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Marina, libro completo, Transcripciones de Lengua y Literatura

Libro Marina completoLibro Marina completoLibro Marina completoLibro Marina completoLibro Marina completoLibro Marina completoLibro Marina completoLibro Marina completoLibro Marina completoLibro Marina completoLibro Marina completoLibro Marina completo

Tipo: Transcripciones

2018/2019

Subido el 31/03/2022

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alex-garcia-rey 🇪🇸

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¡Descarga Marina, libro completo y más Transcripciones en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! Libro proporcionado por el equipo Le Libros Visite nuestro sitio y descarga esto y otros miles de libros http://LeLibros.org/ Descargar Libros Gratis, Libros PDF, Libros Online Óscar Drai se marchó huyendo de sus recuerdos, pensando ingenuamente que, si ponía suficiente distancia, las voces de su pasado se acallarían para siempre. Ahora ha regresado a su ciudad, Barcelona, para conjurar sus fantasmas y enfrentarse a su memoria. La macabra aventura que le marcó en su juventud, el terror y la locura rodearon, curiosamente, la más bella historia de amor. Carlos Ruiz Zafón Marina Para Jaume Mateu Adrover, cuyo nombre, tarde o temprano, tenía que acabar en un libro, y para Antonio Verdasca, cuya sabiduría llenaría unos cuantos. Marina me dijo una vez que sólo recordamos lo que nunca sucedió. Pasaría una eternidad antes de que comprendiese aquellas palabras. Pero más vale que empiece por el principio, que en este caso es el final. En mayo de 1980 desaparecí del mundo durante una semana. Por espacio de siete días y siete noches, nadie supo de mi paradero. Amigos, compañeros, maestros y hasta la policía se lanzaron a la búsqueda de aquel fugitivo al que algunos ya creían muerto o perdido por calles de mala reputación en un rapto de amnesia. Una semana más tarde, un policía de paisano creyó reconocer a aquel muchacho; la descripción encajaba. El sospechoso vagaba por la estación de Francia como un alma perdida en una catedral forjada de hierro y niebla. El agente se me aproximó con aire de novela negra. Me preguntó si mi nombre era Óscar Drai y si era yo el muchacho que había desaparecido sin dejar rastro del internado donde estudiaba. Asentí sin despegar los labios. Recuerdo el reflejo de la bóveda de la estación sobre el cristal de sus gafas. Nos sentamos en un banco del andén. El policía encendió un cigarrillo con parsimonia. Lo dejó quemar sin llevárselo a los labios. Me dijo que había un montón de gente esperando hacerme muchas preguntas para las que me convenía tener buenas respuestas. Asentí de nuevo. Me miró a los ojos, estudiándome. « A veces, contar la verdad no es una buena idea, Óscar» , dijo. Me tendió unas monedas y me pidió que llamase a mi tutor en el internado. Así lo hice. El policía aguardó a que hubiese hecho la llamada. Luego me dio dinero para un taxi y me deseó suerte. Le pregunté cómo sabía que no iba a volver a desaparecer. Me observó largamente. « Sólo desaparece la gente que tiene algún sitio adonde ir» , contestó sin más. Me acompañó hasta la calle y allí se despidió, sin preguntarme dónde había estado. Le vi alejarse por el Paseo Colón. El humo de su cigarrillo intacto le seguía como un perro fiel. Aquel día el fantasma de Gaudí esculpía en el cielo de Barcelona nubes imposibles sobre un azul que fundían la mirada. Tomé un taxi hasta el internado, donde supuse que me esperaría el pelotón de fusilamiento. Durante cuatro semanas, maestros y psicólogos escolares me martillearon para que revelase mi secreto. Mentí y ofrecí a cada cual lo que quería oír o lo que podía aceptar. Con el tiempo, todos se esforzaron en fingir que habían olvidado aquel episodio. Yo seguí su ejemplo. Nunca le expliqué a nadie la verdad de lo que había sucedido. No sabía entonces que el océano del tiempo tarde o temprano nos devuelve los recuerdos que enterramos en él. Quince años más tarde, la memoria de aquel día ha vuelto a mí. He visto a aquel muchacho vagando entre las brumas de la estación de Francia y el nombre de Marina se ha encendido de nuevo como una herida fresca. Todos tenemos un secreto encerrado bajo llave en el ático del alma. Éste es el mío. 1 A finales de la década de los setenta, Barcelona era un espejismo de avenidas y callejones donde uno podía viajar treinta o cuarenta años hacia el pasado con sólo cruzar el umbral de una portería o un café. El tiempo y la memoria, historia y ficción, se fundían en aquella ciudad hechicera como acuarelas en la lluvia. Fue allí, al eco de calles que y a no existen, donde catedrales y edificios fugados de fábulas tramaron el decorado de esta historia. Por entonces y o era un muchacho de quince años que languidecía entre las paredes de un internado con nombre de santo en las faldas de la carretera de Vallvidrera. En aquellos días la barriada de Sarriá conservaba aún el aspecto de pequeño pueblo varado a orillas de una metrópolis modernista. Mi colegio se alzaba en lo alto de una calle que trepaba desde el Paseo de la Bonanova. Su monumental fachada sugería más un castillo que una escuela. Su angulosa silueta de color arcilloso era un rompecabezas de torreones, arcos y alas en tinieblas. El colegio estaba rodeado por una ciudadela de jardines, fuentes, estanques cenagosos, patios y pinares encantados. En torno a él, edificios sombríos albergaban piscinas veladas de vapor fantasmal, gimnasios embrujados de silencio y capillas tenebrosas donde imágenes de santos sonreían al reflejo de los cirios. El edificio levantaba cuatro pisos, sin contar los dos sótanos y un altillo de clausura donde vivían los pocos sacerdotes que todavía ejercían como profesores. Las habitaciones de los internos estaban situadas a lo largo de corredores cavernosos en el cuarto piso. Estas interminables galerías yacían en perpetua penumbra, siempre envueltas en un eco espectral. nudillos. —Óscar, hora de bajar a cenar —entonó la voz de uno de los tutores, un jesuita racionalista llamado Seguí que detestaba tener que hacer de policía. —Ahora mismo, padre —contesté—. Un segundo. Me apresuré a colocarme la chaqueta de rigor y apagué la luz de la habitación. A través de la ventana el espectro de la Luna se alzaba sobre Barcelona. Sólo entonces me di cuenta de que todavía sostenía el reloj de oro en la mano. 2 En los días que siguieron, el condenado reloj y yo nos hicimos compañeros inseparables. Lo llevaba a todas partes conmigo, incluso dormía con él bajo la almohada, temeroso de que alguien lo encontrase y me preguntase de dónde lo había sacado. No hubiera sabido qué responder. « Eso es porque no lo has encontrado; lo has robado» , me susurraba una voz acusadora. « El término técnico es robo y allanamiento de morada» , añadía aquella voz que, por alguna extraña razón, guardaba un sospechoso parecido con la del actor que doblaba a Perry Mason. Aguardaba pacientemente todas las noches hasta que mis compañeros se dormían para examinar mi tesoro particular. Con la llegada del silencio, estudiaba el reloj a la luz de una linterna. Ni toda la culpabilidad del mundo hubiese conseguido mermar la fascinación que me producía el botín de mi primera aventura en el « crimen desorganizado» . El reloj era pesado y parecía forjado en oro macizo. La quebrada esfera de cristal sugería un golpe o una caída. Supuse que aquel impacto era el que había acabado con la vida de su mecanismo y había congelado las agujas en las seis y veintitrés, condenadas eternamente. En la parte posterior se leía una inscripción: Para Germán, en quien habla la luz. K. A. 19-1-1964 Se me ocurrió que aquel reloj debía de valer un dineral y los remordimientos no tardaron en visitarme. Aquellas palabras grabadas me hacían sentir igual que un ladrón de recuerdos. Un jueves teñido de lluvia decidí compartir mi secreto. Mi mejor amigo en el internado era un chaval de ojos penetrantes y temperamento nervioso que insistía en responder a las siglas JF, pese a que tenían poco o nada que ver con su nombre real. JF tenía alma de poeta libertario y un ingenio tan afilado que a menudo acababa por cortarse la lengua con él. Era de constitución débil y bastaba con mencionar la palabra microbio en un radio de un kilómetro a la redonda para que él creyese que había pillado una infección. Una vez busqué en un diccionario el término hipocondríaco y le saqué una copia. —No sé si lo sabías, pero tu biografía viene en el Diccionario de la Real Academia —le anuncié. Echó un vistazo a la fotocopia y me lanzó una mirada de alcay ata. —Prueba a buscar en la « i» de idiota y verás que no soy el único famoso — replicó JF. Aquel día, a la hora del patio del mediodía, JF y yo nos deslizamos en el tenebroso salón de actos. Nuestros pasos en el pasillo central despertaban el eco de cien sombras caminando de puntillas. Dos haces de luz acerada caían sobre el escenario polvoriento. Nos sentamos en aquel claro de luz, frente a las filas de asientos vacíos que se fundían en la penumbra. El susurro de la lluvia arañaba las cristaleras del primer piso. —Bueno —espetó JF—, ¿a qué viene tanto misterio? Sin mediar palabra saqué el reloj y se lo tendí. JF enarcó las cejas y evaluó el objeto. Lo valoró con detenimiento durante unos instantes antes de devolvérmelo con una mirada intrigada. —¿Qué te parece? —inquirí. —Me parece un reloj —replicó JF—. ¿Quién es el tal Germán? —No tengo ni la más mínima idea. Procedí a relatarle con detalle mi aventura de días atrás en aquel caserón desvencijado. JF escuchó atentamente el recuento de los hechos con la paciencia y atención cuasi científica que le caracterizaban. Al término de mi narración, pareció sopesar el asunto antes de expresar sus primeras impresiones. —O sea, que lo has robado —concluy ó. —Ésa no es la cuestión —objeté. —Habría que ver cuál es la opinión del tal Germán —adujo JF. —El tal Germán probablemente lleve muerto años —sugerí sin mucho convencimiento. JF se frotó la barbilla. —Me pregunto qué dirá el Código Penal acerca del hurto premeditado de objetos personales y relojes con dedicatoria… —apuntó mi amigo. —No hubo premeditación ni niño muerto —protesté—. Todo ocurrió de golpe, sin darme tiempo a pensar. Cuando me di cuenta de que tenía el reloj, y a era tarde. En mi lugar tú hubieras hecho lo mismo. —En tu lugar y o habría sufrido un paro cardíaco —precisó JF, que era más hombre de palabras que de acción—. Suponiendo que hubiese estado tan loco como para meterme en ese caserón siguiendo a un gato luciferino. A saber qué clase de gérmenes pueden pillarse de un bicho así. Permanecimos en silencio por unos segundos, escuchando el eco distante de la lluvia. —Bueno —concluy ó JF—, lo hecho, hecho está. No pensarás volver allí, ¿verdad? Sonreí. —Solo no. Los ojos de mi amigo se abrieron como platos. —¡Ah, no! Ni pensarlo. Aquella misma tarde, al terminar las clases, JF y yo nos escabullimos por la puerta de las cocinas y enfilamos aquella misteriosa calle que conducía al palacete. El adoquinado estaba surcado de charcos y hojarasca. Un cielo amenazador cubría la ciudad. JF, que no las tenía todas consigo, estaba más pálido que de costumbre. La visión de aquel rincón atrapado en el pasado le estaba reduciendo el estómago al tamaño de una canica. El silencio era ensordecedor. —Yo creo que lo mejor es que demos media vuelta y nos larguemos de aquí — murmuró, retrocediendo unos pasos. —No seas gallina. —La gente no aprecia las gallinas en lo que valen. Sin ellas no habría ni huevos ni… Súbitamente, el tintineo de un cascabel se esparció en el viento. JF enmudeció. Los ojos amarillos del gato nos observaban. De repente, el animal siseó como una serpiente y nos sacó las garras. Los pelos del lomo se le erizaron y sus fauces nos mostraron los mismos colmillos que días atrás habían arrancado la vida a un gorrión. Un relámpago lejano encendió una caldera de luz en la bóveda del cielo. JF y yo intercambiamos una mirada. Quince minutos más tarde estábamos sentados en un banco junto al estanque del claustro del internado. El reloj seguía en el bolsillo de mi chaqueta. Más pesado que nunca. Permaneció allí el resto de la semana hasta la madrugada del sábado. Poco antes del alba, me desperté con la vaga sensación de haber soñado con la voz atrapada en el gramófono. Más allá de mi ventana, Barcelona se encendía en un lienzo de sombras escarlata, un bosque de antenas y azoteas. Salté de la cama y busqué el maldito reloj que me había embrujado la existencia durante los últimos días. Nos miramos el uno al otro. Por fin me armé de la determinación que sólo encontramos cuando hemos de afrontar tareas absurdas y me decidí a poner término a aquella situación. Iba a devolverlo. Me vestí en silencio y atravesé de puntillas el oscuro corredor del cuarto piso. Nadie advertiría mi ausencia hasta las diez o las once de la mañana. Para entonces esperaba estar ya de vuelta. Afuera las calles y acían bajo aquel turbio manto púrpura que envuelve los amaneceres en Barcelona. Descendí hasta la calle Margenat. Sarriá despertaba a mi alrededor. Nubes bajas peinaban la barriada capturando las primeras luces en un halo dorado. Las fachadas de las casas se dibujaban entre los resquicios de neblina y las hojas secas que volaban sin rumbo. No tardé en encontrar la calle. Me detuve un instante para absorber aquel silencio, aquella extraña paz que reinaba en aquel rincón perdido de la ciudad. Empezaba a sentir que el mundo se había detenido con el reloj que llevaba en el bolsillo, cuando escuché un sonido a mi espalda. Me volví y presencié una visión robada de un sueño. 3 Una bicicleta emergía lentamente de la bruma. Una muchacha, ataviada con un vestido blanco, enfilaba aquella cuesta pedaleando hacia mí. El trasluz del alba permitía adivinar la silueta de su cuerpo a través del algodón. Una larga cabellera de color heno ondeaba velando su rostro. Permanecí allí inmóvil, contemplándola acercarse a mí, como un imbécil a medio ataque de parálisis. La bicicleta se detuvo a un par de metros. Mis ojos, o mi imaginación, intuyeron el contorno de unas piernas esbeltas al tomar tierra. Mi mirada ascendió por aquel vestido escapado de un cuadro de Sorolla hasta detenerse en los ojos, de un gris tan profundo que uno podría caerse dentro. Estaban clavados en mí con una mirada sarcástica. Sonreí y ofrecí mi mejor cara de idiota. —Tú debes de ser el del reloj —dijo la muchacha en un tono acorde a la fuerza de su mirada. Calculé que debía de tener mi edad, quizás un año más. Adivinar la edad de una mujer era, para mí, un arte o una ciencia, nunca un pasatiempo. Su piel era tan pálida como el vestido. —¿Vives aquí? —balbuceé, señalando la verja. Apenas pestañeó. Aquellos dos ojos me taladraban con una furia tal que habría de tardar un par de horas en darme cuenta de que, por lo que a mí respectaba, aquélla era la criatura más deslumbrante que había visto en mi vida o esperaba ver. Punto y aparte. —¿Y quién eres tú para preguntar? —Supongo que soy el del reloj —improvisé—. Me llamo Óscar. Óscar Drai. He venido a devolverlo. Sin darle tiempo a replicar, lo saqué del bolsillo y se lo ofrecí. La muchacha sostuvo mi seguida borró aquel aire melancólico. —¿Te apetece alguna cosa más? —Se me hace tarde —dije, combatiendo la tentación de aceptar cualquier excusa para alargar mi estancia en su compañía—. Creo que lo mejor será que me vay a. Ella aceptó mi decisión y me acompañó al jardín. La luz de la mañana había esparcido las brumas. El inicio del otoño teñía de cobre los árboles. Caminamos hacia la verja; Kafka ronroneaba al sol. Al llegar a la puerta, la muchacha se quedó en el interior de la propiedad y me cedió el paso. Nos miramos en silencio. Me ofreció su mano y la estreché. Pude sentir su pulso bajo la piel aterciopelada. —Gracias por todo —dije—. Y perdón por… —No tiene importancia. Me encogí de hombros. —Bueno… Eché a andar calle abajo, sintiendo que la magia de aquella casa se desprendía de mí a cada paso que daba. De repente, su voz sonó a mi espalda. —¡Óscar! Me volví. Ella seguía allí, tras la verja. Kafka yacía a sus pies. —¿Por qué entraste en nuestra casa la otra noche? Miré a mi alrededor como si esperase encontrar la respuesta escrita en el pavimento. —No lo sé —admití finalmente—. El misterio, supongo… La muchacha sonrió enigmáticamente. —¿Te gustan los misterios? Asentí. Creo que si me hubiese preguntado si me gustaba el arsénico, mi respuesta hubiera sido la misma. —¿Tienes algo que hacer mañana? Negué igualmente mudo. Si tenía algo, pensaría en una excusa. Como ladrón no valía un céntimo, pero como mentiroso debo confesar que siempre fui un artista. —Entonces te espero aquí, a las nueve —dijo ella, perdiéndose en las sombras del jardín. —¡Espera! Mi grito la detuvo. —No me has dicho cómo te llamas… —Marina… Hasta mañana. La saludé con la mano, pero ya se había desvanecido. Aguardé en vano a que Marina volviese a asomarse. El Sol rozaba la cúpula del cielo y calculé que debían de rondar las doce del mediodía. Cuando comprendí que Marina no iba a volver, regresé al internado. Los viejos portales del barrio parecían sonreírme, cómplices. Podía escuchar el eco de mis pasos, pero hubiera jurado que andaba un palmo por encima del suelo. 4 Creo que nunca había sido tan puntual en toda mi vida. La ciudad todavía andaba en pijama cuando crucé la Plaza Sarriá. A mi paso, una bandada de palomas alzó el vuelo al toque de campanas de misa de nueve. Un Sol de calendario encendía las huellas de una llovizna nocturna. Kafka se había adelantado a recibirme al principio de la calle que conducía al caserón. Un grupo de gorriones se mantenía a distancia prudencial en lo alto de un muro. El gato los observaba con una estudiada indiferencia profesional. —Buenos días, Kafka. ¿Hemos cometido algún asesinato esta mañana? El gato me respondió con un simple ronroneo y, como si se tratase de un flemático may ordomo, procedió a guiarme a través del jardín hasta la fuente. Distinguí la silueta de Marina sentada al borde, enfundada en un vestido de color marfil que dejaba sus hombros al descubierto. Sostenía en las manos un libro encuadernado en piel en el que escribía con una estilográfica. Su rostro delataba una gran concentración y no advirtió mi presencia. Su mente parecía estar en otro mundo, lo cual me permitió observarla embobado durante unos instantes. Decidí que Leonardo da Vinci debía de haber diseñado aquellas clavículas; no cabía otra explicación. Kafka, celoso, rompió la magia con un maullido. La estilográfica se detuvo en seco y los ojos de Marina se alzaron hacia los míos. En seguida cerró el libro. —¿Listo? Marina me guió a través de las calles de Sarriá con rumbo desconocido y sin más indicio de sus intenciones que una misteriosa sonrisa. —¿Adónde vamos? —pregunté tras varios minutos. —Paciencia. Ya lo verás. Yo la seguí dócilmente, aunque albergaba la sospecha de ser objeto de alguna broma que por el momento no acertaba a comprender. Descendimos hasta el Paseo de la Bonanova y, desde allí, giramos en dirección a San Gervasio. Cruzamos frente al agujero negro del bar Víctor. Un grupo de pijos, parapetados tras gafas de sol, sostenía unas cervezas y calentaba el sillín de sus Vespas con indolencia. Al vernos pasar, varios tuvieron a bien bajarse las Ray Ban a media asta para hacerle una radiografía a Marina. « Tragad plomo» , pensé. Una vez llegamos a la calle Dr. Roux, Marina giró a la derecha. Descendimos un par de manzanas hasta un pequeño sendero sin asfaltar que se desviaba a la altura del número 112. La enigmática sonrisa seguía sellando los labios de Marina. —¿Es aquí? —pregunté, intrigado. Aquel sendero no parecía conducir a ninguna parte. Marina se limitó a adentrarse en él. Me condujo hasta un camino que ascendía hacia un pórtico flanqueado por cipreses. Más allá, un jardín encantado poblado por lápidas, cruces y mausoleos enmohecidos palidecía bajo sombras azuladas. El viejo cementerio de Sarriá. El cementerio de Sarriá es uno de los rincones más escondidos de Barcelona. Si uno lo busca en los planos, no aparece. Si uno pregunta cómo llegar a él a vecinos o taxistas, lo más seguro es que no lo sepan, aunque todos hayan oído hablar de él. Y si uno, por ventura, se atreve a buscarlo por su cuenta, lo más probable es que se pierda. Los pocos que están en posesión del secreto de su ubicación sospechan que, en realidad, este viejo cementerio no es más que una isla del pasado que aparece y desaparece a su capricho. Ése fue el escenario al que Marina me llevó aquel domingo de septiembre para desvelarme un misterio que me tenía casi tan intrigado como su dueña. Siguiendo sus instrucciones, nos acomodamos en un discreto rincón elevado en el ala norte del recinto. Desde allí teníamos una buena visión del solitario cementerio. Nos sentamos en silencio a contemplar tumbas y flores marchitas. Marina no decía ni pío y, transcurridos unos minutos, yo empecé a impacientarme. El único misterio que veía en todo aquello era qué diablos hacíamos allí. —Esto está un tanto muerto —sugerí, consciente de la ironía. —La paciencia es la madre de la ciencia —ofreció Marina. —Y la madrina de la demencia —repliqué—. Aquí no hay nada de nada. Marina me dirigió una mirada que no supe descifrar. —Te equivocas. Aquí están los recuerdos de cientos de personas, sus vidas, sus sentimientos, sus ilusiones, su ausencia, los sueños que nunca llegaron a realizar, las decepciones, los engaños y los amores no correspondidos que envenenaron sus vidas… Todo eso está aquí, atrapado para siempre. La observé intrigado y un tanto cohibido, aunque no sabía muy bien de lo que estaba hablando. Fuera lo que fuese, era importante para ella. —No se puede entender nada de la vida hasta que uno no entiende la muerte —añadió Marina. De nuevo me quedé sin comprender muy bien sus palabras. —La verdad es que yo no pienso mucho en eso —dije—. En la muerte, quiero decir. En serio no, al menos… Marina sacudió la cabeza, como un médico que reconoce los síntomas de una enfermedad fatal. —O sea, que eres uno de los pardillos desprevenidos… —apuntó, con cierto aire de intriga. —¿Los desprevenidos? Ahora sí que estaba perdido. Al cien por cien. Marina dejó ir la mirada y su rostro adquirió un tono de gravedad que la hacía parecer may or. Estaba hipnotizado por ella. —Supongo que no has oído la ley enda —empezó Marina. —¿Ley enda? —Me lo imaginaba —sentenció—. El caso es que, según dicen, la muerte tiene emisarios que vagan por las calles en busca de los ignorantes y los cabezas huecas que no piensan en ella. Llegado a este punto, clavó sus pupilas en las mías. —Cuando uno de esos desafortunados se topa con un emisario de la muerte —continuó Marina—, éste le guía a una trampa sin que lo sepa. Una puerta del infierno. Estos emisarios se cubren el rostro para ocultar que no tienen ojos, sino dos huecos negros en los que habitan gusanos. Cuando ya no hay escapatoria, el emisario revela su rostro y la víctima comprende el horror que le aguarda… Sus palabras flotaron con eco mientras mi estómago se encogía. Sólo entonces Marina dejó escapar aquella sonrisa maliciosa. Sonrisa de gato. —Me estás tomando el pelo — dije por fin. —Evidentemente. Transcurrieron cinco o diez minutos en silencio, quizá más. Una eternidad. Una brisa leve rozaba los cipreses. Dos palomas blancas revoloteaban entre las tumbas. Una hormiga trepaba por la pernera de mi pantalón. Poco más sucedía. Pronto sentí que una pierna se me empezaba a dormir y temí que mi cerebro siguiese el mismo camino. Estaba a punto de protestar cuando Marina alzó la mano, haciéndome callar antes de que hubiese despegado los labios. Me señaló hacia el pórtico del cementerio. Alguien acababa de entrar. La figura parecía la de una dama envuelta en una capa de terciopelo negro. Una capucha cubría su rostro. Las manos, cruzadas sobre el pecho, enfundadas en guantes del mismo color que su atuendo. La capa llegaba hasta el suelo y no permitía ver sus pies. Desde allí, se diría que aquella figura sin rostro se deslizaba sin rozar el suelo. Por alguna razón, sentí un escalofrío. —¿Quién…? —susurré. —Sssh —me cortó Marina. Ocultos tras las columnas de la balconada, espiamos a aquella dama de negro. partes. —¿Qué es eso? —susurró Marina, con una punzada de temor en la voz. Me encogí de hombros. Seguimos internándonos en el invernadero. Nos detuvimos en un punto donde convergían unas agujas de luz que se filtraban desde la techumbre. Marina iba a decir algo cuando escuchamos de nuevo aquel siniestro traqueteo. Cercano. A menos de dos metros. Directamente sobre nuestras cabezas. Intercambiamos una mirada muda y, lentamente, alzamos la vista hacia la zona anclada en la sombra en el techo del invernadero. Sentí la mano de Marina cerrarse sobre la mía con fuerza. Temblaba. Temblábamos. Estábamos rodeados. Varias siluetas angulosas pendían del vacío. Distinguí una docena, quizá más. Piernas, brazos, manos y ojos brillando en las tinieblas. Una jauría de cuerpos inertes se balanceaba sobre nosotros como títeres infernales. Al rozar unos con otros producían aquel susurro metálico. Dimos un paso atrás y, antes de que pudiésemos darnos cuenta de lo que estaba sucediendo, el tobillo de Marina quedó atrapado en una palanca unida a un sistema de poleas. La palanca cedió. En una décima de segundo aquel ejército de figuras congeladas se precipitó al vacío. Me lancé para cubrir a Marina y ambos caímos de bruces. Escuché el eco de una sacudida violenta y el rugido de la vieja estructura de cristal vibrando. Temí que las láminas de vidrio se quebrasen y una lluvia de cuchillos transparentes nos ensartase en el suelo. En aquel momento sentí un contacto frío sobre la nuca. Dedos. Abrí los ojos. Un rostro me sonreía. Ojos brillantes y amarillos brillaban, sin vida. Ojos de cristal en un rostro cincelado sobre madera lacada. Y en aquel instante escuché a Marina ahogar un grito a mi lado. —Son muñecos —dije, casi sin aliento. Nos incorporamos para comprobar la verdadera naturaleza de aquellos seres. Títeres. Figuras de madera, metal y cerámica. Estaban suspendidas por mil cables de una tramoy a. La palanca que había accionado Marina sin querer había liberado el mecanismo de poleas que las sostenía. Las figuras se habían detenido a tres palmos del suelo. Se movían en un macabro ballet de ahorcados. —¿Qué demonios…? —exclamó Marina. Observé aquel grupo de muñecos. Reconocí una figura ataviada de mago, un policía, una bailarina, una gran dama vestida de granate, un forzudo de feria… Todos estaban construidos a escala real y vestían lujosas galas de baile de disfraces que el tiempo había convertido en harapos. Pero había algo en ellos que los unía, que les confería una extraña cualidad que delataba su origen común. —Están inacabadas —descubrí. Marina comprendió en el acto a qué me refería. Cada uno de aquellos seres carecía de algo. El policía no tenía brazos. La bailarina no tenía ojos, tan sólo dos cuencas vacías. El mago no tenía boca, ni manos… Contemplamos las figuras balanceándose en la luz espectral. Marina se aproximó a la bailarina y la observó cuidadosamente. Me indicó una pequeña marca sobre la frente, justo bajo el nacimiento de su pelo de muñeca. La mariposa negra, de nuevo. Marina alargó la mano hasta aquella marca. Sus dedos rozaron el cabello y Marina retiró la mano bruscamente. Observé su gesto de repugnancia. —El pelo… es de verdad —dijo. —Imposible. Procedimos a examinar cada una de las siniestras marionetas y encontramos la misma marca en todas ellas. Accioné otra vez la palanca y el sistema de poleas alzó de nuevo los cuerpos. Viéndolos ascender así, inertes, pensé que eran almas mecánicas que acudían a unirse con su creador. —Ahí parece que hay algo —dijo Marina a mi espalda. Me volví y la vi señalando hacia un rincón del invernadero, donde se distinguía un viejo escritorio. Una fina capa de polvo cubría su superficie. Una araña correteaba dejando un rastro de diminutas huellas. Me arrodillé y soplé la película de polvo. Una nube gris se elevó en el aire. Sobre el escritorio yacía un tomo encuadernado en piel, abierto por la mitad. Con una caligrafía pulcra, podía leerse al pie de una vieja fotografía de color sepia pegada al papel: « Arles, 1903» . La imagen mostraba a dos niñas siamesas unidas por el torso. Luciendo vestidos de gala, las dos hermanas ofrecían para la cámara la sonrisa más triste del mundo. Marina volvió las páginas. El cuaderno era un álbum de antiguas fotografías, normal y corriente. Pero las imágenes que contenía no tenían nada de normal y nada de corriente. La imagen de las niñas siamesas había sido un presagio. Los dedos de Marina giraron hoja tras hoja para contemplar, con una mezcla de fascinación y repulsión, aquellas fotografías. Eché un vistazo y sentí un extraño hormigueo en la espina dorsal. —Fenómenos de la naturaleza… —murmuró Marina—. Seres con malformaciones, que antes se desterraban a los circos… El poder turbador de aquellas imágenes me golpeó con un latigazo. El reverso oscuro de la naturaleza mostraba su rostro monstruoso. Almas inocentes atrapadas en el interior de cuerpos horriblemente deformados. Durante minutos pasamos las páginas de aquel álbum en silencio. Una a una, las fotografías nos mostraban, siento decirlo, criaturas de pesadilla. Las abominaciones físicas, sin embargo, no conseguían velar las miradas de desolación, de horror y soledad que ardían en aquellos rostros. —Dios mío… —susurró Marina. Las fotografías estaban fechadas, citando el año y la procedencia de la fotografía: Buenos Aires, 1893. Bombay, 1911. Turín, 1930. Praga, 1933… Me resultaba difícil adivinar quién, y por qué, habría recopilado semejante colección. Un catálogo del infierno. Finalmente Marina apartó la mirada del libro y se alejó hacia las sombras. Traté de hacer lo mismo, pero me sentía incapaz de desprenderme del dolor y el horror que respiraban aquellas imágenes. Podría vivir mil años y seguiría recordando la mirada de cada una de aquellas criaturas. Cerré el libro y me volví hacia Marina. La escuché suspirar en la penumbra y me sentí insignificante, sin saber qué hacer o qué decir. Algo en aquellas fotografías la había turbado profundamente. —¿Estás bien…? —pregunté. Marina asintió en silencio, con los ojos casi cerrados. Súbitamente, algo resonó en el recinto. Exploré el manto de sombras que nos rodeaba. Escuché de nuevo aquel sonido inclasificable. Hostil. Maléfico. Noté entonces un hedor a podredumbre, nauseabundo y penetrante. Llegaba desde la oscuridad como el aliento de una bestia salvaje. Tuve la certeza de que no estábamos solos. Había alguien más allí. Observándonos. Marina contemplaba petrificada la muralla de negrura. La tomé de la mano y la guié hacia la salida. 6 La llovizna había vestido las calles de plata cuando salimos de allí. Era la una de la tarde. Hicimos el camino de regreso sin cruzar palabra. En casa de Marina, Germán nos esperaba para comer. —A Germán no le menciones nada de todo esto, por favor —me pidió Marina. —No te preocupes. Comprendí que tampoco hubiera sabido explicar lo que había sucedido. A medida que nos alejábamos del lugar, el recuerdo de aquellas imágenes y de aquel siniestro invernadero se fue desvaneciendo. Al llegar a la Plaza Sarriá, advertí que Marina estaba pálida y respiraba con dificultad. —¿Te encuentras bien? —pregunté. Marina me dijo que sí con poca convicción. Nos sentamos en un banco de la plaza. Ella respiró profundamente varias veces, con los ojos cerrados. Una bandada de palomas correteaba a nuestros pies. Por un instante temí que Marina fuera a desmayarse. Entonces abrió los ojos y me sonrió. —No te asustes. Es sólo un pequeño mareo. Debe de haber sido ese olor. — Seguramente. Probablemente era un animal muerto. Una rata o… Marina apoyó mi hipótesis. Al poco rato el color le volvió a las mejillas. —Lo que me hace falta es comer algo. Anda, vamos. Germán estará harto de esperarnos. Nos incorporamos y nos encaminamos hacia su casa. Kafka aguardaba en la verja. A mí me miró con desdén y corrió a frotar su lomo sobre los tobillos de Marina. Andaba yo sopesando las ventajas de ser un gato, cuando reconocí el sonido de aquella voz celestial en el gramófono de Germán. La música se filtraba por el jardín como una marea alta. —¿Qué es esa música? —Leo Delibes —respondió Marina. —Ni idea. —Delibes. Un compositor francés —aclaró Marina, adivinando mi desconocimiento—. ¿Qué os enseñan en el colegio? Me encogí de hombros. —Es un fragmento de una de sus óperas. Lakmé. —¿Y esa voz? —Mi madre. La miré atónito. —¿Tu madre es cantante de ópera? Marina me devolvió una mirada impenetrable. —Era —respondió—. Murió. Germán nos esperaba en el salón principal, una gran habitación ovalada. Una lámpara de lágrimas de cristal pendía del techo. El padre de Marina iba casi de etiqueta. Vestía traje y chaleco, y su cabellera plateada aparecía pulcramente peinada hacia atrás. Me pareció estar viendo a un caballero de fin de siglo. Nos sentamos a la mesa, ataviada con manteles de hilo y cubiertos de plata. —Es un placer tenerle entre nosotros, Óscar —dijo Germán—. No todos los domingos tenemos la fortuna de contar con tan grata compañía. La vajilla era de porcelana, genuino artículo de anticuario. El menú parecía consistir en una sopa de aroma delicioso y pan. Nada más. Mientras Germán me servía a mí primero, comprendí que todo aquel despliegue se debía a mi presencia. A pesar de la cubertería de plata, la vajilla de museo y las galas de domingo, en aquella casa no había dinero para un segundo plato. Por no haber, no había ni luz. La casa estaba perpetuamente iluminada con velas. Germán debió de leerme el pensamiento. —Habrá advertido que no tenemos electricidad, Óscar. Lo cierto es que no creemos demasiado en los adelantos de la ciencia moderna. Al fin y al cabo, ¿qué clase de ciencia es ésa, capaz de poner un hombre en la Luna pero incapaz de poner un pedazo de pan en la mesa de cada ser humano? —A lo mejor el problema no está en la ciencia, sino en quienes deciden cómo emplearla permitía fugaces impresiones de claridad, como el flas de una cámara. —¿Marina? —insistí—. Soy Óscar… Tímidamente me adentré en la casa. Mis zapatos empapados producían un sonido viscoso al andar. Me detuve al llegar al salón donde habíamos comido el día anterior. La mesa estaba vacía, y las sillas, desiertas. —¿Marina? ¿Germán? No obtuve contestación. Distinguí en la penumbra una palmatoria y una caja de fósforos sobre una consola. Mis dedos arrugados e insensibles necesitaron cinco intentos para prender la llama. Alcé la luz parpadeante. Una claridad fantasmal inundó la sala. Me deslicé hasta el corredor por donde había visto desaparecer a Marina y a su padre el día anterior. El pasillo conducía a otro gran salón, igualmente coronado por una lámpara de cristal. Sus cuentas brillaban en la penumbra como tiovivos de diamantes. La casa estaba poblada por sombras oblicuas que la tormenta proy ectaba desde el exterior a través de los cristales. Viejos muebles y butacones y acían bajo sábanas blancas. Una escalinata de mármol ascendía al primer piso. Me aproximé a ella, sintiéndome un intruso. Dos ojos amarillos brillaban en lo alto de la escalera. Escuché un maullido. Kafka. Suspiré aliviado. Un segundo después el gato se retiró a las sombras. Me detuve y miré alrededor. Mis pasos habían dejado un rastro de huellas sobre el polvo. —¿Hay alguien? —llamé de nuevo, sin obtener respuesta. Imaginé aquel gran salón décadas atrás, vestido de gala. Una orquesta y docenas de parejas danzantes. Ahora parecía el salón de un buque hundido. Las paredes estaban cubiertas de lienzos al óleo. Todos ellos eran retratos de una mujer. La reconocí. Era la misma que aparecía en el cuadro que había visto la primera noche que me colé en aquella casa. La perfección y la magia del trazo y la luminosidad de aquellas pinturas eran casi sobrenaturales. Me pregunté quién sería el artista. Incluso a mí me resultó evidente que todos eran obra de una misma mano. La dama parecía vigilarme desde todas partes. No era difícil advertir el tremendo parecido de aquella mujer con Marina. Los mismos labios sobre una tez pálida, casi transparente. El mismo talle, esbelto y frágil como el de una figura de porcelana. Los mismos ojos de ceniza, tristes y sin fondo. Sentí algo rozarme un tobillo. Kafka ronroneaba a mis pies. Me agaché y acaricié su pelaje plateado. —¿Dónde está tu ama, eh? Como respuesta maulló melancólico. No había nadie allí. Escuché el sonido de la lluvia golpeando el techo. Miles de arañas de agua correteando en el desván. Supuse que Marina y Germán habían salido por algún motivo imposible de adivinar. En cualquier caso, no era de mi incumbencia. Acaricié a Kafka y decidí que debía marcharme antes de que volviesen. —Uno de los dos está de más aquí —le susurré a Kafka—. Yo. Súbitamente, los pelos del lomo del gato se erizaron como púas. Sentí sus músculos tensarse como cables de acero bajo mi mano. Kafka emitió un maullido de pánico. Me estaba preguntando qué podía haber aterrorizado al animal de aquel modo cuando lo noté. Aquel olor. El hedor a podredumbre animal del invernadero. Sentí náuseas. Alcé la vista. Una cortina de lluvia velaba el ventanal del salón. Al otro lado distinguí la silueta incierta de los ángeles en la fuente. Supe instintivamente que algo andaba mal. Había una figura más entre las estatuas. Me incorporé y avancé lentamente hacia el ventanal. Una de las siluetas se volvió sobre sí misma. Me detuve, petrificado. No podía distinguir sus rasgos, apenas una forma oscura envuelta en un manto. Tuve la certeza de que aquel extraño me estaba observando. Y sabía que yo lo estaba observando a él. Permanecí inmóvil durante un instante infinito. Segundos más tarde, la figura se retiró a las sombras. Cuando la luz de un relámpago estalló sobre el jardín, el extraño y a no estaba allí. Tardé en darme cuenta de que el hedor había desaparecido con él. No se me ocurrió más que sentarme a esperar el regreso de Germán y Marina. La idea de salir al exterior no era muy tentadora. La tormenta era lo de menos. Me dejé caer en un inmenso butacón. Poco a poco, el eco de la lluvia y la claridad tenue que flotaba en el gran salón me fueron adormeciendo. En algún momento escuché el sonido de la cerradura principal al abrirse y pasos en la casa. Desperté de mi trance y el corazón me dio un vuelco. Voces que se aproximaban por el pasillo. Una vela. Kafka corrió hacia la luz justo cuando Germán y su hija entraban en la sala. Marina me clavó una mirada helada. —¿Qué estás haciendo aquí, Óscar? Balbuceé algo sin sentido. Germán me sonrió amablemente y me examinó con curiosidad. —Por Dios, Óscar. ¡Está usted empapado! Marina, trae unas toallas limpias para Óscar… Venga usted, Óscar, vamos a encender un fuego, que hace una noche de perros… Me senté frente a la chimenea, sosteniendo una taza de caldo caliente que Marina me había preparado. Relaté torpemente el motivo de mi presencia sin mencionar lo de la silueta en la ventana y aquel siniestro hedor. Germán aceptó mis explicaciones de buen grado y no se mostró en absoluto ofendido por mi intrusión, al contrario. Marina era otra historia. Su mirada me quemaba. Temí que mi estupidez al colarme en su casa como si fuera un hábito hubiese acabado para siempre con nuestra amistad. No abrió la boca durante la media hora en que estuvimos sentados frente al fuego. Cuando Germán se excusó y me deseó buenas noches, sospeché que mi ex amiga me iba a echar a patadas y a decirme que no volviese jamás. « Ahí viene» , pensé. El beso de la muerte. Marina sonrió finamente, sarcástica. —Pareces un pato mareado —dijo. —Gracias —repliqué, esperando algo peor. —¿Vas a contarme qué demonios hacías aquí? Sus ojos brillaban al fuego. Sorbí el resto del caldo y bajé la mirada. —La verdad es que no lo sé… —dije—. Supongo que…, qué sé y o… Sin duda mi aspecto lamentable ayudó, porque Marina se acercó y me palmeó la mano. —Mírame —ordenó. Así lo hice. Me observaba con una mezcla de compasión y simpatía. —No estoy enfadada contigo, ¿me oyes? —dijo—. Es que me ha sorprendido verte aquí, así, sin avisar. Todos los lunes acompaño a Germán al médico, al hospital de San Pablo, por eso estábamos fuera. No es un buen día para visitas. Estaba avergonzado. —No volverá a suceder —prometí. Me disponía a explicarle a Marina la extraña aparición que había creído presenciar cuando ella se rió sutilmente y se inclinó para besarme en la mejilla. El roce de sus labios bastó para que se me secase la ropa al instante. Las palabras se me perdieron rumbo a la lengua. Marina advirtió mi balbuceo mudo. —¿Qué? —preguntó. La contemplé en silencio y negué con la cabeza. —Nada. Enarcó la ceja, como si no me creyese, pero no insistió. —¿Un poco más de caldo? —preguntó, incorporándose. —Gracias. Marina tomó mi tazón y fue hasta la cocina para rellenarlo. Me quedé junto al hogar, fascinado por los retratos de la dama en las paredes. Cuando Marina regresó, siguió mi mirada. —La mujer que aparece en todos esos retratos… —empecé. —Es mi madre —dijo Marina. Sentí que invadía un terreno resbaladizo. —Nunca había visto unos cuadros así. Son como… fotografías del alma. Marina asintió en silencio. —Debe de tratarse de un artista famoso —insistí—. Pero nunca había visto nada igual. Marina tardó en responder. —Ni lo verás. Hace casi dieciséis años que el autor no pinta un cuadro. Esta serie de retratos fue su última obra. —Debía de conocer muy bien a tu madre para poder retratarla de ese modo —apunté. Marina me miró largamente. Sentí aquella misma mirada atrapada en los cuadros. —Mejor que nadie —respondió—. Se casó con ella. 8 Esa noche, junto al fuego, Marina me explicó la historia de Germán y del palacete de Sarriá. Germán Blau había nacido en el seno de una familia adinerada perteneciente a la floreciente burguesía catalana de la época. A la dinastía Blau no le faltaban el palco en el Liceo, la colonia industrial a orillas del río Segre ni algún que otro escándalo de sociedad. Se rumoreaba que el pequeño Germán no era hijo del gran patriarca Blau, sino fruto de los amores ilícitos entre su madre, Diana, y un pintoresco individuo llamado Quim Salvat. Salvat era, por este orden, libertino, retratista y sátiro profesional. Escandalizaba a las gentes de buen nombre al tiempo que inmortalizaba sus palmitos al óleo a precios astronómicos. Sea cual fuese la verdad, lo cierto es que Germán no guardaba parecido ni físico ni de carácter con miembro alguno de la familia. Su único interés era la pintura, el dibujo, lo cual a todo el mundo le resultó sospechoso. Especialmente a su padre titular. Llegado su dieciséis cumpleaños, su padre le anunció que no había lugar para vagos ni holgazanes en la familia. De persistir en sus intenciones de « ser artista» , le iba a meter a trabajar en la fábrica como mozo o picapedrero, en la legión o en cualquier otra institución que contribuy ese a fortalecer su carácter y a hacer de él un hombre de provecho. Germán optó por huir de casa, adonde regresó de la mano de la benemérita veinticuatro horas después. Su progenitor, desesperado y decepcionado con aquel primogénito, optó por pasar sus esperanzas a su segundo hijo, Gaspar, que se desvivía por aprender el negocio textil y mostraba más disposición a continuar la tradición familiar. Temiendo por su futuro económico, el viejo Blau puso a nombre de Germán el palacete de Sarriá, que llevaba años semi abandonado. « Aunque nos avergüences a todos, no he trabajado yo como un esclavo para que un hijo mío se quede en la calle» , le dijo. La mansión había sido en su día una de mano, Germán se quedó mudo. —Para ser un crítico, habla usted muy poco y con bastante acento —bromeó Kirsten. Germán decidió en aquel momento que se iba a casar con aquella mujer aunque fuese la última cosa que hiciera en su vida. Quiso conjurar todas las artes de seducción que había visto emplear a Salvat durante años. Pero Salvat sólo había uno y habían roto el molde. Así empezó un largo juego del ratón y el gato que se prolongaría durante seis años y que acabó en una pequeña capilla de Normandía, una tarde de verano de 1946. El día de su boda el espectro de la guerra todavía se olfateaba en el aire como el hedor de la carroña escondida. Kirsten y Germán regresaron a Barcelona al cabo de poco tiempo y se instalaron en Sarriá. La residencia se había convertido en un fantasmal museo en su ausencia. La luminosidad de Kirsten y tres semanas de limpieza hicieron el resto. La casa vivió una época de esplendor como jamás la había conocido. Germán pintaba sin cesar, poseído por una energía que ni él mismo se explicaba. Sus obras empezaron a cotizarse en las altas esferas y pronto poseer « un Blau» pasó a ser requisito sine qua non de la buena sociedad. De pronto, su padre se enorgullecía en público del éxito de Germán. « Siempre creí en su talento y en que iba a triunfar» , « lo lleva en la sangre, como todos los Blau» y « no hay padre más orgulloso que yo» pasaron a ser sus frases favoritas y, a fuerza de tanto repetirlas, llegó a creérselas. Marchantes y salas de exposiciones que años atrás no se molestaban en darle los buenos días se desvivían por congraciarse con él. Y en medio de todo este vendaval de vanidades e hipocresías, Germán nunca olvidó lo que Salvat le había enseñado. La carrera lírica de Kirsten también iba viento en popa. En la época en que empezaron a comercializarse los discos de setenta y ocho revoluciones, ella fue una de las primeras voces en inmortalizar el repertorio. Fueron años de felicidad y de luz en la villa de Sarriá, años en los que todo parecía posible y donde no se podían adivinar sombras en la línea del horizonte. Nadie dio importancia a los mareos y a los desvanecimientos de Kirsten hasta que fue demasiado tarde. El éxito, los viajes, la tensión de los estrenos lo explicaban todo. El día en que Kirsten fue reconocida por el doctor Cabrils, dos noticias cambiaron su mundo para siempre. La primera: Kirsten estaba embarazada. La segunda: una enfermedad irreversible de la sangre le estaba robando la vida lentamente. Le quedaba un año. Dos, a lo sumo. El mismo día, al salir del consultorio del médico, Kirsten encargó un reloj de oro con una inscripción dedicada a Germán en la General Relojera Suiza de la Vía Augusta. Para Germán, en quien habla la luz. K. A. 19-1-1964 Aquel reloj contaría las horas que les quedaban juntos. Kirsten abandonó los escenarios y su carrera. La gala de despedida se celebró en el Liceo de Barcelona, con Lakmé, de Delibes, su compositor predilecto. Nadie volvería a escuchar una voz como aquélla. Durante los meses de embarazo, Germán pintó una serie de retratos de su esposa que superaban cualquier obra anterior. Nunca quiso venderlos. Un veintiséis de septiembre de 1964, una niña de cabello claro y ojos color ceniza, idénticos a los de su madre, nació en la casa de Sarriá. Se llamaría Marina y llevaría siempre en su rostro la imagen y la luminosidad de su madre. Kirsten Auermann murió seis meses más tarde, en la misma habitación en que había dado a luz a su hija y donde había pasado las horas más felices de su vida con Germán. Su esposo le sostenía la mano, pálida y temblorosa, entre las suy as. Estaba fría y a cuando el alba se la llevó como un suspiro. Un mes después de su muerte, Germán volvió a entrar en su estudio, que se encontraba en el desván de la vivienda familiar. La pequeña Marina jugaba a sus pies. Germán tomó el pincel y trató de deslizar un trazo sobre el lienzo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y el pincel se le cayó de las manos. Germán Blau nunca volvió a pintar. La luz en su interior se había callado para siempre. 9 Durante el resto del otoño mis visitas a casa de Germán y Marina se transformaron en un ritual diario. Pasaba los días soñando despierto en clase, esperando el momento de escapar rumbo a aquel callejón secreto. Allí me esperaban mis nuevos amigos, a excepción de los lunes, en que Marina acompañaba a Germán al hospital para su tratamiento. Tomábamos café y charlábamos en las salas en penumbra. Germán se avino a enseñarme los rudimentos del ajedrez. Pese a las lecciones, Marina me llevaba a jaque mate en unos cinco o seis minutos, pero yo no perdía la esperanza. Poco a poco, casi sin darme cuenta, el mundo de Germán y Marina pasó a ser el mío. Su casa, los recuerdos que parecían flotar en el aire… pasaron a ser los míos. Descubrí así que Marina no acudía al colegio para no dejar solo a su padre y poder cuidar de él. Me explicó que Germán le había enseñado a leer, a escribir y a pensar. —De nada sirve toda la geografía, trigonometría y aritmética del mundo si no aprendes a pensar por ti mismo —se justificaba Marina—. Y en ningún colegio te enseñan eso. No está en el programa. Germán había abierto su mente al mundo del arte, de la historia, de la ciencia. La biblioteca alejandrina de la casa se había convertido en su universo. Cada uno de sus libros era una puerta a nuevos mundos y a nuevas ideas. Una tarde a finales de octubre nos sentamos en el alféizar de una ventana del segundo piso a contemplar las luces lejanas del Tibidabo. Marina me confesó que su sueño era llegar a ser escritora. Tenía un baúl repleto de historias y cuentos que llevaba escribiendo desde los nueve años. Cuando le pedí que me mostrase alguno, me miró como si estuviese bebido y me dijo que ni hablar. « Esto es como el ajedrez» , pensé. Tiempo al tiempo. A menudo me detenía a observar a Germán y Marina cuando ellos no reparaban en mí. Jugueteando, ley endo o enfrentados en silencio ante el tablero de ajedrez. El lazo invisible que los unía, aquel mundo aparte que se habían construido lejos de todo y de todos, constituía un hechizo maravilloso. Un espejismo que a veces temía quebrar con mi presencia. Había días en que, caminando de vuelta al internado, me sentía la persona más feliz del mundo sólo por poder compartirlo. Sin reparar en un porqué, hice de aquella amistad un secreto. No le había explicado nada acerca de ellos a nadie, ni siquiera a mi compañero JF. En apenas unas semanas, Germán y Marina se habían convertido en mi vida secreta y, en honor a la verdad, en la única vida que deseaba vivir. Recuerdo una ocasión en que Germán se retiró a descansar temprano, disculpándose como siempre con sus exquisitos modales de caballero decimonónico. Yo me quedé a solas con Marina en la sala de los retratos. Me sonrió enigmáticamente y me dijo que estaba escribiendo sobre mí. La idea me dejó aterrado. —¿Sobre mí? ¿Qué quieres decir con escribir sobre mí? —Quiero decir acerca de ti, no encima de ti, usándote como escritorio. —Hasta ahí y a llego. Marina disfrutaba con mi súbito nerviosismo. —¿Entonces? —preguntó—. ¿O es que tienes tan bajo concepto de ti mismo que no crees que valga la pena escribir sobre ti? No tenía respuesta para aquella pregunta. Opté por cambiar de estrategia y tomar la ofensiva. Eso me lo había enseñado Germán en sus lecciones de ajedrez. Estrategia básica: cuando te pillen con los calzones bajados, echa a gritar y ataca. —Bueno, si es así, no tendrás más remedio que dejarme leerlo —apunté. Marina enarcó una ceja, indecisa. —Estoy en mi derecho de saber lo que se escribe sobre mí —añadí. —A lo mejor no te gusta. —A lo mejor. O a lo mejor sí. —Lo pensaré. —Estaré esperando. El frío llegó a Barcelona al estilo habitual: como un meteorito. En apenas un día los termómetros empezaron a mirarse el ombligo. Ejércitos de abrigos salieron de la reserva sustituy endo a las ligeras gabardinas otoñales. Cielos de acero y vendavales que mordían las orejas se apoderaron de las calles. Germán y Marina me sorprendieron al regalarme una gorra de lana que debía de haber costado una fortuna. —Es para proteger las ideas, amigo Óscar —explicó Germán—. No se le vaya a enfriar el cerebro. A mediados de noviembre Marina me anunció que Germán y ella debían ir a Madrid por espacio de una semana. Un médico de La Paz, toda una eminencia, había aceptado someter a Germán a un tratamiento que todavía estaba en fase experimental y que sólo se había utilizado un par de veces en toda Europa. —Dicen que ese médico hace milagros, no sé… —dijo Marina. La idea de pasar una semana sin ellos me cay ó encima como una losa. Mis esfuerzos por ocultarlo fueron en vano. Marina leía en mi interior como si fuera transparente. Me palmeó la mano. —Es sólo una semana, ¿eh? Luego volveremos a vernos. Asentí, sin encontrar palabras de consuelo. —Hablé ay er con Germán acerca de la posibilidad de que cuidases de Kafka y de la casa durante estos días… —aventuró Marina. —Por supuesto. Lo que haga falta. Su rostro se iluminó. —Ojalá ese doctor sea tan bueno como dicen —dije. Marina me miró durante un largo instante. Tras su sonrisa, aquellos ojos de ceniza desprendían una luz de tristeza que me desarmó. —Ojalá. El tren para Madrid partía de la estación de Francia a las nueve de la mañana. Yo me había interior del piso. —¿Qué quieres, hijo? —¿Señor Kolvenik? —No soy Kolvenik—atajó la voz—. Mi nombre es Sentís. Benjamín Sentís. —Perdone, señor Sentís, pero me han dado esta dirección y… Le tendí la tarjeta que me había entregado el mozo de estación. Una mano rígida la agarró y aquel hombre, cuy o rostro no podía ver, la examinó en silencio durante un buen rato antes de devolvérmela. —Mijail Kolvenikno vive aquí desde hace y a muchos años. —¿Le conoce? —pregunté—. ¿Tal vez pueda usted ay udarme? Otro largo silencio. —Pasa —dijo finalmente Sentís. Benjamín Sentís era un hombre corpulento que vivía en el interior de una bata de franela granate. Sostenía en los labios una pipa apagada y su rostro estaba tocado por uno de aquellos bigotes que empalmaban con las patillas, estilo Julio Verne. El piso quedaba por encima de la jungla de tejados del barrio viejo y flotaba en una claridad etérea. Las torres de la catedral se distinguían en la distancia y la montaña de Montjuïc emergía a lo lejos. Las paredes estaban desnudas. Un piano coleccionaba capas de polvo, y cajas con diarios desaparecidos poblaban el suelo. No había nada en aquella casa que hablase del presente. Benjamín Sentís vivía en pretérito pluscuamperfecto. Nos sentamos en la sala que daba al balcón y Sentís examinó de nuevo la tarjeta. —¿Por qué buscas a Kolvenik? —preguntó. Decidí explicarle todo desde el principio, desde nuestra visita al cementerio hasta la extraña aparición de la dama de negro aquella mañana en la estación de Francia. Sentís me escuchaba con la mirada perdida, sin mostrar emoción alguna. Al término de mi relato, un incómodo silencio medió entre nosotros. Sentís me miró detenidamente. Tenía mirada de lobo, fría y penetrante. —Mijail Kolvenik ocupó este piso durante cuatro años, al poco tiempo de llegar a Barcelona —dijo—. Aún hay por ahí detrás algunos de sus libros. Es cuanto queda de él. —¿Tendría usted su dirección actual? ¿Sabe dónde puedo encontrarle? Sentís se rió. —Prueba en el infierno. Le miré sin comprender. —Mijail Kolvenikmurió en 1948. Según me explicó Benjamín Sentís aquella mañana, Mijail Kolvenik había llegado a Barcelona a finales de 1919. Tenía por entonces poco más de veinte años y era natural de la ciudad de Praga. Kolvenik huía de una Europa devastada por la Gran Guerra. No hablaba una palabra de catalán ni de castellano, aunque se expresaba en francés y alemán con fluidez. No tenía dinero, amigos ni conocidos en aquella ciudad difícil y hostil. Su primera noche en Barcelona se la pasó en el calabozo, al ser sorprendido durmiendo en un portal para protegerse del frío. En la cárcel, dos compañeros de celda acusados de robo, asalto e incendio premeditado decidieron darle una paliza, alegando que el país se estaba y endo al garete por culpa de piojosos extranjeros. Las tres costillas rotas, las contusiones y las lesiones internas sanarían con el tiempo, pero el oído izquierdo lo perdió para siempre. « Lesión del nervio» , dictaminaron los médicos. Un mal principio. Pero Kolvenik siempre decía que lo que empieza mal sólo puede acabar mejor. Diez años más tarde, Mijail Kolvenik llegaría a ser uno de los hombres más ricos y poderosos de Barcelona. En la enfermería de la cárcel conoció al que habría de convertirse con los años en su mejor amigo, un joven doctor de ascendencia inglesa llamado Joan Shelley. El doctor Shelley hablaba algo de alemán y sabía por propia experiencia lo que era sentirse extranjero en tierra extraña. Gracias a él, Kolvenik obtuvo un empleo al ser dado de alta en una pequeña empresa llamada Velo-Granell. La Velo-Granell fabricaba artículos de ortopedia y prótesis médicas. El conflicto de Marruecos y la Gran Guerra en Europa habían creado un enorme mercado para estos productos. Legiones de hombres destrozados a may or gloria de banqueros, cancilleres, generales, agentes de bolsa y otros padres de la patria habían quedado mutilados y destrozados de por vida en nombre de la libertad, la democracia, el imperio, la raza o la bandera. Los talleres de la Velo-Granell se encontraban junto al mercado del Borne. En su interior, las vitrinas de brazos, ojos, piernas y articulaciones artificiales recordaban al visitante la fragilidad del cuerpo humano. Con un modesto sueldo y la recomendación de la empresa, Mijail Kolvenik consiguió alojamiento en un piso de la calle Princesa. Lector voraz, en año y medio había aprendido a defenderse en catalán y castellano. Su talento e ingenio le valieron que pronto se le considerase uno de los empleados claves de la Velo- Granell. Kolvenik tenía amplios conocimientos de medicina, cirugía y anatomía. Diseñó un revolucionario mecanismo neumático que permitía articular el movimiento en prótesis de piernas y brazos. El ingenio reaccionaba a los impulsos musculares y dotaba al paciente de una movilidad sin precedentes. Dicha invención puso a la Velo-Granell a la vanguardia del ramo. Aquél fue sólo el principio. La mesa de dibujo de Kolvenik no cesaba de alumbrar nuevos avances y por fin fue nombrado ingeniero jefe del taller de diseño y desarrollo. Meses más tarde un desafortunado incidente puso a prueba el talento del joven Kolvenik. El hijo del fundador de la Velo-Granell sufrió un terrible accidente en la factoría. Una prensa hidráulica le cortó ambas manos como las fauces de un dragón. Kolvenik trabajó incansablemente durante semanas para crear unas nuevas manos de madera, metal y porcelana, cuyos dedos respondían al comando de los músculos y tendones del antebrazo. La solución ideada por Kolvenik empleaba las corrientes eléctricas de los estímulos nerviosos del brazo para articular el movimiento. Cuatro meses después del suceso, la víctima estrenaba unas manos mecánicas que le permitían agarrar objetos, encender un cigarro o abotonarse la camisa sin ayuda. Todos convinieron que esta vez Kolvenik había superado todo lo imaginable. Él, poco amigo de elogios y euforias, afirmó que aquello no era más que el despuntar de una nueva ciencia. En pago a su labor, el fundador de la Velo- Granell le nombró director general de la empresa y le ofreció un paquete de acciones que le convertía virtualmente en uno de los dueños junto con el hombre a quien su ingenio había dotado de nuevas manos. Bajo la dirección de Kolvenik, la Velo-Granell tomó un nuevo rumbo. Amplió su mercado y diversificó su línea de productos. La empresa adoptó el símbolo de una mariposa negra con las alas desplegadas, cuyo significado Kolvenik nunca llegó a explicar. La factoría fue ampliada para el lanzamiento de nuevos mecanismos: miembros articulados, válvulas circulatorias, fibras óseas y un sinfín de ingenios. El parque de atracciones del Tibidabo se pobló de autómatas creados por Kolvenik como pasatiempo y campo de experimentación. La Velo Granell exportaba a toda Europa, América y Asia. El valor de las acciones y la fortuna personal de Kolvenik se dispararon, pero él se negaba a abandonar aquel modesto piso de la calle Princesa. Según decía, no había motivo para cambiar. Era un hombre solo, de vida sencilla, y aquel alojamiento bastaba para él y sus libros. Aquello habría de cambiar con la aparición de una nueva pieza en el tablero. Eva Irinova era la estrella de un nuevo espectáculo de éxito en el Teatro Real. La joven, de origen ruso, apenas contaba con diecinueve años. Se decía que por su belleza se habían suicidado caballeros en París, Viena y otras tantas capitales. Eva Irinova viajaba rodeada de dos extraños personajes, Sergei y Tatiana Glazunow, hermanos gemelos. Los hermanos Glazunow actuaban como representantes y tutores de Eva Irinova. Se decía que Sergei y la joven diva eran amantes, que la siniestra Tatiana dormía en el interior de un ataúd en las fosas del escenario del Teatro Real, que Sergei había sido uno de los asesinos de la dinastía Romanov, que Eva tenía la capacidad de hablar con los espíritus de los difuntos… Toda suerte de rocambolescos chismes de farándula alimentaban la fama de la bella Irinova, que tenía a Barcelona en su puño. La ley enda de Irinova llegó a oídos de Kolvenik. Intrigado, acudió una noche al teatro para comprobar por sí mismo la causa de tanto revuelo. En una noche Kolvenik quedó fascinado por la joven. Desde aquel día, el camerino de Irinova se convirtió literalmente en un lecho de rosas. A los dos meses de la revelación, Kolvenik decidió alquilar un palco en el teatro. Acudía allí todas las noches a contemplar embelesado el objeto de su adoración. Ni que decir tiene que el asunto era la comidilla de toda la ciudad. Un buen día, Kolvenik convocó a sus abogados y los instruy ó para que hiciesen una oferta al empresario Daniel Mestres. Quería adquirir aquel viejo teatro y hacerse cargo de las deudas que arrastraba. Su intención era reconstruirlo desde los cimientos y transformarlo en el may or escenario de Europa. Un deslumbrante teatro dotado de todos los adelantos técnicos y consagrado a su adorada Eva Irinova. La dirección del teatro se rindió a su generosa oferta. El nuevo proy ecto fue bautizado como el Gran Teatro Real. Un día más tarde, Kolvenik propuso matrimonio a Eva Irinova en perfecto ruso. Ella aceptó. Tras la boda, la pareja planeaba trasladarse a una mansión de ensueño que Kolvenik estaba haciéndose construir junto al parque Güell. El mismo Kolvenik había entregado un diseño preliminar de la fastuosa construcción al taller de arquitectura de Suny er, Balcells i Baró. Se decía que nunca jamás se había gastado semejante suma en una residencia privada en toda la historia de Barcelona, lo cual era mucho decir. Sin embargo, no todos estaban complacidos con este cuento de hadas. El socio de Kolvenik en la Velo-Granell no veía con buenos ojos la obsesión de éste. Temía que destinase fondos de la empresa para financiar su delirante proyecto de convertir el Teatro Real en la octava maravilla del mundo moderno. No andaba muy desencaminado. Por si eso fuese poco, empezaban a circular por la ciudad rumores en torno a prácticas poco ortodoxas por parte de Kolvenik. Surgieron dudas respecto a su pasado y a la fachada de hombre hecho a sí mismo que se complacía en proyectar. La mayoría de esos rumores moría antes de llegar a las imprentas de la prensa, gracias a la implacable maquinaria legal de la Velo-Granell. El dinero no compra la viajes a destinos lejanos, sin retorno. « Si algún día me pierdo, que me busquen en una estación de tren» , pensé. El silbido del expreso de Madrid me rescató de mis bucólicas meditaciones. El tren irrumpía en la estación a pleno galope. Enfiló hacia su vía y el gemido de los frenos inundó el espacio. Lentamente, con la parsimonia propia del tonelaje, el tren se detuvo. Los primeros pasajeros comenzaron a descender, siluetas sin nombre. Recorrí con la mirada el andén mientras el corazón me latía a toda prisa. Docenas de rostros desconocidos desfilaron frente a mí. De repente vacilé, por si me había equivocado de día, de tren, de estación, de ciudad o de planeta. Y entonces escuché una voz a mis espaldas, inconfundible. —Pero esto sí que es una sorpresa, amigo Óscar. Se le ha echado de menos. —Lo mismo digo —respondí, estrechando la mano del anciano pintor. Marina descendía del vagón. Llevaba el mismo vestido blanco que el día de su partida. Me sonrió en silencio, la mirada brillante. —¿Y qué tal estaba Madrid? —improvisé, tomando el maletín de Germán. —Precioso. Y siete veces más grande que la última vez que estuve allí —dijo Germán—. Si no para de crecer, uno de estos días esa ciudad va a derramarse por los bordes de la meseta. Advertí en el tono de Germán un buen humor y una energía especiales. Confié en que aquello fuese signo de que las noticias del doctor de La Paz eran esperanzadoras. De camino a la salida, mientras Germán se entregaba dicharachero a una conversación con un atónito mozo sobre cuánto habían adelantado las ciencias ferroviarias, tuve oportunidad de quedarme a solas con Marina. Ella me apretó la mano con fuerza. —¿Cómo ha ido todo? —murmuré—. A Germán se le ve animado. — Bien. Muy bien. Gracias por venir a recibirnos. —Gracias a ti por volver —dije—. Barcelona se veía muy vacía estos días… Tengo un montón de cosas que contarte. Paramos un taxi frente a la estación, un viejo Dodge que hacía más ruido que el expreso de Madrid. Mientras ascendíamos por las Ramblas, Germán contemplaba las gentes, los mercados y los quioscos de flores y sonreía, complacido. —Dirán lo que quieran, pero una calle como ésta no la hay en ninguna ciudad del mundo, amigo Óscar. Ríase usted de Nueva York. Marina aprobaba los comentarios de su padre, que parecía revivido y más joven después de aquel viaje. —¿No es festivo mañana? —preguntó de repente Germán. —Sí —dije. —O sea, que no tiene usted escuela… —Técnicamente, no. Germán se echó a reír y por un segundo creí ver en él al muchacho que algún día había sido, décadas atrás. —Y dígame, ¿tiene usted el día ocupado, amigo Óscar? A las ocho de la mañana y a estaba en su casa, tal y como me había pedido Germán. La noche anterior le había prometido a mi tutor que todas las noches de aquella semana dedicaría el doble de horas a estudiar si me dejaba libre aquel lunes, dado que era fiesta. —No sé qué te llevas entre manos últimamente. Esto no es un hotel, pero tampoco es una prisión. Tu comportamiento es tu propia responsabilidad… — apuntó el padre Seguí, suspicaz—. Tú sabrás lo que haces, Óscar. Al llegar a la villa de Sarriá encontré a Marina en la cocina preparando una cesta con bocadillos y termos para las bebidas. Kafka seguía sus movimientos atentamente, relamiéndose. —¿Adónde vamos? —pregunté, intrigado. —Sorpresa —respondió Marina. Al poco rato apareció Germán, eufórico y jovial. Vestía como un piloto de rally de los años veinte. Me estrechó la mano y me preguntó si podía echarle una mano en el garaje. Asentí. Acababa de descubrir que tenían garaje. De hecho, tenían tres, como comprobé al rodear la propiedad junto a Germán. —Me alegro de que hay a podido unirse a nosotros, Óscar. Se detuvo frente a la tercera puerta del garaje, un cobertizo del tamaño de una pequeña casa cubierto de hiedra. La palanca de la puerta chirrió al abrirse. Una nube de polvo inundó el interior en tinieblas. Aquel lugar tenía el aspecto de haber estado cerrado veinte años. Restos de una vieja motocicleta, herramientas oxidadas y cajas apiladas bajo un manto de polvo grueso como una alfombra persa. Vislumbré una lona gris que cubría lo que debía de ser un automóvil. Germán asió una punta de la lona y me indicó que hiciese lo propio. —¿A la de tres? —preguntó. A la señal, ambos tiramos con fuerza y la lona se retiró como el velo de una novia. Cuando la nube de polvo se esparció en la brisa, la tenue luz que se filtraba entre la arboleda descubrió una visión. Un deslumbrante Tucker de los años cincuenta color vino y de llantas cromadas dormía en el interior de aquella caverna. Miré a Germán, atónito. Él sonrió, orgulloso. —Ya no se hacen coches así, amigo Óscar. —¿Arrancará? —pregunté, observando aquella pieza de museo, según mi apreciación. —Esto que ve usted aquí es un Tucker, Óscar. No arranca; cabalga. Una hora más tarde nos encontrábamos cincelando la carretera de la costa. Germán iba al volante, pertrechado con su atavío de pionero del automovilismo y una sonrisa de lotería. Marina y yo viajábamos a su lado, delante. Kafka tenía para él todo el asiento trasero, donde dormía plácidamente. Todos los coches nos adelantaban, pero sus ocupantes se giraban a contemplar el Tucker, con asombro y admiración. —Cuando hay clase, la velocidad es una minucia —explicaba Germán. Estábamos ya cerca de Blanes y y o seguía sin saber adónde nos dirigíamos. Germán estaba absorto en el volante y no quise romper su concentración. Conducía con la misma galantería que le caracterizaba en todo, cediendo el paso hasta a las hormigas y saludando a ciclistas, transeúntes y motoristas de la guardia civil. Pasado Blanes, una señal nos anunció la villa costera de Tossa de Mar. Me volví a Marina y ella me guiñó un ojo. Se me ocurrió que quizás íbamos al castillo de Tossa, pero el Tucker bordeó el pueblo y tomó la angosta carretera que, siguiendo la costa, continuaba hacia el norte. Más que una carretera, aquello era una cinta suspendida entre el cielo y los acantilados que serpenteaba en cientos de curvas cerradas. Entre las ramas de los pinos que se aferraban a empinadas laderas se podía ver el mar extendido en un manto de azul incandescente. Un centenar de metros más abajo, decenas de calas y recodos inaccesibles trazaban una ruta secreta entre Tossa de Mar y la Punta Prima, junto al puerto de Sant Feliu de Guíxols, a una veintena de kilómetros. Al cabo de unos veinte minutos, Germán detuvo el coche al borde de la carretera. Marina me miró, señalando que habíamos llegado. Bajamos del coche y Kafka se alejó hacia los pinos, como si conociese el camino. Mientras Germán se aseguraba de que el Tucker estuviese bien frenado y no se fuese ladera abajo, Marina se acercó a la pendiente que caía sobre el mar. Me uní a ella y contemplé la visión. A nuestros pies una cala en forma de media luna abrazaba una lengua de mar verde transparente. Más allá, la hondonada de rocas y playas dibujaba un arco hasta la Punta Prima, donde la silueta de la ermita de Sant Elm se alzaba como un centinela en lo alto de la montaña. —Anda, vamos —me animó Marina. La seguí a través de los pinos. La senda cruzaba la propiedad de una antigua casa abandonada que los arbustos habían hecho suya. Desde allí, una escalera horadada en la roca se deslizaba hasta la play a de piedras doradas. Una bandada de gaviotas alzó el vuelo al vernos y se retiró a los acantilados que coronaban la cala, trazando una especie de basílica de roca, mar y luz. El agua era tan cristalina que podía leerse en ella cada pliegue en la arena bajo la superficie. Un pico de roca ascendía en el centro como la proa de un buque varado. El olor del mar era intenso y una brisa con sabor a sal peinaba la costa. La mirada de Marina se perdió en el horizonte de plata y bruma. —Éste es mi rincón favorito del mundo —dijo. Marina se empeñó en mostrarme los recovecos de los acantilados. No tardé en comprender que acabaría rompiéndome la crisma o cay éndome de cabeza al agua. —No soy una cabra —puntualicé, intentado aportar algo de sentido común a aquella suerte de alpinismo sin cables. Marina, ignorando mis ruegos, se encaramaba por paredes lijadas por el mar y se colaba por orificios donde la marea respiraba como una ballena petrificada. Yo, a riesgo de perder el orgullo, seguía esperando que en cualquier momento el destino me aplicase todos los artículos de la ley de la gravedad. Mi pronóstico no tardó en hacerse realidad. Marina había saltado al otro lado de un diminuto islote para inspeccionar una gruta en las rocas. Me dije que, si ella podía hacerlo, más me valía intentarlo. Un instante después, sumergía mis dos patazas en las aguas del Mediterráneo. Estaba tiritando de frío y de vergüenza. Marina me observaba desde las rocas, alarmada. —Estoy bien —gemí—. No me he hecho daño. —¿Está fría? —Qué va —balbuceé—. Es un caldo. Marina sonrió y, ante mis ojos atónitos, se desprendió de su vestido blanco y se zambulló en la laguna. Apareció a mi lado riéndose. Aquello era una locura, en esa época del año. Pero decidí imitarla. Nadamos con brazadas enérgicas y luego nos tendimos al sol sobre las piedras tibias. Sentí el corazón acelerado en las sienes, no sabría decir a ciencia cierta si a causa del agua helada o como consecuencia de las transparencias que el baño permitía dilucidar en la ropa interior empapada de Marina. Ella advirtió mi mirada y se levantó a buscar su vestido, que yacía sobre las rocas. La observé caminar entre las piedras, cada músculo de su cuerpo dibujándose bajo la piel húmeda al sortear las rocas. Me relamí los labios salados y pensé que tenía un hambre de lobo. Pasamos el resto de la tarde en aquella cala escondida del mundo, devorando los bocadillos de la cesta mientras Marina relataba la peculiar historia de la propietaria de aquella masía CADÁVER HALLADO EN UN TÚNELDE ALCANTARILLADO DEL BARRIO GÓTICO (Barcelona) Gustavo Berceo, redacción. El cuerpo de Benjamín Sentís, de ochenta y tres años de edad y natural de Barcelona, fue hallado la madrugada del viernes en una boca del colector cuarto de la red de alcantarillado de Ciutat Vella. Se desconoce cómo llegó el cadáver hasta ese tramo, cerrado desde 1941. La causa de la muerte se atribuye a un paro cardíaco. Pero, según nuestras fuentes, al cuerpo del fallecido se le habían amputado ambas manos. Benjamín Sentís, retirado, adquirió cierta notoriedad en los años cuarenta en torno al escándalo de la empresa Velo-Granell, de la que fue socio accionista. En los últimos años había vivido recluido en un pequeño piso de la calle Princesa, sin parentescos conocidos y casi arruinado. 12 Pasé la noche en vela, dándole vueltas al relato que Sentís me había explicado. Releí la noticia de su muerte una y otra vez, esperando encontrar en ella alguna clave secreta entre los puntos y las comas. El anciano me había ocultado que él era el socio de Kolvenik en la Velo-Granell. Si el resto de su historia era consistente, supuse que Sentís debía de haber sido el hijo del fundador de la empresa, el hijo que había heredado el cincuenta por ciento de las acciones de la compañía al ser nombrado Kolvenik director general. Esta revelación cambiaba todas las piezas del rompecabezas de lugar. Si Sentís me había mentido en ese punto, podía haberme mentido en todo lo demás. La luz del día me sorprendió intentando dilucidar qué significado tenían la historia y su desenlace. Ese mismo martes me escabullí durante la pausa del mediodía para encontrarme con Marina. Ella, que parecía haberme leído el pensamiento una vez más, esperaba en el jardín con una copia del diario del día anterior en las manos. Una simple mirada me bastó para saber que ya había leído la noticia de la muerte de Sentís. —Ese hombre te mintió… —Y ahora está muerto. Marina echó un vistazo hacia la casa, como si temiese que Germán pudiese oírnos. —Mejor será que vayamos a dar una vuelta —propuso. Acepté, aunque tenía que volver a clase en menos de media hora. Nuestros pasos nos dirigieron hacia el parque de Santa Amelia, en la frontera con el barrio de Pedralbes. Una mansión restaurada recientemente como centro cívico se alzaba en el corazón del parque. Uno de los antiguos salones albergaba ahora una cafetería. Nos sentamos a una mesa junto a un amplio ventanal. Marina leyó en voz alta la noticia que yo casi era capaz de recitar de memoria. —No dice en ningún sitio que hay a sido un asesinato —aventuró Marina, con poca convicción. —Ni falta que hace. Un hombre que ha vivido recluido durante veinte años aparece muerto en las alcantarillas, donde alguien se ha entretenido en quitarle las dos manos, de propina, antes de abandonar el cuerpo… —De acuerdo. Es un asesinato. —Es más que un asesinato —dije, con los nervios de punta—. ¿Qué hacía Sentís en un túnel abandonado de las alcantarillas en mitad de la noche? Un camarero que secaba vasos aburrido tras la barra nos escuchaba. —Baja la voz —susurró Marina. Asentí y traté de calmarme. —Tal vez deberíamos ir a la policía y explicar lo que sabemos —apuntó Marina. —Pero no sabemos nada —objeté. —Sabemos algo más que ellos, probablemente. Hace una semana una misteriosa mujer te hace llegar una tarjeta con la dirección de Sentís y el símbolo de la mariposa negra. Tú visitas a Sentís, quien dice no saber nada del asunto, pero te explica una extraña historia sobre Mijail Kolvenik y la empresa Velo-Granell, envuelta en turbios asuntos cuarenta años atrás. Por algún motivo olvida decirte que él formó parte de esa historia, que de hecho él era el hijo del socio fundador, el hombre para quien ese tal Kolvenik creó dos manos artificiales tras un accidente en la factoría… Siete días más tarde, Sentís aparece muerto en las cloacas… —Sin las manos ortopédicas… —añadí, recordando que Sentís se había mostrado reticente a estrecharme la mano al recibirme. Al pensar en su mano rígida, sentí un escalofrío. —Por alguna razón, cuando entramos en aquel invernadero nos cruzamos en el camino de algo —dije, tratando de poner orden en mi mente—, y ahora hemos pasado a formar parte de ello. La mujer de negro acudió a mí con esa tarjeta… —Óscar, no sabemos si acudió a ti ni cuáles eran sus motivos. No sabemos ni quién es… —Pero ella sí sabe quiénes somos nosotros y dónde encontrarnos. Y si ella lo sabe… Marina suspiró. —Llamemos ahora mismo a la policía y olvidémonos de todo esto cuanto antes —dijo —. No me gusta y además no es asunto nuestro. —Lo es, desde que decidimos seguir a la dama en el cementerio… Marina desvió la mirada hacia el parque. Dos niños jugueteaban con una cometa, intentando alzarla al viento. Sin apartar los ojos de ellos, murmuró lentamente: —¿Qué sugieres entonces? Sabía perfectamente lo que yo tenía en mente. El Sol se ponía sobre la iglesia de la Plaza Sarriá cuando Marina y yo nos adentramos en el Paseo de la Bonanova rumbo al invernadero. Habíamos tenido la precaución de coger una linterna y una caja de fósforos. Torcimos en la calle Iradier y nos adentramos en los pasajes solitarios que bordeaban la vía de los ferrocarriles. El eco de los trenes ascendiendo hacia Vallvidrera se filtraba entre las arboledas. No tardamos en encontrar el callejón donde habíamos perdido de vista a la dama y la verja que ocultaba el invernadero al fondo. Un manto de hojas secas cubría el empedrado. Sombras gelatinosas se extendían a nuestro alrededor mientras penetrábamos en la maleza. La hierba silbaba al viento y el rostro de la Luna sonreía entre resquicios en el cielo. Al caer la noche, la hiedra que cubría el invernadero me hizo pensar en una cabellera de serpientes. Rodeamos la estructura del edificio y encontramos la puerta trasera. La lumbre de un fósforo reveló el símbolo de Kolvenik y la Velo Granell, empañado por el musgo. Tragué saliva y miré a Marina. Su rostro exhalaba un brillo cadavérico. —Ha sido idea tuy a volver aquí… —dijo. Encendí la linterna y su luz rojiza inundó el umbral del invernadero. Eché un vistazo antes de entrar. A la luz del día aquel lugar me había parecido siniestro. Ahora, de noche, se me antojó un escenario de pesadilla. El haz de la linterna descubría relieves sinuosos entre los escombros. Caminaba seguido de Marina, enfocando la linterna al frente. El suelo, húmedo, crujía a nuestro paso. El escalofriante siseo de las figuras de madera rozando unas con otras llegó hasta nuestros oídos. Ausculté el sudario de sombras en el corazón del invernadero. Por un instante no supe recordar si aquella tramoya de figuras suspendidas había quedado alzada o caída cuando nos habíamos ido de allí. Miré a Marina y vi que ella estaba pensando lo mismo. —Alguien ha estado aquí desde la última vez… —dijo, señalando las siluetas suspendidas del techo a media altura. Un mar de pies se balanceaba. Sentí una oleada de frío en la base de la nuca y comprendí que alguien había vuelto a bajar las figuras. Sin perder más tiempo me dirigí hacia el escritorio y le cedí la linterna a Marina. —¿Qué estamos buscando? —murmuró ella. Señalé el álbum de viejas fotografías sobre la mesa. Lo cogí y lo introduje en la bolsa que llevaba a la espalda. —Ese álbum no es nuestro, Óscar, no sé si… Ignoré sus protestas y me arrodillé para inspeccionar los cajones del escritorio. El primero contenía toda clase de herramientas oxidadas, cuchillas, púas y sierras de filo gastado. El segundo estaba vacío. Pequeñas arañas negras correteaban sobre el fondo, buscando refugio en los resquicios de la madera. Lo cerré y probé suerte con el tercer cajón. La cerradura estaba trabada. —¿Qué pasa? —escuché susurrar a Marina, su voz cargada de inquietud. Tomé una de las cuchillas del primer cajón y traté de forzar la cerradura. Marina, a mi espalda, sostenía la linterna en alto, observando las sombras danzantes que resbalaban por los muros del invernadero. —¿Te falta mucho? —Tranquila. Es un minuto. Podía sentir el tope de la cerradura con la cuchilla. Rodeándolo, oradé el contorno. La madera seca, podrida, cedía con facilidad bajo mi presión. El carraspeo de la madera astillada crujía ruidosamente. Marina se agachó junto a mí y dejó la linterna sobre el suelo. —¿Qué es ese ruido? —preguntó de pronto. —No es nada. Es la madera del cajón al ceder… Ella posó su mano sobre las mías, deteniendo mi movimiento. Durante un instante el silencio nos envolvió. Sentí el pulso acelerado de Marina sobre mi mano. Entonces también y o advertí aquel sonido. El chasquido de las maderas en lo alto. Algo se estaba moviendo entre las figuras ancladas en la oscuridad. Forcé la vista, justo a tiempo de percibir el contorno de lo que me pareció un brazo moviéndose sinuosamente. Una de las figuras se estaba descolgando, deslizándose como un áspid entre las ramas. Otras siluetas empezaron a Respiré profundamente y cerré los ojos mientras ella seguía limpiando la herida meticulosamente. Finalmente tomó una venda del botiquín y la aplicó sobre el corte. Aseguró el esparadrapo con mano experta, sin apartar los ojos de lo que estaba haciendo. —No iban a por nosotros —dijo Marina. No supe bien a qué se refería. —Esas figuras en el invernadero —añadió sin mirarme—. Buscaban el álbum de fotografías. No debimos habérnoslo llevado… Sentí su aliento sobre mi piel mientras aplicaba una gasa limpia. — Sobre lo del otro día, en la play a… —empecé. Marina se detuvo y alzó la mirada. —Nada. Marina aplicó la última tira de esparadrapo y me observó en silencio. Creí que iba a decirme algo, pero simplemente se incorporó y salió del baño. Me quedé a solas con las velas y unos pantalones inservibles. 13 Cuando llegué al internado, pasada la media noche, todos mis compañeros estaban ya acostados, aunque desde las cerraduras de sus habitaciones se filtraban agujas de luz que iluminaban el pasillo. Me deslicé de puntillas hasta mi cuarto. Cerré la puerta con sumo cuidado y miré el despertador de la mesilla. Casi la una de la madrugada. Encendí la lámpara y extraje de mi bolsa el álbum de fotografías que nos habíamos llevado del invernadero. Lo abrí y me sumergí de nuevo en la galería de personajes que lo poblaban. Una imagen mostraba una mano cuy os dedos estaban unidos por membranas, igual que los de un anfibio. Junto a ella, una niña de rubios tirabuzones ataviada de blanco ofrecía una sonrisa casi demoníaca, con colmillos caninos asomando entre los labios. Página tras página, crueles caprichos de la naturaleza desfilaron ante mí. Dos hermanos albinos cuya piel parecía a punto de prender en llamas con la simple claridad de una vela. Siameses unidos por el cráneo, sus rostros enfrentados de por vida. El cuerpo desnudo de una mujer cuya columna vertebral se retorcía como una rama seca… Muchos de ellos eran niños o jóvenes. Muchos parecían menores que yo. Apenas había adultos ni ancianos. Comprendí que la esperanza de vida para aquellos infortunados era mínima. Recordé las palabras de Marina, que aquel álbum no era nuestro y que nunca debimos habernos apropiado de él. Ahora, cuando la adrenalina ya se me había evaporado de la sangre, esa idea cobró un nuevo significado. Al examinarlo, profanaba una colección de recuerdos que no me pertenecían. Percibía que aquellas imágenes de tristeza e infortunio eran, a su manera, un álbum familiar. Pasé las páginas repetidamente, creyendo intuir entre ellas un vínculo que iba más allá del espacio y el tiempo. Por fin lo cerré y lo guardé de nuevo en mi bolsa. Apagué la luz y la imagen de Marina caminando en su playa desierta me vino a la mente. La vi alejarse en la orilla hasta que el sueño acalló la voz de la marea. Por un día la lluvia se cansó de Barcelona y partió rumbo Norte. Como un forajido, me salté la última clase de aquella tarde para encontrarme con Marina. Las nubes se habían abierto en un telón azul. Una lengua de sol salpicaba las calles. Ella me esperaba en el jardín, concentrada en su cuaderno secreto. Tan pronto me vio se afanó en cerrarlo. Me pregunté si estaría escribiendo sobre mí, o sobre lo que nos había sucedido en el invernadero. —¿Qué tal sigue tu pierna? —preguntó, aferrando el cuaderno con ambos brazos. —Sobreviviré. Ven, tengo algo que quiero enseñarte. Saqué el álbum y me senté junto a ella en la fuente. Lo abrí y pasé varias hojas. Marina suspiró en silencio, perturbada por aquellas imágenes. —Aquí está —dije, deteniéndome en una fotografía, hacia el final del álbum —. Esta mañana, al levantarme, me ha venido a la cabeza. Hasta ahora no había caído, pero hoy… Marina observó la fotografía que le mostraba. Era una imagen en blanco y negro, embrujada con la rara nitidez que sólo los viejos retratos de estudio poseen. En ella podía apreciarse un hombre cuy o cráneo estaba brutalmente deformado y cuya espina dorsal apenas le mantenía en pie. Se apoyaba en un hombre joven ataviado con una bata blanca, lentes redondos y un corbatín a juego con su bigote pulcramente recortado. Un médico. El doctor miraba a la cámara. El paciente se cubría los ojos con la mano, como si se avergonzase de su condición. Tras ellos se distinguía el panel de un vestidor y lo que parecía una consulta médica. En una esquina se apreciaba una puerta entreabierta. Desde ella, mirando tímidamente la escena, una niña de muy corta edad sostenía una muñeca. La fotografía parecía más un documento médico de archivo que otra cosa. —Fíjate bien —insistí. —No veo más que a un pobre hombre… —No le mires a él. Mira detrás de él. —Una ventana… —¿Qué ves a través de esa ventana? Marina frunció el ceño. —¿Lo reconoces? —pregunté, señalando la figura de un dragón que decoraba la fachada del edificio al otro lado de la habitación desde donde había sido tomada la fotografía. —Lo he visto en alguna parte… —Eso mismo pensé y o —corroboré—. Aquí en Barcelona. En las Ramblas, frente al Teatro del Liceo. Repasé todas y cada una de las fotografías del álbum y ésta es la única que está tomada en Barcelona. Despegué la fotografía del álbum y se la tendí a Marina. Al dorso, en letras casi borradas, se leía: Estudio Fotográfico Martorell-Borrás —1951 Copia— Doctor Joan Shelley Rambla de los Estudiantes 46-48, l.º Barcelona Marina me devolvió la fotografía, encogiéndose de hombros. —Hace casi treinta años que fue tomada esa fotografía, Óscar… No significa nada… —Esta mañana he mirado en el listín telefónico. El tal doctor Shelley figura todavía como ocupante en el 46-48 de la Rambla de los Estudiantes, primer piso. Sabía que me sonaba. Luego he recordado que Sentís mencionó que el doctor Shelley había sido el primer amigo de Mijail Kolvenikal llegar a Barcelona… Marina me estudió. —Y tú, para celebrarlo, has hecho algo más que mirar el listín… —He llamado — admití—. Me ha contestado la hija del doctor Shelley, María. Le he dicho que era de la máxima importancia que hablásemos con su padre. —¿Y te ha hecho caso? —Al principio no, pero cuando he mencionado el nombre de Mijail Kolvenik, le ha cambiado la voz. Su padre ha accedido a recibirnos. —¿Cuándo? Consulté mi reloj. —En unos cuarenta minutos. Tomamos el metro hasta la Plaza Cataluña. Empezaba a caer la tarde cuando ascendimos por las escaleras que daban a la boca de las Ramblas. Se acercaban las Navidades y la ciudad estaba engalanada con guirnaldas de luz. Los faroles dibujaban espectros multicolores sobre el paseo. Bandadas de palomas revoloteaban entre quioscos de flores y cafés, músicos ambulantes y cabareteras, turistas y lugareños, policías y truhanes, ciudadanos y fantasmas de otras épocas. Germán tenía razón; no había una calle así en todo el mundo. La silueta del Gran Teatro del Liceo se alzó frente a nosotros. Era noche de ópera y la diadema de luces de las marquesinas estaba encendida. Al otro lado del paseo reconocimos el dragón verde de la fotografía en la esquina de una fachada, contemplando el gentío. Al verlo pensé que la historia había reservado los altares y las estampitas para san Jorge, pero al dragón le había tocado la ciudad de Barcelona en perpetuidad. La antigua consulta del doctor Joan Shelley ocupaba el primer piso de un viejo edificio de aire señorial e iluminación fúnebre. Cruzamos un vestíbulo cavernoso desde el que una escalinata suntuosa ascendía en espiral. Nuestros pasos se perdieron en el eco de la escalera. Observé que los llamadores de las puertas estaban forjados con forma de rostros de ángel. Vidrieras catedralicias rodeaban el tragaluz, convirtiendo el edificio en el may or caleidoscopio del mundo. El primer piso, como solía suceder en los edificios de la época, no era tal, sino el tercero. Pasamos el entresuelo y el principal hasta llegar a la puerta en la que una vieja placa de bronce anunciaba: Dr. Joan Shelley. Miré mi reloj. Faltaban dos minutos para la hora señalada cuando Marina llamó a la puerta. Sin duda, la mujer que nos abrió se había escapado de una estampa religiosa. Evanescente, virginal y tocada de un aire místico. Su piel era nívea, casi transparente; y sus ojos, tan claros que apenas tenían color. Un ángel sin alas. —¿Señora Shelley? —pregunté con cortesía. Ella admitió dicha identidad, su mirada encendida de curiosidad. —Buenas tardes — empecé—. Mi nombre es Óscar. Hablé con usted esta mañana… —Lo recuerdo. Adelante. Adelante… Nos invitó a pasar. María Shelley se desplazaba como una bailarina saltando entre nubes, a cámara lenta. Era de constitución frágil y desprendía un aroma a agua de rosas. Calculé que debía de tener treinta y pocos años, pero parecía más joven. Tenía una de las muñecas vendada y un pañuelo rodeaba su garganta de cisne. El vestíbulo era una cámara oscura tramada de terciopelo y espejos ahumados. La casa olía a museo, como si el aire que flotaba en ella llevase allí atrapado décadas. —Le agradecemos mucho que nos reciba. Ésta es mi amiga Marina. María posó su mirada en Marina. Siempre me ha parecido fascinante ver cómo las mujeres se examinan unas a otras. Aquella ocasión no fue una excepción. —Encantada —dijo finalmente María Shelley, arrastrando las palabras—. Mi padre es una vida plena. Fue esa creencia la que le llevó a dedicar su talento al diseño de mecanismos que, como a él le gustaba decir, « completasen» los cuerpos que la providencia había dejado de lado. « La naturaleza es como un niño que juega con nuestras vidas. Cuando se cansa de sus juguetes rotos, los abandona y los sustituye por otros —decía Kolvenik—. Es nuestra responsabilidad recoger las piezas y reconstruirlas.» Algunos veían en estas palabras una arrogancia ray ana en la blasfemia; otros veían sólo esperanza. La sombra de su hermano nunca había abandonado a Mijail Kolvenik. Creía que un azar caprichoso y cruel había decidido que fuese él quien viviese y su hermano quien naciese con la muerte escrita en el cuerpo. Shelley nos explicó que Kolvenik se sentía culpable por ello y que llevaba en lo más profundo de su corazón una deuda hacia Andrej y hacia todos aquellos que, como su hermano, estaban marcados por el estigma de la imperfección. Fue durante esa época cuando Kolvenikempezó a recopilar fotografías de fenómenos y deformaciones de todo el mundo. Para él, aquellos seres dejados de la mano del destino eran los hermanos invisibles de Andrej. Su familia. —Mijail Kolvenik era un hombre brillante —continuó el doctor Shelley—. Tales individuos siempre inspiran el recelo de quienes se sienten inferiores. La envidia es un ciego que quiere arrancarte los ojos. Cuanto se dijo de Mijail en los últimos años y tras su muerte fueron calumnias… Aquel maldito inspector… Florián. No entendía que le utilizaban como un títere para derribar a Mijail… —¿Florián? —intervino Marina. —Florián era el inspector jefe de la brigada judicial —dijo Shelley, mostrando cuanto desprecio le permitían sus cuerdas vocales—. Un trepa, una sabandija que pretendía hacerse un nombre a costa de la Velo-Granell y de Mijail Kolvenik. Sólo me consuela pensar que nunca pudo probar nada. Su obstinación acabó con su carrera. Fue él quien se sacó de la manga todo aquel escándalo de los cuerpos… —¿Cuerpos? Shelley se sumió en un largo silencio. Nos miró a ambos y la sonrisa cínica volvió a aflorar. —Ese tal inspector Florián… —preguntó Marina—. ¿Sabe dónde podríamos encontrarle? —En un circo, con el resto de los payasos —replicó Shelley. —¿Conoció usted a Benjamín Sentís, doctor? —pregunté, tratando de reconducir la conversación. —Por supuesto —repuso Shelley—. Trataba con él regularmente. Como socio de Kolvenik, Sentís se encargaba de la parte administrativa de la Velo Granell. Un hombre avaricioso que no conocía su lugar en el mundo, en mi opinión. Podrido por la envidia. —¿Sabe que el cuerpo del señor Sentís fue encontrado hace una semana en las alcantarillas? —pregunté. —Leo los periódicos —respondió fríamente. —¿No le pareció extraño? —No más que el resto de lo que se ve en la prensa —replicó Shelley—. El mundo está enfermo. Y y o empiezo a estar cansado. ¿Alguna cosa más? Estaba por preguntarle acerca de la dama de negro cuando Marina se me adelantó, negando con una sonrisa. Shelley alcanzó un llamador de servicio y tiró de él. María Shelley hizo acto de presencia, la mirada pegada a los pies. —Estos jóvenes y a se iban, María. —Sí, padre. Nos incorporamos. Hice ademán de recuperar la fotografía, pero la mano temblorosa del doctor se me adelantó. —Esta fotografía me la quedo y o, si no os importa… Dicho esto, nos dio la espalda y con un gesto indicó a su hija que nos acompañase hasta la puerta. Justo antes de salir de la biblioteca me volví a echar un último vistazo al doctor y pude ver que lanzaba la fotografía al fuego. Sus ojos vidriosos la contemplaron arder entre las llamas. María Shelley nos guió en silencio hasta el vestíbulo y una vez allí nos sonrió a modo de disculpa. —Mi padre es un hombre difícil pero de buen corazón… —justificó—. La vida le ha dado muchos sinsabores y a veces su carácter le traiciona… Nos abrió la puerta y encendió la luz de la escalera. Leí una duda en su mirada, como si quisiera decirnos algo, pero temiese hacerlo. Marina también lo advirtió y le ofreció su mano en señal de agradecimiento. María Shelley la estrechó. La soledad rezumaba por los poros de aquella mujer como un sudor frío. —No sé lo que mi padre les habrá contado… —dijo, bajando la voz y volviendo la vista, temerosa. —¿María? —llegó la voz del doctor desde el interior del piso—. ¿Con quién hablas? Una sombra cubrió la faz de María. —Ya voy, padre, y a voy… Nos tendió una última mirada desolada y se metió en el piso. Al volverse, advertí que una pequeña medalla pendía de su garganta. Hubiera jurado que era la figura de una mariposa con las alas negras desplegadas. La puerta se selló sin darme tiempo a asegurarme. Nos quedamos en el rellano, escuchando la voz atronadora del doctor en el interior destilando furia sobre su hija. La luz de la escalera se extinguió. Por un instante creí oler a carne en descomposición. Provenía de algún punto de las escaleras, como si hubiese un animal muerto en la oscuridad. Me pareció entonces escuchar pasos que se alejaban hacia lo alto y el olor, o la impresión, desapareció. —Vámonos de aquí —dije. 14 En el camino de vuelta a casa de Marina, advertí que ella me observaba de reojo. —¿No te vas a pasar las Navidades con tu familia? Negué, con la vista perdida en el tráfico. —¿Por qué no? —Mis padres viajan constantemente. Hace ya algunos años que no pasamos las Navidades juntos. Mi voz sonó acerada y hostil, sin pretenderlo. Hicimos el resto del camino en silencio. Acompañé a Marina hasta la verja del caserón y me despedí de ella. Caminaba de vuelta al internado cuando empezó a llover. Contemplé a lo lejos la hilera de ventanas en el cuarto piso del colegio. Había luz tan sólo en un par de ellas. La mayoría de los internos había partido por las vacaciones de Navidad y no volvería hasta dentro de tres semanas. Cada año sucedía lo mismo. El internado quedaba desierto y únicamente un par de infelices permanecía allí al cuidado de los tutores. Los dos cursos anteriores habían sido los peores, pero este año ya no me importaba. De hecho, lo prefería. La idea de alejarme de Marina y Germán se me hacía impensable. Mientras estuviese cerca de ellos no me sentiría solo. Ascendí una vez más las escaleras hacia mi cuarto. El corredor estaba silencioso, abandonado. Aquel ala del internado estaba desierta. Supuse que sólo quedaría doña Paula, una viuda que se encargaba de la limpieza y que vivía sola en un pequeño apartamento en el tercer piso. El murmullo perenne de su televisor se adivinaba en el piso inferior. Recorrí la hilera de habitaciones vacías hasta llegar a mi dormitorio. Abrí la puerta. Un trueno rugió sobre el cielo de la ciudad y todo el edificio retumbó. La luz del relámpago se filtró entre los postigos cerrados de la ventana. Me tendí en la cama sin quitarme la ropa. Escuché la tormenta desgranar en la oscuridad. Abrí el cajón de mi mesita de noche y saqué el apunte a lápiz que Germán había hecho de Marina aquel día en la playa. Lo contemplé en la penumbra hasta que el sueño y la fatiga pudieron más. Me dormí sujetándolo como si se tratase de un amuleto. Cuando me desperté, el retrato había desaparecido de mis manos. Abrí los ojos de repente. Sentí frío y el aliento del viento en la cara. La ventana estaba abierta y la lluvia profanaba mi habitación. Aturdido, me incorporé. Tanteé la lamparilla de noche en la penumbra. Pulsé el interruptor en vano. No había luz. Fue entonces cuando me di cuenta de que el retrato con el que me había dormido no estaba en mis manos, ni sobre la cama o el suelo. Me froté los ojos, sin comprender. De pronto lo noté. Intenso y penetrante. Aquel hedor a podredumbre. En el aire. En la habitación. En mi propia ropa, como si alguien hubiese frotado el cadáver de un animal en descomposición sobre mi piel mientras dormía. Aguanté una arcada y, un instante después, me entró un profundo pánico. No estaba solo. Alguien o algo había entrado por aquella ventana mientras dormía. Lentamente, palpando los muebles, me aproximé a la puerta. Traté de encender la luz general de la habitación. Nada. Me asomé al corredor, que se perdía en las tinieblas. Sentí el hedor de nuevo, más intenso. El rastro de un animal salvaje. Súbitamente, me pareció entrever una silueta penetrando en la última habitación. —¿Doña Paula? —llamé, casi susurrando. La puerta se cerró con suavidad. Inspiré con fuerza y me adentré en el corredor, desconcertado. Me detuve al escuchar un siseo reptil, susurrando una palabra. Mi nombre. La voz provenía del interior del dormitorio cerrado. —¿Doña Paula, es usted? —tartamudeé, intentando controlar el temblor que invadía mis manos. Di un paso hacia la oscuridad. La voz repitió mi nombre. Era una voz como jamás la había escuchado. Una voz quebrada, cruel y sangrante de maldad. Una voz de pesadilla. Estaba varado en aquel pasillo de sombras, incapaz de mover un músculo. De pronto, la puerta del dormitorio se abrió con una fuerza brutal. En el espacio de un segundo interminable me pareció que el pasillo se estrechaba y se encogía bajo mis pies, atray éndome hacia aquella puerta. En el centro de la estancia, mis ojos distinguieron con absoluta claridad un objeto que
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