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Orientación Universidad
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Máximo Gorki, escritor ruso, Diapositivas de Literatura Universal

Vida y obra de Máximo Gorki. Así como su obra: "La Madre"

Tipo: Diapositivas

2022/2023

Subido el 03/12/2023

andrea-sanchez-agreda
andrea-sanchez-agreda 🇵🇪

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¡Descarga Máximo Gorki, escritor ruso y más Diapositivas en PDF de Literatura Universal solo en Docsity! Máximo Gorki La Madre. Inmerso en la lectura de Gorki he experimentado un profundo placer, y a su vez un gran respeto por su literatura, ¨amarga¨ y dura pero sin duda la brillantez de su relato, su capacidad para crear ambientes, la descripción breve pero espléndida de los personajes a través de pequeños rasgos físicos y su profundo amor por los ideales, por la vida, la razón y por la naturaleza, me han impresionado y definitivamente puedo afirmar que he disfrutado con la lectura. Desde el comienzo de su novela, la crueldad de la vida de los personajes, las injusticias, las esperanzas y sueños de estos y en definitiva el retrato de la realidad social de una época gris, te hace pensar en un libro difícil de asimilar. Pero después de su lectura, Gorki me ha inspirado profundos deseos de vivir, disfrutar y sobre todo luchar por la razón, luchar por el corazón y por los sueños, aunque estén muy lejanos merece la pena porque sólo nuestros miedos son los verdaderos enemigos y es en este momento en el que el nombre de Pelagia aparece. Sentimientos difusos y contradicciones en sus pensamientos que experimenta la valerosa protagonista se trasladan al espectador de esta magnífica novela. A partir de un vocabulario sencillo y preciso, la historia de los Vlassov comienza bajo el sonido de la sirena de la fábrica, el humo de las máquinas y la taberna, única escapatoria de una realidad vacía de sentido. Formaban parte de la masa uniforme de los obreros, cuyas vidas aplastadas por una fuerza constante no tenía visos de mejoría. Tal era la vida de Michel Vlassov, un ser sombrío y detestable que muere, que revienta del hastío por una hernia, dejando a su mujer Pelagia y a su prometedor hijo Pavel liberados del yugo familiar opresor que tanto les había hecho sufrir durante sus vidas. Esa circunstancia cambia progresivamente la vida de los Vlassov. El joven Pavel comienza su particular búsqueda de la verdad, leyendo libros prohibidos, reuniéndose y hablando con revolucionarios socialdemócratas hasta convertirse con el paso del tiempo en un miembro respetado y pieza fundamental de este movimiento perseguido con la tortura, la cárcel y el destierro. La perspectiva de la madre, diferente, debido a su inocencia e ignorancia le hace ver las acciones de Pavel bajo el peligro real que corre y no entiende, no comprende las motivaciones e intenciones que llevan a este grupo de jóvenes en su mayoría, a luchar contra el poder, contra el Zar y en consecuencia con la policía. Pero poco a poco Pelagia, a pesar de desconfiar de los razonamientos de su hijo y sus camaradas, adopta progresivamente una aptitud abierta ante su nueva vida, también hacia los amigos de Pavel que conoce en su casa empieza a verlos como a sus propios hijos, se siente la madre de la revolución dentro de su propia casa; El Pequeño Ruso, Rybine, Vessovchikov, Theo, Sandrina, Samoilov, entre otros muchos, le hacen la vida agradable, la tratan con mucha dulzura, afecto, cariño, incluso le transmiten la energía y la alegría que ella jamás había vuelto a experimentar desde su infancia. Tras una profunda reflexión de fe y la primera encarcelación de Pavel, La Madre se suma a la causa de la verdad. Pasajes formidables como la manifestación en la fábrica por los Kopek, más tarde la introducción de hojas y folletos en la fábrica bajo las faldas de Pelagia, la distribución por las aldeas y pueblos de folletos y libros prohibidos impresos bajo el acecho de los espías de la policía, la manifestación del primero de Mayo (para mí el mejor pasaje del libro), la detención de Rybine y su coraje, los sufridos registros y detenciones, el juicio del destierro o la muerte de Iegor y su entierro con ataque brutal de sables, hasta la detención de La Madre en la estación de trenes dispuesta a distribuir el magnífico discurso de Pavel, son muy brillantes. Y no es un final trágico, Pelagia por fin deja de tener miedo por la causa, deja de sufrir por su hijo, ya en el destierro, empieza a creer de verdad, olvidando por fin su pasado, y es feliz porque es libre, de pensamiento y sentimiento, porque por fin va a cumplir otro de sus deseos: saber a Pavel junto a su amor Sandrina. .............No se puede matar un alma resucitada. Sobre Gorki se dice que es una de las figuras más originales y sugestivas de la Literatura de todos los tiempos. Escritor y hombre de ideas, consagró su vida y obra a predicar su soñada verdad, contra la opresión del hombre por el hombre. Maximo Gorki seudónimo literario de Alexei Maximovich Pieskhov, de familia extremadamente humilde, careció de toda instrucción normal, su vida había de ser su único maestro, su propio calvario le familiarizó desde temprano con los aspectos más ásperos y crueles por la lucha de la existencia. Así aprendió a conocer y amar a las clases desheredadas, así se hizo revolucionario. Algunas de sus obras recogen los recuerdos de su azarosa juventud. Gorki suscita una nueva esperanza, una nueva confianza, trae a las letras una nueva vida pletórica y natural, que desea liberarse de todo yugo, que confía en su propia fuerza, sin preocuparse de los derechos y exigencias de los demás. Novelista duro donde los haya, implacable en sus tendencias, áspero en su expresión, pero rebosante de vigor, de pasión y de humanidad. Sin duda un verdadero artista de la pluma. Popular, su obra alcanzó una gran difusión, a través de su obra se conoce perfectamente la Rusia de las gentes pequeñas, porque es el escritor proletario por excelencia, en definitiva, está identificado con el alma del pueblo. Y blandió el martillo. El padre lo miró, cruzó a la espalda sus velludas manos y dijo burlonamente: -Bueno... Luego, añadió con un profundo suspiro: -Bribón de carroña... Poco después dijo a su esposa: -No me pidas más dinero, Pavel te mantendrá. Ella se envalentonó: -¿Vas a bebértelo todo? -No es asunto tuyo, carroña. Tomaré una amiguita... No tomó amante alguna, pero desde aquel momento hasta su muerte, durante casi dos años, no volvió a mirar a su hijo, ni a dirigirle la palabra. Tenía un perro tan grande y peludo como él mismo. Cada día, el animal lo acompañaba a la fábrica y lo esperaba por la tarde, a la salida. El domingo, Vlassov iba a recorrer los cafés. Caminaba sin decir palabra, parecía buscar a alguien, mirando insolentemente a las personas, a su paso. El perro le seguía todo el día, el rabo bajo, gordo y peludo. Cuando Vlassov, borracho, volvía a su casa, se sentaba a la mesa y daba de comer al perro en su plato. No le pegaba jamás, ni le reñía, pero tampoco le acariaciaba nunca. Después de la comida, si su mujer no se llevaba el servicio a tiempo, tiraba los platos al suelo, colocaba ante sí una botella de aguardiente y, con la espalda apoyada en la pared, con una voz sorda que daba dentera, aullaba una canción, la boca abierta y los ojos cerrados. Las palabras melancólicas y vulgares de la canción, parecían enredarse en su bigote, del que caían migas de pan; el cerrajero se peinaba la barba con los dedos y cantaba. Las palabras eran incomprensibles, arrastradas; la melodía recordaba el aullido de los lobos en invierno. Cantaba mientras había aguardiente en la botella; después, se tendía sobre un costado, en el banco o ponía la cabeza encima de la mesa, y dormía así hasta la llamada de la sirena. El perro se acostaba a su lado. Murió de una hernia. Durante cinco días, con la tez negruzca, se agitó en el lecho, cerrados los párpados, rechinando los dientes. A veces, decía a su mujer: -Dame veneno para las ratas, envenéname... El doctor recetó cataplasmas, pero añadió que era indispensable una operación y que había que trasladar al enfermo al hospital inmediatamente. -¡Al diablo..., moriré solo! ¡Carroña! -gritó Vlassov. Cuando el doctor sé hubo marchado, su mujer, llorando, quiso convencerlo de que se sometiese a la operación; él le declaró, amenazándola con el puño: -¡Si me curo vas a verlas peores! Murió una mañana, en el momento en que la sirena llamaba al trabajo. En el ataúd, tenía la boca abierta y las cejas fruncidas e irritadas. Lo enterraron su mujer, su hijo, su perro, Danilo Vessovchikov, viejo ladrón borracho, expulsado de la fábrica, y algunos miserables del barrio. Su mujer lloraba un poco. Pavel no derramó una lágrima. Los transeúntes que encontraban el entierro se detenían y se persignaban, diciendo a sus vecinos: -Sin duda que Pelagia debe estar contenta de que se haya muerto. Rectificaban: -¡De que haya reventado! Después de darle sepultura, todos se volvieron, pero el perro se quedó allí, tendido en la fresca tierra, y, sin aullar, olfateó largamente la tumba. Unos días más tarde, lo mataron; nadie supo quién... III Un domingo, quince días después de la muerte de su padre, Pavel Vlassov volvió a casa borracho. Titubeando, entró en la pieza delantera, y golpeando la mesa con el puño como su padre hacía, gritó: -¡A cenar! Su madre se acercó, se sentó a su lado y, abrazándolo, atrajo sobre su pecho la cabeza del hijo. El, apoyando la mano sobre su hombro, la rechazó y gritó: -¡Vamos, madre, de prisa! -¡Pobre animalito! -dijo ella con voz triste y acariciadora, ignorando la resistencia de Pavel. -¡Y voy a fumar! Dame la pipa de padre -gruñó el muchacho; la lengua rebelde articulaba con dificultad. Era la primera vez que se embriagaba. El alcohol había debilitado su cuerpo, pero no había apagado su conciencia, y una pregunta le golpeaba la cabeza: -¿Estoy borracho ...?¿estoy borracho? Las caricias de su madre lo confundían, y la tristeza de sus ojos lo conmovió. Tenía ganas de llorar, y para vencer este deseo fingió estar más borracho de lo que realmente estaba. La madre acariciaba sus cabellos, enmarañados y empapados en sudor, y le hablaba dulcemente: -No has debido... Le invadieron las náuseas. Después de una serie de violentos vómitos, la madre le acostó y cubrió su frente lívida con una toalla húmeda. Se repuso un poco, pero todo daba vueltas a su alrededor, los párpados le pesaban, tenía en la boca un gusto repugnante y amargo. Miraba a través de las pestañas el rostro de su madre y pensaba: -Es demasiado pronto para mí. Los otros beben y no les pasa nada, y a mí me hace vomitar... La dulce voz de su madre le llegaba, lejana: -Cómo vas a mantenerme, si te pones a beber... El cerró los ojos y dijo: -Todos beben... Pelagia suspiró. Tenía razón. Bien sabía ella que la gente no tiene otro sitio que la taberna para obtener un poco de alegría. Sin embargo, respondió: -¡Tú no bebas! Tu padre ha bebido bastante por ti. Y me ha atormentado bastante...; tú podrías tener lástima de tu madre. Pavel escuchaba estas palabras, tristes y tiernas; recordaba la existencia callada y borrosa de su madre, siempre a la espera angustiosa de los golpes. Los últimos tiempos, Pavel había estado poco en casa para evitar encontrarse con su padre: había olvidado algo a su madre. Y ahora, recuperando poco a poco los sentidos, la miraba fijamente. Era alta y un poco encorvada; su cuerpo, roto por un trabajo incesante y los malos tratos de su marido, se movía sin ruido, ligeramente ladeado, como si temiera tropezar con algo. El ancho rostro surcado de arrugas, un poco hinchado, se iluminaba con dos ojos oscuros, tristes e inquietos como los de la mayoría de las mujeres del barrio. Una profunda cicatriz levantaba levemente la ceja derecha, y parecía que también la oreja de ese lado era más alta que la otra; tenía el aire de tender siempre un oído alerta. Las canas contrastaban con el espeso pelo negro. Era toda dulzura, tristeza, resignación... A lo largo de sus mejillas corrían lentamente las lágrimas. -¡No llores más! -dijo dulcemente su hijo-. Dame de beber. -Voy a traerte agua con hielo. Pero cuando Pelagia volvió, se había dormido. Ella permaneció un instante móvil ante él: la jarra temblaba en su mano y el hielo tintineaba suavemente en el borde. Dejó el cacharro sobre una mesa y, silenciosa, se arrodilló ante las santas imágenes. Los vidrios de las ventanas vibraban con gritos de borrachos. En la oscuridad y la niebla de la noche de otoño, gemía un acordeón; alguien cantaba a plena voz; alguien juraba con palabras soeces; se oían voces de mujeres inquietas, irritadas, cansadas... En la casita de los Vlassov la vida continuó, más tranquila y apacible que antes, y un poco diferente de la de las otras casas. Su mansión se encontraba al fondo de la calle principal, cerca de una cuesta pequeña pero empinada que terminaba en una laguna. Un tercio de la vivienda lo ocupaban la cocina y una pequeña habitación, separada por un delgado tabique, donde dormía la madre. El resto era una pieza cuadrada con dos ventanas: en un rincón, la cama de Pavel, en el otro, una mesa y dos bancos. Algunas sillas, una cómoda para la ropa, un espejillo encima, un baúl, un reloj de pared y dos iconos en un rincón, eso era todo. Pavel hizo todo lo que un muchacho debía hacer: se compró un acordeón, una camisa con pechera almidonada, una corbata llamativa, botas de goma, un bastón, y se convirtió en uno más entre los jóvenes de su edad. Fue a fiestas, aprendió a bailar la cuadrilla y la polka, el domingo volvía después de haber bebido mucho y seguía soportando mal el vodka. Al día siguiente, tenía dolor de cabeza, sufría ardor de estómago, estaba lívido y abatido. Un día, su madre le preguntó: -Entonces, ¿te has divertido mucho ayer? El respondió con sombría irritación: -¡Me aburrí condenadamente! Me iré a pescar, que será mejor; o me compraré un fusil. Trabajaba con celo, sin ausencias ni reprimendas. Era taciturno, y sus ojos azules, grandes como los de su madre, expresaban descontento. No se compró un fusil ni fue a pescar, pero se desvió cada vez más de la vida corriente de los jóvenes, frecuentó cada vez menos las fiestas y, donde quiera que fuese el domingo, volvía sin haber bebido. La madre, que lo vigilaba con mirada atenta, veía demacrarse el rostro bronceado de su hijo; su expresión se hacía más grave y sus labios adquirían un pliegue de extraña severidad. Parecía lleno de una cólera sorda, o minado por una enfermedad. Antes, sus camaradas venían a verlo, pero ahora, al no encontrarlo nunca en casa, dejaron de aparecer. La madre veía, con placer, que Pavel no imitaba ya a los muchachos de la fábrica, pero cuando observó esta obstinación en huir la sombría corriente de la vida común, el sentimiento de un oscuro peligro invadió su corazón. -¿No te sientes bien, Pavel? -le preguntaba alguna vez. -Sí, estoy bien -respondía. -¡Estás tan delgado! -suspiraba ella. Comenzó a traer libros y a leerlos a escondidas; luego los guardaba en alguna parte. A veces, copiaba algún pasaje, en un trozo de papel que también escondía. Se hablaban poco y apenas se veían por la mañana, él tomaba su té sin decir nada y se iba al trabajo; a mediodía, venía a almorzar; en la mesa, cambiaban algunas palabras insignificantes y de nuevo desaparecía hasta la noche. Al concluir la jornada, se lavaba cuidadosamente, tomaba la sopa y luego leía largamente sus libros. El domingo, se marchaba por la mañana para no volver hasta entrada la noche. Pelagia sabía que iba a la ciudad, que frecuentaba el teatro, pero nadie de la ciudad venía a verlo. Le parecía que, cuanto más pasaba el tiempo, menos comunicativo era su hijo, y al mismo tiempo notaba que, en ocasiones, empleaba algunas palabras nuevas que ella no comprendía, en tanto que las a entrar solo en lucha contra la vida rutinaria que los otros, y ella también, llevaban. Quiso decirle: «Pero, niño..., ¿qué puedes hacer tú?» Pavel vio la sonrisa en los labios de su madre, la atención en su rostro, el amor en sus ojos; creyó haberle hecho comprender su verdad, y el juvenil orgullo de la fuerza de su palabra, exaltó su fe en sí mismo. Lleno de excitación, hablaba, tan pronto sarcástico como frunciendo las cejas; algunas veces, el odio resonaba en su voz, y cuando su madre oía aquellos crueles acentos, sacudía la cabeza, espantada, y le preguntaba en voz baja: -¿Es verdad eso, Pavel? -¡Sí! -respondía él con voz firme. Y le hablaba de los que querían el bien del pueblo, que sembraban la verdad y a causa de ello eran acosados como bestias salvajes, encerrados en prisión, enviados al penal por los enemigos de la existencia. -He conocido a estas gentes gritó- con ardor: son las mejores del mundo. Pero a su madre la aterrorizaban, y preguntaba una vez más a su hijo: «¿Es verdad eso?» No se sentía segura. Desfallecida, escuchaba los relatos de Pavel sobre aquellas gentes, incomprensibles para ella, que habían enseñado a su hijo una manera de hablar y de pensar, tan peligrosa para él. -Va a amanecer pronto: debías acostarte -dijo ella. -En seguida. -E inclinándose hacia ella, preguntó-: ¿Me has comprendido? -¡Sí! -suspiró la madre. De nuevo brotaron lágrimas de sus ojos, y añadió en un sollozo: -¡Te perderás! El se levantó y dio algunos pasos por la habitación. -Bien, ahora sabes lo que hago y adónde voy: te he dicho todo... Y te suplico, madre, que si me quieres no me retengas... -¡Cariño! -exclamó ella-. Quizá hubiera sido mejor no decirme nada... Le tomó una mano que él estrechó con fuerza entre las suyas. ; A ella la conmovió la palabra «madre», que él había pronunciado con tanto calor, y aquel apretón de manos, nuevo y extraño. -No haré nada por contrariarte -dijo jadeando-. ¡Solamente, ten cuidado!, ¡ten mucho cuidado! Sin saber de qué debía guardarse, añadió tristemente: -Cada vez adelgazas más... Y envolviendo su cuerpo, robusto y bien hecho, con una cálida mirada acariciadora, le dijo rápidamente y en voz baja: -¡Que Dios te proteja! Haz lo que quieras, no te lo impediré. No pido más que una cosa: sé prudente cuando hables con los otros. Hay que desconfiar: se odian entre sí. Son ávidos, envidiosos... Les gusta hacer daño. Si empiezas a decirles tus verdades, a juzgarlos, te detestarán y te perderán. De pie junto a la puerta, Pavel escuchaba sonriendo estas amargas palabras: -La gente es mala, sí. Pero cuando supe que había tuna verdad sobre la tierra, se volvieron mejores. Sonrió de nuevo. -Yo mismo no comprendo cómo ha ocurrido esto. Desde que era niño, tuve miedo de todo el mundo. Cuando crecí, me encontré odiando a unos por su cobardía, a otros no sé por qué, ¡por nada...! Y ahora se han vuelto diferentes para mí: siento piedad por ellos, creo... no sé cómo, pero mi corazón se enternece desde que he comprendido que no todos son responsables de su bajeza... Se calló un instante, pareciendo escuchar algo dentro de sí mismo: luego continuó, pensativo: -¡He aquí cómo sopla la verdad! Ella alzó los ojos hacia él y murmuró: -¡Cómo has cambiado, y qué miedo tengo, Dios mío! Cuando su hijo estuvo acostado y dormido, la madre se levantó sin ruido, y se acercó dulcemente a su lecho. Pavel dormía sobre la espalda, y en la blanca almohada se perfilaba su rostro tostado, obstinado y severo. Las manos cruzadas sobre el pecho, descalza y en camisa, la madre se mantuvo junto a la cama de su hijo, sus labios se movieron en silencio y de sus ojos corrieron lentamente, una tras otra, gruesas lágrimas de angustia. V Y la vida continuó para ellos, silenciosa: de nuevo se sentían lejanos y próximos. Un día de fiesta, a la mitad de la semana, Pavel dijo a su madre al salir: -El sábado tendré invitados de la ciudad. -¿De la ciudad?-repitió la madre..., y repentinamente estalló en sollozos. -Vamos mamá, ¿por qué lloras? -preguntó Pavel, disgustado. Ella suspiró, enjugándose el rostro con el delantal. -No sé..., por nada. -¿Tienes miedo? -Sí -confesó. El se inclinó sobre ella y dijo con voz irritada como la de un niño: -¡Todos reventamos de miedo! Y los que nos mandan, se aprovechan de ese miedo para asustarnos todavía más. La madre gimió: -¡No te enfades! ¡Cómo podría no tener miedo! Lo he tenido toda mi vida. El respondió a media voz, apaciguado: -Perdóname. No puedo hacer otra cosa. Y salió. Ella tembló durante tres días: su corazón dejaba de latir cuando recordaba que «aquella gente» iba a venir a su casa: extraños, que debían ser terribles. Eran los que habían mostrado a su hijo la senda que ahora seguía... El sábado por la tarde, Pavel volvió de la fábrica, se lavó, se cambió de ropa y salió de nuevo, diciendo a su madre, sin mirarla: -Si vienen, diles que volveré en seguida. Y no tengas miedo, por favor... Ella se dejó caer sobre el banco, sin fuerzas. Pavel frunció las cejas y le propuso: -¿Quizá... prefieres salir? Ella se sintió herida. Sacudió negativamente la cabeza. -No. ¿Por qué iba a salir? Era el final de noviembre. Durante el día había caído, sobre el suelo helado, una nieve fina y en polvo, que ahora ella oía chirriar bajo los pasos de Pavel, que se iba. En los cristales de la ventana se agolpaban las tinieblas espesas, inmóviles, hostiles, al acecho. La madre, con las manos apoyadas en el banco, permanecía sentada y esperaba, la mirada en la puerta. Le parecía que, en la oscuridad, seres malvados con extrañas vestiduras, convergían de todas partes hacia la casa: marchaban a paso de lobo, encorvados y mirando a todos lados. Pero alguien caminaba verdaderamente alrededor de la casa, palpaba la pared con las manos... Se oyó un silbido. En el silencio era un hilo delgado, triste y melodioso, que erraba meditabundo en el vacío de las tinieblas: buscaba algo, se acercaba. Y de pronto, desapareció bajo la ventana, como si hubiese penetrado en la madera del tabique. Unos pasos se arrastraron en la entrada: la madre se estremeció y, con los ojos dilatados, se puso en pie. La puerta se abrió. Primero apareció una cabeza tocada con un gran gorro de felpa, luego un cuerpo largo, encorvado, se deslizó lentamente, se irguió, levantó sin apresurarse el brazo derecho y, suspirando ruidosamente, con una voz que salía de lo más hondo del pecho, dijo: -¡Buenas noches! La madre se inclinó sin decir palabra. -Pavel, ¿no está? El hombre se quitó lentamente su chaquetón forrado, levantó un pie, hizo caer, con el gorro, la nieve de la bota: repitió el mismo gesto con la otra, arrojó el gorro en un rincón y, balanceándose sobre sus largas piernas, entró en la habitación. Se acercó a una silla, la examinó como para convencerse de su solidez, se sentó al fin y, llevándose la mano a la boca, bostezó. Tenía la cabeza redonda y pelada al cero, las mejillas afeitadas, y largos bigotes cuyas puntas caían. Inspeccionó el cuarto con sus grandes ojos grises y salientes, cruzó las piernas y preguntó, columpiándose en la silla: -¿La cabaña es vuestra o la tenéis alquilada? Pelagia, sentada frente a él, respondió: -Alquilada. -No es gran cosa -observó él. -Pavel volverá pronto: espérele -dijo ella débilmente. -Es lo que estoy haciendo -dijo tranquilamente el largo personaje. Su calma, su voz dulce y la sencillez de su expresión, devolvieron el valor a la madre. El hombre la miraba francamente, con aire benévolo: una alegre lucecita jugaba en el fondo de sus ojos transparentes, y en toda su persona angulosa, encorvada, de largas piernas, había algo divertido y que predisponía en su favor. Iba vestido con una camisa azul y pantalones negros, metidos en las botas. La madre tuvo ganas de preguntarle quién era, de dónde venía, si hacía mucho tiempo que conocía a su hijo, pero súbitamente, el forastero balanceó el cuerpo y le preguntó: Echó una ojeada a la habitación y luego entró. -Buenas noches, camaradas. «¿Este también?», pensó la madre con hostilidad, y se extrañó mucho al ver a Natacha tenderle la mano con aire alegre y afectuoso. Después, llegaron dos muchachos muy jóvenes, casi niños. Pelagia conocía a uno de ellos: era Théo, el sobrino de un viejo obrero de la fábrica, llamado Sizov; tenía los rasgos angulosos, la frente alta y los cabellos rizados. El otro, de cabello liso y aspecto modesto, le era desconocido, pero tampoco tenía apariencia terrible. Por fin, llegó Pavel, acompañado de dos amigos que ella conocía, obreros de la fábrica. Su hijo le dijo amablemente: -¿Has hecho té? Gracias. -¿Hay que comprar aguardiente? -preguntó ella, no sabiendo cómo expresarle el sentimiento de gratitud que inconscientemente experimentaba. -No, no hace falta -le replicó Pavel, sonriéndole con bondad. De pronto, se le ocurrió la idea de que su hijo había exagerado adrede el peligro de aquella reunión, para burlarse de ella. -¿Estas son las gentes peligrosas? -preguntó en voz baja. -¡Absolutamente! -dijo Pavel, entrando en el cuarto. -¡Bueno! -respondió ella animosa; pero para sus adentros, pensó: «¡Sigue siendo un niño!» VI El agua del samovar hervía, y lo trajo a la habitación. Los invitados se estrechaban alrededor de la mesa, y Natacha, un libro en la mano, se había colocado en una esquina, bajo la lámpara. -Para comprender por qué las gentes viven tan mal... -dijo Natacha. -Y por qué son, ellos mismos, tan malvados... -intervino el Pequeño Ruso. -Hay que mirar cómo han comenzado a vivir... -¡Mirad, hijos míos, mirad! -murmuró la madre, preparando el té. Todos se callaron. -¿Qué dices, mamá? -preguntó Pavel, con las cejas fruncidas. -¿Yo? -viendo todos los ojos fijos en ella, se explicó embarazosamente-: No decía nada..., así..., nada. Natacha se echó a reír, y Pavel sonrió, en tanto que el Pequeño Ruso decía: -Gracias por el té, madrecita. -¡Aún no lo habéis bebido y ya me dais las gracias! -replicó ella. Luego añadió, mirando a su hijo-: ¿Quizá les estorbo? Fue Natacha quien respondió: -¿Cómo la dueña de la casa podría molestar a sus huéspedes? Y gritó con tono infantil y quejumbroso: -¡Déme en seguida el té, mi buena Pelagia! Estoy temblando... Tengo los pies helados. -Ahora mismo, ahora mismo -dijo vivamente la madre. Natacha bebió su taza de té, suspiró ruidosamente, rechazó su trenza por encima del hombro y comenzó a leer un libro ilustrado, de cubierta amarilla. La madre se esforzaba en no hacer ruido con las tazas, servía el té y prestaba oído a la voz armoniosa y clara de la muchacha, acompañada por la dulce canción del samovar. Como una cinta magnífica, se desarrollaba la historia de los hombres Primitivos y salvajes, que vivían en cavernas y dejaban fuera de combate, a golpes de piedra, las bestias feroces. Era como un cuento maravilloso, y Pelagia dirigió varias veces una ojeada a su hijo, deseosa de preguntarle qué había de prohibido en aquella historia. Pero se cansó pronto de seguir el relato y se puso a examinar a sus invitados. Pavel estaba sentado al lado de Natacha: era el más guapo de todos. La joven, inclinada sobre su libro, echaba hacia atrás, a cada momento, los cabellos que le caían sobre la frente. Sacudía la cabeza, y, bajando la voz, dejaba el libro para hacer algunas observaciones de su cosecha, mientras su mirada resbalaba amistosamente sobre el rostro de sus oyentes. El Pequeño Ruso apoyaba su amplio pecho en el ángulo de la mesa, bizqueando sobre su bigote, del que se esforzaba en ver las puntas rebeldes. Vessovchikov estaba sentado en su silla, rígido como un maniquí, las manos en las rodillas, y su rostro glacial, desprovisto de cejas, con los labios delgados, no se movía más que una máscara. Sus ojos estrechos, miraban obstinadamente los destellos del cobre brillante del samovar: parecía que no respiraba. El pequeño Théo escuchaba la lectura, removiendo silenciosamente los labios, como si repitiese las palabras del libro, en tanto que su camarada, inclinado, los codos en las rodillas, las mejillas en el hueco de las manos, sonreía pensativo. Uno de los muchachos que vinieron con Pavel era pelirrojo, de cabello rizado: sin duda tenía ganas de decir algo, porque se agitaba con impaciencia. El otro, de cabello rubio muy corto, se pasaba la mano sobre la cabeza, que inclinaba hacia el suelo, y no se le veía la cara. Se estaba bien en la habitación. La madre sentía un bienestar especial, desconocido hasta entonces, y mientras que Natacha, volublemente, continuaba su lectura, ella recordaba las fiestas ruidosas de su juventud, las palabras groseras de los jóvenes, cuyo aliento apestaba a alcohol, sus cínicas bromas, Ante estos recuerdos, un sentimiento de piedad hacia sí misma le mordía sordamente el corazón. Su imaginación revivió la solicitud de matrimonio de su difunto marido. En el curso de una reunión la había abrazado en la oscuridad de la entrada, apretándola con todo su cuerpo contra el muro, y con voz sorda e irritada, le había preguntado: -¿Quieres casarte conmigo? Ella se había sentido ofendida: le hacía daño oprimiéndole el pecho; el jadeo de él le lanzaba al rostro un aliento cálido y húmedo. Trató de arrancarse a sus manos, de huir. -¿Dónde vas? -rugió él-. ¿Contestas o no? Sofocante de vergüenza y profundamente herida, ella callaba. Alguien abrió la puerta del vestíbulo, él la soltó sin prisa, y dijo: -El domingo te mandaré a preguntar... Lo había cumplido. Pelagia cerró los ojos y lanzó un profundo suspiro. De pronto, resonó la voz irritada de Vessovchikov. -¡No necesito saber cómo vivían antes los hombres, sino cómo hay que vivir ahora! -¡Eso es! -dijo el pelirrojo levantándose. -¡No estoy de acuerdo! -gritó Théo. Estalló la discusión, las exclamaciones brotaron como lenguas de fuego en una hoguera. La madre no comprendía por qué gritaban. Todos los rostros estaban rojos de excitación, pero nadie se ofendía ni decía las palabras groseras a las que ella estaba acostumbrada. «Se sienten embarazados ante la señorita», pensó. Le agradaba observar el serio rostro de Natacha, que los miraba con atención, como una madre a sus hijos. -Atended, camaradas -dijo súbitamente la joven. Y todos callaron, volviendo la cara hacia ella. -Los que dicen que debemos saber todo, están en lo cierto. La luz de la razón debe iluminarnos: si queremos esclarecer a quienes están en tinieblas, debemos poder responder a todas las preguntas, honrada y fielmente. Debemos conocer toda la verdad y toda la mentira... El Pequeño Ruso escuchaba inclinando la cabeza al ritmo de las frases. Vessovchikov, el pelirrojo y el obrero llegado con Pavel, formaban un grupo distinto, y disgustaban a la madre, sin que ella supiese por qué. Cuando Natacha hubo concluido, Pavel se levantó y preguntó tranquilamente: -¿Es que lo único que queremos es comer y beber hasta hartarnos?¡No! -contestóse él mismo a su pregunta, mirando con firmeza al trío-, debemos mostrar a los que nos tienen sujetos por el cuello y nos tapan los ojos, que vemos todo, que no somos idiotas ni brutos, y que lo que queremos no es solamente comer, sino vivir como seres dignos de viva. ¡Debemos mostrar a nuestros enemigos que la vida de forzado que nos imponen no nos impide medirnos con ellos en inteligencia, e incluso, elevarnos mucho más alto que ellos! La madre escuchaba y se estremecía de orgullo al oírlo hablar tan bien. -Hay muchos bribones, pero poca gente honrada -dijo el Pequeño Ruso-. A través del pantano de esta vida podrida, debemos construir un puente que nos conduzca hasta un nuevo mundo de bondad fraternal. Esta es nuestra tarea, camaradas. -Cuando llega el momento de batirse, no hay tiempo para limpiarse las uñas -replicó sordamente Vessovchikov. Era más de medianoche cuando se separaron. Los primeros en marchar fueron Vessovchikov y el pelirrojo, lo que disgustó a la madre. «¡Mira qué prisa tienen!», pensó hostil, contestando a sus «buenas noches». -¿Me acompaña, Nakhodka? -preguntó Natacha. -Desde luego -respondió el Pequeño Ruso. Mientras Natacha se ponía el abrigo en la cocina, la madre le dijo: -Esas medias son muy finas para semejante tiempo. Si quiere le haré unas de lana. -Gracias, Pelagia, ¡las medias de lana pican! -respondió Natacha riendo. -Le haré unas que no le picarán. Natacha la miró guiñando un poco los ojos, y aquella mirada fija turbó a la madre, que añadió en voz baja: -Perdone mi tontería..., era de corazón... -¡Qué buena es usted! -contestó dulcemente Natacha, estrechándole la mano. -¡Buenas noches, madrecita! -dijo el Pequeño Ruso mirándola francamente; se inclinó para salir detrás de Natacha. -Si supiese..., ¡si comprendiese qué grande es lo que estamos haciendo! Un sentimiento, próximo a la envidia, rozó el corazón de Pelagia. Se levantó y dijo tristemente: -Soy muy vieja para eso... y muy ignorante. Pavel tomaba la palabra cada vez con mayor frecuencia, discutía con ardor creciente y enflaquecía. La madre creía notar que cuando hablaba con Natacha o la miraba, su mirada severa se dulcificaba, su voz se hacía más acariciadora y se volvía más sencillo. «¡Dios lo quiera!», pensaba; y sonreía. Cuando, en las reuniones, las discusiones se hacían más ardorosas y violentas, el Pequeño Ruso se levantaba, y balanceándose como el badajo de una campana, hablaba con su voz sonora y cadenciosa; la sencillez, la bondad de sus palabras, calmaban a todos. Vessovchikov, siempre gruñón, provocaba una atmósfera de tensión general; eran él y el pelirrojo, llamado Samoïlov, quienes iniciaban todas las disputas. Tenían como partidario a Ivan Boukhine, el muchacho de cabeza redonda y cejas rubias, que parecía haber sido lavado con lejía. Jacques Somov, de cabellos lisos, siempre limpio, hablaba poco, sin gritar, con voz grave: al igual que Théo Mazine, el joven de la frente ancha, era siempre de la misma opinión que Pavel y el Pequeño Ruso. A veces, en lugar de Natacha, era Nicolás Ivanovitch quien venía de la ciudad: llevaba lentes y ostentaba una barbita rubia. Originario de una provincia remota, cuyo acento campesino conservaba, tenía siempre un aire lejano y distraído. Hablaba de cosas sencillas: de la vida familiar, de los niños, del comercio, de la policía, del precio del pan y la carne, de todo lo concerniente a la vida cotidiana. Y en todas ellas descubría la hipocresía, el desorden, una especie de estupidez frecuentemente ridícula, pero siempre malvada. Pelagia tenía la impresión de que venía de muy lejos, de otro reino donde todo el mundo vivía una vida honesta y fácil, mientras que aquí todo le era extraño; no podía habituarse a esta existencia, aceptarla como necesaria; no le gustaba y suscitaba en él un deseo tranquilo, pero obstinado, de reconstruir todo según sus ideas. Tenía la tez amarillenta, finas arrugas alrededor de los ojos, la voz dulce y las manos siempre cálidas. Cuando saludaba a Pelagia le estrechaba toda la mano entre sus dedos vigorosos, y este gesto aliviaba, calmaba, el corazón de la madre. Entre las personas que también venían de la ciudad, una de las más asiduas era una muchacha alta y bien hecha, con unos ojos inmensos en un rostro flaco y pálido. Le llamaban Sandrina. En su andar y sus gestos había algo de varonil; fruncía las negras cejas con aire irritado, pero cuando hablaba, las delgadas aletas de su nariz recta, se estremecían. Fue la primera que dijo, con su voz dura y fuerte: -Nosotros somos socialistas... Cuando la madre oyó esta palabra, miró a la joven con un silencioso terror. Ella había oído decir que los socialistas habían matado al Zar. Era en el tiempo de su juventud: se decía entonces que los propietarios, deseando vengarse del Zar porque había liberado a los siervos, habían hecho juramento de no cortarse los cabellos hasta que no lo hubiesen matado; a causa de esto les llamaban socialistas. Y ahora no lograba comprender por qué sus hijos y sus camaradas eran socialistas. Cuando todo el mundo se marchó, se franqueó a Pavel: -¿Es verdad que eres socialista, Pavel? -Sí -dijo él, firme y franco como siempre-. ¿Y qué? Ella lanzó un profundo suspiro, y continuó, bajando los ojos: -¿Es posible eso, Pavel? ¡Pero ellos están contra el Zar: han asesinado a uno! El muchacho dio unos pasos por la habitación, pasándose la mano por la mejilla, y contestó con una sonrisa: -¡Podemos pasarnos muy bien sin él! Habló largo rato a su madre, con voz apacible, tranquila. Ella lo miraba a los ojos y pensaba: «¡No hará nada malo: no podría!» Después la palabra terrible se fue repitiendo cada vez con más frecuencia; su virulencia se perdió poco a poco y se hizo tan familiar a su oído como otros muchos términos incomprensibles... Pero Sandrina no le gustaba, y cuando aparecía la madre se sentía ansiosa, incómoda... Una noche dijo al Pequeño Ruso con una mueca de disgusto: -¡Es bien severa, Sandrina! Siempre está mandando: «usted debe hacer esto, usted esto otro...» El Pequeño Ruso rió ruidosamente. -¡Bien observado! Ha dado en el clavo la madrecita, ¿eh, Pavel? Y, guiñando un ojo a la madre, dijo, con mirada burlona: -¡La nobleza...! Pavel dijo secamente: -Es una buena muchacha. -Justo -confirmó el Pequeño Ruso-. Solamente, no comprende que ella debe, pero que nosotros queremos y podemos. Se pusieron a discutir sobre algo que la madre no comprendió. La madre observó también, que Sandrina era particularmente severa con respecto a Pavel; a veces, incluso violenta. Pavel sonreía, callaba y contemplaba a la muchacha, con la misma dulce mirada que antes había tenido para Natacha. Esto tampoco gustaba a Pelagia. A veces, la madre se quedaba sorprendida ante los accesos de júbilo ensordecedor y comunicativo que se apoderaba súbitamente de los jóvenes. De ordinario, esto ocurría las noches que leían en los periódicos informaciones concernientes a los trabajadores extranjeros. Entonces, todos los ojos brillaban de alegría, todos se convertían, cosa extraña, en seres felices, como criaturas; reían con risa clara y satisfecha, se daban amistosos golpes en el hombro... -¡Qué chicos, los obreros alemanes! -gritaba alguno a quien la alegría parecía emborrachar. -¡Vivan los obreros de Italia! -gritaron otra vez. Y cuando enviaban estas aclamaciones a lo lejos, a amigos que no los conocían ni podían comprender su lengua, parecían seguros de que estos desconocidos oirían y entenderían su entusiasmo. El Pequeño Ruso, brillantes los ojos, lleno de un amor que abrazaba a todos los seres, declaraba: -Estaría bien escribirles, ¿no? ¡Para que sepan que en Rusia tienen amigos que profesan la misma fe que ellos, que viven para los mismos objetivos y que se alegran de sus victorias! Y todos, la mirada soñadora y la sonrisa en los labios, hablaban largamente de los franceses, los ingleses, los suecos, como de amigos personales, seres próximos, a quienes estimaban, cuyas alegrías compartían y cuyas penas sentían. En la pequeña habitación, nacía el sentimiento del parentesco espiritual que unía a los trabajadores del mundo entero. Este sentimiento que hacía vibrar a todos en un mismo corazón era compartido por la madre, y aunque no lo comprendiese claramente, bebía alegría y juventud, una fuerza embriagadora y colmada de esperanza. -Cómo sois..., todos lo mismo -dijo un día al Pequeño Ruso-. Para vosotros, todos son camaradas..., los armenios, los judíos, los austríacos..., os alegráis y os entristecéis por todos. -¡Por todos, sí, madrecita, por todos! -exclamó él-. Para nosotros no hay naciones ni razas, no hay más que camaradas o enemigos. Todos los proletarios son nuestros camaradas; todos los ricos, todos los que gobiernan, nuestros enemigos. Cuando se mira al mundo con el corazón, y se ve lo numerosos que somos los obreros y la fuerza que hay en nosotros, se siente tal alegría que el espíritu está en fiesta. Y ocurre lo mismo, madrecita, con un francés o un alemán, cuando comprenden la vida, y un italiano se alegra lo mismo. Somos todos hijos de una sola madre, de un mismo pensamiento invencible: el de la fraternidad de los trabajadores de todos los países. Esta fraternidad nos conforta, es un sol en el cielo de la justicia, y este cielo está en el corazón del obrero; Pues, sea quien quiera, se llame como quiera, el socialista es nuestro hermano en espíritu, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Esta fe infantil, pero inquebrantable, se manifestaba cada vez más frecuentemente en el pequeño grupo, con una fuerza creciente. Y cuando la madre veía este desbordar de esperanza, sentía instintivamente que, en verdad, algo grande y resplandeciente había nacido en el mundo, como un sol, parecido al que ella veía en el firmamento. Muchas veces cantaban: cantaban alegremente y a plena voz canciones familiares; otras veces, las que entonaban eran nuevas, de una singular belleza, pero con aires tristes y extraños. Entonces, bajaban la voz, gravemente, como para un himno religioso. Los rostros palidecían o se inflamaban, y de aquellas sonoras palabras emanaba una gran fuerza. Una de las nuevas canciones, sobre todo, inquietaba y turbaba a Pelagia. No se oían en ella las tristes meditaciones de un alma herida, errando solitaria por los senderos oscuros de dolorosas incertidumbres, ni las quejas del ánimo, abatido por la desnudez y el miedo, sin carácter, sin color. Tampoco resonaban en ella los suspiros angustiados de un corazón fuerte, oscuramente ávido de espacio, ni los gritos de reto del audaz, pronto a aplastar indistintamente, tanto el mal como el bien. Tampoco era el resentimiento ciego del ofendido, capaz, para vengarse, de arrasar todo, impotente para crear nada. Ningún eco del viejo mundo, del mundo de los esclavos. Las palabras duras, el aire austero de la canción no agradaban a la madre, pero había en este cántico, una fuerza más grande que el verbo y los sonidos, que repasaba a éstos y despertaba en el corazón el presentimiento de alguna cosa, demasiado alta para el pensamiento. Esto era lo que ella veía en los rostros, en los ojos de los jóvenes, lo que sentía en sus pechos, y, cediendo a aquella potencia misteriosa, escuchaba siempre con atención particular, con una inquietud mayor que las otras. La cantaban tan suavemente como las demás, pero resonaba más fuerte y era como el aire de un día de marzo, del primer día de la primavera. -Es tiempo de cantarla en la calle -decía, gruñón, Vessovchikov. Cuando su padre, una vez más, fue detenido por robo, declaró tranquilamente: -Ahora podremos reunirnos en mi casa. Casi cada tarde, después del trabajo, uno u otro venían a casa de Pavel: leían juntos, copiaban pasajes de los libros, estaban preocupados y no tenían ni tiempo de lavarse. Cenaban y tomaban el té, sin dejar los folletos, y sus palabras eran cada vez más incomprensibles para la madre. -¡Necesitamos un periódico! -decía frecuentemente Pavela. La vida se hacía agitada y febril: corrían cada vez más rápidamente de un libro a otro, como abejas de flor en flor. -Empieza a hablarse de nosotros -dijo un día Vessovchikov-. Seguramente que nos detendrán enseguida. -La codorniz está hecha para el lazo -dijo el Pequeño Ruso. Este último agradaba cada día más a Pelagia. Cuando le llamaba ""madrecita», le parecía que una dulce mano infantil le acariciaba la mejilla. El domingo, si Pavel estaba ocupado, era él quien cortaba la leña; un día llegó con un tablón al hombro, cogió el hacha y sustituyó hábilmente una plancha podrida, ante la entrada de la casa; otra vez reparó la empalizada, que se caía. Mientras trabajaba, silbaba bellos aires melancólicos. La madre dijo un día a su hijo: -¿Y si tomásemos al Pequeño Ruso en pensión? Para vosotros sería mejor que correr de la casa de uno a la del otro. Callaron ambos por un instante. -¿Y entonces? -preguntó el Pequeño Ruso. -¡Hay que saber claramente lo que se quiere, Andrés! -respondió lentamente Pavel-. Supongamos que ella también te ama: no lo creo, pero supongámoslo. Os casáis. Un matrimonio interesante: una intelectual y un obrero. Vendrán hijos; tendrás que trabajar tú solo... y mucho. Vuestra vida se convertirá en una lucha contra el hambre: los hijos, la casa... Y los dos estaríais perdidos para la causa. Hubo un silencio. Luego, Pavel continuó en voz más dulce: -Es mejor que olvides eso, Andrés. Y que no la inquietes... Silencio otra vez. El reloj desgranaba en «tic-tac» los segundos. El Pequeño Ruso dijo: -La mitad del corazón ama, la otra odia. ¿Esto es un corazón? Un rumor de páginas hojeadas: sin duda, Pavel había vuelto a su lectora. La madre permaneció acostada, los ojos cerrados, temiendo hacer un movimiento. Se sentía conmovida hasta el llanto por el Pequeño Ruso; pero aún más por su hijo. Pensaba: «Querido mío... » De pronto, Andrés preguntó: -Entonces, ¿debo callar? -Es más honrado -dijo dulcemente Pavel. -Bien, seguiré ese camino el Pequeño Ruso. Y un instante después, añadió tristemente: -Te será duro, pequeño Pavel, cuando tú también... -Ya me es duro. Una ráfaga de viento rozó las paredes de la casa. Preciso, el reloj marcaba la huida del tiempo. -No hay que reírse de estas cosas -dijo lentamente el Pequeño Ruso. La madre hundió el rostro en la almohada y lloró sin ruido. La mañana siguiente, Andrés le pareció menos macizo y todavía más amable. Su hijo estaba como siempre: flaco, erguido y taciturno. Hasta entonces, ella había llamado al Pequeño Ruso Andrés Onissimovitch, pero aquel día, sin darse cuenta, le dijo: -Hay que componer sus botas, Andrés, o tendrá frío en los pies. -¡Me compraré unas nuevas cuando cobre! -respondió él echándose a reír, y de pronto, poniéndole en el hombro su ancha mano, preguntó: -¿Tal vez es usted mi verdadera madre? Sólo que no quiere confesarlo delante de la gente: no me encuentra lo bastante guapo. Ella le dio un golpecito en la mano. Hubiera querido decirle muchas palabras afectuosas, pero su corazón estaba ahogado por la piedad, y su lengua se negaba a obedecerla. IX Por el barrio se hablaba de los socialistas que repartían por todas partes unas hojas escritas con tinta azul. Estas hojas denunciaban enérgicamente lo que ocurría en la fábrica, relataban las huelgas obreras de San Petersburgo y, cada mediodía, llamaban a los trabajadores para unirse y luchar en defensa de sus intereses. Las gentes de más edad, que tenían un buen sueldo en la fábrica, exclamaban: -¡Agitadores! Hay que partirles la cara. Y entregaban las hojitas en la dirección. Los jóvenes leían las proclamas con entusiasmo: -¡Es la verdad! La mayoría, agotados de trabajar e indiferentes a todo, respondían perezosamente: -Esto no sirve para nada. ¿Acaso se puede...? Pero las hojas interesaban, y si en una semana no las había, se decían unos a otros: -Parece que han abandonado la tarea. Pero el lunes reaparecían las hojitas, y los comentarios recomenzaban en sordina. En la fábrica y en la posada, se veían gentes que nadie conocía. Hacían preguntas, examinaban, fisgaban y atraían la atención de todos: unos por una prudencia sospechosa, otros por una amabilidad excesiva. La madre comprendía que toda esta agitación era obra de su hijo. Veía a la gente rodearlo, y sus temores por el porvenir se mezclaban al orgullo de tener un hijo semejante. Cierta tarde, María Korsounov llamó a la ventana, y cuando la madre la abrió, le murmuró precipitadamente: -Ten cuidado, Pelagia: tus corderitos han terminado la diversión. Esta noche vendrán a registrar tu casa, la de Mazine, la de Vessovchikov... Los gruesos labios de María chasquearon, su nariz carnosa olfateó ruidosamente, guiñó los ojos, y bizqueando hacia uno y otro lado, espió si había alguien en la calle. -Y yo, no sé nada, no te he dicho nada y ni siquiera te he visto hoy, ¿entiendes? Desapareció. La madre cerró la ventana y se dejó caer en una silla. Pero la conciencia del peligro que amenazaba a su hijo, la hizo levantarse rápidamente: se vistió en seguida, se envolvió la cabeza en un chal que apretó fuertemente, y corrió a casa de Théo Mazine, que estaba enfermo y no iba a trabajar. Cuando entró, él estaba sentado junto a la ventana y leía: con la mano izquierda sostenía la otra, separando el pulgar. Al saber la noticia 'se puso vivamente en pie y su rostro palideció. -Bueno, ahora sí que... -murmuró. -¿Qué hay que hacer? -preguntó Pelagia, secándose el sudor de la frente con mano temblorosa. -¡Esperar y no tener miedo! -respondió Théo, y pasó su mano útil sobre los rizados cabellos. -¡Pero yo creo que usted también tiene miedo! -exclamó ella. -¿Yo? Sus mejillas enrojecieron bruscamente, y sonrió con embarazo: -Sí, qué diablos... Hay que avisar a Pavel. Voy a mandarle recado inmediatamente. Váyase a casa: no será nada. A usted no van a pegarle, supongo. En cuanto llegó a su casa, la madre hizo un montón con los libros, y estrechándolos contra su pecho, recorrió largamente la vivienda, mirando en el horno, bajo la estufa e, incluso, en un tonel de agua. Pensaba que Pavel dejaría el trabajo y vendría en seguida; pero no fue así. Por fin, fatigada, se sentó en un banco de la cocina, ordenó los libros sobre su falda y en esta posición, sin osar moverse, permaneció hasta el regreso de Pavel y del Pequeño Ruso. -¿Sabéis...? -exclamó sin levantarse. -Sí -dijo Pavel sonriendo-. ¿Tienes miedo? -¡Oh, sí tengo miedo! ¡Tengo miedo! -No hay que tenerlo -dijo Andrés-, no sirve de nada. -¡Ni siquiera has preparado el samovar! -observó Pavel. La madre se puso en pie, y mostrando los libros, dijo turbada: -Fue por esto... Su hijo y el Pequeño Ruso rompieron a reír, lo que le devolvió el valor. Pavel cogió algunos volúmenes y fue a ocultarlos fuera, mientras Andrés encendía el samovar. -No hay que asustarse, madrecita; solamente es vergonzoso que la gente se ocupe de tales bobadas. Vendrán unos buenos mozos, el sable al costado, espuelas en las botas, y lo registrarán todo. Mirarán bajo la cama y bajo la estufa: si hay un sótano, bajarán; y si hay un granero, subirán. Las telas de araña les caen en el hocico, y gruñen. No les divierte, les da vergüenza; por eso adoptan un aire malvado y colérico. Un oficio sucio, ya lo saben. Una vez vinieron a mi casa, salieron trasquilados y se fueron como habían venido. Otra vez me llevaron consigo, me metieron en la cárcel y estuve cuatro meses ¡Un ratito! Os llevan con ellos, atravesáis la calle con escolta y os hacen un montón de preguntas. No son malos: razonan como tambores. Luego os conducen a la cárcel. Así tratan a uno; pero tienen que ganarse el sueldo. Después os liberan, y eso es todo. -¡Tienen siempre una manera de hablar, Andrés...! -gimió Pelagia. De rodillas ante el samovar, él soplaba con ardor para atizar las brasas; levantó su cara, roja por el esfuerzo, y preguntó atusando su bigote: -¿Y cómo hablo yo? -Como si nadie le hubiese humillado nunca... El se levantó y dijo, moviendo sonriente la cabeza: -¿Hay alguien sobre la tierra que no haya sido nunca humillado? Me han humillado tanto que ya no me irrito. ¿Qué hacer?, la gente no puede actuar de otro modo. Las vejaciones impiden trabajar, y pensar en ellas es perder el tiempo. ¡Es la vida! Antes, solía enfadarme con la gente, pero, después de reflexionar, he visto que no valía la pena. Cada uno tiene miedo de que el vecino le pegue, por eso se apresura a pegar primero. ¡La vida es así, madrecita! Sus palabras fluían tranquilamente, suavemente, y apaciguaban la ansiedad provocada por la espera del registro: sus ojos saltones sonreían, claros, y todo su largo cuerpo balanceante, parecía extrañamente flexible. La madre suspiró y dijo calurosamente: -¡Que Dios le haga feliz, querido Andrés! El Pequeño Ruso dio una zancada hacia el samovar, volvió a acurrucarse ante él y masculló: -Si me dan la felicidad, no la rehusaré, pero pedirla..., tampoco: ¡no lo haré jamás! Pavel volvió del patio. -¡Bien! -dijo el oficial, reclinándose sobre el respaldo de la silla. Hizo crujir los dedos de sus finas manos, extendió las piernas sobre la mesa, arregló su bigote, e interpeló a Vessovchikov. -¿Tú eres Andrés Nakhodka? -Sí -respondió Nicolás, avanzando. El Pequeño Ruso tendió la mano, lo cogió por el hombro y lo hizo retroceder. -Se equivoca. Andrés soy yo. El oficial alzó la mano, y amenazando con el índice a Vessovchikov, le dijo: -¡Ten cuidado tú! Se puso a revolver sus papeles. Fuera, los ojos indiferentes de la clara noche de luna, miraban por la ventana. Alguien pasaba ante la casa. La nieve crujía. -Tú, Nakhodka, ¿has sido ya objeto de una encuesta, por delitos políticos? -preguntó el oficial. -Sí, en Rostov y en Saratov... Sólo que allí, los gendarmes me trataban de usted. El oficial guiñó el ojo derecho, se lo restregó, y, descubriendo sus menudos dientes, continuó: -¿Y no conoce usted, Nakhodka, sí, precisamente usted, quiénes son los canallas que reparten en la fábrica llamamientos criminales? El Pequeño Ruso se balanceó sobre sus piernas, y, con una ancha sonrisa en los labios, iba a decir algo cuando de nuevo resonó la voz irritada de Nicolás. -Es la primera vez que vemos canallas. Hubo un silencio, y, durante un segundo, todos permanecieron inmóviles. La cicatriz de la madre palideció, y su ceja derecha dio un tirón hacia arriba. La barba negra de Rybine se puso a temblar de un modo extraño: la peinó lentamente con los dedos, la cabeza baja. -Echad fuera a este animal -dijo el oficial. Dos gendarmes cogieron a Nicolás por debajo de los brazos y lo arrastraron sin miramientos hacia la cocina. Allí, clavando sólidamente los pies en el suelo, se detuvo y gritó: -¡Deteneos..., tengo que vestirme! El comisario de policía entró. -No hay nada: hemos mirado por todas partes. -¡Desde luego! -exclamó el oficial sonriendo-. Tenemos aquí a un hombre de experiencia. La madre escuchaba aquella voz, fluida y cortante; miraba con terror su rostro amarillo y sentía en este hombre un enemigo sin piedad, un corazón lleno del desprecio del aristócrata por el pueblo. Había visto muy pocos individuos de este género, y casi había olvidado que existían. «Son a éstos a quienes inquietamos», pensó. -Señor Andrés Onissimov Nakhodka, hijo de padre desconocido: queda detenido. -¿Por qué motivo? -preguntó tranquilamente el Pequeño Ruso. -Eso se lo diré más tarde -respondió el oficial, con venenosa cortesía. Se volvió hacia Pelagia. -¿Sabes leer? -No -contestó Pavel. -No es a ti a quien pregunto -dijo severamente, e insistió: -¡Responde, vieja! La madre, invadida por un sentimiento de odio instintivo hacia este hombre, se irguió de pronto, presa de un temblor como si hubiese caído en agua helada; su cicatriz se volvió púrpura y su ceja descendió. -¡No grite! -dijo extendiendo un brazo hacia el oficial-. Usted es joven aún, no conoce la desgracia... -¡Cálmate, mamá! -la detuvo Pavel. -¡Espera, Pavel! -gritó ella abalanzándose a la mesa-. ¿Por qué detiene a esta gente? -Eso no le incumbe, ¡cállese! -exclamó el oficial levantándose-. ¡Traed a Vessovchikov! Se puso a leer un papel, alzándolo a la altura de su cara. Introdujeron a Nicolás. -¡Descúbrase! -gritó el oficial, interrumpiendo su lectura. Rybine se acercó a Pelagia, y empujándola con el hombro, le dijo en voz baja: -¡No te acalores, madre! -¿Cómo voy a descubrirme si tengo sujetas las manos? -preguntó Nicolás, turbando la lectura del proceso verbal. El oficial arrojó el papel sobre la mesa: -¡Firmad! La madre miró a los asistentes firmar el proceso verbal; su excitación había desaparecido y su corazón desfallecía: lágrimas de humillación e impotencia subían a sus ojos. Estas lágrimas las había derramado durante los veinte años de su vida conyugal, pero en estos últimos tiempos, había olvidado su quemadura corrosiva. El oficial la miró y dijo con una mueca de desdén: -Es todavía muy pronto para llorar, mi buena señora. Tenga cuidado, o no le quedarán lágrimas para más adelante. Ella le respondió, encolerizada de nuevo: -Las madres tienen lágrimas suficientes para todo..., para todo. Si usted tiene una, ella debe saberlo. El oficial recogió rápidamente sus papeles en una cartera nueva, de brillante cerradura, y ordenó: -¡Adelante, marchen! -Hasta la vista, Andrés; hasta la vista, Nicolás -dijo Pavel en voz baja, pero calurosamente, estrechando la mano de sus camaradas. -Sí, desde luego, ¡hasta la vista! -repitió el oficial irónicamente. Vessovchikov resollaba penosamente: su ancho cuello estaba congestionado y sus ojos centelleaban de rabia. El Pequeño Ruso era todo sonrisas, e inclinó la cabeza diciendo algunas palabras a la madre, que lo bendijo con la señal de la cruz, y dijo: -Dios ve a los justos... Por fin, el pelotón de hombres con capotes grises se replegó a la entrada, con un tintinear de espuelas, y desapareció. El último en salir fue Rybine: envolvió a Pavel en la escrutadora mirada de sus ojos negros, y dijo soñador: -Bien..., adiós. Y salió sin prisa, tosiendo tras la barba. Las manos cruzadas a la espalda, Pavel recorrió lentamente la habitación, de largo a ancho, entre los libros y la ropa que yacían sobre el suelo, el aire sombrío: -¿Has visto lo que es esto? Mirando con indecisión el cuarto en desorden, la madre murmuró angustiada: -¿Por qué Nicolás ha sido grosero? -Tenía miedo, sin duda -dijo dulcemente Pavel. -Han venido, los detuvieron, se los han llevado... -masculló Pelagia con gesto impaciente. Le quedaba su hijo. Su corazón comenzó a latir con más calma, mientras su pensamiento se concentraba en vano, ante aquella realidad, que no podía concebir. -Ese hombre se burla de nosotros, nos amenaza... -¡Basta, madre! -dijo súbitamente Pavel con decisión-. Vamos, arreglemos todo esto. Le había dicho «madre» y «tú», como solamente hacía cuando se sentía muy próximo a ella. La madre hizo un movimiento hacia él, lo miró a los ojos y preguntó muy bajo: :--¿Te han humillado? -¡Sí! Es duro... ¡Hubiera preferido ir con ellos! Parecióle a la madre que tenía lágrimas en los ojos, y' para consolarlo, sintiendo confusamente su dolor, dijo en un suspiro: -Espera..., a ti también te prenderán. -Sí. Después de una pausa, observó ella tristemente: -Ves qué duro es, mi pequeño Pavel... ¡Si al menos me consolaras! Al contrario: yo digo cosas horribles y tú dices cosas peores aún. La miró él, se acercó, y dulcemente: -¡Es que no sé, mamá! Tengo que acostumbrarte... Ella suspiró y guardó silencio: luego, reteniendo un estremecimiento de terror: -Entonces, según tú, ¿se nos ha engañado, incluso con Dios? Eso es. Yo creo que nuestra religión no es la verdadera. En este momento intervino la madre. Cuando su hijo hablaba de Dios y de todo lo que para ella iba asociado a la fe y le era querido y sagrado, buscaba siempre la mirada de Pavel, para pedirle tácitamente que no hiriese su corazón con brutales profesiones de incredulidad. Pero, tras su escepticismo, ella creía sentir la fe, y esto la tranquilizaba. «¿Cómo podría yo comprender su pensamiento?», decíase. Había creído que sería desagradable y ofensivo para Rybine, hombre de edad madura, escuchar los discursos de Pavel. Pero cuando el huésped planteó tranquilamente su pregunta, no pudo contenerse, y dijo, breve pero firmemente: -Con respecto al Señor, debéis tener más cuidado. Vosotros.... desde luego, haced lo que os parezca... Tomó aliento y continuó con más fuerza todavía: -¡Pero una vieja como yo, en qué se apoyaría en sus penas, si le quitáis al Buen Dios! Sus ojos se llenaron de lágrimas. Lavaba la vajilla con manos temblorosas. -No has comprendido, mamá -dijo Pavel dulce y tiernamente. -Perdóname, madrecita -añadió Rybine con voz lenta y significativa; y miró a Pavel sonriendo-. He olvidado que eres ya un poco vieja para quitarte las verrugas... -Yo hablaba -continuó Pavel-, no del Dios bueno y misericordioso en el cual crees, sino de aquél con quien los popes nos amenazan como con un bastón; de un Dios en cuyo nombre quieren obligar a todos a someterse a la voluntad cruel de unos cuantos. -¡Sí, eso es, ahí está! -gritó Rybine, golpeando la mesa-. Nos han cambiado incluso a Dios: todo lo que toman entre sus manos es para dirigirlo contra nosotros. ¿Te acuerdas, madrecita? Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: luego, ¡El se parece al hombre, si el hombre se parece a El! Pero nosotros no nos parecemos a Dios, sino a las bestias. En la iglesia nos muestran un espantajo. ¡Hay que transformar a Dios, madrecita, purificarlo! Lo han vestido de mentira y de calumnia, han mutilado su rostro para matar nuestra alma... Hablaba bajo, pero cada palabra que pronunciaba caía sobre la cabeza de la madre, como un rudo puñetazo que la aturdía. Y aquel ancho rostro, en el marco negro de la barba, la asustaba; el reflejo sombrío de sus ojos se le hacía insoportable y despertaba en su corazón un miedo doloroso. -¡No, prefiero marcharme! -dijo, sacudiendo la cabeza-. Oír estas cosas... ¡está por encima de mis fuerzas! Y huyó a la cocina mientras Rybine gritaba: -¡Lo ves, Pavel! No es la cabeza, sino el corazón lo que está en la base de todo. Es ése un lugar del hombre donde nadie podrá penetrar jamás. -Solamente la razón liberará al hombre -sentenció Pavel. -La razón no da la fuerza -gritó Rybine, con acento seguro-. El corazón da la fuerza, pero no la razón. ¡Eso es! La madre se desnudó y se acostó sin hacer su oración. Tenía frío, se sentía incómoda. Y Rybine, que al principio le había parecido tan sereno, tan sensato, despertaba ahora su hostilidad. «¡Hereje! Sembrador de desorden... -pensaba, oyendo la voz de él-. ¡También tenía que venir éste!» Pero él hablaba, seguro y tranquilo: -Un lugar santo no debe permanecer vacío. Nuestra alma es un punto doloroso: la morada de Dios. Si El la abandona, se formará una llaga. Hay que inventar una fe nueva, Pavel, crear un Dios que sea amigo de los hombres. -Lo que fue Cristo -exclamó Pavel. -Cristo no tenía una voluntad firme. «Aleja de mí este cáliz», decía. Reconocía al César. Dios, que es todo Poder, no puede reconocer el poder de un hombre sobre los otros. No comparte su alma, no dice: «esto es divino, esto es humano». Pero Cristo admitía el comercio, admitía el matrimonio. Y maldijo la higuera: Fue injusto. ¿Era culpa de ella el ser estéril? Si el alma no da buenos frutos, no es culpa de ella. ¿Soy yo quien ha sembrado el mal dentro de mí? ¡Está claro! La voz de los dos hombres no cesaba de resonar en la habitación, apagándose y combatiendo, como en la excitación de un juego. Pavel iba y venía, el suelo crujía bajo sus pasos. Cuando hablaba, todos los sonidos se fundían en el de su voz, y cuando Rybine replicaba, en su tono grave y tranquilo, se oía el «tic-tac» del reloj y el seco chasquido del hielo que arañaba con sus agudas garras los muros de la casita. -Voy a decírtelo a mi modo, como fogonero que soy: Dios es como el fuego. Así es. Vive en el corazón. Lo ha dicho El: Dios es el Verbo... y el Verbo es el espíritu. -¡La razón! -repitió Pavel obstinadamente. -¡Así es! Lo cual quiere decir que Dios está en el corazón y en la razón, pero no en la iglesia. La iglesia es la tumba de Dios... La madre se durmió y no oyó salir a Rybine. Comenzó a venir con frecuencia, y si alguno de los camaradas de Pavel estaban allí, el fogonero se sentaba en un rincón y guardaba silencio, diciendo solamente de cuando en cuando: -¡Eso! Así es. Una vez, paseó su sombría mirada sobre los asistentes, y dijo con aire gruñón: -Hay que hablar de lo que es, pero lo que será no lo sabemos, ¡eso es! Cuando el pueblo sea libre, él mismo verá lo que sea mejor hacer. Le han metido en la cabeza demasiadas cosas que no quería: es bastante. Que vea todo por sí mismo. Quizá querrá rechazarlo todo, toda la vida y todas las ciencias; quizá vea que todo ha sido dirigido contra él, como por ejemplo, el Dios de la iglesia. No tenéis sino poner todos los libros entre sus manos, y él responderá por sí mismo. ¡Eso es! Pero si Pavel estaba solo, se lanzaban inmediatamente a una discusión interminable, pero siempre tranquila, y la madre los escuchaba inquieta, siguiéndolos con la mirada, tratando de comprender lo que decían. A veces, le parecía que, tanto el mujik de anchos hombros y negra barba, como su hijo, fuerte y apuesto, estaban ciegos. Se hundían, de una y otra parte, a la busca de una salida, se agarraban a todo y sacudían todo de sus manos, vigorosas pero torpes, desplazaban las cosas de un lado a otro, las dejaban caer en tierra y las pisoteaban después. Desfloraban esto, palpaban esto otro, lo rechazaban, y todo ello sin perder la fe ni la esperanza. La habían acostumbrado a escuchar un montón de palabras, terribles por su franqueza y su audacia, pero estas palabras no la herían ya con la misma violencia que la primera vez y había aprendido a defenderse de ellas. Y, algunas veces, tras las frases que negaban a Dios, Pelagia sentía una sólida fe dentro de sí. Entonces, sonreía con una dulzura indulgente. Si Rybine seguía sin gustarle, tampoco sentía hostilidad hacia él. Una vez por semana iba a la prisión a llevar ropa limpia y libros al Pequeño Ruso: En una ocasión obtuvo autorización para verlo. Al volver, dijo enternecida: -Sigue siendo el mismo que en casa. Amable con todo el mundo, todos bromean con él. Es duro y penoso, pero no lo demuestra. -Es lo que hay que hacer -dijo Rybine-. Vivimos en el dolor como en nuestra piel, lo respiramos, es como una vestidura. No hay por qué alabarse. No todos tienen los ojos cerrados: hay quien los cierra voluntariamente; eso es. Pero cuando uno es estúpido, no hay sino tener paciencia... XII La casita gris de los Vlassov atraía cada vez más la atención del barrio. En el interés que se le prestaba, había mucho de desconfianza, prudencia y hostilidad inconsciente, pero poco a poco nacía también un sentimiento de confiada curiosidad. Alguna vez, venía un desconocido que, examinando todo con circunspección, decía a Pavel: -Bueno, muchacho, tú que lees libros de leyes, debes conocerlas. Entonces, mira, explícame... Y contaba a Pavel alguna injusticia de la policía o de la administración de la fábrica. En los casos complicados, Pavel escribía unas palabras y enviaba al hombre a la ciudad, a un abogado a quien conocía; cuando le era posible, explicaba por sí mismo las cosas. Poco a poco, crecía un sentimiento de respeto hacia este muchacho serio, que hablaba de todo con sencillez y audacia, miraba y escuchaba todo con atención, tomaba como propio cualquier asunto particular y siempre descubría el hilo común y sin fin que unía a las gentes, por millares de tenaces nudos. Pavel creció aún más en la opinión pública después del asunto del «kopek del pantano». Un vasto pantano plantado de abetos y abedules se extendía tras la fábrica, rodeándola casi completamente con un anillo pútrido. En verano, vapores espesos y amarillentos se desprendían de él, con nubes de mosquitos que se esparcían por el suburbio, sembrando las fiebres. El pantano pertenecía a la fábrica, y el nuevo director, queriendo sacar partido de él, concibió el proyecto de desecarlo y, al mismo tiempo, extraer la turba. Esta operación, según explicó a los obreros, sanearía el lugar y mejoraría las condiciones de existencia para todos; y dio la orden de retener un kopek por rublo sobre los salarios, para dicha obra. Gran emoción entre los obreros. Les irritaba, sobre todo, el que la nueva contribución no se aplicaría a los empleados. El sábado en que la decisión del director se dio a conocer, Pavel estaba enfermo: no había ido a trabajar y no sabía nada de la historia. Al día siguiente, después de la Misa, el fundidor Sizov, un viejo arrogante, y el cerrajero Makhotine, un hombre alto e irascible, vinieron a contarle lo que sucedía. -Los más viejos de entre nosotros, se han reunido -dijo tranquilamente Sizov-, lo hemos discutido y los camaradas nos han mandado a preguntarte, ya que eres un hombre ilustrado, si hay alguna ley que permita al director hacer la guerra a los mosquitos con nuestros kopeks. -Te acordarás -dijo a Makhotine, haciendo girar sus ojos oblicuos-, hace cuatro años, los sinvergüenzas habían recogido dinero para construir baños. Reunieron tres mil ochocientos rublos. ¿Dónde están? Y de baños, ni uno. Pavel explicó la injusticia de este descuento y mostró el gran provecho que la fábrica sacaría de la operación. Después de lo cual, se marcharon los dos, el aspecto irritado. Después de acompañarlos, la madre dijo sonriendo: -Ya ves, Pavel, también los viejos vienen junto a ti a hacer provisión de inteligencia. Sin responder, el joven, preocupado, se sentó a la mesa y se puso a escribir. Unos minutos después, le dijo: -Hazme el favor: ve en seguida a la ciudad y entrega este papel... -¿Es peligroso? -Sí. Hay que ir donde se imprime nuestro periódico. Es absolutamente necesario que esta historia del kopek aparezca en este número... -¡Está bien, está bien! -dijo ella-, voy inmediatamente. Era la primera comisión que su hijo le confiaba. Se sintió muy contenta al ver que le decía abiertamente de qué se trataba. -Lo comprendo, Pavel -dijo, mientras se vestía-. ¡Es, ni más ni menos, que un robo! ¿Cómo se llama ese hombre: Iégor Ivanovitch? Volvió ya tarde, de noche, fatigada pero satisfecha. -¡Delegados! -¡Sizov! -¡Vlassov! -i Rybine! Es duro de pelar. De pronto, se oyeron algunas exclamaciones menos sonoras: -¡Ahí viene! -¡El director...! La masa se abría, dejando paso a un hombre de alta estatura, con una barbita puntiaguda en su cara alargada. -Permitan -decía, separando de su camino a los obreros con un medio gesto de la mano, pero sin tocarlos. Guiñaba los ojos, y con la mirada escrutadora de quien está acostumbrado a manejar hombres, estudiaba las fisonomías de los obreros. Algunos se quitaban la gorra a su paso, se inclinaban, mientras él caminaba sin responder a estas muestras de respeto, sembrando en la multitud el silencio y la emoción, sintiéndose ya, bajo las sonrisas confusas y el tono sordo de las exclamaciones, un arrepentimiento de niños, conscientes de haber hecho tonterías. Pasó ante la madre, dirigiéndole una mirada severa, y se detuvo ante el montón de chatarra. Alguien, desde arriba, le tendió una mano, pero no la tomó; con un impulso vigoroso y flexible, se encaramó y se colocó ante Pavel y Sizov: -¿Qué significa esta reunión? ¿Por qué habéis dejado el trabajo? Durante algunos segundos reinó el silencio. Las cabezas ondulaban como espigas. Sizov hizo ademán de sacudir su gorro en el aire, alzó los hombros e inclinó la cabeza. -Responded -dijo el director. Pavel se puso a su lado, y mostrando a Sizov y Rybine, dijo con voz fuerte: -Nosotros tres hemos sido comisionados por nuestros camaradas para exigir que vuelva usted sobre su decisión de retener un kopek... -¿Por qué? -preguntó el director, sin mirar al joven. -Consideramos injusto el impuesto -dijo Pavel con voz sonora. -Así, en mi proyecto de desecar el pantano, ¿no veis más que el deseo de explotar a los obreros, y no el cuidado de mejorar su existencia? ¿No es eso? -Sí -respondió Pavel. -¿Usted también? -preguntó el director a Rybine. -Todos somos de la misma opinión -respondió éste. -¿Y usted, amigo? -interrogó el director, volviéndose a Sizov. -Yo también le ruego que nos deje nuestro kopek. Y, bajando nuevamente la cabeza, Sizov sonrió confuso. El director paseó lentamente la mirada sobre la multitud y alzó los hombros. Después miró a Pavel, con mirada penetrante, y le dijo: -Creo que es usted un hombre instruido. ¿No puede comprender la utilidad de tal medida? -Si la fábrica hace desecar el pantano a sus expensas, la comprenderemos todos. -La fábrica no se dedica a la filantropía -replicó secamente el director-. Os ordeno que volváis inmediatamente al trabajo. Y comenzó a descender, tanteando con precaución la chatarra, con la puntera del zapato y sin mirar a nadie. Un rumor de descontento recorrió la multitud. -¿Qué? -dijo el director, deteniéndose. Todos callaron; solamente resonó una voz lejos, entre los trabajadores: -¡Trabaja tú! -Si dentro de un cuarto de hora no está cada uno en su puesto, se impondrán multas -respondió el director, haciendo caer cada palabra como un martillazo. Reanudó su camino en medio de la masa, pero tras él se elevó un sordo murmullo, y a medida que se alejaba, crecía el rumor de las voces. -¡Id ahora a hablar con él! -Así es como tratan nuestros derechos... ¡Ah, estamos bien! Gritaban a Pavel: -Eh, abogado, ¿qué hay que hacer ahora? -Hablar, has hablado muy bien, pero vino y no se arregló nada. -Bien, Vlassov, ¿qué hacemos? Las preguntas se hacían más apremiantes. Pavel declaró: -Propongo, camaradas, abandonar el trabajo hasta que renuncie a retener nuestro kopek. La excitación recomenzó con más brío. -¡Nos tomas por idiotas! -¿La huelga? -¿Por un kopek? -¡Pues claro! Declaremos la huelga. -Nos pondrán a todos en la calle. -¿Y a quién emplearán? -No faltará quien lo haga. -¡Sí, los Judas...! XIII Pavel bajó y se puso al lado de su madre. A su alrededor, el zumbido había vuelto a empezar, discutiendo unos con otros, agitados y gritando. -No declararás la huelga -dijo Rybine a Pavel, acercándosele-. El pueblo quiere ganar, pero es abúlico. No habría, quizá, ni trescientos que se pusiesen junto a ti. No es posible levantar semejante estercolero con una sola horquilla. Pavel callaba. Veía la multitud con su enorme rostro negro agitarse y mirarlo, esperando algo de él. Le parecía que sus palabras habíanse esfumado sin dejar huella en aquellos hombres, como gotas aisladas cayendo sobre una tierra extenuada por una larga sequía. Volvió a casa, triste y fatigado. Su madre y Sizov le seguían; Rybine caminaba a su lado y su voz le zumbaba en el oído. -Hablas bien, pero no tocas el corazón, eso es. Y es en lo profundo de los corazones donde hay que lanzar la chispa. No conquistarás a la gente con la razón: es demasiado fina, demasiado estrecha para su pie. Sizov decía a la madre: -Es momento de que los viejos nos vayamos al cementerio. Es un nuevo pueblo el que se alza ahora. ¿Cómo vivíamos nosotros? Arrastrándonos sobre las rodillas y saludando hasta tocar la tierra. Pero hoy..., yo no sé si los jóvenes han recuperado la conciencia o si se engañan más aún que nosotros; pero no son los mismos, ya lo has visto. Hablan con el director como con un igual, sí... Hasta la vista, Pavel. Está bien que tomes la defensa de los tuyos, muchacho. Si Dios te ayuda, puede que encuentres medio de salir de esto... ¡Dios lo quiera! Se fue. -¡Ea, lárgate a tu cementerio! -rezongó Rybine-. En estos tiempos, no sois ya ni hombres: sois masilla, buena para tapar grietas. ¿Has visto, Pavel, los que gritaron para enviarte como delegado? Eran los que decían que eres un socialista, un enredador. ¡Esos mismos! «Lo expulsarán de la fábrica, dicen, y le estará bien.» -Tienen razón, desde su punto de vista. -Los lobos también tienen razón cuando se devoran entre ellos. La cara de Rybine era sombría, y su voz temblaba de modo desusado. -La gente no cree en las palabras desnudas. Hay que sufrir y empaparlas en sangre... Durante todo el día, Pavel estuvo triste, cansado, lleno de una extraña inquietud: sus ojos brillantes parecían buscar algo. Su madre lo observó e inquirió alarmada: -¿Qué te pasa, Pavel? -Me duele la cabeza -dijo él pensativo. -Debes acostarte; llamaré al doctor. El la miró y se apresuró a responder: -No, no hace falta. Y de pronto, en voz baja: -Soy joven, me falta fuerza, eso es todo. No han confiado en mí, no me han seguido, y es porque no he sabido decirles la verdad. Es duro... y humillante para mí. ' La madre miró su rostro sombrío y le dijo dulcemente, para consolarlo: -Pasad, voy a vestirme inmediatamente -dijo la madre. -Tenemos algo que decirle. -Samoilov parecía preocupado. Le dirigía una mirada oblicua. Iégor Ivanovitch entró en la habitación y dijo: -Esta mañana, Nicolás Ivanovitch, a quien usted conoce, ha salido de la cárcel. -¿Estuvo preso? -Dos meses y once días. Ha visto al Pequeño Ruso y a Pavel, que la saludan; su hijo le ruega que no se inquiete y dice que, en el camino que ha escogido, la prisión sirve de lugar de reposo, según han decidido nuestras benévolas autoridades. Ahora, madre, vamos al grano. ¿Sabe a cuántas personas han detenido ayer? -No. ¿Hay otros, además de Pavel? -Pavel hizo el número cuarenta y nueve -interrumpió tranquilamente Iégor-. Y cabe esperar que la policía encerrará a otra docena. Por ejemplo, este caballero, entre otros... -Sí, a mí también -dijo Samoilov con aire sombrío. Pelagia sintió que respiraba mejor. «No está solo allí», pensó en un relámpago. Cuando se hubo vestido, volvió a la habitación y dirigió a sus huéspedes una valerosa sonrisa. -Seguramente no los tendrán allí mucho tiempo, si son tantos... -Justo -dijo Iégor Ivanovitch-. Y si conseguimos embrollar un poco el asunto será mejor. Se trata de esto: «Si ahora dejamos de propagar nuestros folletos en la fábrica, los malditos gendarmes sacarán lamentables consecuencias, y se servirán de esto contra Pavel y sus camaradas de prisión.» -¿Cómo? -gritó la madre, sobresaltada. -Es muy sencillo -dijo dulcemente Iégor-. Los gendarmes pueden razonar, a veces. Piense: cuando está Pavel, hay folletos y letreros; cuando Pavel no está, no hay folletos ni letreros. ¿Qué quiere decir? Que era él quien los repartía, ¿no? Entonces, los gendarmes empezarán a actuar: les gusta mucho probar sus dientes en alguien hasta que no queda más que el polvo. -¡Comprendo, comprendo! -dijo ella, angustiada-. ¡Dios mío! ¿Qué puede hacerse? Samoilov elevó la voz. -Los muy cerdos han cogido a casi todo el mundo. Tenemos que seguir el asunto como antes, no solamente por nuestra causa, sino para salvar a los compañeros. -Pero no hay nadie para hacer el trabajo -añadió Iégor, con una risita-. Tenemos una literatura excelente; la he escrito yo mismo. Pero cómo introducirla en la fábrica..., ahí está el quid. -Ahora registran a todo el mundo al entrar -dijo Samoilov. La madre adivinó que se esperaba algo de ella, y se apresuró a inquirir: -Entonces, ¿qué hay que hacer, y cómo? Samoilov apareció en el dintel: -¿Está a bien con la vendedora María Korsounov? -Sí, ¿y qué? -Háblele: ella puede hacer pasar la propaganda. La madre hizo con su mano un gesto negativo. -¡Oh, no! Es una charlatana, ¡no! Se sabría que fui yo..., que esto viene de mi casa, no, no... Y de pronto, iluminada por una repentina idea, dijo en voz baja: -Dádmelos a mí. ¡A mí! Ya me las arreglaré, encontraré medio... Pediré a María que me tome como ayudante. Porque, si quiero comer, es preciso que trabaje. Mirad: yo llevaré las comidas a la fábrica. ¡Ya me las compondré! Las manos sobre el pecho, aseguró con volubilidad que lo haría todo muy bien, sin ser notada, y concluyó triunfalmente: -Verán que, aunque no esté Pavel, su mano los alcanza desde la cárcel. ¡Ya verán! Los tres se sintieron más animados. Iégor sonreía y se frotaba vigorosamente las manos: -¡Maravilloso, madre! Si supiese lo que esto significa... Sencillamente, ¡formidable! -Si sale bien, me sentiré tan contento en la prisión como en una butaca -dijo Samoilov. -¡Es un tesoro, Pelagia! -añadió Iégor con su ronca voz. La madre sonrió. Había comprendido: si las hojas aparecían en la fábrica, la dirección admitiría que no era su hijo quien las llevaba. Y, sintiéndose capaz de asumir la tarea, se sentía estremecer de júbilo. -Cuando vaya a ver a Pavel -dijo Iégor a Samoilov-, le dirá que tiene una madre extraordinaria. -Lo veré pronto -prometió Samoilov esbozando una sonrisa. -Dígale que haré cuanto haga falta. Que lo sepa. -¿Y si no lo detienen? -dijo Iégor señalando a Samoilov. -¿Qué vamos a hacer? Tanto peor. Los dos hombres rompieron a reír. Ella, comprendiendo su estupidez, se echó también a reír, con una carcajada contenida y confusa, un poco maliciosa. -Uno tiene bastante con sus propias preocupaciones como para pensar en los demás -dijo bajando la vista. -Es natural -exclamó Iégor-. Y, volviendo a Pavel, no se inquiete ni se entristezca. Saldrá de la cárcel mejor que entró. Allí se descansa, se lee, y, en libertad, nunca hay tiempo para eso. Yo, por ejemplo, estuve preso tres veces, sin gran placer, desde luego, pero para el corazón y el espíritu, me fue muy útil. -Respira muy mal -dijo ella, mirando amistosamente aquel rostro ingenuo. -Tengo mis razones particulares -explicó él, alzando un dedo-. Bueno, ¿de acuerdo, mamá? Mañana le procuraremos el material, y la máquina, que disipará las tinieblas seculares, volverá a ponerse en marcha. ¡Viva la palabra libre y el corazón de las madres! Mientras tanto, ¡hasta la vista! -Hasta la vista -dijo Samoilov, estrechándole fuertemente la mano-. A mí no me pasa lo mismo: no puedo decir a mi madre ni una palabra de todo esto. -Todos acabarán por comprender -respondió Pelagia, para consolarlo. Cuando se marcharon, cerró la puerta y, arrodillándose en medio de la habitación, se puso a rezar, mientras fuera batía la lluvia. Oraba sin palabras, uniendo en un solo pensamiento a todos aquellos que, por Pavel, habían entrado en su vida. Los veía pasar entre ella y las santas imágenes, todos sencillos, tan extrañamente próximos los unos a los otros; y tan solos. Al día siguiente, muy temprano, fue a ver a María Korsounov. La vendedora, siempre manchada de grasa, siempre expresiva, la acogió con simpatía. -¿Te aburres? -preguntó, con un golpecito de su sebosa mano en el hombro de Pelagia- No te inquietes. ¡Se lo han llevado: bonito lío! No hay mal en ello. Antes metían en la cárcel a la gente cuando robaba, pero ahora es cuando dicen la verdad. Quizá Pavel ha dicho lo que no debía decir, pero ha sido en defensa de todos, y todo el mundo lo comprende, no te preocupes. No lo dicen todos, pero las personas honradas lo saben. Quise ir a tu casa, pero ya ves, no tengo tiempo. Hago mis trabajos, vendo, y , moriré vagabunda. Son mis condenados cortejos los que me comen todo. Devoran como cucarachas en miga de pan. Ahorro diez rublos, pues cualquiera de esos herejes viene y se los traga en un minuto. Es una desgracia ser mujer. ¡Qué asco de vida! Vivir sola es duro..., y ser dos, es aguantar palos. -He venido a pedirte que me lleves de ayudante -dijo Pelagia, interrumpiendo aquella oleada de palabras. -¿Cómo? -preguntó María; luego, cuando su amiga acabó de hablar, bajó la cabeza asintiendo. -Puede hacerse. ¿Te acuerdas cuántas veces me defendiste de mi marido? Bueno, ahora te defenderé yo de la necesidad. Todos deben ayudarte, porque tu hijo sufre por una causa que atañe a todo el mundo. Es un buen muchacho: todos lo dicen y lo compadecen. Yo no creo que estos arrestos traigan bien a la fábrica, ¿no ves lo que ocurre? No están contentos, querida. En la dirección se dicen «se ha herido al hombre en el talón: no podrá andar mucho». Pero el resultado es que, por diez que se ha alcanzado, hay centenares encolerizados. Las dos mujeres se pusieron de acuerdo. Al día siguiente, a la hora del almuerzo, Pelagia estaba en la fábrica con los manjares preparados por María en dos recipientes, en tanto que María, por su parte, iba a vender al mercado. XV Los obreros vieron en seguida a la nueva cantinera. Algunos se acercaban para animarla: -¿Has encontrado trabajo, Pelagia? Y la consolaban diciéndole que Pavel estaría pronto libre; otros alarmaban con palabras de condolencia su corazón herido. Otros se deshacían en invectivas contra la dirección y los gendarmes, y esta cólera encontraba eco profundo en la madre. No faltaban quienes la mirasen con maligna alegría, e incluso el punzador Isaías Gorbov le dijo, apretando los dientes: -Si yo fuese el gobernador, haría ahorcar a tu hijo. Así aprendería a no desviar al pueblo del buen camino. Esta odiosa amenaza la heló con un frío mortal. No contestó a Isaías, se limitó a echar una ojeada sobre su rostro estrecho, cubierto de manchas rojizas, y bajó los ojos suspirando. En la fábrica había agitación: los obreros se reunían en pequeños grupos, discutían entre sí a media voz; preocupados, los capataces rondaban por todas partes, y a cada momento estallaban juramentos y burlas irritadas. Pelagia vio pasar junto a ella a Samoilov, entre dos policías. Llevaba una mano en el bolsillo y pasaba la otra por sus cabellos, de un rubio cobrizo. Les daba escolta un centenar de obreros, que abrumaban a los policías con ironías e insultos: -¿Vas a dar un paseo? -gritó alguien. -¡Qué honra para los obreros! -dijo otro-. Se les concede escolta... Y lanzó un vigoroso juramento. «Así son...», pensó, y preguntó de nuevo: -¿Y si hubiese usted muerto? -¡Qué remedio! -replicó Sandrina en voz baja-. De todas maneras se disculpó. No debe perdonarse una ofensa. -Sí..., sí... -dijo lentamente la madre-. Pero a las mujeres, la vida nos ofende siempre. -He desempaquetado el cargamento -declaró Iégor abriendo la puerta-. ¿Está listo el samovar? Permítanme, voy a buscarlo. Cogió el samovar y añadió: -Mi digno padre no bebía menos de veinte vasos de té al día, y por eso pasó en este bajo mundo setenta y tres años sin enfermedad y tranquilísimamente. Pesaba ciento veintiséis kilos, y era sacristán de la aldea de Voskressenski... -¿Es usted hijo del Padre Juan? -gritó Pelagia. -Exactamente. ¿Pero cómo lo sabe? -Porque yo también soy de Voskressenski. -¿Paisana mía? ¿De qué familia? -Vecina suya. Soy una Seréguine. -¿La hija de Nil el cojo? Ya lo conozco: me tiró de las orejas más de una vez... Uno frente al otro reían, bajo el fuego cruzado de las preguntas y las respuestas. Sandrina, que estaba haciendo el té, los miraba sonriendo. El tintineo de los vasos recordó a la madre sus deberes. -¡Oh, perdón! Hablo y hablo... ¡Es tan agradable encontrar un paisano! -Soy yo quien tiene que pedirle perdón por hacer como en mi casa. Pero son ya las once, y tengo mucho camino por delante. -¿Dónde va? ¿A la ciudad? -se extrañó la madre. -Sí. -¿Cómo? Es de noche, llueve y está usted rendida. Quédese a dormir aquí. Iégor dormirá en la cocina y nosotras dos aquí. -No, tengo que irme -dijo sencillamente la muchacha. -Sí, paisana, es preciso que esta señorita desaparezca. Aquí la conocen. Y si mañana la ven en la calle, hará feo - declaró Iégor. -Pero es que... ¿va a irse sola? -Sí -dijo Iégor, esbozando una sonrisa. La muchacha se sirvió té, cogió un trozo de pan de centeno y se puso a comer, mirando pensativamente a la madre. -¿Cómo puede...? Y Natacha hacía igual. Yo no iría, tendría miedo... -Ella también tiene miedo -dijo Iégor-. ¿No es verdad, Sandrina? -Desde luego. La madre miró sucesivamente a ambos y exclamó muy bajo: -¡Qué duros sois! Después de haber tomado su té, Sandrina estrechó en silencio la mano de Iégor y se dirigió a la cocina, seguida por la madre: -Si ve a Pavel, salúdele de mi parte, se lo suplico. Tenía ya la mano en el picaporte de la puerta, cuando se volvió bruscamente y preguntó a media voz: -¿Puedo abrazarla? Sin responder, la madre la abrazó y besó calurosamente. -¡Gracias! -dijo la joven, y saludándola con la cabeza, salió. De nuevo en la habitación, la madre lanzó una ojeada de angustia por la ventana. En las tinieblas, copos de nieve semifundidos caían lentos y pesados. -¿Se acuerda de los Prozorov? -preguntó Iégor. Se había sentado con las piernas muy abiertas, bebiendo ruidosamente su té. Su rostro estaba rojo, cubierto de sudor y satisfecho. -Sí, los recuerdo -dijo ella absorta, yendo hacia él con su andar oblicuo. Se sentó, fijó en el hombre una mirada triste, y dijo en tono compasivo: -¡Ay! ¿Cómo llegará Sandrina? -Se fatigará mucho -asintió Iégor-. La cárcel la ha quebrantado; estaba mejor antes..., sobre todo, que no ha sido educada en la vida dura. Yo creo que tiene ya algo en los pulmones... -¿De qué familia es? -preguntó muy bajo la madre. -Hija de un terrateniente. Su padre es un crápula, como ella dice. ¿Sabe, mamá, que querían casarse? -¿Quién? -Ella y Pavel. Pero ahí está, nunca hay manera..., cuando él está en libertad, es ella quien está presa, o al contrario. -¡No lo sabía! -respondió la madre, después de una pausa-. Pavel nunca habla de sí mismo. Sintió mayor piedad aún por la muchacha, y con una mirada de involuntaria animosidad hacia su huésped, añadió: -¡Tendría que haberla acompañado! -Imposible -respondió él tranquilamente-. Tengo muchas cosas que hacer aquí, y me hará falta todo el día para caminar, caminar... Ocupación poco agradable, con mi asma. -Es una buena muchacha -dijo la madre en tono indefinible. Pensaba en lo que le había dicho Iégor y la ofendía haber sabido la noticia, no por su hijo, sino por un extraño. Apretó los labios y frunció el entrecejo. -¡Muy buena! -Iégor inclinó la cabeza-. Ya veo que le da a usted lástima. ¿Por qué? No habrá piedad que le llegue si va a ponerse a compadecernos a todos los revolucionarios. La vida es dura para todos, esa es la verdad. Mire, no hace mucho que uno de mis camaradas volvió del destierro. Cuando llegó a Nijni Novgorod, su mujer y su hijo lo esperaban en Smolensk, y cuando llegó a Smolensk, ellos estaban ya presos en Moscú. Ahora le tocó la vez a la mujer de ir a Siberia. Yo también tuve una mujer, una esposa excelente, pero cinco años de esta vida la han conducido al cementerio... Vació de un trago su vaso de té y continuó hablando. Enumeró sus años y meses de prisión o destierro, contó diferentes desgracias, los golpes en las cárceles, el hambre en Siberia. La madre lo miraba y lo escuchaba, admirándose de la tranquila sencillez con que pintaba aquella vida llena de sufrimientos, de persecución, de humillaciones... -Pero hablemos de nuestro asunto. La voz se transformó y la expresión se hizo grave. Le preguntó primero cómo pensaba introducir los folletos en la fábrica, y Pelagia se asombró del preciso conocimiento que él tenía sobre toda clase de detalles. Cuando terminaron, volvieron a evocar su aldea natal. Mientras Iégor bromeaba, Pelagia remontaba el curso del tiempo: los años le parecían extrañamente semejantes a un pantano, sembrado de iguales montoncillos de turba, plantado de arbustos de temerosos estremecimientos, de pequeños abetos y blancos abedules perdidos entre los oteros. Los abedules crecían lentamente, y tras permanecer cinco o seis años en aquel terreno movedizo y pútrido, caían para pudrirse a su vez. La madre se representó este cuadro, presa de una dolorosa piedad. Ante ella, veía una silueta de muchacha, de rostro duro y obstinado. Marchaba bajo los copos de nieve, solitaria, fatigada. Y su hijo estaba en la cárcel. Quizá no dormía aún, meditando. Pero no pensaba en su madre: había ya alguien, todavía más próximo... Como nubes de reflejos multicolores y formas inestables, sombríos pensamientos ascendían hacia ella y oprimían fuertemente su corazón. -Está cansada, mamá. Vamos a acostarnos -dijo Iégor sonriendo. Ella le dio las buenas noches y entró en la cocina, con su andar oblicuo, silenciosamente, llevando en su corazón aquella hiriente amargura. Por la mañana, mientras tomaban el té, Iégor le preguntó: -Y si la cogen y le preguntan dónde ha obtenido todos esos heréticos folletos, ¿qué va a decir? -Diré que eso no les importa. -Sí, pero ellos no estarán de acuerdo -replicó Iégor-. Están plenamente convencidos de que, precisamente, les importa muchísimo. Y la interrogarán con insistencia, y durante mucho tiempo. -Pero no lo diré. -La llevarán a la cárcel. -¿Ah, sí? Gracias a Dios que por lo menos serviré para algo -dijo ella suspirando-. ¿Quién me necesita? Nadie. Y dicen que no torturan... -¡Hummm! -dijo Iégor, después de mirarla, atentamente-.Torturar, no... Pero una mujer valerosa como usted, debe tener cuidado. -No es usted el más indicado para darme lecciones -dijo la madre con amarga sonrisa. Por un instante, Iégor guardó silencio, dio unos pasos por la habitación y se acercó a ella: -¡Es duro, paisana! Sé hasta qué punto es duro para usted. -Lo es para todos -respondió ella con un gesto de la mano-. Quizá es más fácil para los que comprenden... Pero también yo voy comprendiendo poco a poco lo que quieren las gentes de bien... -Si lo comprende, mamá, nos es necesaria a todos -dijo Iégor en tono grave. malos, pero están desbordados, ¡los endemoniados gendarmes les dan tanto trabajo! En todo caso, no son demasiado severos: se pasan el tiempo diciendo: «Vamos, señores, calma: no nos busquen conflictos.» De modo que no está mal. Se charla, se intercambian libros, se comparte la comida... ¡Es una buena cárcel! Muy vieja, y sucia, pero por lo menos es tranquila, no se altera la bilis. Los de delitos comunes, también son buena gente, y nos ayudan mucho. Nos han puesto en libertad a mí, a Boukhine y a otros cuatro. A Pavel también lo soltarán pronto, es completamente seguro. Vessovchikov estará más tiempo: están furiosos con él. Se mete constantemente con todo el mundo. Los gendarmes no pueden ni verlo. Quizá, pasará a los tribunales, o le darán una paliza. Pavel trata de calmarlo: «¡Déjalo ya, Nicolás! No se volverán mejores por más que les chilles.» Pero él masculla. «He de hacerlos reventar como conejos.» Pavel está muy bien, firme y tranquilo con todo el mundo. Vuelvo a decirle que lo liberarán muy pronto... -¡Muy pronto! -dijo la madre, tranquilizada y sonriente-. ¡Sí, muy pronto, lo sé! -Bueno, pues si lo sabe, perfecto. Ea, déme té y cuénteme cómo va todo. La miraba sonriente, junto a ella, y por sus ojos redondos, de buena persona, brillaba danzando una llama afectuosa, un poco triste. -Le quiero mucho, Andrés -dijo la madre con un profundo suspiro, mirando aquel rostro flaco, cómico, con los mechones de pelo oscuro, salpicados aquí y allá. -Con un poco me conformo. Ya sé que me quiere. Usted puede amar a todo el mundo: tiene un gran corazón -dijo el Pequeño Ruso, balanceándose en su silla. -No, a usted lo quiero particularmente -insistió ella-. Si tuviese madre, la gente la envidiaría por tener un hijo así. -También tengo una madre... en alguna parte -dijo él en voz muy baja. -Y, ¿sabe lo que he hecho hoy? -exclamó ella; y tartamudeando de satisfacción, le contó vivamente, adornando un poco su relato, cómo había hecho pasar los folletos a la fábrica. Primero, el Pequeño Ruso abrió asombrado los ojos, luego, estalló en una carcajada, agitando las piernas, golpeándose la cabeza con la mano, y gritó lleno de júbilo: -¡Oh, oh ...! Pero, ¡no es una broma! ¡Es auténtico trabajo! ¡Cómo se alegrará Pavel! Muy bien, madrecita... Por Pavel, y por todos. Chasqueaba sus dedos con entusiasmo, silbaba y se columpiaba en la silla. Su contento deportaba en ella un eco potente. -Mi querido Andrés... -dijo como si su corazón se abriese y brotasen de él, como de un manantial cantarín, palabras que expresaban la serena alegría que la colmaba-. He pensado en mi vida. ¡Jesús mío! ¿Para qué he vivido? Los golpes..., el trabajo..., no he visto a nadie más que a mi marido, ni he conocido otra cosa que el miedo. Ni siquiera he visto cómo crecía Pavel. ¿Le quería mientras vivió mi marido? Ni siquiera lo sé. Todos mis cuidados, todos mis pensamientos, se referían a una sola cosa: alimentar a aquella bestia para que estuviese satisfecho y repleto, servirle a tiempo para que no se encolerizase y me pegara..., que me respetase al menos alguna vez. Pero no recuerdo que me haya respetado nunca. Me pegaba..., quizá no por mí, sino por todos aquellos a quienes odiaba. Veinte años he vivido así, y ya no recuerdo cómo era yo antes de mi matrimonio. Iégor Ivanovitch, que es del mismo pueblo que yo, estuvo aquí hablando de una cosa y otra; yo recuerdo las casas, la gente..., pero cómo vivía, lo que decían, lo que ocurrió, se me ha olvidado. No me acuerdo más que de incendios, dos incendios... Lo demás, se alejó de mí: tengo el alma, cerrada como una casa en ruinas, ciega, sorda... La madre tomó aliento y aspiró el aire ávidamente, como un pez fuera del agua, se inclinó y continuó en voz más baja: -Cuando murió mi marido, me aferré a mi hijo, pero él comenzó a ocuparse de... estas cosas. Entonces, me pareció mal, y sentía piedad por él... ¿Cómo viviré sola si él muere? Qué angustias, qué inquietudes he sufrido; mi corazón se desgarraba cuando pensaba en lo que podía ocurrirle... Calló, moviendo dulcemente la cabeza, y prosiguió en tono grave: -El amor de las mujeres no es puro. Amamos lo que tenemos necesidad de amar. Y, mire, cuando pienso que usted suspira por su madre..., ¿qué necesidad tiene de ella? Y todos los demás que sufren por el pueblo, que van a la cárcel o a Siberia, que mueren... Estas muchachas que parten solas en la noche, entre el fango, entre la nieve, bajo la lluvia, andando siete kilómetros para venir aquí, ¿qué las empuja, qué las mueve? ¡El amor! ¡Eso es el amor puro! Creen: tienen fe, Andrés. Pero yo no sé amar así. Amo lo que es mío, lo que me toca... -Sí puede -dijo el Pequeño Ruso, que, sin mirarla, se rascó la cabeza, se frotó la mejilla y los ojos enérgicamente, según su costumbre-. Todos aman lo que está próximo a ellos, pero para un gran corazón, todo está próximo. Usted puede amar mucho. Su gran corazón maternal... -¡Si Dios quiere! -dijo ella en voz baja-. Seguramente, lo comprendo, es bueno vivir así. Mire, quizá lo quiero a usted más que a Pavel. Está encerrado... Sabe, quiere casarse con Sandrina, y no me lo ha dicho, a mí, su madre... -¡No es cierto! Yo lo sé, y no es cierto. Que se aman, es verdad. Pero casarse, no... Ella querría, pero Pavel no quiere. -¿Cómo es posible? -dijo la madre, pensativa, y su mirada triste se dirigió nuevamente a Andrés-. ¿Cómo es eso? Las personas renuncian a sí mismas... -Pavel es un ser de excepción -dijo Andrés en voz queda-. Una naturaleza férrea. -Y ahora está en prisión -siguió Pelagia en igual tono-. Alarma, da miedo, pero de diferente modo. La vida no es ya la misma, ni el miedo tampoco; yo me alarmo por todos. Mi corazón es también otro, el alma ha abierto los ojos, mira, siente pena pero también alegría. Comprendo muy pocas cosas, y es para mí tan duro, tan amargo, que no creáis en Dios... En fin, es así y no hay nada que hacer. Pero sois buenas gentes. Os habéis comprometido a una vida penosa, por el pueblo: a una vida dura, por la verdad. Vuestra verdad yo también la comprendo: mientras haya ricos, el pueblo no tendrá nada, ni justicia, ni alegría, ¡nada! Mirad—vivo en medio de vosotros, y, a veces, de noche, recuerdo mi vida pasada, mi fuerza pisoteada, mi joven corazón aplastado..., me compadezco a mí misma, y es amargo... Pero de todos modos, la vida es ahora mejor para mí. Me veo mejor... El Pequeño Ruso se levantó, empezó a pasear de largo a ancho, esforzándose por no arrastrar los pies, alto, flaco... -Lo que ha dicho está bien. Está bien... Había en Kertch un judío muy joven que hacía versos, y un día escribió: Y a los inocentes ejecutados los resucitará la fuerza de la verdad. Fue muerto por la policía, en Kertch, pero eso no tiene importancia. El sabía la verdad y la sembró entre los hombres. Y usted es también una criatura inocente, condenada a muerte... -Aquí estoy hablando -continuó la madre-, hablo, me escucho y no creo a mis oídos. En toda mi vida no pensé sino en una cosa: quedarme de lado, al margen, desapercibida, con tal de que no me maltrataran. Y ahora pienso en todo el mundo; tal vez no comprendo bien vuestras cosas, pero todo el mundo es mi prójimo, tengo piedad de todos, afecto por todos. ¡Sobre todo, Andrés, por usted! El se acercó y dijo: -¡Gracias! Tomóle una mano entre las suyas, la apretó mucho y la sacudió, luego se separó vivamente. Fatigada por la emoción, la madre lavó la vajilla lentamente; callaba ahora, y un sentimiento de valentía le confortaba dulcemente el corazón. El Pequeño Ruso le dijo: -Mire, madrecita, debía ir un día a mimar un poco a Vessovchikov. Su padre está también en la cárcel; es un vejete repugnante. Si Nicolás lo ve desde la ventana, lo insulta, eso no está bien. Nicolás es bueno, ama los perros, lo; ratones y todas las criaturas, solamente no ama a la gente. Tanto puede corromperse a un hombre. -Su madre desapareció, su padre es un ladrón y un borracho... -dijo Pelagia pensativa. Cuando Andrés fue a acostarse, la madre lo bendijo sin que él se diera cuenta. Llevaba en la cama una media hora, cuando ella le preguntó dulcemente: -¿No duerme, Andrés? -No, ¿por qué? -¡Buenas noches! -Gracias, madrecita, gracias -respondió él con ternura. XVII Al día siguiente, cuando Pelagia, cargada con su fardo, llegó a la puerta de la fábrica, los guardias la detuvieron violentamente, le ordenaron dejar sus cacerolas en el suelo y la examinaron con minuciosidad. -Vais a hacer que se enfríe la comida -dijo ella tranquilamente, mientras registraban sus ropas con todo descaro. -¡Cállate! -replicó un guardia, con voz áspera. El otro, empujándola ligeramente por un hombro -dijo con convicción: -Te digo que los echan por la valla. El primero que se acercó a Pelagia, fue el viejo Sizov. Miró cautelosamente en torno y le dijo en voz baja: -¿Has oído lo que dicen, madrecita? -¿Qué? -Resulta que las hojas han vuelto. Las hay por todas partes, cubren todo como sal en el pan. Se han lucido con sus arrestos y sus registros... A Mazine, mi sobrino, lo metieron en la cárcel. ¡Bueno! ¿Y ahora? Han cogido a tu hijo. Pues ha quedado bien claro que no eran ellos. Recogiéndose la barba en la mano, miró a Pelagia y dijo, alejándose: -Vete por casa. Tú sola, debes aburrirte. Ella le dio las gracias, y, pregonando su mercancía, observaba, con mirada vigilante la anormal agitación que reinaba en la fábrica. Todos los obreros parecían excitados, formando grupos que se dispersaban en seguida, corriendo de un taller a otro. En el aire, cargado de hollín, había un soplo de coraje, de audacia. Aquí y allá se oían gritos de aliento, exclamaciones irónicas. Los de edad madura, se contentaban con sonreír. Los capataces iban y venían, preocupados. Los policías corrían. A su vista, los trabajadores se separaban lentamente o, quedándose donde estaban, cesaban en sus conversaciones y miraban en silencio aquellos rostros malignos y furiosos. Los obreros parecían todos recién lavados. La alta silueta del mayor de los Goussev aparecía en todas partes; su hermano lo seguía como una sombra, y reía a carcajadas. El maestro carpintero Vavilov y el punzonador Isaías, pasaron junto a la madre sin apresurarse. El punzonador, menudo, delgado, la cabeza levantada y el cuello inclinado a la izquierda para mirar al carpintero, de rostro abotargado e impasible, hablaba con vivacidad, y su barba se agitaba: -Mira, Ivan Ivanovitch, se ríen y están contentos, aunque todo esto conduzca a la ruina del Estado, como dice el señor Director. Aquí, Ivan Ivanovitch, lo que hace falta no es escardar, sino arar... Vavilov caminaba, con las manos a la espalda, y se veían sus dedos crispados. -No lo sé -dijo dulcemente Pelagia, adivinando un peligro. -Justamente. Yo tampoco sé nada. Segundo, ¿quién las escribe? -Gentes que saben... -¡Señores! ¡Eso es! -profirió Rybine, y su rostro barbudo enrojeció bajo su tensión-. Así que son señores los que escriben y distribuyen los folletos. Y en esos libros se escribe contra los señores. Ahora dime, ¿qué provecho sacan de gastar el dinero en levantar al pueblo contra ellos mismos, eh? La madre agitó los párpados y gritó espantada: -¿Qué estás pensando...? -¡Hum! -masculló Rybine moviéndose pesadamente en la silla, como un oso-. ¡Eso es! A mí también me dio frío cuando llegué a este pensamiento. -¿Es que has oído algo...? -¡Son mentira! ¡Huelo el engaño! Yo no sé nada, pero estoy seguro de que son una engañifa. Y yo necesito la verdad, y la he comprendido. No iré con los señores. Cuando me necesitan, me empujan ante ellos para que mis huesos les sirvan de puente para ir más lejos. Sus sombrías palabras atenazaban el corazón de la madre. -¡Señor! -exclamó transida de angustia-. ¿Es posible que Pavel no lo comprenda?, y todos los demás que... Los rostros serios y honrados de Iégor, de Nicolás Ivanovitch, de Sandrina, parecieron alzarse ante ella, y su corazón se enterneció. -¡No, no! -dijo, moviendo negativamente la cabeza-. No puedo creerlo. Ellos siguen su conciencia. -¿De quién estás hablando? -De todos, de todos los que conozco, sin excepción. -No es ahí donde hay que mirar, madre, sino más lejos -dijo Rybine, bajando la cabeza-. Los que han venido, los que conocemos de cerca, quizá no saben nada tampoco. Ellos creen que es lo que hace falta. Pero puede que detrás de ellos, haya otros que no buscan más que ventajas. Un hombre no va así como así contra su interés... Y con su obstinada convicción de aldeano, añadió: -Nunca hay que esperar nada bueno de los señores. -¿Qué has decidido? -preguntó la madre, nuevamente presa de la duda. -¿Yo? -Rybine la miró, calló un momento y repitió-: ¡No hay que ir con los señores, eso es! Guardó nuevamente silencio, el aire torvo. -Quería unirme a tus chicos para trabajar con ellos. Para eso sirvo: sé lo que hay que decir a la gente. Eso es. Pero ahora me largo. No puedo tener confianza, y debo irme. Bajando la cabeza, reflexionó. -Me iré yo solo, por las aldeas, por las cabañas... Levantaré al pueblo. Hace falta que sea el propio pueblo quien actúe. Si comprende, encontrará su camino. Yo trataré de hacerlo comprender, no tiene esperanza sino en sí mismo, y no hay más razón que la suya. ¡Es así! La madre sintió por él lástima y miedo. Nunca le había sido muy simpático, pero, de pronto, le pareció muy próximo. Le dijo dulcemente: -Te cogerán... El la miró y respondió tranquilamente: -Me cogerán... y me soltarán. Y volveré a empezar. -Los mismos campesinos te atarán las manos. Y te llevarán a la cárcel. -Si me llevan, saldré. Y volveré al camino. En cuanto a los campesinos, me atarán las manos una vez, dos, y después, comprenderán que lo que hace falta no es entregarme, sino escucharme. Les diré: «No me creáis, oídme solamente.» Y si me escuchan, me creerán. Hablaba lentamente, como pesando cada palabra antes de pronunciarla. -Aquí, últimamente, he tragado mucho y comprendido muchas cosas... -¡Morirás, Michel! -dijo Pelagia, moviendo melancólicamente la cabeza. Fijó él en ella aquellos ojos negros y profundos, que parecían esperar una respuesta. Su cuerpo vigoroso se inclinaba hacia adelante, y su bronceado rostro palidecía en el oscuro marco de su barba. -Tú sabes lo que Cristo dijo del grano de trigo: «debe morir para resucitar en una nueva espiga». Me falta mucho aún para morir. ¡Soy muy astuto! Se removió en la silla y se levantó despaciosamente. -Me voy a la posada, estaré allí un rato, en compañía. El Pequeño Ruso no tiene trazas de venir. ¿Ha vuelto a ocuparse...? -Sí -dijo sonriente la madre. -Es lo que hace falta. Repítele lo que te he dicho. Salieron lentamente a la cocina y cambiaron algunas palabras sin mirarse. -Adiós, entonces. -Adiós. ¿Cuándo te despides del trabajo? -Ya está hecho. -¿Y cuándo te vas? -Mañana temprano. ¡Adiós! Rybine se encorvó y salió al vestíbulo como a disgusto, torpemente. Durante un instante, la madre permaneció en el umbral, prestando oído a los que pasaban y a las dudas despertadas en su corazón. Después, volvió silenciosamente a la habitación, levantó una punta de la cortina y miró por la ventana. Tras el cristal, las espesas tinieblas se inmovilizaban. -Vivo de noche -se dijo. Tenía compasión por aquel campesino de espíritu reflexivo: era tan grande, tan fuerte... Andrés llegó, animoso y alegre. Cuando ella le contó la visita de Rybine, él exclamó: -Muy bien: que vaya por las aldeas a proclamar la verdad y a despertar al pueblo. Con nosotros no se sentía a gusto. Sus ideas campesinas han germinado dentro de su cabeza, y no hay sitio para las nuestras... -Mire, en lo que ha dicho de los señores hay algo de cierto -dijo ella prudentemente-. Con tal que no nos engañen... -¿Eso la preocupa? -exclamó riendo el Pequeño Ruso. ¡Ah, madrecita, si tuviéramos dinero! Vivimos del de los demás. Mire, Nicolás Ivanovitch, que cobra setenta y cinco rublos al mes, nos da cincuenta. Y así todos. Hay estudiantes que pasan hambre y que nos mandan cuando pueden un poco de dinero, reunido céntimo a céntimo. Hay señores de todas clases, desde luego. Unos engañan, otros se dejan llevar, pero los mejores están con nosotros. Se frotó las manos y prosiguió con vehemencia: -¡Nuestra victoria no es todavía para mañana, pero, en la espera, el primero de mayo organizaremos una fiestecita! Será muy alegre... Su animación desterró la inquietud que Rybine había sembrado. El Pequeño Ruso paseaba por la habitación pasándose la mano por la cabeza, y decía, mirando al suelo: -Sabe, a veces siento en mi corazón tina vitalidad extraordinaria. Me parece que, allá donde vaya, encuentro camaradas ardiendo en el mismo fuego, todos alegres, buenos, serviciales... Nos comprendemos sin palabras. Vivimos en buena armonía y cada pecho canta su canción. Todas estas canciones corren como arroyos que se vierten en un solo río, que marcha ancho y libre hasta el mar, ¡el mar de la clara alegría de la vida nueva! Pelagia se esforzaba en no moverse para no turbarlo ni interrumpirlo. Lo escuchaba siempre con más atención que a los demás: hablaba con mayor sencillez y sus palabras conmovían el corazón con mayor fuerza. Pavel no decía nunca cómo veía el porvenir, en tanto que, para Andrés, ese porvenir era una parte de su ser; en sus discursos, la madre creía escuchar un hermoso cuento, el de la gran fiesta, que llegaría de todos los hombres sobre la tierra. Esta ilusión aclaraba ante sus ojos el sentido de la vida y la acción de su hijo y los camaradas de éste. -Y cuando se vuelve a la realidad -dijo el Pequeño Ruso sacudiendo la cabeza-, y uno mira a su alrededor, todo es frío y fangoso, la gente está cansada e irritada... Continuó con profunda tristeza: -Es humillante, pero hay que desconfiar del hombre, temerlo... e, incluso, odiarlo. El hombre es complejo. Desearíamos amarlo solamente, pero, ¿cómo es posible? ¿Cómo perdonar a quien se precipita sobre ti como una bestia salvaje, que no reconoce la existencia de tu alma viva, y que hiere a puñetazos tu fisonomía de hombre? Imposible de perdonar. No por mí: yo soportaría todos los ultrajes si sólo existiera yo, pero no quiero ceder ante los que usan la fuerza, no quiero que aprendan sobre mi espalda a pegar a los otros. Ahora brillaba en sus ojos un resplandor frío. Inclinó la cabeza con aire obstinado y continuó con más firmeza: -No debo perdonar ninguna mala acción, incluso si no me daña a mí personalmente. No estoy solo sobre la tierra. Admitamos que hoy me dejo ultrajar sin responder al ultraje, que incluso río, que no me ofende... Pero mañana, el ofensor que ha probado su fuerza conmigo, la experimentará sobre la piel de otro. Por eso hay que distinguir entre las gentes, hay que tener un corazón firme y decirse: éstos son mis hermanos, aquéllos no... Es justo, pero doloroso. La madre pensó; involuntariamente, en el oficial y en Sandrina, y suspiró: -¡Cómo puede hacerse pan con trigo que no ha sido sembrado...! -Esa es la desgracia -dijo Andrés. -Buenos días..., buenos días... -Tranquilízate, mamá. Le estrechó fuertemente la mano. -¡No es nada! -Tú, la madre -dijo el vigilante, suspirando-, retírate: que haya distancia entre vosotros. Y bostezó ruidosamente. Pavel le preguntó por su salud, por la ca... Ella esperaba otras preguntas, las buscó en los ojos de su hijo, pero no las encontró. Estaba tranquilo, como siempre, más pálido, eso sí, y los ojos parecían más grandes. -Sandrina te manda recuerdos. Los párpados de él temblaron, se dulcificó su expresión y sonrió. Una aguda amargura hirió el corazón de la madre. -Te soltarán pronto -dijo ella, humillada e irritada-. ¿Por qué te han encerrado? De todos modos, las hojas han vuelto a aparecer. Los ojos de Pavel centellearon de alegría. -¿Otra vez? -preguntó. -Está prohibido hablar de esas cosas -declaró el vigilante en tono negligente-. Solamente asuntos de familia. -¿Y esto no son asuntos de familia? -replicó ella. -No sé nada. Lo único que sé es que está prohibido -respondió indiferente el celador. -Háblame de la familia, mamá -rogó Pavel. Ella sintió que ascendía dentro de sí un sentimiento de audacia juvenil. -Yo llevo todo a la fábrica... Se detuvo y continuó, sonriendo: -Sopa, harina, todo lo que guisa María y otros alimentos... Pavel comprendió. Se mordió los labios para contener la risa, echó su cabello hacia atrás y dijo con una voz acariciadora que su madre no le conocía: -Está bien que tengas una ocupación, así no te aburres. -Y cuando volvieron a aparecer las hojas, se pusieron a registrarme a mí también -declaró Pelagia, no sin fanfarronada. - ¡Otra vez! -dijo el vigilante, irritándose-. Os he dicho que está prohibido. Se mete en la cárcel a un hombre porque no sabe nada, y tú ahora no oyes nada. Tenéis que comprender que está prohibido. -Bueno, no hablemos más de eso, mamá -dijo Pavel-.Mathieu Ivanovitch es un buen hombre y no hay que enfadarlo. Nos llevamos bien los dos. Es casualidad que esté hoy aquí: corrientemente es el director quien asiste a las entrevistas. -La visita ha terminado -declaró el celador, mirando su reloj. El hijo la abrazó fuertemente y la besó. Emocionada por aquel gesto, dichosa, ella se echó a llorar. -Separaos -dijo Mathieu. Y gruñendo, acompañó a la madre-. No llores..., lo soltarán. Sueltan a todos... Ya no se cabe aquí. De regreso en casa, animada y sonriente, dijo al Pequeño Ruso: -Le hablé tan hábilmente que comprendió. Y suspiró. -¡Comprendió! Si no, no me hubiese besado: no lo hace nunca. -Ah, eso es muy propio de usted -dijo Andrés riendo-. Todo el mundo busca algo, pero una madre..., busca siempre caricias. -¡Oh, Andrés..., las gentes que van allí -exclamó ella con súbito asombro- qué acostumbradas están! Les han arrancado a sus hijos, los han llevado a la cárcel, y a ellos no les inquieta: vienen, se sientan, esperan, charlan... ¿Eh? Si hasta la gente instruida se habitúa ya tan bien, ¿qué no será el pobre pueblo? -Es muy natural, -dijo Andrés con su sonrisa-, para ellos la ley es siempre más suave que para nosotros, y la necesitan más que nosotros. Tanto, que cuando la ley les da un golpecito, hacen una pequeña mueca, pero nada más. El bastón propio hace menos daño. XX Una noche que la madre estaba sentada tejiendo medias, y el Pequeño Ruso leía en voz alta la historia de la sublevación de los esclavos romanos, alguien llamó violentamente a la puerta. Andrés abrió y entró Vessovchikov, un petate bajo el brazo, la gorra sobre la nuca, cubierto de fango hasta las rodillas. -Pasaba y vi luz en la ventana. Entré a darles las buenas noches. Salgo ahora mismo de la prisión -explicó con voz excitada, y cogiendo la mano de Pelagia la sacudió vigorosamente-. Pavel le manda saludos. Después, vacilante, se dejó caer sobre una silla, recorriendo la habitación con su mirada sombría y desconfiada. No agradaba a la madre. En su cabeza angulosa y rapada, y en sus ojillos, había algo que la había asustado siempre, pero ahora se alegró, y sonriente y afectuosa, dijo vivamente: -¡Has adelgazado! Hagámosle té, Andrés... -Yo prepararé el samovar-dijo éste, dirigiéndose a la cocina. -¿Y cómo está Pavel? ¿Han soltado a otros, o solamente a ti? Nicolás bajó la cabeza y respondió: -Pavel está aún allí: paciencia. No han soltado más que a mí. Levantó la cabeza, miró a la madre y continuó despacio, apretando los dientes: -Les he dicho: «ya tengo bastante, soltadme. Si no, mato a alguien, y luego me mato yo...» Y me pusieron en libertad. -Sí..., sí... -dijo Pelagia, separándose de él. Sus ojos parpadearon involuntariamente cuando se encontraron con los del hombre, pequeños y estrechos. -¿Y Théo Mazine? -gritó el Pequeño Ruso desde la cocina -.¿Escribe versos? -Sí. No lo comprendo (sacudió la cabeza). ¿Es que es un canario? Lo meten en la jaula, y canta. Solamente hay una cosa que comprendo: que no tengo ganas de ir a casa. -Desde luego. ¿Qué vas a encontrar en ella? -dijo Pelagia pensativa-. Está vacía, la estufa apagada, todo helado... El guardó silencio un instante, entornando los ojos. Sacó del bolsillo una petaca y se puso a fumar lentamente. Con la mirada seguía la bocanada de humo gris que se disipaba ante su cara, y estalló en una risa sombría, semejante al aullido de un perro. -Sí... glacial, así debe estar. En el suelo, cucarachas heladas. Hasta los ratones han reventado de frío. Permíteme pasar la noche aquí, ¿quieres? -preguntó con voz sorda, sin mirar a la madre. -¡Pues claro! -dijo ella vivamente. Estaba incómoda, desasosegada, con él allí. -Vivimos unos tiempos en que los hijos se avergüenzan de sus padres... -¿Qué? -preguntó la madre estremeciéndose. El le lanzó una ojeada, cerró los ojos y su rostro picado de viruela pareció, de pronto, el de un ciego. -Los hijos empiezan a sentir vergüenza de sus padres, ¡eso es lo que digo! -repitió lanzando un suspiro-. No por ti... Pavel no se avergonzará nunca de ti. Pero yo tengo vergüenza de mi padre. No iré nunca más a su casa. Ya no tengo padre..., ni casa. Estoy en libertad vigilada, si no, me iría a Siberia. Allí libertaría a los deportados y organizaría la fuga... Con su sensible corazón, la madre comprendía que el joven sufría, pero su dolor no despertaba compasión en ella. -Claro. Si es así, vale más que vayas -dijo ella para no herirlo con su silencio. Andrés salió de la cocina, riendo: -¿Qué andas predicando ahí? La madre se levantó: -Hay que hacer algo de comer. Vessovchikov miró fijamente al Pequeño Ruso y declaró de pronto: -Pienso que hay gentes que es preciso matar. -¡ Oh, oh ...! ¿Y por qué? -Para que se acabe su ralea. El Pequeño Ruso, alto y seco, de pie en medio del cuarto, se balanceaba sobre sus piernas y miraba a Nicolás desde su elevada estatura, con las manos en los bolsillos. Vessovchikov estaba acurrucado en la silla, envuelto en una nube de humo, y unas manchas rojas se destacaban en su fisonomía gris. -Les arrancaré la lengua a Isaías Gorbov, ya lo verás. -¿Por qué? -Para que deje de espiar y de ir con el soplo. Por causa suya es mi padre lo que es, y ahora cuenta con él para hacerse pagar como chivato -dijo Vessovchikov, mirando a Andrés con ojos sombríos y malignos. -¡Vaya! -exclamó el Pequeño Ruso-. Pero, ¿quién es responsable? ¡Los imbéciles! -¡Los imbéciles y los inteligentes, son lo mismo! -replicó el otro con firmeza-. Mira, tú eres un tipo inteligente, y Pavel también, ¿es que para vosotros soy yo un hombre como Théo Mazine o Samoilov, o como sois el uno para el otro? No mientas: de todos modos no te creeré... ¡todos me echáis a un lado, como algo aparte! -Estás enfermo, pobre Nicolás -dijo suave y tiernamente el Pequeño Ruso, sentándose al lado de él. La madre y Andrés se sentían incómodos y estrechos en la pequeña habitación, y lanzaban sucesivas ojeadas furtivas a su visitante. Por fin, éste se levantó: -Voy a acostarme... Siempre encerrado, y luego me sueltan de pronto, he andado... Estoy rendido. Cuando estuvo en la cocina se movió aún un poco, y de pronto, quedóse inmóvil como un muerto. La madre, que prestaba oídos, murmuró a Andrés: -Piensa cosas terribles... -Un muchacho poco cómodo -asintió el Pequeño Ruso moviendo la cabeza-. Pero se le pasará. Yo también fui así. Cuando el corazón no quema bien, se le acumula el hollín. Ve a acostarte, madrecita: yo me quedaré un rato leyendo. Ella se fue al rincón donde estaba su cama, cerrado con una cortina de indiana, y Andrés, sentado a la mesa, oyó largo tiempo el tibio murmullo de sus plegarias y suspiros. Volviendo rápidamente las páginas de su libro, enjugaba febrilmente su frente, acariciaba el bigote con sus largos dedos, removía los pies. El péndulo del reloj latía, el viento gemía en la ventana. La voz baja de la madre se dejó oír: -¡Dios mío! Cuánta gente hay en el mundo..., y cada uno se queja a su manera. ¿Hay alguien que tenga alegría? -¡Los hay, ya los hay! Pronto serán numerosos, sí, ¡numerosos! -respondió como un eco el Pequeño Ruso. XXI La vida transcurría rápida, con sus días de varias fisonomías, claros o sombríos. Cada uno de ellos, traía algo nuevo que ya no inquietaba a la madre. Cada vez con más frecuencia, venían desconocidos por la noche; hablaban a media voz con Andrés, el aire inquieto, y muy tarde ya, el cuello levantado, la gorra calada hasta los ojos, marchaban en las tinieblas, sin ruido, para no despertar sospechas. Sentíase que cada uno de ellos ocultaba su excitación, que todos habrían deseado cantar y reír, pero que, siempre con prisa, no tenían tiempo. Unos, irónicos y graves; otros, alegres, llenos de una fuerza desbordante de juventud; otros, pensativos y serenos..., todos tenían, a los ojos de la madre, algo de igualmente obstinado, seguro de sí, y aunque cada uno tenía sus rasgos peculiares, se fundían para la madre en un solo rostro delgado, animado de una tranquila resolución, una fisonomía clara, con ojos sombríos de mirada profunda, acariciadora y severa: la mirada de Cristo dirigiéndose a Emaús. La madre los contaba y se los representaba como una multitud que rodease a Pavel, quien, en medio de ellos, pasaba desapercibido a los ojos de sus enemigos. Una noche, una muchacha, de cabellos rizados, llegó de la ciudad. Trajo un paquete para Andrés, y al marchar dijo a Pelagia con mirada brillante y alegre: -¡Hasta la vista, camarada! -¡Hasta la vista! -respondió la madre, conteniendo una sonrisa. Y, después de haber acompañado a la joven, se acercó a la ventana para mirar, riendo a su «camarada» marchar por la calle, trotando con su menudo paso, fresca como una flor de primavera, ligera como una mariposa. «Camarada -se dijo la madre cuando su visitante se perdió de vista-. ¡Ah querida! Que Dios te dé un buen camarada para toda tu vida.» Notaba frecuentemente en todos los que venían de la ciudad, algo de infantil, y sonreía con indulgencia, pero lo que la emocionaba y le causaba una gozosa sorpresa, era su fe, cuya profundidad sentía cada vez más claramente. Sus sueños en el triunfo de la justicia la conmovían y la reconfortaban. Al escucharlos, suspiraba sin quererlo, presa de una vaga tristeza. Pero a lo que más sensible se sentía era a su naturalidad y su hermoso, generoso olvido de sí mismos. Comprendía ya muchas cosas cuando discutían sobre la vida. Presentía que habían descubierto la verdadera causa de la desgracia de los humanos, y se había acostumbrado a aprobar sus opiniones. Pero en el fondo no creía que pudiesen transformar la existencia a su modo, ni que tuvieran fuerzas suficientes para insuflar su llama a toda la clase trabajadora. Cada cual quiere comer hoy, nadie quiere aplazar su almuerzo, ni siquiera hasta mañana, si puede comérselo al momento. Habría pocos que siguieran aquel camino lejano y difícil. No todos los ojos verían que dicho camino conducía al maravilloso reinado de la fraternidad universal. Era a causa de esto, por lo que todas aquellas gentes, a pesar de sus barbas y sus rostros, frecuentemente fatigados, le parecían niños... «¡Pobres criaturas! -pensaba ella, moviendo la cabeza.» Pero, sin embargo, todos vivían una vida recta, seria e inteligente, hablaban bien y, deseosos de enseñar a los otros lo que ellos sabían, lo hacían incansablemente. Comprendía que se pudiese amar tal modo de vida, pese a sus riesgos, y, suspirando, recordaba su pasado, que se le aparecía como una ruta sin fin, sombría, estrecha, limitada... sin dudarlo, tomaba tranquila conciencia de su utilidad en la nueva existencia; en otro tiempo nunca se había sentido útil para nadie en tanto que ahora veía con claridad que muchos la necesitaban: una impresión nueva y grata que la hacía erguir la cabeza... Seguía llevando puntualmente las hojas a la fábrica, con el sentimiento del deber cumplido: era ya una más, a quien los policías no prestaban atención. Muchas veces la habían registrado, pero siempre al día siguiente a aquél en que había aparecido la propaganda. Cuando no traía nada encima, sabía excitar las sospechas de los soplones y de los guardias: la detenían y la cacheaban; entonces, fingía enfadarse, se peleaba con ellos y, habiéndolos engañado, se iba orgullosa de su destreza. El juego comenzaba a agradarle. Vessovchikov no había sido readmitido en la fábrica. Se colocó como recadero en casa de un vendedor de maderas y conducía por el barrio carga de vigas, de planchas y de leña. La madre lo veía pasar casi todos los días. Las patas temblorosas por la tensión, arqueándose sobre el suelo, avanzaban los dos caballos negros, viejos, huesudos, balanceando las cabezas fatigadas y tristes, los ojos ribeteados guiñando de agotamiento. Tras ellos se estiraba, oscilando al ritmo de los guijarros, una larga viga húmeda, o un montón de planchas cuyos extremos chocaban; mientras que a su lado, sin sujetar las riendas, iba Nicolás, harapiento, cubierto de lodo, calzado con gruesas botas, el sombrero sobre la nuca, rígido y torpe como una raíz saliendo de la tierra. El también balanceaba la cabeza, los ojos fijos en el suelo. Los caballos iban ciegamente sobre los coches, sobre la gente que venía en sentido contrario. A su alrededor, volaban como moscardones juramentos furiosos, y los gritos de cólera desgarraban el aire. El, sin alzar la cabeza, sin contestar, silbaba de manera aguda y ensordecedora, y murmuraba por lo bajo a sus caballos: -¡Toma, para vosotros! Cada vez que los camaradas de Andrés se reunían en su casa para leer folletos, o el último número de un periódico impreso en el ' extranjero, Nicolás llegaba, se sentaba en un rincón y escuchaba sin decir nada, una hora o dos. Terminada la lectura, los jóvenes discutían largamente, pero Vessovchikov jamás tomaba parte en la controversia. Se quedaba más tiempo que los otros, y cuando estaba solo con Andrés, le preguntaba con aire hosco: -¿Y quién es el más culpable de todos? -El primero que dijo: ""esto es mío». Mira... Alguien que murió hace miles de años, y ya no vale la pena enfadarse con él - dijo Andrés bromeando, pero sus ojos tenían una expresión inquieta. -Pero... ¿los ricos? ¿Y los que los sostienen? El Pequeño Ruso se inclinaba, la cabeza entre las manos, retorcía su bigote y hablaba larga y sencillamente de la vida y de los hombres. Pero siempre resultaba de sus palabras que todo el mundo, en conjunto, era falible, y esto no agradaba a Nicolás. Con los gruesos labios muy apretados, sacudía negativamente la cabeza, y declaraba en tono de desconfianza que eso no era así, luego se iba, descontento y sombrío. Una vez gritó: -¡No; tiene que haber responsables, están aquí! Te lo digo yo... Hay que pasar el arado a fondo, por todas partes, como en un campo de grama, ¡sin piedad! -¡Eso es lo que dijo un día Isaías el punzonador refiriéndose a ti! -observó la madre. -¿Isaías? -preguntó Vessovchikov, tras una pausa. -Sí, el malvado... Espía a todo el mundo, hace preguntas, se dedica a venir con frecuencia a nuestra calle, a mirar por la ventana... -¿Mira? -repitió Nicolás. La madre estaba ya acostada y no le veía la cara, pero comprendió que había dicho demasiado, porque el Pequeño Ruso replicó vivamente en tono conciliador: -¡Bah!, déjalo que vaya y que mire. Le sobra tiempo, y se pasea. -¡No, espera! -dijo sordamente Nicolás-. El es el responsable. -¿De qué? -replicó Andrés con viveza-. ¿De ser tonto? Vessovchikov no contestó, y se fue. El Pequeño Ruso dio unos paseos por la habitación, lentamente, fatigado, arrastrando sus piernas secas y largas como patas de araña. Se había quitado las botas, como de costumbre, para no hacer ruido y no molestar a Pelagia. Pero ésta no dormía. -¡Me da miedo! -dijo inquieta, después de la partida de Nicolás. -Sí -dijo Andrés, alargando sus palabras-. Es muy irritable. No le hables de Isaías, madrecita: Isaías es verdaderamente un espía. -¡Nada de raro! Su compadre es gendarme. -Puede ser que Nicolás le dé una paliza -continuó Andrés, alarmado-. Esos son los sentimientos que los señores oficiales de nuestra sociedad hacen nacer en los simples soldados. Cuando las gentes como Nicolás tomen conciencia de sus humillaciones y se les acabe la Paciencia, ¿qué ocurrirá? La sangre llegará a las nubes, y la tierra se cubrirá de una espuma roja, como un jabón que se deshace... -¡Es terrible, Andrés! -dijo dulcemente la madre. -Si las moscas no les picasen, no darían coces -dijo Andrés, tras un silencio-. Y, sin embargo, cada jota de sangre habrá sido lavada de antemano por los torrentes de lágrimas del pueblo. Rió brevemente y añadió: -Será justo..., pero no es consolador. XXII Un domingo, cuando la madre, de vuelta de la tienda, abrió la puerta y apareció en el dintel, se sintió súbitamente inundada de alegría como la cálida lluvia de un día de verano: había oído en la habitación la fuerte voz de Pavel. -¡Aquí está! -gritó el Pequeño Ruso. Notó ella la rapidez con que su hijo se volvió, y cómo los ojos del joven se iluminaban con una emoción prometedora de grandes alegrías. -Has vuelto... a casa -murmuró. La sorpresa la hizo vacilar, y se sentó. jornada, los tejados goteaban, los muros grises de las casas humeaban sudorosos y fatigados, hasta que el crepúsculo, las estalactitas de hielo de un blanco dudoso, se formaban de nuevo por doquier. El sol se mostraba cada vez con mayor frecuencia. E indecisos, los arroyos comenzaban a murmurar, corriendo hacia el pantano. Se preparaba la fiesta del Primero de Mayo. En la fábrica y por el barrio, las hojas circulaban, explicando la significación de esta fiesta, e, incluso, los jóvenes a quienes aún no había conmovido la propaganda, decían al leerlas: -¡Hay que organizar esto! Vessovchikov exclamaba, siempre gruñón: -Va siendo hora. ¡Basta de jugar al escondite! Théo Mazine se regocijaba. Había adelgazado mucho, y el nerviosismo de sus gestos y sus frases hacía pensar en una alondra enjaulada. Iba siempre acompañado de Jacob Somov, un muchacho taciturno, más serio de lo debido a su edad, que trabajaba ahora en la ciudad. Samoilov, que había salido de la cárcel aún más pelirrojo, Basil Goussev, Boukhine, Dragounov y algunos otros, demostraban la necesidad de proveerse de armas, pero Pavel, el Pequeño Ruso, Somov y otros, no estaban de acuerdo. Iégor llegó, fatigado, sudoroso, jadeante como siempre. Decía bromeando: -El derrocamiento del orden existente es una gran obra, camaradas, pero para que progrese con más rapidez, es necesario que me compre unas botas nuevas. Y mostraba las suyas, rotas y empapadas-. Mis chanclos padecen la misma enfermedad incurable, y todo el día tengo mojados los pies. No quiero irme de este mundo antes de que hayamos abjurado del viejo, pública y claramente, por lo cual, declino la propuesta del camarada Samoilov sobre una demostración armada, y propongo que se me arme a mí de un par de sólidas botas, lo que estoy plenamente convencido que será más útil al triunfo del socialismo que el más hermoso rompimiento de cabezas... En el mismo tono irónico, relató cómo el pueblo trataba, en diversos países, de mejorar su existencia. A la madre le gustaba oír sus discursos, que producían en ella una extraña impresión. Los más astutos enemigos del pueblo, los que le engañaban más cruelmente, eran hombrecillos barrigudos, de piel encarnada, sin escrúpulos, ávidos, falsos y despiadados. Cuando el poder de los zares les hacía difícil la vida, excitaban al bajo pueblo contra él, y cuando el pueblo se sublevaba y arrancaba el poder de las manos del emperador, estos hombrecillos se apoderaban hábilmente de él y devolvían al pueblo a sus perreras: si el proletariado quería discutir con ellos, masacraban a centenares y a millares. Un día, se atrevió a contarles cómo era la imagen que ella se formaba de las cosas, y preguntó con sonrisa confusa: -¿Es así, Iégor Ivanovitch? Este rompió a reír, girando los ojos en las órbitas, recuperó el aliento y se frotó el pecho. -En verdad que es así, mamá. ¡Ha cogido el toro de la Historia por los cuernos! Hay algunos adornos de fondo, algunos bordados, pero que no cambian nada. Justamente, estos hombrecillos grasientos son los mayores pecadores y los insectos más venenosos que pican al pueblo. Los franceses les llaman plácidamente «burgueses». Recuérdelo, mamá: bur-gue-ses... Nos devoran, nos chupan la sangre... -¿Los ricos? -preguntó la madre. -Exactamente. Mire, si poco a poco va poniéndose cobre en la comida de un niño, impedirá el desarrollo del esqueleto y el niño será enano, y si se intoxica a un hombre con oro, su alma se hace pequeña, lívida y gris, como una pelota de goma de cinco céntimos... Pavel dijo una vez hablando de Iégor: -Sabes, Andrés, la gente que más bromea es la que más sufre... El Pequeño Ruso permaneció silencioso un momento, y respondió: -Si eso fuese cierto, Rusia entera moriría de risa. Natacha reapareció. También había estado en la cárcel, pero en otra ciudad, y ello no la había cambiado. La madre observó que, en su presencia, el Pequeño Ruso era más alegre, bromeaba, dirigía a todos pequeñas chanzas con una malicia sin maldad, y la hacía reír. Pero, cuando ella se iba, se ponía a silbar tristemente sus interminables canciones, y durante largo rato iba y venía por el cuarto arrastrando los pies. Sandrina venía con frecuencia, siempre sombría, siempre apresurada, y se tornaba cada vez más cortante, más brusca. Una vez que Pavel fue con ella hasta la puerta para acompañarla, y que no cerraron tras ellos, la madre oyó su rápida conversación: -¿Llevará usted la bandera? -preguntó la muchacha en voz muy baja. -Sí. -¿Está ya decidido? -Sí, es mi derecho. -Y la prisión otra vez. Pavel guardó silencio. -Usted no puede... -se detuvo ella. -¿Qué? -Dejar a otro... -No -dijo él en alta voz. -Reflexione. Aquí tiene mucha influencia, lo quieren. Usted y Nakhodka son los siguientes, ¡cuántas cosas pueden hacer estando en libertad! Reflexione. Lo desterrarán lejos, y por mucho tiempo. La madre creyó distinguir en la voz de Sandrina dos sentimientos que ella conocía muy bien: la angustia y el miedo. Y las palabras de la muchacha cayeron sobre su corazón maternal, como gruesos goterones de agua helada. -No, estoy decidido -dijo Pavel-. Nada me hará renunciar. -¿Ni siquiera si se lo suplico? Pavel respondió en seguida, rápidamente y con voz particularmente severa: -No debe hablar así. ¿En qué está pensando? No debe... -Soy un ser humano -dijo ella muy quedo. -Sí, una buena muchacha -contestó dulcemente Pavel, pero con tono extraño, como si le faltara la respiración-. Un ser que me es muy querido. Y precisamente por eso... no debe hablar así. -Adiós -dijo la joven. Por el ruido de sus tacones, la madre comprendió que se alejaba rápidamente, casi corriendo. Pavel salió tras ella. Un terror agobiante, asfixiante, le apretaba el pecho a Pelagia. No había comprendido bien la conversación, pero presintió una desgracia. -¿Qué puede hacerse? Pavel volvía con Andrés, quien decía, moviendo la cabeza: -¿Qué hacer con ese maldito Isaías? -Aconsejarle que renuncie a sus empresas de chivato -dijo sombríamente Pavel. -Hijo, ¿qué quieres hacer? -preguntó la madre, la cabeza baja. -¿Cuándo? ¿Ahora? -El..., el Primero de Mayo. -¡Ah!-exclamó Pavel en tono más bajo-. Llevaré la bandera, me situaré con ella al frente de todos... Por lo cual, es probable que me lleven de nuevo a la cárcel. Los ojos de la madre llamearon, una sequedad desagradable le llenó la boca. Pavel le tomó la mano y la acarició. -Compréndelo. Es necesario. -Yo no digo nada -murmuró levantando la cabeza, y cuando sus ojos encontraron la mirada brillante y obstinada de Pavel, inclinó nuevamente el cuello. El abandonó su mano, suspiró y dijo en tono de reproche: -No deberías entristecerte, sino alegrarte. ¿Cuándo habrá madres que envíen valerosamente a sus hijos incluso a la muerte...? -¡Oh, oh! -gruñó el Pequeño Ruso-. He aquí a Monseñor partiendo a estandarte desplegado... -¿He dicho yo algo? -repitió la madre-. No te lo impido. Y si tengo pena por ti, es cosa de mi corazón de madre. El se separó, y ella escuchó estas palabras duras, cortantes: -Hay cariños que matan..., o que no dejan vivir. Estremecióse ella por miedo a que dijese algo que pudiese herirla, y gritó vivamente: -¡No hables así, Pavel! Comprendo que no puedes hacer otra cosa..., por los camaradas... -¡No! Por mí mismo. Andrés se detuvo en el umbral: era tan alto como la puerta, en la que aparecía como en un marco. Doblaba pintorescamente las rodillas, apoyando un hombro contra el montante y proyectando hacia adelante el cuello, la cabeza y el otro hombro. -Harías mejor dejando de charlar, caballero -dijo con aire sombrío, mirando a Pavel con sus ojos salientes. Parecía un lagarto en la grieta de una piedra. La madre sintió deseos de llorar, pero no quiso que su hijo se apercibiera, y masculló apresuradamente: -Dios mío, había olvidado... Entró en el vestíbulo y allí, la cabeza contra el ángulo de la pared, dio libre curso a sus lágrimas: lloraba dulcemente, sin gemido, desfalleciendo como si la sangre se escapara de su corazón, al mismo tiempo que su llanto. Por la puerta entreabierta llegaba hasta ella el sordo rumor de una discusión. -No hay que avergonzarse de estas lágrimas... -dijo suavemente. La madre vino a sentarse a su lado. Una sensación de valor tibio y dulce henchía su corazón. Se sentía triste, pero feliz y serena. -Yo pondré la mesa, quédate tranquilamente sentada, madrecita -dijo el Pequeño Ruso dirigiéndose a la habitación-. Descansa. Ya te han atormentado bastante. Y su voz cantarina se hizo más sonora al desaparecer de la vista. -Es bueno sentirse vivir así, como seres humanos. -Sí -dijo Pavel con una ojeada a su madre. -Todo ha cambiado -dijo ésta-. El dolor es otro, y la alegría también. -Como debe ser -replicó el Pequeño Ruso-. Un nuevo corazón, madrecita crece en la vida. Llega un hombre que la ilumina con el fuego de la razón, que grita, que llama: «¡Eh! ¡Gentes de todos los países, uníos en una sola familia!» Y a su llamada, todos los corazones, en lo que tienen de mejor, se reúnen en un solo inmenso corazón, fuerte, sonoro como una campana de plata... La madre apretó fuertemente los labios para impedir su temblor y cerró los ojos para retener el llanto. Pavel levantó la mano para decir algo, pero la madre se la bajó, murmurando: -Déjalo hablar... -¿Saben? -dijo Andrés, de pie en la puerta-. Hay todavía mucho dolor en reserva para la humanidad, se les sacará aún mucha sangre, pero todo esto, todo mi dolor y mi sangre, es un débil rescate por lo que ya hay en mi pecho y en mi cerebro... Soy rico, centelleo como una estrella... Soportaré todo, aguantaré todo, porque ha nacido en mí una alegría que nadie ni nada pueden matar. Y la fuerza está en esta alegría. Tomaron el té y, sentados a la mesa hasta medianoche, continuaron charlando afectuosamente sobre la vida, la humanidad, el porvenir. Cuando comprendía un pensamiento, Pelagia, suspirando, elegía un recuerdo en su pasado, penoso siempre y siempre grosero, y se servía de él como de una piedra de toque, para contrastar este pensamiento. En el cálido torrente de la entrevista, se había fundido su temor, se sentía ahora como el día en que su padre le había dicho duramente: -¡No hagas remilgos! Has encontrado un imbécil que quiere casarse contigo: cógelo. Todas las muchachas se casan, todas las mujeres hacen hijos, todos los hijos son una carga para sus padres. ¿Es que tú no eres un ser humano? Vio entonces ante ella el sendero inevitable que se extendía, sin horizonte, en torno a un lugar desierto y sombrío. Y la fatal necesidad de tomar este camino, había llenado su corazón de una calma resignada y ciega. Ahora sentía lo mismo. Pero, presintiendo la llegada de una nueva desgracia, decía para sí, sin saber a quién: -¡Toma, aguántate! Esto aliviaba el secreto dolor que, estremecido, cantaba dentro de su pecho como una tensa cuerda. Y en la profundidad de su alma, turbada por la ansiedad de la espera, ardía la llama de una esperanza, débil pero viva, la esperanza de que no lo prendieran, que no le arrebatasen todo. Algo tendría que quedar. XXIV Por la mañana, cuando Pavel y Andrés acababan apenas de salir, María Korsounov llamó ansiosamente a la ventana y gritó despavorida: -¡Han matado a Isaías! Vamos a verlo... La madre tembló. El nombre del asesino atravesó su mente como un relámpago. -¿Quién? -preguntó concisa, echándose un mantón sobre los hombros. -¡No se ha quedado a mirar, caramba: dio el golpe y se escapó! -respondió María. Por el camino, prosiguió: -Ahora empezarán a indagar, a buscar al culpable. Menos mal que tus hombres estaban en casa esta noche, puedo atestiguarlo. Pasé delante de vosotros a medianoche, miré por la ventana y estabais todos sentados a la mesa. -¿Qué dices, María? ¿Cómo podrían acusarlos? -exclamó la madre, aterrada. -¿Quién lo habrá matado? Seguro que han sido los vuestros -dijo María con convicción-. Todo el mundo sabe que les espiaba. La madre se detuvo sin aliento, y puso la mano sobre el pecho. -¿Qué te pasa? ¡No tengas miedo! Quien lo hizo no fue para robarlo. De prisa, antes de que se lo lleven... El pesado recuerdo de Vessovchikov hacía titubear a Pelagia. «Así que lo hizo...», pensaba aturdida. No lejos del muro de la fábrica, en el solar de una casa que hacía poco se había quemado, una multitud de gente reunida zumbaba como un enjambre de abejorros, pisoteando los restos calcinados y la ceniza que volaba. Había allí muchas mujeres, todavía más chiquillos, tenderos, mozos de la posada, agentes y el gendarme Petline, un viejo de barba plateada, con medallas sobre el pecho. Isaías estaba medio recostado en el suelo. La espalda se apoyaba en una viga, ennegrecida por el fuego, y su cabeza desnuda caía sobre el hombro derecho. Tenía la mano diestra en el bolsillo del pantalón, y los dedos de la izquierda se asían a la tierra semihelada. La madre le miró la cara: los ojos vidriosos parecían fijarse en el gorro, colocado entre sus piernas, negligentemente estiradas, la boca se entreabría en una expresión de asombro, la barba roja se erizaba sobre el costado. El cuerpo flaco, con la cabeza puntiaguda y el rostro huesudo cubierto de manchas parecía más pequeño, encogido por la muerte. La madre se santiguó, suspirando. Vivo, le repugnaba, pero ahora le inspiraba una cierta conmiseración. -No hay sangre -observó alguien a media voz-. Seguramente lo golpearon con el puño. Una voz maligna dijo muy alto: -Han cerrado el pico a un soplón... El gendarme tuvo un sobresalto y, separando con las manos la masa de las mujeres, preguntó, con aire amenazador: -¿Quién ha dicho eso, eh? La gente se separó a su impulso. Algunos huyeron rápidamente. Se escuchó una risa malévola. La madre volvió a su casa. -Nadie lo llora -pensaba. Y la silueta maciza de Nicolás se alzaba ante ella como una sombra. Los estrechos ojillos tenían una mirada fría y cruel, la mano derecha se balanceaba como si se la hubiese lastimado... Cuando Pavel y Andrés volvieron para comer, les acogió preguntándoles: -¿Y qué?... ¿No han detenido a nadie... por lo de Isaías? -No hemos oído nada -replicó el Pequeño Ruso. Vio que ambos estaban abrumados. -¿No se dice nada de Nicolás? -inquirió en voz baja. La mirada severa de su hijo se posó sobre ella, y le respondió recalcando bien las palabras: -Nadie dice nada. Ni siquiera piensan en él. No está aquí. Ayer a mediodía marchó al río y aún no ha vuelto. He pedido noticias suyas... -Bueno... ¡Gracias a Dios! -dijo la madre, con un suspiro de alivio-. ¡Gracias a Dios! El Pequeño Ruso le lanzó una ojeada, y bajó la cabeza. -Está tendido... -continuó la madre, pensativa-, tiene una cara... de asombro. Y nadie lo llora, nadie ha tenido una buena palabra para él. Es tan pequeño que casi no se ve. Como una brizna desprendida de algo, que cayese a la tierra... Durante la comida, Pavel rechazó súbitamente la cuchara, y exclamó: -¡No lo comprendo! -¿Qué? -preguntó el Pequeño Ruso. -Matar un animal, simplemente porque hay que comer, es ya repugnante. Matar un animal salvaje, un pájaro de presa..., es comprensible. Yo mismo podría matar a un hombre, que fuese como una bestia salvaje para sus semejantes. Pero matar a alguien tan miserable... ¿cómo se puede alzar la mano para eso? Andrés se encogió de hombros; luego dijo: -No era menos dañino que un animal feroz. Matamos al mosquito que chupa un poco de nuestra sangre... -¡Desde luego! No quería decir eso. Lo que digo, es que me repugna. -¿Qué puede hacerse? -replicó Andrés, encogiéndose nuevamente de hombros. Hubo un largo silencio. -¿Podrías matar a alguien así? -preguntó pensativo Pavel. El Pequeño Ruso lo miró con sus ojos redondos. Luego, lanzó a la madre una rápida ojeada y respondió tristemente, pero con firmeza: -Por los camaradas..., por nuestra causa, lo puedo todo. Y mataría. Incluso, a mi propio hijo. -¡Oh, Andrés...! -exclamó débilmente la madre. Este sonrió: -Seguramente que en toda la vida no lograré lavar esta asquerosa mancha. -¡Con tal que tu corazón sea puro, hijo mío! -dijo dulcemente la madre. -¡No me acuso, no! -afirmó el Pequeño Ruso-. Pero me repugna. Yo no necesitaba... -No comprendo bien -dijo Pavel, alzando los hombros-. No eres tú quien lo ha matado, pero aun en ese caso... -Saber que asesinan y no impedirlo... -No lo comprendo en absoluto -dijo Pavel con firmeza, y tras una breve reflexión, añadió: -Es decir, puedo comprenderlo, pero sentirlo... no. Aulló la sirena. El Pequeño Ruso inclinó la cabeza sobre el hombro para escuchar mejor el imperioso mugido, y dijo con una sacudida: -No iré a trabajar. -Yo tampoco -replicó Pavel. -Iré a los baños -declaró Andrés sonriendo. Se preparó rápidamente, sin decir palabra y salió sombrío. -Di lo que quieras, Pavel. Ya sé... Ya sé que es pecado matar a un hombre, y sin embargo, encuentro que nadie es culpable. Me dio pena Isaías cuando lo vi..., pequeño como una pulga... cuando lo miré, recordé que había amenazado con hacerte ahorcar, y ya no sentía cólera contra él ni alegría de que estuviese muerto. La piedad me invadía por completo. Y ahora, ni siquiera siento piedad. Calló, pensó un instante y observó, sonriendo con extrañeza: -Señor Jesús... ¿Oyes lo que digo, Pavel? Indudablemente, él no la había escuchado. Con la cabeza baja, paseaba lentamente por el cuarto, pensativo y sombrío. -Esto es la vida -dijo el joven-. ¿Ves cómo los hombres se levantan unos contra otros? De bueno o mal grado nos vemos obligados a golpear. ¿Y quién golpea? Un hombre tan privado de derechos como los demás, aún más desgraciado porque es estúpido. La policía, los gendarmes, los espías, son nuestros enemigos, y, sin embargo, son gente como nosotros: también a ellos se les hace sudar sangre y agua, y tampoco se les considera seres humanos. Y siempre igual. Así se oponen unos hombres a otros: se los ciega por la estupidez y el miedo, se les atan pies y manos, se les oprime, se les hace sudar, se les aplasta y hiere a unos por medio de otros. Se les transforma en fusiles, en mazas, en hierro, y se dice: «Es el Estado...» Se acercó a ella. -¡Es un crimen, madre! Un atroz asesinato de millones de seres humanos, el asesinato de las almas... Comprende: es el alma lo que se mata. Tú ves la diferencia entre nosotros y ellos: ¡cuando uno de nosotros golpea a un hombre, siente vergüenza, le repugna, sufre, su corazón vacila! Pero los otros matan a las gentes por millares, tranquilamente, sin piedad, sin estremecerse: ¡matan por placer! Estrangulan únicamente para conservar el dinero, el oro, insignificantes trozos de papel, todas las miserables baratijas que les dan el poder sobre el género humano. Reflexiona... No es para protegerse ellos mismos, ni para defenderse, por lo que asesinan al pueblo y mutilan las almas, no lo hacen por ellos mismos, sino por amor a sus bienes. No es del interior de lo que se guardan, sino del exterior... Tomando las manos de su madre, se inclinó estrechándolas: -¡Si pudieras sentir toda esta abominación, esta infame podredumbre, comprenderías nuestra verdad y sabrías hasta qué punto es grande y bella! La madre se levantó, emocionada, invadida por el deseo de fundir su corazón y el de su hijo en una sola y única llama: -¡Espera, Pavel, espera! -murmuró jadeante-. Comienzo a sentirlo, ¡espera! XXV Se oía ruido en la entrada. Los dos se estremecieron, mirándose. La puerta se abrió lentamente y Rybine entró con su pesado paso. -¡Bueno! -dijo sonriente, alzando la cabeza-. Soy yo, saludadme. Y hacedme los honores de vuestra mesa. Vestía una corta pelliza de carnero, manchada de alquitrán, y calzaba unos zapatones de corteza de tilo; de su cinturón pendían unos garfios y se tocaba con un gorro de pelo. -¿Qué tal va la salud? ¿Te han soltado, Pavel? Bueno. ¿Cómo va eso, Pelagia? Su sonrisa era amplia, mostrando sus blancos dientes. La voz tenía un timbre más dulce, y el rostro desaparecía aún más bajo la barba. Feliz de volver a verlo, la madre se acercó a él, estrechó su gran mano negra y dijo, aspirando el fuerte y sano olor a brea que traía: -¿Eres tú ...? ¡Cuánto me alegro...! Pavel examinó a Rybine sonriendo: -¡Haces un espléndido mujik! Rybine se quitó lentamente la pelliza: -Sí, he vuelto a ser mujik: vosotros avanzáis un poquito hacia los señores y yo vuelvo atrás, ¡eso es! Estirándose la blusa de cutí, entró en la habitación que observó con mirada circular. -Veo que no han aumentado los muebles, pero sí los libros. Bueno, ¿cómo van las cosas? Se sentó abriendo ampliamente las piernas, apoyó la palma de las manos en las rodillas y clavando en Pavel la mirada inquisitiva de sus ojos negros, esperó la respuesta, sonriendo bondadosamente. -Los asuntos no marchan del todo mal -dijo Pavel. -Se trabaja y se siembra sin alabarse de ello, a fe mía, y se recogerá, se cosechará, se destilará y saldrá un buen licor, ¿no es cierto? -bromeó Rybine. -¿Cómo te va a ti, Michel? -preguntó Pavel, sentándose enfrente del visitante. -Tampoco mal del todo. Hice un alto en Eguildievo, ¿conoces Eguildievo? Una encantadora aldea. Dos ferias al año, más de dos mil habitantes: mala gente. No hay tierras. Las arriendan, pero el suelo no vale nada. Me coloqué como recadero en casa de una de esas sanguijuelas..., allá hay tantas como moscas sobre un cadáver. Se extrae brea, se carbonea... Cobro cuatro veces menos que aquí y me rompo la espalda el doble, eso es. Hay siete obreros en casa de este explotador, todos jóvenes del lugar, aparte de mí, y todos saben leer. Hay un muchacho, Efime, que es un entusiasta, ¡buen Dios...! -¿Y habla usted con ellos? -preguntó animadamente Pavel. -No me callo. He llevado conmigo todas vuestras hojas de aquí, treinta y cuatro. Pero prefiero servirme de mi Biblia, donde se encuentra todo lo que hace falta, un grueso libro autorizado e impreso por la Iglesia se hace creer. Guiñó un ojo a Pavel y sonrió: -Pero es poco, y he venido a tu casa para llevarme folletos. Hemos venido dos, Efime y yo, para traer brea, y hemos dado un rodeo para verte. Dame unos cuantos antes de que venga Efime: no es necesario que sepa demasiado. La madre miraba a Rybine y le parecía que, al cambiar de atuendo, había cambiado también de otra forma. Había perdido gravedad, y su mirada era más astuta, menos franca que antes. -Mamá -dijo Pavel-, ve a buscarnos libros. Ya saben lo que tienen que darte. Diles que es para el campo. -Bueno -dijo la madre-. El samovar va a hervir. Iré en seguida. -¡También tú, Pelagia, te ocupas de estas cosas! -dijo Rybine riendo-. ¡Bueno! Hay muchos aficionados a los libros en nuestra aldea. El maestro lo cultiva: me parece un buen chico, aunque haya sido educado en el seminario. Tenemos también una maestra de escuela, a siete u ocho kilómetros. Peno no quieren utilizan libros prohibidos: a esa gente la paga el gobierno y tienen miedo... Me haría falta uno de esos libros clandestinos, uno bien subversivo, pana hacerles una jugada... Si la policía o el pope ven que está prohibido, pensarán que son los maestros quienes hacen la propaganda. ¡A mí, de momento, no me conocen: no estoy en el juego! Y, satisfecho de su malicia, rió, dejando ven sus dientes. «¡Habráse visto!, pensó la madre, parece un oso y es un zorro... » -¿Piensa, entonces -preguntó Pavel-, que si se sospecha que los maestros distribuyen libros prohibidos los encarcelarán pon eso? -Claro. ¿Entonces...? -Peno sería usted quien hubiese repartido los libros, no ellos. ¡Sería usted quien debería in a prisión! -¡Maldito astuto! -exclamó Rybine riendo y golpeándose las rodillas-. ¿Quién va a pensar que un simple mujik como yo, se ocupe de semejante cosa? Eso no se ha visto nunca. Los libros son asunto de caballeros, y son ellos quienes deben responder... La madre sintió que Pavel no comprendía a Rybine, lo veía fruncir las cejas e irritarse. Se interpuso, en tono dulce y conciliador: -Michel Ivanovitch quiere ocuparse de esas cosas, peno castigarán a otros en su lugar... -¡Eso es! -afirmó Rybine, acariciándose la barba-. Pon el momento... -Mamá -replicó secamente Pavel-, si cualquiera de nosotros, Andrés, pon ejemplo, hiciese algo en mi nombre y me detuviesen a mí, ¿qué dirías? La madre se estremeció, minó desconcertada a su hijo y respondió sacudiendo negativamente la cabeza: -¿Cómo se puede obrar así contra un camarada? -¡Ah! -dijo Rybine, arrastrando las sílabas-. Ahora te comprendo, Pavel. Con un guiño malicioso, se dirigió a Pelagia: -Esto, madre, es un asunto delicado. Se volvió a Pavel, adoptando un tono sentencioso: -Tú enes aún un inocente, muchacho. En las; cosas ilegales, no hay puntos de honor. Ragna un poco: primero se mete en la cárcel a las gentes a quienes se les encuentran los libros, y no a los maestros de escuela. Segundo, en los libros autorizados que éstos manejan, vienen las mismas cosas que en los prohibidos, aunque no con las mismas palabras y sí con menos verdad. Esto quiere decir que ansían alcanzarle mismo objetivo que yo, solamente que ellos toman un camino -Se aprenderá y se sabrá hacer -dijo Efime. -Si lo cogen, pueden fusilarlo -concluyó Pavel, mirando al campesino con curiosidad. -¡No me perdonarán, desde luego! -asintió tranquilamente el muchacho, y volvió a mirar los libros. -¡Tómate el té, Efime, tenemos que irnos pronto! -dijo Rybine. -Ahora mismo... Revolución, ¿quiere decir «revuelta»? Llegó Andrés, rojo, acalorado y torvo. Estrechó en silencio la mano de Efime, se sentó al lado de Rybine y, después de mirarlo bien, se echó a reír. -Pues no pareces muy contento -dijo Rybine, golpeándole una rodilla con la mano. -Regular... -respondió el Pequeño Ruso. -¿Obrero también? -interrogó Efime, designando a Andrés con un movimiento de cabeza. -Sí -dijo Andrés-. ¿Y qué? -Es la primera vez que ve obreros de fábrica -explicó Rybine-. El dice que son gente aparte. -¿Por qué? -preguntó Pavel. Efime miró atentamente a Andrés, y dijo: -Tenéis los huesos puntiagudos. El mujik los tiene más redondos. -El mujik se mantiene más sólidamente sobre sus piernas -añadió Rybine- Siente la tierra bajo los pies, aunque no sea suya, pero es la tierra. Pero el obrero ciudadano es como un pájaro: no tiene patria ni casa, hoy está aquí y mañana allá. Ni siquiera una mujer lo ata a un lugar, a la primera disputa con ella... adiós, preciosa..., un golpe en las costillas. Y se va a buscar algo mejor en otro sitio. Mientras que el mujik prefiere permanecer en su casa, sin cambiar de centro. ¡Ah, aquí viene la madre! Efime se acercó a Pavel y le preguntó: -¿Va a darme quizá algún libro? -Con mucho gusto -respondió Pavel. Los ojos del muchacho tuvieron un brillo de anhelo, y añadió vivamente: -¡Lo devolveré! Los compañeros traen brea cerca de aquí, y se lo entregarán. Rybine había vuelto a ponerse su abrigo, ciñéndose bien el cinturón. -¡Vamos, es el momento! -Así ya tengo qué leer -exclamó Efime, mostrando los dientes en una amplia sonrisa. Cuando hubieron partido, Pavel dijo a Andrés: -¿Has visto semejantes diablos...? -Sí... -dijo lentamente el Pequeño Ruso-. Están en las nubes. -¿Habláis de Rybine? -interrumpió la madre-. Es como si nunca hubiera estado en la fábrica: ha vuelto a ser un completo mujik. ¡Y es terrible...! -Lástima que no estuvieras aquí -dijo Pavel a Andrés, que sentado junto a la mesa, contemplaba sombríamente su vaso de té-. Tú que siempre hablas del corazón, habrías podido ver el juego de un corazón... Rybine ha expresado ideas tan absurdas que me sentí trastornado, sofocándome... Ni siquiera pude contestarle. ¡Qué hostil hacia la humanidad, y qué poco la ama! La madre dice la verdad: este hombre lleva dentro de sí una fuerza terrible... -¡Ya lo he visto! -dijo Andrés, siempre ceñudo-. El género humano está envenenado. Cuando se alce, derribará todos los obstáculos, uno tras otro; necesitan la tierra desnuda, y arrancarán todo lo que la cubre. Hablaba lentamente, y podía verse que pensaba en otra cosa. La madre le dijo con ternura: -Olvida un poco, Andrés. -Espera, madrecita, espera -replicó él dulce y afectuosamente. Y, reaccionando súbitamente, dijo, golpeando la mesa con el puño: -¡Sí Pavel, el campesino quemará todo si se levanta! Como después de una peste, arrasará todo para hacer desaparecer entre las cenizas las huellas de sus humillaciones... -Y después se cruzará en nuestro camino -observó suavemente Pavel. -Nuestra misión es no permitirlo. Nuestro papel es contenerlo. Somos los más próximos a él, y nos creerá. Nos seguirá. -¿Sabes que Rybine nos propone editar un periódico para el campo? -Hay que hacerlo. -Me siento avergonzado -dijo riendo Pavel-, por no haber discutido con él. El Pequeño Ruso observó calmosamente: -Ya habrá otra ocasión. Toca la flauta, y quienes no tengan los pies clavados a la tierra, bailarán al son de tu música. Rybine dice la verdad: no sentimos la tierra bajo nosotros, y tampoco debemos sentirla, puesto que estamos llamados a ponerla en movimiento. La sacudiremos una vez y nos seguirán, luego otra vez, y volverán a seguirnos. La madre sonrió: -Andrés, para ti todo es sencillo. -Pues sí -replicó él-, sencillo. Como la propia vida. Unos instantes después, dijo: -Voy a dar un paseo por el campo. -¡Después del baño! Hace un viento que traspasa -dijo la madre. -Es justamente lo que me hace falta. -Ten cuidado, te enfriarás -dijo Pavel solícito-. Harías mejor acostándote. -No, quiero salir. Se vistió y salió sin decir palabra. -Está disgustado -observó la madre, suspirando. -Sabes -dijo Pavel-, después de esa historia... haces bien en tutearlo. Ella lo miró asombrada: -¡Pero lo hago sin darme cuenta! El es algo mío.... no sé cómo explicártelo. -Tienes buen corazón, madre -dijo en voz baja Pavel. -Si pudiera ayudarte, por poco que fuese... y a todos. ¡Si supiera! -No temas..., ya sabrás. Ella se echó a reír dulcemente: -¡Bueno, hay algo que no sé: no tener miedo! -No hablemos más, mamá. Pero debes saber que te estoy muy agradecido. La madre se fue a la cocina, para no turbarlo con sus lágrimas. El Pequeño Ruso volvió de noche, ya tarde, fatigado, y fue inmediatamente a acostarse, diciendo: -Creo que he hecho por lo menos diez kilómetros. -¿Te ha sentado bien? -preguntó Pavel. -Voy a dormir, no me molestes. Calló y se quedó dormido como un tronco. Algún tiempo después vino Vessovchikov, harapiento, sucio y malhumorado, como siempre. -¿No has oído nada acerca de quién mató al bandido de Isaías? -preguntó paseando torpemente por el cuarto. -No -dijo secamente Pavel. -Bueno, algún tipo a quien no le disgustó hacerlo. Y yo que estaba siempre pensando en estrangularlo... Es lo que mejor me iba. -No digas semejantes cosas, Nicolás -le dijo Pavel, en tono amistoso. -¡Es cierto! -intervino afectuosamente la madre-. Tienes un buen corazón, y, sin embargo, no cesas de amenazar. ¿Por qué? En aquel momento, le complacía ver a Nicolás: incluso su rostro marcado por la viruela le parecía hermoso. -Soy un inútil que dice tonterías -contestó éste encogiéndose de hombros-. Pienso y pienso, y, ¿cuál es mi sitio? No veo ninguno. Hay que hablar a la gente, y yo no sé. Veo todo, todas las miserias que se hacen a los hombres, las siento, pero no puedo expresarlas. Tengo el alma muda. Se acercó a Pavel, y con la cabeza baja, arañando la mesa con el dedo, dijo con voz quejumbrosa, como la de un niño, una voz que no era la suya habitual: -Dadme un trabajo duro, no importa cuál sea. No puedo vivir así, sin hacer nada. Vosotros estáis todos en actividad. Yo veo que las cosas marchan, pero estoy al margen. Cargo vigas, planchas... Un joven rayo de sol, alegre y familiar, entró por la ventana. La madre, extendió la mano, y cuando se posó, luminoso, sobre sus dedos, lo acarició dulcemente con la otra mano, sonriente y pensativa. Luego, se levantó, quitó el tubo del samovar y, esforzándose en no hacer ruido, se lavó y se puso a rezar, persignándose con fervor y moviendo silenciosamente los labios. Su rostro se iluminaba, mientras que, bajo la cicatriz, la ceja se elevaba lentamente y caía de nuevo. Sonó la segunda llamada de la sirena, menos fuerte, menos segura, en un sonido que temblaba denso, concentrado. La madre tuvo la impresión de que era también más largo que de costumbre. Resonó la clara voz del Pequeño Ruso: -¡Pavel! ¿Oyes? Uno de ellos arrastró sus pies desnudos sobre el suelo, otro bostezó satisfecho. -El samovar está listo -dijo la madre. -¡Ya nos levantamos! -respondió alegremente Pavel. -Hace ya sol -dijo Andrés-, y las nubes corren. Las nubes están hoy de más. Entró en la cocina, despeinado, con ojos de sueño, pero alegre. -¡Buenos días, madrecita! ¿Cómo ha dormido? Ella se acercó y le dijo en voz baja: -Andrés, estarás a su lado, ¿verdad? -Por supuesto -susurró el Pequeño Ruso-. Vamos juntos y juntos seguiremos a donde sea, puede estar segura. -¿Qué estáis conspirando? -preguntó Pavel. -¡Nada! -Está diciéndome que me lave. Las chicas van a mirarnos -respondió Andrés, saliendo al pequeño vestíbulo para hacer su «toilette». -«Arriba los pobres del mundo»... -canturreó Pavel. El día iba haciéndose claro, y las nubes desaparecían barridas por el viento. La madre miró la mesa, movió la cabeza pensando que todo era extraño; los dos amigos bromeando, sonriendo en aquella mañana..., sin que nadie pudiera saber qué les esperaba a mediodía. Ella misma se sentía rara, casi alegre. Permanecieron todo el tiempo posible en la mesa, esforzándose en hacer más breve la espera. Pavel, como siempre, removía lenta y minuciosamente su cuchara para deshacer el azúcar en el vaso, salando con esmero la corteza de pan que era su trozo favorito. El Pequeño Ruso agitaba los pies bajo la mesa; nunca conseguía acomodarlos bien cuando se sentaba, y, mirando un rayo de sol que corría por el techo y la pared, contó: -Cuando yo era un niño de unos diez años, tuve un día el impulso de cazar al sol en un vaso. Cogí uno, me acerqué de puntillas a la pared, y... ¡zás!, me corté la mano y, además, me pegaron. Luego, salí al patio, vi el sol en un charco, fui a pisarlo y me salpiqué de fango de arriba a abajo. Me pegaron otra vez. Entonces, me puse a gritarle al sol: «¡Pues no me duele, diablo colorado, no me duele!» Y le sacaba la lengua..., esto me consolaba. -¿Por qué te parece rojo? -dijo riendo Pavel. Porque frente a nuestra casa vivía un herrero, con un rostro rubicundo y una barba rojiza: era un mujik alegre y bondadoso. Y yo encontraba que el sol se le parecía. No pudiendo más, dijo la madre: -¡Haríais mejor hablando de lo que va a ocurrir! -Hablar de lo que está decidido no sirve más que para embrollarlo -observó dulcemente Andrés. En caso de que nos cojan, madrecita, Nicolás vendrá a decirle lo que tiene que hacer. -¡Bueno! -suspiró la madre. -Debíamos estar en la calle -dijo pensativo Pavel. -No, vale más que te quedes en casa esperando -aconsejó Andrés-. No sirve de nada que la policía te vea. Ya te conoce bastante. Théo Mazine llegó corriendo, resplandeciente, las mejillas encendidas. La emoción y el júbilo que rebosaba, disipó la tensión de la espera. -¡Ya ha empezado! La gente se mueve... Bajan por la calle, con unas lenguas... ¡como hachas! Vessovchikov, Basile Goussev y Samoilov están desde el amanecer hablando a la gente a la puerta de la fábrica. Muchísimos se han vuelto ya a sus casas. Vamos, es el momento. Son ya las diez. -Yo voy -dijo Pavel en tono resuelto. -Ya veréis -afirmó Théo-, a estas horas, toda la fábrica estará en pie. -Y salió corriendo. -Arde como un cirio al viento -dijo dulcemente la madre. Levantándose, fue a vestirse. -¿Dónde va, madrecita? -¡Con vosotros! Andrés miró a Pavel, retorciéndose el bigote. Con gesto vivo, Pavel echó su cabello hacia atrás y siguió a su madre a la cocina. -No te digo nada, mamá... Y tú, tampoco me dirás nada. ¿Entendido? -Sí, sí..., ¡y que Cristo sea con vosotros! -murmuró ella. XXVII Cuando al salir oyó el rumor de las voces, inquieto, estremecido en la espera, y cuando vio en todas las ventanas y las puertas grupos de gente que seguían a Andrés y Pavel con mirada curiosa, apareció en sus ojos una mancha brumosa y ondulante, que cambiaba de color del verde transparente al gris nublado. La gente saludaba a los dos jóvenes, y en aquellos saludos había algo especial. El oído de la madre aprehendía fragmentos de reflexiones hechas en voz baja: -Ahí van los cabecillas. -¡No sabemos quiénes son los cabecillas! -Bueno, no he dicho nada malo. Más lejos, gritó una voz irritada: -¡Si la policía los coge, están perdidos! -Eso ya se sabe. Un exasperado grito de mujer saltó, aterrado, desde una ventana, y llegó hasta la calle: -¡Has perdido la cabeza! ¿Te crees aún joven, o qué? Cuando pasaban ante la casa de un tal Zossimov, que había perdido ambas piernas en accidente de trabajo y recibía por ello una pensión, éste asomó la cabeza por la ventana, y exclamó: -¡Eh, Pavel! Maldito imbécil, te retorcerán el cuello por esas historias, ¡puedes estar seguro! La madre se detuvo, estremeciéndose. El grito había despertado en ella una aguda cólera. Fijó los ojos en la redonda cara hinchada del enfermo, que se retiró blasfemando. Ella apresuró el paso para reunirse con su hijo, y caminó tras él esforzándose en no separarse. Pavel y Andrés parecían no ver nada, no oír las exclamaciones que les acompañaban. Caminaban tranquilamente, sin apresurarse. Mironov, un hombre maduro, modesto y respetado de todos por su vida pura y sobria, los detuvo. ¿Tampoco usted trabaja, Danilo Ivanovitch? -preguntó Pavel. -Mi mujer está a punto de dar a luz. Y, además, hay hoy mucha agitación en el aire -explicó Mironov mirando fijamente a los dos camaradas-. Y vosotros, los jóvenes..., se dice que queréis dar un escándalo en la dirección y romper los cristales. -¿Acaso estamos borrachos? -preguntó Pavel. -Iremos sencillamente por la calle, con banderas, y cantaremos himnos -dijo Andrés-. Escúchelos, proclaman nuestra fe. -Ya la conozco -respondió Mironov pensativo-. Leí vuestros papeles... Y que, Pelagia, ¿tú también con los rebeldes? - dijo, con una sonrisa en sus ojos inteligentes. -¡Hay que estar al lado de la verdad, incluso cuando se tiene la tumba cerca! -Vaya... Parece que tienen razón los que dicen que tú llevas a la fábrica los folletos prohibidos. -¿Quién ha dicho eso? -preguntó Pavel. -Por ahí... se dice. Bueno, pues hasta luego, y no hagáis tonterías. La madre se echó a reír dulcemente, le halagaba que hablasen así de ella. Pavel dijo sonriendo: -Acabarás en la cárcel, mamá. El sol ascendente mezclaba su calor a la estimulante frescura del día primaveral. Las nubes bogaban más lentamente, y su sombra se hacía más delgada, más transparente. Estas sombras que se arrastraban perezosas por la calle y sobre los tejados, envolvían a las gentes: parecían purificar el barrio, secando el lodo y barriendo el polvo de los muros y los techos; y el tedio de los rostros. La alegría se contagiaba, las voces eran más sonoras, ahogando el eco lejano del estrépito de las máquinas. Nuevamente, de todas partes, ventanas, patios, las palabras huían y volaban hasta los oídos de la madre: inquietas o malignas, resueltas o alegres. Pelagia, ahora, hubiera querido replicar, dar las gracias, explicar, mezclarse a la vida inusitadamente coloreada de aquel día. En un rincón de la calle principal, en un callejón estrecho, había reunido un centenar de personas, y se oía tronar a Vessovchikov: -¡Os exprimen la sangre como se exprime el jugo de las grosellas!
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