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Orientación Universidad
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Misericordia Benito Pérez Galdós, Apuntes de Literatura

Asignatura: Literatura, Profesor: , Carrera: Periodismo, Universidad: UCM

Tipo: Apuntes

2013/2014

Subido el 02/03/2014

huzheng
huzheng 🇪🇸

3.7

(38)

54 documentos

Vista previa parcial del texto

¡Descarga Misericordia Benito Pérez Galdós y más Apuntes en PDF de Literatura solo en Docsity! Misericordia Benito Pérez Galdós O br a re pr od uc id a si n re sp on sa bi lid ad e di to ria l Advertencia de Luarna Ediciones Este es un libro de dominio público en tanto que los derechos de autor, según la legislación española han caducado. Luarna lo presenta aquí como un obsequio a sus clientes, dejando claro que: 1) La edición no está supervisada por nuestro departamento editorial, de for- ma que no nos responsabilizamos de la fidelidad del contenido del mismo. 2) Luarna sólo ha adaptado la obra para que pueda ser fácilmente visible en los habituales readers de seis pulgadas. 3) A todos los efectos no debe considerarse como un libro editado por Luarna. www.luarna.com Con tener honores de puerta principal, la del Sur es la menos favorecida de fieles en días ordinarios, mañana y tarde. Casi todo el señor- ío entra por la del Norte, que más parece puerta excusada o familiar. Y no necesitaremos hacer estadística de los feligreses que acuden al sa- grado culto por una parte y otra, porque tene- mos un contador infalible: los pobres. Mucho más numerosa y formidable que por el Sur es por el Norte la cuadrilla de miseria, que acecha el paso de la caridad, al modo de guardia de alcabaleros que cobra humanamente el portaz- go en la frontera de lo divino, o la contribución impuesta a las conciencias impuras que van a donde lavan. Los que hacen la guardia por el Norte ocu- pan distintos puestos en el patinillo y en las dos entradas de este por las calles de las Huertas y San Sebastián, y es tan estratégica su coloca- ción, que no puede escaparse ningún feligrés como no entre en la iglesia por el tejado. En rigurosos días de invierno, la lluvia o el frío glacial no permiten a los intrépidos soldados de la miseria destacarse al aire libre (aunque los hay constituidos milagrosamente para aguantar a pie firme las inclemencias de la atmósfera), y se repliegan con buen orden al túnel o pasadizo que sirve de ingreso al templo parroquial, for- mando en dos alas a derecha e izquierda. Bien se comprende que con esta formidable ocupa- ción del terreno y táctica exquisita, no se escapa un cristiano, y forzar el túnel no es menos difí- cil y glorioso que el memorable paso de las Termópilas. Entre ala derecha y ala izquierda, no baja de docena y media el aguerrido contin- gente, que componen ancianos audaces, indó- mitas viejas, ciegos machacones, reforzados por niños de una acometividad irresistible (entién- dase que se aplican estos términos al arte de la postulación), y allí se están desde que Dios amanece hasta la hora de comer, pues también aquel ejército se raciona metódicamente, para volver con nuevos bríos a la campaña de la tar- de. Al caer de la noche, si no hay Novena con sermón, Santo Rosario con meditación y pláti- ca, o Adoración Nocturna, se retira el ejército, marchándose cada combatiente a su olivo con tardo paso. Ya le seguiremos en su interesante regreso al escondrijo donde mal vive. Por de pronto, observémosle en su rudo luchar por la pícara existencia, y en el terrible campo de bata- lla, en el cual no hemos de encontrar charcos de sangre ni militares despojos, sino pulgas y otras feroces alimañas. Una mañana de Marzo, ventosa y glacial, en que se helaban las palabras en la boca, y azota- ba el rostro de los transeúntes un polvo que por lo frío parecía nieve molida, se replegó el ejérci- to al interior del pasadizo, quedando sólo en la puerta de hierro de la calle de San Sebastián un ciego entrado en años, de nombre Pulido, que debía de tener cuerpo de bronce, y por sangre alcohol o mercurio, según resistía las tempera- turas extremas, siempre fuerte, sano, y con acuerda del San José del primer año de Ama- deo!... Pero ya ni los santos del cielo son como es debido. Todo se acaba, Señor, hasta el fruto de la festividá, o, como quien dice, la probeza honra- da. Todo es por tanto pillo como hay en la polí- tica pulpitante, y el aquel de las suscriciones para las vítimas. Yo que Dios, mandaría a los ángeles que reventaran a todos esos que en los papeles andan siempre inventando vítimas, al cuento de jorobarnos a los pobres de tanda. Li- mosna hay, buenas almas hay; pero liberales por un lado, el Congrieso dichoso, y por otro las congriogaciones, los metingos y discursiones y tan- tas cosas de imprenta, quitan la voluntad a los más cristianos... Lo que digo: quieren que no haiga pobres, y se saldrán con la suya. Pero pa entonces, yo quiero saber quién es el guapo que saca las ánimas del Purgatorio... Ya, ya se pu- drirán allá las señoras almas, sin que la cris- tiandad se acuerde de ellas, porque... a mí que no me digan: el rezo de los ricos, con la barriga bien llena y las carnes bien abrigadas, no vale... por Dios vivo que no vale». Al llegar aquí en su meditación, acercósele un sujeto de baja estatura, con luenga capa que casi le arrastraba, rechoncho, como de sesenta años, de dulce mirar, la barba cana y recortada, vestido con desaliño; y poniéndole en la mano una perra grande, que sacó de un cartucho que sin duda destinaba a las limosnas del día, le dijo: «No te la esperabas hoy: di la verdad. ¡Con este día!... -Sí que la esperaba, mi Sr. D. Carlos -replicó el ciego besando la moneda-, porque hoy es el universario, y usted no había de faltar, aunque se helara el cero de los terremotos (sin duda quería decir termómetros). -Es verdad. Yo no falto. Gracias a Dios, me voy defendiendo, que no es flojo milagro con estas heladas y este pícaro viento Norte, capaz de encajarle una pulmonía al caballo de la Plaza Mayor. Y tú, Pulido, ten cuidado. ¿Por qué no te vas adentro? -Yo soy de bronce, Sr. D. Carlos, y a mí ni la muerte me quiere. Mejor se está aquí con la ventisca, que en los interiores, alternando con esas viejas charlatanas, que no tienen educa- ción... Lo que yo digo: la educación es lo prime- ro, y sin educación, ¿cómo quieren que haiga caridad?... D. Carlos, que el Señor se lo aumen- te, y se lo dé de gloria...». Antes de que concluyera la frase, el D. Car- los voló; y lo digo así, porque el terrible huracán hizo presa en su desmedida capa, y allá veríais al hombre, con todo el paño arremo- linado en la cabeza, dando tumbos y giros, co- mo un rollo de tela o un pedazo de alfombra arrebatados por el viento, hasta que fue a dar de golpe contra la puerta, y entró ruidosa y atropelladamente, desembarazando su cabeza del trapo que la envolvía. «¡Qué día... vaya con el día de porra!» -exclamaba el buen señor, ro- alteraba; oía luego dos misitas, siempre dos, ni una más ni una menos; hacía otro recorrido de altares, terminando infaliblemente en la capilla del Cristo de la Fe; pasaba un ratito a la sacrist- ía, donde con el coadjutor o el sacristán se per- mitía una breve charla, tratando del tiempo, o de lo malo que está todo, o bien de comentar el cómo y el por qué de que viniera turbia el agua del Lozoya, y se marchaba por la puerta que da a la calle de Atocha, donde repartía las últimas monedas del cartucho. Tal era su previsión, que rara vez dejaba de llevar la cantidad necesaria para los pobres de uno y otro costado: como aconteciera el caso inaudito de faltarle una pie- za, ya sabía el mendigo que la tenía segura al día siguiente; y si sobraba, se corría el buen señor al oratorio de la calle del Olivar en busca de una mano desdichada en que ponerla. Pues señor, entró D. Carlos en la iglesia, co- mo he dicho, por la puerta que llamaremos del Cementerio de San Sebastián, y las ancianas y ciegos de ambos sexos que acababan de recibir de él la limosna, se pusieron a picotear, pues mientras no entrara o saliera alguien a quien acometer, ¿qué habían de hacer aquellos infeli- ces más que engañar su inanición y sus tristes horas, regalándose con la comidilla que nada les cuesta, y que, picante o desabrida, siempre tienen a mano para con ella saciarse? En esto son iguales a los ricos: quizás les llevan ventaja, porque cuando tocan a charlar, no se ven cohi- bidos por las conveniencias usuales de la con- versación, que poniendo entre el pensamiento y la palabra gruesa costra etiquetera y gramatical, embotan el gusto inefable del dime y direte. «¿No vus dije que D. Carlos no faltaba hoy? Ya lo habéis visto. Decir ahora si yo me equivo- co y no estoy al tanto. -Yo también lo dije... Toma... como que es el aniversario del mes, día 24; quiere decir que cumple mes la defunción de su esposa, y Don Carlos bendito no falta este día, aunque lluevan ruedas de molino, porque otro más cristiano, sin agraviar, no lo hay en Madrid. -Pues yo me temía que no viniera, motivado al frío que hace, y pensé que, por ser día de perra gorda, el buen señor suprimía la festividá. -Hubiéralo dado mañana, bien lo sabes, Crescencia, que D. Carlos sabe cumplir y paga lo que debe. -Hubiéranos dado mañana la gorda de hoy, eso sí; pero quitándonos la chica de mañana. Pues ¿qué crees tú, que aquí no sabemos de cuentas? Sin agraviar, yo sé ajustarlas como la misma luz, y sé que el D. Carlos, cuando se le hace mucho lo que nos da, se pone malo por ahorrarse algunos días, lo cual que ha de saber- le mal a la difunta. -Cállate, mala lengua. Tipo contrario al de la Burlada era el de señá Casiana: alta, huesuda, flaca, si bien no se apre- ciaba fácilmente su delgadez por llevar, según dicho de la gente maliciosa, mucha y buena ropa debajo de los pingajos. Su cara larguísima como si por máquina se la estiraran todos los días, oprimiéndole los carrillos, era de lo más desapacible y feo que puede imaginarse, con los ojos reventones, espantados, sin brillo ni expresión, ojos que parecían ciegos sin serlo; la nariz de gancho, desairada; a gran distancia de la nariz, la boca, de labios delgadísimos, y, por fin, el maxilar largo y huesudo. Si vale compa- rar rostros de personas con rostros de animales, y si para conocer a la Burlada podríamos imagi- narla como un gato que hubiera perdido el pelo en una riña, seguida de un chapuzón, digamos que era la Casiana como un caballo viejo, y per- fecta su semejanza con los de la plaza de toros, cuando se tapaba con venda oblicua uno de los ojos, quedándose con el otro libre para el fisgo- neo y vigilancia de sus cofrades. Como en toda región del mundo hay clases, sin que se ex- ceptúen de esta división capital las más ínfimas jerarquías, allí no eran todos los pobres lo mis- mo. Las viejas, principalmente, no permitían que se alterase el principio de distinción capital. Las antiguas, o sea las que llevaban ya veinte o más años de pedir en aquella iglesia, disfruta- ban de preeminencias que por todos eran res- petadas, y las nuevas no tenían más remedio que conformarse. Las antiguas disfrutaban de los mejores puestos, y a ellas solas se concedía el derecho de pedir dentro, junto a la pila de agua bendita. Como el sacristán o el coadjutor alterasen esta jurisprudencia en beneficio de alguna nueva, ya les había caído que hacer. Armábase tal tumulto, que en muchas ocasio- nes era forzoso acudir a la ronda o a la pareja de vigilancia. En las limosnas colectivas y en los repartos de bonos, llevaban preferencia las antiguas; y cuando algún parroquiano daba una cantidad cualquiera para que fuese distribuida entre todos, la antigüedad reclamaba el derecho a la repartición, apropiándose la cifra mayor, si la cantidad no era fácilmente divisible en partes iguales. Fuera de esto, existían la preponderan- cia moral, la autoridad tácita adquirida por el largo dominio, la fuerza invisible de la anterio- ridad. Siempre es fuerte el antiguo, como el novato siempre es débil, con las excepciones que pueden determinar en algunos casos los caracteres. La Casiana, carácter duro, dominan- te, de un egoísmo elemental, era la más antigua de las antiguas; la Burlada, levantisca, revoltosi- lla, picotera y maleante, era la más nueva de las nuevas; y con esto queda dicho que cualquier suceso trivial o palabra baladí eran el fulminan- te que hacía brotar entre ellas la chispa de la discordia. La disputilla referida anteriormente fue cor- tada por la entrada o salida de fieles. Pero la Burlada no podía refrenar su reconcomio, y en la primera ocasión, viendo que la Casiana y el ciego Almudena (de quien se hablará después) autoridad y mangoneo en la cuadrilla, y como su lugarteniente o mayor general. Total: siete reverendos mendigos, que espe- ro han de quedar bien registrados aquí, con las convenientes distinciones de figura, palabra y carácter. Vamos con ellos. La mujer de negro vestida, más que vieja, envejecida prematuramente, era, además de nueva, temporera, porque acudía a la mendici- dad por lapsos de tiempo más o menos largos, y a lo mejor desaparecía, sin duda por encon- trar un buen acomodo o almas caritativas que la socorrieran. Respondía al nombre de la señá Benina (de lo cual se infiere que Benigna se lla- maba), y era la más callada y humilde de la comunidad, si así puede decirse; bien criada, modosa y con todas las trazas de perfecta sumi- sión a la divina voluntad. Jamás importunaba a los parroquianos que entraban o salían; en los repartos, aun siendo leoninos, nunca formuló protesta, ni se la vio siguiendo de cerca ni de lejos la bandera turbulenta y demagógica de la Burlada. Con todas y con todos hablaba el mis- mo lenguaje afable y comedido; trataba con miramiento a la Casiana, con respeto al cojo, y únicamente se permitía trato confianzudo, aunque sin salirse de los términos de la decen- cia, con el ciego llamado Almudena, del cual, por el pronto, no diré más sino que es árabe, del Sus, tres días de jornada más allá de Marra- kesh. Fijarse bien. Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cier- to punto finos y de buena educación, y su ros- tro moreno no carecía de cierta gracia intere- sante que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas perceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos, grandes y obscuros, apenas tenían el ribete rojo que imponen la edad y los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de sus compañe- ras de oficio, y sus dedos, rugosos y de abulta- das coyunturas, no terminaban en uñas de cernícalo. Eran sus manos como de lavandera, y aún conservaban hábitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida en la frente; sobre ella pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algo mejor apañaditos que los de las otras an- cianas. Con este pergenio y la expresión senti- mental y dulce de su rostro, todavía bien com- puesto de líneas, parecía una Santa Rita de Ca- sia que andaba por el mundo en penitencia. Faltábanle sólo el crucifijo y la llaga en la frente, si bien podría creerse que hacía las veces de esta el lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como a media pul- gada más arriba del entrecejo. A eso de las diez, la Casiana salió al patio para ir a la sacristía (donde tenía gran meti- miento, como antigua), para tratar con D. Senén de alguna incumbencia desconocida para los compañeros y por lo mismo muy comentada. Lo mismo fue salir la caporala, que correrse la Burlada hacia el otro grupo, como un envolto- -¡A ver!... ¿Estás segura de que era con alme- jas? ¿Y qué, golía bien? -¡Vaya si golía!... Los cazolones los tiene en ca el sacristán. Allí vienen y se los llenan, y hala con todo para Cuatro Caminos. -El marido... -añadió la Burlada echando lumbre por los ojos-, es uno que vende teas y perejil... Ha sido melitar, y tiene siete cruces sencillas y una con cinco riales... Ya ves qué familia. Y aquí me tienes que hoy no he comido más que un corrusco de pan; y si esta noche no me da cobijo la Ricarda en el cajón de Cham- berí, tendré que quedarme al santo raso. ¿Tú qué dices, Almudena? El ciego murmuraba. Preguntado segunda vez, dijo con áspera y dificultosa lengua: -¿Hablar vos del Piche? Conocierle mí. No ser marido la Casiana con casarmiento, por la luz bendita, no. Ser quirido, por la bendita luz, quirido. -¿Conócesle tú? -Conocierle mí, comprarmi dos rosarios él... de mi tierra dos rosarios, y una pieldra imán. Diniero él, mucho diniero... Ser capatazo de la sopa en el Sagriado Corazón de allá... y en toda la probieza de allá, mandando él, con garrota él... barrio Salmanca... capatazo... Malo, mu malo, y no dejar comer... Ser un criado del Go- berno, del Goberno malo de Ispania, y de los del Banco, aonde estar tuda el diniero en cajas soterranas. Guardar él, matarnos de hambre él... -Es lo que faltaba -dijo la Burlada con aspa- vientos de oficiosa ira-; que también tuvieran dinero en las arcas del Banco esos hormigona- zos. -¡Tanto como eso!... Vaya usted a saber - indicó la Demetria, volviendo a dar la teta a la criatura, que había empezado a chillar-. ¡Calla, tragona! -¡A ver!... Con tanto chupío, no sé cómo vi- ves, hija... Y usted, señá Benina, ¿qué cree? -¿Yo?... ¿De qué? -De si tien o no tien dinero en el Banco. -¿Y a mí qué? Con su pan se lo coman. -Con el nuestro, ¡ja, ja!... y encima codillo de jamón. -¡A callar se ha dicho! -gritó el cojo, vende- dor de La Semana-. Aquí se viene a lo que se viene, y a guardar la circuspición. -Ya callamos, hombre, ya callamos. ¡A ver!... ¡Ni que fuas Vítor Manuel, el que puso preso al Papa! le tienes de aprendiz de tornero, y te mete en casa seis reales cada semana; al otro le tienes en una taberna de las Maldonadas, y saca buenas propinillas de las golfas, con perdón... El Señor te los conserve, y te los aumente cada año, y véate yo vestido de terciopelo y con una pata nueva de palo santo, y a tu tarasca véala yo con sombrero de plumas. Soy agradecida: se me ha olvidado el comer, de las hambres que paso; pero no tengo malos quereres, Eliseo de mi al- ma, y lo que a mí me falta tenlo tú, y come y bebe, y emborráchate; y ten casa de balcón con mesas de de noche, y camas de hierro con sus colchas rameadas, tan limpias como las del Rey; y ten hijos que lleven boina nueva y alpargata de suela, y niña que gaste toquilla rosa y zapa- tito de charol los domingos, y ten un buen ana- fre, y buenos felpudos para delante de las ca- mas, y cocina de co, con papeles nuevos, y una batería que da gloria con tantismas cazoletas; y buenas láminas del Cristo de la Caña y Santa Bárbara bendita, y una cómoda llena de ropa blanca; y pantallas con flores, y hasta máquina de coser que no sirve, pero encima de ella po- nes la pila de Semanas; ten también muchos amigos y vecinos buenos, y las grandes casas de acá, con señores que por verte inválido te dan barreduras del almacén de azúcar, y pape- laos del café de la moca, y de arroz de tres pasa- das; ten también metimiento con las señoras de la Conferencia, para que te paguen la casa o la cédula, y den plancha de fino a tu mujer... ten eso y más, y más, Eliseo... Cortó los despotriques vertiginosos de la Burlada, produciendo un silencio terrorífico en el pasadizo, la repentina aparición de la señá Casiana por la puerta de la iglesia. -Ya salen de misa mayor -dijo; y encarándo- se después con la habladora, echó sobre ella toda su autoridad con estas despóticas pala- bras: «Burlada, pronto a tu puesto, y cerrar el pico, que estamos en la casa de Dios». Empezaba a salir gente, y caían algunas li- mosnas, pocas. Los casos de ronda total, dando igual cantidad a todos, eran muy raros, y aquel día las escasas moneditas de cinco y dos cénti- mos iban a parar a las manos diligentes de Eli- seo o de la caporala, y algo le tocó también a la Demetria y a señá Benina. Los demás poco o nada lograron, y la ciega Crescencia se lamentó de no haberse estrenado. Mientras Casiana hablaba en voz baja con Demetria, la Burlada pegó la hebra con Crescencia en el rincón próximo a la puerta del patio. -¡Qué le estará diciendo a la Demetria! -A saber... Cosas de ellas. -Me ha golido a bonos por el funeral de pre- sencia que tenemos mañana. A Demetria le dan más, por ser arrecomendada de ese que celebra la primera misa, el D. Rodriguito de las medias moradas, que dicen es secretario del Papa. reno Trujillo, que toda la vida, desde que el mundo era mundo, salía infaliblemente por la puerta de la calle de Atocha... no alteró aquel día su inveterada costumbre; pero a los pocos pasos volvió adentro, para salir por la calle de las Huertas, hecho singularísimo, absurdo, equivalente a un retroceso del sol en su carrera. Pero no fue principal causa de la sorpresa y confusión la desusada salida por aquella parte, sino que D. Carlos se paró en medio de los po- bres (que se agruparon en torno a él, creyendo que les iba a repartir otra perra por barba), les miró como pasándoles revista, y dijo: «Eh, se- ñoras ancianas, ¿quién de vosotras es la que llaman la señá Benina?». -Yo, señor, yo soy -dijo la que así se llamaba, adelantándose temerosa de que alguna de sus compañeras le quitase el nombre y el estado civil. -Esa es -añadió la Casiana con sequedad ofi- ciosa, como si creyese que hacía falta su exequa- tur de caporala para conocimiento o certifica- ción de la personalidad de sus inferiores. -Pues, señá Benina -agregó D. Carlos em- bozándose hasta los ojos para afrontar el frío de la calle-, mañana, a las ocho y media, se pasa usted por casa; tenemos que hablar. ¿Sabe us- ted dónde vivo? -Yo la acompañaré -dijo Eliseo echándosela de servicial y diligente en obsequio del señor y de la mendiga. -Bueno. La espero a usted, señá Benina. -Descuide el señor. -A las ocho y media en punto. Fíjese bien - añadió D. Carlos a gritos, que resultaron apa- gados porque le tapaban la boca las felpas húmedas del embozo raído-. Si va usted antes, tendrá que esperarse, y si va después, no me encuentra... Ea, con Dios. Mañana es 25: me toca en Montserrat, y después, al cementerio. Con que... IV- ¡María Santísima, San José bendito, qué co- mentarios, qué febril curiosidad, qué ansia de investigar y sorprender los propósitos del buen D. Carlos! En los primeros momentos, la misma intensidad de la sorpresa privó a todos de la palabra. Por los rincones del cerebro de cada cual andaba la procesión... dudas, temores, en- vidia, curiosidad ardiente. La señá Benina, que- riendo sin duda librarse de un fastidioso hur- goneo, se despidió afectuosamente, como siempre lo hacía, y se fue. Siguiola, con minutos de diferencia, el ciego Almudena. Entre los res- -No es hablar mal. ¡A ver!... La que habla pestes es bueycencia, señora presidenta de mi- nistros. -¿Yo? -Sí... Vuestra Eminencia Ilustrísima es la que ha dicho que la Benina sisaba; lo cual que no es verdad, porque si sisara tuviera, y si tuviera no vendría a pedir. Tómate esa. -Por bocona te has de condenar tú. -No se condena una por bocona, sino por ri- ca, mayormente cuando quita la limosna a los pobres de buena ley, a los que tienen hambre y duermen al raso. -Ea, que estamos en la casa de Dios, señoras - dijo Eliseo dando golpes en el suelo con su pata de palo-. Guarden respeto y decencia unas para otras, como manda la santísima dotrina». Con esto se produjo el recogimiento y tran- quilidad que la vehemencia de algunos alteraba tan a menudo, y entre pedir gimiendo y rezar bostezando se les pasaban las tristes horas. Ahora conviene decir que la ausencia de la señá Benina y del ciego Almudena no era casual aquel día, por lo cual allá van las explicaciones de un suceso que merece mención en esta verí- dica historia. Salieron ambos, como se ha dicho, uno tras otro, con diferencia de algunos minu- tos; pero como la anciana se detuvo un ratito en la verja, hablando con Pulido, el ciego marroquí se le juntó, y ambos emprendieron juntos el camino por las calles de San Sebastián y Ato- cha. «Me detuve a charlar con Pulido por espe- rarte, amigo Almudena. Tengo que hablar con- tigo». Y agarrándole por el brazo con solicitud ca- riñosa, le pasó de una acera a otra. Pronto ga- naron la calle de las Urosas, y parados en la esquina, a resguardo de coches y transeúntes, volvió a decirle: «Tengo que hablar contigo, porque tú solo puedes sacarme de un gran compromiso; tú solo, porque los demás conoci- mientos de la parroquia para nada me sirven. ¿Te enteras tú? Son unos egoístas, corazones de pedernal... El que tiene, porque tiene; el que no tiene, porque no tiene. Total, que la dejarán a una morirse de vergüenza, y si a mano viene, se gozarán en ver a una pobre mendicante por los suelos». Almudena volvió hacia ella su rostro, y has- ta podría decirse que la miró, si mirar es dirigir los ojos hacia un objeto, poniendo en ellos, ya que no la vista, la intención, y en cierto modo la atención, tan sostenida como ineficaz. Apretándole la mano, le dijo: «Amri, saber tú que servirte Almudena él, Almudena mí, como pierro. Amri, dicermi cosas tú... de cosas tigo. es posible imaginar en la mísera condición y vida vagabunda del desgraciado hijo de Sus. «Pues a lo que íbamos, Almudena -dijo la señá Benina, quitándose el pañuelo para volver a ponérselo, como persona desasosegada y ner- viosa que quiere ventilarse la cabeza-. Tengo un grave compromiso, y tú, nada más que tú, pue- des sacarme de él. -Dicermi ella, tú... -¿Qué pensabas hacer esta tarde? -En casa mí, mocha que jacer mí: lavar ropa mí, coser mocha, remendar mocha. -Eres el hombre más apañado que hay en el mundo. No he visto otro como tú. Ciego y po- bre, te arreglas tú mismo tu ropita; enhebras una aguja con la lengua más pronto que yo con mis dedos; coses a la perfección; eres tu sastre, tu zapatero, tu lavandera... Y después de pedir en la parroquia por la mañana, y por las tardes en la calle, te sobra tiempo para ir un ratito al café... Eres de lo que no hay; y si en el mundo hubiera justicia y las cosas estuvieran dispues- tas con razón, debieran darte un premio... Bue- no, hijo: pues lo que es esta tarde no te dejo trabajar, porque tienes que hacerme un servi- cio... Para las ocasiones son los amigos. -¿Qué sucieder ti? -Una cosa tremenda. Estoy que no vivo. Soy tan desgraciada, que si tú no me amparas me tiro por el viaducto... Como lo oyes. -Amri... tirar no. -Es que hay compromisos tan grandes, tan grandes, que parece imposible que se pueda salir de ellos. Te lo diré de una vez para que te hagas cargo: necesito un duro... -¡Un durro! -exclamó Almudena, expresando con la súbita gravedad del rostro y la energía del acento el espanto que le causaba la magni- tud de la cantidad. -Sí, hijo, sí... un duro, y no puedo ir a casa si antes no lo consigo. Es preciso que yo tenga ese duro: discurre tú, pues hay que sacarlo de de- bajo de las piedras, buscarlo como quiera que sea. -Es mocha... mocha... -murmuraba el ciego volviendo su rostro hacia el suelo. -No es tanto -observó la otra, queriendo en- gañar su pena con ideas optimistas-. ¿Quién no tiene un duro? Un duro, amigo Almudena, lo tiene cualquiera... Con que ¿puedes buscármelo tú, sí o no?». Algo dijo el ciego en su extraña lengua que Benina tradujo por la palabra «imposible», y lanzando un suspiro profundo, al cual contestó cosas de este desarreglado mundo! La pobre Benina se contentaba con una gota de agua, y delante del estanque del Retiro no podía tener- la. Vamos a cuentas, cielo y tierra: ¿perdería algo el estanque del Retiro porque se sacara de él una gota de agua? -V- Esto pensaba, cuando Almudena, volviendo de una meditación calculista, que debía de ser muy triste por la cara que ponía, te dijo: «¿No tenier tú cosa que peinar? -No, hijo: todo empeñado ya, hasta las pape- letas. -¿No haber persona que priestar ti? -No hay nadie que me fíe ya. No doy un pa- so sin encontrar una mala cara. -Señor Carlos llamar ti mañana. -Mañana está muy lejos, y yo necesito el du- ro hoy, y pronto, Almudena, pronto. Cada mi- nuto que pasa es una mano que me aprieta más el dogal que tengo en la garganta. -No llorar, amri. Tú ser buena migo; yo arre- mediando ti... Veslo ahora. -¿Qué se te ocurre? Dímelo pronto. -Yo peinar ropa. -¿El traje que compraste en el Rastro? ¿Y cuánto crees que te darán? -Dos piesetas y media. -Yo haré por sacar tres. ¿Y lo demás? -Vamos a casa migo -dijo Almudena le- vantándose con resolución. -Prontito, hijo, que no hay tiempo que per- der. Es muy tarde. ¡Pues no hay poquito que andar de aquí a la posada de Santa Casilda!». Emprendieron su camino presurosos por la calle de Mesón de Paredes, hablando poco. Be- nina, más sofocada por la ansiedad que por la viveza del paso, echaba lumbre de su rostro, y cada vez que oía campanadas de relojes hacía una mueca de desesperación. El viento frío del Norte les empujaba por la calle abajo, hinchan- do sus ropas como velas de un barco. Las ma- nos de uno y otro eran de hielo; sus narices rojas destilaban. Enronquecían sus voces; las palabras sonaban con oquedad fría y triste. No lejos del punto en que Mesón de Paredes desemboca en la Ronda de Toledo, hallaron el parador de Santa Casilda, vasta colmena de viviendas baratas alineadas en corredores so- coléricas, que no es fácil al narrador reproducir, por ser en lengua arábiga, palpaba el bulto de la mujer embriagada, que como cuerpo muerto en mitad del cuartucho yacía. A las expresiones airadas del ciego, sólo contestó con ásperos gruñidos, y dio media vuelta, espatarrándose y estirando los brazos para caer de nuevo en so- por más hondo y en más brutal inercia. Almudena metía mano por entre las ropas negras, cuyos pliegues, revueltos con los del mantón, formaban un lío inextricable, y acom- pañando su registro de exclamaciones furibun- das, exploró también el fláccido busto, como si amasara pellejos con trapos. Tan nervioso esta- ba el hombre, que descubría lo que debe estar cubierto, y tapaba lo que gusta de ver la luz del día. Allí sacó rosarios, escapularios, un fajo de papeletas de empeño envuelto en un pedazo de periódico, trozos de herradura recogidos en las calles, muelas de animales o de personas, y otras baratijas. Terminado el registro, entró la Benina, de vuelta ya de su diligencia, la cual había despachado con tanta presteza, como si la hubieran llevado y traído en volandas los ange- litos del cielo. Venía la pobre mujer sofocadísi- ma del veloz correr por las calles; apenas podía respirar, y su rostro sudoroso despedía fuego, sus ojos alegría. «Me han dado tres -dijo mostrando las mo- nedas-, una en cuartos. No he tenido poca suer- te en que estuviera allí Valeriano; que a llegar a estar el ama, la Reimunda, trabajo que costara sacarle dos y pico». Respondiendo al contento de la anciana, Almudena, con cara de regocijo y triunfo, le mostró entre los dedos una peseta. «Encuentrarla aquí, en el piecho de esta... Co- gerla tigo. -¡Oh, qué suerte! ¿Y no tendrá más? Busca bien, hijo. -No tenier más. Mi regolver cosas piecho». Benina sacudía las ropas de la borracha es- perando ver saltar una moneda. Pero no salta- ron más que dos horquillas, y algunos pedaci- tos de carbón. «No tenier más». Siguió parloteando el ciego, y por las expli- caciones que le dio del carácter y costumbres de la mujerona, pudo comprender que si se hubie- ran encontrado a esta en estado de normal des- pejo, les habría dado la peseta con sólo pedirla. Con una breve frase sintetizó Almudena a su compañera de hospedaje: «Ser güena, ser ma- la... Coger ella tudo, dar ella tudo». Acto continuo levantó el colchón, y escar- bando en la tierra, sacó una petaca vieja y sucia, que cuidadosamente escondía entre trapos y cartones, y metiendo los dedos en ella, como quien saca un cigarro, extrajo un papelejo, que práctica juntamente casera y religiosa, pues envuelto en aquel humo se puso a rezar cosas que ningún cristiano podía entender. Con el humazo, la borracha gruñía más, y carraspeaba, y tosía, como queriendo dar acuerdo de sí. El ciego no le hacía más caso que a un perro, atento sólo a sus rezos en lengua que no sabemos si era arábiga o hebrea, tapán- dose un ojo con cada mano, y bajándolas des- pués sobre la boca para besárselas. Mediano rato empleó en sus meditaciones, y al terminar- las, vio sentada ante sí a la mujerzuela que con ojos esquivos y lloricones, a causa del picor producido por el espeso sahumerio, le miraba. Presentándole gravemente las palmas de las manos, Almudena le soltó estas palabras: «Gran púa, no haber más que un Dios... b'rracha, b'rrachona, no haber más que un Dios... un Dios, un Dios solo, solo». Soltó la otra sonora carcajada, y llevándose la mano al pecho, quería arreglar el desorden que la mano inquieta de su compañero de vi- vienda había causado en aquella parte intere- santísima de su persona. Tan torpe salía del sueño alcohólico, que no acertaba a poner cada cosa en su sitio, ni a cubrir las que la honesti- dad quiere y ha querido siempre que se cubran. «Jai, tú me has arregistrao. -Sí... No haber más que un Dios, un Dios so- lo. -¿Y a mí, qué? Por mí que haigan dos o cua- renta, todos los que ellos mesmos quieran haberse... Pero di, gorrón, me has quitado la peseta. No me importa. Pa ti era. -¡Un Dios solo!». Y viéndole coger el palo, se puso la mujer en guardia, diciéndole: «Ea, no pegues, Jai. Basta ya de sahumerio, y ponte a hacer la cena. ¿Cuánto dinero tienes? ¿Qué quieres que te traiga?... -¡B'rrachona! no haber diniero... Llevarlo los embaixos, tú dormida. -¿Qué te traigo? -murmuró la mujer negra tambaleándose y cerrando los ojos-. Aguárdate un poquitín. Tengo sueño, Jai». Cayó nuevamente en profundo sopor, y Al- mudena, que había requerido el palo con inten- ciones de usarlo como infalible remedio de la embriaguez, tuvo lástima y suspiró fuerte, mascullando estas o parecidas palabras: «Pegar ti otro día». cogido un coche, o que te había dado un acci- dente». Sin chistar siguió Benina a su señora hasta un gabinetillo próximo, y ambas se sentaron. Excusó la criada las explicaciones de su tardan- za por el miedo que sentía de darlas, y se puso a la defensiva, esperando a ver por dónde salía doña Paca, y qué posiciones tomaba en su iras- cible genio. Algo la tranquilizó el tono de las primeras palabras con que fue recibida; espera- ba una fuerte reprimenda, vocablos displicen- tes. Pero la señora parecía estar de buenas, do- mado, sin duda, el áspero carácter por la inten- sidad del sufrimiento. Benina se proponía, co- mo siempre, acomodarse al son que le tocara la otra, y a poco de estar junto a ella, cambiadas las primeras frases, se tranquilizó. «¡Ay, señora, qué día! Yo estaba deshecha; pero no me deja- ban, no me dejaban salir de aquella bendita casa. -No me lo expliques -dijo la señora, cuyo acentillo andaluz persistía, aunque muy ate- nuado, después de cuarenta años de residencia en Madrid-. Ya estoy al tanto. Al oír las doce, la una, las dos, me decía yo: 'Pero, Señor, por qué tarda tanto la Nina?'. Hasta que me acordé... -Justo. -Me acordé... como tengo en mi cabeza todo el almanaque... de que hoy es San Romualdo, confesor y obispo de Farsalia... -Cabal. -Y son los días del señor sacerdote en cuya casa estás de asistenta. -Si yo pensara que usted lo había de adivi- nar, habría estado más tranquila -afirmó la criada, que en su extraordinaria capacidad para forjar y exponer mentiras, supo aprovechar el sólido cable que su ama le arrojaba-. ¡Y que no ha sido floja la tarea! -Habrás tenido que dar un gran almuerzo. Ya me lo figuro. ¡Y que no serán cortos de tra- gaderas los curánganos de San Sebastián, com- pañeros y amigos de tu D. Romualdo! -Todo lo que le diga es poco. -Cuéntame: ¿qué les has puesto? -preguntó ansiosa la señora, que gustaba de saber lo que se comía en las casas ajenas-. Ya estoy al tanto. Les harías una mayonesa. -Lo primero un arroz, que me quedó muy a punto. ¡Ay, Señor, cuánto lo alabaron! Que si era yo la primera cocinera de toda la Europa... que si por vergüenza no se chupaban los de- dos... -¿Y después? -¿Hiciste todo lo que te mandé? -preguntó la señora, en marcha las dos hacia la cocina-. ¿Empeñaste mis dos enaguas? -¿Cómo no? Con las dos pesetas que saqué, y otras dos que me dio D. Romualdo por ser su santo, he podido atender a todo. -¿Pagaste el aceite de ayer? -¡Pues no! -¿Y la tila y la sanguinaria? -Todo, todo... Y aún me ha sobrado, después de la compra, para mañana. -¿Querrá Dios traernos mañana un buen día? -dijo con honda tristeza la señora, sentán- dose en la cocina, mientras la criada, con ner- viosa prontitud, reunía astillas y carbones. -¡Ay! sí, señora: téngalo por cierto. -¿Por qué me lo aseguras, Nina? -Porque lo sé. Me lo dice el corazón. Mañana tendremos un buen día, estoy por decir que un gran día. -Cuando lo veamos te diré si aciertas... No me fío de tus corazonadas. Siempre estás con que mañana, que mañana... -Dios es bueno. -Conmigo no lo parece. No se cansa de dar- me golpes: me apalea, no me deja respirar. Tras un día malo, viene otro peor. Pasan años aguardando el remedio, y no hay ilusión que no se me convierta en desengaño. Me canso de sufrir, me canso también de esperar. Mi espe- ranza es traidora, y como me engaña siempre, ya no quiero esperar cosas buenas, y las espero malas para que vengan... siquiera regulares. -Pues yo que la señora -dijo Benina dándole al fuelle-, tendría confianza en Dios, y estaría contenta... Ya ve que yo lo estoy... ¿no me ve? Yo siempre creo que cuando menos lo pense- mos nos vendrá el golpe de suerte, y estaremos tan ricamente, acordándonos de estos días de apuros, y desquitándonos de ellos con la gran vida que nos vamos a dar. -Ya no aspiro a la buena vida, Nina -declaró casi llorando la señora-: sólo aspiro al descanso. -¿Quién piensa en la muerte? Eso no: yo me encuentro muy a gusto en este mundo fandan- guero, y hasta le tengo ley a los trabajillos que paso. Morirse no. -¿Te conformas con esta vida? -Me conformo, porque no está en mi mano el darme otra. Venga todo antes que la muerte, y padezcamos con tal que no falte un pedazo de -También es de Dios, porque Dios hizo el oro y la plata... Los billetes, no sé... Pero tam- bién, también. -Lo que yo digo, Nina, es que las cosas son del que las tiene... y las tiene todo el mundo menos nosotras... ¡Ea! date prisa, que siento debilidad. ¿En dónde me pusiste las medici- nas?... Ya: están sobre la cómoda. Tomaré una papeleta de salicilato antes de comer... ¡Ay, qué trabajo me dan estas piernas! En vez de llevar- me ellas a mí, tengo yo que tirar de ellas. (Le- vantándose con gran esfuerzo.) Mejor andaría yo con muletas. ¿Pero has visto lo que hace Dios conmigo? ¡Si esto parece burla! Me ha enfer- mado de la vista, de las piernas, de la cabeza, de los riñones, de todo menos del estómago. Privándome de recursos, dispone que yo digie- ra como un buitre. -Lo mismo hace conmigo. Pero yo no lo llevo a mal, señora. ¡Bendito sea el Señor, que nos da el bien más grande de nuestros cuerpos: el hambre santísima!». -VII- Ya pasaba de los sesenta la por tantos títulos infeliz Doña Francisca Juárez de Zapata, cono- cida en los años de aquella su decadencia las- timosa por doña Paca, a secas, con lacónica y plebeya familiaridad. Ved aquí en qué paran las glorias y altezas de este mundo, y qué pen- diente hubo de recorrer la tal señora, rodando hacia la profunda miseria, desde que ataba los perros con longaniza, por los años 59 y 60, has- ta que la encontramos viviendo inconsciente- mente de limosna, entre agonías, dolores y ver- güenzas mil. Ejemplos sin número de estas caí- das nos ofrecen las poblaciones grandes, más que ninguna esta de Madrid, en que apenas existen hábitos de orden, pero a todos los ejem- plos supera el de doña Francisca Juárez, tristí- simo juguete del destino. Bien miradas estas cosas y el subir y bajar de las personas en la vida social, resulta gran tontería echar al desti- no la culpa de lo que es obra exclusiva de los propios caracteres y temperamentos, y buena muestra de ello es doña Paca, que en su propio ser desde el nacimiento llevaba el desbarajuste de todas las cosas materiales. Nacida en Ronda, su vista se acostumbró desde la niñez a las ver- tiginosas depresiones del terreno; y cuando tenía pesadillas, soñaba que se caía a la pro- fundísima hondura de aquella grieta que lla- man Tajo. Los nacidos en Ronda deben de tener la cabeza muy firme y no padecer de vértigos ni cosa tal, hechos a contemplar abismos espanto- sos. Pero doña Paca no sabía mantenerse firme en las alturas: instintivamente se despeñaba; su cabeza no era buena para esto ni para el go- bierno de la vida, que es la seguridad de vista en el orden moral. primer día se acreditó de cocinera excelente, a las pocas semanas hubo de revelarse como la más intrépida sisona de Madrid. Qué tal sería la moza en este terreno, que la misma doña Francisca, de una miopía radical para la inspec- ción de sus intereses, pudo apreciar la rapaci- dad minuciosa de la sirviente, y aun se deter- minó a corregirla. En justicia, debo decir que Benigna (entre los suyos llamada Benina, y Nina simplemente por la señora) tenía cualidades muy buenas que, en cierto modo, compensa- ban, en los desequilibrios de su carácter, aquel defecto grave de la sisa. Era muy limpia, de una actividad pasmosa, que producía el milagro de agrandar las horas y los días. Además de esto, Doña Francisca estimaba en ella el amor inten- so a los niños de la casa; amor sincero y, si se quiere, positivo, que se revelaba en la vigilancia constante, en los exquisitos cuidados con que sanos o enfermos les atendía. Pero las cualida- des no fueron bastante eficaces para impedir que el defecto promoviera cuestiones agrias entre ama y sirviente, y en una de estas, Benina fue despedida. Los niños la echaron muy de menos, y lloraban por su Nina graciosa y so- boncita. A los tres meses se presentó de visita en la casa. No podía olvidar a la señora ni a los ne- nes. Estos eran su amor, y la casa, todo lo mate- rial de ella, la encariñaba y atraía. Paquita Juá- rez también tenía especial gusto en charlar con ella, pues algo (no sabían qué) existía entre las dos que secretamente las enlazaba, algo de común en la extraordinaria diversidad de sus caracteres. Menudearon las visitas. ¡Ay! la Be- nina no se encontraba a gusto en la casa donde a la sazón servía. En fin, que ya la tenemos otra vez en la domesticidad de Doña Francisca; y tan contenta ella, y satisfecha la señora, y los pequeñuelos locos de alegría. Sobrevino en aquel tiempo un aumento de las dificultades y ahogos de la familia en el orden administrativo: las deudas roían con diente voraz el patrimonio de la casa; se perdían fincas valiosas, pasando sin saber cómo, por artes de usura infame, a las manos de los prestamistas. Como carga precio- sa que se arroja de la embarcación al mar en los apuros del naufragio, salían de la casa los mejo- res muebles, cuadros, alfombras riquísimas: las alhajas habían salido ya... Pero por más que se aligeraba el buque, la familia continuaba en peligro de zozobra y de sumergirse en los ne- gros abismos sociales. Para mayor desdicha, en aquel funesto pe- riodo del 70 al 80, los dos niños padecieron gravísimas enfermedades: tifoidea el uno; eclampsia y epilepsia la otra. Benina les asistió con tal esmero y solicitud tan amorosa, que se pudo creer que les arrancaba de las uñas de la muerte. Ellos le pagaban, es verdad, estos cui- dados con un afecto ardiente. Por amor de Be- nina, más que por el de su madre, se prestaban a tomar las medicinas, a callar y estarse quiete- citos, a sudar sin ganas, y a no comer antes de aun en aquel rasgo de caridad hermosa des- mintió la pobre mujer sus hábitos de sisa, y descontó un pico para guardarlo cuidadosa- mente en su baúl, como base de un nuevo mon- tepío, que era para ella necesidad de su tempe- ramento y placer de su alma. Como se ve, tenía el vicio del descuento, que en cierto modo, por otro lado, era la virtud del ahorro. Difícil expresar dónde se empalmaban y confundían la virtud y el vicio. La costumbre de escatimar una parte grande o chica de lo que se le daba para la compra, el gusto de guardar- la, de ver cómo crecía lentamente su caudal de perras, se sobreponían en su espíritu a todas las demás costumbres, hábitos y placeres. Había llegado a ser el sisar y el reunir como cosa ins- tintiva, y los actos de este linaje se diferencia- ban poco de las rapiñas y escondrijos de la urraca. En aquella tercera época, del 80 al 85, sisaba como antes, aunque guardando medida proporcional con los mezquinos haberes de Doña Francisca. Sucediéronse en aquellos días grandes desventuras y calamidades. La pensión de la señora, como viuda de intendente, había sido retenida en dos tercios por los prestamis- tas; los empeños sucedían a los empeños, y por librarse de un ahogo, caía pronto en mayores apreturas. Su vida llegó a ser un continuo afán: las angustias de una semana, engendraban las de la semana siguiente: raros eran los días de relativo descanso. Para atenuar las horas tristes, sacaban fuerzas de flaqueza, alegrando con afectadas fantasmagorías los ratos de la noche, cuando se veían libres de acreedores molestos y de reclamaciones enfadosas. Fue preciso hacer nuevas mudanzas, buscando la baratura, y del Olmo pasaron al Saúco, y del Saúco al Almendro. Por esta fatalidad de los nombres de árboles en las calles donde vivieron, parecían pájaros que volaban de rama en rama, dispersados por las escopetas de los cazadores o las pedradas de los chicos. En una de las tremendas crisis de aquel tiempo, tuvo Benina que acudir nuevamente al fondo de su cofre, donde escondía el gato o montepío, producto de sus descuentos y sisas. Ascendía el montón a diez y siete duros. No pudiendo decir a su señora la verdad, salió con el cuento de que una prima suya, la Rosaura, que comerciaba en miel alcarreña, le había da- do unos duros para que se los guardara. «Da- me, dame todo lo que tengas, Benina, así Dios te conceda la gloria eterna, que yo te lo devol- veré doblado cuando los primos de Ronda me paguen lo del pejugar... ya sabes... es cosa de días... ya viste la carta». Y revolviendo en el fondo del baúl, entre mil baratijas y líos de trapos, sacó la sisona doce duros y medio y los dio a su ama diciéndole: «Es todo lo que tengo. No hay más: puede cre- erlo; es tan verdad como que nos hemos de morir». muy listo para el mal, y hallábase dotado de seducciones raras para hacerse perdonar sus travesuras. Sabía esconder su astuta malicia bajo apariencias agradables; a los diez y seis años engañaba a sus madres como si fueran niñas; traía falsos certificados de exámenes; estudiaba por apuntes de los compañeros, por- que vendía los libros que se le habían compra- do. A los diez y nueve años, las malas compañ- ías dieron ya carácter grave a sus diabluras; desaparecía de la casa por dos o tres días, se embriagaba, se quedó en los huesos. Uno de los principales cuidados de las dos madres era es- conder en las entrañas de la tierra la poca mo- neda que tenían, porque con él no había dinero seguro. La sacaba con arte exquisito del seno de Doña Paca, o del bolso mugriento de Benina. Arramblaba por todo, fuera poco, fuera mucho. Las dos mujeres no sabían qué escondrijos in- ventar, ni en qué profundidades de la cocina o de la despensa esconder sus mezquinos tesoros. Y a pesar de esto, su madre le quería entra- ñablemente, y Benina le adoraba, porque no había otro con más arte y más refinado histrio- nismo para fingir el arrepentimiento. A sus delirios seguían comúnmente días de recogi- miento solitario en la casa, derroche de lágri- mas y suspiros, protestas de enmienda, acom- pañadas de un febril besuqueo de las caras de las dos madres burladas... El blando corazón de estas, engañado por tan bonitas demostracio- nes, se dejaba adormecer en la confianza cómo- da y fácil, hasta que, de improviso, del fondo de aquellas zalamerías, verdaderas o falsas, saltaba el ladronzuelo, como diablillo de tram- pa en el centro de una caja de dulces, y... otra vez el muchacho a sus correrías infames, y las pobres mujeres a su desesperación. Por desgracia o por fortuna (y vaya usted a saber si era fortuna o desgracia), ya no había en la casa cubiertos de plata, ni objeto alguno de metal valioso. El demonio del chico hacía presa en cuanto encontraba, sin despreciar las cosas de valor ínfimo; y después de arramblar por los paraguas y sombrillas, la emprendió con la ro- pa interior, y un día, al levantarse de la mesa, aprovechando un momento de descuido de sus madres y hermana, escamoteó el mantel y dos servilletas. De su propia ropa no se diga: en pleno invierno andaba por las calles sin abrigo ni capa, respetado de las pulmonías, protegido sin duda contra ellas por el fuego interior de su perversidad. Ya no sabían Doña Paca y Benina dónde esconder las cosas, pues temían que les arrebatara hasta la camisa que llevaban puesta. Baste decir que desaparecieron en una noche las vinajeras, y un estuchito de costura de Ob- dulia; otra noche dos planchas y unas tenaci- llas, y sucesivamente elásticas usadas, retazos de tela, y multitud de cosas útiles aunque de valor insignificante. Libros no había ya en la casa, y Doña Paca no se atrevía ni a pedirlos prestados, temerosa de no poder devolverlos. Hasta los de misa habían volado, y tras ellos, o
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