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Orientación Universidad
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Poema pedagógicp Makarenko, Resúmenes de Sociología de la Educación

Es un resumen del poema Makarenko

Tipo: Resúmenes

2020/2021

Subido el 05/11/2021

laura-soriano-vaillo
laura-soriano-vaillo 🇪🇸

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¡Descarga Poema pedagógicp Makarenko y más Resúmenes en PDF de Sociología de la Educación solo en Docsity! Poema Pedagógico Antón S. Makárenko A Máximo Gorki Nuestro padrino, amigo y maestro. Con devoción y cariño Índice Primer Libro Acerca del autor NOD ADN 235) ZAR ERBR2LBGIRSRDAEDES YODA . Conversación con el delegado provincial de Instrucción Pública . Principio sin gloria de la colonia Gorki . Característica de las necesidades primordiales . Operaciones de carácter interno . Asuntos de importancia estatal . La conquista del tanque metálico . No hay pulga mala . Carácter y cultura Aún quedan caballeros en Ucrania . Los ascetas de la educación socialista . La sembradora triunfal . Brátchenko y el comisario regional de abastos . Osadchi . Buenos vecinos . El nuestro es el más guapo . Habersup . Sharin en la picota . La fusión con el campesinado . Juego de prendas . Sobre lo vivo y lo muerto . Unos viejos dañinos . Amputación . Semillas de calidad . El calvario de Semión . Pedagogía de mandos . Los monstruos de la segunda colonia . La conquista del komsomol . Comienzo de la marcha al son de las fanfarrias Segundo Libro . La jarra de leche . Otchenash . Los dominantes . El teatro . Educación de kulaks . Las flechas de Cupido . Refuerzos . Los destacamentos noveno y décimo . El cuarto destacamento mixto - Bueno, tú no la llevas... ¡Intelectuales asquerosos! No hago más que buscar y rebuscar... La cosa tiene mucha importancia. ¡Hay tantos ladronzuelos de ésos, que es imposible ir por la calle! Además, ya se meten en las casas. Me dicen que éste es un asunto nuestro, de Instrucción Pública... ¿Qué te parece? - ¿Qué va a parecerme? - Pues eso, precisamente, que no quiere nadie: que todos se defienden con uñas y dientes, que todos dicen: Nos degollarán. Naturalmente, os gustaría tener un despachito, libros. . . ¡Tú te has puesto hasta gafas!... Me eché a reír: - ¡Vaya, también las gafas le molestan! - Es lo que yo digo: que sólo queréis leer. Pero, si se os da un ser vivo, entonces salís con ésas: Me degollará. ¡Intelectuales! El delegado provincial de Instrucción Pública me acribillaba enojado con sus pequeños ojos negros, y, bajo los bigotes a lo Nietzsche, su boca expelía insultos contra toda nuestra casta pedagógica. Pero este delegado provincial de Instrucción Pública no tenía razón... - Usted escúcheme... - ¡Qué "escúcheme” ni qué "escúcheme"! ¿Qué puedes decirme? Me dirás: ¡si fuera esto como en Norteamérica! Hace poco leí un librito acerca de eso... Alguien me lo dio intencionadamente. Reformadores... O, ¿cómo es? Espera.. ¡Ah! Reformatorios. Pero eso no existe todavía en nuestro país. - No, usted escúcheme. - Bien, le escucho. - También antes de la Revolución se hacía entrar en vereda a esos vagabundos. Entonces había colonias de delincuentes menores de edad... - Esto no es lo mismo, ¿sabes?... Lo de antes no sirve. - Precisamente. Y esto quiere decir que el hombre nuevo debe ser forjado de un modo nuevo. - De un modo nuevo; en eso tienes razón. Pero nadie sabe cómo... ¿Y tú lo sabes? - Yo tampoco. - Pues yo tengo en la delegación provincial de Instrucción Pública gente que sabe... - Sin embargo, no quieren poner manos a la obra... - No quieren los infames; en eso tienes razón... - Y, si yo me pongo a ello, me harán imposible la vida. Haga lo que haga, dirán que no es así. - Estás en lo justo; lo dirán esos sinvergiienzas. - Y usted les creerá a ellos y no a mí. - No les creeré. Les diré: debíais haberlo hecho vosotros mismos. - Bueno; ¿y si, en realidad, me armo un lío? El delegado provincial de Instrucción Pública dio un puñetazo sobre la mesa. - Pero, ¿por qué vas a armarte un lío?... Bien, pues te armas un lío. ¿Qué es lo que quieres de mí? ¿Acaso yo no lo comprendo o qué? Ármate todos los líos que quieras, pero hay que obrar. Después veremos. Lo más importante es ¿sabes?.. no una colonia de menores, sino una escuela de educación social. ¡Necesitamos, ¿comprendes?, forjar un hombre nuestro! Y tú eres quien debe hacerlo. De cualquier forma, todos tenemos que aprender. Y, por lo tanto, tú también aprenderás. Me gusta que me hayas dicho francamente: no sé. Eso está bien. - ¿Y sitio hay? Porque, a pesar de todo, hacen falta edificios. - Hay sitio, hermano. Un sitio magnífico. Precisamente allí había antes una colonia de menores. No está lejos, a unas seis verstas. Se está bien allí. Hay bosque, campo... Podrás criar vacas - ¿Y gente? - ¿Gente?... En seguida la saco del bolsillo. ¿Tal vez necesitas también un automóvil? - ¿Dinero?... - Dinero hay. Toma. De un cajón de la mesa sacó un paquete. - Ciento cincuenta millones (2). Para toda clase de gastos de organización. Reparaciones, los muebles que precises... - ¿Y para las vacas? - Para las vacas tendrás que esperar; allí no hay cristales. Y luego haces el presupuesto para un año. - No está bien así. Sería mejor ver antes el sitio. - Yo lo he visto ya. ¿Es que tú vas a ver mejor que yo? Ve. No hay más que hablar. - Bien, de acuerdo, -asentí aliviado, porque en aquel momento no había nada más terrible para mí que las habitaciones del Consejo Provincial de Economía. - ¡Eres un valiente! -resumió el delegado provincial de Instrucción Pública-. ¡Manos a la obra! ¡La causa es sagrada! Notas (1).- Se alude a la escuela que Antón Makárenko dirigía en Poltava. La escuela no tenía local propio y las clases se daban en el edificio del Consejo Provincial de Economía. (2).- Moneda en curso en 1920. Capítulo 2 Principio sin gloria de la Colonia Gorki A seis kilómetros de Poltava, sobre unas colinas arenosas, extendíase un bosque de pinos como de doscientas hectáreas, y por el lindero del bosque corría la carretera de Járkov, en la que brillaban, monótonos y pulcros, los guijarros. En el bosque había un prado de unas cuarenta hectáreas. En uno de sus ángulos se alzaban cinco cajas geométricas de ladrillos, que constituían todas juntas un cuadrilátero perfecto. Ésta era la nueva colonia para menores. La plazoleta arenosa del patio descendía hacia el extenso claro del bosque, hacia los juncos de un pequeño lago, en cuya orilla opuesta se hallaban las cercas y las jatas (1) de un caserío de kulaks. Más allá del caserío se perfilaba en el cielo una hilera de viejos abedules y dos o tres tejados de bálago. Eso era todo. Antes de la Revolución, aquí había una colonia de menores. En 1917 la colonia se disolvió, dejando en pos de sí muy pocas huellas pedagógicas. A juzgar por estas huellas, conservadas en unos viejos y rotos cuadernos-diarios, los principales pedagogos eran celadores, probablemente suboficiales retirados, cuyas obligaciones consistían en vigilar cada paso de sus educandos, tanto durante el trabajo como durante el recreo, y en dormir por las noches junto a ellos en la habitación contigua. De lo que contaban los campesinos de la vecindad deducíase que la pedagogía de esos celadores no brillaba por ninguna complicación especial. Exteriormente se expresaba por un instrumento tan simple como el palo. Los rastros materiales de la antigua colonia eran todavía más insignificantes. Los vecinos más inmediatos de la colonia habían trasladado y llevado a sus depósitos propios todo lo traducible a unidades materiales: los talleres, los almacenes, los muebles. Entre otros bienes había sido trasladado también hasta el huerto de árboles frutales. Sin embargo, nada de toda esta historia recordaba a los vándalos. El huerto no había sido talado, sino excavado y replantado en algún otro lugar; tampoco los cristales de las c habían sido rotos, sino sacados con precaución; las puertas, no arrancadas por ningún hacha colérica, habían sido cuidadosamente desprendidas de sus goznes y los hornos desmontados ladrillo a ladrillo. Sólo el aparador, en el antiguo domicilio del director, permanecía en su sitio. - ¿Por qué sigue aquí el armario? -pregunté a un vecino, Luká Semiónovich Verjola, que había venido desde el caserío para ver a los nuevos amos. - Pues porque, como usted ve, puede decirse que este armario no sirve para nuestra gente. Usted mismo juzgará que no vale la pena de desmontarlo. En las jatas no entrará, tanto por lo alto como por lo ancho... En los rincones de los cobertizos se amontonaba la chatarra, pero no había cosas útiles. Siguiendo las a huellas recientes, conseguí recuperar algunos objetos de valor, sustraídos en los últimos días. Eran una vi sembradora corriente, ocho bancos de carpintería, que apenas se tenían en pie, un caballo merino de treinta años de edad, que en otros tiempos fuera kirguís, y una campana de cobre. En la colonia encontré ya a Kalina Ivánovich, el administrador. Me acogió con esta pregunta: - ¿Usted es el encargado de la parte pedagógica? Lidia Petrovna era todavía muy joven, una chiquilla. Acababa de salir del liceo, y aún no había perdido la costumbre de los cuidados maternos. El delegado provincial de Instrucción Pública me preguntó al firmar su nombramiento: - ¿Para qué quieres a esa muchachita? Si no sabe nada... - Así la he buscado precisamente. De vez en cuando se me ocurre que los conocimientos no tienen ahora tanta importancia. Esta Lídochka es un ser purísimo, y yo cuento con ella como con una especie de vacuna. - ¿No te pasarás de listo? En fin, de acuerdo... En cambio, Ekaterina Grigórievna era un experto lobo pedagógico. No había nacido mucho antes que Lídochka, pero Lídochka se reclinaba en su hombro igual que una niña junto a su madre. En el rostro serio y hermoso de Ekaterina Grigórievna resaltaban unas cejas negras, casi varoniles. Sabía llevar con aseo subrayado vestidos que conservaba por verdadero milagro y Kalina Ivánovich, al conocerla, se expresó acertadamente: - Con una mujer así hay que tener mucho cuidado... En fin, todo estaba dispuesto. El 4 de diciembre llegaron a la colonia los primeros seis educandos y me hicieron entrega de un sobre fabuloso, sellado con cinco enormes lacres. colonia por asalto a mano armada de una casa y tenían dieciocho años de edad; los otros dos, más jóvenes, eran acusados de robo. Nuestros educandos estaban espléndidamente vestidos: pantalones de montar, botas elegantes. Sus peinados eran de última moda. En ellos no había absolutamente nada de niños abandonados. Los apellidos de estos primeros educandos eran Zadórov, Burún, Vólojov, Bendiuk, Gud y Taraniets. Este sobre contenía sus expedientes. Cuatro eran enviados a la Los recibimos afablemente. Desde por la mañana se estaba condimentando una comida especialmente sabrosa. La cocinera deslumbraba con su cofia de impoluto blancor. En el dormitorio, mesas engalanadas ocuparon el espacio libre entre las camas. No teníamos manteles, pero sábanas nuevas hicieron con buen éxito sus veces. Aquí se congregaron todos los participantes de la colonia naciente. También acudió Kalina Ivánovich, que, con motivo de la solemnidad, había cambiado la sucia chaqueta gris que vestía a diario por una cazadora de terciopelo verde. Yo pronuncié un discurso acerca de la nueva vida de trabajo, acerca de la necesidad de olvidar el pasado y marchar adelante y adelante. Los educandos oían mi discurso con poca atención, susurraban algo entre sí, mirando con sonrisas sarcásticas y despreciativas los catres plegables, recubiertos de edredones que no tenían nada de nuevos, y las ventanas y las puertas sin pintar. En pleno discurso, Zadórov dijo de pronto en voz alta a uno de sus camaradas: - ¡Por culpa tuya nos hemos metido en este lío! Dedicamos el resto del día a planear nuestra vida futura. Pero los educandos escuchaban con cortés negligencia mis propuestas: sólo querían librarse de mí lo antes posible. Por la mañana, Lidia Petrovna, toda agitada, vino a mi cuarto y me dijo: - No sé cómo hablar con ellos... Les digo que hay que ir al lago por agua, y uno de ellos, con el pelo todo planchado, que estaba calzándose, me acerca de repente una bota a la cara y me dice: ¡Mire usted qué botas tan estrechas me ha hecho el zapatero! Durante los primeros días ni siquiera nos ofendían: simplemente, no reparaban en nuestra presencia. Al anochecer, se iban tranquilamente de la colonia y volvían por la mañana, escuchando con una discreta sonrisa mis reconvenciones, inflamadas por el espíritu de la educación socialista (5). Una semana más tarde, Bendiuk fue detenido en la colonia por un agente de investigación: se le acusaba de asesinato y robo nocturno. Lídochka, mortalmente asustada por este acontecimiento, lloraba en su habitación y no salía más que para preguntarnos a todos: - Pero, ¿qué es eso? ¿Cómo ha podido matar? Ekaterina Grigórievna, sonriendo seriamente, fruncía el entrecejo: - No sé, Antón Semiónovich; de verdad que no lo sé... Tal vez tengamos que marcharnos sin más ni más... No sé qué tono hay que emplear aquí... El bosque desierto en torno a nuestra colonia, las cajas vacías de los edificios, los diez catres plegables en lugar de camas, el hacha y la pala como herramientas y la media docena de educandos que negaban categóricamente no sólo nuestra pedagogía, sino la cultura humana íntegra, todo eso, a decir verdad, no se ajustaba en absoluto a nuestra precedente experiencia escolar. En las largas veladas invernales, la colonia era angustiante. Dos quinqués la alumbraban, uno en el dormitorio y el otro en mi habitación. Las educadoras y Kalina Ivánovich tenían velones, invención de la época de Kii, Schek y Joriv (6). El cristal de mi quinqué estaba roto por la parte superior, y el resto se hallaba todo ahumado, porque Kalina Ivánovich, al encender su pipa, recurría frecuentemente al fuego de mi lámpara, metiendo para ello medio periódico en el cristal. Aquel año las nevascas comenzaron pronto, y todo el patio de la colonia se llenó de montones de nieve. No teníamos a nadie para limpiar los senderos. Pedí a los educandos que lo hicieran ellos, y Zadórov me contestó: - Podemos limpiar los senderos, pero sólo cuando pase el invierno: si no, los limpiaremos nosotros, y otra vez nevará. ¿Comprende? Sonrió amablemente y se dirigió hacia un camarada, olvidando mi existencia. Zadórov procedía de una familia de intelectuales: se notaba en el acto. Hablaba correctamente, su rostro se distinguía por ese aspecto lustroso que no tienen más que los niños bien alimentados. Vólojov era de otro género; boca ancha, nariz ancha, los ojos muy separados, todo ello acompañado de una particular movilidad de facciones: el rostro de un bandido. Vólojov llevaba siempre las manos metidas en los bolsillos del pantalón de montar, y ahora se acercó a mí en esa actitud: - Bueno, ya le hemos contestado... Salí del dormitorio, transformando mi cólera en una especie de piedra pesada dentro del pecho. Pero era preciso limpiar los senderos, y la cólera petrificada exigía acción. Fui en busca de Kalina Ivánovich: - Vamos a limpiar la nieve. - ¿Qué dices? ¿Es que yo he venido aquí de peón? ¿Y los ruiseñores-bandidos qué? -dijo, señalando los dormitorios. - No quieren. - ¡Ah, parásitos! Bueno, vamos. Kalina Ivánovich y yo estábamos terminando de limpiar el primer sendero cuando en él aparecieron Vólojov y Taraniets, que iban, como siempre, a la ciudad. - ¡Eso está bien! -exclamó alegremente Taraniets. - Hace tiempo que debían haberlo hecho -le sostuvo Vólojov. Kalina Ivánovich les cerró el paso: - ¿Qué es eso de que está bien? Tú, canalla, te has negado a trabajar, ¿y piensas que voy a hacerlo yo por ti? Por aquí no pasas, parásito. Métete en la nieve, que, si no, te daré con la pala... Kalina Ivánovich alzó la pala, pero un segundo después su pala volaba hasta un lejano montón de nieve, su pipa iba a parar a otro lado, y el estupefacto Kalina Ivánovich pudo solamente acompañar con la mirada a los jóvenes y oír cómo le gritaban, ya desde lejos: - ¡Tendrás que ir tú solito en busca de la pala... Entre risas se marcharon a la ciudad. - ¡Me iré al diablo! ¡Yo aquí no trabajo! -exclamó Kalina Ivánovich y se fue a su habitación, dejando abandonada la pala en el montón de nieve. Nuestra vida se hizo siniestra y angusti sa. Cada noche se oían gritos en la carretera principal de Járkov: - ¡Socorro! Los aldeanos desvalijados acudían a nosotros y con voces trágicas imploraban nuestra ayuda. Conseguí del delegado provincial un revólver para defenderme de los caballeros salteadores, pero le oculté la situación en la colonia. Aún no había perdido la esperanza de encontrar la manera de llegar a un acuerdo con los educandos. Para mí y para mis compañeros, los primeros meses de nuestra colonia no fueron sólo meses de desesperación y de tensión impotente: también fueron meses de busca de la verdad. En toda mi vida había leído yo tanta literatura pedagógica como en el invierno de 1920. Esto ocurría en la época de Wrángel y de la guerra contra Polonia. Wrángel andaba por allí cerca, alrededor de Novomírgorod; muy próximos a nosotros, en Cherkasy, combatían los polacos; toda Ucrania estaba plagada de batkos (7); mucha gente a nuestro alrededor se hallaba fascinada por las bandas de Petliura. Pero nosotros, en nuestro bosque, con la cabeza entre las manos, tratábamos de olvidar el fragor de los grandes acontecimientos y leíamos libros de pedagogía. - ¡No somos tan malos, Antón Semiónovich! Todo saldrá bien. Nosotros comprendemos... Notas (1).- Casas campesinas en Ucrania. (2).- El autor se refiere a Pan, dios mitológico de los rebaños y protector de la naturaleza, que inspiró el conocido cuadro de M. Vrúbel (1856-1910). (3).- Héroe de los poemas épicos rusos. (4).- Fabuloso bandido al que venció llyá Múromets. (5).- Se alude a la sección de Educación Social del Ministerio de Instrucción Pública. La sección dirigía las colonias infantiles. Makárenko se burlaba de los principios idílicos y poco viables de educación que implantaba la sección mencionada. (6).- Aquí: tiempos remotos. Kii, Schek y Joriv son los legendarios fundadores de la ciudad de Kíev. (7).- Jefes guerrilleros en Ucrania. (8).- Tabaco ordinario. Capítulo 3 Característica de las necesidades primordiales Al día siguiente dije a los educandos: - ¡El dormitorio debe estar limpio! Es preciso designar responsables de dormitorio. A la ciudad se puede ir únicamente con mi autorización. El que se marche sin permiso, que no vuelva, porque no le admitiré. - ¡Oh, oh! -dijo Vólojov-. Puede que sea algo menos. - Elegid, muchachos, qué os conviene más. Yo no puedo actuar de otra manera. En la colonia tiene que haber disciplina. Si no os gusta, marchaos cada uno a donde queráis. Pero el que se quede aquí, observará la disciplina. Como gustéis. Aquí no habrá ninguna cueva de ladrones. Zadórov me tendió la mano: - ¡Venga la mano! ¡Tiene usted razón! Tú, Vólojov, cállate. Todavía eres demasiado tonto para estos asuntos. Más nos conviene estar aquí, que ir a la cárcel. - ¿Y es obligatorio asistir a la escuela? -preguntó Vólojov. - Obligatorio. - ¿Y siyo no quiero estudiar?... ¿Qué falta me hace?... - Es obligatorio asistir a las clases. Quieras o no quieras, será igual. ¿Ves? Zadórov acaba de llamarte tonto. Esto quiere decir que debes aprender a ser listo. Vólojov movió, burlón, la cabeza, repitiendo unas palabras de no sé qué anécdota ucraniana: - ¡Eso sí que es un salto! En el terreno de la disciplina, el incidente con Zadórov había señalado un viraje. Y, en honor a la verdad, yo no me sentía atormentado por ningún remordimiento de conciencia. Sí, había abofeteado a un educando. Yo experimentaba toda la incongruencia pedagógica, toda la ilegalidad jurídica de aquel hecho, pero, al mismo tiempo, comprendía que la pureza de mis manos pedagógicas era un asunto secundario en comparación con la tarea planteada ante mí. Estaba resueltamente decidido a ser dictador, si no salía adelante con ningún otro sistema. Al cabo de cierto tiempo tuve un choque serio con Vólojov, que, estando de guardia, no había arreglado el dormitorio y se negó a hacerlo después de una observación mía. Mirándole enfadado, le dije: - ¡No me saques de quicio! ¡Arregla el dormitorio! - ¿Y sino lo arreglo? ¿Me abofeteará usted? No tiene derecho... Le agarré por el cuello y, acercándole hacia mí, barboté muy cerca de su rostro con absoluta sinceridad: - ¡Óyeme! Te prevengo por última vez; ¡no te abofetearé, sino que te dejaré baldado! Después, si quieres, te quejas, y yo iré a la cárcel. Eso a ti no te importa. Vólojov se desprendió de mis manos y me dijo con lágrimas en los ojos: - No vale la pena ir a la cárcel por una tontería así. Arreglaré la habitación, ¡y que el diablo se lo lleve a usted! Troné: - ¿Qué manera de hablar es ésa? - ¿Cómo quiere que hable con usted?... ¡Váyase al...! - ¿Qué? ¡Atrévete!... Vólojov rompió a reír e hizo un ademán evasivo. - ¡Vaya un hombre, fíjate!... ¡Arreglaré la habitación, la arreglaré, no chille usted! Sin embargo, es preciso señalar que yo no pensaba ni por un minuto haber hallado en la violencia un medio todopoderoso de pedagogía. El incidente con Zadórov me había costado más caro que al mismo Zadórov. Tenía miedo a lanzarme por el camino de la menor resistencia. Lidia Petrovna fue quien me condenó con más franqueza y más insistencia entre las educadoras. Al anochecer de aquel mismo día, con el rostro apoyado en los pequeños puños, me dijo machacona: - Entonces, ¿ha encontrado usted ya el método? ¿Como en el seminario? - Déjeme, Lídochka. - No, conteste: ¿tenemos que andar a bofetadas? ¿Y yo también puedo? ¿O sólo usted? - Lídochka, ya le contestaré más tarde. Por ahora ni yo mismo lo sé. Espere un poco. - Bueno, esperaré. Ekaterina Grigórievna anduvo varios días con el entrecejo fruncido y, al hablar conmigo, adoptaba un tono cortésmente oficial. Sólo cinco días después me preguntó con una sonrisa seria: - Bueno, ¿cómo se encuentra? - Igual. Me encuentro muy bien. - ¿Sabe usted qué es lo más triste de toda esta historia? - ¿Lo más triste? - Sí. Lo más desagradable es que los muchachos refieren su hazaña con admiración. Están incluso dispuestos a enamorarse de usted, y Zadórov el primero de todos. ¿Cómo explicarlo? No lo comprendo. ¿La costumbre de la esclavitud? Después de reflexionar un poco, contesté a Ekaterina Grigórievna: - No, aquí no se trata de esclavitud. Aquí hay una cosa distinta. Analícelo usted bien: Zadórov, más fuerte que yo, podía haberme mutilado de un golpe. Considere usted, además, que no tiene miedo a nada, como tampoco tiene miedo a nada Burún y los demás. En toda esta historia, ellos no ven los golpes, sino la ira, el estallido humano. Comprenden muy bien que igualmente podía no haber pegado a Zadórov, que podía haberle devuelto como incorregible a la comisión (1), que podía ocasionarles muchos disgustos graves. Pero yo no hice eso y procedí de una manera peligrosa para mí, aunque humana y no formal. Y, por lo visto, la colonia, a pesar de todo, les hace falta. La cosa es bastante complicada. Además, ellos ven que nosotros trabajamos mucho para su servicio. A pesar de todo, son personas. Y éste es un hecho de suma importancia. - Tal vez -me respondió, pensativa, Ekaterina Grigórievna. Sin embargo, no disponíamos de mucho tiempo para meditar. Una semana más tarde, en febrero de 1921, traje en un carromato a quince muchachos auténticamente abandonados y harapientos. Nos vimos obligados a trabajar mucho para lavarles, vestirles de algún modo, curarles la sarna. En marzo teníamos en la colonia a unos treinta chicos. En su mayoría, estaban muy descuidados, en estado salvaje y absolutamente inadecuados para la realización del sueño de la educación socialista. De momento no había en ellos esa capacidad peculiar de creación, que, según se dice, asemeja el modo de razonar de los niños al de los sabios. En la colonia aumentó también el número de educadores. Para marzo contábamos ya con un verdadero consejo pedagógico. La pareja Natalia Márkovna e Iván Ivánovich Osipov trajo, en medio del asombro de toda la colonia, un ajuar bastante considerable: divanes, sillas, armarios, una gran cantidad de ropa y de vajilla. Nuestros colonos, carentes hasta de lo más indispensable, contemplaban con extraordinario interés cómo era descargada de los carros toda esa riqueza a la puerta de la habitación en que debían vivir los Osipov. - No, el negociado de prisiones no, porque, ¿sabe usted? son niños... - ¿Pues quién entonces? - Por ahora no está decidido... - ¿Cómo que no está decidido?... Es extraño... El jefe apuntaba algo en su block de notas y nos invitaba a volver dentro de una semana. - En tal caso, denos usted de momento aunque no sean más que veinte puds. - Veinte puds no puedo darles; reciban por ahora cinco y, mientras tanto, ya pondré en claro este asunto. Cinco puds era poco y, además, la conversación entablada no correspondía a nuestros propósitos, en los que no entraba, claro está, ningún esclarecimiento. Lo único aceptable para la colonia Gorki era que el jefe, sin preguntar nada, tomara en silencio nuestro papel y escribiera en un ángulo: Entréguese. En este caso, yo, a riesgo de romperme las narices, volaba a la colonia: - ¡Kalina Ivánovich!... Tenemos una orden... ¡Cien puds! Busca gente y ve corriendo, que, si no, pueden darse cuenta... Kalina Ivánovich examinaba radiante el papelito: - ¿Cien puds? ¡Vaya contigo! ¿Y de dónde? - ¿Acaso no lo ves?... Comité Provincial de Abastos de la sección jurídica provincial... - ¡Cualquiera lo entiende!. salga bien, je, je, je! Pero, además, nos es igual: ¡aunque venga del diablo, con tal de que nos La necesidad primordial del hombre es la comida. Por eso, la cuestión de la ropa no nos angustiaba tanto como la cuestión de los víveres. Nuestros educandos tenían siempre hambre, y esto complicaba sensiblemente su reeducación moral. Con ayuda de medios privados conseguían calmar los colonos sólo cierta parte, no grande, de su apetito. Uno de los aspectos fundamentales de la industria privada de la alimentación era la pesca. Durante el invierno, la cosa era muy difícil. El método más sencillo consistía en vaciar las redes en forma de pirámides tetraédricas tendidas por los vecinos del caserío en un riachuelo próximo y en nuestro lago. El sentido de autoconservación y la sensatez económica inherente al hombre hacían abstenerse a nuestros muchachos del robo de las redes, pero entre los colonos hubo uno que infringió esa regla de oro. Fue Taraniets. Tenía dieciséis años, descendía de una vieja familia de ladrones y era esbelto, picado de viruelas, alegre, ingenioso, organizador magnífico y hombre emprendedor. Pero no sabía respetar los intereses colectivos. Un día robó varias redes en la orilla del río y se las trajo a la colonia. Tras él se presentaron también los dueños de las redes y el asunto concluyó en un gran escándalo. Después de este incidente, los vecinos del caserío comenzaron a tener cuidado de sus redes, y nuestros cazadores raras veces lograban atrapar algo. Pero al cabo de cierto tiempo Taraniets y otros colonos se hicieron con sus propias redes, regaladas por un conocido de la ciudad. Gracias a estas redes propias, la pesca empezó a desarrollarse rápidamente. Al principio, el pescado era consumido en un pequeño círculo de personas, pero, a finales del invierno, Taraniets decidió, sin ninguna prudencia, incluirme a mí también en el círculo. Un día trajo a mi habitación un plato de pescado frito. - Este pescado es para usted. - No lo acepto. - ¿Por qué? - Porque no está bien lo que hacéis. Hay que dar el pescado a todos los colonos. - ¿A santo de qué? -enrojeció de rabia Taraniets-. ¿A santo de qué? Yo he conseguido las redes, yo soy quien pesca, quien se moja en el río, ¿y encima tengo que dar a todos? - Pues, entonces, llévate tu pescado: yo no he conseguido nada ni me he mojado. - Pero si es un regalo que le hacemos... - No, no estoy de acuerdo. A mí esto no me gusta. Y, además, no es justo. - ¿En qué está aquí la injusticia? - Pues en que tú no has comprado las redes. Te las han regalado, ¿no es verdad? - Sí, me las han regalado. - ¿Aquién? ¿Ati oa toda la colonia? - ¿Por qué a toda la colonia? A mí... - Sin embargo, yo pienso que también a mí y a toda la colonia. ¿Y las sartenes de quiénes son? ¿Tuyas? No. Son de todos. Y el aceite que habéis pedido a la cocinera, ¿de quién es? De todos. ¿Y la leña, y el horno, y los cubos? ¿Qué puedes decir? Y si yo te quito las redes, se habrá concluido todo. Pero lo más importante es que eso que hacéis no es de camaradas. No importa que las redes sean tuyas. Tú hazlo por los camaradas. Todos pueden pescar. - Está bien -accedió Taraniets-, que sea así. Pero, de todas maneras, tome usted el pescado. Tomé el pescado. A partir de entonces, la pesca pasó a ser un trabajo que se hacía por turno, y el producto se entregaba a la cocina. El segundo método de obtención privada de víveres eran los viajes al mercado de la ciudad. Cada día, Kalina Ivánovich enganchaba al Malish, el caballo kirguís, y se iba a buscar los víveres o a recorrer las instituciones. Se le sumaban dos o tres colonos que tenían necesidad de ir a la ciudad para algún asunto: el hospital, los interrogatorios en la comisión o, simplemente, para ayudar a Kalina Ivánovich a cuidar del Malish. Todos estos felices mortales solían regresar ahítos de la ciudad y siempre traían algo para los compañeros. No hubo un solo caso de alguien que fuera pescado en la plaza. Los resultados de estas campañas tenían una apariencia legal: Una conocida me lo ha dado... Me encontré a un amigo... Yo me esforzaba por no agraviar al colono con turbias sospechas y siempre daba crédito a sus explicaciones. Pero, además, ¿a dónde podía llevarme la desconfianza? Los colonos, sucios y hambrientos, correteando en busca de comida, me parecían un objetivo ingrato para la prédica de cualquier clase de moral con un motivo tan baladí como el robo en el mercado de una rosquilla o de un par de suelas. Nuestra extraordinaria pobreza tenía, sin embargo, un aspecto bueno, que después ya no existió jamás. Igual de pobres y de hambrientos éramos también nosotros, los educadores. Entonces casi no percibíamos salario, nos contentábamos con el mismo kondior y andábamos casi tan andrajosos. Durante todo el invierno yo anduve sin suelas en las botas, siempre con algún trozo de peal fuera. Sólo Ekaterina Grigórievna lucía vestidos limpios y planchados. Notas (1).- Se refiere a la comisión que se encargaba de los delincuentes menores de edad. (2).- Ópera del compositor Dargomyzhski (1813-1869). El molinero loco -personaje de la ópera- se viste de andrajos. Capítulo 4 Operaciones de carácter interno En febrero desapareció de mi cajón un fajo entero de billetes: aproximadamente mi salario de seis meses. Por aquel tiempo en mi habitación estaban la oficina, la sala de los maestros, la contaduría y la caja, porque yo compaginaba en mi persona todas esas obligaciones. El fajo de billetes nuevecitos había desaparecido de mi cajón cerrado sin la menor huella de fractura. Por la noche hablé de ello con los muchachos y les pedí que me fuera reintegrado el dinero. Yo no estaba en condiciones de demostrar que había sido robado, y podrían acusarme libremente de malversación. Los muchachos me oyeron sombríos y se dispersaron. Después de la reunión, dos de ellos -Taraniets y Gud- se me acercaron en el patio oscuro cuando me dirigía a mi habitación. Gud era un adolescente pequeño y ágil. - Nosotros sabemos quién ha cogido el dinero -susurró Taraniets-, sólo que no podemos decirlo delante de todos: no sabemos dónde lo ha escondido. Y si declaramos lo que sabemos, el ladrón alzará el vuelo, llevándose el dinero. - ¿Quién ha cogido el dinero? - Uno de aquí. Gud miraba con el entrecejo fruncido a Taraniets. Por lo visto, no aprobaba plenamente su política. - ¡Hay que zumbarle! -gruñó- ¿A qué viene perder el tiempo hablando aquí? - ¿Y quién va a zumbarle? -preguntó Taraniets, volviéndose hacia él-. ¿Tú? Te hará picadillo. - Pero si todos vivís aquí. - ¿Qué vida es ésta, Antón Semiónovich? ¿Acaso puede llamarse vida a esto? No sacará usted nada en limpio de la colonia. Está esforzándose en vano. Ya verá cómo, después de saquear la colonia, los ladrones se escaparán. Vale más que contrate a dos buenos guardias y que les dé fusiles. - No, no contrataré a ningún guardia ni les daré fusiles. - ¿Por qué? -se sorprendió Zadórov. - A los guardias hay que pagarles, y nosotros ya somos bastante pobres, pero lo principal es que vosotros debéis ser aquí los amos. La idea de que eran precisos guardias pertenecía también a otros muchos colonos. En el dormitorio se había entablado una verdadera discusión con tal motivo. Antón Brátchenko, el mejor representante de la segunda partida de colonos, demostraba: - Cuando haya un guardia, nadie saldrá a robar. Y, si sale, se le puede meter, en salva sea la parte, una descarga de sal. Después de andar un mes con sal, ya no tendrá ganas de robar. Le refutaba Kostia Vetkovski, un apuesto muchacho, cuya especialidad en la libertad eran los registros con mandatos falsos. Durante estos registros ejecutaba papeles secundarios; los principales pertenecían a los mayores. El propio Kostia -este hecho figuraba en su expediente jamás había robado nada, atraído exclusivamente por el lado estético de la operación. Su actitud respecto a los ladrones había sido siempre despectiva. Ya hacía algún tiempo que yo había advertido la naturaleza delicada y compleja de este muchacho. Lo que, sobre todo, me sorprendía en él era lo bien que se llevaba con los muchachos menos sociables y su autoridad, unánimemente reconocida, en las cuestiones políticas. - ¡Antón Semiónovich tiene razón! -decía Kostia-. ¡Ni hablar de guardias! Por ahora no nos damos cuenta, pero, dentro de poco, todos comprenderemos que en la colonia no se debe robar. Incluso muchos lo comprenden ya ahora. Pronto vigilaremos nosotros mismos. ¿Verdad, Burún? -preguntó, volviéndose inesperadamente hacia Burún. - ¿Y qué? Si hay que vigilar, vigilaremos -repuso Burún. En febrero nuestra ama de llaves dejó de trabajar en la colonia; yo había conseguido su traslado a un hospital. Un domingo el Malish se acerco al umbral de su casa, y todos los amigos y participantes de sus tes filosóficos comenzaron a instalar cuidadosamente los múltiples sacos y maletines en el trineo. La buena viejecita, balanceándose apaciblemente en lo alto de su tesoro, salió al encuentro de su nueva vida a la rapidez habitual de dos kilómetros por hora. El Malish regresó tarde, pero con él volvió también la viejecita, que, entre gritos y sollozos, irrumpió en mi habitación: había sido desvalijada por completo. Sus amigos y ayudantes no habían colocado sólo en el trineo todos sus sacos, maletines y bártulos, sino, además, en otro sitio: el robo era insolente. Desperté en el acto a Kalina Ivánovich, a Zadórov y a Taraniets y procedimos a un registro general en toda la colonia. Lo robado era tanto, que seguramente no habrían tenido tiempo de ocultarlo bien. Entre los matorrales, en las buhardillas de los cobertizos, bajo las escaleras de la terracilla, simplemente debajo de las camas y detrás de los armarios dimos con todos los tesoros del ama de llaves. La viejecita era, efectivamente, muy rica: encontramos una docena aproximada de manteles nuevos, muchas sábanas y toallas, cucharas de plata, unos jarritos, un brazalete, pendientes y muchas menudencias. La viejecita lloraba en mi despacho. Mientras tanto, la habitación se iba llenando de detenidos: sus antiguos amigos y simpatizantes. Al principio, los muchachos negaban, pero yo les chillé y se despejó el horizonte. Los amigos de la viejecita no habían sido los principales desvalijadores. Ellos se habían limitado a llevarse algún recuerdo, como una servilleta o un azucarero. Se puso en claro que el protagonista de todo este suceso era Burún. El descubrimiento sorprendió a muchos y, en primer lugar, a mí. Desde el primer día Burún me había parecido el más firme de todos los muchachos. Siempre serio y afable sin exceso, era quien estudiaba con más aplicación e interés en la escuela. El volumen y la envergadura de su actividad me dejaron estupefacto. Burún había escondido fardos enteros de bienes de la viejecita. Estaba fuera de duda que los restantes robos producidos en la colonia eran también obra de sus manos. ¡Por fin había llegado hasta el verdadero mal! Sometí a Burún al juicio de un tribunal popular, el primer juicio en la historia de nuestra colonia. En el dormitorio, sobre las camas y las mesas, se instalaron los jueces negros y harapientos. Un débil quinqué alumbraba los rostros agitados de los colonos y la cara pálida de Burún, pesadote y lento, con el cuello grueso, parecido a MacKinley, el presidente de los Estados Unidos. Con acentos vigorosos y coléricos describí a los muchachos el delito: robar a una anciana, cuya única felicidad residía en esos pobres trapos, robarla, aunque nadie en la colonia trataba con más cariño que ella a los muchachos, robarla cuando pedía ayuda, significaba no tener realmente nada de humano, significaba no ser ni siquiera un reptil, sino un reptilillo. El ser humano debía respetarse, debía ser fuerte y altivo y no arrebatar a las viejecillas débiles sus últimos trapos. Bien porque mi discurso produjo gran impresión en los colonos, bien porque estaban ya rabiosos contra Burún sin necesidad de discursos, el caso es que todos cayeron unánime y apasionadamente sobre él. El pequeño y melenudo Brátchenko tendió los dos brazos hacia Burún. - ¿Y qué? ¿Tú qué dices a eso? Hay que meterte entre barrotes, encerrarte en la cárcel. Por culpa tuya hemos pasado hambre y tú eres quien robó el dinero de Antón Semiónovich. Burún protestó de repente. - ¿El dinero de Antón Semiónovich? ¡A ver: demuéstralo! - ¡Claro que lo demostraré! - Demuéstralo. - ¿Lo niegas? ¿Dices que no fuiste tú? - ¿Yo? - Claro que tú. - ¿Que fui yo quien cogió el dinero de Antón Semiónovich? ¿Quién puede demostrarlo? Resonó atrás la voz de Taraniets: - Yo lo demostraré. Burún quedó atónito. Se volvió hacia Taraniets con intención de decir algo, pero después se encogió de hombros: - Bueno, aunque sea así. ¿Es que no lo he devuelto? En respuesta los muchachos rompieron a reír inesperadamente. Les gustaba este atractivo diálogo. Taraniets tenía un aire de héroe. Dio un paso adelante. - Pero no hay que expulsarle de aquí. A cualquiera puede sucederle. Lo que sí hay que hacer es darle en los morros como es debido. Todos guardaban silencio. Burún paseó lentamente su mirada por el rostro picado de viruelas de Taraniets. - ¡No has crecido todavía bastante para darme en los morros! ¿Por qué te esfuerzas? De todas formas tú no serás nunca el director de la colonia. Si es preciso, Antón me abofeteará, pero ¿tú qué tienes que ver con eso? Vetkovski saltó de su asiento: - ¿Cómo? Muchachos ¿tenemos que ver con eso nosotros o no? - Claro que sí -gritaron los muchachos-. Nosotros te hincharemos los morros mejor que Antón. Alguno se había lanzado ya contra él. Brátchenko vociferaba, agitando las manos junto al mismo rostro de Burún: - ¡Azotarte, eso es lo que deberíamos hacer: azotarte! Zadórov me susurró al oído: - Lléveselo usted de aquí: si no, le pegarán. Aparté a Brátchenko de Burún. Zadórov apartó a dos o tres más. Difícilmente sofocamos el escándalo. - ¡Que hable Burún! ¡Que hable! -gritó Brátchenko. Burún bajó la cabeza: - No tengo nada que decir. Todos tenéis razón. Dejadme con Antón Semiónovich; que él me castigue como sabe. Silencio. Fui hacia la puerta, temiendo verter el mar de ira feroz que me llenaba hasta los bordes. Los colonos se apartaron a un lado y a otro, dejándonos pasar a mí y a Burún. Atravesamos en silencio el patio oscuro, entre los montones de nieve: yo delante, él detrás. Montar la guardia en la carretera era una ocupación muy interesante. Nos emplazábamos a lo largo de la carretera en una extensión de kilómetro y medio, desde el puente sobre el río hasta el mismo recodo antes de llegar a la colonia. Los muchachos, transidos de frío, daban saltos en la nieve, llamándose para no perder el contacto entre sí, y en la penumbra creciente eran como la amenaza de una muerte segura en la imaginación del viajero rezagado. De vuelta de la ciudad, los campesinos apaleaban a sus caballos y en silencio se deslizaban veloces ante aquellas figuras, que se repetían rítmicamente con el aspecto más criminal. Los dirigentes de los sovjoses y las autoridades volaban en trepidantes tachankas y exhibían ostensiblemente a los colonos sus escopetas de dos cañones y sus retacos; los que iban a pie deteníanse junto al puente en espera de otros peatones. Delante de mí, los muchachos jamás se conducían mal ni asustaban a los viajeros, pero, cuando yo no estaba, hacían travesuras, y muy pronto Zadórov incluso renunció al revólver y exigió obligatoriamente mi presencia. En lo sucesivo, yo salía cada vez que se formaba el destacamento, pero seguí dando el revólver a Zadórov para no privarle de un placer merecido. Al aparecer nuestro Malish, le recibíamos gritando: - ¡Alto! ¡Manos arriba! Pero Kalina Ivánovich se limitaba a sonreír y fumaba con particular energía su pipa. Nuestro destacamento torcía gradualmente detrás del Malish y entraba como un alegre tropel en la colonia, interrogando a Kalina Ivánovich sobre las diversas novedades relacionadas con el capítulo de abastos. Aquel mismo invierno emprendimos otras operaciones, no ya limitadas a la colonia, sino de importancia estatal. Un guardia forestal se presentó en la colonia y nos pidió que vigiláramos el bosque: había muchos infractores y el personal de que él disponía no era suficiente para poner coto a las talas furtivas. La custodia de un bosque perteneciente al Estado, tarea que nos elevó mucho ante nuestros propios ojos, debía proporcionarnos un trabajo extraordinariamente ameno y, además, considerables ventajas. Es de noche. Pronto amanecerá, pero la oscuridad es todavía completa. Me despierta un golpe en la ventana. Miro: a través del cristal advierto entre los dibujos del hielo una nariz aplastada y una cabeza de híspida cabellera. - ¿Qué pasa? - ¡Antón Semiónovich, están talando en el bosque! Enciendo el quinqué, me visto apresuradamente y salgo después de coger el revólver y la escopeta. En la puerta me aguardan los mayores aficionados a las andanzas nocturnas: Burún y Shelaputin, un muchachito pequeño, diáfano, completamente puro. Burún toma la escopeta de mis manos y llegamos al bosque. - ¿Dónde es? - Escuche. Hacemos alto. Al principio, no oigo nada; después comienzo a distinguir los sordos golpes de un hacha, que se escuchan apenas entre los imperceptibles sonidos nocturnos y los latidos de nuestros corazones. Avanzamos inclinados; las ramas de los pinos jóvenes arañan nuestros rostros, me arrancan las gafas y nos salpican de nieve. A veces, cesan los golpes del hacha, y nosotros, sin orientación, nos detenemos y aguardamos pacientes. Otra vez resuena el hacha, pero ahora más fuerte y más próxima. Hay que acercarse imperceptiblemente para no espantar al ladrón. Burún se balancea con la agilidad de un oso; tras él, avanza a saltitos el pequeño Shelaputin, arrebujándose en su klift, y yo cierro la procesión. Por fin, estamos frente al objetivo. Nos escondemos detrás del tronco de un pino. Un árbol alto y esbelto se estremece, y junto a él surge una silueta ceñida por un cinto. La silueta golpea varias veces sin fuerza y sin decisión, hace un alto, se yergue, mira en torno suyo y vuelve a golpear con el hacha. Nosotros estamos a unos cinco pasos. Burún mantiene la escopeta hacia arriba y me observa sin respirar. Shelaputin, oculto detrás de mí, musita colgado de mi hombro: - ¿Se puede? ¿Ya se puede? Afirmo con la cabeza. Shelaputin tira a Burún de la manga. Suena el disparo como una terrible explosión y se difunde largamente por los ámbitos del bosque. El hombre del hacha se agacha instintivamente. Silencio. Nos acercamos a él. Shelaputin conoce sus obligaciones. El hacha está ya en sus manos. Burún saluda alegremente: - ¡Ah, Musi Kárpovich, buenos días! Da unas palmaditas en la espalda a Musi Kárpovich, pero Musi Kárpovich no se halla ahora en condiciones de pronunciar una sola palabra de saludo. Le domina un pequeño temblor y se sacude mecánicamente la nieve de su manga izquierda. Yo le pregunto: - ¿El caballo está lejos? Musi Kárpovich sigue sin hablar y es Burún quien responde por él: - ¡Pero si el caballo está aquí! ¡Eh! ¿Quién anda ahí? ¡Da la vuelta! Solamente ahora distingo entre los pinos los morros del caballo y el arco. Burún coge a Musi Kárpovich por un brazo: - Haga el favor, Musi Kárpovich, de tomar asiento en la ambulancia de urgencia. Musi Kárpovich comienza a dar, por fin, señales de vida. Quitándose el gorro, se atusa el pelo y balbucea sin mirar a nadie: - ¡Ah! ¡Dios mío, Dios mío! Vamos hacia el trineo. El trineo arranca lentamente y avanzamos por unas huellas profundas y blandas. Un muchachuelo como de catorce años, con un gorro enorme y botas altas, guía el caballo, moviendo tristemente las riendas. No hace más que sorberse la nariz y, en general, se le nota disgustado. Nosotros guardamos silencio. Ya en el lindero del bosque, Burún toma las riendas en sus manos. - ¡Eh! ¿A dónde vas? Si tuvieras carga, irías hacia allí, pero, para llevar al padre, hay que ir allá... - ¿A la colonia? -pregunta el muchacho, y Burún, sin devolverle ya las riendas, obliga a torcer al caballo hacia nuestro camino. Está empezando a amanecer. Musi Kárpovich, por encima de la mano de Burún, hace parar súbitamente al caballo y con la otra mano se quita el gorro. - ¡Antón Semiónovich, suélteme usted! ¡Es la primera vez!... No tengo leña... ¡Déjeme marchar! Burún, descontento, desprende de las riendas la mano de Musi Kárpovich, pero no arrea al caballo, en espera de mi decisión. - No, eso no vale, Musi Kárpovich -digo yo-. Hay que levantar un acta; usted mismo comprende que se trata de un asunto de Estado. - Y tampoco es verdad que sea la primera vez -dice Shelaputin, recibiendo con su timbre argentino de contralto el amanecer-. No es la primera vez, sino la tercera. Una vez sorprendimos a su Vasili y la otra... Burún interrumpe la música del contralto argentino con su voz ronca de barítono: - ¿Qué hacemos aquí parados? Tú, Andréi, vuela a casa, que tienes poco que pintar en este asunto. Dile a la madre que el padre ha dado un mal paso y que prepare algo de comer para enviárselo. Andréi, atemorizado, salta del trineo y vuela al caserío. Nosotros seguimos adelante. A la entrada de la colonia nos recibe un grupo de muchachos. - ¡Oh! Y nosotros pensábamos que os habían matado allí y ya nos disponíamos a ir a salvaros. Burún rompe a reír: - La operación se ha efectuado con un éxito vertiginoso. En mi habitación se reúne gran cantidad de gente. Musi Kárpovich, abrumado, está en una silla frente a mí; Burún, junto a la ventana, vigila con el revólver; Shelaputin musita a sus camaradas la historia espeluznante de la alarma nocturna. Dos muchachos han tomado asiento en mi cama y lo mismo que los restantes, sentados en los bancos, siguen con atención el levantamiento del acta. El documento es redactado con desgarradores detalles. - ¿Tiene usted doce desiatinas de tierra? ¿Tres caballos? Pero el cadáver era rico: a un lado se alzaba una casa de dos pisos, nueva, todavía sin revocar, con ciertas pretensiones de estilo. En sus habitaciones, altas y espaciosas, se conservaban aún las molduras de los techos y los alféizares de mármol. En el otro extremo del patio, había una cuadra nueva de hormigón. Incluso los edificios derruidos, vistos más de cerca asombraban por su construcción sólida, por su recio armazón de roble, por la seguridad musculosa de sus ensambladuras, por la elegancia de sus soportes, por la precisión de sus líneas perpendiculares. El poderoso organismo no había sucumbido de enfermedad o de senectud: se trataba de una muerte violenta, en pleno florecimiento de sus fuerzas y de su salud. Kalina Ivánovich no hacía más que carraspear, contemplando toda esta riqueza: - ¡Fíjate en lo que hay! ¡Ahí tienes el río y el jardín, y mira qué prados... El río rodeaba la finca por tres lados, circundando una colina bastante alta, casual en nuestra llanura. El jardín descendía hacia el río en tres terrazas: en la terraza superior había guindos; en la segunda, manzanos y perales, y, en la tercera, plantaciones íntegras de casis. En el segundo patio funcionaba un gran molino de cinco pisos. Por los trabajadores del molino supimos que la finca había pertenecido a los hermanos Trepke. Al marcharse con el ejército de Denikin, los Trepke dejaron sus casas llenas de objetos de valor. Todos estos bienes habían sido trasladados hacía tiempo a la vecina aldea de Gonchárovka y a los caseríos próximos. El mismo camino estaban siguiendo ahora las casas. Kalina Ivánovich estalló en un verdadero discurso: - ¡Salvajes! ¿Comprendes? ¡Son unos canallas, unos idiotas! ¡Aquí tienen tantos bienes, casas amplias, caballerizas! Y, en vez de vivir aquí, cuidando de la hacienda y bebiendo tranquilamente café, los muy miserables destrozan a hachazos un marco como éste, hijos de perra. ¿Y por qué? ¡Porque tienen que hacer la comida y no quieren molestarse en cortar leña!... ¡Así se os atragante la comida, memos, idiotas! Y lo mismo que nacieron, estirarán la pata: ninguna revolución puede ayudarles... ¡Ah! ¡Miserables, malditos babiecas! ¿Qué puedes decir a esto? -Kalina Ivánovich se dirigió a uno de los trabajadores del molino-: dígame, por favor, camarada: ¿de quién depende obtener aquel tanque? El que está sobre la cuadra. De todas formas, aquí va a perderse sin ningún provecho. - ¿Aquel tanque? ¡El diablo lo sabe! Aquí manda el Soviet rural... - ¡Ah! Eso está bien -terminó Kalina Ivánovich y emprendimos el viaje de vuelta. De regreso, Kalina Ivánovich, que marchaba tras los trineos de nuestros vecinos por el camino apisonado en que ya se anunciaba la primavera, empezó a soñar: estaría bien conseguir aquel tanque, trasladarlo a la colonia, instalarlo en la buhardilla del lavadero y convertir así el lavadero en baño. Por la mañana, cuando nos disponíamos a ir otra vez en busca de leña, Kalina Ivánovich me agarró de un botón: - Escríbeme, querido, un papelito para el Soviet rural. A ellos les hace tanta falta el tanque como un bolsillo lateral a un perro, y nosotros, en cambio, podemos tener baño... Para complacer a Kalina Ivánovich, escribí el papel. Al anochecer, volvió furioso. - ¡Vaya unos parásitos!... No consideran las cosas más que de un modo teórico, sin ponerse en lo práctico. Dicen, el diablo se los lleve, que el tanque es propiedad del Estado. ¿Has visto idiotas semejantes? Escribe, que iré al Comité Ejecutivo del distrito. - Pero ¿a dónde vas a ir? Si está a veinte verstas... ¿Cómo piensas hacer el viaje? - Aquí hay uno que se dispone a ir; yo le acompañaré. El proyecto de Kalina Ivánovich de construir un baño encantó sobremanera a todos los colonos, pero nadie creía en la posibilidad de obtener el tanque. - Vamos a organizarlo sin el tanque ése. Se puede colocar uno de madera. - ¡Bah! ¡No entiendes nada! La gente hacía tanques de hierro y eso quiere decir que comprendía por qué. Pero lo que es el tanque ése se lo arrancaré a esos parásitos y, si es preciso, con su carne... - ¿Y cómo va a traerlo usted? ¿A lomos del Malish? - ¡Ya lo trasladaremos! Si hay artesa, habrá cerdos... Kalina Ivánovich regresó todavía más rabioso del Comité Ejecutivo del distrito y se olvidó de todas las palabras, a excepción de las denigrantes. Durante toda la semana, bajo la risa de los colonos, estuvo corriendo tras de mí: - Escríbeme un papel para el Comité Ejecutivo de la comarca -imploraba. - Déjame, Kalina Ivánovich; hay asuntos más importantes que tu tanque. - Escribe; ¿a ti qué te cuesta? ¿Es que te da lástima gastar papel? Escribe: ya verás cómo lo traigo. Y escribí el papel. Al guardárselo en el bolsillo, Kalina Ivánovich sonrió, por fin. - No es posible que rija una ley tan estúpida: se pierden cosas de valor, y nadie piensa en ello. ¡No estamos en época del zar! Kalina Ivánovich regresó del Comité Ejecutivo de la comarca ya avanzada la noche y ni siquiera apareció por mi habitación o por el dormitorio. Sólo por la mañana entró en mi cuarto. Frío y altivo, aristocráticamente rígido, miraba por la ventana hacia algún sitio lejano. - No se conseguirá nada -dijo lacónico y me tendió el papel. Atravesando el texto detallado de nuestra solicitud, había una palabra breve, enérgica y ofensivamente rotunda, escrita con tinta roja: Denegar. Kalina Ivánovich sufrió larga y apasionadamente. Durante un par de semanas desapareció su alegre y senil vivacidad. Un domingo de marzo, cuando la primavera se burlaba ya cruelmente de los últimos restos de nieve, invité a algunos muchachos a dar un paseo por los alrededores. Consiguieron ropa de abrigo y nos encaminamos... a la finca de los Trepke. - ¿Qué os parecería si instalásemos aquí nuestra colonia? -pregunté, soñando en voz alta. - ¿Dónde aquí? - Pues en estas casas. - Pero, ¿cómo? Aquí no se puede vivir... - Las repararemos. Zadórov se echó a reír y, haciendo cabriolas, giró por el patio. - Tenemos todavía por reparar tres casas. En todo el invierno no hemos podido ponernos a ello. - Pero, bueno, ¿y si, a pesar de todo, reparásemos estas casas? - ¡Oh, en ese caso sí que sería una colonia! ¡Río, jardín, molino! Trepábamos por los escombros y soñábamos: aquí los dormitorios; aquí, el comedor; allí, un magnífico club; éstas serían las aulas. Regresamos cansados y llenos de energía. En el dormitorio discutimos ruidosamente los detalles de la futura colonia. Antes de separarnos, dijo Ekaterina Grigórievna: - ¿Sabéis una cosa, muchachos? No está bien soñar cosas imposibles. Eso no es de bolcheviques... En el dormitorio se hizo un silencio embarazoso. Yo miré rabiosamente a Ekaterina Grigórievna y di un puñetazo sobre la mesa: - Pues yo le digo que, dentro de un mes, la finca será nuestra. ¿Esto será de bolcheviques? Los muchachos rompieron en una carcajada y gritaron: ¡Hurra! También yo me eché a reír y conmigo se rió Ekaterina Grigórievna. La noche entera se me fue redactando un informe para el Comité Ejecutivo Provincial. Siete días más tarde me llamó el delegado provincial de Instrucción Pública. - Habéis tenido una buena idea. Vamos a ver la finca. Otra semana después nuestro proyecto era discutido en el Comité Ejecutivo Provincial. Resultó que las autoridades llevaban bastante tiempo sin saber qué hacer con la finca. Y yo tuve oportunidad de describir la pobreza, la falta de perspectivas, el abandono de nuestra colonia, en la que había nacido ya una colectividad llena de vida. El presidente del Comité Ejecutivo Provincial resolvió: - Necesitamos un dueño para la hacienda, y aquí tenemos a unos dueños sin hacienda. Que se queden con la finca. Y ahora tengo en mis manos la autorización para ocupar la finca de los Trepke, más unas sesenta desiatinas de tierra de labor anejas a ella y el presupuesto aprobado para los gastos de la reparación. Estoy en el centro del dormitorio y me cuesta trabajo creer que no se trata de un sueño. Alrededor de mí veo una multitud de colonos emocionados, un remolino de entusiasmo y de manos tendidas. - ¿Qué dirección? - La dirección para escribirle. ¿Tú la conoces? - No, no la conozco. Pero ¿para qué escribirle? Iré a Nikoláiev y allí daré con él. - ¿Y si te echa?... - No me echará. Fue otro quien me echó. Decía que no se debía perder tiempo con un bobo. ¿Es que yo soy bobo? Poleschuk se pasaba el día íntegro hablándonos a todos de Zubati, de su apostura, de su intrepidez y de que nunca blasfemaba. Los muchachos le preguntaban a boca de jarro: - ¿Te dispones a largarte? Poleschuk, pensativo, se quedaba mirándome. Meditaba largo tiempo y, cuando los muchachos se olvidaban ya de él y pasaban a tratar apasionadamente otro tema, zarandeaba de repente al que le había hecho la pregunta: - ¿Antón se enfadará? - ¿De qué? - Si me largo. - ¿Y tú crees que no? ¡Valía la pena de perder el tiempo contigo... Vaska se quedaba pensativo otra vez. Y un día, después del desayuno, Shelaputin vino corriendo hacia mí. - Vaska no está en la colonia... y no ha desayunado. Se ha largado. Se ha ido con Zubati. Los muchachos me rodearon en el patio. Tenían interés por saber qué impresión me había producido la fuga de Vaska. - A pesar de todo, Poleschuk se ha escapado... - El olor a la primavera... - Se habrá ido a Crimea. - A Crimea no: a Nikoláiev... - Si fuésemos a la estación, podríamos echarle el guante... Y, aunque Poleschuk no era un colono envidiable, su fuga me produjo una impresión muy penosa. Me amargaba como una ofensa que, sin querer aceptar nuestro pequeño sacrificio, se hubiera marchado en busca de algo mejor. Pero, al mismo tiempo, yo sabía que la indigencia de nuestra colonia era incapaz de retener a nadie. - ¡Que se vaya al diablo! -les dije a los muchachos-. Se ha ido, y no hay más que hablar. Tenemos asuntos más importantes. En abril Kalina Ivánovich comenzó a arar. Este acontecimiento cayó sobre nosotros de manera completamente imprevista. La comisión encargada de los asuntos relacionados con los menores de edad había detenido a un pequeño cuatrero. El delincuente había sido enviado no sé a dónde, pero con el dueño del caballo no se pudo dar. La comisión pasó una semana entre terribles tormentos: no estaba acostumbrada a tener en su poder una prueba material tan incómoda como un caballo. Un día que fue a la comisión, Kalina Ivánovich -enterado de los tormentos y de la triste vida del inocente caballo, recluido en un patio pavimentado de guijarros- empuñó las riendas del animal sin decir nada a nadie y se lo trajo a la colonia. Tras él volaron los suspiros de alivio de los miembros de la comisión. En la colonia Kalina Ivánovich fue recibido con gritos de entusiasmo y de asombro. Gud tomó en sus manos trémulas de emoción las riendas que le entregó Kalina Ivánovich y guardó en lo más hondo de su alma el sermón del viejo: - ¡Ten cuidado! Al caballo no hay que tratarle como os tratáis aquí vosotros. Es un animal, que no sabe hablar y que no puede decir nada. Ya comprenderéis que no está en condiciones de quejarse. Pero, si le molestas y te larga una coz en la cabezota, no se te ocurra ir a Antón Semiónovich. Llores o no llores, yo, de todas formas, daré contigo y te partiré la cabeza. Nosotros rodeábamos a aquel grupo solemne, y ninguno protestó contra los espantosos peligros que se cernían sobre la cabeza de Gud. Kalina Ivánovich sonreía, resplandeciente, a través de su pipa, pronunciando un discurso tan terrorífico. El caballo era de pelaje rojizo, todavía no viejo y bastante bien cuidado. Durante varios días Kalina Ivánovich trabajó con los muchachos en el cobertizo. Con ayuda de martillos, de destornilladores, de simples trozos de hierro y, en fin, con ayuda de muchos discursos didácticos, logró construir de los diversos restos inútiles de la vieja colonia algo que se parecía a un arado. Y vimos un cuadro inefable: Burún y Zadórov arando. Kalina Ivánovich, que iba a su lado, les decía: - ¡Vaya parásitos! ¡No sabéis ni arar! Aquí tenéis un blanco, y aquí otro, y otro... Los muchachos refunfuñaban bonachones: - Debería enseñarnos usted, Kalina Ivánovich. Pero, seguramente, usted no ha arado nunca. Kalina Ivánovich se quitaba la pipa de la boca y procuraba dar a su rostro una expresión feroz. - ¿Cómo? ¿Que yo no he arado nunca? Pero, ¿qué falta hace que uno mismo are? Aquí lo que hace falta es comprender. Yo comprendo que tú has hecho blancos, y tú no lo comprendes. A un lado iban Gud y Brátchenko. Gud espiaba a los labradores por si maltrataban al caballo, mientras Brátchenko se limitaba a contemplar embelesado al Pelirrojo. Se había ofrecido a Gud como ayudante voluntario en los trabajos de la cuadra. En el cobertizo, algunos de los muchachos mayores se afanaban junto a la vieja sembradora. Sofrón Golován les imprecaba, asombrando sus almas impresionables con la erudición de cerrajero y de herrero que poseía. Sofrón Golován estaba dotado de algunos rasgos muy notables, que le destacaban de los demás mortales: hombre de estatura gigantesca, lleno de alegría de vivir, eternamente bebido y jamás borracho, tenía acerca de todas las cosas una opinión propia que dejaba siempre estupefacta a la gente por su ignorancia. Golován era una monstruosa amalgama de kulak y de herrero: poseía dos jatas, tres caballos, dos vacas y una fragua. Pero, con todo, era un buen herrero, y sus manos parecían incomparablemente más listas que su cabeza. La fragua de Sofrón estaba en la carretera de Járkov junto a una posada, y en esta posición geográfica residía el secreto del enriquecimiento de la familia Golován. Sofrón vino a la colonia invitado por Kalina Ivánovich. En nuestros cobertizos había aparecido algún que otro instrumental de forja. La propia fragua estaba semiderruida, pero Sofrón nos propuso traer su yunque y su hornillo, añadir algún otro instrumental y trabajar con nosotros como instructor. Incluso se comprometió a reparar la fragua por su cuenta. A mí me sorprendió tanto afán de ayudarnos. Mi perplejidad quedó disipada con el informe nocturno de Kalina Ivánovich. Metiendo un papel en el cristal de mi quinqué para encender su pipa, Kalina Ivánovich me dijo: - Ese parásito de Sofrón no viene en vano a trabajar con nosotros. Los mujiks le presionan, ¿sabes?, y tiene miedo a que le quiten la fragua. En cambio, trabajando aquí, tendrán que considerarle como si estuviera sirviendo a los Soviets. - Y entonces, ¿qué vamos a hacer con él? -pregunté a Kalina Ivánovich. - ¿Qué vamos a hacer? ¿Quién querrá venir aquí? ¿De dónde podemos sacar una fragua? ¿Y las herramientas? Casa tampoco tenemos, y, si aparece alguna covachuela, de todas formas deberemos llamar a los carpinteros. ¿Y sabes una cosa? -Kalina Ivánovich entornó los párpados-. ¿A nosotros qué más nos da? Sea bizca, sea jorobada, con tal de que sea bien dotada. ¡Da lo mismo que sea un kulak! De todas formas, trabajará como es debido. Kalina Ivánovich, meditativo, llenaba de humo mi habitación y, de pronto, dijo, sonriendo: - Los mujiks, esos parásitos, acabarán quitándole la fragua. ¿Y qué van a sacar con ello? De todas formas, no harán nada. Más vale, entonces, que tengamos nosotros nuestra fragua, porque, pase lo que pase, Sofrón está perdido. Esperaremos un poquito y después le daremos la patada: nosotros somos una institución soviética, y tú, hijo de perra, eres una sanguijuela que bebe sangre humana, ¡je, je, je! Habíamos recibido ya parte del dinero presupuestado para la reparación de la finca, pero era tan poco que exigía de nosotros una habilidad extraordinaria. Todo debíamos hacerlo con nuestras propias manos. Para ello, la fragua era imprescindible, así como un taller de carpintería. Teníamos los bancos. En ellos, aunque difícilmente, se podía trabajar: habíamos comprado herramientas. Poco después apareció en la colonia el instructor carpintero. Bajo su dirección, los muchachos se dedicaron enérgicamente a serrar las tablas traídas de la ciudad y a ensamblar las puertas y ventanas de la nueva colonia. Por desgracia, los conocimientos profesionales de nuestros carpinteros eran tan insignificantes, que el proceso de fabricación de puertas y ventanas para la vida futura fue muy doloroso en los primeros tiempos. Los trabajos en la fragua -y eran muchos- tampoco nos alegraban al principio. Sofrón no se distinguía por el afán de terminar rápidamente el período de reconstrucción en el Estado soviético. Su jornal de instructor se expresaba en precisamente, a esta circunstancia histórica aparecieron en la colonia los nombres de Karabánov, Prijodko, Golos, Soroka, Vérshnev, Mitiaguin y otros. Capítulo 8 Carácter y cultura La llegada de nuevos colonos debilitó sensiblemente nuestra poco firme colectividad, y de nuevo adquirimos el aspecto de una cueva de malhechores. Nuestros primeros educandos se habían formalizado únicamente para las necesidades más imprescindibles. Los adeptos del anarquismo patrio eran todavía menos partidarios de someterse a cualquier orden. Debe hacerse constar, sin embargo, que en la colonia jamás volvieron a aparecer la franca resistencia y la grosería respecto al personal educativo. Cabe suponer que Zadórov, Burún, Taraniets y los demás supieron comunicar a los novatos la breve historia de los primeros días de la colonia Gorki. Tanto los nuevos colonos como los viejos demostraron siempre su convicción de que el personal educativo no era una fuerza hostil a ellos. La causa principal de esta convicción residía, sin género de dudas, en el trabajo de nuestros educadores tan manifiestamente abnegado y difícil, que inspiraba un respeto natural. Por esto, los colonos, salvo alguna que otra rara excepción, estuvieron siempre en buen: aceptando la necesidad de trabajar y de estudiar en la escuela y comprendiendo con bastante claridad que todo ello se desprendía de nuestros intereses comunes. La pereza y la falta de voluntad de pasar privaciones revestían entre nosotros formas puramente zoológicas y jamás adquirieron la forma de una protesta. s relaciones con nosotros, Nosotros comprendíamos que todo ese bienestar era una forma puramente externa de la disciplina y que tras ella no se encerraba ninguna clase de cultura, ni siquiera la más primitiva. La razón de que nuestros colonos siguieran viviendo en medio de nuestra indigencia y de nuestro bastante rudo trabajo, la razón de que no huyesen de la colonia no debía ser buscada únicamente, claro está, en el terreno pedagógico. El año 1921 no ofrecía nada de envidiable para la vida en la calle. Aunque nuestra provincia no figuraba entre las hambrientas, en la propia ciudad se sufrían bastantes privaciones e incluso hambre. Además, en los primeros años casi no recibimos a auténticos niños abandonados, hechos a vagar por la calle. La mayoría de nuestros educandos procedían de familias con las que acababan de romper. Nuestros muchachos constituían, como término medio, una amalgama de rasgos muy brillantes de carácter y un nivel bajísimo de cultura. Precisamente estos muchachos eran los que se procuraba enviar a nuestra colonia, destinada especialmente a los educandos difíciles. En su enorme mayoría tratábase de semianalfabetos o de analfabetos totales. Casi todos estaban acostumbrados a la suciedad y a los piojos, y frente a los demás había ido formándose en ellos una actitud permanente, entre defensiva y amenazadora, de heroísmo primitivo. Destacaban de toda esa masa algunos muchachos de nivel intelectual más elevado, como Zadórov, Burún, Vetkovski, Brátchenko y, entre los nuevos, Karabánov y Mitiaguin. Los demás asimilaban gradualmente y con extraordinaria lentitud la cultura humana, con mayor lentitud aún porque éramos pobres y pasábamos hambre. Durante el primer año nos abatía particularmente su continuo afán de reñir entre sí, la terrible debilidad de sus vínculos colectivos, que se rompían a cada momento y por cualquier nimiedad. Esto ocurría en grado considerable no ya por animadversión, sino por esa misma postura heroica, que no atenuaba ningún sentimiento político. Aunque bastantes muchachos habían estado en campos de clases hostiles, ninguno de ellos tenía la menor sensación de pertenecer a una u otra clase. Entre los educandos no había casi hijos de obreros. El proletariado era para ellos algo lejano e ignoto; la mayoría observaba un profundo desprecio por el trabajo campesino, desprecio que no se refería tanto al trabajo en sí como a la vida de los campesinos y a su sicología. Por lo tanto, les quedaba un amplio margen para toda clase de arbitrariedades, para la manifestación de una personalidad, que en su aislamiento llegaba al salvajismo. El cuadro, en general, era penoso, pero, de todas suertes, los brotes de vida colectiva crecidos durante el primer invierno germinaban calladamente en nuestra sociedad, y era preciso salvarlos fuera como fuera, sin permitir que les ahogase la llegada de los refuerzos. Yo creo que mi mérito principal radica en haber sabido comprender esta importante circunstancia y haberla valorado exactamente. La defensa de esos primeros brotes fue luego un proceso tan increíblemente difícil, tan infinitamente largo y penoso que, de haberlo sabido antes, es seguro que me hubiera intimidado y habría renunciado a la lucha. Por fortuna, me sentía siempre como en vísperas del triunfo, aunque para esto hacía falta ser un optimista incorregible. En cada jornada de mi vida de entonces había obligatoriamente fe, alegría y desesperación. Todo, al parecer, marcha bien. Por la noche, los educadores han concluido su trabajo, han leído algún libro, simplemente han charlado o jugado, y, después de dar las buenas noches a los muchachos, se han retirado a sus habitaciones. Los muchachos, aparentemente tranquilos, se disponen a acostarse. En mi habitación va cesando de latir el pulso del día de trabajo. Todavía permanece conmigo Kalina Ivánovich, dedicado, con arreglo a su costumbre, a alguna generalización; cerca de nosotros da vueltas un colono curioso; junto a la puerta, Gud y Brátchenko se disponen al ataque cotidiano contra Kalina Ivánovich por cuestiones relacionadas con el forraje, y de pronto irrumpe, gritando, algún pequeño: - ¡En el dormitorio están matándose los muchachos! Salgo disparado de la habitación. En el dormitorio gritos y estrépito. En un rincón dos grupos furiosos y erizados hasta el frenesí. Los gestos amenazadores y los saltos se mezclan con espantosos insultos; uno le atiza a otro, Burún arrebata a un héroe su navaja y alguien le grita desde lejos: - ¿Y tú por qué te metes? ¿Quieres que te estampe mi firma? Sentado en su cama, entre una multitud de simpatizantes, un herido se venda silenciosamente con un trozo de sábana la mano maltrecha. Yo nunca separaba a los que combatían, nunca me esforzaba por chillar más que ellos. A mi espalda, Kalina Ivánovich, empavorecido, musita: - ¡Ay, de prisa, de prisa, querido, que si no, los parásitos se degollarán y no quedará ni uno vivo... Pero yo permanezco silencioso en la puerta y observo. Poco a poco los muchachos advierten mi presencia y se apaciguan. El rápido silencio hace volver en sí incluso a los más enfurecidos. Se guardan las navajas y se bajan los puños; los monólogos coléricos e injuriosos se cortan a media palabra. Pero yo sigo sin decir nada: dentro de mí hierven la ira y el odio a todo este mundo salvaje. Es el odio a la impotencia, porque sé perfectamente que hoy no será el último día de pelea. Por fin, se establece en el dormitorio un angustioso y pesado silencio. Incluso se calman los sordos sonidos de la respiración jadeante. Entonces estallo súbitamente yo mismo, estallo en un acceso de verdadera ira, y, penetrado de la consciente seguridad de que así debe ser, ordeno: - ¡Las navajas sobre la mesa! ¡Y de prisa, demonio! ... La mesa va llenándose de armas: navajas, cuchillos de cocina, cogidos especialmente para la pelea, cortaplumas y puñales hechos en la fragua. El silencio sigue pesando sobre el dormitorio. Cerca de la mesa sonríe Zadórov, el simpático y encantador Zadórov, que ahora me parece el único ser próximo a mí. Yo vuelvo a ordenar categóricamente: - ¡Los rompecabezas! - Yo tengo uno; lo he recogido antes -dice Zadórov. Todos permanecen con la cabeza gacha. - ¡A dormir!. No me voy del dormitorio hasta que se acuesta el último muchacho. Al día siguiente, los colonos procuran no recordar el escándalo de la víspera. Tampoco yo aludo a él. Pasa un mes, otro. Durante este tiempo, focos aislados de hostilidad humean débilmente en algunos sitios, pero si intentan tomar impulso, son pronto sofocados en el seno de la propia colectividad. Hasta que, de repente, vuelve a estallar la bomba, y de nuevo los colonos enfurecidos, perdiendo todo aspecto humano, se persiguen cuchillo en alto. Una noche comprendí que era preciso apretar la tuerca, como se dice entre nosotros. Después de una pelea ordeno a Chóbot, uno de los caballeros más infatigables de la navaja, que se presente en mi habitación. Obedece sumisamente. Ya en la habitación, le digo: - Tendrás que abandonar la colonia. - ¿Y a dónde voy air? - Te aconsejo que vayas allí donde esté tolerado el empleo del cuchillo. Hoy por que un camarada no te cedió el sitio en el comedor, le has pinchado con el cuchillo. Busca, pues, un sitio donde las discusiones se decidan a cuchilladas. - ¿Cuándo debo marcharme? - Mañana por la mañana. Se aparta sombrío. Por la mañana, durante el desayuno, todos los muchachos me piden que perdone a Chóbot. Ellos responden de él. - ¿Cómo respondéis? No me comprenden. Invité en calidad de ayudantes a tres muchachos: Zadórov, Vólojov y Taraniets. Avanzada la noche del sábado, nos pusimos a elaborar el plan. En torno a mi mesilla de noche, los muchachos permanecían inclinados sobre un plano del caserío, trazado por mí, y Taraniets, las manos hundidas en sus greñas pelirrojas, husmeaba el papel con su nariz salpicada de pecas. - Atacaremos una jata -dijo-, y en las otras esconderán el samogón. Tres personas son pocas. - ¿Es que hay samogón en tantas jatas? - En casi todas: en la de Musi Grechani lo fabrican, y en la de Andréi Kárpovich, y en la del propio presidente Serguéi Grechani. Los Verjolas se dedican también todos a fabricarlo y las mujeres lo venden en la ciudad. Necesitamos más muchachos; si no, ¿sabe?, nos hincharán los morros y no conseguiremos nada. Sentado silenciosamente en una esquina, Vólojov bostezaba. - ¡Qué van a poder con nosotros! Unicamente con Karabánov nos basta. Y nadie se atreverá a tocarnos ni con un solo dedo. Yo conozco bien a esos mujiks (2). Nos tienen miedo. Vólojov participaba en la operación sin entusiasmo. Todavía entonces me trataba con frialdad: la disciplina le era odiosa. Pero estaba entregado fielmente a Zadórov y le seguía sin comprobar ninguna cuestión de principio. Zadórov, como siempre, sonreía, tranquilo y seguro. Sabía hacerlo todo sin desgastar su personalidad y sin pulverizar ni un solo gramo de su ser. Y también yo, igual que siempre, no confiaba en nadie como en Zadórov: lo mismo ahora, sin perder su personalidad, sería capaz de efectuar cualquier proeza si la vida le llamaba a ella. Y Zadórov dijo a Taraniets: - No le des vueltas, Fiódor; di claramente por qué jata debemos empezar y a dónde hay que ir después. Lo demás, mañana se verá. Eso sí, hay que llevar a Karabánov: sabe hablar con los mujiks, porque él mismo lo es. Y ahora vamos a dormir, que mañana debemos salir antes de que estén todos borrachos en los caseríos, ¿De acuerdo, Gritskó? - Sí -resplandeció Vólojov. Nos separamos. Por el patio paseaban Lídochka y Ekaterina Grigórievna. - Los muchachos -dijo Lídochka- dicen que van ustedes en busca de samogón. ¿Qué falta le hace a usted eso? ¿Es tal vez un trabajo pedagógico? ¿Qué pensarán de nosotros? - Se trata, precisamente, de un trabajo pedagógico. Venga usted mañana con nosotros. - ¿Cree que tengo miedo? Iré. Sólo que ése no es un trabajo pedagógico... - Entonces, ¿viene usted? -Sí. Ekaterina Grigórievna me llamó aparte: - Pero, ¿a santo de qué lleva usted a esa niña? - No le haga caso -gritó Lidia Petrovna-; iré a pesar de todo. De tal manera, formamos una comisión de cinco personas. A las siete de la mañana llamamos a la puerta de Andréi Kárpovich Grechani, nuestro vecino más inmediato. La llamada sirvió de señal para una compleja obertura canina, que se prolongó alrededor de cinco minutos. Únicamente después de la obertura comenzó la representación en regla. Se inició con la salida a escena del abuelo Andréi Grechani, un viejecillo pequeño, con la cabeza monda, que conservaba una barbita cuidadosamente recortada. El abuelo Andréi nos preguntó secamente: - ¿Qué desean ustedes? - En su casa hay un aparato para fabricar samogón y nosotros venimos a destrozarlo -contesté yo-; aquí está la orden de la milicia provincial. - ¿Un aparato para fabricar samogón? -repitió, perplejo, el abuelo Andréí, haciendo correr una aguda mirada por nuestras caras y por la abigarrada vestimenta de los colonos. Pero en aquel momento se inmiscuyó en fortissimo la orquesta canina. Karabánov, a espaldas del abuelo, consiguió aproximarse al plano posterior y tumbar, por medio de un palo que llevaba previsoramente, a un perro melenudo y pelirrojo, que respondió al atentado con un estruendoso solo dos octavas más alto de la corriente voz canina. Nos lanzamos por la brecha, ahuyentando a los perros. Vólojov les gritó con una voz imperiosa de bajo, y los perros se dispersaron por los rincones del patio, matizando los acontecimientos ulteriores con una música poco expresiva de ladridos en que se sentía la ofensa. Karabánov estaba ya en la jata y, cuando entramos en ella con el abuelo, nos mostró triunfalmente lo que buscábamos: el aparato para fabricar samogón. - ¡Aquí está! El abuelo Andréi daba vueltas por la jata. Su chaqueta nueva de lustrina brillaba lo mismo que en la ópera. - ¿Habéis hecho samogón ayer? -interrogó Zadórov. - Sí, ayer -contestó el abuelo Andréi, rascándose, confuso, la barbita y viendo cómo Taraniets sacaba de debajo de un banco que había en el ángulo delantero un cuarterón lleno de néctar color rosáceo-malva. De improviso el abuelo Andréi se enfureció y se lanzó sobre Taraniets, calculando justamente que lo más fácil sería agarrarle en la angosta esquina, escombrada por los bancos, la mesa y los iconos. Y, en efecto, consiguió sujetar a Taraniets, pero Zadórov tomó con toda tranquilidad el cuarterón por encima de la cabeza del abuelo, y al anciano no le quedó más que la sonrisa injuriosamente abierta y encantadora de Taraniets. - ¿Qué pasa, abuelo? - ¿Cómo no os da vergiienza? -gritó colérico el abuelo-. No tenéis conciencia. Andáis robando por las jatas. ¡Y hasta traéis a una muchacha con vosotros! ¿Cuándo dejaréis de dar guerra? ¿Cuándo os tragará, por fin, la tierra? - ¡Eh, abuelo! Pero si resulta que es usted poeta -dijo, gesticulando animadamente, Karabánov y, apoyándose en el palo, quedó inmóvil ante el abuelo en una actitud expectante y teatral. - ¡Fuera de mi jata! -gritó el abuelo Andréi, y, empuñando una enorme horquilla que había junto al horno, golpeó torpemente en un hombro a Vólojov. Vólojov se echó a reír y volvió a poner la enorme horquilla junto al horno, haciendo ver al abuelo un nuevo detalle del suceso: - Vale más que mire usted hacia allí. El abuelo volvió la vista y vio a Taraniets, que descendía del horno con otro cuarterón en las manos, sin perder su franca y encantadora sonrisa. El abuelo Andréi se desplomó en un banco, bajó la cabeza e hizo un ademán de impotencia. Lídochka se sentó a su lado. - ¡Andréi Kárpovich! -comenzó a hablarle cariñosamente-. Usted sabe que la ley prohíbe fabricar aguardiente. ¡Hay que ver cuánto trigo se pierde así! ¡Con el hambre que hay alrededor! - Hambre pasa el vago. El que trabaja, no tiene hambre. - ¿Y usted, abuelo, ha trabajado? -preguntó con una voz sonora y jovial Taraniets, sentándose en el horno-. A lo mejor es Stepán Nechiporenko quien ha trabajado. - ¿Stepán? - Sí, Stepán. Y usted le ha echado de su casa sin pagarle ni darle ropa, y ahora él pide que le admitan en la colonia. Taraniets chascó alegremente la lengua mirando al abuelo y saltó del horno. - ¿Que hacemos con todo esto? -inquirió Zadórov. - Romperlo en el patio. - ¿Y el aparato? - El aparato también. El abuelo no salió al lugar de la ejecución: se quedó en la jata, escuchando las digresiones económicas, sicológicas y sociales que Lídia Petrovna había comenzado a desarrollar ante él con tanto éxito. Los perros, llenos de indignación, representaban los intereses del amo desde los rincones del patio en que se habían guarecido. Sólo cuando ya nos íbamos, algunos de ellos expresaron una protesta tardía y sin objeto. Zadórov hizo salir previsoramente a Lídochka de la jata: mujeres inmóviles; ladraban y aullaban los perros, saltando por los alambres tendidos en los patios, y los s movían la cabeza, mientras limpiaban sus cuadras. Nosotros saltamos a la calle, y Karabánov se dejó caer contra una valla próxima. - ¡Ay, no puedo, no puedo! ¡Vaya unos invitados! ¿Cómo decía la mujer? ¡Que se os hinche la barriga de la nata! ¿Cómo tienes tú la tripa, Vólojov? Aquel día acabamos con seis aparatos de fabricar samogón. Por nuestra parte no hubo bajas. Únicamente, al salir de la última jata nos tropezamos con Serguéi Petróvich Grechani, el presidente del Soviet rural. El presidente se parecía al cosaco Mamái: cabellos negros untados con aceite y pegados al cráneo y un bigotillo ensortijado. A pesar de su juventud, era el campesino más ordenado del distrito y se le tenía por un hombre muy cabal. Todavía desde lejos nos gritó: - ¡Espérenme! Le esperamos. - ¡Buenos días! ¡Felicidades!... Permítame que me interese, ¿en qué mandato se basa semejante intervención arbitraria? ¿Por qué rompen ustedes los aparatos de la gente? ¿Qué derecho tienen a ello? Afiló más aún sus bigotes y escrutó nuestras sospechosas fisonomías. Yo le tendí en silencio el mandato de la intervención arbitraria. Estuvo dándole vueltas largo rato y me lo devolvió descontento. - Esto, claro está, es una autorización, pero la gente se molesta. Si una colonia cualquiera se dedica a hacer esto, no se podrá asegurar al Poder soviético que este asunto concluirá bien. Yo mismo lucho contra el samogón. - Pero también usted tiene un aparato -dijo en voz baja Taraniets, permitiendo a sus penetrantes ojillos escrutar con descaro el rostro del presidente. El presidente miró con ferocidad al andrajoso Taraniets. - ¡Tú! ¡Tú a callar! ¿Quién eres tú? ¿De la colonia? Llevaremos este asunto hasta lo más alto, y entonces se verá por qué cualquier criminal puede injuriar libremente a los presidentes de los organismos locales. Nos separamos. Nuestra expedición había sido provechosa. Al otro día Zadórov anunciaba en la fragua a nuestros clientes: - El domingo próximo lo haremos mejor aún. Ese día saldrá toda la colonia, los cincuenta que somos. Los aldeanos asentían con la cabeza y expresaban su conformidad: - Eso, desde luego, está bien. Porque el trigo se desperdicia y, ya que se trata de una cosa prohibida, está bien. En la colonia se dejó de beber, pero apareció un nuevo mal: los naipes. Empezamos a advertir que en el comedor era frecuente que uno u otro colono comiera sin pan, que la limpieza o cualquier otro trabajo desagradable no fuese ejecutado por el que debía hacerlo, sino por otro. - ¿Por qué limpias hoy tú en vez de Ivanov? - Me lo ha pedido. El trabajo a petición se convirtió en un fenómeno corriente y hasta llegaron a formarse grupos concretos de peticionarios. Aumentaba también el número de colonos que renunciaban a la comida y cedían su ración a algún camarada. En una colonia infantil no puede haber mayor desgracia que los naipes. Los naipes sacan al colono de la esfera común de consumo y le obligan a buscar recursos complementarios, pero la única vía para ellos es el robo. Por eso me apresuré a lanzarme al ataque contra este nuevo enemigo. Ovcharenko, un muchacho alegre y enérgico, ya habituado a la colonia, huyó de ella. No conseguí poner en claro los motivos de su fuga. Al día siguiente, le encontré en el mercado de la ciudad; pero, a pesar de todos mis esfuerzos para convencerle, se negó a volver a la colonia. Le noté lleno de confusión al hablar conmigo. Una deuda de juego era considerada como una deuda de honor entre nuestros educandos. Negarse a pagar semejante deuda implicaba no sólo el apaleamiento y otros medios coercitivos, sino también el desprecio general. De regreso a la colonia, pregunté por la noche a los muchachos: - ¿Por qué se ha escapado Ovcharenko ? - ¿Cómo vamos a saberlo? - Vosotros lo sabéis. Silencio. Aquella misma noche, con ayuda de Kalina Ivánovich, efectué un registro general. Sus resultados me dejaron estupefacto: debajo de las almohadas, en los cofres, en las cajas, en los bolsillos de algunos colonos hallé verdaderos depósitos de azúcar. El más rico era Burún: en su cofre, que él mismo se había construido con mi permiso en el taller de carpintería, aparecieron más de treinta libras. Pero más interesante aún era lo que se encontró en poder de Mitiaguin. Debajo de su almohada se le hallaron dentro de un viejo gorro de piel unos cincuenta rublos en monedas de cobre y de plata. Burún, muy compungido, confesó sinceramente: - Lo he ganado jugando a las cartas. - ¿A los colonos? - Sí. Mitiaguin respondió: - Yo no diré nada. El depósito principal de azúcar, de prendas ajenas, de blusas, de pañuelos, de bolsillos, estaba en la habitación donde vivían nuestras tres muchachas: Olia, Raísa y Marusia. Las muchachas se negaron a decir quién era el dueño de tales reservas. Olia y Marusia lloraban, Raísa había optado por enmudecer. En la colonia teníamos, efectivamente, a tres muchachas. La comisión nos las había enviado por robos domiciliarios. Una de ellas, Olia Vóronova, debía de haber caído, probablemente por casualidad, en una historia desagradable, caso frecuente entre las criadas menores de edad. Marusia Lévchenko y Raísa Sokolova, muy desenvueltas y depravadas, blasfemaban e intervenían en las borracheras de los muchachos y en las partidas de cartas, que transcurrían principalmente en su habitación. Marusia, que se distinguía por un carácter insoportablemente histérico, ofendía con frecuencia y hasta pegaba a sus compañeras de colonia. Al menor pretexto, siempre andaba peleándose también con los muchachos. Ella misma se tenía por un caso perdido, y cada vez que le hacíamos una observación o le dábamos un consejo nos contestaba monótonamente: - ¿Por qué se molesta usted? Yo soy un caso perdido. Muy gorda, sucia, reidora, indolente, Raísa distaba mucho de ser tonta y poseía alguna instrucción. Por haber estudiado en el liceo, nuestras educadoras la habían convencido de que debía prepararse para el ingreso en el Rabfak (Facultad obrera). Su padre -un zapatero de nuestra ciudad- había sido degollado dos años atrás en una compañía de borrachos; la madre bebía y mendigaba. Raísa afirmaba que esa mujer no era su madre, que ella había sido abandonada de niña en casa de los Sokolov, pero los muchachos decían que Raísa fantaseaba: - Pronto dirá que su padre fue un príncipe. Marusia y Raísa observaban una actitud de independencia frente a los muchachos y gozaban de cierto respeto por su parte como antiguas y expertas ladronas. Precisamente por ello Mitiaguin y otros les confiaban importantes detalles de sus tenebrosas operaciones. Con la llegada de Mitiaguin, los elementos del hampa representados en la colonia habían aumentado en cantidad y en calidad. Mitiaguin era un ladrón calificado, hábil, listo, afortunado y valiente. Además de todo eso, le caracterizaba una extraordinaria simpatía. Tenía unos diecisiete años, tal vez más. Su rostro poseía una marca especial: unas cejas de blancura brillante, formadas por unos mechones completamente canosos y espesos. Según él, esta marca estorbaba frecuentemente el éxito de sus empresas. De todas maneras, ni siquiera se le ocurría pensar que pudiese dedicarse a otra cosa que al robo. La misma noche de su llegada a la colonia se explayó conmigo de manera franca y amistosa: - Los muchachos hablan bien de usted, Antón Semiónovich. - Bueno, ¿y qué? - Eso es magnífico. Si los muchachos se encariñan con usted, les será más fácil. Todos los muchachos rompieron a hablar al mismo tiempo: había unanimidad en el acuerdo. Burún confiscó por su propia mano todos los naipes y los arrojó a un cubo. Kalina Ivánovich recogió alegremente el azúcar: - Muchas gracias. Habéis hecho economías. Mitiaguin me acompañó cuando salía del dormitorio: - ¿Debo marcharme de la colonia? Le respondí tristemente: - No, ¿para qué? Sigue un poco más. - De todas formas, robaré. - Que el diablo te lleve, roba. No soy yo quien va a perderse, sino tú. Asustado, se separó. A la mañana siguiente Burún fue a la ciudad en busca de Ovcharenko. Los muchachos arrastraban tras él a Raísa. Karabánov relinchaba por toda la colonia y palmoteaba a Burún en los hombros: - ¡Eh! ¡Aún quedan caballeros en Ucrania! Zadórov reíase en la puerta de la fragua. Se dirigió a mí amistosamente, como siempre: - Son unos sinvergiienzas, pero se puede vivir con ellos. - ¿Y tú quién eres? -le preguntó ferozmente Karabánov. - Ex atracador, descendiente de atracadores, y en la actualidad herrero de la colonia de trabajo Máximo Gorki, Alexandr Zadórov -dijo, poniéndose firme. - ¡En su lugar, descanso! -repuso Karabánov, y pasó, contoneándose, a lo largo de la fragua. Al caer la tarde, Burún trajo a Ovcharenko, hambriento y feliz. Notas (1).- Especie de aguardiente hecho de trigo, remolacha, etc., por procedimientos rudimentarios. (2).- Se emplea aquí en el sentido de persona atrasada, codiciada, glotona, torpe y de mala traza. Capítulo 10 Los ascetas de la educación socialista Los ascetas de la educación socialista eran cinco, yo incluido. Nos llamó así un camarada. Nosotros mismos no nos llamamos nunca de tal modo. Al contrario, ni siquiera pensábamos que estuviésemos realizando una hazaña. No lo pensábamos cuando la colonia daba tan sólo sus primeros pasos ni lo pensamos más tarde, al cumplir la colonia el octavo aniversario de su nacimiento. Al hablarse de ascetismo, no se tenía únicamente en cuenta al personal de la colonia Gorki y por eso nosotros considerábamos en nuestro fuero interno esas palabras como una frase alada, imprescindible para el mantenimiento de la moral de los trabajadores de las casas y de las colonias de niños. Entonces había mucho heroísmo en la vida soviética y en la lucha revolucionaria, y nuestro trabajo era excesivamente modesto, tanto en sus expresiones como en sus éxitos. Nosotros, personas de lo más corriente, teníamos una infinidad de diversos defectos. Y, hablando con propiedad, no conocíamos nuestra profesión: nuestra jornada de trabajo estaba llena de errores, de movimientos inseguros, de ideas confusas. Y por delante teníamos unas tinieblas infinitas, en las que discerníamos difícilmente, a retazos, los contornos de nuestra futura vida pedagógica. Se podía decir todo lo que se quisiera acerca de cada uno de nuestros pasos: hasta tal punto eran casuales. No existía nada indiscutible en nuestro trabajo. Pero cuando empezábamos a discutir, la cosa era peor aún; de nuestros debates, ignoro por qué causa, no nacía la verdad. Teníamos únicamente dos cosas fuera de toda duda: nuestra firme resolución de no abandonar la causa, de llevarla hasta el final, aunque el final fuese triste. Y había, además, ese vivir cotidiano: entre nosotros, en la colonia y alrededor de nosotros. Cuando los Osipov llegaron a la colonia, observaban una actitud de repulsión hacia los colonos. Según nuestras reglas, el educador de guardia estaba obligado a comer con los educandos. Tanto Iván Ivánovich como su mujer me manifestaron decididamente que ellos no comerían en la misma mesa que los colonos, porque les era imposible dominar su repugnancia. Yo les dije: - Más tarde veremos. Durante su guardia nocturna en el dormitorio, Iván Ivánovich no se sentaba jamás en la cama de ningún educando. Pero no había otro sitio donde sentarse. Por eso se pasaba de pie toda su guardia. Iván Ivánovich y su mujer me decían: _ ¿Cómo puede usted sentarse en esa cama llena de piojos? Yo les replicaba: - Eso no tiene importancia. Ya se arreglará todo: acabaremos de alguna manera con los piojos... A los tres meses, Iván Ivánovich, además de comer con apetito en la misma mesa que los colonos, había perdido la costumbre de traer consigo su propia cuchara. Lo que hacía era tomar una cualquiera del montón general de la mesa, aunque, para tranquilidad de su conciencia, pasaba un dedo por encima. Y por las noches, en el dormitorio, Iván Ivánovich, incorporado al círculo juvenil más fogoso y sentado en alguna cama, jugaba al ladrón y el confidente. Este juego era muy sencillo. Todos los que participaban en él recibían un billete con una inscripción: ladrón, confidente, juez, verdugo, etc. El confidente anunciaba la suerte que le había caído y, armándose de un zurriago, procuraba averiguar quién era el ladrón. Todos le tendían la mano, y él debía indicar por medio de un golpe la mano del ratero. Por lo común, el señalado era el juez o el fiscal, y estos honestos ciudadanos, ofendidos por la sospecha, golpeaban la mano extendida del confidente según la tarifa fijada para el pago de las ofensas. Si a la otra vez el confidente daba, a pesar de todo, con el ladrón, sus sufrimientos concluían, pero comenzaban los del ladrón. El juez podía condenarle a cinco calientes o a diez calientes o a cinco frías. El verdugo empuñaba entonces el Zurriago, y comenzaba la ejecución. Como los papeles de los participantes en el juego cambiaban cada vez, y el ladrón, a la vuelta siguiente se convertía en juez o en verdugo, el encanto principal de toda la distracción estribaba en esa alternativa del sufrimiento y la venganza. Cuando le tocaba ser confidente o ladrón, el juez implacable o el verdugo feroz recibía al céntuplo del juez y del verdugo en funciones, que entonces le recordaban todas las condenas y todos los castigos. Ekaterina Grigórievna y Lidia Petrovna jugaban también a esa distracción con los muchachos, pero los muchachos se conducían como unos caballeros: en caso de robo, la condena no pasaba de tres o cuatro frías. Durante la ejecución, el verdugo ponía los morritos más tiernos y se limitaba a acariciar con el zurriago la suave palma femenina. Cuando jugaban conmigo, los muchachos tenían interés, sobre todo, por conocer mi capacidad de resistencia, y ésta era la causa de que a mí no me quedara otro remedio que recurrir a las bravatas. En calidad de juez, condenaba a los ladrones a tales castigos, que hasta los propios verdugos horrorizábanse, y cuando me tocaba ejecutar la sentencia, obligaba a la víctima a perder el sentimiento de la propia dignidad y a gritar: - ¡Antón Semiónovich, así no se puede! Pero también yo cobraba: siempre volvía a mi habitación con la mano izquierda hinchada; se consideraba vergonzoso cambiar de mano y, además, la derecha me hacía falta para escribir. El pusilánime Iván Ivánovich seguía una táctica femenina, y, al principio, los muchachos le trataban con delicadeza. Un día advertí a Iván Ivánovich que tal política era falsa: nuestros muchachos tenían que crecer resistentes y valerosos. No debía intimidarles ningún peligro y menos aún los sufrimientos físicos. Iván Ivánovich no se mostró de acuerdo conmigo. Una velada coincidí con él en el mismo grupo, y, haciendo de juez, le condené a doce calientes y en la otra vuelta, actuando en calidad de verdugo, batí implacablemente su mano con el zurriago. Enfadado, se vengó de mí. Uno de mis adictos no pudo dejar sin castigo semejante conducta de Iván Ivánovich y le zurró hasta hacerle cambiar de mano. A la noche siguiente, Iván Ivánovich quiso rehuir su participación en este bárbaro juego, pero le abochornó la ironía general de los colonos, y en lo sucesivo soportó ya dignamente la prueba, sin adular cuando le tocaba ser juez y sin abatirse cuando tenía que hacer de ladrón o de confidente. Frecuentemente los Osipov se me quejaban de que llevaban muchos piojos a su casa. - No hay que luchar contra los piojos en la casa -les decía yo-, sino en los dormitorios... Y, efectivamente, luchamos. Con gran esfuerzo conseguimos dos juegos de ropa de cama y dos mudas. Las mudas eran remiendo sobre remiendo, como dicen los ucranianos, pero, hirviéndolas, quedaba en ellas - Yo he visto a ese Korolenko y hasta he hablado con él: una persona muy decente. Pero vosotros, tanto teórica como prácticamente, sois unos harapientos. Comenzamos a llamarnos colonia Gorki sin que nos autorizase ninguna disposición oficial. Poco a poco en la ciudad se acostumbraron a que nos llamásemos así y no protestaron contra nuestros nuevos timbres y estampillas, que llevaban el nombre del escritor. Desgraciadamente, tardamos en establecer contacto con Máximo Gorki: nadie en la ciudad conocía su dirección. Sólo en 1925 leímos en un semanario ilustrado un artículo acerca de la vida de Gorki en Italia; en el artículo se citaba la transcripción italiana de su nombre: Massimo Gorky. Entonces enviamos al azar nuestra primera carta a una dirección idealmente lacónica: Italia. Massimo Gorky. Tanto los mayores como los pequeños se sentían entusiasmados por los relatos y la biografía de Gorki, a pesar de que la mayoría de los pequeños eran analfabetos. En la colonia teníamos a doce niños de diez años para arriba. Eran unos arrapiezos vivos y hábiles, ladronzuelos de menudencias y eternamente sucios hasta más no poder. Siempre llegaban a la colonia en mal estado: anémicos, escrofulosos, comidos por la sarna. Ekaterina Grigórievna, nuestra enfermera y hermana voluntaria de la caridad, se afanaba incansablemente con ellos. Los pequeños estaban siempre pegados a ella, a pesar de su seriedad. Ekaterina Grigórievna sabía reprenderles de un modo maternal, conocía todas sus debilidades, no creía en sus palabras (yo jamás me vi libre de este defecto), no pasaba por alto ninguna falta y se indignaba manifiestamente ante cualquier iniquidad. Pero, en cambio, sabía admirablemente hablarles con las palabras más simples, con el sentimiento más humano acerca de su madre, de la vida, de lo que cada uno de ellos sería -marino o jefe del Ejército Rojo o ingeniero-; sabía comprender toda la hondura de la terrible ofensa que la vida maldita y estúpida había causado a los pequeños. Además, sabía sobrealimentarlos: infringía a la chita callando todas las normas y reglas de abastecimiento y triunfaba fácilmente con una palabra afable sobre la feroz meticulosidad de Kalina Ivánovich. Los colonos mayores, que veían ese vínculo entre Ekaterina Grigórievna y los pequeños, no lo estorbaban y con un aire protector y bonachón cumplían siempre los pequeños ruegos de Ekaterina Grigórievna: cuidar de que el pequeño se bañase debidamente, que se enjabonara bien, que no fumase, que no desgarrara su traje, que no se pelease con Petka, etc. Gracias en gran parte a Ekaterina Grigórievna, los muchachos mayores de nuestra colonia quisieron siempre a los pequeños, les trataron siempre como hermanos mayores: con cariño, con rigor y con solicitud. Capítulo 11 La sembradora triunfal Cada día era más evidente que la vida en la primera colonia estaba llena de dificultades para nosotros. Nuestras miradas se volvían con más y más frecuencia a la segunda colonia, allí donde, a orillas del Kolomak, los jardines florecían opulentos en primavera y brillaba lustrosa la grasienta tierra negra. No obstante, la reparación de la segunda colonia avanzaba con extraordinaria lentitud. Los carpinteros, que cobraban una miseria por su trabajo, eran capaces de construir jatas aldeanas, pero les intimidaba cualquier techumbre un poco complicada. Nos era imposible conseguir cristales a ningún precio y, además, carecíamos de dinero. A pesar de todo, dos o tres edificios grandes quedaron reparados ya para finales del verano, aunque no se podía vivir en ellos por la falta de cristales. Conseguimos reparar también algunos pequeños pabellones, pero allí vivían los carpinteros, los albañiles, los fumistas, los guardias. No valía la pena de trasladar a los muchachos, porque, sin talleres y sin una tierra aneja, no tenían nada que hacer. Los colonos iban todos los días a la segunda colonia. Una gran parte de los trabajos eran ejecutados por ellos mismos. Durante el verano, unos diez muchachos, alojados en chozas, trabajaron en el jardín y enviaron a la primera colonia carros enteros de manzanas y de peras. Gracias a ellos, el jardín de los Trepke adquirió un aspecto bastante digno. Los vecinos de la aldea Gonchárovka estaban muy disgustados por la aparición entre las ruinas de la finca de unos nuevos amos, que, para colmo, eran tan poco honorables, harapientos y sospechosos. El documento que nos daba derecho a sesenta desiatinas de tierra resultó, con gran sorpresa mía, un papel inútil: toda la tierra de los Trepke, incluido nuestro sector, era cultivada ya desde el año 17 por los campesinos. En la ciudad sonrieron al ver nuestra indecisión: - Si tenéis el documento, esto quiere decir que la tierra es vuestra: no os falta más que poneros a trabajar. Sin embargo, Serguéi Petróvich Grechani, el presidente del Soviet rural, era de otra opinión: - Ustedes comprenden lo que significa que el campesino laborioso haya recibido la tierra según todas las reglas de la ley. Esto quiere decir que seguirá arando. Y los que se dedican a escribir diversos papelitos y documentos no hacen más que descargar una puñalada por la espalda contra los trabajadores. De modo que más vale que se olvide usted de ese papel. El camino de los peatones hacia la segunda colonia pasaba por el Kolomak. Era preciso cruzar el río. Habíamos organizado en el Kolomak nuestra propia barca, y siempre había allí algún colono encargado de ella. Yendo a la segunda colonia con carga o a caballo, había que dar un rodeo por el puente de Gonchárovka. En la aldea nos recibían con bastante hostilidad. Al ver nuestro pobre atuendo, los mozos se burlaban: - ¡Eh, harapientos! ¡Cuidado con llenarnos de piojos el puente! En vano os metéis aquí. De todas formas, os echaremos de Trepke. No nos instalamos en Gonchárovka como vecinos pacíficos, sino como conquistadores indeseados. Y, si no hubiéramos sostenido el tono en esta posición militar, si nos hubiésemos mostrado incapaces de combatir, habríamos acabado perdiendo, sin duda, la tierra y la colonia. Los campesinos comprendían que la discusión debía ser resuelta en el campo y no en las oficinas. Llevaban ya tres años trabajando la tierra de los Trepke, es decir, contaban con un precedente que les servía de base para sus protestas. Tenían, pues, que prolongar, fuera como fuera, tal precedente. Toda su esperanza de éxito residía en esa política. También para nosotros la única salida estaba en iniciar lo antes posible el trabajo práctico en la tierra. En verano llegaron los agrimensores para deslindar la tierra, pero tuvieron miedo a salir al campo con los instrumentos y se limitaron a señalarnos en el mapa las zanjas, los hoyos y los matorrales que debían servirnos de referencia para nuestra tierra. Con el acta de los agrimensores en el bolsillo, me dirigí a Gonchárovka, acompañado de algunos muchachos mayores. Nuestro viejo conocido Luká Semiónovich Verjola presidía ahora el Soviet rural. Nos recibió muy amablemente y nos invitó a tomar asiento, pero ni siquiera miró el acta. - Queridos camaradas, nada puedo hacer. Hace mucho tiempo que los mujiks trabajan la tierra, y yo no voy a agraviarles. Pidan ustedes tierra en otro lugar. Cuando los campesinos empezaron a labrar nuestros campos, coloqué un aviso diciendo que la colonia no pagaría nada por la labranza de la tierra que nos pertenecía. Yo mismo no confiaba en el valor de las medidas que tomaba, y no confiaba porque a mi conciencia le repugnaba la idea de que había que quitar esa tierra a los campesinos laboriosos, que la necesitaban como el aire. Pero, a los pocos días, Zadórov, en compañía de un muchacho desconocido, se me acercó una tarde en el dormitorio. Zadórov se hallaba en un estado visible de excitación. - ¡Escúchele, escúchele! Karabánov, haciéndole coro, daba unos pasos de hopak (1) y vociferaba por todo el dormitorio: - ¡Oh! ¡Que me traigan a Verjola! Los colonos nos rodearon. El muchacho resultó ser un komsomol de Gonchárovka. - ¿Hay en Gonchárovka muchos miembros de las Juventudes Comunistas? - Somos únicamente tres. - ¿Únicamente tres? - ¿Sabe usted? La situación es difícil para nosotros -explicó el joven-. La aldea está llena de kulaks; predominan los caseríos ricos. Los muchachos me envían para decirles a ustedes que apresuren su traslado; entonces las cosas marcharán bien, ¡ya lo creo! Sus muchachos son unas águilas. ¡Ah, si nosotros tuviéramos unos muchachos así! - Pero el asunto de la tierra marcha mal. - Por eso he venido. Tomen ustedes la tierra por la fuerza. No hagan caso a ese diablo pelirrojo de Luká. ¿Sabe usted de quién es la tierra que les ha sido asignada? - ¿De quién? - ¡Dilo, dilo, Spiridón! Spiridón comenzó a doblar los dedos: - De Andréi Kárpovich Grechani... - ¿Del abuelo Andréi? Pero si aquí también tiene tierra... - Sí, así es... De Piotr Grechani, de Onopri Grechani, de Serguéi Stomuja, el que vive junto a la iglesia, de Yavtuj Stomuja, del propio Luká Semiónovich. En total, seis personas. Señaló a un hombre con cara de gitano, moreno, desmelenado y sombrío. - ¿La sembradora es suya? -Sí. - Pues mire usted: voy a mandarla a la milicia como capturada durante el trabajo arbitrario en una tierra ajena y le ruego que me diga su apellido. - ¿Mi apellido? Grechani, Onopri. Pero, ¿qué es eso de tierra ajena? Es mi tierra. Mía y de nadie m - Bueno, de eso no hay por qué hablar aquí. Ahora vamos a levantar un acta acerca de la ocupación arbitraria de una tierra ajena y del apaleamiento de los educandos que trabajaban en ella... Burún dio un paso adelante: - Ése es el que a poco me mata. - Pero, ¿a quién le haces tú falta? ¿Matarte a ti? ¡Ojalá te hundas! Durante mucho tiempo estuvimos hablando en ese tono. Ya me había olvidado yo de que era la hora de comer y de cenar, ya habían tocado a silencio en la colonia, pero nosotros seguíamos con los aldeanos y, bien pacíficamente, bien amenazadores y excitados, bien irónicos y astutos, dialogábamos con ellos. Yo me mantenía firme: no devolvía la sembradora y exigía que se levantase un acta. Por fortuna, los aldeanos no tenían la menor huella de la pelea, mientras que los colonos exhibían sus cardenales y arañazos. Zadórov fue quien decidió el asunto. Golpeó la mesa con la palma de la mano y pronunció el siguiente discurso: - Vamos a dejar de discutir. La tierra es nuestra, y os irá mejor sin meteros con nosotros. No os dejaremos trabajar en nuestro campo. Somos cincuenta muchachos de cuidado. Luká Semiónovich reflexionó largo tiempo. Por fin, se atusó la barba y carraspeó: - Bien... ¡Que el diablo os lleve! Pagadnos aunque no sea más que por la labranza. - No -repliqué yo fríamente-. Ya les previne que no pagaríamos nada. Volvió a hacerse el silencio. - En tal caso, devolvednos la sembradora. - Firme usted el acta de los agrimensores. - Bueno... Démela. En otoño, a pesar de todo, sembramos centeno en la segunda colonia. Todos hicimos de agrónomos. Kalina Ivánovich entendía poco de agricultura y los restantes entendían menos aún, pero todos tenían deseos de trabajar tras el arado y la sembradora, a excepción de Brátchenko, que sufría y se enrabiaba, maldiciendo la tierra, y el centeno, y nuestro entusiasmo. - Les parece poco el trigo. ¡Además, quieren centeno! En octubre ocho desiatinas verdeaban con sus brotes brillantes. Kalina Ivánovich señaló orgullosamente con su bastón de punta de goma algún lugar del horizonte, hacia el Este: - ¿Sabes? Tenemos que sembrar lentejas. La lenteja es una cosa buena. El Pelirrojo y la Banditka trabajaban en los sembrados de primavera, y Zadórov volvía por la noche rendido y polvoriento. - Que se vaya al diablo ese trajín de campesinos. Yo me vuelvo a la fragua. La nieve nos sorprendió a medio trabajo. Por ser la primera vez, se podía resistir. Nota (1).- Baile popular ucraniano. Capítulo 12 Brátchenko y el Comisario Regional de Abastos El desarrollo de nuestra hacienda seguía un camino lleno de milagros y de sufrimientos. De milagro consiguió Kalina Ivánovich, a fuerza de súplicas, una vaca vieja, que, según las palabras del propio Kalina Ivánovich, era estéril por naturaleza; de milagro también obtuvo en una institución ultra bien organizada, distante de nosotros, una yegua negra, no más joven que la vaca, barriguda, epiléptica y perezosa; de milagro, aparecieron bajo nuestros cobertizos carros, carretas y hasta un faetón. El faetón debía ser tirado por dos caballos y, para nuestros gustos de entonces, era bonito y cómodo, pero ningún milagro nos ayudó a encontrar el correspondiente par de caballos. El jefe de nuestra cochera, Antón Brátchenko, que había pasado a ocupar ese puesto al trasladarse Gud al taller de zapatería y que era un muchacho sumamente enérgico y orgulloso, pasó muchos momentos desagradables desde el pescante de ese magnífico carruaje, que arrastraban el alto y esquelético Pelirrojo y la yegua negra, zamba y rechoncha, bautizada por Antón con el nombre injusto de Banditka. A cada paso, la Banditka pegaba un tropezón y a veces se caía, en cuyo caso era necesario volver a poner en pie nuestro fabuloso cortejo en plena ciudad bajo las pullas de los cocheros y los vagabundos. Antón, que soportaba difícilmente las burlas, entablaba terribles batallas con los espectadores inoportunos, lo que contribuía más aún al descrédito del transporte de la colonia Gorki. Antón Brátchenko, extraordinariamente aficionado a toda clase de lucha, sabía mantener un duelo verbal con cualquier enemigo. Para ello disponía de una reserva considerable de palabrotas, comparaciones ofensivas y recursos mímicos. Antón no era un muchacho abandonado. Su padre trabajaba de panadero en la ciudad; también tenía madre, y él era el único vástago de esa familia honorable. Pero, desde la edad más temprana, Antón había sentido aversión por sus penates. Entabló las más amplias relaciones con los golfos y los rateros de la ciudad. Volvía a la casa únicamente de noche. Se distinguió en algunas aventuras audaces y divertidas, fue conducido varias veces a la cárcel y, por último, cayó en la colonia. Tenía sólo quince años. Era un muchacho guapo, esbelto, con el pelo rizado y los ojos azules. Extraordinariamente sociable, no podía permanecer solo ni un minuto. Había aprendido a leer en algún sitio y se sabía de memoria todos los libros de aventuras, pero no experimentaba el menor deseo de estudiar y tuve que sentarle violentamente ante el pupitre. Al principio desaparecía con frecuencia de la colonia, pero regresaba a los dos o tres días sin sentirse culpable. El mismo trataba de vencer en sí su tendencia a la vida vagabunda y me pedía: - Por favor, Antón Semiónovich, tráteme usted con más severidad: si no, me convertiré obligatoriamente en un vagabundo. En la colonia no robó nunca nada y le gustaba defender la verdad, pero era absolutamente incapaz de comprender la lógica de la disciplina, que aceptaba sólo en tanto estaba de acuerdo con una u otra tesis en cada caso particular. No reconocía la necesidad de cumplir las reglas de la colonia y no lo ocultaba. A mí me temía un poco, pero jamás escuchaba hasta el fin mis reconvenciones: me interrumpía con un fogoso discurso, en el que siempre acusaba a sus numerosos enemigos de diferentes acciones injustas -de adularme, de murmurar, de ser descuidados-, amenazaba con el látigo en dirección de los enemigos ausentes y, dando un portazo, abandonaba, disgustado, mi despacho. Con los educadores era increíblemente grosero, pero en su grosería había siempre algo simpático, y por eso nuestros educadores no se sentían ofendidos. En su tono no había nunca nada insolente, ni siquiera hostil, dominaba siempre en él una nota profundamente humana y apasionada, jamás se enfadaba por motivos egoístas. La conducta de Antón en la colonia se determinó pronto por su afición a los caballos y al trabajo de cochero. Era difícil comprender el origen de esta pasión. Por su desarrollo, Antón dejaba atrás a muchos colonos. Hablaba un correcto lenguaje urbano, en el que sólo por presunción intercalaba algún que otro ucranismo. Procuraba ir bien arreglado, lefa mucho y le gustaba hablar de libros. Y, sin embargo, todo eso no le impedía pasarse el día y la noche en la cuadra, limpiar el estiércol, enganchar y desenganchar continuamente a los caballos, limpiar la retranca y las riendas, trenzar un látigo, hacer viajes con cualquier tiempo a la ciudad o a la segunda colonia y vivir permanentemente medio hambriento, porque jamás llegaba a tiempo ni a la comida ni a la cena y, si, por olvido, no le guardaban su ración, ni siquiera se acordaba de ella. Antón alternaba su actividad de cochero con interminables disputas. Discutía con Kalina Ivánovich, con los herreros, con los encargados de la despensa y obligatoriamente con todos los que aspiraban a salir de viaje. Cumplía la orden de enganchar para ir a algún sitio únicamente después de un largo escándalo, esmaltado de acusaciones contra el trato cruel de que se hacía víctima a los caballos, recordando que un día el Pelirrojo o el Malish habían vuelto con el cuello rozado y exigiendo, al mismo tiempo, forraje y hierro para las herraduras. A veces, era imposible salir de la colonia, por el simple motivo de que no se encontraba a Antón ni a los caballos y no había la menor traza de dónde podían estar. Después de largas indagaciones, en las que participaba media colonia, aparecían en la finca de los Trepke o en algún prado vecino. Rodeaba siempre a Antón un séquito constituido por dos o tres muchachos, que estaban tan enamorados de Antón como él lo estaba de los caballos. Brátchenko les hacía observar una disciplina muy rigurosa, y, por ello, en la cuadra reinaba siempre un orden ejemplar: los carros se hallaban perfectamente alineados, los arneses colgaban en sus lugares, sobre las cabezas de los caballos pendían urracas disecadas (1), los caballos estaban limpios, peinadas las crines y las colas trenzadas. Una noche de junio, ya tarde, vinieron corriendo a avisarme: - Kósir está enfermo, se muere... - ¿Cómo que se muere? De pie junto a la puerta, Antón callaba. Kalina Ivánovich hizo un ademán de impotencia y miró a Brátchenko: - ¿Que hacer? ¿Ir a robar acaso? Las bestias no saben hablar... Antón abrió bruscamente la puerta y salió corriendo de la habitación. Una hora más tarde me dijeron que se había marchado de la colonia. - ¿Adónde? - ¡Quién lo sabe!... No ha dicho nada a nadie. Al día siguiente se presentó en la colonia acompañado de un aldeano con un carro de paja. El campesino vestía una chaqueta nueva y se tocaba con un buen gorro. Las ruedas del carro golpeaban rítmicamente, y los caballos tenían un aspecto muy lozano. El campesino tomó a Kalina Ivánovich por el encargado. - Ese muchacho me ha dicho en la carretera que aquí se recibe el impuesto en especie... - ¿Qué muchacho? - Ese que estaba aquí... Hemos venido juntos... Desde la cuadra, Antón me hacía unas señas incomprensibles. Kalina Ivánovich sonrió confuso sin dejar de fumar su pipa y me llevó aparte: - ¿Qué podemos hacer? Vamos a aceptar este carro, y después veremos. Yo me había dado ya cuenta de qué se trataba. - ¿Cuánto hay aquí? - Unos veinte puds. No lo he pesado. Antón apareció en el lugar de la acción y objetó: - Usted mismo me ha dicho por el camino que diecisiete y ahora sale con que veinte. Diecisiete puds. - Descárguelos usted y pase a la oficina por el recibo. En la oficina, es decir, en un pequeño despachito que por aquel entonces me había improvisado entre los locales de la colonia, yo escribí con una mano criminal en papel timbrado que el ciudadano Onufri Vats había entregado a cuenta del impuesto en especie diecisiete puds de paja de avena. Firmé después y estampé el sello. Onufri Vats se inclinó profundamente y nos agradeció no sé qué. Se fue: Brátchenko trabajaba alegremente con toda su compañía en la cuadra; incluso se le oía cantar. Kalina Ivánovich se frotaba las manos y sonreía con un aire culpable. - ¡Diablos! Te va a caer el pelo por una broma así, pero ¡qué vas a hacerle! ¡No se puede dejar morir a los animales! De todas formas, son del Estado... - ¿Y por qué se ha ido tan contento ese tipo? -pregunté a Kalina Ivánovich. - ¿Y tú qué crees? Si no hubiera sido por nosotros, habría tenido que ir a ciudad y hacer cola encima, mientras que aquí el parásito ha dicho que son diecisiete puds sin haberlo comprobado nadie, y quizá no haya más de quince. A los dos días entró en el patio una carreta cargada de heno. - El impuesto en especie. Vats lo ha entregado aquí... - ¿Y usted cómo se llama? - Yo también soy Vats. Stepán Vats. - Ahora mismo. Fui en busca de Kalina Ivánovich para pedirle consejo. En el zaguán tropecé con Antón. - ¿Ves? Tú has indicado el camino, y ahora... - Recíbalo, Antón Semiónovich; ya nos justificaremos. Era imposible aceptarlo, pero tampoco podía uno negarse. ¿Por qué, preguntarían, se admitía el impuesto a un Vats y a otro no? - Anda, recibe tú el heno, mientras yo extiendo el recibo. Y todavía recibimos dos carros más de forraje y unos cuarenta puds de avena. Yo esperaba medio muerto el castigo. Antón me contemplaba atentamente y sonreía apenas con la comisura de los labios. Pero había dejado de luchar contra todos los consumidores del transporte, cumplía gustosamente cualquier disposición y trabajaba en la cuadra como un titán. Por fin, recibí una nota breve, aunque enérgica: Comunique inmediatamente con qué autorización recibe la colonia el impuesto en especie. El comisario regional de Abastos Aguéiev. No hablé de la nota ni con Kalina Ivánovich. y no contesté a ella. ¿Qué podía contestar? En abril entró velozmente en la colonia una tachanka tirada por un par de caballos negros, y Brátchenko, todo asustado, irrumpió en mi despacho. - Viene hacia aquí -anunció jadeante. - ¿Quién? - Debe ser con motivo de la paja... Viene enfadado. El muchacho se sentó detrás de la estufa y guardó silencio. El comisario de Abastos era como todos los comisarios: joven, bien plantado, con cazadora de cuero y revólver. - ¿Es usted el director? -Sí. - ¿Ha recibido mi nota? -Sí. - ¿Por qué no me ha contestado? ¿Qué es esto de que deba venir yo mismo? ¿Quién le ha autorizado a recibir el impuesto? - Lo hemos recibido sin autorización. El comisario saltó de la silla y empezó a chillar: - ¿Cómo sin autorización? ¿Sabe usted a qué huele esto? Ahora mismo será detenido, ¿lo sabe? Yo lo sabía. - Termine de una vez -pedí al comisario con voz sorda-. No trato de justificarme ni de rehuir nada. Y no grite. Haga lo que crea pertinente. El comisario recorría en diagonal mi pobre despacho. - ¡El diablo sabe qué es esto! -refunfuñaba, hablando consigo mismo y resoplando como un caballo. Antón había salido de su escondite y ahora observaba al enojado comisario. De pronto zumbó en voz baja, lo mismo que un abejorro: - Nadie habría reparado en el impuesto ni en nada si tuviese a sus caballos cuatro días sin comer. Si sus caballos negros se hubieran pasado cuatro días leyendo periódicos. ¿habrían entrado con tanto brío en la colonia? Aguéiev se detuvo asombrado: - ¿Y tú quién eres? ¿Qué necesitas aquí? - Es nuestro responsable de la cuadra. Más o menos, una persona interesada en el asunto -contesté yo. El comisario volvió a ir y venir por la habitación y de improviso se detuvo frente a Antón: - ¿Lo tenéis, por lo menos, anotado? El diablo sabe que... Antón saltó hacia mi mesa y balbuceó inquieto: - ¿Está anotado, Antón Semiónovich? Aguéiev y yo nos echamos a reír. Mitiaguin me dijo francamente: - Yo no me meto en eso, no es cosa mía; pero no les tocaré: no me hacen falta. El que más simpatizaba conmigo era Zadórov. Sin embargo, no sabía cómo abordar la lucha directa contra tipos como Osadchi. - Aquí hay que intervenir radicalmente, pero no sé de qué manera. Además, delante de mí todos lo ocultan como delante de usted. En mi presencia no tocan a nadie. La situación de los judíos se hacía más y más difícil. Todos los días se les podía ver ya llenos de cardenales, pero, al interrogarles, se negaban a dar el nombre de sus apaleadores. Osadchi se paseaba como un gallito por la colonia y nos miraba desafiante a mí y a los educadores bajo su espléndido flequillo. Decidí jugarme el todo por el todo y le llamé a mi despacho. Negó todo resueltamente. Sin embargo, su aspecto dejaba traslucir que negaba sólo por el bien parecer, pero que, en realidad, le tenía sin cuidado lo que yo pensara de él. - Tú les pegas todos los días. - Nada de eso -me respondía de mala gana. Le amenacé con expulsarle de la colonia. - Bueno, ¿y qué? Expúlseme usted. Conocía muy bien el trámite difícil y penoso necesario para expulsar de la colonia a alguien. Había que gestionarlo largo tiempo en la comisión, presentar toda suerte de cuestionarios y de características, enviar más de diez veces al propio Osadchi al interrogatorio e incluso a diferentes testigos. Además, Osadchi no me interesaba por sí mismo. Toda la colonia seguía sus hazañas, y muchos estaban de acuerdo con él y le admiraban. Expulsarle de la colonia significaba conservar e: impatías en forma de recuerdo eterno del heroico y sufrido Osadchi, que no temía nada ni obedecía a nadie, que apaleaba a los judíos y que por ello había sido encerrado. Por otra parte, Osadchi no era el único que actuaba contra los judíos: Taraniets era menos brutal que Osadchi, pero mucho más astuto y sutil. Nunca les golpeaba y, en presencia de todos, los trataba hasta con ternura, pero por la noche les metía papeles entre los dedos de los pies y, después de encenderlos, se acostaba y se hacía el dormido. O bien, después de procurarse una maquinilla de cortar el pelo convencía a algún botarate como Fedorenko de que pelase a Schnéider media cabeza; luego, simulaba que se había estropeado la máquina, lo que le permitía burlarse del pobre chiquillo cuando iba tras él, suplicándole con los ojos llenos de lágrimas que terminara de pelarle la cabeza. La salvación de todas esas calamidades llegó de la manera más inesperada y vergonzosa. Una noche se abrió la puerta de mi despacho, e Iván Ivánovich hizo entrar a Ostromújov y a Schnéider, los dos ensangrentados y escupiendo sangre, aunque sin llorar siquiera por su miedo habitual. - ¿Osadchi? -pregunté. Iván Ivánovich me refirió que, durante la cena. Osadchi se había metido con Schnéider, responsable del comedor aquel día. Primero le obligó a cambiar su ración, luego le hizo darle otro pan y, por último, cuando Schnéider, al servirle la sopa, inclinó involuntariamente el plato y rozó la sopa con sus dedos, Osadchi se levantó de la mesa y, en presencia del responsable principal y de la colonia en pleno, abofeteó a Schnéider. Schnéider tal vez se hubiera aguantado, pero el responsable principal no era hombre pusilánime y, además, nunca había habido hasta entonces entre nosotros peleas en presencia del responsable de la guardia. Iván Ivánovich ordenó a Osadchi que saliera del comedor y me comunicase lo sucedido. Osadchi iba ya hacia la puerta cuando se detuvo para decir: - Iré a ver al director, pero antes va a pagármelas este judío. Entonces se produjo un pequeño milagro. Ostromújov, que siempre había sido el más indefenso de los hebreos, saltó inesperadamente de la mesa y se abalanzó sobre Osadchi: - ¡No te permitiré que le pegues! Todo eso terminó golpeando Osadchi a Ostromújov allí mismo, en el comedor, y cuando, al salir, descubrió a Schnéider escondido detrás de la puerta le pegó con tanta fuerza, que le saltó un diente. Osadchi se negó después a presentarse ante mí. En mi despacho, Ostromújov y Schnéider se embadurnaban de sangre el rostro con las sucias mangas de sus klifts, pero no lloraban y, por lo visto, se despedían de la vida. Yo estaba también seguro de que, si ahora no resolvía la situación de una vez para siempre, los judíos tendrían que salvarse inmediatamente por medio de la fuga o disponerse a sufrir un verdadero tormento. Me abatía y me dejaba literalmente helado la indiferencia de todos los colonos, incluido Zadórov, en relación con la riña del comedor. Repentinamente, me sentí tan solo como en los primeros días de la colonia. Pero en los primeros días yo no esperaba ayuda ni simpatía, y la soledad era un fenómeno natural y previsto, mientras que ahora había ya tenido tiempo de sentirme mimado y habituarme a la constante colaboración de los colonos. En mi despacho, además de los muchachos perjudicados, había algunos otros. Yo le dije a uno de ellos: - Llama a Osadchi. Estaba casi seguro de que Osadchi se encabritaría y no querría venir, y había decidido firmemente que, en caso de necesidad, iría yo en busca suya, aunque fuese con el revólver en la mano. Sin embargo, Osadchi vino. Irrumpió en el despacho con la chaqueta echada por encima de los hombros y las manos en el bolsillo, derribando al pasar una silla. Con el se presentó también Taraniets. Taraniets fingía una actitud de hombre interesado: parecía decir que había acudido únicamente porque aguardaba un ameno espectáculo. Osadchi me miró por encima del hombro. - Bueno, ya estoy aquí... ¿Qué pasa? -preguntó. Le mostré a Ostromújov y a Schnéider: - ¿Qué es esto? - ¿Y qué? ¡Vaya una cosa!... ¡Dos judíos! ¡Y yo que creía que iba a enseñarme usted algo interesante!... Y de pronto la base pedagógica se desmoronó estrepitosamente. Me encontré en el vacío. El pesado ábaco que había sobre mi mesa voló de repente hacia la cabeza de Osadchi. Fallé el tiro, y el ábaco golpeó sonoramente contra la pared y cayó al suelo. En un estado de inconsciencia total busqué en la mesa algún objeto pesado, nada... entonces... una silla... y me lancé con ella sobre Osadchi. Presa de pánico, el muchacho retrocedió hacia la puerta. No obstante, la chaqueta le resbaló por los hombros hasta el suelo, y Osadchi, enredándose en ella, se cayó. Me recobré: alguien tiraba de mí por los hombros. Al volverme, hallé la mirada sonriente de Zadórov: - ¡No vale la pena ese bicho! Sentado en el suelo, Osadchi sollozaba. En el poyo de la ventana se había ocultado el pálido Taraniets. Los labios le temblaban. - ¡Tú también te burlabas de estos muchachos! Taraniets descendió del poyo de la ventana. - Le doy mi palabra de que no volveré a hacerlo. - ¡Fuera de aquí! Se marchó de puntillas. Osadchi, por fin, se levantó del suelo. Tenía la chaqueta en una mano y con la otra se limpiaba el último resto de su debilidad nerviosa: una lágrima solitaria en la sucia mejilla. Me miraba serio y tranquilo. - Permanecerás cuatro días en la zapatería a pan y agua. Osadchi sonrió con la boca torcida y me respondió sin pensarlo: - Bueno. Al segundo día de castigo me llamó: - No lo haré más: perdóneme usted. - Hablaremos de perdón cuando cumplas el castigo. Después de cumplir los cuatro días de castigo ya no habló más de perdón. Por el contrario, me dijo sombríamente: - Me marcho de la colonia. - Márchate. - Déme usted un documento... - ¡Nada de documentos! - Adiós. - En fin, nosotros lo repararemos todo. Ahora mismo enviaré a un maestro. Sólo que deberán esperar ustedes a que traigamos los cristales de la ciudad. El presidente me miró reconocido: - No corre tanta prisa. Podemos esperar hasta mañana. Cuando tengan ustedes el vidrio, se puede hacer todo al mismo tiempo... - ¿Ah, sí? Entonces mañana... Pero ¿por qué seguía sin irse aquel botarate de presidente? - ¿Regresa usted ahora a Pirogovka? -le pregunté. - Sí. El presidente se volvió, sacó del bolsillo un pañuelo amarillo y se secó el bigote, completamente limpio. Se me acercó más. - ¿Comprende? Se trata de... ayer sus muchachos se apoderaron allí... ¿Sabe? La gente es joven... También estaba allí el mío... Son mozos y, para divertirse, sólo por eso, nada de otra cosa, Dios nos libre... Como los camaradas tienen, pues él también... Yo digo que con estos tiempos... cada uno tiene... - ¿De qué se trata? -inquirí-. Perdóneme usted, pero no entiendo nada. - El retaco -contestó a boca de jarro el presidente. - ¿El retaco? - Sí, el retaco. - ¿Y qué? - Pero, por Dios, si estoy contándoselo a usted: ayer, cuando anduvieron de jarana... Lo que ocurrió ayer... Los suyos se lo quitaron al mío y no sé a quién más; tal vez lo perdió alguno, porque como estaban bebidos... Pero ¿de dónde sacarán el aguardiente? - ¿Quién estaba bebido? - ¿Quién va a ser, santo cielo? los suyos estaban borrachos... ¿Es que puede uno saberlo? Yo no estaba allí, pero según dicen, todos - ¿Y los suyos? El presidente titubeó: - ¡Pero si yo no estaba allí!... Cierto que ayer era domingo. Pero no estoy hablando de eso. Es cosa de jóvenes, y ¿qué se le va a hacer? Yo a eso no me refiero... Cierto que hubo pelea, pero no mataron ni hirieron a nadie. ¿Tampoco entre los suyos, verdad? -preguntó, temeroso. ¿ pi y - Con los míos no he hablado aún. - Yo no sé; he oído decir a algunos que hubo tiros, dos o tres, seguramente cuando huían, porque los suyos, como usted sabe, son gente fogosa, y los nuestros, aldeanos, mientras se mueven... ¡Je, je, je, je! El viejecito se reía con los ojillos entornados, dulzón, cariñoso. A los viejos así se les llama siempre abuelos. También yo me reía, mirándole, pero dentro de mí había una confusión insoportable. - Entonces, según usted, ¿no ha ocurrido nada terrible? ¿Se han peleado y luego tan amigos? - Eso es, eso es: tan amigos. También yo, de joven, me peleaba por las muchachas. Mi hermano Yákov fue apaleado un día por los mozos hasta quedar medio muerto. Usted llame a los muchachos y hable con ellos para que la cosa no vuelva a repetirse. Salí al zaguán. - Llama a todos los que estuvieron ayer en Pirogovka. - ¿Y dónde están? -me preguntó un muchacho de aire despierto, que, ocupado, por lo visto, en algún asunto urgente, atravesaba, corriendo, el patio. - ¿Acaso no sabes quién estuvo ayer en Pirogovka? - ¡Oh! ¡Qué listo es usted!... Más vale que llame a Burún. - Bueno, llámale. Burún se presentó en el zaguán. - ¿Osadchi está en la colonia? - Ha venido y está trabajando en el taller de carpintería. - Dile que los nuestros han armado ayer un escándalo en Pirogovka y que el asunto es muy serio. - Sí, los muchachos han hablado de ello. - Pues anda: di ahora a Osadchi que se reúnan todos en mi despacho: el presidente está allí. Y que no mientan, porque la cosa puede concluir muy mal. Mi despacho rebosaba de pirogovianos: Osadchi, Prijodko, Chóbot, Oprishko, Galatenko, Golos, Soroka y Otros que no recuerdo. Osadchi se mantenía con desenvoltura, como si no hubiera ocurrido nada entre nosotros. En presencia de un extraño yo tampoco quería recordar el pasado. - Ayer habéis estado en Pirogovka. Os emborrachasteis, escandalizasteis, los mozos quisieron poner paz, y entonces vosotros les golpeasteis y destruisteis el Soviet rural. ¿Fue así? - No del todo como usted lo cuenta -dijo Osadchi, adelantándose-. Es verdad que los muchachos estuvieron en Pirogovka. Yo he vivido allí tres días: usted sabe por qué... Pero no es verdad que nos emborrachásemos... Sólo Panás, el hijo del presidente, anduvo todo el día con Soroka, y Soroka, efectivamente, estaba un poquitín bebido... Y también a Golos le convidaron sus amistades. Pero los demás estábamos como es debido. Y no nos metíamos con nadie. Paseábamos como todos. Y, en esto, se acercó uno, Járchenko, y me gritó: ¡Arriba las manos!, y me apuntó con un retaco. Yo, claro, le di en los morros. Y entonces se armó todo... Están furiosos con nosotros porque las chicas nos prefieren a ellos... - ¿Y qué es lo que se armó? - Pues nada, que nos peleamos. Si ellos no hubieran disparado, no habría pasado nada de particular. Pero Panás disparó y Járchenko también, y nosotros, naturalmente, les perseguimos. No queríamos pegarles, sino solamente quitarles los retacos, pero ellos se encerraron. Entonces, Prijodko, usted le conoce, arrimó el hombro... - ¡Arrimó el hombro! ¡Buena la habéis hecho! ¿Dónde están los retacos? ¿Cuántos tenéis? - Dos. Osadchi se volvió a Soroka: - Tráelos. Trajeron los retacos. Ordené a los muchachos que volvieran a los talleres. El presidente vacilaba, contemplando los retacos: - Entonces, ¿puedo llevármelos? - ¿Por qué? Su hijo no tiene derecho a llevar retaco y Járchenko tampoco. Por mi parte, yo no tengo tampoco derecho a devolverlos... - ¿Yo para qué los necesito? No me los devuelva; quédese con ellos. Tal vez le sirvan para asustar a los ladrones en el bosque. Yo lo que quiero, ¿comprende?, es que no dé usted importancia al asunto... Es cosa de jóvenes, ¿sabe? - ¿Me dice usted eso para que no me queje en ningún sitio? - Claro, para eso... Me eché a reír: - ¿Qué falta hace? Nosotros somos vecinos. - Eso, eso -se alegró el abuelo-; nosotros somos vecinos... ¿Qué no puede ocurrir? Y si todo se lleva a las autoridades... Cuando se fue el presidente, yo sentí que un gran peso se me quitaba de encima. Hablando con propiedad, aún debía exponer toda esta historia en lenguaje pedagógico. Pero los muchachos y yo nos sentíamos tan satisfechos de que todo hubiera terminado bien, de que esta vez no nos Yo me quedé helado. Nuestra situación era bastante complicada: ¡una educanda embarazada en una colonia infantil! Yo sentía alrededor de nuestra colonia, en la ciudad, en la delegación de Instrucción Pública, la presencia de un gran número de santurronas, que indudablemente aprovecharían la ocasión para poner el grito en el cielo: en la colonia reinaba la depravación sexual, los niños cohabitaban con las niñas. Me asustaba también el propio estado de cosas en la colonia y la situación difícil de Raísa como educanda. Supliqué a Osipova que hablara francamente con ella. Raísa negó categóricamente el embarazo e incluso se ofendió: - ¡Nada de eso! ¿Quién ha inventado semejante porquería? ¿Y desde cuándo las educadoras se dedican también a chismorrear? sa, y lo que parecía a, realmente, no se La pobre Osipova sintió que, en efecto, no había obrado bien. Raísa estaba muy gru embarazo podía ser simplemente una obesidad anormal, sobre todo porque a simple vis podía decir nada. Creímos a Raísa. Pero no había transcurrido una semana cuando Zadórov me hizo salir un anochecer al patio para hablar conmigo a solas. - ¿Usted sabe que Raísa está embarazada? - ¿Y tú cómo lo sabes? - ¡Qué raro es usted! ¿No se ve acaso? Todos lo saben, y yo pensaba que ustedes también. - Bueno, y si está embarazada, ¿qué? - Pues nada... Sólo que ¿para qué lo oculta? Si está embarazada, que lo esté; pero ¿por qué hace como sino hubiese nada? Y, además, aquí tiene usted una carta, de Kornéiev. ¿Ve?... Querida mujercita. Pero esto lo sabíamos ya nosotros. También entre los educadores cundía la inquietud. Al cabo, toda esta historia comenzó a sacarme de quicio. - Pero, ¿por qué os preocupáis tanto? Si está embarazada, tendrá que dar a luz. No importa que lo oculte ahora: el parto no podrá ocultarlo. En esto no hay nada de terrible: nacerá un niño, y nada más. Llamé a Raísa y le pregunté: - Dime la verdad, Raísa. ¿Estás embarazada? - Pero ¿por qué me importunan todos con lo mismo? ¿Qué significa eso? Están todos tan pesados, que parecen abejorros: ¡embarazada, embarazada!... No hay nada de eso, ¿comprende usted o no? Raísa se echó a llorar. - Mira, Raísa, si estás embarazada no debes ocultarlo. Nosotros te ayudaremos a colocarte, aunque sea en nuestra colonia; también te ayudaremos económicamente. Es preciso prepararlo todo para el niño, hacer la ropita y lo demás... - Pero si no hay nada de eso. No quiero ningún trabajo; déjenme en paz. - Bueno, vete. Así, pues, nadie pudo saber nada en la colonia. Podíamos haberla enviado a que la reconociera un médico, pero en esta cuestión diferían las opiniones de los pedagogos. Unos insistían en la necesidad de que la cosa fuese puesta rápidamente en claro; otros me daban la razón y decían que un reconocimiento de esa clase era muy penoso y humillante para una muchacha y que, en fin de cuentas, no hacía falta ningún reconocimiento: tarde o temprano aparecería toda la verdad. Y, además, ¿por qué apresurarse? Si Raísa estaba embarazada, sería, a lo sumo, de cinco meses. Mejor era que se tranquilizase. Así se acostumbraría a esta idea y, mientras tanto, le sería ya difícil ocultarlo. Dejamos en paz a Raísa. El 15 de abril se celebró en el teatro municipal una gran reunión de pedagogos, en la que yo informé acerca de la disciplina. Conseguí terminar mi informe en la primera velada, pero en torno a mis tesis se desarrolló un apasionado debate y tuvimos que aplazar la discusión del informe para el día siguiente. En el teatro se hallaban presentes casi todos nuestros educadores y algunos de los colonos de más edad. Nos quedamos a pasar la noche en la ciudad. En aquella época, no sólo en nuestra provincia se interesaban por la colonia, y al día siguiente el teatro estaba atestado. Entre las preguntas que se me hicieron hubo una acerca de la coeducación. Entonces la coeducación en las colonias para delincuentes estaba prohibida por la ley, y nuestra colonia era la única en toda la Unión Soviética que hacía esa experiencia. Respondiendo a la pregunta, recordé por un segundo a Raísa, pero incluso su posible embarazo no alteraba en absoluto mi punto de vista acerca de la coeducación y participé a la asamblea que en este terreno todo marchaba bien entre nosotros. Durante el descanso me llamaron al vestíbulo. Tropecé con el jadeante Brátchenko: había hecho el viaje a caballo y no quería revelar el objeto de su viaje a ninguno de los educadores. - Una desgracia, Antón Semiónovich: en el dormitorio de las muchachas ha aparecido un niño muerto. - ¿Cómo un niño muerto? - Muerto, completamente muerto. En una cesta de Raísa. Lenka estaba fregando el suelo y, no sé por qué, se le ocurrió mirar en la cesta, tal vez para coger algo de ella. Entonces descubrió un niño muerto. - Pero, ¿qué dices? ¿Cómo expr nuestro estado de ánimo? En toda mi vida había experimentado semejante horror. Las educadoras, pálidas y sollozantes, salieron a duras penas del teatro y regresaron a la colonia en un coche de alquiler. Yo no podía hacer lo mismo: tenía que defenderme aún de los ataques a mi informe. - ¿Dónde está ahora el niño? -pregunté a Antón. - Iván Ivánovich lo ha encerrado en el dormitorio. - ¿Y Raísa? - En el despacho, vigilada por los muchachos. Envié a Antón a la milicia con un escrito en el que notificaba el hallazgo, y me quedé para continuar la discusión acerca de la disciplina. Sólo al anochecer llegué a la colonia. Raísa estaba en mi despacho: sentada en un diván de madera, los cabellos revueltos, con el mismo delantal sucio que llevaba en el lavadero. No quiso mirarme cuando entré y bajó más todavía la cabeza. En el mismo diván se hallaba Vérshnev, rodeado de libros: parecía buscar algo, porque hojeaba rápidamente volumen tras volumen sin hacer caso de nadie. Dispuse que se levantara el candado que había en la puerta del dormitorio y que la cesta en que estaba el cadáver fuese trasladada al depósito de la ropa. Ya avanzada la noche, cuando todos se retiraron a dormir, pregunté a Raísa: - ¿Por qué has hecho eso? Ella levantó la cabeza y, mirándome torpemente, como una bestia, se arregló el delantal sobre las rodillas. - Lo he hecho y nada más. - ¿Por qué no me hiciste caso? De pronto rompió a llorar en silencio. - Yo misma no lo sé. La dejé que pasara la noche en el despacho, bajo la custodia de Vérshnev, cuya pasión por la lectura garantizaba una vigilancia perfecta. Todos temíamos que Raísa atentara contra su vida. Por la mañana llegó el juez. Pero la instrucción de la causa exigió poco tiempo; no había a quién interrogar. Raísa relató su crimen con palabras lacónicas, aunque exactas. Había dado a luz por la noche, en el mismo dormitorio donde descansaban cinco muchachas más. Ninguna de ellas se despertó. Raísa explicó esta circunstancia como si se tratara de la cosa más sencilla: - Procuré no quejarme. Inmediatamente después del parto, estranguló al niño con un pañuelo. Negaba la premeditación del asesinato: - Yo no quería hacerlo, pero él empezó a llorar. Escondió el cadáver en una de las cestas que había llevado al Rabfak, con intención de trasladarla la noche siguiente al bosque y dejarla abandonada allí. Las raposas devorarían el cadáver y nadie sabría nada. Por la mañana, fue a trabajar al lavadero, donde las muchachas lavaban su ropa. Desayunó y almorzó con todos los colonos; solamente parecía aburrida, según la expresión de los muchachos. El juez instructor se llevó consigo a Raísa y dispuso el traslado del cadáver al depósito de un hospital para que se le practicara la autopsia. El personal pedagógico se hallaba desmoralizado hasta más no poder por este suceso. Todos pensaban que habían llegado los últimos días para la colonia. Capítulo 16 Habersup En la primavera cayó sobre nosotros una nueva plaga: el tifus exantemático. El primero que enfermó fue Kostia Vetkovski. No había médico en la colonia. Ekaterina Grigórievna, que en otro tiempo había asistido a un instituto de medicina, actuaba como médico en los casos imprescindibles en que era violento llamar a algún médico y no podíamos pasarnos sin él. Su especialidad en la colonia eran la sarna y la cura de urgencia en casos de quemadura, corte o golpe, así como en casos de heladuras de las extremidades inferiores durante el invierno, frecuentes por culpa de la imperfección de nuestro calzado. Me parece que ésas eran todas las dolencias que accedían a sufrir nuestros colonos, nada caracterizados por la inclinación a perder el tiempo con médicos y medicinas. Yo he sentido siempre profundo respeto ante los colonos por su falta de exigencias para con la medicina y personalmente aprendí mucho de ellos en este sentido. Entre nosotros era en absoluto normal no considerarse enfermo con treinta y ocho grados de fiebre, y presumíamos mutuamente de nuestra capacidad de resistencia en tales casos. Por lo demás, se trataba casi de una necesidad, ya que los médicos nos visitaban de bastante mala gana. Por ello, cuando enfermó Kostia y llegó a tener casi cuarenta grados de fiebre, eso fue una novedad en nuestra vida. Acostamos a Kostia y procuramos rodearle de toda clase de atenciones. Por las noches se reunían los amigos alrededor de su cama, y, como eran muchos los que estaban en buenas relaciones con él, cada noche le rodeaba una verdadera multitud. Para no dejar solo a Kostia y para no originar una situación embarazosa a los muchachos, también nosotros pasábamos junto a su lecho las horas nocturnas. Unos tres días más tarde, Ekaterina Grigórievna me comunicó alarmada su aprensión: la enfermedad se parecía mucho al tifus exantemático. Prohibí a los muchachos acercarse a la cama de Kostia, pero, de todos modos, era imposible aislarle de verdad: teníamos que estudiar en la misma habitación y reunirnos allí por la noche. Cuando, un día después, Vetkovski se agravó, le envolvimos en el edredón con que se cubría, le instalamos en el faetón y yo le conduje a la ciudad. En la sala de admisión del hospital había unas cuarenta personas paseando, tendidas en el suelo o quejándose. El médico tardaba en aparecer. Se veía que allí habían perdido la cabeza: la hospitalización de un enfermo en aquel establecimiento no auguraba nada bueno para él. Por fin, llegó el médico. Con un gesto indolente alzó la camisa de nuestro Vetkovski, carraspeó senilmente y, sin abandonar su actitud perezosa, dijo a un practicante que tomaba notas tras él: - Tifus. A las barracas. En el campo, fuera de la ciudad, habían quedado después de la guerra unas veinte barracas de madera. Erré largo tiempo entre enfermeras, enfermos y sanitarios, que sacaban camillas tapadas con sábanas. Me dijeron que el enfermo debía ser admitido por el practicante de guardia, pero nadie sabía dónde estaba ni nadie quería buscarle. Por último, perdí la paciencia y me lancé sobre la primera enfermera que vi, empleando palabras rotund: vergonzoso, indignante, inhumano. Mi cólera surtió efecto: desnudaron a Kostia y se lo llevaron no sé a dónde. De vuelta a la colonia, me enteré de que habían caído en cama con la misma fiebre Zadórov, Osadchi y Belujin. Sin embargo, a Zadórov le encontré todavía de pie en el preciso instante en que respondía a Ekaterina Grigórievna cuando procuraba convencerle de que debía acostarse: - ¡Pero qué mujer tan extraña es usted! ¿Qué necesidad tengo de acostarme? Ahora mismo voy a la fragua, y en un segundo Sofrón me pone bueno... - ¿Cómo va a ponerle bueno Sofrón? ¿Por qué dice usted tonterías? - Me curaré tomando lo mismo que él toma para curarse: aguardiente, pimienta, sal, aceite de lubrificante y un poco de grasa para ruedas -y Zadórov se reía a carcajadas, sincero y contagioso como siempre. - ¡Fíjese, Antón Semiónovich, hasta qué punto les ha relajado usted! -me dijo Ekaterina Grigórievna-. ¡Quiere ir a ver a Sofrón para que le cure!... ¡Acuéstese inmediatamente! Zadórov despedía un calor terrible, y se veía que le costaba trabajo mantenerse de pie. Le así por el codo y le llevé en silencio al dormitorio. Allí estaban acostados ya Osadchi y Belujin. Osadchi sufría y estaba disgustado por hallarse enfermo. Yo había observado hacía ya mucho tiempo que los muchachos belicosos como él soportaban siempre difícilmente las enfermedades. Belujin, en cambio, estaba radiante. En la colonia no había nadie más alegre ni más optimista que Belujin. Procedía de una vieja familia obrera de Nizhni-Taguil; en la época del hambre se marchó de su casa en busca de comida; fue detenido en Moscú durante una redada y llevado a una casa de niños, de donde tardó poco en huir para convertirse en un vagabundo; entonces le detuvieron por segunda vez y de nuevo se escapó. De carácter emprendedor, procuraba no robar, sino más bien especular, pero él mismo hablaba después de sus especulaciones con una risa bonachona: tan atrevidas, originales y desafortunadas eran siempre. Por fin, Belujin se convenció de que no servía para la especulación y resolvió trasladarse a Ucrania. En algún tiempo Belujin había estudiado en la escuela. Sabía un poco de todo y era un muchacho desenvuelto y experto, aunque, al mismo tiempo, de una terrible y sorprendente incultura. Hay muchachos así: parece que han aprendido a leer y escribir, conocen los quebrados, y hasta tienen una noción de la regla de interés, pero todo eso lo expresan de un modo tan terriblemente desmañado, que hasta hacen reír. Belujin se expresaba también en un lenguaje deslabazado, en el que, a pesar de todo, había sensatez e ingenio. Enfermo de tifus, era de una charlatanería inagotable y, como siempre, su ingenio se duplicaba por la cómica combinación de palabras casuales: - El tifus es la intelectualidad médica. ¿Cómo, entonces, se ha pegado a un hombre de origen obrero? Cuando nazca el socialismo, no permitiremos ni pisar los umbrales a este bacilo, y, si tiene que resolver un asunto urgente, como, por ejemplo, recibir los víveres asignados según el racionamiento, porque, en justicia, también él tiene derecho a la vida, le diré que se dirija a mi secretario-escritor. Y como secretario pondremos a Kolka Vérshnev, que está siempre tan pegado a sus libros como un perro a sus pulgas. Kolka será un intelectual, y a él le corresponde tanto la pulga como el bacilo por el aquel de su equilibrio democrático. - Yo seré secretario, pero ¿tú qué vas a ser bajo el socialismo? -inquiere, tartamudeando, Vérshnev. Kolka está sentado a los pies de Belujin, como siempre, con un libro en la mano y, como siempre, desmelenado, con la camisa hecha jirones. - Yo me dedicaré a escribir leyes acerca de cómo debes vestirte para adaptarte al estilo general de la humanidad y no al de los harapientos, porque hasta Toska Soloviov está indignado. ¡Tú qué vas a ser lector, si pareces un mono! Y, además, no todos los que andan con los monos por las ferias trabajan con un bicho tan negro. ¿Verdad, Toska? Los muchachos se reían de Vérshnev, pero él, sin enfadarse, posaba amorosamente sobre Belujin la mirada de sus nobles ojos grises. Eran grandes amigos. Habían llegado juntos a la colonia y juntos trabajaban en la fragua, sólo que Belujin se afanaba en el yunque y Kolka prefería el fuelle, para tener una mano libre con qué sujetar algún libro. Toska Soloviov, a quien llamábamos más frecuentemente Antón Semiónovich -éramos tocayos dobles-, tenía sólo diez años. Belujin le halló en nuestro bosque, medio muerto de hambre, ya en estado de inconsciencia. Había salido con sus padres, procedente de la provincia de Samara para Ucrania; en el camino perdió a su madre, y ya no se acordaba de nada más. Toska tenía un hermoso y risueño rostro infantil, siempre vuelto hacia Belujin. Por lo visto, Toska había vivido su corta vida sin grandes impresiones, y el alegre, confiado y dicharachero Belujin, que, por temperamento, no podía temer a la vida y apreciaba el valor de todas las cosas del mundo, le sorprendió y atrajo para siempre. Toska está a la cabecera de Belujin, y en sus ojos arden el amor y la admiración. Su risa infantil estalla aguda y sonora. - ¡Mono negro! - ¡Toska sí que será un jabato! -dice Belujin, empujándole desde la cama. Toska se inclina, confuso, sobre el vientre de Belujin, cubierto con el edredón. - Oye, Toska, no leas los libros como Kolka: ya ves que ha perdido el seso. - No es él quien lee los libros, sino los libros quienes le leen a él -dice Zadórov desde la cama vecina. Yo, cerca de ellos, juego al ajedrez con Karabánov y me digo: Parece que han olvidado que tienen tifus. - A ver, llamad alguno a Ekaterina Grigórievna. Ekaterina Grigórievna llega en forma de ángel colérico. - ¿Pero qué ternuras son ésas? ¿Qué hace aquí Toska? ¿Es que vosotros os dais cuenta de algo? ¡Esto no tiene nombre! Toska, asustado, salta de la cama y retrocede. Karabánov le ase de la mano, se encoge y, fingiéndose terriblemente asustado, se mete en un rincón: - También yo tengo miedo...
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