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privitellio bajo el signo de la espada, Apuntes de Historia

privitellio bajo el signo de la espada

Tipo: Apuntes

2015/2016

Subido el 21/06/2024

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4.9

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¡Descarga privitellio bajo el signo de la espada y más Apuntes en PDF de Historia solo en Docsity! Nueva Historia Argentina. Tomo 7 Crisis económica, avance del estado e incertidumbre política (1930-1943) Alejandro Cattaruzza Director de Tomo ACADEMIA NACIONAL DE LA HISTORIA NUEVA HISTORIA de la Editorial Sudamericana | NACIÓN | ARGENTINA Buenos Aires $ + LA CONFIGURACIÓN DE LA REPUBLICA 4 INDEPENDIENTE (8 10. 1 Este material se utiliza con fines exclusivamente didácticos ÍNDICE COLABORADORES INTRODUCCIÓN por Alejandro CAarUZZA iii 11 Capítulo L. La economía por Juan Carlos KO ono 17 Capítulo IH. Partidos, coaliciones y sistema de poder POr DO MAA 49 Capítulo HI. La política bajo el signo de la crisis por Luciano de PrivitelliO ooo carac 97 Capítulo IV. País urbano o país rural: La modernización territorial y su crisis por Anahí Ballent y Adrián Gorelik Capítulo V. La nueva identidad de los sectores populares por Ricardo González Le Moon 201 Capítulo VI. El movimiento obrero por Joel HOrOWItZ cocine 239 Capítulo VIL Enfermedades, médicos y cultura higiénica por Diego Armus y Susana BelMaltiMO ..ooocicinncinnnnnnninnnn ccoo 283 Capítulo VIH. Posiciones, transformaciones y debates en la Literatura por María Teresa GTaMUBliO cocino 331 Capítulo IX. Entre la cultura y la política: Los escritores de izquierda POT Sylvia SÍ cocinan 383 Capítulo X. Descifrando pasados: Debates y representaciones de la historia nacional por Alejandro CAaLUZZA inn 429 graves, como el asesinato de Washington Lencinas en diciembre de 1929, por el cual sus seguidores culparon directamente a Yrigoyen, o el frustrado atentado contra el presidente, ejecutado por un militante anarquista solitario, pero atribuido por los personalistas a la oposición. Poco después del asesinato de Lencinas, se produjo un agitado debate en la Cámara de Diputados, en el cual cada sector planteó una larga lista de muertes violentas de las que sus adversarios serian culpables. Las elecciones legislativas nacionales de marzo de 1930 revelaron la gravedad de la situación. Tanto la campaña como los comicios se vieron plagados de incidentes, donde no faltaron los enfrentamientos armados, los muertos, las presiones policiales y las maniobras de fraude. En San Juan y Mendoza, los interventores de Yrigoyen se preocuparon bien poco por ocultar las acciones destinadas a obtener resultados favorables a cualquier precio; en Córdoba, la policía detuvo a fiscales opositores y se denunció la posterior aparición de umas abiertas. Finalmente, triunfó la UCR, pero la victoria fue lo suficientemente exigua como para que fuera procesada como una derrota: la religión cívica radical no incluía una explicación política ni emocionalmente satisfactoria para un descenso del caudal de votos como el experimentado entre 1928 y 1930. Menos aun la tenia para una derrota resonante como la sufrida en Capital Federal frente al Partido Socialista Independiente. Un radicalismo confundido aparecía dando la espalda a aquella religión cívica que, entre sus certezas, incluía la que asociaba al partido con procedimientos electorales transparentes y con la condición de mayoría incontrastable. De todos modos, la UCR veía significativamente acrecentada su representación en la Cámara baja, dado que el sistema de mayoría y minoría prescrito por la Ley Sáenz Peña era poco elástico ante el descenso de votos a favor de un partido. En la oposición coexistían el entusiasmo electoral, fundado en el buen desempeño en esos comicios, con la preferencia por una salida rápida a través de una ruptura institucional. La doble situación de crisis económica y política se veía agravada por la crisis interna que vivía el gobierno, consecuencia del rápido desgaste de la autoridad de Yrigoyen. Ciertamente, el deterioro físico del presidente explica en parte esta circunstancia, aunque también lo hace la apenas disimulada lucha entre sus más cercanos colaboradores, quienes, convencidos de una sucesión anticipada tan próxima como inevitable, buscaban beneficiarse con ella. Paradójicamente, estas luchas que fragmentaban la administración política del Estado potenciaban un estilo de gobierno que hacia de Yrigoyen el centro de toda decisión, ya que lo convertía en árbitro final de las disputas personales. Se acentuaba así la inoperancia de un gobierno sometido a enconadas luchas palaciegas y a las decisiones de un árbitro que era incapaz de asumir su rol. Esta situación dio, dramáticamente, el tono a la estrategia seguida frente a las notorias actividades conspirativas de civiles y militares, todas ellas ampliamente conocidas por el gobiemo. Políticos opositores y oficiales del Ejército se reunían sin disimulo en lugares conocidos, como la sede de Crítica y la casa del general Uriburu, cuyo estilo tan poco prudente atemorizaba al capitán Perón, para quien era inminente una reacción represiva del gobierno. Pero no fue así. En el gabinete se recortaron dos grandes tendencias: una, encabezada por el ministro de Guerra, general Dellepiane, quien pretendía desarticular por la fuerza a los conspiradores; otra, la integrada entre otros por el vicepresidente Martínez, el ministro del Interior González y el canciller Horacio Oyhanarte, quienes minimizaban la situación y preferían no alterar los ánimos con iniciativas apresuradas. La decisión presidencial se inclinó por el segundo grupo: el 3 de setiembre se conocieron los términos violentos de la renuncia de Dellepiane, luego de que González desautorizara la detención de varios supuestos conspiradores ordenada por él. Yrigoyen, enfermo y retirado en su casa de la calle Brasil, había sido convencido de que la situación no era peligrosa, sólo dos días después de un frustrado intento de Uriburu por iniciar el movimiento y a tres de su definitiva realización. ¿GOLPE O REVOLUCIÓN? Dispersión del poder y centralización de las decisiones fueron las dos caras de una misma crisis de gobierno y ambas ofrecieron múltiples flancos para las estrategias de la oposición: las prácticas conspirativas atravesaban la escena política de una forma compleja y sinuosa, un ida y vuelta de la oposición al oficialismo. Pero, más allá de la trama de intrigas e intereses sectoriales y personales, el movimiento del 6 de setiembre recibió múltiples apoyos, que fueron expresados con fervor o tomando veladas precauciones: desde instituciones patronales hasta algunos sindicatos, de dirigentes de la derecha a ciertas agrupaciones de izquierda, todos los partidos importantes con excepción de la UCR personalista, la casi totalidad del periodismo, el movimiento estudiantil universitario... ¿Qué acción era la que recogía tan amplios apoyos? El 6 de setiembre fue visto por muchos de sus contemporáneos como una más de las “revoluciones” o “movimientos cívicos” de origen netamente civil, apoyados por militares, que constituían una ya larga tradición local. Vale recordar que esta tradición había sido insistentemente reivindicada por el propio Yrigoyen y por el radicalismo, evocando los movimientos que se habían sucedido desde 1890. El objetivo proclamado, tampoco demasiado original en tanto provenía del mismo repertorio revolucionario, era la restauración de un régimen democrático e institucional que estaría siendo violado por el presidente. Es difícil entender hoy esta lectura ya que, proyectado hacia el futuro, el derrocamiento de Yrigoyen es justamente considerado como el inicio de una larga serie de golpes militares; sin embargo, ésta no era la visión predominante en 1930. Este fenómeno nos coloca ante una versión autóctona y, en parte, original de las dificultades que los sistemas democráticos liberales venían experimentando desde el fin de la Gran Guerra. Original, en tanto se impugnaba al gobierno afirmando los mismos principios que lo sostenían, incluyendo la Constitución liberal y la reforma de Sáenz Peñía y no, como sucedía en Europa, descartando globalmente el sistema. Dado que buena parte de la oposición compartía la convicción sobre el rol pedagógico que debían cumplir la ley electoral y, fundamentalmente, los partidos, pero sostenía que esta apuesta reformista en favor de la creación del sufragante esclarecido aún no se había cumplido, el razonamiento sólo podía responsabilizar del fracaso a la demagogia de la UCR y a Yrigoyen. Imágenes reiteradas en los editoriales de la prensa y en múltiples discursos políticos, como la “política criolla” o el “elector independiente”, apelativo este último que remitía directamente al ciudadano racional que opta entre partidos en un libre mercado electoral según lo había pensado Sáenz Peña, se recortaban sobre este diagnóstico critico que, sin embargo, dejaba abierta la puerta a una posible redención. La condición era evidente: el fin de la “demagogia personalista”. La UCR también era considerada la culpable de males que en otros ámbitos se atribuían a la democracia en general, tales como la inoperancia de sus administraciones, o las votaciones parlamentarias en bloque, una práctica introducida por las nuevas formas de mandato imperativo inscriptas en los procedimientos de los partidos políticos modernos. La primera critica retomaba la vieja asociación de Sáenz Peña entre la razón progresista y las ideas de un grupo político; la segunda había estado presente desde el momento en que Yrigoyen buscó conformar un bloque parlamentario disciplinado. Ambas encontraban en el presidente su blanco predilecto. Así, muchos opositores formulaban las criticas habituales en el marco de la crisis de las democracias occidentales de entreguerras contra la UCR y se lanzaban, a diferencia de otros casos, desde lo que se consideraban las promesas frustradas de una democracia liberal naturalmente positiva. La escasa atención que se ha prestado a estas posiciones, que eran las de la mayor parte de los actores del movimiento de setiembre, se debe al sobredimensionamiento del poder y la influencia de Uriburu y su grupo. Sin embargo, la fuerza de la concepción mayoritaria explica no sólo la impotencia de Uribuwu para imponer su visión militarista y corporativista del golpe, sino también la rápida conformación de una oposición al presidente provisional en los mismos grupos revolucionarios, que se institucionalizó el 27 de setiembre en la Federación Nacional Democrática, inicialmente constituida por los partidos Socialista Independiente y Conservador de Buenos Aires, a la que luego se incorporaron agrupaciones conservadoras y antipersonalistas de las restantes provincias. La insistencia de Uriburu para imponer la reforma constitucional en un sentido corporativista, ya anunciada en declaraciones periodísticas por oficiales adictos y por el propio presidente el 1? de octubre de 1930, sólo sirvió para erosionar su de por si escaso poder y, paralelamente, para consolidar la figura de Justo como abanderado posible de la continuidad legal y de una rápida apertura comicial. La interpretación que Uriburu y los grupos nacionalistas buscaban imponer, según la cual se enfrentaba una crisis definitiva del sistema liberal, de la Constitución y de la Ley Sáenz Peña, estaba claramente a contramano con la visión predominante en la opinión pública. Pero no fue éste el único límite de su estrategia, ya que el Ejército, la institución que Uriburu pretendía transformar en fuente de su legitimidad, sostén y administrador del poder, convertida por el golpe en árbitro de la situación política, estaba controlado por Justo tanto material como ideológicamente. EL EJÉRCITO HACIA 1930 Desde comienzos de los años veinte, el Ejército se encontraba en plena consolidación de una serie de estructuras institucionales creadas aproximadamente entre los años 1880 y 1910. Como parte de este proceso, se había formado una poderosa burocracia que controlaba el funcionamiento, los destinos, las jerarquías y los ascensos desde el Ministerio de Guerra y el Estado Mayor. En general, los miembros de esta dirección se destacaban como funcionarios y docentes de los institutos que, desde el Colegio Militar hasta los organismos superiores de instrucción técnica, conformaban cada vez más los peldaños ineludibles para la carrera de ascenso de todos los oficiales. La imposición de una mística corporativa y la invención de una tradición militar, que también se imaginaba asociada unívocamente a la existencia de la nación, amalgamaban a los cuadros y profundizaban la estructura de poder interno de estas jerarquías. La burocracia castrense consideraba toda interferencia extema como perjudicial para su recién ganado ascendiente, en particular si ella respondía a los avatares de las tormentosas coyunturas políticas. Sin embargo, la prolongación de la política en el Ejército era una tradición demasiado sólida como para desaparecer con facilidad, y no fue precisamente el radicalismo en el poder desde 1916 quien contribuyera a modificar esta actitud. Un importante grupo de oficiales "radicales" se habla formado al calor de los levantamientos revolucionarios (en especial el de 1905) y, ya en la presidencia, Yrigoyen buscó asegurarse el control de la institución favoreciendo a este grupo con destinos importantes y ascensos extraordinarios. Así, frente a la mística corporativa teñida de un fuerte mesianismo patriótico, que se construía paulatinamente rechazando como ajeno lo político, se recortó otra identidad interna que sobreimprimía a lo anterior diversas dosis de afinidad con la “causa” del gobierno radical que, en el ámbito militar, asumía la forma de la “política de reparaciones”. La política militar del primer mandato de Yrigoyen chocó muy rápidamente con las estructuras burocráticas y despertó rechazos incluso entre oficiales que simpatizaban con el radicalismo, como Uriburu o Justo. Para ellos era intolerable que Yrigoyen colocara a un civil, Elpidio González, como ministro de Guerra, y lo era todavía más que pasara por sobre su autoridad. A comienzos de los años veinte, los grupos descontentos comenzaron a organizarse en logias y a identificarse como “profesionalistas” para distinguirse de los “radicales”, división que se acopló naturalmente a la polarización de toda la sociedad política en torno a la figura de Yrigoyen. Durante la administración de Alvear, la balanza se inclinó en favor de los “profesionalistas”, mientras su ministro de Guerra, el general Justo, aventajaba a Uriburu como líder del sector y creaba una poderosa red de lealtades entre la oficialidad. Esta nueva posición de caudillo militar venia a consagrar el gran prestigio que había sabido ganar entre la oficialidad joven e intermedia durante su paso por la dirección del Colegio Militar entre 1914 y 1922. Allí introdujo una importante renovación de los planes de estudios que incluyó, junto con las materias técnicas y los primeros rituales corporativos de “camaradería militar”, disciplinas de educación cívica fuertemente apegadas al republicanismo liberal. De este modo, difundió entre los futuros oficiales una versión de la sociedad y la política que lo tendría por muchos años como primera fuente de autoridad. Como ministro también alimentó su imagen de militar profesionalista, aumentando desproporcionadamente el presupuesto del área. Durante su breve paso por la comandancia de la fuerza luego del 6 de setiembre, Justo recuperó para su sector las posiciones perdidas durante el ministerio Dellepiane y no dudó en utilizarlas contra Uriburu. A comienzos de 1931, un mutrido grupo de altos oficiales reclamó al dictador un rápido retorno a la normalidad institucional. Semanas más tarde, la decisión de Uriburu de convocar a elecciones detuvo un importante alzamiento castrense, muy probablemente promovido por Justo. De todos modos, ya sin oportunidad de triunfar, grupos de oficiales radicales comprometidos en la conspiración se alzaron en Corrientes al mando del coronel Gregorio Pomar. Acorralado en la opinión y derrotado en el Ejército, Uriburu ensayó una salida electoral diseñada por su ministro del Interior, el nacionalista y conservador bonaerense Matías Sánchez Sorondo. Se trataba de plebiscitar la figura y los proyectos presidenciales mediante un sistema de elecciones de autoridades provinciales que comenzaría en Buenos Aires. El 5 de abril de 1931 se votó en Buenos Aires y la UCR ganó por un margen algo mayor que el de 1930, aunque escaso en relación con los resultados registrados durante los años veinte: 218.783 votos radicales contra 187.734 conservadores; el socialismo sorprendió con los 41.573 votos que lo transformaron en árbitro del futuro colegio electoral El carácter de plebiscito que el grupo uriburista había dado a los comicios bonaerenses no le dejaba alternativas intermedias entre el éxito y la derrota. Además de consagrar el derrumbe de Uriburu, el acto electoral demostró claramente que la retirada del radicalismo distaba mucho de ser un desbande ya que, aun sin poder contar con algunos recursos clave como la policía y las intendencias, su "máquina” electoral se mostraba vital y eficaz. Por otra parte, la continuidad de la crisis que un año antes había perjudicado a la UCR ahora se encaminaba en contra del interventor de Uriburu, Carlos Mayer Pellegrini, cuyas medidas de ajuste presupuestario deterioraron la ya pobre popularidad de un régimen empeñado en introducir innovaciones repudiadas incluso por quienes lo habían apoyado el 6 de setiembre. promovida por la obligatoriedad legal, por los medios de prensa, por la oposición socialista y demoprogresista, por los grupos radicales disidentes y, fundamentalmente, lo era de un modo apenas velado por la misma máquina electoral del radicalismo. Las autoridades del partido no desconocían que muchos punteros y jefes parroquiales que aceptaban formalmente la abstención negociaban sus votos con la UCR a cambio del acceso parcial a los beneficios materiales necesarios para mantener su patronazgo, ya que advertían mejor que nadie el hecho de que las máquinas electorales sólo pueden reproducirse participando de los comicios. La existencia de estas estructuras establecía una diferencia sustancial con la abstención anterior a 1912, cuando el partido y su aparato electoral estaban en formación. Por otra parte, cuando el sufragio era una práctica de minorías, la abstención era fundamentalmente una cuestión de dirigentes, el sufragio ampliado involucraba, en cambio, a una multitud de actores cuyas acciones eran difíciles de prever y controlar. Si hasta los comicios de 1934, el Comité Nacional de la UCR había aceptado pagar ciertos costos a cambio del beneficio que la abstención suponía para la religión cívica partidaria, el fracaso público de esta estrategia daba por tierra con el cálculo. El riesgo era ahora la fragmentación del partido, detrás del cual acechaba expectante el presidente Justo Así, la concurrencia a los comicios decidida entre el 2 y 3 de enero de 1935 por la Convención Nacional de la UCR fue promovida por Alvear y buena paite de los dirigentes atendiendo al fracaso de la abstención y de los movimientos cívico-militares, y a las críticas cotidianas que soportaban ambas estrategias dentro del propio radicalismo. Estas circunstancias obligan a revisar la interpretación que hace del levantamiento de la abstención una concesión al oficialismo, tomada a contramano de posiciones combativas e intransigentes que habrían sido las de la base partidaria y, por añadidura en ese argumento, las genuinamente populares. La decisión impulsó el retomo de grupos que se habían aproximado al antipersonalismo, y Alvear obtuvo el respaldo unánime de la prensa. Estos éxitos resultaron infinitamente más importantes y significativos que la oposición y las críticas de sectores que estaban en minoría, entre los cuales se encontrarían futuros miembros del grupo FORJA, fundado en ese mismo año de 1935, cuyo brillo póstumo y retrospectivo revela mal el rol por demás modesto que le cupo en las disputas políticas de los años treinta. Sólo a medida que se fuera advirtiendo que el concurencismo provocaba también sus propias consecuencias negativas para el partido, aparecería una seria oposición interna que se identificaría como “yrigoyenista” en oposición al Comité Nacional presidido por Alvear. Pero, alimentado por la victoria en las elecciones legislativas de 1936, hasta la votación presidencial de 1937 el clima general fue optimista: se celebraba la vuelta a los comicios, la probable victoria y la virtual reunificación del partido detrás de la línea Alem-Yrigoyen-Alvear. LAS FUERZAS OFICIALISTAS Incluso antes de que el levantamiento de la abstención alejara aun más la posibilidad de formar su partido a partir de un tronco radical, para Justo se hacia necesario coordinar un gobierno conformado por un conjunto de agrupaciones que estaban lejos de constituir una fuerza homogénea. El PDN era una federación de partidos provinciales, incapaz de evitar las disidencias que, en ocasiones, se transformaban en conflictos abiertos; el antipersonalismo tampoco era mucho más que un puñado de estructuras provinciales con algún peso en Entre Ríos, Santa Fe, La Rioja, Santiago del Estero y Capital, y el PSI, luego de un efímero intento por disputar el espacio de la izquierda al PS, en particular en el Concejo Deliberante porteño, languideció hasta desaparecer. Las fricciones entre los diferentes grupos en busca del favor presidencial fueron frecuentes. Los conservadores criticaban a Justo por el lugar destacado que reservaba a los antipersonalistas en el Ejecutivo, argumentando no sin razón que eran ellos quienes aportaban la mayor cantidad de votos. Para Justo, los cálculos eran otros. Otorgando al antipersonalismo un espacio mayor al que le hubiera correspondido por su caudal de votos, Justo lograba, a corto plazo, el mantenimiento de un equilibrio que le daba libertad de maniobra y sostenía la apariencia de una coalición. A largo plazo, el antipersonalismo podía ser la mejor plataforma para su estrategia de acercamiento al radicalismo. Sin embargo, una situación conflictiva que se reprodujera en todos los escenarios podía amenazar la marcha de la administración, lo cual era particularmente peligroso en momentos de crisis política y económica. Justo entendió que si no podía ni convenía eliminarlo, el conflicto debía ser acotado y su política se orientó a coordinar las bancadas en el Congreso. Sobre este acuerdo parlamentario elaborado durante los dos primeros años de su gobierno se fue estructurando la Concordancia. No es probable que Justo pensara en ella como una solución duradera: si bien era un instrumento eficaz para evitar que los conflictos interfirieran en la labor parlamentaria, la armonía rara vez se trasladó al terreno de los comicios. Por el contrario, con 10 excepción de la elección presidencial de 1937, cuando la única representación en juego fue la cabeza del Ejecutivo, los partidos mantuvieron su identidad en cada provincia, compitiendo entre ellos con enconada virulencia si era necesario. A pesar de su deseo de conformar un partido orgánico, del que él mismo se veía como constructor y líder, y al cual tenia como elemento imprescindible para el funcionamiento del régimen, Justo pasó toda su presidencia, y aun el resto de su vida, tratando de manejarse entre los inestables equilibrios de los múltiples y fragmentados actores del sistema político argentino, intento que llevó adelante con particular destreza y total ausencia de escrúpulos. La distancia entre el modelo de un partido mínimamente organizado y la Concordancia fue una expresión más de la distancia entre el ideal de la reforma saenzpeñista y el funcionamiento efectivo de la política partidaria en la Argentina. LA SUCESIÓN Y EL FRAUDE Si bien parte de la apuesta política de Justo parecía coronada por los comicios de 1934 y el levantamiento de la abstención radical de comienzos de 1935, esta última medida venia a poner en cuestión su posición electoral y, fundamentalmente, sus ambiciones personales hacia el radicalismo. La posibilidad cierta de alcanzar la presidencia en 1937 encolumnó a la UCR tras la conducción de Alvear, incluyendo las expresiones provinciales más reacias a someterse a los dictados del Comité Nacional como el entrerriano o el tucumano. Justo se inclinó, entonces, más decididamente hacia los sectores conservadores, los más firmes de su alianza y aquellos que podían garantizarle, sino la mayoría, al menos un importante número de votos. Asimismo, había profundizado otras estrategias de cooptación de votantes, como su acercamiento al catolicismo, que había tenido su momento cúlmine en el Congreso Eucarístico de 1934, o su intento de reconquistar la adhesión de los grupos nacionalistas, que se habían apartado poco después de su llegada a la presidencia, concediéndoles, por ejemplo, la persecución legal del Partido Comunista. Sin embargo, la impresión generalizada era que ninguna maniobra pública alcanzaría para formar la mayoría capaz de garantizar a Justo el control de su sucesión. De esa convicción surgió su decidido compromiso con el fraude electoral. Así, con el aval presidencial, se produjo la rápida transformación de las prácticas irregulares y violentas de control y producción clientelística de sufragio que, desde 1912, venían utilizándose de modo puntual y limitado, en un mecanismo de alteración y manipulación sistemático del ejercicio y los resultados electorales. En 1935 debían renovarse varios Ejecutivos provinciales, acontecimiento de gran relevancia dado que las provincias seguían siendo las piezas clave del control electoral. Las leyes electorales de 1912 habían intentado terminar con lo que Sáenz Peña llamaba la lucha de la “quimera contra la máquina”, buscando desarticular el control electoral de los gobernadores sobre el electorado de sus provincias y, a su vez, el control que el presidente ejercía sobre los gobernadores en su calidad de "gran elector”. Sin embargo, las máquinas electorales no sólo no desaparecieron luego de 1912, sino que se perfeccionaron, adecuándose a las nuevas situaciones creadas —aunque no exclusivamente— por la ampliación del número de sufragantes. Más allá de estos cambios, las provincias siguieron siendo los marcos de referencia del funcionamiento comicial: cada una constituía un distrito donde la elección era organizada y ejecutada. En la mayoría de ellas y a pesar de la ampliación de votantes, las cifras de electores siguieron siendo lo suficientemente pequeñas como para no poner en riesgo el desempeño de los caudillos locales, ni el control de estos últimos desde las capitales. En provincias más grandes, se producía una mayor fragmentación, como en el caso de Buenos Aires y Santa Fe. Por su parte, la Capital Federal era un caso sui generis: con una magnitud de electores apenas menor que la bonaerense y con la mayor densidad de población, era el único distrito completamente urbano. La marcada complejidad de su tejido social condicionó siempre el funcionamiento de las máquinas electorales tradicionales, hasta hacerlas perder parte de su influencia frente a otras prácticas sociales productoras de sufragio, como las que constituyen el fenómeno de la “opinión pública”. Aun con muchas precauciones, puede plantearse que este distrito fue el que más se aproximó al ideal "de mercado” de Sáenz Peñía, situación que era frecuentemente celebrada por los periódicos, que mostraban como prueba las habituales oscilaciones electorales y los frecuentes triunfos opositores. Sin embargo, los equilibrios de fuerzas del sistema institucional delineaban una situación paradójica, ya que la relevancia del distrito en la distribución de cargos representativos nacionales siempre fue significativamente pobre en contraste con la influencia de una opinión capitalina que, incluso en lo que respecta a las más mínimas cuestiones municipales, se habla conformado y se proyectaba políticamente en una dimensión indiscutiblemente nacional. En consecuencia, frente a la decisión concurrencista de la UCR, la cuestión de las provincias se transformó en la llave que definiría la elección presidencial de 1937. El oficialismo conservador cordobés 11 daba claras muestras de no adherir a la política de fraude, permitiendo la victoria radical de fines de 193 5 que llevó a Amadeo Sabattini a la gobernación. En la Capital, la perspectiva era aun más oscura para Justo, dado que existía la posibilidad cierta de perder no sólo la mayoría ante la UCR, sino también la minoría contra el socialismo. Esto fue, en efecto, lo que sucedió en marzo de 1936, en ocasión de la elección de diputados. Esta situación guió en adelante los pasos oficiales que apuntaron al dominio de Buenos Aires y Santa Fe. En el primer caso, el objetivo se aseguró mediante una oportuna ley provincial conocida como “ley trampa”, que otorgó al gobierno el control total de las mesas de votación, junto con la consagración de la candidatura de Manuel Fresco, una figura capaz de poner en suspenso los graves conflictos internos del conservadurismo bonaerense. En Santa Fe, el problema era más acuciante dado que el gobierno pertenecía a la oposición demoprogresista; allí, Justo recurrió al tradicional mecanismo de la intervención federal sin ley del Congreso o, como se dijo entonces con ironía, con “media ley” ya que la intervención sólo había sido aprobada por el Senado el último día de sesiones ordinarias de 1936. La provincia pasó a ser controlada por el radicalismo antipersonalista, liderado por el ministro de Justicia e Instrucción Pública, Manuel de Iriondo, quien en 1937 seria elegido gobernador mediante comicios fraudulentos. Esto le permitió a Justo no sólo disponer de los electores santafesinos, sino también mantener el equilibrio dentro de una Concordancia que, en la coyuntura, aparecía demasiado volcada hacia los conservadores. A pesar de la ofensiva sobre ambas provincias, pexsistían algunos riesgos derivados de la distribución de electores de presidente entre mayorías y minorías por cada distrito provincial. En el mes de setiembre de 1937, el Congreso aprobó una iniciativa del Ejecutivo para reformar la ley electoral, eliminando el sistema de lista incompleta para el caso de electores de presidente. En adelante, el partido ganador de una provincia se llevaría todos los electores y no solamente los dos tercios. A través de esta medida, que daba marcha atrás con una de las innovaciones de la Ley Sáenz Peña, Justo resignó la minoría de algunos distritos, entre las cuales la de la Capital ni siquiera era segura, pero ganó para la Concordancia la totalidad de los electores de Santa Fe, Buenos Aires y las provincias chicas, donde la hegemonía era conservadora. Con todos estos reaseguros, que incluían el aval al fraude, Justo garantizó su lugar como gran elector. Perdía, sin embargo, buena parte de la opinión favorable que su gobierno había podido mantener hasta 1934 en lo relativo a la cuestión electoral, precisamente a raíz de ese aval. Quedaba pendiente el nombramiento del sucesor. Detrás de la opción por el radical antipersonalista Roberto M. Ortiz se escondía una estrategia cuyo objetivo era el mantenimiento del poder personal de Justo que, de todos modos, seguiría teniendo su base más sólida en la autoridad que ostentaba dentro del Ejército. Ortiz era un hombre políticamente débil, representante de un partido ya casi inexistente, que despertaría la desconfianza de sus aliados conservadores, sometidos por Justo a una nueva frustración ya que, a pesar de realizar el principal aporte electoral a la Concordancia, quedaron relegados al segundo término de la fórmula. La debilidad de Ortiz y el contrapeso que podría ofrecer ante los grupos conservadores parecían una garantía de la dependencia personal que Justo esperaba de su sucesor. El objetivo final de esta estrategia era sencillo: buscaba utilizar a Ortiz para acceder a un segundo mandato en 1943, esta vez, esperaba, a la cabeza de una UCR agradecida por la eliminación del fraude y por el regreso al poder bajo su liderazgo. El resultado de los comicios presidenciales fraudulentos de noviembre de 1937 tuvo importantes consecuencias. Entre los diversos sectores afines al oficialismo, el proceso abierto en 1935 venía alentando un nuevo y más profundo abandono de la visión optimista de las prácticas electorales. Más allá de los conocidos respaldos públicos al “fraude patriótico” o de los textos que, como el de Rodolfo Moreno, aludían al fracaso de la Ley Sáenz Peña, la más notable manifestación de esta sensación se produjo en la apertura de sesiones del Congreso de 1937. En esa ocasión, Justo propuso a los legisladores el estudio de un posible censo electoral que, mediante el recorte de un electorado calificado, terminara con la universalidad del sufragio Ciertamente, la propuesta no tuvo ninguna consecuencia práctica, pero revela la perplejidad de un personaje que siempre había confiado en las bondades del sistema electoral vigente ante las dificultades para controlar este instrumento. Para la dirigencia radical, los acontecimientos sucedidos entre el levantamiento de la abstención en 1935 y la derrota electoral de 1937 fueron construyendo un verdadero callejón sin salida; luego de esta última fecha, su política fue errática y contradictoria y, consecuentemente, alentó el despliegue de grupos cada vez más críticos de la conducción partidaria. La clave de toda esta situación era la definición de la actitud que debía asumir el partido frente al fraude oficial, teniendo en cuenta que, recientemente, la política de abstención había fracasado. La opinión pública se había mostrado, en la primera mitad de la década, contraria a la línea que el partido había decidido. Por otra parte, la UCR no había podido traducir su condición de mayoría electoral en un respaldo equivalente de sus electores hacia la política de abstención: cualquiera sea la explicación del voto radical, su adhesión no alcanzaba a tal extremo. De todos modos, el 12 disidencia podía encontrar en el gobernador de Córdoba, Amadeo Sabattini, un respaldo institucional de indudable prestigio. La situación de Sabattini era a la vez cómoda y expectante: podía mostrarse como el abanderado de la intransigencia, mientras gozaba los beneficios de su posición de gobernante posibilitada por la negativa del conservadurismo local a ejercer el fraude, una indulgencia de la cual Alvear no gozaba. De todos modos, la transformación del entusiasmo del Comité Nacional por las medidas de Ortiz en un apoyo abierto a su gobierno, por demás urgido de tales respaldos, reconocía un límite muy rígido en la necesidad de mantener un perfil opositor para no seguir ofreciendo flancos débiles a los críticos internos. La situación para los líderes radicales distaba de ser sencilla. Por su parte, la previsible y exacerbada hostilidad de los conservadores hacia el gobierno se canalizó en una serie de ofensivas destinadas a contrarrestar el apoyo que la apertura electoral de Ortiz cosechaba en la opinión pública. Para ello, comenzaron a ventilar varios escándalos que supuestamente involucraban al presidente. El más resonante fue el vinculado con la compra de terrenos en El Palomar, que no sólo buscó el descrédito de Ortiz, sino también el de su ministro de Guerra, el general Márquez. La elección de este segundo blanco no era ingenua: Márquez y el Ejército eran piezas fundamentales en la política presidencial. Sabedor de que la apertura del sistema electoral desataría una lucha entre fuerzas muy parejas, Ortiz buscó desde un primer momento el crucial respaldo del Ejército que, convocado por el presidente, paulatinamente volvió a instalarse en el rol de árbitro de la situación política. Algo parecido había sucedido en 1930, pero sobre esta similitud inicial se destacaban novedades significativas que modificaron sustancialmente las características de la intervención castrense en la vida política a comienzos de los años cuarenta. Por un lado, el escenario general sobre el que debían actuar era ahora infinitamente más disputado y complejo; por otro, quien convocaba a la oficialidad en su favor no era un caudillo militar que, como Justo, podía asegurarse el control de la fuerza. Esta vez era un dirigente civil quien debía dialogar con los oficiales de igual a igual. Finalmente, las propias características internas del Ejército venían modificándose en los últimos años, tan sorda como profundamente. Durante su presidencia, Justo había logrado mantener al Ejército relativamente alejado de la práctica política. Siendo a la vez cabeza del Ejecutivo y el más importante caudillo de la institución, sabia bien que él era el principal beneficiario de este perfil prescindente y “profesionalista”. De allí su preocupación por mantener cierto equilibrio interno, evitando repetir la actitud pendular y facciosa que habla caracterizado la circulación de los mandos durante la década anterior. Pero una vez fuera del gobierno y ante la eventualidad de conflictos internos generados por la búsqueda de apoyos iniciada por Ortiz, ese mismo equilibrio que otrora había beneficiado a Justo como presidente multiplicaba ahora la fuerza de los potenciales contendientes instalados en posiciones de poder. Por debajo de este complejo panorama coyuntural, venia produciéndose un proceso que transformaría de raíz los valores y comportamientos de los oficiales más jóvenes. Siendo Justo ministro de Guerra, en 1927 monseñor Copello había asumido la dirección del vicariato castrense, y de su intensa actividad en el caigo nacería una relación destinada a tener profundas consecuencias políticas. Decidida a dejar una marca indeleble en la formación de una oficialidad a la que vislumbraba como un factor de poder sin igual, la Iglesia ofreció a los jóvenes oficiales una visión del mundo de marcado contenido antiliberal, integrista, corporativa, furiosamente nacionalista, antisemita, autoritaria, antidemocrática y antiparlamentaria. Esta concepción no sólo se presentó como una altemativa atractiva frente a la desorientación producida por la crisis mundial del liberalismo, sino que entusiasmó especialmente a los hombres de armas, ya que les reservaba un lugar de privilegio como portadores de las virtudes de la ascendente “nación católica”. La guerra civil española, seguida con interés y entusiasmo por sacerdotes y oficiales, consolidó esta identidad agresiva y mesiánica que fue amalgamando la cruz y la espada en nombre de los mismos valores. Este proceso fue mucho menos ruidoso que las siempre citadas influencias de los modelos fascistas europeos pero, por eso mismo, su concreción fue más firme, sus avatares menos dependientes de los cambios coyunturales y sus consecuencias de más largo aliento. A fines de los años treinta, esta nueva situación militar ya había producido cierto desgaste de la influencia de Justo dentro de la institución. Su lugar como referente y pedagogo de una visión a la vez tecnicista y liberal de la sociedad y la política, que años antes le había garantizado un prestigio y una hegemonía incontrastables, estaba siendo erosionado por la nueva pedagogía de una Iglesia que él mismo había privilegiado como guía espiritual y educadora del Ejército. Si entre 1914 y 1928 Justo había sabido ganarse el favor de los jóvenes oficiales que recibían instrucción en los institutos castrenses, y que ahora ocupaban lugares importantes en la estructura de mando, las nuevas camadas se estaban educando con otros parámetros y otros referentes; sólo faltaba que una facción nacionalista y profundamente refractaria a la democracia liberal se organizara como tal, encontrara sus lideres y precisara sus objetivos. Mientras tanto, toda esta erosión no alcanzaba para modificar un dato que todos reconocían: a pesar de tener que enfrentar 15 una situación más compleja, Justo controló el sector más poderoso de la oficialidad del Ejército hasta su muerte en enero de 1943. La institución armada seguiría siendo el más fiel y determinante capital político de Justo. Ortiz también conocía este dato y, para tratar de contrarrestarlo, utilizó toda la fuerza institucional del Poder Ejecutivo y el respaldo ofrecido por el general Márquez. Ante la previsible reacción de Justo, se desató la lucha dentro de la institución: aunque un grupo importante se encolumnó con el ministro, el sector más numeroso apoyó a Justo. Esto le alcanzó para detener un movimiento de fuerza interno planeado por el general Márquez en favor de Ortiz, a pesar de lo cual el presidente juzgó que el apoyo conseguido era suficiente y se lanzó contra las máquinas de fraude. El conflicto abierto entre el presidente y el principal caudillo militar posibilitó la organización y el sostenido ascenso del sector de oficiales nacionalistas. Este cambio fue alentado por el mismo Justo que, siguiendo lo que para él era una conocida, segura y eficaz estrategia, apostaba a dividir las aguas y promover los extremos para maniobrar con mayor soltura y presentarse como única solución a la vez firme, moderada y confiable. LA GUERRA Y LA UNIÓN DEMOCRÁTICA A pesar de las intervenciones de provincias en contra del fraude, la presencia de Ortiz en la Casa Rosada era la única garantía que permitía mantener el precario equilibrio de la situación política y militar junto con toda la estrategia de apertura electoral. Su desplazamiento del cargo —consecuencia de una enfermedad que lo postraría primero y lo llevaría a la muerte en julio de 1942— señaló, por consiguiente, su drástico final. Sin embargo, las actitudes de Ortiz, sumadas a la situación internacional provocada por el estallido de la guerra mundial en setiembre de 1939, comenzaron a modificar las condiciones del escenario político local. En su mensaje de apertura de sesiones de 1939, Ortiz se quejaba por lo que consideraba el abandono de las perspectivas y tradiciones nacionales en la política argentina. Esta queja presidencial venía a hacerse cargo de un fenómeno que, a pesar de su crítica, apenas comenzaba su desarrollo: la paulatina importancia de las imágenes políticas internacionales para dar sentido a las situaciones y definir las opciones locales. Mientras las armas hablaban en Europa, esta forma de mirar la política no podía sino favorecer la paulatina polarización de las opciones. Ya no se trataba de una limitada riña de partidos que enfrentaba a radicales, conservadores y socialistas, sino de una verdadera guerra vital entre la democracia y el nazifascismo. Este fenómeno se había insinuado durante la guerra civil española, pero sin alcanzar la misma repercusión. La diferencia se explica, en parte, por la mayor magnitud de la nueva conflagración y por las opciones más tajantes a las que obligaba. Muchos de los que en la Segunda Guerra Mundial apoyaron decididamente la causa aliada habían visto con escasa simpatía la cercanía de la República española con el comunismo, y es probable que el mismo Alvear compartiera esta actitud. De hecho, Alvear se negó a reconocer cualquier paralelo entre España y el caso argentino, y no dudó —como buena parte del radicalismo en medio del entusiasmo electoralista de 1936— en despreciar toda propuesta en favor de la formación de un Frente Popular. Sin embargo, tan diferente impacto se explica también por la nueva situación de la política local. El lento alejamiento de Ortiz de la presidencia que se inició a mediados de 1940, y su reemplazo por el vicepresidente Castillo, dieron lugar a un muevo escenario conflictivo en el que la UCR quedaba nuevamente sin salida posible. Todo esto vino a ofrecer las condiciones ideales para la difusión de una visión moral y guerrera de la política, tan dramática como agresiva y polarizada. En esta clave, radicales y socialistas promovieron la formación de una comisión legislativa para investigar “actividades antiargentinas”, que, detrás del objetivo de averiguar posibles maniobras nazis en el país, se convirtió en un resonante foro de oposición al gobierno de Castillo. Esta oposición podía contar incluso con el apoyo del presidente enfermo quien, en febrero de 1941, hizo difundir una proclama pública atacando las medidas de Castillo en favor del fraude. Los diarios más importantes del país no dudaron en apoyar la declaración de Ortiz y, aunque la proclama no lo decía explícitamente, en asociar la política de Castillo con los totalitarismos europeos. A la distancia, es evidente que Castillo no debía sentir mayor simpatía por el Eje y, llegado el momento, no dudó en elegir a Robustiano Patrón Costas, un ferviente aliadófilo, como sucesor. Pero, en ese momento, importaba poco la veracidad de estas acusaciones, toda vez que muchas personas las creían ciertas y actuaban en consecuencia. Por otra parte, Castillo se veía obligado a profundizar su política autoritaria, su alianza con los sectores nacionalistas del ejército y la neutralidad para mantener su autoridad, todo lo cual venia a confirmar, para quienes quisieran creerlo, las inclinaciones nazifascistas del presidente en ejercicio. 16 Mientras tanto, la enfermedad de Ortiz avanzaba y, en setiembre de 1941, Castillo pudo formar su propio gabinete. En varios de los nombres que lo integraban puede intuirse la fiereza del asalto conservador al gobierno. El nombramiento de un incondicional de Justo, el general Tonazzi, en la cartera de Guerra, revelaba además los resultados de una alianza que había enfrentado a Ortiz en nombre del fraude. Pero ésta era la última y efímera concesión de Castillo, en cuyos planes no había nada más alejado que un futuro gobierno de Justo, que reeditara sus preferencias por el antipersonalismo. Por el contrario, el flamante presidente se aprestaba a usar el fraude en beneficio de un claro predominio conservador, lo que incluía, indefectiblemente, la cabeza de la futura fórmula para un copartidario. Para el radicalismo el golpe fue severo: toda la estrategia de Alvear y el Comité Nacional perdía su rumbo sin la presencia de Ortiz en el Ejecutivo. Con la salida electoral catapultada a un futuro impreciso e incierto, sólo quedaban en pie las acusaciones de su complicidad con el oficialismo y los sucesivos escándalos políticos. Estas criticas arreciaban, preferentemente en boca de disidentes radicales que de esta manera pensaban rescatar una mística identitaria sin advertir hasta dónde contribuían involuntariamente a sepultarla. El desconcierto radical fue tan agudo que en los comicios nacionales de marzo de 1942 la UCR perdió varios distritos en los que no se adulteraron sus resultados. El caso más significativo y resonante fue el de la Capital Federal, donde resignó la mayoría frente al socialismo. Por otra parte, esta serie de derrotas volvía a poner en cuestión el dogma que hacia del radicalismo una mayoría indiscutible. Desde el Comité Nacional reaparecieron las propuestas de alianzas a tono con el clima de unión democrática antifascista que, alimentando un circulo vicioso, provocaron nuevas criticas y éxodos en nombre de la pureza de los principios. Para los críticos de la política unionista, el radicalismo no debía aliarse con nadie al menos por dos razones. La primera, fundada en la tradición de la religión cívica, indicaba que la UCR encarnaba en si misma a la totalidad de la nación. La segunda, porque esta alianza era hija de una polarización extranjera y, para algunos, no había ninguna razón que hiciera más terribles a los nazis que a los británicos. Para terminar de complicar la situación interna, el 23 de marzo de 1942 moría Alvear, dejando un partido dividido y un vacío de liderazgo que desnudaba aun más una crisis que parecía no tener fondo. A pesar de la debilidad de la oposición radical, la intención de Castillo de fundar un exclusivismo conservador también tenía límites muy marcados. Por un lado, sólo podía sostenerse mediante el fraude, lo que reeditaría un cíclico escenario de trampa y violencia; por otro, debía contar con una improbable pasividad de la UCR y con el apoyo de un ejército en el que Justo —repentinamente convertido en adalid de la democracia como público defensor del ingreso de la Argentina en la guerra y nuevamente volcado a la oposición— seguía teniendo poderosas influencias. Ninguna de estas dos últimas condiciones estaba asegurada pero, si en la cuestión radical poco era lo que Castillo podía hacer y, por otra parte, no parecía necesario preocuparse demasiado en virtud de la propia crisis partidaria, el escenario castrense ofrecía, en cambio, algunos caminos para el desarrollo de la estrategia presidencial. Así, Castillo concentró sus esfuerzos en la elaboración de un acuerdo con el sector nacionalista. Las condiciones leoninas que tuvo que aceptar el presidente demostraron hasta dónde se había invertido el peso específico de las partes desde 1930. En efecto, a cambio de su apoyo, a fines de 1942 los oficiales nacionalistas se alzaron con el Ministerio de Guerra para el general Pedro Pablo Ramírez y con los mandos más importantes. Pero ya un año antes habían obtenido el cierre compulsivo del Concejo Deliberante porteño, y estuvieron a punto de conseguir el del Congreso Nacional, y el mantenimiento de la política neutralista en la guerra mundial. Mientras las tropas alemanas se encontraban a las puertas de Moscú, ciudad que gozaba ahora de las simpatías de una prensa que diariamente le dedicaba sus titulares, Castillo privilegiaba su alianza con los oficiales y voceros nacionalistas porque creía, probablemente con razón, que era ésta su única carta para sostenerse en el poder. El fracaso del ambicioso plan económico proyectado por su ministro Federico Pinedo le había mostrado que ni siquiera podía contar con el apoyo de los poderosos de la economía. De este nuevo escenario nació a fines de 1942 la posibilidad de un acercamiento entre la UCR y Justo, quien, finalmente, parecía ver realizada su ilusión de encabezar la fórmula radical o, al menos, la de una eventual Unión Democrática. Para una parte de los dirigentes del Comité Nacional, Justo era la única figura capaz de enfrentar con éxito un posible fraude de Castillo y, sobre esta base, se acercaron al viejo enemigo. El radicalismo bonaerense venía dando pasos por demás firmes en este sentido. Mientras tanto, Justo dialogaba con importantes dirigentes conservadores, como Rodolfo Moreno, para incorporarlos a esta nueva propuesta política, al tiempo que comenzaban a abrirse los primeros comités que proclamaron su candidatura, algunos autoproclamados independientes, otros, radicales. Muertos Ortiz y Alvear, Castillo y Justo eran los hombres del momento, pero otra muerte volvió a modificar el cuadro. En enero de 1943, pocos meses antes de las elecciones, moría Justo, dando por tierra con toda esta posible estrategia. Castillo parecía no tener rivales y es probable que, paradójicamente, esa situación terminara con su capacidad de negociación frente a los militares nacionalistas que, sin Justo, se 17
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