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Piercing/Ryu Murakami/ Lectura pdf, Monografías, Ensayos de Historia del Arte

Kawashima Masayuki está casado con Yoko. Están enamorados, tienen una hija de cuatro meses, trabajos estables, pan cocinado en casa: felices. Pero éste es un libro de Ryu Murakami, escritor experto en exponer las inmundicias del considerado el mejor de los mundos posibles.

Tipo: Monografías, Ensayos

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Subido el 29/07/2021

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Están enamorados, tienen una hija de cuatro meses, trabajos estables, pan cocinado en casa: felices. Pero éste es un libro de Ryu Murakami, escritor experto en exponer las inmundicias del considerado el mejor de los mundos posibles. Kawashima contempla dormir a su bebé todas las noches. Y todas las noches se convence de que no la apuñalará. No a su hija. Tras las pulsiones asesinas, tras los desdoblamientos de personalidad, la sed de inflingir(se) dolor, existe una carencia, un daño infantil, la huella marcada a fuego de la alienación. Murakami, elegante y sinuoso, traslada al lector al otro lado del paraíso, al que denuncia sin estridencias y sin piedad. Lejos de ser un mero festín gore, Piercing aborda la violencia con controlado aplomo, retratándola como una consecuencia genuina del dominio de los poderes económicos sobre Tokio. El resultado es esta breve y convincente narración sobre el crimen y sus motivaciones. La novela apunta desde todos los ángulos posibles a un único lapso del horror. ED KING TIME OUT BOOK REVIEW Una aterradora versión japonesa de las peores pesadillas de David Lynch. CHRIS PETIT GUARDIAN BOOK REVIEW Ryu Murakami Piercing ePub r1.0 GONZALEZ 20.11.13 Título original: Ryu Murakami, 1994 Traducción: Ana Lima Lima Diseño de portada: Daniel Orviz Editor digital: GONZALEZ Digitalización: orhi ePub base r1.0 hombro. —¿Te he despertado? Lo siento. Se acercó a ella de puntillas y se inclinó para besarle la mejilla. —¿Qué hora es? —preguntó ella. —Un poco más de la una. —¿Estabas mirando a Rie? -Sí. No quería despertarte. Estás cansada. Duérmete otra vez. —¿Todavía estás trabajando? —Casi toda la composición está terminada. Sólo me queda elegir las diapositivas. Hará que la presentación sea mucho más fácil. Yoko se acostó de nuevo y se quedó dormida antes de que él hubiera terminado de susurrarle esto. Menos mal. No le habría hecho gracia si hubiera encendido la luz para ir al baño o a beber agua. Habría visto que sudaba, y podría haberse dado cuenta de que el extremo del punzón le abultaba en el bolsillo. 2 Kawashima guardó el punzón en un cajón de la cocina, se lavó la cara en el lavamanos y fue a la sala. Se sentó a la mesa y esperó en vano a que su ritmo cardíaco bajara. Tenía la garganta reseca debido a la tensión y pensó en tomar algo, pero desechó la idea de inmediato. No se permitía tomar alcohol en momentos como éste porque sabía que terminaría con algo fuerte, un procedimiento que le ayudaba a relajarse durante un rato pero en el que acababa perdiendo el control. Bebía hasta quedar sin conocimiento, y al día siguiente no se acordaba prácticamente de nada. Contempló la habitación intentando respirar profunda y pausadamente. Seguían refiriéndose a ella como la sala, pero la habían convertido en espacio de trabajo para los dos. No había sofás o butacas, sino una pesada mesa de madera sin tratar y en forma de ele que ocupaba más de la mitad del suelo. Este monstruo, importado de Suecia y con el tamaño suficiente para acomodar a ocho o diez estudiantes amasando al mismo tiempo, era la posesión más querida de Yoko. Kawashima se la había dado como regalo de boda, dejando limpia su cuenta bancaria para pagarla. Seguía sintiendo lo mismo por Yoko que entonces: no podía creer que hubiera logrado conocer, enamorarse y, de hecho, casarse con una mujer como ella. Los dos tenían la misma edad. Se habían conocido seis años atrás, al principio del verano, en una galería de arte en Ginza. Fue en la inauguración de una exposición de un artista francés nacido en Rusia llamado Nicolás de Stáel, un pintor de cuadros abstractos y sombríos. No era muy conocido en Japón, así que aunque era sábado por la tarde, ellos fueron los únicos asistentes. Yoko fue la primera en hablar. —¿Eres pintor? —preguntó. Kawashima llevaba un cuaderno de bocetos bajo el brazo. —Dibujo un poco, sí —le dijo. Ella llevaba puestas unas gafas de montura color crema que le quedaban bien, pero él no pudo evitar pensar que estaría incluso más guapa sin ellas. Salieron de la galería y fueron a un café con paredes acristaladas que daban al cruce de Ginza. Él pidió un expreso doble y ella el famoso pastel de requesón de la casa y un té de manzana. El sol de principios de verano entraba suavemente a través de las persianas, y en cada mesa había un jarroncillo de cristal con una sola orquídea. Yoko olía bien. Mezclada con su perfume, Kawashima creyó percibir otra fragancia, aunque no le pareció que fuera olor a pan recién hecho. Sólo sabía que le parecía agradable, probablemente porque ella le gustaba y se sentía relajado en su compañía. (Por el contrario, cuando se sentía estresado o atrapado en compañía de alguien que no le interesaba, hasta los olores del ambiente le resultaban repugnantes). Yoko comía su tarta de requesón despacio y, mientras, pasaba las hojas del cuaderno de bocetos. En un momento dado, una miga diminuta cayó sobre uno de los dibujos, y la quitó cuidadosamente con la punta de la servilleta. Algo en su forma de hacerlo hizo que él se sintiera muy feliz. Empezaron a verse una vez a la semana, más o menos, para cenar, ira un museo o ver una película juntos. Kawashima trabajaba para una empresa de diseño gráfico y dibujaba en su tiempo libre. Todos sus dibujos eran carreteras estrechas bajo la luz de la luna; ningún otro tema le había interesado jamás. Pero un día, cerca del final del verano, dibujó a lápiz la cara de Yoko de memoria. Cuando le enseñó el dibujo en la siguiente cita, ella le invitó a su apartamento por primera vez. Y allí le hizo una confesión titubeante y dolorosa. Hasta hacía cosa de un año, había estado saliendo con un hombre mayor de su empresa, y el día que rompieron se había tomado un puñado de pastillas para dormir y la habían llevado al hospital. ¿Qué pensaba él de una mujer capaz de hacer algo así? Kawashima dijo que no le parecía importante, y estaba siendo sincero. —¿Quién no ha querido morirse en algún momento? —dijo. Poco después se fueron a vivir juntos. Llevaban compartiendo piso unos seis meses cuando una fría noche de invierno Kawashima se despertó y saltó de la cama, empapado en un sudor que había mojado hasta la colcha. Sobresaltada por el sueño, Yoko preguntaba frenéticamente qué pasaba, pero él sólo decía que tenía que dar una vuelta. Se vistió y salió del apartamento. Cuando volvió, unas dos horas más tarde, le contó algo que nunca le había dicho a nadie antes. —A veces me pongo así —dijo-. Me pasa desde que era pequeño pero no supe lo que era hasta que crecí y lo encontré en un libro de psicología. Se llama pavor nocturnas, miedos nocturnos. Cuando era pequeño resultaba aún peor. Me despertaba asustado y saltaba de la cama, como hice hoy, sólo que me ponía a chillar a grito pelado. A veces me ponía a correr en círculos por la habitación durante unos dos o tres minutos. Después, nunca me acordaba de nada, sólo que algo me había asustado tanto que yo no sabía quién era ni reconocía a la gente que me rodeaba. Era como si se hubieran mezclado en mi sueño, como si se hubieran convertido en personajes de esa pesadilla. Me daba tanto miedo. Tanto miedo. Ahora que soy mayor no es tan malo. Me refiero a que ya no me olvido de quién soy y, como esta noche, supe que eras tú la que me hablaba y me preguntaba qué me pasaba. —Entonces, ¿por qué —preguntó Yoko— saliste solo a toda prisa? ¿Por qué no me dejaste abrazarte? Kawashima negó con la cabeza. —Siempre he pensado que cuando pierdo el control así, es mejor no estar cerca de nadie. Es mejor estar solo y caminar hasta que se me pase, respirar hondo y calmarme. En ese mismo momento decidió contarle a Yoko todo lo que había mantenido en secreto tanto tiempo, cuando, con diecinueve años, le clavó un punzón a una mujer. No quería meterse en eso, en parte porque lo recordaba de forma vaga y confusa, y en parte, también, porque temía que ella lo abandonara por miedo. No quería perderla. Creo que lo que los provoca, lo que provoca el miedo nocturno es que, tras la muerte de mi padre, cuando yo tenía cuatro años, mi madre empezó a pegarme. Me daba unas palizas tremendas. No tengo ningún recuerdo de mi padre, sólo que solía llevarnos de paseo en coche. Y sé que tenía uno, al menos durante un tiempo, porque mi madre siempre decía que él era el tipo de imbécil que pagaba una suma inicial por un coche que no podría permitirse. Hace años que no veo a mi madre, pero la última vez que coincidimos, cuando me gradué en el instituto, me dijo que me había tratado así porque yo le recordaba a él, refiriéndose a mi padre, el imbécil. Me daban miedo las palizas porque dolían muchísimo, pero siempre pensé que ella me las daba porque yo era un niño muy malo. Lo raro es que aprendes a soportarlo, ese tipo de abuso. Simplemente te dices a ti mismo que no es a ti a quien están pegando. Si te concentras bien, puedes llegar a un estado en el que ya no te duele. Muchas veces me pegaba sin previo aviso, y eso me daba mucho miedo, así que intentaba estar siempre preparado. Me recordaba a mí mismo todo el rato: Madre me va a pegar, madre me va a pegar... »Pero lo que más me preocupaba era que sólo me pegaba a mí. Nunca le puso la mano encima a mi hermano pequeño. Como sabes, vivíamos en esa ciudad pequeña en el quinto pino, y la ciudad grande más cercana era Odawara. En Odawara había unos grandes almacenes con una zona de juegos para niños en la planta alta. Los tres fuimos varias veces, pero cuando yo tenía cinco o seis años mi madre empezó a dejarme encerrado en casa y sólo llevaba a mi hermano. Una vez salí por la ventana y corrí tras ellos; mi madre me arrastró de nuevo a la casa y me ató a las tuberías del baño. Me acuerdo de eso perfectamente, como si fuera ayer. Me dormí allí mismo, sobre las baldosas, y cuando desperté ya era de noche y lo único que veía por la ventana era la carretera estrecha y vacía... »Poco después de esto, un profesor de enseñanzas medias me encontró plaza en una casa para niños maltratados; fue ahí donde empecé a dibujar. Desde el principio, lo único que dibujaba era carreteras estrechas de noche. —Kawashima agachó la cabeza—. Nunca le he contado esto a nadie —dijo, y Yoko le tomó la mano y se la estrechó. Se casaron un año y ocho meses después de conocerse en Ginza. Yoko dijo a sus padres que de acuerdo a los valores que ella y su prometido compartían, no querían celebrar una boda; ellos aceptaron a regañadientes. Pero realmente no se trataba de valores. Ella sabía que Kawashima no había perdonado a su madre y a su hermano pequeño, y no quería ponerle en una situación incómoda. ellos o contándoselos a alguien. Normalmente. En la planta baja del edificio de al lado había un vídeo-club. Al final de una jornada larga, después de cenar y darse un baño, a Yoko le gustaba sentarse con una copa de vino o una cerveza y ver una película. Una noche, en su último mes de embarazo, habían visto juntos Instinto básico. Kawashima quiso salir huyendo del cuarto en cuanto vio la primera escena: un asesinato con punzón; pero Yoko dijo «No creo que sea buena para el bebé, pero es una historia interesante, ¿verdad?». Fue esa actitud suya, de entretenimiento indiferente, lo que le ayudó a calmarse y a permanecer sentado hasta que acabó la película. Muchas veces, en los últimos diez días, se había preguntado por qué sólo temía apuñalar al bebé y no a Yoko. El recuerdo de la vez que vieron Instinto básico juntos le dio la respuesta: porque Yoko podía hablarle. Hablar con alguien ayuda a neutralizar el poder de la imaginación. Y Yoko tenía una manera delicada y hábil de lidiar con las heridas que él llevaba dentro. Su actitud no era ni insensible ni indulgente ni ¿Por qué no lo superas ya? ni Ay, ¡pobrecito! Nunca hacía ningún esfuerzo para evitar el tema y, cuando salía a relucir, sus comentarios siempre eran clarividentes y amables. Cuando tienes una enfermedad crónica —le decía ella— frustrarte o impacientarte lo único que hace es empeorar las cosas, ¿no? ¿No es eso lo que dicen, que tienes que vivir en armonía con una enfermedad; que pienses en ella como en un viejo amigo? O: —¿Por qué cuando la gente crece se olvida por completo de lo vulnerable e indefensos que eran de niños? O: —Hasta que nació Rie no sabía lo estresante que puede resultar tener niños. Estoy segura de que incluso tu madre debe de preguntarse en qué estaría pensando entonces. La forma en la que ella decía esas cosas siempre le aliviaba y confortaba. La primera escena de Instinto básico fue una sacudida para él pero cuando el punzón volvió a aparecer en la película, ya estaba disfrutando mucho de la historia. En el siguiente edificio, después del vídeo-club, había una librería. Algo se movió en el hueco entre los dos edificios y él se paró para ver qué era. El hueco, con el ancho justo para permitir a un hombre caminar por él, terminaba en el muro de otro edificio. Estaba muy oscuro pero tenía la certeza de haber visto dos o tres figuras moviéndose. Tan pequeñas que tenían que ser niños, no mayores de nueve o diez años. Ahora no se movían, probablemente porque Kawashima se había parado y miraba en la dirección donde ellos estaban, pero no iba a llamarlos o a acercarse para mirar en el hueco. Sabía que hasta un niño de diez años puede ser peligroso. Antes de seguir caminando, vio un punto rojo pequeño. Podría haber sido un cigarrillo encendido, sólo que ni vio ni olió humo. El ojo de un animal pequeño, tal vez, reflejando la luz de la calle. Entre los dos edificios, recordó, había bidones de basura y el agua se acumulaba alrededor del desague. Lo más probable es que los niños estuvieran matando ratas, en esa estrecha oscuridad, para divertirse. En el Hogar para niños en peligro, Kawashima había tenido un amigo de su edad que se llamaba Taku-chan. En un momento dado, el Hogar adquirió una pareja de conejos y encomendaron el cuidado de una de las crías a Taku-chan. Taku-chan quería a su conejito más que a nada en el mundo, y hasta se empeñó en dormir con él en brazos. Pero un día, delante de Kawashima y sin motivo aparente, cogió al animal por las orejas aún sin desarrollar, se puso en pie y lo tiró contra el suelo de hormigón. Sonó a porcelana cuando se rompe, pero el conejito no estaba muerto e intentó alejarse con movimientos espasmódicos, como un juguete al que se le está acabando la cuerda. Taku-chan, con la misma expresión apagada que tenía cuando acariciaba el pelo del conejo, pisoteó su cabeza varias veces con el tacón del zapato. Después, sin hacer caso del cuerpo aplastado y sin vida del animal, se fue a buscar otro que lo reemplazara. A veces, Kawashima y Taku-chan dibujaban juntos y Taku-chan siempre hacía lo mismo. Manchaba toda la hoja de negro, azul oscuro o violeta, y en el medio pintaba un niño pequeño desnudo cuyo cuerpo estaba atravesado con flechas de los pies a la cabeza, docenas de ellas que salían en todas las direcciones, como púas. «¿Quién es éste?», le preguntó una vez un terapeuta y Taku-chan contestó: «Yo». El terapeuta dijo: «Bueno, y si no fueras tú, Taku-chan, ¿quién sería?». Si no soy yo, dijo Taku-chan, no me importa quién es. Kawashima decidió ir a la tienda que había calle abajo. Caminaba despacio para calmarse pero sus pulsaciones aún no habían vuelto a la normalidad. El frío se le colaba por las suelas de los zapatos, y cada exhalación salía en forma de nubecilla blanca, un recordatorio visible de lo irregular y rápida que era su respiración. Al otro lado de la calle había un edificio de apartamentos de hormigón armado y en una ventana, en la esquina del tercer piso, una mujer de pelo corto fumaba un cigarrillo. Limpió con la manga el vaho del cristal y miró a la calle. En ese edificio, recordó Kawashima, sólo había estudios para mujeres solteras. La luz estaba detrás de ella y no pudo ver su cara, pero a juzgar por el corte de pelo y la manera de fumar, dedujo que ya no era joven. Treinta y largos, tal vez. La imagen de una mano con la piel seca y arrugada y venas protuberantes se formó en su cabeza. Una mujer de treinta y largos, sosteniendo un cigarrillo mentolado, delgado y oscuro, en la mano como si fuera una hoja de otoño. La había conocido cuando él tenía diecisiete años y vivieron juntos casi dos años. Ella era diecinueve años mayor que él, así que muchas veces los tomaban por madre e hijo. Cuando esto ocurría, la mujer forzaba una sonrisa y mostraba una fría indiferencia; pero después, cuando ella y Kawashima estaban solos, despotricaba amargamente contra la persona que había cometido el fauxpas, a veces durante horas. Era artista de striptease y trabajaba en Gotanda cuando se conocieron, aunque en los dos años que estuvieron juntos cambió de local una docena de veces. Con frecuencia, la mujer llevaba al apartamento hombres que había conocido en el club de striptease y coqueteaba con ellos delante de Kawashima. Si preguntaban, ella les decía entre dientes, con voz de borracha, que él era su hermano pequeño. E invariablemente, una vez los hombres se iban, se ponía furiosísima con Kawashima y le agredía con los puños y chillaba: «iSi de verdad me quisieras! ¡No te quedarías ahí sentado! ¡Y dejarías que otro hombre! ¡Me hiciera esas cosas! ¡Le darías una buena paliza! ¡0 lo matarías!». Terminó pegándole a alguno, tras lo cual ella empezaba a golpearlo a él de todos modos, gritando que le iba a hacer perder el trabajo. La histeria no paraba hasta que ella se quedaba sin fuerzas y caía rendida. Qué perra tan odiosa, pensaba Kawashima, ¿cómo puede una persona llegar a ser tan despreciable? Estaba seguro de ser el único en el mundo que podía ocuparse de ella. Por ello, pensaba que ella nunca le dejaría. La noche que le clavó el punzón siempre había estado poco clara en su memoria. Había vuelto al apartamento tarde, por la noche, después de haber estado esnifando disolvente con un amigo; así que, para empezar, no estaba en un estado muy lúcido. En el medio de la habitación había una estufa de keroseno encendida, con un caldero rebosando agua. La mujer acababa de volver del trabajo y estaba sentada delante del espejo quitándose el maquillaje. Intentó abrazarla por la espalda pero ella no le dejó. Lo único que dijo fue «No me toques» pero de una manera tan fría y cortante que a él le dio pánico. La rodeó con los brazos otra vez y ella volvió a rechazarlo, abriéndole los dedos a la fuerza y sacudiéndoselo de encima. «iDeja ya de echarme encima tu aliento a disolvente!» gruñó ella. Kawashima estaba destrozado. Lo único que podía pensar era: necesito que me castiguen. Está muy enfadada conmigo. Está muy enfadada pero no va a pegarme, así que tengo que castigarme a mí mismo. Si no lo hago, puede que ella se marche. Fue hasta la estufa y metió la mano derecha en el caldero de agua hirviendo. Cuando sacó la mano roja y quemada del caldero para enseñársela, la mujer le llamó idiota y se metió en el baño, quitándose la ropa mientras caminaba. Él estaba convencido de que después de la ducha, ella abandonaría el apartamento. Para no volver. ¿Cuánto tiempo tendría él que estar ahí sentado, medio muerto de miedo, esperando a que ella volviera? No podía dejarla marchar. Se estaba devanando los sesos, pensando que tenía que hacer algo antes de que ella terminara de ducharse cuando, de repente, hubo unas pequeñas explosiones en las que sus sentidos de la vista, el olfato y el oído colisionaron. Algo parecido al olor a hilo quemado o a uñas chamuscadas le llenó la nariz, y lo siguiente fue que había abierto la cortina de la ducha y estaba perforando en silencio el estómago de ella con el punzón, que no encontró mayor resistencia que la que encontraría un imperdible hundiéndose en una esponja. Se introdujo sin esfuerzo en su barriga blanca y flácida, y cuando lo sacó, vio sangre espesa y de color rojo oscuro manando del pequeño agujero redondo que había hecho. El punzón debió caérsele de la mano quemada en ese instante, pero en su memoria hay un espacio en blanco a partir de ese momento. Ni siquiera podía recordar si la policía había venido o no. Cientos de veces, en sueños, había visto el punzón caer sobre las baldosas del baño y rodar bajo la bañera. En los sueños, él se arrodilla y algún tipo de objetivo, algo a lo que vas a dedicar el tiempo. No hace falta que tenga que ser algo serio. Un tipo viajó a la India y otro se fue a Nueva York para ver musicales. Una de las chicas se fue a Okinawa para sacar la licencia de buceo. —¿Piensas ir al extranjero? —Te cuento lo que estoy pensando. Me gustaría quedarme en uno de los hoteles principales del centro. No tienes la oportunidad de hacerlo cuando vives en la ciudad, ¿verdad? Me gustaría quedarme en el tipo de sitio en el que se hospeda el empleado medio de ciudades pequeñas cuando viene a Tokio. —¿Qué vas a hacer en un sitio así? —Puede que parezca una tontería, pero quiero entender mejor al auténtico empleado. Como cuando tengo una reunión en una cafetería o en un bar en uno de esos hoteles. Siempre me fascina oír lo que están hablando los empleados a mi alrededor. Te sorprendería, muchas veces se oyen comentarios bastante profundos, sentidos. Me gustaría hacer, sabes, un estudio serio sobre ese tipo de cosas, porque a principios de año vamos a estar a cargo de todo el material gráfico de una nueva campaña. Es para un coche de importación, un modelo dirigido a empleados de treinta y algo. Y la verdad es que no sé gran cosa del empleado medio. Necesitaba un buen periodo de tiempo para perfilar y ejecutar su plan. Pero si se inventaba alguna historia de que tenía que quedarse cerca de la empresa unos días para cumplir un plazo, por ejemplo, una llamada de Yoko a la oficina lo pondría al descubierto. Era poco probable que alguien asociara esa mentira con un crimen cometido en algún lugar de la ciudad, pero no hacía falta complicar las cosas dándole a Yoko o a la compañía motivos para pensar que estaba metido en algo sospechoso. Por supuesto, quedarse en un hotel en la ciudad para «investigar» normalmente se interpretaría como una aventura o un problema con el juego. Pero sabía que Yoko nunca dudaría de él. Para empezar, no era celosa o suspicaz, y en los seis años que llevaban juntos, aunque se había reservado algunas cosas, él nunca le había mentido. No porque se adhiriera a algún principio moral abstracto, sino simplemente porque no quería ser deshonesto con alguien que significaba tanto para él. Además, si ella sospechara que él tenía una aventura.. bueno, ¿y qué? Todos los utensilios que Yoko necesitaba para sus clases del día estaban perfectamente ordenados sobre la mesa en forma de ele que dominaba la habitación. —Entonces tendremos que prepararte la maleta —dijo con una sonrisa natural, nada forzada—. Sólo te digo que no pierdas el contacto. Me refiero, no te olvides de llamar. No me voy a olvidar —dijo Kawashima, asintiendo. Entró en la habitación y se inclinó sobre la cuna para mirar al bebé. Acarició con suavidad la pelusa de su mejilla. Y susurró bajito, para que Yoko no le oyera: Todo va a salir bien. 5 Cuatro días más tarde, Kawashima se registraba en el hotel Príncipe Akasaka. Usó su tarjeta JCB y dio su nombre real. Era una habitación doble desde la que se veía la Torre de Tokio en la distancia, y la reservó para una semana. Nunca antes se había tomado unas vacaciones de verdad, y por ese motivo —y como reconocimiento por haber ganado la cuenta del festival de jazz- la compañía había accedido de inmediato a su petición, dándole incluso casi novecientos mil yenes en efectivo para gastos. Su jefe había bromeado, con el típico mal gusto, diciendo que la idea de observar empleados era brillante, pero que no se enamorara de ninguno y terminara cogiendo el sida. Kawashima llegó poco después del mediodía y lo primero que hizo fue llamar a Yoko. De fondo, oía el parloteo de mujeres de mediana edad y casi olía el pan recién hecho. Ni Yoko ni nadie en la oficina parecía haber tenido la menor sospecha sobre sus motivos. Pensándolo bien, reflexionó arrellanado en el sofá y mirando el centro de la ciudad sobre el que caía el crepúsculo... pensándolo bien, en algún momento me convertí en un hombre que jamás hace algo que los demás puedan considerar sospechoso. Tal vez algo fundamental había cambiado desde los viejos tiempos, desde que dejó a la artista de striptease. Había vuelto a la escuela, retomado el dibujo, encontrado un trabajo y conocido a Yoko, y muchas veces tenía la sensación de que ni siquiera era la misma persona que había sido de adolescente. Pero si ahora era alguien diferente, ¿cuál de los dos era su auténtico yo? Los dos son el auténtico tú, susurró una parte de él; pero la otra parte no lo tenía tan claro. A veces el antiguo y el nuevo yo parecían no tener relación alguna. Inspirado por un artículo que había leído en una revista y fotocopiado en la biblioteca, Kawashima había decidido comprar un cuchillo, además del punzón. El artículo era sobre una furcia de treinta y dos años que habían encontrado muerta en una habitación de hotel, con el tendón de Aquiles cortado. Un detective anónimo había propuesto esta explicación: «Cuando cortas el tendón de Aquiles, el sonido que hace es tan alto y agudo como el de un disparo. Puede que el asesino lo supiera y le gustara». Kawashima decidió que antes de perforar el estómago de la víctima con el punzón —o después, si era preciso— le cortaría el tendón de Aquiles. Tenía curiosidad por cómo sonaría exactamente. Y quería ver la expresión en la cara de la mujer cuando esto sucediera. Pensar en estas cosas no le aceleraba el pulso ni le hacía mirar fijo al vacío, sonriendo y babeando. Le producía más bien una especie de calma creativa, similar a su estado mental cuando meditaba sobre qué foto usar en un póster. Su ritmo cardíaco había sido un problema los diez días que había vivido con el temor de apuñalar al bebé, pero dejó de serlo desde la noche de la tienda. Entre el hombre frío que estaba decidiendo cómo cortar el tendón de Aquiles de su víctima, y el hombre que esa misma mañana había sonreído a su esposa en una habitación saturada del aroma a pan recién hecho, había una clara distancia. No sabría decir en qué consistía, pero sí que la había. Se levantó y cerró las cortinas. Sacó el artículo de la revista de su maletín así como una revista de sadomasoquismo, una guía semanal de la industria del sexo y una libreta. Se sentó al escritorio y empezó a escribir notas en un intento de ordenar sus pensamientos. Antes que nada, la víctima debía ser una prostituta. Era la única elección lógica. ¿Pero qué tipo de prostituta debería elegir? Era importante, igual que el lugar donde cometería el asesinato. Una vez la policía lo detuvo por esnifar disolvente pero no habían tomado sus huellas dactilares. La policía estaba en desventaja cuando el asesino no conocía a la víctima y no tenía antecedentes. Ya había decidido que no podía apuñalarla solamente: tenía que asegurarse de que la mataba. Naturalmente, lo mejor sería que no se encontrara el cuerpo, pero intentar deshacerse del cadáver implicaba correr riesgos inaceptables. Ella tendría que trabajar por libre, sin chulo ni oficina ni banda a los que rendir cuentas. ¿Apuñalarla en algún callejón oscuro y desierto, tal vez? Atraer a una prostituta que hace la calle a un callejón con el pretexto de negociar un precio sería bastante sencillo, pero en un lugar tan mal iluminado no podría ver bien cómo el punzón penetraba el estómago y probablemente no tuviera tiempo de cortarle el tendón de Aquiles. Hacía dos noches, mientras caminaba por el distrito Kabuki-cho de Shinjuku, había confirmado que la mayoría de las que hacían la calle por libre eran extranjeras, especialmente del sudeste asiático. Entre las ventajas de elegir a una de ellas estaba que su búsqueda sería, a lo sumo, practicada a medias, ya que era probable que ni siquiera estuviera en Japón legalmente. Pero era esencial que la carne que traspasara el punzón fuera lo más blanca posible. Y ahora que lo pensaba, ni siquiera una extranjera de piel clara le serviría. Si la víctima no hablaba bien japonés, sería difícil organizar las cosas como es debido y, además, era un imperativo que sus expresiones de horror y angustia fueran pronunciadas en japonés. ¿Por qué? Lo pensó un rato, pero dejó de hacerlo cuando una imagen de su madre empezó a formarse en su mente. Sólo debía concentrarse en el asunto en cuestión. No, sería una locura hacerlo en un callejón, un parque, un solar o cualquier lugar al aire libre. Tendría que coger otra habitación en algún sitio. Las empresas que enviaban chicas a la habitación de hotel del cliente se limitaban a los servicios de prostitutas, operaciones de masajes eróticos y clubes de sadomasoquismo. En cuanto el punzón apareciera, lo más probable es que la mujer intentara huir. Y chillara. Tendría que reprimirla; y durante un rato, ya que no moriría de inmediato; después de todo, no iba a clavárselo en el corazón. Sería mejor verla expirar despacio, debido a la pérdida de sangre; pero claro, de las heridas causadas por un punzón no saldría mucha sangre. Se puede causar la muerte por hemorragias internas, al pinchar ciertos órganos, pero, ¿de qué servía eso si no se podía ver? En cualquier caso, lo primero sería atar y amordazar a la mujer. Eso significa sadomasoquismo. Por lo visto, la mayoría de los clubes de sado no envían a sus chicas a los «hoteles de amor». La ventaja de un hotel de amor era la persiana en recepción que impide al recepcionista verte la cara. Pero era comprensible que el personal de esos lugares estuviera siempre vigilante por si surgía un problema, y Kawashima qué mostrador o qué bolígrafo había usado, y en cualquier caso, estarán todos llenos de huellas. Dejarse el guante puesto — especialmente al escribir algo- sólo llamaría la atención, igual que las gafas de sol. La experiencia de Kawashima le decía que siempre que intentas ocultar algo, los demás se dan cuenta de alguna manera y seguro que el recepcionista se fijaría en alguien que llevara guantes al rellenar la tarjeta de inscripción. Los trabajadores de los hoteles sabían observar con disimulo. Dando por hecho que iba a rechazar la ayuda del botones, debería coger la llave con la mano enguantada y llevar puestos ambos guantes cuando abriera la habitación, así como todo el tiempo después de entrar en ella. No debería dejar ninguna huella dactilar en el lugar, aunque sólo fuera para que pareciera el trabajo de un hombre con mucha experiencia. La policía se decantaría por buscar a alguien con antecedentes y haría listas de pervertidos y delincuentes sexuales conocidos. Pero claro, no podía llevar los guantes puestos desde el momento en que llegase la mujer hasta que la tuviera inmovilizada por temor a levantar sus sospechas. Después de atarla, se los volvería a poner. Con cara impasible, con naturalidad, se ajustaría los dedos de piel, uno a uno. Después la pelota mordaza. No una que le tapara la boca por completo; deberá permitírsele vocalizar de manera limitada. Pondría los guantes ensangrentados, los tejanos y la sudadera en bolsas de vinilo separadas, acordándose de ponerse el par de guantes extra primero. Lo mejor sería que usara bolsas dobles o triples, lo cual implicaba que tendría que coger unas cuantas bolsas de las tiendas. Cinta americana. Cartón y papel grueso con el que envolver la punta del punzón y la hoja del cuchillo. Y necesitaba algo pesado para cuando tirara las bolsas al río, unos plomos de buceador serían ideales. Añadirlos a los paquetes con el punzón y el cuchillo. Una vez que se hubiera deshecho de todo, lo más seguro sería abandonar el bolso de viaje cerca de un grupo de vagabundos en algún parque. En cuyo caso, un Louis Vuitton quedaba, por supuesto, descartado. Compraría el cuchillo y el punzón en distintos supermercados de barrio. Preferiblemente un sábado por la tarde o un domingo, cuando más gente hay. ¿Era necesario hacer un ensayo, pedir una mujer de otro club de sadomasoquismo antes que la de la gran noche, para familiarizarse con el proceso? ¿Qué pasaría si la primera mujer y la que iba a ser sacrificada resultaban ser amigas, por ejemplo? Algo descabellado, tal vez, pero ¿por qué correr riesgos? Después de todo, si surgiera algún problema por su falta de conocimiento del juego sado, siempre podía abortar el plan. Se había saltado la cena pero no tenía nada de hambre, y se preguntaba por qué cuando sonó el teléfono. Era el servicio de habitaciones para asegurarse de que no quería que le desdoblaran la colcha aunque tuviese la señal de NO MOLESTAR en la puerta. Dijo que estaba trabajando y que él mismo se encargaría de la cama; a lo que el empleado respondió, en un tono de lo más cortés, que el servicio de cama estaba disponible las veinticuatro horas y que podía solicitarlo en cualquier momento. Kawashima se encontró dando sinceramente las gracias al hombre por su amabilidad. Era como si la gente que no estaba involucrada de ninguna manera en su misión, le estuviera animando. Volviendo a su cuaderno, escribió: Además de un disfraz sencillo, algo que despiste también vendría bien. Para los empleados del hotel con los que trate, algo básico, como masticar chicle ruidosamente. Hablar con acento de Kansai, toser con frecuencia, cojear ligeramente, pero nada que termine siendo contraproducente por causar demasiada impresión. Esto tendría que planearlo con mucho cuidado. El despiste era un asunto importante y tampoco había que pasarlo por alto cuando llegaran los últimos pasos del ritual. Todavía no había decidido cuál sería la causa de la muerte. El método más ortodoxo sería estrangularla. Esto no le hacía mucha gracia; pero si había que hacerlo, preferiría usar un cable fino de acero inoxidable. Cortarle las muñecas o la garganta sería un problema por la cantidad de sangre que se derramaría pero, por otro lado, un crimen sangriento ayudaría en el despiste, ya que la policía buscaría a un drogadicto, a un consumidor de anfetaminas o a un enfermo mental. Podría reforzarlo dejando una nota con algún mensaje incoherente. Según un artículo que había leído sobre estos asuntos, sabía que tales mensajes empleaban palabras como Dios, Voluntad divina, ondas de radio, control, órdenes, mandatos, Cielo. Combinaría algunas en una nota corta. Debo hacer lo que Ellos me ordenan o lo que ordenan las transmisiones de radio. Mirad la Divina Voluntad o Dios me habló o No oso desobedecer mis órdenes o He abierto las puertas del Cielo de par en par. Una de estas frases, o una combinación de ellas, estaría bien. Podría usar la papelería y el bolígrafo del hotel. No era necesario que escribiera con la mano izquierda o que disimulara la caligrafía de otra manera. Simplemente tenía que estrujar la nota y dejarla en un rincón de la habitación. Tal vez fuera buena idea recoger impresos de carreras abandonados en los trenes —carreras de caballos, de bicicletas, de barcos— y dejarlos en la habitación. Especialmente si los encontraba de Osaka o Kobe, o un folleto anunciando un usurero o algo de allí, y usar un acento de Kansai al registrarse. No le daba tiempo de hacer un viaje al distrito de Kansai, pero cuando comprara el bolso en la estación Tokio o en el aeropuerto de Haneda, podría estar pendiente de tales elementos desechados por los viajeros. En lo concerniente al despiste, no obstante, era importante prestar atención hasta al más mínimo detalle. Si quedara claro que había habido engaño, la policía inmediatamente empezaría a buscar a alguien racional y astuto, en lugar de a un loco o a un desesperado. Elegiría uno de los hoteles de Shinjuku oeste, donde no era raro que los huéspedes llegaran caminando en lugar de en taxi. El Park Hyatt, el Century Hyatt, el Washington, el Hilton, el Keio Plaza; reservaría en todos ellos con nombres diferentes. Después, tan pronto como fuera posible, iría a comprobarlos todos. El que tuviera la recepción más atareada y el peor servicio de habitaciones sería el apropiado. Un mal servicio, anotó, significa menor atención a los huéspedes. Dejó el lápiz y miró el reloj. Eran más de las once. Yoko se acostaría dentro de poco. Pensó llamarla otra vez, pero decidió que dos veces en un día podría parecer poco natural. Seguía sin hambre. La pequeña nevera estaba llena de whisky y cerveza, y se sentía tan satisfecho de su trabajo que decidió permitirse una copa. Cogió una mini botella de whisky nacional barato del bar, la vertió en un vaso y tomó un sorbo. Era lo más delicioso que había probado jamás. Leyó sus siete páginas de notas, añadió algunas cosas, y después metió la libreta en su maletín y lo cerró con la combinación. Abrió las ventanas y miró la Torre de Tokio, cuyas luces estaban ahora apagadas, y mientras tomaba otro sorbo de whisky era consciente de que el calor de su garganta y estómago irradiaba olas de deseo sexual a todo su cuerpo. Después del segundo vaso, decidió no seguir bebiendo porque temía que cediera a la tentación de llamar a un club de sado para que le enviaran una chica. Aún no había decidido qué edad debía tener la víctima. La idea de una de treinta y pico largos le atraía, pero de algún modo pensaba que esta vez sería más satisfactorio clavar el punzón en una barriga joven y firme, y no en una que estuviera suave y fofa. Una mujer joven, sí, con piel resistente y blanca como la nieve. En cuanto Kawashima se decidió sobre este extremo, le entraron unos deseos terribles por una mujer mayor. La revelación alimentada por el whisky de que la víctima debía ser joven, después de la excitación de escribir todas esas notas, le había dejado sumido en el deseo. Dándose cuenta de que a menos que hiciera algo no iba a poder dormir, lo que disminuiría su capacidad para empezar los preparativos al día siguiente, le echó un vistazo a la guía del sexo y llamó al teléfono de un anuncio que decía Señoras maduras dan Masaje Erótico. —Buenas noches, Clínica Essence. Era la voz de un hombre. Me hospedo en un hotel en el centro. ¿Es muy tarde para pedir un masaje? Nunca había llamado a un sitio de estos y le sorprendió lo tranquilo que sonó. —¿Qué hotel, caballero? —El Príncipe Akasaka. —Gracias. Si es tan amable de darme su número de habitación, le devolvemos la llamada enseguida para confirmar. Unos diez segundos después de colgar, sonó el teléfono. —Disculpe por hacerle esperar. —El hombre hablaba con una entonación rara—. Tenemos a una viuda de treinta y ocho años con disponibilidad inmediata. La voz era tranquila y mecánica y no daba una idea de la persona que la emitía. Resultaba imposible imaginar qué cara tenía el hombre. Kawashima tardó en contestar y la voz continuó. Sin embargo, si no le importa esperar una hora o algo así, podemos enviarle una mujer de cuarenta y pocos. No, envíe a la que puede venir enseguida, por favor. —El masaje básico cuesta 7.000 yenes y el erótico 17.000. ¿Cuál prefiere? Sonaba como si el hombre tuviera un bebé en brazos mientras hablaba. O Kawashima empezó a sentirse un representante. Un representante de todos los niños que se habían convertido en puntos insignificantes en el oscuro diorama; un mártir armado únicamente con un punzón enfrentándose a las hordas enemigas. Imbuido de una sensación de omnipotencia, convocó las caras de los niños del Hogar una a una y les dijo: Esperad y veréis. Sus labios rozaron la ventana y algunas gotas de agua corrieron por el cristal como bichitos que se dispersan. Los mataré a todos por vosotros, murmuró Kawashima para sí una y otra vez. 6 Me recuerdas a alguien —dijo la masajista—. No me viene ahora el nombre pero es un actor. ¿Sabes a quién me refiero? Era una mujer de osamenta grande que hablaba un montón. Se parecía tan poco a la mujer a la que había apuñalado hacía diez años, que Kawashima no pudo disimular una sonrisa torcida cuando la vio. Llevaba puestos unos pantalones de una tela brillante y fina, un jersey de color chillón y un chaquetón de zorro plateado. En realidad a Kawashima ya le habían dicho antes que se parecía a algún actor o cantante. Pero estaba seguro de que su parecido con algún famoso era demasiado débil como para que fuera peligroso, especialmente si alteraba el peinado y se ponía gafas. Ofreció a la mujer algo de beber. Ella pidió una cerveza y él cogió una para ella y otra para él. Mientras se tomaba la cerveza, Kawashima le preguntó si no era peligroso ir a habitaciones de hotel de hombres a los que no conocía. Normalmente sabes si un tipo es legal con sólo mirarle a los ojos, yo no he tenido ningún problema serio, pero algunas chicas sí que han tenido malas experiencias. No me refiero a algo que realmente dé miedo, sino a cosas como dejar que el tipo le meta los dedos ahí para sacarse un poco de dinero extra, y terminar con una infección o lo que sea. Ese tipo de cosas son las que se oyen. Kawashima se desnudó, bajó las luces y se echó boca abajo sobre la colcha. La mujer se sentó en el borde de la cama y suavemente deslizó las uñas por su espalda, nalgas y corvas, trazando círculos lentos sobre la superficie de su piel. Él se sentía como un paciente mimado por una enfermera. Mientras lo ayudaba a girarse sobre la espalda, la mujer le hablaba del hombre con el que vivía, y le explicaba que era él quien le había comprado el abrigo de pieles. Colocó una caja de pañuelos de papel junto a ella, sobre la cama, y untó aceite en la palma de su mano izquierda, después empezó a acariciarle el pene, que ya estaba en erección. Él levantó la cabeza de la almohada y le preguntó si ella no iba a desnudarse también. Sin dejar de mover la mano, le dijo que eso le costaría diez mil más. —Lo pago —dijo él, y ella se limpió la mano con un pañuelo, le recordó que no debía tocarla y, meneándose, se quitó la ropa. Con el deseo de ver mejor su vientre suave y las marcas que le habían hecho las medias, él encendió la lámpara de la mesilla de noche. La mujer no intentó ocultar su cuerpo. Era un cuerpo que le removía sentimientos nostálgicos: una piel en la que los dedos podían hundirse; unos pechos con venas visibles y unos pezones oscuros y caídos; unos brazos, cintura y muslos que temblaban al menor movimiento; el patetismo del vello púbico; la uña amarillenta y estallada del dedo gordo del pie. Había estado tan acostumbrado a este tipo de cuerpo que la primera vez que durmió con Yoko, la firmeza de su cuerpo le había resultado extraña. Yoko tenía ahora veintinueve años y había dado a luz a un niño, pero cuando le tocaba el cuello o el brazo o el culo, la carne seguía firme. Mirando el culo de, supuestamente, treinta y ocho años aplastado contra la colcha, Kawashima pensó: hay algo que no resulta amenazante en este tipo de piel. Suave como un bizcocho que hubiera sobrado de Navidad; una piel que cedía al tacto en lugar de resistirse desafiante. Era como si las propias células fueran conscientes de su edad y hubiesen dejado de imponerse. Estaba bebiéndose este cuerpo con los ojos cuando se corrió. La mujer lo limpió con una toalla húmeda y caliente. Después de entregarle 30.000 yenes y decirle que se fuera, se echó sobre la colcha, aún desnudo. Estaba envuelto por una especie de tranquilidad ligera que no se parecía a nada que hubiera sentido antes. Lejos del peligro de que su sistema nervioso se tensara. Kawashima nunca había entendido el cómo ni el por qué de esos episodios suyos —las explosiones de shock, terror y rabia, la pérdida total de control- pero siempre le dejaban sintiéndose fatal. Se preguntaba si no podría prepararse para desarrollar unos nervios que no estallaran así. Pero la realidad es que, pensó con la vista puesta en el techo, lo más probable es que tenga que pasar por estas cosas toda mi vida. Acababa de soltar una gran cantidad de semen, y aunque no le había proporcionado una excitación mayor que un buen estornudo, disfrutaba de los efectos posteriores. Se sentía bien, ahí echado, mirando al techo. Era consciente de que el bienestar convivía con una especie de escalofriante soledad, pero incluso eso no estaba tan mal. Estaba recreando los enormes muslos de la masajista cuando se le ocurrió algo importante y se incorporó en la cama para coger su maletín. Lo abrió, sacó las notas y añadió un par de líneas: La mujer debe ser pequeña además de joven. Una mujer grande será más difícil de controlar en caso de que ocurra algún fallo técnico. 7 Sanada Chiaki estaba despierta, pero necesitaba quedarse en la cama un rato más. La temperatura de la manta eléctrica estaba alta, aunque debido al Halcion se sentía pesada y estaba congelada de pies a cabeza. El teléfono dejó de sonar y después del pitido agudo del contestador se oyó por el altavoz la voz baja de un hombre. —Aya-san, ¿vas a venir hoy a la oficina? Hagas lo que hagas, llámanos, ¿vale? Si no te encuentras bien, puedes tomarte la noche libre, claro, pero necesitamos que vengas. Tenemos una cita para ti esta tarde a las seis, en el Keio Plaza, habitación 2902, un tal señor Yokoyama. Es un cliente nuevo pero parece joven y suena como un caballero. Lo más probable es que tengas que ir allí directamente, en vista de la hora, pero pasa por la oficina cuando termines, sea la hora que sea, ¿vale? Y por favor no apagues el.. Un pitido indicó el final del tiempo para el mensaje. Un momento después el teléfono volvió a sonar. -Se cortó. Como te decía, necesitamos que dejes encendido tu localizador. Si recoges este mensaje desde fuera y no llevas los juguetes, tendrás que pasar primero por la oficina o por tu apartamento. Hagas lo que hagas, no vayas a la cita sin el equipo, ¿vale? Bueno, esperamos tus noticias. Si vas corta de tiempo, puedes llamar cuando llegues al Keio Plaza. No te ha venido la regla, ¿no? Si ya. El contestador volvió a cortarse y esta vez el hombre no llamó otra vez. Chiaki decidió que lo mejor sería levantarse y comer algo. Miró el reloj y vio que ya eran las tres de la tarde. El Keio Plaza sólo estaba a doce o trece minutos en taxi pero después de dormir bajo el efecto de tres Halcion, iba a necesitar tiempo para hacer que le circulara la sangre otra vez. En los últimos tiempos había aumentado la dosis, y sabía que tenía que tener cuidado con eso. Las pastillas no eran baratas y alguien le había dicho que estaban investigando la tienda donde las compraba en Shibuya. Se puso de lado y cogió el control remoto del reproductor de CD. Le dio a POWER, vio la lucecita verde encenderse y apretó PLAY. No era el CD que esperaba. Le gustaba la cuerda nada más despertarse y podría jurar que había puesto un disco de Mozart antes de dormirse, pero lo que salía ahora de los altavoces era la banda sonora de Corazón salvaje, con un saxo tenor que goteaba como melaza sobre sus nervios. Le gustaba oír esta música cuando se masturbaba. Qué raro que no me acuerde, pensó mientras apagaba la música, ¿y si no es sólo por las pastillas para dormir? La idea desencadenó una ola de ansiedad y decidió intentar recordar qué había hecho exactamente antes de acostarse. Según el reloj era viernes, lo cual quería decir que había dormido unas cincuenta horas seguidas. Había tomado el Halcion a última hora de la mañana del miércoles, después de un trabajo de toda la noche por el que le habían pagado 150.000 yenes. Todavía no había llevado el dinero a la oficina, lo que explicaba por qué el encargado insistía tanto en que pasara por allí. El cliente era un hombre apacible, de mediana edad, que tras atarla con poca convicción y meterle el vibrador, la había tomado de la mano y le había pedido que durmiera junto a él. Ella no tenía sueño y debido a que estaba preocupada porque su libido había desparecido durante todo el mes pasado, y a que no era el tipo de hombre que ella encontraba repulsivo, había estado dispuesta a tener relaciones normales con él, siempre y cuando usara un condón. Así que, naturalmente, esta vez el cliente sólo quería dormir junto a ella. Él se durmió enseguida con la boca abierta y ella ni siquiera soportaba mirarlo. No era fumador pero tenía mal aliento, olía un poco a alcohol y enseguida se puso a roncar fuerte sin dejar de aferrarle la mano. Aún no le había pagado, así que de todos modos ella no podía marcharse, pero se le tensaban los músculos cuando intentaba quedarse quieta y cuanto más se decía que tenía que dormir, más le parecía que hubieran encendido un foco sobre su cabeza. No me digas que va a empegar otra vez recuerda haber pensado, y la idea la había aterrorizado y hecho creer que realmente estaba e-GO! 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Están enamorados, tienen una hija de cuatro meses, trabajos estables, pan cocinado en casa: felices. Pero éste es un libro de Ryu Murakami, escritor experto en exponer las inmundicias del considerado el mejor de los mundos posibles. Kawashima contempla dormir a su bebé todas las noches. Y todas las noches se convence de que no la apuñalará. No a su hija. Tras las pulsiones asesinas, tras los desdoblamientos de personalidad, la sed de inflingir(se) dolor, existe una carencia, un daño infantil, la huella marcada a fuego de la alienación. Murakami, elegante y sinuoso, traslada al lector al otro lado del paraíso, al que denuncia sin estridencias y sin piedad. Lejos de ser un mero festín gore, Piercing aborda la violencia con controlado aplomo, retratándola como una consecuencia genuina del dominio de los poderes económicos sobre Tokio. El resultado es esta breve y convincente narración sobre el crimen y sus motivaciones. La novela apunta desde todos los ángulos posibles a un único lapso del horror. ED KING TIME OUT BOOK REVIEW Una aterradora versión japonesa de las peores pesadillas de David Lynch. CHRIS PETIT GUARDIAN BOOK REVIEW Ryu Murakami Piercing ePub r1.0 GONZALEZ 20.11.13 Título original: Ryu Murakami, 1994 Traducción: Ana Lima Lima Diseño de portada: Daniel Orviz Editor digital: GONZALEZ Digitalización: orhi ePub base r1.0 hombro. —¿Te he despertado? Lo siento. Se acercó a ella de puntillas y se inclinó para besarle la mejilla. —¿Qué hora es? —preguntó ella. —Un poco más de la una. —¿Estabas mirando a Rie? -Sí. No quería despertarte. Estás cansada. Duérmete otra vez. —¿Todavía estás trabajando? —Casi toda la composición está terminada. Sólo me queda elegir las diapositivas. Hará que la presentación sea mucho más fácil. Yoko se acostó de nuevo y se quedó dormida antes de que él hubiera terminado de susurrarle esto. Menos mal. No le habría hecho gracia si hubiera encendido la luz para ir al baño o a beber agua. Habría visto que sudaba, y podría haberse dado cuenta de que el extremo del punzón le abultaba en el bolsillo. 2 Kawashima guardó el punzón en un cajón de la cocina, se lavó la cara en el lavamanos y fue a la sala. Se sentó a la mesa y esperó en vano a que su ritmo cardíaco bajara. Tenía la garganta reseca debido a la tensión y pensó en tomar algo, pero desechó la idea de inmediato. No se permitía tomar alcohol en momentos como éste porque sabía que terminaría con algo fuerte, un procedimiento que le ayudaba a relajarse durante un rato pero en el que acababa perdiendo el control. Bebía hasta quedar sin conocimiento, y al día siguiente no se acordaba prácticamente de nada. Contempló la habitación intentando respirar profunda y pausadamente. Seguían refiriéndose a ella como la sala, pero la habían convertido en espacio de trabajo para los dos. No había sofás o butacas, sino una pesada mesa de madera sin tratar y en forma de ele que ocupaba más de la mitad del suelo. Este monstruo, importado de Suecia y con el tamaño suficiente para acomodar a ocho o diez estudiantes amasando al mismo tiempo, era la posesión más querida de Yoko. Kawashima se la había dado como regalo de boda, dejando limpia su cuenta bancaria para pagarla. Seguía sintiendo lo mismo por Yoko que entonces: no podía creer que hubiera logrado conocer, enamorarse y, de hecho, casarse con una mujer como ella. Los dos tenían la misma edad. Se habían conocido seis años atrás, al principio del verano, en una galería de arte en Ginza. Fue en la inauguración de una exposición de un artista francés nacido en Rusia llamado Nicolás de Stáel, un pintor de cuadros abstractos y sombríos. No era muy conocido en Japón, así que aunque era sábado por la tarde, ellos fueron los únicos asistentes. Yoko fue la primera en hablar. —¿Eres pintor? —preguntó. Kawashima llevaba un cuaderno de bocetos bajo el brazo. —Dibujo un poco, sí —le dijo. Ella llevaba puestas unas gafas de montura color crema que le quedaban bien, pero él no pudo evitar pensar que estaría incluso más guapa sin ellas. Salieron de la galería y fueron a un café con paredes acristaladas que daban al cruce de Ginza. Él pidió un expreso doble y ella el famoso pastel de requesón de la casa y un té de manzana. El sol de principios de verano entraba suavemente a través de las persianas, y en cada mesa había un jarroncillo de cristal con una sola orquídea. Yoko olía bien. Mezclada con su perfume, Kawashima creyó percibir otra fragancia, aunque no le pareció que fuera olor a pan recién hecho. Sólo sabía que le parecía agradable, probablemente porque ella le gustaba y se sentía relajado en su compañía. (Por el contrario, cuando se sentía estresado o atrapado en compañía de alguien que no le interesaba, hasta los olores del ambiente le resultaban repugnantes). Yoko comía su tarta de requesón despacio y, mientras, pasaba las hojas del cuaderno de bocetos. En un momento dado, una miga diminuta cayó sobre uno de los dibujos, y la quitó cuidadosamente con la punta de la servilleta. Algo en su forma de hacerlo hizo que él se sintiera muy feliz. Empezaron a verse una vez a la semana, más o menos, para cenar, ira un museo o ver una película juntos. Kawashima trabajaba para una empresa de diseño gráfico y dibujaba en su tiempo libre. Todos sus dibujos eran carreteras estrechas bajo la luz de la luna; ningún otro tema le había interesado jamás. Pero un día, cerca del final del verano, dibujó a lápiz la cara de Yoko de memoria. Cuando le enseñó el dibujo en la siguiente cita, ella le invitó a su apartamento por primera vez. Y allí le hizo una confesión titubeante y dolorosa. Hasta hacía cosa de un año, había estado saliendo con un hombre mayor de su empresa, y el día que rompieron se había tomado un puñado de pastillas para dormir y la habían llevado al hospital. ¿Qué pensaba él de una mujer capaz de hacer algo así? Kawashima dijo que no le parecía importante, y estaba siendo sincero. —¿Quién no ha querido morirse en algún momento? —dijo. Poco después se fueron a vivir juntos. Llevaban compartiendo piso unos seis meses cuando una fría noche de invierno Kawashima se despertó y saltó de la cama, empapado en un sudor que había mojado hasta la colcha. Sobresaltada por el sueño, Yoko preguntaba frenéticamente qué pasaba, pero él sólo decía que tenía que dar una vuelta. Se vistió y salió del apartamento. Cuando volvió, unas dos horas más tarde, le contó algo que nunca le había dicho a nadie antes. —A veces me pongo así —dijo-. Me pasa desde que era pequeño pero no supe lo que era hasta que crecí y lo encontré en un libro de psicología. Se llama pavor nocturnas, miedos nocturnos. Cuando era pequeño resultaba aún peor. Me despertaba asustado y saltaba de la cama, como hice hoy, sólo que me ponía a chillar a grito pelado. A veces me ponía a correr en círculos por la habitación durante unos dos o tres minutos. Después, nunca me acordaba de nada, sólo que algo me había asustado tanto que yo no sabía quién era ni reconocía a la gente que me rodeaba. Era como si se hubieran mezclado en mi sueño, como si se hubieran convertido en personajes de esa pesadilla. Me daba tanto miedo. Tanto miedo. Ahora que soy mayor no es tan malo. Me refiero a que ya no me olvido de quién soy y, como esta noche, supe que eras tú la que me hablaba y me preguntaba qué me pasaba. —Entonces, ¿por qué —preguntó Yoko— saliste solo a toda prisa? ¿Por qué no me dejaste abrazarte? Kawashima negó con la cabeza. —Siempre he pensado que cuando pierdo el control así, es mejor no estar cerca de nadie. Es mejor estar solo y caminar hasta que se me pase, respirar hondo y calmarme. En ese mismo momento decidió contarle a Yoko todo lo que había mantenido en secreto tanto tiempo, cuando, con diecinueve años, le clavó un punzón a una mujer. No quería meterse en eso, en parte porque lo recordaba de forma vaga y confusa, y en parte, también, porque temía que ella lo abandonara por miedo. No quería perderla. Creo que lo que los provoca, lo que provoca el miedo nocturno es que, tras la muerte de mi padre, cuando yo tenía cuatro años, mi madre empezó a pegarme. Me daba unas palizas tremendas. No tengo ningún recuerdo de mi padre, sólo que solía llevarnos de paseo en coche. Y sé que tenía uno, al menos durante un tiempo, porque mi madre siempre decía que él era el tipo de imbécil que pagaba una suma inicial por un coche que no podría permitirse. Hace años que no veo a mi madre, pero la última vez que coincidimos, cuando me gradué en el instituto, me dijo que me había tratado así porque yo le recordaba a él, refiriéndose a mi padre, el imbécil. Me daban miedo las palizas porque dolían muchísimo, pero siempre pensé que ella me las daba porque yo era un niño muy malo. Lo raro es que aprendes a soportarlo, ese tipo de abuso. Simplemente te dices a ti mismo que no es a ti a quien están pegando. Si te concentras bien, puedes llegar a un estado en el que ya no te duele. Muchas veces me pegaba sin previo aviso, y eso me daba mucho miedo, así que intentaba estar siempre preparado. Me recordaba a mí mismo todo el rato: Madre me va a pegar, madre me va a pegar... »Pero lo que más me preocupaba era que sólo me pegaba a mí. Nunca le puso la mano encima a mi hermano pequeño. Como sabes, vivíamos en esa ciudad pequeña en el quinto pino, y la ciudad grande más cercana era Odawara. En Odawara había unos grandes almacenes con una zona de juegos para niños en la planta alta. Los tres fuimos varias veces, pero cuando yo tenía cinco o seis años mi madre empezó a dejarme encerrado en casa y sólo llevaba a mi hermano. Una vez salí por la ventana y corrí tras ellos; mi madre me arrastró de nuevo a la casa y me ató a las tuberías del baño. Me acuerdo de eso perfectamente, como si fuera ayer. Me dormí allí mismo, sobre las baldosas, y cuando desperté ya era de noche y lo único que veía por la ventana era la carretera estrecha y vacía... »Poco después de esto, un profesor de enseñanzas medias me encontró plaza en una casa para niños maltratados; fue ahí donde empecé a dibujar. Desde el principio, lo único que dibujaba era carreteras estrechas de noche. —Kawashima agachó la cabeza—. Nunca le he contado esto a nadie —dijo, y Yoko le tomó la mano y se la estrechó. Se casaron un año y ocho meses después de conocerse en Ginza. Yoko dijo a sus padres que de acuerdo a los valores que ella y su prometido compartían, no querían celebrar una boda; ellos aceptaron a regañadientes. Pero realmente no se trataba de valores. Ella sabía que Kawashima no había perdonado a su madre y a su hermano pequeño, y no quería ponerle en una situación incómoda. ellos o contándoselos a alguien. Normalmente. En la planta baja del edificio de al lado había un vídeo-club. Al final de una jornada larga, después de cenar y darse un baño, a Yoko le gustaba sentarse con una copa de vino o una cerveza y ver una película. Una noche, en su último mes de embarazo, habían visto juntos Instinto básico. Kawashima quiso salir huyendo del cuarto en cuanto vio la primera escena: un asesinato con punzón; pero Yoko dijo «No creo que sea buena para el bebé, pero es una historia interesante, ¿verdad?». Fue esa actitud suya, de entretenimiento indiferente, lo que le ayudó a calmarse y a permanecer sentado hasta que acabó la película. Muchas veces, en los últimos diez días, se había preguntado por qué sólo temía apuñalar al bebé y no a Yoko. El recuerdo de la vez que vieron Instinto básico juntos le dio la respuesta: porque Yoko podía hablarle. Hablar con alguien ayuda a neutralizar el poder de la imaginación. Y Yoko tenía una manera delicada y hábil de lidiar con las heridas que él llevaba dentro. Su actitud no era ni insensible ni indulgente ni ¿Por qué no lo superas ya? ni Ay, ¡pobrecito! Nunca hacía ningún esfuerzo para evitar el tema y, cuando salía a relucir, sus comentarios siempre eran clarividentes y amables. Cuando tienes una enfermedad crónica —le decía ella— frustrarte o impacientarte lo único que hace es empeorar las cosas, ¿no? ¿No es eso lo que dicen, que tienes que vivir en armonía con una enfermedad; que pienses en ella como en un viejo amigo? O: —¿Por qué cuando la gente crece se olvida por completo de lo vulnerable e indefensos que eran de niños? O: —Hasta que nació Rie no sabía lo estresante que puede resultar tener niños. Estoy segura de que incluso tu madre debe de preguntarse en qué estaría pensando entonces. La forma en la que ella decía esas cosas siempre le aliviaba y confortaba. La primera escena de Instinto básico fue una sacudida para él pero cuando el punzón volvió a aparecer en la película, ya estaba disfrutando mucho de la historia. En el siguiente edificio, después del vídeo-club, había una librería. Algo se movió en el hueco entre los dos edificios y él se paró para ver qué era. El hueco, con el ancho justo para permitir a un hombre caminar por él, terminaba en el muro de otro edificio. Estaba muy oscuro pero tenía la certeza de haber visto dos o tres figuras moviéndose. Tan pequeñas que tenían que ser niños, no mayores de nueve o diez años. Ahora no se movían, probablemente porque Kawashima se había parado y miraba en la dirección donde ellos estaban, pero no iba a llamarlos o a acercarse para mirar en el hueco. Sabía que hasta un niño de diez años puede ser peligroso. Antes de seguir caminando, vio un punto rojo pequeño. Podría haber sido un cigarrillo encendido, sólo que ni vio ni olió humo. El ojo de un animal pequeño, tal vez, reflejando la luz de la calle. Entre los dos edificios, recordó, había bidones de basura y el agua se acumulaba alrededor del desague. Lo más probable es que los niños estuvieran matando ratas, en esa estrecha oscuridad, para divertirse. En el Hogar para niños en peligro, Kawashima había tenido un amigo de su edad que se llamaba Taku-chan. En un momento dado, el Hogar adquirió una pareja de conejos y encomendaron el cuidado de una de las crías a Taku-chan. Taku-chan quería a su conejito más que a nada en el mundo, y hasta se empeñó en dormir con él en brazos. Pero un día, delante de Kawashima y sin motivo aparente, cogió al animal por las orejas aún sin desarrollar, se puso en pie y lo tiró contra el suelo de hormigón. Sonó a porcelana cuando se rompe, pero el conejito no estaba muerto e intentó alejarse con movimientos espasmódicos, como un juguete al que se le está acabando la cuerda. Taku-chan, con la misma expresión apagada que tenía cuando acariciaba el pelo del conejo, pisoteó su cabeza varias veces con el tacón del zapato. Después, sin hacer caso del cuerpo aplastado y sin vida del animal, se fue a buscar otro que lo reemplazara. A veces, Kawashima y Taku-chan dibujaban juntos y Taku-chan siempre hacía lo mismo. Manchaba toda la hoja de negro, azul oscuro o violeta, y en el medio pintaba un niño pequeño desnudo cuyo cuerpo estaba atravesado con flechas de los pies a la cabeza, docenas de ellas que salían en todas las direcciones, como púas. «¿Quién es éste?», le preguntó una vez un terapeuta y Taku-chan contestó: «Yo». El terapeuta dijo: «Bueno, y si no fueras tú, Taku-chan, ¿quién sería?». Si no soy yo, dijo Taku-chan, no me importa quién es. Kawashima decidió ir a la tienda que había calle abajo. Caminaba despacio para calmarse pero sus pulsaciones aún no habían vuelto a la normalidad. El frío se le colaba por las suelas de los zapatos, y cada exhalación salía en forma de nubecilla blanca, un recordatorio visible de lo irregular y rápida que era su respiración. Al otro lado de la calle había un edificio de apartamentos de hormigón armado y en una ventana, en la esquina del tercer piso, una mujer de pelo corto fumaba un cigarrillo. Limpió con la manga el vaho del cristal y miró a la calle. En ese edificio, recordó Kawashima, sólo había estudios para mujeres solteras. La luz estaba detrás de ella y no pudo ver su cara, pero a juzgar por el corte de pelo y la manera de fumar, dedujo que ya no era joven. Treinta y largos, tal vez. La imagen de una mano con la piel seca y arrugada y venas protuberantes se formó en su cabeza. Una mujer de treinta y largos, sosteniendo un cigarrillo mentolado, delgado y oscuro, en la mano como si fuera una hoja de otoño. La había conocido cuando él tenía diecisiete años y vivieron juntos casi dos años. Ella era diecinueve años mayor que él, así que muchas veces los tomaban por madre e hijo. Cuando esto ocurría, la mujer forzaba una sonrisa y mostraba una fría indiferencia; pero después, cuando ella y Kawashima estaban solos, despotricaba amargamente contra la persona que había cometido el fauxpas, a veces durante horas. Era artista de striptease y trabajaba en Gotanda cuando se conocieron, aunque en los dos años que estuvieron juntos cambió de local una docena de veces. Con frecuencia, la mujer llevaba al apartamento hombres que había conocido en el club de striptease y coqueteaba con ellos delante de Kawashima. Si preguntaban, ella les decía entre dientes, con voz de borracha, que él era su hermano pequeño. E invariablemente, una vez los hombres se iban, se ponía furiosísima con Kawashima y le agredía con los puños y chillaba: «iSi de verdad me quisieras! ¡No te quedarías ahí sentado! ¡Y dejarías que otro hombre! ¡Me hiciera esas cosas! ¡Le darías una buena paliza! ¡0 lo matarías!». Terminó pegándole a alguno, tras lo cual ella empezaba a golpearlo a él de todos modos, gritando que le iba a hacer perder el trabajo. La histeria no paraba hasta que ella se quedaba sin fuerzas y caía rendida. Qué perra tan odiosa, pensaba Kawashima, ¿cómo puede una persona llegar a ser tan despreciable? Estaba seguro de ser el único en el mundo que podía ocuparse de ella. Por ello, pensaba que ella nunca le dejaría. La noche que le clavó el punzón siempre había estado poco clara en su memoria. Había vuelto al apartamento tarde, por la noche, después de haber estado esnifando disolvente con un amigo; así que, para empezar, no estaba en un estado muy lúcido. En el medio de la habitación había una estufa de keroseno encendida, con un caldero rebosando agua. La mujer acababa de volver del trabajo y estaba sentada delante del espejo quitándose el maquillaje. Intentó abrazarla por la espalda pero ella no le dejó. Lo único que dijo fue «No me toques» pero de una manera tan fría y cortante que a él le dio pánico. La rodeó con los brazos otra vez y ella volvió a rechazarlo, abriéndole los dedos a la fuerza y sacudiéndoselo de encima. «iDeja ya de echarme encima tu aliento a disolvente!» gruñó ella. Kawashima estaba destrozado. Lo único que podía pensar era: necesito que me castiguen. Está muy enfadada conmigo. Está muy enfadada pero no va a pegarme, así que tengo que castigarme a mí mismo. Si no lo hago, puede que ella se marche. Fue hasta la estufa y metió la mano derecha en el caldero de agua hirviendo. Cuando sacó la mano roja y quemada del caldero para enseñársela, la mujer le llamó idiota y se metió en el baño, quitándose la ropa mientras caminaba. Él estaba convencido de que después de la ducha, ella abandonaría el apartamento. Para no volver. ¿Cuánto tiempo tendría él que estar ahí sentado, medio muerto de miedo, esperando a que ella volviera? No podía dejarla marchar. Se estaba devanando los sesos, pensando que tenía que hacer algo antes de que ella terminara de ducharse cuando, de repente, hubo unas pequeñas explosiones en las que sus sentidos de la vista, el olfato y el oído colisionaron. Algo parecido al olor a hilo quemado o a uñas chamuscadas le llenó la nariz, y lo siguiente fue que había abierto la cortina de la ducha y estaba perforando en silencio el estómago de ella con el punzón, que no encontró mayor resistencia que la que encontraría un imperdible hundiéndose en una esponja. Se introdujo sin esfuerzo en su barriga blanca y flácida, y cuando lo sacó, vio sangre espesa y de color rojo oscuro manando del pequeño agujero redondo que había hecho. El punzón debió caérsele de la mano quemada en ese instante, pero en su memoria hay un espacio en blanco a partir de ese momento. Ni siquiera podía recordar si la policía había venido o no. Cientos de veces, en sueños, había visto el punzón caer sobre las baldosas del baño y rodar bajo la bañera. En los sueños, él se arrodilla y algún tipo de objetivo, algo a lo que vas a dedicar el tiempo. No hace falta que tenga que ser algo serio. Un tipo viajó a la India y otro se fue a Nueva York para ver musicales. Una de las chicas se fue a Okinawa para sacar la licencia de buceo. —¿Piensas ir al extranjero? —Te cuento lo que estoy pensando. Me gustaría quedarme en uno de los hoteles principales del centro. No tienes la oportunidad de hacerlo cuando vives en la ciudad, ¿verdad? Me gustaría quedarme en el tipo de sitio en el que se hospeda el empleado medio de ciudades pequeñas cuando viene a Tokio. —¿Qué vas a hacer en un sitio así? —Puede que parezca una tontería, pero quiero entender mejor al auténtico empleado. Como cuando tengo una reunión en una cafetería o en un bar en uno de esos hoteles. Siempre me fascina oír lo que están hablando los empleados a mi alrededor. Te sorprendería, muchas veces se oyen comentarios bastante profundos, sentidos. Me gustaría hacer, sabes, un estudio serio sobre ese tipo de cosas, porque a principios de año vamos a estar a cargo de todo el material gráfico de una nueva campaña. Es para un coche de importación, un modelo dirigido a empleados de treinta y algo. Y la verdad es que no sé gran cosa del empleado medio. Necesitaba un buen periodo de tiempo para perfilar y ejecutar su plan. Pero si se inventaba alguna historia de que tenía que quedarse cerca de la empresa unos días para cumplir un plazo, por ejemplo, una llamada de Yoko a la oficina lo pondría al descubierto. Era poco probable que alguien asociara esa mentira con un crimen cometido en algún lugar de la ciudad, pero no hacía falta complicar las cosas dándole a Yoko o a la compañía motivos para pensar que estaba metido en algo sospechoso. Por supuesto, quedarse en un hotel en la ciudad para «investigar» normalmente se interpretaría como una aventura o un problema con el juego. Pero sabía que Yoko nunca dudaría de él. Para empezar, no era celosa o suspicaz, y en los seis años que llevaban juntos, aunque se había reservado algunas cosas, él nunca le había mentido. No porque se adhiriera a algún principio moral abstracto, sino simplemente porque no quería ser deshonesto con alguien que significaba tanto para él. Además, si ella sospechara que él tenía una aventura.. bueno, ¿y qué? Todos los utensilios que Yoko necesitaba para sus clases del día estaban perfectamente ordenados sobre la mesa en forma de ele que dominaba la habitación. —Entonces tendremos que prepararte la maleta —dijo con una sonrisa natural, nada forzada—. Sólo te digo que no pierdas el contacto. Me refiero, no te olvides de llamar. No me voy a olvidar —dijo Kawashima, asintiendo. Entró en la habitación y se inclinó sobre la cuna para mirar al bebé. Acarició con suavidad la pelusa de su mejilla. Y susurró bajito, para que Yoko no le oyera: Todo va a salir bien. 5 Cuatro días más tarde, Kawashima se registraba en el hotel Príncipe Akasaka. Usó su tarjeta JCB y dio su nombre real. Era una habitación doble desde la que se veía la Torre de Tokio en la distancia, y la reservó para una semana. Nunca antes se había tomado unas vacaciones de verdad, y por ese motivo —y como reconocimiento por haber ganado la cuenta del festival de jazz- la compañía había accedido de inmediato a su petición, dándole incluso casi novecientos mil yenes en efectivo para gastos. Su jefe había bromeado, con el típico mal gusto, diciendo que la idea de observar empleados era brillante, pero que no se enamorara de ninguno y terminara cogiendo el sida. Kawashima llegó poco después del mediodía y lo primero que hizo fue llamar a Yoko. De fondo, oía el parloteo de mujeres de mediana edad y casi olía el pan recién hecho. Ni Yoko ni nadie en la oficina parecía haber tenido la menor sospecha sobre sus motivos. Pensándolo bien, reflexionó arrellanado en el sofá y mirando el centro de la ciudad sobre el que caía el crepúsculo... pensándolo bien, en algún momento me convertí en un hombre que jamás hace algo que los demás puedan considerar sospechoso. Tal vez algo fundamental había cambiado desde los viejos tiempos, desde que dejó a la artista de striptease. Había vuelto a la escuela, retomado el dibujo, encontrado un trabajo y conocido a Yoko, y muchas veces tenía la sensación de que ni siquiera era la misma persona que había sido de adolescente. Pero si ahora era alguien diferente, ¿cuál de los dos era su auténtico yo? Los dos son el auténtico tú, susurró una parte de él; pero la otra parte no lo tenía tan claro. A veces el antiguo y el nuevo yo parecían no tener relación alguna. Inspirado por un artículo que había leído en una revista y fotocopiado en la biblioteca, Kawashima había decidido comprar un cuchillo, además del punzón. El artículo era sobre una furcia de treinta y dos años que habían encontrado muerta en una habitación de hotel, con el tendón de Aquiles cortado. Un detective anónimo había propuesto esta explicación: «Cuando cortas el tendón de Aquiles, el sonido que hace es tan alto y agudo como el de un disparo. Puede que el asesino lo supiera y le gustara». Kawashima decidió que antes de perforar el estómago de la víctima con el punzón —o después, si era preciso— le cortaría el tendón de Aquiles. Tenía curiosidad por cómo sonaría exactamente. Y quería ver la expresión en la cara de la mujer cuando esto sucediera. Pensar en estas cosas no le aceleraba el pulso ni le hacía mirar fijo al vacío, sonriendo y babeando. Le producía más bien una especie de calma creativa, similar a su estado mental cuando meditaba sobre qué foto usar en un póster. Su ritmo cardíaco había sido un problema los diez días que había vivido con el temor de apuñalar al bebé, pero dejó de serlo desde la noche de la tienda. Entre el hombre frío que estaba decidiendo cómo cortar el tendón de Aquiles de su víctima, y el hombre que esa misma mañana había sonreído a su esposa en una habitación saturada del aroma a pan recién hecho, había una clara distancia. No sabría decir en qué consistía, pero sí que la había. Se levantó y cerró las cortinas. Sacó el artículo de la revista de su maletín así como una revista de sadomasoquismo, una guía semanal de la industria del sexo y una libreta. Se sentó al escritorio y empezó a escribir notas en un intento de ordenar sus pensamientos. Antes que nada, la víctima debía ser una prostituta. Era la única elección lógica. ¿Pero qué tipo de prostituta debería elegir? Era importante, igual que el lugar donde cometería el asesinato. Una vez la policía lo detuvo por esnifar disolvente pero no habían tomado sus huellas dactilares. La policía estaba en desventaja cuando el asesino no conocía a la víctima y no tenía antecedentes. Ya había decidido que no podía apuñalarla solamente: tenía que asegurarse de que la mataba. Naturalmente, lo mejor sería que no se encontrara el cuerpo, pero intentar deshacerse del cadáver implicaba correr riesgos inaceptables. Ella tendría que trabajar por libre, sin chulo ni oficina ni banda a los que rendir cuentas. ¿Apuñalarla en algún callejón oscuro y desierto, tal vez? Atraer a una prostituta que hace la calle a un callejón con el pretexto de negociar un precio sería bastante sencillo, pero en un lugar tan mal iluminado no podría ver bien cómo el punzón penetraba el estómago y probablemente no tuviera tiempo de cortarle el tendón de Aquiles. Hacía dos noches, mientras caminaba por el distrito Kabuki-cho de Shinjuku, había confirmado que la mayoría de las que hacían la calle por libre eran extranjeras, especialmente del sudeste asiático. Entre las ventajas de elegir a una de ellas estaba que su búsqueda sería, a lo sumo, practicada a medias, ya que era probable que ni siquiera estuviera en Japón legalmente. Pero era esencial que la carne que traspasara el punzón fuera lo más blanca posible. Y ahora que lo pensaba, ni siquiera una extranjera de piel clara le serviría. Si la víctima no hablaba bien japonés, sería difícil organizar las cosas como es debido y, además, era un imperativo que sus expresiones de horror y angustia fueran pronunciadas en japonés. ¿Por qué? Lo pensó un rato, pero dejó de hacerlo cuando una imagen de su madre empezó a formarse en su mente. Sólo debía concentrarse en el asunto en cuestión. No, sería una locura hacerlo en un callejón, un parque, un solar o cualquier lugar al aire libre. Tendría que coger otra habitación en algún sitio. Las empresas que enviaban chicas a la habitación de hotel del cliente se limitaban a los servicios de prostitutas, operaciones de masajes eróticos y clubes de sadomasoquismo. En cuanto el punzón apareciera, lo más probable es que la mujer intentara huir. Y chillara. Tendría que reprimirla; y durante un rato, ya que no moriría de inmediato; después de todo, no iba a clavárselo en el corazón. Sería mejor verla expirar despacio, debido a la pérdida de sangre; pero claro, de las heridas causadas por un punzón no saldría mucha sangre. Se puede causar la muerte por hemorragias internas, al pinchar ciertos órganos, pero, ¿de qué servía eso si no se podía ver? En cualquier caso, lo primero sería atar y amordazar a la mujer. Eso significa sadomasoquismo. Por lo visto, la mayoría de los clubes de sado no envían a sus chicas a los «hoteles de amor». La ventaja de un hotel de amor era la persiana en recepción que impide al recepcionista verte la cara. Pero era comprensible que el personal de esos lugares estuviera siempre vigilante por si surgía un problema, y Kawashima qué mostrador o qué bolígrafo había usado, y en cualquier caso, estarán todos llenos de huellas. Dejarse el guante puesto — especialmente al escribir algo- sólo llamaría la atención, igual que las gafas de sol. La experiencia de Kawashima le decía que siempre que intentas ocultar algo, los demás se dan cuenta de alguna manera y seguro que el recepcionista se fijaría en alguien que llevara guantes al rellenar la tarjeta de inscripción. Los trabajadores de los hoteles sabían observar con disimulo. Dando por hecho que iba a rechazar la ayuda del botones, debería coger la llave con la mano enguantada y llevar puestos ambos guantes cuando abriera la habitación, así como todo el tiempo después de entrar en ella. No debería dejar ninguna huella dactilar en el lugar, aunque sólo fuera para que pareciera el trabajo de un hombre con mucha experiencia. La policía se decantaría por buscar a alguien con antecedentes y haría listas de pervertidos y delincuentes sexuales conocidos. Pero claro, no podía llevar los guantes puestos desde el momento en que llegase la mujer hasta que la tuviera inmovilizada por temor a levantar sus sospechas. Después de atarla, se los volvería a poner. Con cara impasible, con naturalidad, se ajustaría los dedos de piel, uno a uno. Después la pelota mordaza. No una que le tapara la boca por completo; deberá permitírsele vocalizar de manera limitada. Pondría los guantes ensangrentados, los tejanos y la sudadera en bolsas de vinilo separadas, acordándose de ponerse el par de guantes extra primero. Lo mejor sería que usara bolsas dobles o triples, lo cual implicaba que tendría que coger unas cuantas bolsas de las tiendas. Cinta americana. Cartón y papel grueso con el que envolver la punta del punzón y la hoja del cuchillo. Y necesitaba algo pesado para cuando tirara las bolsas al río, unos plomos de buceador serían ideales. Añadirlos a los paquetes con el punzón y el cuchillo. Una vez que se hubiera deshecho de todo, lo más seguro sería abandonar el bolso de viaje cerca de un grupo de vagabundos en algún parque. En cuyo caso, un Louis Vuitton quedaba, por supuesto, descartado. Compraría el cuchillo y el punzón en distintos supermercados de barrio. Preferiblemente un sábado por la tarde o un domingo, cuando más gente hay. ¿Era necesario hacer un ensayo, pedir una mujer de otro club de sadomasoquismo antes que la de la gran noche, para familiarizarse con el proceso? ¿Qué pasaría si la primera mujer y la que iba a ser sacrificada resultaban ser amigas, por ejemplo? Algo descabellado, tal vez, pero ¿por qué correr riesgos? Después de todo, si surgiera algún problema por su falta de conocimiento del juego sado, siempre podía abortar el plan. Se había saltado la cena pero no tenía nada de hambre, y se preguntaba por qué cuando sonó el teléfono. Era el servicio de habitaciones para asegurarse de que no quería que le desdoblaran la colcha aunque tuviese la señal de NO MOLESTAR en la puerta. Dijo que estaba trabajando y que él mismo se encargaría de la cama; a lo que el empleado respondió, en un tono de lo más cortés, que el servicio de cama estaba disponible las veinticuatro horas y que podía solicitarlo en cualquier momento. Kawashima se encontró dando sinceramente las gracias al hombre por su amabilidad. Era como si la gente que no estaba involucrada de ninguna manera en su misión, le estuviera animando. Volviendo a su cuaderno, escribió: Además de un disfraz sencillo, algo que despiste también vendría bien. Para los empleados del hotel con los que trate, algo básico, como masticar chicle ruidosamente. Hablar con acento de Kansai, toser con frecuencia, cojear ligeramente, pero nada que termine siendo contraproducente por causar demasiada impresión. Esto tendría que planearlo con mucho cuidado. El despiste era un asunto importante y tampoco había que pasarlo por alto cuando llegaran los últimos pasos del ritual. Todavía no había decidido cuál sería la causa de la muerte. El método más ortodoxo sería estrangularla. Esto no le hacía mucha gracia; pero si había que hacerlo, preferiría usar un cable fino de acero inoxidable. Cortarle las muñecas o la garganta sería un problema por la cantidad de sangre que se derramaría pero, por otro lado, un crimen sangriento ayudaría en el despiste, ya que la policía buscaría a un drogadicto, a un consumidor de anfetaminas o a un enfermo mental. Podría reforzarlo dejando una nota con algún mensaje incoherente. Según un artículo que había leído sobre estos asuntos, sabía que tales mensajes empleaban palabras como Dios, Voluntad divina, ondas de radio, control, órdenes, mandatos, Cielo. Combinaría algunas en una nota corta. Debo hacer lo que Ellos me ordenan o lo que ordenan las transmisiones de radio. Mirad la Divina Voluntad o Dios me habló o No oso desobedecer mis órdenes o He abierto las puertas del Cielo de par en par. Una de estas frases, o una combinación de ellas, estaría bien. Podría usar la papelería y el bolígrafo del hotel. No era necesario que escribiera con la mano izquierda o que disimulara la caligrafía de otra manera. Simplemente tenía que estrujar la nota y dejarla en un rincón de la habitación. Tal vez fuera buena idea recoger impresos de carreras abandonados en los trenes —carreras de caballos, de bicicletas, de barcos— y dejarlos en la habitación. Especialmente si los encontraba de Osaka o Kobe, o un folleto anunciando un usurero o algo de allí, y usar un acento de Kansai al registrarse. No le daba tiempo de hacer un viaje al distrito de Kansai, pero cuando comprara el bolso en la estación Tokio o en el aeropuerto de Haneda, podría estar pendiente de tales elementos desechados por los viajeros. En lo concerniente al despiste, no obstante, era importante prestar atención hasta al más mínimo detalle. Si quedara claro que había habido engaño, la policía inmediatamente empezaría a buscar a alguien racional y astuto, en lugar de a un loco o a un desesperado. Elegiría uno de los hoteles de Shinjuku oeste, donde no era raro que los huéspedes llegaran caminando en lugar de en taxi. El Park Hyatt, el Century Hyatt, el Washington, el Hilton, el Keio Plaza; reservaría en todos ellos con nombres diferentes. Después, tan pronto como fuera posible, iría a comprobarlos todos. El que tuviera la recepción más atareada y el peor servicio de habitaciones sería el apropiado. Un mal servicio, anotó, significa menor atención a los huéspedes. Dejó el lápiz y miró el reloj. Eran más de las once. Yoko se acostaría dentro de poco. Pensó llamarla otra vez, pero decidió que dos veces en un día podría parecer poco natural. Seguía sin hambre. La pequeña nevera estaba llena de whisky y cerveza, y se sentía tan satisfecho de su trabajo que decidió permitirse una copa. Cogió una mini botella de whisky nacional barato del bar, la vertió en un vaso y tomó un sorbo. Era lo más delicioso que había probado jamás. Leyó sus siete páginas de notas, añadió algunas cosas, y después metió la libreta en su maletín y lo cerró con la combinación. Abrió las ventanas y miró la Torre de Tokio, cuyas luces estaban ahora apagadas, y mientras tomaba otro sorbo de whisky era consciente de que el calor de su garganta y estómago irradiaba olas de deseo sexual a todo su cuerpo. Después del segundo vaso, decidió no seguir bebiendo porque temía que cediera a la tentación de llamar a un club de sado para que le enviaran una chica. Aún no había decidido qué edad debía tener la víctima. La idea de una de treinta y pico largos le atraía, pero de algún modo pensaba que esta vez sería más satisfactorio clavar el punzón en una barriga joven y firme, y no en una que estuviera suave y fofa. Una mujer joven, sí, con piel resistente y blanca como la nieve. En cuanto Kawashima se decidió sobre este extremo, le entraron unos deseos terribles por una mujer mayor. La revelación alimentada por el whisky de que la víctima debía ser joven, después de la excitación de escribir todas esas notas, le había dejado sumido en el deseo. Dándose cuenta de que a menos que hiciera algo no iba a poder dormir, lo que disminuiría su capacidad para empezar los preparativos al día siguiente, le echó un vistazo a la guía del sexo y llamó al teléfono de un anuncio que decía Señoras maduras dan Masaje Erótico. —Buenas noches, Clínica Essence. Era la voz de un hombre. Me hospedo en un hotel en el centro. ¿Es muy tarde para pedir un masaje? Nunca había llamado a un sitio de estos y le sorprendió lo tranquilo que sonó. —¿Qué hotel, caballero? —El Príncipe Akasaka. —Gracias. Si es tan amable de darme su número de habitación, le devolvemos la llamada enseguida para confirmar. Unos diez segundos después de colgar, sonó el teléfono. —Disculpe por hacerle esperar. —El hombre hablaba con una entonación rara—. Tenemos a una viuda de treinta y ocho años con disponibilidad inmediata. La voz era tranquila y mecánica y no daba una idea de la persona que la emitía. Resultaba imposible imaginar qué cara tenía el hombre. Kawashima tardó en contestar y la voz continuó. Sin embargo, si no le importa esperar una hora o algo así, podemos enviarle una mujer de cuarenta y pocos. No, envíe a la que puede venir enseguida, por favor. —El masaje básico cuesta 7.000 yenes y el erótico 17.000. ¿Cuál prefiere? Sonaba como si el hombre tuviera un bebé en brazos mientras hablaba. O Kawashima empezó a sentirse un representante. Un representante de todos los niños que se habían convertido en puntos insignificantes en el oscuro diorama; un mártir armado únicamente con un punzón enfrentándose a las hordas enemigas. Imbuido de una sensación de omnipotencia, convocó las caras de los niños del Hogar una a una y les dijo: Esperad y veréis. Sus labios rozaron la ventana y algunas gotas de agua corrieron por el cristal como bichitos que se dispersan. Los mataré a todos por vosotros, murmuró Kawashima para sí una y otra vez. 6 Me recuerdas a alguien —dijo la masajista—. No me viene ahora el nombre pero es un actor. ¿Sabes a quién me refiero? Era una mujer de osamenta grande que hablaba un montón. Se parecía tan poco a la mujer a la que había apuñalado hacía diez años, que Kawashima no pudo disimular una sonrisa torcida cuando la vio. Llevaba puestos unos pantalones de una tela brillante y fina, un jersey de color chillón y un chaquetón de zorro plateado. En realidad a Kawashima ya le habían dicho antes que se parecía a algún actor o cantante. Pero estaba seguro de que su parecido con algún famoso era demasiado débil como para que fuera peligroso, especialmente si alteraba el peinado y se ponía gafas. Ofreció a la mujer algo de beber. Ella pidió una cerveza y él cogió una para ella y otra para él. Mientras se tomaba la cerveza, Kawashima le preguntó si no era peligroso ir a habitaciones de hotel de hombres a los que no conocía. Normalmente sabes si un tipo es legal con sólo mirarle a los ojos, yo no he tenido ningún problema serio, pero algunas chicas sí que han tenido malas experiencias. No me refiero a algo que realmente dé miedo, sino a cosas como dejar que el tipo le meta los dedos ahí para sacarse un poco de dinero extra, y terminar con una infección o lo que sea. Ese tipo de cosas son las que se oyen. Kawashima se desnudó, bajó las luces y se echó boca abajo sobre la colcha. La mujer se sentó en el borde de la cama y suavemente deslizó las uñas por su espalda, nalgas y corvas, trazando círculos lentos sobre la superficie de su piel. Él se sentía como un paciente mimado por una enfermera. Mientras lo ayudaba a girarse sobre la espalda, la mujer le hablaba del hombre con el que vivía, y le explicaba que era él quien le había comprado el abrigo de pieles. Colocó una caja de pañuelos de papel junto a ella, sobre la cama, y untó aceite en la palma de su mano izquierda, después empezó a acariciarle el pene, que ya estaba en erección. Él levantó la cabeza de la almohada y le preguntó si ella no iba a desnudarse también. Sin dejar de mover la mano, le dijo que eso le costaría diez mil más. —Lo pago —dijo él, y ella se limpió la mano con un pañuelo, le recordó que no debía tocarla y, meneándose, se quitó la ropa. Con el deseo de ver mejor su vientre suave y las marcas que le habían hecho las medias, él encendió la lámpara de la mesilla de noche. La mujer no intentó ocultar su cuerpo. Era un cuerpo que le removía sentimientos nostálgicos: una piel en la que los dedos podían hundirse; unos pechos con venas visibles y unos pezones oscuros y caídos; unos brazos, cintura y muslos que temblaban al menor movimiento; el patetismo del vello púbico; la uña amarillenta y estallada del dedo gordo del pie. Había estado tan acostumbrado a este tipo de cuerpo que la primera vez que durmió con Yoko, la firmeza de su cuerpo le había resultado extraña. Yoko tenía ahora veintinueve años y había dado a luz a un niño, pero cuando le tocaba el cuello o el brazo o el culo, la carne seguía firme. Mirando el culo de, supuestamente, treinta y ocho años aplastado contra la colcha, Kawashima pensó: hay algo que no resulta amenazante en este tipo de piel. Suave como un bizcocho que hubiera sobrado de Navidad; una piel que cedía al tacto en lugar de resistirse desafiante. Era como si las propias células fueran conscientes de su edad y hubiesen dejado de imponerse. Estaba bebiéndose este cuerpo con los ojos cuando se corrió. La mujer lo limpió con una toalla húmeda y caliente. Después de entregarle 30.000 yenes y decirle que se fuera, se echó sobre la colcha, aún desnudo. Estaba envuelto por una especie de tranquilidad ligera que no se parecía a nada que hubiera sentido antes. Lejos del peligro de que su sistema nervioso se tensara. Kawashima nunca había entendido el cómo ni el por qué de esos episodios suyos —las explosiones de shock, terror y rabia, la pérdida total de control- pero siempre le dejaban sintiéndose fatal. Se preguntaba si no podría prepararse para desarrollar unos nervios que no estallaran así. Pero la realidad es que, pensó con la vista puesta en el techo, lo más probable es que tenga que pasar por estas cosas toda mi vida. Acababa de soltar una gran cantidad de semen, y aunque no le había proporcionado una excitación mayor que un buen estornudo, disfrutaba de los efectos posteriores. Se sentía bien, ahí echado, mirando al techo. Era consciente de que el bienestar convivía con una especie de escalofriante soledad, pero incluso eso no estaba tan mal. Estaba recreando los enormes muslos de la masajista cuando se le ocurrió algo importante y se incorporó en la cama para coger su maletín. Lo abrió, sacó las notas y añadió un par de líneas: La mujer debe ser pequeña además de joven. Una mujer grande será más difícil de controlar en caso de que ocurra algún fallo técnico. 7 Sanada Chiaki estaba despierta, pero necesitaba quedarse en la cama un rato más. La temperatura de la manta eléctrica estaba alta, aunque debido al Halcion se sentía pesada y estaba congelada de pies a cabeza. El teléfono dejó de sonar y después del pitido agudo del contestador se oyó por el altavoz la voz baja de un hombre. —Aya-san, ¿vas a venir hoy a la oficina? Hagas lo que hagas, llámanos, ¿vale? Si no te encuentras bien, puedes tomarte la noche libre, claro, pero necesitamos que vengas. Tenemos una cita para ti esta tarde a las seis, en el Keio Plaza, habitación 2902, un tal señor Yokoyama. Es un cliente nuevo pero parece joven y suena como un caballero. Lo más probable es que tengas que ir allí directamente, en vista de la hora, pero pasa por la oficina cuando termines, sea la hora que sea, ¿vale? Y por favor no apagues el.. Un pitido indicó el final del tiempo para el mensaje. Un momento después el teléfono volvió a sonar. -Se cortó. Como te decía, necesitamos que dejes encendido tu localizador. Si recoges este mensaje desde fuera y no llevas los juguetes, tendrás que pasar primero por la oficina o por tu apartamento. Hagas lo que hagas, no vayas a la cita sin el equipo, ¿vale? Bueno, esperamos tus noticias. Si vas corta de tiempo, puedes llamar cuando llegues al Keio Plaza. No te ha venido la regla, ¿no? Si ya. El contestador volvió a cortarse y esta vez el hombre no llamó otra vez. Chiaki decidió que lo mejor sería levantarse y comer algo. Miró el reloj y vio que ya eran las tres de la tarde. El Keio Plaza sólo estaba a doce o trece minutos en taxi pero después de dormir bajo el efecto de tres Halcion, iba a necesitar tiempo para hacer que le circulara la sangre otra vez. En los últimos tiempos había aumentado la dosis, y sabía que tenía que tener cuidado con eso. Las pastillas no eran baratas y alguien le había dicho que estaban investigando la tienda donde las compraba en Shibuya. Se puso de lado y cogió el control remoto del reproductor de CD. Le dio a POWER, vio la lucecita verde encenderse y apretó PLAY. No era el CD que esperaba. Le gustaba la cuerda nada más despertarse y podría jurar que había puesto un disco de Mozart antes de dormirse, pero lo que salía ahora de los altavoces era la banda sonora de Corazón salvaje, con un saxo tenor que goteaba como melaza sobre sus nervios. Le gustaba oír esta música cuando se masturbaba. Qué raro que no me acuerde, pensó mientras apagaba la música, ¿y si no es sólo por las pastillas para dormir? La idea desencadenó una ola de ansiedad y decidió intentar recordar qué había hecho exactamente antes de acostarse. Según el reloj era viernes, lo cual quería decir que había dormido unas cincuenta horas seguidas. Había tomado el Halcion a última hora de la mañana del miércoles, después de un trabajo de toda la noche por el que le habían pagado 150.000 yenes. Todavía no había llevado el dinero a la oficina, lo que explicaba por qué el encargado insistía tanto en que pasara por allí. El cliente era un hombre apacible, de mediana edad, que tras atarla con poca convicción y meterle el vibrador, la había tomado de la mano y le había pedido que durmiera junto a él. Ella no tenía sueño y debido a que estaba preocupada porque su libido había desparecido durante todo el mes pasado, y a que no era el tipo de hombre que ella encontraba repulsivo, había estado dispuesta a tener relaciones normales con él, siempre y cuando usara un condón. Así que, naturalmente, esta vez el cliente sólo quería dormir junto a ella. Él se durmió enseguida con la boca abierta y ella ni siquiera soportaba mirarlo. No era fumador pero tenía mal aliento, olía un poco a alcohol y enseguida se puso a roncar fuerte sin dejar de aferrarle la mano. Aún no le había pagado, así que de todos modos ella no podía marcharse, pero se le tensaban los músculos cuando intentaba quedarse quieta y cuanto más se decía que tenía que dormir, más le parecía que hubieran encendido un foco sobre su cabeza. No me digas que va a empegar otra vez recuerda haber pensado, y la idea la había aterrorizado y hecho creer que realmente estaba enseñado. Con precisión quirúrgica, usó unas tijeras para extraer el elástico de un gorro de ducha. Colocó el elástico entre las piernas de ella y pasó una cuerda por los agujeros, por delante y por detrás, después le ató la cuerda a la cintura, haciendo una especie de correa abierta por la entrepierna. Lo hizo de forma que sólo el clítoris le sobresalía de las tiras de elástico. Era excitante. Tal vez si lo volviera a hacer, su libido no tendría más remedio que volver a toda prisa. Antes de abrir la nevera, Chiaki metió la navaja en su bolso. 8 Kawashima miró su reloj de pulsera por enésima vez, comparándolo con el reloj digital incrustado en la mesilla de noche, pero sólo pasaban dos minutos de las seis. No había motivos para esperar que una mujer que se dedicaba a estos asuntos fuera puntual, claro. Ella venía en taxi y un atasco de tráfico inesperado podía fácilmente retrasarla media hora. Después de todo, incluso la masajista que había llamado la otra noche se había retrasado casi cuarenta minutos. Se decía cosas así todo el tiempo pero no servían de mucho. Hacía un rato que había apagado la calefacción, y ahora la habitación estaba más fresca pero las manos seguían sudándole. Los guantes de cuero nuevos quedaban un poco ridículos con el sudor empapándole la palma de las manos. Decidió repasar las notas para asegurarse de que no se había olvidado de nada de vital importancia. Hasta ahora todo había funcionado como un reloj. Había tomado un autobús del hotel en la salida oeste de la estación Shinjuku y llegado a la entrada del Keio Plaza según el plan, a las dos cincuenta y cinco. Era viernes por la tarde y un día de buen auspicio según el calendario lunar, lo cual significaba muchas bodas. El vestíbulo estaba repleto de invitados a las bodas, y como el hotel también acogía una reunión de contables del distrito de Shinjuku y una conferencia para fabricantes de ordenadores, los mostradores de recepción estaban atestados. El recepcionista, un tanto gruñón, apenas se fijó en Kawashima y ninguno de los botones se le acercó. Echó un vistazo a la gente en el vestíbulo pero no vio a nadie conocido. La habitación, en el piso veintinueve, daba al Tocho, el elevado complejo de oficinas municipales. El punzón, el cuchillo y la muda de ropa estaban en bolsas de papel dentro del bolso de viaje que había comprado en el aeropuerto de Haneda, un bolso de piel sintética de color marrón oscuro que podría verse en cualquier sitio. Se había puesto el traje nuevo barato y las gafas en un cubículo del baño del aeropuerto, y también había logrado encontrar un diario deportivo desechado del distrito de Kansai. Debido al ajetreo en el vestíbulo, sólo había cruzado unas palabras con el empleado cuando se registró, y aunque usó un acento de Kansai no era probable que el empleado ni siquiera se acordara de eso. Continuar o no con el plan de despiste dejando el diario deportivo en la habitación era algo que podía decidir más adelante, cuando todo hubiera terminado. Revisar las notas le ayudó, en cierto modo, a calmarse. Miró afuera, hacia el Tocho, con sus cientos de ventanas iluminadas. Abajo, en la calle, había un autobús turístico del que se habían bajado grupos de familias para sacarse fotos y vídeos con ese edificio futurista de fondo. A través de los cristales llegaba un sonido que amenazaba tormenta. El solsticio de invierno estaba cerca y hacía un frío increíble ahí fuera, pero a estos turistas del interior no parecía importarles. Veía los flashes de sus cámaras aquí y allá, igual que los últimos estallidos de vida de las chispas de fuegos artificiales de su infancia. Desde que estaba con Yoko la sensación no era tan pronunciada, pero incluso ahora, cuando veía familias juntas, una ola fría le recorría el cuerpo. Esta ola estaba ahora bañando los márgenes de su memoria, descubriendo una imagen del pasado. Madre sonriendo al poner al amado hijo pequeño para sacarle fotos delante de la casa. Es un día soleado pero ella usa flash. El amado pequeño me hace señas para que pose con él. Digo que no con la cabeza y la sonrisa de Madre desaparece. Cogiendo la cámara con las dos manos, se vuelve para mirarme con ojos vacíos. Enfádate, pienso. Date prisa y pégame. Se queda ahí de pie con esa expresión dura. Venga, hazlo. Su mirada me traspasa como si yo fuera un mueble, o una roca, o un bicho, en lugar de un ser humano. Para borrar esta imagen de su cabeza, Kawashima intentó imaginar el abdomen firme y blanco de la joven que supuestamente estaba de camino a la habitación. Por teléfono, el hombre del club de sado le dijo que era menuda, de piel clara y un poco tímida. La voz y la manera de hablar de este hombre eran muy parecidas a las del servicio de masajes. Como si estuviera sentado a la cama de un moribundo. Si una voz así te dijera que no había nada de qué preocuparse, pensó Kawashima, lo más probable es que te entrara el pánico. Miró su reloj. Pasaban más de veinte minutos de las seis. Pensó en Yoko, pero sabía que no podía llamarla porque el ordenador del hotel registraría todas sus llamadas. De todos modos, era mejor olvidarse de Yoko hasta que el ritual hubiese terminado. La persona que se quedaba en esta habitación no era Kawashima Masayuki sino Yokoyama Toru. Mientras repetía entre dientes este nombre inventado, casi comenzó a creer que era ése el que realmente era: una persona diferente con una historia diferente. Estaba empezando a pensar en llamar al club de sado cuando sonó el timbre. De camino a la puerta, Kawashima se detuvo ante el termostato para encender la calefacción. Era necesario que la habitación estuviera lo suficientemente caliente para que ella se sintiera cómoda al desnudarse. Se quitó los guantes, los metió en el bolsillo y sacó un pañuelo para cubrir la palma de su mano derecha. 9 Es como si hiciera un siglo desde que estuve en uno de los hoteles grandes, pensaba Sanada Chiaki mientras levantaba la vista al grupo de rascacielos en Shinjuku oeste. Los hoteles de sadomasoquismo, con el suelo salpicado de endurecidos globos del esperma de las velas, le quitaban todo el romanticismo a las cosas. Para el cliente de esta noche, al que el encargado había descrito como un caballero, llevaba puesto su mini de una pieza Junko Shimada con medias negras y un abrigo beis de cachemir, y se había esmerado con el maquillaje. Para no llegar tarde, se subió a un taxi a la puerta de su edificio en Shin-0kubo a las seis menos veinte. El tráfico estaba un poco congestionado en el gran paso elevado, pero aun así llegaría a la entrada del Keio Plaza con cinco minutos de adelanto. Había una cola de gente en la entrada esperando taxis y, por suerte, el portero estaba ocupado en conducirles a los taxis y no se dirigió a ella. A Chiaki siempre le ponía nerviosa que un portero grande con galones sobre los hombros se le acercara y le dijera «Bienvenida al hotel Tal y tal, ¿me permite la bolsa?». Le había quitado las pilas al vibrador y todos sus juguetes estaban metidos en bolsas de vinilo opacas por si acaso alguien miraba en su bolso, pero así y todo... Era algo en la forma de mirarte que tenían los porteros. El vestíbulo estaba atestado de gente que salía de un banquete de boda. Llevaban puestos trajes formales, vestidos y kimonos, y en la mano tenían bolsas con el nombre del hotel; sus voces reverberaban de tal forma en el techo y las paredes, que Chiaki ni siquiera podía oír sus propios pasos. Se dirigió a los teléfonos públicos para llamar a su oficina, habiendo decidido que si el cliente era un novato, como le había dicho el encargado, hacer esa llamada delante de él podría desalentarlo. «He llegado a la habitación del caballero», sonaba tan frío y mercenario. Las cuatro cabinas verdes estaban ocupadas. Al acercarse, cogió su cartera y sacó una tarjeta de teléfono, la del conejo de dibujos animados. Se paró a poca distancia de los teléfonos y estaba intentando adivinar quién terminaría primero, cuando se dio cuenta de que el hombre del segundo teléfono le sonreía impúdicamente. Tenía treinta y pico largos o cuarenta y pocos, llevaba puesto un abrigo visiblemente manchado y la miraba de arriba abajo mientras sonreía. Apenas se fijó en él, y de improviso empezó a chillar al auricular, tan alto que los que estaban a ambos lados se encogieron de miedo y se volvieron para mirar. «iCállate y encárgate de eso, puta!» gritó, y colgó de un golpe como si quisiera romper el auricular. Chiaki se quedó allí de pie pasmada, petrificada por la transformación instantánea de sonrisa impúdica a rabia violenta y cara roja. Cuando el hombre giró sobre sus talones y avanzó hacia ella, sólo tensando todos los músculos de su cuerpo logró no gritar. No se dio cuenta de que la tarjeta telefónica se le había resbalado de los dedos hasta que el hombre se inclinó delante de ella para recogerla. Cuando él se agachó, ella se dio la vuelta y se alejó tambaleante con el cuerpo rígido debido a la tensión. No es alguien que conozca, nunca lo he visto antes, no hay nada de qué preocuparse, se decía a sí misma, reprimiendo el ansia de correr. ¿A dónde ir? Ya no sabía en qué hotel estaba ni por qué estaba allí. Tras veintiún pasos se paró y miró hacia atrás. Estaba rodeada de gente vestida con trajes y vestidos y tuvo que ponerse de puntillas para buscar por toda la sala al hombre del abrigo. Al no verlo por ningún sitio, empezó a respirar otra vez y buscó los aseos. Quería estar sola, en algún sitio donde calmar las palpitaciones del corazón. Se metió en un cubículo de los aseos y, sin quitarse el abrigo, se sentó sobre la tapa cerrada del inodoro. No entendía qué ocurría. Una y otra vez se recordaba a sí misma que no conocía al hombre del La peor cosa que has hecho. Kawashima se sintió mal sólo de oír las palabras, que inmediatamente evocaron la imagen de la mujer a la que le había clavado el punzón. Darse de hostias hasta la extenuación para después llorar y suplicar el perdón del otro, acariciándose y besándose los arañazos, chichones y golpes mientras se quitaban la ropa el uno al otro; así le gustaba a ella. A veces, cuando ella le daba un buen puñetazo, él pensaba: en un momento estará lamiendo justo este sido. Miró las manos suaves y sin arrugas de la chica. Estaba ansioso por cortarle el tendón de Aquiles. —¿Has mirado alguna vez a una mujer masturbándose? Chiaki sonrió al decir esto y después se pasó la lengua por los labios. Se imaginaba que el traje barato nunca había hecho nada malo aparte de ir a un club de striptease o al barrio rojo o algo así. Lo primero que tenía que hacer era ponerlo a tono. Mirándole fijo a la cara, se movió en el sofá y se levantó la falda de Junko Shimada, colgando una pierna por encima del reposabrazos del sillón y enseñándole las bragas violetas que llevaba debajo de las medias negras. Se llevó un dedo a la lengua, como para lubricarlo con saliva, y después se acarició suavemente la parte interior de los muslos. Lo más probable es que nunca haya visto algo así, pensó. Te voy a calentar tanto, señor, que el jugo se te va a salir por la pollita y va a manchar tus calzoncillos baratos. Después, nos daremos una ducha juntos y te enseñaré lo del elástico del gorro de ducha. Zapatos extraños, pensó Kawashima. Botines con cordones que le cubren el hueso del tobillo. Negros con tacón de aguja. Antes de atar a la chica, le diré que vuelva a ponérselos. Tirar de los tacones para que se le estire el tendón de Aquiles y después presionar fuerte la hoja del cuchillo y rebanar despacio. Se preguntó qué le pasaría a los zapatos. ¿Caerían hacia delante o el repliegue de los tendones los lanzaría por los aires? La chica cerró los ojos y empezó a gemir. Con esas medias negras, las piernas le lucían increíblemente delicadas y delgadas. No había mucha carne en sus muslos ni en el culo, anotó él. Cuando ella acabó, él le pidió en un tono muy amable y paciente que se desvistiera. Pero qué actuación más lamentable, pensó, y se rió para sí. Alguien debe de haberle dicho que los fulanos se calientan al ver cosas así. Chiaki se estaba pasando el dedo por la arruga de las bragas cuando oyó al hombre reírse. Abrió los ojos y allí estaba él, sentado con su traje barato, con el pañuelo en la boca y riéndose. —Ya está bien —dijo él. Humillada, inmediatamente bajó la pierna del reposabrazos y al hacerlo, el tacón golpeó la mesa de centro y tiró la lata de cola. En un acto reflejo, Kawashima cogió la lata con su mano izquierda descubierta. —i¡lIdiota! —gritó, mirando con los ojos fuera de las órbitas la lata que tenía en la mano y sintiendo que las sienes le ardían—. ¡Mira lo que haces! El corazón de Chiaki golpeó fuerte y empezó a palpitar. Una pálida nube emborronaba su campo de visión. Había estado intentando excitarlo pero sólo había conseguido enfadarlo. Todo era culpa de ella y fue incapaz de luchar contra el pánico que se arremolinaba. Como las luces que se apagan una a una, las palabras se alejaban en torbellino, apartándose de su alcance, EXCITAR, MASTURBAR, SEXO y después TRAJE BARATO, HUMILLADA, LENGUAJE DE SIGNOS, ASEOS.. Era como si unas señales de neón con la forma de estas palabras estuvieran deslizándose hacia la oscuridad y los recuerdos se elevaran para sustituirlas. Ésta era la parte que más miedo daba, la súbita anticipación de la Pesadilla que se avecinaba. Una vez que empezaba la Pesadilla, claro, ni siquiera había algo que uno reconociera como miedo. Mi maquillaje, pensó. Tengo que arreglarme el maquillaje. Kawashima no sabía qué le pasaba a la chica, pero algo era, y le desconcertaba verlo. ¿La había hecho enfadar al reírse de su actuación masturbatoria y gritarle después? Su cara era una máscara en blanco y sus ojos parecían sacudirse libremente en las cuencas, sin fijarse en nada. Estaba a punto de decirle algo cuando de repente ella cogió el bolso que estaba a sus pies, se lo puso sobre las piernas, rebuscó en su interior y sacó una barra de labios. Después, procedió a aplicársela tranquilamente sobre los labios, mirando a un espejito que sostenía con la mano izquierda. Así que no está enfadada, pensó él, sintiendo cierto alivio. No se fijó en que la punta de la barra de labios temblaba y que la línea resultante estaba levemente torcida. Volvió a meter en el bolso la barra de labios y el espejito y se puso de pie. —Voy a ducharme —dijo. Ahora también había algo diferente en su voz. —¿Me dejarás atarte después? —ilo que quieras! —dijo ella y soltó una risita. Poniéndose el bolso bajo el brazo, se dirigió al baño, entró y cerró la puerta. ¿Qué estaba haciendo ahí dentro? Habían pasado treinta minutos desde que la chica se había pintado los labios de rojo y metido en el baño. Kawashima había limpiado la lata de cola cuidadosamente y en repetidas ocasiones para eliminar cualquier huella dactilar, y todos los instrumentos necesarios para el ritual estaban en su sitio. Ya se había puesto un nuevo par de guantes de piel y había desenvuelto el cuchillo y el punzón, imaginándose las piernas delgadas de la chica al hacerlo. Su cintura también sería delgada y tendría un vientre plano. Había comprado el punzón más largo que encontró —la parte metálica medía unos quince o dieciséis centímetros— y pudiera ser que la perforara de parte a parte. Había tenido la intención de atarla al sofá, pero eso tenía que pensarlo mejor, porque así no podría ver la punta del punzón saliéndole por la espalda. Suspenderla del techo, de forma que sólo tocara el suelo con la punta de los pies, eso sería ideal, pero en esta habitación era imposible. No había dónde sujetar la cuerda. Se le aceleraba el pulso con estas ideas pasándole por la cabeza. Ahora estaba apoyado en la pared de la entrada por fuera del baño, quitándose y poniéndose los guantes y agitándose cada vez más. ¿Qué diablos estaba haciendo ahí dentro? ¿Poniéndose champú, tal vez? Lo que más le preocupaba era la mirada perdida que había visto en los ojos de la chica. Esos ojos inquietos, desconectados y extrañamente vidriosos. A Kawashima le parecía que había conocido a otra mujer con esos ojos anteriormente, pero no intentó recordar quién. Sólo tenía recuerdos desagradables de todas las mujeres del pasado, con la única excepción de Yoko. —¿Estás bien? —dijo, tocando en la puerta del baño. —¡Estupendamente! —oyó como respuesta—. ¡Sólo tardo un poco más! —La voz era aguda y la entonación extrañamente deformada, como una cinta de casete que se desenrolla. Seguía oyéndose la ducha. Mi pintura de labios está torcida, había pensado Chiaki cuando se miró al espejo del baño. Tienes que tener especial cuidado con la pintura de labios. Se frotó el error violentamente con papel, presionando con tanta fuerza como para lastimarse los labios, pero estos ya habían perdido la capacidad de sentir algo. Se quitó el vestido, lo dobló, lo sacudió y lo volvió a doblar varias veces antes de colocarlo en la encimera junto al lavabo, después siguió la misma rutina con la combinación. Abrió la ducha y lentamente giró el mando de F a C hasta que el aire se llenó de vapor, después comprobó el agua con la mano y soltó un gritito. Estaba hirviendo. Volvió a girar el mando lentamente hacia F y comprobó la temperatura otra vez, formando un cuenco con la otra mano debajo del agua. Fue de C a F otra docena de veces, alternando las manos, y después volvió al espejo, dejando que el agua corriera y el vapor llenara la habitación. Cuando se estaba quitando el sujetador, recordó que estaba en secundaria la primera vez que le pasó la Pesadilla. Sólo en este tipo de momentos, cuando empezaba otra vez, podía realmente recordar cómo era. Su segundo año en el instituto. Ella y algunos compañeros de clase se habían reunido en la casa de uno cuyos padres no estaban, y habían terminado viendo una película pornográfica. No habían rebobinado la cinta y empezó por una escena de sexo duro. No sabía cuánto tiempo estuvo viéndola, pero recordaba que en un momento dado le había empezado a doler el estómago y, de repente, un terror indecible la consumió. Era como si alguien estuviera dirigiendo una luz estroboscópica a su cara y una escena totalmente diferente se desarrollara ante sus ojos. Ése fue el primer episodio, pero desde entonces la Pesadilla la había visitado hasta siete veces. Siempre empezaba con que perdía el deseo sexual. Sabía que tenía problemas cuando era capaz de mirar a un tío bueno sin pensar dónde le gustaría lamerlo, o dónde le gustaría sentir su lengua. Los capilares, o los nervios, o lo que fuera, se cerraban, y toda el ansia hambrienta que ya no podía llegar a la superficie o conectar con su libido, empezaba a acumularse en su interior, aunque era incapaz de decir dónde, exactamente. Y esta condición se prolongaba un largo periodo. Una vez había durado novecientos treinta y ocho días. Para poder soportar la ansiedad, a veces intentaba acostarse con alguien —cualquiera— pero siempre le parecía que el pene del hombre no estaba dentro de su vagina o de su ano, sino en un tipo de agujero totalmente diferente. No llegaba al orgasmo ni por asomo y había veces en las que incluso terminaba por no saber dónde estaba o qué estaba haciendo. 0, peor aún, tenía la sensación espeluznante de acercarse más. Volvió a la puerta y ella inmediatamente recuperó su sonrisita vacía. Si alguien le registrara la bolsa, encontraría el cuchillo y el punzón. Tal vez debiera llamar a la oficina de la chica. Había un teléfono en la pared justo al lado de él, pero sólo era para llamadas entrantes. Él dio otro paso atrás y la expresión en la cara de ella cambió de inmediato. Había terror en sus ojos y cejas, abrió mucho la boca y volvió a tomar aire. Iba a gritar otra vez. —iNo me voy a ningún sitio! —dijo rápidamente Kawashima—. ¿Vale? -Se apoyó en el marco de la puerta—. ¿Lo entiendes? Ella asintió con la cabeza muy despacio y de forma apenas perceptible. Maldita sea, pensó él. Está muerta de miedo. Igual que los niños del Hogar. Quiere que me quede aquí pero que no me acerque demasiado. Le entra el pánico si me acerco y también si intento irme. Se hiere de esa manera porque no conoce otra forma de pedir ayuda. La chica había bajado la navaja y la sostenía a un lado desde que él apareció, pero ahora la había levantado y volvía a hundir las tijeras en la carne del muslo, cubierta de sangre oscura. Sonaba como cuando se pisa el barro: splat. Ella no miraba ni a las tijeras ni a la herida, sino que tenía la vista puesta sobre Kawashima. Y justo entonces sonó el teléfono, haciendo que él se sobresaltara de tal forma que su hombro perdió el apoyo del marco de la puerta y a punto estuvo de caerse. La chica arrugó la cara y soltó una risa húmeda y gutural. —¿Señor Yokoyama? ¿Va todo bien, señor? Llamaban de recepción. Sin duda, alguien de las habitaciones vecinas, o tal vez un guardia de seguridad, había avisado del grito. Todo bien, dijo Kawashima por encima de su corazón palpitante, intentando desesperadamente parecer tranquilo. —Tal vez sepa, señor, que todas nuestras habitaciones están ocupadas y algunos de los huéspedes ya están durmiendo, por lo que le rogamos encarecidamente que mantenga el volumen de la televisión o de la música lo más bajo posible. El hombre a continuación le agradeció su cooperación y le deseó buenas noches de manera formal y cortés. Qué manera más indirecta de quejarse, pensó Kawashima. En algún sitio a algún niño le estaban haciendo la cabeza papilla porque se había hecho pis en la cama; en algún sitio, una mujer que se había saltado alguna norma arbitraria era llevada a una habitación donde le harían cosas horribles a resguardo de ojos fisgones; y mientras tanto: ¿va todo bien, señor? Muchas gracias por su cooperación, señor. Una queja que más bien parecía una disculpa. —¿Quién eres tú? —rugió la chica con su voz húmeda. Él se apoyó contra el marco de la puerta y no contestó—. ¡Quién eres! No debo decir nada. Diga lo que diga, ella simplemente gritará y se negará a escuchar. Era como un animal herido. Intenta acercarte y te enseñará los colmillos; intenta marcharte y gritará pidiendo ayuda. Kawashima se puso el dedo índice sobre los labios haciendo un Shhh silencioso. Recordaba cómo se había sentido la primera vez que ingresó en el Hogar, convencido de que cualquier adulto que se le acercara sonriendo y con palabras amables era el enemigo. Ahora mismo se hacen los buenos, se decía a sí mismo, pero tarde o temprano me van a golpear por motivos que ni siquiera entenderé. Cuando era niño, Kawashima jamás pudo averiguar qué era lo que él tenía que hacía que los adultos se enfadaran tanto, pero la idea de que le dejaran totalmente abandonado le daba más miedo aún que los ataques imprevistos. Lo único que había aprendido con certeza durante sus pocos años de vida era que estaba indefenso, que era incapaz de sobrevivir solo y que toda la gente con la que trataba parecía despreciarle. Sabía por experiencia propia que no debía acercarse a la chica pero que tampoco debía dejarla, y que no debía hablar directamente con ella, ni siquiera contestar a sus preguntas. Quiere que la ayuden, pensó, pero no puede bajar la guardia. Por eso me mira fijo y vigila todos mis movimientos. Cuando se llevó el dedo a los labios, la chica estudió el gesto con curiosidad y volvió a poner la navaja a un lado. Lentamente, Kawashima se quitó los guantes y los dejó caer en la papelera que estaba junto a la puerta. Le enseñó la palma de sus manos desnudas, como si dijera: Cálmate. Cálmate. No voy a hacerte daño. Mientras hacía esto y sin girar la cabeza, echó un vistazo al bolso de ella que estaba abierto junto al lavamanos. Vio que contenía cosméticos, una libreta y un sobre pequeño como los que usan los hospitales para dispensar medicinas. Escrito a mano con tinta y debajo de la letra de estilo gótico que decía Clínica Shiroyama - Dr. Shiroyama Yasuhiro, Director venía el nombre de Sanada Chiaki. No debía dirigirse a ella directamente, ni siquiera para contestar una pregunta, así que necesitaba una especie de intermediario. Descolgó el auricular del teléfono de pared y se lo llevó a la oreja, colocando la mano libre debajo para mantener el teléfono desconectado disimuladamente. Lo que faltaba era que se conectara a un operador de emergencias mientras que simulaba hablar por teléfono. —¿Diga? —dijo él-. Sí, eso es. Sanada Chiaki está aquí conmigo. Miró por encima del hombro a la chica. La mano que sostenía la navaja seguía baja y ella lo miraba atentamente, intentando entender qué sucedía. Lo primero era conseguir quitarle esa navaja. —Todavía no confía en mí del todo. Yo estoy totalmente de su parte y nunca haría nada para hacerle daño pero aún no lo entiende. La primera vez que el hombre entró en el baño, Chiaki había sentido que su cara se iluminaba con una sonrisa. Este debe de ser él, pensó, el que siempre me lleva al hospital. Cuando empezó a clavarse la tijera en el muslo, no tenía ni idea de quién era ella ni de dónde estaba, como de costumbre, y naturalmente no sentía ningún dolor. Recuerda que, mientras sacaba las tijeritas, quería hacer algo divertido con ellas, pero no recuerda qué. Sin embargo, ella sabía lo que iba a hacer. Era lo que siempre tenía que hacer cuando esa cara aparecía ante sus ojos, la cara de Tú-sabes-quién con su camisa blanca y resplandeciente. Ella no sabía quién era ella misma. Pero sí sabía cuál era su nombre porque Tú-sabes-quién no paraba de susurrárselo en la cara. Chiaki. Me llamo Chiaki. Soy alguien a quien llaman Chiaki. Él me llama así, me está lamiendo allí abajo así que no hay duda: Chiaki soy yo. ¿Pero quién era ella? Y ¿dónde estaba? Ésa era la cuestión, pero la respuesta no tenía importancia. Lo que importaba era que debía ser castigada. Y la que sabía que ella debía ser castigada era su verdadero yo. Chiaki sólo era un nombre. No había nada en él. Chi-a- ki, tres pequeñas sílabas vacías. Muérete, dijo una voz. Y era ella, su verdadero yo, moviendo sus labios y usando su voz para decir la palabra. Era ella la que se decía a sí misma que muriera; eso era de lo único que podía estar segura ahora mismo. Muérete, ¿por qué no te mueres? ¿Por qué no te mueres ya de una vez Chiaki? Qué orgullosa estaría si pudiera matarla, pensó ella. Herirla en el muslo y oír cómo la piel se abre, como cuando cortas una salchicha con un cuchillo. Pero entonces las cosas se vuelven cada vez más borrosas y al final te despiertas en un hospital. Alguien siempre me lleva allí. Kazuki dijo que había sido él quien llamó a la ambulancia la última vez, pero era mentira. Es alguien que no conozco y desde luego no es Tú-sabes-quién. Lo único que Tú-sabes-quién ha hecho es lamerme allí abajo y de repente gritarle a todo el mundo. Siempre he querido conocer al que me lleva al hospital. Siempre he tenido la esperanza de ver su cara al menos una vez, pero nunca pensé que eso ocurriría. Es alguien especial, una persona muy importante. No es tan fácil conocer a gente así. Pero puede que este hombre sea él. Eso es lo que ella pensó cuando él abrió la puerta del baño, pero claro, no había forma de estar segura. A lo mejor es alguien totalmente diferente, pensó cautelosa. Una mala persona. Alguien que me odia y quiere quitarme de en medio. Pero le había preguntado quién era y él no había respondido. Eso era una buena señal. Un hombre malo se habría inventado una mentira. Al menos sabía que él no era un mentiroso. Y ahora él decía su nombre a alguien al teléfono. ¿Con quién estaba hablando? ¿Con el hospital? -Sí, Chiaki está aquí. Está herida. Quiero ayudarla pero aún no confía en mí. ¿Qué? ¿Ah sí? Bien, entonces la pongo al teléfono. El hombre le tendió el auricular. ¿Quién sería? Se puso en pie vacilante y toda la sangre que se había acumulado en las heridas le corrió por la pierna. En el momento en que la chica estaba al alcance del auricular, Kawashima entró en acción. Le agarró la muñeca derecha con una mano y le mantuvo los dedos abiertos con la otra. La navaja suiza golpeó contra el suelo. La chica se quedó mirando fijamente la mano que sujetaba su muñeca unos instantes, como si fuera incapaz de procesar lo que había ocurrido y entonces, de repente, se dobló y se puso a dar golpes y patadas. Con un movimiento del zapato, Kawashima lanzó la navaja hasta el rincón más alejado del baño. Después se puso detrás de la chica y colocó el brazo alrededor de su cuerpo mojado, apretándole los delgados brazos contra los costados. Ella lo observó por encima del hombro con los ojos muy abiertos y una mirada perdida, abrió la boca y tomó una profunda bocanada de aire. Kawashima le puso la mano izquierda sobre la boca antes de que ella tuviera tiempo de gritar. Era tan menuda que a él le bastaba su brazo derecho para tenerla más o menos inmovilizada. Ella le daba patadas en también de oreja a oreja. A Kawashima le recordaron a esas parejas mayores que salen en películas americanas antiguas. Se excusó, bajando la cabeza a modo de disculpa y siguió caminando hacia el ascensor, pero claro, la pareja mayor iba en la misma dirección y caminaba detrás de él hablando en voz baja. No es buena idea meterme en el ascensor con estos dos, pensó. Les parecería raro que me bajara en cualquier piso que no sea el vestíbulo o los restaurantes y podrían incluso recordar en qué piso me había bajado. Si llamar al club de sado diera pie a alguna complicación, no podía arriesgarse a que se descubriera el cuchillo y el punzón y los vincularan con él. Se detuvo e hizo como si buscara algo en los bolsillos que hubiera olvidado. Cuando la pareja pasó, les deseó buenas noches y se dio la vuelta para dirigirse a su habitación. Y apenas había girado sobre sus talones, vio que la puerta de la habitación 2902 se abría y Sanada Chiaki salía a trompicones al pasillo, totalmente desnuda. Kawashima se quedó de piedra y la bolsa de vinilo casi se le cae de la mano. Si empezaba a correr, la pareja mayor podría oír sus pasos y volverse para mirar. Y lo que verían era como una escena de pesadilla: una chica japonesa delgada, desnuda y cubierta de sangre con un rudo vendaje alrededor del muslo, dando traspiés por el pasillo de su hotel. Miró hacia ellos, y vio que no se habían dado cuenta de nada todavía y estaban a punto de doblar la esquina hacia los ascensores. La chica estaba apoyada contra la pared, mirando a su alrededor con asombro, como si estuviera preguntándose dónde estaba y hacia dónde debía correr. Cuando la pareja desapareció tras doblar la esquina, Kawashima empezó a correr. Rezaba para que ninguna otra puerta se abriera antes de que llegara a la chica. Cuando vio al hombre que corría hacia ella, Chiaki dio un pequeño grito. Se volvió para salir huyendo pero se dio contra la pared, arañándose la rodilla con el yeso y cayendo sobre sus posaderas. Cuando Kawashima llegó a su altura, ella intentaba escapar a cuatro patas. Él se agachó para cogerla por las axilas y la arrastró a la habitación, pero no era nada fácil mover a una mujer que se resistía — menuda o no— aunque fuese unos metros. Sujetándola con el brazo izquierdo, con la bolsa de vinilo aún colgando de esa mano, buscó la llave en su bolsillo derecho. Como la chica no paraba de moverse, el tambaleo de la bolsa le zafó el vendaje, y la herida en la base del dedo empezó a sangrar otra vez. De alguna forma, consiguió introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta y justo cuando entraba a trompicones con la chica, soltándola sobre la alfombra como si la derribara, oyó que una puerta se cerraba en algún lugar del pasillo. El dolor de la mano izquierda era intenso, y el corazón parecía que iba a explotarle. ¿Les había visto alguien? En cualquier caso, ya no podía llamar al club de sado. Ni siquiera se había deshecho de las armas. La chica estaba tendida en la entrada, quejándose. —iAaay! ¡Me duele! Unos minutos antes, al despertarse de una siesta muy corta, Chiaki había recobrado sus cinco sentidos, y el dolor había sido insoportable. Tenía el muslo torpemente envuelto con un vendaje chapucero y cuando se levantó, un riachuelo de sangre le corrió pierna abajo hasta la parte superior del pie. Estaba asustada. Tendría que ir al hospital otra vez. El hombre que siempre la llevaba había estado a su lado hacía un momento, aún podía sentir la calidez de sus brazos rodeándola. Tenía los dientes cubiertos de una sustancia pegajosa y, con la lengua, descubrió algo parecido a un trozo de goma pegado en la encía superior. Se lo sacó y lo miró. Tenía unas pequeñas hendiduras y cuando cayó en la cuenta de que era un trozo de piel humana, recordó haber mordido el dedo del hombre. Aún podía oír la manera en la que él le susurraba al oído: Todo va bien, no te enfades, no hay nada que temer. Y pensar que mientras él le susurraba esas cosas al oído, ella le arrancaba la piel con los dientes.. Fue cojeando hasta el baño, aullando a cada paso, pero el hombre tampoco estaba allí. Cogió el traje azul marino que él llevaba puesto y lo agitó, ondeándolo en el aire y gritando «¿Dónde estás?». Al ver su bolsa junto al escritorio, la agarró y la lanzó contra la pared y después cojeó hacia la puerta. Sólo cuando ya estaba en el pasillo, cayó en la cuenta de que no llevaba ropa. La puerta se cerró despacio detrás de ella, y acababa de darse cuenta de que no podía entrar otra vez cuando vio al hombre que corría hacia ella desde el otro extremo del pasillo. Pero espera. Éste no podía ser el mismo hombre, llevaba puesta otra ropa. Horrorizada ante esta evidencia, había intentado escapar, pero el hombre la había cogido y arrastrado de vuelta a la habitación. Una vez dentro, había visto la herida que tenía en la mano y pensó: después de todo, es él. — ¡Escúchame! —dijo Kawashima, intentando recuperar la respiración-. ¿Entiendes lo que te digo? Chiaki asintió con la cabeza, mirándole fijamente a la cara e intentando grabarla en su memoria. Claro que entiendo lo que dices, pensó. Quieres llevarme al hospital, ¿no? —Antes que nada, ¿puedes, por favor, ponerte la ropa? Tenía que salir de este hotel cuanto antes. Alguien podría verles ahora y él aún tenía el cuchillo y el punzón en su poder. Debería llevarla a un hospital. Acompañarla a urgencias, que le dieran un tratamiento y el club de sado no tendría ningún motivo de queja. Después de todo, era él el que sufría los inconvenientes. Seguramente se quedarían satisfechos si explicaba bien las cosas y pagaba seis horas de servicio. —Por favor. Por favor, vístete. Metería todo en la bolsa y saldría del hotel inmediatamente. El hecho de que lo acompañara una mujer tendría su efecto sobre el recepcionista, pero ahora no era el momento de preocuparse por eso. De todos modos, realmente no he hecho nada, se dijo a sí mismo. Cojo un taxi, la llevo al hospital más cercano y me lavo las manos de todo el asunto. —Vamos al hospital. No puedes ir desnuda, ¿no? Chiaki estaba maravillada. Así que era él. El que la había agarrado por detrás y susurrado en el oído, y le había hecho darse cuenta de lo furiosa y asustada que estaba, era el mismo que siempre se encargaba de que ella fuera al hospital. Es él de verdad, pensó. Por fin he conocido al hombre misterioso. —De acuerdo —dijo, mirándole a la cara y asintiendo con la cabeza-. Pero deja que llame primero a mi oficina, ¿vale? Fue cojeando hasta el teléfono que estaba sobre la mesa y Kawashima entró en el baño para recoger las cosas de ella. La navaja suiza estaba en el suelo. Usó un pañuelo de papel para recogerla, limpió la sangre de las tijeras, las metió en el mango y dejó caer la navaja en el bolso de ella. Había dejado la puerta abierta así que podía oírla hablando por teléfono. —Eso es. No me encuentro bien, así que voy a terminar ya, pero no importa si no paso por la oficina, ¿verdad? Son, a ver, las diez pasadas, así que.. cuatro horas, ¿vale? No te preocupes, iré al hospital si me siento peor. Kawashima la oyó colgar y abrió la ducha para lavar los restos de sangre de la bañera y el suelo. Incluso la sangre que ya estaba seca salía sin dificultad con la ayuda de una toalla húmeda. No me encuentro bien y puede que tenga que ir al hospital, yo mismo no me habría inventado una historia mejor, pensó con alivio. Llevó el bolso de la chica y su ropa interior y vestido a la habitación. Ella estaba sentada en el sofá, sin nada encima a excepción del aro plateado en el pezón. —¿Me ayudas con las bragas? —Levantó las piernas de forma que los dedos de los pies apuntaban hacia él-. Me da miedo hacerme daño en la pierna. Se arrodilló delante de ella sosteniendo las bragas enrolladas con las dos manos, las deslizó por los pies y las subió hasta las rodillas, después paró y le dijo que se pusiera de pie. Ella se apoyó con una mano sobre el hombro de él y se puso en pie insegura, el fino vello púbico casi rozando la cara de él. Estirando el elástico todo lo posible, él consiguió subir las bragas sin tocar el vendaje y después desenrolló la tela violeta y traslúcida para que cubriera la entrepierna y las nalgas de la chica. No hace falta que me ponga las medias, ¿verdad? Me las van a hacer quitar, ¿no? Kawashima asintió con un gruñido y se levantó. Fue en ese momento que se dio cuenta de que su bolsa estaba ladeada contra la pared de enfrente, y la libreta abierta estaba junto a ella. Se le heló la sangre. Ella debe de haber leído las notas, pensó, y un escalofrío que salió del dedo mordido le recorrió cada célula del cuerpo. Sintió un amago de náusea y miró a la chica, que le había dado la espalda y se estaba poniendo la combinación. Ahora no tengo otra salida, pensó, y el escalofrío y la náusea se mezclaron con una excitación peculiar y rebosante. No me queda más remedio que matarla. Si ha leído las notas y la dejo vivir, no puede haber una próxima vez. Seguro que le diría a alguien: una vez tuve un cliente así. Después de todo, estaba bien no haberse desecho del punzón y el cuchillo de combate. Tenía que caminar despacio para no adelantar a la chica, que avanzaba cojeando a su lado y cogida de su brazo. El viento silbaba entre los cañones creados por los rascacielos y en la calle vacía el frío Y vas a quedarte conmigo esta noche, ¿verdad? —Por supuesto. No voy a dejarte sola. Tengo que cargármela lo antes posible y acabar con todo esto, pensó Kawashima, mientras la miraba entrar en el edificio. Cuanto más lo aplace, mayor es el riesgo de que alguien se fije en nosotros. Chiaki negó con la cabeza cuando el enfermero le preguntó si tenía la tarjeta del seguro, y tuvo que presentar su carné de conducir y escribir su nombre y su dirección en varios impresos. Cuando entró en la consulta, le dijo al médico que se había caído de una bicicleta. Él estudió las heridas en el muslo y dijo que una de ellas era bastante profunda y habría que ponerle puntos. No cuestionó su historia ni le hizo preguntas sobre el vendaje hecho con la camisa y, aunque debió de ver las cicatrices de los incidentes anteriores, tampoco dijo nada al respecto. Le inyectó un anestésico local en tres puntos diferentes, desinfectó el arañazo de la rodilla y las heridas, y cosió el corte más profundo, cubriéndolos con un montón de gasa. Parecía tener prisa por terminar. Había otras diez personas en la sala de espera. Un hombre con la cabeza rapada sentado en una silla de ruedas con los ojos medio cerrados y la boca abierta, y que sólo llevaba puesto una bata ligera de algodón; una mujer de mediana edad con mucho maquillaje cuyo dedo gordo del pie y el tobillo estaban grotescamente hinchados, y a la que sujetaban dos jóvenes delgados sentados a ambos lados de ella; un grupo de cuatro hombres vestidos para trabajar en la construcción que olían a sudor, sentados con las cabezas juntas y hablando de algo en voz baja; un anciano con las venas de las manos protuberantes y de color púrpura que leía un periódico; un hombre arrullando un bebé, junto a una mujer que tenía en las manos una ardilla de peluche y se llevaba un pañuelo a los ojos. La anestesia le había hecho efecto en unos minutos, pero Chiaki seguía sintiendo un poco de dolor cuando la aguja de sutura le atravesaba la carne, y le salieron gotitas de sudor en el labio superior y en el tabique nasal. Cada vez que el brazo del médico rozaba su bragas translúcidas de color violeta, ella pensaba en el hombre de las gafas, en cómo eran sus ojos tras esos cristales. —¿Puedo tener relaciones sexuales? —preguntó cuando salía de la sala de consulta. Sin ni siquiera levantar la vista de la tabla en la que estaba escribiendo algo, el médico murmuró: -Con cuidado de que no se te caiga el vendaje. Kawashima se había refugiado en la acera frente a la entrada, en una parada de autobús con marquesina que lo protegía del viento helado. Había decidido que deambular por fuera de Urgencias a las once en una noche fría como ésa, con dos bolsas grandes en las manos, no causaba muy buena impresión. Si un policía de servicio se le acercase y le interrogara y después quisiera mirar el interior de las bolsas, encontraría los juguetes sado de la chica en una de ellas, y el punzón y el cuchillo de combate en la otra. Por otro lado, en una parada de autobús no había nada sospechoso en llevar equipaje del tamaño que fuese. Desde ahí, veía claramente la puerta del hospital y si venía un autobús sólo tenía que hacer como que esperaba otro. Su atuendo —camiseta, sudadera y téjanos bajo un abrigo ligero- no era el más apropiado para este tiempo. Por fin había dejado de sangrar, pero tenía los dedos congelados y se había abierto la herida otra vez al volver a ponerse los guantes de piel. Se preguntaba si no podría separarse del frío y del dolor usando la técnica que había desarrollado de niño. Había muchas cosas en las que meditar ahora mismo, mientras atendían a la chica, pero estas condiciones le quitaban a uno las ganas de procesar información. La técnica... Había sido una noche fría de invierno, como ésta, cuando la descubrió. Había salido corriendo de casa dándole un golpe a la puerta corredera al cerrar. Ahora que lo pensaba, aquella noche también le dolía la palma de la mano izquierda. Su madre se la había cubierto con amoniaco industrial, del que se diluye en una proporción de diez a uno para usar como insecticida. Al poco rato, había empezado a oler fatal y le ardía la piel de la palma de la mano. Cuando había intentado lavarse la mano, ella lo apartó del fregadero de un empujón y él había salido corriendo. ¡No te molestes en volver!, gritó ella a través del cristal. Y cerró la puerta con llave, girándola despacio, deliberadamente. Clac. Su silueta en el cristal escarchado era terrorífica, el contorno borroso y más grande que el real, y él estaba congelado y sentía tanto dolor que pensó que iba a perder la cabeza. Debo de haber usado eso, pensó, esa sensación de que me estaba volviendo loco. Algo me inundó, lo recuerdo, y algo salió de mi interior y de repente logré separarme del dolor, del frío y del miedo. El que está aquí ahora mismo no soy yo. Este dolor no es mío. Ésa era la idea general, pero claro, no lo había verbalizado en ese momento. Todas las palabras habían desaparecido junto con los sentimientos. Había utilizado esta técnica más adelante en su vida, cuando vivía con la artista de striptease. Recuerda que cambiaba ligeramente el enfoque de los ojos, como se hace con una de esas ilustraciones en 3D, pero ahora mismo no había forma de mantener ese tipo de concentración. Y de nada serviría intentar analizar cómo lo había logrado. Desde el momento que pones algo así en palabras, lo pierdes. Las palabras y las combinaciones de palabras: cuanto más dependieras de ellas, menor era tu poder real. A unos doscientos metros de la parada del autobús, había una cabina telefónica. Si estuviera allí metido. Estaría totalmente protegido del viento y podría incluso llamar a Yoko y oír su voz, si quisiera. Estaba recobrando el sonido de esa voz tranquilizante que ella tiene cuando, de manera absurda, empezó a imaginar que le pedía consejo. —Así que bueno, ha leído las notas. No me queda más remedio que matarla, ¿no? ¿Qué otra cosa puedo hacer? —¿Dónde está la chica ahora mismo? —Está en Urgencias de este hospital. Yo estoy esperándola fuera. —¿No le dirá algo al médico o a uno de los enfermeros? No creo. —¿Por qué no? —Bueno, si fuera a hacer eso, podría haber hablado con cualquiera en el vestíbulo del hotel, ¿no? Con el guardia de seguridad o con quien fuera. -Sí, eso es verdad. Pero si leyó las notas, ¿por qué no intenta escapar? —Yo tampoco lo entiendo, pero no es que sea una mujer con control de sí misma, o que actúe de manera racional. Estoy bastante seguro de que es un alma gemela. —¿Alma gemela? Creo que le pasó algo cuando era pequeña. —¿Cómo qué? No lo sé y no quiero saberlo, pero se nota que tiene miedo y que tiene mucha necesidad de algo. —Entonces, ¿qué vas a hacer ahora? Una figura delgada salió por la puerta de Urgencias. Iba saltando sobre una pierna y mirando a su alrededor con ansiedad. Una cosa está clara, murmuró Kawashima entre dientes mientras corría hacia la chica. No puedo volver con ella al hotel de Akasaka. Sí que me esperó, pensó Chiaki cuando vio al hombre salir corriendo hacia ella desde la gélida oscuridad. Se le ocurrió que parecía una locomotora de vapor en unos dibujos animados antiguos, arrastrando esas dos bolsas grandes y soltando nubes de humo blanco. Y la forma en la que le colgaba del codo su bolsa Lancet resultaba cómica, parecía una señora. Claro que no puede llevarla en la mano por el dedo, pensó, pero míralo, corriendo así con todas sus fuerzas. ¡Qué monada! Sin querer esperar ni un solo segundo más para sentir su brazo rodeándole los hombros, dándole apoyo, Chiaki empezó a correr hacia el hombre, arrastrando la pierna derecha dormida por la anestesia. Ven a mi casa —le dijo cuando se metieron en un taxi—. Vienes y te quedas conmigo, ¿vale? Los labios y las mejillas de Kawashima estaban congelados y apenas asintió con la cabeza, en lugar de intentar hablar. La casa de ella desde luego que le serviría. No podía llevarla al hotel de Akasaka, donde se había inscrito con su nombre real, y había estado pensando que tal vez tuviera que conformarse con un hotel de citas después de todo. Chiaki nunca se cuestionó los motivos que tendría el hombre para acompañarla al hospital. O para esperarla fuera, en todo caso. Hacía tiempo que había olvidado el hecho de que era un cliente que había llamado a su club y pedido que le enviaran una chica a su habitación de hotel. Lo único que ella veía era los esfuerzos desinteresados que él hacía por ella que, al menos en su cabeza, estaban empezando a tomar proporciones épicas. Se quedó allí fuera con este frío, esperándome, pensó. Su brazo parecía de hielo, no sabía que un cuerpo se pudiera enfriar tanto. Me daba miedo que realmente no me esperara, y al no verlo justo en la puerta casi me desmayo, pero entonces allí estaba, atravesando la calle a toda mecha, soltando nubes de vapor. Era como estar en una película, como ser la actriz protagonista en una gran escena romántica. Hacía calor dentro del taxi pero el hombre seguía temblando. La cara, justo por encima de la de ella y a su derecha, estaba distorsionada, —Ah —-dijo Kawashima en un susurro áspero. ¿Podría llegar a su habitación sin que nadie lo viera? Lo único que sabía con seguridad era que necesitaba descansar un rato. Primero descansaría y después planearía el siguiente paso. —Pruébate estas zapatillas; son más de verano, la verdad, pero están bien, ¿no? Son de Marruecos. También tengo muchas de otros estilos. ¿Ves éstas? Una antigúedad china, ¿verdad que la seda es preciosa? Claro que eran para pies vendados, así que sólo podemos mirarlas, no podemos usarlas. Las marroquíes son un poco ásperas si las usas sin calcetines, pero con calcetines son comodísimas, ¿no crees? Era un estudio amplio, con moqueta gruesa en todos lados excepto en la entrada y en la cocina. Un gran sistema de control climático empotrado en una de las paredes emitía calor con un zumbido bajo, casi inaudible. Había una puerta corredera de cristal que daba a una terraza con hamacas. En la distancia se veían los rascacielos de Shinjuku oeste. El taxi les había dejado aquí, una pequeña urbanización de apartamentos nueva, a medio camino entre los distritos residenciales y comerciales de Shin-Okubo. No había guardia de seguridad en el vestíbulo. El edificio tenía forma de U y en el centro había un estrecho jardincillo con macetas de plantas y la estatua de un ángel. Las paredes del ascensor eran de cristal, así que veías al ángel disminuir mientras te elevabas. Se bajaron en el sexto piso. En el pasillo, se cruzaron con un señor mayor que llevaba un perrito, pero la chica no le dijo nada y el hombre apenas pareció darse cuenta de que ellos estaban allí. El pasillo era bastante oscuro, con una suave iluminación indirecta y Kawashima estaba seguro de que el anciano no había reparado en él. La chica introdujo una llave electrónica en una ranura para abrir la puerta, después encendió un foco de luz tenue y le presentó la colección de zapatillas, que guardaba en una repisa en la entrada. Él se puso las marroquíes que ella le había dado. Eran amarillas y parecían sandalias. —¿Quieres un expreso? —preguntó—. ¿O prefieres una cerveza o un gin- tonic o algo así? Kawashima optó por la cafeína y la chica señaló su cafetera expreso («¡Es de Alemania!») y sacó una tacita Gironi del armario. La cafetera era un modelo profesional del tamaño de un microondas grande, su carcasa de acero inoxidable relucía de limpia. Ella la accionó y después atravesó la habitación para ir al armario junto a su cama, donde colgó el abrigo de Kawashima y empezó a desvestirse. Estaba de cara a él cuando se quitó la combinación y la dejó caer al suelo. Él la observaba, allí de pie con sus bragas violeta, y se maravillaba de qué distinta podía parecer una mujer dependiendo del entorno. Había mirado y agarrado el cuerpo desnudo de la chica en la habitación del hotel, en el baño y en el pasillo, pero ahora, de alguna manera, su piel parecía incluso más blanca, casi luminosa. Y cuando la había ayudado a ponerse las bragas, se había fijado en el vello que subía hacia su ombligo. Qué barriga tan bonita, pensó. Ella se puso una camiseta gris y una falda amplia de terciopelo marrón para que no le apretara la herida vendada. Mientras se ponía la falda, miró a Kawashima y pronunció las palabras ¡Sólo por ahora! Queriendo decir, entendió él, que más tarde se la quitaría otra vez. —Bonito estudio —dijo él. Un café espeso y oscuro empezó a caer de la cafetera expreso a la tacita. No gasto mucho dinero en ninguna otra cosa —dijo la chica de camino a la cocina. Cogió la taza, la puso en la mesa de centro y se sentó en el sofá junto a él-. A muchas chicas les gusta salir a beber o a clubes nocturnos o lo que sea. Pero a mí no, y tampoco me compro mucha ropa. Prefiero hacerme con un vestuario poco a poco, ¿sabes lo que digo? Sólo compro las cosas que de verdad me gustan. En la pared enfrente del sofá con forma de ele, había una repisa con CDs y DVDs y una estantería con libros. Había novelas en rústica de misterio y de terror, juegos completos de varios volúmenes de manga para chicas y una colección de fotografía titulada Cadáveres mezclados con unos cuantos libros de gran formato sobre menaje y mobiliario. Sólo tenía un conocimiento superficial de cine y música: tres películas animadas nacionales que habían sido grandes éxitos, unos cuantos CDs del tipo de «Las mejores melodías clásicas» y otros diez o doce con bandas sonoras de películas o colecciones de «lo mejor de» de estrellas del pop japonesas. La pantalla de televisión era más bien pequeña y el estéreo era la típica mini cadena. —Después de que descansemos un ratito haré sopa —dijo Chiaki-. ¿Quieres oír música? El hombre asintió y ella puso Clásicos vespertinos, volumen III en el reproductor de CD. Era el de los Nocturnos de Chopin, Escenas de la infancia de Schumann y Momentos musicales de Schubert. Puso el volumen bajo y se sentó más cerca del hombre, que ya se había terminado su expreso. Estaba a punto de decir ¿Verdad que el piano suena como la lluvia?, pero él habló primero. —Antes hacía tanto frío que no se podía ni hablar —dijo Kawashima. Según se le iba calentando el cuerpo en la habitación caldeada, esa visión del vientre blanco de la chica se repetía en su cabeza y de repente volvía a estar excitado y nervioso—. Bueno, ¿cómo te fue en el hospital? Ella levantó el borde de su falda de terciopelo y le enseñó el nuevo vendaje limpio que tenía en el muslo. Kawashima deseaba saber de qué había hablado con el médico. No había ninguna garantía de que ella no hubiese mencionado las notas. Por lo que él sabía, la policía, alertada por el médico, podría estar rodeando el edificio y apostando hombres en la puerta, listos para entrar en cuanto apareciera el punzón. Pero no había visto ningún coche siguiendo al taxi, ni nada que indicara que les estaban vigilando, ni fuera ni dentro del edificio. Bueno, ahora tenía tiempo para esperar y ver cómo iban las cosas. Desde luego que no podían detenerlo por el simple hecho de llevar un punzón, un cuchillo y unas notas sobre cómo cometer un asesinato. Y si la chica mintiera y dijera que había sido él quien le apuñaló el muslo, la policía sólo tendría que inspeccionar las heridas para ver que no se habían hecho con un punzón o con un cuchillo de combate, sino con la hoja diminuta de unas tijeras de navaja suiza. Y la profundidad y ángulo de los cortes probarían que habían sido autoinfligidas. Seguía mirando el nuevo vendaje de la chica cuando se percató de una voz que reverberaba en su interior, y un escalofrío le sacudió desde lo más profundo. ¿A quién vas a engañar? decía la voz. Lo único que te interesa es clavarle el punzón. Era la misma voz que había oído hacía unos días, cerca de la estantería de pañales en la tienda. Sigues sin entender, ¿no? ¿No ves que no se trata de si ella vio las notas o de que tal vez se lo haya dicho a alguien? ¿Y que ni siquiera tiene nada que ver con tu miedo a apuñalar al bebé? En el fondo, a ti no te importa nada de eso. Hazte la siguiente pregunta: ¿Por qué has venido detrás de esta mujer? ¿Para acurrucarte en el sofá y beber café? No creo. Lo hiciste porque te daba miedo perderla. ¿Por qué? Sabes perfectamente bien por qué. Te quedaste mirando fijo su barriguita blanca cuando se cambió de ropa, ¿verdad? Esa bonita barriguita con esa suave pelusilla. Y pensaste cómo te gustaría abrir lentamente un agujerito en esa barriga con la punta del punzón. Eso es lo único que te importa. Está por encima de todo lo demás. Sacar el punzón y mirar cómo la sangre espesa y roja sale por el agujerito. Toda tu vida ha estado dirigida a este momento, en el que revelas al mundo el tipo de ser humano que eres. Éste es el debut de tu yo real. ¿Adivinas a quién tienes que agradecer esta oportunidad? ¿Madre? Kawashima detectó un olor a pelo o a Uñas quemadas. Se le estaba calentando la zona entre las sienes. Le saltaban chispas en el lugar donde sus nervios olfativos, ópticos y auditivos se cruzaban y hacían cortocircuito y le temblaban los labios. Se tocó la nuca. Estaba mojada de sudor y sentía cómo sus cuerdas vocales, por cuenta propia, se preparaban para gritar. ¿Un grito de horror o de exaltación? No estaba seguro. Se mordió el labio, cerró los ojos, los apretó y se quitó los guantes que había llevado puestos todo este tiempo, empezando por el izquierdo. La nueva costra que se le había formado estaba pegada al forro del guante; se desprendió y sintió cómo la sangre nueva y caliente volvía a manar. Bajó la cabeza y apretó el puño en un intento de usar el dolor para controlarse. —¡Ah, me había olvidado! —dijo la chica-. ¡Tenemos que ponerle algo a ese dedo! Kawashima negó con la cabeza. —iPero tienes que desinfectarlo! Tengo una medicina que me dio el doctor, te pongo un poco, ¿vale? Él volvió a negar con la cabeza. Seguía con los ojos cerrados. Apenas escuchaba lo que decía la chica, pero algo en el tono de su voz estaba trayéndole a la memoria un recuerdo. Era igual a una voz que solía oír en el Hogar siempre que sufría algún ataque. Había perdido la cabeza, ya no tenía control de sí mismo, estaba aterrorizado por la sensación dominante de que algo estaba a punto de estallar o rasgarse, con el calor subiéndole entre las sienes, con chispas que volaban donde las visiones, los sonidos y los olores hacían cortocircuito, y entonces oía esa voz, una voz real que no venía de su interior, sino de algún lugar fuera de él. No era una voz que amonestaba o calmaba o Él había usado el teléfono del baño. Pero la imagen de él, ahí de pie, con los brazos cruzados, con el teléfono en la mano, no era lo importante. Lo importante era lo que decía. Y cuando recordó lo que era, sintió cómo se le ponía la carne de gallina en la parte interior de los brazos. Dijo mi nombre. Ahora mismo estoy con Chiaki, eso es lo que había dicho, mi nombre real. Eso es lo que me hizo pensar que sabía todo de mí. Al fin y al cabo, debe de ser él. Y lo más probable es que sepa todo de mí, además. Apuesto a que me ha estado vigilando de lejos. No sabía cómo acercarse a mí, así que se hizo pasar por un cliente, y le pidió a la oficina que me enviaran y después pasó todo aquello, y él se asustó, pero así y todo no salió huyendo, sino que se quedó y me ayudó. Por eso no se puso caliente cuando me masturbé delante de él. No le gusta que yo haga esas cosas. No me hizo ninguna gracia cuando al principio me preguntó si yo me quitaría toda la ropa y dejaría que él me atara, pero no lo decía en serio, no me iba a hacer una cosa así. Si fuera otro loco del sado, no me habría llevado al hospital, ni me habría esperado por fuera con este frío. —Di la verdad —dijo ella sonriéndole. El pulso de Kawashima se aceleró por el repentino cambio de tono en la voz de ella. —¿Qué? —preguntó él. —Por qué me llamaste a mí. No era realmente para un juego sado, ¿verdad? Él era consciente de que la cara se le estaba paralizando con una extraña expresión ladeada. Chiaki también se dio cuenta y pensó: le da vergúenza. Está tan sorprendido de que haya adivinado su secreto que no puede ni hablar. Por qué diablos iba ella a decir una cosa así, pensaba Kawashima. ¿Por qué, después de todo ese rollo de la sopa con sabor a curry, iba ella a dejar caer de repente que ha leído las notas y lo sabe todo? ¿Le daba placer observar su reacción? ¿Cómo puedes ser capaz de disfrutar de la reacción de alguien cuando sabes que puede acabar en tu propia muerte? ¿Entonces, le había dicho todo al médico? ¿Había el médico llamado a la policía y estaba la policía vigilándoles en este mismo momento? Sobre el hospital.. —le temblaba un poco la voz. Chiaki pensó: le da vergienza, así que está intentando cambiar de conversación. Qué persona tan tímida. Es callado y no le gusta hablar de sí mismo, o hacer preguntas a la gente, y es tan tímido y vergonzoso que no se atrevía a acercarse a mí, así que se hizo pasar por un cliente. —¿El médico no dijo nada? —preguntó él. ¿Sobre qué? —Ya sabes, ¿cómo te hiciste la herida, o0..? Le dije que me había caído de la bicicleta. mila bicicleta? —Ajá. Las bicicletas modernas tienen todo tipo de accesorios que sobresalen por todos lados. Que si una cosa para la botella de agua, la palanca de cambios, cosas así. Bueno, yo no soy ciclista ni nada parecido, pero lo he leído en una de esas revistas sobre deportes al aire libre. Un montón de gente se hace cortes en las piernas cuando se cae. —Así que le dijiste que te habías caído de una bicicleta. No creo que me creyera, pero me da que tampoco le importaba. —¿Qué quieres decir? —Había un montón de pacientes esperando y parecía estar muy ocupado, así que aunque lo más seguro es que supiera que no era un accidente de bicicleta por las otras cicatrices, supongo que le daba igual. ¿Las otras cicatrices? —dijo el hombre, y Chiaki le enseñó cuatro líneas largas en la parte interior de su muñeca izquierda. —Tengo un montón más en la pierna, pero no las puedes ver por la venda. Debería haberlo supuesto, pensó Kawashima. Es un caso de suicida crónico. ¿Por qué no se había dado cuenta antes? Las cicatrices de la muñeca estaban justo donde se pliega la piel, y la sangre le había cubierto el muslo, pero así y todo, debería haber reconocido las señales. Un caso crónico, con una voluntad poderosa de destruirse a sí misma. A lo mejor ella quiere que yo la mate, pensó, mirando fijamente las cicatrices de la muñeca y sintiendo que se le aceleraba el pulso otra vez. Tal vez sólo esté esperando a que yo saque el cuchillo. La chica lo cogió de la mano y se levantó. Le dio a entender con los ojos y una inclinación de la cabeza que quería que él la siguiera, y lo llevó al otro lado de la habitación, al rincón donde estaba la cama de cuerpo y medio. Le hizo sentar en el borde de la cama y se sentó junto a él, aún cogiéndole la mano. Los ojos húmedos de ella miraban las cicatrices y las comisuras de los labios se levantaban formando una sonrisa. Debe de haber sido un shock muy grande para él, pensó Chiaki. Alargó la mano y acarició el pelo del hombre con suavidad. Todavía no lo ha superado. Y además, es súper tímido, así que tendré que empezar yo. Tengo que dejarle claro, incluso antes de hacer la sopa, que puede tocarme, besarme y acostarse conmigo si quiere. Ella sentía que su libido despertaba a la vida en lo profundo de sus entrañas. —¿No hay nada que quieras hacerme? —dijo ella. La pregunta hizo que Kawashima se mareara—. No tienes que tener miedo. Así que es verdad, pensó él. Leyó las notas y decidió que había encontrado a la persona perfecta para ayudarla a morir. Por eso estaba tan pendiente de él, aferrándose a él como una chiquilla asustada y atrayéndolo a su habitación; y ahora que lo tenía allí, sólo esperaba que ocurriera. Pero a los suicidas les gusta dejar constancia de su acto. Por lo que él sabía, podría haber una cámara de vídeo escondida en algún lugar de la habitación, grabándoles. O tal vez ella se había puesto en contacto con un amigo, un cómplice, que estaba probando una lente telescópica sobre esas puertas de cristal en este mismo momento. Lo cual explicaría por qué no ha cerrado las cortinas. —¿Te molesta que las cortinas estén abiertas? —dijo Chiaki al ver al hombre mirando fijamente las puertas de cristal-. Entiendo que quieras que las cierre, pero yo no quiero, ¿vale? Me gusta mirar los edificios altos. ¿Ves las luces rojas que parpadean en la parte alta? Es para que los aviones y eso no choquen contra ellos pero, ¿no te parece que hacen que los edificios parezcan estar vivos? Como si respiraran o algo. Desviando la mirada del grupo de rascacielos en la distancia para dirigirla a la chica, Kawashima empezó a sentirse un poco mal del estómago. Ella sonreía y sus ojos líquidos brillaban con el reflejo de la lamparilla. Lo más probable es que se muera con esa misma sonrisa boba en la cara, pensó con asco. Se la imaginaba cubierta de sangre, gimiendo extasiada ¡Más, más! mientras él le rajaba cuello, muñecas y barriga. Él no sería más que una herramienta para ella. Qué le pasará a este tipo, pensaba Chiaki. Estaba haciendo todo lo posible por ayudarle a relajarse y lo único que hacía era ponerse cada vez más tenso. ¿Pensaba hacerle trabajar mucho? A lo mejor nunca se había acostado con una mujer. A lo mejor, si le pongo la mano allí abajo, se emociona tanto que le sale sangre por la nariz. Tengo que tener paciencia y llevarlo con suavidad. Primero le voy a hablar sobre mi impulso sexual. A los tíos siempre parece gustarles cuando lo hago. Soy de ese tipo de personas que a veces pierde el impulso sexual, entonces me siento realmente insegura —dijo. Dobló la esquina del edredón y puso la mano de Kawashima sobre la sábana—. Tócalo. Sabes lo que es, ¿no? Seda. Compré estas sábanas hace dos semanas. Pásales la mano por encima. No se parece nada a la seda de Corea o Taiwán que se vende en los grandes almacenes, ¿verdad? Incluso la seda barata resulta suave al tacto, pero esto es diferente. Parece leche o algo, sólo que seca. Imagínate que me echo aquí y tú me miras y las sábanas se humedecen con, bueno, con todo tipo de cosas. Piensa cómo sería eso. Sabes, nunca he dejado a nadie ni siquiera dormir en estas sábanas. Mientras escuchaba a la chica hablar y estudiaba su cara, Kawashima empezó a sentir un antiguo miedo muy específico. El miedo a ser manipulado por fuerzas externas. Recordó la terrorífica historia que su madre le contaba después de una paliza. No tendría más de cuatro o cinco años la primera vez, apenas lo suficientemente mayor como para entender las palabras. Pero ella le contó la historia muchas veces en los años siguientes, siempre que la paliza no producía las deseadas lágrimas. Eres un niño raro, decía, y cuando crezcas va a ser un loco, un chiflado. Lo sé porque tuve un compañero de clase así cuando era pequeña, y una vez lo visité en el manicomio. Estaba en una habitación pequeña y estrecha sin ventanas, y lo único que hacía en todo el día era apoyarse con la oreja pegada contra la pared, escuchando una voz que sólo él podía oír, y se reía y lloraba. Cuando estaba en mi clase, siempre que le pedías a este lunático que hiciera algo, hacía justo lo contrario. Si le decías que se callara, empezaba a farfullar sin parar; y si le decías que comiera, cerraba la boca y hacía rechinar los dientes y no la abría por nada del mundo. Obstinado y terco, exactamente como tú. Espera y verás, algún día acabarás en una celda pequeña sin ventanas, escuchando la voz de la pared igual que ese compañero mío. Doblaba el cuello a un lado para poder apretar la decepcionado, pensó. Después de todo, no le he dejado hacer nada, así que estará todo desanimado. ¿Qué hago si me dice que se marcha? La idea la asustó, así que decidió añadir un poco de Halcion en la sopa. —Puse demasiado curry, ¿no? ¡Lo siento! ¿Estaba demasiado picante? No, estaba bien, le dijo Kawashima, limpiándose la boca con una servilleta. Había devorado dos bollitos y se había tomado hasta la última gota de la cremosa sopa amarilla. Ahora que lo pensaba, no había comido nada desde aquel sándwich en el aeropuerto de Haneda, cuando compró la bolsa de viaje. Podía sentir el cuerpo calentándose de dentro a fuera, diluyendo la tensión. Chiaki miró satisfecha el cuenco de sopa vacío y se lo llevó al fregadero. Abrió el agua caliente, se tomó un momento para comprobar el contenido del bote de especias McCormick, que estaba en el armario. Todavía le quedaba la mitad. La etiqueta decía TOMILLO, pero en el interior del vidrio oscuro había un polvo azul pálido compuesto por pastillas de Halcion machacadas. El tratante de la estación Shibuya le había sugerido este método para esconderlas. Había metido el equivalente a dos pastillas en la sopa del hombre. El motivo por el que había añadido más curry era, claro, para que él no se diera cuenta, pero el Halcion era tan amargo que pensó que de todas formas, tal vez, lo notaría. Sin embargo, el hombre lo había engullido todo, junto con dos bollitos con mantequilla y no había sospechado nada. Tiene que haber tenido un hambre tremenda. Había comido en silencio, mientras el sudor se le acumulaba en el tabique nasal. Ella había metido media cucharilla —unas tres pastillas— en la comida de Kazuki la otra vez, pero Kazuki era consumidor habitual de Halcion. Sin embargo, no podía imaginar que este hombre fuera consumidor habitual. Sentiría el efecto de las dos pastillas en cuestión de treinta minutos y caería como un elefante sedado, muerto para el mundo, en algo así como una hora. Una pastilla habría sido suficiente, la verdad, pero muchas veces el Halcion estimulaba el impulso sexual de un hombre antes de dejarlo fuera de juego. Se lo imaginó poniéndose todo salido y cachondo con ella y pensó: si intenta saltar encima de mí, lo único que va a pasar es que me traerá esos recuerdos horribles. Pero una vez que se durmiera, sería todo suyo. No se despertaría ni cortándole un dedo. Kawashima estaba cansado. Mirando la espalda de la chica mientras fregaba el cuenco, se preguntó por qué había cambiado de actitud tan repentinamente. ¿Intentaría seducirlo otra vez después de fregar? ¿O la idea de que la matara a puñaladas había empezado a asustarla? Pero la verdad era que lo había mirado muy mal antes de levantarse a hacer la sopa. ¿Qué había causado eso? Estaba cansado de devanarse los sesos y pensó con anhelo en la cama de su habitación del hotel Akasaka. Podría llamar a la masajista erótica de treinta y largos y dejar todo esto atrás. Era la una de la mañana. Según su plan, ya debería haber terminado de deshacerse de todas las pruebas y estar de vuelta en esa habitación. Se preguntaba qué sensación le habría dado y deseaba poder leer las notas. Estaban en el fondo de su bolsa. La chica lavaba el cuenco meticulosamente, usando sólo agua muy caliente -sin jabón— para quitar la grasa y los residuos. Levantaba el cuenco hacia la luz como si lo atravesara con la mirada y cuando veía la menor mancha, empezaba todo otra vez. Cuando por fin terminó con el cuenco, se dedicó a aplicar el mismo procedimiento al caldero esmaltado de la sopa. Kawashima echó un vistazo a la habitación y se dio cuenta de que ni siquiera había un trozo de papel tirado por ahí. No había revistas o periódicos a medio leer, ni bolsas de patatas fritas abiertas o cajas de bombones, ni pañuelos de papel estrujados, ni cáscaras de fruta. Los cosméticos sobre el tocador estaban ordenados con la precisión de las piezas de un tablero de ajedrez, los frasquitos y botitos agrupados según su tamaño y forma. El sofá en forma de ele y la estantería del equipo de música eran equidistantes — al centímetro, calculó él- a la mesa de centro que los separaba, y ni la estantería del equipo de música ni la de libros, tenían nada que no estuviera relacionado con sus funciones. Las estanterías no estaban atestadas de cartas o postales o pastillas o carteras o blocs de notas o tarjetas de visita o clips o monedas. Todo ese batiburrillo estaba colocado a la entrada de la cocina, en una pila de cajas de almacenaje traslúcidas. Él estaba sentado a la mesa de comedor para dos, cuya madera clara estaba pulida al extremo de que podía verse a sí mismo en la superficie. El sitio era como el apartamento modelo de un agente de la propiedad inmobiliaria, pensó. Inmaculado y sin vida. La única excepción era la esquina de la cama sobre la que habían estado sentados. El edredón estaba plegado y dejaba ver las sábanas arrugadas, y las sombras de las arrugas formaban un dibujo irregular de líneas curvas sobre la lustrosa seda. Como colinas ondulantes de algún país desconocido, o cicatrices de violencia sobre suaves hombros o pechos. Kawashima recordó la ansiedad sofocante que había sentido cuando estaba sentado allí junto a la chica, y retiró) la mirada pensando: pero debe de llevar un montón de trabajo mantener una habitación así de limpia. Se estaba imaginando a la chica trabajando durante horas para erradicar hasta la última mota de polvo cuando, de repente, la habitación tembló con tanta fuerza que tuvo que agarrarse al borde de la mesa del comedor. Miró a su alrededor frenéticamente y se dio cuenta de que no se había caído nada y que la chica, que estaba secando el caldero de sopa en la cocina, no se había dado cuenta. Entonces no ha sido un terremoto, pensó con ansiedad, frotándose los ojos y sacudiendo la cabeza. Se quedó quieto, a la espera de que pasara algo más, pero no sucedió nada. Sólo estaba cansado, eso era todo. Sus pensamientos volvieron a las notas. ¡Si pudiera estar echado en la cama leyéndolas! Se le ocurrió que ya había olvidado mucho de lo que había escrito, tal vez se debiera a que las cosas habían tomado un giro del todo inesperado. Sabía que había llenado siete páginas con letra pequeña y apretada pero no recordaba, por ejemplo, qué era lo primero que había escrito. Creía que tenía que ver con qué tipo de prostituta debía escoger o qué hotel, pero no estaba seguro. Había escrito dejando fluir las ideas, sin un plan ni organización. Ojalá la chica se fuera a dormir, pensó. Entonces podría leer las notas ahí mismo. Había terminado de fregar y estaba en la cocina con los brazos cruzados, observándole. Él se dio cuenta de que ella comprobaba la hora y miró su reloj de pulsera. Habían pasado veinticinco minutos desde que se había llevado el cuenco. Observando en silencio cómo ella lo miraba desde la cocina, él se preguntaba cómo era posible que hubiese logrado adivinar su plan. ¿Qué parte de las notas había leído? Él había salido de la habitación del hotel sólo unos minutos, tal vez dos o tres. ¿Qué cantidad de su escritura apretada podría ella haber descifrado en ese tiempo? Sería imposible entender de qué iba todo aquello con sólo leer una página cualquiera. ¿Verdad? Y no es que estuviera exactamente en un estado mental lúcido. Pero de alguna manera, lo había descifrado todo. Sabe cosas que no podría saber sin haber leído las notas, pensó. El hecho de que me estaba quedando en otro hotel. El hecho de que no la había llamado para el juego sado. ¿Qué más? Había algo más, pensaba, cuando otro temblor agitó la habitación. Una vez más, se agarró a la mesa. La chica seguía allí de pie con los brazos cruzados, observándolo. Parecía sonreír. La habitación volvió a temblar. Y otra vez. La gravedad se duplicó, o triplicó, tuvo que agarrarse a la mesa o arriesgarse a desplomarse. ¿Qué es esto?, pensaba, y le dio pánico encontrarse con que algo oscuro y enorme lo estaba succionando. Era como si una enorme puerta de hierro con forma de diafragma se estuviera cerrando ante sus ojos. Si no salgo de aquí, pensó, me quedaré atrapado. Se le apareció su madre, sonriente, en la menguante ventana de luz. ¿O era la chica suicida? Su voz sonó en sus oídos: ¡Te lo dije! Mírate. ¡Encerrado en una celda pequeña sin ventanas! —iPara! -gritó, e intentó levantarse, pero era como si se hubiera convertido en una piedra. ¿No te dije que ibas a terminar todo el día sentado con la oreja pegada a la pared, escuchando voces que sólo tú puedes oír? ¿Con el cuello doblado permanentemente a un lado? ¡Te dije siempre que esto te iba a pasar cuando crecieras! ¡Te dije que ibas a volverte loco! Era Madre, claro. La abertura seguía encogiéndose. Pronto no habría luz. Alguien reía. No. No era alguien. Todos. Un inmenso mar de gente reía. O animaba. El rugir de la multitud en un gran coliseo. Debajo del coliseo, en una pequeña mazmorra sin ventana, una puerta de hierro estaba apunto de dejarlo encerrado. Miró hacia abajo. Era como si su propio inconsciente se le hubiera hecho visible en la forma de una marea que sube. Las olas le lamían los pies, después los tobillos, las canillas, las rodillas. Una marea de agua pantanosa, pesada y lenta, llena de vómito y desechos: objetos abandonados hacía tiempo, todos rotos, en jirones, oxidados, pudriéndose, fermentando, llenos de bacterias y de cualquier horror imaginable. Ahora todo esto le llegaba a la barbilla, y el miedo se fundía con un repulsivo insecto gigantesco que emergía del pantano para arrastrársele por la cara y enredarle sus patas y antenas en el pelo. Las patas estaban llenas de espinas picudas, y las antenas Y le decía algo con una voz apenas audible. —¿Encontraste el punzón debajo de la bañera? El punzón. ¿Estaba debajo de la bañera? Tienes que haber mirado debajo de la bañera, ¿no? ¿Cuándo te mudaste? Ella no entendía de qué estaba hablando, pero su mirada le daba miedo y negó con la cabeza. —Lo necesito. ¿No miraste debajo de la bañera cuando te mudaste? Ella volvió a negar con la cabeza. —Qué raro —murmuró Kawashima. El olor a tejido quemado no sólo estaba pegado en el fondo de sus fosas nasales, sino que se arremolinaba en cada célula de su cuerpo. Una lluvia de chispas saltaba en la intersección de sus sentidos, pero él no era consciente de ellas de un modo objetivo, ni de la fiebre que saturaba el espacio entre sus sienes. Ya era uno con el olor a proteína quemada, las chispas y la fiebre. La voz ya no reverberaba en su interior, pero no importaba. La voz me ayudó antes por primera vez en mucho tiempo, pensaba, pero a partir de ahora me encargo yo. Y entonces recordó de quién era la voz. Es mía, pensó. Soy yo de pequeño. Es decir, la voz que creé cuando era pequeño. Sabía que mi propia voz sería demasiado débil, demasiado infantil y vulnerable, así que escogí la voz de un adulto. Una voz de adulto normal y corriente, como la de un locutor de noticias. Pero ahora he crecido. Puedo hablar por mí mismo y actuar por mí mismo. Mira a esa mujer allí de pie. Mira cómo me teme. El mundo entero aprenderá a temerme. Recordaba haberse sentido así en una ocasión anterior. Ahora la sensación era incluso más intensa, pero la primera vez fue cuando golpeó a su madre. Al verla después de tantos años, no podía sobreponerse a lo pequeña que parecía. Como si hubiese encogido. Igual que el monstruo de juguete que vendían, se agrandaba en el agua y se encogía cuando se secaba. Ésa era ella, toda seca y encogida. Sólo con verla así había sido más que suficiente para él, pero encima tuvo que comportarse tímidamente y con miedo. «Perdonas a tu madre, ¿verdad?». Fue ahí cuando la golpeó, en el momento que vio lo asustada que estaba. Le resultaba insoportable que ella tuviera miedo y pidiera ayuda. Pedir ayuda no está bien. Porque una cosa como la ayuda no existe en este mundo. Como la mujer que está aquí de pie, pensó, muerta de miedo y suplicándome que la ayude. Tendré que aclararle las cosas. Tengo que hacerle saber que llore lo que llore, nadie vendrá a rescatarla. Dice que no sabe dónde está el punzón. Entonces tal vez el punzón no haya estado debajo de la bañera todo este tiempo. A lo mejor la policía se lo llevó, como prueba. La policía. Espera un momento. ¿No se suponía que la poli tenía este apartamento vigilado? Ah, bueno. No importa. Sólo tengo que hacerlo allí, en el rincón, donde no pueden vernos. Pero ¿y el punzón? ¿Cómo controlo a esta mujer sin el punzón? Tengo que darme prisa. Antes de que las manos y las piernas me pesen demasiado. Ya no me duele nada. No hay dolor. No debo dormirme hasta que le haya enseñado esta lección. Es muy importante. Me pregunto si intentará correr. Tengo que demostrarle que no podrá escapar. Eso es fácil. —Ven aquí un momento —dijo él. Chiaki negó con la cabeza otra vez y retrocedió un poco. El hombre se lanzó hacia delante y la cogió por el brazo, apretándolo tanto que ella gritó, o intentó gritar. Lo único que salió de su garganta reseca fue un sonido rasposo y sibilante, como si fuera vapor. Respirando pesadamente, con el aliento apestándole a curry y el sudor corriéndole por la cara cubierta de sangre, el hombre la arrastró hasta la cocina, al mostrador donde estaba la cafetera expreso. Sacó de un tirón el cable de la cafetera del enchufe y lo usó para atarle las muñecas. Ella intentó escapar, pero él era demasiado fuerte y ni siquiera parecía notar que le daba patadas, a pesar de que las patadas hicieron que le volviera a doler el muslo. Le pasó el cable alrededor de las muñecas tres o cuatro veces, tirando con todas sus fuerzas, y terminó por pasarlo por el otro lado, entre sus manos y antebrazos. Lo aseguró con un nudo fuerte y la zona de la piel apretada por el cable, se puso de un blanco descolorido y fantasmal. Sólo di para ti misma —le dijo mientras le colocaba en la boca un paño de cocina enrollado como una pelota—: no duele. —Ahora arrastraba las palabras—. Ahí está el truco. Tienes que creer. Si piensas siquiera que te puede doler, aunque sea un poco, no te saldrá bien. No debes dudar, ni siquiera un segundo, que todo el dolor desaparecerá. Mírame. Mírame a mí. Le dio un tirón a las muñecas atadas, acercándola tanto que sus narices casi se tocaban. La herida que tenía sobre el ojo izquierdo no se había cerrado y seguía sangrando. El Halcion debe de estar quitándole el dolor, pensó Chiaki. El ojo seguía abierto a pesar de que estaba inundado de sangre. Cubierto de una película roja, se movía de un lado a otro como si tuviera ideas propias. Buscando algo dentro de su propio mundo carmesí. Como el ojo de un androide roto, pensó ella, en una película de ciencia ficción. Le dolían las muñecas, y el paño de cocina que tenía embutido en la boca le dificultaba la respiración, pero era incapaz de dejar de mirar ese ojo. Tengo que enseñarle que no hay necesidad de huir, pensó Kawashima. No paraba de hablar, pero tenía dificultad para articular algunas palabras. Se mordió la lengua accidentalmente dos veces, e intentó estimular la sensibilidad en la boca frotándose las encías con las uñas. Nunca, te mentiría, quiero que, me mires, pero, enfoca, la vista, en algún sitio, detrás de mí, como en es, el secreto, mi madre, me puso, dijo, quieres, un tatuaje, y afiló afiló, mucho, y me lo clavó en los con una botella de leche, y me ató cuerda, le daba igual, me sujetaba esas, imágenes en 3D, hazlo, ése amoniaco, en la mano, y una vez, me el lápiz, uno duro, 4H, o 5H, lo brazos, las piernas, y me golpeó, las orejas, y los dedos, con una los párpados, con los dedos, y me acercaba la punta, de un cigarro encendido, o una aguja, justo hasta el ojo, le daba lo mismo, así que, ¿entiendes el secreto? Chiaki no tenía ni idea de lo que significaban los desvaríos del hombre, pero mientras captaban las palabras cuando él le preguntó miraba el globo ocular giratorio, sus oídos amoníaco y tatuaje y botella de leche y aguja, y si había comprendido, asintió con la cabeza. La esquina del paño de cocina que salía de la boca, se agitó arriba y abajo cuando movió la cabeza. —Ahora te voy a cortar el tendón, el tendón de Aquiles, así que recuerda, recuerda hacer lo que te he dicho. Era tan difícil encontrarle sentido a lo que decía, que Chiaki volvió a asentir como ausente, pero cuando vio que el hombre se acuclillaba y rebuscaba entre los tenedores, cucharas, tijeras de cocina y otros utensilios tirados por el suelo, las palabras cortarte el tendón de Aquiles se repitieron en su cabeza, y soltó un chillido sofocado e intentó escapar. El hombre tenía sujeto el cable con una mano y ella logró que lo soltara, pero al hacerlo la cafetera cayó al suelo. El impacto hizo que ella cayera hacia atrás y quedara sentada junto a la cafetera. Dónde metí el cuchillo, mascullaba Kawashima, cuando puso la vista sobre la bolsa que había dejado junto al sofá. —Espera, un momento, voy a coger, mi cuchillo. Mientras él se tambaleaba hacia el sofá, Chiaki intentó soltar el cable de la cafetera, que estaba a su lado soltando un líquido marrón. Era lo único que se le ocurrió hacer, pero sólo consiguió apretar aún más el cable que le rodeaba las muñecas, que ya estaban hinchadas y poniéndose moradas. Podía ver al hombre reflejado en la superficie de acero inoxidable de la cafetera. Estaba revolviendo en su bolsa. Haciendo rechinar los dientes, empezó a arrastrar la cafetera por el suelo poco a poco, con la esperanza de llegar a la puerta de alguna manera, pero a cada tirón el cable se le hundía más. Respiraba rápidamente por los orificios nasales, y el pecho empezó a dolerle. El paño de cocina le molestaba e intentó escupirlo, pero estaba tan apretado dentro de la boca que no había forma de moverlo. Tenía que llegar de alguna manera a la puerta, y darle patadas o golpes con la esperanza de que alguien respondiera. Recordó el aspecto del hombre en el baño del hotel, mientras le susurraba al oído y ella le mordía el dedo, y se lo imaginó con esa misma expresión suave mientras le cortaba el tendón de Aquiles. Matándola con la misma cara impasible que tenía cuando la estaba esperando a la intemperie. Nunca he conocido a otro hombre como éste, pensó. No es como Tú-sabes— quién, claro, pero tampoco es como ninguno de los otros. Cuando dice que va a hacer algo, lo hace, pase lo que pase. Y no es sólo por el parloteo del Halcion. El Halcion te confunde la mente pero no cambia tu personalidad. Ésta es una clase de hombre totalmente nueva. Moviendo la cafetera de centímetro en centímetro, haciendo muecas por el dolor de las muñecas y del muslo, había conseguido arrastrarla fuera de la cocina hasta la alfombra cuando miró hacia arriba y se encontró con que el hombre había vuelto. Llevaba en la mano un paquete pequeño envuelto en cinta americana. Aún le quedaban unos buenos dos metros para llegar a la puerta, y cuando cayó en la cuenta de que no iba a lograr alcanzarla, la fuerza le abandonó el cuerpo una vez más. Cayó rendida sobre la alfombra y el hombre se agachó y le cogió el tobillo izquierdo. Aprovechando que la tenía sujeta por el tobillo, Kawashima hizo rotar a la chica sobre su espalda y tiró de ella hacía sí, y después se preocupaba tanto cuando perdía el impulso sexual. Diciéndose que era para ayudarla a dormir, recreó el momento en el que ella y el hombre paseaban del brazo, y aquél cuando iban en el taxi y las luces de los rascacielos les rodeaban. Nunca antes se había sentido tan saturada de bellos sentimientos. De eso estaba segura. El teléfono despertó a Chiaki a primera hora de la mañana. Era el encargado del club. Aya-san, dijo al contestador automático, no dejes de pasar hoy por la oficina. Se levantó de la cama y fue a mirar al hombre. Llevaba durmiendo más de diez horas, echado sobre el costado izquierdo, de espaldas a la pared. La herida sobre el ojo izquierdo estaba cerrada y la sangre había formado una costra y era de color negro rojizo. Si dibujo una línea a su alrededor con tiza, pensó, pasaría por ser la víctima de un asesinato. Guardó las tijeras de cocina y los otros utensilios que estaban tirados por el suelo, y tiró el cable partido. El abrelatas manual, que estaba cubierto de sangre seca, fue a parar al fregadero para lavarlo después, junto con el paño que había tenido en la boca. La cafetera estaba totalmente destrozada. Quería usar la aspiradora, pero no lo hizo porque podría despertarlo. Había manchas de café y de sangre en la alfombra. Tendrá que enviarla a limpiar. La cartera del hombre estaba cerca de la cafetera. Su nombre era Kawashima Masayuki. Encontró una foto detrás de su carnet de conducir. Una foto de él y una mujer con gafas que tenía en brazos a un bebé recién nacido. Así que ésa es Yoko, pensó. La mujer de las gafas sonreía, pero Kawashima Masayuki no tenía expresión alguna, excepto una arruga severa en el entrecejo. Mirando la foto, se alegró de que él sólo fuera un cliente, un asunto de una noche. Si viera esta foto después de caminar del brazo con él dos o tres veces, lo más probable es que la quemara, pensó; diez veces y lo más probable es que buscara a esta mujer y la matara. Abrió la nevera con cuidado, sacó una botella de Vittel y se tomó una aspirina y Alka-Seltzer. Recogió el punzón que él había lanzado a la alfombra cerca de la entrada antes de quedar inconsciente, y lo colocó, junto con la cartera, el cuchillo y la libreta, sobre la bolsa de viaje. Sanada Chiaki vertió dos centímetros de alcohol isopropilo en uno de sus cuencos de sopa Wedgewood y sumergió la aguja de calibre catorce y el aro con cierre de bola. Se lavó el pezón izquierdo con jabón antibacteriano y se enfundó un par de guantes quirúrgicos. Fue mientras pensaba qué pasaría cuando el hombre se despertara que tomó la decisión de perforarse el otro pezón. Estaba segura de que volvería al lugar donde lo esperaba la mujer de las gafas. Podrías pegarle con el abrelatas otra vez o amenazar con denunciarlo a la policía, pensó, pero si este hombre decide que quiere irse a casa, se irá a casa. Chiaki creía que si elegías algo doloroso, aceptabas el dolor y algo bonito quedaba en tu cuerpo como resultado, te hacías más fuerte. Tenía que hacerse al menos un poco más fuerte de lo que era ahora, o no sería capaz de soportar la soledad que iba a sentir cuando Kawashima Masayuki se marchara. Sentada en su tocador, dejaba caer unas gotas de enjuague bucal medicinal sin diluir en una bola de algodón absorbente, usándolo para esterilizarse el pezón. Se hizo dos marcas pequeñas a ambos lados del pezón con un rotulador, comprobando en el espejo para asegurarse de que la línea entre ambos era perfectamente horizontal. Volvió al sofá y se sentó, cogió la aguja del cuenco sopero y miró la punta. Tenía exactamente la misma forma que una hipodérmica, sólo que esta aguja no se introducía sino que te atravesaba, abriendo un pequeño túnel entre las células. Cogió el tubo pequeño de ungúento de terramicina y exprimió unos cuatro centímetros sobre el borde del cuenco sopero. Estaba cubriendo la punta de la aguja con el ungúento cuando se dio cuenta de que el hombre se había incorporado y la observaba. Kawashima se había despertado con la sensación de que el lado izquierdo de su cara estaba ardiendo, y estuvo un rato sin ver absolutamente nada. Según se le fueron aclarando la vista y la cabeza, recordó poco a poco lo que había pasado la noche anterior. Se incorporó despacio al tiempo que la chica, desnuda de cintura para arriba y con guantes quirúrgicos, se acomodaba en el sofá. Tenía puesta toda su atención en su propio pezón. Lo pellizcó con la punta de los dedos de la mano izquierda, mientras en la mano derecha tenía un objeto metálico afilado y muy fino. Las imágenes de la noche anterior aún se sucedían en la cabeza del hombre. Así que al final no le clavé el punzón, pensó. Su bolsa estaba al lado justo del sofá, donde él la había dejado. Su abrigo estaba doblado sobre ella, y sobre el abrigo, estaban el punzón, el cuchillo y su cartera. En cuanto salga de aquí, pensó, tiraré el cuchillo y el punzón. No hace falta que me deshaga de las notas. Escribirlas ha sido emocionante. Había algo en esas notas, algo misterioso y vital. Era por eso por lo que había estado tan obsesionado con si ella las habría leído o no. Después de sostener la mirada de Kawashima Masayuki unos instantes, Chiaki volvió la vista a su pezón. Lo mantuvo quieto con el enguantado pulgar izquierdo, y lentamente hizo pasar la aguja. Cuando retiró el pulgar, parecía como si de ambos lados del pezón hubiera brotado una espina de plata. —¿Qué estás haciendo? —preguntó Kawashima tranquilamente. -Un piercing —respondió ella, sin levantar la vista de su trabajo. e-GO! Library Español COMO LO VIO EN 11250 LIBROS PARA LLEVAR EN SU BOLSILLO! La velocidad, comodidad y movilidad son suyas. El e-GO! Library Español es una forma innovadora para tener y mantener un suministro fresco y abundante de grandes títulos. Es el mejor entretenimiento y fácil de obtener. El e-GO! Library Español es una unidad flash de memoria USB que pone a miles de los mejores libros de la actualidad su bolsillo! 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