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PEDAGOGIADE LES RELACIONS INTERPERSONALS, Apuntes de Pedagogía

PEDAGOGIA DE LES RELACIONS INTERPERSONALS PAC2

Tipo: Apuntes

2022/2023

Subido el 18/11/2023

anais-burillo-rodriguez
anais-burillo-rodriguez 🇪🇸

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¡Descarga PEDAGOGIADE LES RELACIONS INTERPERSONALS y más Apuntes en PDF de Pedagogía solo en Docsity! I. ABRIR SUFRIMIENTOS PARA HABITAR OTRA VIDA Asun Pié Balaguer Hemos crecido y nos hemos criado en una sociedad que ignora y niega la muerte, la pérdida y el sufrimiento. Una sociedad en la que estar enfermo es un fracaso, ser vulnerable es de idiotas y hacerse vieja antinatural. Crisis de fundamentos En sus recorridos plurales, los estudios feministas (economía feminista, ecofeminismo, feminist disability studies, ética de los cuidados, etc.) vienen interrogándose sobre la sostenibilidad de la vida en nuestras sociedades occidentales. La última crisis económica no supuso el inicio de estos interrogantes sino un estallido más dentro de una crisis mucho más amplia y lejana: El problema es el conflicto capital-vida que el estallido pone en evidencia y que, aunque se identifica con la financiarización de la economía, no surge con ella. Este conflicto no puede reducirse a una mejor o peor regulación de los mercados, sino que atraviesa el conjunto de la estructura socioeconómica y, en un sentido más amplio, todo el proyecto modernizador, que incorpora además de mecanismos socioeconómicos, mecanismos de re-construcción de subjetividades. La cuestión es que la política actual y sus modos de organización social atacan el centro de la vida misma. La perversión está en el modelo de desarrollo en sí mismo y esta es una opción histórica y política que podemos transformar. El problema a solucionar no es cómo recuperar los índices bursátiles, ni siquiera las tasas de empleo, sino cómo salimos del desarrollo y hacia dónde vamos. El problema, por tanto, es de crisis civilizatoria en toda su extensión y no únicamente relacionada con los efectos de un capitalismo desbocado, aunque obviamente también. Nuestra forma de habitar el mundo ataca la vida a distintos niveles. Lo hace a nivel global como especie sobre el planeta, pero también lo hace con la vejez, la discapacidad, la vulnerabilidad y cualquier forma de vida que se sabe interdependiente. Sin embargo, más que idealizar la vida, los afectos o lo no mercantil: […] se trata de señalar que el capitalismo puede generar, en última instancia, mucha insatisfacción vital, porque los mercados nos tratan como los seres autosuficientes que en el fondo no somos, niegan la dimensión relacional de la vida si no puedes pagarla y porque el mercado desregulado y precario no nos ofrece la identidad mercantilizada a la que aspiramos […]. Afirmar que las formas de organización social y económica promovidas por las políticas neoliberales atacan la vida es afirmar que existe un plus de sufrimiento evitable en nuestras sociedades. Y como nos recordaba Butler, la crítica a las distintas formas de violencia debe empezar con la pregunta por la representabilidad de la vida misma. ¿Qué es lo que permite que algunas vidas sean vivibles en su precariedad y qué es lo que no? Toda esta situación social, que a la vez se vende como dada e inmodificable, contribuye a la invisibilidad e individualización de los sufrimientos y, en consecuencia, a la inexistencia de espacios colectivos que los sostengan. El sufrimiento nunca es únicamente individual, sino que emerge en un contexto dado que le da un determinado sentido. El neoliberalismo es causa y efecto de un inmenso destrozo humano producido por la centralidad que toma el capital en detrimento de la vida. Se da un cálculo de la vida en una lógica de coste y beneficio que todo quiere rentabilizar. Todo es calculable, previsible y reducido a su mínima expresión. En última instancia, en esta lógica, puede considerarse normal algo humanamente inaceptable. Y no puede llevarse a cabo una valoración ética de las implicaciones humanas si no se abandona esta lógica. Entonces, ¿qué es lo que ocurre en nuestra actualidad? Efectos de la dominación más naturalizada en incontables grupos y sujetos que no encarnan ningún ideal, fractura entre mundos, fiscalización de distintas esferas de la vida en nombre de la vida, mercantilización de todo tipo de cuestiones; instrumentalización de las relaciones, explotación del planeta, aniquilación del otro que ya no cuenta ni como otro, etc. Detrás de todo ello, ni tan solo se toman en consideración las causas sociales del sufrimiento. Por el contrario, se insiste en su etiología biológica y organicista, que la industria farmacéutica se ocupará de tratar. La sociedad de la positividad actual no tolera bien la negatividad del sufrimiento y la vulnerabilidad. El malestar, el sufrimiento, la enfermedad o el cansancio concilian muy mal con el sujeto que se explota a sí mismo, un sujeto necesario para mantener la máquina del capital activa. Por ello, el sufrimiento sigue enclaustrado en el silencio y esto produce nuevos tipos de dolencias que tampoco se reconocen. En definitiva, la lógica del Do it yourself en el marco de la sociedad de la positividad produce nuevas formas de malestar y, particularmente, un contexto en el que no hay lugar para el no-poder-poder-más. Se concibe la vida bajo ciertos tipos de ideal que conllevan presiones de todo tipo para alcanzarlos. La vida ficcionada lleva a suprimir a la propia vida, que queda, así, desactivada. O sonreímos o morimos. En ese extremo, la existencia va ligada a la imposibilidad de la vida misma, y es así como las políticas sobre la vida actuales matan la vida en nombre de la vida. Como sugiere Amaia Pérez, no solo están pervertidas las estructuras socioeconómicas actuales al poner la vida al servicio del capital y, por lo tanto, establecer una amenaza permanente sobre ella, sino que también es perversa la propia noción hegemónica de vida que merece ser vivida, al violentar las dos condiciones básicas de la existencia (vulnerabilidad y eco/inter-dependencia) e incumplir los dos criterios éticos irrenunciables (universalidad y singularidad). Según la autora: […] Escinde vida humana y naturaleza, identifica los valores asociados a la masculinidad con lo propiamente humano, impone un sueño loco de autosuficiencia e identifica bien-estar con consumo mercantil en permanente crecimiento y progreso. La producción de sentido ¿Se puede reducir el malestar social contemporáneo a una cuestión meramente económica y de clases? ¿Se puede reducir a una cuestión identitaria, ideológica o de estilos de vida? ¿No se trata de armar discursos que digan algo sobre la vida? De nuestro modo de estar en el mundo, de la importancia de la ética en la política. En esta dirección, la apropiación del sufrimiento y su elaboración creativa permite construir sentidos. El campo de la política es un terreno de luchas de interpretaciones y sentidos. Por lo tanto, el efecto performativo que producen los sentidos es el terreno verdadero de la política. En algunos sectores, se ha afirmado la necesidad de asumir el malestar como fuente de energía, no de interpretación, no como signo, sino como potencia. Pero el afuera del sentido no es una cuestión de voluntad; en ocasiones acontece, pero no siempre cae del lado de la elección. Aquí hablamos de la construcción de sentidos plurales, no unívocos o hegemónicos. Pero necesariamente existen porque permiten explicarse el mundo, aunque sea de modo provisional. Las lágrimas que se comparten pueden Cuando se atraviesa la discriminación, el daño, el rechazo, la hostilidad, y nos hacemos cargo de la parte más dolorosa, resulta que salimos con una fuerza renovada y poderosa. El cáncer de pecho sirvió a Lorde para descubrir una puerta de acceso al propio poder y conocimiento. Y fueron el dolor, la angustia y la conciencia de mortalidad los que lo posibilitaron. El aprendizaje de Lorde lo encontramos en la comprensión que el dolor está semánticamente dualizado, es decir, para los grupos subalternos el dolor queda marcado como señal de vergüenza y deshonra; sin embargo, para los grupos hegemónicos la marca del dolor en el cuerpo funciona como significante de honor, como herida de guerra. Por ello es que algunos cuerpos, como cuerpos que denuncian la injusticia y la desigualdad, portan la voz de la violencia o de la delincuencia. Esos cuerpos no hablan, sino que portan un discurso que les es ajeno. Esta imposición simbólica recorta la propia producción de sentido de los sujetos. El camino prohibido para los grupos subalternos es el del cuerpo como Leib, es decir, el de un cuerpo- sujeto-intencional. Así pues, se trata de pensar el propio cuerpo y el dolor más allá de lo que es propiamente físico (Körper), entendido como esencialmente subjetivo. En este sentido, afirmamos que no hay espacio subjetivo para pensar y narrar la propia enfermedad, el dolor o la vulnerabilidad y que, por tanto, se trata de activar estos espacios simbólicos. Y esto está relacionado con la práctica de otras gestiones de la contingencia ligada a la vida, con la apertura de espacios sociales y con la ampliación de lo que puede ser dicho y pensado en la arena pública. El dolor no está cerrado sobre sí mismo sino que, en parte, se construye socialmente y se da en una doble dirección. Se recibe o se siente y produce efectos, cambios y significados sobre los otros (recordemos aquí la interpelación moral producida por el rostro del otro de Lévinas). El dolor aparece y produce, es un hecho y es un productor de hechos. ¿Qué efectos produce, entonces, el dolor exteriorizado o desocultado? ¿Cómo se relaciona el dolor con la materialidad de los cuerpos dentro y fuera del dolor? El hecho de visibilizar el dolor, dotándolo de una nueva semántica, reduce el aislamiento y el mismo extrañamiento que provoca. Por lo tanto, tiene un impacto que puede ser utilizado políticamente. Decíamos más arriba que colocar el dolor en la esfera pública fuerza su reconocimiento y que reconocer el dolor de otro supone otorgarle el estatuto de sujeto. El reconocimiento del dolor permite entonces confrontar al ser humano con su vulnerabilidad primaria, negada especialmente en nuestra modernidad. […] Hacer política del cuerpo y especialmente del dolor subvierte esta lógica ancestral de negación y, en consecuencia, problematiza la apología de algunos valores centrales en educación. La entrada prohibida al universo simbólico del dolor supone una imposibilidad para apoderarse del cuerpo y su experiencia y, en consecuencia, para apoderarse de la existencia. Y este no es un tema menor porque no tenemos un cuerpo sino que somos cuerpo y, en consecuencia, reescribirlo tiene que ver con inventar otras maneras de estar en el mundo, más allá del mandato social de tener que ser cuerpos subalternos. Recordemos aquí que, para Merleau-Ponty (1979), el cuerpo es el ámbito más importante de la experiencia humana y, por tanto, de la comprensión del mundo. Quiere decir esto que una determinada imagen del propio cuerpo condiciona una determinada comprensión del mundo y el lugar que puede ocupar el cuerpo en este mundo. Por lo tanto, en lo que concierne a la educación, hay que comprender la importancia de las narrativas de aflicción, del dolor, de la enfermedad, como potenciales activadores de significados (intra e intersubjetivos), así como espacios de problematización de las prácticas sociales que canalizan los caminos de expresión u ocultación de la vulnerabilidad primaria. Lo que verdaderamente se niega desde la «voz del amo» es la narrativa subjetiva sobre el dolor. De ahí la importancia de efectuar un gesto de afirmación política a través de estas narrativas. Narrar, nombrar, visibilizar… son los ejercicios que permiten convertir un acto íntimo en un problema político. Y esto altera la propia percepción del dolor. En el caso de Lorde, observamos dos cuestiones importantes: en primer lugar, la ruptura con la construcción social del dolor relacionada con los arquetipos de la cultura y, en segundo lugar, la construcción de significados y producción de subjetividad a partir del propio dolor. Hay que llevar a la plaza pública el sufrimiento impuesto a las personas y que frecuentemente queda apartado en sus márgenes. Presentar el sufrimiento como una cuestión estrictamente privada llevaría a ocultar las relaciones existentes entre los padecimientos personales y las estructuras que los originan. Las transformaciones políticas requieren transformaciones cognitivas. En ocasiones esto supondrá dar visibilidad al sufrimiento, en otras, encontrar las palabras adecuadas o transformar las representaciones hegemónicas que se hacen de él. Y ello entendiendo que el poder instituido siempre intentará negar aquellos sufrimientos que lo incomodan o lo cuestionan. Interrogarse acerca de las causas del sufrimiento de la gente y sobre qué se ha hecho con su sufrimiento suele ser considerado incómodo, cuando no peligroso, ya que desvela las condiciones en que transcurre la vida. Es por ello que nos interesa desvelar el transcurso de la vida, lo que la hace sostenible o, por el contrario, inviable; poner en evidencia la violencia estructural que produce sufrimientos indecibles. El afuera simbólico del dolor Hay algo del dolor que se sitúa en al afuera simbólico. No hay palabras, ni actos, ni espacios para contenerlo, desborda y trastoca la comunicación. No todo puede contarse ni comprenderse. Y si hay algo del sufrimiento que se sitúa en la exterioridad de lo simbólico significa que puede operar anudando la fractura hecha a la vida; suturando la brecha entre la vida nuda (zoé) y la vida política (bíos).44 Es decir, el sufrimiento puede pensarse como camino posible que vincule, de nuevo, la zoé a la vida biográfica y, por tanto, que permita una política de la vida y no sobre la vida; como hilo y aguja que borra las fronteras entre vidas que son puro cuerpo y vidas biográficas, entre dolores reconocidos y llorados y otros apagados, silenciados o negados. En el dolor extremo, desbordado, en el horror o el mal absoluto, el carácter del sufrimiento excesivo hace evidente la imposibilidad de cualquier intento de culturización. Es entonces cuando el sufrimiento se hace frontera. Solo existe dolor y desparece la palabra. La persona queda absorbida por el dolor. Este carácter excesivo y desbordante del sufrimiento plantea una paradoja: la experiencia del dolor no es una experiencia desnuda —al estar amasada culturalmente— y sin embargo el sufrimiento extremo puede desnudar a la persona y, de hecho, en ocasiones así ocurre. Esto solo puede significar que hay algo humano fuera de lo simbólico y que, por tanto, no todo puede institucionalizarse ni nombrarse o contarse. En definitiva, algo muy animalmente humano que exige abrir la cosmovisión de nosotros mismos. Así nos lo enseñó Fernand Deligny quien, en su trabajo con niños autistas en La Cévennes, inaugura un modo de comprensión del autismo que transforma la misma comprensión del ser humano en su totalidad.46 El pedagogo francés escoge la antropología etológica para aproximarse al autismo. Lo inmutable y lo innato de la especie (como conocimientos que no pueden reducirse a la clásica pulsión psicoanalítica) son el eje de su reflexión. Donde Freud y Lacan hablaban de lo real como consecuencia del lenguaje, Deligny encuentra lo real como preexistente al lenguaje. Es decir, cree en los vestigios de un estado humano sin lenguaje que subsiste en todos nosotros. Para él, el lenguaje forma un todo que tiene su coherencia y eclipsa otras cosas que persisten en el límite o quedan ocultas por aquel. Este resto es lo real, bello y fragmentado por efecto del lenguaje. Deligny ve en las formas autistas este humano puro que nos antecede. Dado este planteamiento, ¿no cabría la posibilidad de plantearse que determinadas situaciones extremas de sufrimiento desvelen nuestro ser primigenio fuera del lenguaje? Y si esto fuera así, vuelve a tener sentido plantear el dolor como sutura entre la vida nuda y la vida biográfica, es decir, la vida fragmentada (interior y exteriormente). Una especie de superación, aunque sea eventual, de las dicotomías tradicionales que organizan nuestro mundo. Walter Benjamin, en Para una crítica de la violencia y otros ensayos, nos ayuda a pensar esta idea. El filósofo alemán explica su teoría del lenguaje en general y el lenguaje de los humanos y plantea que todo comunica, aunque no podamos percibir el todo de este mundo comunicante. Existe entonces un afuera producido por el lenguaje humano, un resto, pero existe también, decíamos, un vestigio primigenio, anterior a este efecto del lenguaje que produce el afuera y que de hecho nos coloca en este afuera. Es decir, no somos exclusivamente seres de lenguaje (nombrador), sino que algo persiste en la antesala. Para Walter Benjamin todo comunica, pero no todo puede percibirse, lo cual señala los límites de lo decible y lo incontenible de lo comunicable. Que no se perciba no significa que no se comunique. Así pues, no todo lo comunicable es la cosa en sí misma. El ser en el lenguaje (nombrador) es una forma de ser humana, pero quizá existan otras formas de ser fuera del lenguaje en las que lo comunicable desborde al lenguaje nombrador y, en consecuencia, las formas de ser humanas . Es decir, una comunicación que sucede en otros registros y en otros órdenes. A nuestro entender, el lenguaje humano simplemente vela esta realidad, la imposibilita y a la vez se ignora porque el lenguaje nombrador, propio de los humanos, y además logocéntrico, produce un efecto devastador sobre algunas formas sensibles. La potencia de algunos sufrimientos alumbra algo de este orden y nos permite comprender que quizá podemos ampliar otros modos, muy humanos, de estar. A pesar de todo ello, las personas no solo formamos parte de un determinado orden social, sino que somos la encarnación pensante y actuante de este mismo orden.48 Ello significa que se interioriza lo que hacemos, decimos o podemos decir del dolor de un modo que pasa a ser incuestionado. Es decir, aquello que damos por hecho, aquello que no se cuestiona porque parece lo más normal. Esta inconsciencia o naturalización sobre los modos locales de gestión del sufrimiento nos sujeta y nos domina. Se ignora y se niega aquella parte que desborda y supera el orden simbólico. Una ignorancia que para Deligny nos fractura interiormente y se mantiene a golpe de violencia institucional. Lo que hacemos en nuestro contexto con el sufrimiento es institucionalizarlo. Así, la vivencia social del sufrimiento es una vivencia social ordenada. Un orden aparente que contribuye a la ocultación de la finitud y todo lo que nos desborda. ¿Qué ocurre con aquellos sufrimientos excesivos (fuera del lenguaje) en una cultura de la institucionalización? Sencillamente, que no se reconoce su carácter desbordante porque no se permite su expresión negándola por la vía de la medicalización o la psiquiatrización. Aunque una parte del dolor esté más allá de la cultura, su dimensión social es un hecho institucionalizado. Y son los múltiples procesos y mecanismos de institucionalización los que acaban constituyendo el ser social del sufrimiento. Se institucionaliza el sufrimiento y los mecanismos sociales de gestión de este sufrimiento, ambas cosas a la vez. Con ello, se nivel material, sino también psicológico: ¿cuáles son las consecuencias para generaciones enteras que no son capaces de vislumbrar futuro de ningún tipo? ¿Cuáles para quienes viven una realidad de violencia, desapariciones y asesinatos cotidianos? La crisis que habitamos es una crisis estructural, sistémica, inherente al mismo sistema que ha hecho de la acumulación ilimitada de beneficio el principal criterio de organización de la vida. Y que, como afirma la antropóloga Rita Segato, se articula con una dimensión subjetiva a la que es indispensable mirar: la construcción de la diferencia, de aquello que no es lo Mismo como algo invisible, violentable o incluso exterminable —el ejemplo paradigmático son los terribles feminicidios en Ciudad Juárez. La anulación de la diferencia es la operación fundamental de la lógica masculinizada hegemónica en Occidente, a partir de la que se construyen las nociones de progreso, dominio, control, desarrollo e individuo que han vertebrado el relato civilizador (Uno como invulnerable, exento de afectaciones, Uno como vencedor en los dualismos, Uno como negación de lo Otro, Uno como señorío de la diferencia). En este sentido, podemos dar un paso más: lo que está en crisis es el conjunto de fundamentos, valores y maneras de pensar la vida que sostenían dicho relato. Lo que está en crisis es la supremacía del Hombre Blanco; y es la misma humanidad, su sentido, sus principios, sus fundamentos, lo que se encuentra en crisis. La pregunta que surge entonces es: ¿qué hacer ante semejante escenario? ¿Cómo no quedar paralizadas ante la magnitud de la crisis? ¿Puede ser esta crisis civilizatoria una oportunidad para redefinir la misma noción de humanidad desde otros criterios ético- políticos? Es aquí donde hablar de vulnerabilidad adquiere todo su sentido. La vulnerabilidad como potencia crítica del relato civilizador Recuperar el concepto de «vulnerabilidad» con el objetivo de repensar sus potencialidades exige hacer una distinción analítica clave: de un lado, la vulnerabilidad que nos impone el neoliberalismo a través de las múltiples formas de despojo material y subjetivo —de fuerzas de trabajo, de conocimientos, de bienes comunes, de posibilidades y expectativas—, así como de las terribles formas de la violencia y la guerra. Y, de otro lado, la vulnerabilidad constitutiva, aquella que siempre nos acompaña. Ante la primera, ante todas las formas de violencia que dejan poblaciones enteras en la intemperie, que limitan horizontes de vida y que victimizan como condición para el reconocimiento, debemos mostrar un rechazo frontal. La estrategia es siempre la búsqueda de minimizar los efectos de dicha vulnerabilidad. Pero existe una parte de la que no podemos deshacernos: la que tiene que ver con la condición de toda existencia. Cuando prestamos atención a esta dimensión, la pregunta política cambia radicalmente. No se trata entonces solo de disminuir los efectos de un poder externo, sino de repensar los espacios políticos desde una nueva ontología de los cuerpos: de su cuidado, de su protección, de la amplificación de sus posibilidades de ser. Aunque Judith Butler es muy prudente a la hora de referirse a la ontología, preocupada por el riesgo de solidificar dimensiones histórico-sociales, plantea la diferencia entre vidas precarias y precaridad como dimensiones que se cruzan, pero que no se confunden completamente: Tanto la precariedad como la precaridad son conceptos que se interseccionan. Las vidas son por definición precarias: pueden ser eliminadas de manera voluntaria o accidental, y su persistencia no está garantizada de ningún modo. En cierto sentido, es un rasgo de toda vida, y no existe una concepción de la vida que no sea precaria, salvo, por supuesto, en la fantasía, y en particular en las fantasías militares […]. La precaridad designa esa condición políticamente inducida en la que ciertas poblaciones adolecen de falta de redes de apoyo sociales y económicas y están diferencialmente más expuestas a los daños, la violencia y la muerte . Tales poblaciones se hallan en grave peligro de enfermedad, pobreza, hambre, desplazamiento y exposición a la violencia sin ninguna protección. La precaridad también caracteriza una condición políticamente inducida de la precariedad, que se maximiza para las poblaciones expuestas a la violencia estatal arbitraria que, a menudo, no tienen otra opción que la de apelar al Estado mismo contra el que necesitan protección. Esta condición de precariedad ontológica se comprende mejor a la luz de la reinterpretación que hace Butler del sujeto extático hegeliano, a partir de la que se sientan las bases para una crítica a ciertas lecturas de la modernidad. Hegel explica, a través de la dialéctica del amo y del esclavo, el modo en el que una conciencia se encuentra con otra y logra conocerse a sí misma. El motor de ese encuentro es el deseo de reconocimiento, que permitirá la acción humana, en la medida en que obliga a salir de sí y modificar el mundo. Aunque el estar fuera de sí de la conciencia ha sido generalmente interpretado como un ejercicio de totalización y captura de la alteridad con la que se encuentra el sujeto, Butler ofrece una lectura distinta. Para ella, este éxtasis permanente del sujeto permite comprender que no es posible la plenitud: si el punto de partida no es mi deseo, sino la búsqueda del deseo del otro, entonces solo en el encuentro con lo que no soy se hace posible la autoconciencia. Por tanto, la identidad se constituye a través de lo que difiere y no de la mismidad: nunca soy completamente Yo. Butler alerta contra la interpretación que piensa que el movimiento del sujeto fuera de sí mismo puede clausurarse en el momento en el que interioriza aquello que encuentra a su paso. Sin embargo, la misma definición hegeliana del sujeto como imposibilidad de ser a partir de sí impide ese tipo de clausura sustancialista. Ser un sujeto es salir siempre hacia un exterior que me constituye en un proceso que no concluye: la única manera de ser es a través de aquello que no soy, a través de la mediación del lenguaje, de las normas sociales, de la mirada del Otro. Esto significa, para Butler, que «hay algo dentro de mí de lo que no puedo dar cuenta». Aquí se vislumbra la fuerza de la reinterpretación ontológica en términos de precariedad o vulnerabilidad: contra los presupuestos de la metafísica tradicional el ser es declarado imposible en su plenitud, mismidad, autonomía y autosuficiencia. Ser precario o vulnerable significa ser inacabado y depender de los Otros, no como un asunto meramente relacional que se da en el orden de la existencia, sino en un sentido previo, en tanto es la única manera de llegar a ser. Esta ontología confiere nueva forma a la realidad: en lugar de entidades aisladas que pueden o no conectarse de manera puntual o sostenida entre sí, se abre un entramado común que remite a un mundo de interdependencia en el que la relación es el presupuesto de partida, no solo un deseo o un punto de llegada. Matices desde los feminismos a la mirada sobre la vulnerabilidad Sin embargo, el mero descubrimiento del territorio de interdependencia como materialidad desde la que partir no produce automáticamente un mundo mejor. La ontología necesita de la política, pero no se confunde con ella. La política entendida como el modo de hacernos cargo colectivamente de la vulnerabilidad de los cuerpos, es decir, con las maneras que inventamos para vivir juntos, implica cultivar miradas con las que visualizar problemáticas y realidades históricamente negadas, menospreciadas. Las teorías y prácticas feministas ponen de relieve, de manera especialmente cuidadosa, elementos marginados por la teoría, pero que cada vez se muestran más necesarios para pensar la transformación de otro modo. Por este motivo, desplegar la vulnerabilidad por encima de la victimización hacia su potencia política pasa por vincularla con las propuestas feministas, desde el convencimiento que allí se encuentran claves originales e imprescindibles para repensar nuestro mundo. En primer lugar, debemos tener cierta cautela con el mero reconocimiento de la vulnerabilidad para que no se vuelva en nuestra contra. La distinción analítica que mencionamos entre vulnerabilidad inducida y vulnerabilidad constitutiva no debe perderse de vista. En lugares como América Latina, millones de personas son señaladas como sujetos vulnerables. Hay que considerar que asistimos a la creación de dos grandes grupos sociales diferenciados, no solo en términos de desigualdad económica, sino también en términos de acceso a cuidados dignos. Por una parte, se encuentra el grupo que dispone para sí de cuidados porque los recibe de otras personas de manera gratuita — principalmente mujeres— o porque puede pagarlos. Por otra parte, aquél que está obligado a proporcionarlos, que no tiene garantizado su acceso de manera sostenida e inventa obligatoriamente estrategias cotidianas y precarias para sostener el día a día. En este último caso, la ausencia de cuidado redunda en mayor vulnerabilidad: falta de derechos, condiciones de extrema dificultad, aumento de la probabilidad de enfermar, etc. Aquí encontramos una distribución diferencial de la vulnerabilidad determinada por la estratificación social de los cuerpos: mujeres migrantes que cuidan a sus familias mientras trabajan como empleadas domésticas, pero no son receptoras de cuidados; mujeres transexuales desterradas de su derecho a cuidar y recibir cuidados; personas con diversidad funcional que no pueden acceder a las condiciones mínimas de autonomía. De fondo, aflora el problema de la ausencia de una responsabilidad colectiva en el cuidado. Aquí llegamos al primer matiz que nos interesa poner sobre la mesa: no basta solo con afirmar la vulnerabilidad constitutiva, sino que debemos tener en cuenta cómo se está gestionando esa vulnerabilidad, atendiendo de manera específica a la jerarquía impuesta sobre los cuerpos. En este sentido, reaparece un postulado irrenunciable de igualdad, no tanto como objetivo a alcanzar, como una utopía deseable, sino como punto de partida irrenunciable (lo que permite escapar del dilema de una igualdad aprisionada en la homogeneidad y afirmarla desde la diferencia). El esquema que seguimos es entonces: reconocimiento de la vulnerabilidad, atención a la distribución diferencial de los cuerpos estratificados socialmente y prerrequisito de igualdad. Estas tres dimensiones deben pensarse entrelazadas como antídoto contra la silenciosa distribución diferencial de la vulnerabilidad. La igualdad recuerda precisamente que deben cuidarse todos los cuerpos en su diversidad. En segundo lugar, la vulnerabilidad remite a una dimensión clave, a la que nos acerca la filósofa Adriana Cavarero: quién. Cuando pensamos la vulnerabilidad tenemos que preguntar simultáneamente: ¿quién se hace cargo de ella? ¿Quién resuelve, en última instancia, la vulnerabilidad? En su texto, «Inclinaciones desequilibradas», en el que discute los presupuestos de autosuficiencia implícitos en la doctrina kantiana, advierte que no basta con mencionar la dependencia de los cuerpos —pone el ejemplo del neonato— si se omite decir de quién (se) depende. La condición de vulnerabilidad, que en Hobbes refiere amenaza, muerte y motiva la justificación de la transcendencia del Estado, es recuperada por Cavarero de un modo muy distinto en su relación con la vida. Para ello, recupera la figura de la madre como el sujeto que, en lugar de presuponer la autonomía como principio, que es lo que hace Kant, se permite la inclinación hacia la piel desnuda. Dice Cavarero: Autoequilibrado por su postura erecta, el sujeto de la filosofía no se asoma, no se inclina, si acaso teme y controla sus inclinaciones internas, a menudo llamadas pasiones, deseos y pulsiones. La inclinación materna, si está re-situada en la geometría de la escena natal, más que reforzar un estereotipo deplorable, adquiere una fuerza detonante. propósito: identificar situaciones que contribuyen a hacer dañables a las personas: «situaciones de vulnerabilidad». La proliferación de estos usos terminológicos ha coincidido en el tiempo con la drástica reducción del uso del término «vulnerar» y sus derivados. En gran medida, el término «vulnerabilidad» ha sustituido al término «vulneración»: quienes hace un tiempo eran identificados como «personas o colectivos vulnerados» hoy son, en buena parte, identificados como «personas o colectivos vulnerables». Hoy es más común oír hablar de «colectivos vulnerables» que de «colectivos vulnerados». Nos hemos acostumbrado a decir «persona vulnerable» y desaparece progresivamente de nuestro vocabulario y de nuestra forma de pensar la expresión «persona vulnerada». La tesis que defiendo en este texto es la siguiente: los usos del término «vulnerabilidad», y sus acepciones relacionadas que voy a describir, naturalizan la desigual vulnerabilización de las personas, al tiempo que ocultan el diseño y el funcionamiento de las estructuras y lógicas de explotación. Una propuesta: cómo hablar de la gestión socio-política del sufrimiento Este texto está escrito desde una perspectiva filosófico-jurídica mediante la que se trata de entender y explicar cómo usamos hoy los términos «vulnerable» y «vulnerabilidad» para gestionar el sufrimiento humano en términos sociales y políticos. Por «gestionar» entiendo aquí la operación consistente en dar respuesta al interrogante que nos plantea el sufrimiento humano: ¿qué hay que hacer con el sufrimiento? Esta es la cuestión central. Para quien sufre, la pregunta no tiene espera. El cuerpo, la mente…, es decir, la persona, busca una respuesta en forma de alivio, o de comprensión, o de cuidado, o de ayuda, o de explicación, o de sentido, o de escapatoria… Para quienes no lo viven en su cuerpo directamente pero lo observan, o se sienten interpelados, o son reclamados en búsqueda de ayuda por quienes sufren, o se compadecen del ser sufriente…, la pregunta sobre qué hacer con el sufrimiento ajeno (que también puede convertirse en sufrimiento propio) se vuelve incisiva. Las estructuras estatales también hacen las cuentas con el interrogante que es el sufrimiento: ¿qué responsabilidad tiene el estado respecto de quienes se hallan en la pobreza o respecto de quienes entran en el territorio estatal sin autorización administrativa previa? y ¿respecto de una persona agredida? o ¿en relación a los sintecho?… A este conjunto de operaciones en las que hacemos cosas con el sufrimiento ajeno o propio (personal y/o colectivo) me refiero aquí como «gestión» del sufrimiento. Dentro de este ámbito de la gestión del sufrimiento, el objetivo de este texto es analizar cómo usamos los términos «vulneración» y «vulnerabilidad» en tanto que referentes habituales en la narración y conceptualización de la gestión del sufrimiento en las sociedades occidentales contemporáneas. Si todas las personas son vulnerables, ¿qué sentido tiene decir «persona vulnerable»? Parece que es un pleonasmo similar a decir «persona humana». Lo común entre «vulnerar» y «vulnerabilidad» «Vulnerar» y «vulnerabilidad» comparten una misma raíz etimológica: vulnus (herida). «Vulnerar» significa herir y «vulnerabilidad» expresa la idea de poder ser herido . Lo invulnerable es aquello que no puede ser atacado, que no puede ser dañado. Salvo relatos míticos, ninguno de nosotros habría sobrevivido sin los cuidados recibidos desde el nacimiento, y todos nosotros requerimos atención y cuidados durante nuestra vida. Lo relevante es precisamente esto, cómo son atendidas las personas, qué cuidados reciben y quién los presta... Cómo sanar cuando enfermamos, cómo alimentarse, cómo protegerse... Las personas compartimos unas características biológicas que nos vienen dadas por nuestra condición humana: somos vulnerables. Podemos ser dañados. La vulnerabilidad natural forma parte de nuestra esencia humana. Sin embargo, los medios de prevención y protección creados culturalmente frente a esta vulnerabilidad nos los damos. De igual forma que creamos contextos y mecanismos que incrementan la vulnerabilidad de las personas. O podemos analizar cómo, mediante estructuras y mecanismos creados socialmente, distribuimos cargas de padecimiento y establecemos el acceso a los mecanismos de protección y reparación. Judith Butler ha profundizado en torno a este eje. Al hacerlo ha distinguido entre «precarity» (la vulnerabilidad impuesta a las personas a partir de determinados contextos o estructuras que dañan) y «precariousness» (la vulnerabilidad compartida por todos los seres humanos, incluidos los privilegiados). La «precariousness» es compartida. La «precarity» es distribuida de forma desigual. Cada disciplina del conocimiento, al igual que cada sector profesional, crea sus propios usos y giros lingüísticos, sus acepciones, sus lenguajes compartidos en los que se reconocen mutuamente quienes comparten un mismo campo de conocimiento, de acción o de profesión. Los profesionales del campo social han generado sus propios denominadores comunes entre los que, desde hace un tiempo, se halla el término «vulnerabilidad» para hacer referencia a la probabilidad que una persona o conjunto de personas tienen de ser dañados. Y digo probabilidad, y no posibilidad, porque hoy en día el término «vulnerabilidad» se usa para indicar mayor o menor probabilidad de ser dañado en función de unas circunstancias que se han dado previamente y que pueden mantenerse. De esta forma nos hemos acostumbrado a escuchar que los indigentes viven en condiciones de vulnerabilidad, o que las personas inmigrantes en situación irregular constituyen un colectivo vulnerable. ¿Cuándo comenzamos a utilizar este término? Si hacemos memoria, llama la atención la rapidez con la que se ha extendido el uso de los términos «vulnerable» y «vulnerabilidad». Con anterioridad, utilizábamos términos como: personas y colectivos en situación de pobreza, marginación social, explotación, exclusión… Y también «vulnerar» y «vulneración». Dado el éxito del neologismo «vulnerabilidad» creo que tiene interés explicar cómo surgió este término y tratar de explicar por qué ha tenido tanto éxito. Tras explicar su surgimiento y afianzamiento, intentaré explicar qué fenómenos socio-políticos contemporáneos permiten explicar los usos hegemónicos de «vulnerable» y «vulnerabilidad» y qué fenómenos no explica o esconde. El concepto de «vulnerabilidad» Caroline O.N. Moser escribió un artículo que ha sido citado en muchas ocasiones. En este texto, Moser explicaba por qué era interesante utilizar el concepto de «vulnerabilidad» para hablar de las situaciones de exclusión social, así como para proponer políticas para afrontar la exclusión social. Moser recogió los distintos usos que del término «vulnerabilidad» se habían venido dando desde los años noventa. Moser optó por distinguir entre «pobreza» y «vulnerabilidad». Mientras que el concepto de pobreza actuaba como un concepto estático, el de vulnerabilidad lo hacía como un concepto dinámico que permitía hablar de cómo las personas entraban y salían de situaciones de pobreza. En este sentido, la autora podía afirmar que no todas las personas vulnerables eran pobres. En los años noventa del siglo pasado, la noción de vulnerabilidad quedó unida a la de riesgo. Riesgos, se decía en este artículo, como los riesgos que afronta la población cuando se halla en situaciones de inseguridad alimentaria, o el riesgo que supone la exposición de la población ante shocks macroeconómicos. Pronto la lista de riesgos se vio ampliada para dar cabida a las causas que potencialmente podían dañar a la población. Al mismo tiempo, el término «vulnerabilidad» se comenzó a utilizar para hablar de las dificultades que las personas y los colectivos tenían al afrontar calamidades o situaciones traumáticas. La noción de vulnerabilidad así construida va a ser utilizada a partir de esos años para identificar tanto la posibilidad de verse expuesto a un daño, como la capacidad de respuesta (resiliencia ante un shock) y de recuperación. En el momento de publicar este artículo, Moser trabajaba en el Banco Mundial (lo hizo durante el período 1990-2000). Allí desarrolló trabajos e investigaciones vinculados al desarrollo social. Durante la década de los 90, instituciones internacionales como el Banco Mundial o la ONU contribuyeron firmemente a la expansión del término «vulnerabilidad». Y lo hicieron tanto en la creación del término como en la difusión del mismo mediante informes internacionales sobre pobreza y exclusión social que comenzaron a utilizar prolíficamente los términos «vulnerable» y «vulnerabilidad». En 1990, el Banco Mundial elaboró un informe en el que analizaba la pobreza. En este informe se utilizó en dos ocasiones el término «vulnerabilidad». En la primera ocasión, se utilizó para describir las situaciones a las que se enfrentaban las personas pobres o que podían entrar en situación de pobreza: se hablaba de vulnerabilidad ante la enfermedad como posibilidad incrementada de enfermar. En la segunda ocasión, el término vulnerabilidad quedó asociado a los efectos negativos que sobre la población tenían las inundaciones y la erosión del suelo. El informe del Banco Mundial de 1989 no hizo uso del término vulnerabilidad (WB, 1989).67 Y en el informe de 1988 se utilizó el término para referirse a la vulnerabilidad de las economías africanas (WB, 1988). Inicialmente el término vulnerabilidad no se aplicaba a personas, sino a sistemas económicos. También al medio ambiente o a animales. En el caso español, en la Ley de aguas de 1985 se hablaba del agua como de un recurso natural «fácilmente vulnerable». Y en 1996, la Secretaría de Estado de educación, al establecer las orientaciones para la distribución de objetivos, contenidos y criterios de evaluación de la educación básica de personas adultas, ordenó distintas áreas de conocimiento en el módulo al que llamó «La Tierra: un medio vulnerable». Otro tanto se hizo con los animales. En 1989, el Estado español, al establecer mecanismos de lucha contra la fiebre aftosa, utilizó la categoría de «animal vulnerable» para referirse a: «Todo animal de las especies sensibles que no está vacunado o que está vacunado pero cuya cobertura inmunitaria se considera insatisfactoria por parte de los órganos competentes de las Comunidades Autónomas». Por tanto, antes de que las personas fueran consideradas «vulnerables» en el sentido hoy hegemónico, este término se utilizó para hacer referencia a los sistemas económicos, al medio ambiente y a los animales El informe del Banco Mundial de 2000-2001 Si se comparan los informes de los noventa con el informe del Banco Mundial de 2000-2001 se aprecia un cambio significativo. Este cambio ya se había comenzado a dar en los consecutivos informes de los años noventa. El informe 2000-2001 utiliza en numerosas ocasiones el término La «persona vulnerable» lo va a ser porque posee alguna característica, o se encuentra en un contexto que lo hace «vulnerable»: el niño, la mujer, la persona mayor… Algo le pasa a la persona vulnerable. Cuando lo más correcto sería pensar que tal vez algo le pasa al contexto en el que vive la persona. Vistas así las cosas, este cambio podría parecer muy prometedor al centrarse en la persona dañada. Podría pensarse que los «sujetos y colectivos vulnerables» van a ocupar mayor protagonismo en la elaboración de las políticas legislativas. Al igual que ha sucedido en la victimología contemporánea, que ha reclamado una mayor atención a la víctima, podría pensarse que el éxito de las nociones de «persona y colectivo vulnerable» ayudarían a empoderar a las personas y colectivos «vulnerables». Sin embargo, no ha sido así. En parte, los usos del término «vulnerable» pueden evolucionar de igual forma que lo ha hecho el término «víctima». Se ha generalizado de tal forma su uso que cualquier persona puede ser considerada víctima de algo: de una injusticia, de una relación afectiva truncada, de unos padres incomprensivos, de una tormenta, de una intoxicación, de la gripe, de la telebasura… Se ha generalizado de tal forma el significado del término que corre el riesgo de perder su capacidad para especificar y asociar efectos concretos a la calificación de una persona como víctima. Lo mismo puede estar ocurriendo con el término «vulnerable». Sin embargo, este uso podría ser anodino si no fuera porque ha sustituido al término «vulneración». Al producirse esta sustitución, la expansión del término «vulnerabilidad» adquiere importancia porque dificulta la atribución de responsabilidades acerca del daño real o potencial que sufren o pueden sufrir determinadas personas. Por vulneración entiendo el quebrantamiento de una expectativa de evitación de un daño por considerarse ilegítima su imposición sobre una persona, y también el quebrantamiento de la expectativa de ayuda que contribuya a reparar y a recuperarse cuando el daño se ha producido. La idea de vulneración requiere la preexistencia de una expectativa de no ser dañado en forma de expectativa reconocida y protegida mediante mecanismos públicos, que pueden ser estatales o sociales. Se vulneran los derechos que tienen las personas. Derechos por los que se ha luchado históricamente. No hay derechos regalados. ¿Qué es lo que hace que una persona sea «vulnerable»? Y añado: ¿qué es lo que hace que una persona sea más vulnerable que otra? Una de las respuestas es que lo que hace más vulnerable a una persona que a otra de su misma sociedad es la relación que mantiene con las fuentes potenciales o reales de daño (con las fuentes de vulneración). De igual modo, otro factor que condiciona la desigual vulnerabilidad es la relación que las personas tienen con los sistemas de prevención y protección frente a los daños que sufra o pueda sufrir la persona. Si la cuestión se enfocase de esta forma, el peso de la argumentación ya no recaería sobre la persona o colectivos a los que se naturaliza como vulnerables, sino que la atención se centraría en las fuentes de vulneración (causación de un daño) y los sistemas de prevención y protección frente a las vulneraciones. Si se enfoca de esta forma la cuestión de las vulnerabilidades, lo correcto sería decir que las condiciones laborales, o sanitarias, o medioambientales, o el patriarcado, o la avaricia de los privilegiados, o el racismo… pueden causar y causan daños a las personas. De esta forma, por ejemplo, las agresiones a mujeres no indican que exista una vulnerabilidad de la mujer, sino que evidencia que existe un entorno organizado sistemáticamente que vulnera potencial y realmente a la mujer por ser mujer. Dicho de la forma más clara posible: a la mujer no le pasa nada por ser mujer, no es que la mujer sea más vulnerable que el hombre. La vulnerabilidad de la mujer deriva de un orden de cosas que la vulnera tendencialmente o realmente. Y al vulnerarla, la vulnerabiliza (incrementa la natural vulnerabilidad compartida con otros seres humanos). Lo mismo podemos decir del pobre: al decir que el pobre es vulnerable, se naturaliza la condición vulnerable del pobre, cuando lo cierto es que existen unos condicionantes que explican la generación de pobreza. El pobre no es pobre porque en su adn haya algún gen que irremediablemente le lleva a la situación de pobreza. Muchos hijos e hijos de familias bienestantes compartirían «genes» similares y sin embargo no desarrollan sus vidas en condiciones de pobreza. No es lo mismo decir de una persona que es vulnerable a decir que ha sido vulnerada y lo puede volver a ser. Véase la diferencia que existe en decir «x es dañable» a decir «x ha sido dañado y puede volver a ser dañado». En el primer caso («x» es dañable) no se puede identificar responsabilidad por el daño que recibe «x». Sin embargo, en el segundo caso, la pregunta acerca de la responsabilidad está implícita. Parte de la importancia de analizar la extensión del término vulnerable se halla en responder a una pregunta que subyace en esta cuestión: en la condición humana ¿qué es primero: la vulnerabilidad o la vulneración? Creo que, si se describe la condición humana, la vulnerabilidad es primero. Sin embargo, si se atiende a la vida realmente vivida por las personas en estructuras y relaciones creadas por las personas lo relevante es qué hacemos con esa vulnerabilidad inicial y cómo las estructuras que nos hemos dado generan padecimiento, y lo hacen de forma desigual. Es la vulneración en tanto que hecho concreto y no la vulnerabilidad lo que exige una respuesta urgente en la vida de las personas. Es la herida (vulnus) lo que urge, no solo la posibilidad de ser herido. Esto último viene tras lo primero. Lo primero no es la posibilidad de […] sino el conocimiento adquirido de… La vulnerabilidad es una expectativa, algo que puede suceder, mientras que el daño es algo real aunque la persona ignore las causas del daño que experimenta. Del análisis de los usos políticos-jurídicos que contemporáneamente se hace de los términos «vulnerable» y «vulnerabilidad» no se desprende una mayor atención a la remoción de las causas de los daños que afectan a las personas, sino que domina una utilización de estos términos para justificar, en el mejor de los casos, una reacción ex post, una vez el daño se ha producido. Al mismo tiempo, estos usos muestran la predisposición a la individualización de la responsabilidad por la vulnerabilidad. En la medida en que no habla de «vulneración» sino de «vulnerabilidad», se traslada la carga a la persona o al colectivo identificado como «vulnerable». Este traspaso de la responsabilidad a la persona ha coincidido en el tiempo con un contexto de recortes del gasto social, de aplicación de políticas neoliberales y de debilitamiento del sector público. En la medida en que se acepte que es preciso reducir las políticas sociales, las personas y colectivos etiquetados como vulnerables se convierten en una «carga» para el Estado y, por extensión, para la economía estatal. La pregunta política, moral y social que creo que nos tenemos que hacer si queremos invertir el incremento de las crecientes desigualdades sociales es: ¿qué cambios estructurales hay que hacer para que las personas no sufran aquellos daños que van a incrementar su natural y humana fragilidad?
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