentirá culpable, pues el sentimiento de culpa es la expresión del conflicto de ambi- valencia, de la lucha eterna entre el Eros y la pulsión de destrucción o de muerte. Y ese conflicto se entabla toda vez que se plantea al ser humano la tarea de la conviven- cia; mientras una comunidad sólo conoce la fotma de la familia, aquel tiene que exteriorizarse en el complejo de Edipo, introducir la conciencia moral, crear el primet senti- miento de culpa. Si se ensaya una ampliación de esa comu- vidad, ese mismo conflicto se prolonga en formas que son dependientes del pasado, se refuerza y trae como conse- cuencia un ulterior aumento del sentimiento de culpa. Pues- to que la cultura obedece a una impulsión erótica interior, que osdena a los seres bumanos unirse en und masa estre- chamente atada, sólo puede alcanzar esta meta por la vía de un refuerzo siempre creciente del sentimiento de culpa. Lo que había empezado en torno del padre se consuma en tot- no de la masa. Y si la cultura es la vía. de desarrollo ne- cesaria desde la familia a la humanidad, entonces la cleva- ción del sentimiento de culpa es inescindible de ella, como resultado del conflicto innato de ambivalencia, como re- sultado de la eterna lucha entre amor y pugoa por la muer- te; y lo es, acaso, hasta cimas que pueden serle difícilmente soportables al individuo. Le viene a uno a la memoria la sobrecogedora acusación del gran poeta a los «poderes ce- lestiales»: «Nos ponéis cn medio de la vida, dejáis que la pobre criatura se llene de culpas; luego a su cargo le dejáis la pena; pues toda culpa se paga sobre la Tierra». 12 Una de las canciones del arpista en Wilhelm Meister, de Goethe. [Los dos primeros versos fueron citados por Freud como asociación ante un fragmento de uno de sus propios sueños en Sabre el sueño (1901a), AE, 5, págs. 621 y 6231 128 Y uno bien puede suspirar por el saber que es dado a ciertos hombres: espigan sin trabajo, del torbellino de sus propios sentimientos, las intelecciones más hondas hacia las cuales los demás, nosotros todos, hemos debido abrirnos paso en medio de una incertidumbre tortutante y a través de unos desconcertados tanteos, 129 que en el cristianismo se gana esa salvación (a saber: la ofrenda que de su vida hace un individuo, quien, con ella, toma sobre sí una culpa común a todos), hemos extraído una inferencia acerca de cuál puede haber sido la ocasión primera en que se adquirió esa culpa primordial con que al mismo tiempo comenzó la cultura. * Puede que no sea muy importante, pero acaso no resul: tará superfluo elucidar el significado de algunos términos como «superyó», «conciencia moral», «sentimiento de cul- pa», «necesidad de castigo», «arrepentimiento», términos que quizás hemos usado a menudo de una manera excesi- vamente laxa, intercambiándolos. Todos se refierca a la mis- ma constelación, pero designan aspectos diversos de ella. El superyó es una instancia por nosotros descubierta; la conciencia moral, una función que le atríbuimos junto a otras: la de vigilar y enjuiciar las acciones y los propósitos del yo; ejetce una actividad censora. El sentimiento de culpa, la dureza del superyó, es entonces lo mismo que la severidad de la conciencia moral; es la percepción, deparada al yo, de ser vigilado de esa manera, la apreciación de la tensión entre sus aspiraciones y los reclamos del superyó. Y la angustia frente a esa instancia crítica (angustia que está en la base de todo el vínculo), o sea la necesidad de castigo, es una exteriorización pulsional del yo que ha de- venido masoquista bajo el influjo del superyó sádico, vale decir, que emplea un fragmento de la pulsión de destrucción interior, preexistente en él, en una ligazón erótica con el superyó. No debiera hablarse de conciencia motal antes del momento en que pueda registrarse la presencia de un su- peryó; en cuanto a la conciencia de culpa, es preciso admitir que existe antes que el superyó, y por tanto antes que la conciencia moral, Es, entonces, la expresión inmediata de la angustia frente a la autoridad externa, el reconocimiento de la tensión entre el yo y esta última, el retoño directo del conflicto entre la necesidad de sti amor y el esfuerzo a la satisfacción pulsional, producto de cuya inhibición es la in- clinación a agredir. La presencia superpuesta de estos dos estratos del sentimiento de culpa —por angustia frente a la autoridad externa, y por angustia frente a la interna— nos ha estorbado muchas veces ver los nexos de la concien- cia moral. El arrepentimiento es una designación genérica de la reacción del yo en un caso particular del sentimiento de culpa; contiene —muy poco trastormado— el material de sensaciones de la angustia operante detrás, es él mismo + Tótem y tabú (191243) (AE, 13, págs. 1546). 132 un castigo y puede incluir la necesidad de castigo; por tan- to, también él puede ser más antiguo que la conciencia moral, Tampoco será perjudicial que presentemos de nuevo las contradicciones que por un momento nos sumieron en per- plejidad en el curso de muestra indagación. El sentimiento de culpa debía ser en un caso la consecuencia de agresiones suspendidas, pero en el otro, y justamente en su comienzo histórico, el parricidio, la consecuencia de una agresión eje- cutada [pág. 126]. Hallamos una vía para escapar de esta dificultad. Es que la institución de la autoridad interna, el superyó, alteró radicalmente la constelación. Antes, el sen- timiento de culpa coincidía con el arrepentimiento; a raíz de ello apuntamos que la designación «atrepentimiento» ha de reservarse para la reacción tras la ejecución efectiva de la agresión. Á partir de entonces, perdió su fuerza la dife- rencia entre agresión consumada y mera intención, y ello por la omnisapiencia del superyó; ahora podía producir un sentimiento de culpa tanto una acción violenta efectivamen- te ejecutada —-como todo el mundo sabe— cuanto una que se quedata en la mera intención —como lo ha discernido el psicoanálisis—. Á pesar del cambio de la situación psico- lógica, el conflicto de ambivalencia entre las dos pulsiones primordiales deja como secuela el mismo efecto [pág. 128]. Es tentador buscar aquí la solución del enigma planteado por el variable vínculo del sentimiento de culpa con la conciencia. El sentimiento de culpa por arrepentimiento de la mala acción debería de ser siempre conciente; en cam- bio, el producido por percepción del impulso malo podría permanecer inconciente. Sólo que la situación no es tan simple; la neutosis obsesiva lo contradice enérgicamente. La segunda contradicción era que la energía agresiva de que concebimos dotado al superyó constituía, de acuerdo con una concepción, la meta continuación de la energía pu- nitoria de la autoridad externa, conservada para la vida anímica [pág. 119]; mientras que otra concepción opinaba que ella era más bien la agresión propia, enconada contra esa autoridad inhibidora y que no había llegado a emplearse Ipágs. 124-5]. La primera doctrina parecía adecuarse más a la historia objetiva (Geschichte), y la segunda, a la teoría del sentimiento de culpa. Una reflexión más detenida ter- minó por borrar casi esa oposición que parecía inconciliable; resultó que lo esencial y lo común a ambas era que se tra- taba de una agresión desplazada [descentrada) hacia el in- terior. Y la observación clínica permite también distinguir en la realidad efectiva dos fuentes para la agresión atribuida 133 al superyó; en general cooperan, pero en casos singulares una u otra de ellas ejerce el efecto más intenso. Creo que este es el lugar adecuado para sustentar con fir- meza una concepción que hasta aquí había recomendado co- mo supuesto provisional [cf. pág. 125]. En la bibliografía analítica más reciente se nota cierta preferencia por la doc- trina de que cualquier clase de frustración, cualquier es- sorbo de una satisfacción pulsional, tiene o podría tener como consecuencia un aumento del sentimiento de culpa Creo que uno se procura un gran alivio teórico suponiendo que ello es válido sólo para las pulsiones agresivas, y no se hallará mucho que contradiga esta hipótesis. Pero, ¿cómo explicar dinámica y económicamente que en lugar de una demanda erótica incumplida sobrevenga un aumento del sentimiento de culpa? Pues bien; ello sólo parece posible por este rodeo: que el impedimento de la satisfacción eróti- ca provoque una inclinación agresiva hacía la persona que estorbg aquella, y que esta agresión misma tenga que ser a su vez sofocada. En tal caso, es sólo la agresión la que se trasmuda en sentimiento de culpa al ser sofocada y endosada al superyó. Estoy convencido de que podremos exponer mu- chos procesos de manera más simple y trasparente si limi- tamos a las pulsiones agresivas el descubrimiento del psico- análisis sobre la derivación del sentimiento de culpa. El material clínico no nos da una respuesta unívoca a este punto porque, según nuestra premisa, las dos variedades de pul- sión difícilmente aparezcan alguna vez puras, aisladas una de la otra; sin embargo, la apreciación de casos extremos tal vez habrá de señalar en la dirección que espero. Estoy tentado de extraer un primer beneficio de esta concepción más rigurosa, aplicándola al proceso de la re- presión. Según hemos aprendido, los síntomas de las neu- rosis son esencialmente satisfacciones sustitutivas de deseos sexuales incumplidos. En el curso del trabajo analítico nos hemos entorado, para nuestra sorpresa, de que acaso toda neurosis esconde un monto de sentimiento de culpa incon- ciente, que a su vez consolida los síntomas por su aplicación en el castigo. Entonces nos tienta fotmular este enunciado: Cuando una aspiración pulsional sucumbe a la represión, sus componentes libidinosos son traspuestos ea síntomas, y sus componentes agresivos, en sentimiento de culpa. Este enunciado merecería muestro interés aunque sólo fuera co- rrecto en una aproximación global. 5 Sostienen esta opinión, en particular, Ernest Jones, Susan Isaacs y Melanie Klein; y también, tengo entendido, Reik y Alexander. 134 manas sería' acaso una seductora tarea estudiar esta equi- paración en sus detalles. Me limitaré a destacar algunos puntos llamativos. El superyó de una época cultural tiene un origen semejante al de un individuo: reposa en la im- presión que han dejado tras sí grandes personalidades con- ductoras, hombres de fuerza espiritual avasalladora, o tales «ue en ellos una de las aspiraciones humanas se ha plas- mado de la maneta más intensa y pura, y por eso también, a menudo, más unilateral. La analogía en numerosos casos va más allá todavía, pues esas personas —con harta fre- cuencia, aunque no siempre— han sido cn vida escarneci- das, maltratadas y aun cruelmente eliminadas por los demás: tal y como el padre primordial sólo mucho tiempo después de su asesinato violento ascendió a la divinidad. Justamente la persona de Jesucristo es el ejemplo más conmovedor de este encadenamiento del destino —si es que no pertenece al mito, que la habría llamado a la vida en oscura memoria de acuel proceso primordial—. Otro punto de concordancia es que el superyó de la cultura, en un todo como el del individuo, plantea severas exigencias ideales cuyo incumpli- miento es castigado mediante una «angustia de la concien- cia moral». Más aún; se produce aquí el hecho asombroso de que los procesos anímicos correspondientes nos resultan más familiares y accesibles a la conciencia vistos del lado de la masa que del lado del individuo. En este último, sólo las agresiones del superyó en caso de tensión se vuelven audibles como reproches, mientras que las exigencias mis- mas a menudo permanecen inconcientes en el trasfondo, Si se las lleva al conocimiento conciente, se demuestra que coinciden con los preceptos del superyó de la cultura res- pectiva. Fin este punto los dos procesos, el del desarrollo cultural de la multitud y el propio del individuo, suelen ir pegados, por así decir. Por eso numerosas exteriorizaciones y propiedades del superyó pueden discernirse con mayor facilidad en su comportamiento dentro de la comunidad cultural que en el individuo. El superyó de la cultura ha plasmado sus ideales y plan- tea sus reclamos. Entre estos, los que atañen a los vínculos recíprocos entre los seres humanos se resumen bajo el nom- bre de ética. En todos los tiempos se atribuyó el máximo valor a esta Ética, como si se esperara justamente de ella unos logros de particular importancia. Y en efecto, la ética se dirige a aquel punto que fácilmente se reconoce como la desolladura de toda cultura. La ética ha de concebirse enton- ces como un ensayo terapéutico, como un empeño de alcan- zar por mandamiento del superyó lo que hasta ese momento el restante trabajo cultural no había conseguido. Ya sabe- mos que, por esa razón, el problema es aquí cómo desarrai- gar el máximo obstáculo que se opone a la cultura: la inclinación constitucional de los seres humanos a agredirse unos a otros; y por eso mismo nos resulta de particular interés el mandamiento cultural acaso más reciente del superyó: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». [CÉ, págs. 106 y sigs.] En la investigación y la terapia de las neurosis llegamos a hacer dos reproches al superyó del individuo: con la severidad de sus mandamientos y prohibiciones se cuida muy poco de la dicha de este, pues no tiene suficien- temente en cuenta las resistencias a su obediencia, a saber, la intensidad de las pulsiones del ello y las dificultades del mundo circundante objetivo (real), Por eso en la tarea terapéutica nos vemos precisados muy a menudo a com- batir al superyó y a rebajar sus exigencias. Objeciones en un todo semejantes podemos dirigir a los reclamos éticos del superyó de la cultura, Tampoco se cuida lo bastante de los hechos de la constitución anímica de los seres humanos, proclama un mandamiento y no pregunta sí podrán obede- cerlo. Ántes bien, supone que al yo del ser humano le es psicológicamente posible todo lo que se le ordene, pues tendría un gobierno irrestricto sobre su ello, Ese es un error, y ni siquiera en los hombres llamados normales el gobierno sobre el ello puede llevarse más allá de ciertos límites. Si se exige más, se produce en el individuo rebelión O neurosis, o se lo hace desdichado. El mandamiento «Ama a tu prójimo como a tí mismo» es la más fuerte defensa en contra de la agresión humana, y un destacado ejemplo del proceder apsicológico del superyó de la cultura. El mandato es incumplíble; una inflación tan grandiosa del amor no puede tener otro electo que rebajar su valor, no el de eli- minar el apremío. La cultura descuida todo eso; sólo amo- nesta: mientras más difícil la obediencia al precepto, más meritorio es obedecerlo, Pero en la cultura de nuestros días, quien lo hace suyo se pone en desventaja respecto de quie- nes lo ignoran. ¡Qué poderosa debe de ser la agresión como obstáculo de la cultura si la defensa contra ella puede volverlo a uno tan desdichado como la agresión misma! La ética llamada «natural» no tiene nada para ofrecer aquí, como no sea la satisfacción narcisista de tener derecho a considerarse mejor que los demás. En cuanto a la que se apuntala en la religión, hace intervenir en este punto sus promesas de un más allá mejor. Yo opino que mientras la virtud no sea recompensada ya sobre la Tierra, en vano se predicará la ética. Paréceme también indudable que un 138 cambio real en las relaciones de los seres humanos con la propiedad aportaría aquí más socorro que cualquier man- damiento ético; empero, en los socialistas, esta intelección es enturbiada por un nuevo equívoco idealista acerca de la naturaleza humana, y así pierde su valor de aplicación [C£. págs. 109-10.] El modo de abordaje que sc propone estudiar el papel de un superyó en las manifestaciones del desarrollo cultural promete todavía, creo, otros conocimientos. Me apresuro a concluir; pero me tesulta difícil esquivar una cuestión. Si el desarrollo cultural presenta tan amplia semejanza con el del individuo y trabaja con los mismos medios, ¿no se está justificado cn diagnosticar que muchas culturas —o épocas cultarales-—, y aun posiblemente la humanidad toda, han devenido «ncuróticas» bajo el influjo de las aspiraciones culturales?" A la descomposición analítica de estas neuro- sis podrían seguir propuestas terapéuticas merecedoras de un gran interés práctico. Yo no sabría decir si semejante ensayo de trasferir el psicoanálisis a la comunidad de cul tura es disparatado o está condenado a la esterilidad. Pero habría que ser muy precavido, no olvidar que a pesar de todo se trata de meras analogías, y que no sólo en el caso de los seres humanos, sino también en el de los conceptos, es peligroso arrancarlos de la esfera en que han nacido y se han desarrollado. Además, el diagnóstico de las neurosis de la comunidad choca con una dificultad particular. En la neurosís individual, nos sírve de punto de apoyo inmediato el contraste que separa al enfermo de su contorno, aceptado como «normal». En una masa afectada de manera homo- génea falta ese trasfondo; habría que buscarlo en otra parte. Y por lo que ataño a la aplicación terapéutica de esta intelccción, ¿de qué valdría cl análisis más certero de la neurosis social, sí nadie posee la autoridad para imponer a la masa la terapia? A pesar de todos estos obstáculos, es lícito esperar que un día alguien emprenda la aventura de semejante patología de las comunidades culturales. Por muy diversos motivos, me es ajeno el propósito de hacer una valoración de la cultura humana. Me he empeñado en apartar de mí el prejuicio entusiasta de que nuestra cultura sería lo más precioso que posecmos o pudiéramos adquirir, y que su camino nos conduciría necesariamente a 5 [Véanse algunas puntualizaciones sobre esto en El porvenir de una ilusión (19270), supra, pág. 43.1
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