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Novela "Malon de amor y muerte", Transcripciones de Lengua y Literatura

Es una historia de amor, entretenida y muy interesante

Tipo: Transcripciones

2023/2024

Subido el 06/05/2024

joaquin-cerutti
joaquin-cerutti 🇦🇷

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¡Descarga Novela "Malon de amor y muerte" y más Transcripciones en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! ÍNDICE +4 Prefacio Capítulo 1: La aparición ....comamocoomrnrmocnscmscrsrrrrcemeee. 13 Capítulo 2: El amor lo cambia 1000 ..ccaanncacacanonnonscmcrrmer. 21 Capítulo 3: La voz del CUEPO encncnenemeemccns 27 Capítulo 4: Rezar y luego aMAl .occncnoncnoncnonconancenecnncnncrnaconcnnianecanocss 36 Capítulo 5: Un viaje puede cambiar la historia.....vcaamomes... 47 Capítulo 6: La muerte llega de viSitA ....acomrmncms 53 Capítulo 7: La culpa del aMOF.....u.crorncmnnmrrrem 66 Capítulo 8: El viejo MUNdO...o.aaarcoromroenmneenccrrmeerss 69 Capítulo 9: La incertidumbre es el CAMINO ..ccacarccoennaresnansrnnnemms 73 Capítulo 10: El nuevo MUNdO......eenmcormnmnnoncesccncnnsos ..79 Capítulo 11: Comienza la búsqueda... cccorormommrenarnorsmmes 82 Capítulo 12: Malos presagios ....anorerooornnnmsrissiarrs 89 Capítulo 13: La CautivA...comormorcnsnnrrerrrnnneercrrrennrrenarrrcarrcanoss 93 Capítulo 14: ¿Aceptar o luchar?.....ccomomamnnnnmssrrss 101 Capítulo 15: La huida .comarnnnrrsmmenemrrrrrsrersss 114 Capítulo 16: El regreso A CASA .coorrnconnerrnorennrnnrnmemerersrerrersss 122 Capítulo 17: Un viaje inesperado ..cmmanmmonnmmmnsmmssrsss 126 Capítulo 18: La maldición .... Scanned with CamScanner Capítulo 19: Las apariencias ENgañaN...umonmonocarmencerenesnnaramccnarnnss 141 Capicilo 20 Da Bl arre acreeas 145 Capítulo 21: Malas eleccion «a.m 154 Capítulo 22: La vida después de la muerte ..cccnnonnncnnramanrancrness 157 Capítulo 23: Ese maldito día.......uwmromocmsamrerrenss 160 Capítulo 26: La familia unida... Capítulo 27: Los milagros existen cacaos creer 182 Capítulo 28: Una nueva aven UTA cmmcoconnnnernonaniaecirnscooreramemmnnsss 189 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS santes mujeres. Cada una de ellas se definía en su carácter, sus gustos, Eran totalmente diferentes entre sí. Las hermanas Ramírez seguían eligiendo telas bajo la mirada de doña Ana, quien se detuvo en Rosalía. Tenía que hablar con su esposo sobre su se- gunda hija, ya debería tener un pretendiente, sus inclinaciones por estudiar la habían alejado de la vida social que llevaban sus hermanas. Siempre estaba con un libro en la mano, o enseñando a leer a los criados. Rosalía, más que un marido, pretendía un viaje a Francia o a España. Conocer el viejo mundo era una de sus ambiciones. Odiaba ese tipo de tertulias, un vestido y listo... para ella estaba bien. Teresa, la mayor, miraba minuciosamente las telas, se detenía en las puntillas... seguro estaba pensando en Francisco. El Reinafé la volvía loca, ¿tendría un amorío a escondidas? La había visto varias veces conversando con él; si don Julio se enteraba, la enclaustraba en las Carmelitas, no estaba en sus planes entregar asu hija a un coronel involucrado en la guerra civil que afec- taba al país en ese momento. Don Julio era un hombre de negocios muy respetado en la zona, recto y de pocas palabras, no compartía credo con los Reinafé, “esos caudillos cria- dos por la hermana”. Pensaba que no estaban bien asesorados, que eran bue- na gente con malas compañías. No confraternizaba con las ideas del federalismo. Era más amigo de al- gunos proyectos del unitario Paz, aunque sostenía que había que sacar lo mejor de ambos partidos. Don Julio, al igual que había hecho su padre, co- merciaba sus productos sin considerar colores ni partidos. Esa conducta le había infundido respeto a su imagen. Las horas pasaban y Rosalía se sentía empalagada por la situación. Las telas empezaban a lucir todas iguales, el té posaba frío junto a la tortilla. Ob- servaba a sus hermanas que simulaban diferentes modelos sobre sus cuerpos con los delicados géneros. Las risas mostraban alegría y diversión. Agobiada, se levantó, buscó su abrigo y salió a caminar un poco para despejarse. Esqui- vó la guardia que custodiaba la estancia ante los posibles ataques de indios, y anduvo sin rumbo durante un rato hasta que terminó sentada sobre una pie- dra al costado del arroyo que se había tragado su propia agua. Había hecho 14 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE caso omiso a sus pensamientos de prevención; hacía apenas unos días los indios habían atacado una estancia vecina dejando solo penuria y dolor. Don Julio había prohibido la salida a sus hijas sin previa autorización. Rosalía decía que su padre era exagerado, pero él sabía muy bien de lo que hablaba. El frío gélido y seco enrojecía las mejillas de la muchacha. Le gustaba llenar sus pulmones de aire fresco, tomando revancha de los extremos calores del verano. Abrazó su chal de lana y cruzó el arroyo seco y hambriento de lluvias. Se lanzó al camino, las huellas le facilitaban el paseo. Sabía que no debía pasear sola por allí, nunca. Pero una de las características de Rosalía era justamente su rebeldía. Caminaba inmersa en sus pensamientos y ese fue el motivo por el cual no sintió el taconeo del caballo que venía soplado por el viento. Cuando lo vio, ya estaba allí. Parecía que iba a atropellarla, sintió que su corazón se detenía. ¿En qué momento apareció ese hombre? Se paró, tomó su faldón con ambas manos para salir corriendo, pero no pudo dar un solo paso. Había quedado parali- zada por el gran susto. —;¡Cuidado! —alcanzó a gritar al ver al caballo casi sobre su cuerpo y temiendo que el extraño quisiera cargarla en ancas y llevársela. El corcel cayó de rodillas confundido ante las órdenes y tirones de las riendas del jinete asustado. —¿¿Pero qué hace en el medio del camino, mujer?! Casi la aplasto con mi caballo —dijo el joven muy enojado, pero aliviado de no haber lastimado a esa muchacha que había quedado impávida mirándolo. Saltó del potro quedando al lado de Rosalía. En cuanto la vio se sintió conmovido y cambió enseguida su actitud: —Perdón, señorita, si la asusté, en realidad no la había visto —dijo el muchacho. Rosalía había perdido la voz, por más esfuerzo que hacía, las palabras encallaban en su boca; de imaginarse sobre el caballo, tomada por un indio, ahora estaba frente a este caballero desconocido. Su voz salía acompañada de un dejo español, le recordaba a su madre. —-¿Está usted bien? —insistió. 15 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS Sí, sí, claro, y usted casi me atropella —le contestó levantando su mentón y estirando las cejas hacia arriba. —Tiene razón, lo que pasa es que no imaginé que una hermosa mujer- cita sola estuviera en esta espesura, El joven estaba maravillado ante la aparición en el medio del camino. No tenía ganas de seguir, pero... —-Me dirijo a la estancia Santa Clara, ¿sabe usted si estoy bien encaminado? —Caballero, no tengo idea, pero le sugiero que siga hacia el camino principal, seguro que allí sabrán indicarle —dijo algo aturdida. Ese mocito había logrado cortarle la respiración, pero ella jamás perdería la compostura. —Mucho gusto. Me llamo Alfonso Cornejo. Y usted, ¿cuál es su gracia? —¿Queé? ¡Ah! Rosalía... —contestó ruborizada. —¿Rosalía...? —Sí, Rosalía Ramírez —dijo sin saber cómo continuar. Había queda- do cautivada por el atractivo del muchacho. Era alto y fortachón. Su cabello suave y rubio brillaba resaltado por su rostro bronceado. Sus rasgos duros contrastaban con su mirada suave; la boca grande y sus labios intensos. Quería irse de allí, pero no podía moverse. —Sigo mi trayecto, seguro nos volveremos a ver —dijo Alfonso mien- tras comenzaba a caminar al costado de su caballo. Luego de varios pasos regresó la mirada sobre su hombro y la vio, atontada, observándolo. Le guiñó un ojo y siguió. Con una sonrisa victoriosa, ahora sí, saltó sobre su potro y se perdió entre los espinillos. Le gustaba esa sensación, siempre ganaba con las mujeres. Rosalía había quedado embelesada con ese hombre. ¿De dónde había salido? No era de por allí, conocía bien a todos los vecinos. Bueno, tal vez estaba de paso; por ese lugar transitaba mucha gente que venía de lejos. Pero estaba solo y nadie viajaba sin compañía en esas épocas tan turbulentas. Automáticamente sus pensamientos cambiaron por el recuerdo del en- cantador rostro del mocito desconocido. Luego del altercado, y mirando hacia todos lados, regresó a la estancia con paso rápido y una sonrisa soñado- ra. ¿Pero qué había pasado? La dura Rosalía, la intelectual... ¿había quedado prendada de la estampa de un desconocido? 16 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE —¿Qué te preocupa, querida? Cada vez que te sientas en ese sillón... —preguntó don Julio a su esposa. —Querido, Rosalía me preocupa. Siempre fue diferente a sus herma- nas, pero ahora, está más dispersa que nunca. Me preocupa que no le intere- se ninguna de las cosas por las que las niñas de su edad desvanecen. —Siempre fue distinta a las demás —agregó don Julio—. Yo me preocuparía más por Teresa. Me dijo la peonada que anda husmeando por el campo de los Reinafé. Esos caudillos están siempre comprometidos con la muerte. No me gusta nada. Deberíamos mudarnos a Córdoba por un tiem- po. Allí podríamos conseguir mejores maridos para nuestras hijas. Doña Ana se paró y comenzó a caminar. —No me gusta que hables así de nuestros vecinos, sabes bien que Lo- renza es mi amiga, ha tomado las riendas de la casa desde el fallecimiento de su madre, siendo tan pequeña, apenas si tenía quince años... Me con- mueve la valentía de esa mujer que abandonó sus estudios en el convento de Las Huérfanas en Córdoba y regresó aquí para estar al lado de su familia en la que todos son hombres. Doña Ana estimaba y admiraba mucho a Lorenza Reinafé, su coraje de enfrentarse a todos, de salir a pelear al lado de sus hermanos, acompañarlos. Había dejado de lado todas sus aspiraciones, había regresado para unirse a ellos. Vivía una vida diferente a la que tal vez había planeado su padre cuan- do dejó su tierra natal en Irlanda y llegó hasta la Villa. ——Querida, conozco la historia, son nuestros vecinos, y es por eso jus- tamente que los quiero lejos de aquí —sentenció don Julio dando por termi- nada la conversación. Se levantó y acompañó a su esposa hasta la puerta. A doña Ana no le gustaba cuando su marido se cerraba de esa forma, aunque fuese por defender a sus hijas. Don Julio no estaba tan preocupado por Rosalía, seguro que con el tiempo y unos viajes más a Córdoba, la muchacha encontraría alguien que le endulzara el corazón. Se quedó sentado en su escritorio pensando en sus tres hijas y en qué destino le tocaría a cada una de ellas, El humo del cigarro impregnaba la habitación y su mirada se perdía a través de la ventana oscura. Pensaba en Teresa que se involucraba con los vecinos federales que manda- 19 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS ban en la zona, liderada por la oposición. Su hija, su hermosa hija, había en- tregado su corazón al caudillo más comprometido con las armas de los her- manos Reinafé. Metido en el medio de la disputa entre federales y unitarios. Era un castigo para don Julio. Si bien Francisco era un buen hombre, sus ideales lo llevaban a exponer su vida y la de su familia. Eran federales, y esta- ban en terreno ocupado por unitarios. Scanned with CamScanner CAPÍTULO 2 EL AMOR LO CAMBIA TODO +—< tra vez se había quedado dormida con el libro en la mano, sentada en el piso, con su torso apoyado en unos almohadones del sillón, cerquita del brasero. El calorcito de los rayos de sol sobre su cuerpo y la mú- sica de las chispas del fuego la vencieron. —Vamos, mi niña —decía Blanca, la chaperona de Rosalía—. Ya están tuitas en el oratorio. Me parece que doña Ana tá encrespá que usté no llega, siempre la está renegando. Blanca había tomado en sus brazos a Rosalía apenas la niña había naci- do y desde ese momento supo que nunca se alejaría de su lado. Era la razón de su vida. Esa mulata caderona de buen semblante y cabellera rizada adora- ba a las hermanas Ramírez, pero su preferida siempre había sido Rosalía. —-Vamos, vamos... que está el cura hoy, no se haga esperá. Los miércoles por la tarde, casi sin excepción, se juntaban todas las mu- jeres de la casa, las vecinas y doña Ana también permitía que los criados cre- yentes participaran si ellos querían. El motivo de la reunión semanal era rezar el rosario en la capillita que estaba al costado de la estancia La Esperanza. Era pequeña y confortable; el altar estaba construido en piedra y madera y lucía un mantel blanco con finos bordados en los extremos. En las paredes podían observarse imágenes que había obsequiado oportunamente el padre Pedro Alférez. El sacerdote tenía la edad de don Julio y eran amigos desde la infan- cia. Años más tarde, Pedro comenzó sus estudios en Córdoba para luego via- jar a España y regresar convertido en cura, dispuesto a ayudar a la orden 21 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS “Las Ramírez” —como les decían en la zona— embellecían el lugar, empezando por la belleza y elegancia de doña Ana. Teresa, a pesar de ser la más callada de las tres, y como toda hermana mayor, siempre haciéndose car- go de todo, era una agraciada mujer cuidadosa de sus gestos y de su belleza, Juana tenía la picardía de la más pequeña, la más consentida de las tres. Ro- salía era la del medio, tenía una personalidad diferente a la de sus hermanas y su madre. Ella tenía otras prioridades. Cuando sus hermanas soñaban con apuestos muchachos, ella imaginaba que su padre la autorizaba a viajar a Es- paña. Con la excusa de visitar a los parientes podría conocer y recorrer el viejo mundo. Pero sabía que su padre jamás le otorgaría ese permiso. Ya no era un tema de conversación. Ahora solo era un sueño imposible, Con la caída del sol las invitadas comenzaron a retirarse y la familia quedó a pleno, descansando, mientras las sirvientas acondicionaban el come- dor para la cena, agregaban leña al fogón y los braseros, y prendían las velas y los candiles. Las cuatro mujeres estaban sentadas en los sillones. Juana, con la habilidad que la caracterizaba, desabrochó sus chapines dejando en liber- tad a sus pies. Teresa tironeó de buena forma su peineta dejando que su her- mosa cabellera cayera sobre su espalda y Rosalía ya estaba descalza, sin pei- netas y aflojando su corsé. Doña Ana iba levantando temperatura mientras veía cómo sus hijas maltrataban su apariencia. Se levantó bruscamente del sillón, examinó a cada una de las mucha- chas y les dijo: —_Las espero en la cena... Vestidas como corresponde, Sin más palabras, se retiró a su habitación, escuchando las risas conteni- das de sus hijas, que se divertían haciéndola enojar. Juana la saludaba con los dedos de los pies enrollados en las medias de lana. Quedaron las tres solas. Llegó la hora de la cena y la mesa estaba lista, con casi todos sus comen- sales, cuando ingresó don Julio y vio a sus bellas mujeres esperando por él; adoró a su esposa que siempre estaba atenta a todos los detalles, y admiró la preciosidad de sus “niñas”. Sentado en la cabecera, indicó que comenzaran a servir. Arusi ingresó con la fuente de su espectacular puchero humeante, decorado con verduras de todos los colores, pan calentito y el vino que don Julio siempre elegía per- 24 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE sonalmente. Luego una sopa, y el postre fue una tarta de frutas de estación acarameladas y con canela. La cena transcurrió silenciosa, estaban cansadas, apenas hicieron algu- nos comentarios sobre lo acontecido por la tarde. Luego, don Julio pidió a Arusi que preparara su té especial. “Ayudará al buen descanso”, agregó. Rosalía se retiró a su cuarto, pasando antes por la cocina a buscar un flamero. “¡Qué día!”, pensaba. Todas esas mujeres hablando sin parar. En esas ocasiones solo la reconfortaba ver a su madre feliz, Pasaría a saludar a su padre, él acostumbraba a fumar un puro y revisar algunas cosas de sus negocios, los cuales escasamente compartía con la fami- lia. Se quedó en el quicio de la puerta contemplándolo. Lo amaba, era un hombre recto y de pocas palabras, cariñoso con sus hijas. —Rosalía, venga, hija —dijo al verla parada frente a su escritorio. —Padre, lo estaba observando, ¿está todo bien? —Sí, querida, está todo bien. Hoy estuvo Manuel Cabrera y me dijo que Córdoba está muy movidita. Parece que el riojano amigo de nuestro ve- cino anda con ganas de hacer desastres... Están preocupados por Paz. Y los indios también están haciendo embrollos en varios lados. —Quiroga, otra vez... yo justo le quería pedir permiso para viajar a Córdoba. —Esperemos un poco, hija, esta semana viajo con Cabrera y vamos a ver cómo está todo. Pero se vienen tiempos más feos que los que estamos vi- viendo. Dicen que “El Tigre” Quiroga se viene con todo. No van a parar hasta que no consigan lo que quieren: Córdoba. —No entiendo para qué nos liberamos de los españoles si ahora nos matamos entre nosotros. ¿No, padre? —Sí, pienso lo mismo: unitarios, federales y los malones de los indios, Lo único que deberíamos ser es un país unido y organizado, con nuestras propias leyes... —Padre, ¿usted conoce a los Cornejo? —soltó Rosalía impulsivamente. —Cormnejo. .. No, ¿por qué? —Por nada. Que descanse, papito —diciendo esto le dio un abrazo y un beso dejando a su padre con una gran sonrisa. 25 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS Don Julio no había comentado nadaa su familia, pero estaba incursio- nando en política, cansado de ver cómo a su alrededor se desmedraba todo y él se sentía inútil quedándose de brazos cruzados. Así que este viaje que pen- saba realizar a Córdoba sería decisorio en su vida, tomaría partido. Defende- ría lo que él creía que le pertenecía, ya no se iba a quedar más esperando que llegara un malón y tirara por la borda todo lo suyo. A pesar de ser inexperto en política, había sido muy influenciado por su amigo Cabrera, y sabía bien qué quería para él y su familia. Además, era la única forma de poder expandir su negocio. No compartía credo con el “El Tigre” Quiroga ni con el “Manco” Paz con sus ideas unitarias. Estaba muy preocupado por los ataques de los indios. Si bien su estancia aún estaba intacta, ya que nunca había sido saqueada, sa- bía que en parte era por la importante guardia que tenía, pero también por un poco de suerte. Don Julio pensaba de qué forma, junto con Cabrera, podrían influir para formar un nuevo movimiento que se ocupara de construir la unidad nacional, aportar a la paz, mitigar las diferencias y negociar con los indios una convivencia pacífica. Ambos hombres sabían que era un trabajo a muy largo plazo, pero estaban convencidos de que si alguien no empezaba, las co- sas nunca cambiarían. Rosalía siguió su camino, ya la estaba esperando Blanca pára ayudarla a arroparse para dormir. Antes de cerrar sus ojos, apareció en sus pensamien- tos el muchacho que casi la había atropellado... Alfonso Cornejo, nadie lo conocía. En su corta vida jamás le había interesado un muchacho. Todos le parecían demasiado tontos o soberbios. En cambio este... ¿Qué le estaba pasando? Cerró los ojos ya lista para dormir y sintió como si un aleteo de mariposas en la panza. Esa noche se durmió con una sonrisa. 26 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE —Sí, la verdad es que sí, pero yo solo salí a dar un paseo. —Sí, claro —contestó el joven. Rosalía se odiaba por parecer tan superficial justo en este momento, es que la situación y particularmente este hombre la ponían nerviosa. —Venga, vamos, la acompaño hasta su casa —completó Alfonso con un gesto galante. Rosalía seguía muda. No le salían las palabras. ¿Qué le pa- saba? Se alejaron del lugar caminando hasta que estuvieron seguros de que nadie los veía. Entonces montaron sus potros y, a paso lento, comenzaron el regreso. Rosalía lo observaba, había aparecido el hombre misterioso y descono- cido, tenía que disimular su alegría, y en ese momento se dio cuenta de su vestimenta. ¿Cómo se le había ocurrido salir vestida como un peón? Claro, no esperaba encontrarse con él. Pero si siempre salía vestida así. ¿Por qué ahora le importaba? —Y... ¿Qué hacía por aquí? —preguntó Rosalía—. No esperaba en- contrarlo. —Thbajo con esta gente, pero no es buen lugar para una señorita —dijo Alfonso. Rosalía dio vuelta su caballo bajo la mirada de Alfonso, tratando de acomodar su cabellera con disimulo. Cabalgaron juntos internándose entre los espinillos. Ese hombre la doblegaba, un sentimientó poco familiar en ella, una mujer rebelde, independiente. — Alfonso, el otro día me pareció que llegaba de viaje. No pertenece a esta zona, digo... por su tonada. No es común aquí. —No, estoy llegando de viaje. En realidad, soy español. —Qué bien, español... —Sí, de los buenos —dijo, sonriendo—. Estoy aquí porque me gusta este nuevo país y además colaboro con un amigo en una misión solidaria. ¿Y usted? —Yo vivo desde siempre aquí, bueno, a veces estamos en Córdoba por algún tiempo... ¿Misión solidaria? —Sí, entre otras cosas, también tengo algunos negocios familiares que resolver. 29 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS —¿Negocios familiares? —Sí, se puede decir que son familiares —contestó, pensativo. Llegaron a una pradera cercana al ingreso al campo de los Ramírez. —Aquí está bien. Puedo seguir sola. Muchas gracias. De un salto, Alfonso quedó parado al lado de Rosalía para ayudarla a desmontar el caballo; sin darle tiempo a pensar, le extendió la mano. Ella obedeció instintivamente sin decir una palabra. Quedaron los dos parados con las riendas de sus potros resguardadas en sus manos. Enseguida Alfonso tomó su poncho y lo extendió sobre el piso, cubriendo el pasto seco y dejan- do un hermoso lugar para sentarse. Rosalía se dejaba llevar, sin renunciar a lamentarse por su vestimenta rústica; al fin terminaba teniendo razón doña Ana cuando les exigía tanto con la apariencia. —Venga, siéntese conmigo un momento y luego seguimos —dijo Al- fonso—. Es una hermosa vista... —Sí —contestó Rosalía acomodándose a su lado con la mirada fija en el paisaje que conocía de memoria. Tiritaba de frío. —¿Qué le gustaría que le sucediera en este país? —le preguntó, recos- tada sobre el poncho, tratando de disimular que estaba congelada. —Casarme contigo y llevarte a España, te encantaría —le respondió el muchacho. Rosalía se sentó y abrazó sus rodillas, lanzó una risotada nerviosa, no sabía qué contestar. De repente, Alfonso no solo había comenzado a tutearla sino que, además, ese hombre que volvería loca de amor a cualquier mujer, quería casarse con ella. —Ni siquiera me conoce, ¿cómo se va a casar conmigo? Mire si soy loca. . . —Por favor, tutéame —le dijo sonriendo—. En realidad, sí, me pare- ciste un poco loca... pero bueno, en España hay buenos médicos —agregó. —Ah, qué me dice —dijo Rosalía sonrojada. Siguiendo esa conversa- ción tan poco usual. Tenía una mezcla de emociones en su cuerpo que no podía dominar. Apretaba fuerte sus rodillas contra su pecho. —Broma... eres lo más hermoso que he visto en mi vida. Rosalía sintió como su rostro enrojecía cada vez más, pero con disimu- lo extendió su mirada al horizonte disfrutando el piropo del hermoso caba- 30 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE llero sentado a su lado. —¿Cómo es España? —dijo, cambiando de tema—. Yo espero algún día poder viajar, es uno de mis grandes anhelos, y tal vez estudiar... Algunos de mis abuelos eran españoles. —Cuando nos casemos vamos a viajar y si quieres puedes estudiar. —No voy a casarme con alguien que no conozco —sentenció Rosalía, queriendo dar fin a esa parte de la conversación que la ponía muy incómoda. No sabía si este mocito hablaba con el corazón o solo le estaba tomando pa- ra la macana. —Entonces te propongo que nos conozcamos. —Bueno, ¿cómo es España? —Hermosa, es un país mucho más viejo que este, hay lugares que cuando los veas te vas a sorprender. Rosalía lo miraba empalagada, la brisa le acercaba su perfume, exquisi- to, mientras Alfonso seguía describiendo su patria. De repente, un silencio profundo los envolvió. Alfonso giró sobre sí mismo y quedó frente a Rosalía. Se encontró con sus ojos. Lo estremeció verla tan profundamente. Era verdad lo que siempre le decía su amigo Au- gusto, los ojos son la ventana del alma. Alfonso no podía dejar de mirarla. Se sentía muy incómodo por la situación, pero le gustaba, la disfrutaba. Sentía el impulso de abrazarla, de tirarla sobre el poncho y hacerla suya ahí mismo. ¡¿Pero qué estaba pensando?! ¿Cómo podía ser tan atrevido con esa hermosa niña? Pero la tentación lo venció, haciendo caso omiso de sus reservas, la to- mó entre sus robustos brazos y suavemente la dejó caer sobre el poncho, cu- briéndola con su cuerpo sin ninguna autorización. Rosalía no salía de su asombro, pero no decía ni hacía nada. Lo dejaba. Es que todo pasaba tan rápido... Quedaron prendados en sus miradas. El tiempo detuvo su conti- nuidad. Solo ellos, eternos. Ambos sintieron cómo sus cuerpos ya no les per- tenecían, solo se obedecían uno al otro. Alfonso cerró sus ojos y dejó caer suavemente su cabeza hasta rozar la suave piel del cuello de Rosalía. Ella sus- piró y se estremeció. Sintió cómo su pecho se encendía respondiendo a las caricias de la mano de Alfonso sobre la ropa. Eran sensaciones desconocidas para ella, Sabía que no estaba bien lo que estaban haciendo. Sabía que tenía 31 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS Mientras, Rosalía remoloneaba en la cama y Blanca insistía en que debía le- vantarse, ya que la familia Cabrera las había invitado a compartir el día. Ro- salía no podía despegarse de la almohada, quería seguir durmiendo. Las familias eran muy amigas, y cada tanto se reunían; las mujeres compartían juegos de cartas, caminatas y las más jovencitas, algunas cabal- gatas. Rosalía insistió en quedarse argumentando todo tipo de dolencias, pe- ro doña Ana, que bien conocía a su hija, decidió que esta vez iría con ellas. Sin preámbulos, reunió a sus tres hijas y a Blanca, supervisó los vestidos que habían elegido para la ocasión, seleccionó cuidadosamente cuatro sombreros y algunos parasoles. Se subieron al coche custodiado por la guardia al mando de Eliseo, que siempre ponía don Julio para que las protegiera durante todo el trayecto. Él las alcanzaría luego del almuerzo; en esa época había mucho trabajo. Salieron del campo en el coche tironeado por los caballos, iban las tres muchachas imbuidas en sus pensamientos: Juana expectante, Teresa pen- sativa, Rosalía con la frente pegada a la ventanilla, y doña Ana conversando con Blanca. Rosalía no tenía forma de avisarle a Alfonso que no podría asistir a la cita... Aunque si lo pensaba bien, no debería ir, había sido muy impertinen- te con ella. Si acudía al encuentro le demostraría que era una chica sin respe- tos, eso no era bueno. Pero la abrumaba la idea de no volver a verlo. Tenía presencia completa en su mente. No les había contado, ni les contaría nada a sus hermanas. No les daría motivo para que la molestaran, esto era serio para ella. Pero ¿lo volvería a ver? Llegaron a la estancia vecina, Luz y Amalita ya estaban a los saltitos en el ingreso principal de la casa. Apenas se detuvo el coche, salieron a recibir a sus amigas. Luego de la exquisita comida, Teresa y Juana corrieron al jardín. Rosa- lía, se quedó al lado de su madre; no había querido participar de los juegos propuestos por las muchachas. No podía dejar de pensar en Alfonso. Había fallado al encuentro, todas sus fantasías se derrumbaban. Doña Ana le sugirió que participara de las actividades con las chicas, pero ella dijo que estaba descompuesta y que prefería quedarse leyendo. Co- 34 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE mo era frecuente que Rosalía tuviera esas actitudes, nadie se alarmó y la de- jaron tranquila. Se fue a la biblioteca de los Cabrera, tomó un libro al azar y se desplomó sobre el sillón. Lo abrazó y su mente se perdió en el rostro de Alfonso. Se sentía extraña, en su cuerpo se habían despertado partes que ella ni siquiera conocía. Nunca se imaginó estar convertida en una tonta pensan- do en un muchacho que solo había visto una vez, y peor aún, ¡que la había besado! Un suspiro salió de su pecho sin mandatos... Un español. Las pocas palabras que le había dicho, llenas de música española, le rebotaban en la ca- beza. ¿Qué pensaría de ella cuando no acudiera al encuentro? Una y otra vez revivía el beso de Alfonso. Sonreía. ¿Estaba enamorada...? Ella misma les decía a sus hermanas que el amor no era de un día para el otro, que había que construirlo. ¿Y ahora?, todas sus teorías se derrumbaban ante la realidad. Allí estaba, con un libro pegado a su pecho, rodeado por sus brazos, una sonrisa enel rostro y la mirada perdida en la ventana. ¿Estaba enamorada? Allí que- dó, esperando que el tiempo pasara... 35 Scanned with CamScanner CAPÍTULO 4 REZAR Y LUEGO AMAR + L os domingos la cita era en la capilla del poblado. Al concluir la ceremo- nia, todas las jóvenes empaquetadas en sus mejores vestidos se queda= ban conversando en la puerta, y los estancieros distinguidos por:sus galeras con cintas de terciopelo, montados en sus potros, desfilaban ante ellas. La rusticidad de la capilla resaltaba el lujo puesto en las prendas de las hermanas Ramírez y las Cabrera. Usaban los mismos vestidos que llevaban usualmente ala iglesia cuando estaban en Córdoba. Por supuesto Rosalía no participaba de igual manera de este evento dominguero. Ella lucía su vestido de misa color gris, guantes y mantilla al tono. Mientras transcurría la misa, el silencio era interrumpido por la peonada que se pavoneaba en las esquinas jugando a las tabas y bebiendo. Terminada la ceremonia, Rosalía comenzó a recorrer con su mirada to- dos los rostros de los caballeros, estancieros, caudillos y gauchos que había en el lugar, en busca de Alfonso, pero él no estaba. Desilusionada, se juntó con sus hermanas y unas amigas que estaban organizando para encontrarse a la tarde a tomar el té, No podía dejar de pensar en Alfonso y en dónde estaría. Preguntó a sus amistades por el apellido Cornejo y nadie lo conocía; definitivamente no era un hombre del lugar. No podía sacarlo de su cabeza. —Rosalía, mirá —dijo Juana señalando a un esbelto jovencito que pasa- ba junto a ellas, sacando su galera con un gesto de saludo a las damas, mientras su potro piafaba soplando hacia arriba mostrando su poder de pura raza. 36 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE cordaba con la cara de aburrimiento. Entonces, se puso de pie y sin emitir sonidos salió de la galería. Como nunca participaba de las conversaciones, nadie se dio cuenta. Cruzó la cocina y salió por la parte trasera dispuesta a dar un paseo, recogió un mantillón que encontró al paso —seguro sería de alguna de sus hermanas— y se lo colocó sobre los hombros. No se perdería la tarde en la galería escuchando las boberías de sus hermanas y amigas, sal- dría a caminar. Respiró hondo y buscó en su mente la sonrisa de Alfonso. Cruzó el rancherío de la servidumbre, eludió a los guardias y siguió ca- minando. Llegó a los corrales, esquivó las bostas de vaca y de caballo, y to- mando su falda con ambas manos, llegó al extremo que determinaba el fin de la casa y el comienzo del campo abierto. Conocía muy bien el recorrido, lo había hecho miles de veces, ahora solo restaba pasar para el otro lado, y listo. Se acomodó el vestido para saltar el alambrado de palos a pique con tientos de cuero, cuando escuchó una voz. Pensó que era Eliseo que la había descubierto, se apuró a cruzar, pero no, la voz venía del otro lado... Ya estaba a la mitad del salto, si se desconcentraba, corría el riesgo de dejar parte de su vestido como bandera en el cerco. —Hola —le dijo Alfonso extendiendo su boca casi a los extremos en una amplia sonrisa y animándola para saltar mientras contenía la risa que le causaba verla medio trepada en los palos. —Hola —contestó al tiempo que sentía que sus mejillas enrojecían. Ya estaba a la mitad del camino, así que con el último impulso, se tiró. Quedó del otro lado, con el mantillón en la cabeza. Alfonso ya no pudo contener la risa. Tuvo el impulso de abrazarla, pero solo la ayudo a acomodarse. —¿Qué hace usted por aquí? —preguntó Rosalía tan nerviosa de que descubriera sus pensamientos, que olvidó tutearlo. —Digamos que me cansé de esperar y estaba buscando la forma de lle- gara ti —dijo. —¿Por aquí? —preguntó, ya que estaban en la parte trasera de la casa. —Estaba viendo, no me animaba a ingresar sin tu consentimiento. .. —Como corresponde —dijo ella. —¿Quieres conocer el sitio donde vivo? No es muy lejos de acá, luego te traigo, 39 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS Rosalía se quedó pensativa un momento. Claro que quería ir, pero ¿era indicado? —Bueno! —contestó sin pensarlo más, embriagada por la intensidad de la situación y la seguridad y la confianza que le trasmitía Alfonso, se en- tregó a la suerte... Alfonso trepó a su potro, extendió su mano hacia Rosalía que de un tirón quedó sentada de costado detrás de él en el caballo. Se acomodó el ves- tido, y se apoyó a la espalda del muchacho rodeando su cintura con los bra- zos. Cerró los ojos y trató de despejar su mente ahuyentado los pensamientos culposos que la atacaban sin permiso. Cabalgaron un rato largo, en silencio. Cada uno disfrutaba de la pre- sencia del otro, del contacto, hasta que suavemente, y sin querer salir de ese ensueño, Rosalía abrió los ojos y vio que se estaban acercando a la entrada de una estancia. Ingresaron y atravesaron un sendero de árboles, seguido por una acequia que completaba el paisaje. En la entrada principal no había nadie. No sentía miedo, solo quería estar cerca de Alfonso un momento más. Él la tomó por la cintura y la depositó en el piso, la observó, le pasó la mano por la mejilla y le sacó los rulos de la frente, luego le entregó el caballo a un peón que se acercó en silencio y con el rostro escondido debajo del chambergo. Rosalía se ruborizó pensando qué mujer fácil que era, que cualquiera la tomaba por el camino y se la llevaba a su estancia. De todas maneras, sabía bien que quería estar allí y conocer mejor al misterioso Alfonso. Mientras sus pensamientos trotaban en su mente, tomó la peineta, la colocó sobre un ro- dete improvisado que armó rápidamente con sus manos y se acomodó la ropa. Alfonso la miraba. ¡Qué hermosa era!, el color del vestido resaltaba sus ojos azules. El sol de la tarde acentuó el color de las escasas pecas en su rostro. La tomó de la mano guiándola hacia una galería interna, donde por fin apareció una mulata que venía a su encuentro. —Niño Alfonso, se me había perdido —dijo callando apenas vio que no estaba solo. 40 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE —Ramona, te presento a Rosalía Ramírez. —Bonitilla, mi niña, ya les preparo unos mates —contestó Ramona frunciendo el ceño y preguntándose de dónde habría sacado a esa joven... no tenía aspecto de fulera. —Gracias —dijo el muchacho. Rosalía solo contestó con un gesto, estaba muerta de vergiienza, escon- dida detrás de Alfonso. —¿Es tu casa? —preguntó apenas se retiró Ramona. Sí... Bueno, sí, es mi casa —contestó. Alfonso la guió hasta la sala y la dejó ingresar primero. La estancia exhibía lujo en sus cortinados de seda y brocado, y en los candiles puestos en la pared. Rosalía recorría el lugar a toda velocidad, era amplio, seguramente no vivía allí solo. Pasaron por la biblioteca repleta de libros, quedó embelesada, si había algo que le gustaba eran los libros; dos si- llones de cuero detrás de un escritorio y lámparas de alabastro con pie de bronce... debía ser el escritorio de Alfonso, pensó. Al fin se detuvieron en una sala de piso embaldosado con las paredes violáceas y sillones de gobelino apoltronados frente al fuego. El lugar se sen- tía cálido. —Acomódate —dijo, atizando el fuego—. Mujer de pocas palabras —acotó con una sonrisa, mientras miraba cómo la joven luchaba por aco- modar su vestido en el sillón. Rosalía seguía en silencio. Sentada con las manos cruzadas sobre sus rodillas, observaba todo. Alfonso sentía la mirada en su espalda. Qué hermo- sa era, la quería para él. Para siempre. Esa mujercita lo hacía perder la razón, lo impulsaba a hacer cosas que jamás hubiera hecho. Lentamente se paró y giró hacia donde estaba sentada Rosalía. Se encontraron con la mirada. —Quiero casarme contigo —sentenció, sentándose a su lado. Estaba seguro de eso, era lo único que tenía claro en su mente desde que había lle- gado a este país abandonado a su suerte. Tal vez el viaje había tenido sentido para venir a conocer a Rosalía y luego regresar sin resolver el misterio de su existencia, pero con un amor to- mado de la mano. Esta bella mujer lo serenaba, lo armonizaba. Muchas ha- 41 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS contaban sus hermanas. Pero sentía la necesidad de esa dureza. Alfonso la seguía acariciando, con sus manos y con su boca y ella se entregó al placer celestial que ese hombre le hacía conocer. Alfonso quería penetrarla sin demora, no daba más, pero debía ser de- licado, era su primera vez... Sin sacarle la enagua y con los pantalones a la altura de los tobillos, besó sus pechos hasta hacerla enloquecer. Terminó de desvestirla y luego quedó desnudo. Hacía frío a pesar del brasero y los rayos de sol que se filtraban por los cortinados. Rosalía lo recorrió con sus ojos, detuvo la mirada en su miembro. Alfonso sonrió. Corrió el cubrecama y am- bos se taparon dejando sus cuerpos calentitos pegarse, investigarse, conocer- se. Rosalía, con coraje y curiosidad, pero con los ojos cerrados, recorrió el cuerpo de Alfonso con sus manos, deteniéndose en su miembro erecto y asombrándose por la dureza y el tamaño. Alfonso tomó su mano y la besó con dulzura. Besó sus pechos y acarició su clítoris. Cuando sintió que estaba lista, tomó su pene con la mano y comenzó a frotarlo suavemente en la vulva de Rosalía. Le gustaba sentir cómo se estremecía. Introducía lentamente la punta y luego la retiraba, no quería dañarla. Luego otra vez y otra vez hasta que la penetró, despacio, pero con firmeza. Sintió las uñas de Rosalía en su espalda y lanzó un gemido de placer. Salía y entraba suave, y luego fue su- biendo el ritmo, ella comenzó a seguirlo. —Te amo, Rosalía. Te amo... —le decía al oído mientras la penetraba y la besaba. —Yo también te amo, Alfonso. Para siempre —susurró Rosalía entre- gada a ese hombre. Sintiendo su cuerpo dentro de ella, gozándolo, La inten- sidad iba en aumento hasta que sintió cómo su columna se arqueaba sin control y su respiración se cortaba. Nunca había sentido algo parecido. Su cuerpo explotó de placer, con ambas manos tomó los glúteos de Alfonso y los apretó contra ella, quería que se quedara adentro... Alfonso sucumbió al éxtasis ante tanta sugerencia de Rosalía. Se exprimieron mutuamente el sabor del amor. Luego de un momento, Alfonso se retiró y se quedó recostado al lado de Rosalía que aun estaba agitada y con los ojos cerrados. —¿Te gustó? ¿Te hice daño? —preguntó Alfonso inquieto ante el silen- 44 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE cio de la joven. —Me gustó mucho —respondió con timidez. Alfonso respiró más tranquilo. —Te amo mucho, Rosalía. Vamos a casarnos, vamos a estar toda la vi- da juntos. No tengas miedo de haberme entregado tu honor, yo te voy a res- petar —agregó adivinando los pensamientos de la muchacha. El joven la abrazó y la besó en la boca. Ella lo separó y lo miró a los ojos: —Alfonso, te entregué todo. Pero lo hice con convicción porque te amo y quiero envejecer con vos. Quiero darte hijos y que hagamos esto cada noche. —Yo deseo lo mismo, mi chiquita, pero debes darme un tiempo para que resuelva mis asuntos y luego nos casamos ¿Qué te parece? —dijo desple- gando una sonrisa. La propuesta de matrimonio la tranquilizó un poco. Alfonso seguía siendo un misterio y ella allí, desnuda, entregando su honor a él... un com- pleto desconocido, deshonrando el apellido Ramírez. La envolvió nuevamente con sus brazos y ambos se fundieron en un beso apasionado, largo, suave, mojado. —Tengo que hablar con tus padres. Déjame organizar las cosas y luego voy a tu casa a conocer al distinguido señor Ramírez. Rosalía sonrió. Porque esas palabras le daban tranquilidad, y por la ca- ra que pondría su padre... nunca se imaginaría que sería ella quien traería el primer hombre a la casa a pedir su mano en matrimonio. “Cosas de la vida”, pensó. Alfonso, recostado con sus brazos detrás de la cabeza, miraba cómo Ro- salía se vestía, inmortalizando cada gesto de ella en su mente; era una hermo- sa mujer, completa, lo conmovía de amor. Ese vestido soñaba en su cuerpo... —¿Te ayudo? —le preguntó. —o, gracias, mejor vamos que se hace tarde —contestó la joven ya terminando de arreglar su cabello y pensando en lo que acababa de suceder y en lo que vendría cuando llegara a su casa. Cuando ingresaron al comedor, Ramona había preparado una exquisi- 45 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS ta torta que aún estaba caliente y que ambos amantes devoraron entre risas y caricias, hasta que Alfonso se incorporó y tomándola de la mano le dijo: —-Vamos, mi amor, tus padres deben estar preocupados, en un rato llega la noche. Rosalía atendió enseguida la orden de Alfonso y con un pedazo de tor- ta en la mano se despidió con un abrazo de Ramona, quien la miraba azora= da. Cabalgaron tranquilos y abrazados. Alfonso no dejaba de tranquilizar- la y besarla ante cada pregunta o suposición, tratando de calmar la curiosidad de Rosalía con sus besos. Cuando estaban cerca de la estancia, el trueno de un galope los frenó, se escondieron detrás de unos espinillos, y bajaron del caballo. Esperaron en silencio a medida que el ruido se acercaba más. Eran como quince soldados a caballo que pasaron al costado sin verlos, iban to= mados por la furia. Alfonso la abrazó y aseguró su rostro contra su pecho. Rosalía temblaba de miedo. Cuando pasaron, aliviados de que fueran solda- dos y no indios, con mucha precaución y a paso lento, llegaron a la parte trasera de la estancia de los Ramírez. Alfonso la ayudó a cruzar y colgado de los palos le dijo: —Te veo mañana, mi amor. Ella giró, y levantando la mano, le sonrió. 46 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE mujeres, ajenas al tema, aprontaban la retirada. Luego de las despedidas, la familia Ramírez se preparaba para la cena, en la cual don Julio pensaba contarles acerca de los planes que tenía con res- pecto al viaje. Sabía que la noticia pondría muy feliz a sus mujeres, que siem- pre estaban pregonando sus deseos de viajar a Córdoba. Blanca llenaba de agua la tina con una jofaina a pedido de Rosalía. De- bía estar lista para la cena. —Anímese mi niña, el agua ta calientita. —Hoy no quiero que me bañes, prefiero estar sola un rato —dijo Ro- salía envuelta en la enagua de lienzo que usaba para bañarse. —¿Qué anda pasando? A mí no me engaña, esa carita llegó diferente de la escapada por atrás. Es que no se habrá enredao con algún indio... o no me la habrán agarro estos salvajes... —No, Blanca, solo salí a caminar y me duele la cabeza, por eso quiero estar un rato en el agua, nada más. No inventes, gordita escandalosa. —Se me paró el corazón del susto. Pero a mí no me engaña, algo ha pasado... voy a decirle a Arusi que me tire los caracoles, vamo a ve qué sale. Y rapidito pala cena, no me la haga encrespá a doña Ana —dijo la mulata sa- liendo de la habitación. —-Después me decís qué dicen los caracoles de la negra... — ¡Ajá! Bien que le interesa lo que dice la brujita, ¿eh? —terminó Blan- ca saliendo a buscar a su amiga Arusi. Nadie sabía de dónde había sacado los caracoles, pero ella decía que los espíritus le contestaban todo lo que ella les preguntaba. Algunas veces la consultaban las sirvientas de otras familias, siempre a escondidas de don Julio y doña Ana. Al fin se había quedado sola. Con el aroma de Alfonso aún dando vuel- tas en su cuerpo, cerró los ojos y recordó cada una de las emociones vividas hacía solo un par de horas. Amaba a ese hombre y estaba segura de que que- ría pasar el resto de su vida con él. Jugueteó con su imaginación hasta escu- char a Blanca reclamándola para la cena. Desganada, se vistió y Blanca cepilló sus rulos con aceite de almendras, para luego trenzarlo. Ella solo pensaba en volver a compartir un rato con Al- fonso. 49 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS —Ay, Blanca!, me tirás el pelo —se quejaba Rosalía. —_Los caracoles de Arusi no mienten jamá, dicen que está en proble- mas, así que cuente nomás —decía Blanca preocupada por su niñita. —Nada... ¿qué más dicen? —Que la nube negra está llegando anrita nomá —agregó Blanca con la voz temblorosa. —No, nada que ver, estoy pasando por uno de los momentos más fe- lices de mi vida, así que salí de acá con tus malos augurios, gordita metida —ijo Rosalía restando importancia a los comentarios de Blanca. —¿Ha visto que algo anda pasando? —Blanca, conocí al hombre de mi vida. ¡Ojo, lengua larga, no vas a decir nada a nadie o te corto las orejas! —Claro que no!, y ¿quién es el mocito? Ustécon un hombre, no me la cuente... —Después te cuento y de paso me averiguás algunas cosas con tus ami- gas. Vamos a la mesa que es tarde —dijo Rosalía dejando a Blanca boquia- bierta y totalmente intranquila. Ya sentados todos a la mesa, Arusi comenzó a servir la sopa, ayudada por las otras sirvientas y siempre atenta a la conversación. —Hoy a la madrugada nos vamos a Córdoba —anunció don Julio sin mucho preámbulo. —¡Síl, ¡me encanta, ya mismo preparo mi baúl! —dijo Juana emocio- nada. —¿Qué? —preguntó Teresa con preocupación. —Yo me quedo! —dijo Rosalía con una sonrisa de ensueño. —Creo que no entendieron. Mañana todos, incluidos los sirvientes, mos vamos a Córdoba, no pienso discutir esto.con ustedes, les pido que acomoden sus cosas para partir temprano. La indiada está atacando por todos lados. Doña Ana nunca discutía las decisiones de su esposo, además le fasci- naba ir a Córdoba; no pudo disimular su sonrisa al recibir la noticia. —Padre, yo me quedo —insistió Rosalía. —Querida, tu padre ya dijo que nos vamos todos —dijo doña Ana, 50 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE preocupada ante una posible discusión en la mesa. —No, yo no voy —agregó Rosalía parada y casi desesperada cuando entendió que se iban sin saber cuándo regresarían, ¿qué pasaría con Alfon- so...? no podía avisarle nada. Don Julio, exasperado ante la rebelión de su hija, la envió a su cuarto a la mitad de la cena. —¿Qué pasa? —preguntó Blanca ingresando detrás de Rosalía que no paraba de llorar—. Se sienta ahí, y me cuenta qué pasó hoy a la tarde —agre- gó la chaperona sin dar lugar a otra opción. —Blanca, es que estoy enamorada, y si me voy sin avisarle no lo voy a ver nunca más en mi vida. —M hija, si vamo pa” regresar, como siempre. ¿Usté enamorada....? No mienta. —Sí, pero no sé nada de él, y si no le aviso va a creer que no me intere- sa más y se va a olvidar de mí para cuando regresemos. —No mija —decía la mulata mientras le acariciaba la cabeza y le re- cogía las lágrimas con un pañuelo—. Los hombres son más fele al amor que las mujeres. ¿Quién es ese mocito? ¿Quién me la sacó de los libros pa'meter- la en las amarguras del amor? —Se llama Alfonso Cornejo y acaba de llegar de España, es más, es es- pañol y vive en una estancia que está cerca de aquí pero no sé muy bien para qué lado... No la había visto nunca. —Dios me valga!, nos liberamo de los salvajes y ustélos trae... —No, no. Es un misionero, está aquí para ayudar, aunque te cueste creerlo, esto también es posible. —Mmmmmh, igual no se priocupe que el mocito la va a esperar, si le cruzó los ojos, no me la va a olvidá jamá. Blanca comenzó a preparar el baúl con los vestidos de Rosalía mirán- dola de reojo. “No me la habrá desgraciao este infeliz...”, pensaba. Teresa había salido, seguramente para averiguar qué estaba pasando y Juana cantaba mientras preparaba su baúl. A Juana le gustaba mucho viajar a Córdoba, allí se sentía feliz, salía a pasear y la invitaban a las tertulias. Esa mañana la familia madrugó y ya estaba apostada al frente de la casa 51 Scanned with CamScanner —— GRACIELA RAMOS sangre, muy pocos criollos haraganeaban en alguna esquina. Solo el hedor a muerte y dolor. El poblado estaba raro y su gente se veía desconcertada. Llegó la hora del almuerzo y Arusi ya tenía listo el puchero, pero don Julio no aparecía. Doña Ana decidió que se comenzara con la comida, así que luego del plato principal vino la sopa, y de postre, los churros calientes con jalea de membrillo. Sentadas alrededor de la mesa, comieron en silencio. Luego, cada una se retiró a su descanso y a buscar las mantillas para ir hasta la iglesia más tarde. Sin noticias de don Julio, se dispusieron a emprender la caminata hasta la Catedral. El día se había puesto más claro, había un silencio extraño en el ambiente que las mujeres no lograban descifrar. Tomadas de los brazos, doña Ana y sus tres hijas salieron. —-Madre, no hay gente en la calle, es raro... —dijo Teresa. Doña Ana comenzó a darse cuenta de que había sido un error salir sin haber esperado a su esposo, cuando sus pensamientos fueron interrumpidos por un jinete que pasaba a todo galope gritando: —¡Atacan el fuerte!, ¡atacan el fuerte! Las cuatro mujeres quedaron paralizadas por el miedo en el medio de la calle empedrada sin comprender qué estaba pasando. —¡Volvamos a la casa ya! —dijo Teresa, tomando las riendas de la si- tuación. Corriendo una detrás de la otra, emprendieron el regreso. De golpe, las calles se poblaron de jinetes. Algunos eran militares, otros indios... Comen- zaron a retumbar los estruendos de los cañones. ¿Qué estaba pasando? Fusi- les, gritos y galopes de caballos asustados, enloquecidos. El poblado cordobés había quedado despojado de humanos. Aroma de sangre y desgracia se podía sentir en el ambiente. Las cuatro mujeres, arras- trando sus mantillas, sin dejar de correr, volvían a su hogar. No comprendían qué estaba pasando. ¿Cómo no les habían avisado? ¿Quiénes estaban irrum- piendo de esa forma? Cuando llegaron, Arusi ya estaba esperándolas con el portón abierto, confiando en que regresarían. Corrieron a la sala mientras la peonada asegu- raba las puertas y cargaba las armas, Algo estaba pasando, “¿Pero qué sería?”, 54 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE se preguntaba doña Ana disimulando el miedo que le carcomía las entrañas. —¡Es el Tigre!, ¡nos vamo a morí toditos! Lo que me contaron de los “capiangos” (así le decían a los soldados e indios de Facundo Quiroga) es tui- to verdá. ¡Nos van a degollar vivos! ¡mis caracoles no miente jamd! ¡Ay mi Dios!, ¡aytídano! —repetía Arusi, atrapada por el terror y abrazando sus cara- coles envueltos en un paño de terciopelo rojo. —Callate, negra! —le decía Teresa tratando de calmarla. Eliseo se había encargado de cerrar bien toda la casa y montar guardias, le habían comentado que Quiroga, acompañando a Bustos, estaba destro- zando la ciudad con sus hombres y algunos indios que lo ayudaban... Ha- bían sorprendido a Córdoba con su furia. Doña Ana empezó a preocuparse cada vez más por su marido, que no había aparecido en todo el día, no sabía dónde estaba ni con quién. Esa cos- tumbre que tenía de no participarla de las “cosas de hombres”, como siempre decía. Ahora ella no sabía, ni siquiera suponía, dónde podía estar... Se juntaron todas a rezar en la sala, sobresaltándose con cada cañonazo y con los gritos que venían de la calle. Doña Ana dejó a las mujeres y cruzó el patio hasta donde estaba Eliseo. —Eliseo, algo está pasando con mi esposo, no ha dado señales, anda a buscarlo, por favor, tráeme noticias —ya no podía contener la desesperación, no sabía qué hacer en esa situación. —Sí, doñita, quédese tranquila que yo lo voy a campear. Eliseo preparó su caballo y salió por el portón de atrás de la casa salu- dando a doña Ana con su chambergo y armado hasta los dientes. —Dios lo acompañe! —le gritó doña Ana. Estaba tan asustada... ¿Có- mo su esposo no la había preparado para esto? Si sabía que se venía tan fuer- te, ¿por qué las había traído a Córdoba a exponerlas ante la muerte? Tantas Preguntas que no lograba ordenar en su mente. Cada cañonazo le crispaba el cuerpo. No había lugar donde no se escuchara el griterío de mujeres deses- peradas, los caballos trinando contra el piso y los disparos de fusil. ¿Qué le pasaba a su Córdoba querida? Doña Ana regresó junto a sus hijas. —Mis caracoles dicen que la muerte nos visita, doñita —decía Arusi 55 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS envolviendo con sus manos el paño rojo—. Los tiré tantitas veces y siempre me sale que nos va visitar la muerte. Mi Dios del monte mi acuñe.... —Anda a preparar tu té, por favor... y guarda por un rato esos caraco- les —le dijo doña Ana con el fin de calmar un poco a la negra que estaba desesperada por sus predicciones. Si bien Arusi siempre se cuidaba de expo- nerse ante doña Ana con “su brujería”, en esta oportunidad estaba tan asus- tada que ni se dio cuenta. Teresa y Juana trataban de entender lo que estaba pasando, mientras recorrían la casa asegurándose de que todo estuviera bien cerrado y los guar- dias en sus posiciones. Rosalía, apostada en la mesa de la cocina, con la cabeza entre sus brazos, no dejaba de pensar en la suerte de Alfonso y en que no había podido avisarle que se iba de viaje. También le preocupaba que don Julio no regresara y cavila- ba acerca de cómo había cambiado su rutinaria vida estos últimos días. Teresa entró en la cocina y le dijo angustiada: —Rosalía, estoy intranquila por Francisco, debe estar como loco... ¿Quién ataca, dónde está? ¿Dónde está papá? —Ay, Teresa, ellos nos están matando... este sería su momento de glo- ria —contestó Rosalía levantando la mirada hacia'su hermana—. Y a ver cuándo vas a aceptar que él tiene su novia y que no te quiere ni ver. ¿Cuándo vas a dejar de mirar para otro lado, Teresa? Francisco está enamorado de Cla- ra, no de vos. —-Malvada, mala... lo amo y lo voy a esperar, algún día se va a dar cuen- ta de que existo —contestó sollozando Teresa sorprendida y triste de escuchar lo que Rosalía le estaba diciendo. Era verdad, pero de eso no se hablaba, jamás. — Admiro tu optimismo, hermana, y espero que se cumplan tus deseos de amor. Perdóname, pero me parece tan injusto que ames tanto a alguien; toda la Villa lo sabe menos él —la seguía increpando Rosalía. —¿Mamá! ¡Mamá! —las interrumpió el alarido desesperado de Juana que venía de afuera. Ambas hermanas cortaron la conversación y corrieron en dirección a los gritos, que sonaban desgarradores. Cruzaron los dos patios y quedaron paradas frente al portón que daba a la calle, abierto. 56 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE Doña Ana y don Julio parecían dormidos en su cama matrimonial, apenas iluminados por una vela de sebo, escoltada por un rosario, y la estam- pa de una virgencita. Entrada la noche nadie quiso comer; solo mate y alcohol para aminorar la angustia y el dolor. Juana lucía confundida, aún no daba crédito a la muer- te de sus padres y divagaba sola por la casa buscando respuesta a tanta des- gracia. Rosalía sentía un nudo en el pecho que no le permitía respirar, su amado padre y su amada madre habían sido brutalmente asesinados en me- dio de la calle, en su querida Córdoba. Teresa cargaba con sus culpas en si- lencio. Culpa por estar enamorada de Francisco Reinafé, sabiendo que él correspondía a otro amor, culpa por la muerte de sus padres, culpa por todo. A la mañana siguiente, Eliseo eligió unos peones y salió bien temprano a ver cómo estaba el asunto en la ciudad. Los tiroteos seguían, las sirvientas venían con todo tipo de comentarios. Córdoba estaba desgraciada, el hedor de sangre y frío producían vómitos entre los transeúntes. Al regreso de Eliseo decidieron esperar un día más. Aparentemente Paz, que había estado esperando a Quiroga por el otro lado, había llegado y les estaba ganando la batalla; eso cambiaría las cosas en el poblado. De todas maneras, no era momento para movilizarse. Esa fue la conclusión a la que arribó Eliseo que estaba tan confundido... No era lo mismo estar de acuerdo o no con las decisiones que tomaba don Julio, que tener que tomarlas él. Se sentía muy responsable y se había tomado el asunto con absoluta seriedad. Blanca se encargó personalmente de vestir a don Julio y doña Ana. Las muchachas no daban crédito a lo sucedido; el matrimonio recostado en la cama con un rosario entre las manos... muertos. Blanca renovó la vela de sebo. Invitó a las niñas a que agregaran velas para sus padres, acompañadas de oraciones, y cuando Arusi quedó sola hizo un ritual cantando delante de los finaditos para espantar los malos espíritus de la muerte, humeando in- cienso y ruda. Llegado el mediodía, Arusi preparó la mesa de la sala para el almuerzo, como siempre, pero Rosalía le pidió que dejara todo: —Hoy almorzamos todos juntos en la cocina, está más calentito — agregó la joven. 59 ls E Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS Teresa y Juana no objetaron la decisión de la hermana, marcharon a la cocina y allí, en una mesa redonda, se sentaron todos, la peonada y las niñas Ramírez, tratando de comer algo. Arusi trajo locro caliente con salsa roja arriba y pan de ajo. La comida quedó casi intacta sobre la mesa, nadie podía probar bocado. Juana aún llevaba el vestido con las manchas de sangre de don Julio, así que Teresa la tomó suavemente por los hombros y la llevó al baño que estaba detrás de la cocina. Ya estaba la tina llena de agua caliente, la ayudó a desvestirse y, con mucha delicadeza y pocas palabras, le frotó la espalda con una esponja, como queriendo borrar las manchas de sangre de su padre muerto. Luego la ayudó a cambiarse y la acompañó hasta la cocina donde aún estaban todos, le sirvió un poco de mate cocido y.se quedó observando que se lo tomara. Juana apenas se sentó, recorrió a todos con la mirada y se echó a llorar sin consuelo, Blanca se acercó sutilmente y la rodeó con sus brazos, besando su cabellera y acunándola como cuando era una bebé, Teresa, Juana y Rosalía fueron a la habitación donde estaban los cuer- pos de sus padres y comenzaron a rezar un rosario, Enseguida se unieron los sirvientes y Eliseo que participaba desde el quicio de la puerta; él también se sentía aturdido sin don Julio. Ya comenzaban a llegar los parientes más cercanos. Horrorizados con la noticia y asustados por lo que estaba pasando, todos aconsejaban a las chi- cas con diferentes recomendaciones. Ellas tres solo querían estar solas. Esta- ban confundidas, no comprendían muy bien lo que estaba pasando. Ver a sus padres allí, en la cama, muertos, era algo que les costaba asimilar. Los cañonazos sonaban permanentemente, mientras las tres lloraban abrazadas. Luego de un rato, Teresa se incorporó y lentamente se arrimó a la cama don- de yacía el matrimonio; con su mano acomodó el cabello de doña Ana y ro- 26 los labios sobre su frente fría, lo mismo hizo con su padre. Enjugando las lágrimas, se dirigió a la puerta seguida por sus hermanas, dejando a los cono- cidos que llegaban que pasaran a despedirse de sus padres. Ya no querían es- cuchar más a nadie. En la cocina, Arusi, con el fuego y las ollas, parecía un espectáculo, mientras que Blanca iba y venía seguida de Manuela y Tomasa, Antes de que 60 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE el sol se fuera, empezaron a organizar la noche. Dejaron varias velas prendi- das en el cuarto de don Julio y doña Ana, y se fueron todos a la cocina. Allí, mientras Arusi no paraba de preparar comida, Blanca y Eliseo escuchaban atentos los comentarios de los peones que hacían la guardia de la casa. Los parientes, luego de ofrecer sus casas a las niñas Ramírez, se iban marchando, preocupados por los suyos. Teresa agradecía a todos los que pasaban por la casa y cuando podía, excusaba a sus hermanas. El cuñado de don Julio ya se había encargado de todo lo que tenía que ver con el sepelio, —Sería bueno que descansáramos un rato —dijo Teresa mirando a sus agotadas hermanas recostadas sobre la mesa. —Ya preparé la cama grande pa las tres —agregó enseguida Blanca. Era una buena oportunidad para que descansaran un rato, entre las visitas de los parientes y amigos durante el día, y la preocupación del devenir, las chicas lucían francamente demacradas. Rosalía no emitía sonido, tomó de los brazos a Teresa y a Juana e ingre- saron a la habitación que ya estaba dispuesta: un pequeño candil sobre una mesita y un brasero chispeante cerca de la ventana. Así vestidas como esta- ban, las tres se tumbaron en la cama agarradas de las manos. Al rato, ingresó Blanca con una manta y la depositó sobre las muchachas. Ya entrada la noche, se escucharon varios golpes en el portón principal. Las tres, al mismo tiempo, quedaron sentadas en la cama, se levantaron y se juntaron en el patio con Blanca, que venía con su fusil en la mano; Eliseo llegaba detrás. Enseguida envió a las niñas adentro y se adelantó con Blanca, —Blanca, soy Lorenza, abrí rápido por favor. Enseguida abrieron la puerta dejando entrar a Lorenza. Estaba pálida y con los labios morados del frío. Eliseo tomó su caballo y cerró el portón. Blanca mandó a preparar ropa de lana, agua caliente y algo fuerte para tomar, mientras Teresa recibía a su amiga. —¿Qué haces acá, Lorenza? —preguntó Teresa. —Me enteré de lo que pasó con don Julio y doña Ana, lo lamento tan- to... Todavía no puedo creerlo. Quiero que sepan que si logro sobrevivir me voy al campo, y pasaré por La Esperanza para ver que esté todo bien. Tam- 61 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS El sol también estaba triste, escondido detrás de las nubes, pesadas de frío y llovizna. Eliseo se hizo presente en la cocina y anunció: —Llegó Paz y dio vuelta la historia, los “capiangos” salieron corriendo, solo quedaron algunos indios dando vueltas por la ciudad. Son las últimas noticias. Tal vez podamos regresar al campo en algunos días. Dicen que todo está regresando a la normalidad. —No creo que sea conveniente —intervino Teresa— si mataron a papá y a Cabrera es porque creen que eran unitarios, al menos aquí con Paz al mando estamos más seguros que en el campo. Pero ¿por qué los tildarían de unitarios? Si don Julio no había declarado ninguna acción política... muchas respuestas se habían ido con él. Eliseo estuvo de acuerdo en que se quedaran en Córdoba un tiempo “hasta que aclare”, como decía siempre. Lo mismo le habían pedido los pa- rientes más cercanos, que no se fueran enseguida. ¿Qué harían las muchachas solas en el campo? Estaban listos todos los arreglos para el entierro de don Julio y doña Ana. El padre Pedro estuvo presente en todo momento junto ala familia. Rosalía y sus hermanas destrozadas, escépticas de lo que les acontecía, eligieron la ropa para don Julio y doña Ana. Ellas improvisaron el luto con vestidos y manti- llas negros, mientras que Juana le restó importancia al color. Estaba descon- solada. Se preparaban para acompañar a sus padres hasta la sagrada sepultura, incrédulas de su destino. “¿Por qué no se habían quedado en el campo?”, pen- saba Juana, quien también se ponía la culpa de la muerte de sus padres a su espalda. Tal vez si ella no hubiera estado siempre molestando para que la traje- ran a las tertulias, tal vez..... todavía serían una familia completa. La impotencia de no poder cambiar las cosas, de no poder volver el tiempo para atrás, la tor- turaba. No podía aceptar que sus padres estaban muertos, por nada. El padre Pedro estaba consternado ante la situación y. no encontraba las palabras de consuelo para la familia. Sus dos amigos habían muerto de la for- ma más absurda. Sin motivos aparentes, sin darse cuenta de que iban a mo- rir. Dejando, sin querer, a sus tres hijas a la deriva de la vida, 64 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE La caminata hasta la iglesia con ambos féretros escoltados por los ami- gos y familiares, parecía un cuadro mal pintado. Entre los manchones de sangre en algunas casas y los grupos de mirones armados reunidos en las es- quinas, las hermanas Ramírez avanzaban junto a Eliseo, que nunca dejó de estar ojo avizor a algún movimiento raro. El dolor estaba dentro de los cora- zones y también afuera, lo que se veía era tremendo, el frío engarrotaba el desasosiego. La mirada chismosa y oscura detrás de las ventanas entreabiertas los acompañaba en la procesión. Llegando a la Catedral se toparon de frente con un pequeño grupo de gauchos con quepis que venían a toda velocidad. Ante el panorama, los jinetes frenaron sus caballos y se quedaron a un costado, con los sombreros apostados en el pecho, rindiendo culto a los finados. Ro- salía sentía el impulso de acusarlos, saltar encima de ellos y vengar a sus pa- dres, cuando sintió el pellizco de Teresa, que por supuesto, le adivinaba el pensamiento. —Está bien! ¡está bien! —la tranquilizó Rosalía. La misa la oficiaba el padre Pedro, estaba atribulado y sus palabras sa- lían como podían, afuera la llovizna rezaba dolor, adentro, el hedor de la muerte empalagaba la rabia. Luego del entierro, el padre Pedro, los parientes y algunos amigos cer- canos escoltaron a las hermanas hasta la casa. Allí Arusi había preparado todo tipo de comidas y bebidas. —Hay que calentar el corazón, se me han convertido en almas en pena mis niñas — decía. Apenas entrada la noche se quedaron solas. Y a pesar de la insistencia de Blanca y Arusi, Rosalía, Teresa y Juana no comieron nada, solo bebieron algo, y luego cada una por su lado y con sus pensamientos, se retiraron con una vela de sebo en la mano. Debían aceptar que la desgracia las había elegi- do y que la muerte había tocado la puerta de la familia Ramírez de la peor forma... dejando sin consuelo a sus tres queridas hijas. 65 Scanned with CamScanner CAPÍTULO 7 LA CULPA DEL AMOR + osalía se sentía culpable, engañada y triste, No encontraba consuelo 'n nada, hasta rezar le daba vergiienza por haber estado en la intimi- dad con Alfonso. Pensó en hablar con sus hermanas y contarles, pero ellas ya tenían demasiado con la muerte de sus padres, Teresa estaba entendiendo que su amor por Francisco, era justamente eso, suyo. Francisco la quería co- mo una hermanita menor, nada más. Y Juana, era muy pequeña aún... Tenía que resolver ella misma su situación. Lo pensó mucho. Tenía que regresar al campo, encontrarlo y aclarar la situación con Alfonso. Algo no encajaba. Te- nía que saber la verdad, la pura verdad. Y de boca de él. No podía creer lo que le había contado Lorenza... Viajaría. Sola. No iba a involucrar a sus her- manas, Tenía que averiguar cuándo salía una diligencia. No podía enterarse nadie. Teresa, sin proponérselo, comenzó a tomar el lugar de doña Ana. Era muy parecida a ella, incluso físicamente. Era morocha, alta y de buen sem- blante. Junto a Blanca y Arusi ordenaron el funcionamiento de la casa y las comidas. Cuando se quedaba sola lo llamaba a Eliseo para preguntarle cómo seguirían en el campo. El capataz le daba tranquilidad, le contaba que don Julio no tenía secretos con él, Que la pondría al tanto de todo, seguro le iba a gustar. Ella, al ser hija de don Julio, tendría en algún lugar de su corazón el amor por el campo... En cambio, Juana no encontraba consuelo, andaba, como decía la ne- gra Arusi, “como alma en pena por la casa”. 66 Scanned with CamScanner CAPÍTULO 8 EL VIEJO MUNDO + I nés lo miraba. En lo más profundo de su corazón no quería que se vaya. Pero sabía que no podía detenerlo. Apoyarlo en esta decisión de viajar al nuevo mundo era otra forma más de demostrarle su amor. —No creo que sea buena idea, viajar solo, a un país que aún no en- cuentra su identidad, un sitio donde se están matando entre ellos —decía doña Inés. —-Madre, cuénteme de nuevo, ¿cómo fue? —pedía Alfonso. —Hijo querido... Bueno, sabes que yo vivía en Buenos Aires. Ese día. .. ese día escuché detrás de la puerta que mi padre me había vendido en matri- monio a un hombre que me triplicaba la edad. Cuando yo le pedí que por favor me dejara elegir mi propio marido, no quiso escuchar razones, ese ca- samiento le convenía económicamente, y mi madre, pobrecita, nunca decía nada. Tenía poco tiempo para elegir qué hacer: o pasaba el resto de mi vida al lado de ese anciano que me había elegido como marido, o me escapaba, o me mataba, y así le daría una lección a mis padres, cualquier cosa pero nun- ca casarme con el viejo. Hasta que tomé la decisión, me escaparía lejos, muy lejos, donde no pudieran ir a buscarme y donde no se imaginaran que podía estar, comenzaría mi vida de nuevo, en otro lugar mejor. Caminé mucho por el recibidor, era el lugar donde salían las canoas cargadas con toda la merca- dería de contrabando, la subían al barco y adiós. Hasta personas comerciali- zaban. Todo salía de allí. Doña Inés hizo una pausa, suspiró y luego siguió con el relato: 69 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS —_Lloré mucho, pero al fin tomé la decisión, me subiría en algún barco y aparecería en Europa, seguro sería mejor que en Buenos Aires. Comencé a investigar todo, Qué había que hacer para conseguir los pasajes, cuál era el precio que había que pagar. Los horarios de salida, cómo pasar las inspeccio- nes, quién controlaba las canoas que acercaban al barco —contaba doña Inés y Alfonso, que ya había escuchado esta historia tantas veces, se emocionaba igual que la primera vez. Continuó: —Pregunté mucho, pero bueno, igual era mejor opción irme que que- darme a enfrentar mi destino. Conseguí todos los papeles necesarios, tuve mucha suerte. Cuando creí que estaba lista, me encomendé a las manos de Dios, preparé un bolso muy pequeño y me fui. —Cuando estaba por subirme al lanchón que nos acercaría al barco que estaba a punto de zarpar, llegó ella, una criolla indigente con un bebé enrollado en un poncho. Casi me lo tiró en los brazos. “Lléveselo, llévelo con usté”, me dijo, y luego desapareció. Fue totalmente inesperado. Me tomó de sorpresa, sin embargo, me subí a la canoa contigo en mis brazos y te miré fi- jo, desde ese momento supe que nunca te dejaría en ningún lugar, te pedí con el pensamiento que no lloraras hasta que no estuviéramos arriba del bar- co. Tenía los papeles solo para mí, te abracé fuerte contra mi pecho y con mucho esfuerzo me subí, comencé a sentir el bamboleo de la barcaza... me costaba sostenerme, y mi estómago empezó a menearse, bueno, ya sabes el resto de la historia. Aún rezo todas las noches por el capitán que nos resguar- dó durante todo el viaje, nunca nos denunció, recuerdo cuando nos enviaba leche tibia para ti, nunca preguntaba nada, era como si hubiese adivinado mi suerte. Se llamaba Alfonso. Te puse su nombre en agradecimiento. Sin su ayuda no sé qué hubiera pasado. —Voy a encontrar mi origen, madre —cortó Alfonso al ver a Inés atri- bularse, —Ten cuidado, querido. Augusto te espera en Córdoba ¿verdad? —3í, ya planeamos todo antes de que él partiera, pero igual le mandé una carta, Voy a quedarme un tiempo en su estancia, prometí ayudarle con algunas de sus empresas. .. Madre, cuídese, Le prometo que escribiré apenas esté instalado, Y cuando resuelva todo, regreso a su lado. 70 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE —Por favor, hijo, preserva tu vida por sobre todo, no tienes idea hacia dónde te estás dirigiendo. No puedo creer que yo escapo de allí y tú regresas. ¿Llevas el poncho? —Bueno, madre, hoy es distinto, ya es un país de aguas propias como dicen. Y sí, lo llevo, el poncho es mi certificado de nacimiento, siempre va a estar conmigo. Hacía tanto tiempo que esperaba este momento y al fin había llegado, volvería a su país, por él... y también por su madre. La situación política en Barcelona estaba compungida, los ataques hos- tiles de los liberales hacia la nobleza y el clero estaban a la orden del día, y la pérdida de las colonias americanas lo transformaron en un lugar ya no tan agradable para forjar un futuro, así que Alfonso aprovechó el momento para viajar a la Argentina. Tenía toda la información que su amigo Augusto le había averiguado. Estaba ansioso por conocer el nuevo mundo, ese lugar lleno de aborígenes salvajes, como siempre lo describían, a pesar de la oposición de su madre. Inés no estaba de acuerdo con el viaje, pero él necesitaba saber de dónde ve- nía, cuáles eran sus orígenes, quiénes eran su familia, por qué lo habían saca- do del país de esa manera. Su amigo Augusto le había prometido ayudarlo en esta búsqueda tan importante para él. Inés y su hijo Alfonso nunca contaron su secreto. Desde el día que desembarcaron y quedaron los dos esperando. El capitán del barco que los había trasladado habló con algunos contactos suyos y consiguió un hogar para los dos. “La condesa”, como le decía Inés, les dio un hogar y mucho amor. Luego de varios años, el hijo de la condesa, don Manuel Cornejo, po- deroso hacendado, le propuso matrimonio a Inés. De esta manera sería co- mo un padre y le daría su apellido a Alfonso. No tuvieron hijos propios, ya que don Manuel falleció dejando a la viuda muy joven, pero con mucho dinero. Para Alfonso, conocer a Augusto en Barcelona fue un mensaje que le indicaba que tenía que viajar, conocer su tierra y buscar sus orígenes. 7 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS Al fin las palabras esperadas: —Estamos llegando al puerto —anunció el capitán. Alfonso se acercó a la proa; buscaba el muelle y no veía nada. —¿Dónde? —preguntó extrañado. —No sabe mi amigo que aquí no hay puerto, el Río de la Plata es muy arcilloso, por eso es muy peligroso arrimarse sin ancladero, vamos un poco más adelante, a la ensenada. —Vamos a fondear en rada abierta con este barco? —preguntó Alfonso. —Tranquilo, lo hacemos en cada viaje. Desde allí las barcazas los llevan hasta tierra firme. Aquí el peligro no es en la llegada, sí en la estadía. Tenga cuidado, mi amigo, todo está entreverado en este lugar. Los esperaban unas toscas carretas, con ellas llegarían hasta tierra firme. Tenían dos ruedas bien grandes en un eje, sobre el cual se apoyaba una gran plataforma hecha con tablas de madera separadas entre sí para que el agua pasara a través de ellas. Las paredes laterales estaban armadas con cueros de animal. Los carretones eran tirados por bueyes atados con una lanza gruesa y corta. Los carretilleros vestían escasas prendas sobre el cuerpo y se empuja- ban unos a otros, azotando a los animales y mostrando una escena salvaje que impresionaba mucho a quienes llegaban por primera vez. Cuando estuvo arriba de una de las cartetas, ayudó a unas damas a su- bir para llegar a la orilla, era casi divertido ver cómo los tacones se les queda- ban enganchados en la vieja madera del carro. El barro opacaba el lujo, las madres apretaban a sus hijos para que no se cayeran. Cada vez que las ruedas encontraban un pozo, todos quedaban con el agua a la cintura, los gritos apenaban a Alfonso que no podía creer la forma de desembarco. Observaba atónito, nada era como él se lo había imaginado. Muchas naves pequeñas se confundían con las barcazas que aprestaban alos pasajeros a la orilla. Solo se veía un reducido muelle con pilotes hundi- dos en el lodo. Ya estaba en Buenos Aires, lugar desde donde muchos años atrás había salido siendo un bebé, en manos de una desconocida que con el tiempo se convertiría en su amada madre. Qué destino... Las lágrimas empa- ñaban sus ojos de emoción. La bruma matutina y el agua marrón debajo de la barcaza enmarcaban la llegada de los viajeros. 74 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE Al fin pudo tocar tierra firme con sus pies mojados y todo embarrado. Ahora tenía que recuperar su baúl. Se mezcló con la gente, mujeres alboro- tadas, chiquillitos correteando entre el hormigueo de la multitud. Personas que gritaban tratando de llamar la atención de los viajeros que arribaban. Alfonso observaba todo el desorden y recordaba las advertencias de su madre. Ahora podía poner imagen a sus palabras. Estaba más impresionado que asustado con todo lo que veía. Luego de un rato largo, llegaron los baúles y los bultos que venían con ellos en la bodega del barco. Cuando recuperó sus pertenencias se preguntó qué haría. No veía a su amigo Augusto por ningún lado. Él le había asegura- do que lo estaría esperando. Comenzó a caminar entre el gentío, arrastrando sus posesiones, cuando un hombre de aspecto sereno se acercó a él, —-¿Señor Cornejo? —le preguntó un desconocido. —Sí, soy yo —contestó Alfonso, expectante. —-Me llamo José y he venido a recibirlo. El padre Augusto me lo pidió personalmente. Es que nó pudo llegar a tiempo —le dijo estrechándole la ma- no. Lo miró detenidamente, ese era Alfonso, el amigo de Augusto que venía por la misión. ¿Le habría contado el cura que en este país podía morir segun- dos luego de desembarcar? ¿Y le habría dicho lo peligroso que era viajar al in- terior? “Vaya hombre seguro y entusiasta”, pensó José. Alfonso sintió empatía apenas tomó la mano del hombre, quien gentil- mente lo ayudó con sus pertenencias que estaban completamente mojadas, y lo guió hasta el vehículo que los esperaba cerca de allí. Las ruedas del coche saltaron bastante sobre las calles empedradas, has- ta que la serenidad llegó con el camino de tierra. —¿Cómo estuvo el viaje? —preguntó José. —Muy bien, me divertí mucho con el capitán, un gran jugador de car- tas —contestó Alfonso aliviando la conversación—. ¿Augusto está por aquí? —No, todavía no ha llegado, seguramente lo hará en el transcurso del día. Luego de andar un buen rato, llegaron a un paraje donde el caballo que tiraba del coche frenó airoso, reconociendo el lugar. Enseguida se abrió un por- tón que les permitió el ingreso a un patio interno donde una monja los espera- 75 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS ba. Bajaron y la siguieron; cruzaron el segundo patio y llegaron a una sala don- de ya estaba dispuesta la mesa con té humeante y pan recién horneado. —Gnacias, José —dijo Alfonso regodeado por el recibimiento. —-De nada. Para nosotros un pedido de Augusto es una orden sin dis- cusión, él está llevando nuestra misión al interior, adonde nadie quiere ir. Él expone su alma caritativa —le contestó José con una sonrisa. —Sí, me habló de eso cuando compartíamos nuestros estudios en Es- paña. —¿Usted también pertenece a la orden? —No, solo me atraen las misiones, dejé la orden y me puse a estudiar medicina, pero seguimos cultivando la amistad con Augusto. —Será de mucha utilidad, en el interior casi no existe la medicina. Bueno, aquí tampoco, es derecho de pocos. —Usted, José... ¿sí pertenece a la orden? Sí, yo no soy cura, pero soy el que organiza todo. Mientras conversaban y disfrutaban del té calentito, Alfonso se sintió más tranquilo, finalmente su amigo se había ocupado de todo para recibirlo. Ese hombre amable y las monjas que cruzaban a cada momento lo hacían sentir muy cómodo. José dispuso todo para que Alfonso descansara tranquilo y en confian- za, hizo limpiar y secar su equipaje y mandó a preparar una tina con agua caliente. Luego del baño reparador, y de probar el exquisito chocolate con pan que le ofrecieron las monjas, José le propuso que saliera a caminar, a conocer un poco más el poblado. Le indicó cómo llegar hasta el cabildo, mientras esperaba la llegada de su amigo Augusto. La calle lucía extraña para él, se cruzó con varias mujeres que lucían peinetas grandes recogidas en hermosas mantillas y con la mirada pegada al piso. Mulatas con canastos en las cabezas llenas de bultos. Carretas tiradas por ganado. Jinetes a caballo vestidos con quepis militares, muy bien defini- dos. No eran tan salvajes después de todo. No pudo evitar pensar cómo hu- biera sido su vida si su verdadera madre no lo hubiera metido en el barco... ensayaba muchas versiones en su mente. 76 Scanned with CamScanner CAPÍTULO 10 EL NUEVO MUNDO S alieron hacia Córdoba temprano junto a una comitiva. Eran dos coches con pasajeros y luego carretas que transportaban todo tipo de mercade- rías. Alfonso se detenía a observar cada detalle y a preguntar cada curiosidad que se le presentaba. La mayoría de los preparativos tenían que ver con la prevención de ata- ques de indios. “¿Tan salvajes eran los nativos?, y claro, con el tratamiento que les dan”, pensaba Alfonso, recordando lo que había visto recién llegado de España. Sentados en un carruaje con algunos privilegios y comodidades, y jun- to a dos mujeres que estaban sentadas en silencio, frente a ellos, partieron. Alfonso miraba por la pequeña ventanilla y Augusto le iba contando: —El fuerte, y allí —señalaba con su dedo índice— el río. Del otro la- do, la plaza Mayor, ¿te acordás que estuvimos por aquí? Allí está la Catedral y hacia el este sería la Recova, donde compramos las cosas... —Sí, sí —decía Alfonso. Se iban alejando del poblado poco a poco. Ahora sí, el silencio reinaba entre los cuatro pasajeros. Augusto ya le había adelantado a Alfonso lo tedio- so que sería el viaje. Así que el joven sacó su libro y se dispuso a leer. Pasaba el tiempo. El viaje comenzaba a resultarles pesado y tedioso. Apenas el sol se escondía, se detenían. Eran postas para pasar la noche. Descansaban ellos y los caballos, al otro día seguían viaje. Por lo general, se trataba de ranchos con pocas comodidades atendidos por gauchos. 79 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS Podía verse una galería larga, con habitaciones en las cuales se acomoda- ban, por un lado, los hombres; y en otra, las mujeres. Las pulgas eran las anfi- trionas del lugar. La comida escaseaba y la intimidad no existía. Las gallinas y los perros se cruzaban entre las piernas de Alfonso que estaba expectante ante la siruación. El amanecer los sorprendió con la continuación del viaje. Las dos mujeres que los acompañaban lucían exhaustas y mantenían un profundo silencio. Los días pasaban y Alfonso se veía cada vez más demacrado por el viaje, no podía dejar de observar a las mujeres, “qué entereza”, pensaba, semejantes incomodidades y ellas, a pesar de sus rostros cansados, se veían muy altivas y Por fin Augusto anunció que ese día llegarían a Córdoba, realmente había sido un viaje largo... y sucio. Cuando ingresaron a la ciudad se veía diferente a Buenos Aires, la hu- medad del río no estaba, el frío era seco. Las calles lucían más solitarias. En- seguida llegaron a una plaza donde bajaron todos con sus bultos. Al frente de la plaza estaba el Cabildo y la Catedral. Augusto fue gentilmente recibido por su gente, que lo estaba esperando para trasladarlo, junto a su amigo, a la casa donde descansarían antes de se- guir viaje a Villa de Tulumba. Se despidieron de todos con los que habían compartido el viaje. Subie- ron a otro coche más pequeño, tirado por un solo caballo, que los acercó hasta la casa donde pernoctarían hasta el trayecto final. Cansados, siguieron las indicaciones de las criadas que estaban dispues- tas a atenderlos. Luego de la comida, una de las criadas guió a Alfonso hasta una habita- ción y le indicó la tina llena de agua caliente. El muchacho no se hizo rogar, enseguida se quedó solo y se sacó toda la ropa, se metió y dejó que el agua le recordara su cuerpo, cerró los ojos y trató de imaginar su futuro en esas tierras extrañas. Se quedó dormido en la tina de agua tibia, hasta que lo despertó un criado invitándolo a cenar, los aromas se le adelantaban haciendo gorgotear sus entrañas. 80 adÓs. Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE Allí estaba Augusto que parecía haber guardado el cansancio en un saco de maíz, “¿Cómo hacía este hombre para estar en pie y con ese semblante luego de semejante viaje?”, se preguntaba Alfonso. —Venga, m'hijo —dijo una matrona que apareció detrás de la coci- na—, a comer. La mesa lucía majestuosa, asado de cordero, puré de papas y batatas con curry, locro, vino y pan caliente. Alfonso sonrió. Terminada la cena, el joven ya no podía sobrevivir al sueño, así que luego de un puro acompañado con brandy en la sala junto a su amigo, se despidió de Augusto para disponerse a descansar. Al otro día seguirían viaje al campo. Esa noche, a pesar del cansancio físico, se animó a aventurar algún pensamiento sobre su verdadera madre y su verdadero padre. Con todo su corazón quería saber algo de ellos... La idea de no descubrir nada no era una opción para él. Confiaba en que su tierra le daría la información que necesitaba. 81 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS Hollaron el pasto con un poncho y se sentaron un momento, Augusto sacó una bora con agua y les convidó, las mujeres agradecieron y tímidamen- te se acomodaron una pegadita a la otra sin emitir palabras. Lourdes, la más pequeña, cada tanto relojeaba a Alfonso, —+¿Qué hacen viajando solas? —preguntó Alfonso, tratando de enten- der las costumbres desconocidas. —Vamos a visitar a nuestra tía Maruca, su estancia ha sido asaltada y asesinaron a su marido, quedó completamente sola y afligida, pobrecita. —Es peligroso que viajen sin compañía —sentenció Augusto. —Justamente mi padre nos mandó con los jinetes que mataron los in- dios, pero no fue suficiente —contestó, apenada, Patricia. —Vamos a llevarlas hasta mi estancia, van a descansar y luego, con un coche, las hacemos acercar hasta el lugar donde las espera su tía, ya me doy Cuenta de quién es —completó Augusto—. Es vecina nuestra. —Esperamos poder agradecerles, realmente nos salvaron la vida. —No es nada, y ¿qué van a hacer con la estancia? Si no me equivoco es un campo importante —seguía preguntado el cura. —Sí, nuestro hermano llega en unos días con una familia italiana que se va a instalar en la casa de nuestra tía para trabajar el campo. El silencio se apoderó del instante, dejando miradas ocultas de miedo y desazón. Luego de un momento retomaron la marcha. Lourdes enseguida se fue hacia el caballo de Alfonso. Él sonrió, sabía de su efecto encantador con las mujeres. Ante cada ruido extraño se detenían y Augusto, que era el más baquia- no, revisaba los alrededores. Las dos mujeres iban arrebujadas sobre las espal- das de los jinetes. El cansancio vencía las palabras. El viaje se extendía... . Por fin, y junto al atardecer, llegó la figura deseada: a lo lejos se veía el caserío rodeado de árboles. Entraron a la estancia y los peones fueron a su encuentro tomando los caballos cansados y escoltando a los viajeros hasta la galería de ingreso. —Ay, mi curita que estaba priocupada! —dijo Ramona, una negra ro- busta con un pañuelo ajustado en su cabeza y que no escatimó esfuerzos en abrazar al cura hasta dejarlo casi sin respirar. 84 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE —¡Ya estaba por ponélos santitos suyos pa'abajo! ¡Estaba tan priocupa- da! —sepetía la negra. —Ramona, ya te dije que no pongas más a los santos de espalda. Y ya estamos aquí. Nos atacaron y por supuesto nos robaron todo. —¡Yo sabía qui algo había pasado! —Bueno, mi negrita, ya estamos aquí. Te presento a Alfonso. Y a las señoritas Patricia y Lourdes, que viajaban con nosotros... — Así que usté es el Alfonso, si mi habrá hablado de usté, mi curita. Ramona siguió abrazando a todos y luego volvió su atención a Augusto esperando que le ordenara cómo seguir. —Ramona, invitá a las damas con té, o lo que ellas deseen, y avisale a Pedro que venga. Enseguida Ramona obedeció y luego de salir, seguida de las dos muje- res para la cocina, se acercó Pedro. —Pedro, prepará dos caballos para las señoritas y escoltalas hasta la es- tancia de los Solares. Fijate que todo esté en orden antes de volver. —Claro, amo. Bienvenido, don Alfonso, lo estábamos esperando. —¡Muchas gracias, Pedro! —contestó Alfonso, el lugar le había gusta- do y mucho. — Alfonso, ¿tu poncho quedó en el baúl? —preguntó Augusto. —No, mi amigo, aquí conmigo —contestó Alfonso señalando la car- tera de cuero que traía cruzada en su pecho. —Bueno, qué alivio. —Sí, es mi único documento argentino, lo tengo bien cuidadito. Luego de descansar, los amigos salieron a recorrer la estancia. Augusto era una persona muy especial. Él no seguía estrictamente las instrucciones del clero, había construido su propio manual de acuerdo a las distintas necesidades que iban apareciendo. La estancia se la había donado la familia Cortez antes de irse de la zona. Era bien grande, y allí se trabajaba con la tierra y el ganado, eso le daba los sustentos necesarios para realizar sus misiones evangelizadoras. Era muy querido y respetado en la zona. Terminado el recorrido, y ante la admiración de Alfonso por la obra de su amigo, los interceptó Ramona, que aún protestaba porque les habían ro- 85 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS bado todo lo que ella estaba esperando para su cocina. —Niños, vamos que les preparé unas empanadas —les dijo. Salieron ambos detrás de ella rumbo al comedor, donde ya estaba dis- puesta la mesa. El aroma mezclado entre picantes y dulce era agradable. —Niño Alfonso, a ver qué dice después de esto. Alfonso probó la empanada y quedó perplejo ante su sabor. El picante jugando con la carne y las pasas de uvas, y el crocante de la fritura en grasa bien calentita lo dejaron encantado. —Ramona, es exquisita. Quiero más... —le dijo el muchacho. Con una sonrisa, Ramona se retiró del comedor; era todo lo que quería escuchar en el día, se desquitaba en la cocina, no había quien le ganara en comidas. La negra tenía su propio pedazo de tierra con yuyos de todo tipo que usaba para darle a sus platos un sabor siempre especial y, por supuesto, único. Ramona también ayudaba en las misiones a Augusto cuando necesita- ba, ella se encargaba de cocinar y preparar infusiones, entre otras cosas. Es- taba a cargo de las criadas que mantenían la estancia y de los peones que tra- bajaban la huerta, de los cuales la mayoría eran indios. Alfonso se sintió enseguida muy cómodo con las costumbres del cam- po. Se levantaba muy temprano, al alba, le gustaba compartir el mate y algu- na carne asada que Ramona disponía en la mesa para la peonada. Luego del suculento desayuno, algunos se ocupaban de alimentar a los animales; las mujeres se dedicaban de los frutales y la siembra. Alfonso tomaba un caballo, que Augusto gentilmente le había seleccionado, y salía por el campo a reco- rrer todas las tareas. Le maravillaba ver cómo cada uno se encargaba de lo suyo, con tanto empeño y responsabilidad. Cuando llegaba el mediodía la cita era completa. En la mesa de la coci- na todos compartían la comida de Ramona. Dormitaban un rato para luego seguir con las tareas antes de que llegara la noche. A los que no regresaban del campo, Ramona les enviaba la comida con alguna criada. Aprovechando que estaba su amigo, Augusto se trasladaría al norte a or- ganizar una nueva misión. Se sentía tranquilo dejando a Alfonso a cargo, en- tonces él podía tomarse el tiempo que fuera necesario para concluir su tarea. 86 Scanned with CamScanner CAPÍTULO 12 MALOS PRESAGIOS l- uego de la partida de Augusto, todas las mañanas, antes de que el sol des- puntara, Alfonso ya estaba en la cocina listo para salir a cumplir sus tareas. Se sentía muy a gusto y eso le había calmado la ansiedad de salir co- rriendo a buscar información sobre su familia de origen. Ese día llegó eufórico a la estancia. Saltó de su potro que quedó parado, con las riendas colgando, en la galería y entró en la cocina. —Ramona, conocí a una mujercita cerca de “las cuevas”, Rosalía Ra- mírez, ¿sabes quién es? —le preguntó. —Claro que sé quién es, ¿justo la Rosalía te agarraste? Son tres herma- nas, la familia es muy importante aquí. —¿Y por qué dices eso de Rosalía? —Por nada, mijo, chismerío nomás. —Ahora me tienes que decir... —Parece que es la más arisca de las tres —le contestó Ramona, tapan- do su boca con la mano, era puro chisme. —Cuéntame —le pidió Alfonso, mientras tomaba el mate con su ma- no y la invitaba a sentarse alrededor de la gruesa mesa de madera—. Pero antes trae unos pastelitos —agregó con una sonrisa. La criada lo puso al tanto sobre la familia Ramírez; Alfonso, atento, tomaba mates, saboreaba los pastelitos con dulce de Ramona y escuchaba. La segunda vez que la vio estaba trepada del árbol, espiando, vestida con pantalones y botas de montar, Se quedó mirándola un momento, no 89 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS Pudo sacar sus ojos de encima, la posición en la que estaba mostraba sus nal- gas redondas y remarcadas y esa visión le produjo un cosquilleo en la entre- pierna. Esa mujercita lo volvía loco. Durante ese encuentro y mientras la acompañaba hasta su estancia, pudieron conversar un poco más. Luego había ido a buscarla... y el destino la puso otra vez a su merced. Allí supo que era el amor de su vida. No sabía cómo, ni porqué, solo lo su- po... Habían sellado su amor. Durante los días siguientes Ramona lo observaba: “Este se ha enamorao hasta los dientes”, pensaba. Habían quedado en encontrarse otra vez, Alfonso la esperó hasta que el sol se perdió en el horizonte. Le costaba comprender por qué no había asistido. ¿Qué había hecho él para molestarla? Tal vez había sido muy grose- ro. Tal vez estaba avergonzada por haberle entregado su amor, ofendida, o tal vez sus padres la habían castigado y no la dejaban salir. Tantos “tal vez” pasa- ban por su cabeza. La tristeza había invadido su corazón. Pero no se quedaría de brazos cruzados, tenía que averiguar por qué no había ido al encuentro... la esperó todos los días a la misma hora, recorrió lugares. Ramona lo observaba en silencio, la negra no se perdía nada. Algo había pasado. No hacía falta pensar mucho para darse cuenta de que el joven, de estar en la gloria del amor, había pasado a penar por los rincones. Enton- ces, no aguantó más y lo confrontó: —¿Qué pasa que anda priocupado? —Nada importante, Ramona. —-Vamo, niño... que soy negra, pero no tonta. —Bueno, tal vez me puedas ayudar, después de todo —dijo pensativo. —¿Qué pasa, niño Alfonso? —No sé nada de Rosalía. Teníamos un encuentro... y ella no fue. En ese momento Ramona se dio cuenta de que Alfonso no estaba al tanto de las últimas noticias de los Ramírez. .. —Vamos pa la cocina, que le vud prepará algo pal buche, y le cuento, Alfonso la siguió, intrigado, —Segurito no se enteró de lo que le pasó a la familia de la chica. —No, no sé nada y no la he vuelto a ver, ¿qué ha pasado? —preguntó 90 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE ¿Alfonso preocupado. —¡Se fueron a Córdoba con los Cabrera y justo llegaron los capiangos y selos comieron a todos, una barbaridad! —dijo Ramona con vehemencia. —¿Qué? ¿Qué son los capiangos? —Son los gauchos del Tigre Quiroga que cuando van andando, se transforman y atacan y se comen a los muertos... y parece que a los vivos también. —¿Qué? —preguntaba Alfonso sin comprender bien. —Usté no sabe, a mí me lo contó tuito la criada de los vecinos. Ataca- ron Córdoba y mataron a los padres de las niñas, también mataron a los Ca- brera, la familia completita, en el pueblo están tuitos de luto, mire. Los Sola- res, y ahora esto. Estamos maldecidos. Alfonso escuchaba sin entender del todo lo que le contaba Ramona, algo había conversado con Augusto de la situación del país, pero no lo tenía muy en claro. —Dios mío, pobrecita, cómo debe estar... ¿Quién los mató? ¿Por qué? ¿Fueron atacados por los indios? —preguntaba sin respiro Alfonso, afligido. —No sé muy bien, pero parece que el padre de la mocita era un políti- co importante que lo mataron igual que al Cabrera, dicen que las hijas se salvaron porque justo estaban en la misa, qué locura ¿no? A pesar de no comprender muy bien la situación política del lugar, le quedaba claro lo que le había sucedido a la familia de Rosalía. Sin pensarlo mucho, quedó de pie frente a la mesa, miró a la criada y le dijo: —Ramona, prepara todo que me voy a Córdoba, consígueme la direc- ción de la familia Ramírez y llama a los peones así les dejo todo organizado hasta mi regreso. No la voy a dejar sola en un momento como este... —-Como usté diga, ya mesmo —le contestó Ramona y salió de la cocina. Sentado en la galería, el tiempo se detuvo: ¿cómo estaría su amada?, cuánta tristeza y él lejos, sin poder abrazarla y contenerla. Lo mejor sería ir a Córdo- ba y llevársela de ahí a España, a ella y asus hermanas, y olvidar a lo que ha- bía venido. Miles de pensamientos se cruzaban en la mente de Alfonso, que estaba como hipnotizado mirando al vacío. 91 Scanned with CamScanner GURAL1 Ltrs que estaba en manos de los indígenas, y por las historias que había escucha- do, eso no era nada bueno. Su cuerpo se resentía con cada movimiento que intentaba hacer. —¿Qué me pasó? —trataba de recordar... La mujer india sacó de su morral un poncho y se lo extendió sobre sus piernas, —Te raptaron, te golpearon, te vejaron y luego, creyendo que estabas muerta, te arrojaron por allí —le dijo. Algunas imágenes comenzaron a aparecer en la mente de Rosalía. Re- cordó los alaridos de los indios. El relincho de los caballos. El sonido de las balas. El grito desaforado del postillón.... Y luego, el indio mal oliente apre- tándola sobre su cuerpo, cabalgando a todo galope y gritando frases inenten- dibles a todo pulmón. El cuerpo se le había entumecido del miedo. En determinado momento Rosalía se soltó del indio y cayó sobre el ca- mino. Al mismo tiempo, el hombre, con la rapidez del viento, la volvió a subir en ancas, apretándola con tanta fuerza que le costaba respirar. Luego de un rato largo de avanzar cabalgando como diablos con las lanzas en alto, a los gritos desaforados, comenzaron a aminorar la marcha y a detenerse. Hablaban entre ellos. Se detuvieron, amarraron los caballos a unos árboles dejándolos tomar agua de un arroyo. Rosalía no entendía el idioma que hablaban, solo estaba segura de que la muerte estaba otra vez cer- ca de ella. El indio que la llevaba consigo no se detuvo con el resto y avanzó un poco más, parando debajo de un árbol. La tiró contra el piso y se hundió so- bre ella. A pesar de los gritos y puñetazos de Rosalía, el salvaje le rompió el atavío y la penetró duramente, descargando su inquina en cada golpeteo so- bre el débil cuerpo de Rosalía, hasta que se detuvo, la miró, le gritó algo que ella no entendió y la golpeó con furia en el rostro. Luego tomó su miembro erecto y la penetró de nuevo. Rosalía sintió el dolor en la entrepierna. Cerró sus ojos y tapó sus oídos con ambas manos, Mientras su cabeza golpeaba contra el árbol en cada embate del hombre contra su cuerpo. Enseguida apareció otro indígena con los ojos inyectados de sangre, que había estado observando la escena detrás de un árbol, y antes de que Ro- 94 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE salía pudiera levantarse, ya estaba sobre ella listo para someterla. Otra vez el hedor repugnante del salvaje sobre ella, jadeando y penetrándola sin conce- sión y a los gritos, y con la otra mano levantando a modo de trofeo una bota de cuero con aguardiente. Rosalía ya no se resistió más, era peor, se quedó quietita saciando la sed de los salvajes mal trazados. Enseguida llegó el terce- ro que mientras la penetraba, le golpeaba la cara con furia y gritaba palabras extrañas a los oídos de la joven. El infeliz la cabalgó durante un largo rato apretando sus pechos, jadeando y tironeando su cabellera. Luego vino otro, y luego otro... hasta que cerró sus ojos y el dolor la hizo desvanecer por com- pleto. Rosalía rompió en llanto frente a la mujer que la miraba. —¡Son salvajes, no son humanos! —dijo al recordar lo sucedido. — Tranquila, ahora descansá un poquito —le dijo la india y luego salió por la apertura. Rosalía seguía llorando, no podía respirar por la congoja. Enseguida regresó la mujer con un jarro humeante en su mano. La mu- chacha lo tomó sin miramientos y lo ingirió rápidamente, como si ese líqui- do pudiera limpiarla de la pesadilla vivida, haciendo arcadas luego de termi- narlo, y mirando para todos lados asustada. ¿Qué le había dado de beber esta india? —¿Quién es usted... — le preguntó Rosalía—. No habla como ellos —siguió. En ese momento ingresó un indio con el cabello tomado con una vin- cha tejida muy colorida. Vestía un chamal y cubría sus pies con zumeles con- feccionados con cuero de las patas de las vacas y caballos. Llevaba un tazón de madera en la mano, que enseguida tomó la india y se lo dio a beber a Ro- salía, Rosalía observaba ahora en silencio. ¿Y ahora qué le daban? ¿Y si la en- venenaban? —Tomá esto también, Te va a dar fuerzas —le dijo la mujer. Rosalía lo tomó con su mano, tuvo que hacer un gran esfuerzo para beberlo ya que el brebaje era más asqueroso que el que acababa de tomar. La india la observaba con compasión. 95 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS —El remedio lo hizo la Machi. Ella vendrá luego a verte —le dijo. —¿Quién es Machi? —_La curandera, así se le llama aquí... Luego de beber la infusión, Rosalía se quedó mirando a la mujer que es- taba sentada a su lado... con las piernas cruzadas. Por un momento sintió otra vez el dolor, Pera esta vez el dolor de la impotencia, de no poder volver el tiem- po para atrás y suspender ese viaje que la había dejado allí: en una toldería con indios, moribunda y dolorida. Con los indios malos; así definía a los que ma- loqueaban en la zona dejando solo desastres y desolación. Recordó a sus pa- dres, muertos. Pensó en sus hermanas y lo preocupadas que estarían por ella. Sintió náuseas nuevamente. Volteó su cabeza y otra vez vomitó todo. ... allí, al costado de las pieles donde estaba acostada. Enseguida la india, con una lanza corta de punta ancha, escarbó la tierra y la puso sobre el vómito de Rosalía. Mágicamente, luego de sacar todo de su estómago, un alivio llegó a su cuerpo. —-_Usted no parece una india —le dijo. —¿Por qué? —No sé, domina muy bien el español, no habla como ellos... La india no contestó. —Yo me llamo Rosalía, y ¿usted? —Me llamo Mailén. ¿Cómo te sentís? ¿Recordás lo qué te pasó? —al fin, contestó la mujer. —Sí, viajaba a Tulumba desde Córdoba cuando nos alcanzó un malón. Luego me llevaron. En un paraje me deshonraron muchas veces, me pegaron y de allí no recuerdo nada más... —Eso es muy lejos de aquí, se ve que te traían y como no reaccionabas, pensaron que estabas muerta, por eso te dejaron tirada, —¿Cómo llegué hasta aquí? —U nos niños me avisaron que te habían visto y te fuimos a buscar. —Y ahora, ¿qué va a pasar conmigo? —No lo sé, por ahora tenés que reponerte. —Gracias —le dijo Rosalía a esa mujer que seguro la estaba ayudando sin esperar nada a cambio, El mundo salvaje de afuera la aterraba. Pasado un rato, Mailén se levantó para irse, 96 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE zando sus rodillas y soportando el dolor. El fuego que habían encendido afuera tomó fuerza y las sombras empezaron a danzar alrededor de la tienda. Los gritos y cantos tomaron la noche, por allí se escuchaba alguna india re- zongar por el atropello masculino. En un momento alguien quiso entrar torpemente a la carpa, pero se desplomó ruidosamente en el piso, quedando recostado en el exterior bajo la mirada aterrada de Rosalía que ya casi ni respiraba para no hacer ruido. Al rato la sombra dejó de insistir y se alejó lentamente. Empezó a rezar a la vir- gen María. Le pedía que la perdonara por haber estado con un cura. Ella es- taba en el cielo y lo veía todo. Sabía que Rosalía era inocente. Confiaba en eso. Le pidió por esa noche, que nadie la molestara, que el tiempo pasara rápido. Cuando el sol despuntó, recién allí llegó el silencio y también Mailén con su tinaja con agua caliente. —-¿Qué te pasó? —preguntó Rosalía al ver el rostro lleno de moretones de Mailén. —-Me caí. —Ah, conozco ese tipo de caída. —_Imagino que sí. Esto va a durar un par de días, aquí los festejos son así —le dijo a la muchacha. —No, no puede ser... —repetía Rosalía lamentándose. Ambas mujeres no hablaron más del tema. Las dos sabían que no había sido una caída sino golpes desafortunados, pero preferían ignorarlos, tal vez eso las ayudaba a seguir adelante ante tanta adversidad. —Mailén, una vez que me reponga, me voy —rompió el silencio Rosalía. La mujer la miró cariñosamente y le preguntó: —¿Te molestaron en la noche? —No, alguien quiso entrar, pero se ve que estaba muy borracho porque cayó a un costado y por un largo rato quedó allí, luego se fue. Imaginate el susto, —Paciencia. Mailén era un ángel en medio de la desgracia. ¿Qué habría hecho sin su ayuda? 99 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS ¿Qué pasaría con su vida ahora? No se animaba a imaginar un futuro inmediato. ¿Qué habría sido de Alfonso? ¿Qué sería de ella a partir de ahora? Cuántas preguntas sin respuesta. El silencio se apoderó del lugar, solo el bisbiseo de algunas mujeres que circundaban por ahí. 100 Scanned with CamScanner literatura Castellaña CAPÍTULO 14 ¿ACEPTAR O. LUCHAR? pes se sentía mejor. De todas maneras, el dolor aún no la dejaba ermanecer parada por mucho tiempo, la hediondez del lugar le re- sultaba difícil de soportar y la descomponía, ya era hora de tomar un poco de aire, así que ese día esperó a que llegara Mailén y le pidió que la ayudara a salir un rato. Tomada del brazo de su protectora, arrimó su carita por la entrada del toldo antes de salir, y vio un mundo diferente: el paisaje lucía yermo, se veían chañares y espinillos. Algunas mujeres con los brazos cargados de leños, ca- minando y dando luz a la tristeza del entorno. Otras, sacudían las enramadas con escobas de biznagas. Los niños corriendo a los gritos, algunos hombres tirados junto al fuego pagando la borrachera de la noche anterior. Los más ancianos, sentados en rueda con sus pipas largas colgando de los labios. Ga- llinas, perros y otros animales sueltos. Las horquetas sosteniendo ollas hu- meantes, tal vez guisos de carnes de yegua. Cerca de allí, un potrero atiborra- do de caballos de excelente estampa. Algunos los vareaban, otros los cepillaban, y entonces lo vio. El niño saltaba al potro en su carrera alocada y se iba trepando como mono al árbol. La destreza del pequeño era admirable. Se quedó un rato mirándolo. Rosalía le preguntó a Mailén qué significaban las lanzas clavadas afuera del ingreso de algunos toldos que les daban un aire de superioridad. Ella le explicó que se trataba de las tiendas de los indios de mayor estirpe. Era extraño, hoy se encontraba adentro de un sitio parecido al que tan- 101 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS Una tarde, antes de que el sol se escondiera, ambas mujeres recibieron una visica inesperada. Un hombre de pelo negro y nariz angulosa, con una vincha bien definida en colores fuertes, ingresó sin preámbulos a la tienda. —Cacique —dijo asombrada Mailén. No era usual que las cosas suce- dieran así. En una lengua bastante enrevesada y con la traducción de Mailén, dia- logó con Rosalía. Se disculpó por las atrocidades que había sufrido en manos de los indios. Le aclaró que no eran de su comunidad. Rosalía lo observa- ba... Tenía paz en sus hombros, se decían muchas cosas de él, en las diferen- tes tolderías era muy respetado y admirado, indio de pura estrategia, cabeci- lla de grandes malones. Le dio la bienvenida y le dijo que ella quedaba bajo la protección de Mailén. Entonces Rosalía entendió que si estaba a salvo, era gracias a esa mujer que milagrosamente había aparecido en su vida. Luego de compartir un momento con ambas mujeres, el cacique se re- tiró. Mailén consideró que ya era tiempo de contarle a Rosalía cómo seguía su situación allí. No iba a ser fácil para la niña. —Cuando te repongas... van a venir a reclamarte, como esposa, algo así —dijo cuidadosamente Mailén, observando la trasformación en la cara de Rosalía. —¿Queé? Yo no voy a ser esposa de ninguno de estos bárbaros. Cuando pueda me voy de este lugar. Ya demasiado me hicieron, ¡salvajes! —No es fácil, querida. Silencio. Mailén dejó que el silencio mandara. Eso ayudaría a Rosalía a pensar. Ya le había dicho lo que sucedería, ahora, debían esperar. Así eran las cosas allí. Luego de esa charla, Rosalía había perdido el interés por todo. Solo pensaba en cómo podía irse de ese lugar. Entonces, Mailén decidió conversar abiertamente con la joven cautiva. Luego de los quehaceres, se sentó a comer con ella dispuesta a contarle una larga historia, la cual Rosalía esperaba hacía tiempo. Bebió un trago de aguardiente, se acomodó en la cuja y empezó: —Hace muchos años, casi los mismos que tenés vos ahora, yo era una jovencita muy feliz viviendo mis primeros meses de matrimonio en una es- 104 Scanned with CamScanner MALÓN DE AMOR Y MUERTE tancia en Villa Concepción del Río Cuarto. Un día, el peor día de mi vida, fuimos arrasados por un malón de indios. Luego de eso mi vida cambió para siempre —dijo con voz entrecortada. Y luego de tragar saliva, continuó: —Estaba embarazada de pocos meses cuando me ocurrió eso, así que traté por todos los medios de cuidar mi panza. Me llevaron a una toldería adonde la pasé muy mal, recibía diariamente palizas tanto de indias como de indios. Yo no comprendía por qué me pegaban: Con todas mis fuerzas, las que me quedaban, logré escapar. No conocía el lugar, pero me fui. Una fuer- za superior adentro mío, que era mi hijo, me ayudaba a salir. Corrí, corrí mucho, no sé cuánto tiempo pasó, días... —dijo tratando de reponerse. El recuerdo le había transformado los gestos. En un instante se había converti- do en una Mailén totalmente vulnerable. —Me capturaron. Otra vez regresé a lo mismo. Estaba abatida. Solo me importaba no perder el embarazo: El tiempo se acercaba... Y al fin, na- ció. Mi bebé estaba tan arraigado a mí, que a pesar de todo, nunca me aban- donó —se tomó el rostro con ambas manos y Rosalía se sentó a su lado pa- sando su brazo por su hombro, Mailén continuó con el relato: —_Luego de descansar un poco y prenderlo de mi pecho, lo envolví en un poncho y otra vez me escapé, ya lo había planeado. Esta vez me fui con mi hijito recién nacido a caballo. Lo até a mi pecho y salimos. Todavía puedo sen- tirlos latidos de su corazón aquí... —dijo, conteniendo las lágrimas, y apoyan- do una mano en su pecho. Anduve arriba del caballo sin rumbo no sé cuánto tiempo. No sé de dónde salía la fuerza que me mantenía. Entonces, entre los árboles, vi un rancherío y cuando me estaba acercando me alcanzó otra vez un malón de indios. Logré dejar a mi hijito tirado en el pasto enrollado en el pon- cho... Justo cuando me arrancaron del piso, vi a una mujer salir de un rancho, Con todas mis fuerzas empecé a gritar que buscara al bebé, y entre lágrimas y con el corazón desgarrado, me entregué a mi suerte. Ya nada importaba y si moría... mejor. La mujer se quedó mirando cómo me llevaban colgada del caballo y yo desesperada señalaba el lugar donde había dejado a mi chiquito. Rosalía ya no pudo contener sus lágrimas de dolor y admiración por esa mujer que estaba delante de ella, que contaba su historia como si fuera de Otra persona. 105 Scanned with CamScanner GRACIELA RAMOS —Y después, ¿qué te pasó? —Pasé derecho a una toldería donde un capitanejo me resguardó de los malos tratos, aunque a veces todo se volvía confuso y bueno, te imaginás..... Hasta que un día, después de que pasara mucho tiempo, no sé cuánto, años, apareció el cacique, vi la bondad en sus ojos y le pedí por favor que me saca- ra de allí. El maltrato de las indias era tremendo, ellas me culpaban de sacar- le a sus hombres, él pagó mucho por mí y me trajo aquí, bueno acá estoy... —Dios mío, Mailén, no sé qué decirte. —No sé qué sucedió con mi hijo, pero siento en mi corazón que está bien y muy lejos de aquí. —¿Nunca pensaste en regresar a tu hogar, en buscar a tu hijo? —No se vuelve de esto, ya sabés lo que pasa con las cautivas cuando regresan, imagínate yo, que estaba embarazada. Prefiero que me den por muerta y listo. Aquí no estoy mal, El cacique me cuida. Y que mi hijo no es- té aquí, ya es suficiente para mí. De todas maneras traté de escaparme mu- chas veces y siempre retorno... Tengo que aceptar que mi destino es este. Y si mi hijo está bien, es mejor que no sepa que su madre es una cautiva... imaginate. Mejor así. —Pero, hace poco tiempo que estás con el cacique. Sí, desde que llegó de Chile para organizar a los indígenas. Igual pre- fiero olvidar todo lo que pasé durante los últimos años de mi vida. —¿Qué puedo hacer por vos? —Nada, solo reponerte y decidir qué vas a hacer con tu vida. ¿Y vos, renías novio? Alfonso invadió el pensamiento de Rosalía y sus ojos se llenaron de lá- grimas, igual decidió no contar nada, no tenía sentido, si nunca lo volvería a ver, Seguramente estaría en alguna iglesia ejerciendo su sacerdocio; contar ese pecado le traería más castigo. —No, nada importante. .. —¿Por qué las lágrimas entonces? —Nostalgia por lo que no voy a volver a vivir —le dijo. En ese momento Mailén se levantó y la abrazó fuerte, ambas mujeres lloraban la misma pena. Se dio cuenta de que había algo que la acormentaba, 106 Scanned with CamScanner
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