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ORGULLO Y PREJUICIO libro autor Jane Austen, Transcripciones de Lengua y Literatura

Libro de Orgullo y Prejuicio , autor Jane Austen . Este libro es un PDF que se puede descargar

Tipo: Transcripciones

2020/2021

Subido el 19/04/2021

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Vista previa parcial del texto

¡Descarga ORGULLO Y PREJUICIO libro autor Jane Austen y más Transcripciones en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! CAPÍTULO I Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa. Sin embargo, poco se sabe de los sentimientos u opiniones de un hombre de tales condiciones cuando entra a formar parte de un vecindario. Esta verdad está tan arraigada en las mentes de algunas de las familias que lo rodean, que algunas le consideran de su legítima propiedad y otras de la de sus hijas. ––Mi querido señor Bennet ––le dijo un día su esposa––, ¿sabías que, por fin, se ha alquilado Netherfield Park? El señor Bennet respondió que no. ––Pues así es ––insistió ella––; la señora Long ha estado aquí hace un momento y me lo ha contado todo. El señor Bennet no hizo ademán de contestar. ––¿No quieres saber quién lo ha alquilado? ––se impacientó su esposa. ––Eres tú la que quieres contármelo, y yo no tengo inconveniente en oírlo. Esta sugerencia le fue suficiente. ––Pues sabrás, querido, que la señora Long dice que Netherfield ha sido alquilado por un joven muy rico del norte de Inglaterra; que vino el lunes en un landó de cuatro caballos para ver el lugar; y que se quedó tan encantado con él que inmediatamente llegó a un acuerdo con el señor Morris; que antes de San Miguel[L1] vendrá a ocuparlo; y que algunos de sus criados estarán en la casa a finales de la semana que viene. ––¿Cómo se llama? Orgullo y Prejuicio Jane Austen Haciendo CLICK AQUÍ puedes acceder a la colección completa de más de 3.500 libros gratis en infolibros.org ––Bingley. ––¿Está casado o soltero? ––¡Oh!, soltero, querido, por supuesto. Un hombre soltero y de gran fortuna; cuatro o cinco mil libras al año. ¡Qué buen partido para nuestras hijas! ––¿Y qué? ¿En qué puede afectarles? ––Mi querido señor Bennet ––contestó su esposa––, ¿cómo puedes ser tan ingenuo? Debes saber que estoy pensando en casarlo con una de ellas. ––¿Es ese el motivo que le ha traído? ––¡Motivo! Tonterías, ¿cómo puedes decir eso? Es muy posible que se enamore de una de ellas, y por eso debes ir a visitarlo tan pronto como llegue. ––No veo la razón para ello. Puedes ir tú con las muchachas o mandarlas a ellas solas, que tal vez sea mejor; como tú eres tan guapa como cualquiera de ellas, a lo mejor el señor Bingley te prefiere a ti. ––Querido, me adulas. Es verdad que en un tiempo no estuve nada mal, pero ahora no puedo pretender ser nada fuera de lo común. Cuando una mujer tiene cinco hijas creciditas, debe dejar de pensar en su propia belleza. ––En tales casos, a la mayoría de las mujeres no les queda mucha belleza en qué pensar. ––Bueno, querido, de verdad, tienes que ir a visitar al señor Bingley en cuanto se instale en el vecindario. ––No te lo garantizo. ––Pero piensa en tus hijas. Date cuenta del partido que sería para una de ellas. Sir Willam y lady Lucas están decididos a ir, y sólo con ese propósito. Ya sabes que normalmente no visitan a los nuevos vecinos. De veras, debes ir, porque para nosotras será imposible visitarlo si tú no lo haces. ––Eres demasiado comedida. Estoy seguro de que el señor Bingley se alegrará mucho de veros; y tú le llevarás unas líneas de mi parte para asegurarle que cuenta con mi más sincero consentimiento para que contraiga matrimonio con una de ellas; aunque pondré alguna palabra en favor de mi pequeña Lizzy[L2]. ––Me niego a que hagas tal cosa. Lizzy no es en nada mejor que las otras, no es ni la mitad de guapa que Jane, ni la mitad de alegre que Lydia. Pero tú siempre la prefieres a ella. ––Ninguna de las tres es muy recomendable ––le respondió––. Son tan tontas e ignorantes como las demás muchachas; pero Lizzy tiene algo más de agudeza que sus hermanas. ––¡Señor Bennet! ¿Cómo puedes hablar así de tus hijas? Te encanta disgustarme. No tienes compasión de mis pobres nervios. ––Te equivocas, querida. Les tengo mucho respeto a tus nervios. Son viejos amigos míos. Hace por lo menos veinte años que te oigo mencionarlos con mucha consideración. ––¡No sabes cuánto sufro! ––Pero te pondrás bien y vivirás para ver venir a este lugar a muchos jóvenes de esos de cuatro mil libras al año. ––No serviría de nada si viniesen esos veinte jóvenes y no fueras a visitarlos. ––Si depende de eso, querida, en cuanto estén aquí los veinte, los visitaré a todos. El señor Bennet era una mezcla tan rara entre ocurrente, sarcástico, reservado y caprichoso, que la experiencia de veintitrés años no habían sido suficientes para que su esposa entendiese su carácter. Sin embargo, el de ella era menos difícil, era una mujer de poca inteligencia, más bien inculta y de temperamento desigual. Su meta en la vida era casar a sus hijas; su consuelo, las visitas y el cotilleo. reunir a un grupo de amigos para la fiesta. Y pronto corrió el rumor de que Bingley iba a traer a doce damas y a siete caballeros para el baile. Las muchachas se afligieron por semejante número de damas; pero el día antes del baile se consolaron al oír que en vez de doce había traído sólo a seis, cinco hermanas y una prima. Y cuando el día del baile entraron en el salón, sólo eran cinco en total: el señor Bingley, sus dos hermanas, el marido de la mayor y otro joven. El señor Bingley era apuesto, tenía aspecto de caballero, semblante agradable y modales sencillos y poco afectados. Sus hermanas eran mujeres hermosas y de indudable elegancia. Su cuñado, el señor Hurst, casi no tenía aspecto de caballero; pero fue su amigo el señor Darcy el que pronto centró la atención del salón por su distinguida personalidad, era un hombre alto, de bonitas facciones y de porte aristocrático. Pocos minutos después de su entrada ya circulaba el rumor de que su renta era de diez mil libras al año. Los señores declaraban que era un hombre que tenía mucha clase; las señoras decían que era mucho más guapo que Bingley, siendo admirado durante casi la mitad de la velada, hasta que sus modales causaron tal disgusto que hicieron cambiar el curso de su buena fama; se descubrió que era un hombre orgulloso, que pretendía estar por encima de todos los demás y demostraba su insatisfacción con el ambiente que le rodeaba; ni siquiera sus extensas posesiones en Derbyshire podían salvarle ya de parecer odioso y desagradable y de que se considerase que no valía nada comparado con su amigo. El señor Bingley enseguida trabó amistad con las principales personas del salón; era vivo y franco, no se perdió ni un solo baile, lamentó que la fiesta acabase tan temprano y habló de dar una él en Netherfield. Tan agradables cualidades hablaban por sí solas. ¡Qué diferencia entre él y su amigo! El señor Darcy bailó sólo una vez con la señora Hurst y otra con la señorita Bingley, se negó a que le presentasen a ninguna otra dama y se pasó el resto de la noche deambulando por el salón y hablando de vez en cuando con alguno de sus acompañantes. Su carácter estaba definitivamente juzgado. Era el hombre más orgulloso y más antipático del mundo y todos esperaban que no volviese más por allí. Entre los más ofendidos con Darcy estaba la señora Bennet, cuyo disgusto por su comportamiento se había agudizado convirtiéndose en una ofensa personal por haber despreciado a una de sus hijas. Había tan pocos caballeros que Elizabeth Bennet se había visto obligada a sentarse durante dos bailes; en ese tiempo Darcy estuvo lo bastante cerca de ella para que la muchacha pudiese oír una conversación entre él y el señor Bingley, que dejó el baile unos minutos para convencer a su amigo de que se uniese a ellos. ––Ven, Darcy ––le dijo––, tienes que bailar. No soporto verte ahí de pie, solo y con esa estúpida actitud. Es mejor que bailes. ––No pienso hacerlo. Sabes cómo lo detesto, a no ser que conozca personalmente a mi pareja. En una fiesta como ésta me sería imposible. Tus hermanas están comprometidas, y bailar con cualquier otra mujer de las que hay en este salón sería como un castigo para mí. ––No deberías ser tan exigente y quisquilloso ––se quejó Bingley––. ¡Por lo que más quieras! Palabra de honor, nunca había visto a tantas muchachas tan encantadoras como esta noche; y hay algunas que son especialmente bonitas. ––Tú estás bailando con la única chica guapa del salón ––dijo el señor Darcy mirando a la mayor de las Bennet. ––¡Oh! ¡Ella es la criatura más hermosa que he visto en mi vida! Pero justo detrás de ti está sentada una de sus hermanas que es muy guapa y apostaría que muy agradable. Deja que le pida a mi pareja que te la presente. ––¿Qué dices? ––y, volviéndose, miró por un momento a Elizabeth, hasta que sus miradas se cruzaron, él apartó inmediatamente la suya y dijo fríamente: ––No está mal, aunque no es lo bastante guapa como para tentarme; y no estoy de humor para hacer caso a las jóvenes que han dado de lado otros. Es mejor que vuelvas con tu pareja y disfrutes de sus sonrisas porque estás malgastando el tiempo conmigo. El señor Bingley siguió su consejo. El señor Darcy se alejó; y Elizabeth se quedó allí con sus no muy cordiales sentimientos hacia él. Sin embargo, contó la historia a sus amigas con mucho humor porque era graciosa y muy alegre, y tenía cierta disposición a hacer divertidas las cosas ridículas. En resumidas cuentas, la velada transcurrió agradablemente para toda la familia. La señora Bennet vio cómo su hija mayor había sido admirada por los de Netherfield. El señor Bingley había bailado con ella dos veces, y sus hermanas estuvieron muy atentas con ella. Jane estaba tan satisfecha o más que su madre, pero se lo guardaba para ella. Elizabeth se alegraba por Jane. Mary había oído cómo la señorita Bingley decía de ella que era la muchacha más culta del vecindario. Y Catherine y Lydia habían tenido la suerte de no quedarse nunca sin pareja, que, como les habían enseñado, era de lo único que debían preocuparse en los bailes. Así que volvieron contentas a Longbourn, el pueblo donde vivían y del que eran los principales habitantes. Encontraron al señor Bennet aún levantado; con un libro delante perdía la noción del tiempo; y en esta ocasión sentía gran curiosidad por los acontecimientos de la noche que había despertado tanta expectación. Llegó a creer que la opinión de su esposa sobre el forastero pudiera ser desfavorable; pero pronto se dio cuenta de que lo que iba a oír era todo lo contrario. ––¡Oh!, mi querido señor Bennet ––dijo su esposa al entrar en la habitación––. Hemos tenido una velada encantadora, el baile fue espléndido. Me habría gustado que hubieses estado allí. Jane despertó tal admiración, nunca se había visto nada igual. Todos comentaban lo guapa que estaba, y el señor Bingley la encontró bellísima y bailó con ella dos veces. Fíjate, querido; bailó con ella dos veces. Fue a la única de todo el salón a la que sacó a bailar por segunda vez. La primera a quien sacó fue a la señorita Lucas. Me contrarió bastante verlo bailar con ella, pero a él no le gustó nada. ¿A quién puede gustarle?, ¿no crees? Sin embargo pareció quedarse prendado de Jane cuando la vio bailar. Así es que preguntó quién era, se la presentaron y le pidió el siguiente baile. Entonces bailó el tercero con la señorita King, el cuarto con María Lucas, el quinto otra vez con Jane, el sexto con Lizzy y el boulanger...[L4] ––¡Si hubiese tenido alguna compasión de mí ––gritó el marido impaciente–– no habría gastado tanto! ¡Por el amor de Dios, no me hables más de sus parejas! ¡Ojalá se hubiese torcido un tobillo en el primer baile! ––¡Oh, querido mío! Me tiene fascinada, es increíblemente guapo, y sus hermanas son encantadoras. Llevaban los vestidos más elegantes que he visto en mi vida. El encaje del de la señora Hurst... Aquí fue interrumpida de nuevo. El señor Bennet protestó contra toda descripción de atuendos. Por lo tanto ella se vio obligada a pasar a otro capítulo del relato, y contó, con gran amargura y algo de exageración, la escandalosa rudeza del señor Darcy. ––Pero puedo asegurarte ––añadió–– que Lizzy no pierde gran cosa con no ser su tipo, porque es el hombre más desagradable y horrible que existe, y no merece las simpatías de nadie. Es tan estirado y tan engreído que no hay forma de soportarle. No hacía más que pasearse de un lado para otro como un pavo real. Ni siquiera es lo bastante guapo para que merezca la pena bailar con él. Me habría gustado que hubieses estado allí y que le hubieses dado una buena lección. Le detesto. CAPÍTULO IV Cuando Jane y Elizabeth se quedaron solas, la primera, que había sido cautelosa a la hora de elogiar al señor Bingley, expresó a su hermana lo mucho que lo admiraba. ––Es todo lo que un hombre joven debería ser ––dijo ella––, sensato, alegre, con sentido del humor; nunca había visto modales tan desenfadados, tanta naturalidad con una educación tan perfecta. ––Y también es guapo ––replicó Elizabeth––, lo cual nunca está de más en un joven. De modo que es un hombre completo. ––Me sentí muy adulada cuando me sacó a bailar por segunda vez. No esperaba semejante cumplido. ––¿No te lo esperabas? Yo sí. Ésa es la gran diferencia entre nosotras. A ti los cumplidos siempre te cogen de sorpresa, a mí, nunca. Era lo más natural que te sacase a bailar por segunda vez. No pudo pasarle inadvertido que eras cinco veces más guapa que todas las demás mujeres que había en el salón. No agradezcas su galantería por eso. Bien, la verdad es que es muy agradable, apruebo que te guste. Te han gustado muchas personas estúpidas. ––¡Lizzy, querida! ––¡Oh! Sabes perfectamente que tienes cierta tendencia a que te guste toda la gente. Nunca ves un defecto en nadie. Todo el mundo es bueno y agradable a tus ojos. Nunca te he oído hablar mal de un ser humano en mi vida. ––No quisiera ser imprudente al censurar a alguien; pero siempre digo lo que pienso. ––Ya lo sé; y es eso lo que lo hace asombroso. Estar tan ciega para las locuras y tonterías de los demás, con el buen sentido que tienes. Fingir candor es algo bastante corriente, se ve en todas partes. Pero ser cándido sin ostentación ni premeditación, quedarse con lo bueno de cada uno, mejorarlo aun, y no decir nada de lo malo, eso sólo lo haces tú. Y también te gustan sus hermanas, ¿no es así? Sus modales no se parecen en nada a los de él. ––Al principio desde luego que no, pero cuando charlas con ellas son muy amables. La señorita Bingley va a venir a vivir con su hermano y ocuparse de su casa. Y, o mucho me equivoco, o estoy segura de que encontraremos en ella una vecina encantadora. Elizabeth escuchaba en silencio, pero no estaba convencida. El comportamiento de las hermanas de Bingley no había sido a propósito para agradar a nadie. Mejor observadora que su hermana, con un temperamento menos flexible y un juicio menos propenso a dejarse influir por los halagos, Elizabeth estaba poco dispuesta a aprobar a las Bingley. Eran, en efecto, unas señoras muy finas, bastante alegres cuando no se las contrariaba y, cuando ellas querían, muy agradables; pero orgullosas y engreídas. Eran bastante bonitas; habían sido educadas en uno de los mejores colegios de la capital y poseían una fortuna de veinte mil libras; estaban acostumbradas a gastar más de la cuenta y a relacionarse con gente de rango, por lo que se creían con el derecho de tener una buena opinión de sí mismas y una pobre opinión de los demás. Pertenecían a una honorable familia del norte de Inglaterra, circunstancia que estaba más profundamente grabada en su memoria que la de que tanto su fortuna como la de su hermano había sido hecha en el comercio[L5]. El señor Bingley heredó casi cien mil libras de su padre, quien ya había tenido la intención de comprar una mansión pero no vivió para hacerlo. El señor Bingley pensaba de la misma forma y a veces parecía decidido a hacer la elección dentro de su condado; pero como ahora disponía de una buena casa y de la libertad de un propietario, los que conocían bien su carácter tranquilo dudaban el que no pasase el resto de sus días en Netherfield y dejase la compra para la generación venidera. ––Si yo fuese tan rico como el señor Darcy, exclamó un joven Lucas que había venido con sus hermanas––, no me importaría ser orgulloso. Tendría una jauría de perros de caza, y bebería una botella de vino al día. ––Pues beberías mucho más de lo debido ––dijo la señora Bennet–– y si yo te viese te quitaría la botella inmediatamente. El niño dijo que no se atrevería, ella que sí, y así siguieron discutiendo hasta que se dio por finalizada la visita. CAPÍTULO VI Las señoras de Longbourn no tardaron en ir a visitar a las de Netherfield, y éstas devolvieron la visita como es costumbre. El encanto de la señorita Bennet aumentó la estima que la señora Hurst y la señorita Bingley sentían por ella; y aunque encontraron que la madre era intolerable y que no valía la pena dirigir la palabra a las hermanas menores, expresaron el deseo de profundizar las relaciones con ellas en atención a las dos mayores. Esta atención fue recibida por Jane con agrado, pero Elizabeth seguía viendo arrogancia en su trato con todo el mundo, exceptuando, con reparos, a su hermana; no podían gustarle. Aunque valoraba su amabilidad con Jane, sabía que probablemente se debía a la influencia de la admiración que el hermano sentía por ella. Era evidente, dondequiera que se encontrasen, que Bingley admiraba a Jane; y para Elizabeth también era evidente que en su hermana aumentaba la inclinación que desde el principio sintió por él, lo que la predisponía a enamorarse de él; pero se daba cuenta, con gran satisfacción, de que la gente no podría notarlo, puesto que Jane uniría a la fuerza de sus sentimientos moderación y una constante jovialidad, que ahuyentaría las sospechas de los impertinentes. Así se lo comentó a su amiga, la señorita Lucas. ––Tal vez sea mejor en este caso ––replicó Charlotte–– poder escapar a la curiosidad de la gente; pero a veces es malo ser tan reservada. Si una mujer disimula su afecto al objeto del mismo, puede perder la oportunidad de conquistarle; y entonces es un pobre consuelo pensar que los demás están en la misma ignorancia. Hay tanto de gratitud y vanidad en casi todos, los cariños, que no es nada conveniente dejarlos a la deriva. Normalmente todos empezamos por una ligera preferencia, y eso sí puede ser simplemente porque sí, sin motivo; pero hay muy pocos que tengan tanto corazón como para enamorarse sin haber sido estimulados. En nueve de cada diez casos, una mujer debe mostrar más cariño del que siente. A Bingley le gusta tu hermana, indudablemente; pero si ella no le ayuda, la cosa no pasará de ahí. ––Ella le ayuda tanto como se lo permite su forma de ser. Si yo puedo notar su cariño hacia él, él, desde luego, sería tonto si no lo descubriese. ––Recuerda, Eliza, que él no conoce el carácter de Jane como tú. ––Pero si una mujer está interesada por un hombre y no trata de ocultarlo, él tendrá que acabar por descubrirlo. ––Tal vez sí, si él la ve lo bastante. Pero aunque Bingley y Jane están juntos a menudo, nunca es por mucho tiempo; y además como sólo se ven en fiestas con mucha gente, no pueden hablar a solas. Así que Jane debería aprovechar al máximo cada minuto en el que pueda llamar su atención. Y cuando lo tenga seguro, ya tendrá tiempo– –para enamorarse de él todo lo que quiera. ––Tu plan es bueno ––contestó Elizabeth––, cuando la cuestión se trata sólo de casarse bien; y si yo estuviese decidida a conseguir un marido rico, o cualquier marido, casi puedo decir que lo llevaría a cabo. Pero esos no son los sentimientos de Jane, ella no actúa con premeditación. Todavía no puede estar segura de hasta qué punto le gusta, ni el porqué. Sólo hace quince días que le conoce. Bailó cuatro veces con él en Meryton; le vio una mañana en su casa, y desde entonces ha cenado en su compañía cuatro veces. Esto no es suficiente para que ella conozca su carácter. ––No tal y como tú lo planteas. Si solamente hubiese cenado con él no habría descubierto otra cosa que si tiene buen apetito o no; pero no debes olvidar que pasaron cuatro veladas juntos; y cuatro veladas pueden significar bastante. ––Sí; en esas cuatro veladas lo único que pudieron hacer es averiguar qué clase de bailes les gustaba a cada uno, pero no creo que hayan podido descubrir las cosas realmente importantes de su carácter. ––Bueno ––dijo Charlotte––. Deseo de todo corazón que a Jane le salgan las cosas bien; y si se casase con él mañana, creo que tendría más posibilidades de ser feliz que si se dedica a estudiar su carácter durante doce meses. La felicidad en el matrimonio es sólo cuestión de suerte. El que una pareja crea que son iguales o se conozcan bien de antemano, no les va a traer la felicidad en absoluto. Las diferencias se van acentuando cada vez más hasta hacerse insoportables; siempre es mejor saber lo menos posible de la persona con la que vas a compartir tu vida. ––Me haces reír, Charlotte; no tiene sentido. Sabes que no tiene sentido; además tú nunca actuarías de esa forma. Ocupada en observar las atenciones de Bingley para con su hermana, Elizabeth estaba lejos de sospechar que también estaba siendo objeto de interés a los ojos del amigo de Bingley. Al principio, el señor Darcy apenas se dignó admitir que era bonita; no había demostrado ninguna admiración por ella en el baile; y la siguiente vez que se vieron, él sólo se fijó en ella para criticarla. Pero tan pronto como dejó claro ante sí mismo y ante sus amigos que los rasgos de su cara apenas le gustaban, empezó a darse cuenta de que la bella expresión de sus ojos oscuros le daban un aire de extraordinaria inteligencia. A este descubrimiento siguieron otros igualmente mortificantes. Aunque detectó con ojo crítico más de un fallo en la perfecta simetría de sus formas, tuvo que reconocer que su figura era grácil y esbelta; y a pesar de que afirmaba que sus maneras no eran las de la gente refinada, se sentía atraído por su naturalidad y alegría. De este asunto ella no tenía la más remota idea. Para ella Darcy era el hombre que se hacía antipático dondequiera que fuese y el hombre que no la había considerado lo bastante hermosa como para sacarla a bailar. Darcy empezó a querer conocerla mejor. Como paso previo para hablar con ella, se dedicó a escucharla hablar con los demás. Este hecho llamó la atención de Elizabeth. Ocurrió un día en casa de sir Lucas donde se había reunido un amplio grupo de gente. ––¿Qué querrá el señor Darcy ––le dijo ella a Charlotte––, que ha estado escuchando mi conversación con el coronel Forster? ––Ésa es una pregunta que sólo el señor Darcy puede contestar. ––Si lo vuelve a hacer le daré a entender que sé lo que pretende. Es muy satírico, y si no empiezo siendo impertinente yo, acabaré por tenerle miedo. Poco después se les volvió a acercar, y aunque no parecía tener intención de hablar, la señorita Lucas desafió a su amiga para que le mencionase el tema, lo que inmediatamente provocó a Elizabeth, que se volvió a él y le dijo: ––¿No cree usted, señor Darcy, que me expresé muy bien hace un momento, cuando le insistía al coronel Forster para que nos diese un baile en Meryton? ––Con gran energía; pero ése es un tema que siempre llena de energía a las mujeres. ––Es usted severo con nosotras. ––Ahora nos toca insistirte a ti ––dijo la señorita Lucas––. Voy a abrir el piano y ya sabes lo que sigue, Eliza. ––¿Qué clase de amiga eres? Siempre quieres que cante y que toque delante de todo el mundo. Si me hubiese llamado Dios por el camino de la música, serías una amiga de incalculable valor; pero como no es así, preferiría no tocar delante de gente que debe estar acostumbrada a escuchar a los mejores músicos ––pero como la señorita Lucas insistía, añadió––: Muy bien, si así debe ser será ––y mirando fríamente a Darcy dijo––: Hay un viejo refrán que aquí todo el mundo conoce muy bien, «guárdate el aire para enfriar la sopa»[L10], y yo lo guardaré para mi canción. El concierto de Elizabeth fue agradable, pero no extraordinario. Después de una o dos canciones y antes de que pudiese complacer las peticiones de algunos que querían que cantase otra vez, fue reemplazada al piano por su hermana Mary, que como era la menos brillante de la familia, trabajaba duramente para adquirir conocimientos y habilidades que siempre estaba impaciente por demostrar. Mary no tenía ni talento ni gusto; y aunque la vanidad la había hecho aplicada, también le había dado un aire pedante y modales afectados que deslucirían cualquier brillantez superior a la que ella había alcanzado. A Elizabeth, aunque había tocado la mitad de bien, la habían escuchado con más agrado por su soltura y sencillez; Mary, al final de su largo concierto, no obtuvo más que unos cuantos elogios por las melodías escocesas e irlandesas que había tocado a ruegos de sus hermanas menores que, con alguna de las Lucas y dos o tres oficiales, bailaban alegremente en un extremo del salón. Darcy, a quien indignaba aquel modo de pasar la velada, estaba callado y sin humor para hablar; se hallaba tan embebido en sus propios pensamientos que no se fijó en que sir William Lucas estaba a su lado, hasta que éste se dirigió a él. ––¡Qué encantadora diversión para la juventud, señor Darcy! Mirándolo bien, no hay nada como el baile. Lo considero como uno de los mejores refinamientos de las sociedades más distinguidas. ––Ciertamente, señor, y también tiene la ventaja de estar de moda entre las sociedades menos distinguidas del mundo; todos los salvajes bailan. Sir William esbozó una sonrisa. ––Su amigo baila maravillosamente ––continuó después de una pausa al ver a Bingley unirse al grupo–– y no dudo, señor Darcy, que usted mismo sea un experto en la materia. ––Me vio bailar en Meryton, creo, señor. ––Desde luego que sí, y me causó un gran placer verle. ¿Baila usted a menudo en Saint James? ––Nunca, señor. ¿No cree que sería un cumplido para con ese lugar? ––Es un cumplido que nunca concedo en ningún lugar, si puedo evitarlo. ––Creo que tiene una casa en la capital. El señor Darcy asintió con la cabeza. ––Pensé algunas veces en fijar mi residencia en la ciudad, porque me encanta la alta sociedad; pero no estaba seguro de que el aire de Londres le sentase bien a lady Lucas. Sir William hizo una pausa con la esperanza de una respuesta, pero su compañía no estaba dispuesto a hacer ninguna. Al ver que Elizabeth se les acercaba, se le ocurrió hacer algo que le pareció muy galante de su parte y la llamó. ––Mi querida señorita Eliza, ¿por qué no está bailando? Señor Darcy, permítame que le presente a esta joven que puede ser una excelente pareja. Estoy seguro de que no puede negarse a bailar cuando tiene ante usted tanta belleza. Tomó a Elizabeth de la mano con la intención de pasársela a Darcy; quien, aunque extremadamente sorprendido, no iba a rechazarla; pero Elizabeth le volvió la espalda y le dijo a sir William un tanto desconcertada: ––De veras, señor, no tenía la menor intención de bailar. Le ruego que no suponga que he venido hasta aquí para buscar pareja. posible, después de recibir esta nota. Mi hermano y los otros señores cenarán con los oficiales. Saludos, Caroline Bingley.» ––¡Con los oficiales! ––exclamó Lydia––. ¡Qué raro que la tía no nos lo haya dicho! ––¡Cenar fuera! ––dijo la señora Bennet––. ¡Qué mala suerte! ––¿Puedo llevar el carruaje? ––preguntó Jane. ––No, querida; es mejor que vayas a caballo, porque parece que va a llover y así tendrás que quedarte a pasar la noche. ––Sería un buen plan ––dijo Elizabeth––, si estuvieras segura de que no se van a ofrecer para traerla a casa. ––Oh, los señores llevarán el landó del señor Bingley a Meryton y los Hurst no tienen caballos propios. ––Preferiría ir en el carruaje. ––Pero querida, tu padre no puede prestarte los caballos. Me consta. Se necesitan en la granja. ¿No es así, señor Bennet? ––Se necesitan más en la granja de lo que yo puedo ofrecerlos. ––Si puedes ofrecerlos hoy ––dijo Elizabeth––, los deseos de mi madre se verán cumplidos. Al final animó al padre para que admitiese que los caballos estaban ocupados. Y, por fin, Jane se vio obligada a ir a caballo. Su madre la acompañó hasta la puerta pronosticando muy contenta un día pésimo. Sus esperanzas se cumplieron; no hacía mucho que se había ido Jane, cuando empezó a llover a cántaros. Las hermanas se quedaron intranquilas por ella, pero su madre estaba encantada. No paró de llover en toda la tarde; era obvio que Jane no podría volver... ––Verdaderamente, tuve una idea muy acertada ––repetía la señora Bennet. Sin embargo, hasta la mañana siguiente no supo nada del resultado de su oportuna estratagema. Apenas había acabado de desayunar cuando un criado de Netherfield trajo la siguiente nota para Elizabeth: «Mi querida Lizzy: No me encuentro muy bien esta mañana, lo que, supongo, se debe a que ayer llegue calada hasta los huesos. Mis amables amigas no quieren ni oírme hablar de volver a casa hasta que no esté mejor. Insisten en que me vea el señor Jones; por lo tanto, no os alarméis si os enteráis de que ha venido a visitarme. No tengo nada más que dolor de garganta y dolor de cabeza. Tuya siempre, Jane.» ––Bien, querida ––dijo el señor Bennet una vez Elizabeth hubo leído la nota en alto––, si Jane contrajera una enfermedad peligrosa o se muriese sería un consuelo saber que todo fue por conseguir al señor Bingley y bajo tus órdenes. ––¡Oh! No tengo miedo de que se muera. La gente no se muere por pequeños resfriados sin importancia. Tendrá buenos cuidados. Mientras esté allí todo irá de maravilla. Iría a verla, si pudiese disponer del coche. Elizabeth, que estaba verdaderamente preocupada, tomó la determinación de ir a verla. Como no podía disponer del carruaje y no era buena amazona, caminar era su única alternativa. Y declaró su decisión. ––¿Cómo puedes ser tan tonta? exclamó su madre––. ¿Cómo se te puede ocurrir tal cosa? ¡Con el barro que hay! ¡Llegarías hecha una facha, no estarías presentable! ––Estaría presentable para ver a Jane que es todo lo que yo deseo. ––¿Es una indirecta para que mande a buscar los caballos, Lizzy? ––dijo su padre. ––No, en absoluto. No me importa caminar. No hay distancias cuando se tiene un motivo. Son sólo tres millas. Estaré de vuelta a la hora de cenar. ––Admiro la actividad de tu benevolencia ––observó Mary––; pero todo impulso del sentimiento debe estar dirigido por la razón, y a mi juicio, el esfuerzo debe ser proporcional a lo que se pretende. ––Iremos contigo hasta Meryton ––dijeron Catherine y Lydia. Elizabeth aceptó su compañía y las tres jóvenes salieron juntas. ––Si nos damos prisa ––dijo Lydia mientras caminaba––, tal vez podamos ver al capitán Carter antes de que se vaya. En Meryton se separaron; las dos menores se dirigieron a casa de la esposa de uno de los oficiales y Elizabeth continuó su camino sola. Cruzó campo tras campo a paso ligero, saltó cercas y sorteó charcos con impaciencia hasta que por fin se encontró ante la casa, con los tobillos empapados, las medias sucias y el rostro encendido por el ejercicio. La pasaron al comedor donde estaban todos reunidos menos Jane, y donde su presencia causó gran sorpresa. A la señora Hurst y a la señorita Bingley les parecía increíble que hubiese caminado tres millas sola, tan temprano y con un tiempo tan espantoso. Elizabeth quedó convencida de que la hicieron de menos por ello. No obstante, la recibieron con mucha cortesía, pero en la actitud del hermano había algo más que cortesía: había buen humor y amabilidad. El señor Darcy habló poco y el señor Hurst nada de nada. El primero fluctuaba entre la admiración por la luminosidad que el ejercicio le había dado a su rostro y la duda de si la ocasión justificaba el que hubiese venido sola desde tan lejos. El segundo sólo pensaba en su desayuno. Las preguntas que Elizabeth hizo acerca de su hermana no fueron contestadas favorablemente. La señorita Bennet había dormido mal, y, aunque se había levantado, tenía mucha fiebre y no estaba en condiciones de salir de su habitación. Elizabeth se alegró de que la llevasen a verla inmediatamente; y Jane, que se había contenido de expresar en su nota cómo deseaba esa visita, por miedo a ser inconveniente o a alarmarlos, se alegró muchísimo al verla entrar. A pesar de todo no tenía ánimo para mucha conversación. Cuando la señorita Bingley las dejó solas, no pudo formular más que gratitud por la extraordinaria amabilidad con que la trataban en aquella casa. Elizabeth la atendió en silencio. Cuando acabó el desayuno, las hermanas Bingley se reunieron con ellas; y a Elizabeth empezaron a parecerle simpáticas al ver el afecto y el interés que mostraban por Jane. Vino el médico y examinó a la paciente, declarando, como era de suponer, que había cogido un fuerte resfriado y que debían hacer todo lo posible por cuidarla. Le recomendó que se metiese otra vez en la cama y le recetó algunas medicinas. Siguieron las instrucciones del médico al pie de la letra, ya que la fiebre había aumentado y el dolor de cabeza era más agudo. Elizabeth no abandonó la habitación ni un solo instante y las otras señoras tampoco se ausentaban por mucho tiempo. Los señores estaban fuera porque en realidad nada tenían que hacer allí. Cuando dieron las tres, Elizabeth comprendió que debía marcharse, y, aunque muy en contra de su voluntad, así lo expresó. La señorita Bingley le ofreció el carruaje; Elizabeth sólo estaba esperando que insistiese un poco más para aceptarlo, cuando Jane comunicó su deseo de marcharse con ella; por lo que la señorita Bingley se vio obligada a convertir el ofrecimiento del landó en una invitación para que se quedase en Netherfield. Elizabeth aceptó muy agradecida, y mandaron un criado a Longbourn para hacer saber a la familia que se quedaba y para que le enviasen ropa. CAPÍTULO VIII A las cinco las señoras se retiraron para vestirse y a las seis y media llamaron a Elizabeth para que bajara a cenar. Ésta no pudo contestar favorablemente a las atentas preguntas que le hicieron y en las cuales tuvo la satisfacción de distinguir el interés especial del señor Bingley. Jane no había mejorado nada; al oírlo, las hermanas repitieron tres o cuatro veces cuánto lo lamentaban, lo horrible que era tener un mal resfriado y lo que a ellas les molestaba estar enfermas. Después ya no se ocuparon más del asunto. Y su indiferencia hacia Jane, en cuanto no la tenían delante, volvió a despertar en Elizabeth la antipatía que en principio había sentido por ellas. En realidad, era a Bingley al único del grupo que ella veía con agrado. Su preocupación por Jane era evidente, y las atenciones que tenía con Elizabeth eran lo que evitaba que se sintiese como una intrusa, que era como los demás la consideraban. Sólo él parecía darse cuenta de su presencia. La señorita Bingley estaba absorta con el señor Darcy; su hermana, más o menos, lo mismo; en cuanto al señor Hurst, que estaba sentado al lado de Elizabeth, era un hombre indolente que no vivía más que para comer, beber y jugar a las cartas. Cuando supo que Elizabeth prefería un plato sencillo a un ragout[L14], ya no tuvo nada de qué hablar con ella. Cuando acabó la cena, Elizabeth volvió inmediatamente junto a Jane. Nada más salir del comedor, la señorita Bingley empezó a criticarla. Sus modales eran, en efecto, pésimos, una mezcla de orgullo e impertinencia; no tenía conversación, ni estilo, ni gusto, ni belleza. La señora Hurst opinaba lo mismo y añadió: ––En resumen, lo único que se puede decir de ella es que es una excelente caminante. Jamás olvidaré cómo apareció esta mañana. Realmente parecía medio salvaje. En efecto, Louisa. Cuando la vi, casi no pude contenerme. ¡Qué insensatez venir hasta aquí! ¿Qué necesidad había de que corriese por los campos sólo porque su hermana tiene un resfriado? ¡Cómo traía los cabellos, tan despeinados, tan desaliñados! ––Sí. ¡Y las enaguas! ¡Si las hubieseis visto! Con más de una cuarta de barro. Y el abrigo que se había puesto para taparlas, desde luego, no cumplía su cometido. ––Tu retrato puede que sea muy exacto, Louisa ––dijo Bingley––, pero todo eso a mí me pasó inadvertido. Creo que la señorita Elizabeth Bennet tenía un aspecto inmejorable al entrar en el salón esta mañana. Casi no me di cuenta de que llevaba las faldas sucias. ––Estoy segura de que usted sí que se fijó, señor Darcy ––dijo la señorita Bingley– –; y me figuro que no le gustaría que su hermana diese semejante espectáculo. ––Claro que no. ––¡Caminar tres millas, o cuatro, o cinco, o las que sean, con el barro hasta los tobillos y sola, completamente sola! ¿Qué querría dar a entender? Para mí, eso demuestra una abominable independencia y presunción, y una indiferencia por el decoro propio de la gente del campo. ––Lo que demuestra es un apreciable cariño por su hermana ––dijo Bingley. ––Me temo, señor Darcy ––observó la señorita Bingley a media voz––, que esta aventura habrá afectado bastante la admiración que sentía usted por sus bellos ojos. ––En absoluto ––respondió Darcy––; con el ejercicio se le pusieron aun más brillantes. A esta intervención siguió una breve pausa, y la señora Hurst empezó de nuevo. ––Indudablemente ––respondió Darcy, a quien iba dirigida principalmente esta observación–– hay vileza en todas las artes que las damas a veces se rebajan a emplear para cautivar a los hombres. Todo lo que tenga algo que ver con la astucia es despreciable. La señorita Bingley no quedó lo bastante satisfecha con la respuesta como para continuar con el tema. Elizabeth se reunió de nuevo con ellos sólo para decirles que su hermana estaba peor y que no podía dejarla. Bingley decidió enviar a alguien a buscar inmediatamente al doctor Jones; mientras que sus hermanas, convencidas de que la asistencia médica en el campo no servía para nada, propusieron enviar a alguien a la capital para que trajese a uno de los más eminentes doctores. Elizabeth no quiso ni oír hablar de esto último, pero no se oponía a que se hiciese lo que decía el hermano. De manera que se acordó mandar a buscar al doctor Jones temprano a la mañana siguiente si Jane no se encontraba mejor. Bingley estaba bastante preocupado y sus hermanas estaban muy afligidas. Sin embargo, más tarde se consolaron cantando unos dúos, mientras Bingley no podía encontrar mejor alivio a su preocupación que dar órdenes a su ama de llaves para que se prestase toda atención posible a la enferma y a su hermana. CAPÍTULO IX Elizabeth pasó la mayor parte de la noche en la habitación de su hermana, y por la mañana tuvo el placer de poder enviar una respuesta satisfactoria a las múltiples preguntas que ya muy temprano venía recibiendo, a través de una sirvienta de Bingley; y también a las que más tarde recibía de las dos elegantes damas de compañía de las hermanas. A pesar de la mejoría, Elizabeth pidió que se mandase una nota a Longbourn, pues quería que su madre viniese a visitar a Jane para que ella misma juzgase la situación. La nota fue despachada inmediatamente y la respuesta a su contenido fue cumplimentada con la misma rapidez. La señora Bennet, acompañada de sus dos hijas menores, llegó a Netherfield poco después del desayuno de la familia. Si hubiese encontrado a Jane en peligro aparente, la señora Bennet se habría disgustado mucho; pero quedándose satisfecha al ver que la enfermedad no era alarmante, no tenía ningún deseo de que se recobrase pronto, ya que su cura significaría marcharse de Netherfield. Por este motivo se negó a atender la petición de su hija de que se la llevase a casa, cosa que el médico, que había llegado casi al mismo tiempo, tampoco juzgó prudente. Después de estar sentadas un rato con Jane, apareció la señorita Bingley y las invitó a pasar al comedor. La madre y las tres hijas la siguieron. Bingley las recibió y les preguntó por Jane con la esperanza de que la señora Bennet no hubiese encontrado a su hija peor de lo que esperaba. ––Pues verdaderamente, la he encontrado muy mal ––respondió la señora Bennet–– . Tan mal que no es posible llevarla a casa. El doctor Jones dice que no debemos pensar en trasladarla. Tendremos que abusar un poco más de su amabilidad. ––¡Trasladarla! ––exclamó Bingley––. ¡Ni pensarlo! Estoy seguro de que mi hermana también se opondrá a que se vaya a casa. ––Puede usted confiar, señora ––repuso la señorita Bingley con fría cortesía––, en que a la señorita Bennet no le ha de faltar nada mientras esté con nosotros. ––Estoy segura ––añadió–– de que, a no ser por tan buenos amigos, no sé qué habría sido de ella, porque está muy enferma y sufre mucho; aunque eso sí, con la mayor paciencia del mundo, como hace siempre, porque tiene el carácter más dulce que conozco. Muchas veces les digo a mis otras hijas que no valen nada a su lado. ¡Qué bonita habitación es ésta, señor Bingley, y qué encantadora vista tiene a los senderos de jardín! Nunca he visto un lugar en todo el país comparable a Netherfield. Espero que no pensará dejarlo repentinamente, aunque lo haya alquilado por poco tiempo. ––Yo todo lo hago repentinamente ––respondió Bingley––. Así que si decidiese dejar Netherfield, probablemente me iría en cinco minutos. Pero, por ahora, me encuentro bien aquí. ––Eso es exactamente lo que yo me esperaba de usted ––dijo Elizabeth. ––Empieza usted a comprenderme, ¿no es así? ––exclamó Bingley volviéndose hacia ella. ––¡Oh, sí! Le comprendo perfectamente. ––Desearía tomarlo como un cumplido; pero me temo que el que se me conozca fácilmente es lamentable. ––Es como es. Ello no significa necesariamente que un carácter profundo y complejo sea más o menos estimable que el suyo. ––Lizzy ––exclamó su madre––, recuerda dónde estás y deja de comportarte con esa conducta intolerable a la que nos tienes acostumbrados en casa. ––No sabía que se dedicase usted a estudiar el carácter de las personas ––prosiguió Bingley inmediatamente––. Debe ser un estudio apasionante. ––Sí; y los caracteres complejos son los más apasionantes de todos. Por lo menos, tienen esa ventaja. ––El campo ––dijo Darcy–– no puede proporcionar muchos sujetos para tal estudio. En un pueblo se mueve uno en una sociedad invariable y muy limitada. ––Pero la gente cambia tanto, que siempre hay en ellos algo nuevo que observar. ––Ya lo creo que sí ––exclamó la señora Bennet, ofendida por la manera en la que había hablado de la gente del campo––; le aseguro que eso ocurre lo mismo en el campo que en la ciudad. Todo el mundo se quedó sorprendido. Darcy la miró un momento y luego se volvió sin decir nada. La señora Bennet creyó que había obtenido una victoria aplastante sobre él y continuó triunfante: ––Por mi parte no creo que Londres tenga ninguna ventaja sobre el campo, a no ser por las tiendas y los lugares públicos. El campo es mucho más agradable. ¿No es así, señor Bingley? ––Cuando estoy en el campo ––contestó–– no deseo irme, y cuando estoy en la ciudad me pasa lo mismo. Cada uno tiene sus ventajas y yo me encuentro igualmente a gusto en los dos sitios. ––Claro, porque usted tiene muy buen carácter. En cambio ese caballero ––dijo mirando a Darcy –no parece que tenga muy buena opinión del campo. ––Mamá, estás muy equivocada ––intervino Elizabeth sonrojándose por la imprudencia de su madre––, interpretas mal al señor Darcy. Él sólo quería decir que en el campo no se encuentra tanta variedad de gente como en la ciudad. Lo que debes reconocer que es cierto. ––Ciertamente, querida, nadie dijo lo contrario, pero eso de que no hay mucha gente en esta vecindad, creo que hay pocas tan grandes como la nuestra. Yo he llegado a cenar con veinticuatro familias. Nada, si no fuese su consideración por Elizabeth, podría haber hecho contenerse a Bingley. Su hermana fue menos delicada, y miró a Darcy con una sonrisa muy expresiva. Elizabeth quiso decir algo para cambiar de conversación y le preguntó a su madre si Charlotte Lucas había estado en Longbourn desde que ella se había ido. ––Sí, nos visitó ayer con su padre. ¡Qué hombre tan agradable es sir William! ¿Verdad, señor Bingley? ¡Tan distinguido, tan gentil y tan sencillo! Siempre tiene una palabra agradable para todo el mundo. Esa es la idea que yo tengo de lo que es la buena educación; esas personas que se creen muy importantes y nunca abren la boca, no tienen idea de educación. ––¿Cenó Charlotte con vosotros? ––No, se fue a casa. Creo que la necesitaban para hacer el pastel de carne. Lo que es yo, señor Bingley, siempre tengo sirvientes que saben hacer su trabajo. Mis hijas están educadas de otro modo. Pero cada cual que se juzgue a sí mismo. Las Lucas son muy buenas chicas, se lo aseguro. ¡Es una pena que no sean bonitas! No es que crea que Charlotte sea muy fea; en fin, sea como sea, es muy amiga nuestra. ––Parece una joven muy agradable ––dijo Bingley. ––¡Oh! sí, pero debe admitir que es bastante feúcha. La misma lady Lucas lo dice muchas veces, y me envidia por la belleza de Jane. No me gusta alabar a mis propias hijas, pero la verdad es que no se encuentra a menudo a alguien tan guapa como Jane. Yo no puedo ser imparcial, claro; pero es que lo dice todo el mundo. Cuando sólo tenía quince años, había un caballero que vivía en casa de mi hermano Gardiner en la ciudad, y que estaba tan enamorado de Jane que mi cuñada aseguraba que se declararía antes de que nos fuéramos. Pero no lo hizo. Probablemente pensó que era demasiado joven. Sin embargo, le escribió unos versos, y bien bonitos que eran. ––Y así terminó su amor ––dijo Elizabeth con impaciencia––. Creo que ha habido muchos que lo vencieron de la misma forma. Me pregunto quién sería el primero en descubrir la eficacia de la poesía para acabar con el amor. ––Yo siempre he considerado que la poesía es el alimento del amor ––dijo Darcy. ––De un gran amor, sólido y fuerte, puede. Todo nutre a lo que ya es fuerte de por sí. Pero si es solo una inclinación ligera, sin ninguna base, un buen soneto la acabaría matando de hambre. Darcy se limitó a sonreír. Siguió un silencio general que hizo temer a Elizabeth que su madre volviese a hablar de nuevo. La señora Bennet lo deseaba, pero no sabía qué decir, hasta que después de una pequeña pausa empezó a reiterar su agradecimiento al señor Bingley por su amabilidad con Jane y se disculpó por las molestias que también pudiera estar causando Lizzy. El señor Bingley fue cortés en su respuesta, y obligó a su hermana menor a ser cortés y a decir lo que la ocasión requería. Ella hizo su papel, aunque con poca gracia, pero la señora Bennet, quedó satisfecha y poco después pidió su carruaje. Al oír esto, la más joven de sus hijas se adelantó para decir algo. Las dos muchachitas habían estado cuchicheando durante toda la visita, y el resultado de ello fue que la más joven debía recordarle al señor Bingley que cuando vino al campo por primera vez había prometido dar un baile en Netherfield. Lydia era fuerte, muy crecida para tener quince años, tenía buena figura y un carácter muy alegre. Era la favorita de su madre que por el amor que le tenía la había presentado en sociedad a una edad muy temprana. Era muy impulsiva y se daba mucha importancia, lo que había aumentado con las atenciones que recibía de los oficiales, a lo que las cenas de su tía y sus modales sencillos contribuían. Por lo tanto, era la más adecuada para dirigirse a Bingley y recordarle su promesa; añadiendo que sería una vergüenza ante el mundo si no lo mantenía. Su respuesta a este repentino ataque fue encantadora a los oídos de la señora Bennet. ––Le aseguro que estoy dispuesto a mantener mi compromiso, en cuanto su hermana esté bien; usted misma, si gusta, podrá señalar la fecha del baile: No querrá estar bailando mientras su hermana está enferma. Lydia se dio por satisfecha: ––¡Oh! sí, será mucho mejor esperar a que Jane esté bien; y para entonces lo más seguro es que el capitán Carter estará de nuevo en Meryton. Y cuando usted haya dado ––¿No sería aconsejable, antes de proseguir con el tema, dejar claro con más precisión qué importancia tiene la petición y qué intimidad hay entre los amigos? ––Perfectamente ––dijo Bingley––, fijémonos en todos los detalles sin olvidarnos de comparar estatura y tamaño; porque eso, señorita Bennet, puede tener más peso en la discusión de lo que parece. Le aseguro que si Darcy no fuera tan alto comparado conmigo, no le tendría ni la mitad del respeto que le tengo. Confieso que no conozco nada más imponente que Darcy en determinadas ocasiones y en determinados lugares, especialmente en su casa y en las tardes de domingo cuando no tiene nada que hacer. El señor Darcy sonrió; pero Elizabeth se dio cuenta de que se había ofendido bastante y contuvo la risa. La señorita Bingley se molestó mucho por la ofensa que le había hecho a Darcy y censuró a su hermano por decir tales tonterías. ––Conozco tu sistema, Bingley ––dijo su amigo––. No te gustan las discusiones y quieres acabar ésta. ––Quizá. Las discusiones se parecen demasiado a las disputas. Si tú y la señorita Bennet posponéis la vuestra para cuando yo no esté en la habitación, estaré muy agradecido; además, así podréis decir todo lo que queráis de mí. ––Por mi parte ––dijo Elizabeth––, no hay objeción en hacer lo que pide, y es mejor que el señor Darcy acabe la carta. Darcy siguió su consejo y acabó la carta. Concluida la tarea, se dirigió a la señorita Bingley y a Elizabeth para que les deleitasen con algo de música. La señorita Bingley se apresuró al piano, pero antes de sentarse invitó cortésmente a Elizabeth a tocar en primer lugar; ésta, con igual cortesía y con toda sinceridad rechazó la invitación; entonces, la señorita Bingley se sentó y comenzó el concierto. La señora Hurst cantó con su hermana, y, mientras se empleaban en esta actividad, Elizabeth no podía evitar darse cuenta, cada vez que volvía las páginas de unos libros de música que había sobre el piano, de la frecuencia con la que los ojos de Darcy se fijaban en ella. Le era difícil suponer que fuese objeto de admiración ante un hombre de tal categoría; y aun sería más extraño que la mirase porque ella le desagradara. Por fin, sólo pudo imaginar que llamaba su atención porque había algo en ella peor y más reprochable, según su concepto de la virtud, que en el resto de los presentes. Esta suposición no la apenaba. Le gustaba tan poco, que la opinión que tuviese sobre ella, no le preocupaba. Después de tocar algunas canciones italianas, la señorita Bingley varió el repertorio con un aire escocés más alegre; y al momento el señor Darcy se acercó a Elizabeth y le dijo: ––¿Le apetecería, señorita Bennet, aprovechar esta oportunidad para bailar un reel[L19]? Ella sonrió y no contestó. Él, algo sorprendido por su silencio, repitió la pregunta. ––¡Oh! ––dijo ella––, ya había oído la pregunta. Estaba meditando la respuesta. Sé que usted querría que contestase que sí, y así habría tenido el placer de criticar mis gustos; pero a mí me encanta echar por tierra esa clase de trampas y defraudar a la gente que está premeditando un desaire. Por lo tanto, he decidido decirle que no deseo bailar en absoluto. Y, ahora, desáireme si se atreve. ––No me atrevo, se lo aseguro. Ella, que creyó haberle ofendido, se quedó asombrada de su galantería. Pero había tal mezcla de dulzura y malicia en los modales de Elizabeth, que era difícil que pudiese ofender a nadie; y Darcy nunca había estado tan ensimismado con una mujer como lo estaba con ella. Creía realmente que si no fuera por la inferioridad de su familia, se vería en peligro. La señorita Bingley vio o sospechó lo bastante para ponerse celosa, y su ansiedad porque se restableciese su querida amiga Jane se incrementó con el deseo de librarse de Elizabeth. Intentaba provocar a Darcy para que se desilusionase de la joven, hablándole de su supuesto matrimonio con ella y de la felicidad que esa alianza le traería. ––Espero ––le dijo al día siguiente mientras paseaban por el jardín–– que cuando ese deseado acontecimiento tenga lugar, hará usted a su suegra unas cuantas advertencias para que modere su lengua; y si puede conseguirlo, evite que las hijas menores anden detrás de los oficiales. Y, si me permite mencionar un tema tan delicado, procure refrenar ese algo, rayando en la presunción y en la impertinencia, que su dama posee. ––¿Tiene algo más que proponerme para mi felicidad doméstica? ––¡Oh, sí! Deje que los retratos de sus tíos, los Phillips, sean colgados en la galería de Pemberley. Póngalos al lado del tío abuelo suyo, el juez. Son de la misma profesión, aunque de distinta categoría. En cuanto al retrato de su Elizabeth, no debe permitir que se lo hagan, porque ¿qué pintor podría hacer justicia a sus hermosos ojos? ––Desde luego, no sería fácil captar su expresión, pero el color, la forma y sus bonitas pestañas podrían ser reproducidos. En ese momento, por otro sendero del jardín, salieron a su paso la señora Hurst y Elizabeth. ––No sabía que estabais paseando ––dijo la señorita Bingley un poco confusa al pensar que pudiesen haberles oído. ––Os habéis portado muy mal con nosotras ––respondió la señora Hurst–– al no decirnos que ibais a salir. Y, tomando el brazo libre del señor Darcy, dejó que Elizabeth pasease sola. En el camino sólo cabían tres. El señor Darcy se dio cuenta de tal descortesía y dijo inmediatamente: ––Este paseo no es lo bastante ancho para los cuatro, salgamos a la avenida. Pero Elizabeth, que no tenía la menor intención de continuar con ellos, contestó muy sonriente: ––No, no; quédense donde están. Forman un grupo encantador, está mucho mejor así. Una cuarta persona lo echaría a perder. Adiós. Se fue alegremente regocijándose al pensar, mientras caminaba, que dentro de uno o dos días más estaría en su casa. Jane se encontraba ya tan bien, que aquella misma tarde tenía la intención de salir un par de horas de su cuarto. CAPÍTULO XI Cuando las señoras se levantaron de la mesa después de cenar, Elizabeth subió a visitar a su hermana y al ver que estaba bien abrigada la acompañó al salón, donde sus amigas le dieron la bienvenida con grandes demostraciones de contento. Elizabeth nunca las había visto tan amables como en la hora que transcurrió hasta que llegaron los caballeros. Hablaron de todo. Describieron la fiesta con todo detalle, contaron anécdotas con mucha gracia y se burlaron de sus conocidos con humor. Pero en cuanto entraron los caballeros, Jane dejó de ser el primer objeto de atención. Los ojos de la señorita Bingley se volvieron instantáneamente hacia Darcy y no había dado cuatro pasos cuando ya tenía algo que decirle. El se dirigió directamente a la señorita Bennet y la felicitó cortésmente. También el señor Hurst le hizo una ligera inclinación de cabeza, diciéndole que se alegraba mucho; pero la efusión y el calor quedaron reservados para el saludo de Bingley, que estaba muy contento y lleno de atenciones para con ella. La primera media hora se la pasó avivando el fuego para que Jane no notase el cambio de un habitación a la otra, y le rogó que se pusiera al lado de la chimenea, lo más lejos posible de la puerta. Luego se sentó junto a ella y ya casi no habló con nadie más. Elizabeth, enfrente, con su labor, contemplaba la escena con satisfacción. Cuando terminaron de tomar el té, el señor Hurst recordó a su cuñada la mesa de juego, pero fue en vano; ella intuía que a Darcy no le apetecía jugar, y el señor Hurst vio su petición rechazada inmediatamente. Le aseguró que nadie tenía ganas de jugar; el silencio que siguió a su afirmación pareció corroborarla. Por lo tanto, al señor Hurst no le quedaba otra cosa que hacer que tumbarse en un sofá y dormir. Darcy cogió un libro, la señorita Bingley cogió otro, y la señora Hurst, ocupada principalmente en jugar con sus pulseras y sortijas, se unía, de vez en cuando, a la conversación de su hermano con la señorita Bennet. La señorita Bingley prestaba más atención a la lectura de Darcy que a la suya propia. No paraba de hacerle preguntas o mirar la página que él tenía delante. Sin embargo, no consiguió sacarle ninguna conversación; se limitaba a contestar y seguía leyendo. Finalmente, angustiada con la idea de tener que entretenerse con su libro que había elegido solamente porque era el segundo tomo del que leía Darcy, bostezó largamente y exclamó: ––¡Qué agradable es pasar una velada así! Bien mirado, creo que no hay nada tan divertido como leer. Cualquier otra cosa en seguida te cansa, pero un libro, nunca. Cuando tenga––una casa propia seré desgraciadísima si no tengo una gran biblioteca. Nadie dijo nada. Entonces volvió a bostezar, cerró el libro y paseó la vista alrededor de la habitación buscando en qué ocupar el tiempo; cuando al oír a su hermano mencionarle un baile a la señorita Bennet, se volvió de repente hacia él y dijo: ––¿Piensas seriamente en dar un baile en Netherfield, Charles? Antes de decidirte te aconsejaría que consultases con los presentes, pues o mucho me engaño o hay entre nosotros alguien a quien un baile le parecería, más que una diversión, un castigo. ––Si te refieres a Darcy ––le contestó su hermano––, puede irse a la cama antes de que empiece, si lo prefiere; pero en cuanto al baile, es cosa hecha, y tan pronto como Nicholls lo haya dispuesto todo, enviaré las invitaciones. ––Los bailes me gustarían mucho más ––repuso su hermana–– si fuesen de otro modo, pero esa clase de reuniones suelen ser tan pesadas que se hacen insufribles. Sería más racional que lo principal en ellas fuese la conversación y no un baile. ––Mucho más racional sí, Caroline; pero entonces ya no se parecería en nada a un baile. La señorita Bingley no contestó; se levantó poco después y se puso a pasear por el salón. Su figura era elegante y sus andares airosos; pero Darcy, a quien iba dirigido todo, siguió enfrascado en la lectura. Ella, desesperada, decidió hacer un esfuerzo más, y, volviéndose a Elizabeth, dijo: ––Señorita Eliza Bennet, déjeme que la convenza para que siga mi ejemplo y dé una vuelta por el salón. Le aseguro que viene muy bien después de estar tanto tiempo sentada en la misma postura. Elizabeth se quedó sorprendida, pero accedió inmediatamente. La señorita Bingley logró lo que se había propuesto con su amabilidad; el señor Darcy levantó la vista. Estaba tan extrañado de la novedad de esta invitación como podía estarlo la misma Elizabeth; inconscientemente, cerró su libro. Seguidamente, le invitaron a pasear con ellas, a lo que se negó, explicando que sólo podía haber dos motivos para que paseasen por el salón juntas, y si se uniese a ellas interferiría en los dos. «¿Qué querrá decir?» La señorita Bingley se moría de ganas por saber cuál sería el significado y le preguntó a Elizabeth si ella podía entenderlo. de asegurar a esta última el placer que siempre le daría verla tanto en Longbourn como en Netherfield y darle un tierno abrazo, a la primera sólo le dio la mano. Elizabeth se despidió de todos con el espíritu más alegre que nunca. La madre no fue muy cordial al darles la bienvenida. No entendía por qué habían regresado tan pronto y les dijo que hacían muy mal en ocasionarle semejante contrariedad, estaba segura de que Jane había cogido frío otra vez. Pero el padre, aunque era muy lacónico al expresar la alegría, estaba verdaderamente contento de verlas. Se había dado cuenta de la importancia que tenían en el círculo familiar. Las tertulias de la noche, cuando se reunían todos, habían perdido la animación e incluso el sentido con la ausencia de Jane y Elizabeth. Hallaron a Mary, como de costumbre, enfrascada en el estudio profundo de la naturaleza humana; tenían que admirar sus nuevos resúmenes y escuchar las observaciones que había hecho recientemente sobre una moral muy poco convincente. Lo que Catherine y Lydia tenían que contarles era muy distinto. Se habían hecho y dicho muchas cosas en el regimiento desde el miércoles anterior; varios oficiales habían cenado recientemente con su tío, un soldado había sido azotado[L20], y corría el rumor de que el coronel Forster iba a casarse. CAPÍTULO XIII Espero, querida ––dijo el señor Bennet a su esposa; mientras desayunaban a la mañana siguiente–, que hayas preparado una buena comida, porque tengo motivos para pensar que hoy se sumará uno más a nuestra mesa. ––¿A quién te refieres, querido? No tengo noticia de que venga nadie, a no ser que a Charlotte Lucas se le ocurra visitarnos, y me parece que mis comidas son lo bastante buenas para ella. No creo que en su casa sean mejores. ––La persona de la que hablo es un caballero, y forastero. Los ojos de la señora Bennet relucían como chispas. ––¿Un caballero y forastero? Es el señor Bingley, no hay duda. ¿Por qué nunca dices ni palabra de estas cosas, Jane? ¡Qué cuca eres! Bien, me alegraré mucho de verlo. Pero, ¡Dios mío, qué mala suerte! Hoy no se puede conseguir ni un poco de pescado. Lydia, cariño, toca la campanilla; tengo que hablar con Hill al instante. ––No es el señor Bingley ––dijo su esposo––; se trata de una persona que no he visto en mi vida. Estas palabras despertaron el asombro general; y él tuvo el placer de ser interrogado ansiosamente por su mujer y sus cinco hijas a la vez. Después de divertirse un rato, excitando su curiosidad, les explicó: ––Hace un mes recibí esta carta, y la contesté hace unos quince días, porque pensé que se trataba de un tema muy delicado y necesitaba tiempo para reflexionar. Es de mi primo, el señor Collins, el que, cuando yo me muera, puede echaros de esta casa en cuanto le apetezca. ––¡Oh, querido! ––se lamentó su esposa––. No puedo soportar oír hablar del tema. No menciones a ese hombre tan odioso. Es lo peor que te puede pasar en el mundo, que tus bienes no los puedan heredar tus hijas. De haber sido tú, hace mucho tiempo que yo habría hecho algo al respecto. Jane y Elizabeth intentaron explicarle por qué no les pertenecía la herencia. Lo habían intentado muchas veces, pero era un tema con el que su madre perdía totalmente la razón; y siguió quejándose amargamente de la crueldad que significaba desposeer de la herencia a una familia de cinco hijas, en favor de un hombre que a ninguno le importaba nada. ––Ciertamente, es un asunto muy injusto ––dijo el señor Bennet––, y no hay nada que pueda probar la culpabilidad del señor Collins por heredar Longbourn. Pero si escuchas su carta, puede que su modo de expresarse te tranquilice un poco. ––No, no la escucharé; y, además, me parece una impertinencia que te escriba, y una hipocresía. No soporto a esos falsos amigos. ¿Por qué no continúa pleiteando contigo como ya lo hizo su padre? ––Porque parece tener algún cargo de conciencia, como vas a oír: «Hunsford, cerca de Westerham, Kent, 15 de octubre. »Estimado señor: »El desacuerdo subsistente entre usted y mi padre, recientemente fallecido, siempre me ha hecho sentir cierta inquietud, y desde que tuve la desgracia de perderlo, he deseado zanjar el asunto, pero durante algún tiempo me retuvieron las dudas, temiendo ser irrespetuoso a su memoria, al ponerme en buenos términos con alguien con el que él siempre estaba en discordia, tan poco tiempo después de su muerte. Pero ahora ya he tomado una decisión sobre el tema, por haber sido ordenado en Pascua, ya que he tenido la suerte de ser distinguido con el patronato de la muy honorable lady Catherine de Bourgh, viuda de sir Lewis de Bourgh, cuya generosidad y beneficencia me ha elegido a mí para hacerme cargo de la estimada rectoría de su parroquia, donde mi más firme propósito será servir a Su Señoría con gratitud y respeto, y estar siempre dispuesto a celebrar los ritos y ceremonias instituidos por la Iglesia de Inglaterra. Por otra parte, como sacerdote, creo que es mi deber promover y establecer la bendición de la paz en todas las familias a las que alcance mi influencia; y basándome en esto espero que mi presente propósito de buena voluntad sea acogido de buen grado, y que la circunstancia de que sea yo el heredero de Longbourn sea olvidada por su parte y no le lleve a rechazar la rama de olivo que le ofrezco. No puedo sino estar preocupado por perjudicar a sus agradables hijas, y suplico que se me disculpe por ello, también quiero dar fe de mi buena disposición para hacer todas las enmiendas posibles de ahora en adelante. Si no se opone a recibirme en su casa, espero tener la satisfacción de visitarle a usted y a su familia, el lunes 18 de noviembre a las cuatro, y puede que abuse de su hospitalidad hasta el sábado siguiente, cosa que puedo hacer sin ningún inconveniente, puesto que lady Catherine de Bourgh no pondrá objeción y ni siquiera desaprobaría que estuviese ausente fortuitamente el domingo, siempre que hubiese algún otro sacerdote dispuesto para cumplir con las obligaciones de ese día. Le envío afectuosos saludos para su esposa e hijas, su amigo que le desea todo bien, William Collins.» ––Por lo tanto, a las cuatro es posible que aparezca este caballero conciliador ––dijo el señor Bennet mientras doblaba la carta––. Parece ser un joven educado y atento; no dudo de que su amistad nos será valiosa, especialmente si lady Catherine es tan indulgente como para dejarlo venir a visitarnos. ––Ya ves, parece que tiene sentido eso que dice sobre nuestras hijas. Si está dispuesto a enmendarse, no seré yo la que lo desanime. ––Aunque es difícil ––observó Jane–– adivinar qué entiende él por esa reparación que cree que nos merecemos, debemos dar crédito a sus deseos. A Elizabeth le impresionó mucho aquella extraordinaria deferencia hacia lady Catherine y aquella sana intención de bautizar, casar y enterrar a sus feligreses siempre que fuese preciso. ––Debe ser un poco raro ––dijo––. No puedo imaginármelo. Su estilo es algo pomposo. ¿Y qué querrá decir con eso de disculparse por ser el heredero de Longbourn? Supongo que no trataría de evitarlo, si pudiese. Papá, ¿será un hombre astuto? ––No, querida, no lo creo. Tengo grandes esperanzas de que sea lo contrario. Hay en su carta una mezcla de servilismo y presunción que lo afirma. Estoy impaciente por verle. ––En cuanto a la redacción ––dijo Mary––, su carta no parece tener defectos. Eso de la rama de olivo no es muy original, pero, así y todo, se expresa bien. A Catherine y a Lydia, ni la carta ni su autor les interesaban lo más mínimo. Era prácticamente imposible que su primo se presentase con casaca escarlata, y hacía ya unas cuantas semanas que no sentían agrado por ningún hombre vestido de otro color. En lo que a la madre respecta, la carta del señor Collins había extinguido su rencor, y estaba preparada para recibirle con tal moderación que dejaría perplejos a su marido y a sus hijas. El señor Collins llegó puntualmente a la hora anunciada y fue acogido con gran cortesía por toda la familia. El señor Bennet habló poco, pero las señoras estaban muy dispuestas a hablar, y el señor Collins no parecía necesitar que le animasen ni ser aficionado al silencio. Era un hombre de veinticinco años de edad, alto, de mirada profunda, con un aire grave y estático y modales ceremoniosos. A poco de haberse sentado, felicitó a la señora Bennet por tener unas hijas tan hermosas; dijo que había oído hablar mucho de su belleza, pero que la fama se había quedado corta en comparación con la realidad; y añadió que no dudaba que a todas las vería casadas a su debido tiempo. La galantería no fue muy del agrado de todas las oyentes; pero la señora Bennet, que no se andaba con cumplidos, contestó en seguida: ––Es usted muy amable y deseo de todo corazón que sea como usted dice, pues de otro modo quedarían las pobres bastante desamparadas, en vista de la extraña manera en que están dispuestas las cosas. ––¿Alude usted, quizá, a la herencia de esta propiedad? ––¡Ah! En efecto, señor. No me negará usted que es una cosa muy penosa para mis hijas. No le culpo; ya sabe que en este mundo estas cosas son sólo cuestión de suerte. Nadie tiene noción de qué va a pasar con las propiedades una vez que tienen que ser heredadas. ––Siento mucho el infortunio de sus lindas hijas; pero voy a ser cauto, no quiero adelantarme y parecer precipitado. Lo que sí puedo asegurar a estas jóvenes, es que he venido dispuesto a admirarlas. De momento, no diré más, pero quizá, cuando nos conozcamos mejor... Le interrumpieron para invitarle a pasar al comedor; y las muchachas se sonrieron entre sí. No sólo ellas fueron objeto de admiración del señor Collins: examinó y elogió el vestíbulo, el comedor y todo el mobiliario; y las ponderaciones que de todo hacía, habrían llegado al corazón de la señora Bennet, si no fuese porque se mortificaba pensando que Collins veía todo aquello como su futura propiedad. También elogió la cena y suplicó se le dijera a cuál de sus hermosas primas correspondía el mérito de haberla preparado. Pero aquí, la señora Bennet le atajó sin miramiento diciéndole que sus medios le permitían tener una buena cocinera y que sus hijas no tenían nada que hacer en la cocina. El se disculpó por haberla molestado y ella, en tono muy suave, le dijo que no estaba nada ofendida. Pero Collins continuó excusándose casi durante un cuarto de hora. CAPÍTULO XIV El señor Bennet apenas habló durante la cena; pero cuando ya se habían retirado los criados, creyó que había llegado el momento oportuno para conversar con su huésped. Comenzó con un tema que creía sería de su agrado, y le dijo que había tenido mucha Puesto que ahora ya poseía una buena casa y unos ingresos más que suficientes, Collins estaba pensando en casarse. En su reconciliación con la familia de Longbourn, buscaba la posibilidad de realizar su proyecto, pues tenía pensado escoger a una de las hijas, en el caso de que resultasen tan hermosas y agradables como se decía. Éste era su plan de enmienda, o reparación, por heredar las propiedades del padre, plan que le parecía excelente, ya que era legítimo, muy apropiado, a la par que muy generoso y desinteresado por su parte. Su plan no varió en nada al verlas. El rostro encantador de Jane le confirmó sus propósitos y corroboró todas sus estrictas nociones sobre la preferencia que debe darse a las hijas mayores; y así, durante la primera velada, se decidió definitivamente por ella. Sin embargo, a la mañana siguiente tuvo que hacer una alteración; pues antes del desayuno, mantuvo una conversación de un cuarto de hora con la señora Bennet. Empezaron hablando de su casa parroquial, lo que le llevó, naturalmente, a confesar sus esperanzas de que pudiera encontrar en Longbourn a la que había de ser señora de la misma. Entre complacientes sonrisas y generales estímulos, la señora Bennet le hizo una advertencia sobre Jane: «En cuanto a las hijas menores, no era ella quien debía argumentarlo; no podía contestar positivamente, aunque no sabía que nadie les hubiese hecho proposiciones; pero en lo referente a Jane, debía prevenirle, aunque, al fin y al cabo, era cosa que sólo a ella le incumbía, de que posiblemente no tardaría en comprometerse.» Collins sólo tenía que sustituir a Jane por Elizabeth; y, espoleado por la señora Bennet, hizo el cambio rápidamente. Elizabeth, que seguía a Jane en edad y en belleza, fue la nueva candidata. La señora Bennet se dio por enterada, y confiaba en que pronto tendría dos hijas casadas. El hombre de quien el día antes no quería ni oír hablar, se convirtió de pronto en el objeto de su más alta estimación. El proyecto de Lydia de ir a Meryton seguía en pie. Todas las hermanas, menos Mary, accedieron a ir con ella. El señor Collins iba a acompañarlas a petición del señor Bennet, que tenía ganas de deshacerse de su pariente y tener la biblioteca sólo para él; pues allí le había seguido el señor Collins después del desayuno y allí continuaría, aparentemente ocupado con uno de los mayores folios de la colección, aunque, en realidad, hablando sin cesar al señor Bennet de su casa y de su jardín de Hunsford. Tales cosas le descomponían enormemente. La biblioteca era para él el sitio donde sabía que podía disfrutar de su tiempo libre con tranquilidad. Estaba dispuesto, como le dijo a Elizabeth, a soportar la estupidez y el engreimiento en cualquier otra habitación de la casa, pero en la biblioteca quería verse libre de todo eso. Así es que empleó toda su cortesía en invitar a Collins a acompañar a sus hijas en su paseo; y Collins, a quien se le daba mucho mejor pasear que leer, vio el cielo abierto. Cerró el libro y se fue. Y entre pomposas e insulsas frases, por su parte, y corteses asentimientos, por la de sus primas, pasó el tiempo hasta llegar a Meryton. Desde entonces, las hermanas menores ya no le prestaron atención. No tenían ojos más que para buscar oficiales por las calles. Y a no ser un sombrero verdaderamente elegante o una muselina realmente nueva, nada podía distraerlas. Pero la atención de todas las damiselas fue al instante acaparada por un joven al que no habían visto antes, que tenía aspecto de ser todo un caballero, y que paseaba con un oficial por el lado opuesto de la calle. El oficial era el señor Denny en persona, cuyo regreso de Londres había venido Lydia a averiguar, y que se inclinó para saludarlas al pasar. Todas se quedaron impresionadas con el porte del forastero y se preguntaban quién podría ser. Kitty y Lydia, decididas a indagar, cruzaron la calle con el pretexto de que querían comprar algo en la tienda de enfrente, alcanzando la acera con tanta fortuna que, en ese preciso momento, los dos caballeros, de vuelta, llegaban exactamente al mismo sitio. El señor Denny se dirigió directamente a ellas y les pidió que le permitiesen presentarles a su amigo, el señor Wickham, que había venido de Londres con él el día anterior, y había tenido la bondad de aceptar un destino en el Cuerpo. Esto ya era el colmo, pues pertenecer al regimiento era lo único que le faltaba para completar su encanto. Su aspecto decía mucho en su favor, era guapo y esbelto, de trato muy afable. Hecha la presentación, el señor Wickham inició una conversación con mucha soltura, con la más absoluta corrección y sin pretensiones. Aún estaban todos allí de pie charlando agradablemente, cuando un ruido de caballos atrajo su atención y vieron a Darcy y a Bingley que, en sus cabalgaduras, venían calle abajo. Al distinguir a las jóvenes en el grupo, los dos caballeros fueron hacia ellas y empezaron los saludos de rigor. Bingley habló más que nadie y Jane era el objeto principal de su conversación. En ese momento, dijo, iban de camino a Longbourn para saber cómo se encontraba; Darcy lo corroboró con una inclinación; y estaba procurando no fijar su mirada en Elizabeth, cuando, de repente, se quedaron paralizados al ver al forastero. A Elizabeth, que vio el semblante de ambos al mirarse, le sorprendió mucho el efecto que les había causado el encuentro. Los dos cambiaron de calor, uno se puso pálido y el otro colorado. Después de una pequeña vacilación, Wickham se llevó la mano al sombrero, a cuyo saludo se dignó corresponder Darcy. ¿Qué podría significar aquello? Era imposible imaginarlo, pero era también imposible no sentir una gran curiosidad por saberlo. Un momento después, Bingley, que pareció no haberse enterado de lo ocurrido, se despidió y siguió adelante con su amigo. Denny y Wickham continuaron paseando con las muchachas hasta llegar a la puerta de la casa del señor Philips, donde hicieron las correspondientes reverencias y se fueron a pesar de los insistentes ruegos de Lydia para que entrasen y a pesar también de que la señora Philips abrió la ventana del vestíbulo y se asomó para secundar a voces la invitación. La señora Philips siempre se alegraba de ver a sus sobrinas. Las dos mayores fueron especialmente bien recibidas debido a su reciente ausencia. Les expresó su sorpresa por el rápido regreso a casa, del que nada habría sabido, puesto que no volvieron en su propio coche, a no haberse dado la casualidad de encontrarse con el mancebo del doctor Jones, quien le dijo que ya no tenía que mandar más medicinas a Netherfield porque las señoritas Bennet se habían ido. Entonces Jane le presentó al señor Collins a quien dedicó toda su atención. Le acogió con la más exquisita cortesía, a la que Collins correspondió con más finura aún, disculpándose por haberse presentado en su casa sin que ella hubiese sido advertida previamente, aunque él se sentía orgulloso de que fuese el parentesco con sus sobrinas lo que justificaba dicha intromisión. La señora Philips se quedó totalmente abrumada con tal exceso de buena educación. Pero pronto tuvo que dejar de lado a este forastero, por las exclamaciones y preguntas relativas al otro. La señora Philips no podía decir a sus sobrinas más de lo que ya sabían: que el señor Denny lo había traído de Londres y que se iba a quedar en la guarnición del condado con el grado de teniente. Agregó que lo había estado observando mientras paseaba por la calle; y si el señor Wickham hubiese aparecido entonces, también Kitty y Lydia se habrían acercado a la ventana para contemplarlo, pero por desgracia, en aquellos momentos no pasaban más que unos cuantos oficiales que, comparados con el forastero, resultaban «unos sujetos estúpidos y desagradables». Algunos de estos oficiales iban a cenar al día siguiente con los Philips, y la tía les prometió que le diría a su marido que visitase a Wickham para que lo invitase también a él, si la familia de Longbourn quería venir por la noche. Así lo acordaron, y la señora Philips les ofreció jugar a la lotería y tomar después una cena caliente. La perspectiva de semejantes delicias era magnífica, y las chicas se fueron muy contentas. Collins volvió a pedir disculpas al salir, y se le aseguró que no eran necesarias. De camino a casa, Elizabeth le contó a Jane lo sucedido entre los dos caballeros, y aunque Jane los habría defendido de haber notado algo raro, en este caso, al igual que su hermana, no podía explicarse tal comportamiento. Collins halagó a la señora Bennet ponderándole los modales y la educación de la señora Philips. Aseguró que aparte de lady Catherine y su hija, nunca había visto una mujer más elegante, pues no sólo le recibió con la más extremada cortesía, sino que, además, le incluyó en la invitación para la próxima velada, a pesar de serle totalmente desconocido. Claro que ya sabía que debía atribuirlo a su parentesco con ellos, pero no obstante, en su vida había sido tratado con tanta amabilidad. CAPÍTULO XVI Como no se puso ningún inconveniente al compromiso de las jóvenes con su tía y los reparos del señor Collins por no dejar a los señores Bennet ni una sola velada durante su visita fueron firmemente rechazados, a la hora adecuada el coche partió con él y sus cinco primas hacia Meryton. Al entrar en el salón de los Philips, las chicas tuvieron la satisfacción de enterarse de que Wickham había aceptado la invitación de su tío y de que estaba en la casa. Después de recibir esta información, y cuando todos habían tomado asiento, Collins pudo observar todo a sus anchas; las dimensiones y el mobiliario de la pieza le causaron tal admiración, que confesó haber creído encontrarse en el comedorcito de verano de Rosings. Esta comparación no despertó ningún entusiasmo al principio; pero cuando la señora Philips oyó de labios de Collins lo que era Rosings y quién era su propietaria, cuando escuchó la descripción de uno de los salones de lady Catherine y supo que sólo la chimenea había costado ochocientas libras[L24], apreció todo el valor de aquel cumplido y casi no le habría molestado que hubiese comparado su salón con la habitación del ama de llaves de los Bourgh. Collins se entretuvo en contarle a la señora Philips todas las grandezas de lady Catherine y de su mansión, haciendo mención de vez en cuando de su humilde casa y de las mejoras que estaba efectuando en ella, hasta que llegaron los caballeros. Collins encontró en la señora Philips una oyente atenta cuya buena opinión del rector aumentaba por momentos con lo que él le iba explicando, y ya estaba pensando en contárselo todo a sus vecinas cuanto antes. A las muchachas, que no podían soportar a su primo, y que no tenían otra cosa que hacer que desear tener a mano un instrumento de música y examinar las imitaciones de china de la repisa de la chimenea, se les estaba haciendo demasiado larga la espera. Pero por fin aparecieron los caballeros. Cuando Wickham entró en la estancia, Elizabeth notó que ni antes se había fijado en él ni después lo había recordado con la admiración suficiente. Los oficiales de la guarnición del condado gozaban en general de un prestigio extraordinario; eran muy apuestos y los mejores se hallaban ahora en la presente reunión. Pero Wickham, por su gallardía, por su soltura y por su airoso andar era tan superior a ellos, como ellos lo eran al rechoncho tío Philips, que entró el último en el salón apestando a oporto. El señor Wickham era el hombre afortunado al que se tornaban casi todos los ojos femeninos; y Elizabeth fue la mujer afortunada a cuyo lado decidió él tomar asiento. Wickham inició la conversación de un modo tan agradable, a pesar de que se limitó a decir que la noche era húmeda y que probablemente llovería mucho durante toda la ––Un día u otro le llegará la hora, pero no seré yo quien lo desacredite. Mientras no pueda olvidar a su padre, nunca podré desafiarle ni desenmascararlo. Elizabeth le honró por tales sentimientos y le pareció más atractivo que nunca mientras los expresaba. ––Pero ––continuó después de una pausa––, ¿cuál puede ser el motivo? ¿Qué puede haberle inducido a obrar con esa crueldad? ––Una profunda y enérgica antipatía hacia mí que no puedo atribuir hasta cierto punto más que a los celos. Si el último señor Darcy no me hubiese querido tanto, su hijo me habría soportado mejor. Pero el extraordinario afecto que su padre sentía por mí le irritaba, según creo, desde su más tierna infancia. No tenía carácter para resistir aquella especie de rivalidad en que nos hallábamos, ni la preferencia que a menudo me otorgaba su padre. ––Recuerdo que un día, en Netherfield, se jactaba de lo implacable de sus sentimientos y de tener un carácter que no perdona. Su modo de ser es espantoso. ––No debo hablar de este tema repuso Wickham––; me resulta difícil ser justo con él. Elizabeth reflexionó de nuevo y al cabo de unos momentos exclamó: ––¡Tratar de esa manera al ahijado, al amigo, al favorito de su padre! Podía haber añadido: «A un joven, además, como usted, que sólo su rostro ofrece sobradas garantías de su bondad.» Pero se limitó a decir: ––A un hombre que fue seguramente el compañero de su niñez y con el que, según creo que usted ha dicho, le unían estrechos lazos. ––Nacimos en la misma parroquia, dentro de la misma finca; la mayor parte de nuestra juventud la pasamos juntos, viviendo en la misma casa, compartiendo juegos y siendo objeto de los mismos cuidados paternales. Mi padre empezó con la profesión en la que parece que su tío, el señor Philips, ha alcanzado tanto prestigio; pero lo dejó todo para servir al señor Darcy y consagró todo su tiempo a administrar la propiedad de Pemberley. El señor Darcy lo estimaba mucho y era su hombre de confianza y su más íntimo amigo. El propio señor Darcy reconocía a menudo que le debía mucho a la activa superintendencia de mi padre, y cuando, poco antes de que muriese, el señor Darcy le prometió espontáneamente encargarse de mí, estoy convencido de que lo hizo por pagarle a mi padre una deuda de gratitud a la vez que por el cariño que me tenía. ––¡Qué extraño! ––exclamó Elizabeth––. ¡Qué abominable! Me asombra que el propio orgullo del señor Darcy no le haya obligado a ser justo con usted. Porque, aunque sólo fuese por ese motivo, es demasiado orgulloso para no ser honrado; y falta de honradez es como debo llamar a lo que ha hecho con usted. Es curioso ––contestó Wickham––, porque casi todas sus acciones han sido guiadas por el orgullo, que ha sido a menudo su mejor consejero. Para él, está más unido a la virtud que ningún otro sentimiento. Pero ninguno de los dos somos consecuentes; y en su comportamiento hacia mí, había impulsos incluso más fuertes que el orgullo. ––¿Es posible que un orgullo tan detestable como el suyo le haya inducido alguna vez a hacer algún bien? ––Sí; le ha llevado con frecuencia a ser liberal y generoso, a dar su dinero a manos llenas, a ser hospitalario, a ayudar a sus colonos y a socorrer a los pobres. El orgullo de familia, su orgullo de hijo, porque está muy orgulloso de lo que era su padre, le ha hecho actuar de este modo. El deseo de demostrar que no desmerecía de los suyos, que no era menos querido que ellos y que no echaba a perder la influencia de la casa de Pemberley, fue para él un poderoso motivo. Tiene también un orgullo de hermano que, unido a algo de afecto fraternal, le ha convertido en un amabilísimo y solícito custodio de la señorita Darcy, y oirá decir muchas veces que es considerado como el más atento y mejor de los hermanos. ––¿Qué clase de muchacha es la señorita Darcy? Wickham hizo un gesto con la cabeza. ––Quisiera poder decir que es encantadora. Me da pena hablar mal de un Darcy. Pero ahora se parece demasiado a su hermano, es muy orgullosa. De niña, era muy cariñosa y complaciente y me tenía un gran afecto. ¡Las horas que he pasado entreteniéndola! Pero ahora me es indiferente. Es una hermosa muchacha de quince o dieciséis años, creo que muy bien educada. Desde la muerte de su padre vive en Londres con una institutriz. Después de muchas pausas y muchas tentativas de hablar de otros temas, Elizabeth no pudo evitar volver a lo primero, y dijo: ––Lo que me asombra es su amistad con el señor Bingley. ¡Cómo puede el señor Bingley, que es el buen humor personificado, y es, estoy convencida, verdaderamente amable, tener algo que ver con un hombre como el señor Darcy? ¿Cómo podrán llevarse bien? ¿Conoce usted al señor Bingley? ––No, no lo conozco. ––Es un hombre encantador, amable, de carácter dulce. No debe saber cómo es en realidad el señor Darcy. ––Probablemente no; pero el señor Darcy sabe cómo agradar cuando le apetece. No necesita esforzarse. Puede ser una compañía de amena conversación si cree que le merece la pena. Entre la gente de su posición es muy distinto de como es con los inferiores. El orgullo no le abandona nunca, pero con los ricos adopta una mentalidad liberal, es justo, sincero, razonable, honrado y hasta quizá agradable, debido en parte a su fortuna y a su buena presencia. Poco después terminó la partida de whist y los jugadores se congregaron alrededor de la otra mesa. Collins se situó entre su prima Elizabeth y la señora Philips. Esta última le hizo las preguntas de rigor sobre el resultado de la partida. No fue gran cosa; había perdido todos los puntos. Pero cuando la señora Philips le empezó a decir cuánto lo sentía, Collins le aseguró con la mayor gravedad que no tenía ninguna importancia y que para él el dinero era lo de menos, rogándole que no se inquietase por ello. ––Sé muy bien, señora ––le dijo––, que cuando uno se sienta a una mesa de juego ha de someterse al azar, y afortunadamente no estoy en circunstancias de tener que preocuparme por cinco chelines. Indudablemente habrá muchos que no puedan decir lo mismo, pero gracias a lady Catherine de Bourgh estoy lejos de tener que dar importancia a tales pequeñeces. A Wickham le llamó la atención, y después de observar a Collins durante unos minutos le preguntó en voz baja a Elizabeth si su pariente era amigo de la familia de Bourgh. Lady Catherine de Bourgh le ha dado hace poco una rectoría ––contestó––. No sé muy bien quién los presentó, pero no hace mucho tiempo que la conoce. ––Supongo que sabe que lady Catherine de Bourgh y lady Anne Darcy eran hermanas, y que, por consiguiente, lady Catherine es tía del actual señor Darcy. ––No, ni idea; no sabía nada de la familia de lady Catherine. No tenía noción de su existencia hasta hace dos días. ––Su hija, la señorita de Bourgh, heredará una enorme fortuna, y se dice que ella y su primo unirán las dos haciendas. Esta noticia hizo sonreír a Elizabeth al pensar en la pobre señorita Bingley. En vano eran, pues, todas sus atenciones, en vano e inútil todo su afecto por la hermana de Darcy y todos los elogios que de él hacía si ya estaba destinado a otra. ––El señor Collins ––dijo Elizabeth–– habla muy bien de lady Catherine y de su hija; pero por algunos detalles que ha contado de Su Señoría, sospecho que la gratitud le ciega y que, a pesar de ser su protectora, es una mujer arrogante y vanidosa. ––Creo que es ambas cosas, y en alto grado ––respondió Wickham––. Hace muchos años que no la veo, pero recuerdo que nunca me gustó y que sus modales eran autoritarios e insolentes. Tiene fama de ser juiciosa e inteligente; pero me da la sensación de que parte de sus cualidades se derivan de su rango y su fortuna; otra parte, de su despotismo, y el resto, del orgullo de su sobrino que cree que todo el que esté relacionado con él tiene que poseer una inteligencia superior. Elizabeth reconoció que la había retratado muy bien, y siguieron charlando juntos hasta que la cena puso fin al juego y permitió a las otras señoras participar de las atenciones de Wickham. No se podía entablar una conversación, por el ruido que armaban los comensales del señor Philips; pero sus modales encantaron a todo el mundo. Todo lo que decía estaba bien dicho y todo lo que hacía estaba bien hecho. Elizabeth se fue prendada de él. De vuelta a casa no podía pensar más que en el señor Wickham y en todo lo que le había dicho; pero durante todo el camino no le dieron oportunidad ni de mencionar su nombre, ya que ni Lydia ni el señor Collins se callaron un segundo. Lydia no paraba de hablar de la lotería, de lo que había perdido, de lo que había ganado; y Collins, con elogiar la hospitalidad de los Philips, asegurar que no le habían importado nada sus pérdidas en el zvhist, enumerar todos los platos de la cena y repetir constantemente que temía que por su culpa sus primas fuesen apretadas, tuvo más que decir de lo que habría podido antes de que el carruaje parase delante de la casa de Longbourn. CAPÍTULO XVII Al día siguiente Elizabeth le contó a Jane todo lo que habían hablado Wickham y ella. Jane escuchó con asombro e interés. No podía creer que Darcy fuese tan indigno de la estimación de Bingley; y, no obstante, no se atrevía a dudar de la veracidad de un hombre de apariencia tan afable como Wickham. La mera posibilidad de que hubiese sufrido semejante crueldad era suficiente para avivar sus más tiernos sentimientos; de modo que no tenía más remedio que no pensar mal ni del uno ni del otro, defender la conducta de ambos y atribuir a la casualidad o al error lo que de otro modo no podía explicarse. ––Tengo la impresión ––decía–– de que ambos han sido defraudados, son personas, de algún modo decepcionadas por algo que nosotras no podemos adivinar. Quizá haya sido gente interesada en tergiversar las cosas la que los enfrentó. En fin, no podemos conjeturar las causas o las circunstancias que los han separado sin que ni uno ni otro sean culpables. ––Tienes mucha razón; y dime, mi querida Jane: ¿Qué tienes que decir en favor de esa gente interesada que probablemente tuvo que ver en el asunto? Defiéndelos también, si no nos veremos obligadas a hablar mal de alguien. ––Ríete de mí todo lo que quieras, pero no me harás cambiar de opinión. Querida Lizzy, ten en cuenta en qué lugar tan deshonroso sitúa al señor Darcy; tratar así al favorito de su padre, a alguien al que él había prometido darle un porvenir. Es imposible. Nadie medianamente bueno, que aprecie algo el valor de su conducta, es capaz de hacerlo. ¿Es posible que sus amigos más íntimos estén tan engañados respecto a él? ¡Oh, no! paso sin darse cuenta, le daba toda la pena y la vergüenza que una pareja desagradable puede dar en un par de bailes. Librarse de él fue como alcanzar el éxtasis. Después tuvo el alivio de bailar con un oficial con el que pudo hablar del señor Wickham, enterándose de que todo el mundo le apreciaba. Al terminar este baile, volvió con Charlotte Lucas, y estaban charlando, cuando de repente se dio cuenta de que el señor Darcy se había acercado a ella y le estaba pidiendo el próximo baile, la cogió tan de sorpresa que, sin saber qué hacía, aceptó. Darcy se fue acto seguido y ella, que se había puesto muy nerviosa, se quedó allí deseando recuperar la calma. Charlotte trató de consolarla. ––A lo mejor lo encuentras encantador. ––¡No lo quiera Dios! Ésa sería la mayor de todas las desgracias. ¡Encontrar encantador a un hombre que debe ser odiado! No me desees tanto mal. Cuando se reanudó el baile, Darcy se le acercó para tomarla de la mano, y Charlotte no pudo evitar advertirle al oído que no fuera una tonta y que no dejase que su capricho por Wickham le hiciese parecer antipática a los ojos de un hombre que valía diez veces más que él. Elizabeth no contestó. Ocupó su lugar en la pista, asombrada por la dignidad que le otorgaba el hallarse frente a frente con Darcy, leyendo en los ojos de todos sus vecinos el mismo asombro al contemplar el acontecimiento. Estuvieron un rato sin decir palabra; Elizabeth empezó a pensar que el silencio iba a durar hasta el final de los dos bailes. Al principio estaba decidida a no romperlo, cuando de pronto pensó que el peor castigo para su pareja sería obligarle a hablar, e hizo una pequeña observación sobre el baile. Darcy contestó y volvió a quedarse callado. Después de una pausa de unos minutos, Elizabeth tomó la palabra por segunda vez y le dijo: ––Ahora le toca a usted decir algo, señor Darcy. Yo ya he hablado del baile, y usted debería hacer algún comentario sobre las dimensiones del salón y sobre el número de parejas. Él sonrió y le aseguró que diría todo lo que ella desease escuchar. ––Muy bien. No está mal esa respuesta de momento. Quizá poco a poco me convenza de que los bailes privados son más agradables que los públicos; pero ahora podemos permanecer callados. ––¿Acostumbra usted a hablar mientras baila? ––Algunas veces. Es preciso hablar un poco, ¿no cree? Sería extraño estar juntos durante media hora sin decir ni una palabra. Pero en atención de algunos, hay que llevar la conversación de modo que no se vean obligados a tener que decir más de lo preciso. ––¿Se refiere a usted misma o lo dice por mí? ––Por los dos ––replicó Elizabeth con coquetería––, pues he encontrado un gran parecido en nuestra forma de ser. Los dos somos insociables, taciturnos y enemigos de hablar, a menos que esperemos decir algo que deslumbre a todos los presentes y pase a la posteridad con todo el brillo de un proverbio. ––Estoy seguro de que usted no es así. En cuanto a mí, no sabría decirlo. Usted, sin duda, cree que me ha hecho un fiel retrato. ––No puedo juzgar mi propia obra. Él no contestó, y parecía que ya no abrirían la boca hasta finalizar el baile, cuando él le preguntó si ella y sus hermanas iban a menudo a Meryton. Elizabeth contestó afirmativamente e, incapaz de resistir la tentación, añadió: ––Cuando nos encontró usted el otro día, acabábamos precisamente de conocer a un nuevo amigo. El efecto fue inmediato. Una intensa sombra de arrogancia oscureció el semblante de Darcy. Pero no dijo una palabra; Elizabeth, aunque reprochándose a sí misma su debilidad, prefirió no continuar. Al fin, Darcy habló y de forma obligada dijo: ––El señor Wickham está dotado de tan gratos modales que ciertamente puede hacer amigos con facilidad. Lo que es menos cierto, es que sea igualmente capaz de conservarlos. ––Él ha tenido la desgracia de perder su amistad ––dijo Elizabeth enfáticamente––, de tal forma que sufrirá por ello toda su vida. Darcy no contestó y se notó que estaba deseoso de cambiar de tema. En ese momento sir William Lucas pasaba cerca de ellos al atravesar la pista de baile con la intención de ir al otro extremo del salón y al ver al señor Darcy, se detuvo y le hizo una reverencia con toda cortesía para felicitarle por su modo de bailar y por su pareja. ––Estoy sumamente complacido, mi estimado señor tan excelente modo de bailar no se ve con frecuencia. Es evidente que pertenece usted a los ambientes más distinguidos. Permítame decirle, sin embargo, que su bella pareja en nada desmerece de usted, y que espero volver a gozar de este placer, especialmente cuando cierto acontecimiento muy deseado, querida Elizabeth (mirando a Jane y a Bingley), tenga lugar. ¡Cuántas felicitaciones habrá entonces! Apelo al señor Darcy. Pero no quiero interrumpirle, señor. Me agradecerá que no le prive más de la cautivadora conversación de esta señorita cuyos hermosos ojos me están también recriminando. Darcy apenas escuchó esta última parte de su discurso, pero la alusión a su amigo pareció impresionarle mucho, y con una grave expresión dirigió la mirada hacia Bingley y Jane que bailaban juntos. No obstante, se sobrepuso en breve y, volviéndose hacia Elizabeth, dijo: ––La interrupción de sir William me ha hecho olvidar de qué estábamos hablando. ––Creo que no estábamos hablando. Sir William no podría haber interrumpido a otra pareja en todo el salón que tuviesen menos que decirse el uno al otro. Ya hemos probado con dos o tres temas sin éxito. No tengo ni idea de qué podemos hablar ahora. ––¿Qué piensa de los libros? ––le preguntó él sonriendo. ––¡Los libros! ¡Oh, no! Estoy segura de que no leemos nunca los mismos o, por lo menos, no sacamos las mismas impresiones. ––Lamento que piense eso;, pero si así fuera, de cualquier modo, no nos faltaría tema. Podemos comprobar nuestras diversas opiniones. ––No, no puedo hablar de libros en un salón de baile. Tengo la cabeza ocupada con otras cosas. ––En estos lugares no piensa nada más que en el presente, ¿verdad? ––dijo él con una mirada de duda. ––Sí, siempre ––contestó ella sin saber lo que decía, pues se le había ido el pensamiento a otra parte, según demostró al exclamar repentinamente––: Recuerdo haberle oído decir en una ocasión que usted raramente perdonaba; que cuando había concebido un resentimiento, le era imposible aplacarlo. Supongo, por lo tanto, que será muy cauto en concebir resentimientos... ––Efectivamente ––contestó Darcy con voz firme. ––¿Y no se deja cegar alguna vez por los prejuicios? ––Espero que no. ––Los que no cambian nunca de opinión deben cerciorarse bien antes de juzgar. ––¿Puedo preguntarle cuál es la intención de estas preguntas? ––Conocer su carácter, sencillamente ––dijo Elizabeth, tratando de encubrir su seriedad––. Estoy intentando descifrarlo. ––¿Y a qué conclusiones ha llegado? ––A ninguna ––dijo meneando la cabeza––. He oído cosas tan diferentes de usted, que no consigo aclararme. ––Reconozco ––contestó él con gravedad–– que las opiniones acerca de mí pueden ser muy diversas; y desearía, señorita Bennet, que no esbozase mi carácter en este momento, porque tengo razones para temer que el resultado no reflejaría la verdad. ––Pero si no lo hago ahora, puede que no tenga otra oportunidad. ––De ningún modo desearía impedir cualquier satisfacción suya ––repuso él fríamente. Elizabeth no habló más, y terminado el baile, se separaron en silencio, los dos insatisfechos, aunque en distinto grado, pues en el corazón de Darcy había un poderoso sentimiento de tolerancia hacia ella, lo que hizo que pronto la perdonara y concentrase toda su ira contra otro. No hacía mucho que se habían separado, cuando la señorita Bingley se acercó a Elizabeth y con una expresión de amabilidad y desdén a la vez, le dijo: ––Así que, señorita Eliza, está usted encantada con el señor Wickham. Me he enterado por su hermana que me ha hablado de él y me ha hecho mil preguntas. Me parece que ese joven se olvidó de contarle, entre muchas otras cosas, que es el hijo del viejo Wickham, el último administrador del señor Darcy. Déjeme que le aconseje, como amiga, que no se fíe demasiado de todo lo que le cuente, porque eso de que el señor Darcy le trató mal es completamente falso; por el contrario, siempre ha sido extraordinariamente amable con él, aunque George Wickham se ha portado con el señor Darcy de la manera más infame. No conozco los pormenores, pero sé muy bien que el señor Darcy no es de ningún modo el culpable, que no puede soportar ni oír el nombre de George Wickham y que, aunque mi hermano consideró que no podía evitar incluirlo en la lista de oficiales invitados, él se alegró enormemente de ver que él mismo se había apartado de su camino. El mero hecho de que haya venido aquí al campo es una verdadera insolencia, y no logro entender cómo se ha atrevido a hacerlo. La compadezco, señorita Eliza, por este descubrimiento de la culpabilidad de su favorito; pero en realidad, teniendo en cuenta su origen, no se podía esperar nada mejor. ––Su culpabilidad y su origen parece que son para usted una misma cosa ––le dijo Elizabeth encolerizada––; porque de lo peor que le he oído acusarle es de ser hijo del administrador del señor Darcy, y de eso, puedo asegurárselo, ya me había informado él. ––Le ruego que me disculpe ––replicó la señorita Bingley, dándose la vuelta con desprecio––. Perdone mi entrometimiento; fue con la mejor intención. «¡Insolente! ––dijo Elizabeth para sí––. Estás muy equivocada si piensas que influirás en mí con tan mezquino ataque. No veo en él más que tu terca ignorancia y la malicia de Darcy.» Entonces miró a su hermana mayor que se había arriesgado a interrogar a Bingley sobre el mismo asunto. Jane le devolvió la mirada con una sonrisa tan dulce, con una expresión de felicidad y de tanta satisfacción que indicaban claramente que estaba muy contenta de lo ocurrido durante la velada. Elizabeth leyó al instante sus sentimientos; y en un momento toda la solicitud hacia Wickham, su odio contra los enemigos de éste, y todo lo demás desaparecieron ante la esperanza de que Jane se hallase en el mejor camino hacia su felicidad. ––Quiero saber ––dijo Elizabeth tan sonriente como su hermana–– lo que has oído decir del señor Wickham. Pero quizá has estado demasiado ocupada con cosas más agradables para pensar en una tercera persona... Si así ha sido, puedes estar segura de que te perdono. ––No ––contestó Jane––, no me he olvidado de él, pero no tengo nada grato que contarte. El señor Bingley no conoce toda la historia e ignora las circunstancias que tanto ha ofendido al señor Darcy, pero responde de la buena conducta, de la integridad y de la honradez de su amigo, y está firmemente convencido de que el señor Wickham ha ––¡Por el amor de Dios, mamá, habla más bajo! ¿Qué ganas con ofender al señor Darcy? Lo único que conseguirás, si lo haces, es quedar mal con su amigo. Pero nada de lo que dijo surtió efecto. La madre siguió exponiendo su parecer con el mismo desenfado. Elizabeth cada vez se ponía más colorada por la vergüenza y el disgusto que estaba pasando. No podía dejar de mirar a Darcy con frecuencia, aunque cada mirada la convencía más de lo que se estaba temiendo. Darcy rara vez fijaba sus ojos en la madre, pero Elizabeth no dudaba de que su atención estaba pendiente de lo que decían. La expresión de su cara iba gradualmente del desprecio y la indignación a una imperturbable seriedad. Sin embargo, llegó un momento en que la señora Bennet ya no tuvo nada más que decir, y lady Lucas, que había estado mucho tiempo bostezando ante la repetición de delicias en las que no veía la posibilidad de participar, se entregó a los placeres del pollo y del jamón. Elizabeth respiró. Pero este intervalo de tranquilidad no duró mucho; después de la cena se habló de cantar, y tuvo que pasar por el mal rato de ver que Mary, tras muy pocas súplicas, se disponía a obsequiar a los presentes con su canto. Con miradas significativas y silenciosos ruegos, Elizabeth trató de impedir aquella muestra de condescendencia, pero fue inútil. Mary no podía entender lo que quería decir. Semejante oportunidad de demostrar su talento la embelesaba, y empezó su canción. Elizabeth no dejaba de mirarla con una penosa sensación, observaba el desarrollo del concierto con una impaciencia que no fue recompensada al final, pues Mary, al recibir entre las manifestaciones de gratitud de su auditorio una leve insinuación para que continuase, después de una pausa de un minuto, empezó otra canción. Las facultades de Mary no eran lo más a propósito para semejante exhibición; tenía poca voz y un estilo afectado. Elizabeth pasó una verdadera agonía. Miró a Jane para ver cómo lo soportaba ella, pero estaba hablando tranquilamente con Bingley. Miró a las hermanas de éste y vio que se hacían señas de burla entre ellas, y a Darcy, que seguía serio e imperturbable. Miró, por último, a su padre implorando su intervención para que Mary no se pasase toda la noche cantando. El cogió la indirecta y cuando Mary terminó su segunda canción, dijo en voz alta: ––Niña, ya basta. Has estado muy bien, nos has deleitado ya bastante; ahora deja que se luzcan las otras señoritas. Mary, aunque fingió que no oía, se quedó un poco desconcertada. A Elizabeth le dio pena de ella y sintió que su padre hubiese dicho aquello. Se dio cuenta de que por su inquietud, no había obrado nada bien. Ahora les tocaba cantar a otros. ––Si yo ––dijo entonces Collins–– tuviera la suerte de ser apto para el canto, me gustaría mucho obsequiar a la concurrencia con una romanza. Considero que la música es una distracción inocente y completamente compatible con la profesión de clérigo. No quiero decir, por esto, que esté bien el consagrar demasiado tiempo a la música, pues hay, desde luego, otras cosas que atender. El rector de una parroquia tiene mucho trabajo. En primer lugar tiene que hacer un ajuste de los diezmos que resulte beneficioso para él y no sea oneroso para su patrón. Ha de escribir los sermones, y el tiempo que le queda nunca es bastante para los deberes de la parroquia y para el cuidado y mejora de sus feligreses cuyas vidas tiene la obligación de hacer lo más llevaderas posible. Y estimo como cosa de mucha importancia que sea atento y conciliador con todo el mundo, y en especial con aquellos a quienes debe su cargo. Considero que esto es indispensable y no puedo tener en buen concepto al hombre que desperdiciara la ocasión de presentar sus respetos a cualquiera que esté emparentado con la familia de sus bienhechores. Y con una reverencia al señor Darcy concluyó su discurso pronunciado en voz tan alta que lo oyó la mitad del salón. Muchos se quedaron mirándolo fijamente, muchos sonrieron, pero nadie se había divertido tanto como el señor Bennet, mientras que su esposa alabó en serio a Collins por haber hablado con tanta sensatez, y le comentó en un cuchicheo a lady Lucas que era muy buena persona y extremadamente listo. A Elizabeth le parecía que si su familia se hubiese puesto de acuerdo para hacer el ridículo en todo lo posible aquella noche, no les habría salido mejor ni habrían obtenido tanto éxito; y se alegraba mucho de que Bingley y su hermana no se hubiesen enterado de la mayor parte del espectáculo y de que Bingley no fuese de esa clase de personas que les importa o les molesta la locura de la que hubiese sido testigo. Ya era bastante desgracia que las hermanas y Darcy hubiesen tenido la oportunidad de burlarse de su familia; y no sabía qué le resultaba más intolerable: si el silencioso desprecio de Darcy o las insolentes sonrisitas de las damas. El resto de la noche transcurrió para ella sin el mayor interés. Collins la sacó de quicio con su empeño en no separarse de ella. Aunque no consiguió convencerla de que bailase con él otra vez, le impidió que bailase con otros. Fue inútil que le rogase que fuese a charlar con otras personas y que se ofreciese para presentarle a algunas señoritas de la fiesta. Collins aseguró que el bailar le tenía sin cuidado y que su principal deseo era hacerse agradable a sus ojos con delicadas atenciones, por lo que había decidido estar a su lado toda la noche. No había nada que discutir ante tal proyecto. Su amiga la señorita Lucas fue la única que la consoló sentándose a su lado con frecuencia y desviando hacia ella la conversación de Collins. Por lo menos así se vio libre de Darcy que, aunque a veces se hallaba a poca distancia de ellos completamente desocupado, no se acercó a hablarles. Elizabeth lo atribuyó al resultado de sus alusiones a Wickham y se alegró de ello. La familia de Longbourn fue la última en marcharse. La señora Bennet se las arregló para que tuviesen que esperar por los carruajes hasta un cuarto de hora después de haberse ido todo el mundo, lo cual les permitió darse cuenta de las ganas que tenían algunos de los miembros de la familia Bingley de que desapareciesen. La señora Hurst y su hermana apenas abrieron la boca para otra cosa que para quejarse de cansancio; se les notaba impacientes por quedarse solas en la casa. Rechazaron todos los intentos de conversación de la señora Bennet y la animación decayó, sin que pudieran elevarla los largos discursos de Collins felicitando a Bingley y a sus hermanas por la elegancia de la fiesta y por la hospitalidad y fineza con que habían tratado a sus invitados. Darcy no dijo absolutamente nada. El señor Bennet, tan callado como él, disfrutaba de la escena. Bingley y Jane estaban juntos y un poco separados de los demás, hablando el uno con el otro. Elizabeth guardó el mismo silencio que la señora Hurst y la señorita Bingley. Incluso Lydia estaba demasiado agotada para poder decir más que «¡Dios mío! ¡Qué cansada estoy!» en medio de grandes bostezos. Cuando, por fin, se levantaron para despedirse, la señora Bennet insistió con mucha cortesía en su deseo de ver pronto en Longbourn a toda la familia, se dirigió especialmente a Bingley para manifestarle que se verían muy honrados si un día iba a su casa a almorzar con ellos en familia, sin la etiqueta de una invitación formal. Bingley se lo agradeció encantado y se comprometió en el acto a aprovechar la primera oportunidad que se le presentase para visitarles, a su regreso de Londres, adonde tenía que ir al día siguiente, aunque no tardaría en estar de vuelta. La señora Bennet no cabía en sí de gusto y salió de la casa convencida de que contando el tiempo necesario para los preparativos de la celebración, compra de nuevos coches y trajes de boda, iba a ver a su hija instalada en Netherfield dentro de tres o cuatro meses. Con la misma certeza y con considerable, aunque no igual agrado, esperaba tener pronto otra hija casada con Collins. Elizabeth era a la que menos quería de todas sus hijas, y si bien el pretendiente y la boda eran más que suficientes para ella, quedaban eclipsados por Bingley y por Netherfield. CAPÍTULO XIX Al día siguiente, hubo otro acontecimiento en Longbourn. Collins se declaró formalmente. Resolvió hacerlo sin pérdida de tiempo, pues su permiso expiraba el próximo sábado; y como tenía plena confianza en el éxito, emprendió la tarea de modo metódico y con todas las formalidades que consideraba de rigor en tales casos. Poco después del desayuno encontró juntas a la señora Bennet, a Elizabeth y a una de las hijas menores, y se dirigió a la madre con estas palabras: ––¿Puedo esperar, señora, dado su interés por su bella hija Elizabeth, que se me conceda el honor de una entrevista privada con ella, en el transcurso de esta misma mañana? Antes de que Elizabeth hubiese tenido tiempo de nada más que de ponerse roja por la sorpresa, la señora Bennet contestó instantáneamente: ––¡Oh, querido! ¡No faltaba más! Estoy segura de que Elizabeth estará encantada y de que no tendrá ningún inconveniente. Ven, Kitty, te necesito arriba. Y recogiendo su labor se apresuró a dejarlos solos. Elizabeth la llamó diciendo: ––Mamá, querida, no te vayas. Te lo ruego, no te vayas. El señor Collins me disculpará; pero no tiene nada que decirme que no pueda oír todo el mundo. Soy yo la que me voy. ––No, no seas tonta, Lizzy. Quédate donde estás. Y al ver que Elizabet, disgustada y violenta, estaba a punto de marcharse, añadió: ––Lizzy, te ordeno que te quedes y que escuches al señor Collins. Elizabeth no pudo desobedecer semejante mandato. En un momento lo pensó mejor y creyó más sensato acabar con todo aquello lo antes posible en paz y tranquilidad. Se volvió a sentar y trató de disimular con empeño, por un lado, la sensación de malestar, y por otro, lo que le divertía aquel asunto. La señora Bennet y Kitty se fueron, y entonces Collins empezó: ––Créame, mi querida señorita Elizabeth, que su modestia, en vez de perjudicarla, viene a sumarse a sus otras perfecciones. Me habría parecido usted menos adorable si no hubiese mostrado esa pequeña resistencia. Pero permítame asegurarle que su madre me ha dado licencia para esta entrevista. Ya debe saber cuál es el objeto de mi discurso; aunque su natural delicadeza la lleve a disimularlo; mis intenciones han quedado demasiado patentes para que puedan inducir a error. Casi en el momento en que pisé esta casa, la elegí a usted para futura compañera de mi vida. Pero antes de expresar mis sentimientos, quizá sea aconsejable que exponga las razones que tengo para casarme, y por qué vine a Hertfordshire con la idea de buscar una esposa precisamente aquí. A Elizabeth casi le dio la risa al imaginárselo expresando sus sentimientos; y no pudo aprovechar la breve pausa que hizo para evitar que siguiese adelante. Collins continuó: ––Las razones que tengo para casarme son: primero, que la obligación de un clérigo en circunstancias favorables como las mías, es dar ejemplo de matrimonio en su parroquia; segundo, que estoy convencido de que eso contribuirá poderosamente a mi felicidad; y tercero, cosa que tal vez hubiese debido advertir en primer término, que es el particular consejo y recomendación de la nobilísima dama a quien tengo el honor de llamar mi protectora. Por dos veces se ha dignado indicármelo, aun sin habérselo yo insinuado, y el mismo sábado por la noche, antes de que saliese de Hunsford y durante Pero sus noticias sobresaltaron a la señora Bennet. También ella hubiese querido creer que su hija había tratado únicamente de animar a Collins al rechazar sus proposiciones; pero no se atrevía a admitirlo, y así se lo manifestó a Collins. ––Lo importante ––añadió–– es que Lizzy entre en razón. Hablaré personalmente con ella de este asunto. Es una chica muy terca y muy loca y no sabe lo que le conviene, pero ya se lo haré saber yo. ––Perdóneme que la interrumpa ––exclamó Collins––, pero si en realidad es terca y loca, no sé si, en conjunto, es una esposa deseable para un hombre en mi situación, que naturalmente busca felicidad en el matrimonio. Por consiguiente, si insiste en rechazar mi petición, acaso sea mejor no forzarla a que me acepte, porque si tiene esos defectos, no contribuiría mucho que digamos a mi ventura. ––Me ha entendido mal ––dijo la señora Bennet alarmada––. Lizzy es terca sólo en estos asuntos. En todo lo demás es la muchacha más razonable del mundo. Acudiré directamente al señor Bennet y no dudo de que pronto nos habremos puesto de acuerdo con ella. Sin darle tiempo a contestar, voló al encuentro de su marido y al entrar en la biblioteca exclamó: –¡Oh, señor Bennet! Te necesitamos urgentemente. Estamos en un aprieto. Es preciso que vayas y convenzas a Elizabeth de que se case con Collins, pues ella ha jurado que no lo hará y si no te das prisa, Collins cambiará de idea y ya no la querrá. Al entrar su mujer, el señor Bennet levantó los ojos del libro y los fijó en su rostro con una calmosa indiferencia que la noticia no alteró en absoluto. ––No he tenido el placer de entenderte ––dijo cuando ella terminó su perorata––. ¿De qué estás hablando? ––Del señor Collins y Lizzy. Lizzy dice que no se casará con el señor Collins, y el señor Collins empieza a decir que no se casará con Lizzy. ––¿Y qué voy a hacer yo? Me parece que no tiene remedio. ––Háblale tú a Lizzy. Dile que quieres que se case con él. ––Mándale que baje. Oirá mi opinión. La señora Bennet tocó la campanilla y Elizabeth fue llamada a la biblioteca. ––Ven, hija mía ––dijo su padre en cuanto la joven entró––. Te he enviado a buscar para un asunto importante. Dicen que Collins te ha hecho proposiciones de matrimonio, ¿es cierto? Elizabeth dijo que sí. ––Muy bien; y dicen que las has rechazado. ––Así es, papá. ––Bien. Ahora vamos al grano. Tu madre desea que lo aceptes. ¿No es verdad, señora Bennet? Sí, o de lo contrario no la quiero ver más. ––Tienes una triste alternativa ante ti, Elizabeth. Desde hoy en adelante tendrás que renunciar a uno de tus padres. Tu madre no quiere volver a verte si no te casas con Collins, y yo no quiero volver a verte si te casas con él. Elizabeth no pudo menos que sonreír ante semejante comienzo; pero la señora Bennet, que estaba convencida de que su marido abogaría en favor de aquella boda, se quedó decepcionada. ––¿Qué significa, señor Bennet, ese modo de hablar? Me habías prometido que la obligarías a casarse con el señor Collins. ––Querida mía ––contestó su marido––, tengo que pedirte dos pequeños favores: primero, que me dejes usar libremente mi entendimiento en este asunto, y segundo, que me dejes disfrutar solo de mi biblioteca en cuanto puedas. Sin embargo, la señora Bennet, a pesar de la decepción que se había llevado con su marido, ni aun así se dio por vencida. Habló a Elizabeth una y otra vez, halagándola y amenazándola alternativamente. Trató de que Jane se pusiese de su parte; pero Jane, con toda la suavidad posible, prefirió no meterse. Elizabeth, unas veces con verdadera seriedad, y otras en broma, replicó a sus ataques; y aunque cambió de humor, su determinación permaneció inquebrantable. Collins, mientras tanto, meditaba en silencio todo lo que había pasado. Tenía demasiado buen concepto de sí mismo para comprender qué motivos podría tener su prima para rechazarle, y, aunque herido en su amor propio, no sufría lo más mínimo. Su interés por su prima era meramente imaginario; la posibilidad de que fuera merecedora de los reproches de su madre, evitaba que él sintiese algún pesar. Mientras reinaba en la familia esta confusión, llegó Charlotte Lucas que venía a pasar el día con ellos. Se encontró con Lydia en el vestíbulo, que corrió hacia ella para contarle en voz baja lo que estaba pasando. ––¡Me alegro de que hayas venido, porque hay un jaleo aquí...! ¿Qué crees que ha pasado esta mañana? El señor Collins se ha declarado a Elizabeth y ella le ha dado calabazas. Antes de que Charlotte hubiese tenido tiempo para contestar, apareció Kitty, que venía a darle la misma noticia. Y en cuanto entraron en el comedor, donde estaba sola la señora Bennet, ella también empezó a hablarle del tema. Le rogó que tuviese compasión y que intentase convencer a Lizzy de que cediese a los deseos de toda la familia. ––Te ruego que intercedas, querida Charlotte ––añadió en tono melancólico––, ya que nadie está de mi parte, me tratan cruelmente, nadie se compadece de mis pobres nervios. Charlotte se ahorró la respuesta, pues en ese momento entraron Jane y Elizabeth. ––Ahí está ––continuó la señora Bennet––, como si no pasase nada, no le importamos un bledo, se desentiende de todo con tal de salirse con la suya. Te voy a decir una cosa: si se te mete en la cabeza seguir rechazando de esa manera todas las ofertas de matrimonio que te hagan, te quedarás solterona; y no sé quién te va a mantener cuando muera tu padre. Yo no podré, te lo advierto. Desde hoy, he acabado contigo para siempre. Te he dicho en la biblioteca que no volvería a hablarte nunca; y lo que digo, lo cumplo. No le encuentro el gusto a hablar con hijas desobedientes. Ni con nadie. Las personas que como yo sufrimos de los nervios, no somos aficionados a la charla. ¡Nadie sabe lo que sufro! Pero pasa siempre lo mismo. A los que no se quejan, nadie les compadece. Las hijas escucharon en silencio los lamentos de su madre. Sabían que si intentaban hacerla razonar o calmarla, sólo conseguirían irritarla más. De modo que siguió hablando sin que nadie la interrumpiera, hasta que entró Collins con aire más solemne que de costumbre. Al verle, la señora Bennet dijo a las muchachas: ––Ahora os pido que os calléis la boca y nos dejéis al señor Collins y a mí para que podamos hablar un rato. Elizabeth salió en silencio del cuarto; Jane y Kitty la siguieron, pero Lydia no se movió, decidida a escuchar todo lo que pudiera. Charlotte, detenida por la cortesía del señor Collins, cuyas preguntas acerca de ella y de su familia se sucedían sin interrupción, y también un poco por la curiosidad, se limitó a acercarse a la ventana fingiendo no escuchar. Con voz triste, la señora Bennet empezó así su conversación: ––¡Oh, señor Collins! ––Mi querida señora ––respondió él––, ni una palabra más sobre este asunto. Estoy muy lejos ––continuó con un acento que denotaba su indignación–– de tener resentimientos por la actitud de su hija. Es deber de todos resignarse por los males inevitables; y es especialmente un deber para mí, que he tenido la fortuna de verme tan joven en tal elevada posición; confío en que sabré resignarme. Puede que mi hermosa prima, al no querer honrarme con su mano, no haya disminuido mi positiva felicidad. He observado a menudo que la resignación nunca es tan perfecta como cuando la dicha negada comienza a perder en nuestra estimación algo de valor. Espero que no supondrá usted que falto al respeto de su familia, mi querida señora, al retirar mis planes acerca de su hija sin pedirles a usted y al señor Bennet que interpongan su autoridad en mi favor. Temo que mi conducta, por haber aceptado mi rechazo de labios de su hija y no de los de ustedes, pueda ser censurable. Pero todos somos capaces de cometer errores. Estoy seguro de haber procedido con la mejor intención en este asunto. Mi objetivo era procurarme una amable compañera con la debida consideración a las ventajas que ello había de aportar a toda su familia. Si mi proceder ha sido reprochable, les ruego que me perdonen. CAPÍTULO XXI Las discusiones sobre el ofrecimiento de Collins tocaban a su fin; Elizabeth ya no tenía que soportar más que esa sensación incómoda, que inevitablemente se deriva de tales situaciones, y, de vez en cuando algunas alusiones puntillosas de su madre. En cuanto al caballero, no demostraba estar turbado, ni abatido, ni trataba de evitar a Elizabeth, sino que expresaba sus sentimientos con una actitud de rigidez y con un resentido silencio. Casi no le hablaba; y aquellas asiduas atenciones tan de apreciar por su parte, las dedicó todo el día a la señorita Lucas que le escuchaba amablemente, proporcionando a todos y en especial a su amiga Elizabeth un gran alivio. A la mañana siguiente, el mal humor y el mal estado de salud de la señora Bennet no habían amainado. El señor Collins también sufría la herida de su orgullo. Elizabeth creyó que su resentimiento acortaría su visita; pero los planes del señor Collins no parecieron alterarse en lo más mínimo. Había pensado desde un principio marcharse el sábado y hasta el sábado pensaba quedarse. Después del almuerzo las muchachas fueron a Meryton para averiguar si Wickham había regresado, y lamentar su ausencia en el baile de Netherfield. Le encontraron al entrar en el pueblo y las acompañó a casa de su tía, donde se charló largo y tendido sobre su ausencia y su desgracia y la consternación que a todos había producido. Pero ante Elizabeth reconoció voluntariamente que su ausencia había sido premeditada. ––Al acercarse el momento ––dijo–– me pareció que haría mejor en no encontrarme con Darcy, pues el estar juntos en un salón durante tantas horas hubiera sido superior a mis fuerzas y la situación podía haberse hecho desagradable, además, a otras personas. Elizabeth aprobó por completo la conducta de Wickham y ambos la discutieron ampliamente haciéndose elogios mutuos mientras iban hacia Longbourn, adonde Wickham y otro oficial acompañaron a las muchachas. Durante el paseo Wickham se dedicó por entero a Elizabeth, y le proporcionó una doble satisfacción: recibir sus cumplidos y tener la ocasión de–– presentárselo a sus padres. Al poco rato de haber llegado, trajeron una carta para Jane. Venía de Netherfield y la joven la abrió inmediatamente. El sobre contenía una hojita de papel muy elegante y satinado, cubierta por la escritura de una hermosa y ágil mano de mujer. Elizabeth notó que el semblante de su hermana cambiaba al leer y que se detenía fijamente en determinados párrafos. Jane se sobrepuso en seguida; dejó la carta y trató de intervenir con su alegría de siempre en la conversación de todos; pero Elizabeth sentía tanta curiosidad que incluso dejó de prestar atención a Wickham. Y en cuanto él y su Expuso a su hermana lo más elocuentemente que pudo su modo de ver, y no tardó en observar el buen efecto de sus palabras. Jane era por naturaleza optimista, lo que la fue llevando gradualmente a la esperanza de que Bingley volvería a Netherfield y llenaría todos los anhelos de su corazón, aunque la duda la asaltase de vez en cuando. Acordaron que no informarían a la señora Bennet más que de la partida de la familia, para que no se alarmase demasiado; pero se alarmó de todos modos bastante; y lamentó la tremenda desgracia de que las damas se hubiesen marchado precisamente cuando habían intimado tanto. Se dolió mucho de ello, pero se consoló pensando que Bingley no tardaría en volver para comer en Longbourn, y acabó declarando que a pesar de que le habían invitado a comer sólo en familia, tendría buen cuidado de preparar para aquel día dos platos de primera. CAPÍTULO XXII Los Bennet fueron invitados a comer con los Lucas, y de nuevo la señorita Lucas tuvo la amabilidad de escuchar a Collins durante la mayor parte del día. Elizabeth aprovechó la primera oportunidad para darle las gracias. ––Esto le pone de buen humor. Te estoy más agradecida de lo que puedas imaginar ––le dijo. Charlotte le aseguró que se alegraba de poder hacer algo por ella, y que eso le compensaba el pequeño sacrificio que le suponía dedicarle su tiempo. Era muy amable de su parte, pero la amabilidad de Charlotte iba más lejos de lo que Elizabeth podía sospechar: su objetivo no era otro que evitar que Collins le volviese a dirigir sus cumplidos a su amiga, atrayéndolos para sí misma. Éste era el plan de Charlotte, y las apariencias le fueron tan favorables que al separarse por la noche casi habría podido dar por descontado el éxito, si Collins no tuviese que irse tan pronto de Hertfordshire. Pero al concebir esta duda, no hacía justicia al fogoso e independiente carácter de Collins; a la mañana siguiente se escapó de Longbourn con admirable sigilo y corrió a casa de los Lucas para rendirse a sus pies. Quiso ocultar su salida a sus primas porque si le hubiesen visto habrían descubierto su intención, y no quería publicarlo hasta estar seguro del éxito; aunque se sentía casi seguro del mismo, pues Charlotte le había animado lo bastante, pero desde su aventura del miércoles estaba un poco falto de confianza. No obstante, recibió una acogida muy halagüeña. La señorita Lucas le vio llegar desde una ventana, y al instante salió al camino para encontrarse con él como de casualidad. Pero poco podía ella imaginarse cuánto amor y cuánta elocuencia le esperaban. En el corto espacio de tiempo que dejaron los interminables discursos de Collins, todo quedó arreglado entre ambos con mutua satisfacción. Al entrar en la casa, Collins le suplicó con el corazón que señalase el día en que iba a hacerle el más feliz de los hombres; y aunque semejante solicitud debía ser aplazada de momento, la dama no deseaba jugar con su felicidad. La estupidez con que la naturaleza la había dotado privaba a su cortejo de los encantos que pueden inclinar a una mujer a prolongarlo; a la señorita Lucas, que lo había aceptado solamente por el puro y desinteresado deseo de casarse, no le importaba lo pronto que este acontecimiento habría de realizarse. Se lo comunicaron rápidamente a sir William y a lady Lucas para que les dieran su consentimiento, que fue otorgado con la mayor presteza y alegría. La situación de Collins le convertía en un partido muy apetecible para su hija, a quien no podían legar más que una escasa fortuna, y las perspectivas de un futuro bienestar eran demasiado tentadoras. Lady Lucas se puso a calcular seguidamente y con más interés que nunca cuántos años más podría vivir el señor Bennet, y sir William expresó su opinión de que cuando Collins fuese dueño de Longbourn sería muy conveniente que él y su mujer hiciesen su aparición en St. James. Total que toda la familia se regocijó muchísimo por la noticia. Las hijas menores tenían la esperanza de ser presentadas en sociedad[L26] un año o dos antes de lo que lo habrían hecho de no ser por esta circunstancia. Los hijos se vieron libres del temor de que Charlotte se quedase soltera. Charlotte estaba tranquila. Había ganado la partida y tenía tiempo para considerarlo. Sus reflexiones eran en general satisfactorias. A decir verdad, Collins no era ni inteligente ni simpático, su compañía era pesada y su cariño por ella debía de ser imaginario. Pero, al fin y al cabo, sería su marido. A pesar de que Charlotte no tenía una gran opinión de los hombres ni del matrimonio, siempre lo había ambicionado porque era la única colocación honrosa para una joven bien educada y de fortuna escasa, y, aunque no se pudiese asegurar que fuese una fuente de felicidad, siempre sería el más grato recurso contra la necesidad. Este recurso era lo que acababa de conseguir, ya que a los veintisiete años de edad, sin haber sido nunca bonita, era una verdadera suerte para ella. Lo menos agradable de todo era la sorpresa que se llevaría Elizabeth Bennet, cuya amistad valoraba más que la de cualquier otra persona. Elizabeth se quedaría boquiabierta y probablemente no lo aprobaría; y, aunque la decisión ya estaba tomada, la desaprobación de Elizabeth le iba a doler mucho. Resolvió comunicárselo ella misma, por lo que recomendó a Collins, cuando regresó a Longbourn a comer, que no dijese nada de lo sucedido. Naturalmente, él le prometió como era debido que guardaría el secreto; pero su trabajo le costó, porque la curiosidad que había despertado su larga ausencia estalló a su regreso en preguntas tan directas que se necesitaba mucha destreza para evadirlas; por otra parte, representaba para Collins una verdadera abnegación, pues estaba impaciente por pregonar a los cuatro vientos su éxito amoroso. Al día siguiente tenía que marcharse, pero como había de ponerse de camino demasiado temprano para poder ver a algún miembro de la familia, la ceremonia de la despedida tuvo lugar en el momento en que las señoras fueron a acostarse. La señora Bennet, con gran cortesía y cordialidad, le dijo que se alegraría mucho de verle en Longbourn de nuevo cuando sus demás compromisos le permitieran visitarles. ––Mi querida señora ––repuso Collins––, agradezco particularmente esta invitación porque deseaba mucho recibirla; tenga la seguridad de que la aprovecharé lo antes posible. Todos se quedaron asombrados, y el señor Bennet, que de ningún modo deseaba tan rápido regreso, se apresuró a decir: ––Pero, ¿no hay peligro de que lady Catherine lo desapruebe esta vez? Vale más que sea negligente con sus parientes que corra el riesgo de ofender a su patrona. ––Querido señor ––respondió Collins––, le quedo muy reconocido por esta amistosa advertencia, y puede usted contar con que no daré un solo paso que no esté autorizado por Su Señoría. ––Todas las precauciones son pocas. Arriésguese a cualquier cosa menos a incomodarla, y si cree usted que pueden dar lugar a ello sus visitas a nuestra casa, cosa que considero más que posible, quédese tranquilamente en la suya y consuélese pensando que nosotros no nos ofenderemos. ––Créame, mi querido señor, mi gratitud aumenta con sus afectuosos consejos, por lo que le prevengo que en breve recibirá una carta de agradecimiento por lo mismo y por todas las otras pruebas de consideración que usted me ha dado durante mi permanencia en Hertfordshire. En cuanto a mis hermosas primas, aunque mi ausencia no ha de ser tan larga como para que haya necesidad de hacerlo, me tomaré la libertad de desearles salud y felicidad, sin exceptuar a mi prima Elizabeth. Después de los cumplidos de rigor, las señoras se retiraron. Todas estaban igualmente sorprendidas al ver que pensaba volver pronto. La señora Bennet quería atribuirlo a que se proponía dirigirse a una de sus hijas menores, por lo que determinó convencer a Mary para que lo aceptase. Esta, en efecto, apreciaba a Collins más que las otras; encontraba en sus reflexiones una solidez que a menudo la deslumbraba, y aunque de ningún modo le juzgaba tan inteligente como ella, creía que si se le animaba a leer y a aprovechar un ejemplo como el suyo, podría llegar a ser un compañero muy agradable. Pero a la mañana siguiente todo el plan se quedó en agua de borrajas, pues la señorita Lucas vino a visitarles justo después del almuerzo y en una conversación privada con Elizabeth le relató el suceso del día anterior. A Elizabeth ya se le había ocurrido uno o dos días antes la posibilidad de que Collins se creyese enamorado de su amiga, pero que Charlotte le alentase le parecía tan imposible como que ella misma lo hiciese. Su asombro, por consiguiente, fue tan grande que sobrepasó todos los límites del decoro y no pudo reprimir gritarle: ––¡Comprometida con el señor Collins! ¿Cómo es posible, Charlotte? Charlotte había contado la historia con mucha serenidad, pero ahora se sentía momentáneamente confusa por haber recibido un reproche tan directo; aunque era lo que se había esperado. Pero se recuperó pronto y dijo con calma: ––¡De qué te sorprendes, Elizabeth? ¿Te parece increíble que el señor Collins haya sido capaz de procurar la estimación de una mujer por el hecho de no haber sido afortunado contigo? Pero, entretanto, Elizabeth había recuperado la calma, y haciendo un enorme esfuerzo fue capaz de asegurarle con suficiente firmeza que le encantaba la idea de su parentesco y que le deseaba toda la felicidad del mundo. ––Sé lo que sientes ––repuso Charlotte––. Tienes que estar sorprendida, sorprendidísima, haciendo tan poco que el señor Collins deseaba casarse contigo. Pero cuando hayas tenido tiempo de pensarlo bien, espero que comprenderás lo que he hecho. Sabes que no soy romántica. Nunca lo he sido. No busco más que un hogar confortable, y teniendo en cuenta el carácter de Collins, sus relaciones y su posición, estoy convencida de que tengo tantas probabilidades de ser feliz con él, como las que puede tener la mayoría de la gente que se casa. Elizabeth le contestó dulcemente: ––Es indudable. Y después de una pausa algo embarazosa, fueron a reunirse con el resto de la familia. Charlotte se marchó en seguida y Elizabeth se quedó meditando lo que acababa de escuchar. Tardó mucho en hacerse a la idea de un casamiento tan disparatado. Lo raro que resultaba que Collins hubiese hecho dos proposiciones de matrimonio en tres días, no era nada en comparación con el hecho de que hubiese sido aceptado. Siempre creyó que las teorías de Charlotte sobre el matrimonio no eran exactamente como las suyas, pero nunca supuso que al ponerlas en práctica sacrificase sus mejores sentimientos a cosas mundanas. Y al dolor que le causaba ver cómo su amiga se había desacreditado y había perdido mucha de la estima que le tenía, se añadía el penoso convencimiento de que le sería imposible ser feliz con la suerte que había elegido. CAPÍTULO XXIII Elizabeth estaba sentada con su madre y sus hermanas meditando sobre lo que había escuchado y sin saber si debía o no contarlo, cuando apareció el propio Sir William Lucas, enviado por su hija, para anunciar el compromiso a la familia. Entre muchos cumplidos y congratulándose de la unión de las dos casas, reveló el asunto a ––La verdad, señor Bennet ––le decía––, es muy duro pensar que Charlotte Lucas será un día la dueña de esta casa, y que yo me veré obligada a cederle el sitio y a vivir viéndola en mi lugar. ––Querida, no pienses en cosas tristes. Tengamos esperanzas en cosas mejores. Animémonos con la idea de que puedo sobrevivirte. No era muy consolador, que digamos, para la señora Bennet; sin embargó, en vez de contestar, continuó: ––No puedo soportar el pensar que lleguen a ser dueños de toda esta propiedad. Si no fuera por el legado, me traería sin cuidado. ––¿Qué es lo que te traería sin cuidado? ––Me traería sin cuidado absolutamente todo. ––Demos gracias, entonces, de que te salven de semejante estado de insensibilidad. ––Nunca podré dar gracias por nada que se refiera al legado. No entenderé jamás que alguien pueda tener la conciencia tranquila desheredando a sus propias hijas. Y para colmo, ¡que el heredero tenga que ser el señor Collins! ¿Por qué él, y no cualquier otro? ––Lo dejo a tu propia consideración. CAPÍTULO XXIV La carta de la señorita Bingley llegó, y puso fin a todas las dudas. La primera frase ya comunicaba que todos se habían establecido en Londres para pasar el invierno, y al final expresaba el pesar del hermano por no haber tenido tiempo, antes de abandonar el campo, de pasar a presentar sus respetos a sus amigos de Hertfordshire. No había esperanza, se había desvanecido por completo. Jane siguió leyendo, pero encontró pocas cosas, aparte de las expresiones de afecto de su autora, que pudieran servirle de alivio. El resto de la carta estaba casi por entero dedicado a elogiar a la señorita Darcy. Insistía de nuevo sobre sus múltiples atractivos, y Caroline presumía muy contenta de su creciente intimidad con ella, aventurándose a predecir el cumplimiento de los deseos que ya manifestaba en la primera carta. También 1e contaba con regocijo que su hermano era íntimo de la familia Darcy, y mencionaba con entusiasmo ciertos planes de este último, relativos al nuevo mobiliario. Elizabeth, a quien Jane comunicó en seguida lo más importante de aquellas noticias, la escuchó en silencio y muy indignada. Su corazón fluctuaba entre la preocupación por su hermana y el odio a todos los demás. No daba crédito a la afirmación de Caroline de que su hermano estaba interesado por la señorita Darcy. No dudaba, como no lo había dudado jamás, que Bingley estaba enamorado de Jane; pero Elizabeth, que siempre le tuvo tanta simpatía, no pudo pensar sin rabia, e incluso sin desprecio, en aquella debilidad de carácter y en su falta de decisión, que le hacían esclavo de sus intrigantes amigos y le arrastraban a sacrificar su propia felicidad al capricho de los deseos de aquellos. Si no sacrificase más que su felicidad, podría jugar con ella como se le antojase; pero se trataba también de la felicidad de Jane, y pensaba que él debería tenerlo en cuenta. En fin, era una de esas cosas con las que es inútil romperse la cabeza. Elizabeth no podía pensar en otra cosa; y tanto si el interés de Bingley había muerto realmente, como si había sido obstaculizado por la intromisión de sus amigos; tanto si Bingley sabía del afecto de Jane, como si le había pasado inadvertido; en cualquiera de los casos, y aunque la opinión de Elizabeth sobre Bingley pudiese variar según las diferencias, la situación de Jane seguía siendo la misma y su paz se había perturbado. Un día o dos transcurrieron antes de que Jane tuviese el valor de confesar sus sentimientos a su hermana; pero, al fin, en un momento en que la señora Bennet las dejó solas después de haberse irritado más que de costumbre con el tema de Netherfield y su dueño, la joven no lo pudo resistir y exclamó: ––¡Si mi querida madre tuviese más dominio de sí misma! No puede hacerse idea de lo que me duelen sus continuos comentarios sobre el señor Bingley. Pero no me pondré triste. No puede durar mucho. Lo olvidaré y todos volveremos a ser como antes. Elizabeth, solícita e incrédula, miró a su hermana, pero no dijo nada. ––¿Lo dudas? ––preguntó Jane ligeramente ruborizada––. No tienes motivos. Le recordaré siempre como el mejor hombre que he conocido, eso es todo. Nada tengo que esperar ni que temer, y nada tengo que reprocharle. Gracias a Dios, no me queda esa pena. Así es que dentro de poco tiempo, estaré mucho mejor. Con voz más fuerte añadió después: ––Tengo el consuelo de pensar que no ha sido más que un error de la imaginación por mi parte y que no ha perjudicado a nadie más que a mí misma. ––¡Querida Jane! ––exclamó Elizabeth––. Eres demasiado buena. Tu dulzura y tu desinterés son verdaderamente angelicales. No sé qué decirte. Me siento como si nunca te hubiese hecho justicia, o como si no te hubiese querido todo lo que mereces. Jane negó vehementemente que tuviese algún mérito extraordinario y rechazó los elogios de su hermana que eran sólo producto de su gran afecto. ––No ––dijo Elizabeth––, eso no está bien. Todo el mundo te parece respetable y te ofendes si yo hablo mal de alguien. Tú eres la única a quien encuentro perfecta y tampoco quieres que te lo diga. No temas que me exceda apropiándome de tu privilegio de bondad universal. No hay peligro. A poca gente quiero de verdad, y de muy pocos tengo buen concepto. Cuanto más conozco el mundo, más me desagrada, y el tiempo me confirma mi creencia en la inconsistencia del carácter humano, y en lo poco que se puede uno fiar de las apariencias de bondad o inteligencia. Últimamente he tenido dos ejemplos: uno que no quiero mencionar, y el otro, la boda de Charlotte. ¡Es increíble! ¡Lo mires como lo mires, es increíble! ––Querida Lizzy, no debes tener esos sentimientos, acabarán con tu felicidad. No tienes en consideración las diferentes situaciones y la forma de ser de las personas. Ten en cuenta la respetabilidad del señor Collins y el carácter firme y prudente de Charlotte. Recuerda que pertenece a una familia numerosa, y en lo que se refiere a la fortuna, es una boda muy deseable, debes creer, por el amor de Dios, que puede que sienta cierto afecto y estima por nuestro primo. ––Por complacerte, trataría de creer lo que dices, pero nadie saldría beneficiado, porque si sospechase que Charlotte siente algún interés por el señor Collins, tendría peor opinión de su inteligencia de la que ahora tengo de su corazón. Querida Jane, el señor Collins es un hombre engreído, pedante, cerril y mentecato; lo sabes tan bien como yo; y como yo también debes saber que la mujer que se case con él no puede estar en su sano juicio. No la defiendas porque sea Charlotte Lucas. Por una persona en concreto no debes trastocar el significado de principio y de integridad, ni intentar convencerte a ti misma o a mí, de que el egoísmo es prudencia o de que la insensibilidad ante el peligro es un seguro de felicidad. ––Hablas de los dos con demasiada dureza ––repuso Jane––, y espero que lo admitirás cuando veas que son felices juntos. Pero dejemos esto. Hiciste alusión a otra cosa. Mencionaste dos ejemplos. Ya sé de qué se trata, pero te ruego, querida Lizzy, que no me hagas sufrir culpando a esa persona y diciendo que has perdido la buena opinión que tenías de él. No debemos estar tan predispuestos a imaginarnos que nos han herido intencionadamente. No podemos esperar que un hombre joven y tan vital sea siempre tan circunspecto y comedido. A menudo lo que nos engaña es únicamente nuestra propia vanidad. Las mujeres nos creemos que la admiración significa más de lo que es en realidad. ––Y los hombres se cuidan bien de que así sea. ––Si lo hacen premeditadamente, no tienen justificación; pero me parece que no hay tanta premeditación en el mundo como mucha gente se figura. ––No pretendo atribuir a la premeditación la conducta del señor Bingley; pero sin querer obrar mal o hacer sufrir a los demás, se pueden cometer errores y hacer mucho daño. De eso se encargan la inconsciencia, la falta de atención a los sentimientos de otras personas y la falta de decisión. ––¿Achacas lo ocurrido a algo de eso? ––Sí, a lo último. Pero si sigo hablando, te disgustaré diciendo lo que pienso de personas que tú estimas. Vale más que procures que me calle. ¿Persistes en suponer, pues, que las hermanas influyen en él? ––Sí, junto con su amigo. ––No lo puedo creer. ¿Por qué iba a hacerlo? Sólo pueden desear su felicidad; y si él me quiere a mí, ninguna otra mujer podrá proporcionársela. Tu primera suposición es falsa. Pueden desear muchas cosas además de su felicidad; pueden desear que aumente su riqueza, con lo que ello trae consigo; pueden desear que se case con una chica que tenga toda la importancia que da el dinero, las grandes familias y el orgullo. ––O sea que desean que elija a la señorita Darcy ––replicó Jane––; pero quizá les muevan mejores intenciones de las que crees. La han tratado mucho más que a mí, es lógico que la quieran más. Pero cualesquiera que sean sus deseos, es muy poco probable que se hayan opuesto a los de su hermano. ¿Qué hermana se creería con derecho a hacerlo, a no ser que hubiese algo muy grave que objetar? Si hubiesen visto que se interesaba mucho por mí, no habrían procurado separarnos; y si él estuviese efectivamente tan interesado, todos sus esfuerzos serían inútiles. Al suponer que me quiere, sólo consigues atribuir un mal comportamiento y una actitud errónea a todo el mundo y hacerme a mí sufrir más todavía. No me avergüenzo de haberme equivocado y si me avergonzara, mi sufrimiento no sería nada en comparación con el dolor que me causaría pensar mal de Bingley o de sus hermanas. Déjame interpretarlo del mejor modo posible, del modo que lo haga más explicable. Elizabeth no podía oponerse a tales deseos; y desde entonces el nombre de Bingley pocas veces se volvió a pronunciar entre ellas. La señora Bennet seguía aún extrañada y murmurando al ver que Bingley no regresaba; y aunque no pasaba día sin que Elizabeth le hiciese ver claramente lo que sucedía, no parecía que la madre dejase de extrañarse. Su hija intentaba convencerla de lo que ella misma no creía, diciéndole que las atenciones de Bingley para con Jane habían sido efecto de un capricho corriente y pasajero que cesó al dejar de verla; pero aunque la señora Bennet no vacilaba en admitir esa posibilidad, no podía dejar de repetir todos los días la misma historia. Lo único que la consolaba era que Bingley tenía que volver en verano. El señor Bennet veía la cosa de muy distinta manera. De modo, Lizzy ––le dijo un día––, que tu hermana ha tenido un fracaso amoroso. Le doy la enhorabuena. Antes de casarse, está bien que una chica tenga algún fracaso; así se tiene algo en qué pensar, y le da cierta distinción entre sus amistades. ¿Y a ti, cuándo te toca? No te gustaría ser menos que Jane. Aprovéchate ahora. Hay en Meryton bastantes oficiales como para engañar a todas las chicas de la comarca. Elige a Wickham. Es un tipo agradable, y es seguro que te dará calabazas. Jane aceptó gustosa la invitación de su tía, sin pensar en los Bingley, aunque esperaba que, como Caroline no vivía en la misma casa que su hermano, podría pasar alguna mañana con ella sin el peligro de encontrarse con él. Los Gardiner estuvieron en Longbourn una semana; y entre los Philips, los Lucas y los oficiales, no hubo un día sin que tuviesen un compromiso. La señora Bennet se había cuidado tanto de prepararlo todo para que su hermano y su cuñada lo pasaran bien, que ni una sola vez pudieron disfrutar de una comida familiar. Cuando el convite era en casa, siempre concurrían algunos oficiales entre los que Wickham no podía faltar. En estas ocasiones, la señora Gardiner, que sentía curiosidad por los muchos elogios que Elizabeth le tributaba, los observó a los dos minuciosamente. Dándose cuenta, por lo que veía, de que no estaban seriamente enamorados; su recíproca preferencia era demasiado evidente. No se quedó muy tranquila, de modo que antes de irse de Hertfordshire decidió hablar con Elizabeth del asunto advirtiéndole de su imprudencia por alentar aquella relación. Wickham, aparte de sus cualidades, sabía cómo agradar a la señora Gardiner. Antes de casarse, diez o doce años atrás, ella había pasado bastante tiempo en el mismo lugar de Derbyshire donde Wickham había nacido. Poseían, por lo tanto, muchas amistades en común; y aunque Wickham se marchó poco después del fallecimiento del padre de Darcy, ocurrido hacía cinco años, todavía podía contarle cosas de sus antiguos amigos, más recientes que las que ella sabía. La señora Gardiner había estado en Pemberley y había conocido al último señor Darcy a la perfección. Éste era, por consiguiente, un tema de conversación inagotable. Comparaba sus recuerdos de Pemberley con la detallada descripción que Wickham hacía, y elogiando el carácter de su último dueño, se deleitaban los dos. Al enterarse del comportamiento de Darcy con Wickham, la señora Gardiner creía recordar algo de la mala fama que tenía cuando era aún muchacho, lo que encajaba en este caso; por fin, confesó que se acordaba que ya entonces se hablaba del joven Fitzwilliam Darcy como de un chico malo y orgulloso. CAPÍTULO XXVI A señora Gardiner hizo a Elizabeth la advertencia susodicha puntual y amablemente, a la primera oportunidad que tuvo de hablar a solas con ella. Después de haberle dicho honestamente lo que pensaba, añadió: ––Eres una chica demasiado sensata, Lizzy, para enamorarte sólo porque se te haya advertido que no lo hicieses; y por eso, me atrevo a hablarte abiertamente. En serio, ten cuidado. No te comprometas, ni dejes que él se vea envuelto en un cariño que la falta de fortuna puede convertir en una imprudencia. Nada tengo que decir contra él; es un muchacho muy interesante, y si tuviera la posición que debería tener, me parecería inmejorable. Pero tal y como están las cosas, no puedes cegarte. Tienes mucho sentido, y todos esperamos que lo uses. Tu padre confía en tu firmeza y en tu buena conducta. No vayas a defraudarle. ––Querida tía, esto es serio de veras. ––Sí, y ojalá que tú también te lo tomes en serio. ––Bueno, no te alarmes. Me cuidaré de Wickham. Si lo puedo evitar, no se enamorará de mí. ––Elizabeth, no estás hablando en serio. ––Perdóname. Lo intentaré otra vez. Por ahora, no estoy enamorada de Wickham; es verdad, no lo estoy. Pero es, sin comparación, el hombre más agradable que jamás he visto; tanto, que no me importaría que se sintiese atraído por mí. Sé que es una imprudencia. ¡Ay, ese abominable Darcy! La opinión que mi padre tiene de mí, me honra; y me daría muchísima pena perderla. Sin embargo, mi padre es partidario del señor Wickham. En fin, querida tía, sentiría mucho haceros sufrir a alguno de vosotros; pero cuando vemos a diario que los jóvenes, si están enamorados suelen hacer caso omiso de la falta de fortuna a la hora de comprometerse, ¿cómo podría prometer yo ser más lista que tantas de mis congéneres, si me viera tentada? O ¿cómo sabría que obraría con inteligencia si me resisto? Así es que lo único que puedo prometerte es que no me precipitaré. No me apresuraré en creer que soy la mujer de sus sueños. Cuando esté a su lado, no le demostraré que me gusta. O sea, que me portaré lo mejor que pueda. ––Tal vez lo conseguirías, si procuras que no venga aquí tan a menudo. Por lo menos, no deberías recordar a tu madre que lo invite. ––Como hice el otro día ––repuso Elizabeth con maliciosa sonrisa––. Es verdad, sería lo más oportuno. Pero no vayas a imaginar que viene tan a menudo. Si le hemos invitado tanto esta semana, es porque tú estabas aquí. Ya sabes la obsesión de mi madre de que sus visitas estén constantemente acompañadas. Pero de veras, te doy mi palabra de que trataré siempre de hacer lo que crea más sensato. Espero que ahora estarás más contenta. Su tía le aseguró que lo estaba; Elizabeth le agradeció sus amables advertencias, y se fueron. Su conversación había constituido un admirable ejemplo de saber aconsejar sin causar resentimiento. Poco después de haberse ido los Gardiner y Jane, Collins regresó a Hertfordshire; pero como fue a casa de los Lucas, la señora Bennet no se incomodó por su llegada. La boda se aproximaba y la señora Bennet se había resignado tanto que ya la daba por inevitable e incluso repetía, eso sí, de mal talante, que deseaba que fuesen felices. La boda se iba a celebrar el jueves, y, el miércoles vino la señorita Lucas a hacer su visita de despedida. Cuando la joven se levantó para irse, Elizabeth, sinceramente conmovida, y avergonzada por la desatenta actitud y los fingidos buenos deseos de su madre, salió con ella de la habitación y la acompañó hasta la puerta. Mientras bajaban las escaleras, Charlotte dijo: ––Confío en que tendré noticias tuyas muy a menudo, Eliza. ––Las tendrás. ––Y quiero pedirte otro favor. ¿Vendrás a verme? ––Nos veremos con frecuencia en Hertfordshire, espero. ––Me parece que no podré salir de Kent hasta dentro de un tiempo. Prométeme, por lo tanto, venir a Hunsford. A pesar de la poca gracia que le hacía la visita, Elizabeth no pudo rechazar la invitación de Charlotte. ––Mi padre y María irán a verme en marzo ––––añadió Charlotte–– y quisiera que los acompañases. Te aseguro, Eliza, que serás tan bien acogida como ellos. Se celebró la boda; el novio y la novia partieron hacia Kent desde la puerta de la iglesia, y todo el mundo tuvo algún comentario que hacer o que oír sobre el particular, como de costumbre. Elizabeth no tardó en recibir carta de su amiga, y su correspondencia fue tan regular y frecuente como siempre. Pero ya no tan franca. A Elizabeth le era imposible dirigirse a Charlotte sin notar que toda su antigua confianza había desaparecido, y, aunque no quería interrumpir la correspondencia, lo hacía más por lo que su amistad había sido que por lo que en realidad era ahora. Las primeras cartas de Charlotte las recibió con mucha impaciencia; sentía mucha curiosidad por ver qué le decía de su nuevo hogar, por saber si le habría agradado lady Catherine y hasta qué punto se atrevería a confesar que era feliz. Pero al leer aquellas cartas, Elizabeth observó que Charlotte se expresaba exactamente tal como ella había previsto. Escribía alegremente, parecía estar rodeada de comodidades, y no mencionaba nada que no fuese digno de alabanza. La casa, el mobiliario, la vecindad y las carreteras, todo era de su gusto, y lady Catherine no podía ser más sociable y atenta. Era el mismo retrato de Hunsford y de Rosings que había hecho el señor Collins, aunque razonablemente mitigado. Elizabeth comprendió que debía aguardar a su propia visita para conocer el resto. Jane ya le había enviado unas líneas a su hermana anunciándole su feliz llegada a Londres; y cuando le volviese a escribir, Elizabeth tenía esperanza de que ya podría contarle algo de los Bingley. Su impaciencia por esta segunda carta recibió la recompensa habitual a todas las impaciencias: Jane llevaba una semana en la capital sin haber visto o sabido nada de Caroline. Sin embargo, se lo explicaba suponiendo que la última carta que le mandó a su amiga desde Longbourn se habría perdido. «Mi tía ––continuó–– irá mañana a esa parte de la ciudad y tendré ocasión de hacer una visita a Caroline en la calle Grosvenor.» Después de la visita mencionada, en la que vio a la señorita Bingley, Jane volvió a escribir: «Caroline no estaba de buen humor, pero se alegró mucho de verme y me reprochó que no le hubiese notificado mi llegada a Londres. Por lo tanto, yo tenía razón: no había recibido mi carta. Naturalmente, le pregunté por su hermano. Me dijo que estaba bien, pero que anda tan ocupado con el señor Darcy, que ella apenas le ve. Casualmente esperaban a la señorita Darcy para comer; me gustaría verla. Mi visita no fue larga, pues Caroline y la señora Hurst tenían que salir. Supongo que pronto vendrán a verme.» Elizabeth movió la cabeza al leer la carta. Vio claramente que sólo por casualidad podría Bingley descubrir que Jane estaba en Londres. Pasaron cuatro semanas sin que Jane supiese nada de él. Trató de convencerse a sí misma de que no lo lamentaba; pero de lo que no podía estar ciega más tiempo, era del desinterés de la señorita Bingley. Después de esperarla en casa durante quince días todas las mañanas e inventarle una excusa todas las tardes, por fin, recibió su visita; pero la brevedad de la misma y, lo que es más, su extraña actitud no dejaron que Jane siguiera engañándose. La carta que escribió entonces a su hermana demostraba lo que sentía: «Estoy segura, mi queridísima Lizzy, de que serás incapaz de vanagloriarte a costa mía por tu buen juicio, cuando te confiese que me he desengañado completamente del afecto de la señorita Bingley. De todos modos, aunque los hechos te hayan dado la razón, no me creas obstinada si aún afirmo que, dado su comportamiento conmigo, mi confianza era tan natural como tus recelos. A pesar de todo, no puedo comprender por qué motivo quiso ser amiga mía; pero si las cosas se volviesen a repetir, no me cabe la menor duda de que me engañaría de nuevo. Caroline no me devolvió la visita hasta ayer, y entretanto no recibí ni una nota ni una línea suya. Cuando vino se vio bien claro que era contra su voluntad; me dio una ligera disculpa, meramente formal, por no haber venido antes; no dijo palabra de cuándo volveríamos a vernos y estaba tan alterada que, cuando se fue, decidí firmemente poner fin a nuestras relaciones. Me da pena, aunque no puedo evitar echarle la culpa a ella. Hizo mal en elegirme a mí como amiga. Pero puedo decir con seguridad que fue ella quien dio el primer paso para intimar conmigo. De cualquier modo, la compadezco porque debe de comprender que se ha portado muy mal, y porque estoy segura de que la preocupación por su hermano fue la causa de todo. Y aunque nos consta que esa preocupación es innecesaria, el hecho de sentirla justifica su actitud para conmigo, y como él merece cumplidamente que su hermana le adore, toda la inquietud que le inspire es natural y apreciable. Pero no puedo menos que La señora Gardiner consoló a su sobrina por la traición de Wickham y la felicitó por lo bien que lo había tomado. ––Pero dime, querida Elizabeth ––añadió––, ¿qué clase de muchacha es la señorita King? Sentiría mucho tener que pensar que nuestro amigo es un cazador de dotes. ––A ver, querida tía, ¿cuál es la diferencia que hay en cuestiones matrimoniales, entre los móviles egoístas y los prudentes? ¿Dónde acaba la discreción y empieza la avaricia? Las pasadas Navidades temías que se casara conmigo porque habría sido imprudente, y ahora porque él va en busca de una joven con sólo diez mil libras de renta, das por hecho que es un cazador de dotes. ––Dime nada más qué clase de persona es la señorita King, y podré formar juicio. ––Creo que es una buena chica. No he oído decir nada malo de ella. ––Pero él no le dedicó la menor atención hasta que la muerte de su abuelo la hizo dueña de esa fortuna... ––Claro, ¿por qué había de hacerlo? Si no podía permitirse conquistarme a mí porque yo no tenía dinero, ¿qué motivos había de tener para hacerle la corte a una muchacha que nada le importaba y que era tan pobre como yo? ––Pero resulta indecoroso que le dirija sus atenciones tan poco tiempo después de ese suceso. ––Un hombre que está en mala situación, no tiene tiempo, como otros, para observar esas elegantes delicadezas. Además, si ella no se lo reprocha, ¿por qué hemos de reprochárselo nosotros? ––El que a ella no le importe no justifica a Wickham. Sólo demuestra que esa señorita carece de sentido o de sensibilidad. ––Bueno ––––exclamó Elizabeth––, como tú quieras. Pongamos que él es un cazador de dotes y ella una tonta. ––No, Elizabeth, eso es lo que no quiero. Ya sabes que me dolería pensar mal de un joven que vivió tanto tiempo en Derbyshire. ––¡Ah!, pues si es por esto, yo tengo muy mal concepto de los jóvenes que viven en Derbyshire, cuyos íntimos amigos, que viven en Hertfordshire, no son mucho mejores. Estoy harta de todos ellos. Gracias a Dios, mañana voy a un sitio en donde encontraré a un hombre que no tiene ninguna cualidad agradable, que no tiene ni modales ni aptitudes para hacerse simpático. Al fin y al cabo, los hombres estúpidos son los únicos que vale la pena conocer. ––¡Cuidado, Lizzy! Esas palabras suenan demasiado a desengaño. Antes de separarse por haber terminado la obra, Elizabeth tuvo la inesperada dicha de que sus tíos la invitasen a acompañarlos en un viaje que pensaban emprender en el verano. ––Todavía no sabemos hasta dónde iremos ––dijo la señora Gardiner––, pero quizá nos lleguemos hasta los Lagos[L28]. Ningún otro proyecto podía serle a Elizabeth tan agradable. Aceptó la invitación al instante, sumamente agradecida. ––Querida, queridísima tía exclamó con entusiasmo––, ¡qué delicia!, ¡qué felicidad! Me haces revivir, esto me da fuerzas. ¡Adiós al desengaño y al rencor! ¿Qué son los hombres al lado de las rocas y de las montañas? ¡Oh, qué horas de evasión pasaremos! Y al regresar no seremos como esos viajeros que no son capaces de dar una idea exacta de nada. Nosotros sabremos adónde hemos ido, y recordaremos lo que hayamos visto. Los lagos, los ríos y las montañas no estarán confundidos en nuestra memoria, ni cuando queramos describir un paisaje determinado nos pondremos a discutir sobre su relativa situación. ¡Que nuestras primeras efusiones no sean como las de la mayoría de los viajeros! CAPÍTULO XXVIII Al día siguiente todo era nuevo e interesante para Elizabeth. Estaba dispuesta a pasarlo bien y muy animada, pues había encontrado a su hermana con muy buen aspecto y todos los temores que su salud le inspiraba se hablan desvanecido. Además, la perspectiva de un viaje por el Norte era para ella una constante fuente de dicha. Cuando dejaron el camino real para entrar en el sendero de Hunsford, los ojos de todos buscaban la casa del párroco y a cada revuelta creían que iban a divisarla. A un lado del sendero corría la empalizada de la finca de Rosings. Elizabeth sonrió al acordarse de todo lo que había oído decir de sus habitantes. Por fin vislumbraron la casa parroquial. El jardín que se extendía hasta el camino, la casa que se alzaba en medio, la verde empalizada y el seto de laurel indicaban que ya habían llegado. Collins y Charlotte aparecieron en la puerta, y el carruaje se detuvo ante una pequeña entrada que conducía a la casa a través de un caminito de gravilla, entre saludos y sonrisas generales. En un momento se bajaron todos del landó, alegrándose mutuamente al verse. La señora Collins dio la bienvenida a su amiga con el más sincero agrado, y Elizabeth, al ser recibida con tanto cariño, estaba cada vez más contenta de haber venido. Observó al instante que las maneras de su primo no habían cambiado con el matrimonio; su rigida cortesía era exactamente la misma de antes, y la tuvo varios minutos en la puerta para hacerle preguntas sobre toda la familia. Sin más dilación que las observaciones de Collins a sus huéspedes sobre la pulcritud de la entrada, entraron en la casa. Una vez en el recibidor, Collins con rimbombante formalidad, les dio por segunda vez la bienvenida a su humilde casa, repitiéndoles punto por punto el ofrecimiento que su mujer les había hecho de servirles un refresco. Elizabeth estaba preparada para verlo ahora en su ambiente, y no pudo menos que pensar que al mostrarles las buenas proporciones de la estancia, su aspecto y su mobiliario, Collins se dirigía especialmente a ella, como si deseara hacerle sentir lo que había perdido al rechazarle. Pero aunque todo parecía reluciente y confortable, Elizabeth no pudo gratificarle con ninguna señal de arrepentimiento, sino que más bien se admiraba de que su amiga pudiese tener una aspecto tan alegre con semejante compañero. Cuando Collins decía algo que forzosamente tenía que avergonzar a su mujer, lo que sucedía no pocas veces, Elizabeth volvía involuntariamente los ojos hacia Charlotte. Una vez o dos pudo descubrir que ésta se sonrojaba ligeramente; pero, por lo común, Charlotte hacía como que no le oía. Después de estar sentados durante un rato, el suficiente para admirar todos y cada uno de los muebles, desde el aparador a la rejilla de la chimenea, y para contar el viaje y todo lo que había pasado en Londres, el señor Collins les invitó a dar un paseo por el jardín, que era grande y bien trazado y de cuyo cuidado se encargaba él personalmente. Trabajar en el jardín era uno de sus más respetados placeres; Elizabeth admiró la seriedad con la que Charlotte hablaba de lo saludable que era para Collins y confesó que ella misma lo animaba a hacerlo siempre que le fuera posible. Guiándoles a través de todas las sendas y recovecos y sin dejarles apenas tiempo de expresar las alabanzas que les exigía, les fue señalando todas las vistas con una minuciosidad que estaba muy por encima de su belleza. Enumeraba los campos que se divisaban en todas direcciones y decía cuántos árboles había en cada uno. Pero de todas las vistas de las que su jardín, o la campiña, o todo el reino podía enardecerse, no había otra que pudiese compararse a la de Rosings, que se descubría a través de un claro de los árboles que limitaban la finca en la parte opuesta a la fachada de su casa. La mansión era bonita, moderna y estaba muy bien situada, en una elevación del terreno. Desde el jardín, Collins hubiese querido llevarles a recorrer sus dos praderas, pero las señoras no iban calzadas a propósito para andar por la hierba aún helada y desistieron. Sir William fue el único que le acompañó. Charlotte volvió a la casa con su hermana y Elizabeth, sumamente contenta probablemente por poder mostrársela sin la ayuda de su marido. Era pequeña pero bien distribuida, todo estaba arreglado con orden y limpieza, mérito que Elizabeth atribuyó a Charlotte. Cuando se podía olvidar a Collins, se respiraba un aire más agradable en la casa; y por la evidente satisfacción de su amiga, Elizabeth pensó que debería olvidarlo más a menudo. Ya le habían dicho que lady Catherine estaba todavía en el campo. Se volvió a hablar de ella mientras cenaban, y Collins, sumándose a la conversación, dijo: ––Sí, Elizabeth; tendrá usted el honor de ver a lady Catherine de Bourgh el próximo domingo en la iglesia, y no necesito decirle lo que le va a encantar. Es toda afabilidad y condescendencia, y no dudo que la honrará dirigiéndole la palabra en cuanto termine el oficio religioso. Casi no dudo tampoco de que usted y mi cuñada María serán incluidas en todas las invitaciones con que nos honre durante la estancia de ustedes aquí. Su actitud para con mi querida Charlotte es amabilísima. Comemos en Rosings dos veces a la semana y nunca consiente que volvamos a pie. Siempre pide su carruaje para que nos lleve, mejor dicho, uno de sus carruajes, porque tiene varios. ––Lady Catherine es realmente una señora muy respetable y afectuosa ––añadió Charlotte––, y una vecina muy atenta. ––Muy cierto, querida; es exactamente lo que yo digo: es una mujer a la que nunca se puede considerar con bastante deferencia. Durante la velada se habló casi constantemente de Hertfordshire y se repitió lo que ya se había dicho por escrito. Al retirarse, Elizabeth, en la soledad de su aposento, meditó sobre el bienestar de Charlotte y sobre su habilidad y discreción en sacar partido y sobrellevar a su esposo, reconociendo que lo hacía muy bien. Pensó también en cómo transcurriría su visita, a qué se dedicarían, en las fastidiosas interrupciones de Collins y en lo que se iba a divertir tratando con la familia de Rosings. Su viva imaginación lo planeó todo en seguida. Al día siguiente, a eso de las doce, estaba en su cuarto preparándose para salir a dar un paseo, cuando oyó abajo un repentino ruido que pareció que sembraba la confusión en toda la casa. Escuchó un momento y advirtió que alguien subía la escalera apresuradamente y la llamaba a voces. Abrió la puerta y en el corredor se encontró con María agitadísima y sin aliento, que exclamó: ––¡Oh, Elizabeth querida! ¡Date prisa, baja al comedor y verás! No puedo decirte lo que es. ¡Corre, ven en seguida! En vano preguntó Elizabeth lo que pasaba. María no quiso decirle más, ambas acudieron al comedor, cuyas ventanas daban al camino, para ver la maravilla. Ésta consistía sencillamente en dos señoras que estaban paradas en la puerta del jardín en un faetón bajo. ––¿Y eso es todo? ––exclamó Elizabeth––. ¡Esperaba por lo menos que los puercos hubiesen invadido el jardín, y no veo más que a lady Catherine y a su hija! ––¡Oh, querida! ––repuso María extrañadísima por la equivocación––. No es lady Catherine. La mayor es la señora Jenkinson, que vive con ellas. La otra es la señorita de Bourgh. Mírala bien. Es una criaturita. ¡Quién habría creído que era tan pequeña y tan delgada! ––Es una grosería tener a Charlotte en la puerta con el viento que hace. ¿Por qué no entra esa señorita? ––Charlotte dice que casi nunca lo hace. Sería el mayor de los favores que la señorita de Bourgh entrase en la casa. Cuando las señoras volvieron al salón[L30], no tuvieron otra cosa que hacer que oír hablar a lady Catherine, cosa que hizo sin interrupción hasta que sirvieron el café, exponiendo su opinión sobre toda clase de asuntos de un modo tan decidido que demostraba que no estaba acostumbrada a que le llevasen la contraria. Interrogó a Charlotte minuciosamente y con toda familiaridad sobre sus quehaceres domésticos, dándole multitud de consejos; le dijo que todo debía estar muy bien organizado en una familia tan reducida como la suya, y la instruyó hasta en el cuidado de las vacas y las gallinas. Elizabeth vio que no había nada que estuviese bajo la atención de esta gran dama que no le ofreciera la ocasión de dictar órdenes a los demás. En los intervalos de su discurso a la señora Collins, dirigió varias preguntas a María y a Elizabeth, pero especialmente a la última, de cuya familia no sabía nada, y que, según le dijo a la señora Collins, le parecía una muchacha muy gentil y bonita. Le preguntó, en distintas ocasiones, cuántas hermanas tenía, si eran mayores o menores que ella, si había alguna que estuviera para casarse, si eran guapas, dónde habían sido educadas, qué clase de carruaje tenía su padre y cuál había sido el apellido de soltera de su madre. Elizabeth notó la impertinencia de sus preguntas, pero contestó a todas ellas con mesura. Lady Catherine observó después: ––Tengo entendido que la propiedad de su padre debe heredarla el señor Collins. Lo celebro por usted ––dijo volviéndose hacia Charlotte––; pero no veo motivo para legar las posesiones fuera de la línea femenina. En la familia de sir Lewis de Bourgh no se hizo así. ¿Sabe tocar y cantar, señorita Bennet? ––Un poco. ––¡Ah!, entonces tendremos el gusto de escucharla en algún momento. Nuestro piano es excelente, probablemente mejor que el de... Un día lo probará usted. Y sus hermanas, ¿tocan y cantan también? ––Una de ellas sí. ––¿Y por qué no todas? Todas debieron aprender. Las señoritas Webb tocan todas y sus padres no son tan ricos como los suyos. ¿Dibuja usted? ––No, nada. ––¿Cómo? ¿Ninguna de ustedes? ––Ninguna. ––Es muy raro. Supongo que no habrán tenido oportunidad. Su madre debió haberlas llevado a la ciudad todas las primaveras para poder tener buenos maestros. ––Mi madre no se habría opuesto, pero mi padre odia Londres. ––¿Y su institutriz sigue aún con ustedes? ––Nunca hemos tenido institutriz. ––¡Que no han tenido nunca institutriz! ¿Cómo es posible? ¡Cinco hijas educadas en casa sin institutriz! Nunca vi nada igual. Su madre debe haber sido una verdadera esclava de su educación. Elizabeth casi no pudo reprimir una sonrisa al asegurarle que no había sido así. ––Entonces, ¿quién las educó? ¿Quién las cuidó? Sin institutriz deben de haber estado desatendidas. ––En comparación con algunas familias, no digo que no; pero a las que queríamos aprender, nunca nos faltaron los medios. Siempre fuimos impulsadas a la lectura, y teníamos todos los maestros que fueran necesarios. Verdad es que las que preferían estar ociosas, podían estarlo. ––¡Sí, no lo dudo!, y eso es lo que una institutriz puede evitar, y si yo hubiese conocido a su madre, habría insistido con todas mis fuerzas para que tomase una. Siempre sostengo que en materia de educación no se consigue nada sin una instrucción sólida y ordenada, y sólo una institutriz la puede dar. ¡Hay que ver la cantidad de familias a quienes he orientado en este sentido! Me encanta ver a las chicas bien situadas. Cuatro sobrinas de la señora Jenkinson se colocaron muy bien gracias a mí, y el otro día mismo recomendé a otra joven de quien me hablaron por casualidad, y la familia está contentísima con ella. Señora Collins, ¿le dije a usted que ayer estuvo aquí lady Metcalfe para darme las gracias? Asegura que la señorita Pope es un tesoro. «Lady Catherine ––me dijo––, me ha dado usted un tesoro.» ¿Ha sido ya presentada en sociedad alguna de sus hermanas menores, señorita Bennet? ––Sí, señora, todas. ––¡Todas! ¡Cómo! ¿Las cinco a la vez? ¡Qué extraño! Y usted es sólo la segunda. ¡Las menores presentadas en sociedad antes de casarse las mayores! Sus hermanas deben de ser muy jóvenes... ––Sí; la menor no tiene aún dieciséis años. Quizá es demasiado joven para haber sido presentada en sociedad. Pero en realidad, señora, creo que sería muy injusto que las hermanas menores no pudieran disfrutar de la sociedad y de sus amenidades, por el hecho de que las mayores no tuviesen medios o ganas de casarse pronto. La última de las hijas tiene tanto derecho a los placeres de la juventud como la primera. Demorarlos por ese motivo creo que no sería lo más adecuado para fomentar el cariño fraternal y la delicadeza de pensamiento. ––¡Caramba! ––dijo Su Señoría––. Para ser usted tan joven da sus opiniones de modo muy resuelto. Dígame, ¿qué edad tiene? ––Con tres hermanas detrás ya crecidas ––contestó Elizabeth sonriendo––, Su Señoría no puede esperar que se lo confiese. Lady Catherine se quedó asombradísima de no haber recibido una respuesta directa; y Elizabeth sospechaba que había sido ella la primera persona que se había atrevido a burlarse de tan majestuosa impertinencia. ––No puede usted tener más de veinte, estoy segura; así que no necesita ocultar su edad. ––Aún no he cumplido los veintiuno. Cuando los caballeros entraron y acabaron de tomar el té, se dispusieron las mesitas de juego. Lady Catherine, sir William y los esposos Collins se sentaron a jugar una partida de cuatrillo, y como la señorita de Bourgh prefirió jugar al casino, Elizabeth y María tuvieron el honor de ayudar a la señora Jenkinson a completar su mesa, que fue aburrida en grado superlativo. Apenas se pronunció una sílaba que no se refiriese al juego, excepto cuando la señora Jenkinson expresaba sus temores de que la señorita de Bourgh tuviese demasiado calor o demasiado frío, demasiada luz o demasiado poca. La otra mesa era mucho más animada. Lady Catherine casi no paraba de hablar poniendo de relieve las equivocaciones de sus compañeros de juego o relatando alguna anécdota de sí misma. Collins no hacía más que afirmar todo lo que decía Su Señoría, dándole las gracias cada vez que ganaba y disculpándose cuando creía que su ganancia era excesiva. Sir William no decía mucho. Se dedicaba a recopilar en su memoria todas aquellas anécdotas y tantos nombres ilustres. Cuando lady Catherine y su hija se cansaron de jugar, se recogieron las mesas y le ofrecieron el coche a la señora Collins, que lo aceptó muy agradecida, e inmediatamente dieron órdenes para traerlo. La reunión se congregó entonces junto al fuego para oír a lady Catherine pronosticar qué tiempo iba a hacer al día siguiente. En éstas les avisaron de que el coche estaba en la puerta, y con muchas reverencias por parte de sir William y muchos discursos de agradecimiento por parte de Collins, se despidieron. En cuanto dejaron atrás el zaguán, Collins invitó a Elizabeth a que expresara su opinión sobre lo que había visto en Rosings, a lo que accedió, sólo por Charlotte, exagerándolo más de lo que sentía. Pero por más que se esforzó su elogio no satisfizo a Collins, que no tardó en verse obligado a encargarse él mismo de alabar a Su Señoría. CAPÍTULO XXX Sir William no pasó más que una semana en Hunsford pero fue suficiente para convencerse de que su hija estaba muy bien situada y de que un marido así y una vecindad como aquélla no se encontraban a menudo. Mientras estuvo allí, Collins dedicaba la mañana a pasearlo en su calesín[L31] para mostrarle la campiña; pero en cuanto se fue, la familia volvió a sus ocupaciones habituales. Elizabeth agradeció que con el cambio de vida ya no tuviese que ver a su primo tan frecuentemente, pues la mayor parte del tiempo que mediaba entre el almuerzo y la cena, Collins lo empleaba en trabajar en el jardín, en leer, en escribir o en mirar por la ventana de su despacho, que daba al camino. El cuarto donde solían quedarse las señoras daba a la parte trasera de la casa. Al principio a Elizabeth le extrañaba que Charlotte no prefiriese estar en el comedor, que era una pieza más grande y de aspecto más agradable. Pero pronto vio que su amiga tenía excelentes razones para obrar así, pues Collins habría estado menos tiempo en su aposento, indudablemente, si ellas hubiesen disfrutado de uno tan grande como el suyo. Y Elizabeth aprobó la actitud de Charlotte. Desde el salón no podían ver el camino, de modo que siempre era Collins el que le daba cuenta de los coches que pasaban y en especial de la frecuencia con que la señorita de Bourgh cruzaba en su faetón, cosa que jamás dejaba de comunicarles aunque sucediese casi todos los días. La señorita solía detenerse en la casa para conversar unos minutos con Charlotte, pero era difícil convencerla de que bajase del carruaje. Pasaban pocos días sin que Collins diese un paseo hasta Rosings y su mujer creía a menudo un deber hacer lo propio; Elizabeth, hasta que recordó que podía haber otras familias dispuestas a hacer lo mismo, no comprendió el sacrificio de tantas horas. De vez en cuando les honraba con una visita, en el transcurso de la cual, nada de lo que ocurría en el salón le pasaba inadvertido. En efecto, se fijaba en lo que hacían, miraba sus labores y les aconsejaba hacerlas de otro modo, encontraba defectos en la disposición de los muebles o descubría negligencias en la criada; si aceptaba algún refrigerio parecía que no lo hacía más que para advertir que los cuartos de carne eran demasiado grandes para ellos. Pronto se dio cuenta Elizabeth de que aunque la paz del condado no estaba encomendada a aquella gran señora, era una activa magistrada en su propia parroquia, cuyas minucias le comunicaba Collins, y siempre que alguno de los aldeanos estaba por armar gresca o se sentía descontento o desvalido, lady Catherine se personaba en el lugar requerido para zanjar las diferencias y reprenderlos, restableciendo la armonía o procurando la abundancia. La invitación a cenar en Rosings se repetía un par de veces por semana, y desde la partida de sir William, como sólo había una mesa de juego durante la velada, el entretenimiento era siempre el mismo. No tenían muchos otros compromisos, porque el estilo de vida del resto de los vecinos estaba por debajo del de los Collins. A Elizabeth no le importaba, estaba a gusto así, pasaba largos ratos charlando amenamente con Charlotte; y como el tiempo era estupendo, a pesar de la época del año, se distraía saliendo a caminar. Su paseo favorito, que a menudo recorría mientras los otros visitaban a lady Catherine, era la alameda que bordeaba un lado de la finca donde había un sendero muy bonito y abrigado que nadie más que ella parecía apreciar, y en el cual se hallaba fuera del alcance de la curiosidad de lady Catherine. nunca me permite que me intimide nadie. Por el contrario, mi valor crece cuando alguien intenta intimidarme. ––No le diré que se ha equivocado ––repuso Darcy–– porque no cree usted sinceramente que tenía intención alguna de alarmarla; y he tenido el placer de conocerla lo bastante para saber que se complace a veces en sustentar opiniones que de hecho no son suyas. Elizabeth se rió abiertamente ante esa descripción de sí misma, y dijo al coronel Fitzwilliam: ––Su primo pretende darle a usted una linda idea de mí enseñándole a no creer palabra de cuanto yo le diga. Me desola encontrarme con una persona tan dispuesta a descubrir mi verdadero modo de ser en un lugar donde yo me había hecho ilusiones de pasar por mejor de lo que soy. Realmente, señor Darcy, es muy poco generoso por su parte revelar las cosas malas que supo usted de mí en Hertfordshire, y permítame decirle que es también muy indiscreto, pues esto me podría inducir a desquitarme y saldrían a relucir cosas que escandalizarían a sus parientes. ––No le––tengo miedo ––dijo él sonriente. ––Dígame, por favor, de qué le acusa ––exclamó el coronel Fitzwilliam––. Me gustaría saber cómo se comporta entre extraños. ––Se lo diré, pero prepárese a oír algo muy espantoso. Ha de saber que la primera vez que le vi fue en un baile, y en ese baile, ¿qué cree usted que hizo? Pues no bailó más que cuatro piezas, a pesar de escasear los caballeros, y más de una dama se quedó sentada por falta de pareja. Señor Darcy, no puede negarlo. ––No tenía el honor de conocer a ninguna de las damas de la reunión, a no ser las que me acompañaban. ––Cierto, y en un baile nunca hay posibilidad de ser presentado... Bueno, coronel Fitzwilliam, ¿qué toco ahora? Mis dedos están esperando sus órdenes. ––Puede que me habría juzgado mejor ––añadió Darcy–– si hubiese solicitado que me presentaran. Pero no sirvo para darme a conocer a extraños. ––Vamos a preguntarle a su primo por qué es así ––dijo Elizabeth sin dirigirse más que al coronel Fitzwilliam––. ¿Le preguntamos cómo es posible que un hombre de talento y bien educado, que ha vivido en el gran mundo, no sirva para atender a desconocidos? ––Puede contestar yo mismo a esta pregunta ––replicó Fitzwilliam–– sin interrogar a Darcy. Eso es porque no quiere tomarse la molestia. ––Reconozco ––dijo Darcy–– que no tengo la habilidad que otros poseen de conversar fácilmente con las personas que jamás he visto. No puedo hacerme a esas conversaciones y fingir que me intereso por sus cosas como se acostumbra. ––Mis dedos ––repuso Elizabeth–– no se mueven sobre este instrumento del modo magistral con que he visto moverse los dedos de otras mujeres; no tienen la misma fuerza ni la misma agilidad, y no pueden producir la misma impresión. Pero siempre he creído que era culpa mía, por no haberme querido tomar el trabajo de hacer ejercicios. No porque mis dedos no sean capaces, como los de cualquier otra mujer, de tocar perfectamente. Darcy sonrió y le dijo: ––Tiene usted toda la razón. Ha empleado el tiempo mucho mejor. Nadie que tenga el privilegio de escucharla podrá ponerle peros. Ninguno de nosotros toca ante desconocidos. Lady Catherine les interrumpió preguntándoles de qué hablaban. Elizabeth se puso a tocar de nuevo. Lady Catherine se acercó y después de escucharla durante unos minutos, dijo a Darcy: ––La señorita Bennet no tocaría mal si practicase más y si hubiese disfrutado de las ventajas de un buen profesor de Londres. Sabe lo que es teclear, aunque su gusto no es como el de Anne. Anne habría sido una pianista maravillosa si su salud le hubiese permitido aprender. Elizabeth miró a Darcy para observar su cordial asentimiento al elogio tributado a su prima, pero ni entonces ni en ningún otro momento descubrió ningún síntoma de amor; y de su actitud hacia la señorita de Bourgh, Elizabeth dedujo una cosa consoladora en favor de la señorita Bingley: que Darcy se habría casado con ella si hubiese pertenecido a su familia. Lady Catherine continuó haciendo observaciones sobre la manera de tocar de Elizabeth, mezcladas con numerosas instrucciones sobre la ejecución y el gusto. Elizabeth las aguantó con toda la paciencia que impone la cortesía, y a petición de los caballeros siguió tocando hasta que estuvo preparado el coche de Su Señoría y los llevó a todos a casa. CAPÍTULO XXXII A la mañana siguiente estaba Elizabeth sola escribiendo a Jane, mientras la señora Collins y María habían ido de compras al pueblo, cuando se sobresaltó al sonar la campanilla de la puerta, señal inequívoca de alguna visita. Aunque no había oído ningún carruaje, pensó que a lo mejor era lady Catherine, y se apresuró a esconder la carta que tenía a medio escribir a fin de evitar preguntas impertinentes. Pero con gran sorpresa suya se abrió la puerta y entró en la habitación el señor Darcy. Darcy solo. Pareció asombrarse al hallarla sola y pidió disculpas por su intromisión diciéndole que creía que estaban en la casa todas las señoras. Se sentaron los dos y, después de las preguntas de rigor sobre Rosings, pareció que se iban a quedar callados. Por lo tanto, era absolutamente necesario pensar en algo, y Elizabeth, ante esta necesidad, recordó la última vez que se habían visto en Hertfordshire y sintió curiosidad por ver lo que diría acerca de su precipitada partida. ––¡Qué repentinamente se fueron ustedes de Netherfield el pasado noviembre, señor Darcy! ––le dijo––. Debió de ser una sorpresa muy grata para el señor Bingley verles a ustedes tan pronto a su lado, porque, si mal no recuerdo, él se había ido una día antes. Supongo que tanto él como sus hermanas estaban bien cuando salió usted de Londres. ––Perfectamente. Gracias. Elizabeth advirtió que no iba a contestarle nada más y, tras un breve silencio, añadió: ––Tengo entendido que el señor Bingley no piensa volver a Netherfield. ––Nunca le he oído decir tal cosa; pero es probable que no pase mucho tiempo allí en el futuro. Tiene muchos amigos y está en una época de la vida en que los amigos y los compromisos aumentan continuamente. ––Si tiene la intención de estar poco tiempo en Netherfield, sería mejor para la vecindad que lo dejase completamente, y así posiblemente podría instalarse otra familia allí. Pero quizá el señor Bingley no haya tomado la casa tanto por la conveniencia de la vecindad como por la suya propia, y es de esperar que la conserve o la deje en virtud de ese mismo principio. ––No me sorprendería ––añadió Darcy–– que se desprendiese de ella en cuanto se le ofreciera una compra aceptable. Elizabeth no contestó. Temía hablar demasiado de su amigo, y como no tenía nada más que decir, determinó dejar a Darcy que buscase otro tema de conversación. Él lo comprendió y dijo en seguida: ––Esta casa parece muy confortable. Creo que lady Catherine la arregló mucho cuando el señor Collins vino a Hunsford por primera vez. ––Así parece, y estoy segura de que no podía haber dado una prueba mejor de su bondad. ––El señor Collins parece haber sido muy afortunado con la elección de su esposa. ––Así es. Sus amigos pueden alegrarse de que haya dado con una de las pocas mujeres inteligentes que le habrían aceptado o que le habrían hecho feliz después de aceptarle. Mi amiga es muy sensata, aunque su casamiento con Collins me parezca a mí el menos cuerdo de sus actos. Sin embargo, parece completamente feliz: desde un punto de vista prudente, éste era un buen partido para ella. ––Tiene que ser muy agradable para la señora Collins vivir a tan poca distancia de su familia y amigos. ––¿Poca distancia le llama usted? Hay cerca de cincuenta millas. ––¿Y qué son cincuenta millas de buen camino? Poco más de media jornada de viaje. Sí, yo a eso lo llamo una distancia corta. ––Nunca habría considerado que la distancia fuese una de las ventajas del partido exclamó Elizabeth , y jamás se me habría ocurrido que la señora Collins viviese cerca de su familia. ––Eso demuestra el apego que le tiene usted a Hertfordshire. Todo lo que esté más allá de Longbourn debe parecerle ya lejos. Mientras hablaba se sonreía de un modo que Elizabeth creía interpretar: Darcy debía suponer que estaba pensando en Jane y en Netherfield; y contestó algo sonrojada: ––No quiero decir que una mujer no pueda vivir lejos de su familia. Lejos y cerca son cosas relativas y dependen de muy distintas circunstancias. Si se tiene fortuna para no dar importancia a los gastos de los viajes, la distancia es lo de menos. Pero éste no es el caso. Los señores Collins no viven con estrecheces, pero no son tan ricos como para permitirse viajar con frecuencia; estoy segura de que mi amiga no diría que vive cerca de su familia más que si estuviera a la mitad de esta distancia. Darcy acercó su asiento un poco más al de Elizabeth, y dijo: ––No tiene usted derecho a estar tan apegada a su residencia. No siempre va a estar en Longbourn. Elizabeth pareció quedarse sorprendida, y el caballero creyó que debía cambiar de conversación. Volvió a colocar su silla donde estaba, tomó un diario de la mesa y mirándolo por encima, preguntó con frialdad: ––¿Le gusta a usted Kent? A esto siguió un corto diálogo sobre el tema de la campiña, conciso y moderado por ambas partes, que pronto terminó, pues entraron Charlotte y su hermana que acababan de regresar de su paseo. El tête–à–tête[L32] las dejó pasmadas. Darcy les explicó la equivocación que había ocasionado su visita a la casa; permaneció sentado unos minutos más, sin hablar mucho con nadie, y luego se marchó. ––¿Qué significa esto? ––preguntó Charlotte en cuanto se fue––. Querida Elizabeth, debe de estar enamorado de ti, pues si no, nunca habría venido a vernos con esta familiaridad. Pero cuando Elizabeth contó lo callado que había estado, no pareció muy probable, a pesar de los buenos deseos de Charlotte; y después de varias conjeturas se limitaron a suponer que su visita había obedecido a la dificultad de encontrar algo que hacer, cosa muy natural en aquella época del año. Todos los deportes[L33] se habían terminado. En casa de lady Catherine había libros y una mesa de billar, pero a los caballeros les desesperaba estar siempre metidos en casa, y sea por lo cerca que estaba la residencia de los Collins, sea por lo placentero del paseo, o sea por la gente que vivía allí, los dos primos sentían la tentación de visitarles todos los días. Se presentaban en distintas horas señora Hurst y la señorita Bingley. Me parece que me dijo usted que también las conocía. ––Algo, sí. Su hermano es un caballero muy agradable, íntimo amigo de Darcy. ––¡Oh, sí! ––dijo Elizabeth secamente––. El señor Darcy es increíblemente amable con el señor Bingley y lo cuida de un modo extraordinario. ––¿Lo cuida? Sí, realmente, creo que lo cuida precisamente en lo que mayores cuidados requiere. Por algo que me contó cuando veníamos hacia aquí, presumo que Bingley le debe mucho. Pero debo pedirle que me perdone, porque no tengo derecho a suponer que Bingley fuese la persona a quien Darcy se refería. Son sólo conjeturas. ––¿Qué quiere decir? ––Es una cosa que Darcy no quisiera que se divulgase, pues si llegase a oídos de la familia de la dama, resultaría muy desagradable. No se preocupe, no lo divulgaré. ––Tenga usted en cuenta que carezco de pruebas para suponer que se trata de Bingley. Lo que Darcy me dijo es que se alegraba de haber librado hace poco a un amigo de cierto casamiento muy imprudente; pero no citó nombres ni detalles, y yo sospeché que el amigo era Bingley sólo porque me parece un joven muy a propósito para semejante caso, y porque sé que estuvieron juntos todo el verano. ––¿Le dijo a usted el señor Darcy las razones que tuvo para inmiscuirse en el asunto? ––Yo entendí que había algunas objeciones de peso en contra de la señorita. ––¿Y qué artes usó para separarles? ––No habló de sus artimañas ––dijo Fitzwilliam sonriendo––. Sólo me contó lo que acabo de decirle. Elizabeth no hizo ningún comentario y siguió caminando con el corazón henchido de indignación. Después de observarla un poco, Fitzwilliam le preguntó por qué estaba tan pensativa. ––Estoy pensando en lo que usted me ha dicho ––respondió Elizabeth––. La conducta de su primo no me parece nada bien. ¿Por qué tenía que ser él el juez? ––¿Quiere decir que su intervención fue indiscreta? ––No veo qué derecho puede tener el señor Darcy para decidir sobre una inclinación de su amigo y por qué haya de ser él el que dirija y determine, a su juicio, de qué modo ha de ser su amigo feliz. Pero – –continuó, reportándose––, no sabiendo detalles, no está bien censurarle. Habrá que creer que el amor no tuvo mucho que ver en este caso. Es de suponer ––dijo Fitzwilliam––, pero eso aminora muy tristemente el triunfo de mi primo. Esto último lo dijo en broma, pero a Elizabeth le pareció un retrato tan exacto de Darcy que creyó inútil contestar. Cambió de conversación y se puso a hablar de cosas intrascendentes hasta que llegaron a la casa. En cuanto el coronel se fue, Elizabeth se encerró en su habitación y pensó sin interrupción en todo lo que había oído. No cabía suponer que el coronel se refiriese a otras personas que a Jane y a Bingley. No podían existir dos hombres sobre los cuales ejerciese Darcy una influencia tan ilimitada. Nunca había dudado de que Darcy había tenido que ver en las medidas tomadas para separar a Bingley y a Jane; pero el plan y el principal papel siempre lo había atribuido a la señorita Bingley. Sin embargo, si su propia vanidad no le ofuscaba, él era el culpable; su orgullo y su capricho eran la causa de todo lo que Jane había sufrido y seguía sufriendo aún. Por él había desaparecido toda esperanza de felicidad en el corazón más amable y generoso del mundo, y nadie podía calcular todo el mal que había hecho. El coronel Fitzwilliam había dicho que «había algunas objeciones de peso contra la señorita». Y esas objeciones serían seguramente el tener un tío abogado de pueblo y otro comerciante en Londres... «Contra Jane ––pensaba Elizabeth–– no había ninguna objeción posible. ¡Ella es el encanto y la bondad personificados! Su inteligencia es excelente; su talento, inmejorable; sus modales, cautivadores. Nada había que objetar tampoco contra su padre que, en medio de sus rarezas, poseía aptitudes que no desdeñaría el propio Darcy y una respetabilidad que acaso éste no alcanzase nunca.» Al acordarse de su madre, su confianza cedió un poquito; pero tampoco admitió que Darcy pudiese oponerle ninguna objeción de peso, pues su orgullo estaba segura de ello–– daba más importancia a la falta de categoría de los posibles parientes de su amigo, que a su falta de sentido. En resumidas cuentas, había que pensar que le había impulsado por una parte el más empedernido orgullo y por otra su deseo de conservar a Bingley para su hermana. La agitación y las lágrimas le dieron a Elizabeth un dolor de cabeza que aumentó por la tarde, y sumada su dolencia a su deseo de no ver a Darcy, decidió no acompañar a sus primos a Rosings, donde estaban invitados a tomar el té. La señora Collins, al ver que estaba realmente indispuesta, no insistió, e impidió en todo lo posible que su marido lo hiciera; pero Collins no pudo ocultar su temor de que lady Catherine tomase a mal la ausencia de Elizabeth. CAPÍTULO XXXIV Cuando todos se habían ido, Elizabeth, como si se propusiera exasperarse más aún contra Darcy, se dedicó a repasar todas las cartas que había recibido de Jane desde que se hallaba en Kent. No contenían lamentaciones ni nada que denotase que se acordaba de lo pasado ni que indicase que sufría por ello; pero en conjunto y casi en cada línea faltaba la alegría que solía caracterizar el estilo de Jane, alegría que, como era natural en un carácter tan tranquilo y afectuoso, casi nunca se había eclipsado. Elizabeth se fijaba en todas las frases reveladoras de desasosiego, con una atención que no había puesto en la primera lectura. El vergonzoso alarde de Darcy por el daño que había causado le hacía sentir más vivamente el sufrimiento de su hermana. Le consolaba un poco pensar que dentro de dos días estaría de nuevo al lado de Jane y podría contribuir a que recobrase el ánimo con los cuidados que sólo el cariño puede dar. No podía pensar en la marcha de Darcy sin recordar que su primo se iba con él; pero el coronel Fitzwilliam le había dado a entender con claridad que no podía pensar en ella. Mientras estaba meditando todo esto, la sorprendió la campanilla de la puerta, y abrigó la esperanza de que fuese el mismo coronel Fitzwilliam que ya una vez las había visitado por la tarde y a lo mejor iba a preguntarle cómo se encontraba. Pero pronto desechó esa idea y siguió pensando en sus cosas cuando, con total sobresalto, vio que Darcy entraba en el salón. Inmediatamente empezó a preguntarle, muy acelerado, por su salud, atribuyendo la visita a su deseo de saber que se encontraba mejor. Ella le contestó cortés pero fríamente. Elizabeth estaba asombrada pero no dijo ni una palabra. Después de un silencio de varios minutos se acercó a ella y muy agitado declaró: ––He luchado en vano. Ya no puedo más. Soy incapaz de contener mis sentimientos. Permítame que le diga que la admiro y la amo apasionadamente. El estupor de Elizabeth fue inexpresable. Enrojeció, se quedó mirándole fijamente, indecisa y muda. El lo interpretó como un signo favorable y siguió manifestándole todo lo que sentía por ella desde hacía tiempo. Se explicaba bien, pero no sólo de su amor tenía que hablar, y no fue más elocuente en el tema de la ternura que en el del orgullo. La inferioridad de Elizabeth, la degradación que significaba para él, los obstáculos de familia que el buen juicio le había hecho anteponer siempre a la estimación. Hablaba de estas cosas con un ardor que reflejaba todo lo que le herían, pero todo ello no era lo más indicado para apoyar su demanda. A pesar de toda la antipatía tan profundamente arraigada que le tenía, Elizabeth no pudo permanecer insensible a las manifestaciones de afecto de un hombre como Darcy, y aunque su opinión no varió en lo más mínimo, se entristeció al principio por la decepción que iba a llevarse; pero el lenguaje que éste empleó luego fue tan insultante que toda la compasión se convirtió en ira. Sin embargo, trató de contestarle con calma cuando acabó de hablar. Concluyó asegurándole la firmeza de su amor que, a pesar de todos sus esfuerzos, no había podido vencer, y esperando que sería recompensado con la aceptación de su mano. Por su manera de hablar, Elizabeth advirtió que Darcy no ponía en duda que su respuesta sería favorable. Hablaba de temores y de ansiedad, pero su aspecto revelaba una seguridad absoluta. Esto la exasperaba aún más y cuando él terminó, le contestó con las mejillas encendidas por la ira: ––En estos casos creo que se acostumbra a expresar cierto agradecimiento por los sentimientos manifestados, aunque no puedan ser igualmente correspondidos. Es natural que se sienta esta obligación, y si yo sintiese gratitud, le daría las gracias. Pero no puedo; nunca he ambicionado su consideración, y usted me la ha otorgado muy en contra de su voluntad. Siento haber hecho daño a alguien, pero ha sido inconscientemente, y espero que ese daño dure poco tiempo. Los mismos sentimientos que, según dice, le impidieron darme a conocer sus intenciones durante tanto tiempo, vencerán sin dificultad ese sufrimiento. Darcy, que estaba apoyado en la repisa de la chimenea con los ojos clavados en el rostro de Elizabeth, parecía recibir sus palabras con tanto resentimiento como sorpresa. Su tez palideció de rabia y todas sus facciones mostraban la turbación de su ánimo. Luchaba por guardar la compostura, y no abriría los labios hasta que creyese haberlo conseguido. Este silencio fue terrible para Elizabeth. Por fin, forzando la voz para aparentar calma, dijo: ––¿Y es ésta toda la respuesta que voy a tener el honor de esperar? Quizá debiera preguntar por qué se me rechaza con tan escasa cortesía. Pero no tiene la menor importancia. ––También podría yo replicó Elizabeth–– preguntar por qué con tan evidente propósito de ofenderme y de insultarme me dice que le gusto en contra de su voluntad, contra su buen juicio y hasta contra su modo de ser. ¿No es ésta una excusa para mi falta de cortesía, si es que en realidad la he cometido? Pero, además, he recibido otras provocaciones, lo sabe usted muy bien. Aunque mis sentimientos no hubiesen sido contrarios a los suyos, aunque hubiesen sido indiferentes o incluso favorables, ¿cree usted que habría algo que pudiese tentarme a aceptar al hombre que ha sido el culpable de arruinar, tal vez para siempre, la felicidad de una hermana muy querida? Al oír estas palabras, Darcy mudó de color; pero la conmoción fue pasajera y siguió escuchando sin intención de interrumpirla. ––Yo tengo todas las razones del mundo para tener un mal concepto de usted –– continuó Elizabeth––. No hay nada que pueda excusar su injusto y ruin proceder. No se atreverá usted a negar que fue el principal si no el único culpable de la separación del señor Bingley y mi hermana, exponiendo al uno a las censuras de la gente por caprichoso y voluble, y al otro a la burla por sus fallidas esperanzas, sumiéndolos a los dos en la mayor desventura. Hizo una pausa y vio, indignada, que Darcy la estaba escuchando con un aire que indicaba no hallarse en absoluto conmovido por ningún tipo de remordimiento. Incluso la miraba con una sonrisa de petulante incredulidad. escritos con una letra muy apretada. Incluso el sobre estaba escrito. Prosiguiendo su paseo por el camino, la empezó a leer. Estaba fechada en Rosings a las ocho de la mañana y decía lo siguiente: «No se alarme, señorita, al recibir esta carta, ni crea que voy a repetir en ella mis sentimientos o a renovar las proposiciones que tanto le molestaron anoche. Escribo sin ninguna intención de afligirla ni de humillarme yo insistiendo en unos deseos que, para la felicidad de ambos, no pueden olvidarse tan fácilmente; el esfuerzo de redactar y de leer esta carta podía haber sido evitado si mi modo de ser no me obligase a escribirla y a que usted la lea. Por lo tanto, perdóneme que tome la libertad de solicitar su atención; aunque ya sé que habrá de concedérmela de mala gana, se lo pido en justicia. »Ayer me acusó usted de dos ofensas de naturaleza muy diversa y de muy distinta magnitud. La primera fue el haber separado al señor Bingley de su hermana, sin consideración a los sentimientos de ambos; y el otro que, a pesar de determinados derechos y haciendo caso omiso del honor y de la humanidad, arruiné la prosperidad inmediata y destruí el futuro del señor Wickham. Haber abandonado despiadada e intencionadamente al compañero de mi juventud y al favorito de mi padre, a un joven que casi no tenía más porvenir que el de nuestra rectoría y que había sido educado para su ejercicio, sería una depravación que no podría compararse con la separación de dos jóvenes cuyo afecto había sido fruto de tan sólo unas pocas semanas. Pero espero que retire usted la severa censura que tan abiertamente me dirigió anoche, cuando haya leído la siguiente relación de mis actos con respecto a estas dos circunstancias y sus motivos. Si en la explicación que no puedo menos que dar, me veo obligado a expresar sentimientos que la ofendan, sólo puedo decir que lo lamento. Hay que someterse a la necesidad y cualquier disculpa sería absurda. »No hacía mucho que estaba en Hertfordshire cuando observé, como todo el mundo, que el señor Bingley distinguía a su hermana mayor mucho más que a ninguna de las demás muchachas de la localidad; pero hasta la noche del baile de Netherfield no vi que su cariño fuese formal. Varias veces le había visto antes enamorado. En aquel baile, mientras tenía el honor de estar bailando con usted, supe por primera vez, por una casual información de sir William Lucas, que las atenciones de Bingley para con su hermana habían hecho concebir esperanzas de matrimonio; me habló de ello como de una cosa resuelta de la que sólo había que fijar la fecha. Desde aquel momento observé cuidadosamente la conducta de mi amigo y pude notar que su inclinación hacia la señorita Bennet era mayor que todas las que había sentido antes. También estudié a su hermana. Su aspecto y sus maneras eran francas, alegres y atractivas como siempre, pero no revelaban ninguna estimación particular. Mis observaciones durante aquella velada me dejaron convencido de que, a pesar del placer con que recibía las atenciones de mi amigo, no le correspondía con los mismos sentimientos. Si usted no se ha equivocado con respecto a esto, será que yo estaba en un error. Como sea que usted conoce mejor a su hermana, debe ser más probable lo último; y si es así, si movido por aquel error la he hecho sufrir, su resentimiento no es inmotivado. Pero no vacilo en afirmar que el aspecto y el aire de su hermana podían haber dado al más sutil observador la seguridad de que, a pesar de su carácter afectuoso, su corazón no parecía haber sido afectado. Es cierto que yo deseaba creer en su indiferencia, pero le advierto que normalmente mis estudios y mis conclusiones no se dejan influir por mis esperanzas o temores. No la creía indiferente porque me convenía creerlo, lo creía con absoluta imparcialidad. Mis objeciones a esa boda no eran exactamente las que anoche reconocí que sólo podían ser superadas por la fuerza de la pasión, como en mi propio caso; la desproporción de categoría no sería tan grave en lo que atañe a mi amigo como en lo que a mí se refiere; pero había otros obstáculos que, a pesar de existir tanto en el caso de mi amigo como en el mío, habría tratado de olvidar puesto que no me afectaban directamente. Debo decir cuáles eran, aunque lo haré brevemente. La posición de la familia de su madre, aunque cuestionable, no era nada comparado con la absoluta inconveniencia mostrada tan a menudo, casi constantemente, por dicha señora, por sus tres hermanas menores y, en ocasiones, incluso por su padre. Perdóneme, me duele ofenderla; pero en medio de lo que le conciernen los defectos de sus familiares más próximos y de su disgusto por la mención que hago de los mismos, consuélese pensando que el hecho de que tanto usted como su hermana se comporten de tal manera que no se les pueda hacer de ningún modo los mismos reproches, las eleva aún más en la estimación que merecen. Sólo diré que con lo que pasó aquella noche se confirmaron todas mis sospechas y aumentaron los motivos que ya antes hubieran podido impulsarme a preservar a mi amigo de lo que consideraba como una unión desafortunada. Bingley se marchó a Londres al día siguiente, como usted recordará, con el propósito de regresar muy pronto. »Falta ahora explicar mi intervención en el asunto. El disgusto de sus hermanas se había exasperado también y pronto descubrimos que coincidíamos en nuestras apreciaciones. Vimos que no había tiempo que perder si queríamos separar a Bingley de su hermana, y decidimos irnos con él a Londres. Nos trasladamos allí y al punto me dediqué a hacerle comprender a mi amigo los peligros de su elección. Se los enumeré y se los describí con empeño. Pero, aunque ello podía haber conseguido que su determinación vacilase o se aplazara, no creo que hubiese impedido al fin y al cabo la boda, a no ser por el convencimiento que logré inculcarle de la indiferencia de su hermana. Hasta entonces Bingley había creído que ella correspondía a su afecto con sincero aunque no igual interés. Pero Bingley posee una gran modestia natural y, además, cree de buena fe que mi sagacidad es mayor que la suya. Con todo, no fue fácil convencerle de que se había engañado. Una vez convencido, el hacerle tomar la decisión de no volver a Hertfordshire fue cuestión de un instante. No veo en todo esto nada vituperable contra mí. Una sola cosa en todo lo que hice me parece reprochable: el haber accedido a tomar las medidas procedentes para que Bingley ignorase la presencia de su hermana en la ciudad. Yo sabía que estaba en Londres y la señorita Bingley lo sabía también; pero mi amigo no se ha enterado todavía. Tal vez si se hubiesen encontrado, no habría pasado nada; pero no me parecía que su afecto se hubiese extinguido lo suficiente para que pudiese volver a verla sin ningún peligro. Puede que esta ocultación sea indigna de mí, pero creí mi deber hacerlo. Sobre este asunto no tengo más que decir ni más disculpa que ofrecer. Si he herido los sentimientos de su hermana, ha sido involuntariamente, y aunque mis móviles puedan parecerle insuficientes, yo no los encuentro tan condenables. »Con respecto a la otra acusación más importante de haber perjudicado al señor Wickham, sólo la puedo combatir explicándole detalladamente la relación de ese señor con mi familia. Ignoro de qué me habrá acusado en concreto, pero hay más de un testigo fidedigno que pueda corroborarle a usted la veracidad de cuanto voy a contarle. »El señor Wickham es hijo de un hombre respetabilísimo que tuvo a su cargo durante muchos años la administración de todos los dominios de Pemberley, y cuya excelente conducta inclinó a mi padre a favorecerle, como era natural; el cariño de mi progenitor se manifestó, por lo tanto, generosamente en George Wickham, que era su ahijado. Costeó su educación en un colegio y luego en Cambridge, pues su padre, constantemente empobrecido por las extravagancias de su mujer, no habría podido darle la educación de un caballero. Mi padre no sólo gustaba de la compañía del muchacho, que era siempre muy zalamero, sino que formó de él el más alto juicio y creyó que la Iglesia podría ser su profesión, por lo que procuró proporcionarle los medios para ello. Yo, en cambio, hace muchos años que empecé a tener de Wickham una idea muy diferente. La propensión a vicios y la falta de principios que cuidaba de ocultar a su mejor amigo, no pudieron escapar a la observación de un muchacho casi de su misma edad que tenía ocasión de sorprenderle en momentos de descuido que el señor Darcy no veía. Ahora tendré que apenarla de nuevo hasta un grado que sólo usted puede calcular, pero cualesquiera que sean los sentimientos que el señor Wickham haya despertado en usted, esta sospecha no me impedirá desenmascararle, sino, al contrario, será para mí un aliciente más. »Mi excelente padre murió hace cinco años, y su afecto por el señor Wickham siguió tan constante hasta el fin, que en su testamento me recomendó que le apoyase del mejor modo que su profesión lo consintiera; si se ordenaba sacerdote, mi padre deseaba que se le otorgase un beneficio capaz de sustentar a una familia, a la primera vacante. También le legaba mil libras. El padre de Wickham no sobrevivió mucho al mío. Y medio año después de su muerte, el joven Wickham me escribió informándome que por fin había resuelto no ordenarse, y que, a cambio del beneficio que no había de disfrutar, esperaba que yo le diese alguna ventaja pecuniaria más inmediata. Añadía que pensaba seguir la carrera de Derecho, y que debía hacerme cargo de que los intereses de mil libras no podían bastarle para ello. Más que creerle sincero, yo deseaba que lo fuese; pero de todos modos accedí a su proposición. Sabía que el señor Wickham no estaba capacitado para ser clérigo; así que arreglé el asunto. Él renunció a toda pretensión de ayuda en lo referente a la profesión sacerdotal, aunque pudiese verse en el caso de tener que adoptarla, y aceptó tres mil libras. Todo parecía zanjado entre nosotros. Yo tenía muy mal concepto de él para invitarle a Pemberley o admitir su compañía en la capital. Creo que vivió casi siempre en Londres, pero sus estudios de Derecho no fueron más que un pretexto y como no había nada que le sujetase, se entregó libremente al ocio y a la disipación. Estuve tres años sin saber casi nada de él, pero a la muerte del poseedor de la rectoría que se le había destinado, me mandó una carta pidiéndome que se la otorgara. Me decía, y no me era difícil creerlo, que se hallaba en muy mala situación, opinaba que la carrera de derecho no era rentable, y que estaba completamente decidido a ordenarse si yo le concedía la rectoría en cuestión, cosa que no dudaba que haría, pues sabía que no disponía de nadie más para ocuparla y por otra parte no podría olvidar los deseos de mi venerable padre. Creo que no podrá usted censurarme por haberme negado a complacer esta demanda e impedir que se repitiese. El resentimiento de Wickham fue proporcional a lo calamitoso de sus circunstancias, y sin duda habló de mí ante la gente con la misma violencia con que me injurió directamente. Después de esto, se rompió todo tipo de relación entre él y yo. Ignoro cómo vivió. Pero el último verano tuve de él noticias muy desagradables. »Tengo que referirle a usted algo, ahora, que yo mismo querría olvidar y que ninguna otra circunstancia que la presente podría inducirme a desvelar a ningún ser humano. No dudo que me guardará usted el secreto. Mi hermana, que tiene diez años menos que yo, quedó bajo la custodia del sobrino de mi madre, el coronel Fitzwilliam y la mía. Hace aproximadamente un año salió del colegio y se instaló en Londres. El verano pasado fue con su institutriz a Ramsgate, adonde fue también el señor Wickham expresamente, con toda seguridad, pues luego supimos que la señora Younge y él habían estado en contacto. Nos habíamos engañado, por desgracia, sobre el modo de ser de la institutriz. Con la complicidad y ayuda de ésta, Wickham se dedicó a seducir a Georgiana, cuyo afectuoso corazón se impresionó fuertemente con sus atenciones; era sólo una niña y creyendo estar enamorada consintió en fugarse. No tenía entonces más que quince años, lo cual le sirve de excusa. Después de haber confesado su imprudencia, tengo la satisfacción de añadir que supe aquel proyecto por ella misma.
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