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La Arqueología y su Relación con la Historia y las Disciplinas Afines - Prof. 18323, Apuntes de Historia

Este texto analiza la evolución de la percepción de la arqueología en relación con la historia y las materias afines, desde su comprensión como simple estudio de objetos antiguos hasta su actual papel como ciencia globalizadora e interpretativa. Se discuten las diferentes perspectivas académicas, desde la tradición positivista alemana hasta la nueva arqueología, y se examinan las relaciones entre arqueología y otras disciplinas, como la historia del arte y la antropología.

Tipo: Apuntes

2013/2014

Subido el 22/04/2014

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¡Descarga La Arqueología y su Relación con la Historia y las Disciplinas Afines - Prof. 18323 y más Apuntes en PDF de Historia solo en Docsity! BLOQUE I, TEMA 3: ARQUEOLOGÍA HISTÓRICA Y DISCIPLINAS AFINES Arqueología Histórica e Historia documental Uno de los temas más habituales cuando se inicia una materia nueva, además de definirla y caracterizarla, es analizar su relación con otras disciplinas más o menos afines en el mismo ámbito científico, la Historia en nuestro caso. Para nosotros es especialmente interesante precisamente porque, según se haya acentuado la conexión con unas o con otras, la Arqueología se ha interpretado y se ha puesto en práctica de formas totalmente diferentes, incluso contrapuestas. Cuando la Arqueología se entendía como un mero estudio de los objetos antiguos, preferentemente con valor artístico, su papel dentro de la Historia y respecto a las materias afines era fácilmente determinable. Se trataba de una ciencia auxiliar, en pie de igualdad con otras de parecido carácter como la Numismática, la Epigrafía, la Historia del Arte o la Etnografía. Todas ellas aportaban documentación complementaria, pero secundaria en todo caso, a una Historia que se elaboraba a partir fundamentalmente de fuentes escritas. Aquí hemos definido la Arqueología como una disciplina que aspira a reconstruir e interpretar la Historia del hombre desde sus orígenes hasta la actualidad a través de sus huellas materiales, lo cual la convierte en un método útil y necesario para cualquier historiador, sea cual sea la época a la que se dedique. Puesto que se nos impone una división académica entre áreas de Prehistoria y Arqueología, hemos acotado el campo de esta última dentro de los límites de la Arqueología Histórica, es decir, la Arqueología que se ocupa de épocas y culturas en las que se conoce y utiliza la escritura. Esto nos ha llevado a plantear que los arqueólogos historiadores necesitan conocer y utilizar las fuentes escritas, lo que aparentemente provocaría un choque con la Historia documental más tradicional. La Arqueología ha sido vista con desconfianza por un modelo tradicional de historiador, para el cual la única fuente digna de llamarse documento es el texto escrito. La tradición positivista alemana del siglo XIX establece una distinción entre restos, monumentos y fuentes que reserva este último término a las de carácter textual (PASAMAR - PEIRÓ, 1987, p. 26). Así tiende a conservarse en el lenguaje de uso común entre historiadores, de modo que cuando se habla de “las fuentes” se piensa de inmediato en la literatura antigua. Entre estas fuentes textuales tienen una consideración especial las inscripciones antiguas sobre soporte duro (piedra, metal, arcilla), de cuyo estudio se ocupa la Epigrafía. Algunos de los problemas de los textos ya los hemos comentado: un contenido manipulado, transmisión errónea por parte de los copistas, una conservación defectuosa, etc. En teoría, la inscripción no presentaría esos problemas, ya que mejor o peor conservada, no ha sido manipulada desde el momento en que se realizó hasta que llega al epigrafista. Esta forma de entender el epígrafe exclusivamente como texto tiende a olvidar que las inscripciones sobre soportes duros son en sí mismas objetos, artefactos, y como tal forman parte del registro arqueológico y pueden interpretarse a partir de la metodología arqueológica. El caso de las inscripciones monumentales romanas es muy clarificador. Su contenido puede facilitar la reconstrucción de un determinado monumento perdido, ya sea un edificio o una estatua, pero su propio tamaño, aspecto y colocación, como la de otros componentes del registro arqueológico, nos ayudan a interpretar p.e. el uso de un determinado espacio o la jerarquía de valores de la sociedad que las crea (en esa línea, VELÁZQUEZ, 1992). De ahí que la Epigrafía se integre en la Arqueología tanto como en la Historia documental, aunque en los planes de estudio se haya atendido más a los historiadores con una visión más restrictiva de su ciencia. Para la mayor parte de los especialistas en el mundo antiguo que utilizan los textos como base, ya sean historiadores o filólogos, el concepto de Arqueología se restringe al ya desfasado propio de la Altertumswissenschaft, el de la recuperación, identificación y estudio descriptivo de las obras de arte antiguas, orientales, griegas y romanas (v. en general las aportaciones al manual de laU.N.E.D., 1992). Esto se hace evidente incluso en quienes, desde el campo del documento escrito, “hacen concesiones” al estatuto de la Arqueología, valorando su importancia imprescindible como ciencia auxiliar. Desde esa perspectiva y en el mejor de los casos, la Arqueología puede servir para informar sobre las facetas más oscuras o no mencionadas en las fuentes escritas; o simplemente para proporcionar textos nuevos al historiador, como ha sucedido con frecuencia en el Próximo Oriente, donde un buen número de excavaciones se emprendieron con el fin casi exclusivo de encontrar inscripciones nuevas (ANDRÉN, 1998, pp. 113 ss.). De este modo se relega al arqueólogo al papel de un simple técnico que proporciona datos complementarios al "verdadero" historiador de base textual (FINLEY, 1975, pp. 93-94; matizando su actitud sobre el valor de los datos arqueológicos, FINLEY, 1986, pp. 36 ss.). Puesto que la documentación escrita es desde el principio tan abundante y abarca tal cantidad de aspectos, podría escribirse la Historia sin necesidad de recurrir a las fuentes materiales, o utilizándolas simplemente como ilustración. Los textos proporcionarían el entramado, la sucesión de los hechos históricos con sus fechas y protagonistas concretos. La misión de la Arqueología sería la de confirmarlos aportando datos complementarios e imágenes bajo la Arqueología e Historia del Arte La Arqueología tradicional, que desemboca desde fines del siglo XIX y hasta la actualidad en la llamada “Arqueología Filológica”, mantiene relaciones metodológicas muy estrechas con la Historia del Arte. Winckelmann, el estudioso alemán de mediados del s. XVIII que se considera “fundador” de la Arqueología moderna era realmente un historiador del arte antiguo y su gran obra, un tratado de estética en el que se analizaba la evolución de los estilos en busca de la belleza perfecta. La Arqueología se entendía como el estudio de los restos monumentales de la Antigüedad, de modo que los arqueólogos con esta orientación se centran en los objetos que comúnmente incluimos en las "artes plásticas" o “bellas artes”: arquitectura, escultura, pintura, mosaico y como “artes menores”, la cerámica de lujo, la orfebrería, etc. Curiosamente, esta orientación tradicional de la Arqueología ha llevado a que los departamentos universitarios de Historia del Arte se desentiendan casi por completo de la Antigüedad, de modo que los especialistas en arte antiguo se han encontrado siempre asociados a un área que por metodología y objetivos no les corresponde. Las obras de arte, con el estilo propio de cada época, son expresión de una estética y un trasfondo ideológico. A su vez, cada época busca en el pasado modelos estéticos con los que identificarse y que le sirvan de inspiración para el presente, seleccionando épocas y estilos representativos de los momentos más gloriosos de su historia o modelos “universales” como la Grecia clásica, el más prestigioso de los períodos históricos entre la intelectualidad europea de los ss. XVIII-XIX, en el cual se consideran originados los grandes principios y las instituciones básicas de la cultura occidental. Cuando se intenta imitar el modelo de la forma más literal posible se producen los estilos historicistas. En el XVIII el modelo es la Grecia Clásica reflejada en el Neoclásico; en el s. XIX, cuando la cultura europea se interesa por otros períodos históricos, aparecen el "egiptizante", "neogótico", o “neomudéjar”, etc., tan de moda a finales del s. XIX y principios del s. XX (ANDRÉN, 1998, pp. 107 ss.). El propio Renacimiento tenía la intención de ser una recreación de la época clásica, aunque el resultado fue una creación absolutamente original y propia de su época. Que en los estilos historicistas se introduzcan elementos “anacrónicos” es inevitable, ya que cada arte es en efecto un producto de su propia época. Sólo cuando la imitación se hace de forma academicista, más deliberada que espontánea, el resultado es una copia literal que suele resultar fría e impersonal. Así ocurre p.e. con el Neoclásico o el Neogótico, mucho más “perfecto” que el gótico de la Edad Media. En todo caso, para poder recrear más o menos fielmente un estilo es necesario conocerlo a fondo, estudiando de forma directa y detallada el modelo asumido. Esto supone en la práctica elaborar una Historia del Arte de carácter descriptivo y atenta a la evolución formal, pero mucho menos al contexto histórico de la obra de arte. Lo fundamental es identificar la “obra maestra” que ha servido como modelo e identificar hasta el último detalle de su forma y aspecto, agrupando las obras y los autores por estilos perfectamente reconocibles. La primitiva Arqueología anticuaria adopta este sistema, perfeccionado en el s. XIX por el método positivista de reconocimiento y clasificación de los datos, que facilita encontrar los modelos de las piezas recogidas. La consecuencia directa de ese objetivo y enfoque es que los restos materiales se estudian separándolos por "especies" fuera de su contexto, divididos en "artes mayores" y "menores" y sin grandes preocupaciones por problemas de tipo histórico. Éstos se esbozan si acaso en terrenos como el estudio de los conjuntos urbanísticos, que dependen de actuaciones políticas, pero casi nunca en el de la iconografía, como ejemplo muy evidente. Lógicamente esta forma de entender la Arqueología acabó por despertar un fuerte rechazo que se concretó en dos posiciones. Por una parte, los arqueólogos de orientación marxista, preocupados por la evolución económica y social de las sociedades, consideraron mucho menos importante dedicarse a expresiones de la “superestructura” ideológica como son las obras de arte mayor. Esta postura parece dar a entender que las obras de arte no proporcionan información socioeconómica, lo cual no es cierto, pero en todo caso sustentó en parte el rechazo a su estudio por parte de los arqueólogos. Desde una posición teórica totalmente distinta, la “Nueva Arqueología” de corte antropológico se propone como objeto de estudio el comportamiento humano y la explicación del cambio cultural, con la pretensión de establecer leyes explicativas de esos procesos de cambio que sean aplicables de manera general. En esa tarea carece de sentido el estudio pormenorizado del objeto en sí, al modo en que lo hace el historiador del Arte. La diferencia radical entre la Historia del Arte concebida como análisis estético de objetos descontextualizados y la Arqueología reside entonces en su metodología, de acuerdo con la diferencia de objetivos. La Arqueología aspira a la reconstrucción y explicación de la Historia (la lejana y la cercana, la que hace uso de textos y la que no) en sus más diversas facetas, a partir de todos los resultados materiales de la actividad humana y no sólo de los que conllevan implicaciones estéticas. Sin embargo ambas disciplinas tienen en común trabajar con restos materiales del pasado, ya que las obras de arte entran sin duda en la categoría de documentos arqueológicos, tanto como los fragmentos cerámicos o la distribución espacial de las necrópolis. Por tanto, tal como se hace Arqueología de la Muerte sería perfectamente legítimo hacer Arqueología del Arte, cuando lo que se busca en la obra de arte no es su faceta estética, sino su carácter de documento histórico en un contexto determinado. La Iconología, entendida como interpretación de la iconografía (PANOFSKY, 1994), lo que hace es precisamente situar y explicar las imágenes en y por su contexto histórico. Esto se encuentra muy próximo a lo que hace el arqueólogo cuando se enfrenta a la Historia mediante sus huellas materiales, colocando la Iconología en una interesantísima posición-puente entre ambos terrenos. En esa línea, tanto o más que el aspecto de la obra interesaría analizar su material, sus características técnicas y su relación con talleres y sobre todo, el destino para el que esa obra de arte está concebida. Esto implica investigar quiénes son los responsables de la obra, su relación con los productores de la misma y los destinatarios, figuras que pueden coincidir o no. Incluso puede plantearse el problema de la perduración de la obra de arte, que puede acabar siendo utilizada en contextos muy diferentes de aquél para el que se creó y por parte de otros destinatarios que no son los inicialmente previstos. Llevando estas ideas al extremo, podría considerarse la Historia del Arte una parte de la Arqueología, idea que Carandini atribuye a Bianchi Bandinelli en sus últimos tiempos (CARANDINI, 1997, p. 221). Otra cuestión es el auxilio que prestan las obras de arte, en especial cuando se trata de representaciones “narrativas” (pintura, mosaico, relieve, etc.), a la reconstrucción de datos perdidos: el aspecto de determinados edificios y su decoración, reconstrucción de paisajes drásticamente modificados, detalles cotidianos de vestimenta, mobiliario, objetos de uso doméstico, etc. que rara vez se conservan y, desde luego, representación de actividades que no dejan huella material pero tienen una importancia fundamental a la hora de interpretar, p.e., la distribución interna de un determinado edificio o la utilidad de determinados objetos desconocidos. Esto afectaría a la utilidad de las obras de arte como documentos, confirmándola, pero no tanto a planteamientos metodológicos. En definitiva, Historia del Arte y Arqueología no pueden nunca identificarse, aunque en origen esta distinción no estuviese tan clara y aunque ocasionalmente trabajen sobre los mismos materiales, las obras de arte.
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