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La Tragedia de Othello: El Engaño de Iago - Prof. Castillo Martín, Apuntes de Teatro

TragediaTeatroLiteratura españolaLiteratura inglesa

En este documento se presenta la trama de la famosa tragedia de william shakespeare: othello. Se narran los planes de iago para destruir la felicidad de othello y desdémona, utilizando la celosía y la manipulación para lograr sus fines. El texto muestra la conversación entre othello, iago y otros personajes, donde se desvelan sus intenciones y acciones.

Qué aprenderás

  • ¿Cómo Iago planea destruir a Cassio en Othello?
  • ¿Cómo utiliza Iago la insinuación de que Cassio y Desdémona tienen una relación inapropiada para destruir a Cassio?
  • ¿Cómo manipula Iago a Otelo para incitarlo a acusar a Desdémona de infidelidad?
  • ¿Cómo utiliza Iago la celosía de Otelo para destruir a Cassio?
  • ¿Cómo crea Iago una situación en la que Cassio puede ser acusado de traición?

Tipo: Apuntes

2014/2015

Subido el 07/06/2015

paugic1987
paugic1987 🇪🇸

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¡Descarga La Tragedia de Othello: El Engaño de Iago - Prof. Castillo Martín y más Apuntes en PDF de Teatro solo en Docsity! Otelo: el moro de Venecia William Shakespeare DRAMATIS PERSONÆ EL DUX DE VENECIA. BRABANCIO, senador. OTROS SENADORES. GRACIANO, hermano de Brabancio. LUDOVICO, pariente de Brabancio. OTELO, noble moro, al servicio de lo República de Venecia. CASSIO, teniente suyo. IAGO, su alférez. RODRIGO, hidalgo veneciano. MONTANO, predecesor de Otelo en el gobierno de Chipre. BUFÓN, criado de Otelo. DESDÉMONA, hija de Brabancio y esposa de Otelo. EMILIA, esposa de Iago. BLANCA, querida de Cassio. UN MARINERO, ALGUACILES, CABALLEROS, MENSAJEROS, MÚSICOS, HERALDOS y ACOMPAÑAMIENTO. ESCENA: En el primer acto, en Venecia; durante el resto de la obra. en un puerto de mar de la isla de Chipre. Acto Primero Escena Primera 1 Venecia. -Una calle Entran RODRIGO e IAGO RODRIGO.- ¡Basta! ¡No me hables más! Me duele en el alma que tú, Iago, que has dispuesto de mi bolsa como si sus cordones te pertenecieran, supieses del asunto... IAGO.- ¡Sangre de Dios! ¡No queréis oírme! ¡Si he imaginado nunca semejante cosa, aborrecedme! RODRIGO.- Me dijiste que sentías por él odio. IAGO.- ¡Execradme si no es cierto! Tres grandes personajes de la ciudad han venido personalmente a pedirle, gorra en mano, que me hiciera su teniente; y a fe de hombre, sé lo que valgo, y no merezco menor puesto. Pero él, cegado en su propio orgullo y terco en sus decisiones, esquiva su demanda con ambages ampulosos, horriblemente henchidos de epítetos de guerra; y, en conclusión, rechaza a mis intercesores; «porque ciertamente (les dice) he elegido ya mi oficial». ¿Y quién es este oficial? Un gran aritmético, a fe mía; un tal Miguel Cassio, un florentino, un mozo a pique de condenarse por una mujer bonita, que nunca ha hecho maniobrar un escuadrón sobre el terreno, ni sabe más de la disposición de una batalla que una hilandera, a no ser la teoría de los libros, que cualquiera de los cónsules togados podría explicar tan diestramente como él. Pura charlatanería y ninguna práctica es toda su ciencia militar! Pero él, señor, ha sido elegido, y yo (de quien sus ojos han visto la prueba en Rodas, Chipre y otros territorios cristianos y paganos) tengo que ir a sotavento y estar al pairo por quien no conoce sino el deber y el haber por ese tenedor de libros. Él, en cambio, ese calculador, será en buen hora su teniente; y yo (¡Dios bendiga el título!), alférez de su señoría moruna. RODRIGO.- ¡Por el cielo, antes hubiera sido yo su verdugo! IAGO.- Pardiez, ¡y qué remedio me queda! Es el inconveniente del servicio. El ascenso se obtiene por recomendación o afecto, no según el método antiguo en que el segundo heredaba la plaza del primero. Juzgad ahora vos mismo, señor, si en justicia estoy obligado a querer al moro. RODRIGO.- En ese caso, no seguiría yo a sus órdenes. IAGO.- ¡Oh! Estad tranquilo, señor. Le sirvo para tomar sobre él mi desquite. No todos podemos ser amos, ni todos los amos estar fielmente servidos. Encontraréis más de uno de esos bribones, obediente y de rodillas flexibles, que, prendado de su obsequiosa esclavitud, emplea su tiempo muy a la manera del burro de su amo, por el forraje no más, y cuando envejece, queda cesante. ¡Azotadme a esos honrados lacayos! Hay otros que, observando escrupulosamente las formas y visajes de la obediencia y ataviando la fisonomía del respeto, guardan sus corazones a su servicio, no dan a sus señores sino la apariencia de su celo, los utilizan para sus negocios, y cuando han forrado sus vestidos, se rinden homenaje a sí propios. Estos camaradas tienen cierta inteligencia, y a semejante categoría confieso pertenecer. Porque, señor, tan verdad como sois Rodrigo, que a ser yo el moro, no quisiera ser Iago. Al servirlo, soy yo quien me sirvo. El cielo me es testigo; no tengo al moro ni respeto ni obediencia; pero se lo aparento así para llegar a mis fines 2 entregadme a la justicia del Estado por haberos engañado de esta manera. BRABANCIO.- ¡Golpead la yesca! ¡Hola! ¡Dadme una vela! ¡Despertad a todas mis gentes!... Este accidente no difiere mucho de mi sueño. El temor de que sea cierto me oprime ya. ¡Luz, digo! ¡Luz! (Desaparece de la ventana.) IAGO.- Adiós, pues debo dejaros. No me parece conveniente, ni conforme con el puesto que ocupo, ser llamado en justicia (como sucederá, si me quedo) a deponer contra el moro. Porque, a la verdad, aunque esta aventura le cree algunos obstáculos, sé que el Estado no puede, sin riesgos, privarse de sus servicios. Son tan grandes las razones que han movido a la República a confiarle las guerras de Chipre (en curso a la hora presente), que no hallarían, ni aun al precio de sus almas, otro de su talla para dirigir sus asuntos. Por consiguiente, aunque le odio como a las penas del infierno, las necesidades de mi vida actual me obligan, no obstante, a izar el pabellón, y la insignia del afecto, simple insignia, verdaderamente. Si queréis hallarle con seguridad, conducid hacia el Sagitario a los que se levanten para ir en su busca, que allí estaré con él. Y con esto, adiós. (Sale.) Entran, arriba, BRABANCIO y CRIADOS con antorchas BRABANCIO.- ¡Es una desgracia demasiado cierta! Ha partido, y lo que me queda por vivir de mi odiada vejez no será ya sino amargura.- ¡Hola, Rodrigo! ¿Dónde la viste? ¡Oh, hija miserable!- ¿Con el moro, dices?- ¿Quién quisiera ser padre?- ¿Cómo supiste que era ella?- ¡Ah, me engaña por encima de toda imaginación!- ¿Qué os dijo?- ¡Traed más luces! ¡Despertad a todos mis parientes!- ¿Creéis que se han casado? RODRIGO.- Verdaderamente, lo creo. BRABANCIO.- ¡Oh!, cielo!- ¿Cómo pudo salir?- ¡Oh, traición de la sangre!- Padres, no os fiéis desde hoy de las almas de vuestras hijas por lo que las veis obrar. ¿No existen encantos que permiten abusar de la juventud y de la inocencia? ¿No habéis leído de estas cosas, Rodrigo? RODRIGO.- Sí, en verdad, señor. BRABANCIO.- ¡Que se llame a mi hermano!- ¡Oh, que no la hubiereis tenido vos! ¡Vayan los unos en una dirección, y los otros en otra!- ¿Sabéis dónde podríamos cogerles a ella y al moro? RODRIGO.- Creo que a él podré descubrirle, si os place proveeros de una buena guardia y venir conmigo. BRABANCIO.- Por favor, guiadnos. Llamaré en todas las casas. Puedo mandar en la mayor parte.- ¡Traed armas, eh! Y levantad a algunos oficiales del servicio de noche.- Marchemos, buen Rodrigo. Yo recompensaré vuestras molestias. (Salen.) 5 Escena Segunda El mismo lugar.-Otra calle Entran OTELO, IAGO y personas del séquito con antorchas IAGO.- Aunque he matado hombres en el servicio de la guerra, tengo, sin embargo, por caso de verdadera conciencia cometer un asesinato con premeditación. Me falta a veces maldad, que me sería útil. Nueve o diez veces pensé haberle dado aquí, con mi puñal, debajo de las costillas. OTELO.- Más vale que hayan pasado así las cosas. IAGO.- Cierto, pero charlaba en demasía y profería términos tan injuriosos y provocativos contra vuestro honor, que con la poca piedad que tengo, me ha costado mucho trabajo soportarle. Pero, os lo ruego, señor, ¿os habéis casado de veras? Estad seguro de esto, de que el magnífico es muy estimado, y posee en realidad una voz poderosa, dos veces tan influyente como la del dux. Os obligará a divorciaros, u os opondrá tantos inconvenientes o vejaciones, que la ley (con todo el poder que tiene para reforzarla) le dará cable. OTELO.- Que obre a tenor de su enojo. Los servicios que he prestado a la Señoría reducirán al silencio sus querellas. Aún está por saberse (y lo proclamaré cuando me conste que la jactancia es un honor) que derivo mi vida y mi ser de hombres de regia estirpe, y en cuanto a mis méritos, pueden hallar, a cara descubierta, a tan alta fortuna como la que he alcanzado. Porque sabe, Iago, que sin el amor que profeso a la gentil Desdémona, no quisiera por todos los tesoros del mar trazar límites fijos y estrechos a mi condición libre y errante. Pero ¡mira! ¿Qué luces son aquéllas? Entran CASSIO, a distancia, y ciertos oficiales con antorchas IAGO.- Son del padre, que se ha despertado, y de sus amigos. Debierais iros dentro. OTELO.- No; que se me encuentre; mi dignidad, mi rango y mi conciencia sin reproche me mostrarán tal como soy. ¿Son ellos? IAGO.- ¡Por Jano! Creo que no. OTELO.- ¡Los servidores del dux y mi teniente! ¡Los plácemes de la noche caigan sobre vosotros, amigos! ¿Qué noticias hay? CASSIO.- El dux os envía sus saludos, general, y requiere vuestra presencia sin demora, en este mismo instante. OTELO.- ¿De qué creéis que se trate? 6 CASSIO.- A lo que he podido adivinar, de algo referente a Chipre. Es un asunto de cierta prisa. Esta misma noche las galeras han enviado una docena de mensajeros sucesivos, pisándose los talones unos a otros; y buen número de cónsules están ya levantados y reunidos con el dux. Se os ha llamado aceleradamente, y cuando han visto que no se os hallaba en vuestro alojamiento, el Senado ha despachado tres pesquisas diferentes para proceder a vuestra busca. OTELO.- Está bien que seáis vos quien me haya encontrado. Voy a decir sólo una palabra aquí en la casa, e iré con vos. (Sale.) CASSIO.- ¿Qué hacía aquí, alférez? IAGO.- A fe mía, esta noche ha abordado a una carraca de tierra; si la presa es declarada legal, se hace rico para siempre. CASSIO.- No entiendo. IAGO.- Se ha casado. CASSIO.- ¿Con quién? Vuelve a entrar OTELO IAGO.- Por mi fe, con... Vamos, capitán, ¿queréis venir? OTELO.- Soy con vos. CASSIO.- He aquí otra tropa que viene a buscaros. IAGO.-Es Brabancio. General, tened cuidado. Viene con malas intenciones. Entran BRABANCIO, RODRIGO y oficiales con antorchas y armas OTELO.- ¡Hola, teneos! RODRIGO.- Signior, es el moro. BRABANCIO.- ¡Sus, a él! ¡Al ladrón! (Desenvainan por ambas partes.) IAGO.- ¡A vos, Rodrigo! ¡Vamos, señor, soy vuestro hombre! OTELO.- Guardad vuestras espadas brillantes, pues las enmohecería el rocío. Buen signior, se obedecerá 7 designios hacia Chipre. El signior Montano, vuestro fiel y muy valeroso servidor, os presenta sus respetuosos deberes, informándoos del hecho y suplicándoos que le creáis. DUX.- Es cierto, entonces, que van contra Chipre. ¿No se encuentra en la ciudad Marcos Luccicos? SENADOR PRIMERO.- Está ahora en Florencia. DUX.- Escribidle de nuestra parte, para que vuelva a correo seguido. SENADOR PRIMERO.- He aquí venir a Brabancio y al valiente moro. Entran BRABANCIO, OTELO, IAGO, RODRIGO y oficiales DUX.- Valeroso Otelo, es menester que os empleemos inmediatamente contra el otomano, nuestro común enemigo. (A Brabancio.) No os veía. Sed bien venido, noble signior; necesitamos de vuestro consejo y de vuestra ayuda esta noche. BRABANCIO.- Y yo de los vuestros. Que vuestra virtuosa gracia me perdone. No son mis funciones, ni todo lo que he oído de los asuntos de Estado, lo que me ha levantado del lecho; ni el interés público tiene influencia en mí. Porque mi dolor particular es de una naturaleza tan desbordante, tan impetuosa y parecida a las aguas de una esclusa, que engulle y sumerge las demás penas, y él queda siempre igual. DUX.- Pues ¿qué ocurre? BRABANCIO.- ¡Mi hija! ¡Oh, mi hija! DUX y SENADORES.- ¿Muerta? BRABANCIO.- ¡Sí, para mí! Ha sido seducida, me la han robado y pervertido con sortilegios y medicinas compradas a charlatanes, pues la naturaleza, no siendo ella imbécil, ciega o coja de sentido, no podría haberse engañado tan descabelladamente sin el auxilio de la brujería. DUX.- Sea quien fuere el que por este odioso procedimiento ha privado así a vuestra hija de sí propia y a vos de ella, sufrirá la aplicación del sangriento libro de la ley interpretado por vos mismo, como os convenga en su texto más implacable; sí, lo será, aun cuando vuestra acusación recayera en nuestro propio hijo. BRABANCIO.- Lo agradezco humildemente a Vuestra Gracia. He aquí el hombre, este moro, a quien ahora, por mandato especial, habéis traído aquí, parece, para asuntos de Estado. DUX y SENADORES.- Sentimos por ello el más profundo pesar. DUX.- (A Otelo.) ¿Qué podéis responder a esto en defensa propia? 10 BRABANCIO.- Nada, sino que es así. OTELO.- Muy poderosos, graves y reverendos señores, mis muy nobles y muy amados dueños; es por demás cierto que me he llevado la hija de este anciano; es cierto que me casé con ella: la verdadera cabeza y frente de mi crimen tiene esta extensión, no más. Soy rudo en mis palabras, y poco bendecido con el dulce lenguaje de la paz, pues desde que estos brazos tuvieron el desarrollo de los siete años, salvo durante las nueve postreras lunas, han hallado siempre sus más caros ejercicios en los campos cubiertos de tiendas. Y fuera de lo que concierne a las acciones guerreras y a los combates, apenas puedo hablar de este vasto universo. Por consiguiente, poco embelleceré mi causa hablando de mí mismo. No obstante, con vuestra graciosa autorización, os haré llanamente y sin ambages el relato de la historia entera de mi amor. Os diré qué drogas, qué encantos, qué conjuros, qué mágico poder (pues de tales procedimientos se me acusa) he empleado para seducir a su hija. BRABANCIO.- Una virgen nunca desenvuelta, de un carácter tan apacible y tímido, que al menor movimiento enrojecía; y, a despecho de su naturaleza, de sus años, de su país, de su reputación, de todo, ¡caer enamorada de quien tenía miedo de mirar! Mostraría un juicio mutilado y muy imperfecto quien declarase que la perfección puede errar a tal punto contra todas las reglas de la naturaleza; y ante un hecho parecido, debe buscarse la explicación en las prácticas astutas del infierno. Mantengo, pues, de nuevo que ha operado sobre ella con algunas poderosas mixturas sobre la sangre, o por alguna poción conjurada a este efecto. DUX.- Mantenerlo no es probarlo. Necesitáis testimonios mucho más precisos y más claros que esas ligeras aserciones y las probabilidades superficiales de esas ordinarias apariencias. SENADOR PRIMERO.- Pero hablad, Otelo. ¿Habéis conquistado y emponzoñado por medios indirectos y violentos las afecciones de esta joven doncella? ¿O ha sucedido ello por plegarias y esas bellas instancias que el corazón dirige al corazón? OTELO.- Os lo suplico, enviad a buscar la dama al Sagitario y que se explique respecto de mí delante de su padre. Si en el relato me halláis culpable, no os contentéis con retirarme la confianza y el cargo que os debo, sino que vuestra sentencia caiga sobre mi propia vida. DUX.- Traed acá a Desdémona. OTELO.- Alférez, guiadles; vos conocéis mejor el sitio. (Salen Iago y acompañamiento.) Y mientras llega, tan sinceramente como confieso al cielo los vicios de mi sangre, así explicaré, con la misma franqueza, a vuestros graves oídos, cómo conquisté el amor de esta bella dama, y ella el mío. DUX.- Referidlo, Otelo. OTELO.- Su padre me quería; me invitaba a menudo; interrogábame siempre sobre la historia de mi vida, detallada año por año; acerca de las batallas, los asedios, las diversas suertes que he conocido. Yo le contaba mi historia entera desde los días de mi infancia hasta el momento mismo en que mandaba hablar. Le hacía 11 relación de muchos azares desastrosos, de accidentes patéticos por mar y tierra; de cómo había escapado por el espesor de un cabello a una muerte inminente; de cómo fui hecho prisionero por el insolente enemigo y vendido como esclavo; de cómo me rescaté y de mi manera de proceder en mi historia de viajero. Entonces necesitaba hacer mención de vastos antros y de desiertos estériles, de canteras salvajes, de peñascos y de montañas cuyas cimas tocaban el cielo, y hacía de ellos la descripción. Luego hablaba de los caníbales, que se comen los unos a los otros (los antropófagos), y de los hombres que llevan su cabeza debajo del hombro. Desdémona parecía singularmente interesada por estas historias, pero las ocupaciones de la casa la obligaban sin cesar a levantarse; las despachaba siempre con la mayor diligencia posible, luego volvía y devoraba mis discursos con un oído ávido. Habiéndolo yo observado, elegí un día una hora oportuna y hallé fácilmente el medio de arrancarle del fondo de su corazón la súplica de hacerla por entero el relato de mis viajes, de que había oído algunos fragmentos, pero sin la debida atención. Accedí a ello, y frecuentemente le robé lágrimas, cuando hablaba de alguno de los dolorosos golpes que habían herido mi juventud. Acabada mi historia, me dio por mis trabajos un mundo de suspiros. Juró que era extraño, que en verdad era extraño hasta el exceso, que era lamentable, asombrosamente lamentable; hubiera deseado no oírlo, no obstante anhelar que el cielo le hiciera nacer de semejante hombre. Me dio las gracias y me dijo que si tenía un amigo que la amara me invitaba a contarle mi historia, y que ello bastaría para que se casase con él. Animado con esta insinuación, hablé. Me amó por los peligros que había corrido y yo la amé por la piedad que mostró por ellos. Ésta es la única brujería que he empleado. Aquí llega la dama; que sea testigo de ello. Entran DESDÉMONA, IAGO y acompañamiento DUX.- Pienso que un relato así hubiera vencido también a mi hija. Mi buen Brabancio, tomad por el lado mejor este asunto hecho trizas. Los hombres se defienden más seguramente con armas rotas que con sus manos desnudas. BRABANCIO.- Oídme, os ruego. ¡Que ella confiese que recorrió la mitad del camino, y entonces que la destrucción caiga sobre mi cabeza si mi más fuerte censura se dirige contra este hombre! Venid acá, linda señorita. ¿Descubrís entre toda esta noble compañía a quién debéis sobre todo obediencia? DESDÉMONA.- Mi noble padre, noto aquí un deber compartido. Os estoy obligada por mi vida y mi educación; mi vida y mi educación me enseñan qué respeto os debo. Sois el dueño de mi obediencia, ya que hasta aquí he sido vuestra hija. Mas he aquí mi esposo; y la misma obediencia que os mostró mi madre, prefiriéndoos a su padre, reconozco y declaro deberla al moro, mi marido. BRABANCIO.- ¡Dios sea con vos! He terminado. Si place a Vuestra Gracia, ocupémonos de los asuntos del Estado -más me hubiera valido adoptar un hijo que engendrar eso-. Ven acá, moro. Te otorgo aquí con todo mi corazón lo que te negaría con todo mi corazón, si no lo tuvieras ya. Gracias a ti, alhaja, me siento feliz en el fondo de mi alma por no haber tenido más hijos; pues tu escapada me enseñaría a ser lo bastante tirano para ponerles trabas. He acabado, señor. DUX.- Dejadme hablar como hablaríais vos mismo, y pronunciar una máxima que podrá servir de escalón o peldaño a estos enamorados para recobrar vuestro favor. Cuando los remedios son inútiles, los pesares que se ligaban a nuestras esperanzas dan fin por la inutilidad misma de los remedios. Llorar una desgracia consumada e ida es el medio más seguro de atraerse otra desgracia nueva. Cuando no puede 12 RODRIGO.- ¿Qué piensas que debo hacer? IAGO.- ¡Pardiez!, irte a la cama y dormir. RODRIGO.- Voy a ir a ahogarme inmediatamente. IAGO.- Está bien; si lo haces, no te estimaré en lo sucesivo. ¡Pardiez, que eres un hidalgo estúpido! RODRIGO.- Estúpido es vivir cuando la vida se convierte en un tormento; y, además, tenemos la receta para morir cuando la muerte es nuestro médico. IAGO.- ¡Oh, cobardía! He contemplado el mundo por espacio de cuatro veces siete años, y desde que pude distinguir entre un beneficio y una injuria, jamás hallé un hombre que supiera estimarse. Antes de decir que me ahogaría por el amor de una pintada de Guinea, cambiaría de humanidad con un babuino. RODRIGO.- ¿Qué habré de hacer? Confieso que es para mí una vergüenza estar apasionado hasta ese punto, pero no alcanza mi virtud a remediarlo. IAGO.- ¿Virtud? ¡Una higa! De nosotros mismos depende ser de una manera o de otra. Nuestros cuerpos son jardines en los que hacen de jardineros nuestras voluntades. De suerte que si queremos plantar ortigas o sembrar lechugas; criar hisopo y escardar tomillo; proveerlo de un género de hierbas o dividirlo en muchos, para hacerlo estéril merced al ocio o fértil a fuerza de industria, pardiez, el poder y autoridad correctiva de esto residen en nuestra voluntad. Si la balanza de nuestras existencias no tuviese un platillo de razón para equilibrarse con otro de sensualidad, la sangre y bajeza de nuestros instintos nos llevarían a las consecuencias más absurdas. Pero poseemos la razón para templar nuestros movimientos de furia, nuestros aguijones carnales, nuestros apetitos sin freno; de donde deduzco lo siguiente: que lo que llamáis amor es un esqueje o vástago. RODRIGO.- Puede ser. IAGO.- Simplemente una codicia de la sangre y una tolerancia del albedrío. ¡Vamos, sé un hombre! ¡Ahogarte! ¡Ahóguense gatos y cachorros ciegos! He hecho profesión de ser tu amigo, y protesto que estoy ligado a tus méritos con cables de una solidez eterna. Jamás podría servirte mejor que ahora. Echa dinero en tu bolsa, síguenos a la guerra, cambia tus rasgos con una barba postiza. Echa dinero en tu bolsa, digo. No puede ser que Desdémona continúe mucho tiempo enamorada del moro -echa dinero en tu bolsa-, ni él de ella. Tuvo en ésta un principio violento, al cual verás responder una separación violenta. -Echa sólo dinero en tu bolsa-. Estos moros son inconstantes en sus pasiones -llena tu bolsa de dinero-; el manjar que ahora le sabe tan sabroso como las algarrobas, pronto le parecerá tan amargo como la coloquíntida. Ella tiene que cambiar a causa de su juventud. Cuando se sacie de él, descubrirá los errores de su elección. Por consiguiente, echa dinero en tu bolsa. Si te empeñas en condenarte, elige un medio más delicado que el de la sumersión. Recoge todo el dinero que puedas. Si la santimonia y un voto frágil entre un berberisco errante y una superastuta veneciana no son una tarea demasiado dura para los recursos de mi inteligencia y de toda la tribu del infierno, la poseerás. Por consiguiente, procúrate dinero. ¡Mala peste con ahogarte! Eso es ponerse 15 fuera de razón. Trata más bien de que te ahorquen después de satisfacer tu deseo, que de ahogarte y partir sin ella. RODRIGO.- ¿Quieres servir fielmente a mis esperanzas, si me decido a la realización? IAGO.- Confía en mí. -Ve, hazte con dinero- Te lo he dicho a menudo y te lo vuelvo a repetir una y mil veces: odio al moro; mi causa está arraigada en mi corazón; la tuya no es menos sólida; estamos estrechamente unidos en nuestra venganza contra él. Si puedes hacerle cornudo, te darás a ti mismo un placer y a mí una diversión. El tiempo está preñado de muchos acontecimientos que habrá de parir. ¡Adelante! ¡En marcha! Ve, provéete de dinero. Hablaremos de esto mañana con más espacio. Adiós. RODRIGO.- ¿Dónde nos encontraremos mañana por la mañana? IAGO.- En mi alojamiento. RODRIGO.- Estaré contigo temprano. IAGO.- Márchate.-¿Me oís, Rodrigo? RODRIGO.- ¿Qué decís? IAGO.- ¡Nada de ahogarse! ¿Entendéis? RODRIGO.- He cambiado de opinión. Voy a vender todas mis tierras. IAGO.- Marchaos. ¡Adiós! Poned bastante dinero en vuestra bolsa. (Sale Rodrigo.) Así hago siempre de un imbécil mi bolsa. Porque profanaría la experiencia que he adquirido, si gastara mi tiempo con un idiota semejante, a no ser para mi provecho y diversión. Odio al moro y se dice por ahí que ha hecho mi oficio entre mis sábanas. No sé si es cierto; pero yo, por una simple sospecha de esa especie, obraré como si fuera seguro. Tiene una buena opinión de mí; tanto mejor para que mis maquinaciones surtan efecto en él. Cassio es un hombre arrogante... Veamos un poco... Para conseguir su puesto y dar libre vuelo a mi venganza por una doble bellaquería... ¿Cómo? ¿Cómo?... Veamos... El medio consiste en engañar, después de algún tiempo, los oídos de Otelo susurrándole que Cassio es demasiado familiar con su mujer. Cassio tiene una persona y unas maneras agradables para infundir sospechas; tallado para perder a las mujeres. El moro es de naturaleza franca y libre, que juzga honradas a las gentes a poco que lo parezcan y se dejará guiar por la nariz tan fácilmente como los asnos... ¡Ya está! ¡Helo aquí engendrado! ¡El infierno y la noche deben sacar esta monstruosa concepción a la luz del mundo! (Sale.) 16 Acto Segundo Escena Primera Puerto de mar en Chipre. Una explanada cerca del muelle Entran MONTANO y dos CABALLEROS MONTANO.- ¿Qué distinguís desde el cabo en el mar? CABALLERO PRIMERO.- Nada en absoluto. Las olas están demasiado altas. No logro descubrir una vela entre el cielo y el océano. MONTANO.- Me parece que el viento ha armado en tierra una batahola. Jamás sacudió nuestras murallas un huracán más fuerte. Si ha braveado tanto sobre el mar, ¿qué cuadernas de roble han podido quedar en sus muescas, cuando las montañas de agua disolvíanse encima? ¿Qué resultará de todo esto para nosotros? CABALLERO SEGUNDO.- La dispersión de la flota turca, pues no tenéis más que acercaros a la espumosa orilla para ver cómo las olas irritadas semejan lanzarse a las nubes: cómo la ola sacudida por los vientos, con su alta y monstruosa cabellera, parece arrojar agua sobre la constelación de la ardiente Osa y querer extinguir las guardas del Polo, siempre fijo. No he presenciado jamás semejante perturbación en el oleaje colérico. MONTANO.- Si los de la flota turca no se han guarecido y ensenado, han debido de ahogarse. Es imposible que hayan podido resistir. Entra un tercer CABALLERO CABALLERO TERCERO.- ¡Noticias, muchachos! ¡Nuestras guerras se han acabado! ¡Esta tempestad desencadenada zurró tan bien a los turcos, que renuncian a sus proyectos! Una gallarda nave de Venecia ha sido testigo del terrible naufragio y desastre de la mayor parte de su flota. MONTANO.- ¿Cómo? ¿Es verdad? 17 CABALLERO SEGUNDO.- Envían sus saludos a la ciudadela. Son también amigos. CASSIO.- ¡Id por noticias! (Sale el Caballero.) Buen alférez, sed bien venido. (A Emilia.) Sed bien venida, señora. -Buen Iago, no os incomodéis si llevo tan lejos mis maneras; es mi educación la que me impulsa a esta osada muestra de cortesía. (Besa a Emilia.) IAGO.- Señor, si os regalara con sus labios tanto como me da a menudo con su lengua, ya os bastaría. DESDÉMONA.-¡Ay! ¡Pero si no habla! IAGO.- A fe mía, de sobra. Lo noto siempre que me entran ganas de dormir. Pardiez, estoy seguro de que delante de Vuestra Señoría pone un poco su lengua en el corazón y sólo murmura con el pensamiento. EMILIA.- Tenéis pocos motivos para hablar así. IAGO.- Vamos, vamos, sois pinturas fuera de casa, cascabeles en vuestros estrados, gatos monteses en vuestras cocinas, santas en vuestras injurias, diablos cuando sois ofendidas, haraganas en la economía doméstica y activas en la cama. DESDÉMONA.- ¡Oh, vergüenza de ti, calumniador! IAGO.- No, es la verdad, o soy un turco: os levantáis para vuestros recreos y os vais a la cama para trabajar. EMILIA.- No os encargaré de escribir mi elogio. IAGO.- No, no me lo encarguéis. DESDÉMONA.- ¿Qué escribiríais de mí si tuvierais que hacer mi elogio? IAGO.- ¡Oh, encantadora dama! No me encarguéis de semejante obra, pues no soy más que un censurón. DESDÉMONA.- Vamos, prueba. ¿Ha venido alguien al puerto? IAGO.- Si, señora. DESDÉMONA.- No estoy alegre. Pero engaño la disposición en que me encuentro, haciendo parecer lo contrario. Veamos, ¿cómo haríais mi elogio? IAGO.- No pienso en ello; pero, a la verdad, mi inspiración se agarra a mi mollera como la liga a la frisa; sale arrancando sesos y todo. Sin embargo, mi musa está de parto y he aquí lo que da a luz. 20 Si una mujer es rubia e ingeniosa, belleza e ingenio son, el uno para usarlo, la otra para servirse de ella. DESDÉMONA.- ¡Lindo elogio! ¿Y si es morena e ingeniosa? IAGO Si es morena y a esto tiene ingenio, hallará un blanco que se acomodará con su negrura. DESDÉMONA.- De mal en peor. EMILIA.- ¿Y si es hermosa y necia? IAGO La que fue hermosa nunca fue necia, pues su misma necedad le ayudó a procurarse un heredero. DESDÉMONA.- Ésas son viejas paradojas para hacer reír a los tontos en las cervecerías. ¿Qué miserable elogio reservas a la que es fea y necia? IAGO Ninguna hay a la vez tan fea y necia que no haga las mismas travesuras que las bellas ingeniosas. DESDÉMONA.- ¡Oh, crasa ignorancia! A la peor es a la que mejor encomias. Pero ¿qué elogio tributarías a una mujer realmente virtuosa? ¿A una mujer que, con la autoridad de su mérito, se atreviera justamente a desafiar el testimonio de la malignidad misma? IAGO La que siempre fue bella y nunca orgullosa, que tuvo la palabra a voluntad y nunca armó ruido; que jamás le faltó oro, y no fue nunca fastuosa; que ha contenido su deseo, siéndole fácil decir: «ahora puedo»; 21 la que en su cólera, cuando tenía a mano la venganza, impuso silencio a su injuria y despidió a su desagrado, aquella cuya prudencia careció de la suficiente fragilidad para cambiar una cabeza de pescado por una cola de salmón; la que pudo pensar, y nunca descubrió su alma; aquella a la que seguían los enamorados y nunca miró tras sí; ésta fue una criatura, si tales han existido... DESDÉMONA.- ¿Para hacer qué? IAGO Para dar de mamar a los tontos y registrar cosas frívolas. DESDÉMONA.- ¡Oh, conclusión muy coja e impotente! No aprendas de él, Emilia, aunque sea tu marido, ¿Qué decís vos, Cassio? ¿No es un censor muy grosero y licencioso? CASSIO.- Habla a su manera, señora. Os agradará más como soldado que como hombre de letras. IAGO.- (Aparte.) La coge por la palma de la mano... Sí, bien dicho. -Cuchichean... Con una tela de araña tan delgada como ésa, entramparé una mosca tan grande como Cassio. Sí, sonríele, anda. Yo te atraparé en tu propia galantería... Decís verdad; así es, en efecto... Si semejantes manejos os hacen perder vuestra tenencia, sería mejor que no hubiereis besado tan a menudo vuestros tres dedos, lo que os pone en trance de daros aún aires de galanteador. ¡Magnífico! ¡Bien besado y excelente cortesía! Así es, verdaderamente. ¡Cómo! ¿Otra vez vuestros dedos a sus labios? ¡Que no pudieran serviros de cánulas de clister! (Suena una trompeta.) - ¡El moro! ¡Conozco su trompeta! CASSIO.- Es él, seguramente. DESDÉMONA.- Vamos a su encuentro a recibirle. CASSIO.- Mirad, aquí viene. Entra OTELO y acompañamiento OTELO.- ¡Oh, mi linda guerrera! DESDÉMONA.- ¡Mi querido Otelo! 22 mi alma hasta que liquide cuentas con él, esposa por esposa; o, si no puedo, hasta que haya arrojado al moro en tan violentos celos que el buen sentido no pueda curarle. Para llegar a este objeto, si ese pobre desdichado de Venecia, a quien señalo el rastro para su ardiente caza, sigue bien la pista, cogeré a nuestro Miguel Cassio en una desventaja y le ultrajaré a los ojos del moro de la manera más grosera, pues temo también que Cassio vigile mi gorro de dormir. Quiero que el moro me dé las gracias, me ame y me recompense por haber hecho de él un asno insigne, y turbado su paz y quietud hasta volverle loco. El plan está aquí, pero todavía confuso. ¡El verdadero semblante de la bellaquería no se descubre nunca hasta que ha hecho su obra! (Sale.) Escena Segunda Una calle Entran OTELO, DESDÉMONA, CASSIO y acompañamiento HERALDO.- Es gusto de Otelo, nuestro noble y valiente general, que, en vista de las noticias ciertas que acaban de recibirse, significando la pérdida pura y simple de la flota turca, los habitantes solemnicen este acontecimiento, unos por medio de bailes, otros con hogueras de regocijo, todos entregándose a las diversiones y fiestas a que les lleve su inclinación, pues además de estas felices noticias, hoy es el día de la celebración de su matrimonio. Esto es lo que por orden suya se proclama. Todos los tinelos del castillo están abiertos, y hay plena libertad para festejar desde la hora presente de las cinco hasta que la campana haya dado las once. ¡Los cielos bendigan la isla de Chipre y a nuestro noble general Otelo! (Salen.) Escena Tercera Sala en el castillo Entran OTELO, DESDÉMONA, CASSIO y acompañamiento OTELO.- Buen Miguel, atended a la guardia esta noche. Sepamos poner a nuestros placeres estos honrados límites, a fin de no rebasar nosotros mismos los linderos de la discreción. CASSIO.- Iago ha recibido las instrucciones necesarias; pero, no obstante, inspeccionaré todo con mis propios ojos. OTELO.- Iago es muy honrado. Buenas noches, Miguel. Mañana, lo más temprano que os sea posible, tengo que hablar con vos. Vamos, amor querido. (A Desdémona.) Hecha la adquisición, es menester gozar el fruto, y esta ventura está aún por llegar entre vos y yo. Buenas noches. (Salen Otelo, Desdémona y acompañamiento.) 25 Entra IAGO CASSIO.- Bien venido, Iago. Debemos hacer la guardia. IAGO.- No a esta hora, teniente; no han dado las diez aún. Nuestro general nos ha despedido tan pronto por amor de su Desdémona, y no podemos ciertamente censurarlo; todavía no se ha refocilado con ella de noche, y es bocado digno de Júpiter. CASSIO.- Es una dama exquisitísima. IAGO.- Y que le gusta el regodeo, os lo garantizo. CASSIO.- Es, en verdad, la criatura más lozana y deliciosa. IAGO.- ¡Qué ojos tiene! ¡Parece que tocan una llamada a la provocación! CASSIO.- Unos ojos incitantes; y, sin embargo, diría que su mirada es sumamente modesta. IAGO.- Y cuando habla, ¿no suena su voz como una alarma amorosa? CASSIO.- Es, en verdad, la perfección misma. IAGO.- Bien; que la felicidad sea entre sus sábanas. Venid, teniente, tengo media azumbre de vino, y ahí fuera aguardan un par de galanes de Chipre, que de buena sana beberían una medida a la salud del atezado Otelo. CASSIO.- Esta noche no, buen Iago; tengo una cabeza de las más débiles y desdichadas para la bebida. Quisiera que la cortesanía inventara algún otro modo de agasajo. IAGO.- ¡Oh! Son amigos nuestros. Una copa tan sólo. Yo beberé por vos. CASSIO.- No he bebido esta noche más que una sola copa, y ésa prudentemente bautizada, y ved, no obstante, qué perturbación ha causado en mí. Me aflige esta flaqueza, y no me atrevería a imponer la carga de una segunda copa a mi debilidad. IAGO.- ¡Qué hombre! Ésta es una noche de fiesta; lo desean los galanes. CASSIO.- ¿Dónde están? IAGO.- Ahí en la puerta. Por favor, decidles que entren. 26 CASSIO.- Lo haré; pero me disgusta. (Sale Cassio.) IAGO.- Si puedo inducirle a que acepte siquiera una copa, con lo que ya ha bebido esta noche, se pondrá tan pendenciero y agresivo como el perro de mi joven dama. Por su parte, mi loco imbécil de Rodrigo, a quien el amor ha vuelto ya casi el cerebro del revés, bebe esta noche, copa tras copa, en honor de Desdémona y forma parte de la guardia. También he regado esta noche con abundantes libaciones a los tres mancebos de Chipre (espíritus nobles e hirvientes, singularmente meticulosos en punto de honor, verdaderos elementos -agua, fuego, aire y tierra- de esta isla), que están asimismo de guardia. Ahora, entre esta bandada de borrachos, haré que nuestro Cassio cometa alguna acción que pueda ofender a la isla. Pero helos que vienen aquí. Si las consecuencias responden al plan que he soñado, mi barca navegará libremente contra viento y marca. Vuelve a entrar CASSIO, seguido de MONTANO y otros CABALLEROS, con criados que traen vino CASSIO.- ¡A fe de Dios, ya me han dado un vaso lleno! MONTANO.- Bien poco, por mi buena fe; ni siquiera una pinta, como soy soldado. IAGO.- ¡Venga vino, hola! (Canta.) Y dejadme sonar, sonar el potín; y dejadme sonar el potín; el soldado es un hombre, la vida es sólo un instante; beba, pues, el soldado hasta el fin. ¡Vino, muchachos! CASSIO.- ¡Por el cielo, una excelente canción! IAGO.- La aprendí en Inglaterra, donde, por cierto, se hallan los más bravos bebedores. Vuestro danés, vuestro germano y vuestro panzudo holandés -¡a beber, hola!- no valen nada comparados con vuestro inglés. CASSIO.- ¿Tan experto bebedor es vuestro inglés? IAGO.- ¡Pardiez! Os bebe con una facilidad que dejará pálido como la muerte a vuestro danés; no ha menester que sude para derribar a vuestro alemán; y en cuanto a vuestro holandés, le provocará un vómito antes de que llene el segundo vaso. CASSIO.- ¡A la salud de nuestro general! MONTANO.- Os la acepto, teniente, y beberé antes que vos. 27 MONTANO.- ¡Vamos, vamos, estáis ebrio! CASSIO.- ¡Ebrio! (Se baten.) IAGO.- (Aparte a Rodrigo.) ¡Pronto, digo! ¡Corred y gritad: «¡Un motín!»! (Sale Rodrigo.) ¡Vamos, buen teniente!... ¡Ay, caballeros!... ¡Auxilio, hola!... ¡Señor Montano!... ¡Señor!... ¡Auxilio, señores!... ¡He aquí una linda guardia, en verdad!... (Toca a rebato una campana.) ¿Quién toca esa campana? ¡Diablo, eh! ¡La ciudad va a levantarse! ¡Poder de Dios!... ¡Teneos, teniente! ¡Os veréis para siempre deshonrado! Vuelve a entrar OTELO, con personas del séquito OTELO.- ¿Qué pasa aquí? MONTANO.- ¡Voto a Dios! ¡Sangro sin cesar! ¡Estoy herido de muerte! OTELO.- ¡Teneos, por vuestras vidas! IAGO.- ¡Teneos, eh, teniente!... ¡Señor Montano! ¡Caballeros!... ¿Habéis perdido todo sentimiento del lugar en que estamos y de vuestros deberes?... ¡Teneos! ¡El general os habla! ¡Teneos, por pudor! OTELO.- ¡Alto! ¡Hola! ¡Eh! ¿Cómo ha ocurrido esto? ¿Nos hemos vuelto turcos y hacemos contra nosotros mismos lo que el cielo no nos ha permitido hacer contra los otomanos? ¡Por pudor cristiano, cesad en esta querella bárbara! ¡El que dé un paso para tratar de satisfacer su furia, tiene en poco su alma! ¡Muere al primer movimiento! ¡Que calle esa terrible campana, que llena de espanto hasta poner fuera de sí a los habitantes de la isla!... ¿Qué sucede, señores? Honrado Iago, tú, que tienes aire de morir de pesar, habla. ¿Quién ha comenzado esta riña? Te lo mando, por tu afecto. IAGO.- Lo ignoro... Eran amigos ahora, hace un instante, en este cuartel, y en tan buenas relaciones como novio y novia cuando, recién casados, se desnudan para ir al lecho; y, de repente (como si algún planeta hubiera sembrado la locura), tiran de sus espadas y se arrojan, pecho a pecho, uno contra otro en lucha sangrienta. No puedo decir quién fue el que empezó esta reyerta extraña, y quisiera haber perdido en una acción gloriosa estas piernas que me han traído aquí para que la presencie. OTELO.- ¿Cómo es posible, Miguel, que os hayáis olvidado de vos mismo hasta este extremo? CASSIO.- Os lo ruego, perdonadme; no puedo hablar. OTELO.- Digno Montano, siempre habéis sido correcto. El mundo ha notado vuestra gravedad y la placidez de vuestra juventud, y vuestro nombre es altamente estimado por los censores más sesudos. ¿Qué ha sucedido, pues, para que deslustréis así vuestra reputación y consintáis en trocar la rica estima de que gozáis por la calificación de quimerista nocturno? Dadme una respuesta MONTANO.- Notable Otelo, estoy herido de cuenta. Vuestro oficial, Iago, puede informaros -mientras 30 ahorro palabras que ahora me producen un poco de malestar- de todo cuanto sé. Ni por mi parte creo haber dicho ni hecho nada censurable esta noche, a menos que el cuidado de sí propio sea a veces un vicio y el defendernos cuando la violencia nos ataca, un pecado. OTELO.- ¡Por el cielo!, la sangre comienza ahora a regirme, en lugar de mis facultades más tranquilas; y la pasión, ennegreciendo mi mejor juicio, trata de guiar mi conducta. ¡Si me muevo tan sólo o levanto este brazo, el mejor de vosotros va a sucumbir bajo mi castigo! Decidme cómo ha empezado esta odiosa querella; quién la promovió, y el que sea reconocido culpable de esta falta así fuera mi hermano gemelo, nacido a la misma hora que yo, me perderá para siempre. ¡Cómo! ¡Venir a levantar una rencilla particular y doméstica en una ciudad de guerra, todavía agitada, el corazón de cuyos habitantes está henchido de miedo, en plena noche y en el cuerpo de guardia, y de seguridad! ¡Es monstruoso! -Iago, ¿quién la empezó? MONTANO.- Si por camaradería o espíritu de cuerpo faltas en lo más mínimo a la verdad, no eres soldado. IAGO.- No me toquéis tan de cerca. Preferiría que se me arrancase esta lengua de la boca antes que ofender a Miguel Cassio. Sin embargo, estoy seguro de que, diciendo la verdad, no le perjudicaré en nada. He aquí lo que ha sucedido, general: Estábamos Montano y yo de charla, cuando viene un individuo gritando: «¡Auxilio!» y Cassio persiguiéndole con la espada tendida y decidido a descargar un golpe sobre él. Señor, este caballero colocose delante de Cassio para rogarle que se contuviera, y yo mismo me lancé tras el individuo que gritaba, de miedo que con sus clamores -como ha pasado- no sembrara el terror en la ciudad. Pero él, ágil de talones, me impidió que lograra mi objeto, y volví, tanto más rápido cuanto escuché el choque y caída de espadas y a Cassio jurando en altas voces lo que jamás hasta esta noche hubiera podido afirmar. Cuando hube retornado (porque esto fue breve), les hallé el uno contra el otro, en guardia y esgrimiendo, exactamente en la situación en que estaban cuando llegasteis para separarlos. No puedo decir otra cosa de este asunto... Pero los hombres son hombres; los mejores se olvidan a veces... Aunque Cassio haya maltratado un poco a este caballero -pues cuando los hombres se hallan enfurecidos hieren a aquellos que más aprecian-, sin embargo, creo yo que Cassio ha recibido seguramente de parte del que huyó algún ultraje extraordinario que la paciencia no podía tolerar. OTELO.- Sé, Iago, que tu honradez y tu amistad te inducen a atenuar el hecho, para que pese menos sobre Cassio.- Cassio, te estimo; pero no serás nunca más mi oficial. Vuelve a entrar DESDÉMONA, con su séquito ¡Mirad si mi gentil amada no se ha despertado!... (A Cassio.) ¡Haré contigo un escarmiento! DESDÉMONA.- ¿Qué pasa? OTELO.- Todo acabó, dulce prenda; vamos al lecho. (A Montano.) Señor, yo mismo seré el cirujano de vuestras heridas. Conducidle. (Se llevan a Montano.) Iago, recorre con cuidado la ciudad y apacigua a los que esta querella vil haya alarmado.- Venid, Desdémona; es la vida del soldado: despertarse de su balsámico sueño por los ruidos del combate. (Salen todos, menos Iago y Cassio.) 31 IAGO.- ¡Cómo! ¿Estáis herido, teniente? CASSIO.- Sí, y sin remedio posible. IAGO.- ¡Pardiez, no quieran los cielos! CASSIO.- ¡Reputación, reputación, reputación!... ¡Oh! ¡He perdido mi reputación!... He perdido la parte inmortal de mi ser, y lo que me resta es bestial... ¡Mi reputación, Iago, mi reputación! IAGO.- Tan cierto como soy hombre honrado, creí que habíais recibido alguna herida corporal; éstas son más graves que las de la reputación. La reputación es un prejuicio inútil y engañoso, que se adquiere a menudo sin mérito y se pierde sin razón. No habéis perdido reputación ninguna, a menos que vos mismo la reputéis perdida. ¡Qué, hombre! Aún hay medios de recobrar el favor del general. Habéis sido lanzado ahora en un momento de mal humor, castigo impuesto más por política que por malignidad, tal como uno cuando apalease a su perro inofensivo para espantar a un imperioso león. Suplicadle otra vez, y será vuestro. CASSIO.- Antes le suplicaré que me desprecie que engañar a tan buen comandante, proponiéndole un oficial tan ligero, tan dado a la bebida y tan imprudente... ¡Emborracharse! ¡Y parlotear como un loro! ¡Y disputar! ¡Baladronear! ¡Jurar! ¡Y discursear como un pelafustán con su propia sombra...! ¡Oh tú, espíritu invisible del vino! ¡Si careces de nombre con que se te pueda conocer, llamémoste demonio! IAGO.- ¿A quién perseguíais con vuestra espada? ¿Qué os había hecho? CASSIO.- No lo sé. IAGO.- ¿Es posible? CASSIO.- Recuerdo un cúmulo de cosas, mas nada distintamente; una querella, pero ignoro por qué... ¡Oh! ¡Que los hombres se introduzcan un enemigo en la boca para que les robe los sesos! ¡Que constituya para nosotros alegría, complacencia, júbilo y aplauso convertirnos en bestias! IAGO.- Vamos, ya estáis bastante sereno. ¿Cómo os habéis restablecido tan pronto? CASSIO.- Plugo al diablo. Embriaguez cede el sitio al demonio de la ira. Una imperfección me muestra a la otra, para que pueda francamente despreciarme a mí mismo. IAGO.- Vamos, sois un moralista bastante severo. Considerando la hora, el lugar y la situación del país, hubiera deseado de todo corazón que esto no hubiese ocurrido; pero, puesto que las cosas han pasado así, enmendadlas en provecho propio. CASSIO.- Le pediré de nuevo mi plaza; ¡me responderá que soy un borracho! Aunque tuviera yo tantas bocas como la hidra, semejante contestación las cerraría todas. ¡Ser hace un momento un hombre razonable, convertirse de pronto en imbécil y hallarse acto seguido hecho una bestia! ¡Oh, qué extraña cosa!... Cada 32 Acto tercero Escena primera Delante del castillo Entran CASSIO y algunos MÚSICOS CASSIO.- Tocad aquí, maestros... Yo recompensaré vuestras molestias... Algo que sea breve, y expresad el «¡Buenos días, general!» (Música.) Entra el BUFÓN BUFÓN.- Pardiez, maestros, ¿han estado vuestros instrumentos en Nápoles, que hablan tan de nariz? MÚSICO PRIMERO.- ¿Cómo, señor, cómo? BUFÓN.- Por favor, ¿son de aire esos instrumentos? MÚSICO PRIMERO.- Sí, pardiez; lo son, señor. BUFÓN.- ¡Oh! ¿Entonces van a traer cola? MÚSICO PRIMERO.- ¿Dónde va a estar la cola, señor? BUFÓN.- A fe, señor, en muchos instrumentos que conozco. Pero, maestros, aquí tenéis dinero. Al general le agrada tanto vuestra música, que os suplica, por amor de Dios, que no hagáis más ruido con ella. MÚSICO PRIMERO.- Bien, señor, no lo haremos. BUFÓN.- Si tenéis una música que no sea audible, tocadla; pero en cuanto a la música que se oye, como quien dice, al general le importa poco. MÚSICO PRIMERO.- No tenemos música de esa clase, señor. 35 BUFÓN.- Entonces meted las flautas en vuestros sacos, porque me voy. Idos, desvaneceos en el aire; partid. (Salen los músicos.) CASSIO.- ¿Me oyes, mi honrado amigo? BUFÓN.- No, no oigo a vuestro honrado amigo, pero os oigo. CASSIO.- Por favor, guárdate esas sutilezas. Aquí tienes una pobre moneda de oro; si la dama que sirve a la esposa del general está levantada, dile que un tal Cassio solicita el favor de hablar con ella un instante. ¿Lo harás? BUFÓN.- Acaba de saltar del lecho. Si tengo un tropiezo con ella, lo haré con gusto. CASSIO.- Hazlo, mi buen amigo. (Sale el Bufón.) Entra IAGO ¡En buen hora, Iago! IAGO.- ¿Es que no os habéis ido a dormir? CASSIO.- A fe mía, no había roto el día antes de que nos separáramos. Iago, me he tomado la libertad de enviar aviso a vuestra esposa; quiero solicitar de ella que consienta en procurarme acceso acerca de la virtuosa Desdémona. IAGO.- Voy a enviárosla inmediatamente. Y yo hallaré un medio de alejar al moro, para que vuestra conversación tocante a vuestro asunto tenga más libertad. CASSIO.- Os lo agradezco humildemente. (Sale Iago.) No he conocido un florentino más amable y honrado. Entra EMILIA EMILIA.- Felices días, buen teniente. Estoy afligida por vuestra desgracia, pero todo se arreglará sin dilación. El general y su esposa hablan del caso, y ella aboga por vos vigorosamente. El moro replica que aquel a quien habéis herido es una persona de gran autoridad en Chipre, y de una parentela poderosa, y que no podía dejar de destituiros sin faltar a la prudencia; pero declara que os estima y que no son necesarias otras solicitudes que las de su amistad para decidirle a coger por los cabellos la primera ocasión de volver a llamaros. CASSIO.- Sin embargo, os suplico -si lo juzgáis conveniente y hacedero- que me procuréis la oportunidad de tener una breve charla a solas con Desdémona. 36 EMILIA.- Entrad, os ruego; yo os procuraré sitio donde tengáis tiempo de abrir libremente vuestro corazón. CASSIO.- Os quedo muy obligado. (Salen.) Escena segunda Aposento en el castillo Entran OTELO, IAGO y CABALLEROS OTELO.- Entrega estas cartas al piloto, Iago, y que presente al Senado mis respetos. Yo, en tanto, iré a pasearme del lado de las murallas; acude allí a reunirte conmigo. IAGO.- Bien, mi buen señor, lo haré. OTELO.- ¿Vamos a inspeccionar ese fuerte, caballeros? CABALLEROS.- Estamos a las órdenes de Vuestra Señoría. (Salen.) Escena tercera Jardín del castillo Entran DESDÉMONA, CASSIO y EMILIA DESDÉMONA.- Ten la seguridad, mi buen Cassio, de que emplearé todas mis facultades en tu favor. EMILIA.- Hacedlo, buena señora, os garantizo que esta desgracia aflige a mi esposo como si fuera suya. DESDÉMONA.- ¡Oh, es un honrado compañero! No lo dudéis. Cassio, os haré a mi esposo y a vos amigos como antes. CASSIO.- Bondadosa dama, suceda lo que quiera a Miguel Cassio, no será jamás otra cosa que vuestro muy fiel servidor. 37 OTELO.- No te negaré nada. Por tanto, te suplico que me otorgues esto: dejarme un instante a solas conmigo. DESDÉMONA.- ¿Y os lo voy a negar? Adiós, querido esposo. OTELO.- ¡Adiós, Desdémona mía! Al punto iré a tu encuentro. DESDÉMONA.- Ven, Emilia.- Haced como el corazón os dicte. Lo que quiera que deseéis, soy obediente. (Sale con Emilia.) OTELO.- ¡Adorable criatura! ¡Que la perdición se apodere de mi alma si no te quiero! ¡Y cuando no te quiera, será de nuevo el caos! IAGO.- Mi noble señor... OTELO.- ¿Qué dices, Iago? IAGO.- ¿Es que conocía Miguel Cassio vuestro amor cuando hacías la corte a la señora? OTELO.- Lo conoció desde el principio hasta el fin. ¿Por qué me preguntas eso? IAGO.- Sólo por la satisfacción de mi pensamiento; no por nada más grave. OTELO.- ¿Y cuál es tu pensamiento, Iago? IAGO.- No creí que tuviera entonces conocimiento con ella. OTELO.- ¡Oh, sí!, y a menudo nos ha servido de intermediario. IAGO.- ¿De veras? OTELO.- «¡De veras!» Sí, de veras... ¿Percibes algo en esto? ¿No es él honrado? IAGO.- ¿Honrado, señor? OTELO.- «¡Honrado!» Sí, honrado. IAGO.- Mi señor, por cosa así le tengo. OTELO.- ¿Qué es lo que piensas? IAGO.- ¿Pensar, señor? 40 OTELO-«¡Pensar, señor!» ¡Por el cielo, me sirve de eco, como si encerrara en su pensamiento algún monstruo demasiado horrible para mostrarse!... Tú quieres decir algo... Te oí decir ahora... que no te agradaba eso, cuando Cassio abandonó a mi mujer. ¿Qué es lo que no te agradaba? Y cuando te he dicho que estaba en mis secretos, durante el curso entero de mis amores, has exclamado: «¿De veras?» Y tus cejas se han contraído haciendo plegarse la frente en forma de bolsa, como si hubieras querido encerrar en tu cerebro alguna concepción horrible. Si me estimas, muéstrame tu pensamiento. IAGO.- Señor, sabéis que os estimo. OTELO.- Lo creo, y precisamente porque sé que estás lleno de afecto y de honradez y que pesas tus palabras antes de proferirlas es por lo que tus reticencias me asustan más; pues tales modos de conducirse son perfidias habituales en un bellaco desleal y mentiroso; pero en un hombre justo son revelaciones veladas que se escapan de un pecho incapaz de dominar su emoción. IAGO.- Por lo que toca a Miguel Cassio, me atrevería a jurarlo, pienso que es un hombre honrado. OTELO.- Y yo también. IAGO.- Los hombres debieran ser lo que parecen; ¡ojalá ninguno de ellos pareciese lo que no es! OTELO.- Cierto, los hombres debieran ser lo que parecen. IAGO.- Por eso, pues, pienso que Cassio es un hombre honrado. OTELO.- No, en eso hay aún más. Exprésame tus pensamientos tal como los rumias interiormente; y manifiesta los peores de ellos por lo que las palabras tienen de peor. IAGO.- No, mi buen señor, perdonadme. Aunque comprometido a todo acto de leal obediencia, no estoy obligado a descubrir lo que todos los esclavos son libres de ocultar. ¿Revelar mis pensamientos? Pardiez, suponed que son viles y falsos -¿cuál es el palacio en que no se introducen alguna vez villanas cosas?-. ¿Quién tiene un corazón tan puro donde las sospechas odiosas no tengan sus audiencias y se sienten en sesión con las meditaciones permitidas? OTELO.- Conspiras contra tu amigo, Iago, si, creyéndolo ultrajado, dejas su oído extraño a tus pensamientos. IAGO.- Os suplico -aunque quizá soy mal inclinado en mis conjeturas (pues confieso que es una enfermedad de mi naturaleza sospechar el mal, y mis celos imaginan a menudo faltas que no existen)- que vuestra cordura, sin embargo, no conceda ninguna importancia a un hombre cuya imaginación se halla tan propensa a equivocarse, ni construya una armazón de inquietudes sobre el fundamento poco sólido de sus observaciones, imperfectas. No convendría a vuestro reposo, ni a vuestro bienestar, ni a mi fortaleza varonil, honradez y prudencia, permitir que conocierais mis pensamientos. 41 OTELO.- ¿Qué quieres decir? IAGO.- Mi querido señor, en el hombre y en la mujer el buen nombre es la joya más inmediata a sus almas. Quien me roba la bolsa, me roba una porquería, una insignificancia, nada; fue mía, es de él y había sido esclava de otros mil; pero el que me hurta mi buen nombre, me arrebata una cosa que no le enriquece y me deja pobre en verdad. OTELO.- ¡Por el cielo! ¡Conoceré tus pensamientos! IAGO.- No podríais, aunque mi corazón estuviera en vuestra mano; con mayor razón mientras se halla bajo mi custodia. OTELO.- ¡Ah!... IAGO.- ¡Oh, mi señor, cuidado con los celos! Es el monstruo de ojos verdes, que se divierte con la vianda que le nutre. Vive feliz el cornudo que, cierto de su destino, detesta a su ofensor; pero, ¡oh, qué condenados minutos cuenta el que idolatra y, no obstante, duda; quien sospeche y, sin embargo, ama profundamente! OTELO.- ¡Oh suplicio! IAGO.- Pobreza y contento es riqueza, y riqueza abundante; pero riquezas infinitas componen una pobreza estéril como el invierno para el que teme siempre ser pobre... ¡Cielo clemente, libra de los celos a las almas de toda mi casta! OTELO.- ¡Qué! ¿Qué es eso? ¿Crees que habría de llevar una vida de celos, cambiando siempre de sospechas a cada fase de la luna? No, una vez que se duda, el estado del alma queda fijo irrevocablemente. Cámbiame por un macho cabrío el día en que entregue mi alma a sospechas vagas y en el aire, semejantes a las que sugiere tu insinuación. No me convertiré en celoso porque se me diga que mi mujer es bella, que come con gracia, gusta de la compañía, es desenvuelta de frase, canta, toca y baila con primor. Donde hay virtud, estas cualidades son más virtuosas. Ni la insignificancia de mis propios méritos me hará concebir el menor temor o duda sobre su infidelidad, pues ella tenía ojos y me eligió. No, Iago, será menester que vea, antes de dudar; cuando dude, he de adquirir la prueba; y adquirida que sea, no hay sino lo siguiente..., dar en el acto un adiós al amor y a los celos. IAGO.- Me alegro de eso, pues ahora tendré una razón para mostraros más francamente la estima y obediencia que os profeso. Por tanto, obligado como estoy, recibir este aviso... No hablo aún de pruebas. Vigilad a vuestra esposa, observadla bien con Cassio. Haced uso de vuestros ojos así..., sin celos ni confianza. No quisiera que vuestra franca y noble naturaleza fuese engañada por su misma generosidad. Vigiladla. Conozco bien el carácter de nuestro país: en Venecia las mujeres dejan ver al cielo las tretas que no se atreven a mostrar a sus maridos. Toda su conciencia estriba, no en no hacer, sino en tener oculto. OTELO.- ¿Eso me cuentas? 42 EMILIA.- Me encanta haber encontrado este pañuelo. Es el primer recuerdo que ella recibió del moro. Mi porfiado marido me ha acariciado cien veces para que lo robara; mas ella ama tanto la prenda -pues él la conjuró a que la guardara siempre-, que la lleva constantemente sobre sí para besarla y hablarla. Voy a hacer que saquen copia de la labor y se la daré a Iago. Lo que intenta con ello, sábelo el cielo, no yo; yo no sé nada, sino satisfacer su fantasía. Entra IAGO IAGO.- ¡Hola! ¿Qué hacéis ahí sola? EMILIA.- No me riñáis; tengo una cosa para vos. IAGO.- ¡Una cosa para mí! Es una cosa vulgar... EMILIA.- ¿Eh? IAGO.- Tener una mujer boba. EMILIA.- ¡Oh! ¿Eso es todo? ¿Qué me daríais ahora por este moquero? IAGO.- ¿Qué moquero? EMILIA. -«¡Qué moquero!» Pardiez, el moquero que el moro dio como primer regalo a Desdémona, que tantas veces me aconsejaste hurtar. IAGO.- ¿Y se lo has hurtado? EMILIA.- No, a fe mía; lo dejó caer por descuido, y como estaba yo presente, me aproveché de esta ocasión favorable para cogerlo. Miradle, aquí está. IAGO.- Eres una buena chica; dámelo. EMILIA.- ¿Qué intentáis hacer con él, para haberme instado tan reiteradamente a que lo escamotease? IAGO.- (Arrebatándole el pañuelo.) ¡Pardiez! ¿Qué os importa? EMILIA.- Si no es para algún asunto de importancia, devolvédmelo. ¡Pobre señora! Va a volverse loca cuando advierta que le falta. IAGO.- Fingid no saber de ello. Tengo necesidad de él. Idos, dejadme. (Sale Emilia.) Voy a extraviar este pañuelo en la habitación de Cassio y a dejarle que lo encuentre. Bagatelas tan ligeras como el aire son para los celosos pruebas tan poderosas como las afirmaciones de la Sagrada Escritura. Esto puede acarrear algo. El moro se altera ya bajo el influjo de mi veneno. Las ideas funestas son, por su naturaleza, venenos que en principio apenas hacen sentir su mal gusto; pero a poco que obran sobre la sangre, abrasan como minas de azufre... Tenía yo razón. ¡Mirad, aquí viene! ¡Ni adormidera, ni mandrágora, ni todas las drogas soporíferas 45 del mundo te devolverán jamás el dulce sueño que poseías ayer! Vuelve a entrar OTELO OTELO.- ¡Ah! ¡Ah! ¡Pérfida conmigo! IAGO.- ¡Pardiez! ¿Qué hay, general? ¡No más de eso! OTELO.- ¡Atrás! ¡Vete! ¡Me ha puesto en el potro! Juro que vale más ser engañado mucho que saber sólo un poco. IAGO.- ¿Qué es esto, mi señor? OTELO.- ¿Qué sentimiento tenía yo de sus horas furtivas de lujuria? Yo no las veía, no pensaba en ellas, no me hacían sufrir. La noche última dormí bien, comí bien, estaba alegre y mi espíritu era libre; no hallaba en su boca los besos de Cassio. Al que ha sido robado, no apercibiéndose la falta de lo sustraído, dejadle en la inocencia del hurto, y no habrá sido robado del todo. IAGO.- Estoy apesadumbrado de oíros esto. OTELO.- Habría sido feliz, aun cuando el campamento entero, con gastadores y todo, hubiera gozado de su dulce cuerpo, con tal de no haber sabido nada. ¡Oh! Ahora, ¡adiós para siempre a la tranquilidad del espíritu! ¡Adiós al contento! ¡Adiós a las tropas empenechadas y a las potentes guerras, que hacen de la ambición una virtud! ¡Oh, adiós!... ¡Adiós al relinchante corcel y a la aguda trompeta, al tambor que despierta el ardor del alma, al penetrante pífano, a las reales banderas y a todo lo que constituye el orgullo, la pompa y el aparato de las guerras gloriosas! ¡Y a vosotras, máquinas asesinas, cuyas bocas crueles imitan los terribles clamores del inmortal Júpiter, adiós! ¡La carrera de Otelo ha dado fin! IAGO.- ¿Es posible, señor? OTELO.- ¡Villano, ten por seguro que me probarás que mi amada es una puta; tenlo por seguro; dame la prueba ocular; o, por la salud de mi alma eterna, más te valiese haber nacido perro que tener que contestar a mi cólera en alerta! IAGO.- ¿A esto hemos llegado? OTELO.- Házmelo ver, o, a lo menos, pruébalo de tal suerte, que la prueba no deje ni gozne ni perno de que pueda colgarse una duda; o ¡ay de tu vida! IAGO.- Mi noble señor... OTELO.- Si haces esto para calumniarla y atormentarme, no reces más; abandona toda compasión; acumula horrores sobre horrores; comete actos que hagan llorar al cielo y asombrar a la tierra, pues nada 46 puedes añadir a tu condenación más terrible que esto. IAGO.- ¡Oh, gracia divina! ¡Oh, cielos, perdonadme!... ¿Sois un hombre? ¿Tenéis alma o sentimiento?... Quedad con Dios; aceptad la renuncia de mi cargo... ¡Oh, miserable imbécil que vives para ver tu honradez transformada en vicio!... ¡Oh, mundo monstruoso! ¡Toma nota, toma nota, oh mundo, de lo peligroso que resulta ser recto y honrado!... Os doy las gracias por esta provechosa lección; y desde ahora no querré a ningún amigo, ya que el afecto produce tales ofensas. OTELO.- No, quédate... Debieras ser honrado. IAGO.- Debiera ser prudente, pues la honradez es una tontería que siempre trabaja en balde. OTELO.- Por el universo, creo que mi esposa es honrada y creo que no lo es; pienso que tú eres justo; y pienso que no lo eres. ¡Quiero tener alguna prueba! Su nombre que era tan puro como el semblante de Diana, es ahora tan embadurnado y negro como mi propio rostro... Si existen cuerdas, cuchillos, venenos, fuego o torrentes para ahogarse, no lo soportaré... ¡Quisiera estar plenamente convencido! IAGO.- Veo, señor, que os devora la pasión. Me arrepiento de haberos arrojado a este estado. ¿Querrías satisfacción? OTELO.- «¡Querríais!» Pues claro que quiero. IAGO.- Y podéis. Mas ¿cómo? ¿Cómo querríais que fuese esta satisfacción, señor? ¿Querríais vos, el espectador, quedaros con la boca abierta mirándola bestialmente topeteada? OBELO.- ¡Muerte y condenación! ¡Oh! IAGO.- Sería, creo, una empresa difícil y enojosa inducirles a dejarse sorprender así. ¡Malditos sean, pues, si otros ojos mortales fuera de los suyos los ven acostados! Entonces ¿qué? ¿Cómo proceder? ¿Qué he de deciros? ¿Dónde está la convicción?... Es imposible que sorprendáis tal cosa, aun cuando estuvieran tan excitados como las cabras, tan ardientes como los monos, tan lúbricos como los lobos en el celo y tan imprudentemente tontos como los ignorantes en estado de embriaguez. Pero, sin embargo, os lo digo, si la opinión, fundada en una fuerte evidencia circunstancial, que conduce directamente a las puertas de la verdad, puede daros satisfacción, la obtendréis. OTELO.- ¡Dame la prueba palpable de que es desleal! IAGO.- No me gusta el oficio; pero ya que tan adelante he ido en este asunto -aguijoneado por la locura de la honradez y la amistad-, seguiré más lejos aún. Estaba yo acostado hace poco tiempo con Cassio, y como rabiara de dolor de muelas, no podía dormir. Hay una clase de hombres tan indiscretos de alma, que en sus sueños mascullan sus negocios. Uno de esta especie es Cassio. Le oí decir en sueños: «¡Encantadora Desdémona, seamos prudentes; ocultemos nuestros amores!» Y entonces, señor, me cogía y estrujaba la mano, diciendo: «¡Oh, dulce criatura!» Y luego me besaba con fuerza, como si quisiera arrancar por la raíz 47 DESDÉMONA.- ¿Podéis inquirir de él e informaros religiosamente? BUFÓN.-Catequizaré a todo el mundo para buscarle. Es decir, que haré preguntas y contestaré según las respuestas. DESDÉMONA.- Buscadle y pedidle que venga acá. Decidle que he movido a mi esposo en favor suyo y que espero que todo irá bien. BUFÓN.- Hacer esto entra en el círculo de las cosas que puede abarcar el ingenio de un hombre, y por consiguiente voy a intentar realizarlo. (Sale.) DESDÉMONA.- ¿Dónde pude haber perdido ese pañuelo, Emilia? EMILIA.- Lo ignoro, señora. DESDÉMONA.- Créeme, hubiera preferido perder mi bolsa llena de cruzados, pues si mi noble moro no fuera un alma leal y exento de esa bajeza de que están hechos los seres celosos, sería esto bastante para despertar en él malos pensamientos. EMILIA.- ¿No es celoso? DESDÉMONA.- ¿Quién, él? Pienso que el sol bajo el cual ha nacido secó en él semejantes humores. EMILIA.- Miradle dónde viene. DESDÉMONA.- No quiero dejarle ahora, hasta que llame a Cassio. Entra OTELO ¡Hola! ¿Cómo estáis, mi señor? OTELO.- Bien, mi querida mujer... (Aparte.) ¡Oh, qué difícil es disimular! ¿Cómo os encontráis, Desdémona? DESDÉMONA.- Bien, esposo mío. OTELO.- Dadme vuestra mano. Esta mano está húmeda, señora. DESDÉMONA.- Aún no he sentido la edad, ni conocido los pesares. OTELO.- Esto arguye liberalidad y corazón pródigo. ¡Cálida, cálida y húmeda! Esta mano requiere renunciación de la libertad, ayunos y plegarias, mucha mortificación y ejercicio de votos; pues hay en ella un 50 diablo joven y sudoroso que habitualmente se insurrecciona. Es una mano tierna, una mano franca. DESDÉMONA.- Podéis decirlo así, en verdad, pues esta mano fue la que os entregó mi corazón. OTELO.- ¡Una mano generosa! Antes eran los corazones los que daban las manos. Pero nuestro nuevo blasón es... manos, no corazones. DESDÉMONA.- No sé nada de eso. Vengamos ahora a vuestra promesa. OTELO.- ¿Qué promesa, paloma? DESDÉMONA.- He enviado a decir a Cassio que venga a hablar con vos. OBELO.- Tengo un catarro tenaz y pícaro que me molesta. Préstame tu pañuelo. DESDÉMONA.- Aquí está, mi señor. OTELO.- El que yo os he dado. DESDÉMONA.- No lo llevo encima. OTELO.- ¿No? DESDÉMONA.- No, por cierto, mi señor. OTELO.- Es una lástima. Ese pañuelo se lo dio una egipcia a mi madre. Era una maga que casi podía leer los pensamientos de las gentes. Y le dijo que mientras lo conservara, la haría atractiva y sometería eternamente a mi padre a su amor; pero que si lo perdía o entregaba, los ojos de mi padre se apartarían de ella con disgusto, y su alma se lanzaría a la caza de nuevas inclinaciones amorosas. Al morir, me lo dio y recomendome que cuando el destino quisiera que me casara, se lo entregase a mi esposa. Así lo he hecho; tened cuidado, pues, acariciadlo como a las niñas de vuestros lindos ojos; extraviarlo o perderlo sería una desgracia que nada podrá igualar. DESDÉMONA.- ¿Es posible? OTELO.- Es la verdad. Hay magia en su tejido; una sibila que contó en el mundo doscientas evoluciones del Sol, realizó el bordado en su furor profético; los gusanos que produjeron la seda estaban encantados, y el tinte era de corazones de vírgenes momificadas, que su arte había sabido conservar. DESDÉMONA.- ¡De veras! ¿Es cierto? OTELO.- Certísimo; por consiguiente, cuidadlo bien. 51 DESDÉMONA.- Entonces, ¡pluguiera al cielo que no lo hubiese visto jamás! OTELO.- ¡Ah! ¿Por qué? DESDÉMONA.- ¿Por qué habláis con un tono tan brusco? OTELO.- ¿Es que se ha extraviado? ¿Desapareció? Hablad. ¿Está fuera de su sitio? DESDÉMONA.- ¡El cielo nos bendiga! OTELO.- ¿Qué decís? DESDÉMONA.- No está perdido; pero ¿y si lo estuviera?... OTELO.- ¡Cómo! DESDÉMONA.- Digo que no está perdido. OTELO.- Id a buscarle, dejármele ver. DESDÉMONA.- Bien, lo haré, señor; pero no ahora; es un ardid para esquivar mi demanda. Os lo suplico, que Cassio sea llamado nuevamente. OTELO.- Id a buscarme el pañuelo. Mi espíritu recela. DESDÉMONA.- Vamos, vamos, no hallaréis nunca un hombre más capaz. OTELO.- ¡El pañuelo! DESDÉMONA.- Por favor, habladme de Cassio. OTELO.- ¡El pañuelo! DESDÉMONA.- Un hombre que toda su vida ha fundado su fortuna en vuestra amistad, que compartió vuestros peligros... OTELO.- ¡El pañuelo! DESDÉMONA.- En verdad, sois censurable. OTELO.- ¡Atrás! (Sale.) 52 CASSIO.- Lo sé menos que vos. Lo hallé en mi aposento. Me gustó mucho la labor, y antes que sea reclamado -como probablemente lo será- quisiera tener una copia. Tomadlo y hacedla, y dejadme por un momento. BLANCA.- ¡Dejaros! ¿Por qué? CASSIO.- Espero aquí al general, y no es recomendable para mí, ni mi deseo, que me vea en compañía de una mujer. BLANCA.- ¿Por qué, os lo ruego? CASSIO.- No porque no os ame. BLANCA.- Es sólo porque no me amáis. Por favor, acompañadme un poco y decidme si os veré esta noche temprano. CASSIO.- No puedo acompañaros sino un instante, pues necesito esperar aquí, pero os veré en seguida. BLANCA.- Muy bien; me acomodaré a las circunstancias. (Salen.) 55 Acto Cuarto Escena Primera Delante del castillo Entran OTELO e IAGO IAGO.- ¿Podéis pensar así? OTELO.- Pienso así, Iago. IAGO.- ¡Qué! Darse un beso en la intimidad... OTELO.- Un beso que nada autoriza. IAGO.- O estarse desnuda en el lecho con su amigo una hora o más, no supone malicia alguna. OTELO.- ¿Desnuda en el lecho, Iago, y sin malicia alguna? ¡Eso es usar de hipocresía con el diablo! ¡Los que tienen intenciones virtuosas, y no obstante, obran así, el diablo tienta su virtud y ellos tientan al cielo! IAGO.- Si nada hacen, es un desliz venial; ahora, si doy a mi mujer un pañuelo... OTELO.- Bien, ¿qué? IAGO.- Pues que es de ella, señor; y, siendo suyo, pienso que puede darlo a quien le plazca. OTELO.- También es guardiana de su honor. ¿Puede entregarlo? IAGO.- ¡Su honor es una esencia que no se ve! A menudo ocurre que quienes lo poseen no lo tienen. Pero en cuanto al pañuelo... OTELO.- ¡Por el cielo! De buena gana lo hubiera olvidado... Me dijiste -¡Oh, esto viene a mi memoria como el cuervo a una casa infectada, presagiando desdicha a todos!-, me dijiste que tenía él mi pañuelo. 56 IAGO.- Sí, ¿y qué hay con eso? OTELO.- Nada bueno, pues. IAGO.- Y ¿qué sería si os dijera que le había visto ultrajaros? ¿O que le oí decir -pues hay tres bribones que, cuando con sus solicitaciones importunas o sus comedias de pasión han persuadido o ablandado a alguna dama, no pueden por menos de divulgar lo que debían callarse-... OTELO.- ¿Ha dicho alguna cosa? IAGO.- Sí, mi señor; pero no más que pueda desmentir; estad seguro de ello. OTELO.- ¿Qué dijo? IAGO.- Pues que había.... no sé qué había hecho. OTELO.- ¿Qué? ¿Qué? IAGO.- Que se había acostado... OTELO.- ¿Con ella? IAGO.- Con ella, o encima de ella, como queráis... OTELO.- ¡Acostado con ella! ¡Acostado encima de ella!... ¡Dormido con ella!... ¡Eso es asqueroso!... ¡El pañuelo!... ¡Confesiones!... ¡El pañuelo! ¡Que confiese y sea ahorcado por su trabajo!... ¡Que sea ahorcado primero, y que confiese después!... ¡Tiemblo al pensarlo!. ¡La naturaleza no se dejaría invadir por la sola sombra de una pasión sin algún fundamento! ¡No son vanas palabras las que así me estremecen! ¡Puf!... ¡Sus narices, sus orejas, sus labios!... ¿Es posible?... ¡Confesión!... ¡El pañuelo!... ¡Oh, demonio!... (Cae en convulsiones.) IAGO.- ¡Opera, medicina mía, opera! ¡Así se atrapa a los tontos crédulos! ¡Y así pierden fama y honra muchas damas castas y dignas!- ¿Qué hay? ¡Eh! ¡Mi señor! ¡Mi señor, digo! ¡Otelo! Entra CASSIO IAGO.- ¡Hola, Cassio! CASSIO.- ¿Qué sucede? IAGO.- ¡Mi señor ha caído en un ataque de epilepsia! ¡Es su segundo acceso! Tuvo otro ayer. 57 OTELO.- (A parte.) ¿Me habéis contado ya los días? Bien. CASSIO.- Es una invención de esa misma mona. Está persuadida de que me casaré con ella por un capricho de su vanidad y de su amor propio, pero no por el hecho de una promesa de mi parte. OTELO.- (A parte.) Iago me hace serias; ahora comienza la historia. CASSIO.- Estaba aquí ahora mismo; me persigue por todas partes. El otro día me encontraba a la orilla del mar hablando con unos venecianos, cuando se presenta esa alocada y me coge así por el cuello..., exclamando: «¡Oh, mi querido Cassio!» Como si lo viera. Es lo que quiero decir su gesto. Y se cuelga, y se recuesta y llora sobre sí y me atrae y me rechaza. ¡Ja, ja, ja! OTELO.- (A parte.) Ahora le cuenta cómo le ha introducido en mi alcoba. ¡Oh! ¡Veo vuestra nariz, pero no el perro al que habré de arrojarla! CASSIO.- Bien, es menester que deje su compañía. IAGO.- ¡Dios me proteja! Mirad dónde viene. CASSIO.- ¡Es otra tal fuina! ¡Pardiez, y qué perfumada! Entra BLANCA ¿Qué os proponéis con esta persecución de mi persona? BLANCA.- ¡Que el diablo y su mujer os persigan! ¿Qué intención os guía con este pañuelo que me habéis dado hace un instante? ¡Linda necia he sido con tomarlo! ¿Y he de copiar el dibujo? ¿Que verosímil que encontraseis esta pieza de labor en vuestro aposento, y no sepáis quién la dejó allí? Es el presente de alguna moza del partido. ¿Y he de copiar el dibujo? Tened... Dádselo a vuestro caballito de palo. Venga de donde viniere, no lo copiaré. CASSIO.- ¿Qué os sucede, mi dulce Blanca? ¿Que os sucede? ¿Qué os sucede? OTELO.- (Aparte.) ¡Por el cielo! ¡Ése debe ser mi pañuelo! BLANCA..- Si queréis venir a cenar conmigo esta noche, podéis. Si no queréis, venid cuando os halléis preparado. (Sale.) IAGO.- ¡Corred tras ella, corred tras ella! CASSIO.- A fe mía, es preciso; de lo contrario, va a vociferar por las calles. 60 IAGO.- ¿Cenaréis en su casa? CASSIO.- Sí; es mi intención. IAGO.- Bien; quizá vaya a veros, pues tengo absoluta necesidad de hablar con vos. CASSIO.- Venid, os ruego. ¿Vendréis? IAGO.- Iré; no tenéis que decir más. (Sale Cassio.) OTELO.- (Adelantándose.) ¿Cómo le mataré, Iago? IAGO.- ¿Advertisteis cómo se reía de su delito? OTELO.- ¡Oh, Iago! IAGO.- ¿Y visteis el pañuelo? OTELO.- ¿Era el mío? IAGO.- ¡El vuestro, por esta mano! ¡Y ved cómo aprecia a esa insensata mujer, vuestra esposa! ¡Se lo da, y él se lo regala a su meretriz! OTELO.- ¡Quisiera estar nueve años matándole!- ¡Tan linda mujer! ¡Tan bella mujer! ¡Tan amable mujer! IAGO.- Vaya, es menester olvidar eso. OTELO.- ¡Sí, que se pudra! ¡Qué perezca y baje al infierno esta noche! ¡Porque no vivirá! ¡No; mi corazón se ha vuelto de piedra! ¡Lo golpeo, y me hiere la mano!... ¡Oh! ¡El mundo no contiene más adorable criatura! ¡Podría yacer al lado de un emperador y dictarle órdenes! IAGO.- Pardiez, os apartáis del asunto. OTELO.- ¡Que la ahorquen!... Sólo digo lo que es... ¡Tan delicada con la aguja!... ¡Tan admirable en la música! ¡Oh! ¡Cuando canta, haría desaparecer la ferocidad de un oso!... ¡De un ingenio tan agudo y fértil! ¡Y tan ocurrente! IAGO.- Tanto peor por todas esas cualidades. OTELO.- ¡Oh, mil veces, mil veces peor! Y luego, ¡de un carácter tan blando! 61 IAGO.- Sí, demasiado blando. OTELO.- En efecto, es verdad..., no obstante, ¡qué lástima, Iago! ¡Qué lástima, Iago!. ¡Oh, Iago! IAGO.- Si tan prendado estáis de su perfidia, dadle patente para pecar; pues si a vos no os molesta, a nadie le importa nada. OTELO.- ¡La haré trizas!... ¡Ponerme los cuernos! IAGO.- ¡Oh! Es vergonzoso en ella. OTELO.- ¡Y con mi teniente! IAGO.- ¡Más vergonzoso aún! OTELO.- ¡Procúrame un veneno, Iago! Esta noche... No quiero tener explicaciones con ella, de miedo que su cuerpo y su hermosura no desarmen aún mi alma... Esta noche, Iago. IAGO.- No os sirváis del veneno. ¡Estranguladla en su lecho, en ese mismo lecho que ella ha mancillado! OTELO.- ¡Bien, bien! ¡Es una justicia que me place! ¡Muy bien! IAGO.- Y en cuanto a Cassio, dejad que corra de mi cuenta. Sabréis más a medianoche. OTELO.- ¡Excelentemente bien! (Óyese dentro una trompeta.) ¿Qué trompeta es ésa? IAGO.- Algún mensaje de Venecia, de seguro.- Es Ludovico, que viene de parte del dux. Y mirad, vuestra esposa llega con él. Entran LUDOVICO, DESDÉMONA y acompañamiento LUDOVICO.- ¡Dios os guarde, digno general! OTELO.- A vos, de todo corazón, señor. LUDOVICO.- El dux y los senadores de Venecia os cumplimentan. (Le entrega un despacho.) OTELO.- Beso el instrumento de sus órdenes. (Abre el despacho y lee.) DESDÉMONA.- ¿Y qué noticias traéis, querido primo Ludovico? IAGO.- Me alegro mucho de veros, signior. Sed bien venido a Chipre. 62 LUDOVICO.- ¿Es su costumbre, o es que ese despacho obró sobre su sangre, y por primera vez inoculó en él tal demasía? IAGO.- ¡Ay, ay! No es honrado en mí decir lo que he visto y conocido. Vos le observaréis, y sus maneras de obrar os instruirán tan bien, que puedo ahorrar mis palabras. Seguidle y notaréis cómo va a continuar. LUDOVICO.- Me pesa haberme engañado sobre él. (Salen.) Escena Segunda Aposento en el castillo Entran OTELO y EMILIA OTELO.- ¿No habéis visto nada, entonces? EMILIA.- Jamás he oído nada, ni nunca he sospechado. OTELO.- Sí; vos habéis visto a ella y a Cassio juntos. EMILIA.- Pero en esas ocasiones no vi nada malo, y he oído cada una de las sílabas pronunciadas entre ellos. OTELO.- ¿Qué, no cuchichearon nunca? EMILIA.- Jamás, mi señor. OTELO.- ¿Ni ella os ha alejado? EMILIA.- Nunca. OTELO.- ¿Para buscar su abanico, sus guantes, su antifaz, ni nada? EMILIA.- Jamás, mi señor. OTELO.- Es extraño. EMILIA.- Me atrevo a jurar que es honrada. Apostaría a ello mi alma a cara y cruz. Si pensáis de otra 65 manera, arrojad ese pensamiento..., engaña a vuestro corazón. Si algún miserable os infundió eso en la cabeza, que el cielo pueda recompensarle con la maldición de la serpiente; porque, si no es honrada, casta y leal, entonces no hay ningún hombre feliz; la más pura de las mujeres es despreciable como la calumnia. OTELO.- Mandadla que venga aquí.-Id. (Sale Emilia.) Dice bastante. Sin embargo, es una simple alcahueta que no puede decir mucho. Es una ramera astuta, un gabinete de infames secretos cerrados a llave; y, a pesar de ello, se arrodilla y ora. Se lo he visto hacer. Entran DESDÉMONA y EMILIA DESDÉMONA.- Mi señor, ¿qué me queréis? OTELO.- Por favor, venid acá, polluela. DESDÉMONA.- ¿Qué os place mandarme? OTELO.- Dejadme ver vuestros ojos. Miradme a la cara. DESDÉMONA.- ¿Qué horrible humorada es ésta? OTELO.- (A Emilia.) ¡A alguna de vuestras funciones, dueña! ¡Dejad solos a los que quieren procrear, y cerrad la puerta! ¡Tosed y exclamar ¡Ejem!, si alguien viene! ¡A vuestro oficio, a vuestro oficio! ¡Vamos, despachad! (Sale Emilia.) DESDÉMONA.- Os lo suplico de rodillas: ¿qué significa vuestro discurso? Comprendo que la cólera reside en vuestras palabras; pero no las entiendo. OTELO.- Vamos a ver: ¿quién eres tú? DESDÉMONA.- Vuestra esposa, mi señor; vuestra sincera y leal esposa. OTELO.- ¡Vamos, júralo y condénate! Te asemejas tanto a un ángel del cielo que los demonios podrían temer apoderarse de ti. ¡Así, condénate doblemente! ¡Jura... que eres honrada! DESDÉMONA.- El cielo lo sabe con toda verdad. OTELO.- ¡El cielo lo sabe con toda verdad que eres pérfida como el infierno! DESDÉMONA.- ¿Hacia quién, mi señor? ¿Con quién? ¿Cómo soy pérfida? OTELO.- ¡Ah, Desdémona!... ¡Aparta, aparta, aparta! 66 DESDÉMONA.- ¡Ay! ¡Aciago día!... ¿Por qué lloráis? ¿Soy yo el motivo de esas lágrimas, mi señor? Si por ventura sospecháis que ha sido mi padre el instrumento de vuestra llamada, no me echéis a mí la culpa. Si habéis perdido su afecto, yo lo he perdido también. OTELO.- Aun cuando pluguiera al cielo ponerme a prueba el dolor; aun cuando hubiera hecho llover sobre mi cabeza desnuda toda clase de males y de vergüenzas; aun cuando me hubiera sumergido en la miseria hasta los labios; aun cuando me redujese a la cautividad con mis últimas esperanzas, aún habría podido encontrar en un rincón de mi alma una gota de paciencia. Pero ¡ay! ¡Hacer de mí la imagen fija que el escarnio del mundo señalará con su dedo lento y móvil!... ¡Oh! ¡Oh! Sin embargo, todavía aguantara esto; bien, muy bien. ¡Pero ser arrojado del santuario en que depositó mi corazón; del santuario donde tengo que vivir, o renunciar a la vida; del manantial hacia donde se desliza mi corriente para no secarse! ¡Ser arrojado de él o conservado como una cisterna para que sucios sapos se enlacen y engendren dentro!... ¡Paciencia, tú, joven querubín de labios de rosa, cambia de complexión! ¡Cambia, así, y adquiere una fisonomía siniestra como el infierno! DESDÉMONA.- Espero que mi noble señor me estima honrada. OTELO.- ¡Oh, sí! ¡Como las moscas estivales en el matadero, que, apenas creadas, se reproducen zumbando! ¡Oh, flor, tan graciosamente bella, tan deliciosamente odorífera que los sentidos se embriagan en ti! ¡Ojalá nunca hubieras venido al mundo! DESDÉMONA.- ¡Ay! ¿Qué pecado de ignorancia he cometido? OTELO.- Esta rica vitela, este libro tan admirable, ¿se hizo para que escribiese encima: «puta»? «¡Qué habéis cometido!» «¡Cometido!» ¡Oh, ramera pública! ¡Si dijera lo que has hecho, mis mejillas volveríanse rojas como las fraguas y reducirían a cenizas todo pudor!... «¡Qué has cometido!»... ¡El cielo tápase ante ello la nariz, y la Luna cierra los ojos! ¡El viento lascivo que besa todo lo que encuentra, se esconde en los antros profundos de la tierra por no escucharlo!... «¡Qué has cometido!» ¡Impudente prostituta! DESDÉMONA.- ¡Por el cielo, me estáis injuriando! OTELO.- ¿No sois una prostituta? DESDÉMONA.- ¡No, tan cierto como soy cristiana! Si conservar este vaso para mi señor, libre de todo otro contacto impuro e ilegítimo, es no ser una prostituta, no lo soy. OTELO.- ¡Cómo! ¿No sois una puta? DESDÉMONA.- ¡No, como espero mi salvación! OTELO.- ¿Es posible? DESDÉMONA.- ¡Oh cielos! ¡Apiadaos de nosotros! 67 EMILIA.- ¡Oh, vergüenza de ellos! ¡Algún escudero de esa laya fue el que os volvió del revés el juicio y os hizo sospechar que yo había tenido que ver con el moro! IAGO.-. ¡Sois una loca! ¡Idos! DESDÉMONA.- ¡Ay, Iago! ¿Cómo me las arreglaré para ganar de nuevo el corazón de mi esposo? Buen amigo, ve a hallarle, pues por esta luz del cielo, no sé cómo le he perdido. ¡Doblo aquí mis rodillas, y si alguna vez he pecado voluntariamente contra su amor en palabras, obras o pensamientos; si alguna vez mis ojos, mis oídos u otro cualquiera de mis sentidos han experimentado placer ante otra presencia que no la suya; si no le amo aún tiernamente, como siempre le he amado, como siempre le amaré, aun cuando me arrojase en la miseria por el divorcio, que toda esperanza de consuelo me abandone! El desafecto puede hacer mucho; y su desafecto puede poner fin a mi vida, mas no corromper mi amor. No puedo pronunciar la palabra «puta»; ahora que la digo, me produce horror. Y en cuanto a cometer el acto que justifica ese nombre, ni todas las vanidades de la tierra podrían inducirme a él. IAGO.- Os lo suplico, tened paciencia; esto no es más que un momento de mal humor. Son los negocios del Estado que le inquietan, y os riñe entonces. DESDÉMONA.- ¡Si no fuera otra cosa!... IAGO.- Es sólo eso, os lo garantizo. (Trompetas.) ¡Oíd cómo esos instrumentos convocan a cenar! Los embajadores de Venecia esperan la vianda. Entrad y no lloréis. Todo se arreglará a satisfacción. (Salen Desdémona y Emilia.) Entra RODRIGO ¡Hola, Rodrigo! RODRIGO.- No hallo que obres lealmente conmigo. IAGO.- ¿Qué prueba lo contrario? RODRIGO.- Cada día me das la entretenida con algún pretexto, Iago; y a lo que ahora me parece, más bien me frustras todas las ocasiones favorables, que me provees del menor asomo de esperanza. Estoy decidido, en verdad, a no aguantarlo más tiempo. Ni tengo ya humor para digerir apaciblemente lo que he soportado como un tonto. IAGO.- ¿Queréis oírme, Rodrigo? RODRIGO.- A fe mía, os he oído demasiado, pues entre vuestras palabras y vuestras obras no hay parentesco alguno. IAGO.- Me acusáis muy injustamente. 70 RODRIGO.- De nada que no sea verdad. He agotado todos mis recursos. Las joyas que os entregué para que las hicieras llegar a Desdémona hubieran medio corrompido a una monja. Me decís que las ha recibido, y, en cambio, me dais promesas consoladoras de reconocimiento y de intimidad cercana; pero no veo que nada de esto se realice. IAGO.- Bien; adelante; muy bien. RODRIGO.- «¡Muy bien! ¡Adelante!» ¡Pues no puedo ir adelante, amigo! Ni está ello muy bien, sino que, por el contrario, todo va muy mal, y comienzo a advertir que he sido engañado. IAGO.- ¡Muy bien! RODRIGO.- ¡Os repito que no está muy bien! Deseo yo mismo presentarme a Desdémona. Si quiere devolverme mis alhajas, abandonaré su corte y expresaré mi arrepentimiento por mis solicitaciones ilícitas. Si no, estad bien seguro de que exigiré satisfacciones de vos. IAGO.- ¿Habéis acabado ya? RODRIGO.- Sí, y nada he dicho que no tenga intención de hacer, os lo declaro. IAGO.- Vaya, ahora veo que hay energía en ti, y a partir de este momento te tendré en mejor opinión que te tenía. ¡Dame tu mano, Rodrigo! Has concebido contra mí sospechas muy justificadas; pero, sin embargo, protesto que he obrado muy lealmente en tu asunto. RODRIGO.- No lo ha parecido. IAGO.- Os concedo que, verdaderamente, no lo ha parecido, y vuestra sospecha no carece de juicio y discernimiento. Pero, Rodrigo, si hay en ti lo que ahora más que nunca tengo las mayores razones para creer que posees -quiero decir resolución, arrojo y denuedo-, muéstralo esta noche; si a la velada siguiente no gozas a Desdémona, quítame de este mundo a traición e inventa artificios contra mi vida. RODRIGO.- Bien. ¿De qué se trata? ¿Es algo que entra en la esfera de lo posible y del buen sentido? IAGO.- Señor, ha venido una comisión especial de Venecia para colocar a Cassio en el puesto de Otelo. RODRIGO.- ¿Es cierto? ¡Cómo! En ese caso Otelo y Desdémona regresarán a Venecia. IAGO.- ¡Oh, no! Él se va a Mauritania y se lleva consigo a la hermosa Desdémona, a menos que algún accidente no le obligue a prolongar aquí su estancia; para lo cual no hay medio más seguro que eliminar a Cassio. RODRIGO.- ¿Qué entendéis por eliminarle? 71 IAGO.- Pardiez, hacerle imposible de ocupar el puesto de Otelo; saltarle los sesos. RODRIGO.- ¿Y es eso lo que quisierais que hiciera? IAGO.- Sí, si os atrevéis a procuraros una ventaja y a ejercer un derecho. Cena esta noche con una mujer de mala vida, y allí iré a buscarle. Aún no sabe nada de su honorable fortuna. Si queréis espiarle a la salida, que yo haré de suerte que suceda entre doce y una, podréis acometerle a vuestro placer; yo estaré cerca de vos para secundar vuestro atentado, y caerá entre nosotros. Vamos, no os quedéis ahí estupefacto, sino venid conmigo. Os mostraré tan claro la necesidad de su muerte, que vos mismo os creeréis obligado a dársela. Ha llegado la hora exacta de la cena, y la noche avanza rápidamente. ¡A la obra! RODRIGO.- Es preciso que me deis para eso algunas razones más. IAGO.- Y las tendréis cumplidas. (Salen.) Escena Tercera Otro aposento en el castillo Entran OTELO, LUDOVICO, DESDÉMONA, EMILIA y personas del séquito LUDOVICO.- Os lo ruego, señor, no os molestéis más. OTELO.- ¡Oh, perdonadme!; me sentará bien dar un paseo. LUDOVICO.- Buenas noches, señora; doy humildemente las gracias a Vuestra Señoría. DESDÉMONA.- ¡Sea muy bien venido Vuestro Honor! OTELO.- ¿Queréis acompañarme a pasear, señor? ¡Oh, Desdémona!... DESDÉMONA.- ¿Mi señor?... OTELO.- Idos al instante al lecho. Estaré de vuelta inmediatamente. Despedid a vuestra doncella. Procurad cumplirlo. DESDÉMONA.- Lo haré, mi señor. (Salen Otelo, Ludovico y personas del séquito.) EMILIA.- ¿Qué sucede ahora? Tiene el aspecto más amable que antes. 72 DESDÉMONA.- ¡No, ante la luz del cielo! EMILIA.- Ni yo tampoco ante la luz del cielo; preferiría hacerlo en las tinieblas. DESDÉMONA.- ¿Cometerías tal acto por el mundo entero? EMILIA.- El mundo es una cosa grande. Es un gran precio para un pequeño vicio. DESDÉMONA.- Pienso, en verdad, que no lo harías. EMILIA.- En verdad, pienso que lo haría, y que lo desharía cuando lo hubiese hecho. Pardiez, claro que no lo haría por un anillo doble, por algunas medias de linón, ni por unas sayas, basquiñas, ni gorros, ni por cualquier otra pequeña asignación; pero ¡por el mundo entero! Pardiez; ¿quién no haría cornudo a su marido para ascenderlo a monarca? Arrostraría para ello el purgatorio. DESDÉMONA.- ¡Sea yo maldita si hiciera semejante iniquidad por el mundo entero! EMILIA.- ¡Bah!, la iniquidad no es una iniquidad sino para el mundo, y teniendo al mundo por haberla cometido, no sería una iniquidad en un mundo vuestro, lo que os permitiría bien pronto repararla. DESDÉMONA.- No creo que exista semejante mujer. EMILIA.- Sí, y una docena, y más aún de suplemento para aprovisionar el mundo, que les serviría de juego. Pero yo creo que cuando las mujeres caen, la falta es de sus maridos; pues o no cumplen con sus deberes y vierten nuestros tesoros en regazos extraños, o estallan en celos mezquinos imponiéndonos sujeciones, o nos pegan y reducen por despecho nuestro presupuesto acostumbrado. Pardiez, tenemos hiel, y aunque poseamos cierta piedad, no carecemos de espíritu de venganza. Sepan los maridos que sus mujeres gozan de sentidos como ellos; ven, huelen, tienen paladares capaces de distinguir lo que es dulce de lo que es agrio, como sus esposos. ¿Qué es lo que procuran cuando nos cambian por otras? ¿Es placer? Yo creo que sí. ¿Es el afecto lo que les impulsa? Creo que sí también. ¿Es la fragilidad que así desbarra? Creo también que es esto. ¿Y es que no tenemos nosotras afectos, deseos de placer y fragilidad como tienen los hombres? Entonces que nos traten bien, o sepan que el mal que hacemos son ellos quienes nos lo enseñan. DESDÉMONA.- Buenas noches, buenas noches. El cielo me inspire costumbres que me permitan no extraer mal del mal, sino mejorarme por el mal. (Salen) 75 Acto Quinto Escena Primera Chipre.-Una calle Entran IAGO y RODRIGO IAGO.- Aquí, ponte detrás de este saledizo; vendrá en seguida. Lleva desnuda tu buena tizona, y vete al bulto. ¡Pronto, pronto! No temas nada. Estaré a tus codos. Esto nos salva o nos pierde; piénsalo bien, y tente firme en tu resolución. RODRIGO.- Colócate a mano; puedo fallar el golpe. IAGO.- Heme aquí a tu lado, y ponte en guardia. (Se retira a corta distancia.) RODRIGO.- No tengo fe en la empresa; y, sin embargo, me ha dado razones satisfactorias. No es más que un hombre menos. ¡Afuera, espada mía! ¡Morirá! (Se pone en guardia.) IAGO.- He restregado esta joven pústula casi hasta lo vivo, y vedle inflamarse de cólera. Ahora, que mate a Cassio, o que Cassio le mate a él, o que se maten ambos, por cualquier camino salgo ganancioso. Si sobrevive Rodrigo, me requerirá para hacerle restitución del oro y las joyas que le he sonsacado bajo pretexto de presentes a Desdémona. Esto no debe ser. Si Cassio subsiste, hay en su vida una hermosura cotidiana que hará fea la mía; y, además, el moro podría desenmascararme ante él. Me hallo en gran peligro. No, debe morir... Pero chitón, oigo que viene. Entra CASSIO RODRIGO.- Conozco sus pasos, es él. ¡Villano, eres muerto! (Tira una estocada a Cassio.) CASSIO.- Esta estocada me hubiera sido funesta, en verdad; pero mi cota es mejor de lo que tú suponías. ¡Voy a poner la tuya a prueba! (Desenvaina y hiere a Rodrigo.) RODRIGO.- ¡Oh, muerto soy! (Iago hiere por detrás a Cassio en una pierna, y sale.) 76 CASSIO.- ¡Estoy lisiado para siempre! ¡Socorro, hola! ¡Al asesino! ¡Al asesino! (Cae.) Entra OTELO a distancia OTELO.- ¡La voz de Cassio!... ¡Iago cumple su palabra! RODRIGO.- ¡Oh, qué villano soy! OTELO.- ¡Es muy verdad! CASSIO.- ¡Oh, auxilio! ¡Hola! ¡Luz! ¡Un cirujano! OTELO.- ¡Es él!... ¡Oh, bravo Iago! ¡Hombro honrado y justo, que posees tan noble sentimiento del ultraje hecho a tu amigo! ¡Tú me enseñas mi deber!... ¡Favorita, vuestro amante yace muerto y vuestra hora maldita se acerca! ¡Ya estoy aquí, prostituta! ¡Quedan borrados de mi corazón esos hechizos, tus ojos! ¡Tu lecho, mancillado por la lujuria, será manchado con sangre lujuriosa! (Sale.) Entran LUDOVICO y GRACIANO, a distancia CASSIO.- ¡Eh! ¡Hola! ¿No hay ronda? ¿Ni un transeúnte? ¡Al asesino! ¡Al asesino! GRACIANO.- Es algún accidente desgraciado. ¡La voz es verdaderamente pavorosa! CASSIO.- ¡Oh, socorro! LUDOVICO.- ¡Escuchad! RODRIGO.- ¡Oh, miserable malvado! LUDOVICO.- Dos o tres gimen... Es una noche oscura. Pueden ser lamentos engañosos. Guardémonos de acercamos al sitio de donde parten sin más amparo. RODRIGO.- ¿Nadie viene? Entonces me desangraré hasta morir. LUDOVICO.- ¡Escuchad! GRACIANO.- ¡Aquí llega uno en camisa, con luz y armas! Vuelve a entrar IAGO con una luz IAGO.- ¿Quién va? ¿Quién arma tanto estrépito gritando: «¡Al asesino!»? LUDOVICO.- No lo sabemos. 77 GRACIANO.- ¡Rodrigo! IAGO.- ¡Él, él mismo! ¡Es él! (Traen una litera) ¡Oh, bien hecho!... La litera. Que algún hombre de bien le lleve cuidadosamente de aquí. Voy en busca del cirujano del general. (A Blanca.) En cuanto a vos, señora, ahorraos vuestro trabajo. -El que yace aquí asesinado, Cassio, era mi querido amigo. ¿Qué disentimiento había entre vos? CASSIO.- Ninguno en el mundo; ni conocía a ese hombre. IAGO.- (A Blanca.) ¡Cómo! ¿Palidecéis?- ¡Oh, sacadle al aire! (Cassio y Rodrigo son sacados afuera.) Esperaos, buenos caballeros.- ¿Estáis pálida, señora?- ¿No advertís el terror de sus ojos?- Pardiez, si estáis ya sobrecogida de espanto, sabremos más en seguida. ¡Contempladla bien! Por favor, miradla. ¿Lo notáis, señores? ¡La culpabilidad habrá de rebelarse, aun cuando la lengua está muda! Entra EMILIA EMILIA.- ¡Ay! ¿Qué sucede? ¿Qué sucede, esposo? IAGO.- Cassio acaba de ser asaltado aquí, en la oscuridad, por Rodrigo y otros individuos que se han dado a la fuga. Le han medio matado y Rodrigo está muerto. EMILIA.- ¡Ay, el buen caballero! ¡Ay, el buen Cassio! IAGO.- ¡He ahí los frutos de la putería!- Por favor, Emilia, ve a informarte dónde ha cenado Cassio esta noche. (A Blanca.) ¡Cómo! ¿Os hace esto temblar? BLANCA.- Ha cenado en mi casa; pero esto no me hace temblar. IAGO.- ¡Oh! ¿Ha cenado en vuestra casa? Os lo ordeno, venid conmigo. EMILIA.- ¡Vergüenza, vergüenza de ti, puta! BLANCA.- ¡Yo no soy una puta, sino una mujer de vida tan honrada como vos que me insultáis así! EMILIA.- ¿Como yo? ¡Quita allá! ¡Vergüenza de ti! IAGO.- Amables caballeros, vamos a ver curar al pobre Cassio.- Venid, señora, nos contaréis otro cuento.- Emilia, corre a la ciudadela y refiere a mi señor y a mi señora lo que ha ocurrido.- ¿Queréis ir delante? (Aparte.) ¡Esta noche hago mi suerte o me destruyo por completo! (Salen.) 80 Escena Segunda Dormitorio en el castillo.-Desdémona duerme en el lecho.-Arde una luz Entra OTELO OTELO.- ¡He ahí la causa! ¡He ahí la causa, alma mía!... ¡Permitidme que no la nombre ante vosotras, castas estrellas!... ¡He ahí la causa!... Sin embargo, no quiero verter su sangre, ni desgarrar su piel, más blanca que la nieve, y tan lisa como el alabastro de un sepulcro. Pero debe morir o engañará a más hombres.- ¡Apaguemos la luz, y después apaguemos su luz! Si te extingo, agente de la claridad, y me arrepiento en seguida, podré reanimar tu primitiva llama; pero una vez tu luz extinta, ¡oh, tú, el modelo más acabado de la hábil naturaleza!, no sé dónde está aquel fuego de Prometeo que volviera a encender tu luz. Cuando haya arrancado tu rosa, no podré darla de nuevo su potencia vital. Necesariamente habrá de marchitarse. (Besando a Desdémona.) ¡Quiero aspirarla en el tallo!- ¡Oh, aliento embalsamado que casi persuade a la justicia a romper su espada! - ¡Uno más! ¡Otro aún! ¡Quédate así, cuando estés muerta y te mataré, y acto seguido volveré a amarte! ¡Otro más! ¡El último!... ¡Nunca beso tan dulce fue tan fatal!... ¡Fuerza es que llore!... Pero son lágrimas crueles... ¡Este dolor es celestial; hiere allí donde ama!- Se despierta. DESDÉMONA.- ¿Quién está ahí? ¿Otelo? OTELO.- Sí, Desdémona. DESDÉMONA.- ¿Queréis venir al lecho, mi señor? OTELO.- ¿Habéis rezado esta noche Desdémona? DESDÉMONA.- Sí, mi señor. OTELO.- Si recordáis de algún crimen que os deje aún irreconciliada con el cielo y la gracia divina, solicitad pronto el perdón. DESDÉMONA.- ¡Ay, mi señor! ¿Qué queréis decir con esas palabras? OTELO.- Bien, hacedlo, y sed breve. Daré un corto paseo mientras. No quisiera matar tu espíritu sin hallarse preparado. No... ¡No lo permita el cielo!... ¡No quisiera matar tu alma! DESDÉMONA.- ¿Habláis de matar? 81 OTELO.- Sí, de matar hablo. DESDÉMONA.- ¡Entonces, el cielo tenga piedad de mí! OTELO.- ¡Amén, con todo mi corazón! DESDÉMONA.- Aunque habláis de esa manera, espero que no me mataréis. OTELO.- ¡Hum! DESDÉMONA.- Y, sin embargo, os temo, pues sois fatal cuando vuestros ojos ruedan así. Por qué deba temer, lo ignoro, puesto que no sé de culpabilidad. No obstante, lo siento, tengo miedo. OTELO.- ¡Piensa en tus pecados! DESDÉMONA.- Son amores que os llevo. OTELO.- Sí, y por eso vas a morir. DESDÉMONA.- Da una muerte contranatural el que mata porque se le ama. ¡Ay! ¿Por qué os mordéis así vuestro labio inferior? Alguna pasión sanguinaria agita todo vuestro ser. Ésos son los presagios. Mas, sin embargo, espero, espero que no es a mí a quien amenazan. OTELO.- ¡Silencio, y estate quieta! Desdémona.- Así lo haré. Pero ¿qué ocurre? OTELO.- ¡Aquel pañuelo que tenía yo en tanta estima y que te regalé, lo diste a Cassio! DESDÉMONA.- ¡No, por mi vida y por mi alma! Enviad a buscar a ese hombre y preguntadle. OTELO.- ¡Dulce alma, ten cuidado, ten cuidado con el perjurio! ¡Estás en tu lecho mortuorio! DESDÉMONA.- Sí, pero no para morir aún. OTELO.- Sí, en seguida; por tanto, confiesa francamente tu crimen, pues negarlo artículo por artículo con juramento no podría disipar ni destruir la firme convicción bajo cuyo peso gimo. ¡Vas a morir! DESDÉMONA.- ¡Entonces que el Señor tenga piedad de mí! OTELO.- ¡Amén, te digo! 82 vuelve locos a los hombres. EMILIA.- Cassio, señor, ha matado a un joven veneciano llamado Rodrigo. OTELO.- ¡Rodrigo muerto! ¡Y Cassio también! EMILIA.- No, Cassio no ha sido muerto. OTELO.- ¡Cassio no ha sido muerto! ¡Entonces desentona la muerte, y la melodiosa venganza suena discordante! DESDÉMONA.-¡Oh, injustamente, injustamente asesinada! EMILIA.- ¡Ay! ¿Qué grito es ése? OTELO.- «¡Ése!» ¿Cuál? EMILIA.- ¡Horror! ¡Ay! ¡Si era la voz de mi señora!... ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Hola! ¡Auxilio!- ¡Oh, señora! ¡Hablad otra vez! ¡Dulce Desdémona! ¡Oh, dulce señora, hablad! DESDÉMONA.- ¡Muero inocente! EMILIA.- ¡Oh! ¿Quién ha cometido este crimen? DESDÉMONA.- Nadie. Yo misma. Adiós. Encomendadme a mi bondadoso señor. ¡Oh, adiós! (Muere.) OTELO.- Pero ¿cómo puede haber sido asesinada? EMILIA.- ¡Ay! ¿Quién sabe? OTELO.- Le habéis oído decir a ella misma que no fui yo. EMILIA.- Así lo ha dicho. Debo atenerme necesariamente a la verdad. OTELO.- ¡Bajó al infierno abrasador como embustera! ¡Yo fui quien la mató! EMILIA.- ¡Más ángel por eso ella, y vos más negro diablo! OTELO.- ¡Se había dado a la impudicia, y era una puta! EMILIA.- ¡La calumnias, y eres un diablo! 85 OTELO.- ¡Era pérfida como la onda! EMILIA.- ¡Y tú eres temerario como el fuego, al decir que fue pérfida! ¡Oh, ella fue celestialmente leal! OTELO.- ¡Cassio la había seducido! Pregúntalo, si no, a tu esposo. ¡Oh, sería yo condenado por debajo de todas las profundidades del infierno, de no haber llegado, sobre el terreno de lo justo, a esta extremidad! Tu marido sabía todo. EMILIA.- ¡Mi marido! OTELO.- Tu marido. EMILIA.- ¿Que había faltado a la fe conyugal? OTELO.- Sí, con Cassio. Pues si hubiera sido fiel, aun cuando el cielo fabricara para mí otro mundo semejante, compuesto de un crisólito entero y puro, no la hubiera cambiado por él. EMILIA.- ¿Mi marido? OTELO.- Sí, él fue quien me lo advirtió primero; es un hombre honrado, y detesta el fango que se adhiere a las acciones inmundas. EMILIA.- ¡Mi marido! OTELO.- ¿Qué significa esas repeticiones, mujer? Tu marido he dicho. EMILIA.- ¡Oh, señora! ¡La vileza ha hecho trampas con el amor! ¿Ha dicho mi marido que era desleal? OTELO.- El mismo, mujer. Tu marido, repito. ¿Entiendes la palabra? Mi amigo, tu marido, el honrado, el honrado Iago. EMILIA.- ¡Si ha dicho eso, púdrase su alma perniciosa medio grano al día! ¡Miente desde el fondo de su corazón! ¡Estaba demasiado prendada de su elección, por demás horrible! OTELO.- ¡Ah! EMILIA.- ¡Haz lo peor que quieras! Esta acción es tan poco digna del cielo, como tú poco digno de ella. OTELO.- ¡Silencio! Os irá mejor. EMILIA.- No tienes para hacerme mal la mitad de fuerza que yo para sufrirlo. ¡Oh, crédulo! ¡Oh, imbécil! ¡Tan inconsciente como el barro! Has cometido una acción ¡No me inquieta tu espada! ¡Te daré a 86 conocer, aunque perdiera veinte vidas! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Hola! ¡Socorro! ¡El moro ha matado a mi señora! ¡Al asesino! ¡Al asesino! Entran MONTANO, GRACIANO e IAGO MONTANO.- ¿Qué ocurre? ¡Hola, general! EMILIA.- ¡Oh! ¿Habéis venido, Iago? Menester es que hayáis obrado bien, para que las gentes os echen sus crímenes sobre vuestras espalda. GRACIANO.- ¿Qué sucede? EMILIA.- ¡Desmiente a este malvado, si eres un hombre! Dice que le has contado que su esposa era desleal. Sé que no lo has hecho; tú no eres un villano semejante. Habla, pues mi corazón se desborda. IAGO.- Le he dicho lo que pensaba, y nada que no haya podido conocer y verificar por sí mismo. EMILIA.- ¿Pero le dijisteis alguna vez que ella era desleal? IAGO.- Se lo he dicho. EMILIA.- Le habéis dicho una mentira, una odiosa y condenada mentira. ¡Por mi alma, una mentira, una mentira criminal! ¡Ella desleal con Cassio! ¿Habéis dicho con Cassio? IAGO.- Con Cassio, señora. Vamos, retened vuestra lengua. EMILIA.- No retendré mi lengua; estoy obligada a hablar. ¡Mi señora yace ahí, asesinada en su lecho!... TODOS.- ¡Oh, no lo permita Dios! EMILIA.- ¡Y son vuestros informes los que le han hecho cometer este asesinato! OTELO.- ¡No os pasméis, señores! ¡Es la pura verdad! GRACIANO.- ¡Terrible verdad! MONTANO.- ¡Oh, acto monstruoso! EMILIA.- ¡Infamia! ¡Infamia! ¡Infamia! ¡No me cabe duda! ¡La sospecho! ¡La olfateo! ¡Oh, infamia!... ¡La presumía ya! ¡Me mataré de pena!... ¡Oh, infamia, infamia! IAGO.- ¡Cómo! ¿Estáis loca? ¡Os lo mando; volved a casa! 87 que, con este débil brazo y esta buena espada, me abría un camino a través de obstáculos veinte veces más potentes que vuestra resistencia... Pero ¡oh, alarde inútil! ¿Quién puede oponerse a su destino? No ocurre así ahora. No temáis, aunque me veáis armado. He aquí el fin de mi viaje, mi postrera etapa, el faro a que hago vela por última vez. ¿Retrocederéis de espanto? Vano temor. Dirige tan solo un junco contra el pecho de Otelo y se retirará. ¿Dónde habría de ir Otelo? Veamos, ¿qué aspecto presentas ahora? ¡Oh, mujer nacida bajo una mala estrella! ¡Pálida como tu camisa! ¡Cuando nos encontremos en el tribunal de Dios, tu aspecto presente bastará para precipitar mi alma fuera del cielo, y los demonios se apoderarán de ella! ¡Fría, fría, mi bien! ¡Fría, como tu misma castidad! ¡Oh, maldito, maldito esclavo!... ¡Demonios, arrojadme a latigazos de la vista de esta aparición celestial! ¡Hacedme rodar en los vientos sin reposo! ¡Asadme en azufre! ¡Sumergidme en las simas profundas del fuego líquido! ¡Oh, Desdémona! ¡Desdémona! ¡Muerta! ¡Oh, oh, oh! Entran LUDOVICO, MONTANO, CASSIO, llevado en una litera, y OFICIALES, con IAGO preso LUDOVICO.- ¿Dónde está ese furioso y por demás desventurado? OTELO.- ¡Éste es el que fue Otelo! Vedme aquí. LUDOVICO.- ¿Dónde está ese áspid? ¡Que avance ese malvado! OTELO.- Miro sus pies; pero es una fábula. ¡Si eres un diablo, no puedo matarte! (Otelo, hiere a Iago.) LUDOVICO.- ¡Quitadle la espada! IAGO.- Sangro, señor; pero no he sido muerto. OTELO.- Tanto mejor; quisiera que vivieses, pues a mi juicio es una dicha morir. LUDOVICO.- ¡Oh, tú, Otelo, un tiempo tan eminente, caído en los lazos de un esclavo maldito! ¿Qué se dirá de ti? Otelo.- Pues cualquier cosa: asesino honorable, si queréis, pues nada he hecho por odio, sino todo por amor. LUDOVICO.- Ese miserable ha confesado en parte su villanía, ¿Consentisteis él y vos en la muerte de Cassio? OTELO.- Sí. CASSIO.- Nunca os he dado motivo, querido general. OTELO.- Lo creo, y os pido perdón. Por favor, ¿queréis preguntar a ese semidiablo por qué ha hechizado así mi alma y mi cuerpo? 90 IAGO.- No me preguntéis nada; sabéis lo que sabéis. A partir de este momento no pronunciaré ni una palabra. LUDOVICO.- ¡Cómo! ¿Ni para rezar? GRACIANO.- Los tormentos abrirán vuestros labios. OTELO.- Bien; haces muy bien. LUDOVICO.- Señor, debéis saber lo que ha ocurrido y que ignoráis aún, creo. Aquí hay una carta hallada en el bolsillo del difunto Rodrigo; y aquí otra; una de ellas revela que la muerte de Cassio debía ser ejecutada por Rodrigo. OTELO.- ¡Oh, villano! CASSIO.- ¡Colmo de la barbarie y de la estupidez! LUDOVICO.- Ahora he aquí otra carta llena de reproches, igualmente hallada en su bolsillo. A lo que parece, Rodrigo tenía intención de remitírsela a este infame malvado; pero Iago, en el ínterin, vino y le dio satisfacción. OTELO.- ¡Oh, pernicioso miserable! ¿Cómo llegó a vuestras manos, Cassio, aquel pañuelo que pertenecía a mi mujer? CASSIO.- Lo hallé en mi habitación, y él mismo ha confesado no hace un instante que lo depositó allí para un proyecto especial que ha respondido a su deseo. OTELO.- ¡Oh, necio, necio, necio! CASSIO.- Se ve, además, en la carta de Rodrigo, por los reproches que le dirige, que Iago fue quien lo impulsó a insultarme en el cuerpo de guardia; de donde se siguió que perdería mi empleo; y hace unos instantes, tras haber parecido largo tiempo muerto, ha hablado; Iago fue quien lo excitó; Iago quien le dio de puñaladas. LUDOVICO.- (A Otelo.) Os es preciso abandonar esta habitación y venir con nosotros. Se os ha quitado vuestro poder y vuestro mando, y Cassio gobierna en Chipre. En cuanto a este miserable, si existe alguna crueldad refinada que pueda hacerle sufrir mucho y por mucho tiempo, no escapará a ella. Vos quedaréis preso a buen recaudo hasta que la índole de vuestra falta sea conocida por el Estado de Venecia. Vamos, conducidle. OTELO.- ¡Poco a poco! Una palabra o dos antes que partáis. He rendido algunos servicios al Estado, y lo saben los senadores. Pero no hablemos de eso... Os lo suplico, cuando en vuestras cartas narréis estos desgraciados acontecimientos, hablad de mí tal como soy; no atenuéis nada, pero no añadáis nada por mi 91 malicia. Si obráis así, trazaréis entonces el retrato de un hombre que no amó con cordura, sino demasiado bien; de un hombre que no fue fácilmente celoso; pero que una vez inquieto, se dejó llevar hasta las últimas extremidades; de un hombre cuya mano, como la del indio vil, arrojó una perla más preciosa que toda su tribu; de un hombre cuyos ojos vencidos, aunque poco habituados a la moda de las lágrimas, vertieron llanto con tanta abundancia como los árboles de la Arabia su goma medicinal. Pintadme así, y agregad que una vez en Alepo, donde un malicioso turco en turbante golpeaba a un veneciano e insultaba a la República, agarré de la garganta al perro circunciso y dile muerte... ¡así! (Se da de puñaladas.) LUDOVICO.- ¡Oh, desenlace sangriento! GRACIANO.- Todo lo que se hable es perdido. OTELO.- ¡Te besé antes de matarte!... ¡No me queda más que este recurso: darme la muerte para morir con un beso! (Cae sobre Desdémona y muere.) CASSIO.- Lo temía, pero creí que no tenía armas; pues poseía un gran corazón. LUDOVICO.- (A Iago.) ¡Oh perro espartano, más cruel que la angustia, el hambre o la mar! ¡Mira el trágico fardo de este lecho! ¡He aquí tu obra! Este espectáculo emponzoña la vista. Cubridlo Graciano, guardad la casa y coged los bienes del moro, pues lo heredáis. A vos, señor gobernador, incumbe la sentencia de este infernal malvado. Fijad el tiempo, el lugar, el suplicio. ¡Oh, que sea terrible! Yo voy a embarcarme inmediatamente, y a llevar al Estado, con un corazón doloroso, el relato de este doloroso acontecimiento. (Salen.) FIN DE «OTELO, EL MORO DE VENECIA» 92
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