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Orientación Universidad
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MIGUEL DE UNAMUNO. NIEBLA, Monografías, Ensayos de Lengua y Literatura

LIBRO DE LECTURA EN LENGUA y litertura

Tipo: Monografías, Ensayos

2021/2022

Subido el 26/09/2022

LOURDES43
LOURDES43 🇪🇸

1 documento

Vista previa parcial del texto

¡Descarga MIGUEL DE UNAMUNO. NIEBLA y más Monografías, Ensayos en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! Niebla Miguel de Unamuno textos.info Biblioteca digital abierta 1 Texto núm. 1718 Título: Niebla Autor: Miguel de Unamuno Etiquetas: Novela Editor: Edu Robsy Fecha de creación: 6 de octubre de 2016 Fecha de modificación: 6 de octubre de 2016 Edita textos.info Maison Carrée c/ Ramal, 48 07730 Alayor - Menorca Islas Baleares España Más textos disponibles en http://www.textos.info/ 2 codeando a todos aquellos con quienes se cruza, y no me cabe duda de que no tiene nada que hacer. ¡Qué ha de tener que hacer, hombre, qué ha de tener que hacer! Es un vago, un vago como… ¡No, yo no soy un vago! Mi imaginación no descansa. Los vagos son ellos, los que dicen que trabajan y no hacen sino aturdirse y ahogar el pensamiento. Porque, vamos a ver, ese mamarracho de chocolatero que se pone ahí, detrás de esa vidriera, a darle al rollo majadero, para que le veamos, ese exhibicionista del trabajo, ¿qué es sino un vago? Y a nosotros ¿qué nos importa que trabaje o no? ¡El trabajo! ¡El trabajo! ¡Hipocresía! Para trabajo el de ese pobre paralítico que va ahí medio arrastrándose… Pero ¿y qué sé yo? ¡Perdone, hermano! —esto se lo dijo en voz alta—. ¿Hermano? ¿Hermano en qué? ¡En parálisis! Dicen que todos somos hijos de Adán. Y este, Joaquinito, ¿es también hijo de Adán? ¡Adiós, Joaquín! ¡Vaya, ya tenemos el inevitable automóvil, ruido y polvo! ¿Y qué se adelanta con suprimir así distancias? La manía de viajar viene de topofobía y no de filotopía; el que viaja mucho va huyendo de cada lugar que deja y no buscando cada lugar a que llega. Viajar… viajar… Qué chisme más molesto es el paraguas… Calla, ¿qué es esto?» Y se detuvo a la puerta de una casa donde había entrado la garrida moza que le llevara imantado tras de sus ojos. Y entonces se dio cuenta Augusto de que la había venido siguiendo. La portera de la casa le miraba con ojillos maliciosos, y aquella mirada le sugirió a Augusto lo que entonces debía hacer. «Esta Cerbera aguarda —se dijo— que le pregunte por el nombre y circunstancias de esta señorita a que he venido siguiendo y, ciertamente, esto es lo que procede ahora. Otra cosa sería dejar mi seguimiento sin coronación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio lo imperfecto!» Metió la mano al bolsillo y no encontró en él sino un duro. No era cosa de ir entonces a cambiarlo, se perdería tiempo y ocasión en ello. —Dígame, buena mujer —interpeló a la portera sin sacar el índice y el pulgar del bolsillo—, ¿podría decirme aquí, en confianza y para inter nos, el nombre de esta señorita que acaba de entrar? —Eso no es ningún secreto ni nada malo, caballero. —Por lo mismo. —Pues se llama doña Eugenia Domingo del Arco. —¿Domingo? Será Dominga… 5 —No, señor, Domingo; Domingo es su primer apellido. —Pues cuando se trata de mujeres, ese apellido debía cambiarse en Dominga. Y si no, ¿dónde está la concordancia? —No la conozco, señor. —Y dígame… dígame… —sin sacar los dedos del bolsillo—, ¿cómo es que sale así sola? ¿Es soltera o casada? ¿Tiene padres? —Es soltera y huérfana. Vive con unos tíos… —¿Paternos o maternos? —Sólo sé que son tíos. —Basta y aun sobra. —Se dedica a dar lecciones de piano. —¿Y lo toca bien? —Ya tanto no sé. —Bueno, bien, basta; y tome por la molestia. —Gracias, señor, gracias. ¿Se le ofrece más? ¿Puedo servirle en algo? ¿Desea le lleve algún mandado? —Tal vez… tal vez… No por ahora… ¡Adiós! —Disponga de mí, caballero, y cuente con una absoluta discreción. «Pues señor —iba diciéndose Augusto al separarse de la portera—, ve aquí cómo he quedado comprometido con esta buena mujer. Porque ahora no puedo dignamente dejarlo así. Qué dirá si no de mí este dechado de porteras. ¿Conque… Eugenia Dominga, digo Domingo, del Arco? Muy bien, voy a apuntarlo, no sea que se me olvide. No hay más arte mnemotécnica que llevar un libro de memorias en el bolsillo. Ya lo decía mi inolvidable don Leoncio: ¡no metáis en la cabeza lo que os quepa en el bolsillo! A lo que habría que añadir por complemento: ¡no metáis en el bolsillo lo que os quepa en la cabeza! Y la portera, ¿cómo se llama la 6 portera?» Volvió unos pasos atrás. —Dígame una cosa más, buena mujer… —Usted mande… —Y usted, ¿cómo se llama? —¿Yo? Margarita. —¡Muy bien, muy bien… gracias! —No hay de qué. Y volvió a marcharse Augusto, encontrándose al poco rato en el paseo de la Alameda. Había cesado la llovizna. Cerró y plegó su paraguas y lo enfundó. Acercóse a un banco, y al palparlo se encontró con que estaba húmedo. Sacó un periódico, lo colocó sobre el banco y sentóse. Luego su cartera y blandió su pluma estilográfica. «He aquí un chisme utilísimo —se dijo—; de otro modo, tendría que apuntar con lápiz el nombre de esa señorita y podría borrarse. ¿Se borrará su imagen de mi memoria? Pero ¿cómo es? ¿Cómo es la dulce Eugenia? Sólo me acuerdo de unos ojos… Tengo la sensación del toque de unos ojos… Mientras yo divagaba líricamente, unos ojos tiraban dulcemente de mi corazón. ¡Veamos! Eugenia Domingo, sí, Domingo, del Arco. ¿Domingo? No me acostumbro a eso de que se llame Domingo… No; he de hacerle cambiar el apellido y que se llame Dominga. Pero, y nuestros hijos varones, ¿habrán de llevar por segundo apellido el de Dominga? Y como han de suprimir el mío, este impertinente Pérez, dejándolo en una P, ¿se ha de llamar nuestro primogénito Augusto P Dominga? Pero… ¿adónde me llevas, loca fantasía?» Y apuntó en su cartera: Eugenia Domingo del Arco, Avenida de la Alameda, 58. Encima de esta apuntación había estos dos endecasilabos: De la cuna nos viene la tristeza y también de la cuna la alegria… 7 Almorzó con fruición su almuerzo de todos los días: un par de huevos fritos, un bisteque con patatas y un trozo de queso Gruyere. Tomó luego su café y se tendió en la mecedora. Encendió un habano, se lo llevó a la boca, y diciéndose: «¡Ay, mi Eugenia!» se dispuso a pensar en ella. «¡Mi Eugenia, sí, la mía —iba diciéndose—, esta que me estoy forjando a solas, y no la otra, no la de carne y hueso, no la que vi cruzar por la puerta de mi casa, aparición fortuita, no la de la portera! ¿Aparición fortuita? ¿Y qué aparición no lo es? ¿Cuál es la lógica de las apariciones? La de la sucesión de estas figuras que forman las nubes de humo del cigarro. ¡El azar! El azar es el íntimo ritmo del mundo, el azar es el alma de la poesía. ¡Ah, mi azarosa Eugenia! Esta mi vida mansa, rutinaria, humilde, es una oda pindárica tejida con las mil pequeñeces de lo cotidiano. ¡Lo cotidiano! ¡El pan nuestro de cada día, dánosle hoy! Dame, Señor, las mil menudencias de cada día. Los hombres no sucumbimos a las grandes penas ni a las grandes alegrías, y es porque esas penas y esas alegrías vienen embozadas en una inmensa niebla de pequeños incidentes. y la vida es esto, la niebla. La vida es una nebulosa. Ahora surge de ella Eugenia. ¿Y quién es Eugenia? Ah, caigo en la cuenta de que hace tiempo la andaba buscando. Y mientras yo la buscaba ella me ha salido al paso. ¿No es esto acaso encontrar algo? Cuando uno descubre una aparición que buscaba, ¿no es que la aparición, compadecida de su busca, se le viene al encuentro? ¿No salió la América a buscar a Colón? ¿No ha venido Eugenia a buscarme a mí? ¡Eugenia! ¡Eugenia! ¡Eugenia!» Y Augusto se encontró pronunciando en voz alta el nombre de Eugenia. Al oírle llamar, el criado, que acertaba a pasar junto al comedor, entró diciendo: —¿Llamaba, señorito? —¡No, a ti no! Pero, calla, ¿no te llamas tú Domingo? —Sí, señorito —respondió Domingo sin extrañeza alguna por la pregunta que se le hacía. —¿Y por qué te llamas Domingo? —Porque así me llaman. 10 «Bien, muy bien —se dijo Augusto— nos llamamos como nos llaman. En los tiempos homéricos tenían las personas y las cosas dos nombres, el que les daban los hombres y el que les daban los dioses. ¿Cómo me llamará Dios? ¿Y por qué no he de llamarme yo de otro modo que como los demás me llaman? ¿Por qué no he de dar a Eugenia otro nombre distinto del que le dan los demás, del que le da Margarita, la portera? ¿Cómo la llamaré?» —Puedes irte —le dijo al criado. Se levantó de la mecedora, fue al gabinete, tomó la pluma y se puso a escribir: «Señorita: Esta misma mañana, bajo la dulce llovizna del cielo, cruzó usted, aparición fortuita, por delante de la puerta de la casa donde aún vivo y ya no tengo hogar. Cuando desperté fui a la puerta de la suya, donde ignoro si tiene usted hogar o no le tiene. Me habían llevado allí sus ojos, sus ojos, que son refulgentes estrellas mellizas en la nebulosa de mi mundo. Perdóneme, Eugenia, y deje que le dé familiarmente este dulce nombre; perdóneme la lírica. Yo vivo en perpetua lírica infinitesimal. »No sé qué más decirle. Sí, sí sé. Pero es tanto, tanto lo que tengo que decirle, que estimo mejor aplazarlo para cuando nos veamos y nos hablemos pues es lo que ahora deseo, que nos veamos, que nos hablemos, que nos escribamos, que nos conozcamos. Después… Después, ¡Dios y nuestros corazones dirán! »¿Me dará usted, pues, Eugenia, dulce aparición de mi vida cotidiana, me dará usted oídos? »Sumido en la niebla de su vida espera su respuesta. AUGUSTO PÉREZ.» Y rubricó diciéndose: «Me gusta esta costumbre de la rúbrica por lo inútil. » Cerró la carta y volvió a echarse a la calle. «¡Gracias a Dios —se decía camino de la avenida de la Alameda—, gracias a Dios que sé adónde voy y que tengo adónde ir! Esta mi Eugenia es una bendición de Dios. Ya ha dado una finalidad, un hito de término a mis vagabundeos callejeros. Ya tengo casa que rondar; ya tengo una portera confidente… » 11 Mientras iba así hablando consigo mismo cruzó con Eugenia sin advertir siquiera el resplandor de sus ojos. La niebla espiritual era demasiado densa. Pero Eugenia, por su parte, sí se fijó en él, diciéndose: «¿Quién será este joven?, ¡no tiene mal porte y parece bien acomodado!» Y es que, sin darse clara cuenta de ello, adivinó a uno que por la mañana la había seguido. Las mujeres saben siempre cuándo se las mira, aun sin verlas, y cuándo se las ve sin mirarlas. Y siguieron los dos, Augusto y Eugenia, en direcciones contrarias, cortando con sus almas la enmarañada telaraña espiritual de la calle. Porque la calle forma un tejido en que se entrecruzan miradas de deseo, de envidia, de desdén, de compasión, de amor, de odio, viejas palabras cuyo espíritu quedó cristalizado, pensamientos, anhelos, toda una tela misteriosa que envuelve las almas de los que pasan. Por fin se encontró Augusto una vez más ante Margarita la portera, ante la sonrisa de Margarita. Lo primero que hizo esta al ver a aquel fue sacar la mano del bolsillo del delantal. —Buenas tardes, Margarita. —Buenas tardes, señorito. —Augusto, buena mujer, Augusto. —Don Augusto —añadió ella. —No a todos los nombres les cae el don —observó él—. Así como de Juan a don Juan hay un abismo, así le hay de Augusto a don Augusto. ¡Pero… sea! ¿Salió la señorita Eugenia? —Sí, hace un momento. —¿En qué dirección? —Por ahí. Y por ahí se dirigió Augusto. Pero al rato volvió. Se le había olvidado la carta. —¿Hará el favor, señora Margarita, de hacer llegar esta carta a las propias 12 Capítulo 3 —Hoy te retrasaste un poco, chico —dijo Víctor a Augusto—, ¡tú, tan puntual siempre! —Qué quieres… quehaceres… —¿Quehaceres, tú? —Pero ¿es que crees que solo tienen quehaceres los agentes de bolsa? La vida es mucho más compleja de lo que tú te figuras. —O yo más simple de lo que tú crees… —Todo pudiera ser. —¡Bien, sal! Augusto avanzó dos casillas el peon del rey, y en vez de tararear como otras veces trozos de opera, se quedó diciéndose: «¡Eugenia, Eugenia, Eugenia, mi Eugenia, finalidad de mi vida, dulce resplandor de estrellas mellizas en la niebla, lucharemos! Aquí sí que hay lógica, en esto del ajedrez y, sin embargo, ¡qué nebuloso, qué fortuito después de todo! ¿No será la lógica también algo fortuito, algo azaroso? Y esa aparición de mi Eugenia, ¿no será algo lógico? ¿No obedecerá a un ajedrez divino?» —Pero, hombre —le interrumpió Víctor—, ¿no quedamos en que no sirve volver atrás la jugada? ¡Pieza tocada, pieza jugada! —En eso quedamos, sí. —Pues si haces eso te como gratis ese alfil. —Es verdad, es verdad; me había distraído. —Pues no distraerse; que el que juega no asa castañas. Y ya lo sabes; pieza tocada, pieza jugada. 15 —¡Vamos, sí, lo irreparable! —Así debe ser. Y en ello consiste lo educativo de este juego. «¿Y por qué no ha de distraerse uno en el juego? —se decía Augusto—. ¿Es o no es un juego la vida? ¿Y por qué no ha de servir volver atrás las jugadas? ¡Esto es la lógica! Acaso esté ya la carta en manos de Eugenia. Alea jacta est! A lo hecho, pecho. ¿Y mañana? ¡Mañana es de Dios! ¿Y ayer, de quién es? ¿De quién es ayer? ¡Oh, ayer, tesoro de los fuertes! ¡Santo ayer, sustancia de la niebla cotidiana!» —¡Jaque! —volvió a interrumpirle Víctor. —Es verdad, es verdad… veamos… Pero ¿cómo he dejado que las cosas lleguen a este punto? —Distrayéndote, hombre, como de costumbre. Si no fueses tan distraído serías uno de nuestros primeros jugadores. —Pero, dime, Víctor, ¿la vida es juego o es distracción? —Es que el juego no es sino distracción. —Entonces, ¿qué más da distraerse de un modo o de otro? —Hombre, de jugar, jugar bien. —¿Y por qué no jugar mal? ¿Y qué es jugar bien y qué jugar mal? ¿Por qué no hemos de mover estas piezas de otro modo que como las movemos? —Esto es la tesis, Augusto amigo, según tú, filósofo conspicuo, me has enseñado. —Bueno, pues voy a darte una gran noticia. —¡Venga! —Pero, asómbrate, chico. —Yo no soy de los que se asombran a priori o de antemano. 16 —Pues allá va: ¿sabes lo que me pasa? —Que cada vez estás más distraído. —Pues me pasa que me he enamorado. —Bah, eso ya lo sabía yo. —¿Cómo que lo sabías… ? —Naturalmente, tú estás enamorado ab origine, desde que naciste; tienes un amorío innato. —Sí, el amor nace con nosotros cuando nacemos. —No he dicho amor, sino amorío. Y ya sabía yo, sin que tuvieras que decírmelo, que estabas enamorado o más bien enamoriscado. Lo sabía mejor que tú mismo. —Pero ¿de quién? Dime, ¿de quién? —Eso no lo sabes tú más que yo. —Pues, calla, mira, acaso tengas razón… —¿No te lo dije? Y si no, dime, ¿es rubia o morena? —Pues, la verdad, no lo sé. Aunque me figuro que debe de ser ni lo uno ni lo otro; vamos, así, pelicastaña. —¿Es alta o baja? —Tampoco me acuerdo bien. Pero debe de ser una cosa regular. Pero ¡qué ojos, chico, qué ojos tiene mi Eugenia! —¿Eugenia? —Sí, Eugenia Domingo del Arco, avenida de la Alameda, 58. —¿La profesora de piano? —La misma. Pero… 17 ya estoy en casa!» Y entró. Dirigióse a su cuarto, y al reparar en la cama se dijo: «¡Solo! ¡dormir solo! ¡soñar solo! Cuando se duerme en compañía, el sueño debe de ser común. Misteriosos efluvios han de unir los dos cerebros. ¿O no es acaso que a medida que los corazones más se unen, más se separan las cabezas? Tal vez. Tal vez están en posiciones mutuamente adversas. Si dos amantes piensan lo mismo, sienten en contrario uno del otro; si comulgan en el mismo sentimiento amoroso, cada cual piensa otra cosa que el otro, tal vez lo contrario. La mujer sólo ama a su hombre mientras no piense como ella, es decir, mientras piense. Veamos a este honrado matrimonio.» Muchas noches, antes de acostarse, solía Augusto echar una partida de tute con su criado, Domingo, y mientras, la mujer de este, la cocinera, contemplaba el juego. Empezó la partida. —¡Veinte en copas! —cantó Domingo. —¡Decidme! —exclamó Augusto de pronto—. ¿Y si yo me casara? —Muy bien hecho, señorito —dijo Domingo. —Según y conforme —se atrevió a insinuar Liduvina, su mujer. —Pues ¿no te casaste tú? —le interpeló Augusto. —Según y conforme, señorito. —¿Cómo según y conforme? Habla. —Casarse es muy fácil; pero no es tan fácil ser casado. —Eso pertenece a la sabiduría popular, fuente de… —Y lo que es la que haya de ser mujer del señorito… —agregó Liduvina, temiendo que Augusto les espetara todo un monólogo. —¿Qué? La que haya de ser mi mujer, ¿qué? Vamos, ¡dilo, dilo, mujer, 20 dilo! —Pues que como el señorito es tan bueno… —Anda, dilo, mujer, dilo de una vez. —Ya recuerda lo que decía la señora… A la piadosa mención de su madre Augusto dejó las cartas sobre la mesa, y su espíritu quedó un momento en suspenso. Muchas veces su madre, aquella dulce señora, hija del infortunio, le había dicho: «Yo no puedo vivir ya mucho, hijo mío; tu padre me está llamando. Acaso le hago a él más falta que a ti. Así que yo me vaya de este mundo y te quedes solo en él tú cásate, cásate cuanto antes. Trae a esta casa dueña y señora. Y no es que yo no tenga confianza en nuestros antiguos y fieles servidores, no. Pero trae ama a la casa. Y que sea ama de casa, hijo mío, que sea ama. Hazla dueña de tu corazón, de tu bolsa, de tu despensa, de tu cocina y de tus resoluciones. Busca una mujer de gobierno, que sepa querer… y gobernarte.» —Mi mujer tocará el piano —dijo Augusto sacudiendo sus recuerdos y añoranzas. —¡El piano! Y eso ¿para qué sirve? —preguntó Liduvina. —¿Para qué sirve? Pues ahí estriba su mayor encanto, en que no sirve para maldita de Dios la cosa, lo que se llama servir. Estoy harto de servicios… —¿De los nuestros? —¡No, de los vuestros, no! Y además el piano sirve, sí, sirve… sirve para llenar de armonía los hogares y que no sean ceniceros. —¡Armonía! Y eso ¿con qué se come? —Liduvina… Liduvina… La cocinera bajó la cabeza ante el dulce reproche. Era la costumbre de uno y de otra. —Sí, tocará el piano, porque es profesora de piano. 21 —Entonces no lo tocará —añadió con firmeza Liduvina—. Y si no, ¿para qué se casa? —Mi Eugenia… —empezó Augusto. —¿Ah, pero se llama Eugenia y es maestra de piano? —preguntó la cocinera. —Sí, ¿pues? —¿La que vive con unos tíos en la Avenida de la Alameda, encima del comercio del señor Tiburcio? —La misma. ¿Qué, la conoces? —Sí… de vista… —No, algo más, Liduvina, algo más. Vamos, habla; mira que se trata del porvenir y de la dicha de tu amo… —Es buena muchacha, sí, buena muchacha… —Vamos, habla, Liduvina… ¡por la memoria de mi madre!… —Acuérdese de sus consejos, señorito. Pero ¿quién anda en la cocina? ¿A que es el gato?… Y levantándose la criada, se salió. —¿Y qué, acabamos? —preguntó Domingo. —Es verdad, Domingo, no podemos dejar así la partida. ¿A quién le toca salir? —A usted, señorito. —Pues allá va. Y perdió también la partida, por distraído. «Pues señor —se decía al retirarse a su cuarto—, todos la conocen; todos la conocen menos yo. He aquí la obra del amor. ¿Y mañana? ¿Qué haré 22 ley es una ley de ritmo, y el ritmo es el amor. He aquí que la divina mañana, virginidad del día, me trae un descubrimiento: el amor es el ritmo. La ciencia del ritmo son las matemáticas; la expresión sensible del amor es la música. La expresión, no su realización; entendámonos.» Le interrumpió un golpecito a la puerta. —¡Adelante! —¿Llamaba, señorito? —dijo Domingo. —¡Sí… el desayuno! Había llamado, sin haberse dado de ello cuenta, lo menos hora y media antes que de costumbre, y una vez que hubo llamado tenía que pedir el desayuno, aunque no era hora. «El amor aviva y anticipa el apetito —siguió diciéndose Augusto—. ¡Hay que vivir para amar! Sí, ¡y hay que amar para vivir!» Se levantó a tomar el desayuno. —¿Qué tal tiempo hace, Domingo? —Como siempre, señorito. —Vamos, sí, ni bueno ni malo. —¡Eso! Era la teoría del criado, quien también se las tenía. Augusto se lavó, peinó, vistió y avió como quien tiene ya un objetivo en la vida, rebosando íntimo arregosto de vivir. Aunque melancólico. Echóse a la calle, y muy pronto el corazón le tocó a rebato. «¡Calla —se dijo—, si yo la había visto, si yo la conocía hace mucho tiempo; sí, su imagen me es casi innata… ! ¡Madre mía, ampárame!» Y al pasar junto a él, al cruzarse con él Eugenia, la saludó aún más con los ojos que con el sombrero. Estuvo a punto de volverse para seguirla, pero venció el buen juicio y el deseo que tenía de charlar con la portera. 25 «Es ella, sí, es ella —siguió diciéndose—, es ella, es la misma, es la que yo buscaba hace años, aun sin saberlo; es la que me buscaba. Estábamos destinados uno a otro en armonía preestablecida; somos dos mónadas complementaria una de otra. La familia es la verdadera célula social. Y yo no soy más que una molécula. ¡Qué poética es la ciencia, Dios mío! ¡Madre, madre mía, aquí tienes a tu hijo; aconséjame desde el cielo! ¡Eugenia, mi Eugenia… !» Miró a todas partes por si le miraban, pues se sorprendió abrazando al aire. Y se dijo: «El amor es un éxtasis; nos saca de nosotros mismos.» Le volvió a la realidad —¿a la realidad?— la sonrisa de Margarita. —¿Y qué, no hay novedad? —le preguntó Augusto. —Ninguna, señorito. Todavía es muy pronto. —¿No le preguntó nada al entregársela? —Nada. —¿Y hoy? —Hoy, sí. Me preguntó por sus señas de usted, y si le conocía, y quién era. Me dijo que el señorito no se había acordado de poner la dirección de su casa. Y luego me dio un encargo… —¿Un encargo? ¿Cuál? No vacile. —Me dijo que si volvía por acá le dijese que estaba comprometida, que tiene novio. —¿Que tiene novio? —Ya se lo dije yo, señorito. —No importa, ¡lucharemos! —Bueno, lucharemos. —¿Me promete usted su ayuda, Margarita? 26 —Claro que sí. —¡Pues venceremos! Y se retiró. Fuese a la Alameda a refrescar sus emociones en la visión de verdura, a oír cantar a los pájaros sus amores. Su corazón verdecía y dentro de él cantábanle también como ruiseñores recuerdos alados de la infancia. Era, sobre todo, el cielo de recuerdos de su madre derramando una lumbre derretida y dulce sobre todas sus demás memorias. De su padre apenas se acordaba; era una sombra mítica que se le perdía en lo más lejano; era una nube sangrienta de ocaso. Sangrienta, porque siendo aún pequeñito lo vio bañado en sangre, de un vómito, y cadavérico. Y repercutía en su corazón, a tan larga distancia, aquel ¡hijo! de su madre, que desgarró la casa; aquel ¡hijo! que no se sabía si dirigido al padre moribundo o a él, a Augusto, empedernido de incomprensión ante el misterio de la muerte. Poco después su madre, temblorosa de congoja, le apechugaba a su seno, y con una letanía de ¡hijo mío! ¡hijo mío! ¡hijo mío! le bautizaba en lágrimas de fuego. Y él lloró también, apretándose a su madre, y sin atreverse a volver la cara ni apartarla de la dulce oscuridad de aquel regazo palpitante, por miedo a encontrarse con los ojos devoradores del coco. Y así pasaron días de llanto y de negrura, hasta que las lágrimas fueron yéndose hacia dentro y la casa fue derritiendo los negrores. Era una casa dulce y tibia. La luz entraba por entre las blancas flores bordadas en los visillos. Las butacas abrían, con intimidad de abuelos hechos niños por los años, sus brazos. Allí estaba siempre el cenicero con la ceniza del último puro que apuró su padre. Y allí, en la pared, el retrato de ambos, del padre y de la madre, la viuda ya, hecho el día mismo en que se casaron. Él, que era alto, sentado, con una pierna cruzada sobre la otra, enseñando la lengüeta de la bota, y ella, que era bajita, de pie a su lado y apoyando la mano, una mano fina que no parecía hecha para agarrar, sino para posarse como paloma, en el hombro de su marido. Su madre iba y venía sin hacer ruido, como un pajarillo, siempre de negro, 27 Y lo recogió. El animalito buscaba el pecho de la madre. Augusto se levantó y volvióse a casa pensando: «Cuando lo sepa Eugenia, ¡mal golpe para mi rival! ¡Qué cariño le va a tomar al pobre animalito! Y es lindo, muy lindo. ¡Pobrecito, cómo me lame la mano… !» —Trae leche, Domingo; pero tráela pronto —le dijo al criado no bien este le hubo abierto la puerta. —¿Pero ahora se le ocurre comprar perro, señorito? —No lo he comprado, Domingo; este perro no es esclavo, sino que es libre; lo he encontrado. —Vamos, sí, es expósito. —Todos somos expósitos, Domingo. Trae leche. Le trajo la leche y una pequeña esponja para facilitar la succión. Luego hizo Augusto que se le trajera un biberón para el cachorrillo, para Orfeo, que así le bautizó, no se sabe ni sabía él tampoco por qué. Y Orfeo fue en adelante el confidente de sus soliloquios, el que recibió los secretos de su amor a Eugenia. «Mira, Orfeo —le decía silenciosamente—, tenemos que luchar. ¿Qué me aconsejas que haga? Si te hubiese conocido mi madre… Pero ya verás, ya verás cuando duermas en el regazo de Eugenia, bajo su mano tibia y dulce. Y ahora, ¿qué vamos a hacer, Orfeo?» Fue melancólico el almuerzo de aquel día, melancólico el paseo, la partida de ajedrez melancólica y melancólico el sueño de aquella noche. 30 Capítulo 6 «Tengo que tomar alguna determinación —se decía Augusto paseándose frente a la casa número 58 de la avenida de la Alameda—; esto no puede segúir así.» En aquel momento se abrió uno de los balcones del piso segundo, en que vivía Eugenia, y apareció una señora enjuta y cana con una jaula en la mano. Iba a poner el canario al sol. Pero al ir a ponerlo faltó el clavo y la jaula se vino abajo. La señora lanzó un grito de desesperación: «¡Ay, mi Pichín!» Augusto se precipitó a recoger la jaula. El pobre canario revolotaba dentro de ella despavorido. Subió Augusto a la casa, con el canario agitándose en la jaula y el corazón en el pecho. La señora le esperaba. —¡Oh, gracias, gracias, caballero! —Las gracias a usted, señora. —¡Pichín mío! ¡mi Pichincito! ¡Vamos, cálmate! ¿Gusta usted pasar, caballero? —Con mucho gusto, señora. Y entró Augusto. Llevólo la señora a la sala, y diciéndole: «Aguarde un poco, que voy a dejar a mi Pichín», le dejó solo. En este momento entró en la sala un caballero anciano, el tío de Eugenia sin duda. Llevaba anteojos ahumados y un fez en la cabeza. Acercóse a Augusto, y tomando asiento junto a él le dirigió estas palabras: —(Aquí una frase en esperanto que quiere decir: ¿Y usted no cree conmigo que la paz universal llegará pronto merced al esperanto?) 31 Augusto pensó en la huida, pero el amor a Eugenia le contuvo. El otro prosiguió hablando, en esperanto también. Augusto se decidió por fin. —No le entiendo a usted una palabra, caballero. —De seguro que le hablaba a usted en esa maldita jerga que llaman esperanto —dijo la tía, que a este punto entraba. Y añadió dirigiéndose a su marido—: Fermín, este señor es el del canario. —Pues no te entiendo más que tú cuando te hablo en esperanto —le contestó su marido. —Este señor ha recogido a mi pobre Pichín, que cayó a la calle, y ha tenido la bondad de traérmelo. Y usted —añadió volviéndose a Augusto— ¿quién es? —Yo soy, señora, Augusto Pérez, hijo de la difunta viuda de Pérez Rovira, a quien usted acaso conocería. —¿De doña Soledad? —Exacto; de doña Soledad. —Y mucho que conocí a la buena señora. Fue una viuda y una madre ejemplar. Le felicito a usted por ello. —Y yo me felicito de deber al feliz accidente de la caída del canario el conocimiento de ustedes. —¡Feliz! ¿Llama usted feliz a ese accidente? —Para mí, sí. —Gracias, caballero —dijo don Fermín, agregando—: Rigen a los hombres y a sus cosas enigmáticas leyes, que el hombre, sin embargo, puede vislumbrar. Yo, señor mío, tengo ideas particulares sobre casi todas las cosas… —Cállate con tu estribillo, hombre —exclamó la tía—. ¿Y cómo es que pudo usted acudir tan pronto en socorro de mi Pichín? 32 —Ahora, si es en teoría —añadió—, no me parece mal que haya una sola lengua. Porque este mi marido, en teoría, es hasta enemigo del matrimonio… —Señores —dijo Augusto levantándose—, estoy acaso molestando… —Usted no molesta nunca, caballero —le respondió la tía—, y queda comprometido a volver por esta casa. Ya lo sabe usted, es usted mi candidato. Al salir se le acercó un momento don Fermín y le dijo al oído: «¡No piense usted en eso!» «¿Y por qué no?» , le preguntó Augusto. «Hay presentimientos, caballero, hay presentimientos… » Al despedirse, las últimas palabras de la tía fueron: «Ya lo sabe, es mi candidato.» Cuando Eugenia volvió a casa, las primeras palabras de su tía al verla fueron: —¿Sabes Eugenia, quién ha estado aquí? Don Augusto Pérez. —Augusto Pérez… Augusto Pérez… ¡Ah, sí! Y ¿quién le ha traído? —Pichín, mi canario. —Y ¿a qué ha venido? —¡Vaya una pregunta! Tras de ti. —¿Tras de mí y traído por el canario? Pues no lo entiendo. Valiera más que hablases en esperanto, como tío Fermín. —Él viene tras de ti y es un mozo joven, no feo, apuesto, bien educado, fino, y sobre todo rico, chica, sobre todo rico. —Pues que se quede con su riqueza, que si yo trabajo no es para venderme. —Y ¿quién te ha hablado de venderte, polvorilla? —Bueno, bueno, tía, dejémonos de bromas. 35 —Tú le verás, chiquilla, tú le verás a irás cambiando de ideas. —Lo que es eso… —Nadie puede decir de esta agua no beberé. —¡Son misteriosos los caminos de la Providencia! —exclamó don Fermín—. Dios… —Pero, hombre —le arguyó su mujer—, ¿cómo se compadece eso de Dios con el anarquismo? Ya te lo he dicho mil veces. Si no debe mandar nadie, ¿qué es eso de Dios? —Mi anarquismo, mujer, me lo has oído otras mil veces, es místico, es un anarquismo místico. Dios no manda como mandan los hombres. Dios es también anarquista, Dios no manda, sino… —Obedece, ¿no es eso? —Tú lo has dicho, mujer, tú lo has dicho. Dios mismo te ha iluminado. ¡Ven acá! Cogió a su mujer, le miró en la frente, soplóle en ella, sobre unos rizos de blancos cabellos y añadió: —Te inspiró Él mismo. Sí, Dios obedece… obedece. —Sí, en teoría, ¿no es eso? Y tú, Eugenita, déjate de bobadas, que se te presenta un gran partido. —También yo soy anarquista, tía, pero no como tío Fermín, no mística. —¡Bueno, se verá! —terminó la tía. 36 Capítulo 7 «¡Ay, Orfeo! —decía ya en su casa Augusto, dándole la leche a aquel—. ¡Ay, Orfeo! Di el gran paso, el paso decisivo; entré en su hogar, entré en el santuario. ¿Sabes lo que es dar un paso decisivo? Los vientos de la fortuna nos empujan y nuestros pasos son decisivos todos. ¿Nuestros? ¿Son nuestros esos pasos? Caminamos, Orfeo mío, por una selva enmarañada y bravía, sin senderos. El sendero nos lo hacemos con los pies según caminamos a la ventura. Hay quien cree seguir una estrella; yo creo seguir una doble estrella, melliza. Y esa estrella no es sino la proyección misma del sendero al cielo, la proyección del azar. »¡Un paso decisivo! Y dime, Orfeo, ¿qué necesidad hay de que haya ni Dios ni mundo ni nada? ¿Por qué ha de haber algo? ¿No te parece que esa idea de la necesidad no es sino la forma suprema que el azar toma en nuestra mente? »¿De dónde ha brotado Eugenia? ¿Es ella una creación mía o soy creación suya yo?, ¿o somos los dos creaciones mutuas, ella de mí y yo de ella? ¿No es acaso todo creación de cada cosa y cada cosa creación de todo? Y ¿qué es creación?, ¿qué eres tú, Orfeo?, ¿qué soy yo? » Muchas veces se me ha ocurrido pensar, Orfeo, que yo no soy, a iba por la calle antojándoseme que los demás no me veían. Y otras veces he fantaseado que no me veían como me veía yo, y que mientras yo me creía ir formalmente, con toda compostura, estaba, sin saberlo, haciendo el payaso, y los demás riéndose y burlándose de mí. ¿No te ha ocurrido alguna vez a ti esto, Orfeo? Aunque no, porque tú eres joven todavía y no tienes experiencia de la vida. Y además eres perro. »Pero, dime, Orfeo, ¿no se os ocurrirá alguna vez a los perros creeros hombres, así como ha habido hombres que se han creído perros? »¡Qué vida esta, Orfeo, qué vida, sobre todo desde que murió mi madre! Cada hora me llega empujada por las horas que le precedieron; no he conocido el porvenir. Y ahora que empiezo a vislumbrarlo me parece se 37 Capítulo 8 Augusto temblaba y sentíase como en un potro de suplicio en su asiento; entrábanle furiosas ganas de levantarse de él, pasearse por la sala aquella, dar manotadas al aire, gritar, hacer locuras de circo, olvidarse de que existía. Ni doña Ermelinda, la tía de Eugenia, ni don Fermín, su marido, el anarquista teórico y místico, lograban traerle a la realidad. —Pues sí, yo creo —decía doña Ermelinda—, don Augusto, que esto es lo mejor, que usted se espere, pues ella no puede ya tardar en venir; la llamo, ustedes se ven y se conocen y este es el primer paso. Todas las relaciones de este género tienen que empezar por conocerse, ¿no es así? —En efecto, señora —dijo, como quien habla desde otro mundo, Augusto—, el primer paso es verse y conocerse… —Y yo creo que así que ella le conozca a usted, pues… ¡la cosa es clara! —No tan clara —arguyó don Fermín—. Los caminos de la Providencia son misteriosos siempre… Y en cuanto a eso de que para casarse sea preciso o siquiera conveniente conocerse antes, discrepo… discrepo… El único conocimiento eficaz es el conocimiento post nuptias. Ya me has oído, esposa mía, lo que en lenguaje biblico significa conocer. Y, créemelo, no hay más conocimiento sustancial y esencial que ese, el conocimiento penetrante… —Cállate, hombre, cállate, no desbarres. —El conocimiento, Ermelinda… Sonó el timbre de la puerta. —¡Ella! —exclamó con misteriosa voz el tío. Augusto sintió una oleada de fuego subirle del suelo hasta perderse, pasando por su cabeza, en lo alto, encima de él. Y empezó el corazón a martillarle el pecho. Se oyó abrir la puerta, y ruido de unos pasos rápidos e iguales, rítmicos. Y 40 Augusto, sin saber cómo, sintió que la calma volvía a reinar en él. —Voy a llamarla —dijo don Fermín haciendo conato de levantarse. —¡No, de ningún modo! —exclamó doña Ermelinda, y llamó. Y luego a la criada, al presentarse: —¡Di a la señorita Eugenia que venga! Se siguió un silencio. Los tres, como en complicidad, callaban. Y Augusto se decía: «¿Podré resistirlo?, ¿no me pondré rojo como una amapola o blanco cual un lirio cuando sus ojos llenen el hueco de esa puerta?, ¿no estallará mi corazón?» Oyóse un ligero rumor, como de paloma que arranca en vuelo, un ¡ah! breve y seco, y los ojos de Eugenia, en un rostro todo frescor de vida y sobre un cuerpo que no parecía pesar sobre el suelo, dieron como una nueva y misteriosa luz espiritual a la escena. Y Augusto se sintió tranquilo, enormemente tranquilo, clavado a su asiento y como si fuese una planta nacida en él, como algo vegetal, olvidado de sí, absorto en la misteriosa luz espiritual que de aquellos ojos irradiaba. Y sólo al oír que doña Ermelinda empezaba a decir a su sobrina: «Aquí tienes a nuestro amigo don Augusto Pérez… » , volvió en sí y se puso en pie procurando sonreír. —Aquí tienes a nuestro amigo don Augusto Pérez, que desea conocerte… —¿El del canario? —preguntó Eugenia. —Sí, el del canario, señorita —contestó Augusto acercándose a ella y alargándole la mano. Y pensó: «¡Me va a quemar con la suya!» Pero no fue así. Una mano blanca y fría, blanca como la nieve y como la nieve fría, tocó su mano. Y sintió Augusto que se derramaba por su ser todo como un fluido de serenidad. Sentóse Eugenia. —Y este caballero —empezó la pianista. «¡Este caballero… este caballero… —pensó Augusto rapidísimamente— este caballero! ¡Llamarme caballero! ¡Esto es de mal agüero!» 41 —Este caballero, hija mía, que ha hecho por una feliz casualidad… —Sí, la del canario. —¡Son misteriosos los caminos de la Providencia —sentenció el anarquista. —Este caballero, digo —agregó la tía—, que por una feliz casualidad ha hecho conocimiento con nosotros y resulta ser el hijo de una señora a quien conocí algo y respeté mucho; este caballero, puesto que es amigo ya de casa, ha deseado conocerte, Eugenia. —¡Y admirarla! —añadió Augusto. —¿Admirarme? —exclamó Eugenia. —¡Sí, como pianista! —¡Ah, vamos! —Conozco, señorita, su gran amor al arte… —¿Al arte? ¿A cuál, al de la música? —¡Claro está! —¡Pues le han engañado a usted, don Augusto! «¡Don Augusto! ¡Don Augusto! —pensó este, ¡Don… ! ¡De qué mal agüero es este don! ¡casi tan malo como aquel caballero!» Y luego, en voz alta: —¿Es que no le gusta la música? —Ni pizca, se lo aseguro. «Liduvina tiene razón —pensó Augusto—; esta, después que se case, y si el marido la puede mantener, no vuelve a teclear un piano.» Y luego, en voz alta: —Como es voz pública que es usted una excelente profesora… 42 —¡Don Augusto! ¡Don Augusto! —Yo creo —añadió la tía— que no por esto que acaba de pasar debe usted ceder en sus pretensiones… —¡Claro que no! Así tiene más mérito. —¡A la conquista, pues! Y ya sabe usted que nos tiene de su parte y que puede venir a esta su casa cuantas veces guste, y quiéralo o no Eugenia. —Pero, mujer, ¡si ella no ha manifestado que le disgusten las venidas acá de don Augusto!… ¡Hay que ganarla a puño, amigo, a puño! Ya irá usted conociéndola y verá de qué temple es. Esto es toda una mujer, don Augusto, y hay que ganarla a puño, a puño. ¿No quería usted conocerla? —Sí, pero… —Entendido, entendido. ¡A la lucha, pues, amigo mío! —Cierto, cierto, y ahora ¡adiós! Don Fermín llamó luego aparte a Augusto, para decirle: —Se me había olvidado decirle que cuando escriba a Eugenia lo haga escribiendo su nombre con jota y no con ge, Eujenia, y del Arco con ka: Eujenia Domingo del Arko. —Y ¿por qué? —Porque hasta que no llegue el día feliz en que el esperanto sea la única lengua, ¡una sola para toda la humanidad!, hay que escribir el castellano con ortografía fonética. ¡Nada de ces!, ¡guerra a la ce! Za, ze, zi, zo, zu con zeta, y ka, ke, ki, ko, ku con ka. ¡Y fuera las haches! ¡La hache es el absurdo, la reacción, la autoridad, la edad media, el retroceso! ¡Guerra a la hache! —¿De modo que es usted foneticista también? —¿También?, ¿por qué también? —Por lo de anarquista y esperantista… 45 —Todo es uno, señor, todo es uno. Anarquismo, esperantismo, espiritismo, vegetarianismo, foneticismo… ¡todo es uno! ¡Guérra a la autoridad!, ¡guerra a la división de lenguas!, ¡guerra a la vil materia y a la muerte!, ¡guerra a la carne!, ¡guerra a la hache! ¡Adiós! Despidiéronse y Augusto salió a la calle como aligerado de un gran peso y hasta gozoso. Nunca hubiera presupuesto lo que le pasaba por dentro del espíritu. Aquella manera de habérsele presentado Eugenia la primera vez que se vieron de quieto y de cerca y que se hablaron, lejos de dolerle, encendíale más y le animaba. El mundo le parecía más grande, el aire más puro y más azul el cielo. Era como si respirase por vez primera. En lo más íntimo de sus oídos cantaba aquella palabra de su madre: ¡cásate! Casi todas las mujeres con que cruzaba por la calle parecíanle guapas, muchas hermosísimas y ninguna fea. Diríase que para él empezaba a estar el mundo iluminado por una nueva luz misteriosa desde dos grandes estrellas invisibles que refulgían más allá del azul del cielo, detrás de su aparente bóveda. Empezaba a conocer el mundo. Y sin saber cómo se puso a pensar en la profunda fuente de la confusión vulgar entre el pecado de la carne y la caída de nuestros primeros padres por haber probado del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Y meditó en la doctrina de don Fermín sobre el origen del conocimiento. Llegó a casa, y al salir Orfeo a recibirle lo cogió en sus brazos, le acarició y le dijo: «Hoy empezamos una nueva vida, Orfeo. ¿No sientes que el mundo es más grande, más puro el sire y más azul el cielo? ¡Ah, cuando la veas, Orfeo, cuando la conozcas… ! ¡Entonces sentirás la congoja de no ser más que perro como yo siento la de no ser más que hombre! Y dime, Orfeo, ¿cómo podéis conocer, si no pecáis, si vuestro conocimiento no es pecado? El conocimiento que no es pecado no es tal conocimiento, no es racional.» Al servirle la comida su fiel Liduvina se le quedó mirando. —¿Qué miras? —preguntó Augusto. —Me parece que hay mudanza. —¿De dónde sacas eso? —El señorito tiene otra cara. 46 —¿Lo crees? —Naturalmente. ¿Y qué, se arregla lo de la pianista? —¡Liduvina! ¡Liduvina! —Tiene usted razón, señorito; pero ¡me interesa tanto su felicidad! —¿Quién sabe qué es eso?… —Es verdad. Y los dos miraron al suelo, como si el secreto de la felicidad estuviese debajo de él. 47 —¡Mauricio! Y luego le besó en los ojos. —¡Esto no puede seguir así, Mauricio! —¿Cómo? Pero ¿hay mejor que esto?, ¿crees que lo pasaremos nunca mejor? —Te digo, Mauricio, que esto no puede seguir así. Tienes que buscar trabajo. Odio la música. Sentía la pobre oscuramente, sin darse de ello clara cuenta, que la música es preparación eterna, preparación a un advenimiento que nunca llega, eterna iniciación que no acaba cosa. Estaba harta de música. —Buscaré trabajo, Eugenia, lo buscaré. —Siempre dices lo mismo y siempre estamos lo mismo. —Es que crees… —Es que sé que en el fondo no eres más que un haragán y que va a ser preciso que sea yo la que busque trabajo para ti. Claro, ¡como a los hombres os cuesta menos esperar… ! —Eso creerás tú… —Sí, sí, sé bien lo que me digo. Y ahora, te lo repito, no quiero ver los ojos suplicantes del señorito don Augusto como los de un perro hambriento… —¡Qué cosas se te ocurren, chiquilla! —Y ahora —añadió levantándose y apartándole con la mano suya—, quietecito y a tomar el fresco, ¡que buena falta te hace! —¡Eugenia! ¡Eugenia! —le suspiró con voz seca, casi febril, al oído—, si tú quisieras… —El que tiene que aprender a querer eres tú, Mauricio. Conque… ¡a ser hombre! Busca trabajo, decídete pronto; si no, trabajaré yo; pero decídete pronto. En otro caso… 50 —En otro caso, ¿qué? —¡Nada! ¡Hay que acabar con esto! Y sin dejarle replicar se salió del cuchitril de la portería. Al cruzar con la portera le dijo: —Ahí queda su sobrino, señora Marta, y dígale que se resuelva de una vez. Y salió Eugenia con la cabeza alta a la calle, donde en aquel momento un organillo de manubrio encentaba una rabiosa polca. «¡Horror!, ¡horror!, ¡horror!» , se dijo la muchacha, y más que se fue huyó calle abajo. 51 Capítulo 10 Como Augusto necesitaba confidencia se dirigió al Casino, a ver a Víctor, su amigote, al día siguiente de aquella su visita a casa de Eugenia y a la misma hora en que esta espoleaba la pachorra amorosa de su novio en la portería. Sentíase otro Augusto y como si aquella visita y la revelación en ella de la mujer fuerte —fluía de sus ojos fortaleza— le hubiera arado las entrañas del alma, alumbrando en ellas un manantial hasta entonces oculto. Pisaba con más fuerza, respiraba con más libertad. «Ya tengo un objetivo, una finalidad en esta vida —se decía—, y es conquistar a esta muchacha o que ella me conquiste. Y es lo mismo. En amor lo mismo da vencer que ser vencido. Aunque ¡no… no! Aquí ser vencido es que me deje por el otro. Por el otro, sí, porque aquí hay otro, no me cabe duda. ¿Otro?, ¿otro qué? ¿Es que acaso yo soy uno? Yo soy un pretendiente, un solicitante, pero el otro… el otro se me antoja que no es ya pretendiente ni solicitante; que no pretende ni solicita porque ha obtenido. Claro que no más que el amor de la dulce Eugenia. ¿No más… ?» Un cuerpo de mujer irradiante de frescura, de salud y de alegría, que pasó a su vera, le interrumpió el soliloquio y le arrastró tras de sí. Púsose a seguir, casi maquinalmente, al cuerpo aquel, mientras proseguía soliloquizando: «¡Y qué hermosa es! Esta y aquella, una y otra. Y el otro acaso en vez de pretender y solicitar es pretendido y solicitado; tal vez no le corresponde como ella se merece… Pero ¡qué alegría es esta chiquilla!, ¡y con qué gracia saluda a aquel que va por allá! ¿De dónde habrá sacado esos ojos? ¡Son casi como los otros, como los de Eugenia! ¡Qué dulzura debe de ser olvidarse de la vida y de la muerte entre sus brazos!, ¡dejarse brezar en ellos como en olas de carne! ¡El otro… ! Pero el otro no es el novio de Eugenia, no es aquel a quien ella quiere; el otro soy yo. ¡Sí, yo soy el otro; yo soy otro!» 52 —Fuerte te entró, chico… —¡Y eso que la moza estuvo brava! Pero no sé lo que desde entonces me pasa: casi todas las mujeres que veo me parecen hermosuras, y desde que he salido de casa, no hace aún media hora seguramente, me he enamorado ya de tres, digo, no, de cuatro: de una, primero, que era todo ojos, de otra después con una gloria de pelo, y hace poco de una pareja, una rubia y otra morena, que reían como los ángeles. Y las he seguido a las cuatro. ¿Qué es esto? —Pues eso es, querido Augusto, que tu repuesto de amor dormía inerte en el fondo de tu alma, sin tener donde meterse; llegó Eugenia, la pianista, te sacudió y remejió con sus ojos esa charca en que tu amor dormía: se despertó este, brotó de ella, y como es tan grande se extiende a todas partes. Cuando uno como tú se enamora de veras de una mujer se enamora a la vez de todas las demás. —Pues yo creí que sería todo lo contrario… Pero, entre paréntesis, ¡mira qué morena!, ¡es la noche luminosa! ¡Bien dicen que lo negro es lo que más absorbe la luz! ¿No ves qué luz oculta se siente bajo su pelo, bajo el azabache de sus ojos? Vamos a seguirla… —Como quieras… —Pues sí, yo creí que sería todo lo contrario; que cuando uno se enamora de veras es que concentra su amor, antes desparramado entre todas, en una sola, y que todas las demás han de parecerle como si nada fuesen ni valiesen… Pero ¡mira!, ¡mira ese golpe de sol en la negrura de su pelo! —No; verás, verás si logro explicártelo. Tú estabas enamorado, sin saberlo por supuesto, de la mujer, del abstracto, no de esta ni de aquella; al ver a Eugenia, ese abstracto se concretó y la mujer se hizo una mujer y te enamoraste de ella, y ahora vas de ella, sin dejarla, a casi todas las mujeres, y te enamoras de la colectividad, del género. Has pasado, pues, de lo abstracto a lo concreto y de lo concreto a lo genérico, de la mujer a una mujer y de una mujer a las mujeres. —¡Vaya una metafísica! —Y ¿qué es el amor sino metafísica? 55 —¡Hombre! —Sobre todo en ti. Porque todo tu enamoramiento no es sino cerebral, o como suele decirse, de cabeza. —Eso lo creerás tú… —exclamó Augusto un poco picado y de mal humor, pues aquello de que su enamoramiento no era sino de cabeza le había llegado, doliéndole, al fondo del alma. —Y si me apuras mucho te digo que tú mismo no eres sino una pura idea, un ente de ficción… —¿Es que no me crees capaz de enamorarme de veras, como los demás… ? —De veras estás enamorado, ya lo creo, pero de cabeza sólo. Crees que estás enamorado… —Y ¿qué es estar uno enamorado sino creer que lo está? —¡Ay, ay, ay, chico, eso es más complicado de lo que te figuras!… —¿En qué se conoce, dime, que uno está enamorado y no solamente que cree estarlo? —Mira, más vale que dejemos esto y hablemos de otras cosas. Cuando luego volvió Augusto a su casa tomó en brazos a Orféo y le dijo: «Vamos a ver, Orfeo mío, ¿en qué se diferencia estar uno enamorado de creer que lo está? ¿Es que estoy yo o no estoy enamorado de Eugenia?, ¿es que cuando la veo no me late el corazón en el pecho y se me enciende la sangre?, ¿es que yo no soy como los demás hombres? ¡Tengo que demostrarles, Orfeo, que soy tanto como ellos!» Y a la hora de cenar, encarándose con Liduvina le preguntó: —Di, Liduvina, ¿en qué se conoce que un hombre está de veras enamorado? —Pero ¡qué cosas se le ocurren a usted, señorito… ! —Vamos, di, ¿en qué se conoce? 56 —Pues se conoce… se conoce en que hace y dice muchas tonterías. Cuando un hombre se enamora de veras, se chala, vamos al decir, por una mujer, ya no es un hombre… —Pues ¿qué es? —Es… es… es… una cosa, un animalito… Una hace de él lo que quiere. —Entonces, cuando una mujer se enamora de veras de un hombre, se chala, como dices, ¿hace de ella el hombre lo que quiere? —El caso no es enteramente igual… —¿Cómo, cómo? —Eso es muy difícil de explicar, señorito. Pero ¿está usted de veras enamorado? —Es lo que trato de averiguar. Pero tonterías, de las gordas, no he dicho ni hecho todavía ninguna… me parece… Liduvina se calló, y Augusto se dijo: «¿Estaré de veras enamorado?» 57 —Pero mira, Eugenia, ven… —No, no, no, ¡formalidad! —y desprendiendo su mano de las de él prosiguió—: Yo no sé qué género de esperanzas le habrán hecho concebir mis tíos, o más bien mi tía, pero el caso es que me parece que usted está engañado. —¿Cómo engañado? —Sí, han debido decirle que tengo novio. —Lo sé. —¿Se lo han dicho ellos? —No, no me lo ha dicho nadie, pero lo sé. —Entonces… —Pero es, Eugenia, que yo no pretendo nada, que no busco nada, que nada pido; es, Eugenia, que yo me contento con que se me deje venir de cuando en cuando a bañar mi espíritu en la mirada de esos ojos, a embriagarme en el vaho de su respiración… —Bueno, don Augusto, esas son cosas que se leen en los libros; dejemos eso. Yo no me opongo a que usted venga cuantas veces se le antoje, a que me vea y me revea, a que hable conmigo y hasta… ya lo ha visto usted, hasta a que me bese la mano, pero yo tengo un novio, del cual estoy enamorada y con el cual pienso casarme. —Pero ¿de veras está usted enamorada de él? —¡Vaya una pregunta! —Y ¿en qué conoce usted que está de él enamorada? —Pero ¿es que se ha vuelto usted loco, don Augusto? —No, no; lo digo porque mi amigo mejor me ha dicho que hay muchos que creen estar enamorados sin estarlo… —Lo ha dicho por usted, ¿no es eso? 60 —Sí, por mí lo ha dicho, ¿pues? —Porque en el caso de usted acaso sea verdad eso… —Pero ¿es que cree usted, es que crees, Eugenia, que no estoy de veras enamorado de ti? —No alce usted tanto la voz, don Augusto, que puede oírle la criada… —¡Sí, sí —continuó exaltándose—, hay quien me cree incapaz de enamorarme de veras… ! —Dispense un momento —le interrumpió Eugenia, y se salió dejándole solo. Volvió al poco rato y con la mayor tranquilidad le dijo: —Y bien, don Augusto, ¿se ha calmado ya? —¡Eugenia, Eugenia! En este momento se oyó llamar a la puerta y Eugenia dijo: «¡Mis tíos!» A los pocos momentos entraban estos en la sala. —Vino don Augusto a visitaros, salí yo misma a abrirle, quería irse, pero le dije que pasara, que no tardaríais en venir, ¡y aquí está! —¡Vendrán tiempos —exclamó don Fermín— en que se disiparán los convencionalismos sociales todos! Estoy convencido de que las cercas y tapias de las propiedades privadas no son más que un incentivo para los que llamamos ladrones, cuando los ladrones son los otros, los propietarios. No hay propiedad más segura que la que está sin cercas ni tapias, al alcance de todo el mundo. El hombre nace bueno, es naturalmente bueno; la sociedad le malea y pervierte… —¡Cállate, hombre —exclamó doña Ermelinda—, que no me dejas oír cantar al canario! ¿No le oye usted, don Augusto?, ¡es un encanto oírle! Y cuando esta se ponía a aprender sus lecciones de piano había que oírle a un canario que entonces tuve: se excitaba, y cuanto más esta daba a las teclas, más él a cantar y más cantar. Como que se murió de eso, reventado… 61 —¡Hasta los animales domésticos se contagian de nuestros vicios! —agregó el tío—. ¡Hasta a los animales que con nosotros conviven les hemos arrancado del santo estado de naturaleza! ¡Oh, humanidad, humanidad! —Y ¿ha tenido usted que esperar mucho, don Augusto? —preguntó la tía. —Oh, no, señora, no, nada, nada, un momento, un relámpago… por lo menos así me lo pareció… —¡Ah, vamos! —Sí, tía, muy poco tiempo, pero lo bastante para que se haya repuesto de una ligera indisposición que trajo de la calle… —¿Cómo? —Oh, no fue nada, señora, nada… —Ahora yo les dejo, tengo que hacer —dijo Eugenia, y dando la mano a Augusto se fue. —Y ¿qué, cómo va eso? —le preguntó a Augusto la tía así que Eugenia hubo salido. —Y ¿qué es eso? —¡La conquista, naturalmente! —¡Mal, muy mal! Me ha dicho que tiene novio y que se ha de casar con él. —¿No te lo decía yo, Ermelinda, no te lo decía? —Pues ¡no, no y no!, no puede ser. Eso del novio es una locura, don Augusto, ¡una locura! —Pero, señora, ¿y si está enamorada de él… ? —Eso digo yo —exclamó el tío—, eso digo yo. ¡La libertad, la santa libertad, la libertad de elección! —Pues ¡no, no y no! ¿Acaso sabe esa chiquilla lo que se hace… ? ¡Despreciarle a usted, don Augusto, a usted! ¡Eso no puede ser! 62 Capítulo 12 —Señorito —entró un día después a decir a Augusto Liduvina—, ahí está la del planchado. —¿La del planchado? ¡Ah, sí, que pase! Entró la muchacha llevando el cesto del planchado de Augusto. Quedáronse mirándose, y ella, la pobre, sintió que se le encendía el rostro, pues nunca cosa igual le ocurrió en aquella casa en tantas veces como allí entró. Parecía antes como si el señorito ni la hubiese visto siquiera, lo que a ella, que creía conocerse, habíala tenido inquieta y hasta mohína. ¡No fijarse en ella! ¡No mirarla como la miraban otros hombres! ¡No devorarla con los ojos, o más bien lamerle con ellos los de ella y la boca y la cara toda! —¿Qué te pasa, Rosario, porque creo que te llamas así, no? —Sí, así me llamo. —Y ¿qué te pasa? —¿Por qué, señorito Augusto? —Nunca te he visto ponerte así de colorada. Y además me pareces otra. —El que me parece que es otro es usted… —Puede ser… puede ser. . Pero ven, acércate. —¡Vamos, déjese de bromas y despachemos! —¿Bromas? Pero ¿tú crees que es broma? —le dijo con voz más seria—. Acércate, así, que te vea bien. 65 —Pero ¿es que no me ha visto otras veces? —Sí, pero hasta ahora no me había dado cuenta de que fueses tan guapa como eres… —Vamos, vamos, señorito, no se burle… —y le ardía la cara. —Y ahora, con esos colores, talmente el sol… —Vamos… —Ven acá, ven. Tú dirás que el señorito Augusto se ha vuelto loco, ¿no es así? Pues no, no es eso, ¡no! Es que lo ha estado hasta ahora, o mejor dicho, es que he estado hasta ahora tonto, tonto del todo, perdido en una niebla, ciego… No hace sino muy poco tiempo que se me han abierto los ojos. Ya ves, tantas veces como has entrado en esta casa y te he mirado y no te había visto. Es, Rosario, como si no hubiese vivido, lo mismo que si no hubiese vivido… Estaba tonto, tonto… Pero ¿qué te pasa, chiquilla, qué es lo que te pasa? Rosario, que se había tenido que sentar en una silla, ocultó la cara en las manos y rompió a llorar. Augusto se levantó, cerró la puerta, volvió a la mocita, y poniéndole una mano sobre el hombro le dijo con su voz más húmeda y más caliente, muy bajo: —Pero ¿qué te pasa, chiquilla, qué es eso? —Que con esas cosas me hace usted llorar, don Augusto… —¡Angel de Dios! —No diga usted esas cosas, don Augusto. —¡Cómo que no las diga! Sí, he vivido ciego, tonto, como si no viviera, hasta que llegó una mujer, ¿sabes?, otra, y me abrió los ojos y he visto el mundo, y sobre todo he aprendido a veros a vosotras, a las mujeres… —Y esa mujer… sería alguna mala mujer… —¿Mala?, ¿mala dices? ¿Sabes lo que dices, Rosario, sabes lo que dices? ¿Sabes lo que es ser malo? ¿Qué es ser malo? No, no, no esa mujer es, como tú, un ángel; pero esa mujer no me quiere… no me 66 quiere… no me quiere… —y al decirlo se le quebró la voz y se le empañaron en lágrimas los ojos. —¡Pobre don Augusto! —¡Sí, tú lo has dicho, Rosario, tú lo has dicho!, ¡pobre don Augusto! Pero mira, Rosario, quita el don y di: ¡pobre Augusto! Vamos, di: ¡pobre Augusto! —Pero, señorito… —Vamos, dilo: ¡pobre Augusto! —Si usted se empeña… ¡pobre Augusto! Augusto se sentó. —¡Ven acá! —la dijo. Levantóse ella cual movida por un resorte, como una hipnótica sugestionada, con la respiración anhelante. Cogióla él, la sentó sobre sus rodillas, la apretó fuertemente a su pecho, y teniendo su mejilla apretada contra la mejilla de la muchacha, que echaba fuego, estalló diciendo: —¡Ay, Rosario, Rosario, yo no sé lo que me pasa, yo no sé lo que es de mí! Esa mujer que tú dices que es mala, sin conocerla, me ha vuelto ciego al darme la vista. Yo no vivía, y ahora vivo; pero ahora que vivo es cuando siento lo que es morir. Tengo que defenderme de esa mujer, tengo que defenderme de su mirada. ¿Me ayudarás tú, Rosario, me ayudarás a que de ella me defienda? Un ¡sí! tenuísimo, con susurro que parecía venir de otro mundo, rozó el oído de Augusto. —Yo ya no sé lo que me pasa, Rosario, ni lo que digo, ni lo que hago, ni lo que pienso; yo ya no sé si estoy o no enamorado de esa mujer, de esa mujer a la que llamas mala… —Es que yo, don Augusto… —Augusto, Augusto… —Es que yo, Augusto… 67 70 Capítulo 13 Pocos días después de esto entró una mañana Liduvina en el cuarto de Augusto diciéndole que una señorita preguntaba por él. —¿Una señorita? —Sí, ella, la pianista. —¿Eugenia? —Eugenia, sí. Decididamente no es usted el único que se ha vuelto loco. El pobre Augusto empezó a temblar. Y es que se sentía reo. Levantóse, lavóse de prisa, se vistió y fue dispuesto a todo. —Ya sé, señor don Augusto —le dijo solemnemente Eugenia en cuanto le vio—, que ha comprado usted mi deuda a mi acreedor, que está en su poder la hipoteca de mi casa. —No lo niego. —Y ¿con qué derecho hizo eso? —Con el derecho, señorita, que tiene todo ciudadano a comprar lo que bien le parezca y su poseedor quiera venderlo. —No quiero decir eso, sino ¿para qué la ha comprado usted? —Pues porque me dolía verla depender así de un hombre a quien acaso usted sea indiferente y que sospecho no es más que un traficante sin entrañas. —Es decir, que usted pretende que dependa yo de usted, ya que no le soy indiferente… —¡Oh, eso nunca, nunca, nunca! ¡Nunca, Eugenia, nunca! Yo no busco 71 que usted dependa de mí. Me ofende usted sólo con suponerlo. Verá usted —y dejándola sola se salió agitadísimo. Volvió al poco rato trayendo unos papeles. —He aquí, Eugenia, los documentos que acreditan su deuda. Tómelos usted y haga de ellos lo que quiera. —¿Cómo? —Sí, que renuncio a todo. Para eso lo compré. —Lo sabía, y por eso le dije que usted no pretende sino hacer que dependa de usted. Me quiere usted ligar por la gratitud. ¡Quiere usted comprarme! —¡Eugenia! ¡Eugenia! —Sí, quiere usted comprarme, quiere usted comprarme; ¡quiere usted comprar… no mi amor, que ese no se compra, sino mi cuerpo! —¡Eugenia! ¡Eugenia! —Esto es, aunque usted no lo crea, una infamia, nada más que una infamia. —¡Eugenia, por Dios, Eugenia! —¡No se me acerque usted más, que no respondo de mí! —Pues bien, sí, me acerco. ¡Pégame, Eugenia, pégame; insúltame, escúpeme, haz de mí lo que quieras! —No merece usted nada —y Eugenia se levantó—; me voy, pero ¡cónstele que no acepto su limosna o su oferta! Trabajaré más que nunca; haré que trabaje mi novio, pronto mi marido, y viviremos. Y en cuanto a eso, quédese usted con mi casa. —Pero ¡si yo no me opongo, Eugenia, a que usted se case con ese novio que dice! —¿Cómo?, ¿cómo? ¿A ver? 72 —Pero ¿no cree usted? —No sé si creo o no creo; sé que rezo. Y no sé bien lo que rezo. Somos unos cuantos que al anochecer nos reunimos ahí a rezar el rosario. No sé quiénes son, ni ellos me conocen, pero nos sentimos solidarios, en íntima comunión unos con otros. Y ahora pienso que a la humanidad maldita la falta que le hacen los genios. —¿Y su mujer, don Avito? —¡Ah, mi mujer! —exclamó Carrascal, y una lágrima que se le había asomado a un ojo pareció irradiarle luz interna—. ¡Mi mujer!, ¡la he descubierto! Hasta mi tremenda desgracia no he sabido lo que tenía en ella. Sólo he penetrado en el misterio de la vida cuando en las noches terribles que sucedieron al suicidio de mi Apolodoro reclinaba mi cabeza en el regazo de ella, de la madre, y lloraba, lloraba, lloraba. Y ella, pasándome dulcemente la mano por la cabeza, me decía: «¡Pobre hijo mío!, ¡pobre mío!» Nunca, nunca ha sido más madre que ahora. Jamás creí al hacerla madre, ¿y cómo?, nada más que para que me diese la materia prima del genio… jamás creí al hacerla madre que como tal la necesitaría para mí un día. Porque yo no conocí a mi madre, Augusto, no la conocí; yo no he tenido madre, no he sabido qué es tenerla hasta que al perder mi mujer a mi hijo y suyo se ha sentido madre mía. Tú conociste a tu madre, Augusto, a la excelente doña Soledad; si no, te aconsejaría que te casases. —La conocí, don Avito, pero la perdí, y ahí, en la iglesia, estaba recordándola… —Pues si quieres volver a tenerla, ¡cásate, Augusto, cásate! —No, aquélla no, aquélla, no la volveré a tener —Es verdad, pero ¡cásate! —¿Y cómo? —añadió Augusto con una forzada sonrisa y recordando lo que había oído de una de las doctrinal de don Avito— ¿cómo?, ¿deductiva o inductivamente? —¡Déjate ahora de esas cosas; por Dios, Augusto, no me recuerdes tragedias! Pero… En fin, si te he de seguir el humor, ¡cásate intuitivamente! 75 —¿Y si la mujer a quien quiero no me quiere? —Cásate con la mujer que te quiera, aunque no lo quieras tú. Es rnejor casarse para que le conquisten a uno el amor que para conquistarlo. Busca una que te quiera. Por la mente de Augusto pasó en rapidísima visión la imagen de la chica de la planchadora. Porque se había hecho la ilusión de que aquella pobrecita quedó enamorada de él. Cuando al cabo Augusto se despidió de don Avito dirigióse al Casino. Quería despejar la niebla de su cabeza y la de su corazón echando una partida de ajedrez con Víctor. 76 Capítulo 14 Notó Augusto que algo insólito le ocurría a su amigo Víctor; no acertaba ninguna jugada, estaba displicente y silencioso. —Víctor, algo te pasa… —Sí, hombre, sí; me pasa una cosa grave. Y como necesito desahogo, vamos fuera; la noche está muy hermosa; te lo contaré. Víctor, aunque el más íntimo amigo de Augusto, le llevaba cinco o seis años de edad y hacía más de doce que estaba casado, pues contrajo matrimonio siendo muy joven, por deber de conciencia, según decían. No tenía hijos. Cuando estuvieron en la calle, Víctor comenzó: —Ya sabes, Augusto, que me tuve que casar muy joven… —¿Que te tuviste que casar? —Sí, vamos, no te hagas el de nuevas, que la murmuración llega a todos. Nos casaron nuestros padres, los míos y los de mi Elena, cuando éramos unos chiquillos. Y el matrimonio fue para nosotros un juego. Jugábamos a marido y mujer. Pero aquello fue una falsa alarma… —¿Qué es lo que fue una falsa alarma? —Pues aquello porque nos casaron. Pudibundeces de nuestros sendos padres. Se enteraron de un desliz nuestro, que tuvo su cachito de escándalo, y sin esperar a ver qué consecuencias tenía, o si las tenía, nos casaron. —Hicieron bien. —No diré yo tanto. Mas el caso fue que ni tuvo consecuencias aquel desliz ni las tuvieron los consiguientes deslices de después de casados. 77 ni en mí había muerto el sentimiento de la paternidad ni menos el de la maternidad en ella, adoptamos, o si quieres prohijamos, un perro; pero al verle un día morir a nuestra vista, porque se le atravesó un hueso en la garganta, y ver aquellos ojos húmedos que parecían suplicarnos vida, nos entró una pena y un horror tal que no quisimos más perros ni cosa viva. Y nos contentamos con unas muñecas, unas grandes peponas, que son las que has visto en casa, y que mi Elena viste y desnuda. —Esas no se os morirán. —En efecto. Y todo iba muy bien y nosotros contentísimos. Ni me turban el sueño llantos de niño, ni tenía que preocuparme de si será varón o hembra y qué he de hacer de él o de ella… Y, además, he tenido siempre mi mujer a mi disposición, cómodamente, sin estorbos de embarazos ni de lactancias; en fin, ¡un encanto de vida! —¿Sabes que eso en poco o nada se diferencia… ? —¿De qué? ¿De un arrimo ilegal? Así lo creo. Un matrimonio sin hijos puede llegar a convertirse en una especie de concubinato legal, muy bien ordenado, muy higiénico, relativamente casto, pero, en fin, ¡lo dicho! Marido y mujer solterones, pero solterones arrimados, en efecto. Y así han transcurrido estos más de once años, van para doce… Pero ahora… ¿sabes lo que me pasa? —Hombre, ¿cómo lo he de saber? —Pero ¿no sabes lo que me pasa? —Como no sea que has dejado encinta a tu mujer… —Eso, hombre, eso. ¡Figúrate qué desgracia! —¿Desgracia? ¿Pues no lo deseasteis tanto… ? —Sí, al principio, los dos o tres primeros años, poco más. Pero ahora, ahora… Ha vuelto el demonio a casa, han vuelto las disensiones. Y ahora como antaño cada uno de nosotros culpaba al otro de la esterilidad del lazo, ahora cada uno culpa al otro de esto que se nos viene. Y ya empezamos a llamarle… no, no te lo digo… —Pues no me lo digas si no quieres. 80 —Empezamos a llamarle ¡el intruso! Y yo he soñado que se nos moría una mañana con un hueso atravesado en la garganta… —¡Qué barbaridad! —Sí, tienes razón, una barbaridad. Y ¡adiós regularidad, adiós comodidad, adiós costumbres! Todavía ayer estaba Elena de vómitos; parece que es una de las molestias anejas al estado que llaman… ¡Interesante! ¡Interesante! ¡Interesante! ¡Vaya un interés! ¡De vómito! ¿Has visto nada más indecoroso, nada más sucio? —Pero ¿ella estará gozosísima al sentirse madre? —¿Ella? ¡Como yo! Esto es una mala jugada de la Providencia, de la Naturaleza o de quien sea, una burla. Si hubiera venido… el nene o nena, lo que fuere… si hubiera venido cuando, inocentes tórtolos llenos, más que de amor paternal, de vanidad, le esperábamos; si hubiera venido cuando creíamos que el no tener hijos era ser menos que otros; si hubiera venido entonces, ¡santo y muy bueno!, pero ¿ahora, ahora? Te digo que esto es una burla. Si no fuera por… —¿Qué hombre, qué? —Te lo regalaba, para que hiciese compañía a Orfeo. —Hombre, cálmate, y no digas disparates… —Tienes razón, disparato. Perdóname. Pero ¿te parece bien, al cabo de cerca de doce años, cuando nos iba tan ricamente, cuando estábamos curados de la ridícula vanidad de los recién casados, venirnos esto? Es claro, ¡vivíamos tan tranquilos, tan seguros, tan confiados… ! —¡Hombre, hombre! —Tienes razón, sí, tienes razón. Y lo más terrible es, ¿a que no te figuras?, que mi pobre Elena no puede defenderse del sentimiento del ridículo que la asalta. ¡Se siente en ridículo! —Pues no veo… —No, tampoco yo lo veo, pero así es; se siente en ridículo. Y hace tales 81 cosas que temo por el… intruso… o intrusa. —¡Hombre! —exclamó Augusto alarmado. —¡No, no, Augusto, no, no! No hemos perdido el sentido moral, y Elena, que es como sabes profundamente religiosa, acata, aunque a regañadientes, los designios de la Providencia y se resigna a ser madre. Y será buena madre, no me cabe de ello duda, muy buena madre. Pero es tal el sentimiento del ridículo en ella, que para ocultar su estado, para encubrir su embarazo, la creo capaz de cosas que… En fin, no quiero pensar en ello. Por de pronto, hace ya una semana que no sale de casa; dice que le da vergüenza, que se le figura que van a quedarse todos mirándola en la calle. Y ya habla de que nos vayamos, de que si ella ha de salir a tomar el aire y el sol cuando esté ya en meses mayores, no ha de hacerlo donde haya gentes que la conozcan y que acaso vayan a felicitarla por ello. Callaron los dos amigos un rato, y después que el breve silencio selló el relato dijo Víctor: —Conque ¡anda, Augusto, anda y cásate, para que acaso te suceda algo por el estilo; anda y cásate con la pianista! —Y ¡quién sabe… ! —dijo Augusto como quien habla consigo mismo— ¡quién sabe… ! Acaso casándome volveré a tener madre… —Madre, sí —añadió Víctor—, ¡de tus hijos! Si los tienes… —¡Y la madre mía! Acaso ahora, Víctor, empieces a tener en tu mujer una madre, una madre tuya. —Lo que voy a empezar ahora es a perder noches… —O a ganarlas, Víctor, o a ganarlas. —En fin, que no sé lo que me pasa, ni lo que nos pasa. Y yo por mí creo que llegaría a resignarme; pero mi Elena, mi pobre Elena… ¡Pobrecita! —¿Ves? Ya empiezas a compadecerla. —En fin, Augusto, ¡que pienses mucho antes de casarte! 82 —Pero ¿usted cree que tiene entrañas? ¡Quiá! ¡Si es hueco, como si lo viera, hueco! —Pero ven acá, chiquilla, hablemos fríamente y no digas ni hagas tonterías. Olvida eso. Yo creo que debes aceptarle… —Pero si no le quiero, tía… —Y tú ¿qué sabes lo que es querer? Careces de experiencia. Tú sabrás lo que es una fusa o una corchea, pero lo que es querer… —Me parece, tía, que está usted hablando por hablar… —¿Qué sabes tú lo que es querer, chiquilla? —Pero si quiero a otro… —¿A otro? ¿A ese gandul de Mauricio, a quien se le pasea el alma por el cuerpo? ¿A eso le llamas querer?, ¿a eso le llamas otro? Augusto es tu salvación y sólo Augusto. ¡Tan fino, tan rico, tan bueno… ! —Pues por eso no le quiero, porque es tan bueno como usted dice… No me gustan los hombres buenos. —Ni a mí, hija, ni a mí, pero… —¿Pero qué? —Que hay que casarse con ellos. Para eso han nacido y son buenos, para maridos. —Pero si no le quiero, ¿cómo he de casarme con él? —¿Cómo? ¡Casándote! ¿No me casé yo con tu tío… ? —Pero, tía… —Sí, ahora creo que sí, me parece que sí; pero cuando me casé no sé si le quería. Mira, eso del amor es una cosa de libros, algo que se ha inventado no más que para hablar y escribir de ello. Tonterías de poetas. Lo positivo es el matrimonio. El Código civil no habla del amor y sí del matrimonio. Todo eso del amor no es más que música… 85 —¿Música? —Música, sí. Y ya sabes que la música apenas sirve sino para vivir de enseñarla, y que si no te aprovechas de una ocasión como esta que se te presenta vas a tardar en salir de tu purgatorio… —Y ¿qué? ¿Les pido yo a ustedes algo? ¿No me gano por mí mi vida? ¿Les soy gravosa? —No te sulfures así, polvorilla, ni digas esas cosas, porque vamos a reñir de veras. Nadie te habla de eso. Y todo lo que te digo y aconsejo es por tu bien. —Sí, por mi bien… por mi bien… Por mi bien ha hecho el señor don Augusto Pérez esa hombrada, por mi bien… ¡Una hombrada, sí, una hombrada! ¡Quererme comprar… ! ¡Quererme comprar a mí… a mí! ¡Una hombrada, lo dicho, una hombrada… una cosa de hombre! Los hombres, tía, ya lo voy viendo, son unos groseros, unos brutos, carecen de delicadeza. No saben hacer ni un favor sin ofender. —¿Todos? —¡Todos, sí todos! Los que son de veras hombres se entiende. —¡Ah! —Sí, porque los otros, los que no son groseros y brutos y egoístas, no son hombres. —Pues ¿qué son? —¡Qué sé yo… maricas! —¡Vaya unas teorías, chiquilla! —En esta casa hay que contagiarse. —Pero eso no se lo has oído nunca a tu tío. —No, se me ha ocurrido a mí observando a los hombres. —¿También a tu tío? 86 —Mi tío no es un hombre… de esos. —Entonces es un marica, ¿eh?, un marica. ¡Vamos, habla! —No, no, no, tampoco. Mi tío es… vamos… mi tío… No me acostumbro del todo a que sea algo así… vamos… de carne y hueso. —Pues ¿qué, qué crees de tu tío? —Que no es más que… no sé cómo decirlo… que no es más que mi tío. Vamos, así como si no existiese de verdad. —Eso te creerás tú, chiquilla. Pero yo te digo que tu tío existe, ¡vaya si existe! —Brutos, todos brutos, brutos todos. ¿No sabe usted lo que ese bárbaro de Martín Rubio le dijo al pobre don Emeterio a los pocos días de quedarse este viudo? —No lo he oído, creo. —Pues verá usted; fue cuando la epidemia aquella, ya sabe usted. Todo el mundo estaba alarmadísimo, a mí no me dejaron ustedes salir de casa en una porción de días y hasta tomaba el agua hervida. Todos huían los unos de los otros, y si se veía a alguien de luto reciente era como si estuviese apestado. Pues bien; a los cinco o seis días de haber enviudado el pobre don Emeterio tuvo que salir de casa, de luto por supuesto, y se encontró de manos a boca con ese bárbaro de Martín. Este, al verle de luto, se mantuvo a cierta prudente distancia de él, como temiendo el contagio, y le dijo: «Pero, hombre, ¿qué es eso?, ¿alguna desgracia en tu casa?» «Sí —le contestó el pobre don Emeterio—, acabo de perder a mi pobre mujer.» «¡Lástima! Y ¿cómo, cómo ha sido eso?» «De sobreparto», le dijo don Emeterio. «¡Ah, menos mal!, le contestó el bárbaro de Martín, y entonces se le acercó a darle la mano. ¡Habráse visto caballería mayor… ! ¡Una hombrada! Le digo a usted que son unos brutos, nada más que unos brutos. —Y es mejor que sean unos brutos que no unos holgazanes, como, por ejemplo, ese zanguango de Mauricio, que te tiene, yo no sé por qué, sorbido el seso… Porque según mis informes, y son de buena tinta, te lo aseguro, maldito si el muy bausán está de veras enamorado de ti… 87 Capítulo 16 —Eres imposible, Mauricio —le decía Eugenia a su novio, en el cuchitril aquel de la portería—, completamente imposible, y si sigues así, si no sacudes esa pachorra, si no haces algo para buscarte una colocación y que podamos casarnos, soy capaz de cualquier disparate. —¿De qué disparate? Vamos, di, rica —y le acariciaba el cuello ensortijándose en uno de sus dedos un rizo de la nuca de la muchacha. —Mira, si quieres, nos casamos así y yo seguiré trabajando… para los dos. —Pero ¿y qué dirán de mí, mujer, si acepto semejante cosa? —¿Y a mí qué me importa lo que de ti digan? —¡Hombre, hombre, eso es grave! —Sí, a mí no me importa eso; lo que yo quiero es que esto se acabe cuanto antes… —¿Tan mal nos va? —Sí, nos va mal, muy mal. Y si no te decides soy capaz de… —¿De qué, vamos? —De aceptar el sacrificio de don Augusto. —¿De casarte con él? —¡No, eso nunca! De recobrar mi finca. —Pues ¡hazlo, rica, hazlo! Si esa es la solución y no otra… —Y te atreves… —¡Pues no he de atreverme! Ese pobre don Augusto me parece a mí que 90 no anda bien de la cabeza, y pues ha tenido ese capricho, no creo que debemos molestarle… —De modo que tú… —Pues ¡claro está, rica, claro está! —Hombre, al fin y al cabo. —No tanto como tú quisieras, según te explicas. Pero ven acá… —Vamos, déjame, Mauricio; ya te he dicho cien veces que no seas… —Que no sea cariñoso… —¡No, que no seas… bruto! Estáte quieto. Y si quieres más confianzas sacude esa pereza, busca de veras trabajo, y lo demás ya lo sabes. Conque, a ver si tienes juicio, ¿eh? Mira que ya otra vez te di una bofetada. —¡Y qué bien que me supo! ¡Anda rica, dame otra! Mira, aquí tienes mi cara… —No lo digas mucho… —¡Anda, vamos! —No, no quiero darte ese gusto. —¿Ni otro? —Te he dicho que no seas bruto. Y te repito que si no te das prisa a buscar trabajo soy capaz de aceptar eso. —Pues bien, Eugenia, ¿quieres que te hable con el corazón en la mano, la verdad, toda la verdad? —¡Habla! —Yo te quiero mucho, pero mucho, estoy completamente chalado por ti, pero eso del matrimonio me asusta, me da un miedo atroz. Yo nací haragán por temperamento, no te lo niego; lo que más me molesta es tener que trabajar, y preveo que si nos casamos, y como supongo que tú querrás que tengamos hijos… 91 —¡Pues no faltaba más! —Voy a tener que trabajar, y de firme, porque la vida es cara. Y eso de aceptar el que seas tú la que trabaje, ¡eso, nunca, nunca, nunca! Mauricio Blanco Clará no puede vivir del trabajo de una mujer. Pero hay acaso una solución que sin tener yo que trabajar ni tú se arregle todo… —A ver, a ver… —Pues… ¿me prometes, chiquilla, no incomodarte? —¡Anda, habla! —Por todo lo que yo sé y lo que te he oído, ese pobre don Augusto es un panoli, un pobre diablo; vamos, un… —¡Anda, sigue! —Pero no te me incomodarás. —¡Que sigas te he dicho! —Es, pues, como venía diciéndote, un… predestinado. Y acaso lo mejor sea no sólo que aceptes eso de tu casa, sino que… —Vamos, ¿qué? —Que le aceptes a él por marido. —¿Eh? —y se puso ella en pie. —Le aceptas, y como es un pobre hombre, pues… todo se arregla… —¿Cómo que se arregla todo? —Sí, él paga, y nosotros… —Nosotros… ¿qué? —Pues nosotros… —¡Basta! 92 Capítulo 17 —¿Te acuerdas, Augusto —le decía Víctor—, de aquel don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro? —¿Aquel empleado de Hacienda tan aficionado a correrla, sobre todo de lo baratito? —El mismo. Pues bien… ¡se ha casado! —¡Valiente carcamal se lleva la que haya cargado con él! —Pero lo estupendo es su manera de casarse. Entérate y vé tomando notas. Ya sabrás que don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, a pesar de sus apellidos, apenas si tiene sobre qué caerse muerto ni más que su sueldo en Hacienda, y que está, además, completamente averiado de salud. —Tal vida ha llevado. —Pues el pobre padece una afección cardiaca de la que no puede recobrarse. Sus días están contados. Acaba de salir de un achuchón gravísimo, que le ha puesto a las puertas de la muerte y le ha llevado al matrimonio, pero a otro… revienta. Es el caso que el pobre hombre andaba de casa en casa de huéspedes y de todas partes tenía que salir, porque por cuatro pesetas no pueden pedirse gollerías ni canguingos en mojo de gato y él era muy exigente. Y no del todo limpio. Y así rodando de casa en casa fue a dar a la de una venerable patrona, y entrada en años, mayor que él que, como sabes, más cerca anda de los sesenta que de los cincuenta, y viuda dos veces; la primera, de un carpintero que se suicidó tirándose de un andamio a la calle, y a quien recuerda a menudo como su Rogelio, y la segunda, de un sargento de carabineros que le dejó al morir un capitalito que le da una peseta al día. Y hete aquí que hallándose en casa de esta señora viuda da mi don Eloíno en ponerse malo, muy malo, tan malo que la cosa parecía sin remedio y que se moría. Llamaron primero a que le viera don José, y luego a don Valentín. Y el hombre, ¡a morir! Y su enfermedad pedía tantos y tales cuidados, y a las veces no del 95 todo aseados, que monopolizaba a la patrona, y los otros huéspedes empezaban ya a amenazar con marcharse. Y don Eloíno, que no podía pagar mucho más, y la doble viuda diciéndole que no podía tenerle más en su casa, pues le estaba perjudicando el negocio. «Pero ¡por Dios, señora, por caridad! —parece que le decía él— ¿Adónde voy yo en este estado, en qué otra casa van a recibirme? Si usted me echa tendré que ir a morirme al hospital… ¡Por Dios, por caridad!, ¡para los días que he de vivir… !» Porque él estaba convencido de que se moría y muy pronto. Pero ella, por su parte, lo que es natural, que su casa no era hospital, que vivía de su negocio y que se estaba ya perjudicando. Cuando en esto a uno de los compañeros de oficina de don Eloíno se le ocurre una idea salvadora, y fue que le dijo: «Usted no tiene, don Eloíno, sino un medio de que esta buena señora se avenga a tenerle en su casa mientras viva.» «¿Cuál?» , preguntó él. «Primero —le dijo el amigo— sepamos lo que usted se cree de su enfermedad.» «Ah, pues yo, que he de durar poco, muy poco; acaso no lleguen a verme con vida mis hermanos.» «¿Tan mal se cree usted?» «Me siento morir… » «Pues si así es, le queda un medio de conseguir que esta buena mujer no le ponga de patitas en la calle, obligándole a irse al hospital.» «Y ¿cuál es?» «Casarse con ella.» «¿Casarme con ella?, ¿con la patrona? ¿Quién, yo? ¡Un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro! ¡Hombre, no estoy para bromas!» Y parece que la ocurrencia le hizo un efecto tal que a poco se queda en ella. —Y no es para menos. —Pero el amigo, así que él se repuso de la primera sorpresa, le hizo ver que casándose con la patrona le dejaba trece duros mensuales de viudedad, que de otro modo no aprovecharía nadie y se irían al Estado. Ya ves tú… —Sí, sé de más de uno, amigo Víctor, que se ha casado nada mas que para que el Estado no se ahorrase una viudedad. ¡Eso es civismo! —Pero si don Eloíno rechazó indignado tal proposición, figúrate lo que 96 diría la patrona: «¿Yo? ¿Casarme yo, a mis años, y por tercera vez, con ese carcamal? ¡Qué asco!» Pero se informó del médico, le aseguraron que no le quedaban a don Eloíno sino muy pocos días de vida, y diciendo: «La verdad es que trece duros al mes me arreglan», acabó aceptándolo. Y entonces se le llamó al párroco, al bueno de don Matías, varón apostólico, como sabes, para que acabase de convencer al desahuciado. «Sí, sí, sí —dijo don Matías—; sí, ¡pobrecito!, ¡pobrecito!» Y le convenció. Llamó luego don Eloíno a Correíta y dicen que le dijo que quería reconciliarse con él —estaban reñidos—, y que fuese testigo de su boda. «Pero ¿se casa usted, don Eloíno?» «Sí, Correíta, sí, ¡me caso con la patrona!, ¡con doña Sinfo!; ¡yo, un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, figúrate! Yo porque me cuide los pocos días de vida que me queden… no sé si llegarán mis hermanos a tiempo de verme vivo… y ella por los trece duros de viudedad que le dejo.» Y cuentan que cuando Correíta se fue a su casa y se lo contó todo, como es natural, a su mujer, a Emilia, esta exclamó: «Pero ¡tú eres un majadero, Pepe! ¿Por qué no le dijiste que se casase con Encarna —Encarnación es una criada, ni joven ni guapa, que llevó Emilia como de dote a su matrimonio—, que le habría cuidado por los trece duros de viudedad tan bien como esa tía?» Y es fama que la Encarna añadió: «Tiene usted razón, señorita; también yo me hubiera casado con él y le habría cuidado lo que viviese, que no será mucho, por trece duros.» —Pero todo eso, Víctor, parece inventado. —Pues no lo es. Hay cosas que no se inventan. Y aún falta lo mejor. Y me contaba don Valentín, que es después de don José quien ha estado tratando a don Eloíno, que al ir un día a verle y encontrarse con don Matías revestido, creyó que era para darle la Extremaunción al enfermo, y le dicen que estaba casándole. Y al volver más tarde le acompañó hasta la puerta la recién casada patrona, ¡por tercera vez!, y con voz compungida y ansiosa le preguntaba: «Pero, diga usted, don Valentín, ¿vivirá?, ¿vivirá todavía?» «No, señora, no; es cuestión de díás… » «Se morirá pronto, ¿eh?» «Sí, muy pronto.» «Pero ¿de veras se morirá?» —¡Qué enormidad! —Y no es todo. Don Valentín ordenó que no se le diese al enfermo más 97
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