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Orientación Universidad
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Pdf del libro más adaptado y palabras mas fáciles, Resúmenes de Lengua y Literatura

Resumen de él libro formato más pequeño

Tipo: Resúmenes

2021/2022

Subido el 03/06/2023

emilia-boneva
emilia-boneva 🇪🇸

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¡Descarga Pdf del libro más adaptado y palabras mas fáciles y más Resúmenes en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! HISTORIA DE UNA ESCALERA Antonio Buero Vallejo 2 DRAMA EN TRES ACTOS Premio Lope de Vega de 1949 Esta obra se estrenó en Madrid, la noche del 14 de octubre de 1949, en el Teatro Español, con el siguiente REPARTO COBRADOR DE LA LUZ GENEROSA ............... PACA ....................... ELVIRA .................... DOÑA ASUNCION ...... DON MANUEL ........... TRINI ...................... CARMINA ................. FERNANDO ............... URBANO .................. ROSA ...................... PEPE ....................... SEÑOR JUAN ............ SEÑOR BIEN VESTIDO JOVEN BIEN VESTIDO MANOLIN ................. CARMINA hija ........... FERNANDO hijo ......... José Capilla. Adela Carbone. Julia Delgado Caro. María Jesús Valdés Consuelo Muñoz. Manuel Kayser. Esperanza Grases. Elena Salvador. Gabriel Llopart. Alberto Bové. Pilar Sala. Adriano Domínguez. José Cuenca. Fulgencio Nogueras. Rafael Gil Marcos. Manuel Gamas. Asunción Sancho. Fernando M. Delgado. Derecha e izquierda, las del espectador Dirección: CAYETANO LUCA DE TENA. Decorado y vestuario: EMILIO BURGOS. 4 DON MANUEL.—(Entregándole el recibo.) ¿Para qué se va a molestar? No merece la pena. Y Fernando, ¿qué se hace? (ELVIRA se acerca y le coge del brazo.) DOÑA ASUNCIÓN. —En su papelería. Pero no está contento. ¡El sueldo es tan pequeño! Y no es porque sea mi hijo, pero él vale mucho y merece otra cosa. ¡Tiene muchos proyectos! Quiere ser delineante, ingeniero, ¡qué sé yo! Y no hace más que leer y pensar. Siempre tumbado en la cama, pensando en sus proyectos. Y escribe cosas también, y poesías. ¡Más bonitas! Ya le diré que dedique alguna a Elvirita. ELVIRA. — (Turbada.) Déjelo, señora. DOÑA ASUNCIÓN.—Te lo mereces, hija. (A DON MANUEL.) No es porque esté delante, pero ¡qué preciosísima se ha puesto Elvirita! Es una clavellina. El hombre que se la lleve... DON MANUEL. —Bueno, bueno. No siga, que me la va a malear. Lo dicho, doña Asunción. (Se quita el sombrero y le da la mano.) Recuerdos a Fernandito. Buenos días. ELVIRA.—Buenos días. (Inician la marcha.) DOÑA ASUNCIÓN.—Buenos días. Y un millón de gracias... Adiós. (Cierra. DON MANUEL y su hija empiezan a bajar. ELVIRA se para de pronto para besar y abrazar impulsivamente a su padre.) DON MANUEL.—¡Déjame, locuela! ¡Me vas a tirar! ELVIRA.—¡Te quiero tanto, papaíto! ¡Eres tan bueno! DON MANUEL. —Deja los mimos, picara. Tonto es lo que soy. Siempre te saldrás con la tuya. ELVIRA.—No llames tontería a una buena acción... Ya ves, los pobres nunca tienen un cuarto. ¡Me da una lástima doña Asunción! DON MANUEL.—(Levantándole la barbilla.) El tarambana de Fernandito es el que a ti te preocupa. ELVIRA.—Papá, no es un tarambana... Si vieras qué bien habla... DON MANUEL.—Un tarambana. Eso sabrá hacer él..., hablar. Pero no tiene donde caerse muerto. Hazme caso, hija; tú te mereces otra cosa. ELVIRA.—(En el rellano ya, da pueriles pataditas.) No quiero que hables así de él. Ya verás cómo llega muy lejos. ¡Qué importa que no tenga dinero! ¿Para qué quiere mi papaíto un yerno rico? DON MANUEL. —¡Hija! ELVIRA.—Escucha: te voy a pedir un favor muy grande. DON MANUEL.—Hija mía, algunas veces no me respetas nada. ELVIRA.—Pero te quiero, que es mucho mejor. ¿Me harás ese favor? DON MANUEL.—Depende... ELVIRA.—¡Nada! Me lo harás. DON MANUEL.-¿De qué se trata? ELVIRA.—Es muy fácil, papá. Tú lo que necesitas no es un yerno rico, sino un muchacho emprendedor que lleve adelante el negocio. Pues sacas a Fernando de la papelería y le colocas, ¡con un buen sueldo!, en tu agencia. (Pausa.) ¿Concedido? DON MANUEL. —Pero, Elvira, ¿y si Fernando no quiere? Además... ELVIRA.—¡Nada! (Tapándose los oídos.) ¡Sorda! DON MANUEL.—¡Niña, que soy tu padre! ELVIRA.—¡Sorda! DON MANUEL.—(Quitándole las manos de los oídos.) Ese Fernando os tiene sorbido el seso a todas porque es el chico más guapo de la casa. Pero no me fío de el. Suponte que no te hiciera caso... ELVIRA.—Haz tu parte, que de eso me encargo yo... DON MANUEL.-¡Niña! (Ella rompe a reír. Coge del brazo a su padre y le lleva, entre mimos, al lateral izquierdo. Bajan. Una pausa. TRINI -una joven de aspecto simpático— sale del III con una botella en la mano atendiendo a la voz de PACA.) PACA.—(Desde dentro.) ¡Que lo compres tinto! Que ya sabes que a tu 5 padre no le gusta el blanco. TRINI.—Bueno, madre. (Cierra y se dirige a la escalera. GENEROSA sale del I, con otra botella.) GENEROSA. —¡Hola, Trini! TRINI.—Buenos, señora Generosa. ¿Por el vino? (Bajan juntas.) GENEROSA.—Sí. Y a la lechería. TRINI.—¿Y Carmina? GENEROSA.—Aviando la casa. TRINI.—¿Ha visto usted la subida de la luz? GENEROSA.—¡Calla, hija! ¡No me digas! Si no fuera más que la luz... ¿Y la leche? ¿Y las patatas? THINI.—(Confidencial.) ¿Sabe usted que doña Asunción no podía pagar hoy al cobrador? GENEROSA.—¿De veras? TRINI.—Eso dice mi madre, que estuvo escuchando. Se lo pagó don Manuel. Como la niña está loca por Fernandito... GENEROSA.—Ese gandulazo es muy simpático. TRINI. —Y Elvirita una lagartona. GENEROSA.—No. Una niña consentida... TRINI.—No. Una lagartona... (Bajan charlando. Pausa. CARMINA sale del I. Es una preciosa muchacha de aire sencillo y pobremente vestida. Lleva un delantal y una lechera en la mano.) CARMINA.—(Mirando por el hueco de la escalera.) ¡Madre! ¡Que se le olvida la cacharra! ¡Madre! (Con un gesto de contrariedad se despoja del delantal, lo echa adentro y cierra. Baja por el tramo mientras se abre el IV suavemente y aparece FERNANDO, que la mira y cierra la puerta sin ruido. Ella baja apresurada, sin verle, y sale de escena. El se apoya en la barandilla y sigue con la vista la bajada de la muchacha por la escalera. FERNANDO es, en efecto, un muchacho muy guapo. Viste pantalón de luto y está en mangas de camisa. El IV vuelve a abrirse. DOÑA ASUNCIÓN espía a su hijo.) DOÑA ASUNCIÓN. —¿Qué haces? FERNANDO.—(Desabrido.) Ya lo ves. DOÑA ASUNCIÓN.—(Sumisa.) ¿Estás enfadado? FERNANDO. —No. DOÑA ASUNCIÓN.—¿Te ha pasado algo en la papelería? FERNANDO.—No. DOÑA ASUNCIÓN.—¿Por qué no has ido hoy? FERNANDO.—Porque no. (Pausa.) DOÑA ASUNCIÓN.—¿Te he dicho que padre de Elvira nos ha pagado el recibo de la luz? FERNANDO.—(Volviéndose hacia su madre.) ¡Sí! ¡Ya me lo has dicho! (Yendo hacia ella.) ¡Déjame en paz! DOÑA ASUNCIÓN. —¡Hijo! FERNANDO. —¡Qué inoportunidad! ¡Pareces disfrutar recordándome nuestra pobreza! DOÑA ASUNCIÓN. —¡Pero, hijo! FERNANDO. — (Empujándola y cerrando de golpe.) ¡Anda, anda para adentro! (Con un suspiro de disgusto, vuelve a recostarse en el pasamanos. Pausa. URBANO llega al primer rellano. Viste traje azul mahón. Es un muchacho fuerte y moreno, de fisonomía ruda, pero expresiva: un proletario. FERNANDO lo mira avanzar en silencio. URBANO comienza a subir la 6 escalera y se detiene al verle.) URBANO. —¡Hola! ¿Qué haces ahí? FERNANDO.—Hola, Urbano. Nada. URBANO.—Tienes cara de enfado. FERNANDO.—No es nada. URBANO.—Baja al «casinillo». (Señalando el hueco de la ventana.) Te invito a un cigarro. (Pausa.) ¡Baja, hombre! (FERNANDO empieza a bajar sin prisa.) Algo te pasa. (Sacando la petaca.) ¿No se puede saber? FERNANDO.—(Que ha llegado.) Nada, lo de siempre... (Se recuestan en la pared del «casinillo». Mientras hacen los pitillos.) ¡Que estoy harto de todo esto! URBANO.—(Riendo.) Eso es ya muy viejo. Creí que te ocurría algo. FERNANDO. —Puedes reírte. Pero te aseguro que no sé cómo aguanto. (Breve pausa.) En fin, ¡para qué hablar! ¿Qué hay por tu fábrica? URBANO.—¡Muchas cosas! Desde la última huelga de metalúrgicos la gente se sindica a toda prisa. A ver cuándo nos imitáis los dependientes. FERNANDO.—No me interesan esas cosas. URBANO.—Porque eres tonto. No sé de qué te sirve tanta lectura. FERNANDO. —¿Me quieres decir lo que sacáis en limpio de esos líos? URBANO.—Fernando, eres un desgraciado. Y lo peor es que no lo sabes. Los pobres diablos como nosotros nunca lograremos mejorar de vida sin la ayuda mutua. Y eso es el sindicato. ¡Solidaridad! Ésa es nuestra palabra. Y sería la tuya si te dieses cuenta de que no eres más que un triste hortera. ¡Pero como te crees un marqués! FERNANDO.—No me creo nada. Sólo quiero subir. ¿Comprendes? ¡Subir! Y dejar toda esta sordidez en que vivimos. URBANO.—Y a los demás que los parta un rayo. FERNANDO. —¿Qué tengo yo que ver con los demás? Nadie hace nada por nadie. Y vosotros os metéis en el sindicato porque no tenéis arranque para subir solos. Pero ese no es camino para mí. Yo sé que puedo subir y subiré solo. URBANO.—¿Se puede uno reír? FERNANDO.—Haz lo que te de la gana. URBANO.—(Sonriendo.) Escucha, papanatas. Para subir solo, como dices, tendrías que trabajar todos los días diez horas en la papelería; no podrías faltar nunca, como has hecho hoy... FERNANDO.—¿Cómo lo sabes? URBANO.—¡Porque lo dice tu cara, simple! Y déjame continuar. No podrías tumbarte a hacer versitos ni a pensar en las musarañas; buscarías trabajos particulares para redondear el presupuesto y te acostarías a las tres de la mañana contento de ahorrar sueño y dinero. Porque tendrías que ahorrar, ahorrar como una urraca; quitándolo de la comida, del vestido, del tabaco... Y cuando llevases un montón de años haciendo eso, y ensayando negocios y buscando caminos, acabarías por verte solicitando cualquier miserable empleo para no morirte de hambre... No tienes tú madera para esa vida. FERNANDO.—Ya lo veremos. Desde mañana misma.. URBANO.—(Riendo.) Siempre es desde mañana. ¿Por qué no lo has hecho desde ayer, o desde hace un mes? (Breve pausa.) Porque no puedes. Porque eres un soñador. ¡Y un gandul! (FERNANDO le mira lívido, conteniéndose, y hace un movimiento para marcharse.) ¡Espera, hombre! No te enfades. Todo esto te lo digo como un amigo. (Pausa.) FERNANDO.—(Más calmado y levemente despreciativo.) ¿Sabes lo que te digo? Que el tiempo lo dirá todo. Y que te emplazo. (URBANO le mira.) Sí, te emplazo para dentro de... diez años, por ejemplo. Veremos, para entonces, quién ha llegado más lejos; si tú con tu sindicato o yo con mis proyectos. URBANO.—Ya sé que yo no llegaré muy lejos; y tampoco tú llegarás. Si yo llego, llegaremos todos. Pero lo más fácil es que dentro de diez años sigamos subiendo esta escalera y fumando en este «casinillo». FERNANDO.—Yo, no. (Pausa.) Aunque quizá no sean muchos diez años... (Pausa) 9 URBANO.—¿Que no se cumplen? FERNANDO. —¡Qué van a cumplirse! Cualquier día tiras tú a nadie por el hueco de la escalera. ¿Todavía no te has dado cuenta de que eres un ser inofensivo? (Pausa.) URBANO.—¡No sé cómo nos las arreglamos tú y yo para discutir siempre! Me voy a comer. Abur. FERNANDO.—(Contento por su pequeña revancha.) ¡Hasta luego, sindicalista! (URBANO sube y llama al III. PACA abre.) PACA. —Hola, hijo. ¿Traes hambre? URBANO.—¡Más que un lobo! (Entra y cierra. FERNANDO se recuesta en la barandilla y mira por el hueco. Con un repentino gesto de desagrado se retira al «casinillo» y mira por la ventana, fingiendo distracción. Pausa. DON MANUEL y ELVIRA suben. Ella aprieta el brazo de su padre en cuanto ve a FERNANDO. Se detienen un momento; luego continúan.) DON MANUEL.—(Mirando socarronamente a ELVIRA, que está muy turbada.) Adiós, Fernandito. FERNANDO.—(Se vuelve con desgana. Sin mirar a ELVIRA.) Buenos días. DON MANUEL. —¿De vuelta del trabajo? FERNANDO.—(Vacilante.) Sí, señor. DON MANUEL. —Está bien, hombre. (Intenta seguir, pero ELVIRA lo retiene tenazmente, indicándole que hable ahora a FERNANDO. A regañadientes, termina el padre por acceder.) Un día de estos tengo que decirle unas cosillas. FERNANDO. —Cuando usted disponga. DON MANUEL. —Bien, bien. No hay prisa; ya le avisaré. Hasta luego. Recuerdos a su madre. FERNANDO.—Muchas gracias. Ustedes sigan bien. (Suben. ELVIRA se vuelve con frecuencia para mirarle. Él está de espaldas. DON MANUEL abre el II con su llave y entran. FERNANDO hace un mal gesto y se apoya en el pasamanos. Pausa. GENEROSA sube. FERNANDO la saluda muy sonriente.) Buenos días. GENEROSA.—Hola, hijo. ¿Quieres comer? FERNANDO. —Gracias, que aproveche. ¿Y el señor Gregorio? GENEROSA.—Muy disgustado, hijo. Como lo retiran por la edad... Y es lo que él dice: «¿De qué sirve que un hombre se deje los huesos conduciendo un tranvía durante cincuenta años, si luego le ponen en la calle?» Y si le dieran un buen retiro... Pero es una miseria, hijo; una miseria. ¡Y a mi Pepe no hay quien lo encarrile! (Pausa.) ¡Qué vida! No sé cómo vamos a salir adelante. FERNANDO.—Lleva usted razón. Menos mal que Carmina... GENEROSA.—Carmina es nuestra única alegría. Es buena, trabajadora, limpia... Si mi Pepe fuese como ella... FERNANDO. —NO me haga mucho caso, pero creo que Carmina la buscaba antes. GENEROSA.-Sí. Es que se me había olvidado la cacharra de la leche. Ya la he visto. Ahora sube ella. Hasta luego, hijo. FERNANDO.—Hasta luego. (GENEROSA sube, abre su puerta y entra. Pausa. ELVIRA sale sin hacer ruido al descansillo, dejando su puerta entornada. Se apoya en la barandilla. Él finge no verla. Ella le llama por encima del hueco.) ELVIRA. —Fernando. FERNANDO.-¡Hola! ELVIRA.—¿Podrías acompañarme hoy a comprar un libro? Tengo que hacer un regalo y he pensado que tú me ayudarías muy bien a escoger. FERNANDO. —No sé si podré. (Pausa.) 10 ELVIRA.—Procúralo, por favor. Sin ti no sabré hacerlo. Y tengo que darlo mañana. FERNANDO.—A pesar de eso no puedo prometerte nada. (Ella hace un gesto de contrariedad.) Mejor dicho: casi seguro que no podrás contar conmigo. (Sigue mirando por el hueco.) ELVIRA.—(Molesta y sonriente.) ¡Qué caro te cotizas! (Pausa.) Mírame un poco, por lo menos. No creo que cueste mucho trabajo mirarme... (Pausa.) ¿Eh? FERNANDO. — (Levantando la vista.) ¿Qué? ELVIRA.—Pero ¿no me escuchabas? ¿O es que no quieres enterarte de lo que te digo? FERNANDO.—(Volviéndole la espalda.) Déjame en paz. ELVIRA. — (Resentida.) ¡Ah! ¡Qué poco te cuesta humillar a los demás! ¡Es muy fácil... y muy cruel humillar a los demás! Te aprovechas de que te estiman demasiado para devolverte la humillación..., pero podría hacerse... FERNANDO. — (Volviéndose furioso.) ¡Explica eso! ELVIRA. —Es muy fácil presumir y despreciar a quien nos quiere, a quien está dispuesto a ayudarnos... A quien nos ayuda ya... Es muy fácil olvidar esas ayudas... FERNANDO.—(iracundo.) ¿Cómo te atreves a echarme en cara tu propia ordinariez? ¡No puedo sufrirte! ¡Vete! ELVIRA.—(Arrepentida.) ¡Fernando, perdóname, por Dios! Es que... FERNANDO.—¡Vete! ¡No puedo soportarte! No puedo resistir vuestros favores ni vuestra estupidez. ¡Vete! (Ella ha ido retrocediendo muy afectada. Se entra, llorosa y sin poder reprimir apenas sus nervios. FERNANDO, muy alterado también, saca un cigarrillo. Al tiempo de tirar la cerilla:) ¡Qué vergüenza! (Se vuelve al «casinillo». Pausa. PACA sale de su casa y llama en el I. GENEROSA abre.) PACA.—A ver si me podía usted dar un poco de sal. GENEROSA.—¿De mesa o de la gorda? PACA.—De la gorda. Es para el guisado. (GENEROSA se mete. PACA, alzando la voz.) Un puñadito nada más... (GENEROSA vuelve con un papelillo.) Gracias, mujer. GENEROSA.—De nada. PACA.—¿Cuánta luz ha pagado este mes? GENEROSA.—Dos sesenta. ¡Un disparate! Y eso que procuro encender lo menos posible... Pero nunca consigo quedarme en las dos pesetas. PACA.—No se queje. Yo he pagado cuatro diez. GENEROSA.-Ustedes tienen una habitación más y son más que nosotros. PACA.—¡Y qué! Mi alcoba no la enciendo nunca. Juan y yo nos acostamos a oscuras. A nuestra edad, para lo que hay que ver... GENEROSA.—¡Jesús! PACA.—¿He dicho algo malo? GENEROSA.—(Riendo débilmente.) No, mujer; pero... ¡qué boca, Paca! PACA.—¿Y para qué sirve la boca, digo yo? Pues para usarla. GENEROSA.—Para usarla bien, mujer. PACA.-No he insultado a nadie. GENEROSA.-Aun así... PACA. —Mire, Generosa: usted tiene muy poco arranque. ¡Eso es! No se atreve ni a murmurar. GENEROSA.—¡El Señor me perdone! Aún murmuro demasiado. PACA.—¡Si es la sal de la vida! (Con misterio.) A propósito: ¿sabe usted que don Manuel le ha pagado la luz a doña Asunción? (FERNANDO, con creciente expresión de disgusto, no pierde palabra.) GENEROSA.-Ya me lo ha dicho Trini. PACA.—¡Vaya con Trini! ¡Ya podía haberse tragado la lengua! (Cambiando el tono.) Y, para mí, que fue Elvirita quien se lo pidió a su padre. 11 GENEROSA.—No es la primera vez que les hacen favores de ésos. PACA.—Pero quien lo provocó, en realidad, fue doña Asunción. GENEROSA. —¿Ella? PACA.—¡Pues claro! (Imitando la voz.) «Lo siento, cobrador, no puedo ahora. ¡Buenos días, don Manuel! ¡Dios mío, cobrador, si no puedo! ¡Hola, Elvirita, qué guapa estás!» ¡A ver si no lo estaba pidiendo descaradamente! GENEROSA. —Es usted muy mal pensada. PAJCA.—¿Mal pensada? ¡Si yo no lo censuro! ¿Qué va a hacer una mujer como ésa, con setenta y cinco pesetas de pensión y un hijo que no da golpe? GENEROSA.—Fernando trabaja. PACA.-¿Y qué gana? ¡Una miseria! Entre el carbón, la comida y la casa se les va todo. Además, que le descuentan muchos días de sueldo. Y puede que lo echen de la papelería. GENEROSA. —iPobre chico! ¿Por qué? PACA.—Porque no va nunca. Para mí que ése lo que busca es pescar a Elvirita... y los cuartos de su padre. GENEROSA. —¿No será al revés? PACA.—¡Qué va! Es que ese niño sabe mucha táctica se hace querer. ¡Como es tan guapo! Porque lo es; eso no hay que negárselo. GENEROSA. — (Se asoma al hueco de la escalera y vuelve.) Y Carmina sin venir... Oiga, Paca: ¿es verdad que don Manuel tiene dinero? PACA.—Mujer, ya sabe usted que era oficinista. Pero con la agencia esa que ha montado se está forrando el riñón. Como tiene tantas relaciones y sabe tanta triquiñuela... GENEROSA. —Y una agencia, ¿qué es? PACA.—Un sacaperras. Para sacar permisos, certificados... ¡Negocios! Bueno, y me voy, que se hace tarde. (Inicia la marcha y se detiene.) ¿Y el señor Gregorio, cómo va? GENEROSA.—Muy disgustado, el pobre. Como lo retiran por la edad... Y es lo que él dice: «¿De qué sirve que un hombre se deje los huesos durante cincuenta años conduciendo un tranvía, si luego le ponen en la calle?» Y el retiro es una miseria, Paca. Ya lo sabe usted. ¡Qué vida, Dios mío! No sé cómo vamos a salir adelante. Y mi Pepe, que no ayuda nada... PACA.—Su Pepe es un granuja. Perdone que se lo diga, pero usted ya lo sabe. Ya le he dicho antes que no quiero volver a verle con mi Rosa. GENEROSA.—(Humillada.) Lleva usted razón. ¡Pobre hijo mío! PACA.-¿Pobre? Como Rosita. Otra que tal. A mí no me duelen prendas. ¡Pobres de nosotras, Generosa, pobres de nosotras! ¿Qué hemos hecho para este castigo? ¿Lo sabe usted? GENEROSA.—Como no sea sufrir por ellos... PACA. —Eso. Sufrir y nada más. ¡Qué asco de vida! Hasta luego, Generosa. Y gracias. GENEROSA. —Hasta luego. (Ambas se meten y cierran. FERNANDO, abrumado, llega a recostarse en la barandilla. Pausa. Repentinamente se endereza y espera, de cara al público. CARMINA sube con la cacharro. Sus miradas se cruzan. Ella intenta pasar, con los ojos bajos. FERNANDO la detiene por un brazo.) FERNANDO.—Carmina. CARMINA.—Déjeme... FERNANDO.—No, Carmina. Me huyes constantemente y esta vez tienes que escucharme. CARMINA.—Por favor. Fernando... ¡Suélteme! FERNANDO.—Cuando éramos chicos nos tuteábamos... ¿Por qué no me tuteas ahora? (Pausa.) ¿Ya no te acuerdas de aquel tiempo? Yo era tu novio y tú eras mi novia... Mi novia... Y nos sentábamos aquí (Señalando a los peldaños), en ese escalón, cansados de jugar..., a seguir jugando a los novios. CARMINA.—Cállese. FERNANDO.—Entonces me tuteabas y... me querías. CARMINA.—Era una niña... Ya no me acuerdo. 14 (El padre se detiene después ante la puerta I. Apoya las manos en el marco y mira al interior vacío.) SEÑOR JUAN.—¡Ya no jugaremos más a las cartas, viejo amigo! TRINI.—(Que se le aproxima, entristecida, y tira de él.) Vamos adentro, padre. SEÑOR JUAN.—Se quedan con el día y la noche... Con el día y la noche. (Mirando al I.) Con un hijo que es un bandido... TRINI.—Padre, deje eso. (Pausa.) SEÑOR JUAN.—Ya nos llegará a todos. (Ella mueve la cabeza, desaprobando. GENEROSA, rendida, sale del III, llevando a los lados a PACA y a CARMINA.) PACA.—¡Ea! No hay que llorar más. Ahora a vivir, A salir adelante. GENEROSA.—No tengo fuerzas... PACA.—¡Pues se inventan! No faltaba más. GENEROSA.—¡Era tan bueno mi Gregorio! PACA.—Todos nos tenemos que morir. Es ley de vida. GENEROSA.- Mi Gregorio... PACA.—Hala. Ahora barremos entre las dos la casa. Y mi Trini irá luego por la compra y hará la comida. ¿Me oyes, Trini? TRINI.-Sí, madre. GENEROSA.—Yo me moriré pronto también. CARMINA.-¡Madre! PACA.—¿Quién piensa en morir? GENEROSA.—Sólo quisiera dejar a esta hija... con un hombre de bien... antes de morirme. PACA.—¡Mejor sin morirse! GENEROSA.-¡Para qué!... PACA.—¡Para tener nietos, alma mía! ¿No le gustaría tener nietos? (Pausa.) GENEROSA.—¡Mi Gregorio!... PACA.—Bueno. Se acabó. Vamos adentro. ¿Pasas, Juan? SEÑOR JUAN.—Luego entraré un ratito. ¡Lo dicho, Generosa! ¡Y a tener ánimo! (La abraza.) GENEROSA.-Gracias... (El SEÑOR JUAN y TRINI entran, en su casa y cierran. GENEROSA, PACA y CARMINA se dirigen al I.) GENEROSA.—(Antes de entrar.) ¿Qué va a ser de nosotros, Dios mío? ¿Y de esta niña? ¡Ay, Paca! ¿Qué va a ser de mi Carmina? CARMINA.—No se apure, madre. PACA.-Claro que no. Ya saldremos todos adelante. Nunca os faltarán buenos amigos. GENEROSA.—Todos sois muy buenos. PACA.—¡Qué buenos, ni qué... peinetas! ¡Me dan ganas de darle azotes como a un crío! (Se meten. La escalera queda sola. Pausa. Se abre el II cautelosamente y aparece FERNANDO. Los años han dado a su aspecto un tinte vulgar. Espía el descansillo y sale después, diciendo hacia adentro.) FERNANDO.—Puedes salir. No hay nadie. (Entonces sale ELVIRA, con un niño de pecho en los brazos. FERNANDO y ELVIRA visten con modestia. Ella se mantiene hermosa, pero su cara no guarda nada de la antigua vivacidad.) ELVIRA.—¿En qué quedamos? Esto es vergonzoso. ¿Les damos o no les damos el pésame? 15 FERNANDO.—Ahora no. En la calle lo decidiremos. ELVIRA.—¡Lo decidiremos! Tendré que decidir yo, como siempre. Cuando tú te pones a decidir nunca hacemos nada. (FERNANDO calla, con la expresión hosca. Inician la bajada.) ¡Decidir! ¿Cuándo vas a decidirte a ganar más dinero? Ya ves que así no podemos vivir. (Pausa.) ¡Claro, el señor contaba con el suegro! Pues el suegro se acabó, hijo. Y no se te acaba la mujer no sé por qué. FERNANDO.—¡Elvira! ELVIRA.—¡Sí, enfádate porque te dicen las verdades! Eso sabrás hacer: enfadarte y nada más. Tú ibas a ser aparejador, ingeniero, y hasta diputado. ¡Je! Ese era el cuento que colocabas a todas. ¡Tonta de mí, que también te hice caso! Si hubiera sabido lo que me llevaba... Si hubiera sabido que no eras más que un niño mimado... La idiota de tu madre no supo hacer otra cosa que eso: mimarte. FERNANDO.—(Deteniéndose.) ¡Elvira, no te consiento que hables así de mi madre! ¿Me entiendes? ELVIRA.-(Con ira.) ¡Tú me has enseñado! ¡Tú eras el que hablaba mal de ella! FERNANDO.-(Entre dientes.) Siempre has sido una niña caprichosa y sin educación. ELVIRA.—¿Caprichosa? ¡Sólo tuve un capricho! ¡Uno sólo! Y... (FERNANDO la tira del vestido para avisarle de la presencia de PEPE, que sube. El aspecto de PEPE denota que lucha victoriosamente contra los años para mantener su prestancia.) PEPE.—(Al pasar.) Buenos días. FERNANDO. —Buenos días. ELVIRA.—Buenos días. (Bajan. PEPE mira hacia el hueco de la escalera con placer. Después sube monologando.) PEPE.—Se conserva, se conserva la mocita. (Se dirige al IV, pero luego mira al I, su antigua casa, y se acerca. Tras un segundo de vacilación ante la puerta, vuelve decididamente al IV y llama. Le abre ROSA, que ha adelgazado y empalidecido.) ROSA.—(Con acritud.) ¿A qué vienes? PEPE.—A comer, princesa. ROSA.—A comer, ¿eh? Toda la noche emborrachándote con mujeres y a la hora de comer, a casita, a ver lo que la Rosa ha podido apañar por ahí. PEPE. —No te enfades, gatita. ROSA.—¡Sinvergüenza! ¡Perdido! ¿Y el dinero? ¿Y el dinero para comer? ¿Tú te crees que se puede poner el puchero sin tener cuartos? PEPE.-Mira, niña, ya me estás cansando. Ya te he dicho que la obligación de traer dinero a casa es tan tuya como mía. ROSA. —¿Y te atreves...? PEPE.—Déjate de romanticismos. Si me vienes con pegas y con líos, me marcharé. Ya lo sabes. (Ella se echa a llorar y le cierra la puerta. Él se queda divertidamente perplejo frente a ésta. TRINI sale del III con un capacho. PEPE se vuelve.) Hola, Trini. TRINI. — (Sin dejar de andar.) Hola. PEPE.—Estás cada día más guapa... Mejoras con los años, como el vino. TRINI.—(Volviéndose de pronto.) Si te has creído que soy tonta como Rosa, te equivocas. PEPE. —No te pongas así, pichón. TRINI. —¿No te da vergüenza haber estado haciendo el golfo mientras tu padre se moría? ¿No te has dado cuenta de que tu madre y tu hermana están ahí (Señalando), llorando todavía porque hoy le dan tierra? Y ahora, ¿qué van a hacer? Matarse a coser, ¿verdad? (Él se encoge de hombros.) A ti no te importa nada. ¡Puah! Me das asco. PEPE.—Siempre estáis pensando en el dinero. ¡Las mujeres no sabéis más que pedir dinero! TRINI.—Y tú no sabes más que sacárselo a las mujeres. ¡Porque eres 16 un chulo despreciable! PEPE.—(Sonriendo.) Bueno, pichón, no te enfades. ¡Cómo te pones por un piropo! (URBANO, que viene con su ropita de paseo, se ha parado al escuchar las últimas palabras y sube rabioso mientras va diciendo.) URBANO. —¡Ese piropo y otros muchos te los vas a tragar ahora mismo! (Llega a él y le agarra por las solapas, zarandeándole.) ¡No quiero verte molestar a Trini! ¿Me oyes? PEPE.—Urbano, que no es para tanto... URBANO. —iCanalla! ¿Qué quieres? ¿Perderla a ella también? ¡Granuja! (Le inclina sobre la barandilla.) ¡Que no has valido ni para venir a presidir el duelo de tu padre! ¡Un día te tiro! ¡Te tiro! (Sale ROSA, desalada, del IV para interponerse. Intenta separarlos y golpea a URBANO para que suelte.) ROSA. —¡Déjale! ¡Tú no tienes que pegarle! TRINI.—(Con mansedumbre.) Urbano tiene razón... Que no se meta conmigo. ROSA.—¡Cállate tú, mosquita muerta! TRINI. — (Dolida.) ¡Rosa! ROSA. — (A URBANO.) ¡Déjale, te digo! URBANO.—(Sin soltar a PEPE.) ¡Todavía le defiendes, imbécil! PEPE. —¡Sin insultar! URBANO.—(Sin hacerle caso.) Venir a perderte por un guiñapo como éste... Por un golfo... Un cobarde. PEPE.—Urbano, esas palabras... URBANO. —¡Cállate! ROSA. —¿Y a ti qué te importa? ¿Me meto yo en tus asuntos? ¿Me meto en si rondas a Fulanita o te soplan a Menganita? Más vale cargar con Pepe que querer cargar con quien no quiere nadie... URBANO.—¡Rosa! (Se abre el III y sale el SEÑOR JUAN, enloquecido.) SEÑOR JUAN. —¡Callad! ¡Callad ya! ¡Me vais a matar! Sí, me moriré. ¡Me moriré, como Gregorio! TRINI. — (Se abalanza a hacia él, gritando.) ¡Padre, no! SEÑOR JUAN. — (Apartándola.) ¡Déjame! (A PEPE.) ¿Por qué no te la llevaste a otra casa? ¡Teníais que quedaros aquí para acabar de amargarnos la vida! TRINI. —¡Calle, padre! SEÑOR JUAN. —Sí. Mejor es callar. (A URBANO.) Y tú: suelta a ese trapo. URBANO. — (Lanzando a PEPE sobre ROSA.) Anda. Carga con él. (PACA sale del I y cierra.) PACA.—¿Qué bronca es ésta? ¿No sabéis que ha habido un muerto aquí? ¡Brutos! URBANO.—Madre tiene razón. No tenemos ningún respeto por el duelo de esas pobres. PACA. —¡Claro que tengo razón! (A TRINI.) ¿Qué haces aquí todavía? ¡Anda a la compra! (TRINI agacha la cabeza y baja la escalera. PACA interpela a su marido.) ¿Y tú que tienes que ver ni mezclarte con esta basura? (Por PEPE y ROSA. Ésta, al sentirse aludida por su madre, entra en el IV y cierra de golpe.) ¡Vamos adentro! (Lleva al SEÑOR JUAN a su puerta. Desde allí, a URBANO.) ¿Se acabó ya el entierro? URBANO.—Sí, madre. PACA.—¿Pues por qué no vas a decirlo? URBANO. —Ahora mismo. (PEPE empieza a bajar componiéndose el traje. PACA y el SEÑOR JUAN se meten y cierran.) PEPE.—(Ya en el primer rellano, mirando a URBANO de reojo.) ¡Llamarme cobarde a mí, cuando si no me enredo a golpes es por el asco que me dan! ¡Cobarde a mí! (Pausa.) ¡Peste de vecinos! Ni 19 usted tenía. SEÑOR JUAN.-¡Hipócrita! TRINI.—Me lo dijo llorando, padre. SEÑOR JUAN.—Las mujeres siempre tienen las lágrimas a punto. (Pausa.) Y... ¿qué tal se defiende? TRINI.-Muy mal. El sinvergüenza ese no gana y a ella le repugna... ganarlo de otro modo. SEÑOR JUAN.—(Dolorosamente.) ¡No lo creo! ¡Esa golfa!... ¡Bah! ¡Es una golfa, una golfa! TRINI.—No, no, padre. Rosa es algo ligera, pero no ha llegado a eso. Se juntó con Pepe porque le quería... y aún le quiere. Y él siempre le está diciendo que debe ganarlo, y siempre le amenaza con dejarla. Y... la pega. SEÑOR JUAN. —¡Canalla! TRINI. —Y Rosa no quiere que él la deje. Y tampoco quiere echarse a la vida... Sufre mucho. SEÑOR JUAN.-¡Todos sufrimos! TRINI.—Y, por eso, con lo poco que él le da alguna vez, le va dando de comer. Y ella apenas come. Y no cena nunca. ¿No se ha fijado usted en lo delgada que se ha quedado? (Pausa.) SEÑOR JUAN.—No. TRINI.—¡Se ve en seguida! Y sufre porque él dice que está ya fea y... no viene casi nunca. (Pausa.) ¡La pobre Rosita terminará por echarse a la calle para que él no la abandone! SEÑOR JUAN.-(Exaltado.) ¿Pobre? ¡No la llames pobre! Ella se lo ha buscado. (Pausa. Va a marcharse y se para otra vez.) Sufres mucho por ella, ¿verdad? TRINI.—Me da mucha pena, padre. (Pausa.) SEÑOR JUAN.—(Con los ojos bajos.) Mira, no quiero que sufras por ella. Ella no me importa nada, ¿comprendes? Nada. Pero tú sí. Y no quiero verte con esa preocupación. ¿Me entiendes? TRINI.—Sí, padre. SEÑOR JUAN. — (Turbado.) Escucha. Ahí dentro tengo unos durillos... Unos durillos ahorrados del café y de las copas... TRINI. —¡Padre! SEÑOR JUAN.—¡Calla y déjame hablar! Como el café y el vino no son buenos a la vejez..., pues los fui guardando. A mí, Rosa no me importa nada. Pero si te sirve de consuelo..., puedes dárselos. TRINI.—¡Sí, sí, padre! SEÑOR JUAN.—De modo que voy a buscarlos. TRINI. —¡Qué bueno es usted! SEÑOR JUAN.—(Entrando.) No, si lo hago por ti... (Muy conmovida, TRINI espera ansiosamente la vuelta de su padre mientras lanza expresivas ojeadas al IV. El SEÑOR JUAN torna con unos billetes en la mano. Contándolos y sin mirarla, se los da.) Ahí tienes. TRINI.—Sí, padre. SEÑOR JUAN. — (Yendo hacia el I.) Se los das, si quieres. TRINI. —Sí, padre. SEÑOR JUAN.—Como cosa tuya, naturalmente. TRINI. —Sí. SEÑOR JUAN. — (Después de llamar en el I, con falsa autoridad.) ¡Y que no se entere tu madre de esto! TRINI. —No, padre. (URBANO abre al SEÑOR JUAN.) SEÑOR JUAN.-¡Ah! Estás aquí. URBANO.—Sí, padre. (El SEÑOR JUAN entra y cierra. TRINI se vuelve, llena de alegría y llama repetidas veces al IV. Después se da cuenta de que su casa ha quedado abierta; la cierra y torna a llamar. Pausa. ROSA abre.) 20 TRINI.—¡Rosita! ROSA.—Hola, Trini. TRINI. —¡Rosita! ROSA.—Te agradezco que vengas. Dispensa si antes te falté... TRINI.—¡Eso no importa! ROSA.—No me guardes rencor. Ya comprendo que hago mal defendiendo así a Pepe, pero... TRINI.—¡Rosita! ¡Padre me ha dado dinero para ti! ROSA. —¿Eh? TRINI. —¡Mira! (Le enseña los billetes.) ¡Toma! ¡Son para ti! (Se los pone en la mano.) ROSA. — (Casi llorando.) Trini, no..., no puede ser. TRINI. —Sí puede ser... Padre te quiere... ROSA.—No me engañes, Trini. Ese dinero es tuyo. TRINI.—¿Mío? No sé cómo. ¡Me lo dio él! ¡Ahora mismo me lo ha dado! (ROSA llora.) Escucha cómo fue. (La empuja para adentro.) Él te nombró primero. Dijo que... (Entran y cierran. Pausa. ELVIRA y FERNANDO suben. FERNANDO lleva ahora al niño. Discuten.) FERNANDO.—Ahora entramos un minuto y les damos el pésame. ELVIRA. —Ya te he dicho que no. FERNANDO.—Pues antes querías. ELVIRA.—Y tú no querías. FERNANDO.—Sin embargo, es lo mejor. Compréndelo, mujer. EL VIRA. —Prefiero no entrar. FERNANDO.-Entraré yo solo entonces. ELVIRA.—¡Tampoco! Eso es lo que tú quieres: ver a Carmina y decirle cositas y tonterías. FERNANDO.—Elvira, no te alteres. Entre Carmina y yo terminó todo hace mucho tiempo. ELVIRA.—No te molestes en fingir. ¿Crees que no me doy cuenta de las miraditas que le echas encima, y de cómo procuras hacerte el encontradizo con ella? FERNANDO. —Fantasías. ELVIRA.—¿Fantasías? La querías y la sigues queriendo. FERNANDO.—Elvira, sabes que yo te he... ELVIRA.—¡A mí nunca me has querido! Te casaste por el dinero de papá. FERNANDO.—¡Elvira! ELVIRA.—Y, sin embargo, valgo mucho más que ella. FERNANDO.—¡Por favor! ¡Pueden escucharnos los vecinos! ELVIRA.—No me importa. (Llegan al descansillo.) FERNANDO.-Te juro que Carmina y yo no... ELVIRA.—(Dando pataditas en el suelo.) ¡No me lo creo! ¡Y eso se tiene que acabar! (Se dirige a su casa, mas él se queda junto al I.) ¡Abre! FERNANDO.—Vamos a dar el pésame; no seas terca. ELVIRA.—Que no, te digo. (Pausa. Él se aproxima.) FERNANDO.-Toma a Fernandito. (Se lo da y se dispone a abrir.) ELVIRA.-(En voz baja y violenta.) ¡Tú tampoco vas! ¿Me has oído? (Él abre la puerta sin contestar.) ¿Me has oído? FERNANDO.—¡Entra! ELVIRA.-¡Tú antes! (Se abre el I y aparecen CARMINA y URBANO. Están con las manos enlazadas, en una actitud clara. Ante la sorpresa de FERNANDO, ELVIRA vuelve a cerrar la puerta y se dirige a ellos, sonriente.) ¡Qué casualidad, Carmina! Salíamos precisamente para ir a casa de ustedes. CARMINA.—Muchas gracias. 21 (Ha intentado desprenderse, pero URBANO la retiene.) ELVIRA.—(Con cara de circunstancias.) Sí, hija... Ha sido muy lamentable... Muy sensible. FERNANDO.—(Reportado.) Mi mujer y yo les acompañamos, sinceramente, en el sentimiento. CARMINA.—(Sin mirarle.) Gracias. (La tensión aumenta, inconteniblemente, entre los cuatro.) ELVIRA. —¿Su madre está dentro? CARMINA. — Sí; háganme el favor de pasar. Yo entro en seguida. (Con vivacidad.) En cuanto me despida de Urbano. ELVIRA.—¿Vamos, Fernando? (Ante el silencio de él.) No te preocupes, hombre. (A CARMINA.) Está preocupado porque al nene le toca ahora la teta. (Con una tierna mirada para FERNANDO.) Se desvive por su familia. (A CARMINA.) Le daré el pecho en su casa. No le importa, ¿verdad? CARMINA.-Claro que no. ELVIRA.—Mire qué rico está mi Fernandito. (CARMINA se acerca después de lograr desprenderse de URBANO.) Dormidito. No tardará en chillar y pedir lo suyo. CARMINA.-Es una monada. ELVIRA.—Tiene toda la cara de su padre. (A FERNANDO.) Sí, sí; aunque te empeñes en que no. (A CARMINA.) Él asegura que es igual a mí. Le agrada mucho que se parezca a mí. Es a él a quien se parece, ¿no cree? CARMINA.-Pues... no sé. ¿Tú qué crees, Urbano? URBANO.-No entiendo mucho de eso. Yo creo que todos los niños pequeños se parecen. FERNANDO.—(A URBANO.) Claro que sí. Elvira exagera. Lo mismo puede parecerse a ella, que... a Carmina, por ejemplo. ELVIRA.—(Violenta.) ¡Ahora dices eso! ¡Pues siempre estás afirmando que es mi vivo retrato! CARMINA.-Por lo menos, tendrá el aire de familia. ¡Decir que se parece a mí! ¡Qué disparate! URBANO.—¡Completo! CARMINA. -(Al borde del llanto.) Me va usted a hacer reír, Fernando, en un día como éste. URBANO.—(Con ostensible solicitud.) Carmina, por favor, no te afectes. (A FERNANDO.) ¡Es muy sensible! (FERNANDO asiente.) CARMINA.—(Con falsa ternura.) Gracias, Urbano. URBANO. — (Con intención.) Repórtate. Piensa en cosas más alegres... Puedes hacerlo... FERNANDO.— (Con la insolencia de un antiguo novio.) Carmina fue siempre muy sensible. ELVIRA. — (Que lee en el corazón de la otra.) Pero hoy tiene motivo para entristecerse. ¿Entramos, Fernando? FERNANDO. — (Tierno.) Cuando quieras, nena. URBANO. —Déjalos pasar, nena. (Y aparta a CARMINA, con triunfal solicitud que brinda a FERNANDO, para dejar pasar al matrimonio.) TELÓN 24 TRINI. —¡Caramba! ¿Y cuántos cumples? MANOLÍN. —Doce. ¡Ya soy un hombre! TRINI.—Si te hago un regalo, ¿me lo aceptarás? MANOLÍN. —¿Qué me vas a dar? TRINI. —Te daré dinero para que te compres un pastel. MANOLÍN.—Yo no quiero pasteles. TRINI. —¿No te gustan? MANOLÍN.—No. Prefiero que me regales una cajetilla de tabaco. TRINI.—¡Ni lo sueñes! Y tira ya eso. MANOLÍN.—No quiero. (Pero ella consigue tirarle el cigarrillo.) Oye, Trini... Tú me quieres mucho, ¿verdad? TRINI .—Naturalmente. MANOLÍN.—Oye..., quiero preguntarte una cosa. (Mira de reojo a ROSA y trata de arrastrar a TRINI hacia el «casinillo».) TRINI.—¿Dónde me llevas? MANOLÍN.—Ven. No quiero que me oiga Rosa. ROSA.—¿Por qué? Yo también te quiero mucho. ¿Es que no me quieres tú? MANOLÍN. —No. ROSA.—¿Por qué? MANOLÍN.—Porque eres vieja y gruñona. (ROSA se muerde los labios y se separa hacia la barandilla.) TRINI.—(Enfadada.) ¡Manolín! MANOLÍN.—(Tirando de TRINI.) Ven... (Ella le sigue, sonriente. Él la detiene con mucho misterio.) ¿Te casarás conmigo cuando sea mayor? (TRINI rompe a reír. ROSA, con cara triste, los mira desde la barandilla.) TRINI. — (Risueña, a su hermana.) ¡Una declaración! MANOLÍN. — (Colorado.) No te rías y contéstame. TRINI. —¡Qué tontería! ¿No ves que ya soy vieja? MANOLÍN. —No. TRINI.—(Conmovida.) Sí, hijo, sí. Y cuando tú seas mayor, yo seré una ancianita. MANOLÍN.—No me importa. Yo te quiero mucho. TRINI.—(Muy emocionada y sonriente, le coge la cara entre las manos y le besa.) ¡Hijo! ¡Qué tonto eres! ¡Tonto! (Besándole.) No digas simplezas. ¡Hijo! (Besándole.) ¡Hijo! (Se separa y va ligera a emparejar con ROSA.) MANOLÍN. —Oye... TRINI.—(Conduciendo a ROSA, que sigue seria.) ¡Calla, simple! Y ya veré lo que te regalo: si un pastel... o una cajetilla. (Se van rápidas. MANOLÍN las ve bajar y luego, dándose mucha importancia, saca otro cigarrillo y otra cerilla. Se sienta en el suelo del «casinillo» y fuma despacio, perdido en sus imaginaciones de niño. Se abre el III y sale CARMINA, hija de CARMINA y de URBANO. Es una atolondrada chiquilla de unos dieciocho años. PACA la despide desde la puerta.) CARMINA, HIJA.—Hasta luego, abuela. (Avanza dando fuertes golpes en la barandilla, mientras tararea.) La, ra, ra..., la, ra, ra... PACA. —¡Niña! CARMINA, HIJA. — (Volviéndose.) ¿Qué? PACA.—No des así en la barandilla. ¡La vas a romper! ¿No ves que está muy vieja? CARMINA, HIJA.—Que pongan otra. PACA.—Que pongan otra... Los jóvenes, en cuanto una cosa está vieja, sólo sabéis tirarla. ¡Pues las cosas viejas hay que conservarlas! ¿Te enteras? CARMINA, HIJA.—A ti, como eres vieja, te gustan las vejeces. PACA.—Lo que quiero es que tengas más respeto para... la vejez. CARMINA, HIJA.—(Que se vuelve rápidamente y la abruma a besos.) 25 ¡Boba! ¡Vieja guapa! PACA.—(Ganada, pretende desasirse.) ¡Quita, quita, hipócrita! ¡Ahora vienes con cariñitos! CARMINA, HIJA.—Anda para adentro. PACA.—¡Qué falta de vergüenza! ¿Crees que vas a mandar en mí? (Forcejean.) ¡Déjame! CARMINA, HIJA. —Entra... (La resistencia de PACA acaba en una débil risilla de anciana.) PACA.—(Vencida.) ¡No te olvides de comprar ajos! (CARMINA cierra la puerta en sus narices. Vuelve a bajar, rápida, sin dejar sus golpes al pasamanos ni su tarareo. La puerta del II se abre por FERNANDO, hijo de FERNANDO y ELVIRA. Sale en mangas de camisa. Es arrogante y pueril. Tiene veintiún años.) FERNANDO, HIJO.-Carmina. (Ella, en los primeros escalones aún, se inmoviliza y calla, temblorosa, sin volver la cabeza. Él baja en seguida a su altura. MANOLÍN se disimula y escucha con infantil picardía.) CARMINA, HIJA.-¡Déjame, Fernando! Aquí, no. Nos pueden ver. FERNANDO, HIJO.—¡Qué nos importa! CARMINA, HIJA. —Déjame. (Intenta seguir. Él la detiene con brusquedad.) FERNANDO, HIJO.—¡Escúchame, te digo! ¡Te estoy hablando! CARMINA, HIJA.— (Asustada.) Por favor, Fernando. FERNANDO, HIJO. —No. Tiene que ser ahora. Tienes que decirme en seguida por qué me has esquivado estos días. (Ella mira, angustiada, por el hueco de la escalera.) ¡Vamos, contesta! ¿Por qué? (Ella mira a la puerta de su casa.) ¡No mires más! No hay nadie. CARMINA, HIJA.—Fernando, déjame ahora. Esta tarde podremos vernos donde el último día. FERNANDO, HIJO.—De acuerdo. Pero ahora me vas a decir por qué no has venido estos días. (Ella consigue bajar unos peldaños más. Él la retiene y la sujeta contra la barandilla.) CARMINA, HIJA. —¡Fernando! FERNANDO, Hijo. —iDímelo! ¿Es que ya no me quieres? (Pausa.) No me has querido nunca, ¿verdad? Ésa es la razón. ¡Has querido coquetear conmigo, divertirte conmigo! CARMINA, HIJA. —No, no... FERNANDO, HIJO. —Sí. Eso es. (Pausa.) ¡Pues no te saldrás con la tuya! CARMINA, HIJA.—Fernando, yo te quiero. ¡Pero déjame! ¡Lo nuestro no puede ser! FERNANDO, HIJO. —¿Por qué no puede ser? CARMINA, HIJA.—Mis padres no quieren. FERNANDO, HIJO. —¿Y qué? Eso es un pretexto. ¡Un mal pretexto! CARMINA, HIJA.—No, no..., de verdad. Te lo juro. FERNANDO, HIJO. —Si me quisieras de verdad no te importaría. CARMINA, HIJA. — (Sollozando.) Es que... me han amenazado y... me han pegado... FERNANDO, HIJO.—¡Cómo! CARMINA, HIJA.—Sí. Y hablan mal de ti... y de tus padres... ¡Déjame, Fernando! (Se desprende. Él está paralizado.) Olvida lo nuestro. No puede ser... Tengo miedo... (Se va rápidamente, llorosa. FERNANDO llega hasta el rellano y la mira bajar, abstraído. Después se vuelve y ve a MANOLÍN. Su expresión se endurece.) FERNANDO, HIJO. —¿Qué haces aquí? 26 MANOLÍN. — (Muy divertido.) Nada. FERNANDO, HIJO. —Anda para casa. MANOLÍN. —No quiero. FERNANDO, HIJO.—¡Arriba, te digo! MANOLÍN.—Es mi cumpleaños y hago lo que quiero. ¡Y tú no tienes derecho a mandarme! (Pausa.) FERNANDO, HIJO.—Si no fueras el favorito... ya te daría yo cumpleaños. (Pausa. Comienza a subir mirando a MANOLÍN con suspicacia. Éste contiene con trabajo la risa.) MANOLÍN.—(Envalentonado.) ¡Qué entusiasmado estás con Carmina! FERNANDO, HIJO. — (Bajando al instante.) ¡Te voy a cortar la lengua! MANOLÍN.—(Con regocijo.) ¡Parecíais dos novios de película! (En tono cómico.) «¡No me abandones, Nelly! ¡Te quiero, Bob!» (FERNANDO le da una bofetada. A MANOLÍN se le saltan las lágrimas y se esfuerza, rabioso, en patear las espinillas y los pies de su her- mano.) ¡Bruto! FERNANDO, HIJO.—(Sujetándole.) ¿Qué hacías en el «casinillo»? MANOLÍN.—¡No te importa! ¡Bruto! ¡Idiota!... ¡¡Romántico!! FERNANDO, HIJO.—Fumando, ¿eh? (Señala las colillas en el suelo.) Ya verás cuando se entere papá. MANOLÍN.—¡Y yo le diré que sigues siendo novio de Carmina! FERNANDO, HIJO.—(Apretándole un brazo.) ¡Qué bien trasteas a los padres, marrano, hipócrita! ¡Pero los pitillos te van a costar caros! MANOLÍN. — (Que se desase y sube presuroso el tramo.) ¡No te tengo miedo! Y diré lo de Carmina. ¡Lo diré ahora mismo! (Llama con apremio al timbre de su casa.) FERNANDO, HIJO.—(Desde la barandilla del primer rellano.) ¡Baja, chivato! MANOLÍN.—No. Además, esos pitillos no son míos. FERNANDO, HIJO.—¡Baja! (FERNANDO, el padre, abre la puerta.) MANOLÍN.—¡Papá, Fernando estaba besándose con Carmina en la escalera! FERNANDO, HIJO. —¡Embustero! MANOLÍN.—Sí, papá. Yo no los veía porque estaba en el «casinillo»; pero... FERNANDO. — (A MANOLÍN.) Pasa para dentro. MANOLÍN. —Papá, te aseguro que es verdad. FERNANDO. —Adentro. (Con un gesto de burla a su hermano, MANOLÍN entra.) Y tú, sube. FERNANDO, HIJO.—Papá, no es cierto que me estuviera besando con Carmina. (Empieza a subir.) FERNANDO. —¿Estabas con ella? FERNANDO, HIJO.—Sí. FERNANDO.—¿Recuerdas que te hemos dicho muchas veces que no tontearas con ella? FERNANDO, HIJO. — (Que ha llegado al rellano.) Sí. FERNANDO.—Y has desobedecido... FERNANDO, HIJO.—Papá... Yo... FERNANDO.—Entra. (Pausa.) ¿Has oído? FERNANDO, HIJO. — (Rebelándose.) ¡No quiero! ¡Se acabó! FERNANDO. —¿Qué dices? FERNANDO, HIJO.—¡No quiero entrar! ¡Ya estoy harto de vuestras estúpidas prohibiciones! FERNANDO.—(Conteniéndose.) Supongo que no querrás escandalizar para los vecinos... FERNANDO, HIJO. —¡No me importa! ¡También estoy harto de esos miedos! (ELVIRA, avisada sin duda por MANOLÍN, sale a la puerta.) 29 URBANO.—Es sólo un minuto. FERNANDO.—¿Qué quieres? URBANO.—Quiero hablarte de tu hijo. FERNANDO.—¿De cuál de los dos? URBANO.—De Fernando. FERNANDO.—¿Y qué tienes que decir de Fernando? URBANO.—Que harías bien impidiéndole que sonsacase a mi Carmina. FERNANDO.—¿Acaso crees que me gusta la cosa? Ya le hemos dicho todo lo necesario. No podemos hacer más. URBANO.—¿Luego lo sabías? FERNANDO.—Claro que lo sé. Haría falta estar ciego... URBANO.—Lo sabías y te alegrabas, ¿no? FERNANDO.—¿Que me alegraba? URBANO.—¡Sí! Te alegrabas. Te alegrabas de ver a tu hijo tan parecido a ti mismo... De encontrarle tan irresistible como lo eras tú hace treinta años. (Pausa.) FERNANDO.—No quiero escucharte. Adiós. (Va a marcharse.) URBANO.—¡Espera! Antes hay que dejar terminada esta cuestión. Tu hijo... FERNANDO.—(Sube y se enfrenta con él.) Mi hijo es una víctima, como lo fui yo. A mi hijo le gusta Carmina porque ella se le ha puesto delante. Ella es quien le saca de sus casillas. Con mucha mayor razón podría yo decirte que la vigilases. URBANO. —¡Ah, en cuanto a ella puedes estar seguro! Antes la deslomo que permitir que se entienda con tu Fernandito. Es a él a quien tienes que sujetar y encarrilar. Porque es como tú eras: un tenorio y un vago. FERNANDO.—¿Yo un vago? URBANO.—Sí. ¿Dónde han ido a parar tus proyectos de trabajo? No has sabido hacer más que mirar por encima del hombro a los demás. ¡Pero no te has emancipado, no te has libertado! (Pegando en el pasamanos.) ¡Sigues amarrado a esta escalera, como yo, como todos! FERNANDO.—Sí; como tú. También tú ibas a llegar muy lejos con el sindicato y la solidaridad. (Irónico.) Ibais a arreglar las cosas para todos... Hasta para mí. URBANO.—¡Sí! ¡Hasta para los zánganos y cobardes como tú! (CARMINA, la madre, sale al descansillo después de escuchar un segundo e interviene. El altercado crece en violencia hasta su final.) CARMINA.—¡Eso! ¡Un cobarde! ¡Eso es lo que has sido siempre! ¡Un gandul y un cobarde! URBANO.—¡Tú, cállate! CARMINA.—¡No quiero! Tenía que decírselo. (A FERNANDO.) ¡Has sido un cobarde toda tu vida! Lo has sido para las cosas más insignificantes... y para las más importantes. (Lacrimosa.) ¡Te asustaste como una gallina cuando hacía falta ser un gallo con cresta y espolones! URBANO.—(Furioso.) ¡Métete para adentro! CARMINA. —¡No quiero! (A FERNANDO.) Y tu hijo es como tú: un cobarde, un vago y un embustero. Nunca se casará con mi hija, ¿entiendes? (Se detiene, jadeante.) FERNANDO. —Ya procuraré yo que no haga esa tontería. URBANO. —Para vosotros no sería una tontería, porque ella vale mil veces más que él. FERNANDO.—Es tu opinión de padre. Muy respetable. (Se abre el II y aparece ELVIRA, que escucha y los contempla.) Pero Carmina es de la pasta de su familia. Es como Rosita... URBANO. — (Que se acerca a él rojo de rabia.) Te voy a... (Su mujer le sujeta.) FERNANDO. —¡Sí! ¡A tirar por el hueco de la escalera! Es tu amenaza favorita. Otra de las cosas que no has sido capaz de hacer con nadie. ELVIRA.—(Avanzando.) ¿Por qué te avienes a discutir con semejante gentuza? (FERNANDO, HIJO, y MANOLÍN, ocupan la puerta y presencian 30 la escena con disgustado asombro.) Vete a lo tuyo. CARMINA. —¡Una gentuza a la que no tiene usted derecho a hablar! ELVIRA. —Y no la hablo. CARMINA. —¡Debería darle vergüenza! ¡Porque usted tiene la culpa de todo esto! ELVIRA. —¿Yo? CARMINA.—Sí, usted, que ha sido siempre una zalamera y una entrometida... ELVIRA. —¿Y usted qué ha sido? ¡Una mosquita muerta! Pero le salió mal la combinación. FERNANDO. — (A su mujer.) Estáis diciendo muchas tonterías... (CARMINA, HIJA; PACA, ROSA y TRINI se agolpan en su puerta.) ELVIRA. —¡Tú te callas! (A CARMINA, por FERNANDO.) ¿Cree usted que se lo quité? ¡Se lo regalaría de buena gana! FERNANDO.—¡Elvira, cállate! ¡Es vergonzoso! URBANO. — (A su mujer.) ¡Carmina, no discutas eso! ELVIRA. —(Sin atender a su marido.) Fue usted, que nunca supo retener a nadie, que no ha sido capaz de conmover a nadie..., ni de conmoverse. CARMINA.—¡Usted, en cambio, se conmovió a tiempo! ¡Por eso se lo llevó! ELVIRA.—¡Cállese! ¡No tiene derecho a hablar! Ni usted ni nadie de su familia puede rozarse con personas decentes. Paca ha sido toda su vida una murmuradora... y una consentidora. (A URBANO.) ¡Como usted! Consentidores de los caprichos de Rosita... ¡Una cualquiera! ROSA. —¡Deslenguada! ¡Víbora! (Se abalanza y la agarra del pelo. Todos vocean. CARMINA pretende pegar a ELVIRA. URBANO trata de separarlas. FERNANDO sujeta a su mujer. Entre los dos consiguen separarlas a medias. FERNANDO, HIJO, con el asco y la amargura pintados en su faz, avanza despacio por detrás del grupo y baja los escalones, sin dejar de mirar, tanteando la pared a sus espaldas. Con desesperada actitud sigue escuchando desde el «casinillo» la disputa de los mayores.) FERNANDO. —¡Basta! ¡Basta ya! URBANO. — (A los suyos.) ¡Adentro todos! ROSA.—(A ELVIRA.) ¡Si yo me junté con Pepe y me salió mal, usted cazó a Fernando! ELVIRA.—¡Yo no he cazado a nadie! ROSA.—¡A Fernando! CARMINA. —¡Sí! ¡A Fernando! ROSA.—Y le ha durado. Pero es tan chulo como Pepe. FERNANDO. — ¿Cómo? URBANO.—(Enfrentándose con él.) ¡Claro que sí! ¡En eso llevan razón! Has sido un cazador de dotes. En el fondo, igual que Pepe. ¡Peor! ¡Porque tú has sabido nadar y guardar la ropa! FERNANDO. —¡No te parto la cabeza porque...! (Las mujeres los sujetan ahora.) URBANO.—¡Porque no puedes! ¡Porque no te atreves! ¡Pero a tu niño se la partiré yo como le vea rondar a Carmina! PACA. —¡Eso! ¡A limpiarse de mi nieta! URBANO.—(Con grandes voces.) ¡Y se acabó! ¡Adentro todos! (Los empuja rudamente.) ROSA. — (Antes de entrar, a ELVIRA.) ¡Pécora! CARMINA.—(Lo mismo.) ¡Enredadora! ELVIRA.—¡Escandalosas! ¡Ordinarias! (URBANO logra hacer entrar a los suyos y cierra con un tremendo portazo.) FERNANDO.-(A ELVIRA y MANOLÍN.) ¡Vosotros, para dentro también! ELVIRA.—(Después de considerarle un momento con desprecio.) ¡Y tú a lo tuyo, que ni para eso vales! 31 (Su marido la mira violento. Ella mete a MANOLÍN de un empujón y cierra también con un portazo. FERNANDO baja tembloroso la escalera, con la lentitud de un vencido. Su hijo, FERNANDO, le ve cruzar y desaparecer con una mirada de espanto. La escalera queda en silencio. FERNANDO, HIJO, oculta la cabeza entre las manos. Pausa larga. CARMINA, HIJA, sale con mucho sigilo de su casa y cierra la puerta sin ruido. Su cara no está menos descompuesta que la de FERNANDO. Mira por el hueco y después fija su vista, con ansiedad, en la esquina del «casinillo». Baja tímidamente unos peldaños, sin dejar de mirar. FERNANDO la siente y se asoma.) FERNANDO, HIJO.—¡Carmina! (Aunque esperaba su presencia, ella no puede reprimir un suspiro de susto. Se miran un momento y en seguida ella baja corriendo y se arroja en sus brazos.) ¡Carmina!... CARMINA, HIJA.—¡Fernando! Ya ves... Ya ves que no puede ser. FERNANDO, HIJO.—¡Sí puede ser! No te dejes vencer por su sordidez. ¿Qué puede haber de común entre ellos y nosotros? ¡Nada! Ellos son viejos y torpes. No comprenden... Yo lucharé para vencer. Lucharé por ti y por mí. Pero tienes que ayudarme, Carmina. Tienes que confiar en mí y en nuestro cariño. CARMINA, HIJA. —¡No podré! FERNANDO, HIJO. —Podrás. Podrás... porque yo te lo pido. Tenemos que ser más fuertes que nuestros padres. Ellos se han dejado vencer por la vida. Han pasado treinta años subiendo y bajando esta esca- lera... Haciéndose cada día más mezquinos y más vulgares. Pero nosotros no nos dejaremos vencer por este ambiente. ¡No! Porque nos marcharemos de aquí. Nos apoyaremos el uno en el otro. Me ayudarás a subir, a dejar para siempre esta casa miserable, estas broncas constantes, estas estrecheces. Me ayudarás, ¿verdad? Dime que sí, por favor. ¡Dímelo! CARMINA, HIJA.—¡Te necesito, Fernando! ¡No me dejes! FERNANDO, HIJO.—¡Pequeña! (Quedan un momento abrazados. Después, él la lleva al primer escalón y la sienta junto a la pared, sentándose a su lado. Se cogen las manos y se miran arrobados.) Carmina, voy a empezar en seguida a trabajar por ti. ¡Tengo muchos proyectos! (CARMINA, la madre, sale de su casa con expresión inquieta y los divisa, entre disgustada y angustiada. Ellos no se dan cuenta.) Saldré de aquí. Dejaré a mis padres. No los quiero. Y te salvaré a ti. Vendrás conmigo. Abandonaremos este nido de rencores y de brutalidad. CARMINA, HIJA.—¡Fernando! (FERNANDO, el padre, que sube la escalera, se detiene, estupefacto, al entrar en escena.) FERNANDO, HIJO.—Sí, Carmina. Aquí sólo hay brutalidad e incomprensión para nosotros. Escúchame. Si tu cariño no me falta, emprenderé muchas cosas. Primero me haré aparejador. ¡No es difícil! En unos años me haré un buen aparejador. Ganaré mucho dinero y me solicitarán todas las empresas constructoras. Para entonces ya estaremos casados... Tendremos nuestro hogar, alegre y limpio..., lejos de aquí. Pero no dejaré de estudiar por eso. ¡No, no, Carmina! Entonces me haré ingeniero. Seré el mejor ingeniero del país y tú serás mi adorada mujercita... CARMINA, HIJA.—¡Fernando! ¡Qué felicidad!... ¡Qué felicidad! FERNANDO, HIJO. —¡Carmina! (Se contemplan extasiados, próximos a besarse. Los padres se miran y vuelven a observarlos. Se miran de nuevo, largamente. Sus miradas, cargadas de una infinita melancolía, se cruzan sobre el hueco de la escalera sin rozar el grupo ilusionado de los hijos.) TELÓN
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