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Orientación Universidad
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poema pedagogico, Apuntes de Ciencias de la Educación

Asignatura: Teorias de la educacion, Profesor: , Carrera: Educación Primaria, Universidad: UNIOVI

Tipo: Apuntes

2014/2015

Subido el 26/11/2015

nini2506
nini2506 🇪🇸

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¡Descarga poema pedagogico y más Apuntes en PDF de Ciencias de la Educación solo en Docsity! Poema Pedagógico Antón Makarenko | Parte . Conversación Con El Delegado Provincial De Instrucción Pública . Principio Sin Gloria De La Colonia Gorki . Característica De Las Necesidades Prim ordiales . Operaciones De Carácter Interno . Asuntos De Importancia Estatal . La Conquista Del Tanque Metálico . “No Hay Pulga Mala” . Carácter y Cultura . “Aun Quedan Caballeros En Ucrania” 10. Los “Ascetas De La Educación Socialista” 11. La Sembradora Triunfal 12. Bratckenko y El Comisario Regional De Abastos 13. Osadchi 14. Buenos Vecinos 15. “El Nuestro Es El Mas Guapo” 16. “Habersup” 17. Sharin En La Picota 18. La “Fusión” Con El Campesinado 19. Juego De Prendas 20. Sobre Lo Vivo y Lo Muerto 21. Unos Viejos Dañinos 22. Amputación 23. Semillas De Calidad 24. El Calvario De Semión 25. Pedagogía De “Mandos” 26. Los Monstruos De La Segunda Colonia 27. La Conquista Del Komsomol 28. Comienzo De La Marcha Al Son De Las Fanfarrias OCOXJDAIALON 1. Conversación Con El Delegado Provincial De Instrucción Pública En Septiembre de 1920 me llamó el delegado provincial de Instrucción Pública. —Escúchame hermano -me dijo- he oído que andas chillando por ahí... por que han instalado tu escuela de trabajo... en el local del Consejo Provincial de Economía. —¿Cómo no voy a chillar? La cosa no es para chillar solamente: es para aullar. ¿Qué escuela de trabajo es ésa? Toda ahumada, sucia... ¿Acaso se parece eso a una escuela? —Sí... Para tu gusto, haría falta construir un edificio nuevo, colocar nuevos pupitres, y entonces tú te dedicarías a la enseñanza. El quid no está, hermano, en los edificios; lo importante es educar al hombre nuevo, pero vosotros los pedagogos, no hacéis más que sabotearlo todo: el edificio no os gusta y las mesas no son como deben ser. Os falta eso... ¿sabes qué?... El fuego revolucionario. ¡No necesitáis la raya en los pantalones! —Yo no llevo raya en los pantalones! —Bueno, tú no la llevas... ¡Intelectuales asquerosos! No hago más que buscar y rebuscar. La cosa tiene mucha importancia. ¡Hay tantos ladronzuelos de esos, que es imposible ir por la calle! Además, ya se meten en las casas. Me dicen que éste es un asunto nuestro, de Instrucción Pública... ¿Qué te parece? —¿Qué va a perecerme? Poema Pedagógico Antón Makarenko | Parte . Conversación Con El Delegado Provincial De Instrucción Pública . Principio Sin Gloria De La Colonia Gorki . Característica De Las Necesidades Prim ordiales . Operaciones De Carácter Interno . Asuntos De Importancia Estatal . La Conquista Del Tanque Metálico . “No Hay Pulga Mala” . Carácter y Cultura . “Aun Quedan Caballeros En Ucrania” 10. Los “Ascetas De La Educación Socialista” 11. La Sembradora Triunfal 12. Bratckenko y El Comisario Regional De Abastos 13. Osadchi 14. Buenos Vecinos 15. “El Nuestro Es El Mas Guapo” 16. “Habersup” 17. Sharin En La Picota 18. La “Fusión” Con El Campesinado 19. Juego De Prendas 20. Sobre Lo Vivo y Lo Muerto 21. Unos Viejos Dañinos 22. Amputación 23. Semillas De Calidad 24. El Calvario De Semión 25. Pedagogía De “Mandos” 26. Los Monstruos De La Segunda Colonia 27. La Conquista Del Komsomol 28. Comienzo De La Marcha Al Son De Las Fanfarrias OCOXJDAIALON 1. Conversación Con El Delegado Provincial De Instrucción Pública En Septiembre de 1920 me llamó el delegado provincial de Instrucción Pública. —Escúchame hermano -me dijo- he oído que andas chillando por ahí... por que han instalado tu escuela de trabajo... en el local del Consejo Provincial de Economía. —¿Cómo no voy a chillar? La cosa no es para chillar solamente: es para aullar. ¿Qué escuela de trabajo es ésa? Toda ahumada, sucia... ¿Acaso se parece eso a una escuela? —Sí... Para tu gusto, haría falta construir un edificio nuevo, colocar nuevos pupitres, y entonces tú te dedicarías a la enseñanza. El quid no está, hermano, en los edificios; lo importante es educar al hombre nuevo, pero vosotros los pedagogos, no hacéis más que sabotearlo todo: el edificio no os gusta y las mesas no son como deben ser. Os falta eso... ¿sabes qué?... El fuego revolucionario. ¡No necesitáis la raya en los pantalones! —Yo no llevo raya en los pantalones! —Bueno, tú no la llevas... ¡Intelectuales asquerosos! No hago más que buscar y rebuscar. La cosa tiene mucha importancia. ¡Hay tantos ladronzuelos de esos, que es imposible ir por la calle! Además, ya se meten en las casas. Me dicen que éste es un asunto nuestro, de Instrucción Pública... ¿Qué te parece? —¿Qué va a perecerme? —Pues eso, precisamente, que no quiere nadie: que todos se defienden con uñas y dientes, que todos dicen: “Nos degollarán”. Naturalmente, os gustaría tener un despachito, libros... ¡Tú te has puesto hasta gafas!... Me eché a reír: —¡Vaya, también las gafas le molestan! —Es lo que yo digo: que sólo queréis leer; Pero, si se os da un ser vivo, entonces salís con ésas: “Me degollará” ¡Intelectuales! El delegado provincial de Instrucción Pública me acribillaba enojado con sus pequeños ojos negros, y, bajo los bigotes a lo Nietzsche, su boca expelía insultos contra nuestra casta pedagógica. Pero este delegado provincial. Instrucción Pública no tenía razón. —Usted escúcheme... — ¡Qué “escúcheme” ni que “escúcheme”! ¿Qué puedes decirme? Me dirás: ¡si fuera esto como en Norteamérica! Hace poco leí un librito acerca de eso... alguien me lo dio intencionadamente. Reformadores... O, ¿cómo es? Espera... ¡Ah! Reformatorios. Pero eso no existe todavía en nuestro país. —No, usted escúcheme. —Bien, le escucho. —También antes de la Revolución se hacía entrar en vereda a esos vagabundos. Entonces había colonias de delincuentes menores de edad... —Esto no es lo mismo, ¿sabes?... lo de antes no sirve. —>Precisamente. Y esto quiere decir que el hombre nuevo debe ser forjado de un modo nuevo. —De un modo nuevo; en eso tienes razón. Pero nadie sabe cómo... —¿Y tú lo sabes? —Yo tampoco. —Pues yo tengo en la delegación provincial de Instrucción Pública gente que sabe... —Sin embargo, no quieren poner manos a la obra... —No quieren los infames; en eso tienes razón. —Y si yo me pongo a ello, me harán imposible la vida. Haga lo que haga, dirán que no es así. —Estás en lo justo; lo dirán esos sinvergúenzas. —Y usted les creerá a ellos y no a mí. —No les creeré. Les diré: debíais haberlo hecho vosotros mismos. —Bueno; ¿y si, en realidad, me armo un lío? El delegado provincial de Instrucción Pública dio un puñetazo sobre la mesa. —Pero, ¿por qué vas a armarte un lío?... Bien, pues te armas un lío. ¿Qué es lo que quieres de mí? ¿Acaso yo no lo comprendo o qué? Ármate todos los líos que quieras, pero hay que obrar. Después veremos. Lo más importante es ¿sabes?... no una colonia de menores, sino una escuela de educación social. ¡Necesitamos, ¿comprendes?, forjar un hombre nuestro! Y tú eres quien debe hacerlo. De cualquier forma, todos, tenemos que aprender. Y, por lo tanto, tú también aprenderás. Me gusta que me hayas dicho francamente: no sé. Eso está bien. —¿Y sitio hay? Porque, a pesar de todo, hacen falta edificios. —Hay sitio, hermano. Un sitio magnífico. Precisamente allí había antes una colonia de menores. No está lejos, a unas seis verstas. Se está bien allí. Hay bosque, campo... Podrás criar vacas... —¿Y gente? —¿Gente? Enseguida la saco del bolsillo. ¿Tal vez necesitas también, un automóvil? —¿Dinero?... —Dinero hay. Toma. De un cajón de la mesa sacó un paquete. —Ciento cincuenta millones. Para toda clase de gastos de organización. Reparaciones, los muebles que precises... —¿Y para las vacas? —Para las vacas tendrás que esperar; allí no hay cristales. Y luego haces el presupuesto para un año. —No está bien así. Sería mejor ver antes el sitio. —Yo lo he visto ya. ¿Es que tú vas a ver mejor que yo? Ve. No hay más que hablar. —Bien, de acuerdo -asentí aliviado, porque en aquel momento no había nada más terrible para mí que las habitaciones del Consejo Provincial de Economía-. ¡Eres un valiente! -resumió el delegado provincial de Instrucción Pública-. ¡Manos a la obra! ¡La causa es sagrada! Lidia Petrovna era todavía muy joven, una chiquilla. Acababa de salir del liceo, y aún no había perdido la costumbre de los cuidados maternos. El delegado provincial de Instrucción Pública me preguntó al firmar su nombramiento: —¿Para qué quieres a esa muchachita? Si no sabe nada... —Así la he buscado precisamente. De vez en cuando se me ocurre que los conocimientos no tienen ahora tanta importancia. Esta Lídochka es un ser purísimo, y yo cuento con ella como con una especie de vacuna. —¿No te pasarás de listo? En fin, de acuerdo... En cambio, Ekaterina Grigórievna era un experto lobo pedagógico. No había nacido mucho antes que Lídochka pero Lídochka se reclinaba en su hombro igual que niña juntó a su madre. En el rostro serio y hermoso Ekaterina Grigórievna resaltaban unas cejas negras, casi varoniles. Sabía llevar con aseo subrayado vestidos conservaba por verdadero milagro y Kalina Ivánovich, al conocerla, se expresó acertadamente: —Con una mujer así hay que tener mucho cuidado... En fin, todo estaba dispuesto. El 4 de diciembre llegaron a la colonia los primeros seis educandos y me hicieron entrega de un sobre fabuloso, sellado con cinco enormes lacres... Este sobre contenía “expedientes”. Cuatro eran enviados a la colonia por asalto a mano armada de una casa y tenían dieciocho años de edad: los otros dos, más jóvenes, eran acusados de robo. Nuestros educandos estaban espléndidamente vestidos: pantalones de montar, botas elegantes. Sus peinados eran de última moda. En ellos no había absolutamente nada de niños abandonados. Los apellidos de estos primeros educandos eran Zadórov, Burún, Vólojov, Bendiuk, Gud y Taraniets. Los recibimos afablemente. Desde por la mañana se estaba condimentando una comida especialmente sabrosa. La cocinera deslumbraba con su cofia de impoluto blancor. En el dormitorio, mesas engalanadas ocuparon el espacio libre entre las camas. No teníamos manteles, pero sábana nuevas hicieron con buen éxito sus veces. Aquí se congregaron todos los participantes de la colonia naciente. También acudió Kalina Ivánovich, que, con motivo de la solemnidad, había cambiado la sucia chaqueta gris que vestía a diario por una cazadora de terciopelo verde. Yo pronuncié un discurso acerca de la nueva vida de trabajo, acerca de la necesidad de olvidar el pasado y marchar adelante y adelante. Los educandos oían mi discurso con poca atención, susurraban algo entre sí, mirando con sonrisas sarcásticas y despreciativas los catres plegables, recubiertos de edredones que no tenían nada de nuevos, y las ventanas y las puertas sin pintar. En pleno discurso Zadórov dijo de pronto en voz alta a uno de sus camaradas: —Por culpa tuya nos hemos metido en este lío! Dedicamos el resto del día a planear nuestra vida futura. Pero los educandos escuchaban con cortés negligencia mis propuestas: sólo querían librarse de mí lo antes posible. Por la mañana, Lidia Petrovna, toda agitada, vino mi cuarto y me dijo: —No sé cómo hablar con ellos... Les digo que hay que ir al lago, por agua, y uno de ellos, con el pelo todo planchado, que estaba calzándose, me acerca de repente una bota a la cara y me dice: “¡Mire usted qué botas tan estrechas me ha hecho el zapatero!” Durante los primeros días ni siquiera nos ofendían: simplemente no reparaban en nuestra presencia. Al anochecer se iban tranquilamente de la colonia y volvían por la mañana, escuchando con discreta sonrisa mis reconvenciones, inflamadas por el espíritu de la educación socialista. Una semana más tarde, Bendiuk fue detenido en la colonia por un agente de investigación: se le acusaba de asesinato y robo nocturno. Lídochka, mortalmente asustada por este acontecimiento, lloraba, en su habitación y no salía más que para preguntarnos a todos: —Pero, ¿qué es eso? ¿Cómo ha podido matar? Ekaterina Grigórievna, sonriendo seriamente, fruncía el entrecejo: —No sé, Antón Semiónovich; de verdad que no lo sé... Tal vez tengamos que marcharnos sin más ni más... No sé qué tono hay que emplear aquí. El bosque desierto en torno a nuestra colonia, las cajas vacías de los edificios, los diez catres plegables en lugar de camas, el hacha y la pala como herramientas y la media docena de educandos que negaban categóricamente no sólo nuestra pedagogía, sino la cultura humana íntegra, todo eso, a decir verdad, no se ajustaba en absoluto a nuestra precedente experiencia escolar. En las largas veladas invernales, la colonia era angustiante. Dos quinqués la alumbraban, uno en el dormitorio y el otro en mi habitación. Las educadoras y Kalina Ivánovich tenían velones, 5 invención de la época de Kii, Schek y Joriv. El cristal de mi quinqué estaba roto por la parte superior, y el resto se hallaba todo ahumado, porque Kalina Ivánovich, al encender su pipa, recurría frecuentemente al fuego de mi lámpara, metiendo para ello medio periódico en el cristal. Aquel año las nevascas comenzaron pronto, y todo patio de la colonia se llenó de montones de nieve. No tenemos a nadie para limpiar los senderos. Pedí a los educandos que lo hicieran ellos, y Zadórov me contestó: —Podemos limpiar los senderos, pero sólo cuando pase el invierno: si no, los limpiaremos nosotros, y otra vez nevará. ¿Comprende? Sonrió amablemente y se dirigió, hacia un camarada olvidando mi existencia. Zadórov procedía de una familia de intelectuales: se notaba en el acto. Hablaba correctamente, su rostro se distinguía por ese aspecto lustroso que no tienen más que los niños bien alimentados. Vólojov era de otro género: boca ancha, nariz ancha, los ojos muy separados, todo ello acompañado de una peculiar movilidad de facciones; el rostro de un bandido. Vólojov llevaba siempre las manos metidas en los bolsillos del pantalón de montar, y ahora se acercó a mí en esa actitud: —Bueno, ya le hemos contestado... Salí del dormitorio, transformando mi cólera en una especie de piedra pesada dentro del pecho. Pero era preciso limpiar los senderos, y la cólera petrificada exigía acción. Fui en busca de Kalina Ivánovich: —Vamos a limpiar la nieve. —¿Qué dices? ¿Es que yo he venido aquí de peón? ¿Y los ruiseñores-bandidos qué? —dijo, señalando los dormitorios. —No quieren. —¡Ah, parásitos! Bueno, vamos. Kalina Ivánovich y yo estábamos terminando de limpiar el primer sendero cuando en él aparecieron Vólojov y Taraniets, que iban como siempre, a la ciudad. —Eso está bien! -exclamó alegremente Taraniets. —Hace tiempo que debían haberlo hecho -le sostuvo Vólojov. Kalina Ivánovich les cerró el paso: —¿Qué es eso de que “está bien”? Tú, canalla, te has negado a trabajar, ¿y piensas que voy a hacerlo yo por ti? Por aquí no pasas, parásito. Métete en la nieve, que, si no, te daré con la pala... Kalina Ivánovich alzó la pala, pero un segundo después su pala volaba hasta un lejano montón de nieve, su pipa iba a parar a otro lado, y el estupefacto Kalina Ivánovich pudo solamente acompañar con la mirada a los jóvenes y oír cómo le gritaban, ya desde lejos: —¿ Tendrás que ir tú solito en busca de la pala!... Entre risas se marcharon a la ciudad. — Me iré al diablo! ¡Yo aquí no trabajo! -exclamó Kalina Ivánovich y se fue a su habitación, dejando abandonada la pala en el montón de nieve. Nuestra vida se hizo siniestra y angustiosa. Cada noche se oían gritos en la carretera principal de Járkov: — ¡Socorro! Los aldeanos desvalijados acudían a nosotros y con voces trágicas imploraban nuestra ayuda. Conseguí del delegado provincial un revólver para defenderme de los caballeros salteadores, pero le oculté la situación en la colonia. Aún no había perdido la esperanza de encontrar la manera de llegar a un acuerdo con los educandos. Para mí y para mis compañeros, los primeros meses de nuestra colonia no fueron sólo meses de desesperación y de tensión impotente: también fueron meses de busca de la verdad. En toda mi vida había leído yo tanta literatura pedagógica como en el invierno de 1920. Esto ocurría en la época de Wrángel y de la guerra contra Polonia. Wrángel andaba por allí cerca, alrededor de Novomírgorod; muy próximos a nosotros, en Cherkasy, combatían los polacos; toda Ucrania estaba plagada batkos* (* Jefes de bandas blancas en Ucrania (N. de la Edit.)); mucha gente a nuestro alrededor se hallaba fascinada por las bandas de Petliura. Pero nosotros, en nuestro bosque, con la cabeza entre las manos, tratábamos de olvidar el fragor de los grandes acontecimientos y leía libros de pedagogía. El fruto principal que yo obtenía de mis lecturas era una firme y honda convicción de que no poseía ninguna ciencia ni ninguna teoría, de que era preciso deducir la teoría de todo el conjunto de fenómenos reales que transcurrían ante mis ojos. Al principio, yo ni siquiera lo comprendía, pero veía, simplemente, que no necesitaba fórmulas librescas, que de todas suertes, no podría aplicar a mi trabajo, sino un análisis inmediato y una acción también inmediata. Con todo mi ser sentía que debía apresurarme, que era imposible esperar ni un solo día más. La colonia estaba adquiriendo crecientemente el carácter de una cueva de bandidos. En la actitud de los educandos frente a los educadores se incrementaba más y más el tono permanente de burla y de granujería. Ya habían empezado a referir anécdotas escabrosas en presencia de las educadoras, exigían groseramente la comida, arrojaban los platos por el aire, jugaban de manera ostensible con sus navajas y, chanceándose, inquirían los bienes que poseía cada uno. Siempre puede ser útil... ¡en un momento de apuro! Se negaban resueltamente a cortar leña para las estufas y un día destrozaron, en presencia de Kalina Ivánovich, el tejado de madera del cobertizo. Lo hicieron entre risas y bromas: — ¡Para lo que vamos a vivir aquí nos basta! Kalina Ivánovich desprendía millones de chispas de su pipa y hacia gestos de desesperación: —¿Qué vas a decirles a esos parásitos? ¡Gomosos indecentes! ¿Y de dónde habrán sacado que se puede destrozar las dependencias? Por una cosa así habría que meter en la cárcel a sus padres. ¡Parásitos! Y sucedió que no pude mantenerme más tiempo en la cuerda pedagógica. Una mañana de invierno pedí a Zadórov que cortase leña para la cocina. Y escuché la habitual contestación descarada y alegre: —Ve a cortarla tú mismo: sois muchos aquí! Era la primera vez que me tuteaban. Colérico y ofendido, llevado a la desesperación y al frenesí por todos los meses precedentes, me lancé sobre Zadórov y le abofeteé. Le abofeteé con tanta fuerza, que vaciló y fue a caer contra la estufa. Le golpeé por segunda vez y, agarrándole por el cuello y levantándole, le pegué una vez más. De pronto, vi que se había asustado terriblemente. Pálido, temblándole las manos, se puso precipitadamente la gorra, después se la quitó y luego volvió a ponérsela. Y probablemente yo hubiera seguido golpeándole, pero el muchacho, gimiendo, balbuceó: —Perdóneme, Antón Semiónovich. Mi ira era tan frenética y tan incontenible, que yo me daba cuenta de que, si alguien decía una sola palabra contra mí, me arrojaría sobre todos para matar, para exterminar a aquel tropel de bandidos. En mis manos apareció un atizador de hierro. Los cinco educandos permanecían inmóviles junto a sus camas. Burún se arreglaba precipitadamente algo en el traje. Me volví a ellos y les conminé, golpeando con el atizador el respaldo de una cama: —O vais todos inmediatamente al bosque a trabajar o ahora mismo os marcháis fuera de la colonia con mil demonios. Y salí del dormitorio. En el cobertizo donde guardábamos las herramientas empuñé un hacha y contemplé, ceñudo, cómo los educandos se repartían las hachas y los serruchos. Por mi no pasó la idea de que era mejor no ir al bosque aquel día, no poner las hachas en manos de los educandos, pero ya era tarde: se habían repartido todas las herramientas. Daba igual. Yo me sentía dispuesto a todo: había resuelto no entregar gratuitamente mi vida. Además, tenía el revólver en el bolsillo. Nos fuimos al bosque. Kalina Ivánovich me dio alcance y, terriblemente agitado, susurró: —¿Qué pasa? Dime, por favor: ¿cómo están hoy tan amables? Yo contemplé distraído los ojos azules del Pan y respondí: —Mal van las cosas, hermano... Por primera vez en mi vida he pegado a un hombre. —Pero, ¿qué has hecho? -se sorprendió Kalina Ivánovich-. ¿Y si se quejan? —Eso es lo de menos... Para mi asombro, todo transcurrió bien. Estuve trabajando con los muchachos hasta la hora de comer. Cortábamos pinos torcidos. En general, los muchachos parecían sombríos, pero el aire puro y helado, el hermoso bosque, que ornaban enormes caperuzas de nieve, la amistosa colaboración del hacha y el serrucho hicieron su obra. En un alto, fumamos confusos de mi reserva de majorka* (* Tabaco ordinario (N. de la Edit.)), y Zadórov, echando humo hacia las copas de los pinos, lanzó de repente una carcajada: — ¡Menudo! ¡Ja, ja, ja, ja! Era agradable ver su rostro sonrosado, que agita risa, y yo no pude dejar de sonreír: —¿A qué te refieres? ¿Al trabajo? —Tam bién al trabajo, pero ¡hay que ver cómo me ha zumbado usted! Aparte unas cuantas habitaciones destinadas al personal, de todos los locales de la colonia habíamos conseguido reparar únicamente un vasto dormitorio con dos estufas. En esta habitación habían sido colocados treinta catres plegables y tres grandes mesas, en las que comían y escribían los muchachos. Otro gran dormitorio, el comedor, dos aulas y la oficina esperaban el momento de la reparación. Teníamos juego y medio de sábanas y nos faltaba en absoluto otra clase de ropa. Nuestra actitud ante el problema de la ropa se expresaba casi exclusivamente en las diversas demandas dirigidas a la delegación de Instrucción Pública y a otras instituciones. El delegado de Instrucción Pública que había inaugurado tan enérgicamente la colonia estaba ahora en otra parte. Su sucesor se interesaba poco por la colonia: tenía asuntos más importantes que nosotros. La atmósfera reinante en la delegación de Instrucción Pública no favorecía en absoluto nuestros afanes de riqueza. En aquel tiempo, la delegación era un conglomerado de muchísimas habitaciones, grandes y pequeñas, y de muchísima gente, pero los verdaderos exponentes de la obra pedagógica no eran aquí las habitaciones ni la gente, sino, las mesitas. Vacilantes y deterioradas, bien de escritorio, bien de tocador o de juego, en otro tiempo negras o rojas estas mesitas, rodeadas de sillas semejantes, simbolizaban las diversas secciones, de lo que daban fe los rótulos colgados en las paredes sobre cada mesita. Una gran mayoría de las mesas estaba siempre vacía, porque la magnitud complementaria -el hombre- era esencialmente no tanto encargado de la sección como contable del distribuidor provincial. Si de pronto alguna figura humana aparecía detrás de cualquier mesita, los visitantes se precipitaban de todas partes y se abalanzaban sobre ella. En tal caso, el diálogo se reducía a poner en claro de qué sección se trataba y de si era ésa la sección a que debía dirigirse el visitante, y, si era a otra, por qué y a cuál precisamente; y, si, en efecto, era otra, ¿por qué el camarada sentado el sábado último ante aquella mesita dijo que era ésta, precisamente, la sección indicada? Después de resolver todas estas cuestiones, el encargado de la sección levaba anclas y desaparecía con rapidez cósmica. Nuestros pasos inexpertos alrededor de las mesitas no nos llevaron a ningún resultado positivo. Por ello, en el invierno del año 21, la colonia se parecía muy poco a una institución educativa. Las chaquetas destrozadas, a las que cuadraba mucho mejor el nombre de klift, según el argot bandidesco, apenas cubrían la piel humana; muy raramente aparecían bajo el klift los restos de alguna camisa, que se caía en jirones de puro rota. Nuestros primeros educandos, que habían llegado bien vestidos, se distinguieron poco tiempo de la masa general: la tala de leña, los trabajos en la cocina y en el lavadero hacían su obra, aunque pedagógica, fatal para la ropa. En marzo todos nuestros colonos estaban vestidos de tal modo, que hubiera podido envidiarles cualquier artista que interpretase el papel de molinero en la ópera Rusalca. Muy pocos colonos tenían zapatos: la mayoría usaba peales sujetos con cuerdas. Pero, incluso con esta clase de calzado, sufríamos continuas crisis. Nuestra comida se llamaba kondior, sopa aguada de mijo. La demás comida era puramente casual. En aquel tiempo existía gran cantidad de normas de alimentación: había normas corrientes, normas superiores, normas para débiles y para fuertes, normas para atrasados mentales, para sanatorios, para hospitales. Por medio de una activa diplomacia conseguíamos, a veces, convencer, rogar, engañar, ganarnos la simpatía con nuestro aspecto lamentable, intimidar agitando la amenaza de una rebelión de los colonos y entonces se nos pasaba, por ejemplo, a la norma sanatorio. En el racionamiento de sanatorio había leche, grasas en abundancia y pan blanco. Esto, claro está, no lo recibíamos, pero se nos daba en gran cantidad algunos elementos del kondior y pan de centeno. Al cabo de un mes o dos, experimentábamos una derrota diplomática de y nuevo descendíamos a la categoría de simples mortales, y otra vez comenzábamos a poner en práctica la línea cautelosa y oblicua de la diplomacia secreta y abierta. A veces, conseguíamos ejercer una presión tan intensa, que hasta lográbamos carne, embutidos, caramelos, pero nuestra existencia se hacía aún más triste al demostrarse que a ese lujo no tenían ningún derecho los defectuosos morales, sino solamente los defectuosos intelectuales. De vez en cuando, conseguíamos hacer incursiones desde la esfera de la pedagogía estricta hasta algunas esferas vecinas, como, por ejemplo, el Comité Provincial de Abastos o la Comisión especial de abastecimiento del Primer Ejército de Reserva. En la delegación de Instrucción Pública se nos prohibía rigurosamente tales actos de “guerrillerismo”, y por eso teníamos que efectuar estas incursiones en secreto. Para ello era imprescindible armarse de un papel, donde constaran estas simples y expresivas palabras: 10 “La colonia de delincuentes menores de edad le ruega ordenar la entrega de cien puds de harina para la alimentación de los educandos”. En la propia colonia no empleábamos términos como ese de “delincuentes”, y nuestra colonia nunca se llamó así. En aquel tiempo se nos llamaba defectuosos morales. Sin embargo, para el mundo exterior ese nombre era poco adecuado, ya que olía excesivamente a negociado de educación. Yo me colocaba con mi papelito en algún lugar del pasillo del negociado correspondiente, a la puerta del despacho. Por esta puerta pasaba muchísima gente. A veces, el despacho se abarrotaba de tal modo, que podía entrar todo el que quisiera. Entonces había que abrirse paso hacia el jefe por entre los visitantes y deslizar en silencio el papel bajo su mano. Los jefes de los negociados en abastos se orientaban con mucha dificultad en las argucias de la clasificación pedagógica y no siempre caían en la cuenta de que los “delincuentes menores de edad” tenían algo que ver con la instrucción. A su vez, el tinte emocional de ese mismo término “delincuentes menores de edad” era bastante expresivo. Por eso, raramente los jefes nos miraban con severidad y nos decían: —¿Para qué han venido ustedes aquí? Diríjanse a su delegación de Instrucción Pública. Lo más frecuente era que el jefe dijera después de reflexionar: —¿Quién les abastece a ustedes? ¿El negociado de prisiones? —No, el negociado de prisiones no, porque, ¿sabe usted? son niños.. —¿Pues quién entonces? —Por ahora no está decidido. —¿Cómo que “no está decidido”?... Es extraño... El jefe apuntaba algo en su block de notas y nos invitaba a volver dentro de una semana. —En tal caso, denos usted de momento aunque no sean más que veinte puds. —Veinte puds no puedo darles; reciban por ahora cinco y, mientras tanto, ya pondré en claro este asunto. Cinco puds era poco y, además, la conversación entablada no correspondía a nuestros propósitos, en los que no entraba, claro está, ningún esclarecimiento. Lo único aceptable para la colonia Gorki era que el jefe, sin preguntar nada, tomara en silencio nuestro papel y escribiera en un ángulo: “Entréguese”. En este caso, yo, a riesgo de romperme las narices, volaba a la colonia: —¡Kalina Ivánovich!... Tenemos una orden... ¡Cien puds! Busca gente y ve corriendo, que, si no, pueden darse cuenta... Kalina Ivánovich examinaba radiante el papelito: —¿Cien puds? ¡Vaya contigo! ¿Y de dónde? —¿Acaso no lo ves?... Comité Provincial de Abastos de la sección jurídica provincial... — Cualquiera lo entiende!... Pero, además, nos es igual: ¡aunque venga del diablo, con tal de que nos salga bien, je, je, je! La necesidad primordial del hombre es la comida. Por eso, la cuestión de la ropa no nos angustiaba tanto como la cuestión de los víveres. Nuestros educandos tenían siempre hambre, y esto complicaba sensiblemente su reeducación moral. Con ayuda de medios privados conseguían calmar los colonos sólo cierta parte, no grande, de su apetito. Uno de los aspectos fundamentales de la industria privada de la alimentación era la pesca. Durante el invierno, la cosa era muy difícil. El método más sencillo consistía en vaciar las redes en forma de pirámides tetraédricas tendidas por los vecinos del caserío en el riachuelo próximo y en nuestro lago. El sentido de auto conservación y la sensatez económica inherente al hombre hacían abstenerse a nuestros muchachos del robo de las redes, pero, entre los colonos hubo uno que infringió esa regla de oro. Fue Taraniets. Tenía dieciséis años, descendía de una vieja familia de ladrones y era esbelto, picado de viruelas, alegre, ingenioso, organizador magnífico y hombre emprendedor. Pero no sabía respetar los intereses colectivos. Un día robó varias redes en la orilla del río y se las trajo a la colonia. Tras él se presentaron también los dueños de las redes y el asunto concluyó en un gran escándalo. Después de este incidente, los vecinos del caserío comenzaron a tener cuidado de sus redes, y nuestros cazadores raras veces lograban atrapar algo. Pero al cabo de cierto tiempo Taraniets y otros colonos se hicieron con sus propias redes, regaladas por “un conocido de la ciudad”. Gracias a estas redes propias, la pesca empezó a desarrollarse rápidamente. Al principio, el pescado era consumido en un pequeño círculo de personas, pero, a finales del invierno, Taraniets decidió, sin ninguna prudencia, incluirme a mí también en el círculo. Un día trajo a mi habitación un plato de pescado frito. —Este pescado es para usted. 11 —No lo acepto. —¿Por qué? —Porque no está bien lo que hacéis. Hay que dar el pescado a todos los colonos. —¿A santo de qué? -enrojeció de rabia Taraniets-. ¿A santo de qué? Yo he conseguido las redes, yo soy quien pesca, quien se moja en el río, ¿y encima tengo que dar a todos? —Pues, entonces, llévate tu pescado: yo no he conseguido nada ni me he mojado. —Pero si es un regalo que le hacemos... —No, no estoy de acuerdo. A mí esto no me gusta. Y, además, no es justo. —¿En qué está aquí la injusticia? —Pues en que tú no has comprado las redes. Te las han regalado, ¿no es verdad? —Sí, me las han regalado. —¿A quién? ¿Ati o a toda la colonia? —¿Por qué a “toda la colonia”? A mí... Sin embargo, yo pienso que también a mí y a la colonia. ¿Y las sartenes de quiénes son? ¿Tuyas? No. Son de todos. Y el aceite que habéis pedido a la cocinera ¿de quién es? De todos. ¿Y la leña, y el horno, y los cubos? ¿Qué puedes decir? Y si yo te quito las redes, se habrá concluido todo. Pero lo más importante es que eso que hacéis no es de camaradas. No importa que las redes sean tuyas. Tú hazlo por los camaradas. Todos pueden pescar. —Está bien -accedió Taraniets-, que sea así. Pero, de todas maneras, tome usted el pescado. Tomé el pescado. A partir de entonces la pesca pasó a ser un trabajo que se hacía por turno, y el producto se entregaba a la cocina. El segundo método de obtención privada de víveres eran los viajes al mercado de la ciudad. Cada día, Kalina lvánovich enganchaba al Malish, el caballo kirguiz, y se iba a buscar los víveres o a recorrer las instituciones. Se le sumaban dos o tres colonos que tenían necesidad de la ciudad para algún asunto: el hospital, los interrogatorios en la comisión o, simplemente, para ayudar a Kalina Ivánovich a cuidar del Maflish. Todos estos felices mortales solían regresar ahítos de la ciudad y siempre traían algo para los compañeros. No hubo un solo caso de alguien que fuera “pescado” en la plaza. Los resultados de estas campañas tenían una apariencia legal: “Una conocida me lo ha dado”... “Me encontré a un amigo”... Yo me esforzaba por no agraviar al colono con turbias sospechas y siempre daba crédito a sus explicaciones. Pero, además, ¿a dónde podía llevarme la desconfianza? Los colonos, sucios y hambrientos, correteando en busca de comida, me parecían un objetivo ingrato para la prédica de cualquier mercancía moral con un motivo tan baladí como el robo en el mercado de una rosquilla o de un par de suelas. Nuestra extraordinaria pobreza tenía, sin embargo un aspecto bueno, que después ya no existió jamás. Igual de pobres y de hambrientos éramos también nosotros, los educadores. Entonces casi no percibíamos salario, nos contentábamos con el mismo kondior y andábamos casi tan andrajosos. Durante todo el invierno yo anduve sin suelas, las botas, siempre con algún trozo de peal fuera. Sólo Ekaterina Grigórievna lucía vestidos limpios y planchados. 4. Operaciones De Carácter Interno En febrero desapareció de mi cajón un fajo entero de billetes: aproximadamente mi salario de seis meses. Por aquel tiempo en mi habitación estaban la oficina, la sala de los maestros, la contaduría y la caja, porque yo compaginaba en mi persona todas esas obligaciones. El fajo de billetes nuevecitos había desaparecido de mi cajón cerrado sin la menor huella de fractura. Por la noche hablé de ello con los muchachos y les pedí que me fuera reintegrado el dinero. Yo no estaba en condiciones de demostrar que había sido robado, y podrían acusarme libremente de malversación. Los muchachos me oyeron sombríos, y se dispersaron. Después de la reunión, dos de ellos -Taraniets y Gud- se me acercaron en el patio oscuro cuando me dirigía a mi habitación. Gud era un adolescente pequeño y ágil. Nosotros sabemos quién ha cogido el dinero -susurró Taraniets-, sólo que no podemos decirlo delante de todos: no sabemos dónde lo ha escondido. Y si declaramos lo que sabemos, el ladrón alzará el vuelo, llevándose el dinero. —¿Quién ha cogido el dinero? —Uno de aquí. Gud miraba con el entrecejo fruncido a Taraniets. Por lo visto, no aprobaba plenamente su política. —¡Hay que zumbarle! -gruñó-. ¿A qué viene perder el tiempo hablando aquí? 12 Desde el primer día Burún me había parecido el más firme de todos los muchachos. Siempre serio y afable sin exceso, era quien estudiaba con más aplicación e interés en la escuela. El volumen y la envergadura de su actividad me dejaron estupefacto. Burún había escondido fardos enteros de bienes de la viejecita. Estaba fuera de duda que los restantes robos producidos en la colonia eran también obra de sus manos. ¡Por fin había llegado hasta el verdadero mal! Sometí a Burún al juicio de un tribunal popular, el primer juicio en la historia de nuestra colonia. En el dormitorio, sobre las camas y las mesas, se instalaron los jueces negros y harapientos. Un débil quinqué alumbraba los rostros agitados de los colonos y la cara pálida de Burún, pesadote y lento, con el cuello grueso, parecido a MacKinley, el presidente de los Estados Unidos. Con acentos vigorosos y coléricos describí a los muchachos el delito: robar a una anciana, cuya única felicidad residía en esos pobres trapos, robarla, aunque nadie en colonia trataba con más cariño que ella a los muchachos, robarla cuando pedía ayuda, significaba no tener realmente nada de humano, significaba no ser ni siquiera un reptil, sino un reptilillo. El ser humano debía respetarse, debía de ser fuerte y altivo y no arrebatar a las viejecillas débiles sus últimos trapos. Bien porque mi discurso produjo gran impresión en los colonos, bien porque estaban ya rabiosos contra Burún sin necesidad de discursos, el caso es que todos cayeron unánime y apasionadamente sobre él. El pequeño y melenudo Brátchenko tendió los dos brazos hacia Burún. —Y qué? ¿Tú qué dices a eso? Hay que meterte en barrotes, encerrarte en la cárcel. Por culpa tuya hemos pasado hambre y tú eres quien robó el dinero de Antón Semiónovich. Burún protestó de repente. —¿El dinero de Antón Semiónovich? ¡A ver: demuéstraloj — Claro que lo demostraré! —Demuéstralo. —¿Lo niegas? ¿Dices que no fuiste tú? —¿Yo? —Claro que tú. —¿Que fui yo quien cogió el dinero de Antón Semiónovich? ¿Quién puede demostrarlo? Resonó atrás la voz de Taraniets: —Yo lo demostraré. Burún quedó atónito. Se volvió hacia Taraniets con intención de decir algo, pero después se encogió de hombros: —Bueno, aunque sea así. ¿Es que no lo he devuelto? En respuesta los muchachos rompieron a reír inesperadamente. Les gustaba este atractivo diálogo. Taraniets tenía un aire de héroe. Dio un paso adelante. —Pero no hay que expulsarle de aquí. A cualquiera puede sucederle. Lo que sí hay que hacer es darle en los morros como es debido. Todos guardaban silencio. Burún paseó lentamente su mirada por el rostro picado de viruelas de Taraniets. — No has crecido todavía bastante para darme en los morros! ¿Por qué te esfuerzas? De todas formas tú no serás nunca el director de la colonia. Si es preciso, Antón me abofeteará; pero ¿tú qué tienes que ver con eso? Vetkovski saltó de su asiento: —¿Cómo? Muchachos ¿tenemos que ver con eso nosotros o no? Claro que sí -gritaron los muchachos-. Nosotros te hincharemos los morros mejor que Antón. Alguno se había lanzado ya contra él. Brátchenko vociferaba, agitando las manos junto al mismo rostro de Burún. —¡Azotarte, eso es lo que deberíamos hacer: azotarte! Zadórov me susurró al oído: —_Lléveselo usted de aquí: si no, le pegarán. Aparté a Brátchenko de Burún. Zadórov apartó a dos o tres más. Difícilmente sofocamos el escándalo. —¡Que hable Burún! ¡Que hable! -Gritó Brátchenko. Burún bajó la cabeza: —No tengo nada que decir. Todos tenéis razón. Dejadme con Antón Semiónovich; que él me castigue como sabe. 15 Silencio. Fui hacia la puerta, temiendo verter el mar de ira feroz que me llenaba hasta los bordes. Los colonos se apartaron a un lado y a otro, dejándonos pasar a mí y a Burún. Atravesamos en silencio el patio oscuro, entre los montones de nieve: yo delante, él detrás. Mi estado de ánimo era pésimo. Burún me parecía el último detritus que podía producir el basurero humano. No sabía qué hacer con él. Había llegado a la colonia por su participación en una banda de ladrones, cuyos miembros mayores de edad habían sido fusilados casi todos. Tenía diecisiete años. Burún permanecía sin decir palabra junto a la puerta. Yo, sentado a la mesa, me contenía a duras penas para terminar la conversación arrojando contra él algún objeto pesado. Por fin, Burún alzó la cabeza, me miró con fijeza a los ojos y despacio, recalcando cada palabra, conteniendo difícilmente las lágrimas, habló: —Yo... jamás... volveré a robar. — Mientes! ¡Eso se lo has prometido ya a la comisión! —¡Una cosa es la comisión y otra es usted! ¡Castígueme como quiera, pero no me eche de la colonia! —¿Y qué es lo que te interesa en la colonia? —Aquí estoy a gusto. Aquí se estudia. Yo quiero estudiar. Y si he robado es porque siempre tengo hambre. —Bueno. Permanecerás tres días bajo cerrojo, a pan y agua. Y ni tocar a Taraniets. —Está bien. Burún pasó tres días en la pequeña habitación contigua al dormitorio, donde, en la antigua colonia, vivían los celadores. No le encerré porque me dio palabra de que no saldría sin mi permiso. El primer día le envié, efectivamente, pan y agua. El segundo sentí lástima y dispuse le llevaran la comida. Burún quiso renunciar altivamente, pero yo le chillé: —¿Es que encima vas a hacer paripés? Sonriendo, se encogió de hombros y tomó la cuchara. Burún cumplió su palabra: nunca volvió a robar nada ni en la colonia ni en otro lugar. 5. Asuntos De | mportancia Estatal Mientras nuestros colonos adoptaban una actitud casi de indiferencia respecto a las propiedades de la colonia habían fuerzas ajenas qué les concedían profunda atención. El núcleo más importante de estas fuerzas se hallaba dislocado en la carretera principal de Járkov. Apenas había noche sin que alguien fuese desvalijado allí. Convoyes íntegros de carros campesinos eran detenidos por el disparo de un retaco, y los atracadores, sin perder tiempo en palabras, hundían las manos libres del retaco en el corpiño de las mujeres sentadas en los carros, mientras los maridos, llenos de confusión, golpeaban con sus látigos las cañas de las botas y se asombraban: —¿Quién podía pensarlo? Escondimos el dinero en el corpiño de las mujeres porque creíamos que era el sitio más seguro, y los malditos han ido a buscarlo directamente allí. Este tipo de asalto colectivo, por llamarlo así, casi nunca era sangriento. Los labriegos, ya recobrados del susto, acudían a la colonia después de permanecer en el lugar del robo todo el tiempo señalado por los desvalijadores y nos describían expresivamente el suceso. Yo reunía a mi ejército, lo armaba de estacas, empuñaba personalmente el revólver, nos dirigíamos a todo correr a la carretera y husmeábamos largo tiempo por el bosque. Pero sólo una vez nuestras pesquisas se vieron coronadas por el éxito: a media versta de la carretera descubrimos a un grupo de gente, agazapado tras un montón de nieve. Aunque respondieron con un disparo a los gritos de los muchachos y se dispersaron, conseguimos apresar a uno y traerlo a la colonia. No encontramos en su poder ni el retaco ni ningún objeto robado, y negaba todo lo divino y lo humano. Entregado por nosotros a los agentes de investigación criminal resultó, sin embargo, un bandido famoso, y tras él fue detenida la banda entera. El Comité Ejecutivo Provincial expresó su gratitud a la colonia Gorki. Pero tampoco después de eso disminuyeron los asaltos en la carretera. A finales del invierno los muchachos comenzaron a encontrar ya huellas de sangrientos sucesos nocturnos. Entre los pinos veían, de pronto, un brazo asomando en la nieve. Se escarbaba la nieve y aparecía una mujer, muerta de un tiro en el rostro. En otro lugar, cerca del mismo camino, entre la maleza, un hombre vestido de cochero con el cráneo hendido. Una buena mañana, descubrimos al despertarnos que desde el lindero del bosque nos contemplaban dos ahorcados. Mientras llegó el juez estuvieron colgados un par de días, mirando con sus ojos desorbitados la vida de la colonia. 16 Los colonos no experimentaban ante estos sucesos pizca de temor, sino, un sincero interés. En primavera cuando se fundió la nieve, buscaban en el bosque cráneos roídos por los zorros y, ensartándolos en un palo, los traían a la colonia únicamente para asustar a Lidia Petrovna. Los educadores no tenían necesidad de ello para vivir horrorizados, y por las noches temblaban en espera que irrumpiese en la colonia una banda de saqueadores y diera comienzo la matanza. Los más asustados de todos eran los Osipov, que, según la opinión general, tenían qué perder. A finales de febrero, nuestra carreta, que, arrastrándose a la velocidad habitual, venía de la ciudad con algunos bienes, fue detenida al anochecer cerca del mismo recodo antes de llegar a la colonia. En la carreta había cebada y azúcar en polvo, cosas que, por motivos ignorados no sedujeron a los saqueadores. En poder de Kalina Ivánovich no encontraron ningún objeto de valor, a excepción de la pipa. Esta circunstancia despertó entre los asaltan una justa ira: golpearon a Kalina Ivánovich en la cabeza y el viejo cayó en la nieve, donde permaneció mientras los salteadores se daban a la fuga. Gud, que era quien cuidaba siempre del Malish en la colonia, fue un simple testigo. Ya en la colonia, tanto Kalina Ivánovich como, Gud se desahogaron en largos relatos. Kalina Ivánovich describía el suceso con tintes dramáticos; Gud, con tintes cómicos. Pero la decisión adoptada fue unánime: enviar siempre al encuentro de nuestra carreta a un destacamento de colonos. Así procedimos durante dos años. Estas campañas tenían en nuestro léxico un nombre militar: “Ocupar el camino” Enviábamos a unas diez personas. A veces, yo también formaba parte del destacamento, ya que tenía un revólver. No podía confiárselo a cualquier muchacho, y, sin revólver, nuestro destacamento parecía débil. Tan sólo Zadórov recibía a veces el revólver y se lo colgaba orgullosamente sobre sus guiñapos. Montar la guardia en la carretera era una ocupación muy interesante. Nos emplazábamos a lo largo de la carretera en una extensión de kilómetro y medio, desde el puente sobre el río hasta el mismo recodo antes de llegar a la colonia. Los muchachos, transidos de frío, daban saltos en la nieve, llamándose para no perder el contacto entre sí, y en la penumbra creciente eran como la amenaza de una muerte segura en la imaginación del viajero rezagado. De vuelta de la ciudad, los campesinos apaleaban a sus caballos y en silencio se deslizaban veloces ante aquellas figuras, que se repetían rítmicamente con el aspecto más criminal. Los dirigentes de los sovjoses y las autoridades volaban en trepidantes “tachankas” y exhibían ostensiblemente a los colonos sus escopetas de dos cañones y sus retacos; los que iban a pie deteníanse junto al puente en espera de otros peatones. Delante de mí, los muchachos jamás se conducían mal ni asustaban a los viajeros, pero cuando yo no estaba, hacían travesuras, y muy pronto Zadórov incluso renunció al revólver y exigió obligatoriamente mi presencia. En lo sucesivo, yo salía cada vez que se formaba el destacamento, pero seguí dando el revólver a Zadórov para no privarle de un placer merecido. Al aparecer nuestro Malish, le recibíamos gritando: —Alto! ¡Manos arriba! Pero Kalina Ivánovich se limitaba a sonreír y fumaba con particular energía su pipa. Nuestro destacamento torcía gradualmente detrás del Malish y entraba como un alegre tropel en la colonia, interrogando a Kalina Ivánovich sobre las diversas novedades relacionadas con el capítulo de abastos. Aquel mismo invierno emprendimos otras operaciones, no ya limitadas a la colonia, sino de importancia estatal. Un guarda forestal se presentó en la colonia y nos pidió que vigiláramos el bosque: había muchos infractores y el personal de que él disponía no era suficiente para poner coto a las talas furtivas. La custodia de un bosque perteneciente al Estado, tarea que nos elevó mucho ante nuestros propios ojos, debía proporcionarnos un trabajo extraordinariamente ameno y, además, considerables ventajas. Es de noche. Pronto amanecerá, pero la oscuridad es todavía completa. Me despierta un golpe en la ventana. Miro: a través del cristal advierto entre los dibujos del hielo una nariz aplastada y una cabeza de híspida cabellera. —¿Qué pasa? —¡Antón Semiónovich, están talando en el bosque! Enciendo el quinqué, me visto apresuradamente y salgo después de coger el revólver y la escopeta. En la puerta me aguardan los mayores aficionados a las andanzas nocturnas: Burún y Shelaputin, un muchachito pequeño, diáfano, completamente puro. Burún toma la escopeta de mis manos y llegamos al bosque. —¿Dónde es? 17 también la pasaba el Malish. Con un gran trabajo conseguíamos paja y, a veces, heno. Durante casi todo el invierno lo que hacíamos con el Malish, más que viajar, era sufrir, y a Kalina Ivánovich le dolía siempre el brazo derecho de agitar continuamente el látigo para amenazar al caballo, sin lo cual nuestro Malish se detenía por las buenas. Y, por último, tampoco el territorio en que estaba enclavada la colonia servía para la agricultura. Era un suelo arenoso, que formaba dunas al menor vientecillo. Todavía hoy no comprendo plenamente cómo, en las condiciones descritas, emprendimos la evidente aventura que, sin embargo, debía permitirnos levantar la cabeza. La cosa comenzó por una anécdota. Inesperadamente la suerte nos sonrió: recibimos una autorización para recoger leña de roble. Era preciso traerla directamente del lugar de la tala. Este lugar se hallaba en los límites de nuestro Soviet rural, pero nosotros, antes de ello, no habíamos andado nunca por allí. Nos pusimos de acuerdo con dos vecinos nuestros del caserío y nos dirigimos en sus trineos a, ese país ignoto. Mientras los conductores de los trineos daban vueltas por el lugar de la tala, cargando gruesos troncos de roble y discutiendo si la carga se sostendría o no en los trineos durante el trayecto, Kalina Ivánovich y yo reparamos en una fila de álamos que se alzaban sobre los cañaverales de un río helado. Cruzamos por el hielo, subimos un sendero empinado y nos encontramos en el reino de la muerte. Hasta una decena de casas grandes y pequeñas, cobertizos y jatas, corrales y otras dependencias se encontraban allí, en escombros. Todos estos edificios eran iguales en su destrucción: montones de arcilla y de ladrillos, cubiertos de nieve, en lugar de las estufas; los pavimentos, las puertas, las ventanas, las escaleras habían desaparecido. Muchos tabiques y techos estaban igualmente rotos; en bastantes sitios, habían sido ya desmontados los muros de ladrillo y los cimientos. De una enorme cuadra no quedaban más que dos muros longitudinales de ladrillo, y sobre ellos, emergía, triste y estúpido, un magnífico tanque metálico que parecía haber sido pintado recientemente. Este tanque era lo único en toda la hacienda que daba la impresión de algo vivo: todo lo demás parecía ya cadáver. Pero el cadáver era rico: a un lado se alzaba una casa de dos pisos, nueva, todavía, sin revocar, con ciertas pretensiones de estilo. En sus habitaciones, altas y espaciosas, se conservaban aún las molduras de los techos y los alféizares de mármol. En el otro extremo del patio había una cuadra nueva de hormigón. Incluso los edificios destruidos, vistos más de cerca asombraban por su construcción sólida, por su recia armazón de roble, por la seguridad musculosa de sus ensambladuras, por la elegancia de sus soportes, la precisión de sus líneas perpendiculares. El poderoso organismo no había sucumbido de enfermedad o de senectud: se trataba, de una muerte violenta, en pleno florecimiento de sus fuerzas y de su salud. Kalina Ivánovich no hacía más que carraspear, contemplando toda esta riqueza: —¡Fíjate en lo que hay! ¡Ahí tienes el río y el jardín y mira qué prados!... El río rodeaba la finca por tres lados, circundando una colina bastante alta, casual en nuestra llanura. El jardín descendía hacia el río en tres terrazas: en la terraza superior había guindos; en la segunda, manzanos y perales, y, en la tercera, plantaciones íntegras de casis. En el segundo patio funcionaba un gran molino cinco pisos. Por los trabajadores del molino supimos que la finca había pertenecido a los hermanos Trepke. Al marcharse con el ejército de Denikin, los Trepke dejaron casas llenas de objetos de valor. Todos estos bienes han sido trasladados hacía tiempo a la vecina aldea de Gonchárovka y a los caseríos próximos. El mismo camino estaban siguiendo ahora las casas. Kalina Ivánovich estalló en un verdadero discurso: — Salvajes! ¿Comprendes? ¡Son unos canallas, unos idiotas! ¡Aquí tienen tantos bienes, casas amplias, caballerizas! Y, en vez de vivir aquí, cuidando de la hacienda y bebiendo tranquilamente café, los muy miserables destrozan a hachazos un marco como este, hijos de perra. ¿Y por qué? ¡Porque tienen que hacer la comida y no quieren molestarse en cortar leña!... ¡Así se os atragante la mida, memos, idiotas! Y lo mismo que nacieron, estirarán la pata: ninguna revolución puede ayudarles... ¡Ah! ¡Miserables, malditos babiecas! ¿Qué puedes decir a esto? -Kalina Ivánovich se dirigió a uno de los trabajadores del molino-: dígame, por favor, camarada; ¿de quién depende obtener aquel tanque? El que está sobre la cuadra. De todas formas, aquí va a perderse sin ningún provecho. —¿Aquel tanque? ¡El diablo lo sabe! Aquí manda el Soviet rural... —Ah! Eso está bien -terminó Kalina Ivánovich y emprendimos el viaje de vuelta. De regreso, Kalina Ivánovich, que marchaba tras los trineos de nuestros vecinos por el caminó apisonado en que ya se anunciaba la primavera, empezó a soñar: estaría bien conseguir aquel 20 tanque, trasladarlo a la colonia, instalarlo en la buhardilla del lavadero y convertir así el lavadero en baño. Por la mañana, cuando nos disponíamos a ir otra vez en busca de leña, Kalina Ivánovich me agarró de un botón: —Escríbeme, querido, un papelito para el Soviet rural. A ellos les hace tanta falta el tanque como un bolsillo lateral a un perro, y nosotros, en cambio, podemos tener baño... Para complacer a Kalina Ivánovich, escribí el papel. Al anochecer, volvió furioso. —¡Vaya unos parásitos!... No consideran las cosas más que de un modo teórico, sin ponerse en lo práctico. Dicen, el diablo se los lleve, que el tanque es propiedad del Estado. ¿Has visto idiotas semejantes? Escribe, que iré al Comité Ejecutivo del distrito. —Pero ¿a dónde vas a ir? Si está a veinte verstas... ¿Cómo piensas hacer el viaje? —Aquí hay uno que se dispone a ir; yo le acompañaré. El proyecto de Kalina Ivánovich de construir un baño encantó sobremanera a todos los colonos, pero nadie creía en la posibilidad de obtener el tanque. —Vamos a organizarlo sin el tanque ese. Se puede colocar uno de madera. —¡Bah! ¡No entiendes nada! La gente hacía tanques de hierro y eso quiere decir que comprendía por qué. Pero lo que es el tanque ese se lo arrancaré a esos parásitos y, si es preciso, con su carne... —¿Y cómo va a traerlo usted? ¿A lomos del Malish? —¡Ya lo trasladaremos! Si hay artesa, habrá cerdos... Kalina Ilvánovich regresó todavía más rabioso del Comité Ejecutivo del distrito y se olvidó de todas las palabras, a excepción de las denigrantes. Durante toda la semana, bajo la risa de los colonos, estuvo corriendo tras de mí: —escríbeme un papel para el Comité Ejecutivo de la comarca -imploraba. —Déjame, Kalina Ivánovich; hay asuntos más importantes que tu tanque. —escribe; ¿a ti qué te cuesta? ¿Es que te da lástima gastar papel? Escribe ya verás cómo lo traigo. Y escribí el papel. Al guardárselo en el bolsillo, Kalina Ivánovich sonrió por fin. —No es posible que rija una ley tan estúpida: se piden cosas de valor, y nadie piensa en ello. ¡No estamos en época del zar! Kalina Ivánovich regresó del Comité Ejecutivo de comarca ya avanzada la noche y ni siquiera apareció por mi habitación o por el dormitorio. Sólo por la mañana entró en mi cuarto. Frío y altivo, aristocráticamente rígido miraba por la ventana hacia algún sitio lejano. —No se conseguirá nada -dijo lacónico y me tendió el papel. Atravesando el texto detallado de nuestra solicitud, había una palabra breve, enérgica y ofensivamente rotunda, escrita con tinta roja: “Denegar”. Kalina Ivánovich sufrió larga y apasionadamente. Durante un par de semanas desapareció su alegre y senil vivacidad. Un domingo de marzo, cuando la primavera se burlaba ya cruelmente de los últimos restos de nieve, invité a algunos muchachos a dar un paseo por los alrededores. Consiguieron ropa de abrigo y nos encaminamos... a la finca de los Trepke. ¿Qué os parecería si instaláramos aquí nuestra colonia? —pregunté, soñando en voz alta. —¿Dónde “aquí”? —Pues en estas casas ——Pero, ¿cómo? Aquí no se puede vivir... —Las repararemos. Zadórov se echó a reír y, haciendo cabriolas giró por el patio. —Tenemos todavía por reparar tres casas. En todo el invierno no hemos podido ponernos a ello. —?Pero, bueno, ¿y si, a pesar de todo, reparásemos estas casas? —¡Oh, en ese caso si que sería una colonia! ¡Río, jardín, molino! Trepábamos por los escombros y soñábamos: aquí los dormitorios; aquí el comedor; allí, un magnífico club; éstas serían las aulas. Regresamos cansados y llenos de energía. En el dormitorio discutimos ruidosamente los detalles de la futura colonia. Antes de separarnos, dijo Ekaterina Grigórievna: —¿Sabéis una cosa, muchachos? No está bien soñar cosas imposibles. Eso no es de bolcheviques... En el dormitorio se hizo un silencio embarazoso. Yo miré rabiosamente a Ekaterina Grigórievna y di un puñetazo sobre la mesa: 21 —Pues yo le digo que, dentro de un mes; la finca será nuestra. ¿Esto será de bolcheviques? Los muchachos rompieron en una carcajada y gritaron: “¡Hurra!” También yo me eché a reír y conmigo se rió Ekaterina Grigórievna. La noche entera se me fue redactando un informe para el Comité Ejecutivo Provincial. Siete días más tarde me llamó el delegado provincial de Instrucción Pública. —Habéis tenido una buena idea. Vamos a ver la finca. Otra semana después nuestro proyecto era discutido en el Comité Ejecutivo Provincial. Resultó que las autoridades llevaban bastante tiempo sin saber qué hacer con la finca. Y yo tuve la oportunidad de describir la pobreza, la falta de perspectivas, el abandono de nuestra colonia, en la que había nacido ya una colectividad llena de vida. El presidente del Comité Ejecutivo Provincial resolvió: —Necesitamos un dueño para la hacienda, y aquí tenemos a unos dueños sin hacienda. Que se queden con la finca. Y ahora tengo en mis manos la autorización para ocupar la finca de los Trepke, más unas sesenta desiatinas de tierra de labor anejas a ella y el presupuesto aprobado para los gastos de la reparación. Estoy en el -centro del dormitorio y me cuesta trabajo creer que no se trata de un sueño. Alrededor de mí, veo una multitud de colonos emocionados, un remolino de entusiasmo y de manos tendidas. —¡Déjenos ver la autorización! Entra Ekaterina Grigórievna. Los muchachos se abalanzan a su encuentro con borboteante fogosidad y se oye la voz cantarina de Shelaputin: —¿Es o no de bolcheviques? ¡Conteste usted ahora! —¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? —-¿Es de bolcheviques? ¡Mire, mire!... El que más se alegró de todos fue Kalina Ivánovich. —=Eres un águila, porque, como se dice entre los curas, el que busca encuentra y el que llama a alguna puerta acaba consiguiendo que le den... En el testuz -interrumpió Zadórov. —¿Cómo en el “testuz”?. -Se volvió hacia él Kalina Ivánovich-. Ahí tienes la autorización. Usted es el que anduvo “llamando” cuando lo del tanque y entonces le dieron en el testuz. Pero, en cambio ésta es una cosa que el Estado necesita y no nos la dan porque nosotros la hayamos suplicado... —Tú eres joven aún para poder interpretar las escrituras -bromeó Kalina Ivánovich, ya que en aquel momento no podía enfadarse. El primer domingo, Kalina Ivánovich, conmigo y una multitud de colonos, fue a recorrer nuestra nueva posesión. Su pipa humeaba triunfalmente a la vista de cada ladrillo de la finca de los Trepke. Dándose importancia, pasó cerca del tanque. —¿Cuándo vamos a trasladar el tanque, Kalina lvánovich? -preguntó en serio Burún. —¿Y para qué vamos a trasladarlo? También aquí servirá. ¿Acaso no comprendes que la cuadra está montada según la última palabra de la técnica extranjera? 7. “No Hay Pulga Mala” Tardamos bastante en traducir al lenguaje de los hechos nuestro entusiasmo por la conquista de la herencia de los hermanos Trepke. Diversas causas retrasaron la entrega del dinero y de los materiales. Pero el principal obstáculo era el Kolomak, un riachuelo pequeño, aun maligno, que separaba nuestra colonia de la finca de los Trepke. Este río se condujo en abril como un representante muy respetable de los elementos naturales. Al principio, se desbordaba lento y tenaz, y después volvía con mayor lentitud aún a sus humildes riberas y dejaba a sus espaldas una nueva calamidad: un barro intransitable, por el que no podía pasar nadie. Por eso “Trepke” como entre nosotros llamábamos a la nueva adquisición, siguió todavía mucho tiempo en ruinas. Todo este tiempo los colonos estuvieron entregándose a efusiones primaverales. Por las mañanas, después del desayuno, esperando la llamada al trabajo, se instalaban cerca del cobertizo y se calentaban al sol, ofreciendo sus vientres a los rayos solares y tirando despreciativamente sus klifts por el patio. Podían permanecer horas enteras al sol, resarciéndose de los meses invernales, en que era difícil entrar en calor hasta dentro de los dormitorios. La llamada al trabajo les obligaba a levantarse. Entonces iban con desgana a sus puestos, pero, incluso en pleno trajín encontraban pretextos y posibilidades técnicas para seguir tomando el sol. 22 —Ese parásito de Sofrón no viene en vano a trabajar con nosotros. Los mujiks le presionan, ¿sabes?, y tiene miedo a que le quiten la fragua. En cambio, trabajando aquí, tendrán que considerarle como si estuviera sirviendo a los Soviets. —Y entonces, ¿qué vamos a hacer con él? -pregunté a Kalina Ivánovich... —¿Qué vamos a hacer? ¿Quién querrá venir aquí? ¿De dónde podemos sacar una fragua? ¿Y las herramientas? Casa tampoco tenemos y, si aparece alguna covachuela, de todas formas deberemos llamar a los carpinteros. ¿Y sabes una cosa? - Kalina Ivánovich entornó párpados-. ¿A nosotros qué más nos da? “Sea bizca, sea jorobada, con tal de que sea bien dotada” ¡Da lo mismo que sea un kulak! De todas formas, trabajará como es debido. Kalina Ivánovich, meditativo, llenaba de humo mi habitación y, de pronto, dijo, sonriendo: —Los mujiks, esos parásitos, acabarán quitándole la fragua. ¿Y qué van a sacar con ello? De todas formas no harán nada. Más vale, entonces, que tengamos nosotros nuestra fragua, porque, pase lo que pase, Sofrón está perdido. Esperaremos un poquito y después le daremos la patada: nosotros somos una institución soviética, y tú, hijo de perra, eres una sanguijuela que bebe sangre humana, ¡je, je, je! Habíamos recibido ya parte del dinero presupuesto para la reparación de la finca, pero era tan poco que exigía de nosotros una habilidad extraordinaria. Todo debíamos hacerlo con nuestras propias manos. Para ello, la fragua era imprescindible, así como un taller de carpintería. Teníamos los bancos. En ellos, aunque difícilmente se podía trabajar: habíamos comprado herramientas. Poco después apareció en la colonia el instructor carpintero. Bajo su dirección, los muchachos se dedicaron enérgicamente a serrar las tablas traídas de la ciudad y a ensamblar las puertas y ventanas de la nueva colonia. Por desgracia, los conocimientos profesionales de nuestros carpinteros eran tan insignificantes, que el proceso de fabricación de puertas y ventanas para la vida futura fue doloroso en los primeros tiempos. Los trabajos en la fragua -y eran muchos- tampoco nos alegraban al principio. Sofrón no se distinguía por el afán de terminar rápidamente el período de reconstrucción en el Estado soviético. Su jornal de instructor se expresaba en cifras insignificantes: los días de pago, Sofrón enviaba, ostensiblemente todo el dinero por un muchacho a alguna mujer que fabricaba aguardiente: —Tres botellas de aguardiente -ordenaba. Tardé en saberlo. En general, yo estaba como hipnotizado por esa relación: garfios, bisagras, argollas, pestillos. Y como yo, todo el mundo sentíase arrebatado por el trabajo en vías de franco desarrollo. Entre los muchachos se destacaban ya carpinteros y herreros; el dinero comenzó a sonarnos en los bolsillos. Nos entusiasmaba la animación que la fragua había traído consigo. A las ocho de la mañana, resonaba ya en la colonia el alegre sonido del yunque. En la fragua había siempre risas, y junto a su amplio portón, abierto de par en par, constantemente aguardaban dos o tres aldeanos que discurrían de sus quehaceres, de los impuestos en especie de Verjola, el presidente del Comité de campesinos pobres, del forraje, de la sembradora. Herrábamos los caballos del lugar, colocábamos llantas de hierro en las ruedas, reparábamos los arados. A los campesinos pobres les cobrábamos únicamente la mitad de la tarifa, y aquí nacieron interminables discusiones acerca de la justicia y la injusticia social. Sofrón se ofreció a construirnos una carreta. En los cobertizos de la colonia, dónde había, en cantidad inagotable, toda clase de trastos, encontramos la caja de un carro. Kalina Ivánovich trajo de la ciudad dos ejes, sobre los que estuvieron golpeando por espacio de dos días los machos y los martillos de la fragua. Por fin, Sofrón declaró que la carreta estaba ya lista, pero que faltaban las ballestas y las ruedas. No teníamos ni lo uno ni lo otro. Durante mucho tiempo yo rebusqué por la ciudad, implorando ballestas viejas, y Kalina Ivánovich emprendió un largo viaje al interior del país. Viajó una semana entera y trajo consigo dos pares de llantas nuevas y unos cuantos centenares de impresiones diversas, entre las cuales la principal era ésta: — ¿Qué gente tan inculta son esos mujiks! Sofrón nos trajo del caserío a Kósir. Kósir tenía cuarenta años y se persignaba a cada oportunidad. Apacible y cortés, tenía siempre una animación sonriente. Hacía poco tiempo que había salido de un manicomio y temblaba mortalmente sólo de oír el nombre de su propia esposa, culpable del diagnóstico erróneo de los siquiatras provinciales. Kósir hacia ruedas de carros. Cuando le pedimos que nos hiciese cuatro ruedas, se alegró extraordinariamente. Las peculiaridades de su vida familiar y sus brillantes dotes de asceta le impulsaron a hacernos una proposición puramente práctica: —¿Saben una cosa, camaradas? Ya que, loado sea el Señor, han llamado al viejo, ¿saben lo que voy a decirle? Que me quedaré a vivir aquí. —Aquí no hay dónde. 25 —No importa, no importa; ustedes no se preocupen, yo encontraré dónde, y Nuestro Señor me ayudará. Ahora estamos en verano. Para el invierno ya los arreglaremos de algún modo. Yo me acomodaré en ese cobertizo. Me las compondré bien. —Bueno, quédese usted. Kósir se persignó y pasó inmediatamente a desarrollar el aspecto práctico de la cuestión: —Conseguiremos llantas. Kalina Ivánovich no sabe encontrarlas, pero yo si sé. Los propios mujiks nos las traerán. Ya verán ustedes cómo no nos deja abandonados Nuestro Señor. —?Pero si ya no nos hacen falta más llantas. —¿Cómo que no nos hacen falta? ¡ Dios nos libre! No les hacen falta a ustedes, a la gente sí le hacen falta ¿Cómo puede pasarse el mujik sin ruedas? Ustedes las venden y así sacan dinero; con ello saldrán ganando muchachos. Kalina Ivánovich apoyó, riéndose, la petición de Kósir: — El diablo sea con él! Que se quede. En la naturaleza, ¿sabes?, todo está tan bien dispuesto, que hasta cada hombre sirve para algo. Kósir pasó a ser pronto el preferido de todos los colonos. Los muchachos consideraban su religiosidad como una forma especial de demencia, muy desagradable para el enfermo, pero nada peligrosa para quienes le rodean. Más aún: Kósir desempeñó un papel positivo, pues contribuyó a despertar en los muchachos un sentimiento de aversión por todo lo religioso. Se instaló en una habitación pequeña, junto al dormitorio. Aquí se sentía bien guarecido contra los actos a agresivos de su esposa, que poseía, en efecto, un carácter verdaderamente demencial. Los muchachos experimentaban un auténtico placer defendiendo a Kósir de los vestigios de su vida pasada. La mujer de Kósir se presentaba en la colonia siempre entre gritos y maldiciones. Exigiendo el retorno del marido al hogar familiar, nos culpaba a todos nosotros -los colonos, el Poder soviético, “ese granuja” de Sofrón y yo- del hundimiento de su felicidad doméstica. Los muchachos le demostraban con ironía manifiesta que Kósir no tenía para ella ninguna utilidad como marido, que la fabricación de ruedas era algo mucho más importante que la felicidad doméstica. Mientras tanto, el propio Kósir, escondido en su habitación, esperaba, paciente, que el ataque fuera definitivamente rechazado. Y sólo cuando la voz de la esposa ofendida resonaba tras el lago y de sus maldiciones llegaban únicamente retazos sueltos “hijos de... que... os... vuestra cabeza...”, Kósir aparecía en escena: —Hijitos! ¡Sálvame, Jesucristo! Una mujer tan poco ordenada... A pesar de un medio tan hostil, el taller de fabricación de ruedas comenzó a rendir beneficios. Kósir, textualmente con ayuda de una persignación, sabía hacer excelentes negocios comerciales; la gente nos traía llantas sin que nosotros las buscásemos e incluso no nos exigía el pago inmediato. Se trataba, en efecto, de un espléndido constructor de ruedas, y la fama de su trabajo había rebasado en mucho los límites de nuestro distrito. Nuestra vida se hizo más complicada y más alegre. A pesar de todo, Kalina lvánovich consiguió sembrar en nuestro prado unas cinco desiatinas de avena; el Pelirrojo caracoleaba en la cuadra, en el patio lucía la carreta, cuyo único defecto era su altura sin igual: se alzaba más de dos metros sobre el suelo, y el pasajero sentado en su cesta tenía siempre la impresión de que el caballo que tiraba de la carreta iba no sólo delante, sino también muy debajo. Desarrollamos una actividad tan intensa, que comenzamos ya a sentir falta de manó de obra. Tuvimos que reparar a toda prisa un dormitorio más, y pronto nos llegaron refuerzos. Fueron de un tipo completamente nuevo. Por aquel tiempo había sido liquidado un gran número de atamanes y de batkos, y todos los menores de edad pertenecientes a las diversas bandas de las Lévchenko y de las Marusias, cuyo papel militar y bandidesco no había rebasado las obligaciones de cocheros o de pinches, eran enviados a la colonia. Gracias, precisamente, a esta circunstancia histórica aparecieron en la colonia los nombres de Karabánov, Prijodko, Golos, Soroka, Vérshnev, Mitiaguin y otros. 8. Carácter y Cultura La llegada de nuevos colonos debilitó sensiblemente nuestra poco firme colectividad, y de nuevo adquirimos aspecto de una cueva de malhechores. Nuestros primeros educandos se habían formalizado únicamente para las necesidades más imprescindibles. Los adeptos del anarquismo patrio eran todavía menos partidarios de someterse a cualquier orden. Debe hacerse constar, sin embargo, que en la colonia jamás volvieron a aparecer la franca resistencia y la grosería respecto al personal educativo. Cabe suponer que Zadórov, Burún, Taraniets y los demás supieron comunicar a los novatos la breve 26 historia de los primeros días de la colonia Gorki. Tanto nuevos colonos como los viejos demostraron siempre convicción de que el personal educativo no era una fuerza hostil a ellos. La causa principal de esta convicción residía sin género de dudas, en el trabajo de nuestros educadores tan manifiestamente abnegado y difícil, que inspiraba respeto natural. Por esto, los colonos, salvo alguna otra rara excepción, estuvieron siempre en buenas relaciones con nosotros, aceptando la necesidad de trabajar y de estudiar en la escuela y comprendiendo con bastante claridad que todo ello se desprendía de nuestros intereses comunes. La pereza y la falta de voluntad de pasar privaciones revestían entre nosotros formas “puramente zoológicas y jamás adquirieron la forma de una protesta. Nosotros comprendíamos que todo ese bienestar era una forma puramente externa de la disciplina y que en ella no se encerraba ninguna clase de cultura, ni siquiera la más primitiva. La razón de que nuestros colonos siguieran viviendo en medio de nuestra indigencia y de nuestro bastante rudo trabajo, la razón de que no huyesen de la colonia no debía ser buscada únicamente, claro está, en el terreno pedagógico. El año 1921 no ofrecía nada de envidiable para la vida en la calle. Aunque nuestra provincia no figuraba entre las hambrientas, en la propia ciudad se sufrían bastantes privaciones e incluso hambre. Además, en los primeros años, no recibimos casi a auténticos niños abandonados, hechos a vagar por la calle. La mayoría de nuestros educandos procedían de familias con las que acababan de romper. Nuestros, muchachos constituían, como término medio, una amalgama de rasgos muy brillantes de carácter y un nivel bajísimo de cultura. Precisamente estos muchachos eran los que se procuraba enviar a nuestra colonia, destinada especialmente a los educandos difíciles. En su enorme mayoría se trataba de semianalfabetos o de analfabetos totales. Casi todos estaban acostumbrados a la suciedad y a los piojos, y frente a los demás había ido formándose en ellos una actitud permanente, entre defensiva y amenazadora, de heroísmo primitivo. Destacaban de toda esa masa algunos muchachos de nivel intelectual más elevado, como Zadórov, Burún, Vetkovski, Brátchenko y, entre los nuevos, Karabánov y Mitiaguin. Los demás asimilaban gradualmente y con extraordinaria lentitud la cultura humana, con mayor lentitud aun porque éramos pobres y pasábamos hambre. Durante el primer año, nos abatía particularmente su continuo afán de reñir entre sí, la terrible debilidad de sus vínculos colectivos, que se rompían a cada momento y por cualquier nimiedad. Esto ocurría en grado considerable no ya por animadversión, sino por esa misma postura heroica, que no atenuaba ningún sentimiento político. Aunque bastantes muchachos habían estado en campos de clases hostiles, ninguno de ellos tenía la menor sensación de pertenecer a una u otra clase. Entre los educandos no había casi hijos de obreros. El proletariado era para ellos algo lejano e ignoto; la mayoría observaba un profundo desprecio por el trabajo campesino, desprecio que no se refería tanto al trabajo en sí como a la vida de los campesinos y a su psicología. Por lo tanto, les quedaba un amplio margen para toda clase de arbitrariedades, para la manifestación de una personalidad, que en su aislamiento llegaba al salvajismo. El cuadro, en general, era penoso, pero, de todas suertes, los brotes de vida colectiva crecidos durante el primer invierno germinaban calladamente en nuestra sociedad, y era preciso salvarlos fuera como fuera, sin permitir que les ahogase la llegada de los refuerzos. Yo creo que mi mérito principal radica en haber sabido comprender esta importante circunstancia y haberla valorado exactamente. La defensa de esos primeros brotes fue luego un proceso tan increíblemente difícil, tan infinitamente largo y penoso, que, de haberlo sabido antes, es seguro que me hubiera intimidado y habría renunciado a la lucha. Por fortuna, me sentía siempre como en vísperas del triunfo, aunque para esto hacía falta ser un optimista incorregible. En cada jornada de mi vida de entonces había obligatoriamente fe, alegría, y desesperación. Todo, al parecer, marcha bien. Por la noche, los educadores han concluido su trabajo, han leído algún libro, simplemente han charlado o jugado, y, después de dar las buenas noches a los muchachos, se han retirado a sus habitaciones. Los muchachos, aparentemente tranquilos, se disponen a acostarse. En mi habitación va cesando de latir el pulso del día de trabajo. Todavía permanece con Kalina Ivánovich, dedicado, con arreglo a su costumbre, a alguna generalización; cerca de nosotros da vueltas un colono curioso; junto a la puerta, Gud y Brátchenko se disponen al ataque cotidiano contra Kalina Ivánovich por cuestiones relacionadas con el forraje, y de pronto, irrumpe gritando, algún pequeño: — En el dormitorio están, matándose los muchachos! Salgo disparado de la habitación. En el dormitorio gritos y estrépito. En un rincón dos grupos furiosos y erizados hasta el frenesí. Los gestos amenazadores y los saltos se mezclan con 27 —Eso está muy bien. Muy bien. Es preciso meter un poco en cintura a esos mujiks. Invité en calidad de ayudantes a tres muchachos: Zadórov, Vólojov y Taraniets. Avanzada la noche del sábado, nos pusimos a elaborar el plan. En torno a mi mesilla de noche, los muchachos permanecían inclinados sobre un plano del caserío, trazado por mí, y Taraniets, las manos hundidas en sus greñas pelirrojas, husmeaba el papel con su nariz salpicada de pecas. Atacaremos una jata -dijo-, y en las otras esconderán el samogón. Tres personas son pocas. —¿Es que hay samogón en tantas jatas? —En casi todas: en la de Musi Grechani lo fabrican, y en la de Andréi Kárpovich, y en la del propio presidente Serguéi Grechani. Los Verjolas se dedican también todos a fabricarlo y las mujeres lo venden en la ciudad. Necesitamos más muchachos; si no, ¿sabe?, nos hincharán los morros y no conseguiremos nada. Sentado silenciosamente en una esquina, Vólojov bostezaba. —¡Qué van a poder con nosotros! Únicamente con Karabánov nos basta. Y nadie se atreverá a tocarnos ni con un solo dedo. Yo conozco bien a esos mujiks. Nos tienen miedo. Vólojov participaba en la operación sin entusiasmo. Todavía entonces me trataba con frialdad: la disciplina le era odiosa. Pero estaba entregado fielmente a Zadórov y le seguía sin comprobar ninguna cuestión de principio. Zadórov, como siempre, sonreía tranquilo y seguro. Sabía hacerlo todo sin desgastar su personalidad y sin pulverizar ni un solo gramo de su ser. Y también yo, igual que siempre, no confiaba en nadie como en Zadórov: lo mismo ahora, sin perder su personalidad, sería capaz de efectuar cualquier proeza si la vida le llamaba a ella. —Y Zadórov dijo a Taraniets: —No le des vueltas, Fiódor; di claramente por qué jata debemos empezar y a dónde hay que ir después. Lo demás, mañana se verá. Eso sí, hay que llevar a Karabánov: sabe hablar con los mujiks, porque él mismo lo es. Y ahora vamos a dormir, que mañana debemos salir antes de que estén todos borrachos en los caseríos, ¿De acuerdo, Gritskó? —Sí -resplandeció Vólojov. Nos separamos. Por el patio paseaban Lídochka y Ekaterina Grigórievna. —Los muchachos -dijo Lídochka- dicen que —van ustedes en busca de samogón. ¿Qué falta le hace a usted eso? ¿Es tal vez un trabajo pedagógico? ¿Qué pensarán de nosotros? —Se trata, precisamente, de un trabajo pedagógico. Venga usted mañana con nosotros. —¿Cree que tengo miedo? Iré. Sólo que ése no es un trabajo pedagógico... —Entonces, ¿viene usted? SÍ. Ekaterina Grigórievna me llamó aparte: —Pero, ¿a santo de qué lleva usted a esa niña? —No le haga caso -gritó Lidia Petrovna-; iré pesar de todo. De tal manera, formamos una comisión de cinco personas. A las siete de la mañana llamamos a la puerta de Andréi Kárpovich Grechani, nuestro vecino más inmediato. La llamada sirvió de señal para una compleja obertura canina que se prolongó alrededor de cinco minutos. Únicamente después de la obertura comenzó la representación en regla. Se inició con la salida a escena del abuelo Andréi Grechani, un viejecillo pequeño, con la cabeza monda, conservaba una barbita cuidadosamente recortada. El abuelo Andréi nos preguntó secamente: —Qué desean ustedes? —En su casa hay un aparato de fabricar samogón y nosotros venimos a destrozarlo -contesté yo-; aquí está la orden de la milicia provincial. —¿Un aparato de fabricar samogón? -repitió, perplejo, el abuelo Andréi, haciendo correr una aguda mirada por nuestras caras y por la abigarrada vestimenta de colonos. Pero en aquel momento se inmiscuyó en fortíssimo la orquesta canina. Karabánov, a espaldas del abuelo, consiguió aproximarse al plano posterior y tumbar; por medio de un palo que llevaba previsoramente, a un perro melenudo y Pelirrojo, que respondió al atentado con estruendoso solo dos octavas más alto de la corriente voz canina. Nos lanzamos por la brecha, ahuyentando a los perros. Vólojov les gritó, con una voz imperiosa de bajo, y los perros se dispersaron por los rincones del patio, matizando los acontecimientos ulteriores con una música poco expresiva de ladridos en que se sentía la ofensa. Karabánov estaba ya en la jata y, cuando entramos en ella con el abuelo nos mostró triunfalmente lo que buscábamos: el aparato de fabricar samogón. —¡Aquí está! 30 El abuelo Andréi daba vueltas por la jata. Su chaqueta nueva de lustrina brillaba lo mismo que en la ópera. —¿Habéis hecho samogón ayer? -interrogó Zadórov. Sí, ayer -contestó el abuelo Andréi, rascándose, confuso, la barbita y viendo cómo Taraniets sacaba de debajo de un banco que había en el ángulo delantero un cuarterón lleno de néctar color rosáceo-malva. De improviso el abuelo Andréi se enfureció y se lanzó sobre Taraniets, calculando justamente que lo más fácil sería agarrarle en la angosta esquina, escombrada por los bancos, la mesa y los iconos. Y, en efecto, consiguió sujetar a Taraniets, pero Zadórov tomó con toda tranquilidad el cuarterón por encima de la cabeza del abuelo, y al anciano no le quedó más que la sonrisa injuriosamente abierta y encantadora de Taraniets. —¿Qué pasa, abuelo? —¿Cómo no os da vergúenza? -gritó colérico el abuelo- No tenéis conciencia. Andáis robando por las jatas. ¡Y hasta traéis a una muchacha con vosotros! ¿Cuándo dejaréis de dar guerra? ¿Cuándo os tragará, por fin la tierra? —¡Eh, abuelo! Pero si resulta que es usted poeta -dijo, gesticulando animadamente, Karabánov y, apoyándose en el palo, quedó inmóvil ante el abuelo en una actitud expectante y teatral. —¡Fuera de mi jata! -gritó el abuelo Andréi, y, empuñando una enorme horquilla que había junto al horno, golpeó torpemente en un hombro a Vólojov. Vólojov se echó a reír y volvió a poner la enorme horquilla junto al horno, haciendo ver al abuelo un nuevo detalle del suceso: —Vale más que mire usted hacia allí. El abuelo volvió la vista y vio a Taraniets, que descendía del horno con otro cuarterón en las manos, sin perder su franca y encantadora sonrisa. El abuelo Andréi se desplomó en un banco, bajó la cabeza e hizo un ademán de impotencia. Lídochka se sentó a su lado. —¡Andréi Kárpovich! -comenzó a hablarle cariñosamente- Usted sabe que la ley prohíbe fabricar aguardiente. ¡Hay que ver cuánto trigo se pierde así! ¡Con el hambre que hay alrededor! —Hambre pasa el vago. El que trabaja, no tiene hambre. —¿Y usted abuelo, ha trabajado? -preguntó con voz sonora y jovial Taraniets, sentándose en el horno- A lo mejor es Stepán Nechiporenko quien ha trabajado. -¿Stepán?, -Sí, Stepán. Y usted le ha echado de su casa sin pagarle ni darle ropa, y ahora él pide que le admitan en la colonia. —Taraniets chascó alegremente la lengua mirando al abuelo y saltó del horno. —¿Que hacemos con todo esto? -inquirió Zadórov —Romperlo en el patio. —¿Y el aparato? —El aparato también. El abuelo no salió al lugar de la ejecución: se quedó en la jata, escuchando las digresiones económicas, sicológicas y sociales que Lidia Petrovna había comenzado a desarrollar ante él con tanto éxito. Los perros, llenos de indignación, representaban los intereses del amo desde los rincones del patio en que se habían guarecido. Sólo cuando ya nos íbamos, algunos de ellos expresaron una protesta tardía y sin objeto. Zadórov hizo salir previsoramente a Lídochka de la jata: —Venga con nosotros, porque, si no, el abuelo hará salchichas de usted... Lídochka salió, animada por la conversación que había mantenido con el abuelo Andréi: —¿Sabéis? ¡Lo ha, comprendido todo! Está de acuerdo con que hacer samogón es un crimen. Le respondió una carcajada de los muchachos. Karabánov miró irónicamente a Lídochka: —¿Conque de acuerdo? ¡Qué formidable! Si hubiera estado usted hablando más tiempo con él habría roto personalmente el aparato, ¿verdad? —Dé las gracias a que su mujer no estaba en casa -dijo Taraniets-. Ha ido a la iglesia de Gonchárovka. En cambio, tendremos que oír a la de Verjola. Luká Semiónovich Verjola visitaba frecuentemente la colonia por diversos asuntos y también nosotros solíamos dirigirnos a él en busca de cosas que nos hacían falta: bien una collera, bien una carreta; bien un tonel. Luká Semiónovich era un diplomático de talento, ubicuo, hablador y servicial. Muy apuesto, sabía cuidar su barba rizada, de un rojo brillante. Tenía tres hijos: el 31 mayor, lván, era irresistible en diez kilómetros a la redonda, porque tocaba un acordeón vienés de tres filas y lucía gorras de un color verde despampanante. Luká Semiónovich nos recibió afablemente: —¡Ah, queridos vecinos! ¡ Pasen ustedes, pasen ustedes! Ya he oído, ya he oído que están buscando ustedes aparatos. Muy bien, muy bien. Siéntense. Joven, siéntese usted aquí, en el banco. ¿Y qué hay de nuevo? ¿Han encontrado albañiles para la finca de los Trepke? Porque, si no, yo, que pienso ir mañana a Brigadírovka, podría traerles a alguno de allí. Hay allí unos albañiles que... Pero ¿por qué no se sienta, joven? Yo no tengo ningún aparato; no me dedico a eso. No se puede. ¿Cómo podría yo?... Una vez que el Poder soviético ha dicho que no se puede, yo comprendo que no debe ser... Mujer, no seas tacaña: ¡se trata de unos visitantes de calidad!... En la mesa apareció una fuente llena de nata hasta los bordes y una montaña de empanadas de requesón. Luká Semiónovich invitaba sin implorar, ni adular. Nos arrullaba con su voz agradable de bajo; sus modales eran los de un señor hospitalario. Yo observé que los corazones de los colonos se estremecían a la vista de la nata. Vólojov y Taraniets no podían quitar los ojos del rico convite. Zadórov, de pie en la puerta, sonreía, sonrojándose y comprendiendo lo desesperado de la situación. Karabánov, que se había sentado junto a mí, susurro, aprovechando un momento oportuno: — ¡Menudo hijo de perra!... ¿Qué vamos a hacerle? No tenemos más remedio que comer. Yo no puedo resistir: ¡Palabra que no puedo! Luká Semiónovich ofreció una silla a Zadórov. —¡Coman, queridos vecinos, coman! Podríamos seguir también un poco de aguardiente, pero como vienen ustedes para un asunto así. Zadórov se sentó frente a mí, bajó la vista y se metió media empanada en la boca, llenándose de nata la barbilla. Taraniets tenía unos bigotes de nata, que le llegaban hasta las mismas orejas. Vólojov engullía empanadilla tras empanadilla, sin manifestar la menor emoción. Sirve más empanadillas - ordenó Luká Semiónovich a su mujer-. Toca algo, Iván... —Ahora hay servicio en la iglesia -objetó la mujer. —Eso no tiene, importancia-, repuso Luká Semiónovich-; para unos visitantes como éstos se puede tocar. El apuesto Iván, apacible y silencioso; empezó a tocar Brilla la luna. Karabánov se desternillaba de risa. — ¡Vaya unos visitantes]... Después del agasajo, la conversación se animó. Luká Semiónovich apoyaba con gran entusiasmo nuestros planes relativos a la hacienda de los Trepke y estaba dispuesto a acudir en nuestra ayuda con todos sus recursos. No vale la pena de que estén ustedes aquí, en el bosque. Trasládense lo antes posible; allí hace falta el ojo del amo. Y aprovechen también el molino. La fábrica esa no saber dirigir el asunto. Los mujiks se quejan, se quejan mucho. Hay que moler harina blanca para las empanadillas de Pascua, pero uno se pasa un mes entero yendo hasta allí, y nada. Al mujik le gustan las empanadillas. Sin embargo, ¿cómo va a hacerlas cuando falta la harina blanca, que es lo más importante? —Tenemos poca fuerza para el molino —repliqué yo. —+¿Por qué poca? La gente le ayudará... No sabe usted cuánto le aprecia la gente de aquí. Todos están diciendo siempre: ,”Ese sí que es un hombre bueno...” En aquel momento lírico apareció Taraniets en la puerta, y en la jata resonó el chillido del ama asustada. Taraniets tenía en sus manos la mitad de un magnífico alambique, su parte más vital, el serpentín. Nosotros ni siquiera habíamos advertido la ausencia de Taraniets. Lo he encontrado en la buhardilla -explicó Taraniets-. También hay allí samogón. Tibio aún. Luká Semiónovich se mesó la barba y dejó de sonreír, nada más que por un brevísimo instante. En el acto se recobró y, acercándose a Taraniets se detuvo, sonriente, ante él. Después se rascó detrás de la oreja y me guiñó un ojo. —este muchacho dará fruto. Bueno, si es así, yo no puedo decir nada... Y ni siquiera me ofendo. La ley es la ley. ¿Qué van a hacer ustedes con el aparato? ¿Romperlo? Iván, ayúdales... Pero la Verjolija no compartía la lealtad de su cuerdo esposo y, arrancando el serpentín de las manos de Taraniets, clamó: ——Pero, ¿quién os va a permitir que lo rompáis? ¡Cuando vosotros hagáis uno, podréis romperlo!¡Harapientos del demonio! ¡Como no os marchéis, voy a daros en la cabezal... 32 —¿Por qué? —Porque es igual. De todas maneras, seré ladrón. —De eso puede uno desacostumbrarse. —Sí, se puede, pero a mí me parece que no hay necesidad. —Tú presumes, Mitiaguin. —Ni pizca. Robar es interesante y divertido. Sólo que hay que saberlo hacer y, además, no se debe robar a todo el mundo. Hay muchos miserables, a los que nos ordena robar el propio Dios. Pero hay también otra gente a quien no se debe robar. En eso tienes razón -dije a Mitiaguin-, pero el mal mayor no es para el robado, sino para el ladrón. —¿Y en qué consiste el mal? —Pues en que, una vez acostumbrado a robar, te deshabitúas del trabajo, todo se te da fácilmente, te familiarizas con la bebida, y te quedas estancado, te conviertes en un golfo y nada más. Después la cárcel y, más adelante, quién sabe... —¡Como si los que están en la cárcel no fueran gente! En libertad viven muchos que son peores que los que están en la cárcel. Eso no se puede saber. —¿Has oído hablar de la Revolución de Octubre? — Claro que he oído hablar! Yo mismo he ido detrás la Guardia Roja. —Pues bien: la gente no va a vivir ahora como se vive en la cárcel. —¡Quién lo sabe! -arguyó, pensativo, Mitiaguin-. De todas formas, queda mucha basura. Recuperarán lo suyo de una manera u otra. ¡Fíjese usted en la gente que hay alrededor de la colonia! ¡Menuda es! Cuando disolví la organización de juego de la colonia Mitiaguin se negó a declarar la procedencia del gorro lleno de dinero. —e¿Lo has robado? Sonrió: —¿Qué ingenuo es usted, Antón Semiónovich!... Claro que no lo he comprado. Todavía hay muchos tontos en el mundo. Este dinero lo llevaron los tontos a un sitio y se lo dieron con toda clase de reverencias a unos granujas barrigudos. ¿Por qué iba a limitarme yo a contemplarlo? ¿No era mejor que lo cogiese para mí? Y eso es lo que hice. Lo malo es que en su colonia no tenemos donde guardarlo. Jam ás creí que haría usted registros... —Bien. Tomo el dinero para la colonia. Ahora mismo levantaremos un acta. Por ahora no se trata de ti. Hablaré a los muchachos acerca de los robos: ——Prohíbo enérgicamente las partidas de cartas. No jugaréis más a los naipes. Jugar a los naipes significará robar al compañero. —Aue no jueguen. —Juegan porque son tontos. Hay en la colonia muchos chicos que pasan hambre, que no comen pan ni azúcar. Por culpa de estos mismos naipes, Ovcharenko se fue de la colonia. Ahora anda por ahí llorando, está echándose a perder en el mercado... —Sí, con Ovcharenko la cosa no estuvo bien —aprobó Mitiaguin. Yo proseguí: —Resulta que en la colonia no hay quien defienda al compañero débil. Por eso soy yo quien asume la defensa. No puedo permitir que los muchachos pasen hambre y pierdan la salud sólo por no haberles llegado a tiempo algún naipe estúpido. No lo toleraré. Por lo tanto, elegid. No me gusta registrar vuestros dormitorios, pero, cuando he encontrado en la ciudad a Ovcharenko, cuando he visto cómo llora y está a punto de perderse, he decidido no gastar ceremonias con vosotros. Y, si queréis, vamos a ponernos de acuerdo para no jugar más. ¿Podéis darme vuestra palabra de honor? Sólo me temo que no estéis muy fuertes en cuestiones de honor. Burún me dio su palabra... Burún dio un salto adelante: —No es verdad Antón Semiónovich; verguenza debería darle decir cosas que no son ciertas. Si también usted va a andar con mentiras... entonces nosotros... Yo no le di ninguna palabra acerca de las cartas... —Bueno, perdóname. La culpa fue mía. Entonces no comprendí que hacía falta que me dieses palabra de no jugar, palabra de no beber... —Yo no bebo. —Bien, asunto concluido. ¿Y ahora cómo vamos a hacer? 35 Avanza lentamente Karabánov. Es irresistiblemente original y gracioso y, como siempre, posa un poco. De él emana una fuerza bovina criada en las estepas, que Karabánov parece contener deliberadamente. — Muchachos, la cosa está clara. No hay que engañar a los compañeros. Aunque os enfadéis, aunque os pongáis como os pongáis, yo estoy en contra de los naipes. Así, pues, sabedlo bien: no descubriré nada, pero, de los naipes sí hablaré. Y, si me apuráis mucho, pondré en juego las manos. Porque yo vi a Ovcharenko cuando se iba y puede decirse que entonces empujamos a la tumba a un compañero: vosotros mismos sabéis que Ovcharenko no tiene talento de ladrón. Los que le ganaron son Burún y Raísa. Creo que ellos deben ir a buscarle y no volver sin él. -Burún asintió calurosamente: —¿Para qué diablos me hace falta Raísa? Yo mismo lo encontraré. Todos los muchachos rompieron a hablar al mismo tiempo: había unanimidad en el acuerdo. Burún confiscó por su propia mano todos los naipes y los arrojó a un cubo. Kalina Ivánovich recogió alegremente el azúcar: — Muchas gracias. Habéis hecho economías. Mitiaguin me acompañó cuando salía del dormitorio —¿Debo marcharme de la colonia? Le respondí tristemente: —No, ¿para qué? Sigue un poco más. —De todas formas, robaré. —Que el diablo te lleve, roba. No soy yo quien va a perderse, Sino tú. Asustado, se separó. A la mañana siguiente Burún fue a la ciudad en busca de Ovcharenko. Los muchachos arrastraban tras él a Raísa. Karabánov relinchaba por toda la colonia y palmoteaba a Burún en los hombros: —Eh! ¡Aún quedan caballeros en Ucrania! Zadórov reíase en la puerta de la fragua. Se dirigió amistosamente, como siempre: —Son unos sinvergienzas, pero se puede vivir con ellos. —¿Y tú quién eres? -le preguntó ferozmente Karabánov. —Ex atracador, descendiente de atracadores, y en la actualidad herrero de la colonia de trabajo Máximo Gorki, Alexandr Zadórov -dijo, poniéndose firme. —¡En su lugar de descanso! -repuso Karabánov, y pasó, contoneándose, a lo largo de la fragua. Al caer la tarde, Burún trajo a Ovcharenko, hambriento y feliz. 10. Los “Ascetas De La Educación Socialista” Los “ascetas de la educación socialista” eran cinco, yo incluido. Nos llamó así un camarada. Nosotros mismos no nos llamamos nunca de tal modo. Al contrario, ni siquiera pensábamos que estuviésemos realizando una hazaña. No lo pensábamos cuando la colonia daba tan sólo sus primeros pasos ni lo pensamos más tarde; al cumplir la colonia el octavo aniversario de su nacimiento. Al hablarse de ascetismo, no se tenía únicamente en cuenta al personal de la colonia Gorki y por eso nosotros considerábamos en nuestro fuero interno esas palabras como una frase halada, imprescindible para el mantenimiento de la moral de los trabajadores de las casas y de las colonias de niños. Entonces había mucho heroísmo en la vida soviética y en la lucha revolucionaria, y nuestro trabajo era excesivamente modesto, tanto en sus expresiones como en sus éxitos. Nosotros, personas de lo más corriente, teníamos una infinidad de diversos defectos. Y, hablando con propiedad, no conocíamos nuestra profesión: nuestra jornada de trabajo estaba llena de errores, de movimientos inseguros, de ideas confusas. Y por delante teníamos unas tinieblas infinitas, en las que discerníamos difícilmente, a retazos, los contornos de nuestra futura vida pedagógica. Se podía decir todo lo que se quisiera acerca de cada uno de nuestros pasos: hasta tal punto eran casuales. No existía nada indiscutible en nuestro trabajo. Pero cuando empezábamos a discutir, la cosa era peor aún; de nuestros debates, ignoro por qué causa, no nacía la verdad. Teníamos únicamente dos cosas fuera de toda duda: nuestra firme resolución de no abandonar la causa, de llevarla hasta el final, aunque el final fuese triste. Y había, además, ese “vivir cotidiano” entre nosotros, en la colonia y alrededor de nosotros. 36 Cuando los Osipov llegaron a la colonia, observaban una actitud de repulsión hacia los colonos. Según nuestras reglas, el educador de guardia estaba obligado a comer con los educandos; Tanto Iván Ivánovich como su mujer me manifestaron decididamente que ellos no comerían en la misma mesa que los colonos, porque les era imposible dominar su repugnancia. Yo les dije: —Más tarde veremos. Durante su guardia nocturna en el dormitorio, Iván Ivánovich no se sentaba jamás en la cama de ningún educando. Pero no había otro sitio donde sentarse. Por eso se pasaba de pie toda su guardia. Iván Ivánovich y su mujer me decían: —¿Cómo puede usted sentarse en esa cama llena de piojos? Yo les replicaba: —Eso no tiene importancia. Ya se arreglará todo, acabaremos de alguna manera con los piojos... A los tres meses, Iván lvánovich, además de comer con apetito en la misma mesa que los colonos, había perdido la costumbre de traer consigo su propia cuchara. Lo que hacía era tomar una cualquiera del montón general de la mesa, aunque, para tranquilidad de su conciencia, pasaba un dedo por encima. Y por las noches, en el dormitorio, Iván Ivánovich, incorporado al círculo juvenil más fogoso y sentado en alguna cama, jugaba al “ladrón y el confidente”. Este juego era muy sencillo. Todos los que participaban en él recibían un billete con una inscripción: “ladrón”, “confidente”, “juez”, “verdugo”, etc. El confidente anunciaba la suerte que le había caído y, armándose de un zurriago, procuraba averiguar quién era el ladrón. Todos le tendían la mano y él debía indicar por medió de un golpe la mano del ratero. Por lo común, el señalado era el juez o el fiscal, y estos honestos ciudadanos, ofendidos por la sospecha, golpeaban la mano extendida del confidente según la tarifa fijada para el pago de las ofensas. Si a la otra vez el confidente daba, a pesar de todo, con el ladrón, sus sufrimientos concluían, pero comenzaban los del ladrón. El juez podía condenarle a “cinco calientes” o a “diez calientes” o a “cinco frías”. El verdugo empuñaba entonces el zurriago, y comenzaba la ejecución. Como los papeles de los participantes en el juego cambiaban cada vez, y el ladrón, a la vuelta siguiente se vertía en juez o en verdugo, el encanto principal de la distracción estribaba en esa alternativa del sufrimiento y la venganza. Cuando le tocaba ser confidente o ladrón, el juez implacable o el verdugo feroz recibía al céntuplo del juez y del verdugo en funciones, que entonces le recordaban todas las condenas y todos los castigos. Ekaterina Grigórievna y Lidia Petrovna jugaban también a esa distracción con los muchachos, pero los muchachos se conducían como unos caballeros: en caso de robo, la condena no pasaba de tres o cuatro “frías”. Durante la ejecución, el verdugo ponía los morritos más tiernos limitaba a acariciar con el zurriago la suave palma femenina. Cuando jugaban conmigo, los muchachos tenían interés, sobre todo, por conocer mi capacidad de resistencia, y ésta era la causa de que a mí no me quedara otro remedio que recurrir a las bravatas. En calidad de juez, condenaba a los ladrones a tales castigos, que hasta los propios verdugos horrorizábanse, y cuando me tocaba ejecutar la sentencia, obligaba a la víctima a perder el sentimiento de la propia dignidad y a gritar: —¡Antón Semiónovich, así no se puede! Pero también yo cobraba: siempre volvía a mi habitación con la mano izquierda hinchada; se consideraba vergonzoso cambiar de mano y, además, la derecha me hacía falta para escribir. El pusilánime. Iván Ivánovich seguía una táctica femenina, y, al principio, los muchachos le trataban con delicadeza. Un día advertí a Iván Ivánovich que tal política era falsa: nuestros muchachos tenían que crecer resistentes y valerosos. No debía intimidarles ningún peligro y menos aún los sufrimientos físicos. Iván Ivánovich no se mostró de acuerdo conmigo. Una velada coincidí con el en el mismo grupo, y haciendo de juez, le condené a “doce calientes” y en otra vuelta, actuando en calidad de verdugo, batí implacablemente su mano con el zurriago. Enfadado, se vengó de mí. Uno de mis “adictos” no pudo dejar sin castigo semejante conducta de Iván lvánovich y le zurró hasta hacerle cambiar de mano. A la noche siguiente, Iván Ivánovich quiso rehuir su participación en “este bárbaro juego”, pero le abochornó la ironía general de los colonos, y en lo sucesivo soportó ya dignamente la prueba, sin adular cuando le tocaba ser juez y sin abatirse cuando tenía que hacer de ladrón o de confidente. Frecuentemente los Osipov se me quejaban de que llevaban muchos piojos a su casa. —No hay que luchar contra los piojos en la casa -les decía yo-, sino en los dormitorios... 37 Gracias en gran parte a Ekaterina Grigórievna, muchachos mayores de nuestra colonia quisieron siempre a los pequeños, les trataron siempre como hermanos mayores: con cariño, con rigor y con solicitud. 11. La Sembradora Triunfal Cada día era más evidente que la vida en la primera colonia estaba llena de dificultades para nosotros. Nuestras miradas se volvían con más y más frecuencia a la segunda colonia, allí donde, a orillas del Kolomak, los jardines crecían opulentos en primavera y brillaba lustrosa la grasienta tierra negra. No obstante, la reparación de la segunda colonia avanzaba con extraordinaria lentitud. Los carpinteros, cobraban una miseria por su trabajo, eran capaces de construir jatas aldeanas, pero les intimidaba cualquier techumbre un poco complicada. Nos era imposible conseguir cristales a ningún precio y, además, carecíamos de dinero. A pesar de todo, dos o tres edificios grandes quedaron reparados ya para finales del verano, aunque no podía vivir en ellos por la falta de cristales. Conseguí reparar también algunos pequeños pabellones, pero allí vivían los carpinteros, los albañiles, los fumistas, los guardas. No valía la pena trasladar a los muchachos, porque, sin talleres y sin una tierra aneja, no tenían nada que hacer. Los colonos iban todos los días a la segunda colonia. Una gran parte de los trabajos eran ejecutados por ellos mismos. Durante el verano, unos diez muchachos, alojados en chozas, trabajaron en el jardín y enviaron a la primera colonia carros enteros de manzanas y de peras. Gracias a ellos, el jardín de los Trepke adquirió un aspecto bastante digno. Los vecinos de la aldea Gonchárovka estaban muy disgustados por la aparición entre las ruinas de la finca de unos nuevos amos, que, para colmo, eran tan poco honorables, harapientos y sospechosos. El documento que nos daba derecho a sesenta desiatinas de tierra resultó, con gran sorpresa mía, un papel inútil: toda la tierra de los Trepke, incluido nuestro sector, era cultivada ya desde el año 17 por los campesinos. En la ciudad sonrieron al ver nuestra indecisión: —Si tenéis el documento, esto quiere decir que la tierra es vuestra: no os falta más que poneros a trabajar. Sin embargo, Serguéi Petróvich Grechani, el presidente del Soviet rural, era de otra opinión: Ustedes comprenden lo que significa que el campesino laborioso haya recibido la tierra según todas las reglas de la ley. Esto quiere decir que seguirá arando. Y los que se dedican a escribir diversos papelitos y documentos no hacen más que descargar una puñalada por la espalda contra los trabajadores. De modo que más vale que se olvide usted de ese papel. El camino de los peatones hacia la segunda colonia pasaba por el Kolomak. Era preciso cruzar el río. Habíamos organizado en el Kolomak nuestra propia barca, y siempre había allí algún colono encargado de ella. Yendo a la segunda colonia con carga o a caballo, había que dar un rodeo por el puente de Gonchárovka. En la aldea nos recibían con bastante hostilidad. Al ver nuestro pobre atuendo, los mozos se burlaban: —¡Eh, harapientos! ¡Cuidado con llenarnos de piojos el puente! En vano os metéis aquí. De todas formas os echaremos de Trepke. No nos instalamos en Gonchárovka como vecinos pacíficos, sino como conquistadores indeseados. Y, si no hubiéramos sostenido el tono en esta posición militar, si hubiésemos mostrado incapaces de combatir, habríamos acabado perdiendo, sin duda, la tierra y la colonia. Los campesinos comprendían que la discusión debía ser resuelta en el campo y no en las oficinas. Llevaban ya tres años trabajando la tierra de los Trepke, es decir, contaban un precedente que les servía de base para sus protestas. Tenían, pues, que prolongar, fuera como fuera, tal precedente. Toda su esperanza de éxito residía en esa política. También para nosotros la única salida estaba en iniciar lo antes posible el trabajo práctico en la tierra. En verano llegaron los agrimensores para deslindar la tierra, pero tuvieron miedo a salir al campo con los instrumentos y se limitaron a señalarnos en el mapa las zanjas, los hoyos y los matorrales que debían servirnos de referencia para nuestra tierra. Con el acta de los agrimensores en el bolsillo, me dirigí a Gonchárovka, acompañado de algunos muchachos mayores. Nuestro viejo conocido Luká Semiónovich Verjola presidía ahora del Soviet rural. Nos recibió muy amablemente y nos invitó a tomar asiento, pero ni siquiera miró el acta. —Aueridos camaradas, nada puedo hacer. Hace mucho tiempo que los mujiks trabajan la tierra, y yo no voy a agraviarles. Pidan ustedes tierras en otro lugar. 40 Cuando los campesinos empezaron a labrar nuestros campos, coloqué un aviso diciendo que la colonia no pagaría nada por la labranza de la tierra que nos pertenecía. Yo mismo no confiaba en el valor de las medidas que tomaba, y no confiaba porque a mi conciencia le repugnaba la idea de que había que quitar esa tierra a los campesinos laboriosos, que la necesitaban como el aire. Pero a los pocos días, Zadórov, en compañía de un muchacho desconocido, se me acercó una tarde en el dormitorio. Zadórov se hallaba en un estado visible de excitación. —¿Escúchele, escúchele! Karabánov, haciéndole coro, daba unos pasos de hopak* (* Baile popular Ucraniano (N. de la Edit.)) y vociferaba por todo el dormitorio: —¡Oh! ¡Que me traigan a Verjola! Los colonos nos rodearon. El muchacho resultó ser un komsomol de Gonchárovka. —¿Hay en Gonchárovka muchos miembros de las Juventudes Comunistas? —Somos únicamente tres. —¿Unicamente tres? —¿Sabe usted? La situación es difícil para nosotros -explicó el joven-. La aldea está llena de kulaks; predominan los caseríos ricos. Los muchachos me envían para decirles a ustedes que apresuren su traslado; entonces las cosas marcharán bien, ¡ya lo creo! Sus muchachos son unos águilas. ¡Ah, ¡si nosotros tuviéramos unos muchachos así! —Pero el asunto de la tierra marcha mal. —Por eso he venido. Tomen, ustedes la tierra por la fuerza. No hagan caso a ese diablo Pelirrojo de Luká ¿Sabe usted de quién es la tierra que les ha sido asignada? —¿De quién? — Dilo, dilo, Spiridón! Spiridón comenzó a doblar los dedos: —De Andréi Kárpovich Grechani —¿Del abuelo Andréi? Pero si aquí también tiene tierra... —Sí, así es... De Piotr Grechani, de Onopri Grechani de Serguéi Stomuja, el que vive junto a la iglesia, de Yavtuj Stomuja, del propio Luká Semiónovich. En total, seis personas. —Pero, ¿qué me dice? ¿Cómo ha podido ocurrir eso? ¿Y dónde está su Comité de campesinos pobres? —Nuestro Comité es pequeño. Y la cosa ha ocurrido así: la tierra quedó aneja a la hacienda. Se disponían hacer algo, pero, como el Soviet rural estaba en sus manos se repartieron la tierra. —¡Bueno, ahora la cosa va a ser más divertida! -gritó Karabánov-. ¡Agárrate, Luká! Un día de principios de septiembre yo volvía de la ciudad. Serían, más o menos, las dos de la tarde. Nuestra carreta de tres pisos avanzaba lentamente. En tono adormecedor hablaba Antón acerca del carácter del Pelirrojo y mientras tanto, yo pensaba en los diversos problemas de la colonia. De pronto Brátchenko enmudeció, miró fijamente a lo largo del camino, se incorporó en su asiento, fustigó al caballo y, en medio de un estrépito enorme, nos lanzamos por el empedrado. Antón castigaba al Pelirrojo, cosa que no hacía nunca, y me gritaba algo. Por fin pude entender de qué se trataba: — ¡Los nuestros... con una sembradora! En el recodo; ya antes de llegar a la colonia, faltó poco para que tropezáramos con una sembradora que volaba vertiginosamente, emitiendo un raro sonido de hoja. Dos caballitos bayos, horrorizados por el estrépito del carro, tan poco frecuente para ellos, corrían como locos. La sembradora salió ruidosamente del empedrado, susurró por la arena y de nuevo empezó a trepidar, ya por el camino de la colonia. Antón saltó de la carreta y echó a correr detrás de la sembradora, abandonando las riendas en mi mano. Sobre la sembradora, aferrándose a los cabos las riendas tirantes, Karabánov y Prijodko se mantenían de milagro, Antón detuvo difícilmente a aquel extraño vehículo. Karabánov, ahogándose de entusiasmo y de fatiga nos relató lo ocurrido. —estábamos ordenando los ladrillos en el patio cuando, de pronto, vimos que salían dándose importancia cinco personas y la sembradora. Entonces nos dirigimos a ellos y les ordenamos: “¡Fuera de aquí!” Nosotros éramos cuatro: estaba también Chóbot y... ¿quién más? —Soroka - contestó Prijodko. —Eso, Soroka. “Largaos -les dije-, porque, de todas formas, no vais a sembrar nada”. Y uno negro como gitano que estaba allí... usted le conoce... fue y le soltó un latigazo a Chóbot. Por 41 supuesto, Chóbot le dio en los dientes. De repente vimos que Burún venía corriendo con un palo. Yo sujeté al caballo por las riendas y el presidente me cogió del pecho.... —¿Qué presidente? — Cuál va a ser! El nuestro, el pelirrojo, Luká Semiónovich. Pero Prijodko le golpeó por detrás y le tiró de hocicos contra la tierra. Entonces yo le dije a Prijodko: “Súbete a la sembradora y andando”. Al pasar por Gonchárovka, unos mozos nos salieron al encuentro. ¿Qué íbamos a hacer? Yo arreé a los caballos, que nos llevaron al galope hasta el puente y de allí pasamos ya a la carretera... Tres de los nuestros han quedado allí. Seguramente les han dado una buena paliza... Karabánov vibraba en el entusiasmo de la victoria. Prijodko, inmutable, liaba un cigarrillo y sonreía. Yo me imaginé los capítulos siguientes de esta amena historia: la investigación, los interrogatorios, los viajes. —Que el diablo os lleve! ¡De nuevo nos habéis metido en un lío! Karabánov se desanimó increíblemente al ver mi disgusto: —Pero si han empezado ellos... —Bien, bien, vamos a la colonia: allí veremos. En la colonia nos recibió Burún. Lucía en la frente un cardenal enorme, y los muchachos se reían alrededor de él. Junto a un tonel de agua se lavaban Soroka y Chóbot. Karabánov asió de los hombros a Burún: —¿Qué? ¿Te has escapado? ¡Eres un valiente! —+Ellos se lanzaron al principio detrás de la sembradora, pero después, al comprender que no conseguirían nada, optaron por lanzarse detrás de nosotros. ¡Oh, cómo hemos corrido! —¿Y dónde están ellos? —MNosotros hemos pasado el río en la lancha y ellos se han quedado en la otra orilla, insultándonos. Allí les hemos dejado. —¿Ha quedado algún chico en la colonia? —pregunté yo. —Los pequeños: Toska y dos más. No les tocarán. Una hora más tarde, Luká Semiónovich se presentó en la colonia con dos campesinos. Los muchachos les recibieron afablemente: —¿Qué? ¿Vienen por la sembradora? En mi despacho no podía uno moverse por la aglomeración de ciudadanos. interesados. La situación era embarazosa. Luká Semiónovich tomó asiento frente a la mesa y comenzó: —_llame usted a los muchachos que me han pegado a mí y a dos personas más. —Mire, Luká Semiónovich -repliqué yo-, si le han pegado, vaya a quejarse donde quiera. Yo ahora no pienso llamar a nadie. Dígame qué más necesita y para qué ha venido a la colonia. —Entonces, ¿usted se niega a llamarles? —Me, niego. —Ah! Entonces se niega. Si es así, hablaremos otro sitio. —De acuerdo. —¿Quién devolverá la sembradora? —¿A quién? —A su dueño, aquí presente. Señaló a un hombre con cara de gitano, moreno, desmelenado y sombrío. —¿La sembradora es suya? SÍ. —Pues mire usted: voy a mandarla a la milicia como capturada durante el trabajo arbitrario en una tierra ajena y le ruego que me diga su apellido. —¿Mi apellido? Grechani, Onopri, Pero, ¿qué es eso de tierra ajena?, Es mi tierra. Mía y de nadie más... —Bueno, de eso no hay por qué hablar aquí. Aquí vamos a levantar un acta acerca de la ocupación arbitraria de una tierra ajena y del apaleamiento de los educandos que trabajaban en ella... Burún dio un paso adelante: —Ese es el que a poco me mata. —Pero, ¿a quién le haces tú falta? ¿Matarte a ti? ¡Ojalá te hundas! Durante mucho tiempo estuvimos hablando en ese tono. Ya me había olvidado yo de que era la hora de comer y de cenar, ya habían tocado a silencio en la colonia, nosotros seguíamos con los aldeanos y, bien pacíficamente, bien amenazadores y excitados, bien irónicos y astutos, dialogábamos con ellos. 42 caballos: es igual, que revienten... Pues bien que revienten, pero, de cualquier forma, yo no daré caballos. —¿Me has oído? Ya no eres el jefe de la cochera. Entrega la cuadra a Oprishko. ¡Ahora mismo! —Pues claro que sí!... Que la entregue el que sea, que yo no quiero vivir en la colonia. —Si no quieres es igual: nadie te retiene, aquí... Con los ojos anegados en lágrimas, Antón metió la mano en un profundo bolsillo, sacó de él un manojo de llaves y lo depositó sobre la mesa. En la habitación entró Oprishko, el brazo derecho de Antón, y miró, sorprendido a su lloroso jefe. Brátchenko le contempló despectivamente y quiso decir algo, pero se secó en silencio la nariz con la manga y se fue. De la colonia se marchó aquella misma noche, sin pasar siquiera por el dormitorio. Cuando nuestra gente iba a la ciudad en busca del doctor le vieron en la carretera. Ni siquiera pidió que le llevasen y respondió a la invitación de subir con un ademán desdeñoso. Dos días más tarde, Oprishko, lloroso y con la cara ensangrentada, irrumpió en mi habitación. No había tenido yo tiempo de interrogarle qué había pasado cuando, toda agitada, llegó corriendo Lidia Petrovna, que aquel día se hallaba de guardia en la colonia. —Antón Semiónovich, vaya usted a la cuadra: allí está Brátchenko. Y yo, francamente, no comprendo qué es lo que hace.. Camino de la cuadra, encontramos al segundo cochero, el enorme Fedorenko, que lloraba a todo llorar. —¿Qué pasa? ——Pero, ¿cómo... se puede hacer así? Ha tomado las bridas y, ¡zas!, en los morros... —¿Quién? ¿Brátchenko? —Sí, Brátchenko... En la cuadra encontré a Brátchenko y a otro cochero más en plena faena. Me saludó secamente, pero, al ver detrás de mí a Oprishko, olvidó que yo estaba delante y se abalanzó sobre él: —Es mejor que ni siquiera entres, porque, de todas maneras, te daré con el sillín. ¡Vaya con el paseante! ¡Jinete! ¡Mire usted lo que ha hecho con el Pelirrojo! Antón agarró con una mano la linterna y con la otra me arrastró hacia el Pelirrojo. El caballo tenía, efectivamente, una terrible rozadura en las cruces, pero sobre la herida había ya un trapito blanco, y Antón lo alzó cuidadosamente y luego volvió a colocarlo donde estaba. —Le he puesto xeroformo -me dijo seriamente. —Pero, vamos a ver, ¿qué derecho tenías tú a venir sin permiso a la cuadra, a castigar a nadie, a pelearte? —¿Usted cree que ya no le pegaré más? Mejor será no aparezca ante mi vista: de todas maneras le golpearé. En la puerta de la cuadra, un tropel de colonos se reía a carcajadas; No me sentí con fuerzas para reprender a Antón: se hallaba demasiado seguro de que él y los caballos estaban en lo justo. —escúchame, Antón: por haber pegado a los muchachos pasarás castigado está tarde en mi habitación. —Pero ¿cuándo voy a poder? ... —¡Basta de hablar! -le grité. —Bueno. Encima estate sentado... Pasó la tarde en mi habitación, leyendo enfadado un libro. El invierno de 1922 trajo días difíciles para Antón y para mí. El campo de avena sembrado por Kalina Ivánovich en un terreno arenoso y sin abonar casi no nos produjo grano ni paja. Prados no teníamos aún. En enero se, acabó el forraje. Al principio, nos arreglamos de algún modo, suplicando bien en la ciudad, bien a los vecinos, pero la gente dejó pronto de ayudarnos. ¡Cuántas veces Kalina Ivánovich y yo traspusimos el umbral de las oficinas de Abastos! Fue en vano: no sacamos nada. Por fin, llegó la catástrofe. Brátchenko me comunicó con lágrimas en los ojos que los caballos llevaban ya días sin comer. Yo callé. Llorando y profiriendo juramentos, el muchacho limpiaba la cuadra: ya no tenía otro trabajo. Los caballos estaban tumbados, y Antón insistía sobre todo, en ello. Al día siguiente, Kalina lvánovich regresó, furioso y perplejo, de la ciudad. —¿Qué vas a hacerle? No dan nada... ¿Qué hacer? De pie junto a la puerta, Antón callaba. Kalina Ivánovich hizo un ademán de impotencia y miró a Brátchenko. —¿Qué hacer? ¿Ir a robar acaso? Las bestias no saben hablar... 45 Antón abrió bruscamente la puerta y salió corriendo de la habitación. Una hora más tarde me dijeron que se había marchado de la colonia. —¿A dónde? —Quién lo sabe! ... No, ha dicho nada a nadie. Al día siguiente se presentó en la colonia acompañado de un aldeano con un carro de paja. El campesino vestía una chaqueta nueva y se tocaba con un buen gorro. Las ruedas del carro golpeaban rítmicamente, y los caballos tenían un aspecto muy lozano. El campesino tomó a Kalina Ivánovich por el encargado. —Ese muchacho me ha dicho en la carretera que aquí se recibe el impuesto en especie. —¿Qué muchacho? —Ese que estaba aquí... Hemos venido juntos... Desde la cuadra, Antón me hacía unas señas incomprensibles. Kalina Ivánovich sonrió confuso sin dejar de fumar su pipa y me llevó aparte: —¿Qué podemos hacer? Vamos a aceptar este carro, y después veremos. Yo me había dado ya cuenta de qué se trataba. —¿Cuánto hay aquí? —Unos veinte puds. No lo he pesado. Antón apareció en el lugar de la acción y objetó: —Usted mismo me ha dicho por el camino que diecisiete y ahora sale con que veinte. Diecisiete puds. —Descárguelos usted y pase a la oficina por el recibo. En la oficina, es decir, en un pequeño despachito que por aquel entonces me había improvisado entre los locales de la colonia, yo escribí con una mano criminal en papel timbrado que el ciudadano Onufri Vats había entregado a cuenta del impuesto en especie diecisiete puds, de paja de avena. Firmé después y estampé el sello. Onufri Vats se inclino profundamente y nos agradeció no sé qué. Se fue. Brátchenko trabajaba alegremente con toda su compañía en la cuadra; incluso se le oía cantar. Kalina Ivánovich se frotaba las manos y sonreía con un aire culpable. — ¡Diablos! Te va a caer el pelo por una broma así pero, ¡qué vas a hacerle! ¡No se puede dejar morir así a los animales! De todas formas, son del Estado.. —¿Y por qué se ha ido tan contento ese tipo? -pregunté a Kalina Ivánovich. —¿Y tú qué crees? Si no hubiera sido por nosotros habría tenido que ir a la ciudad y hacer cola encima, mientras que aquí el parásito ha dicho que son diecisiete sin haberlo comprobado nadie, y quizá no haya más de quince. A los dos días entró en el patio una carreta cargada de heno. —El impuesto en especie. Vats lo ha entregado aquí... —¿Y usted cómo se llama? —Yo también soy Vats. Stepán Vats. —Ahora mismo. Fui en busca de Kalina Ivánovich para pedirle consejo. En el zaguán tropecé con Antón. —¿Ves? Tú has indicado el camino, y ahora... —Recíbalo, Antón Semiónovich; ya nos justificaremos. Era imposible aceptarlo, pero tampoco podía uno negarse. ¿Por qué, preguntarían, se admitía el impuesto a un Vats y a otro no? —Anda, recibe tú el heno, mientras yo extiendo el recibo. Y todavía recibimos dos carros más de forraje y cuarenta puds de avena. Yo esperaba medio muerto el castigo. Antón me contemplaba atentamente y sonreía apenas con la comisura de labios. Pero había dejado de luchar contra todos los consumidores del transporte, cumplía gustosamente cualquier disposición y trabajaba en la cuadra como un titán. Por fin, recibí una nota breve, aunque enérgica: “Comunique inmediatamente con qué autorización recibe la colonia el impuesto en especie. El comisario regional de Abastos Aguéiev”. No hablé de la nota ni con Kalina Ivánovich. Y no contesté a ella. ¿Qué podía contestar? En abril entró velozmente en la colonia una tachanka tirada por un par de caballos negros, y Brátchenko, asustado, irrumpió en mi despacho. —Viene hacia aquí -anunció jadeante. —¿Quién? —Debe ser con motivo de la paja... Viene enfadado. 46 El muchacho se sentó detrás de la estufa y guardó silencio. El comisario de Abastos era como todos los comisarios, joven, bien plantado, con cazadora de cuero y revólver. —¿Es usted el director? SÍ. —¿Ha recibido mi nota? SÍ. —¿Por qué no me ha contestado? ¿Qué es esto de que deba venir yo mismo? ¿Quién le ha autorizado a recibir impuesto? —Lo hemos recibido sin autorización. El comisario saltó de la silla y empezó a chillar: —¿Cómo sin autorización? ¿Sabe usted a qué huele esto? Ahora mismo será detenido, ¿lo sabe? Yo lo sabía —Termine de una vez, -pedí al comisario con voz sorda-. No trato de justificarme ni de rehuir nada. Y no grite. Haga lo que crea pertinente. El comisario recorría en diagonal mi pobre despacho. El diablo sabe qué es esto! -refunfuñaba, hablando consigo mismo y resoplando como un caballo. Antón había salido de su escondite, y ahora observaba al enojado comisario. De pronto zumbó en voz baja, lo mismo que un abejorro: —Nadie habría reparado en el impuesto ni en nada si tuviese a sus caballos cuatro días sin comer. Si sus caballos negros se hubieran pasado cuatro días leyendo periódicos. ¿habrían entrado con tanto brío en la colonia? Aguéiev se detuvo asombrado: —¿Y tú quién eres? ¿ Qué necesitas aquí? —Es nuestro responsable de la cuadra. Más o menos una persona interesada en el asunto - contesté yo. El comisario volvió a ir y venir por la habitación y de improviso se detuvo frente a Antón: —¿Lo tenéis, por lo menos, anotado? El diablo sabe que... Antón saltó hacia mi mesa y balbuceó inquieto: —¿Está anotado, Antón Semiónovich? Aguéiev y yo nos echamos a reír. —Está anotado. —¿De dónde ha sacado usted a un muchacho tan majo? —Los hacemos, nosotros mismos -sonreí. Brátchenko alzó los ojos hacia el comisario y le preguntó entre serio y afable: —¿Quiere usted que eche de comer a sus caballos? —Bien, échales de comer. 13. Osadchi En el invierno y en la primavera de 1922 hubo terribles explosiones en la colonia Gorki. Estas explosiones se sucedían casi sin interrupción, y actualmente se funden en mi memoria como una madeja común de infortunios. Sin embargo, esos días, aun con todo su dramatismo eran días de auge tanto de nuestra economía como nuestra salud. No puedo explicar ahora cómo se compaginaban lógicamente estos fenómenos, pero se compaginaban. El día corriente de la colonia era también entonces un día magnífico, lleno de trabajo, de confianza, humano sentimiento de camaradería, y siempre había risas, bromas, entusiasmo y un ambiente general sano y animoso. Pero no transcurría ni siquiera una semana que cualquier historia absurda nos lanzase a algún abismo profundo, a alguna cadena tan espantosa de acontecimientos, que casi perdíamos la noción normal de las cosas y nos transformábamos en seres enfermos, que veían el mundo a través de sus nervios excitados. Inesperadamente apareció entre nosotros el antisemitismo. Hasta entonces no habíamos tenido judíos en la colonia. En otoño nos fue enviado el primer hebreo; después llegaron varios más, uno tras otro. Uno de ellos había trabajado antes en el Departamento de Investigaciones y sobre él recayó, en primer lugar, la ira feroz de nuestros veteranos. En las manifestaciones de antisemitismo, yo no pude al principio ni siquiera distinguir quién era más culpable y quién menos. Los colonos recién llegados e antisemitas simplemente 47 Estaba casi seguro de que Osadchi se encabritaría y no querría venir, y había decidido firmemente que, en caso de necesidad, iría yo en busca suya, aunque fuese con el revólver en la mano. Sin embargo, Osadchi vino. Irrumpió en el despacho con la chaqueta echada por encima de los hombros y las manos en el bolsillo, derribando al pasar una silla. Con él se presentó también Taraniets. Taraniets fingía una actitud de hombre interesado: parecía decir que había acudido únicamente porque aguardaba un ameno espectáculo. Osadchi me miró por encima del hombro. —Bueno, ya estoy aquí... ¿Qué pasa? -preguntó. Le mostré a Ostromújov y a Schnéider: —¿Qué es esto? —¿Y qué? ¡Vaya una cosa!... ¡Dos judíos! ¡Y yo que creía que iba a enseñarme usted algo interesante! Y de pronto la base pedagógica se desmoronó estrepitosamente. Me encontré en el vacío. El pesado ábaco que había sobre mi mesa voló de repente hacia la cabeza de, Osadchi. Fallé el tiro, y el ábaco golpeó sonoramente contra la pared y cayó al suelo. En un estado de inconsciencia total busqué en la mesa algún objeto pesado, pero así repentinamente una silla y me lancé con ella sobre Osadchi. Presa de pánico, el muchacho retrocedió hacia la puerta. No obstante, la chaqueta le resbaló por los hombros hasta el suelo, y Osadchi, enredándose en ella, se cayó. Me recobré: alguien tiraba de mí por los hombros. Al volverme, hallé la mirada sonriente de Zadórov: — No vale la pena ese bicho! Sentado en el suelo, Osadchi sollozaba. En el apoyo de la ventana se había ocultado el pálido Taraniets. Los labios le temblaban. —¡Tú también te burlabas de estos muchachos! Taraniets descendió del poyo de la ventana. —Le doy mi palabra de que no volveré a hacerlo. — Fuera de aquí! Se marchó de puntillas. Osadchi, por fin, se levantó del suelo. Tenía la chaqueta en una mano y con la otra se limpiaba el último resto su debilidad nerviosa: una lágrima solitaria en la sucia mejilla. Me miraba serio y tranquilo. —Permanecerás cuatro días en la zapatería a pan y agua. Osadchi sonrió con la boca torcida y me respondió sin pensarlo: —Bueno. Al segundo día de castigo me llamó: —No lo haré más: perdóneme usted. —Hablaremos de perdón cuando cumplas el castigo Después de cumplir los cuatro días de castigo ya no habló más de perdón. Por el contrario, me dijo sobriamente: —Me marcho de la colonia. —Márchate. —Déme usted un documento... — ¡Nada de documentos! —Adiós. —AQue te vaya bien. 14. Buenos Vecinos No sabíamos a dónde se había marchado Osadchi. Unos decían que se había ido a Tashkent, porque allí todo estaba barato y se podía vivir alegremente; otros aseguraban que Osadchi tenía un tío en nuestra ciudad, y los terceros rectificaban esta versión, diciendo que no era tío, sino un conocido, cochero de oficio. Yo no podía rehacerme después del nuevo derrumbamiento pedagógico. Los colonos me fastidiaban con sus preguntas sobre si sabía algo de Osadchi. —¿Qué os importa a vosotros Osadchi? ¿Por qué os preocupáis tanto? —No nos preocupamos -me respondió Karabánov-, pero sería mejor que estuviera aquí. Para usted sería mejor... —No comprendo. 50 Karabánov me contempló con una mirada mefistofélica: Seguramente su alma no se sentirá muy tranquila... Le chill —¡Dejadme en paz con vuestra palabrería acerca del alma! ¿Qué os habéis creído? ¿Que también mi alma está a vuestra disposición ? Karabánov se alejó en silencio. En la colonia vibraba la vida. Yo sentía su pulso sano y animoso; bajo mi ventana resonaban bromas y travesuras en las horas libres (a todos, no sé por qué, les gustaba congregarse al pie de mi ventana); nadie se quejaba. Y una vez Ekaterina Grigórievna me dijo con tal expresión, que no parecía sino que yo era un enfermo grave y ella una hermana de la caridad: —No tiene usted por que atormentarse así. Pasará. —Pero si yo no me atormento. Claro que pasará. ¿Qué hay por la colonia? Yo misma no sé cómo explicarlo. La colonia está ahora bien; en ella hay un espíritu humano. Nuestros judíos son un encanto: están un poco asustados por todo, trabajan muy bien y se azoran terriblemente. ¿Sabe usted? Los mayores cuidan de ellos. Mitiaguin, como una niñera, obliga a Gléizer a lavarse, le ha cortado el pelo, hasta le ha cosido los botones. Sí. Es decir, todo iba bien. Pero, ¡qué desorden, qué caos llenaba -mi alma pedagógica! Un pensamiento me abrumaba: ¿sería posible que yo no encontrara la clave del secreto? Parecía que ya lo tenía entre las manos, que únicamente me faltaba asirlo. Los ojos de muchos colonos brillaban ya de un modo nuevo... y, de pronto, todo se venía lamentablemente abajo. ¿Sería posible que debiese comenzar de nuevo? Me indignaba la técnica pedagógica, tan mal organizada, y me indignaba también mi impotencia técnica. Con repugnancia y con rabia pensaba yo acerca de la ciencia pedagógica: “¡Cuántos miles de años lleva existiendo! ¡Qué nombres, qué pensamientos brillantes: Pestalozzi, Rousseau, Natorp, Blonski! ¡Cuántos libros, cuánto papel, cuánta gloria! Y al mismo tiempo, un lugar vacío, nada que pueda corregir a un solo granuja, ningún método, ningún instrumento, ninguna lógica, nada. Pura charlatanería”. En lo que menos pensaba yo era en Osadchi. Le he incluido en la cuenta de pérdidas inevitables en toda empresa. Su marcha presuntuosa me inquietaba menos todavía. Y, además, Osadchi volvió pronto. Sobre nuestra cabeza se abatió un nuevo escándalo, a consecuencia del cual supe, por fin, lo que quiere decir se le pongan a uno los pelos de punta. En una apacible noche de invierno, un grupo de colonos, incluido Osadchi, riñó con los mozos de, Pirogovka. La riña degeneró en pelea. Por nuestra parte predominaban armas blancas, las navajas; por parte de ellos, las arma de fuego, los retacos. El combate terminó a nuestro a favor. Los mozos fueron desplazados del, lugar en que solían reunirse con las mozas y, después de huir vergonzosamente, se refugiaron en el edificio del Soviet rural. A eso de las tres de la madrugada, el edificio fue tomado por asalto; es decir, fueron arrancadas de él las puertas y las ventanas, y el combate derivó en una enérgica persecución. Saltando esas mismas puertas y ventanas, los mozos se dispersaron por las casas, y los colonos volvieron triunfalmente a la colonia. Lo más terrible de todo fue que el Soviet rural quedó destrozado hasta tal punto, que al día siguiente no se pudo trabajar en él. Además de las puertas y de las ventanas, habían sido rotas las mesas y las sillas, dispersos los papeles y hechos añicos los tinteros. Por la mañana, los bandidos se despertaron como angelitos inocentes y se fueron al trabajo. Hacia mediodía vino a verme el presidente del Soviet rural de Pirogovka y me relató los sucesos de la noche pasada. Yo miraba con sorpresa a aquel viejecito lugareño, delgado y listo: ¿por qué seguía hablando conmigo, por qué no daba parte a la milicia, por qué no metía en la cárcel a todos estos miserables y a mí entre ellos? Pero el presidente me refería el suceso con más tristeza que indignación y lo que, sobre todo, le preocupaba era saber si la colonia repararía las puertas y las ventanas y si yo podría ahora facilitarle dos tinteros. Me quedé estupefacto, sin poder explicarme tan “humanitaria” actitud hacia nosotros por parte de las autoridades. Después resolví que el presidente, igual que yo, no concebía aún todo el horror del asunto: lo único que hacía era mascullar no sé qué para dar a entender que “reaccionaba” de algún modo. Yo juzgaba por mí mismo: también estaba atascado en una especie de balbuceo. —Claro está que lo arregláremos todo... ¿Tinteros? Puede usted llevarse éstos. 51 El presidente tomó los tinteros y, sujetándolos cuidadosamente con la mano izquierda, los estrechó contra su vientre. Eran unos tinteros corrientes y seguros. —En fin, nosotros lo repararemos todo. Ahora mismo enviaré a un maestro. Sólo que deberán esperar ustedes a que traigamos los cristales de la ciudad. El presidente me miró reconocido: —No corre tanta prisa. Podemos esperar hasta mañana. Cuando tengan ustedes el vidrio, se puede hacer todo al mismo tiempo... —¿Ah, sí? Entonces mañana,... Pero ¿por qué seguía sin irse aquel botarate de presidente? —¿Regresa usted ahora a Pirogovka? -le pregunté. SÍ. El presidente se volvió, sacó del bolsillo un pañuelo amarillo y se secó el bigote, completamente limpio. Se me acercó más. —¿Comprende? Se trata de... ayer sus muchachos se apoderaron allí... ¿Sabe? La gente es joven... También estaba allí el mío... Son mozos y, para divertirse, sólo por eso, nada de otra cosa, Dios nos libre... Como los camaradas tienen, pues él también... Yo digo que con estos tiempos... cada uno tiene... —¿ De qué se trata? -inquirí-. Perdóneme usted, pero no entiendo nada —El retaco -Contestó a boca de jarro el presidente. —¿El retaco? Sí, el retaco. —¿Y qué? ——Pero, por Dios, si estoy contándoselo a usted: ayer, cuando anduvieron de jarana... Lo que ocurrió ayer... Los suyos se lo quitaron al mío y no sé a quién más; tal vez lo perdió alguno, porque como estaban bebidos... ¿de dónde sacarán el aguardiente? —¿Quién estaba bebido? —¿Quién va a ser, santo cielo?... ¿Es que puede uno saberlo? Yo no estaba allí, pero según dicen, todos los suyos estaban borrachos... —¿Y los suyos? El presidente titubeó: — ¡Pero si yo no estaba allí! ... Cierto que ayer era domingo. Pero no estoy hablando de eso. Es cosa de jóvenes, y ¿qué se le va a hacer? Yo a eso no me refiero... Cierto que hubo pelea, pero no mataron ni hirieron a nadie. ¿Tampoco entre los suyos, verdad? -preguntó, temeroso. —Con los míos no he hablado aún. —Yo no sé; he oído decir a algunos que hubo tiros, dos o tres, seguramente cuando huían, porque los suyos, como usted sabe, son gente fogosa, y los nuestros, aldeanos, mientras se mueven. . ¡Je, je, je, je! El viejecito se reía con los ojillos entornados, dulzón, cariñoso. A los viejos así se les llama siempre “abuelos”. También yo me reía mirándole, pero dentro de mí había una confusión insoportable. —Entonces, según usted, ¿no ha ocurrido nada terrible? ¿Se han peleado y luego tan amigos? —Eso es, eso es: tan amigos. También yo, de joven, peleaba por las muchachas. Mi hermano Yákov fue apaleado un día por los mozos hasta quedar medio muerto. Usted llame a los muchachos y hable con ellos para que la cosa no vuelva a repetirse. Salí al zaguán, —_llama a todos los que estuvieron ayer en Pirogovka. —¿Y dónde están? - me preguntó un muchacho de aire despierto, que, ocupado, por lo visto, en algún asunto urgente, atravesaba, corriendo, el patio. —¿A caso no sabes quién estuvo ayer en Pirogovka? —Oh! ¡Qué listo es usted! ... Más vale que llame a Burún. —Bueno, llámale. Burún se presentó en el zaguán. —¿Osadchi está en la colonia? —Ha venido y está trabajando en el taller de carpintería. —Dile que los nuestros han armado ayer un escándalo en Pirogovka y que el asunto es muy serio. SÍ, los muchachos han hablado de ello. —Pues anda: di ahora a Osadchi que se reúnan todos en mi despacho: el presidente está allí. Y que no mientan, porque la cosa puede concluir muy mal. 52 de por sí muy confusa, pero en general, se comportaron como si hubiese ocurrido la cosa más corriente del mundo, algo previsto ya por ellos. En marzo me comunicó Osipova una duda que la inquietaba: según ciertos indicios, Raísa estaba embarazada. Yo me quedé helado. Nuestra situación era bastante complicada: ¡una educanda embarazada en una colonia infantil! Yo sentía alrededor de nuestra colonia, en la ciudad, en la delegación de Instrucción Pública, la presencia de un gran número de santurronas, que indudablemente aprovecharían la ocasión para poner el grito en el cielo: en la colonia reinaba la depravación sexual, los niños cohabitaban con las niñas. Me asustaba también propio estado de cosas en la colonia y la situación difícil de Raísa como educanda. Supliqué a Osipova que hablara francamente con ella. Raísa negó categóricamente el embarazo e incluso se ofendi — ¡Nada de eso! ¿Quién ha inventado semejante porquería? ¿Y desde cuándo las educadoras se dedican también a chismorrear? La pobre Osipova sintió que, en efecto, no había obrado bien. Raísa estaba muy gruesa, y lo que parecía embarazo podía ser simplemente una obesidad anormal sobre todo porque, a simple vista, realmente, no se podía decir nada. Creímos a Raísa. Pero no había transcurrido una semana cuando Zadórov me hizo salir un anochecer al patio para hablar conmigo a solas. —¿Usted sabe que Raísa está embarazada? —¿Y tú cómo lo sabes? — Qué raro es usted! ¿No se ve acaso? Todos lo saben, y yo pensaba que ustedes también. —Bueno, y si está embarazada, ¿qué? —Pues nada... Sólo que ¿para qué lo oculta? Si está embarazada, que lo esté; pero ¿por qué hace como si no hubiese nada? Y, además, aquí tiene usted una carta de Kornéiev. ¿Ve? ... “Querida mujercita”. Pero esto lo sabíamos ya nosotros. También entre los educadores cundía la inquietud. Al cabo, toda esta historia comenzó a sacarme de quicio. ——Pero, ¿por qué os preocupáis tanto? Si está embarazada, tendrá que dar a luz. No importa que lo oculte ahora: el parto no podrá ocultarlo. En esto no hay de terrible: nacerá un niño, y nada más. Llamé á Raísa y la pregunté: —Dime la verdad, Raísa. ¿Estás embarazada? —Pero, ¿por qué me importunan todos con lo mismo? ¿Qué significa eso? Están todos tan pesados, que parecen abejorros: ¡embarazada, embarazada!... No hay nada de eso, ¿comprende usted o no? Raísa se echó a llorar. —Mira, Raísa, si estás embarazada no debes ocultarlo. Nosotros te ayudaremos a colocarte, aunque se en nuestra colonia; también te ayudaremos económicamente. Es preciso prepararlo todo para el niño, hacer la ropita y lo demás... —Pero si no hay nada de eso. No quiero ningún trabajo; déjenme en paz. —Bueno, vete. Así, pues, nadie pudo saber nada en la colonia. Podíamos haberla enviado a que la reconociera un médico, pero en esta cuestión diferían las opiniones de los pedagogos. Unos insistían en la necesidad de que la cosa fuese puesta rápidamente en claro; otros me daban la razón y decían que un reconocimiento de esa clase era muy penoso y humillante para una muchacha y que, en fin de cuentas, no hacía falta ningún reconocimiento: tarde o temprano aparecería toda la verdad. Y, además, ¿por qué apresurarse? Si Raísa estaba embarazada, sería, a lo sumo, de cinco meses. Mejor era que se tranquilizase. Así se acostumbraría a esta idea y, mientras tanto, le sería ya difícil ocultarlo. Dejamos en paz a Raísa; El 15 de abril se celebró en el teatro municipal una gran reunión de pedagogos, en la que yo informé acerca de la disciplina. Conseguí terminar mi informe en la primera velada, pero en torno a mis tesis se desarrolló un apasionado debate y tuvimos que aplazar la discusión del informe para el día siguiente. En el teatro se hallaban presentes casi todos nuestros educadores y algunos de los colonos de más edad. Nos quedamos a pasar la noche en la ciudad. En aquella época, no sólo en nuestra provincia se interesaban por la colonia, y al día, siguiente el teatro estaba atestado. Entre las preguntas que se me hicieron hubo una acerca de la 55 coeducación. Entonces la coeducación en las colonias para delincuentes, estaba prohibida por la ley, y nuestra colonia era la única en toda la Unión Soviética que hacía esa experiencia. Respondiendo a la pregunta, recordé por un segundo a Raísa, pero incluso su posible embarazo no alteraba en absoluto mi punto de vista acerca de la coeducación y participé a la asamblea que en este terreno todo marchaba bien entre nosotros. Durante el descanso me llamaron al vestíbulo. Tropecé con el jadeante Brátchenko: había hecho el viaje a caballo y no quería revelar el objeto de su viaje a ninguno de educadores. —Una desgracia, Antón Semiónovich: en el dormitorio de las muchachas ha aparecido un niño muerto. —¿Cómo un niño muerto? —Muerto, completamente muerto. En una cesta de Raísa. Lenka estaba fregando el suelo y, no sé por qué le ocurrió mirar en la cesta, tal vez para coger algo de ella. Entonces descubrió un niño muerto. —Pero, ¿qué dices? —¿Cómo expresar nuestro estado de ánimo? En toda mi vida había experimentado semejante horror. Las educadoras, pálidas y sollozantes, salieron a duras penas del teatro y regresaron a la colonia en un coche de alquiler. Yo no podía hacer lo mismo: tenía que defenderme de los ataques a mi informe. —¿Dónde está ahora el niño? -pregunté a Antón. —Aván Ivánovich lo ha encerrado en el dormitorio. —¿Y Raísa? —En el despacho, vigilada por los muchachos. Envié a Antón a la milicia con un escrito en el que notificaba el hallazgo, y me quedé para continuar la discusión acerca de la disciplina. Sólo al anochecer llegué a la colonia. Raísa estaba mi despacho: sentada en un diván de madera, los cabellos revueltos, con el mismo delantal sucio que llevaba en el lavadero. No quiso mirarme cuando entré y bajó todavía la cabeza. En el mismo diván, se hallaba Vérshnev rodeado de libros: parecía buscar algo, porque hojeaba rápidamente volumen tras volumen sin hacer caso de nadie. Dispuse que se levantara el candado que había en puerta del dormitorio y que la cesta en que estaba el cadáver fuese trasladada al depósito de la ropa. Ya avanzada la noche, cuando todos se retiraron a dormir, pregunté a Raísa: —¿Por qué has hecho eso? Ella levantó la cabeza y, mirándome torpemente, como una bestia, se arregló el delantal sobre las rodillas. —Lo he hecho y nada más. —¿Por qué no me hiciste caso? De pronto rompió a llorar en silencio. —Yo misma no lo sé. La dejé que pasara la noche en el despacho, bajo la custodia de Vérshnev, cuya pasión por la lectura garantizaba una vigilancia perfecta. Todos temíamos que Raísa atentara contra su vida. Por la mañana llegó el juez. Pero la instrucción de la causa exigió poco tiempo; no había a quién interrogar. Raísa relató su crimen con palabras lacónicas, aunque exactas. Había dado a luz -por la noche, en el mismo dormitorio donde descansaban cinco muchachas más. Ninguna de ellas se despertó Raísa explicó esta circunstancia como si se tratara de la cosa más sencilla: ——Procure no quejarme. Inmediatamente después del parto, estranguló al niño con un pañuelo. Negaba la premeditación del asesinato: —Yo no quería hacerlo, pero él empezó a llorar.. Escondió el cadáver en una de las cestas que había llevado al Rabfak, con intención de trasladarla la noche siguiente al bosque y dejarla abandonada allí. Las raposas devorarían el cadáver y nadie sabría nada. Por la mañana, fue a trabajar al lavadero, donde las muchachas lavaban su ropa. Desayunó y almorzó con todos los colonos; solamente parecía “aburrida”, según la expresión de los muchachos. El juez instructor se llevó consigo a Raísa y dispuso el traslado del cadáver al depósito de un hospital para que se le practicara la autopsia. El personal pedagógico se hallaba desmoralizado hasta más no poder por este suceso. Todos pensaban que habían llegado los últimos días para la colonia. Los colonos se hallaban un tanto excitados. Las muchachas tenían miedo a la oscuridad nocturna y a su propia alcoba, en la que no querían dormir sin que hubiese algún muchacho. 56 Zadórov y Karabánov pasaron varias noches en el dormitorio, pero todo esto tuvo por única consecuencia que tanto las muchachas como los muchachos ni dormían ni siquiera se desnudaban. La ocupación preferida de los chicos en aquellos días era asustar a las muchachas: aparecían bajo sus ventanas envueltos en sábanas blancas, organizaban monstruosos conciertos por las tuberías de las estufas, se ocultaban en secreto debajo de la cama de Raísa y por la noche aullaban desde allí. En cuanto al crimen, los muchachos lo consideraban como la cosa más simple del mundo. Al mismo tiempo ellos constituían la oposición a los educadores en versión de los posibles móviles que habían inducido a Raísa. Los pedagogos estaban seguros de que Raísa había estrangulado al niño en una crisis de pudor femenino como si la muchacha, sobreexcitada en aquel dormitorio en que descansaban sus compañeras, hubiera temido, realmente, que alguna de ellas se despertase cuando él comenzó a llorar. Zadórov se retorcía de risa al oír esas explicaciones de los pedagogos, excesivamente inclinados a la sicología: — Pero no digan ustedes absurdos! ¿Por qué hablar de pudor femenino? De antemano lo tenía pensado todo: por eso no quería confesar que iba a dar pronto a luz. Todo lo había previsto y discutido con Kornéiev. Y también lo de la cesta y lo de llevarla al bosque. En caso de hubiera obrado por vergienza, ¿acaso habría ido tan tranquila a trabajar al día siguiente? Si dependiera de mí, fusilaría a Raísa mañana mismo. Ha sido un bicho y siempre lo será. Y ustedes salen ahora con el pudor femenino cuando ella no ha tenido nunca el menor pudor. —En ese caso, ¿qué objetivos perseguía? ¿Por qué ha obrado así? -planteaban los pedagogos la pregunta que ellos consideraban fulminante. —Un objetivo muy sencillo: ¿para qué quería ella un niño? Un niño origina siempre mucho trabajo, hay que darle de comer, etc. ¡Menuda falta les hace a ellos el niño, sobre todo a Kornéiev! —¿No, hombre! Eso no puede ser... —¿Que no puede ser? ¡Cuidado que son ustedes raros! Claro que Raísa no dirá nada, pero, si se la sondeara bien, se descubriría cada cosa... Los muchachos eran todos de la misma opinión Zadórov. Karabánov estaba seguro de que no era la primera vez que Raísa salía con “una broma de ésas” y de antes de ir a la colonia seguramente había habido ya algo. Tres días después del crimen, Karabánov llevó el cadáver del niño a un hospital. Regresó excitadísim o: — ¡Qué de cosas he visto allí! En unos frascos por lo menos, treinta niños pequeños. Algunos son terribles, con la cabeza así, otro tiene las piernas tan retorcidas, que no se sabe si es un ser humano o un sapo. El nuestro ¡ni comparación tiene! Es el más guapo. Ekaterina Grigórievna movió con aire reprobatorio la cabeza, pero tampoco ella pudo reprimir una sonrisa: — Qué dice usted, Semión! ¿Cómo no le da verguenza? Alrededor los muchachos se reían a carcajadas, cansados ya de los rostros fúnebres y abatidos de los educadores. Tres meses más tarde, Raísa fue juzgada. Todo el consejo pedagógico de la colonia fue citado al juicio. En el proceso reinaron la sicología y la teoría del pudor femenino. El juez nos reprochó que no hubiéramos sabido inculcar en la muchacha un buen criterio. Naturalmente, nosotros no pudimos protestar. Cuando deliberaba el tribunal me llamaron para preguntarme: —¿Puede usted admitirla de nuevo en la colonia? —Claro que sí. Raísa fue condenada condicionalmente a ocho años y puesta en el acto bajo la vigilancia responsable de la colonia. Volvió a la colonia como si no hubiera ocurrido nada. Trajo consigo unas espléndidas botinas amarillas, y en nuestras veladas refulgía entre los giros del vals, suscitando con sus botinas la envidia irresistible de nuestras lavanderas y de las mozas de Pirogovka. Nastia Nochévnaia me dijo: —O retiran ustedes a Raísa de la colonia o la retiramos nosotras mismas. Da asco vivir con ella en la misma habitación. Yo me apresuré a colocarla en una fábrica de artículos de punto. La encontré varias veces en la ciudad. En 1928 estuve en la ciudad para asuntos de la colonia y un día vi, de pronto, a Raísa tras el mostrador de un refectorio. La reconocí en el acto: había engordado, pero, al mismo tiempo, parecía más musculosa y más esbelta. —¿Cómo estás? 57 —A ver, llamad alguno a Ekaterina Grigórievna Ekaterina Grigórievna llega en forma de ángel colérico. —¿Pero qué ternuras son ésas? ¿Qué hace aquí Toska? ¿Es que vosotros os dais cuenta de algo? ¡Esto no tiene nombre! Toska, asustado, salta de la cama y retrocede. Karabánov le ase de la mano, se encoge y, fingiéndose terriblemente asustado, se mete en un rincón: —Tam bién yo tengo miedo. Zadórov dice con voz ronca: —Toska, coge también de la mano a Antón Semiónovich. ¿Por qué le habéis abandonado? En medio de esa turba jovial Ekaterina Grigórievna mira alrededor con aire de impotencia: —¿Lo mismo que entre los zulúes! —Los zulúes son esos que andan sin pantalones y consumen para comer a sus conocidos -dice Belujin, dándose importancia-. Se acercan a una señorita y le dicen así: “Permítame que la acompañe”. La señorita, naturalmente, se alegra: “No, ¿para qué se molesta? Yo misma me acompañaré”. —*“¿Cómo? No puedo permitirlo de ningún modo”. Y así van con ella hasta la bocacalle y allí se la engullen. Incluso sin mostaza. Desde un rincón apartado resuena la risa estridente de Toska. Y Ekaterina Grigórievna sonríe: —Allí se comen a las señoritas y aquí se permite que los niños pequeños se acerquen a los enfermos de tifus. Viene a ser igual. Vérshnev encuentra el momento oportuno para vengarse de Belujin: Los zu-zulúes no se co-comen a las se-señoritas. Y, naturalmente, son más cu-cultos que tú. Vas a con-contagiar a To-toska. —¿Y usted, Vérshnev, por qué está sentado en esta cama? —observaba a Ekaterina Grigórievna-. Váyase inmediatamente de aquí. Vérshnev, confuso, empieza a recoger sus libros, esparcidos sobre la cama de Belujin. Zadórov sale en su defensa: —ÁÉl no es una señorita. Belujin no se lo engullirá. Toska, qué está ya al lado de Ekaterina Grigórievna, dice pensativo: —Matvéi no se comerá al mono negro. Vérshnev se lleva en una mano un verdadero montón de libros y con la otra tira de Toska, que agita las piernas y se ríe. Todo este grupo se desploma sobre la cama de Vérshnev en el ángulo más alejado. Por la mañana, un profundo carro, construido según un proyecto de Kalina Ivánovich, y que recuerda vagamente un ataúd, rebosa de gente. En el fondo, van nuestros tíficos, envueltos en edredones. Sobre los bordes del ataúd ha sido colocada una tabla, y en ella nos sentamos Brátchenko y yo. Mi estado de ánimo es pésimo, porque presiento la repetición de las idas y venidas del día en que llevé a Vetkovski. Y no tengo ninguna fe en que los muchachos vayan precisamente a curarse. Osadchi yace en el fondo y se echa convulsivamente el edredón sobre los hombros. De la manta asoma un algodón negro-grisáceo; -a mis pies veo una bota, agujereada y rota, de Osadchi. Belujin, colocándose el edredón sobre la cabeza, forma algo parecido a una mitra y dice: —La gente de por aquí creerá -que somos popes y pensará: ¿a dónde llevan a tantos popes? Zadórov sonríe en respuesta, pero, por su sonrisa, puede uno comprender lo mal que está. En las barracas, la situación no ha cambiado. Doy con la enfermera que trabaja en la sala donde está Kostia. Difícilmente detiene su veloz carrera por el pasillo. —¿Vetkovski? Me parece que está en esta sala... —¿Cómo se encuentra? —Todavía no se sabe nada. Antón, a sus espaldas, hace restallar el látigo: —¿Cómo que no sabe? —¿Este chico viene con usted? -y la enfermera mira con repugnancia a Antón, todo húmedo, oloroso a estiércol y con briznas de paja adheridas a los pantalones. —Somos de la colonia Gorki -comienzo yo prudentemente-. Aquí está nuestro educando Vetkovski. Y ahora he traído a tres más, me parece que también con tifus. —Vaya usted a la sala de admisión. —¡Pero si hay allí una verdadera multitud! Y, además, me gustaría que los muchachos estuviesen juntos —No podemos consentir cualquier capricho. Y la enfermera sigue andando, pero Antón le cierra el paso: 60 —¿Cómo?, ¿es que no puede usted hablar con la gente? —Vayan a la sala, camaradas; aquí no hay de hablar. La enfermera se enfada con Antón y yo también me enfado con él: —lárgate de aquí. ¡No molestes! Sin embargo, Antón no se va a ningún sitio. Estupefacto, me mira a mí y a la enfermera, y yo me dirijo a la enfermera con el mismo acento irritado: —Tenga la bondad de escucharme dos palabras necesito que los muchachos se repongan. Por cada uno que se reponga pagaré dos “puds” de harina blanca. Pero desearía tratar con una sola persona. Vetkovskí está en su sala: haga de modo que los demás muchachos se queden también con usted. La enfermera se asombra, probablemente ofendida. —¿Qué es eso de harina blanca? ¿Se trata de un soborno? No le entiendo. —No es un soborno, es un premio, ¿comprende? Si no está usted de acuerdo, buscaré a otra enfermera. No es un soborno: suplicamos un poco más de atención para con nuestros enfermos, tal vez también un poco de trabajo suplementario. Los muchachos están deficientemente alimentados, y no tienen parientes. Esta es la cuestión. ¿Comprende usted? Sin necesidad de harina, los llevaré, si usted quiere, a mi sala. ¿Cuántos son? —He traído ahora a tres. Pero seguramente traeré a más. —Bueno, vamos. Antón y yo echamos a andar tras la enfermera. Antón me guiña maliciosamente un ojo, señalándome a la enfermera, pero, por lo visto, también él se halla sorprendido del giro que ha tomado el asunto. Dócilmente acepta mi falta de deseos de responder a sus muecas. La enfermera nos lleva a una habitación en el extremo del hospital. Antón trae a nuestros enfermos. Todos, naturalmente, tienen tifus. El practicante de guardia examina, un poco asombrado, nuestros edredones, pero la enfermera le dice con una voz convincente: Son de la colonia Gorki: envíelos a mi sala. —Pero ¿en su sala hay plazas? —Ya lo arreglaremos. Dos son dados hoy de alta, y siempre habrá un sitio donde colocar la otra cama. Belujin se despide alegremente de nosotros: —Traiga a más chicos: así habrá más calor. A los dos días cumplimos su deseo: llevamos a Schnéider y a Golos, y una semana después, a tres más. La cosa terminó, afortunadamente, ahí. Antón visitó varias veces el hospital, informándose por la enfermera de cómo iban nuestros enfermos. El tifus no podía nada contra los colonos. Ya nos disponíamos a ir en busca de alguno de ellos cuando un mediodía luminoso de primavera surgió del bosque una sombra, envuelta en un edredón, La sombra penetró directamente en la forja y allí maulló: —Bien, torneros de pacotilla, ¿qué tal andáis por aquí? ¿Y tú, sigues leyendo? Fíjate, ya se te sale un hilillo cerebral por el oído... Los muchachos se entusiasmaron: Belujin, aunque delgado y ennegrecido, seguía igual de alegre y no tenía miedo a nada en la vida. Ekaterina Grigórievna se lanzó a reprenderle: ¿ por qué había venido andando, por qué no había esperado a que fuesen por él? —¿Sabe usted, Ekaterina Grigórievna? Yo hubiera esperado, pero echaba muy de menos la pitanza. Cada vez que pensaba que los nuestros estaban comiendo buen pan de centeno, y kóndior, y cazuelas enteras de gachas de alforfón, era como si se extendiese por toda mi sicología una angustia tan grande... Yo no puedo contemplar como comen ese “habersup”... ¡ya, ja, ja, ja! —¿Qué es “habersup”? —Es una sopa descrita por Gógol. Cuando leí la descripción me gustó muchísimo. Y en el hospital también se aficionaron a servir esa sopa, y a mí cada vez que la veía me entraba tal gana de reír que no podía contenerme. Incluso la enfermera comenzó a reñirme y a mí, después de eso, la cosa me hacía más gracia aún: me reía sin parar. Cada vez que me acuerdo... ¡"Habersup”!... Y no podía comer: en cuanto levantaba la cuchara, me moría de la risa. Y por eso me marché de allí... ¿Y vosotros, qué habéis comido hoy? ¿Seguramente gachas? 61 Ekaterina Grigórievna consiguió leche en alguna parte: ¡no se podía dar gachas de buenas a primeras a un enfermo! Belujin le agradeció alegremente la atención: —Gracias, se ha compadecido usted de un agonizante. Pero, a pesar de todo, vertió la leche en las gachas. Ekaterina Grigórievna hizo un ademán de impotencia. Pronto regresaron los demás. Antón llevó al domicilio de la enfermera un saco de harina blanca. 17. Sharin En La Picota Poco a poco nos íbamos olvidando del “más guapo”, de los disgustos que nos había proporcionado el tifus, no olvidábamos del invierno con su séquito de pies helados, la tala, con su pista de patinar, pero en la delegación de Instrucción Pública no podían olvidar mis fórmulas “casi militares” de disciplina. En la delegación empezaron a hablarme de un modo también militar: —Daremos un cerrojazo a su experimento de gendarmes. Hace falta educación socialista y no una cárcel. En mi informe acerca de la disciplina yo me había permitido poner en duda el acierto de tesis que entonces eran reconocidas generalmente y que afirmaban que el castigo no hace más que educar esclavos, que se debía dar espacio al espíritu creador del niño y, sobre todo, que era preciso hacer hincapié en la autoorganización y en la autodisciplina. Me permití sostener el punto de vista, para mí incuestionable, de que, mientras no existiera la colectividad con sus organismos correspondientes, mientras faltasen la tradición y los hábitos elementales de trabajo y de vida, el educador tendría derecho a la coerción, a cuyo empleo no debía renunciar. También afirmé que era imposible fundamentar toda la educación en el interés, que la educación del sentimiento del deber se hallaba frecuentemente en contradicción con el interés del niño, en particular tal como lo entendía él mismo. A mi juicio, se imponía la educación de un ser resistente y fuerte, capaz de ejecutar incluso un trabajo desagradable y fastidioso si lo requerían los intereses de la colectividad. En total, yo defendí la formación de una colectividad entusiasta, fuerte y, si era preciso, severa. Y sólo en la colectividad cifraba todas mis esperanzas. Pero mis adversarios me arrojaban a la cara los axiomas de la paidología y todo lo veían partiendo únicamente del “niño”. Yo estaba ya hecho a la idea del cerrojazo de la colonia, pero los temas cotidianos de nuestra vida -la siembra y la reparación de la segunda colonia-, me impedían sufrir particularmente con motivo de las persecuciones de la delegación. Al parecer, alguien me defendía allí, porque tardaban mucho en darme el cerrojazo. Y la cosa era de lo más sencillo: no tenían más que destituirme. Yo procuraba no ir por la delegación; allí me trataban con muy poco cariño e incluso con desprecio. Particularmente me atacaba uno de los inspectores, Sharin, un moreno guapo y fatuo, con una espléndida y ondulada cabellera, conquistador de los corazones de las damas provinciales. Tenía los labios gruesos, rojos y húmedos y unas cejas arqueadas y espesas. No sé a qué podría dedicarse antes de 1917, pero ahora era un gran especialista precisamente en educación social. Había aprendido a las mil maravillas un centenar de términos en boga y sabía hilar sin fin gorjeos verbales completamente hueros, persuadido de que ocultaban preciosos valores pedagógicos y revolucionarios. A mí me trataba con hostilidad y altivez desde un día en que no pude reprimir ante él una carcajada verdaderamente irreprimible. Una vez vino a la colonia. Sobre la mesa de mi despacho vio un barómetro aneroide. —¿Qué es eso? -me preguntó. —Un barómetro. —¿Cómo un barómetro? —Sí, un barómetro -me sorprendí-. Un barómetro que predice el tiempo. —¿Que predice el tiempo? ¿Cómo puede predecir tiempo si está encima de su mesa? El tiempo no está aquí, sino fuera. Y fue en aquel momento cuando yo me eché a reír desconsideradamente, inconteniblemente. ¡Si Sharin no hubiese tenido un aspecto tan de profesor, si no hubiera sido por su melena y su aplomo de hombre de ciencia!.... Se enfadó mucho: 62 gritando, agitando los brazos, ¡el diablo sabe qué! Y, precisamente, en aquel momento llegó Semión de la segunda colonia con la carreta vacía. Llegamos a la colonia. Karabánov; ya más tranquilo desenganchaba los caballos y se defendía de los ataques de Antón. — ¡Para vosotros -le reprendía Antón- los caballos son lo mismo que un auto! ¡Fíjate cómo los habéis puesto! —¿Comprendes, Antón? Nosotros no pensábamos en los caballos, ¿comprendes? -decía Karabánov; y le brillaban tan alegremente los dientes y los ojos. —lLo he comprendido mucho antes que tú, en la ciudad. Vosotros estabais almorzando aquí, mientras nosotros éramos llevados por las milicias. Encontré a los educadores medio muertos de susto. Iván Ivánovich estaba tan nervioso, que, en realidad, hubiera hecho falta acostarle. —¿Usted ha pensado, Antón Semiónovich, en como ha podido concluir todo? Los muchachos tenían una expresión tan feroz, que yo creí que saldrían a relucir las navajas. Menos mal que estaba Zadórov: él ha sido el único que no ha perdido la cabeza. Nosotros tratábamos de disolver los grupos, pero ellos parecían perros rabiosos... ¡Oh, qué manera de gritar! Yo no pregunté nada a los muchachos y, en general, fingí que no había ocurrido nada de particular. Tampoco ellos me interrogaron. Tal vez la cosa no les interesaba: los colonos, grandes realistas, se apasionaban sólo por lo que determinaba directamente su línea de conducta. De la delegación no me llamaron y yo tampoco me presenté allí por mi propia iniciativa. Una semana más tarde tuve que ir a la Inspección Obrera y Campesina de la provincia. Fui invitado a entrar en el despacho del presidente. Chernenko me recibió como si yo fuera algún pariente suyo: Siéntate, palomo, siéntate -me dijo, estrechándome la mano y contemplándome con una sonrisa radiante-. ¡Qué muchachos tan magníficos tienes! ¿Sabes? Después de todo lo que me contó Sharin, yo creía que iba a encontrarme con unas criaturas abatidas, lastimosas... Pero esos sinvergúenzas promovieron tal torbellino a nuestro alrededor, que parecían demonios, ¡auténticos demonios! ¡Y cómo corrían detrás de nosotros los condenados! Sharin no hacía más que repetir: “Creo que no nos alcanzarán”. Y yo le respondía: “Unicamente si el coche está en regla”. ¡Qué encanto! Hacía tiempo que no había visto nada igual. Se lo he contado a algunos de aquí, y se morían de risa... Aquel día comenzó nuestra amistad con Chernenko. 18. La “Fusión” Con El Campesinado La reparación de la propiedad de los Trepke resultó algo increíblemente pesado y difícil para nosotros. Había muchos edificios, y casi todos necesitaban ser construidos de nuevo y no una simple reparación. De dinero andábamos siempre cortos. La ayuda concedida por las instituciones provinciales se expresaba principalmente en la entrega de diversas autorizaciones para recoger materiales de construcción. Con estas autorizaciones teníamos que ir a otras ciudades: Kiev, Járkov. Allí consideraban altivamente nuestros papeles, y unas veces nos daban un diez por ciento de los materiales solicitados y otras veces no nos daban nada. Medio vagón de vidrio, conseguido después de varios viajes a Járkov, nos lo quitó en nuestra propia ciudad, todavía en el tren, una Institución mucho más fuerte que la colonia. La falta de dinero nos colocaba en una situación sumamente embarazosa en el capítulo de la mano de obra: casi no podíamos contar con obreros asalariados. Con ayuda de un artel efectuábamos únicamente los trabajos de carpintería. No obstante, pronto dimos con la fuente de la energía monetaria: estaba en los viejos cobertizos y en las cocheras destrozadas, tan abundantes en la segunda colonia. Los hermanos Trepke tenían diversas dependencias para la cría caballar; pero la cría de caballos de raza no entraba, de momento, en nuestros planes y, por otra parte, la restauración de esas cocheras era una empresa superior a nuestras posibilidades, “no estaba al alcance de nuestro bolsillo”, como decía Kalina Ivánovich. Lo que hicimos, pues, fue desmontar esas construcciones y vender los ladrillos a los campesinos. Encontramos muchos compradores: cada persona docente necesitaba construir un horno y pavimentar el sótano. Además representantes de la tribu de los kulaks, con la codicia propia de esta tribu, adquirían los ladrillos simplemente como reserva. Los colonos eran los encargados de desmontar las construcciones. En la fragua se aprovechó toda clase de chatarra vieja para la fabricación de barras de hierro, y el “trabajo hervía”. 65 Como los colonos trabajaban la mitad del día y se pasaban la otra mitad ante la mesa de estudio, en el transcurso de la jornada había dos expediciones de muchachos a la segunda colonia: el primero y el segundo turno. Estos dos grupos recorrían el camino entre las colonias con el aspecto más atareado, lo que, sin embargo, no les impedía desviarse con frecuencia de su camino recto para correr tras alguna clásica “gallinita moñuda” que había salido inocentemente a aspirar el aire fresco fuera de los límites de su patio. La caza de esa gallinita y, más aún, la plena utilización de todas las calorías contenidas en ella, eran operaciones complejas que exigían decisión, sangre fría, prudencia y entusiasmo. Estas operaciones se complicaban más aún, porque nuestros colonos, a pesar de todo, tenían alguna relación con la historia de la cultura y no podían prescindir del fuego. El hecho de que los muchachos fueran a trabajar a la segunda colonia les permitía, en términos generales, entablar relaciones más íntimas con el mundo campesino. De completo acuerdo con las tesis del materialismo histórico, los colonos se interesaban sobre todo por la base económica de los campesinos, hacia la que se aproximaban directamente en el período que describimos. Sin profundizar demasiado en el análisis de las distintas superestructuras, los colonos penetraban directamente en cuevas y despensas y disponían a su arbitrio de las riquezas acumuladas allí. Aguardando lógicamente resistencia a sus actos por parte de los instintos pequeño burgueses de la población local, los muchachos procuraban dedicarse a la historia de la cultura las horas en que tales instintos dormían, es decir, por la noche. Y los colonos, de pleno acuerdo con la ciencia, se interesaron exclusivamente durante cierto tiempo por la satisfacción de la necesidad más elemental del hombre: la comida. La leche, la nata, el tocino, las empanadas: he aquí una breve nomenclatura que entonces servía de índice a la colonia Gorki en su “fusión” con el campo. Mientras eran los Karabánov, los Taraniets, los Vólojov, los Osadchi, los Mitiaguin quienes se dedicaban a este trabajo plenamente científico, yo podía dormir tranquilo, ya que esos muchachos se distinguían por su perfecto conocimiento de causa y su escrupulosidad. Después de un breve inventario de bienes hecho por la mañana al despertarse, los campesinos llegaban a la conclusión de que faltaban dos jarros de leche, sobre todo porque los jarros, estaban allí, testimoniando lo oportuno del inventario. Pero el cerrojo de la cueva se hallaba en perfecto estado e incluso cerrado como antes del inventario, el techo estaba intacto, el perro no había ladrado de noche y, en general, todos los objetos animados e inanimados contemplaban el mundo con unos ojos redondos y llenos de confianza. Algo completamente distinto empezó cuando también la generación joven acometió el estudio de la cultura primitiva. En este caso, el cerrojo acogía a su dueño con el rostro desfigurado por el terror, ya que su propia vida había sido liquidada, hablando propiamente, por falta de habilidad en el empleo de la ganzúa e incluso de las barras destinadas a la reparación de la antigua finca de los Trepke. El perro, según recordaba el dueño, no sólo había ladrado de noche: virtualmente había estado “desgañitándose”, y tan sólo la pereza del amo había tenido la culpa de que el can no hubiera recibido a tiempo refuerzos. El bajo burdo, nada calificado, de nuestros pequeños tuvo consecuencia que ellos mismos debieran experimentar pronto el horror de la persecución del dueño colérico, sobresaltado por el antedicho perro o incluso al acecho del visitante inoportuno desde la víspera. En estas persecuciones residían los primeros elementos de mi inquietud. El pequeño fracasado corría, naturalmente, a la colonia, cosa que jamás habría hecho la generación mayor. El dueño llegaba también a la colonia y, después de despertarme, exigía que le entregara al delincuente. Sin embargo, el delincuente estaba ya acostado, y yo tenía posibilidad de preguntar con un aire ingenuo: —¿Podría usted reconocer a ése niño? —Pero, ¿cómo voy a reconocerle? Sólo he visto que venía corriendo hacia aquí. —Tal vez no sea de nuestra colonia -decía yo, haciendo otra jugada ingenua. —¿Cómo no va a ser de la colonia? Cuando los suyos no pasaban por la aldea estas cosas no ocurrían. La víctima comenzaba a doblar los dedos y a enumerar las pruebas fehacientes de que disponía: —Anoche se han bebido la leche de Miroshnichenko; anteayer le rompieron el cerrojo a Stepán Verjola; el sábado de la última semana robaron dos gallinas a Piotr Grechani, y un día antes robaron también a la viuda Stovbina... Quizá la conozca usted. Había preparado dos orzas de nata para llevarlas al mercado, y cuando la pobre mujer fue a buscarlas a la cueva, se encontró con que todo estaba revuelto: alguien había andado en la nata. Y también han robado en la cueva de Vasili Móschenko y la de Yákov Verjola y en la del jorobado, ¿cómo se llama ¡Ah, sil Nechípor Móschenko... 66 —Pero ¿usted qué pruebas tiene? ¿Qué falta hacen las pruebas? Si he venido a la colonia es porque él echó a correr hacia aquí. No pueden ser más que ellos. Cuando los suyos van a Trepke, lo husmean todo... Entonces mi actitud respecto a estos hechos no era ni mucho menos tan indulgente. Sentía lástima de los campesinos y me inquietaba y enfurecía mi impotencia total. Lo que me preocupaba por encima de todo era no conocer siquiera todas estas historias; siempre se podía sospechar cualquier cosa. En aquella época, mis nervios, a consecuencia de los acontecimientos del invierno, se hallaban en bastante mal estado. Superficialmente parecía que todo marchaba bien en la colonia. Durante el día los muchachos trabajaban, seguían sus estudios; al atardecer había bromas y juegos, luego todos se acostaban y a la mañana siguiente se despertaban alegres y contentos de la vida. Sin embargo, era precisamente de noche cuando se producían las excursiones a la aldea. Los muchachos mayores oían mis discursos indignados y fustigantes en medio de un sumiso silencio. Por espacio de algún tiempo las quejas de los campesinos cesaban, pero luego se reanudaban y su hostilidad hacia la colonia volvía a encenderse. Nuestra situación se complicaba porque el pillaje en la carretera no había cesado. Ahora los atracos tenían un carácter relativamente distinto: los desvalijadores preferían arrebatar a los campesinos sus provisiones de boca -a veces en cantidades insignificantes- y no dinero. Al principio, yo no creí que la cosa partiera de nosotros, pero los campesinos decían en sus conversaciones íntimas: —Son vuestros. Cuando agarremos a alguno y le apaleemos, entonces verán. Los muchachos me tranquilizaban ardorosamente: —¿Los mujiks mienten! Tal vez alguno de los nuestros se haya metido en una cueva: esto... puede ocurrir. Pero en la carretera... ¡Ni hablar! Yo veía que los muchachos estaban sinceramente convencidos de que los nuestros no robaban en el camino y también veía que los colonos mayores no aprobarían semejante saqueo. Esto disminuía algo mi tensión nerviosa, aunque solamente hasta el primer rumor, hasta la primera reunión con los elementos más activos del campesinado. De pronto, un atardecer, irrumpió en la colonia una sección de milicia a caballo. Todas las salidas de nuestros dormitorios fueron ocupadas y comenzó un registro general. También yo fui detenido en mi despacho, y eso fue, precisamente, lo que echó por tierra todo el plan de la milicia. Los muchachos recibieron a puñetazos a los milicianos: saltaban por las ventanas, habían comenzado ya a volar en la oscuridad los ladrillos, y aquí y allá, en el patio, ardía la pelea. Un verdadero tropel se abalanzó sobre los caballos, que estaban cerca de la cochera, y los caballos se dispersaron por el bosque. Después de una violenta lucha, salpicada de sonoros insultos, Karabánov irrumpió en mi despacho: — Salga inmediatamente, que si no, ocurrirá una desgracia! -gritó. Yo salté al patio, y en torno mío se agruparon inmediatamente los colonos, ofendidos y rugientes de rabia. Zadórov gritaba histéricamente: —¿Cuándo va á terminar esto? ¡Que me envíen a la cárcel: ya estoy harto!... ¿Soy un presidiario o qué? ¿un presidiario? ¿Por qué hacen eso, por qué nos registran, por qué se meten todos?... El jefe de la sección, muy asustado, procuraba, a pesar de todo, no perder el tono: —Ordene inmediatamente a los educandos que vayan a los dormitorios y se coloquen junto a sus camas. —¿Con qué autorización procede usted al registro? pregunte yo al jefe. —Ese no es asunto suyo. Tengo orden de registrar. —Márchese inmediatamente de la colonia. —¿Cómo que me marche? —No permitiré que efectúen ustedes ningún registro sin autorización del delegado de Instrucción Pública Provincial. ¿Comprende? ¡No les dejaré; se lo impediré por la fuerza! — ¡Tenga usted cuidado, no les registremos nosotros! -gritó uno de los colonos, pero yo troné: —A callar! —Bueno -dijo, amenazador, el jefe-, usted tendrá que hablar de otro modo. Reunió como pudo a los suyos, ya con ayuda de los colonos, que habían trocado la ira por la risa, buscaron los caballos y se fueron, acompañados de irónicos votos. En la ciudad obtuve que con este motivo se amonestara a no sé que jefe. Después de la incursión, los acontecimientos comenzaron a desarrollarse con extraordinaria rapidez. Los campesinos acudían, indignados, a mí, chillaban, amenazaban: 67 —¿Cómo? — ¡Que se marche de aquí! Probablemente, mi aspecto no auguraba el menor éxito en cuanto al esclarecimiento del destino que seguía el dinero de los campesinos, y Luká Semiónovich desapareció sin decir una sola palabra. Pero después se transformó ya manifiestamente en un enemigo mío y de toda nuestra organización. Los colonos también odiaban a Luká Semiónovich “con todo el ardor de la juventud”. Un mediodía caluroso de junio apareció en el horizonte más allá del lago, una verdadera procesión. Cuando estuvo cerca de la colonia, distinguimos sus detalles espeluznantes: dos mujiks traían amarrados a Oprishko y a Soroka. Oprishko era una personalidad heroica en todos los sentidos, y en la colonia temía solamente a Antón Brátchenko, bajo cuyas órdenes trabajaba y de cuya mano había conocido más de una vez el peso. Era mucho más grande y más fuerte que Antón, pero un amor inexplicable al jefe de las caballerizas y a su buena estrella le impedía utilizar ambas ventajas. Respecto a todos los demás colonos, Oprishko observaba una actitud digna y no permitía que nadie abusara de él. Le ayudaba su maravilloso carácter. Siempre alegre, atraíale, también la compañía de gente alegre, y por eso se le hallaba sólo en aquellos sitios de la colonia donde no habla ningún gesto triste ni ningún rostro abatido. Cuando estaba en el centro de reunión de los delincuentes menores de edad, no quería de ningún modo ir a la colonia, y yo tuve que acudir personalmente a buscarle. Me recibió, tumbado en la cama, con una mirada desdeñosa: —¡Váyase usted al diablo, porque no pienso ir a ningún sitio! Me habían prevenido de sus cualidades heroicas. Por eso, al dirigirme a él, utilicé un lenguaje de lo más adecuado: —Me es muy desagradable molestarle, sir, pero me veo obligado a cumplir mi deber y, en vista de ello, le suplico encarecidamente que suba al carruaje preparado para usted. Al principio, Oprishko quedó sorprendido de mi lenguaje “hostil” e incluso se incorporó sobre la cama, pero después volvió a ganarle su estado caprichoso y de nuevo dejó caer la cabeza sobre la almohada. —¡He dicho que no voy! ¡Y no hay más que hablar! —En tal caso, respetado sir, me veré obligado con enorme pesar mío, a hacer uso de la fuerza. Oprishko alzó su rizosa cabeza sobre la almohada y contempló con auténtica estupefacción: — Mira tú! ¿De dónde sales? ¡Como si fuese fácil dominarme a mí por la fuerza!... —Tenga usted en cuenta... Reforcé la entonación de la voz y añadí con cierto matiz irónico: —...querido Oprishko... Y, de pronto, le chillé: —¿Venga! ¿Qué demonios haces ahí tumbado? ¡Te he dicho que te levantes! Saltó de la cama y corrió hacia la ventana: —¡Le juro que me tiraré a la calle! Yo le dije con desprecio: —O te tiras ahora mismo por la ventana o montas en el carro: yo no tengo tiempo que perder contigo. Estábamos en el tercer piso, y, por eso, Oprishko se echó a reír con alegre sinceridad: — ¡Vaya una tabarra!... En fin, ¡qué se le va a hacer! ¿Es usted el director de la colonia Gorki? SÍ. —Haber empezado por ahí. Hace tiempo que estaríamos en camino. Y se dispuso enérgicamente a emprender el viaje. En la colonia intervenía absolutamente en todas las operaciones de los colonos, pero jamás desempeñaba el primer papel y me parece que prefería la distracción al lucro. Soroka, más joven que Oprishko, con el rostro agradable y redondo, tonto de remate y torpe de expresión, tenía una mala suerte que se salía de lo común. No había empresa en que no fracasara. Por ello, cuando los colonos le vieron amarrado junto a Oprishko, se quedaron muy descontentos: — ¡Qué ganas tenía Dmitri de aliarse con Sorokal... El presidente del Soviet rural y Musi Kárpovich, nuestro viejo conocido, eran sus guardianes. En el momento que describimos, Musi Kárpovich observaba una actitud de ángel ultrajado. Luká Semiónovich, idealmente sereno, permanecía inaccesible como un gran personaje. Tenía la barba pelirroja peinada con esmero, y bajo la chaqueta se veía su camisa pulcra y bordada: era evidente que venía de la iglesia. El presidente comenzó: 70 —Educa usted muy bien a sus colonos. —¿Y a usted por qué le preocupa eso? —Pues mire usted por qué: la gente no puede vivir tranquila por culpa de sus educandos. Desvalijan a los caminantes en las carreteras, roban todo lo que encuentran. —¡Eh, abuelo! ¿Y tú qué derecho tienes a amarrarles? -resonó una voz entre los colonos. Cree que está en el viejo régimen... —No vendría mal darle un poco — Callaos! -ordené a los colonos-. Dígame usted de qué se trata. Habló Musi Kárpovich: —Mi mujer había puesto una falda y una manta a secar en la empalizada y, cuando pasaron esos dos, vi que la ropa había desaparecido ya. Me lancé en su persecución, y ellos echaron a correr. Por supuesto, ¡cómo iba a alcanzarles! Menos mal que Luká Semiónovich volvía de la iglesia, y así pudimos detenerles... —¿Para qué les habéis amarrado? -preguntó otra vez alguien entre la muchedumbre. —Para que no se escapen. Para que... —Ahora no estamos tratando de eso -comenzó el presidente-; vamos a levantar un acta... —Podemos prescindir del acta. ¿Les han devuelto a ustedes las cosas? —Eso es poco. Es preciso levantar un acta. El presidente había decidido darse importancia, tomarse la revancha y, verdaderamente, tenía los mejores motivos para ello: por primera vez se había sorprendido a los colonos en pleno delito. Para nosotros, tal giro del asunto era sumamente desagradable. El acta significaba la cárcel segura para los muchachos y una mancha imborrable para la colonia. Habéis sorprendido a estos muchachos por primera vez -dije yo-. ¡Entre vecinos pueden ocurrir tantas cosas! Como es la primera vez, hay que perdonar. —No -dijo el pelirrojo-. ¡Qué perdón ni qué ocho cuartos! Vamos a la oficina a levantar el acta. Musi Kárpovich recordó también: —¿No recuerda usted cómo me llevaron aquella noche? Y se quedaron con el hacha hasta hoy día. ¡Y encima tuve que pagar una multa! —Sí, no se podía objetar nada. Los kulaks nos habían vencido. Encaminé a los vencedores hacia la oficina y, volviéndome a los muchachos, les hablé iracundo: — ¡Menuda la habéis armado! ¡Malditos!... Por lo visto, no podíais vivir sin esa falda. Ahora no podremos evitar el oprobio... Pronto comenzaré a apalearos, canallas. ¡Y ese par de idiotas echarán raíces en la cárcel! Los muchachos callaban, porque, efectivamente, se sentían culpables. Después de pronunciar un discurso tan ultra pedagógico me dirigí también a la oficina. Empleé dos horas en suplicar y halagar al presidente, le prometí que el hecho no volvería a repetirse, accedí a construir a precio de coste un nuevo juego de ruedas para el Soviet rural. Por fin, el presidente puso una sola condición: —Aue me lo pidan todos, los muchachos. En aquellas dos horas odié al presidente para toda mi vida. Hablaba con él, y un pensamiento sanguinario atravesaba mi mente: si en alguna ocasión los muchachos cazaban a este presidente en un rincón oscuro y le molían a palos, yo no lo impediría. En fin, de una manera o de otra no había más salida. Ordené a los colonos que formasen ante la terracilla, donde se colocaron las autoridades. Con la mano en la visera, declaré en nombre de todos los colonos que deplorábamos mucho la falta de nuestros camaradas y pedíamos perdón para ellos, con la promesa de, que semejantes casos no se repetirían. Luká Semiónovich pronunció el siguiente discurso: —=Es incuestionable que, por cosas así, hay que proceder con todo el rigor de la ley, porque el campesino es, incuestionablemente, un trabajador. Y si el campesino cuelga una falda, y otro va y la coge, es que éste es un enemigo del pueblo, del proletariado. Yo, en cuyas manos ha sido depositado el Poder soviético, no puedo consentir semejante ¡legalidad de que cualquier bandido o delincuente eche la mano a lo que no es suyo. Y, aunque vosotros lo pidáis incuestionablemente y prometáis enmendaros, cualquiera sabe qué ocurrirá. Si lo pedís con humildad y también lo pide vuestro director, él debe educaros como a ciudadanos honrados y no como a bandidos. Os perdono incuestionablemente. Yo me estremecía dé humillación y de rabia. Oprishko y Soroka, pálidos, estaban entre los colonos. El presidente y Musi Kárpovich me estrecharon la mano, diciéndome algo solemne y magnánimo, pero no les hice caso.. 71 —Rom pan filas! Un sol tórrido sé había extendido sobre la colonia y ahora parecía quieto. A ras de tierra flotaba el olor a tomillo. El aire inmóvil estaba como petrificado en chorros azules sobre el bosque. Miré en torno mío. Y lo que había en torno mío era la misma colonia, las mismas cajas de piedra, los mismos colonos, y mañana habría otra vez lo mismo: “las faldas”, el presidente, Musi Kárpovich, los viajes a la ciudad tediosa, plagada de moscas. Ante mí se abría la puerta de mi habitación, con un catre y una mesa sin pintar y un paquete de tabaco barato sobre la mesa. “¿Dónde meterme? ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?” Giré hacia el bosque. En los pinares no hay sombra al mediodía, pero en ellos se está siempre bien, siempre se divisa el horizonte, y los pinos esbeltos saben situarse armoniosamente bajo el cielo, como en una “mise en scene” teatral. Aunque vivíamos en el bosque, yo casi no había tenido nunca tiempo de sumirme en su espesura. Los asuntos humanos me amarraban a la mesa, a los bancos, a los cobertizos, a los dormitorios. El silencio y la pureza del pinar, el aire saturado de olor a resina eran atrayentes. Yo quería no salir de aquí y transformarme en otro árbol esbelto, sabio y oloroso, y permanecer en esta compañía tan delicada y elegante bajo el cielo azul. A mis espaldas crujió una rama. Volví la cabeza: toda la parte del bosque que yo podía ver estaba llena de colonos. Avanzaban cautelosamente de tronco a tronco, y sólo en los claros más lejanos les veía correr hacia mí. Me detuve asombrado. También ellos se quedaron inmóviles: sus ojos, desorbitados, me contemplaban en una espera quieta y asustada. —¿Qué queréis? ¿Qué husmeáis detrás de mí? Zadórov, que era el que estaba más cerca, se separó de su árbol y me dijo bruscamente: —Vamos a la colonia. Sentí una punzada en el corazón. —¿Qué ha pasado en la colonia? Nada... Vamos. —Pero habla de una vez, demonio! ¿Es que os habéis confabulado hoy para burlaros de mí? Di rápidamente un paso hacia él. Se acercaron dos o tres más; los restantes manteníanse aparte. Zadórov me susurró: —Nos marcharemos, pero háganos usted el favor... —¿Qué favor? —Deme el revólver. —¿El revólver? Súbitamente adiviné de qué se trataba y me eché a reír: —Ah, el revólver! Tomadlo. ¡Vaya unos ingenuos! ¿No veis que puedo ahorcarme o tirarme al lago? Zadórov se echó también a reír estrepitosamente. —¡Bueno, quédese con el revólver! Es que nos pasó esta idea por la cabeza. Pero ¿no hace usted más que pasear? Muy bien: siga paseando. ¡Muchachos, atrás! ¿Qué había ocurrido? Cuando yo tomé el camino del bosque, Soroka voló al dormitorio: ¡Ay, muchachos!, vamos corriendo al bosque, que Antón Semiónovich quiere matarse!..., Sin terminar de oírle, los muchachos se precipitaron fuera de la habitación. Por la noche, todos sentíanse terriblemente confusos. Sólo Karabánov hacía el tonto y daba vueltas entre la camas, lo mismo que un diablillo. Zadórov enseñaba graciosamente los dientes y - no sé por qué- abrazaba sin cesar al pequeño y radiante Shelaputin. El silencioso Burún no se apartaba de mí, como si guardase tenazmente algún misterio. Oprishko estaba entregado a la histeria: tumbado en la habitación de Kósir, sollozaba hundiendo la cabeza en la almohada sucia. Soroka, para evitar las burlas de los muchachos, se había escondido no sé dónde. —Vamos a jugar a las prendas propuso Zadórov. Y, efectivamente, nos pusimos a jugar a las prendas. En la pedagogía suele haber piruetas parecidas: cuarenta muchachos bastante haraposos y bastante hambrientos jugaban alegremente a las prendas a la luz de un quinqué. Sólo que sin besos. 20. Sobre Lo Vivo y Lo Muerto En la primavera las cuestiones del material de trabajo nos colocaron entre las espada y la pared. El Malish y la Banditka no servían para nada: con ellos era imposible trabajar. Todos los días, desde por la mañana, Kalina Ivánovich pronunciaba en la cuadra discursos 7 intentó recuperar sus herramientas: sabía que era una empresa desesperada. Al marcharse, se limitó a mover la cabeza con reproche e ironía: — ¡También vosotros sois unos explotadores, como todos! ¡Os habéis enriquecido a costa mía! Era imposible alterar a Belujin con semejantes discursos: no en balde leía libros y vivía entre la gente. Sonrió, animoso, mirando a Golován, y exclamó: — Qué ciudadano tan inconsciente eres, Sofrón! Llevas ya dos años trabajando con nosotros, y todavía no comprendes que se trata de medios de producción. —Pues eso es lo que yo digo... —Y, según la ciencia, los medios de producción, ¿comprendes?, deben pertenecer al proletariado. Y aquí tienes al proletariado, ¿ves? —Y Belujin mostró a Golován a los auténticos representantes vivos de la gloriosa clase proletaria: Zadórov, Vérshnev y Kuzma Leshi. En la fragua mandaba Semión Bogdanenko, un auténtico herrero de abolengo, cuyo apellido, gozaba de antigua fama en los talleres de locomotoras. Semión había implantado en la fragua una limpieza y una disciplina militar, todos los bruñidores, todos los machos, todos los martillos miraban severamente desde su puesto; el piso de tierra estaba cuidadosamente barrido, como en casa de un amo aseado, sobre el hornillo ni un gramo de carbón, con los clientes diálogos concisos y claros: —No estás en la iglesia: aquí no hay que regatear. Semión Bogdanenko sabía leer y escribir, se afeitaba todos los días, no blasfem aba nunca. En la fragua había trabajo de sobra: nuestros aperos y los de los campesinos. Por aquel tiempo, los demás talleres habían suspendido casi sus trabajos. Sólo Kósir y dos colonos seguían haciendo ruedas bajo su cobertizo: la demanda de ruedas no había cedido. La sección económica de la Inspección Obrera y Campesina necesitaba unas ruedas especiales para llantas de goma, y Kósir no había hecho nunca ruedas de esa clase. Sentíase muy perplejo ante esos caprichos de la civilización, y cada tarde, después del trabajo, musitaba tristemente: —Nosotros no conocíamos estas llantas de goma. Nuestro Señor Jesucristo iba a pie, igual que los apóstoles... Y ahora la gente podría viajar con llantas de hierro. Kalina Ivánovich, decía severamente a Kósir: —¿Y el ferrocarril? ¿Y los automóviles? ¿Tú qué crees? ¿Qué tiene esto que ver con que tu Señor fuese a pie? Eso significa que era un hombre inculto, o, quizá, un aldeano, como tú. O quizá iba a pie porque era un mendigo, pero, si alguien le hubiera llevado en automóvil, le habría gustado. Y tú dices: “Id a pie”. ¡Vergúenza debía darte decir estas cosas a tus años! Kósir sonreía con timidez y balbuceaba confuso: Si yo pudiera ver cómo son las llantas de goma, tal vez, con ayuda de Dios, las haría. Pero ¡Dios sabe para cuántos rayos será! Ve a la Inspección y miralo. Cuéntalos. —¡Señor, Dios mío! ¿Dónde voy a encontrar eso? Un día, a mediados de junio, Chernenko quiso proporcionar una distracción a los muchachos: —He hablado aquí con unos cuantos y van a ir unas bailarinas a la colonia para que las vean los muchachos ¿Sabes? Tenemos buenas bailarinas aquí, en la Opera. Esta tarde llévalas a la colonia... —Está bien. ——Pero ten cuidado con ellas, que son muy delicadas: no vayan a asustarlas tus bandidos. ¿Y cómo las llevarás a la colonia? —Tenemos un coche. —Lo he visto. No sirve. Envía los caballos para que los enganchen a mi carruaje y ve en busca de las bailarinas. Y pon guardia en el camino, no sea que alguien se apodere de ellas: son objetos tentadores. Las bailarinas llegaron ya avanzada la noche. Durante todo el camino no cesaron de temblar, haciendo reír a Antón. Pero ¿qué teméis? -las tranquilizaba el mucho-. Si no tenéis nada que pueda ser robado. Ahora no estamos en invierno: en invierno os habrían quitado abrigos. Nuestra guardia, que salió inesperadamente del bosque, las puso en tal estado, que, cuando llegaron a la colonia hubo que darles inmediatamente valeriana. Bailaron de muy mala gana y no gustaron en absoluto a los muchachos. Una, la más joven, que tenía una espléndida y expresiva espalda morena, la empleó toda la noche en patentizar su indiferencia desdeñosa y altiva por toda la colonia. La otra, más entrada en años, nos contemplaba con un temor que no podía ocultar. Su actitud irritaba particularmente a Antón: 75 —¡Pero, hombre! ¡Valía la pena de enviar un par de caballos ida y vuelta a la ciudad y otra vez ida y vuelta! Como éstas yo traigo cuantas hagan falta andando desde la ciudad. —Pero ésas no bailan -dice, riéndose, Zadórov. — ¡Ya lo creo! Sentada al piano que adorna desde hace tiempo uno de nuestros dormitorios, está Ekaterina Grigórievna. No toca muy bien, su música se adapta difícilmente al baile, y las bailarinas no tienen la delicadeza suficiente como para salvar la falta de dos o tres compases. Con aire ofendido hacen gestos de impotencia ante las bárbaras faltas y paradas. Además, tienen una prisa terrible por llegar a cierta velada muy interesante. Mientras cerca de la cochera, a la luz de las linternas y bajo los furiosos insultos de Antón, se enganchan los caballos, las bailarinas se agitan terriblemente: llegarán tarde a la velada. En su agitación y en su desprecio por esta colonia sumida en la oscuridad, por estos colonos silenciosos, por toda esta sociedad absolutamente extraña, ni siquiera pueden hablar y no hacen más que gemir quedamente, apoyadas una contra la otra. Soroka, subido en el pescante, refunfuña por culpa del tirante y grita que él no irá. Antón, sin cohibirse por la presencia de las bailarinas, responde a Soroka: —¿TÚú quién eres: un cochero o una bailarina? ¿Qué haces danzando en el pescante? ¿Dices que no vas a ir? ¡Venga, baja de ahí! Soroka tira, en fin, de las riendas. Las bailarinas contienen la respiración y, mortalmente angustiadas, miran la carabina que cuelga en bandolera del hombro de Soroka. Mal que bien, el coche arranca. Y, de pronto, se oye gritar otra vez a Brátchenko: ¿Pero, cuervo, qué has hecho? ¿O es que estás ciego o estás loco para enganchar así? ¿Cómo demonios has enganchado? ¿ Dónde has puesto al Pelirrojo? ¡ Desengancha! ¡El Korshun a la derecha! ¿Cuántas veces te lo habré dicho? Soroka, sin apresurarse, se descuelga el fusil y lo coloca a los pies de las bailarinas. Del faetón llega un débil rumor de sollozos contenidos. A mis espaldas se oye la voz de Karabánov: —¡Les ha hecho efecto! Yo creía que serían menos sensibles. ¡Bravo por los muchachos! Cinco minutos más tarde el coche vuelve a arrancar. Nosotros saludamos dignamente con la mano en la visera, aunque, de todas formas, sin grandes esperanzas de obtener un saludo de respuesta. Las llantas de goma saltan por él empedrado, pero en este instante se desliza ante nosotros, en persecución del carruaje, una sombra desgarbada que agita los brazos y vocifera: —¡Esperad! ¡Esperad, por amor de Cristo! ¡Esperad, queridos! Soroka, perplejo, tira de las riendas, y una de las bailarinas salta en el asiento. — ¡Me había olvidado, Virgen Santísima, de contar los rayos! Kósir se inclina sobre las ruedas, arrecian los sollozos que parten del faetón, y a ellos se suma una voz agradable de contralto: —Pero tranquilízate, tranquilízate.. Karabánov aparta la rueda de Kósir: Vete, abuelo, a... Pero el propio Karabánov, sin poder contenerse, lanza un bufido y se va hacia el bosque. También yo salgo de mis casillas: —¡Venga, Soroka, basta de hacer el tonto! ¿Es que os habéis contratado o qué? Soroka golpea de lleno al Korshun. Los colonos estallan en una risa unánime, Karabánov gime bajo una mata y hasta Antón se ríe a carcajadas: — ¡Menuda juerga si, además, les detiene algún bandido! Entonces, seguro que llegan tarde a la velada. Kósir permanece desconcertado en medio de todos, sin acabar de comprender qué circunstancias importantes han podido impedirle que cuente los rayos. Ocupados por diferentes asuntos, ni siquiera nos dimos cuenta de cómo pasó el mes y medio. El administrador de la Inspección Obrera y Campesina se presentó exactamente al cumplirse el plazo señalado. —Bueno, ¿cómo están nuestros caballos? —Bien. —¿Cuándo vais a devolverlos? Antón palideció: —¿Cómo devolverlos? ¿Y con qué vamos a trabajar? —Es lo convenido, camaradas -dijo el administrador con una voz áspera-. ¿Y cuándo puedo recibir el trigo? 76 —Pero, ¿qué dice usted? Hay que recogerlo, molerlo. ¿No ve que está aún en el campo? —¿Y las ruedas? Nuestro especialista en ruedas, ¿sabe?, no ha contado los rayos y nos sabe de qué tamaño debe hacer las ruedas. El administrador se sentía un gran personaje en la colonia. ¡Cómo no! ¡Administrador de la Inspección Obrera y Campesina provincial! —Tendréis que indemnizar los perjuicios, según convenido. Ya lo sabéis: a partir de hoy son diez libras por día, diez libras de trigo. Como gustéis. Se fue el administrador. Brátchenko siguió con mirada de rabia su rápido coche y resumió lacónicamente: —¡Miserable! Estábamos muy disgustados. Los caballos nos hacían una falta terrible, pero no íbamos a dar por ellos la cosecha íntegra. Kalina Ivánovich gruñó: —No daré el trigo a esos parásitos: quince puds al mes y ahora, encima, diez libras. Ellos no hacen más que dedicarse a la teoría, y nosotros somos quienes cultivamos el trigo. Y, luego, dales el trigo y devuélveles los caballos. ¡Que lo cojan donde puedan, que yo no se lo doy! Los muchachos mantenían una actitud negativa respecto al contrato: —Si tenemos que darles el trigo, mejor será que se seque de raíz. O que ellos recojan el trigo y nos dejen los caballos. Brátchenko resolvía el litigio de un modo más conciliador: —Vosotros podéis darles el trigo, el centeno y las patatas, pero lo que es los caballos, yo no los devuelvo. Aunque me insultéis, ellos no volverán a ver los caballos. Llegó julio. Viendo cómo los muchachos segaban el heno en el prado, Kalina Ivánovich decía descontento: —Los muchachos siegan mal: no saben hacerlo. Y eso que es heno. No sé qué va a pasar con el trigo. Tenemos siete desiatinas de centeno y ocho de trigo y, además, la avena, y luego el trigo vernalizado. ¿Qué podemos hacer? No hay otra solución que comprar una segadora. —Pero, ¿qué dices, Kalina Ivánovich? ¿Con qué dinero quieres comprar la segadora? —Aunque sea una sencilla. Antes costaba unos ciento cincuenta o doscientos rublos. Al anochecer vino a mí con un puñadito de centeno: —¿Ves? Lo más tarde dentro de dos días tendremos que segar. Teníamos la intención de segar el centeno con guadañas. Y decidimos inaugurar solemnemente la siega con una fiesta en torno al primer haz. En nuestra colonia, el centeno maduraba rápidamente sobre la arena cálida, y esta circunstancia favorecía nuestro propósito de celebrar una fiesta, para la cual nos preparamos como para una solemnidad muy grande. Invitamos a mucha gente, preparamos una buena comida, dispusimos el bello y expresivo ritual del majestuoso principio de la siega. Ya habíamos adornado el campo con arcos y banderas, ya estaban listos los nuevos trajes de los muchachos, pero Kalina Ivánovich no acababa de sentirse a gusto: —¡La cosecha está perdida! Antes de que terminen de segar, se desgranará todo el centeno. ¡Hemos trabajado para los cuervos! Los colonos afilaban las guadañas en los cobertizos y disponían los rastrillos. —No se perderá nada, Kalina lvánovich -tranquilizaban al viejo-. ¡Trabajaremos como auténticos campesinos! Designamos a ocho muchachos para la siega. El mismo día de la fiesta Antón me despertó temprano: —Ahí está un campesino con una segadora. —¿Qué segadora? — Una máquina, grande, con alas: una segadora. Pregunta que si se la compramos. —Despáchale. Ya sabes que no tenemos dinero. —Ál dice que tal vez queramos cambiarla. El quiere un caballo. Me vestí y fui a la cochera. En medio del patio una segadora no muy vieja, al parecer pintada especialmente para la venta. Los colonos se habían agrupado alrededor de la máquina. Allí estaba también Kalina lvánovich, que repartía sus miradas coléricas entre la segadora, su propietario y yo. —¿Es que ha venido usted a burlarse de nosotros? ¿Quién le ha traído aquí? El propietario de la segadora desenganchaba los caballos. Era un hombre pulcro, con una honorable barba grisácea. —¿Y por qué la vendes? -preguntó Burún. T —¿Y de la Mary y el Korshun qué? —¿Cómo qué? —¿Hay que devolvérselos? -preguntó Antón, indicando al administrador. —Claro que sí. —No los devolveré -dijo Antón. —Los devolverás: ya tienes bastante con la segadora -se enfadó Chernenko. Pero Antón se enfadó también: —¡Llévese usted su segadora! ¿Para qué demonios la necesito yo? ¿A quién vamos a enganchar en ella: a Karabánov? Y Antón se fue a la cochera. —¿Ay, qué granuja! —exclamó, preocupado, Chernenko. Alrededor se hizo el silencio. Chernenko miró al administrador: —Nos hemos metido en un lío. Véndeles los caballos de algún modo, a plazos, como quieras, ¡el diablo se los lleve! Magníficos muchachos, aunque bandidos. Vamos, vamos por ese demonio rabioso. Antón se había dejado caer en un montón de heno. —Bueno, Antón, te he vendido los caballos. Antón levantó la cabeza. —¿No caros? —Ya los pagaréis de algún modo. —Eso me parece bien -dijo Antón-. Es usted un hombre inteligente. —Yo también pienso lo mismo -sonrió Chernenko. —Más inteligente que su administrador. 21. Unos Viejos Dañinos Era deliciosa la colonia en las noches de verano. Amplio y dulce, extendíase el cielo palpitante de vida; en el crepúsculo se diluía el lindero del bosque; las siluetas de los girasoles al borde de las huertas reposaban después de la ardorosa jornada, y en los difusos contornos del anochecer se perdía la fresca y profunda pendiente que llevaba hacia el lago. En la terracilla de alguna casa había gente sentada, y, aunque se oía su diálogo incoherente, era difícil precisar quiénes eran y cuántos. Es esa hora en que aún parece de día, pero en que ya se distingue y reconoce difícilmente las cosas. En esta hora, la colonia parece siempre desierta. Uno se pregunta: ¿Dónde se habrán metido los muchachos? Pero dad una vuelta por la colonia y les encontraréis a todos. Aquí, en la cuadra, unos cinco muchachos celebran consejo al pie de una collera colgada de la pared. En la panadería, toda una asamblea: dentro de media hora estará el pan, y todos los que tienen que ver con ello, con la cena, con la guardia en la colonia, se han sentado en los bancos de la panadería, muy limpia, y ahora conversan en voz baja. Cerca del pozo han coincidido casualmente varios muchachos: uno, que iba corriendo con un cubo por agua; otro, que pasaba simplemente por allí; un tercero, al que llamaron los otros dos porque ya esta mañana tenían algo que decirle. Todos se han olvidado del agua para acordarse, en cambio, de otra cosa, tal vez poco importante. Pero ¿acaso puede haber algo poco importante en un bello crepúsculo de estío? En el mismo extremo del patio, allí donde comienza la pendiente que lleva hacia el lago, se ha sentado sobre un sauce abatido y descortezado hace ya tiempo todo un tropel de muchachos, y Mitiaguin les refiere uno de sus maravillosos cuentos: —... entonces, una mañana la gente va a la iglesia y ve que no hay ningún pope. ¿Qué pasa? ¿Dónde se han metido los popes? Y el guarda dice: “Seguramente el demonio se ha llevado hoy a nuestros popes al pantano. ¿Tenemos cuatro popes?” “Cuatro”. “Pues bien: a los cuatro se los ha llevado el demonio esta noche al pantano... “ Los muchachos le escuchan en silencio con los ojos encendidos y sólo de vez en cuando chilla alegremente Toska: a él no le hace tanta gracia el demonio como guarda estúpido, que se ha pasado vigilando toda la noche sin poder descifrar si son o no sus popes los que el demonio se ha llevado al pantano. Toska se imagina a todos esos popes iguales, cebados y vulgares, se imagina toda esa difícil y pesada empresa -calculen ustedes: ¡llevarles a hombros hasta el pantano!-, toda esa profunda indiferencia por su destino, la misma indiferencia que suele haber en una matanza de chinches. Entre los arbustos del viejo jardín se escucha la risa en explosiones de Olia Vóronova, le contesta como un eco la voz abaritonada y burlona de Burún, y luego nuevas risas, pero ahora ya no sólo de Olia, sino de todo un coro femenil y después Burún echa a correr hacia el prado 80 sujetando la gorra toda arrugada, y tras el un abigarrado y alegre tropel de muchachas. En el prado, Shelaputin, atraído por las risas, se detiene sin saber qué hacer: reírse o escapar, porque también él tiene viejas cuentas pendientes con las muchachas. Sin embargo, estos anocheceres apacibles, íntimos y líricos no siempre correspondían a nuestro estado de ánimo. Tanto los depósitos de la colonia como las cuevas de los campesinos y hasta los domicilios de los educadores no habían dejado de ser todavía arena de operaciones suplementarias, aunque ya no tan productivas como en el primer año de nuestra vida en la colonia. En general, la desaparición de objetos diversos había pasado a ser un fenómeno raro en la colonia. Incluso si aparecía en la colonia algún nuevo especialista en estos asuntos, tardaba poco en comprender que no tenía que habérselas con el director, sino con una parte considerable de la colectividad, y la colectividad era extraordinariamente cruel en sus reacciones. A principios del verano me costó un gran esfuerzo arrancar de sus manos a un novato, sorprendido por los muchachos cuando intentaba deslizarse por la ventana en la habitación de Ekaterina Grigórievna. Los colonos estaban golpeándole con la cólera ciega y despiadada de que únicamente es capaz la muchedumbre. Cuando yo me sumergí en esta muchedumbre, alguien me empujó con la misma ira y se oyó una voz febril: —Llevaos a Antón con mil demonios! En verano había llegado a la colonia Kuzmá Leshi, enviado por la comisión. Seguramente su sangre era medio gitana. Adornaban el rostro atezado de Leshi unos enormes ojos negros, provistos de espléndidas pupilas, a las que la naturaleza había dado una facultad especial: descubrir lo que estaba colocado mal y podía, por lo tanto, ser sustraído. El resto del cuerpo de Leshi se subordinaba ciegamente a las órdenes sumarias de sus ojos gitanos: las piernas le conducían hasta el lugar en que se encontraba el objeto mal colocado, las manos se tendían dócilmente hacia él, la espalda curvábase, obediente, al amparo de alguna defensa natural, las orejas prestaban oído a toda suerte de susurros y otros ruidos inquietantes. Era imposible precisar en qué grado participaba la cabeza de Leshi en todas esas operaciones. En la historia futura de la colonia, la cabeza de Leshi, debería ser bastante apreciada, pero durante la primera época fue para todos los colonos el objeto más inútil de su organismo. ¡Qué de disgustos y de risas tuvimos con este Leshi! No pasaba día sin que le sorprendiéramos en algo: o sustraía un pedazo de tocino del carro que acababa de volver de la ciudad, o se llevaba de la despensa, a ojos vistas, un puñado de azúcar, o sutilizaba la majorka del bolsillo de un amigo, o, yendo de la panadería a la cocina, se comía la mitad del pan, o, en plena conversación interesante acerca del trabajo en el domicilio de algún educador, desaparecía un cuchillo de mesa. Leshi no recurría jamás a ningún plan complicado ni utilizaba herramienta alguna por sencilla que fuese: consideraba que la mejor herramienta eran sus manos. Los muchachos probaron a pegarle, pero Leshi no hacía más que sonreír: —¿Por qué vais a pegarme? Ni yo mismo sé cómo ha ocurrido: me hubiera gustado veros en mi lugar. Kuzmá era un muchacho muy alegre. En sus dieciséis años había podido acumular muchas experiencias: había viajado y visto mucho, había pasado algún tiempo en todas las cárceles provinciales. Tenía cierta instrucción, era ingenioso, muy ágil y audaz de movimientos, sabía bailar admirablemente el hopak y desconocía la propiedad de azorarse. Por todas esas cualidades, los colonos le perdonaban muchas cosas, pero sus eternos robos empezaron a hartarles. Por fin, cayó en una historia muy desagradable, que le tuvo amarrado mucho tiempo a la cama. Una noche se deslizó en la panadería y fue golpeado fuertemente con un leño. Nuestro panadero, Kostia Vetkovski, llevaba padeciendo mucho tiempo tanto por las continuas faltas de pan como por las enojosas conversaciones con Kalina Ivánovich que ello traía consigo. Kostia preparó una celada y tuvo la inmensa satisfacción de que aquella noche apareciera precisamente Leshi. Por la mañana, Leshi acudió a Ekaterina Grigórievna en demanda de ayuda. Le contó que había trepado a un árbol para coger moras y se había producido algunos arañazos. Ekaterina Grigórievna se sorprendió mucho de que una simple caída de árbol hubiese tenido consecuencias tan sangrientas, pero su misión era sencilla: vendó el rostro de Leshi y le llevó hasta el dormitorio, porque, sin su concurso, Leshi no hubiera podido hacerlo. Durante algún tiempo, Kostia no reveló a nadie los pormenores de la emboscada nocturna en la panadería: en sus horas libres, hacía de enfermera junto a la cama de Kuzmá y le leía Las aventuras de Tom Sawyer. Una vez repuesto, el mismo Leshi refirió todo lo sucedido y fue el primero en reírse de su desventura. —Escucha, Kuzmá -le dijo Karabánov-, si yo tuviera tan mala suerte como tú, habría dejado de robar hace tiempo. Así van a matarte alguna vez. 81 —Yo pienso lo mismo. ¿Por qué tendré tan mala suerte? Seguramente porque no soy un auténtico ladrón. Tendré que probar un par de veces más y, si no consigo nada, lo dejo. ¿Verdad, Antón Semiónovich? —¿Un par de veces? -le respondí yo-. En tal caso; no hay que aplazarlo: prueba hoy mismo. De todas formas, no conseguirás nada. Tú no sirves para eso. —¿Que no sirvo? —No. En cambio, serás un buen herrero: Semión Petróvich lo ha dicho. —-¿Ah, sí? —Sí. Pero también ha dicho que tú has robado dos marcadores nuevos, que ahora estarán seguramente en tus bolsillos. Leshi se sonrojó hasta donde era posible que se sonrojara su rostro moreno. Karabánov agarró a Leshi por un bolsillo y relinchó como sólo él podía relinchar: — ¿Claro que los tiene él! ¿Ves? La primera vez que fallas. — Maldita sea! -dijo Leshi, vaciando sus bolsillos. Sólo con casos como éste teníamos que habérnoslas en el interior de la colonia. Las cosas estaban mucho peor en el llamado mundo circundante. Las cuevas de los campesinos seguían gozando de las simpatías de los colonos, pero ahora esta empresa, organizada hasta el último detalle, se había estructurado en un armonioso sistema. En las incursiones contra las cuevas participaban exclusivamente los mayores. Los pequeños no eran admitidos e incluso se les acusaba de manera despiadada e implacable a la menor tentativa de incursión subterránea. Los mayores habían llegado a un grado de especialización tan notable, que hasta las lenguas de los kulaks no se atrevían a inculpar a la colonia de este sucio asunto. A parte de ello, yo tenía todos los fundamentos para suponer que el dirigente de las operaciones en las cuevas era un perito como Mitiaguin. Mitiaguin había sido siempre ladrón. En la colonia no robaba, porque sentía aprecio a los que vivían en ella y se daba cuenta perfectamente de que robar en la colonia era agraviar a los muchachos. Pero en los mercados urbanos y en las casas de los campesinos no había nada sagrado para él. Con frecuencia faltaba de la colonia por la noche, y a la mañana siguiente era difícil levantarle para el desayuno. Todos los domingos pedía permiso y regresaba ya avanzada la noche, a veces con un gorro o una bufanda que no tenía antes y siempre cargado de golosinas para todos los pequeños. Los pequeños adoraban a Mitiaguin, pero él sabía ocultar ante ellos su sincera filosofía de ladrón. Mitiaguin me trataba con el mismo cariño que antes. Jamás hablábamos de robos. Yo sabía que con palabras no se le podía ayudar. A pesar de todo, Mitiaguin me preocupaba mucho. Más listo e inteligente que muchos colonos, gozaba por ello del aprecio general. Sabía exhibir su naturaleza de ladrón de una manera irresistiblemente sugestiva. Siempre le rodeaba un séquito de muchachos mayores, que se comportaba con el mismo tacto que Mitiaguin y sentía tanto respeto como él por la colonia y por los educadores. Era difícil saber a qué se dedicaba toda esa banda en las horas sombrías y misteriosas. Para ello hubiera hecho falta espiarles o sonsacar a alguno de los colonos, y a mí me parecía que, de seguir tal camino, haría fracasar el desarrollo del ambiente que estaba cuajando con tanta dificultad en la colonia. Si yo conocía por casualidad alguna aventura de Mitiaguin, le atacaba directamente en las reuniones, a veces le imponía castigos, le llamaba a mi despacho y le reprendía a solas. Mitiaguin solía dar la callada por respuesta y con una expresión idealmente tranquila me sonreía afable y simpático. Al marcharse, se despedía inmutablemente serio y cariñoso: —¿Buenas noches, Antón Semiónovich! Partidario resuelto del honor de la colonia, se indignaba muchísimo cuando alguno “se pillaba los dedos”. — ¡No sé de dónde salen estos memos! ¡Se meten allí donde no les llegan las manos! Yo intuía que deberíamos renunciar a Mitiaguin. Era doloroso reconocer la propia impotencia y, además, Mitiaguin me daba lástima. Seguramente, también él consideraba que no tenía por qué seguir en la colonia, pero al mismo tiempo, no experimentaba ningún deseo de abandonarla. En la colonia tenía numerosos amigos, y todos los pequeños se pegaban a él como las moscas al azúcar. Lo peor de todo era que la filosofía de Mitiaguin había empezado a propagarse a colonos en apariencia tan firmes como Karabánov, Vérshnev, Vólojov. Sólo Belujin constituía la oposición manifiesta a Mitiaguin. Era interesante que la enemistad entre Mitiaguin y Belujin jamás revistiese la forma de un cambio de improperios. Los dos muchachos, nunca se peleaban, ni siquiera reñían. Belujin decía sin ambages en el dormitorio que, mientras tuviéramos a 82 —¿Qué el abuelo os regala sandías? -inquirí, recalcando bien mi pregunta. —Bueno, supongamos que no nos las da el abuelo, sino que las obtenemos de otro modo. ¿Y dónde vamos a tirar las cortezas? Y una vez Antón, sacó de paseo a los caballos y los muchachos les obsequiaron. Salí del dormitorio. Después del almuerzo, Mitiaguin sé presentó en mi despacho con una enorme sandia: —Pruébela usted, Antón Semiónovich. —¿De dónde la has sacado? ¡Lárgate de aquí con tu sandía!... Y, en general, tendré que ocuparme seriamente de vosotros. —La sandía es de lo más honrado: elegida especialmente para usted. Se la hemos pagado al abuelo en dinero contante y sonante. Y hace ya tiempo que sabemos que es preciso ocuparse seriamente de nosotros: por eso no nos ofendemos. —¡Lárgate con tu sandía y con tu verborrea! Diez minutos más tarde llegó con la misma sandía toda una delegación. Yo me quedé asombrado; fue Belujin quien habló, interrumpiendo a cada palabra su discurso para reírse: — Si usted supiera, Antón Semiónovich, la de sandías que se comen esas bestias cada noche! ¿Para que ocultarlo?... Sólo Vólojov... aunque esto, naturalmente, no tiene importancia. Que caiga sobre su conciencia el modo de conseguirlas, pero es indudable que también a mí me obsequian: estos bandidos han descubierto una debilidad en mi tierno corazón; me gustan terriblemente las sandias. Hasta las muchachas reciben su parte y también le dan a Toska: hay que reconocer que en el alma de esos bandidos se alojan, a pesar de todo, sentimientos nobles. Y nosotros sabemos también que usted no come sandías, que las malditas sandías no le dan más que disgustos. Así que acepte usted este humilde regalo. Yo soy un hombre honrado y no un Vérshnev cualquiera. Créame: al abuelo se le ha pagado por esta sandía quizá más de la productividad que hay en ella de trabajo humano, como dice la ciencia de la política económica. Una vez que hubo hablado así, Belujin recobró la seriedad y, después de colocar la sandía sobre mi mesa, se apartó modestamente a un lado. Vérshnev, despeinado y con su eterno aire de mártir, asomó detrás de un hombro de Mitiaguin: —E-econom ía po-política y no po-política eco-nómica. —Es igual —repuso Belujin. Yo pregunté: —¿Y cómo le habéis pagado al abuelo? Karabánov empezó a enumerar, doblando los dedos: —Vérshnev le ha hecho un asa para su jarrito, Gud le ha remendado las botas y yo he estado media noche de guardia por él. — ¡Me imagino la de sandías que habréis sumado a ésta mientras tanto! -exclamé. —Exacto, exacto -asintió Belujin-. Eso puedo confirmarlo por mi honor. Ahora tenemos contacto con ese abuelo. En cambio, allí, en el bosque, hay un sandiar ¡con un abuelo más malo! Ese no hace más que disparar. —¿TÚú también has comenzado a frecuentar los sandiares? No, yo no voy, pero oigo los disparos: a veces, salgo a dar una vuelta... Di las gracias a los muchachos por la espléndida sandía. Pocos días más tarde conocí al abuelo malo. Se me presentó muy disgustado. —¿Qué va a ser esto? Antes robaban, sobre todo, de noche, pero ahora ¡ni de día hay salvación! Llegan a las horas de comer en bandadas enteras y no se puede hacer nada. Es para desesperarse: mientras corro detrás de uno, los demás andan por todo el sandiar. Amenacé a los muchachos, diciéndoles que yo ayudaría personalmente a vigilar los sembrados o que contrataría a guardas a expensas de la colonia. Mitiaguin objetó: —No crea usted a ese mujik. No se trata de las sandías, sino de que no deja pasar delante del sembrado. —¿Y vosotros para qué queréis pasar delante del sembrado? ¿Es que pasa algún camino por allí? —¿Y a él qué le importa a dónde vamos? ¿Por qué dispara? A los dos días Belujin me advirtió: —Las cosas van a terminar mal con ese abuelo. Los muchachos están muy ofendidos. El abuelo tiene ya miedo a estar solo en la choza y ahora hay dos más con él, los tres con escopeta. Y esto no pueden tolerarlo, los muchachos. 85 Aquella misma noche, los muchachos se encaminaron en fila india al sandiar. Mis prácticas de instrucción militar les sirvieron de provecho. Hacia las doce de la noche, media colonia tomó posiciones en la linde del sandiar. Por delante salieron las patrullas y el servicio de reconocimiento. Cuando los abuelos dieron la voz de alarma, los muchachos, al grito de “hurra”, se lanzaron al ataque. Los guardas retrocedieron hacia el bosque y, en su pánico, olvidaron las escopetas en la choza. Una parte de los muchachos se dedicó a explotar el éxito, haciendo rodar las sandías por la pendiente hacia el lindero, y los demás se encargaron de la represión: incendiaron la enorme choza. Uno de los guardas corrió a la colonia y me despertó. Nos apresuramos a trasladarnos al lugar del combate. La choza era una gran hoguera sobre la altura, y esparcía tal resplandor, que se hubiera dicho que estaba ardiendo toda una aldea. Cuando llegamos al sandiar, se oyeron algunos disparos. Vi a los colonos tendidos en correctas secciones entre la maleza que circundaba las sandías. De vez en cuando, las secciones se incorporaban y corrían hacia la choza en llamas. En algún sitio del flanco derecho Mitiaguin daba órdenes: —No vayas de frente: vete dando un rodeo. —¿Quién dispara? -pregunté yo al abuelo. — Cualquiera lo sabe! Allí no hay nadie. Tal vez alguno se ha dejado olvidada la escopeta, y ahora está disparando sola. El asunto, en realidad, estaba terminado. Al verme, los muchachos desaparecieron como tragados por la tierra. El abuelo exhaló un suspiro y se fue a su casa. Yo volví a la colonia. En los dormitorios reinaba un silencio de muerte. No es que estuvieran durmiendo todos; es que incluso roncaban; yo no había oído en mi vida ronquidos semejantes. — ¡Basta de hacer el tonto! ¡Levantaos! — ordené en voz baja. Los ronquidos cesaron, pero todos los muchachos siguieron durmiendo tenazmente. —¡He dicho que os levantéis! De las almohadas se alzaron unas cabezas greñudas. Mitiaguin me miró sin reconocerme: —¿Qué ocurre? Pero Karabánov no pudo resistir: —Déjalo, Mitiaga. ¿Ya para qué?... Todos me rodearon y empezaron a referirme, entusiasmados, los detalles de la noche gloriosa. De pronto, Taraniets dio un salto, como si le hubiesen escaldado: — ¡Las escopetas se han quedado en la choza! —Habrán ardido... —La madera sí, pero todo lo demás sirve... Y salió volando del dormitorio. —esto -dije yo- será tal vez muy divertido, pero, a pesar de todo, se trata de bandidaje auténtico. Yo no puedo aguantar más. Si vosotros queréis continuar así, tendremos que separarnos. ¡Ni de día ni de noche hay tranquilidad en la colonia y en todas sus cercanías! Karabánov me asió de la mano: —esto no ocurrirá más. Nosotros mismos comprendemos que ya está bien. ¿Verdad, muchachos? Los muchachos zumbaron algo ,que parecía una aprobación. —Todo eso son palabras -continué-. Os prevengo que, si estos actos de bandidaje se repiten, expulsaré a alguno de la colonia. Sabedlo, pues, de una vez. No lo repetiré más. Al día siguiente fueron unos carros al sandiar siniestrado, recogieron todo lo que quedaba allí y se fueron. Sobre mi mesa yacían los cañones y las pequeñas piezas de las escopetas quemadas. 22. Amputación Los muchachos no cumplieron su palabra. Ni Karabánov, ni Mitiaguin, ni los demás componentes del grupo cesaron sus incursiones por los sandiares ni sus atentados a las cuevas y las despensas de los campesinos. Por último, organizaron una empresa nueva, extraordinariamente complicada, que culminó en una verdadera cacofonía de cosas agradables y desagradables. Una noche irrumpieron en el colmenar de Luká Semiónovich y se llevaron de él dos colmenas con la miel y las abejas. Los muchachos trajeron de noche las colmenas a la colonia y las instalaron en el taller de zapatería, que entonces no funcionaba. Para conmemorar el triunfo, 86 celebraron un banquete, al que asistieron numerosos colonos. Por la mañana se hubiera podido hacer una relación exacta de los asistentes al banquete: todos ellos andaban por la colonia con la cara roja e hinchada. El propio Leshi tuvo que recurrir a la ayuda de Ekaterina Grigórievna. Yo llamé a Mitiaguin. Inmediatamente reconoció que todo era obra suya, pero se negó a nombrar a sus cómplices. Más aún, me dijo, sorprendido: —Aquí no hay nada de particular. No hemos cogido las colmenas para nosotros: lo que hemos hecho es traerlas a la colonia. Si usted cree que la colonia no necesita colmenar, podemos devolverlas. —¿Cómo vais a devolverlas? Os habéis comido la miel y las abejas han perecido. —Bueno, como usted quiera. Pero conste que yo he intentado lo mejor. —No, Mitiaguin, lo mejor será que nos dejes en paz... Tú ya eres grande, y nunca estarás de acuerdo conmigo: vamos a separarnos. —Yo también pienso lo mismo. Había que expulsar a Mitiaguin lo antes posible. Para mí estaba ya claro que me había retrasado imperdonablemente en tomar esta resolución y que no había advertido el proceso, declarado hacía tiempo, de descomposición de nuestra colectividad. Quizá las incursiones por los sembrados de sandías y el desvalijamiento del colmenar no fueron particularmente pecaminosos, pero la continua atención que los colonos otorgaban a esas empresas, las noches y los días llenos de los mismos esfuerzos y las mismas impresiones significaban una parada completa en el desarrollo de nuestro ambiente, es decir, significaban un estancamiento. Y sobre el fondo de este estancamiento, cualquier mirada, atenta podía advertir ya tangiblemente varios aspectos negativos: el desparpajo de los colonos, el desdén con que miraban a la colonia y al trabajo, una charlatanería huera y fatigosa, ciertos elementos de indudable cinismo. Yo veía que incluso muchachos como Belujin y Zadórov, que no participaban en ningún asunto sucio, habían comenzado a perder el brillo de su personalidad, se enmohecían. Nuestros planes, un libro de interés, las cuestiones políticas habían pasado a segundo plano, cediendo el puesto central a las aventuras desordenadas y baratas y a los interminables diálogos acerca de ellas. Todo esto se reflejaba también en el aspecto de los colonos y de toda la colonia: falta de disciplina, cierta tendencia descuidada y poco profunda a la ingeniosidad fácil, ropa al desgaire y porquería escondida en todos rincones. Di a Mitiaguin un certificado de salida de la colonia, le entregué cinco rublos para el camino - me dijo se iba a Odessa- y le deseé buen viaje. —¿Puedo despedirme de los muchachos? —Como quieras. Cómo transcurrió la despedida, lo ignoro. Mitiaguin se marchó antes del anochecer, despedido por casi toda la colonia. Por la noche, todos estaban tristes. Los pequeños parecían apagados, igual que si se hubiesen estropeado los potentes motores que les ponían en movimiento. Karabánov se sentó en un cajón tirado junto a la despensa y no se movió de allí hasta la noche. Leshi entró en mi despacho. —Qué pena de Mitiaga! -suspiró. Esperó largo tiempo mi contestación, pero yo no le contesté nada. Y se fue. Estuve trabajando hasta muy tarde. A eso de las dos, al salir del despacho, vi luz en la buhardilla de la cochera. Desperté a Antón. —¿Quién está en la buhardilla? -le pregunté. Antón se encogió de hombros, descontento, y me repuso de mala gana: —Mitiaguin. —¿Qué hace allí? —¡Yo qué sé! Subí a la buhardilla. En torno a la linterna de la cochera había varios muchachos: Karabánov, Vólojov, Leshi, Prijodko, Osadchi. Me miraron en silencio. A Mitiaguin, que hacía algo en un rincón de la buhardilla, pude verle apenas en la oscuridad. —Todos al despacho. Cuando yo abría la puerta del despacho, Karabánov dispuso: —No es necesario que nos reunamos todos aquí. Con Mitiaguin y conmigo es bastante. No objeté nada. Entramos. Karabánov se dejó caer cómodamente en el diván. Mitiaguin detúvose en un rincón cerca de la puerta. 87 Coincidiendo con el final del otoño, empezó en la colonia un período sombrío: el más sombrío de toda nuestra historia. La expulsión de Karabánov y Mitiaguin resultó una operación en extremo dolorosa. El hecho de haber sido expulsados los muchachos “más destacados”, que hasta entonces habían ejercido la mayor influencia sobre la colonia, privó a los colonos de una buena orientación. Tanto Karabánov como Mitiaguin eran excelente trabajadores. Karabánov sabía entregarse al trabajo con ímpetu y pasión, sabía encontrar alegría en el trabajo y transmitírsela a los demás. Chispas de energía y de inspiración irradiaban literalmente de sus manos. No hacía más que gruñir de tarde en tarde contra los haraganes y los flojos, pero eso bastaba para avergonzar al vago más declarado. En el trabajo Mitiaguin era un excelente complemento de Karabánov. Sus movimientos se distinguían por lo suaves y felinos -auténticos movimientos de ladrón-, pero en todo tenía suerte, todo lo hacía bien, con una alegre bonachonería. Al mismo tiempo, los dos muchachos, sensibles en extremo, reaccionaban enérgicamente a cualquier irritación, a cualquier acontecimiento cotidiano de la colonia. Después de su marcha todo se hizo, de pronto, aburrido y gris. Vérshnev se sumergió todavía más en los libros. Las bromas de Belujin adquirieron un cariz excesivamente serio y sarcástico. Muchachos como Vólojov, como Prijodko, como Osadchi, se hicieron demasiado serios y corteses. Los pequeños se aburrían y secreteaban y, en general, toda la muchedumbre de colonos adquirió repentinamente el aspecto de una sociedad de adultos. Por las noches era difícil reunir una compañía animada: cada uno estaba embebido en sus propios asuntos. Tan sólo Zadórov, siempre sonriente y sincero, no había perdido su alegría, pero nadie experimentaba el deseo de compartir su animación, y el muchacho tenía que sonreír a solas, sentado, ante un libro o ante el modelo de una máquina de vapor que había comenzado a construir ya en la primavera. Contribuían igualmente al desánimo de la colonia nuestros reveses agrícolas. Kalina lvánovich, mal agrónomo, tenía las ideas más absurdas acerca de la rotación de cultivos y la técnica de la siembra, y, por otra parte, la tierra recibida por nosotros de los campesinos terriblemente abandonada y exhausta. Por ello, a pesar del inmenso trabajo de los colonos en el verano y el otoño, nuestra cosecha se expresó en cifras vergonzosas. En el trigo de invierno había más malas hierbas que trigo; el de primavera tenía un aspecto lastimoso, y, en cuanto a la remolacha y a las patatas, la cosa era peor aún. Y en las casas de los educadores reinaba la misma depresión. Tal vez estábamos, simplemente, fatigados: desde el nacimiento de la colonia, ninguno de nosotros había tenido vacaciones. Pero los propios educadores no atribuían la cosa al cansancio. Reaparecieron las viejas conversaciones acerca de la inutilidad de nuestro trabajo, de la imposibilidad de dar una educación socialista a “semejantes” muchachos, de que aquello era un vano derroche de energías físicas y espirituales. —Hay que dejar todo esto -decía Iván Ivánovich-. Ya ven ustedes: hasta a Karabánov, de quien nos enorgullecíamos, hemos tenido que echarle. No tenemos una confianza particular ni en Vólojov, ni en Vérshnev, ni en Osadchi, ni en Taraniets, ni en otros muchos. ¿Acaso vale la pena de mantener la colonia únicamente por Belujin? Hasta Ekaterina Grigórievna- traicionó nuestro optimismo, que antes hacía de ella mi primer amigo y ayudante. Fruncía las cejas, absorta en hondas meditaciones y los resultados de estas meditaciones eran extraños e inesperados para mí: —¿Sabe usted una cosa? ¿Y si estuviéramos cometiendo un terrible error? No existe ninguna colectividad, ¿comprende usted?, ninguna colectividad, y, sin embargo, nosotros no hacemos más que hablar de ella. ¿Y si no hubiésemos hecho más que hipnotizarnos con nuestra propia ficción de colectividad? —Pero vamos a ver -la detenía yo-. ¿Cómo que no hay colectividad? ¿Y los sesenta colonos, su trabajo, su vida, su amistad? —¿Sabe lo que pienso? Que éste es un juego interesante, un juego llevado tal vez con mucho talento. Arrastrados por él, hemos arrastrado también a los muchachos, pero se trata de un entusiasmo puramente provisional. Me parece que el juego nos tiene ya hartos a todos. Hoy estamos aburridos, pronto dejaremos todos de jugar, y todo se reducirá a una vulgar y fracasada casa de niños. —Cuando aburre un juego, se empieza otro -intervino Lidia Petrovna, tratando de disipar el mal humor. Nos reímos tristemente. Pero yo no pensaba deponer las armas: —Ekaterina Grigórievna, su estado de ánimo es el lloriqueo corriente que corresponde a un intelectual blandengue, como hay tantos. Nada se puede deducir de su estado de ánimo, es un 90 estado casual. Usted deseaba ardientemente que tanto Mitiaguin como Karabánov fuesen dominados por nosotros. El maximalismo injustificado, el capricho y la avidez se transforman siempre en gemidos y en actitudes de desesperación. O todo o nada: vulgar filosofía epiléptica. Yo decía todo eso, macerando tal vez en mi fuero interno la misma blandenguería intelectual. En ocasiones también a mi mente acudían ideas anémicas: había que abandonar la empresa, no valía Belujin o Zadórov los sacrificios inmolados en aras de la colonia. Nosotros, pensaba, estábamos ya cansados y por ello el éxito era imposible. Sin embargo, no me abandonaba el viejo hábito de la tensión silenciosa y paciente. Yo procuraba aparecer enérgico y seguro ante los colonos y los educadores, atacaba a los educadores pusilánimes, esforzándome por convencerles de que las adversidades eran temporales, de que todo se olvidaría. Tengo que rendir homenaje al enorme dominio y a la disciplina de que nuestros educadores dieron pruebas en aquel tiempo adverso. Como siempre, ocupaban puntualmente sus puestos; como siempre, reaccionaban activos y sensibles a cada nota discordante en la vida de la colonia; como siempre, hacían las guardias, según la bella tradición establecida entre nosotros, con su mejor traje, pulcros y correctos. La colonia marchaba adelante sin alegrías y sin sonrisas, pero marchaba con un ritmo neto y seguro, como una máquina bien montada. Yo veía también las consecuencias positivas de mi condena de los dos colonos: habían cesado por completo las incursiones a la aldea, habían llegado a ser inverosímiles las operaciones con los sandiares y las despensas. Yo fingía no advertir el abatimiento de los colonos y daba a entender que la nueva disciplina y la lealtad respecto a los campesinos no tenían nada de particular y que, en general, todo marchaba como antes y que como antes seguíamos avanzando. En la colonia aparecieron muchos asuntos nuevos e importantes. Empezamos a construir un invernadero en la segunda colonia, comenzamos a trazar los senderos y a arreglar los patios después de la liquidación de las ruinas de la finca de los Trepke, construimos arcos y empalizadas, empezamos a tender un puente sobre el Kolomak, en el sitio donde el río era más estrecho; en la fragua hacíamos camas de hierro para los colonos, reparábamos nuestro material agrícola y nos apresurábamos febrilmente a terminar la reparación de los edificios de la segunda colonia. Yo acumulaba rigurosamente trabajos nuevos y exigía de toda la colonia el mismo esmero y la misma precisión en el trabajo. No sé por qué -probablemente por un instinto pedagógico ignoto para mí-, me aferré a la instrucción militar. Ya anteriormente habían efectuado los colonos algunos ejercicios de educación física y de instrucción militar. Yo no había sido nunca un especialista en educación física, y, además, carecíamos de medios para traer a un especialista semejante. Tan sólo conocía la formación y la gimnasia militar, tan sólo conocía lo referente a los ejercicios tácticos de una compañía. Sin la menor reflexión y, desde luego, sin ninguna vacilación pedagógica, dispuse que los muchachos se ejercitaran en todas esas cosas útiles. Los colonos accedieron a ello de buen grado. Después del trabajo, dedicábamos todos los días una o dos horas a esos ejercicios, en los que participaba toda la colonia. Los ejercicios efectuábanse en nuestro patio, que constituía un espacioso cuadrado. A medida que iban aumentando nuestros conocimientos, ampliábamos también el campo de operaciones. Para el invierno, nuestras escuadras efectuaban interesantes y complicados movimientos militares en todo el territorio ocupado por nuestros caseríos. Asaltábamos de manera bella y metódica diversos objetivos -jatas y cobertizos- y coronábamos nuestros ataques con cargas a la bayoneta, que despertaban verdadero pánico en las almas impresionables de los dueños y las dueñas de esos objetivos. Ocultos tras las paredes de níveo blancor, los campesinos salían corriendo al oír nuestros gritos belicosos, se apresuraban a cerrar depósitos y cobertizos y, pegados a las puertas, seguían con una mirada recelosa y asustada a las airosas escuadras de los colonos. A los muchachos les gustaba mucho todo esto, y pronto tuvimos fusiles de verdad, porque se nos aceptó con alegría en las filas de la Instrucción militar general, ignorando artificialmente nuestro tenebroso pasado de infractores de la ley. Durante la instrucción, yo era severo e inflexible como un auténtico jefe; los muchachos aprobaban plenamente tal actitud. Así sentamos el comienzo del juego militar, que debería ser más tarde uno de los motivos fundamentales de toda nuestra vida. Yo observé ante todo, la influencia positiva que ejercía el porte militar. Cambió por completo el aspecto del colono: se hizo más esbelto y más fino, dejó de recostarse en las mesas y en las paredes, podía mantenerse libre y airoso sin necesidad de soportes. Ya los nuevos colonos empezaron a distinguirse notablemente de los viejos. Hasta el propio andar de los muchachos 91 se hizo más seguro y más flexible; ahora iban con la cabeza erguida y se empezaban ya a echar al olvido su costumbre de tener siempre metidas las manos en los bolsillos. Atraídos por los ejercicios militares, los colonos aportaron e introdujeron muchos elementos nuevos en ellos utilizando sus lógicas simpatías infantiles por todo lo relacionado con la vida marinera y militar. Por aquel tiempo precisamente, fue introducida en la colonia la regla de responder a cada orden, en señal de aquiescencia y de conformidad, con las palabras “a la orden”, contestación magnífica que se subrayaba con el amplio saludo de los pioneros. También en aquella época adquirimos trompetas para la colonia. Hasta entonces habíamos estado haciendo nuestras señales con una campana, que todavía quedaba de la antigua colonia. Ahora compramos dos trompetas, y varios colonos iban todos los días a la ciudad para tomar lecciones de un maestro de música, que les enseñaba a tocar. Después compusimos señales para todos los de la vida colonística, y en invierno renunciamos a la campana. Ahora el corneta de guardia salía a la terracilla de mi despacho y derramaba sobre la colonos los bellos y estentóreos sonidos del toque. En la calma crepuscular, los sonidos de la trompeta vibraban de un modo especialmente emocionante sobre la colonia, sobre el lago, sobre los tejados de los caseríos. Alguien repetía el toque desde una ventana abierta del dormitorio con una voz joven y sonora de tenor y otro lo ejecutaba de repente al piano. Cuando en la delegación de Instrucción Pública se enteraron de nuestras aficiones militares, la palabra “cuartel” fue durante largo tiempo nuestro mote. Era igual: yo estaba tan disgustado, que no me molesté en tomar en consideración un pequeño disgusto más. Además, no tenía tiempo. Todavía en agosto traje dos lechones de una estación experimental. Ingleses auténticos, durante todo el camino protestaron enérgicamente contra el traslado a la colonia y no hacían más que hundirse a cada momento en un agujero de nuestro carro. Los lechones se enfurecían hasta la histeria y Antón protestaba irritado: —¡Como si tuviéramos pocos líos! Encima nos hacían falta estos cerdos... Enviamos a los ingleses a la segunda colonia, y entre los chicos pequeños encontramos muchos más aficionados a cuidarlos de los que nos hacían falta. Entonces vivían en la segunda colonia veinte muchachos y un educador, individuo bastante anodino que llevaba el apellido de Rodímchik. La reparación de la casa grande, que nosotros llamábamos cuerpo “A”, estaba ya concluida. Destinada a talleres y clases, en ella se habían instalado ahora provisionalmente los muchachos. También estaban terminados otros edificios, y sólo quedaba todavía mucho por hacer en un enorme pabellón central de dos pisos, donde pensábamos instalar los dormitorios. En los cobertizos, en la cochera, en los graneros cada día se clavaban nuevas tablas, se revocaban nuevas paredes, se colocaban nuevas puertas. La agricultura obtuvo un poderoso refuerzo. Llamamos a un agrónomo, y en los campos de la colonia apareció Eduard Nikoláievich Shere, un ser incomprensible en absoluto para la inexperta mirada de los colonos. Para todos estaba claro que Shere se debía a una clase especial de semillas de calidad y que no había sido regado por las lluvias bienhechoras, sino por una esencia preparada especialmente para tipos como Shere. Shere, al contrario de Kalina Ivánovich, jamás se indignaba o enardecía por nada: su estado de ánimo era siempre igual, si acaso un poquitín alegre. Trataba a todos los colonos, incluso a Galatenko, de “usted” y nunca subía la voz, pero tampoco entablaba amistad con nadie. A los muchachos les impresionó mucho que un día, respondiendo a una grosera negativa de Prijodko: — ¿Qué tengo yo que ver con el casis? ¡No quiero trabajar allí!” Shere se sorprendiera afable y simpático, sin afectación ni fingimiento: —¡Ah!- ¿No quiere usted? En tal caso, dígame su apellido para que no le encargue casualmente algún otro trabajo. —Yo estoy dispuesto a trabajar donde sea, menos el casis. —No se preocupe: me pasaré sin usted, ¿sabe?, usted encontrará trabajo en otra parte. —Pero ¿por qué? —Tenga la amabilidad de decirme su apellido: no quiero perder mi tiempo hablando. La gallardía bandidesca de Prijodko se amustió en el acto. Prijodko se encogió desdeñosamente de hombros y fue a trabajar en el casis, que un minuto antes contradecía de manera tan categórica su destino en el mundo. Shere era relativamente joven, pero sabía dejar estupefactos a todos los colonos con su aplomo continuo y su capacidad sobrehumana de trabajo. Los colonos tenían la impresión de que Shere no se acostaba nunca. La colonia se despertaba, y Eduard Nikoláievich estaba ya 92 Podéis ser secos con ellos hasta el máximo grado, exigentes hasta la quisquillosidad, podéis pasar a su lado sin verles, incluso cuando procuran estar a vuestra vista, podéis ser indiferentes a su simpatía, pero si brilláis por vuestro trabajo, por vuestros conocimientos, por vuestra estrella afortunada, entonces podéis vivir tranquilos: todos estarán de vuestra parte y no os traicionarán. Independientemente del campo en que se manifiesten vuestras capacidades, independientemente de lo que seáis: carpinteros, agrónomos, forjadores, maestros, maquinistas. Y, al contrario, por cariñosos que seáis, por amena que sea vuestra conversación, por bondadosos, afables y simpáticos que os mostréis en la vida y en el descanso, si vuestro trabajo está acompañado de reveses y de desventuras, si se ve a cada paso que no conocéis vuestro oficio, si todo lo que emprendéis acaba mal, jamás mereceréis nada, a excepción del desprecio, unas veces condescendiente e irónico, otras veces violento y hostil hasta la destrucción, otras veces enojosamente mordaz. Una vez tuvimos que instalar una estufa en el dormitorio de las muchachas. Encargamos una estufa redonda. El estufista había llegado casualmente a la colonia. Estuvo todo un día entre nosotros, reparó a alguien un fogón y la pared de la cochera. Tenía un aspecto divertido: todo redondo, calvo, y, al mismo tiempo, resplandeciente y dulzón. Salpicaba su conversación de interminables refranes y proverbios, y de sus palabras se deducía que en el mundo no había un constructor de estufas como él. Los colonos iban en masa tras él. En general, aceptaban con suma desconfianza sus relatos y los acogían a veces con reacciones que él no esperaba. —AMlí, hijitos, había, claro está, estufistas más expertos que yo, pero el conde no reconocía a nadie. “Hermanos -decía-, llamad a Artemio. ¡Si él construye una estufa, ésa si que será una estufa!” Yo, claro está, era joven en el oficio, y vosotros mismos comprenderéis lo que es una estufa en la casa de un conde... A veces, me quedaba así, mirando la estufa, y el conde iba y me decía: “Tú, Artemio, esfuérzate...” —¿Y qué, conseguiste algo? -preguntaban los colonos —¿Cómo no? El conde estaba siempre al tanto... Y Artemio, pavoneándose, estiraba su cabeza monda y representaba al conde en actitud de inspeccionar la estufa construida por él. Los muchachos no podían aguantarse y se echaban a reír: Artemio se parecía muy poco a un conde... Artemio empezó la construcción de la estufa con verborrea solemne y especial, recordando todas las estufas buenas construidas por él y todas las estufas malas e inservibles construidas por otros. Al hablar así, revelaba, sin cohibirse, todos los secretos de su oficio y enumeraba, unatras otra, las dificultades que distinguían la construcción de una estufa redonda. —Lo más importante aquí es trazar bien el radio. Hay quiénes no saben hacerlo. Los colonos efectuaban peregrinaciones enteras al dormitorio de las muchachas y seguían en silencio el trabajo de Artemio “con el radio”. Artemio divagó mucho mientras construía la base. Cuando pasó a la estufa propiamente dicha, en sus movimientos apareció cierta inseguridad y su lengua se detuvo. Yo entré a ver el trabajo de Artemio. Los colonos abrieron paso, mirándome interesados. —-¿Por qué es tan barriguda? -pregunté, sacudiendo la cabeza. —¿Barriguda? -preguntó Artemio-. No, no es barriguda. Lo parece porque no está terminada aún. Después será como es debido. Zadórov entornó un ojo y contempló la estufa: —¿Y también “lo parecía” en casa del conde? Artemio no captó la ironía: —¿Cómo no? Eso ocurre siempre cuando la estufa no está terminada. Tú, por ejemplo... Al cabo de tres días, Artemio me llamó para mostrarme me la estufa. En el dormitorio se había congregado toda la colonia. Artemio daba vueltas alrededor de su obra y erguía la cabeza. La destartalada estufa estaba en el centro de la habitación, toda torcida, y de pronto, se desmoronó estruendosamente, llenó la habitación de ladrillos y nos ocultó a todos en una espesa nube de polvo que no pudo ocultar las carcajadas, los gritos y los gemidos que estallaron en aquel mismo instante. Muchos fueron alcanzados por los ladrillos, pero ninguno estaba en condiciones de reparar en su dolor. Los muchachos se reían en el dormitorio y, una vez fuera de él, se reían en los pasillos y en el patio, retorciéndose literalmente en los espasmos de la risa. Me levanté entre los escombros y tropecé en la habitación contigua con Burún, que tenía agarrado a Artemio por el cuello de la chaqueta y levantaba el puño sobre su calva sucia. 95 Despedimos a Artemio, pero su nombre fue durante mucho tiempo sinónimo de ignorante, fanfarrón y “chapucero”. Se decía: —¿Qué clase de persona es? —Un Artemio, ¿acaso no se ve? A los ojos de los colonos, Shere no tenía nada de Artemio, y por eso, le acompañaba en la colonia el respeto general y nuestros trabajos agrícolas se efectuaron a tiempo y con acierto. Además, Shere poseía capacidades complementarias: sabia encontrar bienes abandonados por falta de heredero, gestionar letras de cambio, hallar créditos. Por eso comenzaron a aparecer en la colonia nuevas podaderas, sembradoras, arados-sembradoras, cerdos y hasta vacas. ¡Tres vacas! Se sentía cerca el olor de la leche. , En la colonia nació una verdadera pasión por la agricultura. Unicamente los muchachos que habían aprendido algo en los talleres no se dejaban arrastrar por el campo. Detrás de la fragua, en una plazoleta; Shere había abierto unos invernaderos, y el taller de carpintería estaba construyendo unos marcos para ellos. En la segunda colonia se construían unos invernaderos de grandes proporciones. En pleno fragor del entusiasmo agrícola, a principios de febrero, llegó Karabánov a la colonia. Los muchachos le recibieron con abrazos y besos entusiastas. Cuando pudo mal que bien desprenderse de ellos, entró en mi despacho: —He venido a ver cómo viven ustedes. Rostros alegres y risueños asomaban por la puerta del despacho: colonos, educadores, lavanderas. —¡Oh, Semión! ¡Mírale! ¡Salud! Hasta el anochecer erró Semión por la colonia, estuvo también en la finca de los Trepke y luego, al ponerse el sol, vino a mí triste y silencioso. Cuéntame, Semión, ¿cómo vives? —¿Que cómo vivo? Con mi padre. —¿Y Mitiaguin dónde anda? — Que se vaya al diablo! Le dejé. Me parece que ha ido a Moscú. —¿Y tu padre qué tal? —Pues un campesino como todos. Aún gallea... A mi hermano le han matado... —¿Cómo? —Era guerrillero: le han matado los petliuristas en la ciudad, en plena calle. —¿Y tú qué piensas hacer? ¿Seguir en casa de padre? No... En casa del padre no quiero... No sé... Se acercó, indeciso, hacia mi: —¿Sabe usted una cosa, Antón Semiónovich? -me disparó a quemarropa-. ¿Y si me quedara en la colonia, eh? Me miró rápidamente y bajó la cabeza hasta las mismas rodillas. Yo le dije sencilla y alegremente: —¿Se trata sólo de eso? Pues claro que sí: quédate. Todos estaremos contentos. Semión saltó de la silla, y todo su cuerpo se estremeció en un acceso de ardiente y contenida pasión; —No puedo, ¿comprende?, no puedo. Los primeros días menos mal, pero después... En fin, que no puedo. Ando, trabajo, y luego, cuando estoy comiendo, me pongo a recordar y, entonces, es que gritaría de dolor. Le diré por qué: me he encariñado con la colonia. Yo mismo no sabía, pensaba que sería una cosa pasajera, pero siempre acababa diciéndome: “Voy, por lo menos, a ver cómo viven”. ¡Y cuando he venido y he visto lo que ustedes tienen aquí, lo bien que están! Y su Shere... —Tranquilízate -dije yo a Karabánov-. Debías haber vuelto inmediatamente. ¿Para qué atormentarte así? —Yo también pensaba lo mismo, pero cuando recordaba todas nuestras fechorías, cómo le hacíamos rabiar... Sacudió la mano en un ademán de impotencia y guardó silencio. —Bueno -dije yo-, olvídalo todo. Semión alzó, desconfiado, la cabeza: —Pero... tal vez piense usted que estoy coqueteando, como solía decir. ¡Pues no! ¡Oh, si usted supiera cuántas cosas he aprendido! Dígame con sinceridad: ¿me cree usted? —Te creo -le contesté en serio. No, dígame la verdad: ¿me cree? 96 —Pero, hombre, ¡vete al demonio! -exclamé, riéndome-. Supongo que lo pasado no volverá a repetirse. —¿Ve usted? Eso significa que no confía del todo... —Te atormentas en vano, Semión. Yo confío en todos, sólo que en unos más y en otros menos: en unos confío en cinco kopeks y en otros, en diez. —¿Y en mí en cuánto? —En ti, en cien rublos. —Pues yo no le creo en absoluto -se encrespó Semión. — ¡Vaya contigo! —Pero no importa: todavía tengo que demostrarle... Semión se fue al dormitorio. Desde el primer día pasó a ser el brazo derecho de Shere. Con francas dotes de agricultor, sabía muchas cosas y otras muchas las llevaba en la sangre, “desde el abuelo y el bisabuelo”: una experiencia agrícola heredada. Al mismo tiempo, absorbía con avidez la nueva teoría agrícola, la belleza y la armonía de la técnica agronómica. Semión seguía a Shere con una mirada celosa y procuraba demostrarle que también él era capaz de no quedar a la zaga y de no cansarse. Pero no sabía alcanzar la tranquilidad de Eduard Nikoláievich y siempre andaba nervioso y exaltado, hirviente bien de indignación, bien de entusiasmo o de palpitante alegría. Dos semanas más tarde, llamé a Semión y le dije simplemente: —Aquí tienes un recibo: debes cobrar quinientos rublos en la sección de finanzas. Semión abrió los ojos y la boca, se puso primero pálido y luego gris, por fin, balbuceó torpemente: —¿Quinientos rublos? ¿Y qué más? —Nada más -respondí, mirando hacia el cajón de la mesa-. Vas y me traes el dinero. —¿Debo ir a caballo? —Naturalmente. Ten, por si acaso, la pistola. Entregué a Semión la misma pistola que yo había extraído en otoño del cinturón de Mitiaguin, con los mismos tres cartuchos. Karabánov la tomó maquinalmente. Echó una mirada feroz al arma, se la guardó con un rápido movimiento en el bolsillo y, sin decir una sola palabra salió de la habitación. Diez minutos más tarde oí un chasquido de herraduras contra el empedrado: por delante de mi ventana pasó, veloz, un jinete. Antes del anochecer; Semión; ceñido por un cinturón y envuelto en una corta pelliza de herrero, fino y esbelto, aunque sombrío, entró en mi despacho. Silenciosamente depositó sobre la mesa un fajo de billetes y la pistola. Tomé el paquete y, con la voz más indiferente e inexpresiva de que fui capaz, pregunté a Semión: —¿Has contado los billetes? SÍ. Yo arrojé descuidadamente el fajo en el cajón. —Gracias por la molestia. Ve a comer. Karabánov hacía girar maquinalmente su cinturón y dio dos o tres vueltas por el despacho, pero repuso en voz baja: —Bueno. Y se fue. Pasaron dos semanas más. Semión, al encontrarse conmigo, me saludaba con sombría aspereza, como si se sintiese cohibido ante mi. Con el mismo gesto sombrío escuchó mi nueva orden: —Tienes que ir a buscar dos mil rublos. Me contempló indignado largo tiempo, mientras se guardaba la pistola en el bolsillo. Después dijo, subrayando cada palabra: —¿Dos mil rublos? ¿Y si no los traigo? Salté de mi sitio y le increpé. — ¿Déjate de conversaciones estúpidas! Se te ha dado una orden: ve y cúmplela. ¡No hay necesidad de “escenas sicológicas”! Karabánov se encogió de hombros y murmuró confusamente: —Bueno... Al traer el dinero, insistió: —Cuéntelo. —¿Para qué? - 97
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