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Orientación Universidad
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mario vargas llosa version 1, Diapositivas de Literatura Universal

conversacion en la catedral libro relevante

Tipo: Diapositivas

2014/2015

Subido el 12/04/2024

luz-clarita-jaita-savina
luz-clarita-jaita-savina 🇵🇪

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¡Descarga mario vargas llosa version 1 y más Diapositivas en PDF de Literatura Universal solo en Docsity! -VSOTT SVIYVA OINVIN   Una proeza de arquitectura narrativa —de casi setecientas páginas — es la tercera novela de Mario Vargas Llosa, el brillante escritor peruano que en la mayoría de sus obras ha retratado la miseria y los problemas de la condición humana, teniendo como telón de fondo a su propio país. Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Perú, durante el «ochenio» dictatorial del general Manuel A. Odría. Unas cuantas cervezas y un río de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura. Conversación en La Catedral no es, sin embargo, una novela histórica. Sus personajes, las historias que éstos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripción minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustración. Conversación en La Catedral es algo más que un hito en el derrotero literario de Mario Vargas Llosa: es un punto de referencia insoslayable, un dato fijo en la historia de la literatura actual. PRÓLOGO Entre 1948 y 1956 gobernó el Perú una dictadura militar encabezada por el general Manuel Apolinario Odría. En esos ocho años, en una sociedad embotellada, en la que estaban prohibidos los partidos y las actividades cívicas, la prensa censurada, había numerosos presos políticos y centenares de exiliados, los peruanos de mi generación pasamos de niños a jóvenes, y de jóvenes a hombres. Todavía peor que los crímenes y atropellos que el régimen cometía con impunidad era la profunda corrupción que, desde el centro del poder, irradiaba hacia todos los sectores e instituciones, envileciendo la vida entera. Ese clima de cinismo, apatía, resignación y podredumbre moral del Perú del ochenio, fue la materia prima de esta novela, que recrea, con las libertades, que son privilegio de la ficción, la historia política y social de aquellos años sombríos. La empecé a escribir, diez años después de padecerlos, en Paris, mientras leía a Tolstoi, Balzac, Flaubert y me ganaba la vida como periodista, y la continué en Lima, en las nieves de Pullman (Washington), en una callecita en forma de medialuna del Valle del Canguro, en Londres —entre clases de literatura en el Queen Mary’s College y el Kings College—, y la terminé en Puerto Rico, en 1969, luego de rehacerla varias veces. Ninguna otra novela me ha dado tanto trabajo; por eso, si tuviera que salvar del fuego una sola de las que he escrito, salvaría ésta. MARIO VARGAS LLOSA Londres, junio de 1998 A Luis Loayza, el borgiano de Petit Thouars, y a Abelardo Oquendo, el Delfín, con todo el cariño del sartrecillo valiente, su hermano de entonces y de todavía. Il faut avoir fouillé toute la vie sociale pour être un vrai romancier, vu que le roman est l’histoire privée des nations. BALZAC, Petites misères de la vie conjugale Convéncete. Me moriré en policiales, nomás. A propósito ¿se murió Carlitos? —Sigue en la clínica, pero le darán de alta pronto —dice Santiago—. Jura que va a dejar el trago esta vez. —¿Cierto que una noche al acostarse vio cucarachas y arañas? —dice Norwin. —Levantó la sábana y se le vinieron encima miles de tarántulas, de ratones —dijo Santiago—. Salió calato a la calle dando gritos. Norwin se ríe y Santiago cierra los ojos: las casas de Chorrillos son cubos con rejas, cuevas agrietadas por temblores, en el interior hormiguean cachivaches y polvorientas viejecillas pútridas, en zapatillas, con varices. Una figurilla corre entre los cubos, sus alaridos estremecen la aceitosa madrugada y enfurecen a las hormigas, alacranes y escorpiones que la persiguen. La consolación por el alcohol; piensa, contra la muerte lenta los diablos azules. Estaba bien, Carlitos, uno se defendía del Perú como podía. —El día menos pensado yo también me voy a encontrar a los bichitos —Norwin contempla su chilcano con curiosidad, sonríe a medias—. Pero no hay periodista abstemio, Zavalita. El trago inspira, convéncete. El lustrabotas ha terminado con Norwin y ahora embetuna los zapatos de Santiago, silbando. ¿Cómo iban las cosas por Última Hora?, ¿qué se contaban esos bandoleros? Se quejaban de la ingratitud, Zavalita, que viniera alguna vez a visitarlos, como antes. O sea que ahora tenías un montón de tiempo libre, Zavalita, ¿trabajabas en otro sitio? —Leo, duermo siestas —dice Santiago—. Quizá me matricule otra vez en Derecho. —Te alejas de la noticia y ya quieres un título —Norwin lo mira apenado—. La página editorial es el fin, Zavalita. Te recibirás de abogado, dejarás el periodismo. Ya te estoy viendo hecho un burgués. —Acabo de cumplir treinta años —dice Santiago—. Tarde para volverme un burgués. —¿Treinta, nada más? —Norwin queda pensativo—. Yo treintaiséis y parezco tu padre. La página policial lo muele a uno, convéncete. Caras masculinas, ojos opacos y derrotados sobre las mesas del Bar Zela, manos que se alargan hacia ceniceros y vasos de cerveza. Qué fea era la gente aquí, Carlitos tenía razón. Piensa: ¿qué me pasa hoy? El lustrabotas espanta a manazos a dos perros que jadean entre las mesas. —¿Hasta cuándo va a seguir la campaña de La Crónica contra la rabia? —dice Norwin—. Ya se ponen pesados, esta mañana le dedicaron otra página. —Yo he hecho todos los editoriales contra la rabia —dice Santiago—. Bah, eso me fastidia menos que escribir sobre Cuba o Vietnam. Bueno, ya no hay cola, voy a tomar el colectivo. —Vente a almorzar conmigo, te invito —dice Norwin—. Olvídate de tu mujer, Zavalita. Vamos a resucitar los buenos tiempos. Cuyes ardientes y cerveza helada, el «Rinconcito Cajamarquino» de Bajo el Puente y el espectáculo de las vagas aguas del Rimac escurriéndose entre rocas color moco, el café terroso del Haití, la timba en casa de Milton, los chilcanos y la ducha en casa de Norwin la apoteosis de medianoche en el bulín con Becerrita que conseguía rebajas, el sueño ácido y los mareos y las deudas del amanecer. Los buenos tiempos, puede que ahí. —Ana ha hecho chupe de camarones y eso no me lo pierdo —dice Santiago—. Otro día, hermano. —Le tienes miedo a tu mujer —dice Norwin—. Uy; qué jodido estás, Zavalita. No por lo que tú creías, hermano. Norwin se empeña en pagar la cerveza, la lustrada, y se dan la mano. Santiago regresa al paradero, el colectivo que toma es un Chevrolet y tiene la radio encendida, Inca Cola refrescaba mejor, después un vals, ríos, quebradas, la veterana voz de Jesús Vásquez, era mi Perú. Todavía hay embotellamientos en el centro, pero República y Arequipa están despejadas y el auto puede ir de prisa, un nuevo vals, las limeñas tenían alma de tradición. ¿Porqué cada vals criollo sería tan, tan huevón? Piensa: ¿qué me pasa hoy? Tiene el mentón en el pecho y los ojos entrecerrados, va como espiándose el vientre: caramba, Zavalita, te sientas y esa hinchazón en el saco. ¿Sería la primera vez que tomó cerveza? ¿Quince, veinte años atrás? Cuatro semanas sin ver a la mamá, a la Teté. Quién iba a decir que Popeye se recibiría de arquitecto, Zavalita, quién que acabarías escribiendo editoriales contra los perros de Lima. Piensa: dentro de poco seré barrigón. Iría al baño turco, jugaría tenis en el Terrazas, en seis meses quemaría la grasa y otra vez un vientre liso como a los quince. Apurarse, romper la inercia, sacudirse. Piensa: deporte, ésa es la solución. El parque de Miraflores ya, la Quebrada, el Malecón, en la esquina de Benavides maestro. Baja, camina hacia Porta, las manos en los bolsillos, cabizbajo, ¿qué me pasa hoy? El cielo sigue nublado, la atmósfera es aún más gris y ha comenzado la garúa: patitas de zancudos en la piel, caricias de telarañas. Ni siquiera eso, una sensación más furtiva y desganada todavía. Hasta la lluvia andaba jodida en este país. Piensa: si por lo menos lloviera a cántaros. ¿Qué darían en el Colina, en el Montecarlo, en el Marsano? Almorzaría, un capítulo de Contrapunto, que iría languideciendo y lo llevaría en brazos hasta el sueño viscoso de la siesta, si dieran una policial como Rififí, una cowboy como Río Grande. Pero Ana tendría su dramón marcado en el periódico, qué me pasa hoy día. Piensa: si la censura prohibiera las mexicanadas pelearía menos con Ana. ¿Y después de la vermouth? Darían una vuelta por el Malecón, fumarían bajo las sombrillas de cemento del Parque Necochea sintiendo rugir el mar en la oscuridad, volverían a la Quinta de los duendes de la mano, peleamos mucho amor, discutimos mucho amor, y entre bostezos Huxley. Los dos cuartos se llenarían de humo y olor a aceite, ¿estaba con mucha hambre, amor? El despertador de la madrugada, el agua fría de la ducha, el colectivo, la caminata entre oficinistas por la Colmena, la voz del Director, ¿preferías la huelga bancaria, Zavalita, la crisis pesquera o Israel? Tal vez valdría la pena esforzarse un poco y sacar el título. Piensa: dar marcha atrás. Ve los muros ásperos color naranja, las tejas rojas, las ventanitas con rejas negras de las casas de duende de la Quinta. La puerta del departamento está abierta, pero no aparece el Batuque, chusco, brincando, ruidoso y efusivo. ¿Por qué dejas abierta la casa cuando vas al chino, amor? Pero no, ahí está Ana, qué te pasa, viene con los ojos hinchados y llorosos, despeinada: se lo habían llevado al Batuque, amor. sordos en el canchón, aullidos como filtrados por muros de corcho. El calvo sonríe a medias y sin gracia, abúlicamente se pone de pie, sale de la oficina murmurando. Cruzan un descampado, entran a un galpón que huele a orines. Jaulas paralelas, atestadas de animales que se frotan unos contra otros y saltan en el sitio, olfatean los alambres gruñen. Santiago se inclina ante cada jaula, no era ése, explora la promiscua superficie de hocicos, lomos, rabos tiesos y oscilantes; aquí tampoco. El calvo va a su lado, la mirada perdida, arrastrando los pies. —Compruebe, ya no hay donde meterlos —protesta, de repente—. Después nos ataca su periódico, qué injusticia. La Municipalidad afloja miserias, tenemos que hacer milagros. —Carajo —dice Santiago—. Tampoco aquí. —Paciencia —suspira el calvo—. Quedan cuatro galpones más. Salen de nuevo al descampado. Tierra removida, hierbajos, excrementos, charcas pestilentes. En el segundo galpón una jaula se agita más que las otras, los alambres vibran y algo blanco y lanudo rebota, sobresale, se hunde en el oleaje: menos mal, menos mal. Medio hocico, un pedacito de rabo, dos ojos encarnados y llorosos: Batuquito. Todavía estaba con su cadena, no tenían derecho, qué tal concha, pero el calvo calma, calma, iba a hacer que se lo saquen. Se aleja a pasos morosos y, un momento después, vuelve seguido de un sambo bajito de overol azul: a ver, que se sacara al blanquiñoso ése, Pancras. El sambo abre la jaula, aparta a los animales, atrapa al Batuque del pescuezo, se lo alcanza a Santiago. Pobre, estaba temblando, pero lo suelta y da un paso atrás, sacudiéndose. —Siempre se cagan —ríe el sambo—. Su manera de decir estamos contentos de salir de la prisión. Santiago se arrodilla junto al Batuque, le rasca la cabeza, le da a lamer sus manos. Tiembla, gotea pis, se tambalea borracho y sólo en el descampado. Comienza a brincar y a hurgar la tierra, a correr. —Acompáñeme, vea en qué condiciones se trabaja —toma a Santiago del brazo, ácidamente le sonríe—. Escríbase algo en su periódico, pida que la Municipalidad nos aumente la partida. Galpones malolientes y en escombros, un cielo gris acero, bocanadas de aire mojado. A cinco metros de ellos una oscura silueta, de pie junto a un costal, forcejea con un salchicha que protesta con voz demasiado fiera para su mínimo cuerpo y se retuerce histérico: ayúdalo, Pancras. El sambo bajito corre, abre el costal, el otro zambulle adentro al salchicha. Cierran el costal con una cincha, lo colocan en el suelo y el Batuque comienza a gruñir, tira de la cadena gimiendo, qué te pasa, mira espantado; ladra ronco. Los hombres tienen ya los garrotes en las manos, ya comienzan uno —dos a golpear y a rugir, y el costal danza; bota, aúlla enloquecido, uno —dos rugen los hombres y golpean. Santiago cierra los ojos, aturdido. —En el Perú estamos en la edad de piedra, mi amigo —una sonrisa agridulce despierta la cara del calvo—. Mire en qué condiciones se trabaja, dígame si hay derecho. El costal está quieto, los hombres lo apalean un rato más, tiran al suelo los garrotes, se secan las caras, se frotan las manos. —Antes se los mataba como Dios manda, ahora no alcanza la plata —se queja el calvo—. Escríbase un articulito, amigo periodista. —¿Y sabe usted lo que se gana aquí? —dice Pancras, accionando; se vuelve hacia el otro—. Cuéntaselo tú, el señor es periodista, que proteste en su periódico. Es más alto, más joven que Pancras. Da unos pasos hacia ellos y Santiago puede verle al fin la cara: ¿qué? Suelta la cadena, el Batuque echa a correr ladrando y él abre la boca y la cierra: ¿qué? —Un sol por animal, don —dice el sambo—. Encima hay que llevarlos al basural donde los queman. Apenas un sol, don. No era él, todos los negros se parecían, no podía ser él. Piensa: ¿por qué no va a ser él? El sambo se agacha, levanta el costal, sí era él, lo lleva hasta un rincón del descampado, lo arroja entre otros costales sanguinolentos, vuelve balanceándose sobre sus largas piernas y sobándose la frente. Era él, era él. Cumpa, le da un codazo Pancras, ándate a almorzar de una vez. —Aquí se quejan, pero cuando salen en el camión a recoger se pasan la gran vida —gruñe el calvo—. Esta mañana se cargaron al perrito del señor que tenía correa y estaba con su ama, conchudos. El sambo alza los brazos, era él: ellos no habían salido esta mañana en el camión, don, se las habían pasado tirando palo. Piensa: él. Su voz, su cuerpo son los de él, pero parece tener treinta años más. La misma jeta fina, la misma nariz chata, el mismo pelo crespo. Pero ahora, además, hay bolsones violáceos en los párpados, arrugas en su cuello, un sarro amarillo verdoso en los dientes de caballo. Piensa: eran blanquísimos. Qué cambiado, qué arruinado. Está más flaco, más sucio, muchísimo más viejo, pero ése es su andar rumboso y demorado, ésas sus piernas de araña. Sus manazas tienen ahora una corteza nudosa y hay un bozal de saliva alrededor de su boca. Han desandado el canchón, están en la oficina, el Batuque se refriega contra los pies de Santiago. Piensa: no sabe quien soy. No se lo iba a decir, no le iba a hablar. Qué te iba a reconocer, Zavalita, tenías ¿dieciséis, dieciocho? y ahora eras un viejo de treinta. El calvo pone papel carbón entre dos hojas, garabatea unas líneas de letra arrodillada y avara. Recostado contra el vano, el sambo se lame los labios. —Una firmita aquí, mi amigo; y en serio, dénos un empujoncito, pida en La Crónica, que nos aumenten la partida —el calvo mira al sambo—: ¿No te ibas a almorzar? —¿Se podría un adelanto? —da un paso y explica, con naturalidad—. Los fondos andan bajos, don. —Media libra —bosteza el calvo—. No tengo más. Guarda el billete sin mirarlo y sale junto a Santiago. Un río de camiones, ómnibus y automóviles atraviesa el Puente del Ejército, ¿qué cara pondría si?, en la neblina los montones terrosos de casuchas de Fray Martín de Porres, ¿se echaría a correr?, se divisan como en sueños. Mira al sambo a los ojos y él lo mira: —Si me mataban a mi perro, creo que yo los mataba a ustedes —y trata de sonreír. No, Zavalita, no te reconoce. Escucha con atención y su mirada es turbia, distante y respetuosa. Además de envejecer se habría embrutecido también. Piensa: jodido, también. —¿Se lo recogieron esta mañana al lanudito? —un brillo inesperado estalla un instante en sus ojos—. Sería el negro Céspedes, a ése no le Huele a sudor, ají y cebolla, a orines y basura acumulada, y la música de la radiola se mezcla a la voz plural, a rugidos de motores y bocinazos, y llega a los oídos deformada y espesa. Rostros chamuscados, pómulos salientes, ojos adormecidos por la rutina o la indolencia vagabundean entre las mesas, forman racimos junto al mostrador, obstruyen la entrada. Ambrosio acepta el cigarrillo que Santiago le ofrece, fuma, arroja el pucho al suelo y lo entierra con el pie. Sorbe la sopa ruidosamente, mordisquea los trozos de pescado, coge los huesos y los chupa y deja brillantes escuchando o respondiendo o preguntando, y engulle pedacitos de pan, apura largos tragos de cerveza y se limpia con la mano el sudor: el tiempo se lo tragaba a uno sin darse cuenta, niño. Piensa: ¿por qué no me voy? Piensa: tengo que irme y pide más cerveza: Llena los vasos, atrapa el suyo y mientras habla, recuerda, sueña ó piensa, observa el círculo de espuma salpicado de cráteres, bocas que silenciosamente se abren vomitando burbujas rubias y desaparecen en el líquido amarillo que su mano calienta. Bebe sin cerrar los ojos, eructa, saca y enciende cigarrillos, se inclina para acariciar al Batuque: cosas pasadas, qué carajo. Habla y Ambrosio habla, las bolsas de sus párpados son azuladas, las ventanillas de su nariz laten como si hubiera corrido, como si se ahogara, y después de cada trago escupe, mira nostálgico las moscas, escucha, sonríe o se entristece o confunde y sus ojos, a ratos, parecen enfurecerse o asustarse o irse; a ratos tiene accesos de tos. Hay canas entre sus pelos crespos, lleva sobre el overol un saco que debió ser también azul y tener botones, y una camisa de cuello alto que se enrosca en su garganta como una cuerda. Santiago ve sus zapatones enormes: enfangados, retorcidos, jodidos por el tiempo. Su voz le llega titubeante, temerosa, se pierde, cautelosa, implorante, vuelve, respetuosa o ansiosa o compungida, siempre vencida: no treinta, cuarenta, cien más. No sólo se había desmoronado, envejecido, embrutecido; a lo mejor andaba tísico también. Mil veces más jodido que Carlitos o que tú, Zavalita. Se iba, tenía que irse y pide más cerveza. Estás borracho, Zavalita, ahorita ibas a llorar. La vida no trataba bien a la gente en este país, niño, desde que salió de su casa había vivido unas aventuras de película. A él tampoco lo había tratado bien la vida, Ambrosio, y pide más cerveza. ¿Iba a vomitar? El olor a fritura, pies y axilas revolotea, picante y envolvente, sobre las cabezas lacias o hirsutas; sobre las crestas engomadas y las chatas nucas con caspa y brillantina, la música de la radiola calla y regresa, calla y regresa, y ahora, más intensas e irrevocables que los rostros saciados y las bocas cuadradas y las pardas mejillas lampiñas, las abyectas imágenes de la memoria están también allí: más cerveza. ¿No era una olla de grillos este país, niño, no era un rompecabezas macanudo el Perú? ¿No era increíble que los odriístas y los apristas que tanto se odiaban ahora fueran uña y carne, niño? ¿Qué diría su papá de esto, niño? Hablan y a ratos oye tímidamente, respetuosamente a Ambrosio que se atreve a protestar: tenía que irse, niño. Está chiquito e inofensivo, allá lejos, detrás de la mesa larguísima que rebalsa de botellas y tiene los ojos ebrios y aterrados. El Batuque ladra una vez, ladra cien veces. Un remolino interior, una efervescencia en el corazón del corazón, una sensación de tiempo suspendido y tufo. ¿Hablan? La radiola deja de tronar, truena de nuevo. El corpulento río de olores parece fragmentarse en ramales de tabaco, cerveza, piel humana y restos de comida que circulan tibiamente por el aire macizo de «La Catedral», y de pronto son absorbidos por una invencible pestilencia superior: ni tú ni yo teníamos razón papá, es el olor de la derrota papá. Gentes que entran, comen, ríen, rugen, gentes que se van, y el eterno perfil pálido de los chinos del mostrador. Hablan, callan, beben, fuman, y cuando el serranito aparece allí, inclinado sobre el tablero erizado de botellas las otras mesas están vacías y ya no se escucha la radiola ni el crujido del fogón, sólo al Batuque ladrando, Saturnina. El serranito cuenta con sus dedos tiznados y ve la cara urgente de Ambrosio adelantándose hacia él: ¿se sentía mal, niño? Un poquito de dolor de cabeza, ya estaba pasando. Estás haciendo un papelón, piensa, he tomado mucho, Huxley, aquí lo tienes al Batuque sano y salvo, me demoré porque encontré a un amigo. Piensa: amor. Piensa: párate, Zavalita, ya basta. Ambrosio mete la mano al bolsillo y Santiago estira los brazos: ¿estaba cojudo, hombre?, él pagaba. Trastabillea y Ambrosio y el serranito lo sujetan: suéltenme, podía solo, se sentía bien. Pa su diablo, niño, no era para menos, si había tomado tanto. Avanza paso a paso entre las mesas vacías y las sillas cojas de «La Catedral», mirando fijamente el suelo chancroso: ya está, ya pasó. El cerebro se va despejando, va huyendo la modorra de las piernas, van aclarándose los ojos. Pero las imágenes están siempre ahí. Entreverándose en sus pies, el Batuque ladra, impaciente. —Menos mal que le alcanzó la plata, niño. ¿De veras se siente mejor? —Estoy un poco mareado, pero no borracho, el trago no me hace nada. La cabeza me da vueltas de tanto pensar. —Cuatro horas, niño, no sé qué voy a inventar ahora. Puedo perder mi trabajo, usted no se da cuenta. En fin, se lo agradezco. Las cervecitas, el almuerzo, la conversación. Ojalá pueda corresponderle alguna vez, niño. Están en la vereda, el serranito acaba de cerrar el portón de madera, el camión que ocultaba la entrada ha partido, la neblina borronea las fachadas y en la luz colar acero de la tarde fluye, opresivo e idéntico, el chorro de autos, camiones y ómnibus por el Puente del Ejército. No hay nadie cerca, los lejanos transeúntes son siluetas sin cara que se deslizan entre velos humosos. Nos despedimos y ya está, piensa, no lo verás más. Piensa: no lo he visto nunca, nunca he hablado con él, un duchazo, una siesta y ya está. —¿De veras se siente bien, niño? ¿No quiere que lo acompañe? —El que se siente mal eres tú —dice, sin mover los labios—. Toda la tarde, las cuatro horas te has sentido mal. —Ni crea, tengo muy buena cabeza para el trago —dice Ambrosio, y, un instante, ríe. Queda con la boca entreabierta, la mano petrificada en el mentón. Está inmóvil, a un metro de Santiago, con las solapas levantadas, y el Batuque, las orejas tiesas, los colmillos fuera, mira a Santiago, mira a Ambrosio, y escarba el suelo, sorprendido o inquieta o asustado. En el interior de «La Catedral» arrastran sillas y parece que baldearan el piso. —Sabes de sobra de qué estoy hablando —dice Santiago—. Por favor, deja de hacerte el cojudo. No quiere o no puede entender, Zavalita: no se ha movido y en sus pupilas hay siempre la misma porfiada ceguera, esa atroz oscuridad tenaz. —Por si quería que lo acompañe, niño —tartamudea y baja los ojos, la voz—. ¿Quiere que le busque un taxi, es decir? —En La Crónica necesitan un portero —y él también baja la voz—. Es un trabajo menos fregado que la perrera. Yo haré que te tomen sin papeles. —Entremos, este animal va a enloquecer a toda la Quinta —y la besa apenas—. Calla, Batuque. Va al baño y mientras orina y se lava la cara oye a Ana, qué había pasado corazón, por qué se había tardado así, jugando con el Batuque, menos mal que lo encontraste amor, y oye los dichosos ladridos. Sale y Ana está sentada en la salita, el Batuque en sus brazos. Se sienta a su lado, la besa en la sien. —Has estado tomando —lo tiene cogido del saco, lo mira medio risueña, medio enojada—. Hueles a cerveza, amor. No me digas que no, has estado tomando ¿no? —Me encontré con un tipo que no veía hacía siglos. Fuimos a tomarnos un trago. No pude librarme, amor. —Y yo aquí, medio loca de angustia —oye su voz quejumbrosa, mimosa, cariñosa—. Y tú tomando cerveza con tus amigotes. ¿Por qué al menos no me llamaste donde la alemana, amor? —No había teléfono, nos metimos a una cantina de mala muerte — bostezando, desperezándose, sonriendo—. Y además no me gusta molestar a la loca de la alemana todo el tiempo. Me siento pésimo, me duele una barbaridad la cabeza. Bien hecho, por haberla tenido con los nervios rotos toda la tarde, y le pasa la mano por la frente y lo mira y le sonríe y le habla bajito y le pellizca una oreja: bien hecho que duela cabecita, amor, y él la besa. ¿Quería dormir un ratito, le cerraba la cortina, corazón? Sí, se pone de pie, un ratito, se tumba en la cama, y las sombras de Ana y del Batuque trajinan a su alrededor, buscándose. —Lo peor es que me gasté toda la plata, amor. No sé cómo vamos a llegar hasta el lunes. —Bah, qué importa. Menos mal que el chino de San Martín me fía siempre, menos mal que es el chino más bueno que hay. —Lo peor es que nos quedamos sin cine. ¿Daban algo bueno, hoy? —Una con Marlon Brando, en el Colina —y la voz de Ana, lejanísima, llega como a través del agua—. Una policial de ésas que te gustan, amor. Si quieres, me prestó plata de la alemana. Está contenta, Zavalita, te perdona todo porque le trajiste al Batuque. Piensa: en este momento es feliz. —Me prestó y vamos al cine, pero me prometes que nunca más te vas a tomar cerveza con tus amigotes sin avisarme —se ríe Ana, cada vez más lejos. Piensa: te prometo. La cortina tiene una esquina plegada y Santiago puede ver un retazo de cielo casi oscuro, y adivinar, afuera, encima, cayendo sobre la Quinta de los duendes, Miraflores, Lima, la miserable garúa de siempre. II POPEYE Arévalo había pasado la mañana en la playa de Miraflores. Miras por gusto la escalera, le decían las chicas del barrio, la Teté no va a venir. Y, efectivamente, la Teté no fue a bañarse esa mañana. Defraudado, volvió a su casa antes del mediodía, pero mientras subía la cuesta de la Quebrada iba viendo la naricita, el cerquillo, los ojitos de Teté, y se emocionó: ¿cuándo vas a hacerme caso, cuándo Teté? Llegó a su casa con los pelos rojizos todavía húmedos, ardiendo de insolación la cara llena de pecas. Encontró al senador esperándolo: ven pecoso, conversarían un rato. Se encerraron en el escritorio ¿y el senador siempre quería estudiar arquitectura? Sí papá, claro que quería. Sólo que el examen de ingreso era tan difícil, se presentaban montones y entraban poquísimos. Pero él chancaría fuerte, papá, y a lo mejor ingresaba. El senador estaba contento de que hubiera terminado el colegio sin ningún curso jalado y desde fin de año era una madre con él, en enero le había aumentado la propina de una a dos libras. Pero aun así, Popeye no se esperaba tanto: bueno, pecoso, como era difícil ingresar a Arquitectura mejor no se arriesgaba este año, que se matriculara en los cursos de Pre y estudiara fuerte, y así el próximo año entrarás seguro: ¿qué le parecía, pecoso? Bestial, papá, la cara de Popeye se encendió más, sus ojos brillaron. Chancaría, se mataría estudiando y el año próximo seguro que ingresaba. Popeye había temido un verano fatal, sin baños de mar, sin matinés, sin fiestas, días y noches aguados por las matemáticas, la física y la química, y a pesar de tanto sacrificio no ingresaré y habré perdido las vacaciones por las puras. Ahí estaban ahora, recobradas, la playa de Miraflores, las olas de la Herradura, la bahía de Ancón, y las imágenes eran tan reales, las plateas del Leuro, el Montecarlo y el Colina, tan bestiales, Nelson: esos mocasines de gamuza con un pantaloncito marrón y esa camisa amarilla, bestial. Llegó al Cream Rica antes que Santiago, se instaló en una mesa desde la que podía ver la avenida, pidió un milk-shake de vainilla. Si no lo convencía a Santiago de que fueran a oír discos a su casa irían a la matiné o a timbear donde Coco Becerra, de qué querría hablarle el flaco. Y en eso entró Santiago, la cara larga, los ojos como afiebrados: sus viejos la habían botado a la Amalia, pecoso. Acababan de abrir la sucursal del Banco de Crédito, por las ventanas del Cream Rica, Popeye veía cómo las puertas tumultuosas se tragaban a la gente que había estado esperando en la vereda. Hacía sol, los Expresos pasaban repletos, hombres y mujeres se disputaban los colectivos en la esquina de Shell. ¿Por qué habían esperado hasta ahora para botarla, flaco? Santiago encogió los hombros, sus viejos no querían que él se diera cuenta que la botaban por lo de la otra noche, como si él fuera tonto. Parecía más flaco con esa cara de duelo, los pelos retintos le llovían sobre la frente. El mozo se acercó y Santiago le señaló el vaso de Popeye, ¿también de vainilla?, sí. Por último qué tanto, lo animó Popeye, ya encontraría otro trabajo, en todas partes necesitaban sirvientas. Santiago se miró las uñas: la Amalia era buena gente, cuando el Chispas, la Teté o yo estaban de mal humor se desfogaban requintándola y ella nunca nos acusó a los viejos, pecoso. Popeye removió el milk-shake con la cañata, ¿cómo te convenzo de que vayamos a oír discos a tu casa, cuñado?, sorbió la espuma. —Tu vieja le fue a dar sus quejas a la senadora por lo de San Marcos — dijo. —Puede ir a darle sus quejas al rey de Roma —dijo Santiago. —Si tanto les friega San Marcos, preséntate a la Católica, qué más te da —dijo Popeye—. ¿O en la Católica exigen más? —A mis viejos eso les importa un pito —dijo Santiago—. San Marcos no les gusta porque hay cholos y porque se hace política, sólo por eso. —Te has puesto en un plan muy fregado —dijo Popeye—. Te las pasas dando la contra, rajas de todo, y te tomas demasiado a pecho las cosas. No te amargues la vida por gusto, flaco. —Métete tus consejos al bolsillo —dijo Santiago. —No te las des tanto de sabio, flaco —dijo Popeye—. Está bien que seas chancón, pero no es razón para creer que todos los demás son unos tarados. Anoche lo trataste a Coco de una manera que no sé cómo aguantó. —Si a mí no me da la gana de ir a misa, no tengo por qué darle explicaciones al sacristán ése —dijo Santiago. —O sea que ahora también te las das de ateo —dijo Popeye. —No me las doy de ateo —dijo Santiago—. Que no me gusten los curas no quiere decir que no crea en Dios. —¿Y qué dicen en tu casa de que no vayas a misa? —dijo Popeye—. ¿Qué dice la Teté, por ejemplo? —Este asunto de la chola me tiene amargo, pecoso —dijo Santiago. —Olvídate, no Seas bobo —dijo Popeye—. A propósito de la Teté, por qué no fue a la playa esta mañana. —Se fue al Regatas con unas amigas —dijo Santiago—. No sé por qué no escarmientas. —El coloradito, el de las pecas —dice Ambrosio—. El hijito del senador don Emilio Arévalo claro. ¿Se casó con él? —No me gustan los pecosos ni los pelirrojos —hizo una morisqueta la Teté—. Y él es las dos cosas. Uy, qué asco. —Lo que más me amarga es que la botaran por mi culpa —dijo Santiago. —Más bien di culpa del Chispas —lo consoló Popeye—. Tú ni sabías lo que era yobimbina. Al hermano de Santiago le decían ahora sólo Chispas, pero antes, en la época en que le dio por lucirse en el Terrazas levantando pesas, le decían Tarzán Chispas. Había sido cadete de la Escuela Naval unos meses y cuando lo expulsaron (él decía que por haberle pegado a un alférez) estuvo un buen tiempo de vago, dedicado a la timba y al trago y dándoselas de matón. Se aparecía en el óvalo de San Fernando y se dirigía amenazador a Santiago, señalándole a Popeye, a Toño, a Coco o a Lalo: a ver, supersabio, con cuál de ésos quería medir sus fuerzas. Pero desde que entró a trabajar a la oficina de don Fermín se había vuelto formal. —Yo sí sé lo que es, sólo que nunca había visto —dijo Santiago—. ¿Tú crees que las vuelve locas a las mujeres? —Cuentos del Chispas —susurró Popeye—. ¿Te dijo que las vuelve locas? —Las vuelve, pero si se le pasa la mano las puede volver cadáveres, niño Chispas —dijo Ambrosio—. No me vaya a meter en un lío. Fíjese que si lo chapa su papá, me funde. —¿Y te dijo que con una cucharada cualquier hembrita se te echaba? — susurró Popeye—. Cuentos, flaco. —Habría que hacer la prueba —dijo Santiago—. Aunque sea para ver si es cierto, pecoso. Se calló, atacado por una risita nerviosa y Popeye se rió también. Se codeaban, lo difícil era encontrar con quién, excitados, disforzados, ahí estaba la cosa, y la mesa y los milk-shakes temblaban con los sacudones: de locos eran, flaco. ¿Que le había dicho el Chispas al dársela? El Chispas y Santiago se llevaban como perro y gato y vez que podía el Chispas le hacía perradas al flaco y el flaco al Chispas perradas vez que podía: a lo mejor era una mala pasada de tu hermano, flaco. No pecoso, el Chispas había llegado hecho una pascua a la casa, gané un montón de plata en el hipódromo, y lo que nunca, antes de acostarse se metió al cuarto de Santiago a aconsejarlo: ya es hora de que te sacudas, ¿no te da vergüenza seguir virgo tamaño hombrón?, y le convidó un cigarro. No te muñequées, dijo el Chispas, ¿tienes hembrita?, Santiago le mintió que sí y el Chispas; preocupado: es hora de que te desvirgues, flaco, de veras. —¿No te he pedido tanto que me lleves al bulín? —dijo Santiago. —Te pueden quemar y el viejo me mata —dijo el Chispas—. Además, los hombres se ganan su polvo a pulso, no pagando. Te las das de sabido en todo y estás en la luna en cuestión hembras, supersabio. —No me las doy de sabido —dijo Santiago—. Ataco cuando me atacan. Anda, Chispas, llévame al bulín. —Y entonces por qué le discutes tanto al viejo —dijo el Chispas—. Lo amargas dándole la contra en todo. —Una estupidez sin nombre, con cinco libras se pueden hacer mil cosas —dijo Popeye—. Pero allá tú, es tu plata. —Acompáñame, pecoso —dijo Santiago—. Es aquí nomás, en Surquillo. —Pero después vamos a tu casa a oír discos —dijo Popeye—. Y la llamas a la Teté. —Conste que eres un interesado de mierda, pecoso —dijo Santiago. —¿Y si se enteran tus viejos? —dijo Popeye— ¿y si el Chispas? —Mis viejos se van a Ancón y no vuelven hasta el lunes —dijo Santiago—. Y el Chispas se ha ido a la hacienda de un amigo. —Ponte que le caiga mal, que se nos desmaye —dijo Popeye. —Le daremos apenitas —dijo Santiago—. No seas rosquete, pecoso. En los ojos de Popeye había brotado una lucecita, ¿te acuerdas cuando fuimos a espiarla a la Amalia en Ancón, flaco? Desde la azotea se veía el baño de la servidumbre, en la claraboya dos caras juntas e inmóviles y abajo una silueta esfumada, una ropa de baño negra, qué riquita la cholita, flaco. La pareja de la mesa vecina se levantó y Ambrosio señala a la mujer: ésa era una polilla, niño, se pasaba el día en «La Catedral» buscando clientes. Vieron a la pareja salir a Larco, la vieron cruzar la calle Shell. El paradero estaba ahora desierto, Expreso y colectivos pasaban semivacíos. Llamaron al mozo, dividieron la cuenta, ¿y por qué sabía que era polilla? Porque además de bar restaurant, «La Catedral» también era jabe, niño, detrás de la cocina había un cuartito y lo alquilaban dos soles la hora. Avanzaron por Larco, mirando a las muchachas que salían de las tiendas, a las señoras que arrastraban cochecitos con bebés chillando. En el parque, Popeye compró Ultima Hora y leyó en voz alta los chismes, hojeó los deportes, y al pasar frente a «La Tiendecita Blanca» hola Lalo. En la alameda Ricardo Palma arrugaron el periódico e hicieron algunos pases hasta que se deshizo y quedó abandonado en una esquina de Surquillo. —Sólo falta que la Amalia esté furiosa y me mande al diablo —dijo Santiago. —Cinco libras es una fortuna —dijo Popeye—. Te recibirá como a un rey. Estaban cerca del cine Miraflores, frente al mercado de quioscos de madera, esteras y toldos, donde vendían flores, cerámica y fruta, y hasta la calle llegaban disparos, galopes, alaridos indios, voces de chiquillos: «Muerte en Arizona». Se detuvieron a mirar los afiches: una cowboy tela, flaco. —Estoy un poco saltón —dijo Santiago—. Anoche me las pasé desvelado, debe ser por eso. —Estás saltón porque te has desaminado —dijo Popeye—. Me invencionas, no va a pasar nada, no seas rosquete, y a la hora de la hora el que se chupa eres tú. Vámonos al cine, entonces. —No me he desanimado, ya se me pasó —dijo Santiago—. Espera, voy a ver si los viejos se fueron. No estaba el carro, ya se habían ido. Entraron por el jardín, pasaron junto a la fuente de azulejos, ¿y si se había acostado, flaco? La despertarían, pecoso. Santiago abrió la puerta, el clic del interruptor y las tinieblas se convirtieron en alfombras, cuadros, espejos, mesitas con ceniceros, lámparas. Popeye iba a sentarse pero Santiago subamos de frente a mi cuarto. Un patio, un escritorio, una escalera con pasamanos de fierro. Santiago dejó a Popeye en el rellano, entra y pon música, iba a llamarla. Banderines del Colegio, un retrato del Chispas, otro de la Teté en traje de primera comunión, linda pensó Popeye, un chancho orejón y trompudo sobre la cómoda, la alcancía, cuánta plata habría. Se sentó en la cama, encendió la radio del velador, un vals de Felipe Pinglo, pasos, el flaco: ya estaba, pecoso. La había encontrado despierta, súbeme unas Coca-colas, y se rieron: chist, ahí venía, ¿sería ella? Sí, ahí estaba en el umbral, sorprendida, examinándolos con desconfianza. Se había replegado contra la puerta, una chompa rosada y una blusa sin botones, no decía nada. Era Amalia y no era, pensó Popeye, qué iba a ser la de mandil azul que circulaba en la casa del flaco con bandejas o plumeros en las manos. Tenía los cabellos greñudos ahora, buenas tardes niño, unos zapatones de hombre y se la notaba asustada: hola, Amalia. —Mi mamá me contó que te habías ido de la casa —dijo Santiago—. Qué pena que te vayas. Amalia se apartó de la puerta, miró a Popeye, cómo estaba niño, que le sonrió amistosamente desde la calzada, y se volvió a Santiago: no se había ido por su gusto, la señora Zoila la había botado. Pero por qué, señora, y la señora Zoila porque le daba la gana, haz tus cosas ahora mismo. Hablaba y se iba aplacando los pelos con las manos, acomodándose la blusa. Santiago la escuchaba con la cara incómoda. Ella no quería irse de la casa, niño, ella le había rogado a la señora. —Pon la charola en la mesita —dijo Santiago—. Espera, estamos oyendo música. Amalia puso la charola con los vasos y las Coca-colas frente al retrato del Chispas y quedó de pie junto a la cómoda, la cara intrigada. Llevaba el vestido blanco y los zapatos sin taco de su uniforme, pero no el mandil ni la toca. ¿Por qué se quedaba ahí parada?, ven siéntate, había sitio. Cómo se iba a sentar, y lanzó una risita, a la señora no le gustaba que entrara al cuarto de los niños, ¿no sabía acaso? Sonsa, mi mamá no está, la voz de Santiago se puso tensa de repente, ni él ni Popeye la iban a acusar, siéntate sonsa. Amalia se volvió a reír, decía eso ahora pero a la primera que se enojara la acusaría y la señora la resongaría. Palabra que el flaco no te acusará, dijo Popeye, no te hagas de rogar y siéntate. Amalia miró a Santiago, miró a Popeye, se sentó en una esquina de la cama y ahora tenía la cara seria. Santiago se levantó, fue hacia la charola, no se te vaya a pasar la mano pensó Popeye y miró a Amalia: ¿le gustaba cómo cantan ésos? Señaló la radio, ¿regio, no? Le gustaban, bonito cantaban. Tenía las manos sobre las rodillas, se mantenía muy tiesa, había entrecerrado los ojos como para escuchar mejor: eran los Trovadores del Norte, Amalia. Santiago seguía sirviendo las Coca-colas y Popeye lo espiaba, inquieto. ¿Amalia sabía bailar? ¿Valses, boleros, huarachas? Amalia sonrió, se puso seria, volvió a sonreír: no, no sabía. Se arrimó un poquito a la orilla de la cama, cruzó los brazos. Sus movimientos eran forzados, como si la ropa le quedara estrecha o le picara la espalda; su sombra no se movía en el parquet. —Te traje esto para que te compres algo —dijo Santiago. pecoso. La calatearían, la manosearían: se la tirarían, flaco. Medio cuerpo inclinado sobre el jardín, Amalia se balanceaba despacito, murmurando algo, y Popeye divisaba su silueta recortada contra el cielo oscuro: otro disco, otro disco. Santiago se incorporó un fondo de violines y la voz de Leo Marini, terciopelo puro pensó Popeye, y vio a Santiago ir hacia el balcón. Las dos sombras se juntaron, lo invencionó y ahora lo tenía tocando violín en gran forma, esta perrada me la pagarás, conchudo. Ni se movían ahora, la cholita era retaca y parecía colgada del flaco, se la estaría paleteando de lo lindo, qué tal concha, y adivinó la voz de Santiago, ¿no estás cansadita?, estreñida y floja y como estrangulada, ¿no quería echarse?, tráela pensó. Estaban junto a él, Amalia bailaba como una sonámbula, tenía los ojos cerrados, las manos del flaco subían, bajaban, desaparecían en la espalda de ella y Popeye no distinguía sus caras, la estaba besando y él en palco, qué tal concha, sírvanse niños. —Les traje estas cañitas, también —dijo Amalia—. Así toman ustedes ¿no? —Para qué te has molestado —dijo Santiago—. Si ya nos íbamos. Les alcanzó las Coca-colas y las cañitas, arrastró una silla y se sentó frente a ellos; se había peinado, se había puesto una cinta y abotonado la blusa y la chompa y los miraba beber. Ella no tomaba nada. —No has debido gastar así tu plata, sonsa —dijo Popeye. —No es mía, es la que me regaló el niño Santiago —se rió Amalia—. Para hacerles una atención siquiera, pues. La puerta de calle estaba abierta, afuera comenzaba a oscurecer y se oía a veces y a los lejos el paso del tranvía. Trajinaba mucha gente por la vereda, voces, risas, algunas caras se detenían un segundo a mirar. —Ya están saliendo de las fábricas —dijo Amalia—. Lástima que el laboratorio de su papá no esté por aquí, niño. Hasta la avenida Argentina voy a tener que tomar el tranvía y después ómnibus. —¿Vas a trabajar en el laboratorio? —dijo Santiago. —¿Su papá no le contó? —dijo Amalia—. Sí, pues, desde el lunes. Ella estaba saliendo de la casa con su maleta y encontró a don Fermín, ¿quieres que te coloque en el laboratorio?, y ella claro que sí, don Fermín, donde sea, y entonces él llamó al niño Chispas y le dijo telefonea a Carrillo y que le dé trabajo: qué papelón, pensó Popeye. —Ah, qué bien —dijo Santiago—. En el laboratorio seguro estarás mejor. Popeye sacó su cajetilla de Chesterfield, ofreció un cigarrillo a Santiago, dudó un segundo, y otro a Amalia pero ella no fumaba, niño. —A lo mejor sí fumas y nos estás engañando como el otro día —dijo Popeye—. Nos dijiste no sé bailar y sabías. La vio palidecer, no pues niño, la oyó tartamudear, sintió que Santiago se revolvía en la silla y pensó metí la pata. Amalia había bajado la cabeza. —Es una broma —dijo, y las mejillas le ardían—. De qué te vas a avergonzar, ¿acaso pasó algo, sonsa? Ella fue recobrando sus colores, su voz: no quería ni acordarse, niño. Qué mal se había sentido, al día siguiente todavía se le mezclaba todo en la cabeza y las cosas le bailaban en las manos. Alzó la cara, los miró con timidez, con envidia, con admiración: ¿a ellos las Coca-colas nunca les hacían nada? Popeye miró a Santiago, Santiago miró a Popeye y los dos miraron a Amalia: había vomitado toda la noche, no volvería a tomar Coca- cola nunca en su vida. Y, sin embargo, había tomado cerveza y nada, y Pasteurina y tampoco, y Pepsi-cola y tampoco, ¿esa Coca-cola no estaría pasadita, niño? Popeye se mordió la lengua; sacó su pañuelo y furiosamente se sonó. Se apretaba la nariz y sentía que el estómago le iba a reventar: se había terminado el disco, ahora sí, y sacó rápido la mano del bolsillo de su pantalón. Ellos seguían fundidos en la media oscuridad, vengan vengan, siéntense un ratito, y oyó a Amalia: ya se había acabado pues la música, niño. Una voz difícil, por qué había apagado la luz el otro niño, aleteando apenas, que la prendieran o se iba, quejándose sin fuerzas, como si un invencible sueño o aburrimiento la apagara, no quería a oscuras, así no le gustaba. Eran una silueta sin forma, una sombra más entre las otras sombras del cuarto y parecía que estuvieran forcejeando de a mentiras entre el velador y la cómoda. Se levantó, se les acercó tropezando, ándate al jardín pecoso, y él qué tal raza, chocó con algo, le dolió el tobillo, no se iba, tráela a la cama, suélteme niño. La voz de Amalia ascendía, qué le pasa niño, se enfurecía, y ahora Popeye había encontrado sus hombros, suélteme, que la soltara, y la arrastraba, qué atrevido, qué abusivo, los ojos cerrados, la respiración briosa y rodó con ellos sobre la cama: ya estaba, flaco. Ella se rió, no me haga cosquillas, pero sus brazos y sus piernas seguían luchando y Popeye angustiosamente se rió: sal de aquí pecoso, déjame a mí. No se iba, por qué se iba a ir, y ahora Santiago empujaba a Popeye y Popeye lo empujaba, no me voy a ir, y había una confusión de ropas y pieles mojadas en la sombra, un revoloteo de piernas, manos, brazos y frazadas. La estaban ahogando, niño, no podía respirar: cómo te ríes, bandida. Quítese, que la soltaran, una voz ahogada, un jadeo entrecortado y animal, y de pronto chist, empujones y grititos, y Santiago chist, y Popeye chist: la puerta de calle, chist. La Teté, pensó, y sintió que su cuerpo se disolvía. Santiago había corrido a la ventana y él no podía moverse: la Teté, la Teté. —Ahora sí nos vamos, Amalia —Santiago se paró, dejó la botella en la mesa—. Gracias por la invitación. —Gracias a usted, niño —dijo Amalia—. Por haber venido y por eso que me trajo. —Anda a la casa a visitarnos —dijo Santiago. —Claro que sí, niño —dijo Amalia—. Y salúdela mucho a la niña Teté. —Sal de aquí, párate, qué esperas —dijo Santiago—. Y tú arréglate la camisa y péinate un poco, idiota. Acababa de encender la lámpara, se alisaba los cabellos, Popeye se acuñaba la camisa en el pantalón y lo miraba, aterrado: salte, salte del cuarto. Pero Amalia seguía sentada en la cama y tuvieron que alzarla en peso, se tambaleó con expresión idiota, se sujetó del velador. Rápido, rápido, Santiago estiraba el cubrecama y Popeye corrió a desenchufar el tocadiscos, sal del cuarto idiota. No atinaba a moverse, los escuchaba con los ojos llenos de asombro y se les escurría de las manos y en eso se abrió la puerta y ellos la soltaron: hola, mamá. Popeye vio a la señora Zoila y trató de sonreír, en pantalones y con un turbante granate, buenas noches señora, y los ojos de la señora sonrieron y miraron a Santiago, a Amalia, y su sonrisa fue disminuyendo y murió: hola, papá. Vio, detrás de la señora Zoila, el rostro lleno, los bigotes y patillas grises, los ojos risueños de don Fermín, III EL TENIENTE ni siquiera bostezó durante el viaje; estuvo todo el tiempo hablando de la revolución, explicándole al sargento que manejaba el jeep cómo ahora que Odría había subido al poder entrarían en vereda los apristas, y fumando unos cigarrillos que olían a guano. Habían salido de Lima a la madrugada y sólo se detuvieron una vez, en Surco, para mostrar el salvoconducto a una patrulla que controlaba los vehículos en la carretera. Entraron a Chincha a las siete de la mañana. La revolución ni se notaba aquí: las calles estaban alborotadas de escolares, no se veía tropa en las esquinas. El Teniente saltó a la vereda, entró al café-restaurant «Mi Patria», escuchó en la radio, con un fondo de marcha militar, el mismo comunicado que oía hacía dos días. Acodado en el mostrador, pidió un café con leche y un sandwich de queso mantecoso. Al hombre en camiseta y de cara avinagrada que lo atendió, le preguntó si conocía a Cayo Bermúdez, un comerciante de aquí. ¿Lo iba a, revolvió el hombre los ojos, meter preso? ¿Era aprista el tal Bermúdez? Qué iba a ser, no se metía en política. Mejor, la política era para los vagos, no para la gente de trabajo, el Teniente lo buscaba por un asunto personal. Aquí no lo iba a encontrar, no venía nunca. Vivía en una casita amarilla, detrás de la Iglesia. Era la única de ese color, sus vecinas eran blancas o grises y había también una marrón. El Teniente tocó la puerta y esperó y oyó pasos y una voz quién es. —¿Está el señor Bermúdez? —dijo el Teniente. La puerta se abrió gruñendo y se adelantó una mujer: una indiota con la cara negruzca y llena de lunares, don. La gente en Chincha decía quien te viera y quien te ve. Porque de muchacha era presentable. El día y la noche le digo, qué cambiazo, don. Tenía los pelos revueltos, el chal de lana que le cubría los hombros parecía un crudo. —No está —miraba de través, con unos avarientos ojitos recelosos—. Qué se le ofrece. Soy su señora. —¿Volverá pronto? —el Teniente examinó a la mujer con sorpresa, con desconfianza—. ¿Puedo esperarlo? Ella se apartó de la puerta. Adentro, el Teniente se sintió mareado entre los muebles macizos, los jarrones sin flores, la máquina de coser y las paredes consteladas de sombritas o agujeros o moscas. La mujer abrió una ventana, entró una lengua de sol. Todo estaba gastado, sobraban cosas en el cuarto. Cajones arrumados contra los rincones, pilas de periódicos. La mujer murmuró permiso y se esfumó en la boca oscura de un pasillo. El Teniente oyó silbar en alguna parte a un canario. ¿Si era su mujer de veras, don? Su mujer ante Dios, claro que sí, una historia que sacudió Chincha. ¿Que cómo comenzó, don? Una punta de años atrás, cuando la familia Bermúdez salió de la hacienda de los de la Flor. La familia, es decir el Buitre, la beata doña Catalina y el hijo, don Cayo, que por entonces estaría gateando. El Buitre había sido capataz de la hacienda y cuando se vino a Chincha la gente decía los de la Flor lo han botado por ladrón. En Chincha se dedicó a prestamista. A alguien le faltaba plata, iba donde el Buitre, necesito tanto, qué me das en prenda, este anillito, este reloj, y si uno no pagaba él se quedaba con la prenda y las comisiones del Buitre eran tan bárbaras que sus deudores iban muertos. El Buitre por eso, don, vivía de los cadáveres. Se llenó de platita en pocos años y la cerró con broche de oro cuando el gobierno del general Benavides comenzó a encarcelar y deportar apristas; el subprefecto Núñez daba la orden, el capitán Rascachucha metía en chirona al aprista y corría a la familia, el Buitre le remataba sus cosas y después entre los tres se repartían la torta. Y con la plata el Buitre se volvió importante, don, hasta fue Alcalde de Chincha y se lo vio con tongo en la Plaza de Armas, en los desfiles de Fiestas Patrias. Y se llenó de humos. Le dio porque su hijo se pusiera siempre zapatos y no se juntara con morenos. De chicos ellos jugaban fútbol, robaban fruta en las huertas, Ambrosio se metía a su casa y al Buitre no le importaba. Cuando se volvieron platudos, en cambio, lo botaban y a don Cayo lo reñían si lo pescaban con él. ¿Su sirviente? Qué va, don, su amigo, pero sólo cuando eran de este tamaño. La negra tenía entonces su puesto cerca de la esquina donde vivía don Cayo y él y Ambrosio se la pasaban mataperreando. Después los separó el Buitre, don, la vida. A don Cayo lo metieron al Colegio José Pardo, y a Ambrosio y a Perpetuo, la negra, avergonzada por lo del Trifulcio, se los llevó a Mala, y cuando volvieron a Chincha don Cayo era inseparable de uno del José Pardo, el Serrano. Ambrosio lo encontraba en la calle y ya no le decía tú sino usted. En las actuaciones del José Pardo don Cayo recitaba, leía su discursito, en los desfiles llevaba el gallardete. El niño prodigio de Chincha, decían, un futuro cráneo y que al Buitre se le hacía agua la boca hablando de su hijo y que decía llegará muy alto, decían. Lo cierto es que llegó ¿no, don? —¿Cree que tardará mucho? —el Teniente aplastó su cigarrillo en el cenicero—. ¿No sabe dónde está? —Y yo también me casé —dice Santiago—. ¿Y tú no te has casado? —A veces vuelve a almorzar tardísimo —murmuró la mujer—. Si quiere, deme el recado. —¿Usted también, niño, siendo tan joven? —dice Ambrosio. —Lo esperaré —dijo el Teniente—. Ojalá no se demore mucho. Ya estaba en el último año del Colegio, el Buitre lo iba a mandar a Lima a estudiar para leguleyo y don Cayo era pintado para eso, decían. Ambrosio vivía entonces en la ranchería que estaba a la salida de Chincha, don, yendo hacia lo que fue después Grocio Prado. Y ahí lo había pescado una vez, y ahí mismo captado que se había hecho la vaca, y ahí mismo pensado quién es la hembrita. ¿Montándosela? No, don, mirándola con ojos de loco. Se hacía el disimulado, el que aguaitaba los chanchos, el que esperaba. Había dejado sus libros en él suelo, estaba arrodillado, los ojos se le torcían hacia la ranchería y Ambrosio decía cuál es, cuál sería. Era la Rosa, don, la hija de la lechera Túmula. Una flaquita sin nada de particular, entonces parecía blanquita y no india. Hay criaturas que nacen feas y después mejoran, la Rosa comenzó pasable y terminó cuco. Pasable, ni bien ni mal, una de ésas a las que un blanco les hace un favor una vez y si te vi me olvidé. Las tetitas sus amigas, pura risa, puro coqueteo. A él no le importaba que la muchacha le hiciera desplantes, eso parecía calentarlo más. Una sabida de película la hija de la Túmula, don, y su madre ni se diga, cualquiera se daba cuenta pero él no. Aguantaba, esperaba, volvía a la ranchería, la cholita caería un día, negro, él fue el que cayó, don. ¿No ve que se le sobra en vez de agradecerle que se fije en ella, don Cayo? Mándela al diablo, don Cayo. Pero él como si le hubieran dado chamico, ahí detrás correteándola, y la gente comenzó a chismear. Hay la mar de habladurías, don Cayo. A él qué mierda, él hacía lo que le mandaba el estómago, y el estómago le mandaba tirarse a la muchacha, claro. Muy bien, quién se lo iba a reprochar, cualquier blanquito se encamota de una cholita, le hace su trabajito y a quién le importa ¿no, don? Pero don Cayo la perseguía como si la cosa fuera en serio, ¿no era locura? Y más locura era que la Rosa se daba el lujo de basurearlo. Aparentaba que se daba el lujo, don. —Ya pusimos gasolina, ya avisé a Lima que llegaríamos a eso de las tres y media —dijo el Teniente—. Cuando usted quiera, señor Bermúdez. Bermúdez se había cambiado de camisa y llevaba un terno gris. Tenía en la mano un maletín, un sombrerito ajado, anteojos de sol. —¿Ese es todo su equipaje? —dijo el Teniente. —Faltan cuarenta maletas —gruñó Bermúdez, sin abrir la boca—. Partamos, quiero regresar a Chincha hoy mismo. La mujer miraba al sargento, que medía el aceite del jeep. Se había sacado el mandil, el apretado vestido dibujaba su vientre combado, las caderas que se derramaban. Perdóneme por, le dio la mano el Teniente, robármelo a su esposo, pero ella no se rió. Bermúdez había subido al asiento trasero del jeep y ella lo miraba como si lo odiara, pensó el Teniente, o no fuera a verlo más. Subió al jeep, vio a Bermúdez hacer a la mujer un vago adiós, y partieron. El sol ardía, las calles estaban desiertas, un vaho nauseabundo ascendía desde el pavimento, los vidrios de las casas destellaban. —¿Hace mucho que no va a Lima? —trató de ser amable el Teniente. —Voy dos o tres veces al año, por negocios —dijo sin afecto, sin gracia, la vocecita remolona, mecánica, descontenta del mundo—. Represento algunas firmas agrícolas aquí. —No llegamos a casarnos pero yo también tuve mi mujer —dice Ambrosio. —¿Y cómo es que no van bien sus negocios? —dijo el Teniente—. ¿No son ricachos los hacendados de aquí? ¿Mucho algodón, no? —¿Tuviste? —dice Santiago—. ¿Te peleaste con ella? —En otras épocas iban bien —dijo Bermúdez; no es el hombre más antipático del Perú porque todavía está vivo el coronel Espina, pensó el Teniente, pero después del coronel quién sino éste—. Con el control de cambios, los algodoneros dejaron de ganar lo que antes, y ahora hay que sudar sangre para venderles una lampa. —Se me murió allá en Pucallpa, niño —dice Ambrosio. Me dejó una hijita. —Bueno, por eso hemos hecho la revolución —dijo el Teniente, de buen humor—. Se acabó el caos. Ahora, con el Ejército arriba, todo el mundo en vereda. Ya verá que con Odría las cosas van a ir mejor. —¿De veras? —bostezó Bermúdez—. Aquí cambian las personas, Teniente, nunca las cosas. —¿No lee los periódicos, no oye la radio? —insistió el Teniente, risueño—. Ya comenzó la limpieza. Apristas, pillos, comunistas, todos en chirona. No va a quedar un pericote suelto en plaza. —¿Y qué fuiste a hacer a Pucallpa? —dice Santiago. —Saldrán otros —dijo ásperamente Bermúdez—. Para limpiar el Perú de pericotes tendrían que lanzarnos unas bombitas y desaparecernos del mapa. —A trabajar, pues, niño —dice Ambrosio—. Mejor dicho, a buscar trabajo. —¿Eso va en serio o en broma? —dijo —el Teniente. —¿Mi viejo sabía que tú estabas allá? —dice Santiago. —No me gusta bromear —dijo Bermúdez—. Siempre hablo en serio. El jeep atravesaba un valle, el aire olía a mariscos y a lo lejos se divisaban colinas terrosas, arenales. El sargento manejaba mordisqueando un cigarrillo y el Teniente tenía hundido el quepi hasta las orejas: ven, se tomarían unas cervecitas, negro. Habían tenido una conversación de amigos, don, me necesita había pensado Ambrosio, y por supuesto se trataba de la Rosa. Se había conseguido una camioneta, un fundito, y convencido a su amigo el Serrano. Y quería que también lo ayudara Ambrosio, por si había lío. ¿Qué lío podía haber, a ver? ¿Acaso tenía padre o hermanos la muchacha? No, sólo a la Túmula, basura. Él encantado de ayudarlo, sólo que. No lo asustaba la Túmula, don Cayo, ni la gente de la ranchería, ¿pero y su papá, don Cayo? Porque si el Buitre se enteraba a don Cayo sólo le caería su paliza, pero ¿y a él? No se iba a enterar, negro, se iba a Lima por tres días y cuando volviera la Rosa estaría en la ranchería de nuevo. Ambrosio se había tragado el cuento, don, lo ayudó engañado. Porque una cosa era que se robara a la muchacha por una noche, se sacara el clavo y la soltara, y otra ¿no, don? que se casara con ella. El bandido de don Cayo los había hecho tontos a él y al Serrano, don. A todos, menos a la Rosa, menos a la Túmula. En Chincha decían la que salió ganando fue la hija de la lechera, que de repartir leche en burro pasó a señora y nuera del Buitre. Todos los demás perdieron: don Cayo, sus padres, hasta la Túmula porque perdió a su hija. O sea que la Rosa fue una resabida de coliseo. Quién hubiera dicho, don, tan poquita cosa, la muy sapa se sacó la lotería y más. ¿Que qué tenía que hacer Ambrosio; don? Ir a la plaza a las nueve, y había ido y esperado y lo recogieron, dieron vueltas y cuando la gente se metió a dormir, cuadraron la camioneta junto a la casa de don Mauro Cruz, el sordo. Don Cayo estaba citado ahí con la muchacha a las diez. Claro que vino, qué no iba a venir. Se apareció, don Cayo se le adelantó y ellos se quedaron en la camioneta. El le diría algo, o ella adivinaría algo, el hecho es que de repente la hija de la Túmula se echó a correr y don Cayo a gritar alcánzala. Así que Ambrosio corrió, la alcanzó y se la echó al hombro y la trajo y la sentó en la camioneta. Ahí había pescado las mañas de la Rosa, don, ahí visto que se las traía. Ni un grito, ni un ay, sólo carrentas, rasguñitos, puñetitos. Lo más fácil era ponerse a chillar, hubiera salido Entraron y no habían pasado dos minutos cuando la puerta se abrió como si hubiera habido un terremoto adentro, y don Cayo y la Rosa salieron dando tumbos, y el Buitre detrás, sapos y culebras y embistiendo como un toro, algo macanudo dicen, don. Su furia no era contra la hija de la Túmula, a ella parece que no le pegaba, sólo a su hijo. Lo tumbaba de un puñetazo, lo levantaba de un patadón, y así hasta la Plaza de Armas. Ahí lo agarraron porque si no lo mataba. No se conformaba de que se le hubiera casado así, y siendo mocoso, y sobre todo con quién. Ni se conformó nunca, por supuesto, ni volvió a ver a don Cayo, ni a darle medio. Don Cayo tuvo que empezar a ganarse los frejoles para él y para la Rosa. Ni siquiera el colegio terminó el que el Buitre decía será el futuro cráneo. Si en vez del cura los hubiera casado un alcalde, el Buitre en un dos por tres arreglaba el asunto, pero ¿qué arreglo había con Dios, don? Siendo doña Catalina la beata que era, además. Consultarían, el cura les diría no hay nada que hacer, la religión es la religión y hasta que la muerte los separe. Así que al Buitre no le quedó más remedio que desesperarse. Dicen que le dio una paliza al curita que los casó, que después no querían darle la absolución y que de penitencia le hicieron pagar una de las torres de la nueva iglesia de Chincha. O sea que hasta la religión sacó su lonja de este asunto, don. A la parejita el Buitre no la vio más. Parece que cuando se sintió morir preguntó ¿tengo nietos? Tal vez si hubiera tenido lo hubiera perdonado a don Cayo, pero la Rosa no sólo se le había vuelto un cuco, don, para colmo no se llenó nunca. Dicen que para que su hijo no heredara, el Buitre comenzó a botar lo que tenía en borracheras y limosnas, que si la muerte no lo agarra desprevenido también hubiera regalado la casita que tenía detrás de la Iglesia. No le dio tiempo, don. ¿Que por qué siguió tantos años con la indiota? Eso le decía todo el mundo al Buitre: se le pasará el camote y la mandará de nuevo donde la Túmula y usted recuperará a su hijo. Pero no lo hizo, por qué sería. Por la religión no creo, don Cayo no iba a la iglesia. ¿Por hacer rabiar al padre, don? ¿Porque lo odiaba al Buitre, dice usted? ¿Para defraudarlo, para que viera cómo se hacían humo las esperanzas que tenía puestas en él? ¿Joderse para matar de decepción al padre? ¿Usted cree que por eso, don? ¿Hacerlo sufrir costara lo que costara, aunque sea convirtiéndose él mismo en basura? Bueno, yo no sé, don, si usted cree será por eso. No se ponga así, don, si estábamos conversando de lo más bien, don. ¿Se siente mal? Usted no está hablando del Buitre y don Cayo sino de usted y del niño Santiago ¿no don? Está bien, me callo, don, ya sé que no está hablando conmigo. No he dicho nada, don, no se ponga así, don. —¿Cómo es Pucallpa? —dice Santiago. —Un pueblito que no vale nada —dice Ambrosio—. ¿No conoce, niño? —Me he pasado la vida soñando con viajar y sólo he ido hasta el kilómetro ochenta, una vez —dice Santiago—. Tú has viajado un poco, siquiera. —En mala hora, niño —dice Ambrosio—. Pucallpa sólo me trajo desgracias. —Quiere decir que te ha ido mal —dijo el coronel Espina—. Peor que al resto de la Promoción. No tienes un cobre y te has quedado de provinciano. —No he tenido tiempo para seguirle la pista al resto de la Promoción — dijo Bermúdez, calmadamente, mirando a Espina sin arrogancia, sin modestia—. Pero, claro, a ti te ha ido mejor que a todos los demás juntos. —El mejor alumno, el más inteligente, el más chancón —dijo Espina—. Bermúdez será Presidente y Espina su ministro decía el Tordo. ¿Te acuerdas? —Ya entonces querías ser Ministro, de veras —dijo Bermúdez, con una risita agria—. Ya está, ya eres. ¿Estarás contento, no? —No lo he pedido, no lo he buscado —el coronel Espina abrió los brazos con resignación—. Me lo han impuesto y lo he aceptado como un deber. —En Chincha decían que eras un militar apristón, que habías ido a un coctail que dio Haya de la Torre —siguió sonriendo Bermúdez, sin convicción—. Y ahora, fíjate, cazando apristas como pericotes. Así decía el tenientito que me mandaste. Y, a propósito, ya va siendo hora de que me digas por qué tanto honor conmigo. La puerta del despacho se abrió, entró un hombre de rostro circunspecto haciendo venias, con unos papeles en las manos, ¿podía, señor Ministro?, pero el coronel después doctor Alcibíades, lo inmovilizó con un gesto, que no los interrumpiera nadie. El hombre hizo otra venia, muy bien señor Ministro, y salió. —Señor Ministro —carraspeó Bermúdez, sin nostalgia, mirando letárgicamente en torno—. Me parece mentira. Como estar sentado aquí. Como que seamos cincuentones ya los dos. El coronel Espina le sonreía con afecto, había perdido mucho pelo pero los mechones que conservaba no tenían una cana, y su cobriza cara se mantenía lozana; paseaba despacio sus ojos por el rostro curtido e indolente de Bermúdez, por el cuerpo avejentado y ascético encogido en el vasto sillón de terciopelo rojo. —Te fregaste por ese matrimonio absurdo —dijo, con voz dulzona y paternal—. Fue el gran error de tu vida, Cayo. Yo te lo previne, acuérdate. —¿Me has mandado buscar para hablarme de mi matrimonio? —dijo sin ira, sin ímpetu, la mediocre vocecita de siempre—. Una palabra más y me voy. —Sigues igual, no aguantas pulgas —se rió Espina—. ¿Cómo está Rosa? Ya sé que no has tenido hijos. —Si no te importa, vamos al grano de una vez —dijo Bermúdez; una sombra de fatiga veló sus ojos, su boca estaba fruncida con impaciencia. Techos, cornisas, azoteas, basurales aéreos se recortaban sobre nubes obesas, por las ventanas, detrás de Espina. —Aunque nos hayamos visto poco, tú has seguido siendo mi mejor amigo —casi se entristeció el coronel—. De chicos, yo te estimaba, Cayo. Más que tú a mí. Te admiraba, hasta te tenía envidia. Bermúdez escrutaba al coronel, imperturbable. El cigarrillo que tenía en la mano se había consumido, la ceniza caía sobre la alfombra, las volutas de humo rompían contra su cara como olas contra rocas pardas. —Cuando estuve de Ministro de Bustamante toda la Promoción me buscó, menos tú —dijo Espina —¿Por qué? Estabas en mala situación, habíamos sido como hermanos. Yo hubiera podido ayudarte. —¿Vinieron como perros a lamerte las manos, a pedirte recomendaciones y a proponerte negociados? —dijo Bermúdez—. Como yo —Ya veo que tienes confianza en tu viejo condiscípulo —dijo, al fin, Bermúdez, tan bajo que el coronel avanzó la cabeza—. Haber elegido a este provinciano frustrado y sin experiencia para ser tu brazo derecho, es todo un honor, Serrano. —Déjate de ironías —Espina dio un golpecito en la mesa—. Dime si aceptas o no. —Una cosa así no se decide tan rápido —dijo Bermúdez—. Dame unos días para darle vueltas. —No te doy ni media hora, vas a contestarme ahora mismo —dijo Espina—. El Presidente me espera a las seis en Palacio. Si aceptas, vienes conmigo para que te lo presente. Si no, puedes regresarte a Chincha. —Las funciones de Director de Gobierno me las imagino —dijo Bermúdez—. En cambio, no me imagino el sueldo. —Un sueldo básico y unos gastos de representación —dijo el coronel Espina—. Unos cinco o seis mil soles, calculo. Ya sé que no es mucho. —Es bastante para vivir modestamente —sonrió apenas Bermúdez—. Como yo soy un hombre modesto, me alcanzaría. —Ni una palabra más, entonces —dijo el coronel Espina—. Pero todavía no me has contestado. ¿He hecho una estupidez? —Eso sólo puede decirlo el tiempo, Serrano —sonrió otra vez Bermúdez, a medias. ¿Si el Serrano nunca reconoció a Ambrosio? Cuando Ambrosio era chofer de don Cayo subió al auto mil veces, don, mil veces lo había llevado a su casa. Tal vez lo reconocería, pero el caso es que nunca se lo demostró, don. Como él era Ministro entonces, se avergonzaría de haber sido conocido de Ambrosio cuando no era nadie, no le haría gracia que Ambrosio supiera que él estuvo enredado en el rapto de la hija de la Túmula. Lo borraría de su cabeza para que esta cara negra no le trajera malos recuerdos, don. Las veces que se vieron trató a Ambrosio como a un chofer que se ve por primera vez. Buenos días, buenas tardes, y el Serrano lo mismo. Ahora que le iba a decir una cosa, don. Es verdad que la Rosa se puso indiota y se llenó de lunares, pero en el fondo su historia daba compasión ¿no, don? Después de todo era su mujer ¿no es cierto? Y la dejó en Chincha y ella no pudo gozar de nada cuando don Cayo se volvió importante. ¿Que qué fue de ella todos estos años? Cuando don Cayo se vino a Lima ella se quedó en la casita amarilla, a lo mejor todavía sigue ahí ahuesándose. Pero a ella no la abandonó como a la señora Hortensia, sin un medio. Le pasaba su pensión, a Ambrosio le dijo muchas veces hazme recuerdo que tengo que mandarle plata a Rosa, negro. ¿Qué hizo ella todos estos años? Quién sabe, don. Su vida de siempre sería, una vida sin amigas ni parientes. Porque desde el matrimonio no volvió a ver a nadie de la ranchería, ni siquiera a la Túmula. Se lo prohibiría don Cayo, seguro. Y la Túmula se las pasaba maldiciendo a su hija porque no la recibía en su casa. Pero ni por ésas, don; no entró a la sociedad de Chincha, qué esperanza, quién se iba a estar juntando con la hija de la lechera aunque fuera mujer de don Cayo y se pusiera zapatos y se lavara la cara a diario. Si todos la habían visto arreando el burro y repartiendo porongos. Y, además, sabiendo que el Buitre no la reconocía como nuera. No tuvo más remedio que encerrarse en un cuartito que tomó don Cayo detrás del Hospital San José, y llevar vida de monja. No salía casi nunca, de vergüenza, porque en la calle la señalaban, o de miedo al Buitre quizá. Después ya sería por costumbre. Ambrosio la había visto algunas veces, en el mercado, o sacando una batea a la calle y fregando ropa, arrodillada en la vereda. Así que de qué le sirvió tanta viveza, don, tanta mañosería para pescar al blanquito. Ganaría un apellido y mejoraría de clase, pero se quedó sin una amiga y hasta sin madre. ¿Don Cayo, don? Sí, él tenía amigos, los sábados se lo veía tomándose sus cerveciolas en el «Cielito lindo», o jugando sapo en el Jardín El Paraíso, o en el bulín y decían que se metía siempre al cuarto con dos. Rara vez salía con la Rosa, don, hasta al cine se iba solo. ¿En qué trabajó don Cayo, don? En el almacén de los Cruz, en un banco, en una notaría, después vendía tractores a los hacendados. Pasó como un año en el cuartito ése, cuando mejoró se mudó al barrio Sur, Ambrosio en ese tiempo ya era chofer interprovincial y paraba poco en Chincha, y en una de ésas que llegó al pueblo le dijeron se murió el Buitre y don Cayo y la Rosa se han ido a vivir con la beata. Doña Catalina se murió cuando el gobierno de Bustamante, don. Cuando a don Cayo le cambió la suerte, con Odría, en Chincha decían ahora la Rosa se hará casa nueva y tendrá sirvientas. Nada de eso, don. Comenzaron a lloverle visitas a la Rosa, entonces. En La Voz de Chincha salían fotos de don Cayo que decían Chinchano ilustre y quién no le caía a la Rosa para pedirle un puestecito para mi marido, una bequita para mi hijo y que a mi hermano lo nombren profesor aquí, subprefecto allá. Y las familias de apristas y apristones a llorarle que don Cayo suelte a mi sobrinito o deje volver al país a mi tío. Ahí vino la venganza de la hija de la Túmula, don, ahí pagaron los que le hicieron desaires. Dicen que los recibía en la puerta y que a todos les ponía la misma cara de idiota. ¿Estaba preso su; hijito? Ay, qué pena. ¿Un puesto para su entenadito? Que fuera a Lima y le hablara a su marido y hasta lueguito. Pero todo esto Ambrosio sólo lo sabía de oídas, don, ¿no ve que entonces ya estaba en Lima, también? ¿Quién lo había convencido a él que se viniera a buscar a don Cayo, don? La negra, Ambrosio no quería, decía dicen que a todos los chinchanos que van a pedirle algo los larga. Pero a él no lo largó, don, lo ayudó y Ambrosio se lo agradecía. Sí, odiaba a los chinchanos, quién sabe por qué, ya ve que no hizo nada por Chincha, ni una escuelita hizo construir en su tierra. Cuando pasó el tiempo y las gentes comenzaron a hablar mal de Odría, y volvieron a Chincha los apristas desterrados, dicen que el subprefecto puso un policía en la casita amarilla para proteger a la Rosa, ¿no ve que don Cayo era tan odiado, don? Pura tontería, desde que él estaba en el gobierno ni vivían juntos ni se veían, todos sabían que si la mataban a la Rosa con eso no le hacían daño a don Cayo, más bien un favor. Porque no sólo no la quería, don, sino que hasta la odiaría, por habérsele puesto tan fea, ¿no cree usted? —Ya ves qué bien te recibió —dijo el coronel Espina—. Ya has visto qué clase de hombre es el General. —Necesito poner en orden mi cabeza —murmuró Bermúdez—. La tengo hecha una olla de grillos. —Anda a descansar —dijo Espina—. Mañana te presentaré a la gente del Ministerio y te pondré al tanto de las cosas. Pero dime al menos si estás contento. —No sé si contento —dijo Bermúdez—. Como borracho, más bien. IV —ASÍ QUE en Pucallpa y por culpa de ese Hilario Morales, así que sabes cuándo y por qué te jodiste —dice Santiago—. Yo haría cualquier cosa por saber en qué momento me jodí. ¿Se acordaría, traería el libro? El verano estaba acabando, parecían las cinco y todavía no eran las dos, y Santiago piensa: trajo el libro, se acordó. Se sentía eufórico al entrar al polvoriento zaguán de losetas y pilares desportillados, impaciente, que él ingresara, que ella ingresara, optimista, y tú ingresaste, piensa, y ella ingresó: ah, Zavalita, te sentías feliz. —Está sano, es joven, tiene trabajo, tiene mujer —dice Ambrosio—. ¿En qué forma puede haberse jodido, niño? Solos o en grupos, las caras hundidas en sus apuntes, ¿cuántos de éstos entrarían, dónde estaba Aída?, los postulantes daban vueltas al patio a paso de procesión, repasaban sentados en las bancas astilladas, recostados contra las mugrientas paredes se interrogaban a media voz. Cholos, cholas, aquí no venía la gente bien. Piensa: mamá, tenías razón. —Antes de irme de la casa, cuando entré a San Marcos, yo era un tipo puro —dice Santiago. Reconoció algunas caras del examen escrito, cambió sonrisas y holas, pero Aída no aparecía, y fue a instalarse junto a la entrada. Oyó a un grupo releyendo geografía, oyó a un muchacho, inmóvil, los ojos bajos, recitando como si rezara, los Virreyes del Perú. —¿De ésos que se fuman los ricachos en los toros? —se ríe Ambrosio. La vio entrar: el mismo vestido recto color ladrillo, los mismos zapatos sin taco del examen escrito. Avanzaba con su aire de alumna uniformada y estudiosa por el atestado zaguán, volvía a un lado y otro su cara de niña agrandada, sin brillo, sin gracia, sin pintar, buscando algo, alguien, con sus, ojos duros y adultos. Sus labios se plegaron, su boca masculina se abrió y la vio sonreír: el tosco rostro se suavizó, iluminó. La vio venir hacia él: hola Aída. —Me cagaba en la plata y me creía capaz de grandes cosas —dice Santiago—. Un puro en ese sentido. —En Grocio Prado vivía la beata Melchorita, daba todo lo que tenía y se las pasaba rezando —dice Ambrosio—. ¿Usted quería ser un santo como ella, muchacho? —Te traje La noche quedó atrás —dijo Santiago—. Ojalá te guste. —Me hablaste tanto que me muero de ganas de leerla —dijo Aída—. Aquí tienes la novela del francés sobre la Revolución China. —¿Jirón Puno, calle de Padre Jerónimo? —dice Ambrosio—. ¿Regalan plata en esa casa a los negros fregados como el que habla? —Ahí dimos el examen de ingreso el año que entré a San Marcos — dice Santiago—. Yo había estado enamorado de chicas de Miraflores, pero en Padre Jerónimo me enamoré por primera vez de verdad. —No parece una novela, sino un libro de historia —dijo Aída. —Ah, qué tal —dice Ambrosio—. ¿Y ella también se enamoró de usted? —Aunque es una autobiografía, se lee como una novela —dijo Santiago —. Ya verás el capítulo «La noche de los cuchillos largos», sobre una revolución en Alemania. Formidable; ya verás. —¿Sobre una revolución? —Aída hojeó el libro, la voz y los ojos ahora llenos de desconfianza—. ¿Pero este Valtin es comunista o anticomunista? —No sé si se enamoró de mí, no sé si supo que yo estaba enamorado de ella —dice Santiago—. A veces pienso que sí, a veces que no. —Usted no supo, ella no sabía, qué enredado, ¿acaso esas cosas no se saben siempre, niño? —dice Ambrosio—. ¿Quién era la muchacha? —Te advierto que si es anti te lo devuelvo —y la suave voz tímida de Aída se volvió desafiante—. Porque yo soy comunista. —¿Tú eres comunista? —la miró atónito Santiago— ¿de veras eres comunista? Todavía no eras, piensa, querías ser comunista. Sentía su corazón golpeando fuerte y estaba maravillado: en San Marcos no se estudia nada, flaco, sólo se hacía política, era una cueva de apristas y de comunistas, todos los resentidos del Perú se juntaban ahí. ]Piensa: pobre papá. Ni siquiera habías entrado a San Marcos, Zavalita, y mira lo que descubrías. —En realidad, soy y no soy —confesó Aída—. Porque dónde andarán los comunistas aquí. ¿Cómo se podía ser comunista sin saber siquiera si existía un partido comunista en el Perú? A lo mejor Odría los había encarcelado a todos, a lo mejor deportado o asesinado. Pero si aprobaba el oral y entraba a San Marcos, Aída averiguaría en la Universidad, se pondría en contacto con los que quedaban y estudiaría marxismo y se inscribiría en el Partido. Me miraba desafiándome, piensa, a ver discúteme, su voz era suavecita y sus ojos insolentes, dime son unos ateos, ardientes, a ver niégame, inteligentes, y tú, piensa, la escuchabas asustado y admirado: eso existía, Zavalita. Piensa: ¿me enamoré ahí? —Una compañera de San Marcos —dice Santiago—. Hablaba de política, creía en la Revolución. —Caramba, no se enamoraría de una aprista, niño —dice Ambrosio. —Los apristas ya no creían en la Revolución —dice Santiago—. Ella era comunista. —Pa su diabla —dice Ambrosio—. Pa su macho, niño. Nuevos postulantes llegaban a Padre Jerónimo, invadían el zaguán, el patio, corrían hacia las listas clavadas con tachuelas en un tablero, afanosamente revisaban sus apuntes. Un rumor atareado flotaba sobre el local. —Te has quedado mirándome como si fuera un ogro —dijo Aída. —Qué ocurrencia, yo respeto todas las ideas, y además, no creas, también soy de —calló, buscó, tartamudeó Santiago— ideas avanzadas. —Vaya, me alegro por ti —dijo Aída—. ¿Daremos hoy el oral? Tanto esperar tengo una confusión terrible, no me acuerdo nada de lo que estudié. —Repasemos un poco, si quieres —dijo Santiago—. ¿Qué te asusta más? —¿Al «Sunset»? ¿con el Pepe Yáñez? —dijo el Chispas—. ¿Con el huachafo ése? —No es que quiera ser poeta pero me gusta mucho la Literatura —dijo Santiago. —¿Te has vuelto loca, Teté? —dijo don Fermín—. ¿Es cierto eso, Teté? —Mentira, mentira —temblaba, fulminaba a Santiago con los ojos la Teté—. Maldito, imbécil, te odio, muérete. —Y a mí también —dijo Aída—. En Pedagogía voy a escoger Literatura y Castellano. —¿Crees que vas a engañar así a tus padres, pedazo de? —dijo la señora Zoila—. Y cómo se te ocurre decirle maldito a tu hermano, loca. —No estás en edad de ir a boites, criatura —dijo don Fermín—. No sales hoy, ni mañana, ni el domingo. —Al Pepe Yáñez le voy a romper el alma —dijo el Chispas—. Lo voy a matar, papá. Ahora la Teté lloraba a gritos, maldito, había derramado la taza de té, por qué no se moría de una vez, y la señora Zoila loquita, loquita, tan grandazo y tan maricón, y la señora Zoila estás manchando el mantel, en vez de andar chismeando como las mujeres anda a escribir tus versitos de maricón. Se levantó de la mesa y salió del comedor y todavía gritó tus versitos de chismoso y de maricón y que se muriera de una vez, maldito. La oyeron subir las escaleras, dar un portazo. Santiago movía la cucharita en la taza vacía como si acabara de echarle azúcar. —¿Es verdad eso que dijo la Teté? —sonrió don Fermín—. ¿Escribes versos tú, flaco? —Los esconde en un cuadernito detrás de la Enciclopedia, la Teté y yo los hemos leído todos —dijo el Chispas—. Versitos de amor, y también sobre los Incas. No te avergüences, supersabio. Míralo cómo se ha puesto, papá. —Tú apenas sabes leer, así que está difícil que hayas leído nada —dijo Santiago. —No eres la única persona que lee en el mundo —dijo la señora Zoila —. No seas tan creído. —Anda a escribir tus versitos afeminados, supersabio —dijo el Chispas. —Qué han aprendido, para qué han ido al mejor colegio de Lima — suspiró la señora Zoila—. Se insultan como carreteros delante de nosotros. —¿Y por qué no me has contado que escribías versos? —dijo don Fermín—. Tienes que enseñármelos, flaco. —Mentiras del Chispas y de la Teté —balbuceó Santiago—. No les hagas caso, papá. Ahí estaba el jurado, eran tres, en el local se había instalado un temeroso silencio. Muchachos y muchachas vieron a los tres hombres cruzar el zaguán precedidos por un conserje, los vieron desaparecer en un aula. Que yo entre, que ella entre. Brotó de nuevo el zumbido, más espeso y rumoroso que antes, Aída y Santiago volvieron al patio del fondo. —Vas a aprobar y con notas altas —dijo Santiago—. Te sabes las balotas con puntos y comas. —No creas, hay muchas que sé apenas —dijo Aída—. Tú sí que vas a ingresar. —Me pasé todo el verano chancando —dijo Santiago—. Si me jalan me pego un tiro. —Yo estoy contra el suicidio —dijo Aída—. Matarse es una cobardía. —Cuentos de los curas —dijo Santiago—. Hay que ser muy valiente para matarse. —A mí no me importan los curas —dijo Aída, y los ojitos piensa: a ver, a ver, atrévete—. Yo no creo en Dios, yo soy atea. —Yo también soy ateo —dijo Santiago, en el acto—. Por supuesto. Reanudaron la caminata, las preguntas, a ratos se distraían, olvidaban los cuestionarios y se ponían a conversar, a discutir: coincidían, disentían, bromeaban el tiempo se iba volando y de pronto ¡Zavala, Santiago! Apúrate, le sonrió Aída, y que le tocara una balota fácil. Atravesó una doble valla de postulantes, entró al aula del examen, y ya no te acuerdas, Zavalita, qué balota te tocó, ni las caras de los jurados, ni qué respondiste: sólo que salió contento. —Se acuerda de la muchacha que le gustaba y lo demás ya se le borró —dice Ambrosio—. Natural, niño. Todo te gustaba ese día, piensa. El local que se caía de viejo, las caras color betún o tierra o paludismo de los postulantes, la atmósfera que hervía de aprensión, las cosas que decía Aída. ¿Cómo te sentías Zavalita? Piensa: como el día de mi primera comunión. —Viniste porque era Santiago el que la hacía —hizo pucheros la Teté —. A la mía no viniste, ya no te quiero. —Ven, dame un beso, no seas tontita —dijo don Fermín—. Vine porque el flaco se sacó el primer puesto, si hubieras sacado buenas notas también habría ido a tu primera comunión. Yo los quiero a los tres igual. —Lo dices, pero no es cierto —se quejó el Chispas—. Tampoco fuiste a mi primera comunión. —Con esta escena de celos le van a amargar el día al flaco, déjense de adefesios —dijo don Fermín—. Vengan, suban al carro. —A la Herradura a tomar milk-shakes con hotdogs, papá —dijo Santiago. —A la Rueda Chicago que han puesto en el Campo de Marte, papá — dijo el Chispas. —Vamos a la Herradura —dijo don Fermín—. El flaco es el que ha hecho la primera comunión, hay que darle gusto a él. Salió del aula sonriendo, pero antes de llegar hasta Aída, ¿daban ahí mismo las notas, preguntas largas o cortas?, tuvo que soportar el asalto de los postulantes, y Aída lo recibió sonriendo: por su cara se veía que había salido bien, qué bien, ya no tienes que pegarte un tiro. —Antes de sacar la balota, pensé mi alma por una fácil —dijo Santiago —. Así que si el diablo existe me iré al infierno. Pero el fin justifica los medios. —Ni el alma ni el diablo existen —a ver, a ver—. Si crees que el fin justifica los medios eres un nazi. —Daba la contra en todo, opinaba sobre todo, discutía como si quisiera trompearse —dice Santiago. —Una hembrita entradora, de ésas que un dice blanco y ellas negro, uno negro y ellas no, blanco —dice Ambrosio—. Mañas para calentar al hombre, pero que hacen su efecto. lo que había sido: porque desde el golpe de Odría los dirigentes eran perseguidos y los centros federados desmantelados y porque las clases estaban llenas de soplones matriculados como alumnos y Santiago frívolamente lo interrumpió: ¿vivía Jacobo en Miraflores? Le parecía haberlo visto por allá alguna vez, y Jacobo se ruborizó y asintió de mala gana y Aída se echó a reír: así que los dos eran miraflorinos, así que los dos eran unos niños bien. Pero a Jacobo, piensa, no le gustaba bromear. Los ojos azules pedagógicamente posados en ella, la voz paciente, andina, desenvuelta, explicaba no importa donde se vive sino lo que se piensa y se hace, y Aída era cierto, pero ella no había dicho en serio sino, jugando lo de niños bien, y Santiago leería, estudiaría, aprendería marxismo como él: ah, Zavalita. El conserje gritó un apellido y Jacobo se puso de pie: lo llamaban. Fue hacia el aula sin prisa, confiado y calmado como hablaba, ¿inteligente, no?, y Santiago miró a Aída, inteligentísimo, y además cuánto sabía de política y Santiago decidió él sabría más. —¿Será cierto que hay soplones entre los alumnos? —dijo Aída. —Si descubrimos alguno en nuestro año, lo apañaremos —dijo Santiago. —Ya hablas como alumno, quién como tú —dijo Aída—. Vamos a repasar otro poquito. Pero apenas habían reanudado las preguntas y el paseo circular salió Jacobo del aula, lento y angosto en su desvaído terno azul, y se les acercó, risueño y decepcionado, los exámenes eran una broma, Aída no tenía de qué preocuparse, el presidente del jurado, un químico, sabía de letras menos que tú o yo. Había que contestar con seguridad, sólo al que dudaba lo jalaba. Me había caído mal, piensa, pero cuando llamaron a Aída y la acompañaron hasta el aula y regresaron a la banca y conversaron solos, te cayó bien, Zavalita. Se te quitaron los celos, piensa, comencé a admirarlo. Había terminado el colegio hacía dos años, no ingresó a San Marcos el año anterior por una tifoidea, opinaba como quien da hachazos. Te sentías mareado, imperialismo, idealismo, como un caníbal que ve rascacielos, materialismo, conciencia social, confuso, inmoral. Cuando sanó, venía en las tardes a dar vueltas por la Facultad de Letras, iba a leer a la Biblioteca Nacional, y sabía todo y tenía respuestas para todo y hablaba de todo, piensa, menos de él. ¿En qué colegio había estudiado, era judía su familia, tenía hermanos, en qué calle vivía? No se impacientaba con las preguntas, era prolijo e impersonal en sus explicaciones, el aprismo significaba reformismo y el comunismo revolución. ¿Llegó alguna vez a estimarte y odiarte, piensa, a envidiarte como tú a él? Iba a estudiar Derecho e Historia y tú lo escuchabas deslumbrado, Zavalita: estudiaban juntos, iban a la imprenta clandestina juntos, conspiraban, militaban, preparaban juntos la Revolución. ¿Qué pensaba de ti, piensa, qué pensaría ahora de ti? Aída llegó a la banca con los ojos chispeando: la balota uno, se había cansado de hablarles. La felicitaron, fumaron, salieron a la calle. Los automóviles pasaban por Padre Jerónimo con los faros encendidos, y una brisa lustral les refrescaba la cara mientras bajaban por Azángaro, locuaces, excitados, hacia el Parque Universitario. Aída tenía sed, Jacobo hambre, ¿por qué no iban a tomar algo? propuso Santiago, ellos buena idea, él los invitaba y Aída uy qué burgués. No fuimos a esa chingana de la Colmena a comer panes con chicharrón sino a contarnos nuestros proyectos, piensa, a hacernos amigos discutiendo hasta perder la voz. Nunca más esa exaltación, esa generosidad. Piensa: esa amistad. —A mediodía y en las noches esto se repleta —dijo Jacobo—. Los estudiantes vienen aquí después de las clases. —Quiero contarles algo de una vez —Santiago apretó los puños debajo de la mesa y tragó saliva—. Mi padre está con el gobierno. Hubo un silencio, el cambio de miradas entre Jacobo y Aída parecía eterno, Santiago oía pasar los segundos y se mordía la lengua: te odio, papá. —Se me ocurrió que eras pariente de ese Zavala —dijo Aída, por fin, con una afligida sonrisa de pésame—. Pero qué importa, tu padre es una cosa y tú otra. —Los mejores revolucionarios salieron de la burguesía —le levantó la moral Jacobo, sobriamente. Rompieron con su clase y se convirtieron a la ideología de la clase obrera. Dio algunos ejemplos y, conmovido, piensa, agradecido, Santiago les contaba sus peleas sobre religión con los curas del colegio, las discusiones políticas con su padre y sus amigos del barrio, y Jacobo se había puesto a revisar los libros que estaban sobre la mesa: La condición humana, era interesante aunque un poquito romántica, y no valía la pena leer La noche quedó atrás, su autor era anticomunista. —Sólo al final del libro —protestó Santiago—, sólo porque el Partido no quiso ayudarlo a rescatar a su mujer de los nazis. —Peor todavía —explicó Jacobo—. Era un renegado y un sentimental. —¿Si se es sentimental no se puede ser revolucionaria? —preguntó Aída, apenada. Jacobo reflexionó unos segundos y alzó los hombros: quizá en algunos casos se podía. —Pero los renegados son lo peor que hay, fíjense en el Apra —añadió —. Se es revolucionario hasta el final o no se es. —¿Tú eres comunista? —dijo Aída, como si preguntara qué hora tienes, y Jacobo perdió un instante su calma: sus mejillas se sonrosaron, miró alrededor, ganó tiempo tosiendo. —Un simpatizante —dijo, cautelosamente—. El Partido está fuera de la ley y no es fácil ponerse en contacto. Además, para ser comunista, hay que estudiar mucho. —Yo también soy simpatizante —dijo Aída, encantada—. Qué suerte que nos conociéramos. —Y yo también —dijo Santiago—. Conozco poco de marxismo, pero quisiera saber más. Sólo que dónde, cómo. Jacobo los miró uno por uno a los ojos, lenta y profundamente, como calculando su sinceridad o discreción, y echó una nueva ojeada en torno y se inclinó hacia ellos: había una librería de viejo, aquí en el centro. La había descubierto el otro día, entró a curiosear y estaba hojeando unos libros cuando aparecieron unos números, antiquísimos, interesantísimos, de una revista que se llamaba piensa Cultura soviética. Libros prohibidos, revistas prohibidas y Santiago vio estantes rebalsando de folletos que no se vendían en las librerías, de volúmenes que la policía había retirado de las Bibliotecas. A la sombra de paredes roídas por la humedad, entre telarañas y hollín, ellos consultaban los libros explosivos, discutían y tomaban notas, en noches como boca de lobo, a la luz de improvisados candeleros, hacían —Está bien, no llores, no te arrodilles, te creo, lo hiciste por mí —dijo don Fermín—. ¿No pensaste que en vez de ayudarme podías hundirme para siempre? ¿Para qué te dio cabeza Dios, infeliz? —Ni creas, me encantan los locos —dijo Aída—. Estuve dudando entre Derecho y Psiquiatría. —Lo que pasa es que te consiento demasiado y abusas, flaco —dijo don Fermín—. Anda a tu cuarto de una vez. —Cuando me castigas, a mí me dejas sin propina, cuando a Santiago sólo lo mandas a acostarse —dijo la Teté—. Qué tal raza, papá. —Lo que pasa es que nadie está contento con su suerte —dice Ambrosio—. Ni usted, que lo tiene todo. Qué diré yo, imagínese. —Quítale a él la propina también, papá —dijo el Chispas—. Por qué esas preferencias. —Me alegro que escogieras Derecho —dijo Santiago—. Fíjate, ahí está Jacobo. —No metan la cuchara cuando hablo con el flaco —dijo don Fermín—. Si no, se van a quedar sin propina ustedes. V LE DIERON guantes de jebe, un guardapolvo, le dijeron eres envasadora. Comenzaban a caer las pastillas y ellas tenían que acomodarlas en los frascos y poner encima pedacitos de algodón. A las que colocaban las tapas les decían taperas, etiqueteras a las que pegaban las etiquetas, y al final de la mesa cuatro mujeres recogían los frascos y los ordenaban en cajas de cartón: les decían embaladoras. Su vecina se llamaba Gertrudis Lama y tenía gran rapidez en los dedos. Amalia comenzaba a las ocho, paraba a las doce, volvía a las dos y salía a las seis. A los quince días de entrar al laboratorio, su tía se mudó de Surquillo a Limoncillo, y al principio Amalia iba a almorzar a la casa, pero resultaba caro tanto ómnibus y el tiempo muy justo. Un día llegó a las dos y cuarto y la inspectora ¿abusas porque eres recomendada del dueño? Tráete la comida como nosotras, le aconsejó Gertrudis Lama, ahorrarás plata y tiempo. Desde entonces se llevaba un sandwich y fruta y se iba a almorzar con Gertrudis a una acequia de la avenida Argentina donde venían vendedores ambulantes a ofrecerles limonadas y raspadillas, y tipos que trabajaban en la vecindad a fastidiarlas. Gano más que antes, pensaba, trabajo menos y tengo una amiga. Extrañaba un poco su cuartito y a la niña Teté, pero del desgraciado ése ni me acuerdo ya, le decía a Gertrudis Lama, y Santiago ¿la Amalia?, y Ambrosio sí ¿se acuerda de ella, niño? No había cumplido un mes en el laboratorio cuando conoció a Trinidad. Decía vulgaridades con más gracia que los otros, Amalia se acordaba a solas de sus disparates y soltaba la carcajada. Simpático aunque un poquito chiflado ¿no?, le dijo un día Gertrudis, y otro cómo te ríes con él, y otro se nota que el loquito te está gustando. A ti será, dijo Amalia; y pensó ¿me está gustando?, y Santiago ¿Amalia tu mujer, Amalia la que se murió en Pucallpa? Una tarde lo vio en el paradero, esperándola. Lo más fresco se subió al tranvía, se sentó a su lado, negra consentida, y comenzó con sus chistes, cholita engreída, ella estaba seria por afuera y muerta de risa por adentro. Le pagó el pasaje y cuando Amalia se bajó él chaucito amor. Era flaquito, moreno, loquísimo, pelos lacios retintos, buen mozo. Sus ojos se corrían y cuando entraron en confianza Amalia le decía tienes de chino, y él y tú eres una cholita blanca, haremos bonita mezcla, y Ambrosio sí niño, la misma. Otra vez la acompañó hasta el centro en el tranvía y se subió con ella al ómnibus de Limoncillo y también le pagó el pasaje y ella qué ahorros. Trinidad quería invitarla a tomar lonche pero Amalia no, no podía aceptarle. Bajémonos amorcito, bájese usted, qué confianzas eran ésas. Me voy si nos presentamos, dijo él, y le estiró la mano, Trinidad López tanto gusto, y ella se la estiró, tanto gusto Amalia Cerda. Al día siguiente Trinidad se sentó a su lado en la acequia y comenzó a decirle a Gertrudis qué amiguita más consentida tiene, Amalia me quita el sueño. Gertrudis le seguía la cuerda y se hicieron amigos y después Gertrudis a Amalia hazle caso al loquito, te olvidarás del tal Ambrosio, y Amalia de ése ni me acuerdo ya, y Gertrudis ¿de veras?, y Santiago ¿tenías tus cosas con Amalia desde que trabajaba ella en la casa? A Amalia le chocaban los disparates que decía Trinidad, pero le gustaba su boca y que no tratara de aprovecharse. La primera vez que trató fue en el ómnibus de Limoncillo. Estaba repleto, iban aplastados uno contra el otro, y ahí notó que comenzaba a frotarse. No podía retroceder, tienes que hacerte la tonta. Trinidad la miraba serio, le acercaba la cara, y de repente yo te quiero y la besó. Sintió calor, que alguien se reía. Abusivo, cuando bajaron se puso furiosa, la había avergonzado delante de todos, aprovechador. Era la mujer que andaba buscando, le decía Trinidad, te tengo metida en el corazón. Ni loca para creer lo que dicen los hombres, decía Amalia, sólo piensas en aprovecharte. Fueron hacia la casa, antes de llegar ven un ratito a esa esquinita, y ahí de nuevo la besó, qué rica eres, la abrazaba y se le aflojaba la voz, yo te quiero, siente, siente cómo me pones. Ella le atajaba las manos, peinaba la montaña, y odiaba al Toro, que ganaba metiendo los dedos a los ojos y tirando tacles al estómago. Pero en el Luna Park casi no se veían mujeres, había borrachos atrevidos y en las tribunas se armaban peleas peores que en el ring. Te doy gusto con el fútbol pero basta de deporte, le decía a Trinidad, llévame más bien al cine. Lo que tú digas, amorcito, pero siempre andaba con mañas para ir al Luna Park. Le enseñaba el aviso del cachascán de La Crónica, se ponía a hablar de llaves y contrasuelazos, esta noche se quita el antifaz el Médico si le gana al Mongol ¿no crees que eso estaría de candela? No creo, le decía Amalia, será como siempre nomás. Pero ya estaba encariñada con él y a veces bueno, esta noche al Luna Park, y él feliz. Un domingo estaban comiendo un apanado después del cachascán y Amalia vio que Trinidad la miraba raro: ¿qué te pasa? Déjala a tu tía, que se viniera con él. Se hizo la enojada, discutieron, me porfió tanto que al final me convenció, le contó después Amalia a Gertrudis Lama. Se fueron donde Trinidad, a Mirones, y esa noche tuvieron la gran pelea. Estuvo muy cariñoso al principio, besándola y abrazándola, diciéndole amorcito con una voz de moribundo, pero al amanecer lo vio pálido, ojeroso, despeinado, la boca temblándole: ahora cuéntame cuántos pasaron ya por aquí. Amalia sólo uno (tonta, requetetonta le dijo Gertrudis Lama), sólo el chofer de la casa en que trabajé, nadie más la había tocado, y Ambrosio: para que no los chaparan sus papás, pues, niño ¿acaso les hubiera gustado? Trinidad comenzó a insultarla y a insultarse por haberla respetado, y de un manotazo la aventó al suelo. Alguien tocó y abrió la puerta, Amalia vio a un viejo que decía Trinidad qué pasa, y Trinidad también lo insultó y ella se vistió y salió corriendo. Esa mañana en el laboratorio las pastillas se le escapaban de los dedos y apenas podía hablar de la pena que sentía. Los hombres tienen su orgullo, le dijo Gertrudis, quién te mandó contarle, debiste negarle, tonta, negarle. Pero te perdonará, la consoló, volverá a buscarte, y ella lo odio, ni muerta se amistaría, y Ambrosio pero después se habían peleado, niño, Amalia se fue por su lado y hasta tuvo sus amores por ahí, y Santiago claro, con un aprista, y Ambrosio sólo mucho después y de casualidad se habían visto de nuevo. Esa tarde, al regresar a Limoncillo, su tía la llamó mala y desconsiderada, no le creyó que había dormido donde una amiga, serás una perdida y la próxima vez que faltara a dormir te botaré. Pasó unos días sin apetito y abatida, unas noches desveladas que no amanecían nunca, y una tarde al salir del laboratorio vio a Trinidad en el paradero. Subió con ella, y Amalia no lo miraba pero sentía calor oyéndolo hablar. Bruta, pensaba, lo quieres. Él le pedía perdón y ella nunca te voy a perdonar, todavía que le había dado gusto yendo a su casa, y él olvidemos el pasado, amorcito, no seas soberbia. En Limoncillo quiso abrazarla y ella lo empujó y amenazó con la policía. Hablaron, forcejearon, Amalia se ablandó y en la esquinita de siempre él, suspirando, me emborraché todas las noches desde esa noche, Amalia, el amor había sido más fuerte que el orgullo, Amalia. Sacó sus cosas a escondidas de su tía, llegaron a Mirones al anochecer, de la mano. En el callejón, Amalia vio al viejo que se había metido al cuarto y Trinidad le presentó a Amalia: mi compañera, don Atanasio. Esa misma noche quiso que Amalia dejara el trabajo: ¿acaso estaba manco, acaso no podía ganar para los dos? Ella le cocinaría, le lavaría la ropa y después cuidaría a los hijos. Te felicito, le dijo a Amalia el ingeniero Carrillo, le diré a don Fermín que te vas a casar. Gertrudis la abrazó con los ojos aguados, me da pena que te vayas pero me alegro por ti. ¿Y cómo sabía que ése con el que vivió Amalia era aprista, niño? Te tendrá bien, le pronosticó Gertrudis, no te engañará. Porque Amalia había ido a la casa dos veces a pedirle al viejo que sacara al aprista de la cárcel, Ambrosio. Trinidad era chistoso, cariñoso, Amalia pensaba lo que me dijo Gertrudis se está cumpliendo. Con sólo lo que él ganaba ya no podían ir las dos al Estadio así que Trinidad iba solo, pero el domingo en la noche salían juntos al cine. Amalia se hizo amiga de la señora Rosario, una lavandera con muchos hijos que vivía en el callejón y era buenísima. La ayudaba a hacer los atados, y a veces venía a conversar con ellas don Atanasio, vendedor de loterías, borrachito y conocedor de la vida y milagros de la vecindad. Trinidad volvía a Mirones a eso de las siete, ella le tenía la comida lista, un día creo que ando encinta, amor. Me echaste la soga al cuello y ahora me clavas la puntilla, decía Trinidad, ojalá sea hombre, van a creer que es tu hermano, qué mamacita tan joven tendrá. Esos meses, pensaría Amalia después, fueron los mejores de la vida. Siempre recordaría las películas que vieron y los paseos que dieron por el centro y por los balnearios, las veces que comieron chicharrones en el Rímac, y la Fiesta de Amancaes a la que fueron con la señora Rosario. Pronto habrá aumento, decía Trinidad, nos caerá bien, y Ambrosio el textil ése también se murió: ¿se había muerto, ah sí? Sí, medio loco, Amalia creía que de unas palizas que le habían dado en tiempo de Odría. Pero no hubo aumento, decían que había crisis, Trinidad venía a la casa malhumorado porque esos carajos hablaban ahora de huelga. Esos carajos del sindicato, requintaba, esos amarillos que reciben sueldo del gobierno. Se habían hecho elegir con ayuda de los soplones y ahora hablaban de huelga. A ésos no les pasaría nada, pero él estaba fichado y dirían el aprista es el agitador. Y efectivamente hubo huelga y al día siguiente don Atanasio entró corriendo a la casa: un patrullero paró en la puerta y se llevó a Trinidad. Amalia fue con la señora Rosario a la Prefectura. Pregunte allá, pregunte acá, no conocían a Trinidad López. Pidió prestado para el ómnibus a la señora Rosario y fue a Miraflores. Cuando llegó a la casa no se atrevía a tocar, va a salir él. Estuvo caminando frente a la puerta y de repente lo vio. Cara de asombro, de felicidad, y al verla encinta, de furia. Ajá, ajá, le señalaba la barriga, ajá, ajá. No he venido a verte a ti, se puso a llorar Amalia, déjame entrar. ¿Cierto que te juntaste con uno de la textil, dijo Ambrosio, el hijo que esperas es de él? Ella se entró a la casa y lo dejó hablando solo. Se quedó esperando en el jardín, mirando el cerco de geranios, la pileta de azulejos, su cuartito del fondo, sintió tristeza, le temblaban las rodillas. Con los ojos nublados vio salir a alguien, cómo está niño Santiago, hola Amalia. Estaba más alto, más hombre, siempre tan flaquito. Aquí venía a visitarlos, pues, niño, qué le había pasado en la cabeza. Él se sacó la boina, tenía una pelusa chiquita y se veía feísimo. Le habían cortado el pelo a coco, así bautizaban a los que acababan de entrar a la Universidad, sólo que a él le estaba demorando en crecer. Y entonces Amalia se echó a llorar, que don Fermín tan bueno me ayude de nuevo, su marido no había hecho nada, lo habían metido preso por gusto, se lo pagaría Dios niño. Salió don Fermín en bata, cálmate hija, qué te pasa. El niño Santiago le contó y ella nada hizo, don aguántame un poquito más que me voy a morir. Iban de vez en cuando al cine. Amalia quiso animarlo a que fuera al Estadio, pero él se agarraba la cabeza: no, estaba enfermo. Se puso flaco como perro, el pantalón que no le cerraba en la bragueta ahora se le chorreaba, ya no le pedía a Amalia córtame el pelo como antes, ¿y por qué la había dejado en Pucallpa?, ¿no te has decepcionado de uno tan poquita cosa que a la primera caída abandona sin luchar y se hace el loco y se deja mantener por la mujer?, le preguntó Gertrudis. Al revés, desde que lo veía hecho un trapo lo quería más. Pensaba todo el tiempo en él, sentía que se acababa el mundo cuando lo oía decir disparates, vez que la desnudaba a jalones en la oscuridad sentía vértigo. Una señora que se había hecho amiga de Amalia se había comedido a criarla, niño. Los dolores de cabeza de Trinidad desaparecían y volvían, de nuevo se iban y venían, y ella nunca sabía si eran de verdad o inventos o exageraciones. Y, además Ambrosio se había metido en un lío y salido pitando de Pucallpa. Sólo los vómitos no se le iban nunca. Es tu culpa, le decía Amalia, y él de los amarillos, amorcito, a ella no le iba a mentir. Un día Amalia encontró a la señora Rosario a la entrada del callejón, las manos en las caderas, los ojos como ascuas: se encerró con la Celeste, había querido abusarla sólo abrió la puerta cuando lo amenacé con el patrullero. Amalia encontró a Trinidad lamentándose, la señora Rosario era mal pensada, llamar a la policía sabiendo que estaba fichado, perversa, a él qué le importaba la retaca de la Celeste, había querido hacerle una broma. Sinvergüenza, ingrato, lo insultaba Amalia, mantenido, loco, y por fin le aventó un zapato. El se dejaba gritar y dar manotazos sin protestar. Esa noche se tiró al suelo apretándose la cabeza con las manos y entre Amalia y don Atanasio lo arrastraron a la calle y lo subieron a un taxi. En la Asistencia Pública le pusieron una inyección. Regresaron a Mirones pasito a paso, Trinidad en medio, parándose a descansar cada cuadra. Lo acostaron y antes de dormirse Trinidad la hizo llorar: déjame, que no arruinara su vida con él, estaba acabado, búscate alguien que te responda mejor. La chiquita se llamaba Amalita Hortensia y tendría cinco o seis añitos ya, niño. Un día, al volver del laboratorio, encontró a Trinidad dando brincos: se acabaron nuestros males, tenía trabajo. La abrazaba, la pellizcaba, se lo veía feliz. Pero y tu enfermedad, decía Amalia atontada, y él se fue, me curé. Se había encontrado en la calle con el compañero Pedro Flores, le contó, un aprista con el que estuvo preso en el Frontón, y cuando Trinidad le dijo lo que le pasaba Pedro ven conmigo, y lo llevó al Callao, le presentó a otros compañeros, y esa misma tarde tenía trabajo en una mueblería. Ya ves, Amalia, así eran los compañeros, se sentía aprista hasta los huesos, viva Víctor Raúl. Ganaría poco pero qué más daba si eso le había levantado la moral. Trinidad salía muy temprano pero volvía antes que Amalia. Mejoró de humor, me duele menos la cabeza, los compañeros lo habían llevado donde un médico que no le cobró y le puso unas inyecciones y ya ves, Amalia, le decía, el partido me cuida, es mi familia. Pedro Flores no venía nunca a Mirones, pero Trinidad salía muchas noches a reunirse con él y Amalia estaba celosa, ¿crees que yo podría engañarte habiéndome ayudado tanto?, se reía Trinidad, te juro que voy a reuniones clandestinas con los compañeros. No te metas en política, le decía Amalia, la próxima vez te matarán. Dejó de hablar de los amarillos, pero le seguían los vómitos. Muchas tardes lo encontraba tumbado en la cama, los ojos hundidos y sin ganas de comer. Una noche que había salido a una reunión, vino don Atanasio y le dijo a Amalia ven y la llevó hasta la esquina. Ahí estaba Trinidad, solito, sentado en la vereda, fumando. Amalia lo estuvo espiando y cuando Trinidad regresó al callejón ¿cómo te fue? y él bien, discutimos mucho. Ella pensó: otra mujer. ¿Pero entonces por qué estaba tan cariñoso? La primera semana de trabajo esperó a Amalia con su sobre sin abrir, vamos a comprarle algo a la señora Rosario para que se le pase el enojo, le escogieron un perfumito, y después ¿qué quieres que te compre a ti, amorcito? Mejor paga el alquiler, le dijo Amalia, pero él quería gastarse esa plata en ella, amorcito. Amalita por su mamá, y Hortensia por una señora donde había trabajado Amalia, niño, una a la que quería mucho y que también se murió: claro que después de lo que hiciste tienes que salir de aquí, infeliz, dijo don Fermín. Fuiste mi salvación, le decía Trinidad, dime qué quieres. Y entonces Amalia vamos al cine. Vieron una de Libertad Lamarque, triste, la historia se parecía a la de ellos, Amalia salió suspirando y Trinidad tienes muchos sentimientos, amorcito, vales mucho. Se estuvieron bromeando y otra vez se acordó del hijo y le tocaba la barriga, qué gordito. La señora Rosario se echó a llorar por el perfumito y le dijo a Trinidad no sabías lo que hacías, abrázame. Al otro domingo Trinidad vamos a ver a tu tía, se amistaría con Amalia cuando supiera lo del hijo. Fueron a Limoncillo y Trinidad entró primero y después salió la tía con los brazos abiertos a llamar a Amalia. Se quedaron a comer con ella y Amalia pensaba se fue la mala, todo se arregló. Se sentía muy pesada ya, Gertrudis Lama y otras compañeras del laboratorio le habían hecho ropitas para el hijo. El día que desapareció Trinidad, Amalia había ido con Gertrudis donde el médico. Volvió a Mirones tarde y Trinidad no estaba, amaneció y no llegaba, y a eso de las diez de la mañana paró un taxi en el callejón y bajó un tipo que preguntó por Amalia: quiero hablarle a solas, era Pedro Flores. La hizo subir al taxi y ella qué le ha pasado a mi marido, y él está preso. Usted tiene la culpa, gritó Amalia, y él la miró como si estuviera loca, usted lo invencionó que se metiera en política, y Pedro Flores ¿yo, en política? él no se había metido ni se metería nunca en política porque odiaba la política, señora, y más bien el loco de Trinidad lo había podido meter anoche en un gran lío. Y le contó: volvían de una fiestecita en Barranco y al pasar por la Embajada de Colombia Trinidad para un ratito, tengo que bajar, Pedro Flores creyó que iba a orinar, pero bajó del taxi y comenzó a gritar amarillos, viva el Apra, Víctor Raúl, y cuando él arrancó asustado vio que a Trinidad le llovían cachacos. Usted tiene la culpa, lloraba Amalia, el Apra tiene la culpa, le van a pegar. Qué le pasaba, de qué habla: ni Pedro Flores era aprista ni Trinidad había sido nunca aprista, lo sé de sobra porque somos primos, se habían criado juntos en la Victoria, nacimos en la misma casa, señora. Mentira, él nació en Pacasmayo, lloriqueaba Amalia, y Pedro Flores quién le hizo creer ese cuento. Y le juró: nació en Lima y nunca salió de aquí y nunca se metió en política, sólo que una vez lo llevaron preso por equivocación o quién sabe por qué cuando la revolución de Odría, y cuando salió de la cárcel le dio la chifladura de hacerse pasar por norteño y por aprista. Que fuera a la Prefectura, dígales que estaba borracho y que anda medio zafado, se lo soltarán. La dejó en el callejón y la señora Rosario la VI ¿HABÍA sido ese primer año, Zavalita, al ver que San Marcos era un burdel y no el paraíso que creías? ¿Qué no le había gustado, niño? No que las clases comenzaran en junio en vez de abril, no que los catedráticos fueran decrépitos como los pupitres, piensa, sino el desgano de sus compañeros cuando se hablaba de libros, la indolencia de sus ojos cuando de política. Los cholos se parecían terriblemente a los niñitos bien, Ambrosio. A los profesores les pagarían miserias, decía Aída, trabajarían en ministerios, darían clases en colegios, quién les iba a pedir más. Había que comprender la apatía de los estudiantes, decía Jacobo, el sistema los formó así: necesitaban ser agitados, adoctrinados, organizados. ¿Pero dónde estaban los comunistas, dónde aunque fuera los apristas? ¿Todos encarcelados, todos deportados? Eran críticas retrospectivas, Ambrosio, entonces no se daba cuenta y le gustaba San Marcos. ¿Qué sería del catedrático que en un año glosó dos capítulos de la Síntesis de Investigaciones Lógicas publicada por la Revista de Occidente? Suspender fenomenológicamente el problema de la rabia, poner entre paréntesis, diría Husserl, la grave situación creada por los perros de Lima: ¿qué cara pondría el Director? ¿Qué del que sólo hacía pruebas de ortografía, qué del que preguntó en el examen errores de Freud? —Te equivocas, uno tiene que leer incluso a los oscurantistas —dijo Santiago. —Lo lindo sería leerlos en su propio idioma —dijo Aída—. Quisiera saber francés, inglés, hasta alemán. —Lee todo, pero con sentido crítico —dijo Jacobo—. Los progresistas siempre te parecen malos y los decadentes siempre buenos. Eso es lo que te critico. —Sólo digo que Así se templó el acero me aburrió y que me gustó El castillo —protestó Santiago—. No estoy generalizando. —La traducción de Ostrovski debe ser mala y la de Kafka buena, ya no discutan —dijo Aída. ¿Qué del anciano pequeñito, barrigón, de ojos azules y melena blanca que explicaba las fuentes históricas? Era tan bueno que daban ganas de seguir Historia y no Psicología, decía Aída, y Jacobo sí, lástima que fuera hispanista y no indigenista. Las aulas abarrotadas de los primeros días se fueron vaciando, en setiembre sólo asistía la mitad de los alumnos y ya no era difícil pescar asiento en las clases. No se sentían defraudados, no era que los profesores no supieran o quisieran enseñar, piensa, a ellos tampoco les interesaba aprender. Porque eran pobres y tenían que trabajar, decía Aída, porque estaban contaminados de formalismo burgués y sólo querían el título, decía Jacobo; porque para recibirse no hacía falta asistir ni interesarse ni estudiar: sólo esperar. ¿Estaba contento en San Marcos flaco, de veras enseñaban ahí las cabezas del Perú flaco, por qué se había vuelto tan reservado flaco? Sí estaba papá, de veras papá, no se había vuelto papá. Entrabas y salías de la casa como un fantasma, Zavalita; te encerrabas en tu cuarto y no le dabas cara a la familia, pareces un oso decía la señora Zoila, y el Chispas te ibas a volver virolo de tanto leer, y la Teté por qué ya no salías nunca con Popeye, supersabio. Porque Jacobo y Aída bastaban, piensa, porque ellos eran la amistad que excluía, enriquecía y compensaba todo. ¿Ahí, piensa, me jodí ahí? Se habían matriculado en los mismos cursos, se sentaban en la misma banca, iban juntos a la Biblioteca de San Marcos o a la Nacional; a duras penas se separaban para dormir. Leían los mismos libros, veían las mismas películas, se enfurecían con los mismos periódicos. Al salir de la Universidad, a mediodía y en las tardes, conversaban horas en «El Palermo» de la Colmena, discutían horas en la pastelería «Los Huérfanos» de Azángaro, comentaban horas las noticias políticas en un café-billar a espaldas del Palacio de Justicia. A veces se zambullían en un cine, a veces recorrían librerías, a veces emprendían como una aventura largas caminatas por la ciudad. Asexuada, fraternal, la amistad parecía también eterna. —Nos importaban las mismas cosas, odiábamos las mismas cosas, y nunca estábamos de acuerdo en nada —dice Santiago—. Eso era formidable, también. —¿Por qué estaba amargado, entonces? —dice Ambrosio—. ¿Por la muchacha? —Nunca la veía a solas —dice Santiago—. No estaba amargado; a ratos un gusanito en el estómago, nada más. —Usted quería enamorarla y no podía, teniendo ahí al otro —dice Ambrosio. Sé lo que se siente estando cerca de la mujer que uno quiere y no pudiendo hacer nada. —¿Te pasó eso con Amalia? —dice Santiago. —Vi una película con ese tema —dice Ambrosio. La Universidad era un reflejo del país, decía Jacobo, hacía veinte años esos profesores a lo mejor eran progresistas y leían, después por tener que trabajar en otras casas y por el ambiente se habían mediocrizado y aburguesado, y ahí, de pronto, viscoso y mínimo en la boca del estómago: el gusanito. También era culpa de los alumnos, decía Aída, les gustaba este sistema, y si todos tenían la culpa no había más remedio que conformarnos decía Santiago, y Jacobo: la solución era la reforma universitaria. Un cuerpo diminuto y ácido en la maleza de las conversaciones, súbito en el calor de las discusiones, interfiriendo, desviando, malogrando la atención con ráfagas de melancolía o nostalgia. Cátedras paralelas, cogobierno, universidades populares, decía Jacobo: que entrara a enseñar todo el que fuera capaz, que los alumnos pudieran tachar a los malos profesores, y como el pueblo no podía venir a la Universidad que la Universidad fuera al pueblo. ¿Melancolía de esos imposibles diálogos a solas con ella que deseaba, nostalgia de esos paseos a solas con ella que inventaba? Pero si la Universidad era un reflejo del país San Marcos nunca iría bien mientras el Perú fuera tan mal, decía Santiago, y Aída si se quería curar el mal de raíz no había que hablar de reforma universitaria sino de Revolución. Pero ellos eran estudiantes y su campo de acción era la Universidad, decía Jacobo,
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