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El funcionamiento del cerebro social: vías neuronales, emociones y cognición, Guías, Proyectos, Investigaciones de Psicología del Desarrollo

Psicología SocialPsicología evolutivaAntropología SocialNeurociencia

Una visión de cómo funciona el cerebro social a través de la exploración de descubrimientos neurocientíficos. Se abordan las vías neuronales inferiores y superiores, la rapidez de procesamiento de emociones en masas y la importancia de la comprensión social en el manejo de relaciones interpersonales. Además, se discuten los efectos de la falta de comprensión social en trastornos psicológicos y la importancia de la empatía y las habilidades sociales en el desarrollo infantil.

Qué aprenderás

  • ¿Qué papel desempeña la empatía y las habilidades sociales en el desarrollo infantil?
  • ¿Qué papel desempeña la empatía en el desarrollo de habilidades sociales?
  • ¿Cómo afecta la falta de competencias sociales en el desarrollo psicológico?
  • ¿Cómo influye la rapidez de procesamiento de emociones en masas en la toma de decisiones colectivas?
  • ¿Cómo afecta la falta de comprensión social en trastornos psicológicos?
  • ¿Cómo se relacionan las emociones y la cognición social en el cerebro social?

Tipo: Guías, Proyectos, Investigaciones

2018/2019

Subido el 13/04/2019

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¡Descarga El funcionamiento del cerebro social: vías neuronales, emociones y cognición y más Guías, Proyectos, Investigaciones en PDF de Psicología del Desarrollo solo en Docsity! INTELIGENCIA SOCIAL También de Daniel Goleman SUMARIO Prólogo El descubrimiento de una nueva ciencia Primera parte Programados para conectar Capítulo 1 La economía emocional Capítulo 2 La receta del rapport Capítulo 3 El wifi neuronal Capítulo 4 El instinto del altruismo Capítulo 5 La neuroanatomía de un beso Capítulo 6 ¿Qué es la inteligencia social? Segunda parte El vínculo roto Capítulo 7 El tú y el ello Capítulo 8 La tríada oscura Capítulo 9 La ceguera mental Tercera parte Educando la naturaleza Capítulo 10 Los genes no son el destino Capítulo 11 El fundamento seguro Capítulo 12 El punto de ajuste de la felicidad Cuarta parte Las variedades del amor Capítulo 13 Las redes del apego Capítulo 14 El deseo masculino y el deseo femenino Capítulo 15 La biología de la compasión Quinta parte Las relaciones sanas Capítulo 16 El estrés es social Capítulo 17 Los aliados biológicos Capítulo 18 Una prescripción social Sexta parte Consecuencias sociales Capítulo 19 La zona de rendimiento óptimo Capítulo 20 El correccional conectado Capítulo 21 Del ello al nosotros Epílogo Lo que realmente importa Apéndice A Una nota sobre las vías superior e inferior Apéndice B El cerebro social Apéndice C Una revisión de la inteligencia social Notas Índice Sobre el autor PRIMERA PARTE PROGRAMADOS PARA CONECTAR Las sensaciones resultantes son muy amplias y repercuten en todo nuestro cuerpo, enviando una descarga hormonal que regula el funcionamiento de nuestra biología, desde el corazón hasta el sistema inmunitario. Quizá el más sorprendente de todos los descubrimientos realizados por la ciencia actual sea el que nos permite rastrear el vínculo que existe entre las relaciones más estresantes y ciertos genes concretos que regulan el funcionamiento del sistema inmunológico. No es de extrañar que nuestras relaciones no sólo configuren nuestra experiencia, sino también nuestra biología. Ese puente intercerebral permite que nuestras relaciones más intensas nos influyan de formas muy diversas, desde las más leves (como reírnos de los mismos chistes) hasta otras mucho más profundas (como los genes que activarán o no las células T, los soldados de infantería con que cuenta el sistema inmunológico en su constante batalla contra las bacterias y los virus invasores). Pero este vínculo es un arma de doble filo porque, si bien las relaciones positivas tienen un impacto beneficioso sobre nuestra salud, las tóxicas pueden, no obstante, acabar envenenando lentamente nuestro cuerpo. Casi todos los descubrimientos científicos que presento en este libro han sido posteriores a la aparición, en 1995, de Inteligencia emocional y cada día aparecen otros nuevos. Cuando escribí ese libro, mi interés se centró en el conjunto esencial de capacidades humanas internas que nos permiten gestionar adecuadamente nuestras emociones y establecer relaciones positivas. En este nuevo libro, sin embargo, ampliamos el marco de referencia más allá de la psicología unipersonal (es decir, en las capacidades intrapersonales) y nos adentramos en la psicología interpersonal, es decir, en la psicología de las relaciones que mantenemos con los demás.3 Yo aspiro a que este libro acabe convirtiéndose en un gemelo de Inteligencia emocional, explorando las mismas regiones de la vida humana desde una perspectiva levemente diferente y proporcionándonos, en consecuencia, una visión más amplia de nuestro mundo personal.4 Mi atención, por tanto, se centrará en esos momentos efímeros que jalonan las relaciones interpersonales y, cuando nos demos cuenta del modo en que nos influyen, coincidiremos en que tienen consecuencias muy profundas. Nuestra investigación responde a preguntas tales como ¿Qué hace un psicópata peligrosamente manipulador? ¿Cómo podemos contribuir a la felicidad de nuestros hijos? ¿Cuál es el fundamento de un matrimonio positivo? ¿De qué modo pueden las relaciones protegernos de la enfermedad? ¿Qué puede hacer el maestro o el líder para que el cerebro de sus discípulos o empleados funcione mejor? ¿Cómo pueden aprender a convivir grupos separados por el odio? ¿De qué modo podemos servirnos de todos los nuevos hallazgos para construir una sociedad que aliente lo que realmente nos importa? La corrosión social En la medida en que la ciencia pone de manifiesto la necesidad de las relaciones, éstas parecen hallarse cada vez más en peligro. Son muchos los rostros que hoy en día asume la corrosión social. Cuando la maestra de un jardín de infancia de Texas le pidió a una niña de seis años que recogiera sus juguetes, ésta cogió una rabieta, se puso a gritar, tiró la silla al suelo, se arrastró bajo la mesa de la maestra y la pateó con tanta rabia que cayeron los cajones. Este episodio jalonó el comienzo de una epidemia de incidentes documentados del mismo tipo entre preescolares del distrito escolar de Fort Worth (Texas)5 que no sólo afectaban a los malos alumnos, sino también a los mejores. Hay quienes explican la escalada de violencia entre los niños como una consecuencia del estrés económico que obliga a los padres a pasarse el día trabajando y dejando a sus hijos en manos de otras personas o aguardando a solas y exasperados su regreso. Otros subrayan la existencia de datos que confirman que el 40 por ciento de los niños de dos años de nuestro país pasan una media de tres horas diarias frente al televisor, un tiempo que aprovecharían mejor estando con alguien que les enseñase a relacionarse. Y también parece que, cuanta más televisión ven, más desobedientes son.6 En una ciudad alemana, un motorista yace inmóvil en el pavimento junto a su moto derribada, bajo la atenta mirada de los peatones y de los conductores que aguardan impávidamente que el semáforo cambie a verde. Al cabo de unos quince largos minutos, el conductor de un coche detenido ante el semáforo baja la ventanilla, le pregunta si está herido y se ofrece a solicitar auxilio con su teléfono móvil. Cuando la emisora de televisión que había simulado el incidente difundió la noticia se desató el escándalo porque, en Alemania, para obtener el permiso de conducir, es necesario recibir formación en primeros auxilios para enfrentarse, precisamente, a este tipo de situaciones. La gente comentó cierto médico de urgencias de un hospital alemán pasa de largo cuando ve a otros en peligro. No parece importarles gran cosa. En 2003, los hogares unifamiliares se convirtieron en el estilo de vida más común en los Estados Unidos. Tiempo atrás, las familias se reunían en casa al caer la noche pero, en la actualidad, la convivencia entre los miembros de la familia es cada vez menor. Bowling alone, el aclamado análisis de Robert Putnam sobre el deshilachado tejido social de nuestro país, concluye que, en las últimas dos décadas, el capital social (que suele estimarse en función del número de reuniones públicas y la pertenencia a asociaciones) ha experimentado un considerable declive. Mientras que, en los años setenta, dos terceras partes de los estadounidenses asistían de manera regular a reuniones de organizaciones a las que estaban formalmente afiliados, esa tasa cayó espectacularmente en los noventa hasta una tercera parte. Todos estos datos reflejan, en opinión de Putnam, un considerable debilitamiento, en nuestra sociedad, de las relaciones interpersonales.7 Desde entonces, ha brotado por doquier (desde 8.000 en los años cincuenta hasta 20.000 a finales de los noventa)8 un nuevo tipo de organización que, a diferencia de lo que ocurría en las antiguas (con sus reuniones cara a cara y un tejido social cada vez más tupido), mantienen a distancia a sus miembros, ya que la pertenencia gira en torno al correo electrónico o postal y su principal actividad no consiste en reunirse, sino en enviar dinero. Ignoramos los efectos de la conexión y desconexión provocada por las alternativas que nos proporcionan las nuevas tecnologías. Pero todos estos rasgos indican un progresivo debilitamiento de las oportunidades de conexión. El avance inexorable de la tecnología es tan insidioso que nadie ha calculado todavía sus costes emocionales y sociales. El aumento de la desconexión Escuchemos las quejas de Rosie García, que trabaja atendiendo el mostrador del Hot & Crusty de la estación central de Nueva York, una de las panaderías más atareadas del mundo. Es tal la muchedumbre que a diario pasa por la estación que, durante la jornada laboral, siempre hay largas colas de clientes aguardando su turno. Son muchos, dice Rosie, los clientes que parecen estar completamente abstraídos, con la mirada extraviada y sin responder cuando les pregunta ¿En qué puedo servirle? . ¿En qué puedo servirle? repite entonces Pero siguen silenciosos, mirando hacia ninguna parte. Cada vez son más dice las personas que sólo prestan atención cuando les grito.9 Pero no es que los clientes de Rosie sean especialmente sordos, sino que sus oídos están taponados por los dos pequeños auriculares de un iPod. Están enfrascados y perdidos en alguna de las melodías de su lista de reproducción personalizada, desconectados de todo lo que ocurre a su alrededor y, lo que es más importante, desconectados también de las personas que les rodean. Mucho antes del iPod, del walkman y del teléfono móvil, obviamente, también había gente que iba de un lado a otro ajena al ajetreo de la vida. Este proceso, se inició con el automóvil, que es una forma de atravesar un espacio público aislado dentro de un vehículo acristalado de una media tonelada aproximada de acero arrullado por el sonido de la radio. Las formas de viajar Gary Berntson, a quienes bien podemos considerar como los profetas pioneros de esta nueva ciencia.13 En una reciente entrevista con Cacioppo, me recordó que «los neurocientíficos se mostraban muy reacios a estudiar lo que sucede más allá del cráneo, porque la neurociencia del siglo XX creía que la conducta social era demasiado compleja». «Hoy en día añade Cacioppo estamos en condiciones de empezar a dar sentido al modo en que el cerebro moviliza nuestra conducta social y en que el mundo social influye en nuestro cerebro y en nuestra biología.» Actualmente director del Center for Cognitive and Social Neuroscience de la University of Chicago, Cacioppo ha sido testigo de excepción de un cambio que ha acabado convirtiendo a este dominio en uno de los temas candentes de la ciencia del siglo XXI.14 El nuevo campo ya ha empezado a dar sus frutos y nos ayuda a resolver algunos de los rompecabezas que tanto han desconcertado a los científicos. Las primeras investigaciones dirigidas por Cacioppo, por ejemplo, pusieron de relieve que, cuando nos hallamos en una relación tensa, la tasa de hormonas del estrés aumenta hasta niveles que resultan dañinos para algunos de los genes que controlan la producción de células que deben enfrentarse a los virus. Hasta entonces, la ciencia había soslayado el estudio de los caminos neuronales de los problemas de relación, que ha acabado convirtiéndose en uno de los principales focos de interés de la nueva neurociencia social. El aspecto más emblemático de la investigación realizada en este nuevo campo es el que está congregando a psicólogos y neurocientíficos en torno al RMN funcional (o RMNf [resonancia magnética nuclear funcional]), un aparato de imagen cerebral que, hasta el momento, sólo se empleaba para el diagnóstico clínico en el entorno hospitalario. El RMN utiliza imanes muy potentes (que ha llevado a los internos a denominar genéricamente imanes a estos aparatos, como cuando dicen En nuestro laboratorio tenemos tres imanes ) para obtener una imagen extraordinariamente detallada del cerebro. El RMNf emplea grandes ordenadores para obtener el equivalente de un vídeo que muestra las regiones cerebrales que se activan durante una determinada interacción como, por ejemplo, escuchar la voz de un viejo amigo. Esa investigación está empezando a proporcionarnos respuestas a preguntas tales como: ¿Qué sucede en el cerebro de la persona que mira a un ser querido, que está atrapado en el fanatismo o que busca la estrategia más adecuada para ganar un determinado juego? El cerebro social consiste en el conjunto de los mecanismos neuronales que orquestan nuestras interacciones la suma de nuestros pensamientos y sentimientos sobre las personas y nuestras relaciones. Los datos más novedosos y reveladores al respecto indican que el cerebro social tal vez sea el único sistema biológico de nuestro cuerpo que nos conecta con los demás y se ve, a su vez, influido por su estado interno.15 Como sucede con otros sistemas biológicos, desde las glándulas linfáticas hasta el bazo, regulan su actividad en respuesta a señales que emergen dentro de nuestro cuerpo y no van más allá de nuestra piel. En este sentido, la sensibilidad general de los senderos neuronales de nuestro cerebro es realmente excepcional. Es por ello que, cada vez que nos relacionamos cara a cara (o voz a voz o piel a piel) con alguien, nuestro cerebro social también se conecta con el suyo. La neuroplasticidad del cerebro también explica el papel que desempeñan las relaciones sociales en la remodelación de nuestro cerebro, lo que significa que las experiencias repetidas van esculpiendo su forma, su tamaño y el número de neuronas y de conexiones sinápticas. De este modo, la reiteración de un determinado registro permite que nuestras relaciones claves vayan moldeando gradualmente determinados circuitos neuronales. No es de extrañar por tanto que, sentirnos crónicamente maltratados y enfadados o, por el contrario, emocionalmente cuidados por una persona con la que pasamos mucho tiempo a lo largo de los años acabe remodelando los senderos neuronales de nuestro cerebro. Estos nuevos hallazgos ponen de relieve el impacto sutil y poderoso que sobre nosotros tienen las relaciones. Y aunque estas novedades puedan resultar desagradables, en el caso de que tiendan hacia lo negativo, también implican que el mundo social constituye, en cualquier momento de nuestra vida, una oportunidad de curación. Desde esta perspectiva, pues, el modo en que nos relacionamos cobra una importancia anteriormente insospechada. ¿Qué significa por tanto, a la luz de todos estos nuevos descubrimientos, ser socialmente inteligente? Actuar sabiamente En torno a 1920, poco después de la primera explosión de entusiasmo que despertó el nuevo test del CI [cociente de inteligencia], el psicólogo Edward Thorndike definió, por vez primera, a la inteligencia social como «la capacidad de comprender y manejar a los hombres y las mujeres», habilidades que todos necesitamos para aprender a vivir en el mundo. Pero esa definición deja abierta la posibilidad de concluir que la manipulación es el rasgo distintivo del talento interpersonal.16 Aun hoy en día existen algunas descripciones de la inteligencia social que no diferencian claramente las aptitudes del embaucador de los actos genuinamente afectuosos y socialmente enriquecedores. La capacidad de manipular a los demás no tiene, en mi opinión, nada que ver con la inteligencia social, porque únicamente valora lo que sirve a una persona a expensas de las demás. Convendría, por tanto, considerar a la inteligencia social en un sentido más amplio, como una aptitud que no sólo implica conocer el funcionamiento de las relaciones, sino comportarse también inteligentemente en ellas.17 De este modo, el campo de la inteligencia social se expande desde lo unipersonal hasta lo bipersonal, es decir, desde las habilidades intrapersonales hasta las que emergen cuando uno se halla comprometido en una relación. Esta ampliación del interés va más allá de lo individual y tiene también en cuenta lo que sucede en la relación interpersonal... y ver más allá también, obviamente, del interés en que las cosas les vayan bien a los demás por nuestro propio beneficio. Esta visión más expandida nos lleva a incluir en la inteligencia social capacidades como la empatía y el interés por los demás que enriquecen las relaciones interpersonales. Es por ello que, en este libro, tengo en cuenta una segunda definición más amplia que Thorndike también propuso para nuestra aptitud social, es decir, la capacidad de «actuar sabiamente en las relaciones humanas».18 La receptividad social del cerebro nos obliga a ser sabios y a entender no sólo el modo en que los demás influyen y moldean nuestro estado de ánimo y nuestra biología, sino también el modo en que nosotros influimos en ellos. En realidad, uno de los modos de valorar esta especial sensibilidad consiste en considerar el impacto que los demás tienen en nosotros y el que nosotros tenemos en sus emociones y en su biología. La influencia biológica pasajera que una persona tiene sobre otra nos sugiere una nueva dimensión de la vida bien vivida: comportarnos de un modo que resulte beneficioso, aun a nivel sutil, para las personas con las que nos relacionamos. Esta perspectiva arroja una nueva luz sobre el mundo de las relaciones y nos obliga a pensar en ellas de un modo radicalmente diferente, porque sus implicaciones tienen un interés que va mucho más allá del ámbito exclusivamente teórico y exige una revisión del modo en que vivimos. Antes de explorar estas grandes implicaciones, sin embargo, volvamos al comienzo de esta historia y veamos la sorprendente facilidad con la que nuestros cerebros se relacionan e intercambian emociones como si de un virus se tratara. desencadenante de la ansiedad, pero sólo muy recientemente nos hemos dado cuenta de la función social con la que cumple en el sistema cerebral encargado del contagio emocional.4 La vía inferior: El contagio central El hombre al que los doctores llaman paciente X había sufrido un par de ataques que destruyeron las conexiones nerviosas entre sus ojos y la corteza occipital, que se ocupa del procesamiento visual. De este modo, aunque sus ojos todavía podían registrar señales, su cerebro había perdido la posibilidad de descifrarlas. A todos los efectos, el paciente X estaba completamente ciego o eso era, al menos, lo que parecía. Las pruebas que se le hicieron presentándole formas tan diversas como círculos y cuadrados o fotografías de rostros de hombres y mujeres, demostraron que no tenía la menor idea de lo que sus ojos estaban viendo. Pero lo curioso es que, cuando se le mostraron imágenes de los rostros de personas enfadadas o alegres, no tuvo inconveniente alguno en adivinar de inmediato en una proporción muy superior a la exclusivamente debida al azar las emociones expresadas. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? Las tomografías cerebrales realizadas mientras el paciente X adivinaba los sentimientos revelaron la existencia de una ruta alternativa a la que habitualmente siguen los impulsos visuales desde el ojo hasta el tálamo (donde se dirigen todos los inputs sensoriales) y, desde él, hasta la corteza visual. Esa ruta alternativa transmite directamente la información del tálamo a la amígdala (derecha e izquierda). Luego la amígdala extrae el significado emocional de los mensajes no verbales, desde un gesto poco amistoso hasta un cambio brusco de postura o de tono de voz pocos microsegundos antes de que cobremos conciencia de lo que estamos viendo. Pero, aunque la amígdala sea muy sensible a este tipo de mensajes, no está directamente conectada con los centros del habla y es, literalmente hablando, muda. Cuando registramos un sentimiento, recibimos señales de los circuitos neuronales que, en lugar de alertar a las áreas verbales (y permitirnos, en consecuencia, nombrar lo que sabemos), reproducen esa emoción en nuestro propio cuerpo.5 Es por ello que, si bien el paciente X no podía ver las emociones en los rostros, sí que podía sentirlas, una condición conocida como ceguera afectiva .6 En el caso del cerebro intacto, la amígdala usa esa misma vía para interpretar las dimensiones emocionales de lo que percibe un tono de voz alegre, un signo de ira en torno a los ojos, una postura apesadumbrada, etcétera y procesa esa información subliminalmente, más allá del alcance de la conciencia consciente. Esta conciencia inconsciente y refleja nos proporciona indicios de la emoción, movilizando en nosotros el mismo sentimiento (o reaccionando ante él, como sucede con el miedo que despierta la visión de la ira), un mecanismo clave en el contagio de los sentimientos ajenos. El hecho de que podamos provocar cualquier emoción en otra persona o viceversa pone de relieve la existencia de un poderoso mecanismo energético que posibilita la transmisión interpersonal de los sentimientos.7 De este modo, el contagio constituye la transacción básica en la que se asienta la economía emocional, el toma y daca de sentimientos que, independientemente de su contenido explícito, acompañan a cualquier relación interpersonal. Consideremos, por ejemplo, el caso del cajero de supermercado que transmite su optimismo a todos sus clientes, a los que, de una manera u otra, siempre acaba arrancando una sonrisa. Ese tipo de personas constituyen el equivalente emocional de los metrónomos, que nos permiten movernos a un determinado ritmo. Ese contagio puede ser grupal, como sucede cuando los espectadores lloran al contemplar un drama o tan sutil como el tono de una reunión en la que todo el mundo acaba de mal humor. Pero, por más que podamos percibir las consecuencias manifiestas de este contagio, solemos ignorar el modo en que se propagan las emociones. El contagio emocional ilustra el funcionamiento de lo que podríamos denominar la vía inferior del cerebro. La vía inferior se refiere a los veloces circuitos cerebrales que operan de manera automática y sin esfuerzo alguno por debajo del umbral de la conciencia. La mayor parte de lo que hacemos parece hallarse bajo el control de grandes redes neuronales que operan a través de la vía inferior , algo que resulta especialmente patente en el caso de nuestra vida afectiva. A ese sistema, precisamente, debemos la posibilidad de sentirnos cautivados por un rostro atractivo o de registrar el tono irónico de un comentario. La vía superior , por su parte, discurre a través de sistemas neuronales que operan de un modo más lento, deliberado y sistemático. Es por ello que podemos ser conscientes de lo que está ocurriendo y disponemos de cierto control sobre nuestra vida interna, que se halla fuera del alcance de la vía inferior. Así, por ejemplo, la vía superior se moviliza cuando pensamos cuidadosamente en el modo más adecuado de acercarnos a una persona que nos resulta atractiva o tratamos de encontrar una respuesta ingeniosa a un comentario sarcástico. Hay quienes denominan húmeda (o cargada de emoción) y seca (o serenamente racional) a las vías inferior y superior, respectivamente.8 La vía inferior opera con sentimientos, mientras que la superior lo hace considerando con más detenimiento lo que está ocurriendo. La vía inferior nos permite sentir de inmediato lo que siente otra persona, mientras que la superior nos ayuda a pensar en lo que estamos sintiendo. En torno a la interacción, habitualmente muy sutil, entre estas dos modalidades de procesamiento gira toda nuestra vida social.9 La vía inferior explica que una emoción pueda transmitirse silenciosamente de una persona a otra sin que nadie se ocupe conscientemente de ello. Simplificando mucho las cosas, podríamos decir que la vía inferior discurre por circuitos neuronales que pasan por la amígdala y nódulos automáticos similares mientras que la superior, por su parte, envía señales a la corteza prefrontal, centro ejecutivo del cerebro y asiento de la intencionalidad, lo que explica que podamos pensar en lo que nos está sucediendo.10 La velocidad con la que estos dos caminos neuronales procesan la información es muy diferente. En este sentido, la vía inferior sacrifica la exactitud en aras de la velocidad mientras que la superior, mucho más lenta, nos proporciona una visión más exacta de lo que está ocurriendo.11 La vía inferior, pues, es rápida y difusa, mientras que la superior es lenta y exacta. En palabras del filósofo del siglo XX John Dewey, la primera opera en la modalidad veloz y ruidosa, del tipo primero actúa y después piensa , mientras que la otra es mucho más detallada y observadora .12 La diferente velocidad de cada una de estas vías en donde la emocional es varias veces más rápida que la racional nos ayuda a tomar decisiones instantáneas que quizás posteriormente lamentemos o debamos justificar. Lo único que la vía superior puede hacer cuando la inferior ya ha reaccionado es aprovechar las cosas lo mejor que pueda. Como dijo el escritor de ciencia- ficción Robert Heinlein: «El hombre no es un animal racional, sino un animal racionalizador». Los precursores del estado de ánimo Mientras me hallaba de visita en otro estado, recuerdo haberme quedado gratamente sorprendido por el tono amable de la voz grabada que me informó de que El número marcado no existe . Aunque parezca mentira, me sorprendió mucho la cordialidad que acompañaba a ese anodino mensaje. Estaba acostumbrado a muchos años de irritación acumulada con la voz informatizada que suele emplear mi compañía telefónica regional como si, por alguna razón, los técnicos que habían programado el irritante y autoritario mensaje de mi compañía habitual, hubieran decidido castigar a quien marcaba un número equivocado. Ese aborrecible mensaje evocaba en mi mente la imagen de una operadora presuntuosa e impertinente que me ponía de inmediato, aunque sólo fuera por un instante, de mal humor. El impacto emocional que poseen indicios tan sutiles puede ser muy importante. Consideren, por ejemplo, el inteligente experimento realizado en este sentido con estudiantes voluntarios de la Universidad de Wurzburg (Alemania) que presentamos a continuación.13 Los sujetos debían escuchar una voz grabada leyendo un párrafo muy árido, una traducción alemana del Tratado Del mismo modo que ocurrió en París en 1895 con los aterrados espectadores de la mencionada première, el cerebro de los espectadores de El bueno, el feo y el malo respondía como si la historia imaginaria que se desarrollaba en la pantalla les estuviera sucediendo a ellos. No parece que el cerebro haga grandes distingos entre la realidad virtual y la real. Es por ello que, cuando la cámara hace un picado para mostrar un primer plano, se activan, en el cerebro de los espectadores, las áreas cerebrales que se ocupan del reconocimiento de un rostro y cuando, por su parte, en la pantalla aparece un edificio o un paisaje, se activa el área visual que suele ocuparse del reconocimiento físico del entorno que nos rodea. Del mismo modo, cuando la escena que se desarrolla en la pantalla muestra movimientos delicados de la mano, las regiones movilizadas son las que gobiernan el tacto y el movimiento y, en las escenas en las que la excitación es máxima como disparos, explosiones y giros inesperados del argumento , los centros que se activan son los ligados al control de las emociones. En resumen, pues, el cine parece controlar el funcionamiento de nuestro cerebro. La audiencia se comporta como si fueran marionetas neuronales, porque lo que ocurre en un determinado momento en el cerebro de un espectador sucede también en todos los demás. De este modo, la acción desplegada en la pantalla es la música que desencadena idéntica danza en el cerebro de todos los presentes. Como dice un proverbio muy utilizado en el campo de la sociología: Una cosa es real cuando lo son sus consecuencias . Y es que, si el cerebro reacciona del mismo modo ante un escenario real que ante uno imaginario, lo que imaginamos tiene consecuencias biológicas. La vía inferior es la que determina nuestra respuesta emocional. La única excepción a esta especie de guiñol parece estar ligada a las áreas prefrontales de la vía superior, que albergan los centros ejecutivos del cerebro y posibilitan el pensamiento crítico (incluida la idea de que Esto no es más que una película ). Es por ello que, en la actualidad, no huimos despavoridos cuando en la pantalla vemos un tren dirigiéndose a toda velocidad hacia nosotros aunque, no obstante, el miedo siga haciendo acto de presencia. Cuanto más destacado o notable es un determinado evento, mayor es la atención que despliega el cerebro.19 Dos factores que amplifican la respuesta del cerebro a cualquier realidad virtual como una película son su sonoridad perceptual y su intensidad emocional, como sucede con los casos del grito y del llanto. No resulta, por tanto, sorprendente que nuestro cerebro se vea desbordado por muchas escenas cinematográficas caóticas. Y el mismo tamaño de la pantalla ofreciéndonos imágenes monstruosamente grandes se registra como sonoridad sensorial.20 Pero los estados de ánimo son tan contagiosos que podemos percibir un soplo de emoción en algo tan fugaz como una sonrisa o un ceño fruncido apenas esbozados o tan árido como la lectura de un pasaje filosófico. El radar de la insinceridad Dos mujeres que no se conocían acababan de ver un desgarrador documental sobre las dolorosas secuelas provocadas por el bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki durante la segunda Guerra Mundial. Ambas se hallaban profundamente conmovidas y experimentaban una mezcla de angustia, ira y tristeza. Pero cuando empezaron a hablar de lo que estaban sintiendo, sucedió algo muy extraño, porque una de ellas era completamente sincera sobre sus sentimientos, mientras que la otra, aliada con los investigadores y siguiendo sus instrucciones, reprimió sus sentimientos, fingiendo indiferencia. En realidad, parecía como si no tuviera ninguna respuesta emocional aunque, en el fondo, se sentía inquieta y distraída. Pero eso era precisamente lo que se pretendía, porque las dos eran voluntarias de un experimento realizado en la Stanford University sobre las consecuencias sociales de la represión emocional, solo que una de ellas había sido entrenada para silenciar sus verdaderos sentimientos.21 Comprensiblemente, la que estaba emocionalmente abierta se sintió fuera de lugar mientras su compañera hablaba y, en consecuencia, sacó la conclusión de que jamás la elegiría como amiga. La que reprimía sus sentimientos, por su parte, se hallaba tensa e incómoda y se mostraba distraída y preocupada, al tiempo que su presión sanguínea aumentó considerablemente a medida que avanzaba la conversación. No es de extrañar que el esfuerzo emocional necesario para reprimir sentimientos tan perturbadores exija un peaje fisiológico reflejado, en este caso, por el aumento de la presión sanguínea. Lo más sorprendente, sin embargo, fue que el mismo efecto se encontró también en la mujer que hablaba sinceramente de sus emociones. La tensión, pues, no sólo es palpable, sino también contagiosa. La sinceridad es la respuesta por defecto del cerebro. A fin de cuentas, nuestro sistema nervioso transmite todos los estados de ánimo a la musculatura facial, evidenciando de inmediato nuestros sentimientos. Este despliegue emocional es automático e inconsciente, razón por la cual su represión exige un esfuerzo consciente y deliberado. Es por ello que tratar de distorsionar lo que sentimos y de ocultar el miedo o el enfado exigen un esfuerzo que rara vez consigue completamente su objetivo.22 En cierta ocasión, una amiga me dijo que, la primera vez que habló con el hombre que acababa de alquilarle el piso, supo que no debía confiar en él. Y, a decir verdad, la misma semana en que tenía que mudarse se enteró de que se había echado atrás y se quedó compuesta y sin casa y obligada a poner el caso en manos de un abogado. Ella sólo le había visto el día en que fue a visitar la casa y se lamentaba diciendo: En cuanto lo vi advertí algo en él y supe que iba a tener problemas . Ese algo en él refleja el funcionamiento de las vías superior e inferior operando como una especie de sistema de alarma de la insinceridad. Existen circuitos especializados en la sospecha que difieren de los empleados en los casos de la empatía y el rapport y cuya misma existencia pone de relieve la importancia de la detección de la mentira en los asuntos humanos. La teoría evolutiva sostiene que la capacidad de detectar el engaño resulta tan esencial para la supervivencia como la capacidad de confiar y cooperar. Una investigación en la que se registraba la imagen cerebral de voluntarios mientras contemplaban a varios actores contando una historia trágica puso de relieve el radar neuronal concreto implicado en esa tarea. La investigación descubrió que la expresión facial que acompañaba al relato provocaba la activación de diferentes regiones neuronales. Si, por ejemplo, el rostro del actor mostraba la tristeza apropiada, la región que se activaba en el oyente era la amígdala y los circuitos relacionados con la tristeza mientras que si, por el contrario, el rostro del actor sonreía durante el relato triste en un claro ejemplo de incongruencia emocional la región cerebral que se activaba era la especializada en la vigilancia a las amenazas sociales o a la información conflictiva. En ese último caso, además, los oyentes afirmaban desconfiar de la persona que les contaba la historia.23 La amígdala escruta de manera automática y compulsiva a todas las personas con quienes nos relacionamos para saber si podemos o no confiar en ellas. ¿Es seguro acercarse a esta persona? ¿Es peligroso? ¿Puedo confiar realmente en ella? Los pacientes neurológicos que han padecido una grave lesión en la amígdala son incapaces de determinar si pueden o no confiar en alguien y, cuando se les muestra una fotografía de un hombre a quien la gente suele encontrar altamente sospechoso, lo valoran igual que otros en quien casi todos confían.24 El sistema que nos advierte si podemos confiar o no en alguien discurre a través de dos ramales neuronales diferentes, la vía superior y la vía inferior.25 La primera se pone en marcha cuando tratamos de determinar intencionalmente si alguien es merecedor o no de nuestra confianza. Pero, independientemente de lo que pensemos al respecto, la amígdala está operando de continuo bajo el umbral de la conciencia cumpliendo con una función claramente protectora. La caída de un Casanova Giovanni Vigliotto era un auténtico don Juan y su encanto le llevaba de una conquista romántica a otra. Pero lo cierto es que no se trataba de conquistas sucesivas porque, en realidad, Vigliotto estaba casado simultáneamente con varias mujeres. Estos ajustes son más evidentes cuando uno de los miembros asume deliberadamente una actitud emocionalmente neutra, como sucede en el caso de la psicoterapia. Desde la época de Freud, los psicoterapeutas han advertido que su cuerpo reproduce las emociones que experimentan sus clientes. No es de extrañar que, cuando un cliente evoca un recuerdo doloroso o se siente aterrado por un recuerdo traumático, al terapeuta se le humedezcan los ojos o experimente en su propio estómago la emergencia del miedo. Freud señaló que el hecho de conectar con su propio cuerpo proporciona a los psicoanalistas una ventana para asomarse al mundo emocional de sus clientes. Mientras que la mayor parte de la gente puede registrar las emociones que se expresan abiertamente, los grandes psicoterapeutas han aprendido a dar un paso más allá y conectar con matices emocionales que sus pacientes ni siquiera han permitido que aflorasen a su conciencia.30 Casi un siglo después de que Freud descubriese esas sutilezas, los investigadores han empezado a desarrollar un método para detectar los cambios fisiológicos simultáneos que ocurren de continuo durante una conversación.31 El avance vino de la mano de la aparición de nuevos métodos estadísticos y ordenadores que permiten a los científicos analizar la extraordinaria cantidad de datos (como el ritmo cardíaco y similares) que tienen lugar durante una determinada interacción. Estos estudios han puesto de relieve que, durante una discusión de pareja, el cuerpo de uno de los implicados tiende a imitar los cambios que acontecen en el otro. No creo que nadie se asombre de que la ciencia haya descubierto recientemente que, cuanto más avanza una discusión, más se exacerban los sentimientos de ira, pena y tristeza. Más interesante fue lo que hicieron ciertos investigadores de la relación de pareja, grabar en vídeo una discusión e invitar luego a desconocidos a visionar las grabaciones y conjeturar las emociones que estaba experimentando uno de los participantes.32 El hecho es que, cuando esos voluntarios esbozaron sus opiniones, su respuesta fisiológica se asemejaba a la del miembro del que se ocupaban. Cuanto más exacta es la imitación de la persona observada, más exacta es también la sensación de lo que esa persona está sintiendo, un efecto que resulta más patente en el caso de emociones negativas como la ira. Parece pues que la empatía (es decir, la capacidad de experimentar las emociones que otra persona está sintiendo) es tanto psicológica como mental y se asienta en el hecho de compartir el estado interno de la otra persona. Esta danza biológica tiene lugar cuando una persona empatiza con otra, es decir, cuando comparte sutilmente el estado fisiológico de la persona con la que está conectada. Las personas cuyos rostros expresan las expresiones más intensas son también las que más exactamente juzgan los sentimientos de los demás, lo que parece derivarse del principio general que afirma que, cuanto más similar sea, en un determinado momento, el estado fisiológico de dos personas, más fácilmente podrá sentir cada uno de ellos lo que el otro está experimentando. Así pues, cuanto mayor es la conexión con una determinada persona, más fácilmente podremos entender lo que ésta, aunque sólo sea de manera sutil, está experimentando. En tales casos, la resonancia es tal que, aunque no queramos, sus emociones son las nuestras. Resumiendo, pues, las emociones que percibimos tienen consecuencias, lo que nos proporciona una buena razón para esforzarnos en cambiarlas en una dirección positiva. CAPÍTULO 2 UNA RECETA PARA EL RAPPORT La sesión de psicoterapia está en marcha. El psiquiatra está tenso y permanece formalmente sentado en su butaca, mientras su paciente yace tumbada y abatida sobre un sofá de cuero. Es evidente que se encuentran en longitudes de onda muy diferentes. El psiquiatra acaba de cometer un grave error terapéutico, interpretando desafortunadamente un comentario de su paciente. Entonces se disculpa diciendo Sólo quería subrayar algo que creo que obstaculiza el tratamiento . No comienza la paciente, pero el terapeuta la interrumpe de nuevo con otra interpretación y, en el momento en que está a punto de responder, vuelve a cortarla. Cuando finalmente logra hilvanar una frase entera, la paciente se queja de lo que se vio obligada a soportar mientras vivía con su madre un comentario que también encierra una queja implícita hacia la actitud del terapeuta. Así va discurriendo la sesión como un concierto discordante de instrumentos desafinados. Veamos ahora lo que sucede, en otro entorno psicoterapéutico, en un momento de rapport especialmente intenso. El paciente acaba de comentarle a su terapeuta que ayer mismo concertó con su novia la fecha de su boda. Llevaban varios meses explorando el miedo al compromiso de su paciente, que finalmente parecía haber acopiado el coraje necesario para enfrentarse al matrimonio. Por ello celebraron contentos y en silencio ese momento. El rapport es tan completo que sus posturas y movimientos encajan como si estuvieran ejecutando deliberadamente una danza en la que, cuando uno avanza, el otro retrocede. Las grabaciones en vídeo de estas sesiones de terapia muestran un par de cajas metálicas rectangulares apiladas a modo de los componentes de un equipo estéreo, de los que salen cables que se hallan conectados a uno de los dedos del terapeuta y de la paciente y que se encargan de registrar los cambios sutiles de sus respuestas de sudoración durante toda la sesión. Estas sesiones se grabaron durante una investigación destinada a poner de manifiesto la danza biológica que subyace a nuestras interacciones cotidianas.1 En los vídeos de esas sesiones psicoterapéuticas, la respuesta fisiológica aparece bajo cada uno de los implicados como una línea ondulada (azul para el miraba directamente aunque fuese, no obstante, consciente de su dolor.5 Y es que, cuando no prestamos una atención completa, sólo conectamos con el otro de un modo parcial y soslayamos detalles cruciales, especialmente de índole emocional. Mirar directamente a los ojos abre la puerta de acceso a la empatía. La atención, pues, no es más que el primero de los requisitos imprescindibles del rapport. El siguiente ingrediente es la sensación positiva, que se pone básicamente de manifiesto a través del tono de voz y de la expresión facial. Debemos señalar que, para el establecimiento de una sensación positiva, los mensajes no verbales son mucho más importantes que todo lo que podamos decir verbalmente. Resulta sorprendente, en este sentido, cierto experimento en el que, cuando los directivos proporcionaban a sus subordinados un feedback poco halagador con un tono de voz y una expresión cordial y amable, quienes recibían las críticas no dejaban, por ello, de sentirse a gusto en la relación.6 La coordinación o sincronía constituye el tercer ingrediente fundamental de la fórmula del rapport de Rosenthal, que habitualmente discurre a través de canales no verbales tan sutiles como los movimientos corporales, el ritmo y la sincronía de la conversación. Las personas que han establecido un buen rapport se sienten bien y expresan libremente sus emociones. Sus respuestas espontáneas e inmediatas se hallan tan bien coordinadas como si estuvieran ejecutando una danza planificada de antemano. Sus ojos se cruzan con frecuencia, sus cuerpos permanecen próximos, se sientan cerca, sus narices permanecen más próximas que durante una conversación habitual y no se incomodan por la presencia de silencios. A falta de tal coordinación, la conversación resulta incómoda, con respuestas inoportunas y pausas embarazosas, en cuyo caso, los implicados se mueven nerviosamente o se quedan paralizados, desajustes que acaban socavando el rapport. La sincronía En un determinado restaurante local trabaja una camarera a la que todo el mundo adora, porque muestra un curioso talento natural para sintonizar con el ritmo y el estado de ánimo de sus clientes y entrar en sincronía con ellos. Es silenciosa y discreta con el hombre taciturno que consume lentamente su refresco en la mesa de la esquina, pero se muestra extravertida y sociable con los ruidosos trabajadores de una empresa vecina que han venido a comer y se vuelca por completo al atender la mesa de la joven mamá, fascinando con una cara divertida y un par de chistes a sus dos hijos hiperactivos. No es de extrañar que todo el mundo se lo agradezca con una generosa propina.7 Esa camarera tan diestra en captar la longitud de onda de sus clientes ilustra perfectamente los beneficios interpersonales de la sincronía. Y, cuando mayor es el grado de sincronía inconsciente existente entre los movimientos y gestos que tienen lugar durante una determinada interacción, más positivamente se siente y recuerda el encuentro. El poder sutil de esta danza se puso claramente de manifiesto en un ingenioso experimento con estudiantes de la New York University que se ofrecieron como voluntarios para lo que suponían que se trataba de un nuevo test psicológico. Los sujetos debían evaluar una serie de fotografías ante otro estudiante que, confabulado con los investigadores, sonreía, se mantenía serio, movía nerviosamente el pie o se frotaba el rostro.8 Hiciera lo que hiciese el sujeto aliado con los investigadores, el voluntario tendía a imitarle. Así, por ejemplo, cuando aquél se frotaba el rostro o esbozaba una sonrisa, provocaba en el sujeto el mismo tipo de respuesta. La minuciosa entrevista que siguió al experimento dejó muy claro que los voluntarios no tenían la menor idea de haber estado sonriendo o sacudiendo miméticamente su pie ni tampoco habían sido conscientes de la danza gestual en la que acababan de participar. Cuando, en otra de las facetas del mismo experimento, el entrevistador imitaba intencionalmente los movimientos y gestos de la persona con la que hablaba, no les resultaba especialmente grato, pero la cosa era completamente distinta cuando los imitaba de manera espontánea.9 A diferencia, pues, de lo que suelen afirmar libros muy populares al respecto, responder deliberadamente a alguien imitando los movimientos de sus brazos o asumiendo su postura, por ejemplo no favorece el rapport. En este sentido, la imitación mecánica y fingida parece hallarse completamente fuera de lugar. Los psicólogos sociales han descubierto una y otra vez que, cuanto más naturalmente coordinados es decir, cuanto más simultáneos, al mismo ritmo o armonizados de cualquier otro modo se hallen los movimientos de las personas que se relacionan, más positivos son sus sentimientos.10 El mejor modo de percatarnos de ese flujo no verbal consiste en observar una conversación entre dos amigos desde una distancia que no nos permita escuchar lo que están diciendo, en cuyo caso, asistimos a una elegante danza de la que también participa el contacto ocular.11 Es interesante señalar, en este último sentido, que cierto coach de teatro familiariza a sus discípulos con esta danza silenciosa visionando películas en las que el sonido, sin embargo, permanece desconectando. La ciencia actual dispone de herramientas que actúan como una especie de lupa que pone de manifiesto aspectos que resultan invisibles al ojo desnudo, como la sintonía entre el ritmo respiratorio del que escucha y la emisión de aire del que habla.12 Los experimentos realizados en este sentido han puesto de relieve que, cuando dos amigos están hablando, su ritmo respiratorio se acopla, de modo que ambos respiran al mismo tiempo o que, cuando uno exhala, el otro inhala. La intensidad de esta sincronía respiratoria es mayor cuanto mayor es la proximidad entre los participantes y aumenta todavía más en los momentos en que ríen ya que, en tal caso, comienzan casi en el mismo instante y, mientras lo hacen, se sincroniza también su ritmo respiratorio. La coordinación constituye una especie de amortiguador social de los encuentros interpersonales y cumple con la función de lubricar los momentos más embarazosos, como las largas pausas, las interrupciones y las ocasiones en que ambos hablan simultáneamente. Es por ello que, aun cuando una conversación se deshilvane o caiga en el silencio, la sincronía mantiene la sensación de relación, transmitiendo un mensaje tácito de acuerdo y comprensión entre emisor y receptor. A falta de esta sincronía física, la conversación requiere, para que los participantes se sientan cómodos, de una mayor coordinación verbal. Esto es algo que queda muy claro cuando, por ejemplo, las personas no pueden verse como sucede en una conversación telefónica o a través de un interfono , en cuyo caso, las pautas verbales y la alternancia deben coordinarse más que en el caso de que los interlocutores se hallan físicamente presentes. La simple coincidencia de posturas constituye un elemento extraordinariamente importante del rapport. Cierto estudio que investigó los cambios de postura de los alumnos de un aula descubrió por ejemplo que, cuanto más semejantes son sus posturas a las de sus profesores, más intenso es el rapport y mayor también su nivel general de implicación mutua. De hecho, la coincidencia postural constituye un indicador muy claro del clima emocional del aula.13 La sincronía va acompañada de un placer visceral cuya intensidad es tanto mayor cuanto mayor sea el tamaño del grupo. La expresión estética de la sincronía grupal se manifiesta en el disfrute universal de bailar o moverse al mismo ritmo que puede advertirse en el impulso que mueve los brazos de los espectadores que hacen la ola en las gradas de un estadio de fútbol. El fundamento neurológico de la resonancia se halla integrado en la estructura misma de nuestro sistema nervioso. Aun estando en el útero de la madre, el feto sincroniza sus movimientos con el ritmo del habla humana, pero no con otros sonidos. El niño de un año de edad sincroniza el momento y la duración de su parloteo infantil con el ritmo del habla de su madre y, cuando el bebé se encuentra con su madre (o cuando dos extraños se ven por vez primera), la sincronía transmite el mensaje estoy contigo , una forma implícita de decir continúa, por favor que mantiene el compromiso de la otra persona. Y, cuando la conversación toca a su fin, se alejan de la sincronía, enviando la señal implícita de que ha llegado ya el momento de concluir la interacción. Cuando, por otra parte, la interacción no alcanza la sincronía es decir, cuando se interrumpen o, de algún modo, no acaban de encajar , se genera un sentimiento negativo. Lo más sorprendente es que esta sincronización corporal y verbal tiene lugar en fracciones de segundo en una danza cuya complejidad queda muy lejos del alcance de nuestro pensamiento. En este sentido, el cuerpo es una especie de marioneta del cerebro y el reloj cerebral funciona en el orden de los mili o hasta microsegundos, mientras que nuestro procesamiento de información consciente (y, en consecuencia, nuestros pensamientos al respecto) lo hace en el orden de segundos. Pero, aunque se halle fuera del alcance de la conciencia y baste, para ello, con la información proporcionada por la simple visión periférica, nuestro cuerpo se sincroniza con las pautas sutiles de la persona con la que estamos relacionándonos.19 Esto resulta fácil de advertir cuando caminamos con alguien porque, al cabo de pocos minutos, nuestros brazos y piernas se mueven en perfecta armonía, como sucede también cuando entran en sincronía dos péndulos que oscilan libremente. Los osciladores son el equivalente neuronal de la cancioncilla de Alicia en el país de las maravillas que dice: ¡Venga, baila, venga, baila, venga, baila y déjate llevar! . Cuando estamos con otra persona, esos marcapasos nos sincronizan inconscientemente, como sucede con los amantes que se acercan para darse un abrazo o se toman las manos en el mismo instante mientras caminan por la calle. (En cierta ocasión, una amiga me contó que el hecho de que el chico con el que estaba paseando mostrase dificultades en seguir el mismo ritmo era, para ella, un indicador de que más adelante podía tener problemas.) Cualquier conversación exige cálculos cerebrales muy complejos en los que los osciladores neuronales se ven obligados a realizar continuos ajustes para mantener la sincronía. En esa microsincronía, precisamente, se basa la afinidad que nos permite experimentar lo mismo que la persona con quien estemos hablando. Y esta rumba intercerebral silenciosa nos resulta tan sencilla porque aprendimos sus movimientos básicos durante nuestra más temprana infancia y, desde entonces, la hemos estado ejercitando durante toda nuestra vida. La protoconversación Imagine a una madre sosteniendo a su bebé en brazos. La madre frunce los labios dándole un beso a distancia y el bebé, a su vez, le devuelve el beso apretando sus labios. Cuando la madre sonríe, su hijo relaja los labios y esboza una sonrisa para acabar estallando en risas, al tiempo que mueve insinuantemente la cabeza hacia un lado y hacia arriba. Esta interacción a la que se conoce como protoconversación duró menos de tres segundos y, aunque no ocurrieron grandes cosas, hubo entre ellos una clara comunicación. Éste es el prototipo básico de toda interacción humana, el rudimento básico de la comunicación. Los osciladores también operan en la protoconversación. El microanálisis revela que los bebés y las madres establecen muy precisamente el comienzo, las pausas y el final de esta comunicación infantil, estableciendo un acoplamiento en el que cada uno de ellos registra la respuesta del otro y ajusta la suya en consecuencia.20 Estas conversaciones no son verbales y la presencia de las palabras cumple en ellas con la función de un mero efecto de sonido.21 La protoconversación con un bebé discurre a través de la mirada, el tacto y el tono de voz y los mensajes se transmiten a través de las sonrisas y los arrullos y, más especialmente, del maternés [motherese], el correlato adulto del habla infantil. Más semejante a una canción que a una frase, el maternés subraya la prosodia y sus matices melódicos trascienden toda cultura, independientemente de que la madre hable chino mandarín, urdu o inglés. El maternés siempre suena amable y juguetón, con un tono muy elevado (en torno a 300 herzios), declamaciones cortas y un ritmo regular. Es frecuente que la madre sincronice su maternés palmeando o acariciando a su bebé a un ritmo repetido y periódico. Su cara y los movimientos de su cabeza se hallan en sincronía con sus manos y su voz y el bebé a su vez suele responder al movimiento de las manos de su madre sincronizando sus sonrisas, arrullos y movimientos de mandíbula, labios y lengua. Esas piruetas son cortas, cuestión de segundos o milisegundos y finalizan cuando los dos se acompasan, de un modo habitualmente feliz. Madre e hijo entran con frecuencia en lo que se asemeja a un dueto sincronizado o alternante, marcado por un ritmo lento que oscila de manera estable en torno a las 90 pulsaciones por minuto. Esas observaciones son el fruto de un minucioso e interminable análisis de interacciones entre madre y bebé grabadas en vídeo por un equipo de psicólogos evolutivos dirigidos por Colwyn Trevarthen en la University of Edinburgh. Las investigaciones realizadas al respecto por Trevarthen le han convertido en un experto mundial en la protoconversación, un dueto en el que los actores «buscan según dice la armonía y el contrapunto para crear una melodía».22 Pero, más que establecer una especie de melodía, su interacción gira en torno a un tema central, las emociones. La frecuencia del contacto y del sonido de la voz de la madre transmite al bebé el reconfortante mensaje de su amor que, como dice Trevarthen, establece «un rapport no verbal y no conceptual inmediato». Este intercambio de señales establece un vínculo que permite a la madre alegrar, excitar, tranquilizar o sosegar a su bebé o, por el contrario, alterarle y provocar su llanto. Durante una protoconversación feliz, la madre y el bebé se sienten contentos y sintonizados pero, cuando la madre o el niño no cumplen con su parte de la conversación, los resultados son muy diferentes. Si la madre, por ejemplo, presta poca atención a su hijo o responde sin ganas, el bebé reacciona replegándose y, si la respuesta de la madre es inoportuna, se queda perplejo y angustiado. Si, por el contrario, es el bebé el que deja de participar en el juego, será la madre la que, a su vez, se sienta mal. Estas sesiones de protoconversación son, para el niño, seminarios intensivos en los que aprende a relacionarse. Aprendemos a sintonizar emotivamente con los demás mucho antes de disponer de palabras para referirnos a esos sentimientos. La protoconversación es la plantilla básica de toda relación humana, una conciencia tácita que nos sintoniza quedamente con los demás. Es por ello que la capacidad de entrar en sincronía como hicimos cuando éramos bebés guía todas las interacciones sociales que mantenemos a lo largo de nuestra vida. Y del mismo modo que, siendo niños, los sentimientos fueron el tema fundamental de la protoconversación, siguen siendo el vehículo a través del cual discurre la comunicación adulta. Este diálogo silencioso de sentimientos constituye el sustrato sobre el que se asientan los demás encuentros, la agenda oculta, en suma, de toda interacción. Esa espontaneidad sólo es posible gracias al concurso de la vía inferior. La amígdala, por ejemplo, sólo necesita treinta y tres milisegundos y, en ocasiones, diecisiete (menos de dos centésimas de segundo) para registrar las señales de miedo en el rostro de otra persona.5 Esto pone claramente de manifiesto la extraordinaria velocidad con que opera la vía inferior sin mediación consciente alguna de nuestra parte (aunque podamos sentir la emergencia difusa del desasosiego). Pero, por más que ignoremos conscientemente el modo en que opera esta sincronización interpersonal, lo cierto es que discurre con gran facilidad gracias a la participación de una clase muy especial de neuronas. Los espejos neuronales Aunque no debería tener más de dos o tres años, todavía conservo muy vivo el siguiente recuerdo. Caminaba con mi madre por el pasillo de la tienda de comestibles cuando una mujer me sonrió tiernamente y mi boca esbozó automáticamente una sonrisa. Ese día sentí claramente que mi insospechada sonrisa no procedía de mi interior, sino de fuera, como si mi rostro fuese una simple marioneta movida por hilos invisibles que tiraban de mis músculos. Hoy en día sé que esa inesperada reacción fue una consecuencia de la actividad de las llamadas neuronas espejo de mi joven cerebro. Porque la función de las neuronas espejo consiste precisamente en reproducir las acciones que observamos en los demás y en imitar o tener el impulso de imitar sus acciones. En estas neuronas se asienta, en suma, el mecanismo cerebral que explica el viejo dicho Cuando sonríes, el mundo entero sonríe contigo . Es muy probable que los grandes senderos de la vía inferior discurran a través de este tipo de neuronas. Hay muchos sistemas de neuronas espejo y, con el paso del tiempo, probablemente se descubran muchas más. Estas neuronas wifi son el fruto de un descubrimiento accidental. El hallazgo tuvo lugar en 1992, cuando los neurocientíficos que estaban cartografiando el mapa del área sensoriomotora del cerebro de un simio utilizaron electrodos tan minúsculos que podían ser implantados en una sola neurona y vieron las células que se activaban durante un determinado movimiento.6 La investigación demostró que la gran especificidad de las neuronas de esta región, porque algunas de ellas sólo se ponían en funcionamiento cuando el simio cogía algo con sus manos, mientras que otras sólo lo hacían cuando, por el contrario, lo dejaba. Lo realmente asombroso, sin embargo, tuvo lugar la calurosa tarde en que un auxiliar entró en el laboratorio con un helado de cucurucho. Los científicos se sorprendieron al descubrir la activación de una célula cerebral en el mismo instante en que el simio vio que el auxiliar se acercaba el helado a los labios. Entonces fue cuando se dieron cuenta de la activación de un conjunto diferente de neuronas cuando el simio simplemente observaba a otro simio o a uno de los experimentadores haciendo un determinado movimiento. A ese primer hallazgo de las neuronas espejo en el cerebro de los simios le siguió su descubrimiento en el cerebro humano. En un estudio muy interesante en el que un electrodo del tamaño de un láser controlaba la activación de una sola neurona en una persona despierta, se observó la excitación de la neurona tanto cuando la persona anticipaba el dolor de un pinchazo como cuando veía que alguien recibía un pinchazo, por ejemplo. Ésa fue la que bien podríamos calificar como una instantánea neuronal de los rudimentos de la empatía.7 Muchas neuronas espejo se encuentran en el córtex premotor, que gobierna actividades que van desde el lenguaje hasta el movimiento y la simple intención de actuar. De este modo, el hecho de que se hallen junto a las neuronas motoras implica que las regiones cerebrales desencadenantes de un determinado movimiento pueden verse fácilmente movilizadas por la observación de alguien ejecutando ese mismo movimiento.8 El ensayo mental de una determinada acción como imaginarnos pronunciando una conferencia o visualizando los delicados movimientos que intervienen en un swing de golf activan las mismas neuronas de la corteza premotora que se activan cuando efectivamente pronunciamos una conferencia o ejecutamos ese swing. Desde una perspectiva neurológica, simular un acto es lo mismo que realizarlo sólo que, en aquel caso, la ejecución real se halla, por así decirlo, inhibida.9 Las neuronas espejo se activan cuando vemos que alguien, por ejemplo, se rasca la cabeza o se enjuga una lágrima, de modo que parte de la activación neuronal de nuestro cerebro imita la suya. Y esto transmite a nuestras neuronas motoras la información de lo que estamos viendo, permitiéndonos participar en las acciones de otra persona como si fuésemos nosotros quienes realmente las estuviésemos ejecutando. Son muchos los sistemas de neuronas espejo que alberga el cerebro humano. Algunas se ocupan de imitar las acciones de los demás, mientras que otras se encargan de registrar sus intenciones, interpretar sus emociones o comprender las implicaciones sociales de sus acciones.10 Cuando, por ejemplo, voluntarios que están conectados a un RMNf contemplan un vídeo que muestra el semblante ceñudo o risueño de otra persona, las regiones que se activan en su cerebro son las mismas que operan en la persona que experimenta la emoción aunque no, obviamente, de un modo tan intenso.11 El fenómeno del contagio emocional se asienta en estas neuronas espejo, permitiendo que los sentimientos que presenciamos fluyan a través de nosotros y ayudándonos así a entender lo que está sucediendo y a conectar con los demás. Sentimos al otro en el más amplio sentido de la palabra experimentando en nosotros los efectos de sus sentimientos, de sus movimientos, de sus sensaciones y de sus emociones. La habilidad social depende de las neuronas espejo. Por un lado, el hecho de resonar con lo que advertimos que sucede en otra persona nos predispone a dar una respuesta rápida y adaptada. Por otro, las neuronas responden a los más pequeños indicios de la intención de moverse y nos ayudan así a rastrear la motivación que la alienta.12 Y es que el hecho de experimentar las intenciones de los demás y su motivación nos proporciona una información socialmente valiosa para aventurar, como camaleones sociales, lo que puede suceder a continuación. Las neuronas espejo son esenciales para el aprendizaje infantil. Hace ya tiempo que sabemos que el aprendizaje por imitación constituye el principal camino del desarrollo infantil, pero el descubrimiento de las neuronas espejo explica el modo en que los niños pueden aprender a través de la mera observación. De este modo, la observación va grabando en su cerebro un repertorio de emociones y conductas que le permiten conocer el modo en que funciona el mundo. Las neuronas espejo del ser humano son mucho más flexibles y diversas que las de los simios, reflejando así nuestras habilidades sociales más sofisticadas. Al imitar lo que otra persona siente o hace, las neuronas espejo establecen un ámbito de sensibilidad compartida que reproduce en nuestro interior lo que ocurre fuera. Así es como entendemos a los demás convirtiéndonos, al menos parcialmente, en ellos.13 Esta sensación virtual de lo que alguien está experimentando coincide con una noción emergente en el campo de la filosofía de la mente, según la cual, entendemos a los demás traduciendo sus acciones a un lenguaje neuronal que nos predispone a ejecutar sus mismas acciones y, de ese modo, nos permite sentir lo mismo que él está sintiendo.14 Dicho de otras palabras, yo entiendo sus acciones creando de ellas un modelo en mi cerebro. Como dice Giacomo Rizzolatti, el neurocientífico italiano que descubrió las neuronas espejo, estos sistemas «nos permiten entender lo que sucede en la mente de los demás no a través del razonamiento y el pensamiento conceptual, sino de la simulación directa y el sentimiento».15 La activación paralela de dos circuitos neuronales diferentes a través de la vía inferior nos proporciona la sensación inmediata de lo que realmente importa en un determinado momento, lo que genera la sensación de inmediatez intercerebral que la neurociencia ha denominado resonancia empática . Los signos externos de esos vínculos internos han sido minuciosamente descritos por Daniel Stern, psicólogo americano que trabaja en la Universidad de Ginebra y lleva décadas observando sistemáticamente la relación entre madres e hijos. Científico evolutivo de la tradición de Jean Piaget, Stern también se ha dedicado a explorar otro tipo de relaciones adultas como las que tienen lugar entre amantes o entre psicoterapeuta y paciente. Sus investigaciones han llevado a Stern a concluir que nuestro sistema nervioso «está construido para ser registrado por el sistema nervioso de los Guerra de memes Desde la década de los setenta, las canciones rap han glorificado el estilo de vida de las bandas juveniles, las armas, las drogas, la agresividad, la misoginia, los chulos, los buscavidas y el gusto por la ostentación. Pero últimamente las cosas parecen estar cambiando, como también lo hace la vida de algunos de sus músicos. «Parece como si el hip-hop tuviera que ver con fiestas, armas y mujeres reconoce Darryl McDaniels, cantante del conocido grupo de rap Run D.M.C. Pero McDaniels, que prefiere el rock and roll al rap, añade Eso está bien para estar en una disco pero, desde las nueve de la mañana hasta el momento en que me acuesto, esa música no me dice gran cosa».23 Esta queja presagia el advenimiento de una nueva ola rap que abraza una visión más completa, aunque todavía controvertida, de la vida. Como admitió John Stevens, uno de estos raperos reformados al que se conoce como Legend: «Lo cierto es que no me siento a gusto componiendo música que exalta la violencia y cosas por el estilo».24 En lugar de eso, Legend y su reformado colega rap Kanye West han ido derivando hacia una actitud que combina la autocrítica con la ironía social, una sensibilidad más acusada que refleja su experiencia vital y ha discurrido por caminos muy ajenos a los que siguieron la mayoría de las estrellas de rap del pasado. Stevens es graduado por la University of Pennsylvania y Kanye es el hijo de una profesora de universidad. Como dice Kanye: «Mi madre es profesora y yo también soy una especie de maestro». La letra del rap, como cualquier poema, ensayo o novela, puede entenderse como un sistema de transmisión de memes , es decir, de ideas que se transmiten de una mente a otra como lo hacen las emociones. No olvidemos que la noción de un meme se vio modelada por la de gen, una entidad que también se reproduce transmitiéndose de una persona a otra. Memes especialmente poderosos como los de democracia o higiene personal nos llevan a actuar de un determinado modo, porque son ideas que tienen un impacto muy poderoso.25 Y, cuando unos memes se oponen a otros, nos hallamos en presencia de una batalla de ideas. El poder de los memes parece deberse a su relación con la vía inferior, a través de su asociación con las emociones intensas. Tengamos en cuenta que, para nosotros, una idea es importante en la medida en que nos moviliza y eso es precisamente lo que hacen las emociones. Los ritmos oscilantes de la vía inferior intensifican el impacto provocado por la letra de las canciones rap (o de cualquier otra canción) y le proporcionan una fuerza muy superior a la que provocaría su mera lectura. Quizás, en este sentido, los memes sean algún día entendidos como neuronas espejo en acción. Sus guiones inconscientes determinan gran parte de lo que hacemos, especialmente cuando funcionamos en la modalidad automática . Pero cuanto mayor es su poder sutil para movilizarnos a actuar, más elusivos resultan. Veamos ahora el extraordinario poder que tienen los memes para dirigir lo que hacemos en las relaciones interpersonales.26 En un determinado experimento, un grupo de voluntarios escuchó una lista de palabras que contenían referencias indirectas a la mala educación, como grosero y asqueroso , mientras que otro grupo oyó palabras como considerado y educado , después de lo cual se les invitó a transmitir un mensaje a alguien que estaba hablando con una tercera persona. Los resultados pusieron de relieve que dos de cada tres de los que habían atravesado el primer proceso no tuvieron problema alguno en interrumpir la conversación, mientras que ocho de cada diez de los que habían atravesado por el segundo aguardaron hasta diez minutos antes de atreverse a interrumpirla.27 También hay otra forma en la que acontecimientos inadvertidos pueden conducir a sorprendentes sincronicidades. De qué otro modo podríamos explicar lo que, en cierta ocasión, nos sucedió a mi esposa y a mí mientras estábamos de vacaciones en una isla tropical. Una mañana vimos un precioso velero de cuatro palos navegando en la distancia que mi esposa me propuso fotografiar, de modo que así lo hice, la primera foto que tomábamos en los diez días que llevábamos allí. Pocas horas después, decidí meter la cámara en la mochila y llevarla al restaurante en el que íbamos a comer. Mientras caminábamos en dirección al chiringuito, ubicado en una playa cercana, se me ocurrió comentarle que había cogido la cámara pero, antes de pronunciar una sola palabra, me preguntó: ¿Has traído la cámara? . Fue como si me hubiera leído la mente. Este tipo de sincronicidades parecen ser el correlato verbal del contagio emocional. Nuestros trenes asociativos discurren a través de cauces, circuitos de aprendizaje y recuerdos concretos y, cuando uno de ellos se ha visto estimulado, aun por la mera mención, sigue activo en el inconsciente, más allá del alcance de nuestra atención activa.28 Como dijo el famoso dramaturgo ruso Anton Chejov, jamás pongas nunca un arma en el decorado de la pared del segundo acto que no pienses usar al finalizar el tercer acto, porque los espectadores ya estarán aguardando escuchar los primeros disparos. El simple hecho de pensar en una determinada acción predispone a nuestra mente a realizarla, proporcionándonos así una especie de guía para acometer nuestras rutinas cotidianas sin necesidad de realizar el esfuerzo consciente de pensar en todo lo que debemos hacer a continuación, una especie de agenda mental de las cosas que tenemos que hacer. Así, por ejemplo, el hecho de ver el cepillo de dientes en el lavabo nos invita a cogerlo y a lavarnos automáticamente los dientes. Este impulso a la acción guía todo tipo de actividades. Es por ello que, cuando alguien nos habla en voz baja, nosotros le respondemos del mismo modo y que, cuando hacemos un comentario sobre la última carrera de Fórmula Uno que hemos visto a alguien que está conduciendo por una autopista, lo más probable es que pise el acelerador sin darse cuenta siquiera de ello. Parece como si el cerebro sembrase sentimientos, pensamientos e impulsos similares en el cerebro de los demás. Los trenes asociativos que discurren por vías paralelas pueden llevar a dos personas a pensar, hacer o decir casi lo mismo en el mismo momento. Lo más probable es que, cuando mi esposa y yo tuvimos el mismo pensamiento, alguna percepción momentánea desencadenara en nosotros una cadena asociativa que nos llevó a ambos a pensar en la cámara. Esa intimidad mental refleja también una proximidad emocional. Es por ello que, cuanto más cercana y comunicativa sea una determinada pareja, más exacta será también su comunicación intuitiva.29 Cuanto más conocemos a alguien y mayor es nuestro rapport, más probable es también que confluyan nuestros pensamientos, sentimientos, percepciones y recuerdos,30 en una especie de fusión mental en la que podemos llegar a percibir, pensar y sentir lo mismo que la otra persona. Ese tipo de convergencia se da aun entre desconocidos que se convierten en amigos. Consideremos ahora el siguiente estudio realizado en Berkeley sobre estudiantes universitarios a los que se les había asignado la misma habitación de una residencia. Los investigadores seleccionaron a varias parejas de recién ingresados y rastrearon sus respuestas emocionales mientras visionaban varias secuencias cinematográficas, una de ellas una divertida comedia protagonizada por Robin Williams y la otra un dramón que mostraba el duelo de un niño por la muerte de su padre. En el primer visionado, las reacciones de las personas que acababan de conocerse eran tan diferentes como las de cualquier otro par de desconocidos tomados al azar. Siete meses más tarde, sin embargo, resultaron sorprendentemente similares.31 La locura de las masas Los hooligans son las bandas de fanáticos del fútbol responsables de las batallas campales que de vez en cuando sacuden los estadios europeos. Pero, independientemente del país en el que ocurran, la fórmula que genera este tipo de episodios es siempre la misma. La cosa comienza cuando una pequeña panda de forofos llega al lugar del encuentro con varias horas de antelación y empieza a beber hasta emborracharse, alborotando y cantando las canciones de su club. En la medida en que la multitud va congregándose, el grupo se sume en ella ondeando la bandera de su equipo, con cánticos y gritos en contra del equipo rival que acaban propagándose a toda la masa. Algunos de los forofos se entremezclan entonces con los seguidores del otro equipo y la agresividad va en aumento, CAPÍTULO 4 EL INSTINTO DEL ALTRUISMO Una tarde en el Princeton Theological Seminary, cuarenta estudiantes en prácticas aguardaban para pronunciar un breve sermón del que posteriormente serían evaluados. A la mitad de ellos se les había asignado temas de la Biblia entresacados al azar, mientras que la otra mitad debía hablar de la parábola del buen samaritano, que se detuvo a socorrer a un menesteroso con el que tropezó en su camino y al que ignoraban personas supuestamente más piadosas . Cada quince minutos, uno de los seminaristas debía dirigirse al edificio en el que tenía que pronunciar su sermón, sin saber que estaba participando involuntariamente en un experimento sobre el altruismo. Su camino pasaba necesariamente por una puerta en la que un pordiosero pedía limosna. Veinticuatro de los cuarenta estudiantes pasaron junto a él ignorándole sin que, en ello, tuviera la menor incidencia el hecho de estar pensando en la parábola del buen samaritano.1 La investigación demostró la importancia que posee la variable tiempo, porque sólo uno de cada diez de quienes creían llegar tarde se detuvo, una proporción que fue seis veces superior entre quienes creían disponer de suficiente tiempo. De las muchas variables que intervienen en el altruismo, el hecho de tener tiempo suficiente para prestar atención ha demostrado ser especialmente crítica porque, en tal caso, nuestra empatía aumenta y, con ella, también lo hace la probabilidad de establecer un vínculo emocional. Obviamente, las personas difieren en su capacidad, disposición e interés en prestar atención. No debe extrañarnos, por tanto, que el adolescente malhumorado desconecte de su madre regañona, esté charlando amable y atentamente por teléfono, al instante siguiente, con su novia. Es precisamente por ello que los seminaristas que menos tiempo tenían fueron los más incapaces y menos dispuestos a prestar atención al mendigo porque, al hallarse sumidos en sus propios pensamientos, no sintonizaron con él y, en consecuencia, tampoco le brindaron su apoyo.2 Es poco probable que, quienes viven en ciudades muy ajetreadas, adviertan, saluden y ayuden a las personas con las que se cruzan a causa de lo que se ha denominado el trance urbano , un estado de ensimismamiento en el que, según los sociólogos, tendemos a sumirnos para sustraernos del incesante bombardeo de los estímulos que nos rodean. Pero esa estrategia, obviamente, no sólo nos desconecta de las distracciones, sino también de las apremiantes necesidades de quienes nos rodean con lo que, como dijo cierto poeta, acabamos enfrentándonos «al bullicio urbano aturdidos y ensordecidos». Tampoco debemos olvidar los muchos modos en que la sociedad cierra nuestras ventanas sensoriales. Es precisamente por ello que el mendigo que pide limosna en la calle de una ciudad no merece siquiera la atención de los peatones que, pocos metros más adelante, se detienen a escuchar y responder solícitamente a la mujer bien arreglada que pide firmas para una determinada causa política (aunque obviamente las cosas pueden discurrir, dependiendo de nuestras simpatías, exactamente al revés). Resumiendo, pues, nuestras prioridades, nuestra socialización y numerosos factores psicológicos y sociales pueden llevarnos a prestar o no atención y determinar así, en consecuencia, nuestra empatía y las emociones que experimentamos. El simple hecho de prestar atención establece una conexión emocional en cuya ausencia la empatía es imposible. Cuando hay que prestar atención Comparen ahora los acontecimientos que tuvieron lugar en el seminario de Princeton con lo que me ocurrió a mí un buen día en el que, después de la jornada laboral, me metí en una boca de metro de Times Square de la ciudad de Nueva York sumido en un torrente de seres humanos que, como siempre a esas horas, bajaban apresuradamente las escaleras de cemento dispuestos a coger el próximo tren. Entonces vi una imagen inquietante ya que, en mitad de la escalera, yacía, inmóvil y con los ojos cerrados, un hombre desaliñado y sin camisa. Nadie parecía advertir su presencia y todo el mundo, ansioso por regresar a casa, le sorteaba saltando literalmente por encima de su cuerpo. Horrorizado, me detuve para ver lo que ocurría y, en ese mismo instante, sucedió algo muy curioso ya que, de manera casi instantánea, un pequeño círculo de interesados se congregó a su alrededor. Entonces se desplegaron espontáneamente los emisarios de la misericordia, uno en dirección a un quiosco de perritos calientes para conseguir un poco de comida, otro en busca de una botella de agua y un tercero para llamar a un policía que, a su vez, solicitó por radio asistencia sanitaria. A los pocos minutos el hombre se había reanimado y aguardaba la llegada de una ambulancia comiendo felizmente. Entonces nos enteramos de que sólo hablaba español, no tenía dinero y había estado deambulando hambriento por las calles de Manhattan hasta acabar desmayándose en las escaleras del metro. ¿Qué fue lo que marcó la diferencia? Obviamente, el simple hecho de detenerme y prestar atención, lo que pareció despertar a los transeúntes de su trance, captar su atención y movilizarlos a la acción. Qué duda cabe de que, en nuestro camino de regreso a casa, todos nos hallábamos, de un modo u otro, sometidos a los estereotipos silenciosos derivados de los centenares de vagabundos que, lamentablemente, viven en las calles de Nueva York y de tantos otros centros urbanos modernos. Y es que los urbanitas nos enfrentamos a la ansiedad que genera ver a alguien en una situación tan terrible desarrollando el reflejo de desviar nuestra atención hacia otra parte. Creo que, en este sentido, mi propio reflejo se había visto afectado por un artículo que acababa de escribir para el New York Times sobre el efecto que el cierre de los hospitales psiquiátricos había provocado convirtiendo a las calles de la ciudad en una extensión del pabellón psiquiátrico. Para informarme sobre el tema había pasado varios días en una furgoneta con trabajadores sociales que se ocupaban de los vagabundos, llevándoles comida, ofreciéndoles refugio y persuadiendo a los muchos enfermos mentales que hay entre ellos una proporción sorprendentemente elevada de la necesidad de acudir a la clínica en busca de medicación. Ésa fue una experiencia que me permitió, durante unos días, contemplar a los vagabundos con ojos nuevos. Otros estudios que han empleado la situación del buen samaritano han puesto de relieve que las personas que se detienen a ayudar suelen hacerlo motivados por el malestar que esa situación les provoca y por una sensación empática de ternura.3 Y es que parece que la probabilidad de prestar ayuda aumenta cuando prestamos la atención suficiente como para sentir empatía. El simple hecho de ver a alguien echando una mano suele tener un efecto edificante , término con el que los psicólogos se refieren al efecto que provoca en nosotros la observación de un acto bondadoso. Esa inspiración es, de hecho, el estado que dicen experimentar emocionados y aun conmocionados quienes presencian una acción amable, tolerante y compasiva. Los actos habitualmente calificados como más edificantes consisten en ayudar a los pobres, a los enfermos y a quienes están atravesando una situación difícil. Pero no es necesario que esas acciones sean tan exigentes como hacernos cargo de toda una familia ni tan desinteresadas como la Madre Teresa, que se ocupó de los desheredados de Calcuta, porque la simple consideración puede resultar edificante. En un determinado estudio realizado en Japón, por ejemplo, las personas calificaron como kandou (es decir, situaciones que conmovieron su corazón), el simple hecho de ver a un miembro de una pandilla juvenil ceder a un anciano su asiento del metro.4 La investigación realizada al respecto sugiere que este tipo de situaciones pueden ser contagiosas. En este sentido, el simple hecho de presenciar un acto bondadoso moviliza el impulso de realizar otro. Tal vez ésa sea una de las razones por las que los cuentos míticos de todo el mundo abundan en personajes proporciona menos comida, no provoca ninguna sacudida. De los dos restantes, uno deja de tirar cualquier cadena durante cinco días, mientras que el otro se abstiene durante doce días, sin que parezca preocuparle pasar hambre si, con ello, impide que su congénere reciba una descarga. Casi desde el mismo momento del nacimiento, los bebés que ven u oyen el llanto de otro bebé, empiezan a llorar, como si ellos estuvieran también angustiados, cosa que rara vez sucede cuando escuchan una grabación de su propio llanto. A partir de los catorce meses, sin embargo, los bebés no se contentan con llorar cuando escuchan el llanto de otro bebé, sino que también tratan de aliviar, de algún modo, su sufrimiento, una respuesta que parece fortalecerse en la medida en que crece. Pareciera, pues, como si los conejillos de indias, los macacos y los bebés compartiesen el mismo impulso automático que dirige su atención hacia el sufrimiento de sus semejantes, desencadenando en ellos idénticos sentimientos y llevándoles a tratar de ayudarles. ¿A qué podemos atribuir la presencia del mismo tipo de respuesta en especies tan diferentes? Simplemente, al hecho de que la naturaleza parece conservar las soluciones que funcionan y emplearlas una y otra vez. Son muchas las especies que comparten los rasgos más avanzados del cerebro. Es evidente y está claramente demostrado que la arquitectura neuronal de los seres humanos se asemeja mucho a la de otros mamíferos, especialmente los primates. La similitud existente entre distintas especies y el mismo impulso a ayudar sugieren la existencia de circuitos cerebrales subyacentes similares. A diferencia de lo que ocurre en el caso de los mamíferos, los reptiles no muestran el menor rasgo de empatía, llegándose incluso a comer sus propias crías. Es cierto que el ser humano puede llegar a ignorar a alguien que se encuentra en apuros, pero esa insensibilidad parece reprimir un impulso más primitivo y automático que lleva a ayudar a quienes se encuentran en peligro. Las observaciones científicas realizadas en este sentido parecen indicar la existencia de un sistema de respuesta integrado en el cerebro humano del que sin duda forman parte las neuronas espejo que se pone en marcha cada vez que advertimos el sufrimiento de alguien y de inmediato sentimos lo mismo que él, una sensación cuya intensidad determina poderosamente nuestra tendencia a ayudar. Este instinto compasivo proporciona una clara ventaja en el nivel de adaptabilidad evolutiva, adecuadamente definida como éxito reproductivo y que se refiere al número de hijos que sobreviven para tener su propia descendencia. Hace ya casi un siglo, Charles Darwin señaló que la empatía, preludio de la acción compasiva, ha sido una herramienta de supervivencia muy eficaz.8 No olvidemos que la empatía lubrica la sociabilidad y que el ser humano es el animal social por excelencia. En este sentido, hay indicios de que la sociabilidad ha sido la estrategia fundamental de supervivencia de nuestra especie y que sus rudimentos se remontan a los primates. La importancia de la amabilidad resulta evidente también en los primates que viven hoy en día en estado salvaje en un mundo no muy distinto al de colmillos y garras de la prehistoria humana, cuando sólo unos pocos de ellos sobrevivían y tenían descendencia. Consideremos la colonia de cerca de mil macacos que vive en la remota isla caribeña de Cayo Santiago y que desciende de la misma camada que, en los años cincuenta, se vio trasplantada desde su India nativa. Estos macacos viven en pequeños grupos y, al llegar a la adolescencia, las hembras se quedan mientras los machos abandonan el grupo de origen para encontrar su lugar en otro grupo. Esta transición no está exenta de problemas porque, cuando un joven macho trata de hacerse un hueco en un grupo no familiar, mueren hasta el 20 por ciento de ellos. Las investigaciones científicas que han extraído muestras del líquido cefalorraquídeo espinal de cien macacos adolescentes han puesto de relieve que los más sociables presentan los niveles más bajos de hormonas del estrés, una función inmunitaria más fuerte y, lo que es más importante, se hallan mejor preparados para aproximarse, hacerse amigos o enfrentarse a los machos del nuevo grupo. Parece pues que los más sociables son los que más probabilidades tienen de sobrevivir.9 Veamos ahora otro dato procedente también del mundo de los primates, esta vez de los mandriles que viven en Kenya cerca del Kilimanjaro, para los cuales la infancia resulta muy peligrosa porque, en los buenos años, muere cerca del 10 por ciento de los niños, un porcentaje que aumenta, en los malos, hasta el 35 por ciento. Pero cuando los biólogos observaron a las madres de esos mandriles, descubrieron que las más sociables es decir, las que más tiempo invertían en el acicalamiento o socializando de algún otro modo tenían hijos con mayores probabilidades de sobrevivir. Son dos las razones señaladas por los biólogos para explicar el modo en que la amabilidad de la madre contribuye a la supervivencia de su prole. Por un lado, la pertenencia a un grupo gregario que puede defender a sus bebés del hostigamiento y encontrar mejor comida y cobijo. Por el otro, cuanto más acicalamiento dan y obtienen las madres, más relajados y sanos tienden a ser sus hijos, ya que los mandriles sociables también acaban generando mejores madres.10 El impulso natural que nos lleva a ayudar a los demás puede rastrearse hasta las situaciones de escasez en las que se forjó el cerebro humano. No parece difícil conjeturar el modo en que la pertenencia a un grupo favorecía la supervivencia en las peores condiciones y viceversa, el modo en que el individuo aislado compitiendo con un grupo en un entorno de escasos recursos podía suponer una desventaja realmente letal. Es muy probable que un rasgo tan valioso en la lucha por la existencia haya acabado integrándose en la estructura misma de nuestros circuitos cerebrales, porque lo que demuestra ser más eficaz para transmitir los genes a las futuras generaciones más importancia adquiere en nuestro legado genético. Si la sociabilidad brindó al ser humano una estrategia ganadora durante la prehistoria, lo mismo sucede con los sistemas cerebrales a través de los que opera la vida social.11 Poco debería por tanto sorprendernos la importancia que tiene nuestra tendencia a la empatía, el conector esencial. Un ángel en la tierra Una colisión frontal había convertido su coche en un verdadero acordeón. Con dos huesos de la pierna derecha rotos, se hallaba atrapada entre los restos del automóvil siniestrado, dolorida, indefensa y confundida. Un transeúnte jamás averiguó su nombre se arrodilló entonces junto a ella, tomó su mano y la consoló mientras los bomberos trataban de liberarla, lo que la mantuvo tranquila, a pesar del dolor y la ansiedad. Fue como le llamó más tarde mi ángel en la tierra.12 Jamás sabremos exactamente qué sentimientos llevaron a ese ángel a arrodillarse junto a esa mujer y consolarla pero, en cualquiera de los casos, la compasión se asienta necesariamente sobre la empatía. La empatía requiere de algún tipo de compromiso emocional, un requisito esencial para comprender cabalmente el mundo interno de otra persona.13 No cabe la menor duda de que, en este caso, se hallan también en juego las neuronas espejo. Como dijo cierto neurocientífico: «Ella son las que nos proporcionen la riqueza de la empatía, el mecanismo fundamental que nos lleva experimentar personalmente el dolor que vemos que está sintiendo otra persona».14 Constantin Stanislavski, el creador ruso del conocido método de formación de actores que lleva su nombre, se dio cuenta de que el actor que vive un determinado papel puede apelar a sus recuerdos emocionales pasados para evocar un sentimiento poderoso en el presente. Pero esos recuerdos, según Stanislavski, no se hallan limitados a nuestras experiencias, porque gracias a la empatía podemos apelar perfectamente a las emociones de los demás. Como aconseja el legendario maestro de actores «debemos estudiar a los demás y acercarnos emocionalmente a ellos tanto como podamos, hasta que la simpatía acabe convirtiéndose en un sentimiento».15 El consejo de Stanislavski parece profético porque los estudios realizados sobre imagen cerebral han puesto de relieve que, cuando preguntamos ¿cómo se siente? , se activan los mismos circuitos neuronales que se ponen en marcha cuando preguntamos ¿cómo se siente ella? . Y es que el cerebro actúa de Desde esta perspectiva, es como si, cuando pretendemos aliviar el sufrimiento de los demás, lo hiciéramos motivados por nuestro propio interés. De hecho, hay una escuela moderna de teoría económica que, siguiendo a Hobbes, sostiene la opinión de que la caridad se debe parcialmente al placer derivado de imaginar el consuelo de la persona beneficiada y del alivio que conlleva aliviar nuestra propia ansiedad. Las versiones más actuales de esta teoría han tratado de reducir los actos altruistas a formas disfrazadas de interés por uno mismo.25 Hasta hay una versión, según la cual la compasión es el efecto de un gen egoísta que trata de maximizar su probabilidad de transmitirse a la siguiente generación favoreciendo a los parientes cercanos que lo lleven.26 Pero, por más ciertas que sean estas explicaciones, sólo resultan aplicables a casos muy especiales porque, como bien dijo el sabio chino Mencio (o Mengzi) en el siglo III aC, siglos antes de Hobbes, hay otro punto de vista que brinda una explicación más inmediata y universal: «La mente del ser humano no puede soportar el sufrimiento de sus semejantes».27 La neurociencia actual corrobora la visión de Mencio, añadiendo algunos datos a este debate multisecular. Cuando vemos a alguien en apuros, en nuestro cerebro reverberan circuitos similares, en una especie de resonancia empática neuronal que constituye el preludio mismo de la compasión. De este modo, el llanto de un niño reverbera en el cerebro de sus padres, provocando en ellos la misma sensación que, a su vez, les moviliza automáticamente a hacer algo que le tranquilice. Esto significa que, de un modo u otro, nuestro cerebro está predispuesto hacia la bondad. Automáticamente acudimos en ayuda del niño que grita despavorido o abrazamos a un bebé sonriente. Esos impulsos emocionales son predominantes y elicitan reacciones instantáneas y no premeditadas. Que ese flujo de empatía que nos lleva a actuar discurra de un modo tan automático sugiere la existencia de circuitos cerebrales que se ocupan de ello. El desasosiego, pues, estimula el impulso a ayudar. Cuando escuchamos un grito de desesperación, se movilizan en nuestro cerebro las mismas regiones que experimentan la angustia, así como también la corteza cerebral premotora, un signo de que estamos preparándonos para la acción. De manera semejante, al escuchar una historia triste en un tono pesaroso se activa en el oyente la corteza motora que guía los movimientos , así como también la amígdala y los circuitos relacionados con la tristeza.28 Asimismo, este estado compartido estimula el área motora del cerebro y nos prepara para ejecutar la acción pertinente. Nuestra percepción inicial nos predispone a la acción, puesto que ver es prepararnos para hacer.29 Los circuitos neuronales de la percepción y de la acción comparten, en el lenguaje cerebral, un código común que permite que lo que percibimos nos conduzca casi de inmediato a la acción apropiada. Ver o escuchar una determinada expresión emocionada o tener nuestra atención orientada hacia un determinado tema estimula de inmediato las neuronas a las que afecta ese mensaje. Todo esto fue anticipado ya por Charles Darwin que, en 1872, escribió un erudito tratado sobre las emociones que los científicos siguen considerando muy interesante.30 Aunque Darwin consideró a la empatía como un factor de supervivencia, la interpretación errónea popular de su teoría evolucionista enfatiza, como dijo Tennyson, «la naturaleza roja de dientes y garras», una visión despiadada sostenida por los darvinistas sociales , según la cual, la naturaleza sacrifica a los débiles, distorsionando así la evolución como una forma de racionalización de la codicia. Darwin consideraba que cada una de las emociones nos predispone a actuar de un determinado modo. Así, por ejemplo, el miedo nos paraliza y nos conduce hacia la huida; la ira nos moviliza hacia la lucha; la alegría nos prepara para el abrazo, etcétera, etcétera, etcétera, algo que se ha visto corroborado neuronalmente por los recientes estudios de imagen cerebral. En este sentido, la activación provocada por una determinada emoción estimula el correspondiente impulso a actuar. La vía inferior permite que el sentimiento-acción nos lleve a establecer vínculos interpersonales. Cuando, por ejemplo, vemos que alguien está asustado aunque sólo sea en su postura corporal o en el modo en que se mueve se activan de inmediato en nuestro cerebro los circuitos relacionados con el miedo y, junto a este contagio, se activan también las regiones cerebrales que nos predisponen a realizar la correspondiente acción. Y lo mismo podríamos decir con respecto a otras emociones, como la ira, la alegría, la tristeza, etcétera. De este modo, el contagio emocional no se limita a transmitir sentimientos, sino que también prepara automáticamente al cerebro para ejecutar la acción correspondiente.31 Según una regla general de la naturaleza, los sistemas biológicos emplean la mínima cantidad de energía, algo que el cerebro realiza estimulando las mismas neuronas cuando percibe una acción que cuando la ejecuta, una economía que se repite en todos los niveles del cerebro. En el caso especial de que alguien se encuentre en peligro, el vínculo percepción-acción hace que tratar de ayudar sea una tendencia natural del cerebro. De este modo, sentir con nos predispone a actuar por. Hay datos que sugieren que, en la mayoría de las situaciones, el ser humano tiende a ayudar antes a sus seres queridos que a un extraño. A pesar de ello, sin embargo, la sintonía emocional con un desconocido que se halla en apuros nos conduce a ayudarle del mismo modo que lo haríamos con nuestros seres más queridos. Así, por ejemplo, es más probable que las personas más entristecidas por el llanto de un niño de un orfanato, entreguen dinero o incluso ofrezcan al niño un hogar provisional, sin importar la distancia social que los separe. La predisposición que nos lleva a ayudar a los similares desaparece en el mismo instante en que nos hallamos ante alguien desesperado o en una situación muy difícil. En un encuentro directo con tal persona, el vínculo intercerebral primordial nos lleva a experimentar su sufrimiento como si fuera el nuestro y estimula, en consecuencia, nuestra acción.32 Y no olvidemos que ese enfrentamiento directo con el sufrimiento fue, en el inmenso período de tiempo en que la distancia interpersonal se medía en centímetros o en palmos, la regla. Pero por qué, si el cerebro humano dispone de un sistema destinado a sintonizar con los problemas que experimenta otra persona y nos predispone a ayudarle, no siempre lo hacemos así. Son muchas las posibles respuestas que han puesto de relieve los numerosos experimentos realizados al respecto en el campo de la psicología social. Pero la más sencilla de todas tal vez sea que la vida moderna va en contra de eso y nos relacionamos a distancia con los necesitados, lo que implica que no experimentamos la inmediatez del contagio emocional directo, sino tan sólo la empatía cognitiva o, peor todavía, que nos quedamos en la mera simpatía y, si bien sentimos lástima por la persona, no experimentamos su desasosiego y nos mantenemos a distancia, lo que debilita así el impulso innato a ayudar.33 Como señalan Preston y De Waal: «En la era del correo electrónico, los ordenadores, las frecuentes mudanzas y las ciudades dormitorio, la balanza se aleja cada vez más de la percepción automática y exacta del estado emocional de los demás en cuya ausencia es imposible la empatía». Las distancias sociales y virtuales que caracterizan a la vida han generado una anomalía que hoy en día consideramos normal. Y esa distancia impide el desarrollo de la empatía, sin la cual es imposible el altruismo. En muchas ocasiones se ha dicho que el ser humano es naturalmente bondadoso y compasivo con algún que otro ribete esporádico de maldad, pero esa afirmación no se ha visto, hasta el momento, respaldada por la ciencia y la historia parece, muchas veces, empeñarse en contradecirla. Pero ahora invito al lector a hacer el siguiente experimento: imagine el número de personas que, en todo el mundo, podrían haber cometido hoy en día un acto antisocial, desde la simple descortesía y el engaño hasta la violación y el homicidio y convierta a ese número en el sustraendo de una fracción en cuyo minuendo coloca el número de actos antisociales que realmente ocurren a diario y que nos proporciona una tasa de maldad potencial que tiende a cero cualquier día del año. Si, por el contrario, coloca en el minuendo el número de actos bondadosos realizados un determinado día, la ratio bondad/maldad será siempre positiva (un dato que habitualmente se nos presenta como si lo cierto fuera lo contrario). El investigador de Harvard Jerome Kagan propone el siguiente ejercicio mental para subrayar un aspecto muy concreto de la naturaleza humana, es decir, que la suma total de la bondad es muy superior a la de la maldad: «Aunque los seres humanos hayan heredado un sesgo biológico que les permite desencadenante de muchas reacciones emocionales) y el tronco cerebral (es decir, la región reptiliana , que controla nuestras respuestas automáticas). Esta estrecha conexión sugiere la existencia de un vínculo rápido y poderoso que facilita la coordinación instantánea entre el pensamiento, el sentimiento y la acción. Esta autopista neuronal coordina los inputs procedentes de la vía inferior (originados en los centros emocionales, el cuerpo y los sentidos) con los que vienen de la vía superior (que dan sentido a los datos y determinan las intenciones y planes que guían nuestras acciones).1 Esta conexión entre la parte superior de la corteza cerebral y las regiones subcorticales inferiores convierte a la corteza orbitofrontal en una auténtica encrucijada entre la vía superior y la vía inferior, un epicentro que se ocupa de dar sentido al mundo social que nos rodea. Para integrar la experiencia externa y la experiencia interna, la corteza orbitofrontal debe llevar a cabo un proceso de cálculo social instantáneo que nos indica cómo nos sentimos con una determinada persona, cómo se siente ella con nosotros y cuál debe ser, en función de todo ello, nuestra respuesta. De estos circuitos neuronales dependen la delicadeza, el rapport y las relaciones sociales amables,2 porque la corteza orbitofrontal contiene neuronas esenciales para detectar las emociones en las expresiones del rostro de los demás y en los matices de su tono de voz y, al conectar esos mensajes sociales con nuestra experiencia visceral, sentir el modo en que se sienten.3 Son precisamente estos circuitos los que nos permiten determinar el significado afectivo que algo o alguien tiene para nosotros. No es de extrañar que, en este sentido, el RMNf haya puesto de relieve una activación de la corteza orbitofrontal cuando una madre ve una imagen de su propio hijo, cosa que no sucede cuando contempla imágenes de otros bebés y que esa activación determine la intensidad de sus sentimientos de amor y cordialidad.4 Hablando en términos técnicos, los circuitos ligados a la corteza orbitofrontal asignan un valor hedónico a nuestro mundo social y nos permiten cobrar conciencia de lo que nos gusta, de lo que nos desagrada y de lo que adoramos. Y ello también explica, en consecuencia, algunos de los aspectos que configuran el entramado neuronal de un beso. La corteza orbitofrontal también valora algunas cuestiones estético- sociales, como nuestra reacción al olor de una persona, una señal primordial que suele evocar sensaciones muy intensas de gusto o disgusto (de las que depende, por cierto, el éxito de la perfumería). Recuerdo que, en cierta ocasión, un amigo me dijo que únicamente podía amar a una mujer cuyo olor al besarla le gustase. El beso posee una cualidad motora que se pone en funcionamiento antes incluso de que las percepciones alcancen la conciencia y cobremos conciencia de los sentimientos subterráneos que se han activado en nosotros. Pero no son esos, obviamente, los únicos circuitos neuronales implicados porque, aun en el primer beso, los osciladores adaptan y coordinan la tasa de estimulación neuronal y de activación motora encargados de la delicada tarea de guiar a las dos bocas a la velocidad y trayectoria adecuada para que los labios se encuentren suavemente sin que los dientes entrechoquen. La velocidad de la vía inferior Escuchemos el modo en que un profesor que conozco eligió a su secretaria, la persona con la que debía pasar la mayor parte de la jornada laboral: «Apenas entré en la sala de espera en que estaba sentada me di inmediatamente cuenta de que su sola presencia me sosegaba. Entonces supe que se trataba de una persona con la que resultaría muy fácil estar. No por ello, obviamente, dejé de echar un vistazo a su currículum pero, desde el mismo comienzo, supe que acabaría contratándola y, desde entonces, no lo he lamentado un solo instante.» Intuir si una persona nos gusta o no significa conjeturar si estableceremos con ella un buen rapport o, al menos, si nos llevaremos bien con ella. ¿Pero cómo seleccionamos, de entre toda la gente que nos rodea, a nuestros amigos, a nuestros socios o a nuestra pareja? ¿Cómo detectamos, en suma, a las personas que nos atraen y las diferenciamos de aquellas otras que nos resultan indiferentes? Gran parte de este proceso de toma de decisiones parece depender de la primera impresión. En un estudio muy revelador, un grupo de universitarios pasaron, el primer día de clase, entre tres y diez minutos relacionándose con un extraño e, inmediatamente después, estimaron la probabilidad de que acabasen convirtiéndose en buenos amigos o en meros conocidos. La investigación puso de relieve que, nueve semanas más tarde, esa estimación predijo con considerable exactitud el curso real de la relación.5 Lo que hacemos durante esos juicios tan precisos depende básicamente, según los neurocientíficos, de un conjunto inusual de neuronas, las neuronas fusiformes. Como su nombre indica, esas neuronas tienen forma de huso, con un cuerpo cuatro veces más grande que el de cualquier otra neurona del que emergen las dendritas y un axón largo y grueso que establece las conexiones interneuronales. Si tenemos en cuenta que la velocidad de transmisión del impulso nervioso depende del tamaño de los brazos que conectan a las neuronas implicadas, no es de extrañar la extraordinaria velocidad de las células fusiformes. Existe una densa red de células fusiformes que conectan la corteza orbitofrontal con la parte superior del sistema límbico, la llamada corteza cingulada anterior (CCA), que orienta nuestra atención y coordina nuestros pensamientos, emociones y respuestas corporales con nuestros sentimientos, estableciendo así una suerte de centro de control neuronal.6 Desde esta unión crítica, las células fusiformes se extienden a muchas otras regiones cerebrales diferentes.7 El tipo de substancias a que responden los axones pone de manifiesto la función que desempeñan en las relaciones sociales. En este sentido, las células fusiformes son ricas en receptores de serotonina, dopamina y vasopresina, cuyo papel resulta esencial en las relaciones interpersonales, en el amor, en nuestros estados de ánimo positivos y negativos y en el placer. Algunos neuroanatomistas afirman que las células fusiformes constituyen un rasgo distintivo del ser humano, porque nosotros poseemos una cantidad de células fusiformes mil veces superior a la de los simios, nuestros parientes más cercanos, que sólo poseen varios centenares y no parecen hallarse presentes en el cerebro de ningún otro mamífero.8 También hay quienes sostienen que las células fusiformes explican por qué algunas personas (o especies de primates) son socialmente más conscientes o sensibles que otras,9 algo que coincide con los resultados de ciertas investigaciones de imagen cerebral que han puesto de relieve una mayor activación de la corteza cingulada anterior en las personas interpersonalmente más conscientes, es decir, en las personas que no sólo saben valorar adecuadamente una determinada situación social, sino que también son capaces de sentir el modo en que otros pueden llegar a percibirla.10 Una de las regiones de mayor concentración de células fusiformes de la corteza orbitofrontal se denomina F1 y se activa durante nuestras reacciones emocionales a los demás, especialmente durante la llamada empatía instantánea.11 Cuando una madre, por ejemplo, escucha el llanto de su hijo o cuando experimentamos el sufrimiento de un ser querido, el escáner cerebral muestra una especial activación en esa zona, que también tiene lugar en momentos emocionalmente cargados, como cuando contemplamos la imagen de una persona amada, cuando alguien nos parece atractivo o cuando juzgamos si están tratándonos bien o están engañándonos. Otra región en la que también abundan las células fusiformes es la llamada área 24 de la corteza cingulada anterior, que se pone en marcha cuando experimentamos una emoción intensa y desempeña un papel esencial en nuestra vida social, orientando el despliegue y el reconocimiento de la expresión facial de las emociones. Esta región, a su vez, se halla fuertemente conectada con la amígdala, asiento de nuestras primeras impresiones y detonante también de muchos de esos sentimientos. La rapidez que caracteriza a este tipo de neuronas parece explicar la extraordinaria velocidad con que opera la vía inferior. Cuando conocemos a alguien, por ejemplo, nuestra sensación de gusto o disgusto puede presentarse antes incluso de nombrar lo que estamos percibiendo.12 y 13 Es por todo ello que las células fusiformes pueden explicar el modo en que la vía inferior nos proporciona una valoración instantánea de gusto o disgusto milisegundos antes de saber siquiera lo que ha ocurrido.14 experimentar, por ello, esa decisión como una comprensión consciente de las reglas que guían la decisión, sino como una sensación de corrección . La corteza orbitofrontal, en suma, determina nuestra acción después de enterarse de cómo nos sentimos con alguien y lo hace inhibiendo la primera respuesta instintiva, que podría llevarnos a actuar de un modo que luego lamentaríamos. Esta secuencia no sólo ocurre una vez, sino que lo hace de continuo durante cualquier interacción social. Nuestros mecanismos primarios de guía social se apoyan, pues, en una serie de tendencias emocionales, ya que nuestra acción será diferente si la persona con la que estamos nos gusta o nos desagrada y, si nuestros sentimientos cambian a lo largo de la interacción, el cerebro social se encarga de ajustar silenciosamente lo que decimos y hacemos al respecto. Lo que sucede en esos instantes resulta esencial para una vida social satisfactoria. Las decisiones de la vía superior Una conocida me comentó, en cierta ocasión, que se hallaba muy preocupada por su hermana, a la que un trastorno mental había tornado muy proclive a los ataques de ira. La relación entre las dos era muy amable y cordial pero, sin previo aviso, su hermana la acusaba y atacaba como si estuviera paranoica. Como me dijo mi amiga: Cada vez que me acerco a ella, me daña . Así fue como empezó a protegerse de lo que experimentaba como una agresión emocional , espaciando sus encuentros, sin responder de inmediato a sus llamadas y esperando, en el caso de que su voz en el contestador sonase demasiado enfurecida, un par de días, para darle así el tiempo necesario para calmarse. Pero lo cierto es que estaba preocupada por su hermana y no quería alejarse de ella de modo que, cuando se sentía atacada, recordaba el trastorno mental y no se lo tomaba como algo personal, ejercitando así una suerte de judo mental interior que la protegía del contagio nocivo. La naturaleza automática del contagio emocional nos torna vulnerables a las emociones aflictivas. Pero ése no es más que el comienzo de la historia porque también podemos, cuando es necesario, apelar a varias estrategias mentales para contrarrestarlo que, cuando una determinada relación se ha tornado destructiva, nos ayudan a establecer una distancia emocional protectora. La vía inferior opera a gran velocidad, pero ello no nos deja a merced de lo que sucede en ese pequeño intervalo porque, cuando la vía inferior nos causa problemas, la superior puede, no obstante, protegernos. La vía superior nos proporciona alternativas que discurren fundamentalmente a través de circuitos neuronales ligados a la corteza orbitofrontal. Los mensajes viajan de continuo de un lado a otro de los centros de la vía inferior, que disparan nuestra reacción emocional, incluyendo el simple contagio. Pero la corteza orbitofrontal, sin embargo, también envía un flujo paralelo de información para activar los centros superiores y estimular así nuestros pensamientos al respecto, un ramal ascendente, por decirlo así, que nos proporciona una comprensión más exacta de lo que está sucediendo y posibilita una respuesta más matizada. De este modo, la vía superior y la vía inferior participan en todos nuestros encuentros interpersonales, en los que la corteza orbitofrontal desempeña el papel de estación de relevo. La vía inferior, con sus neuronas espejo ultrarrápidas, funciona como una especie de sexto sentido que nos permite sentir, aunque sea de un modo vago y sin ser claramente conscientes de la conexión, lo que sienten los demás. Esta especie de empatía primordial instantánea desencadena en nosotros una respuesta emocional completamente ajena a toda intervención del pensamiento. La vía superior, por el contrario, se activa cuando prestamos una atención deliberada a la persona con la que estamos hablando para comprender mejor lo que está ocurriendo y cambiar, de ese modo, nuestro estado de ánimo, algo que depende fundamentalmente de nuestro cerebro pensante, en particular, de los centros prefrontales. En este sentido, la vía superior amplía y flexibiliza el repertorio establecido y fijo de respuestas de la vía inferior activando su inmensa variedad de ramificaciones neuronales y aumentando exponencialmente, en consecuencia, nuestras posibilidades de respuesta a medida que transcurren los milisegundos. Así pues, mientras que la vía inferior nos proporciona una afinidad emocional instantánea, la superior genera una sensación social más compleja que, a su vez, posibilita una respuesta más apropiada. Y esta flexibilidad procede de los recursos de la corteza cerebral prefrontal, el centro ejecutivo del cerebro. La lobotomía prefrontal, una moda pasajera de la psiquiatría de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, seccionaba quirúrgicamente la conexión existente entre la corteza orbitofrontal y otras regiones cerebrales (en una forma de cirugía primitiva que no era muy distinta a insertar un destornillador a través de la cuenca ocular y rebanar con él una parte del cerebro). Los neurólogos de la época tenían una idea muy difusa de las funciones concretas que desempeñan las distintas regiones cerebrales y más vaga todavía de la corteza orbitofrontal, pero descubrieron que, tras ella, los enfermos mentales anteriormente agitados se tornaban mucho más tranquilos, lo que suponía, dicho sea de paso, una gran ventaja para quienes se veían obligados a trabajar en medio del caos reinante en los manicomios en donde, por aquel entonces, se amontonaban los pacientes psiquiátricos. Aunque las capacidades cognitivas de los pacientes lobotomizados permanecían intactas, se observó en ellos un par de misteriosos efectos colaterales , el achatamiento o desaparición completa de las emociones y el aumento de la desorientación en situaciones sociales nuevas. Hoy en día, la neurociencia sabe que esos efectos se debían al hecho de que la corteza orbitofrontal coordina la interacción entre el mundo social y el modo en que nos sentimos, determinando así nuestra respuesta. Es también por ello que, en ausencia de estas matemáticas interpersonales, los pacientes lobotomizados se hallaban completamente confundidos ante situaciones socialmente novedosas. Violencia económica Supongamos que usted y un extraño reciben diez dólares que deben repartirse como mejor quieran. Sigamos suponiendo que ese desconocido le ofrece dos dólares (y se queda con los ocho restantes), una propuesta que cualquier economista consideraría muy razonable porque, a fin de cuentas, dos dólares siempre es mejor que nada. Pero, por más razonable que pueda parecer, la gente suele enfadarse ante tal propuesta y, si lo que se le ofrece no es más que un dólar, llega incluso a indignarse. Esto es lo que suele ocurrir cuando las personas juegan a lo que los economistas conductistas han denominado Ultimatum Game, un juego en el que uno de los participantes debe formular propuestas que el otro sólo puede aceptar o rechazar y, cuando todas son rechazadas, les deja a ambos sin nada. No es de extrañar que las propuestas económicamente abusivas desencadenen una especie de violencia económica.21 Muy usado en simulaciones de toma de decisiones económicas, el Ultimatum Game se ha visto recientemente asociado a la neurociencia social gracias a la obra de Jonathan Cohen, director del Center for the Study of Brain, Mind and Behavior de la Princeton University, que se ha dedicado a investigar lo que sucede en el cerebro de los participantes durante el desarrollo del juego. Cohen es un pionero en el nuevo campo de la neuroeconomía , que se dedica a analizar las fuerzas neuronales que intervienen en los procesos racionales e irracionales de toma de decisiones económicas, un ámbito en el que las vías superior e inferior desempeñan un papel muy importante. Gran parte de la investigación realizada en este campo gira en torno a las áreas cerebrales que se activan en aquellas situaciones interpersonales que nos permiten comprender las fuerzas irracionales que mueven el mercado. «No es infrecuente dice Cohen que, si alguien ofrece un simple dólar, la respuesta del otro sea ¡Vete al infierno! . Pero ello, según la teoría económica, resulta irracional, porque un dólar es mejor que nada. Esto es algo que resulta desconcertante para los economistas porque, según sus teorías, la gente siempre quiere aumentar sus beneficios y no acaba de entender que haya delicias del más escatológico de los niños de tres años o en revelar alegremente sus más embarazosas intimidades a cualquiera que esté dispuesto a escucharles, ignorando incluso el escándalo que ello pueda ocasionar.26 Tal vez sepan explicar racionalmente las normas sociales del decoro, pero no muestran el menor empacho en olvidarlas y quebrantarlas, como si el inadecuado funcionamiento de la corteza orbitofrontal impidiera a la vía superior modular el funcionamiento de la inferior.27 La corteza orbitofrontal también funciona mal en el caso de aquellos veteranos de guerra que, al contemplar una escena bélica en las noticias de la noche o la explosión de un camión en una película, se ven desbordados por la emergencia de sus propios recuerdos traumáticos. Ésta es una respuesta que se origina en una sobreexcitación de la amígdala que envía equivocadamente oleadas de pánico a cualquier señal que evoque vagamente el trauma original. En condiciones normales, la corteza orbitofrontal evaluaría adecuadamente esos sentimientos primordiales de miedo y llegaría a la conclusión de que no se halla sumido en el fragor de la batalla, sino viendo sencillamente la televisión. Mientras la vía superior la mantiene a raya, la amígdala no puede desempeñar el papel de chico malo del cerebro. En este sentido, la corteza orbitofrontal opera como centro de control que puede reprimir los impulsos límbicos procedentes de la amígdala. Así pues, cuando los circuitos de la vía inferior transmiten impulsos emocionales primordiales (como Tengo ganas de gritar o Estoy tan nervioso que quisiera salir corriendo ), la corteza orbitofrontal los evalúa para tener una comprensión más exacta de lo que realmente está ocurriendo ( Estoy en una biblioteca o Ésta no es más que la primera cita ) y los modula en consecuencia, actuando como una especie de freno emocional. En ausencia de este freno, nuestra respuesta resulta inadecuada. Veamos, por ejemplo, el caso de cierta investigación en la que estudiantes universitarios desconocidos acudieron a un laboratorio para conocerse virtualmente en un chat online, una investigación que puso de manifiesto que, cerca del veinte por ciento de esas charlas no tardaron en asumir tonalidades abiertamente sexuales y en las que no faltaron los términos explícitos, las representaciones gráficas y hasta las propuestas más desinhibidas.28 Cuando el experimentador que dirigió esa investigación leyó las transcripciones de las charlas se quedó atónito porque, cuando acompañó a los diferentes participantes a sus cubículos, todos ellos se habían mostrado muy respetuosos, comedidos y educados, algo que contrastaba profundamente con la desinhibición verbal mostrada en su conducta online. Es de suponer que ninguno de ellos se habría atrevido a zambullirse en una conversación tan manifiestamente sexual en el caso de haberse tratado de un encuentro cara a cara. La relación interpersonal directa nos permite establecer lazos y mantener un feedback continuo basado en las expresiones faciales y el tono de voz de los demás que nos dicen de inmediato si estamos bien o mal encaminados. Desde hace mucho tiempo casi desde los mismos orígenes de Internet se sabe que la conducta de los adultos que están conectados online es muy desinhibida.29 La vía superior nos ayuda a no transgredir ciertos límites, pero Internet carece del tipo de feedback que necesita la corteza orbitofrontal para mantenernos socialmente a raya. Pensándolo bien ¿Qué hace esa mujer llorando a solas frente a una iglesia? Parece que se trata de un funeral y está lamentando la pérdida de un ser querido pero, pensándolo bien esto no tiene pinta de ser un funeral. ¿Qué estaría haciendo, en tal caso, esa limusina blanca engalanada de flores aparcada frente a la iglesia. ¡Es una boda! ¡Qué bonito! Eso fue, aproximadamente, lo primero que pensó al contemplar la fotografía en la que una mujer estaba llorando delante de una iglesia y se sintió tan afligida que estuvo a punto de llorar. Después de echarle una segunda ojeada más detenida y pensárselo mejor, sin embargo, esa primera impresión cambió por completo y, cuando se dio cuenta de que era una mujer dispuesta a acudir a una boda, su tristeza se trocó en gozo. Y es que, cuando nuestra percepción cambia, también lo hacen nuestras emociones. Este episodio de la vida cotidiana se deriva de una investigación sobre los mecanismos cerebrales dirigida por Kevin Ochsner que, a los treinta y pocos años, se ha convertido en una de las figuras pioneras de esta disciplina en ciernes que emplea las nuevas técnicas de imagen cerebral de que hoy en día dispone la ciencia.30 Cuando visité a Ochsner en su pulcra oficina, un oasis de orden en Schermerhorn Hall, la rancia conejera que aloja el departamento de psicología de Columbia, me explicó sus métodos. En la investigación realizada por Ochsner, un voluntario del RMNf Research Center de Columbia yace tumbado sobre una camilla dentro del largo y oscuro cilindro de un equipo de resonancia magnética, llevando sobre su cabeza una especie de pajarera encargada de registrar las ondas de radio emitidas por los átomos de su cerebro. Un espejo diestramente colocado en ángulo de 45º sobre la jaula proporciona una semblanza de contacto reflejando una imagen proyectada desde el extremo más alejado de la camilla, la zona en la que los pies del sujeto asoman del aparato.31 Pero, por más que se trate de un entorno escasamente natural proporciona, no obstante, una imagen muy detallada de la respuesta cerebral a determinados estímulos, ya sea la foto de una persona aterrada o, utilizando auriculares, la risa de un bebé. Los estudios de imagen cerebral que emplean estos métodos han permitido a los neurocientíficos determinar con una exactitud sin precedentes las regiones cerebrales que participan en una amplia diversidad de encuentros interpersonales. En la investigación dirigida por Ochsner con que iniciábamos esta sección, una mujer debía contemplar una fotografía y anotar claramente los pensamientos y sentimientos que la imagen le suscitase. Luego fue invitada a echar un nuevo vistazo a la fotografía y considerar más detenidamente la situación. Esa revisión fue la que le permitió pasar de la imagen inicial de un funeral a la de una boda, un cambio que debilitó los mecanismos neuronales desencadenantes de su tristeza. La secuencia neuronal es concretamente la siguiente: la amígdala derecha, el centro que desencadena las emociones más angustiosas, comienza llevando a cabo una valoración emocional automática y ultrarrápida de lo que está sucediendo en la fotografía un funeral y activa, en consecuencia, los circuitos de la tristeza. Esa primera respuesta emocional es tan espontánea y veloz que, cuando la amígdala dispara sus reacciones para activar otras áreas del cerebro, los centros corticales del pensamiento todavía no han acabado de analizar la situación. El disparo de la amígdala se ve corroborado y perfeccionado luego por los sistemas que vinculan los centros emocionales a los cognitivos, agregando así una tonalidad emocional a nuestra percepción. Así es como se articulan nuestras primeras impresiones ( ¡Qué triste! Está llorando en un entierro ). La reconsideración deliberada de la fotografía ( No es un entierro, sino una boda ), acaba reemplazando la impresión inicial por otra nueva, momento en el cual el primer aluvión de sentimientos negativos se ve reemplazado por otro más positivo e inicia una cascada de mecanismos que acaban silenciando a la amígdala y otros circuitos relacionados con ella. Los resultados de la investigación dirigida por Ochsner sugieren que, cuanta mayor es la implicación de la corteza cingulada anterior, más probable es que la reconsideración racional posterior acabe transformando positivamente nuestro estado de ánimo. Cuanto mayor es, además, la activación de ciertas áreas prefrontales durante la reevaluación, más silenciosa se torna la amígdala.32 Es como si, cuanto más intensa fuera la voz de la vía superior, más silenciosa se mantuviera la vía inferior. Parece, pues, que la reconsideración consciente de una situación perturbadora lleva a la vía superior a controlar la amígdala mediante la activación de una serie de circuitos prefrontales alternativos. Por su parte, la estrategia mental concreta a la que apelamos durante la reevaluación parece determinar cuál de los circuitos que silencian la amígdala se activará. Hay un circuito prefrontal que se activa cuando contemplamos de manera objetiva y desapegada como si no tuviéramos la menor implicación personal con ella (la estrategia típicamente usada, dicho sea de paso, por los modificarlo gracias a una nueva síntesis proteica que nos permite almacenarlo actualizado.40 Cada vez, pues, que evocamos un recuerdo, reorganizamos su misma configuración química hasta el punto de que, la próxima vez que lo evoquemos, volverá tal y como se vio modificado. Los datos concretos de la nueva consolidación dependen de lo que aprendamos mientras lo recordemos y, si lo único que experimentamos es el fogonazo del miedo, no haremos más que profundizarlo. Pero la vía superior también puede aportar razón a la inferior porque si, en el momento en que experimentamos el miedo, nos decimos algo que alivie su presión, el mismo recuerdo suele recodificarse con menor intensidad. Así es como podemos aprender a evocar gradualmente el recuerdo temido sin experimentar la emergencia de la angustia en cuyo caso, según LeDoux, las células de la amígdala se reprograman y desarticulan el condicionamiento original del miedo.41 Es por ello que el objetivo de este tipo de terapia puede ser considerado como una reconfiguración gradual de las neuronas ligadas al miedo aprendido.42 Hay veces en que el tratamiento recurre a la exposición real a las situaciones ansiógenas, lo que permite a la persona experimentar la fobia y, simultáneamente, ejercitar el modo de dominarla. Las sesiones de exposición empiezan con una relajación que, muy a menudo, consiste en unos pocos minutos de lenta respiración abdominal, seguida de un enfrentamiento a la situación amenazante en una cuidadosa gradación que culmina en la peor de sus versiones. Consideremos, por ejemplo, la terapia de exposición para el control de la angustia, que opera del mismo modo que la reducción del miedo. Durante las sesiones que se llevaron a cabo al respecto con policías de tráfico de Nueva York, una policía afirmó haberse dirigido hecha una furia a un motorista que la había insultado llamándola ¡Sucia puta! . Ésa fue, durante la terapia de exposición, la misma frase que se le repitió, primero en un tono lacónico y luego con una intensidad emocional cada vez mayor que incluso acabó apelando al empleo de gestos obscenos. La tarea de la policía consistía, entretanto, en permanecer sentada lo más tranquila posible. La exposición concluyó con éxito cuando, independientemente de lo aborrecible de la situación, aprendió a mantenerse relajada y pudo volver de nuevo a la calle y rellenar tranquilamente una multa de tráfico en medio de un aluvión de improperios.43 Hay veces en que los terapeutas hacen todo lo posible por recrear, en el entorno seguro proporcionado por la terapia, la escena desencadenante de un determinado miedo social. Cierto terapeuta cognitivo muy conocido por su experiencia en el tratamiento de la ansiedad recurre a la terapia grupal con una audiencia que ayuda al paciente a superar el miedo a hablar en público.44 En tal caso, el paciente debe adiestrarse en los métodos de relajación y apelar a pensamientos que puedan contrarrestar los que habitualmente generan su ansiedad, mientras el grupo asume actitudes cada vez más ansiógenas, desde el aburrimiento hasta los comentarios irónicos y la franca desaprobación. A decir verdad, la intensidad de la exposición debe mantenerse siempre dentro de los límites de lo manejable. Una mujer que tenía que enfrentarse a una audiencia manifiestamente hostil se excusó para ir a al cuarto de baño y, una vez ahí, cerró la puerta y se negó a salir, hasta que finalmente pudieron persuadirla para que continuase el tratamiento. El simple hecho de revisar, con alguien que nos ayude a contemplarlo desde una perspectiva levemente diferente, un recuerdo doloroso puede, según LeDoux, aliviar gradualmente parte de la ansiedad provocada por el recuerdo perturbador. Ésta puede ser una de las razones que explican la liberación que tiene lugar cuando cliente y terapeuta reprocesan lo sucedido, porque la misma conversación puede modificar el modo en que el cerebro registra lo que está equivocado. «Esto es algo según LeDoux que sucede de manera natural cuando la revisión mental de una determinada preocupación nos permite asumir una nueva perspectiva», empleando así la vía superior para remodelar la inferior.45 XXX OJO, LO QUE SIGUE HASTA EL FINAL DEL CAPÍTULO ES UNA NOTA ENMARCADA EN UN RECUADRO XXX El cerebro social Como le dirá cualquier neurocientífico, la expresión cerebro social no se refiere tanto (como hacía la frenología) a un lóbulo o un nódulo neuronal concreto, como al conjunto de circuitos que orquestan nuestras relaciones interpersonales.46 Y es que, si bien algunas estructuras cerebrales desempeñan un papel muy importante en el modo en que gestionamos nuestras relaciones, no hay ninguna de ellas que se ocupe exclusivamente de nuestra vida social.47 Hay quienes opinan que esta amplia diversificación de la responsabilidad neuronal de nuestra vida social quizás se deba al hecho de que, al finalizar el proceso biológico que llevó, en la antigua prehistoria, a la Naturaleza a esculpir el cerebro de los primates, el grupo acabó asumiendo un papel fundamental en nuestro repertorio de supervivencia. Y, para la creación del sistema de gestión de esta nueva posibilidad, la Naturaleza parece haber contado con las estructuras cerebrales disponibles en esa época, combinando diferentes regiones ya existentes en un conjunto coherente de vías que nos sirvieran para afrontar los retos derivados de esas complejas relaciones. Aunque el cerebro recurra a cualquier parte de la anatomía para tareas muy diversas, pensar en la actividad cerebral en términos de una determinada función, como la interacción social, por ejemplo, proporciona a los neurocientíficos un modo muy sencillo (aunque ciertamente también muy vago) de organizar la de otro modo desalentadora complejidad de los aproximadamente cien mil millones de neuronas y sus cerca de cien billones de conexiones neuronales, la mayor densidad de conexiones conocida por la ciencia. También hay que recordar que esas neuronas se organizan en módulos cuya conducta se asemeja a la de un complejo móvil de Calder en el que el movimiento de un determinado elemento reverbera en todos los demás. Tampoco debemos olvidar una última complicación y es que la Naturaleza economiza sus recursos. La serotonina, pongamos por caso, es un neurotransmisor que genera sentimientos de bienestar en el cerebro. En este sentido, por ejemplo, los antidepresivos ISRS ( inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina ) incrementan la tasa de serotonina y elevan así el estado de ánimo. Pero hay que señalar que la serotonina también regula el funcionamiento del intestino y que cerca del noventa y cinco por ciento de la serotonina corporal se halla en el tracto digestivo, donde siete tipos diferentes de receptores gestionan actividades que van desde la liberación del flujo de enzimas digestivas hasta el movimiento intestinal.48 Del mismo modo que una determinada molécula puede regular la digestión y la felicidad, casi todos los sistemas neuronales que componen el cerebro social parecen controlar un determinado rango de actividad pero, cuando operan en conjunto para hacer frente a una determinada interacción personal, por ejemplo, redes muy remotas acaban coordinándose y estableciendo un conducto neuronal común.49 Los métodos de imagen cerebral han posibilitado la mayor parte de la cartografía del cerebro social. Pero, al igual que sucede con un turista que se encuentra de paso por París durante sólo unos días, la imagen cerebral no aspira a visitar todos los lugares interesantes, sino a centrarse exclusivamente en los aspectos más significativos, lo que necesariamente implica sacrificar los detalles. Es precisamente por ello que, si bien las imágenes de la RMNf resaltan la superautopista social que conecta la corteza orbitofrontal con la amígdala, pierden de vista los detalles concretos de los catorce núcleos diferentes aproximados que componen la amígdala, cada uno de los cuales desempeña funciones muy diferentes. Son muchas, pues, las cosas que todavía puede enseñarnos esta nueva rama de la ciencia. (Los lectores interesados en más detalles sobre este tema pueden echar un vistazo al Apéndice B.) INTELIGENCIA SOCIAL También de Daniel Goleman SUMARIO Prólogo El descubrimiento de una nueva ciencia Primera parte Programados para conectar Capítulo 1 La economía emocional Capítulo 2 La receta del rapport Capítulo 3 El wifi neuronal Capítulo 4 El instinto del altruismo Capítulo 5 La neuroanatomía de un beso Capítulo 6 ¿Qué es la inteligencia social? Segunda parte El vínculo roto Capítulo 7 El tú y el ello Capítulo 8 La tríada oscura Capítulo 9 La ceguera mental Tercera parte Educando la naturaleza Capítulo 10 Los genes no son el destino Capítulo 11 El fundamento seguro Capítulo 12 El punto de ajuste de la felicidad Cuarta parte Las variedades del amor Capítulo 13 Las redes del apego Capítulo 14 El deseo masculino y el deseo femenino Capítulo 15 La biología de la compasión Quinta parte Las relaciones sanas Capítulo 16 El estrés es social Capítulo 17 Los aliados biológicos Capítulo 18 Una prescripción social Sexta parte Consecuencias sociales Capítulo 19 La zona de rendimiento óptimo Capítulo 20 El correccional conectado Capítulo 21 Del ello al nosotros Epílogo Lo que realmente importa Apéndice A Una nota sobre las vías superior e inferior Apéndice B El cerebro social Apéndice C Una revisión de la inteligencia social Notas Índice Sobre el autor PRIMERA PARTE PROGRAMADOS PARA CONECTAR Las sensaciones resultantes son muy amplias y repercuten en todo nuestro cuerpo, enviando una descarga hormonal que regula el funcionamiento de nuestra biología, desde el corazón hasta el sistema inmunitario. Quizá el más sorprendente de todos los descubrimientos realizados por la ciencia actual sea el que nos permite rastrear el vínculo que existe entre las relaciones más estresantes y ciertos genes concretos que regulan el funcionamiento del sistema inmunológico. No es de extrañar que nuestras relaciones no sólo configuren nuestra experiencia, sino también nuestra biología. Ese puente intercerebral permite que nuestras relaciones más intensas nos influyan de formas muy diversas, desde las más leves (como reírnos de los mismos chistes) hasta otras mucho más profundas (como los genes que activarán o no las células T, los soldados de infantería con que cuenta el sistema inmunológico en su constante batalla contra las bacterias y los virus invasores). Pero este vínculo es un arma de doble filo porque, si bien las relaciones positivas tienen un impacto beneficioso sobre nuestra salud, las tóxicas pueden, no obstante, acabar envenenando lentamente nuestro cuerpo. Casi todos los descubrimientos científicos que presento en este libro han sido posteriores a la aparición, en 1995, de Inteligencia emocional y cada día aparecen otros nuevos. Cuando escribí ese libro, mi interés se centró en el conjunto esencial de capacidades humanas internas que nos permiten gestionar adecuadamente nuestras emociones y establecer relaciones positivas. En este nuevo libro, sin embargo, ampliamos el marco de referencia más allá de la psicología unipersonal (es decir, en las capacidades intrapersonales) y nos adentramos en la psicología interpersonal, es decir, en la psicología de las relaciones que mantenemos con los demás.3 Yo aspiro a que este libro acabe convirtiéndose en un gemelo de Inteligencia emocional, explorando las mismas regiones de la vida humana desde una perspectiva levemente diferente y proporcionándonos, en consecuencia, una visión más amplia de nuestro mundo personal.4 Mi atención, por tanto, se centrará en esos momentos efímeros que jalonan las relaciones interpersonales y, cuando nos demos cuenta del modo en que nos influyen, coincidiremos en que tienen consecuencias muy profundas. Nuestra investigación responde a preguntas tales como ¿Qué hace un psicópata peligrosamente manipulador? ¿Cómo podemos contribuir a la felicidad de nuestros hijos? ¿Cuál es el fundamento de un matrimonio positivo? ¿De qué modo pueden las relaciones protegernos de la enfermedad? ¿Qué puede hacer el maestro o el líder para que el cerebro de sus discípulos o empleados funcione mejor? ¿Cómo pueden aprender a convivir grupos separados por el odio? ¿De qué modo podemos servirnos de todos los nuevos hallazgos para construir una sociedad que aliente lo que realmente nos importa? La corrosión social En la medida en que la ciencia pone de manifiesto la necesidad de las relaciones, éstas parecen hallarse cada vez más en peligro. Son muchos los rostros que hoy en día asume la corrosión social. Cuando la maestra de un jardín de infancia de Texas le pidió a una niña de seis años que recogiera sus juguetes, ésta cogió una rabieta, se puso a gritar, tiró la silla al suelo, se arrastró bajo la mesa de la maestra y la pateó con tanta rabia que cayeron los cajones. Este episodio jalonó el comienzo de una epidemia de incidentes documentados del mismo tipo entre preescolares del distrito escolar de Fort Worth (Texas)5 que no sólo afectaban a los malos alumnos, sino también a los mejores. Hay quienes explican la escalada de violencia entre los niños como una consecuencia del estrés económico que obliga a los padres a pasarse el día trabajando y dejando a sus hijos en manos de otras personas o aguardando a solas y exasperados su regreso. Otros subrayan la existencia de datos que confirman que el 40 por ciento de los niños de dos años de nuestro país pasan una media de tres horas diarias frente al televisor, un tiempo que aprovecharían mejor estando con alguien que les enseñase a relacionarse. Y también parece que, cuanta más televisión ven, más desobedientes son.6 En una ciudad alemana, un motorista yace inmóvil en el pavimento junto a su moto derribada, bajo la atenta mirada de los peatones y de los conductores que aguardan impávidamente que el semáforo cambie a verde. Al cabo de unos quince largos minutos, el conductor de un coche detenido ante el semáforo baja la ventanilla, le pregunta si está herido y se ofrece a solicitar auxilio con su teléfono móvil. Cuando la emisora de televisión que había simulado el incidente difundió la noticia se desató el escándalo porque, en Alemania, para obtener el permiso de conducir, es necesario recibir formación en primeros auxilios para enfrentarse, precisamente, a este tipo de situaciones. La gente comentó cierto médico de urgencias de un hospital alemán pasa de largo cuando ve a otros en peligro. No parece importarles gran cosa. En 2003, los hogares unifamiliares se convirtieron en el estilo de vida más común en los Estados Unidos. Tiempo atrás, las familias se reunían en casa al caer la noche pero, en la actualidad, la convivencia entre los miembros de la familia es cada vez menor. Bowling alone, el aclamado análisis de Robert Putnam sobre el deshilachado tejido social de nuestro país, concluye que, en las últimas dos décadas, el capital social (que suele estimarse en función del número de reuniones públicas y la pertenencia a asociaciones) ha experimentado un considerable declive. Mientras que, en los años setenta, dos terceras partes de los estadounidenses asistían de manera regular a reuniones de organizaciones a las que estaban formalmente afiliados, esa tasa cayó espectacularmente en los noventa hasta una tercera parte. Todos estos datos reflejan, en opinión de Putnam, un considerable debilitamiento, en nuestra sociedad, de las relaciones interpersonales.7 Desde entonces, ha brotado por doquier (desde 8.000 en los años cincuenta hasta 20.000 a finales de los noventa)8 un nuevo tipo de organización que, a diferencia de lo que ocurría en las antiguas (con sus reuniones cara a cara y un tejido social cada vez más tupido), mantienen a distancia a sus miembros, ya que la pertenencia gira en torno al correo electrónico o postal y su principal actividad no consiste en reunirse, sino en enviar dinero. Ignoramos los efectos de la conexión y desconexión provocada por las alternativas que nos proporcionan las nuevas tecnologías. Pero todos estos rasgos indican un progresivo debilitamiento de las oportunidades de conexión. El avance inexorable de la tecnología es tan insidioso que nadie ha calculado todavía sus costes emocionales y sociales. El aumento de la desconexión Escuchemos las quejas de Rosie García, que trabaja atendiendo el mostrador del Hot & Crusty de la estación central de Nueva York, una de las panaderías más atareadas del mundo. Es tal la muchedumbre que a diario pasa por la estación que, durante la jornada laboral, siempre hay largas colas de clientes aguardando su turno. Son muchos, dice Rosie, los clientes que parecen estar completamente abstraídos, con la mirada extraviada y sin responder cuando les pregunta ¿En qué puedo servirle? . ¿En qué puedo servirle? repite entonces Pero siguen silenciosos, mirando hacia ninguna parte. Cada vez son más dice las personas que sólo prestan atención cuando les grito.9 Pero no es que los clientes de Rosie sean especialmente sordos, sino que sus oídos están taponados por los dos pequeños auriculares de un iPod. Están enfrascados y perdidos en alguna de las melodías de su lista de reproducción personalizada, desconectados de todo lo que ocurre a su alrededor y, lo que es más importante, desconectados también de las personas que les rodean. Mucho antes del iPod, del walkman y del teléfono móvil, obviamente, también había gente que iba de un lado a otro ajena al ajetreo de la vida. Este proceso, se inició con el automóvil, que es una forma de atravesar un espacio público aislado dentro de un vehículo acristalado de una media tonelada aproximada de acero arrullado por el sonido de la radio. Las formas de viajar Gary Berntson, a quienes bien podemos considerar como los profetas pioneros de esta nueva ciencia.13 En una reciente entrevista con Cacioppo, me recordó que «los neurocientíficos se mostraban muy reacios a estudiar lo que sucede más allá del cráneo, porque la neurociencia del siglo XX creía que la conducta social era demasiado compleja». «Hoy en día añade Cacioppo estamos en condiciones de empezar a dar sentido al modo en que el cerebro moviliza nuestra conducta social y en que el mundo social influye en nuestro cerebro y en nuestra biología.» Actualmente director del Center for Cognitive and Social Neuroscience de la University of Chicago, Cacioppo ha sido testigo de excepción de un cambio que ha acabado convirtiendo a este dominio en uno de los temas candentes de la ciencia del siglo XXI.14 El nuevo campo ya ha empezado a dar sus frutos y nos ayuda a resolver algunos de los rompecabezas que tanto han desconcertado a los científicos. Las primeras investigaciones dirigidas por Cacioppo, por ejemplo, pusieron de relieve que, cuando nos hallamos en una relación tensa, la tasa de hormonas del estrés aumenta hasta niveles que resultan dañinos para algunos de los genes que controlan la producción de células que deben enfrentarse a los virus. Hasta entonces, la ciencia había soslayado el estudio de los caminos neuronales de los problemas de relación, que ha acabado convirtiéndose en uno de los principales focos de interés de la nueva neurociencia social. El aspecto más emblemático de la investigación realizada en este nuevo campo es el que está congregando a psicólogos y neurocientíficos en torno al RMN funcional (o RMNf [resonancia magnética nuclear funcional]), un aparato de imagen cerebral que, hasta el momento, sólo se empleaba para el diagnóstico clínico en el entorno hospitalario. El RMN utiliza imanes muy potentes (que ha llevado a los internos a denominar genéricamente imanes a estos aparatos, como cuando dicen En nuestro laboratorio tenemos tres imanes ) para obtener una imagen extraordinariamente detallada del cerebro. El RMNf emplea grandes ordenadores para obtener el equivalente de un vídeo que muestra las regiones cerebrales que se activan durante una determinada interacción como, por ejemplo, escuchar la voz de un viejo amigo. Esa investigación está empezando a proporcionarnos respuestas a preguntas tales como: ¿Qué sucede en el cerebro de la persona que mira a un ser querido, que está atrapado en el fanatismo o que busca la estrategia más adecuada para ganar un determinado juego? El cerebro social consiste en el conjunto de los mecanismos neuronales que orquestan nuestras interacciones la suma de nuestros pensamientos y sentimientos sobre las personas y nuestras relaciones. Los datos más novedosos y reveladores al respecto indican que el cerebro social tal vez sea el único sistema biológico de nuestro cuerpo que nos conecta con los demás y se ve, a su vez, influido por su estado interno.15 Como sucede con otros sistemas biológicos, desde las glándulas linfáticas hasta el bazo, regulan su actividad en respuesta a señales que emergen dentro de nuestro cuerpo y no van más allá de nuestra piel. En este sentido, la sensibilidad general de los senderos neuronales de nuestro cerebro es realmente excepcional. Es por ello que, cada vez que nos relacionamos cara a cara (o voz a voz o piel a piel) con alguien, nuestro cerebro social también se conecta con el suyo. La neuroplasticidad del cerebro también explica el papel que desempeñan las relaciones sociales en la remodelación de nuestro cerebro, lo que significa que las experiencias repetidas van esculpiendo su forma, su tamaño y el número de neuronas y de conexiones sinápticas. De este modo, la reiteración de un determinado registro permite que nuestras relaciones claves vayan moldeando gradualmente determinados circuitos neuronales. No es de extrañar por tanto que, sentirnos crónicamente maltratados y enfadados o, por el contrario, emocionalmente cuidados por una persona con la que pasamos mucho tiempo a lo largo de los años acabe remodelando los senderos neuronales de nuestro cerebro. Estos nuevos hallazgos ponen de relieve el impacto sutil y poderoso que sobre nosotros tienen las relaciones. Y aunque estas novedades puedan resultar desagradables, en el caso de que tiendan hacia lo negativo, también implican que el mundo social constituye, en cualquier momento de nuestra vida, una oportunidad de curación. Desde esta perspectiva, pues, el modo en que nos relacionamos cobra una importancia anteriormente insospechada. ¿Qué significa por tanto, a la luz de todos estos nuevos descubrimientos, ser socialmente inteligente? Actuar sabiamente En torno a 1920, poco después de la primera explosión de entusiasmo que despertó el nuevo test del CI [cociente de inteligencia], el psicólogo Edward Thorndike definió, por vez primera, a la inteligencia social como «la capacidad de comprender y manejar a los hombres y las mujeres», habilidades que todos necesitamos para aprender a vivir en el mundo. Pero esa definición deja abierta la posibilidad de concluir que la manipulación es el rasgo distintivo del talento interpersonal.16 Aun hoy en día existen algunas descripciones de la inteligencia social que no diferencian claramente las aptitudes del embaucador de los actos genuinamente afectuosos y socialmente enriquecedores. La capacidad de manipular a los demás no tiene, en mi opinión, nada que ver con la inteligencia social, porque únicamente valora lo que sirve a una persona a expensas de las demás. Convendría, por tanto, considerar a la inteligencia social en un sentido más amplio, como una aptitud que no sólo implica conocer el funcionamiento de las relaciones, sino comportarse también inteligentemente en ellas.17 De este modo, el campo de la inteligencia social se expande desde lo unipersonal hasta lo bipersonal, es decir, desde las habilidades intrapersonales hasta las que emergen cuando uno se halla comprometido en una relación. Esta ampliación del interés va más allá de lo individual y tiene también en cuenta lo que sucede en la relación interpersonal... y ver más allá también, obviamente, del interés en que las cosas les vayan bien a los demás por nuestro propio beneficio. Esta visión más expandida nos lleva a incluir en la inteligencia social capacidades como la empatía y el interés por los demás que enriquecen las relaciones interpersonales. Es por ello que, en este libro, tengo en cuenta una segunda definición más amplia que Thorndike también propuso para nuestra aptitud social, es decir, la capacidad de «actuar sabiamente en las relaciones humanas».18 La receptividad social del cerebro nos obliga a ser sabios y a entender no sólo el modo en que los demás influyen y moldean nuestro estado de ánimo y nuestra biología, sino también el modo en que nosotros influimos en ellos. En realidad, uno de los modos de valorar esta especial sensibilidad consiste en considerar el impacto que los demás tienen en nosotros y el que nosotros tenemos en sus emociones y en su biología. La influencia biológica pasajera que una persona tiene sobre otra nos sugiere una nueva dimensión de la vida bien vivida: comportarnos de un modo que resulte beneficioso, aun a nivel sutil, para las personas con las que nos relacionamos. Esta perspectiva arroja una nueva luz sobre el mundo de las relaciones y nos obliga a pensar en ellas de un modo radicalmente diferente, porque sus implicaciones tienen un interés que va mucho más allá del ámbito exclusivamente teórico y exige una revisión del modo en que vivimos. Antes de explorar estas grandes implicaciones, sin embargo, volvamos al comienzo de esta historia y veamos la sorprendente facilidad con la que nuestros cerebros se relacionan e intercambian emociones como si de un virus se tratara. desencadenante de la ansiedad, pero sólo muy recientemente nos hemos dado cuenta de la función social con la que cumple en el sistema cerebral encargado del contagio emocional.4 La vía inferior: El contagio central El hombre al que los doctores llaman paciente X había sufrido un par de ataques que destruyeron las conexiones nerviosas entre sus ojos y la corteza occipital, que se ocupa del procesamiento visual. De este modo, aunque sus ojos todavía podían registrar señales, su cerebro había perdido la posibilidad de descifrarlas. A todos los efectos, el paciente X estaba completamente ciego o eso era, al menos, lo que parecía. Las pruebas que se le hicieron presentándole formas tan diversas como círculos y cuadrados o fotografías de rostros de hombres y mujeres, demostraron que no tenía la menor idea de lo que sus ojos estaban viendo. Pero lo curioso es que, cuando se le mostraron imágenes de los rostros de personas enfadadas o alegres, no tuvo inconveniente alguno en adivinar de inmediato en una proporción muy superior a la exclusivamente debida al azar las emociones expresadas. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? Las tomografías cerebrales realizadas mientras el paciente X adivinaba los sentimientos revelaron la existencia de una ruta alternativa a la que habitualmente siguen los impulsos visuales desde el ojo hasta el tálamo (donde se dirigen todos los inputs sensoriales) y, desde él, hasta la corteza visual. Esa ruta alternativa transmite directamente la información del tálamo a la amígdala (derecha e izquierda). Luego la amígdala extrae el significado emocional de los mensajes no verbales, desde un gesto poco amistoso hasta un cambio brusco de postura o de tono de voz pocos microsegundos antes de que cobremos conciencia de lo que estamos viendo. Pero, aunque la amígdala sea muy sensible a este tipo de mensajes, no está directamente conectada con los centros del habla y es, literalmente hablando, muda. Cuando registramos un sentimiento, recibimos señales de los circuitos neuronales que, en lugar de alertar a las áreas verbales (y permitirnos, en consecuencia, nombrar lo que sabemos), reproducen esa emoción en nuestro propio cuerpo.5 Es por ello que, si bien el paciente X no podía ver las emociones en los rostros, sí que podía sentirlas, una condición conocida como ceguera afectiva .6 En el caso del cerebro intacto, la amígdala usa esa misma vía para interpretar las dimensiones emocionales de lo que percibe un tono de voz alegre, un signo de ira en torno a los ojos, una postura apesadumbrada, etcétera y procesa esa información subliminalmente, más allá del alcance de la conciencia consciente. Esta conciencia inconsciente y refleja nos proporciona indicios de la emoción, movilizando en nosotros el mismo sentimiento (o reaccionando ante él, como sucede con el miedo que despierta la visión de la ira), un mecanismo clave en el contagio de los sentimientos ajenos. El hecho de que podamos provocar cualquier emoción en otra persona o viceversa pone de relieve la existencia de un poderoso mecanismo energético que posibilita la transmisión interpersonal de los sentimientos.7 De este modo, el contagio constituye la transacción básica en la que se asienta la economía emocional, el toma y daca de sentimientos que, independientemente de su contenido explícito, acompañan a cualquier relación interpersonal. Consideremos, por ejemplo, el caso del cajero de supermercado que transmite su optimismo a todos sus clientes, a los que, de una manera u otra, siempre acaba arrancando una sonrisa. Ese tipo de personas constituyen el equivalente emocional de los metrónomos, que nos permiten movernos a un determinado ritmo. Ese contagio puede ser grupal, como sucede cuando los espectadores lloran al contemplar un drama o tan sutil como el tono de una reunión en la que todo el mundo acaba de mal humor. Pero, por más que podamos percibir las consecuencias manifiestas de este contagio, solemos ignorar el modo en que se propagan las emociones. El contagio emocional ilustra el funcionamiento de lo que podríamos denominar la vía inferior del cerebro. La vía inferior se refiere a los veloces circuitos cerebrales que operan de manera automática y sin esfuerzo alguno por debajo del umbral de la conciencia. La mayor parte de lo que hacemos parece hallarse bajo el control de grandes redes neuronales que operan a través de la vía inferior , algo que resulta especialmente patente en el caso de nuestra vida afectiva. A ese sistema, precisamente, debemos la posibilidad de sentirnos cautivados por un rostro atractivo o de registrar el tono irónico de un comentario. La vía superior , por su parte, discurre a través de sistemas neuronales que operan de un modo más lento, deliberado y sistemático. Es por ello que podemos ser conscientes de lo que está ocurriendo y disponemos de cierto control sobre nuestra vida interna, que se halla fuera del alcance de la vía inferior. Así, por ejemplo, la vía superior se moviliza cuando pensamos cuidadosamente en el modo más adecuado de acercarnos a una persona que nos resulta atractiva o tratamos de encontrar una respuesta ingeniosa a un comentario sarcástico. Hay quienes denominan húmeda (o cargada de emoción) y seca (o serenamente racional) a las vías inferior y superior, respectivamente.8 La vía inferior opera con sentimientos, mientras que la superior lo hace considerando con más detenimiento lo que está ocurriendo. La vía inferior nos permite sentir de inmediato lo que siente otra persona, mientras que la superior nos ayuda a pensar en lo que estamos sintiendo. En torno a la interacción, habitualmente muy sutil, entre estas dos modalidades de procesamiento gira toda nuestra vida social.9 La vía inferior explica que una emoción pueda transmitirse silenciosamente de una persona a otra sin que nadie se ocupe conscientemente de ello. Simplificando mucho las cosas, podríamos decir que la vía inferior discurre por circuitos neuronales que pasan por la amígdala y nódulos automáticos similares mientras que la superior, por su parte, envía señales a la corteza prefrontal, centro ejecutivo del cerebro y asiento de la intencionalidad, lo que explica que podamos pensar en lo que nos está sucediendo.10 La velocidad con la que estos dos caminos neuronales procesan la información es muy diferente. En este sentido, la vía inferior sacrifica la exactitud en aras de la velocidad mientras que la superior, mucho más lenta, nos proporciona una visión más exacta de lo que está ocurriendo.11 La vía inferior, pues, es rápida y difusa, mientras que la superior es lenta y exacta. En palabras del filósofo del siglo XX John Dewey, la primera opera en la modalidad veloz y ruidosa, del tipo primero actúa y después piensa , mientras que la otra es mucho más detallada y observadora .12 La diferente velocidad de cada una de estas vías en donde la emocional es varias veces más rápida que la racional nos ayuda a tomar decisiones instantáneas que quizás posteriormente lamentemos o debamos justificar. Lo único que la vía superior puede hacer cuando la inferior ya ha reaccionado es aprovechar las cosas lo mejor que pueda. Como dijo el escritor de ciencia- ficción Robert Heinlein: «El hombre no es un animal racional, sino un animal racionalizador». Los precursores del estado de ánimo Mientras me hallaba de visita en otro estado, recuerdo haberme quedado gratamente sorprendido por el tono amable de la voz grabada que me informó de que El número marcado no existe . Aunque parezca mentira, me sorprendió mucho la cordialidad que acompañaba a ese anodino mensaje. Estaba acostumbrado a muchos años de irritación acumulada con la voz informatizada que suele emplear mi compañía telefónica regional como si, por alguna razón, los técnicos que habían programado el irritante y autoritario mensaje de mi compañía habitual, hubieran decidido castigar a quien marcaba un número equivocado. Ese aborrecible mensaje evocaba en mi mente la imagen de una operadora presuntuosa e impertinente que me ponía de inmediato, aunque sólo fuera por un instante, de mal humor. El impacto emocional que poseen indicios tan sutiles puede ser muy importante. Consideren, por ejemplo, el inteligente experimento realizado en este sentido con estudiantes voluntarios de la Universidad de Wurzburg (Alemania) que presentamos a continuación.13 Los sujetos debían escuchar una voz grabada leyendo un párrafo muy árido, una traducción alemana del Tratado Del mismo modo que ocurrió en París en 1895 con los aterrados espectadores de la mencionada première, el cerebro de los espectadores de El bueno, el feo y el malo respondía como si la historia imaginaria que se desarrollaba en la pantalla les estuviera sucediendo a ellos. No parece que el cerebro haga grandes distingos entre la realidad virtual y la real. Es por ello que, cuando la cámara hace un picado para mostrar un primer plano, se activan, en el cerebro de los espectadores, las áreas cerebrales que se ocupan del reconocimiento de un rostro y cuando, por su parte, en la pantalla aparece un edificio o un paisaje, se activa el área visual que suele ocuparse del reconocimiento físico del entorno que nos rodea. Del mismo modo, cuando la escena que se desarrolla en la pantalla muestra movimientos delicados de la mano, las regiones movilizadas son las que gobiernan el tacto y el movimiento y, en las escenas en las que la excitación es máxima como disparos, explosiones y giros inesperados del argumento , los centros que se activan son los ligados al control de las emociones. En resumen, pues, el cine parece controlar el funcionamiento de nuestro cerebro. La audiencia se comporta como si fueran marionetas neuronales, porque lo que ocurre en un determinado momento en el cerebro de un espectador sucede también en todos los demás. De este modo, la acción desplegada en la pantalla es la música que desencadena idéntica danza en el cerebro de todos los presentes. Como dice un proverbio muy utilizado en el campo de la sociología: Una cosa es real cuando lo son sus consecuencias . Y es que, si el cerebro reacciona del mismo modo ante un escenario real que ante uno imaginario, lo que imaginamos tiene consecuencias biológicas. La vía inferior es la que determina nuestra respuesta emocional. La única excepción a esta especie de guiñol parece estar ligada a las áreas prefrontales de la vía superior, que albergan los centros ejecutivos del cerebro y posibilitan el pensamiento crítico (incluida la idea de que Esto no es más que una película ). Es por ello que, en la actualidad, no huimos despavoridos cuando en la pantalla vemos un tren dirigiéndose a toda velocidad hacia nosotros aunque, no obstante, el miedo siga haciendo acto de presencia. Cuanto más destacado o notable es un determinado evento, mayor es la atención que despliega el cerebro.19 Dos factores que amplifican la respuesta del cerebro a cualquier realidad virtual como una película son su sonoridad perceptual y su intensidad emocional, como sucede con los casos del grito y del llanto. No resulta, por tanto, sorprendente que nuestro cerebro se vea desbordado por muchas escenas cinematográficas caóticas. Y el mismo tamaño de la pantalla ofreciéndonos imágenes monstruosamente grandes se registra como sonoridad sensorial.20 Pero los estados de ánimo son tan contagiosos que podemos percibir un soplo de emoción en algo tan fugaz como una sonrisa o un ceño fruncido apenas esbozados o tan árido como la lectura de un pasaje filosófico. El radar de la insinceridad Dos mujeres que no se conocían acababan de ver un desgarrador documental sobre las dolorosas secuelas provocadas por el bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki durante la segunda Guerra Mundial. Ambas se hallaban profundamente conmovidas y experimentaban una mezcla de angustia, ira y tristeza. Pero cuando empezaron a hablar de lo que estaban sintiendo, sucedió algo muy extraño, porque una de ellas era completamente sincera sobre sus sentimientos, mientras que la otra, aliada con los investigadores y siguiendo sus instrucciones, reprimió sus sentimientos, fingiendo indiferencia. En realidad, parecía como si no tuviera ninguna respuesta emocional aunque, en el fondo, se sentía inquieta y distraída. Pero eso era precisamente lo que se pretendía, porque las dos eran voluntarias de un experimento realizado en la Stanford University sobre las consecuencias sociales de la represión emocional, solo que una de ellas había sido entrenada para silenciar sus verdaderos sentimientos.21 Comprensiblemente, la que estaba emocionalmente abierta se sintió fuera de lugar mientras su compañera hablaba y, en consecuencia, sacó la conclusión de que jamás la elegiría como amiga. La que reprimía sus sentimientos, por su parte, se hallaba tensa e incómoda y se mostraba distraída y preocupada, al tiempo que su presión sanguínea aumentó considerablemente a medida que avanzaba la conversación. No es de extrañar que el esfuerzo emocional necesario para reprimir sentimientos tan perturbadores exija un peaje fisiológico reflejado, en este caso, por el aumento de la presión sanguínea. Lo más sorprendente, sin embargo, fue que el mismo efecto se encontró también en la mujer que hablaba sinceramente de sus emociones. La tensión, pues, no sólo es palpable, sino también contagiosa. La sinceridad es la respuesta por defecto del cerebro. A fin de cuentas, nuestro sistema nervioso transmite todos los estados de ánimo a la musculatura facial, evidenciando de inmediato nuestros sentimientos. Este despliegue emocional es automático e inconsciente, razón por la cual su represión exige un esfuerzo consciente y deliberado. Es por ello que tratar de distorsionar lo que sentimos y de ocultar el miedo o el enfado exigen un esfuerzo que rara vez consigue completamente su objetivo.22 En cierta ocasión, una amiga me dijo que, la primera vez que habló con el hombre que acababa de alquilarle el piso, supo que no debía confiar en él. Y, a decir verdad, la misma semana en que tenía que mudarse se enteró de que se había echado atrás y se quedó compuesta y sin casa y obligada a poner el caso en manos de un abogado. Ella sólo le había visto el día en que fue a visitar la casa y se lamentaba diciendo: En cuanto lo vi advertí algo en él y supe que iba a tener problemas . Ese algo en él refleja el funcionamiento de las vías superior e inferior operando como una especie de sistema de alarma de la insinceridad. Existen circuitos especializados en la sospecha que difieren de los empleados en los casos de la empatía y el rapport y cuya misma existencia pone de relieve la importancia de la detección de la mentira en los asuntos humanos. La teoría evolutiva sostiene que la capacidad de detectar el engaño resulta tan esencial para la supervivencia como la capacidad de confiar y cooperar. Una investigación en la que se registraba la imagen cerebral de voluntarios mientras contemplaban a varios actores contando una historia trágica puso de relieve el radar neuronal concreto implicado en esa tarea. La investigación descubrió que la expresión facial que acompañaba al relato provocaba la activación de diferentes regiones neuronales. Si, por ejemplo, el rostro del actor mostraba la tristeza apropiada, la región que se activaba en el oyente era la amígdala y los circuitos relacionados con la tristeza mientras que si, por el contrario, el rostro del actor sonreía durante el relato triste en un claro ejemplo de incongruencia emocional la región cerebral que se activaba era la especializada en la vigilancia a las amenazas sociales o a la información conflictiva. En ese último caso, además, los oyentes afirmaban desconfiar de la persona que les contaba la historia.23 La amígdala escruta de manera automática y compulsiva a todas las personas con quienes nos relacionamos para saber si podemos o no confiar en ellas. ¿Es seguro acercarse a esta persona? ¿Es peligroso? ¿Puedo confiar realmente en ella? Los pacientes neurológicos que han padecido una grave lesión en la amígdala son incapaces de determinar si pueden o no confiar en alguien y, cuando se les muestra una fotografía de un hombre a quien la gente suele encontrar altamente sospechoso, lo valoran igual que otros en quien casi todos confían.24 El sistema que nos advierte si podemos confiar o no en alguien discurre a través de dos ramales neuronales diferentes, la vía superior y la vía inferior.25 La primera se pone en marcha cuando tratamos de determinar intencionalmente si alguien es merecedor o no de nuestra confianza. Pero, independientemente de lo que pensemos al respecto, la amígdala está operando de continuo bajo el umbral de la conciencia cumpliendo con una función claramente protectora. La caída de un Casanova Giovanni Vigliotto era un auténtico don Juan y su encanto le llevaba de una conquista romántica a otra. Pero lo cierto es que no se trataba de conquistas sucesivas porque, en realidad, Vigliotto estaba casado simultáneamente con varias mujeres. Estos ajustes son más evidentes cuando uno de los miembros asume deliberadamente una actitud emocionalmente neutra, como sucede en el caso de la psicoterapia. Desde la época de Freud, los psicoterapeutas han advertido que su cuerpo reproduce las emociones que experimentan sus clientes. No es de extrañar que, cuando un cliente evoca un recuerdo doloroso o se siente aterrado por un recuerdo traumático, al terapeuta se le humedezcan los ojos o experimente en su propio estómago la emergencia del miedo. Freud señaló que el hecho de conectar con su propio cuerpo proporciona a los psicoanalistas una ventana para asomarse al mundo emocional de sus clientes. Mientras que la mayor parte de la gente puede registrar las emociones que se expresan abiertamente, los grandes psicoterapeutas han aprendido a dar un paso más allá y conectar con matices emocionales que sus pacientes ni siquiera han permitido que aflorasen a su conciencia.30 Casi un siglo después de que Freud descubriese esas sutilezas, los investigadores han empezado a desarrollar un método para detectar los cambios fisiológicos simultáneos que ocurren de continuo durante una conversación.31 El avance vino de la mano de la aparición de nuevos métodos estadísticos y ordenadores que permiten a los científicos analizar la extraordinaria cantidad de datos (como el ritmo cardíaco y similares) que tienen lugar durante una determinada interacción. Estos estudios han puesto de relieve que, durante una discusión de pareja, el cuerpo de uno de los implicados tiende a imitar los cambios que acontecen en el otro. No creo que nadie se asombre de que la ciencia haya descubierto recientemente que, cuanto más avanza una discusión, más se exacerban los sentimientos de ira, pena y tristeza. Más interesante fue lo que hicieron ciertos investigadores de la relación de pareja, grabar en vídeo una discusión e invitar luego a desconocidos a visionar las grabaciones y conjeturar las emociones que estaba experimentando uno de los participantes.32 El hecho es que, cuando esos voluntarios esbozaron sus opiniones, su respuesta fisiológica se asemejaba a la del miembro del que se ocupaban. Cuanto más exacta es la imitación de la persona observada, más exacta es también la sensación de lo que esa persona está sintiendo, un efecto que resulta más patente en el caso de emociones negativas como la ira. Parece pues que la empatía (es decir, la capacidad de experimentar las emociones que otra persona está sintiendo) es tanto psicológica como mental y se asienta en el hecho de compartir el estado interno de la otra persona. Esta danza biológica tiene lugar cuando una persona empatiza con otra, es decir, cuando comparte sutilmente el estado fisiológico de la persona con la que está conectada. Las personas cuyos rostros expresan las expresiones más intensas son también las que más exactamente juzgan los sentimientos de los demás, lo que parece derivarse del principio general que afirma que, cuanto más similar sea, en un determinado momento, el estado fisiológico de dos personas, más fácilmente podrá sentir cada uno de ellos lo que el otro está experimentando. Así pues, cuanto mayor es la conexión con una determinada persona, más fácilmente podremos entender lo que ésta, aunque sólo sea de manera sutil, está experimentando. En tales casos, la resonancia es tal que, aunque no queramos, sus emociones son las nuestras. Resumiendo, pues, las emociones que percibimos tienen consecuencias, lo que nos proporciona una buena razón para esforzarnos en cambiarlas en una dirección positiva. CAPÍTULO 2 UNA RECETA PARA EL RAPPORT La sesión de psicoterapia está en marcha. El psiquiatra está tenso y permanece formalmente sentado en su butaca, mientras su paciente yace tumbada y abatida sobre un sofá de cuero. Es evidente que se encuentran en longitudes de onda muy diferentes. El psiquiatra acaba de cometer un grave error terapéutico, interpretando desafortunadamente un comentario de su paciente. Entonces se disculpa diciendo Sólo quería subrayar algo que creo que obstaculiza el tratamiento . No comienza la paciente, pero el terapeuta la interrumpe de nuevo con otra interpretación y, en el momento en que está a punto de responder, vuelve a cortarla. Cuando finalmente logra hilvanar una frase entera, la paciente se queja de lo que se vio obligada a soportar mientras vivía con su madre un comentario que también encierra una queja implícita hacia la actitud del terapeuta. Así va discurriendo la sesión como un concierto discordante de instrumentos desafinados. Veamos ahora lo que sucede, en otro entorno psicoterapéutico, en un momento de rapport especialmente intenso. El paciente acaba de comentarle a su terapeuta que ayer mismo concertó con su novia la fecha de su boda. Llevaban varios meses explorando el miedo al compromiso de su paciente, que finalmente parecía haber acopiado el coraje necesario para enfrentarse al matrimonio. Por ello celebraron contentos y en silencio ese momento. El rapport es tan completo que sus posturas y movimientos encajan como si estuvieran ejecutando deliberadamente una danza en la que, cuando uno avanza, el otro retrocede. Las grabaciones en vídeo de estas sesiones de terapia muestran un par de cajas metálicas rectangulares apiladas a modo de los componentes de un equipo estéreo, de los que salen cables que se hallan conectados a uno de los dedos del terapeuta y de la paciente y que se encargan de registrar los cambios sutiles de sus respuestas de sudoración durante toda la sesión. Estas sesiones se grabaron durante una investigación destinada a poner de manifiesto la danza biológica que subyace a nuestras interacciones cotidianas.1 En los vídeos de esas sesiones psicoterapéuticas, la respuesta fisiológica aparece bajo cada uno de los implicados como una línea ondulada (azul para el miraba directamente aunque fuese, no obstante, consciente de su dolor.5 Y es que, cuando no prestamos una atención completa, sólo conectamos con el otro de un modo parcial y soslayamos detalles cruciales, especialmente de índole emocional. Mirar directamente a los ojos abre la puerta de acceso a la empatía. La atención, pues, no es más que el primero de los requisitos imprescindibles del rapport. El siguiente ingrediente es la sensación positiva, que se pone básicamente de manifiesto a través del tono de voz y de la expresión facial. Debemos señalar que, para el establecimiento de una sensación positiva, los mensajes no verbales son mucho más importantes que todo lo que podamos decir verbalmente. Resulta sorprendente, en este sentido, cierto experimento en el que, cuando los directivos proporcionaban a sus subordinados un feedback poco halagador con un tono de voz y una expresión cordial y amable, quienes recibían las críticas no dejaban, por ello, de sentirse a gusto en la relación.6 La coordinación o sincronía constituye el tercer ingrediente fundamental de la fórmula del rapport de Rosenthal, que habitualmente discurre a través de canales no verbales tan sutiles como los movimientos corporales, el ritmo y la sincronía de la conversación. Las personas que han establecido un buen rapport se sienten bien y expresan libremente sus emociones. Sus respuestas espontáneas e inmediatas se hallan tan bien coordinadas como si estuvieran ejecutando una danza planificada de antemano. Sus ojos se cruzan con frecuencia, sus cuerpos permanecen próximos, se sientan cerca, sus narices permanecen más próximas que durante una conversación habitual y no se incomodan por la presencia de silencios. A falta de tal coordinación, la conversación resulta incómoda, con respuestas inoportunas y pausas embarazosas, en cuyo caso, los implicados se mueven nerviosamente o se quedan paralizados, desajustes que acaban socavando el rapport. La sincronía En un determinado restaurante local trabaja una camarera a la que todo el mundo adora, porque muestra un curioso talento natural para sintonizar con el ritmo y el estado de ánimo de sus clientes y entrar en sincronía con ellos. Es silenciosa y discreta con el hombre taciturno que consume lentamente su refresco en la mesa de la esquina, pero se muestra extravertida y sociable con los ruidosos trabajadores de una empresa vecina que han venido a comer y se vuelca por completo al atender la mesa de la joven mamá, fascinando con una cara divertida y un par de chistes a sus dos hijos hiperactivos. No es de extrañar que todo el mundo se lo agradezca con una generosa propina.7 Esa camarera tan diestra en captar la longitud de onda de sus clientes ilustra perfectamente los beneficios interpersonales de la sincronía. Y, cuando mayor es el grado de sincronía inconsciente existente entre los movimientos y gestos que tienen lugar durante una determinada interacción, más positivamente se siente y recuerda el encuentro. El poder sutil de esta danza se puso claramente de manifiesto en un ingenioso experimento con estudiantes de la New York University que se ofrecieron como voluntarios para lo que suponían que se trataba de un nuevo test psicológico. Los sujetos debían evaluar una serie de fotografías ante otro estudiante que, confabulado con los investigadores, sonreía, se mantenía serio, movía nerviosamente el pie o se frotaba el rostro.8 Hiciera lo que hiciese el sujeto aliado con los investigadores, el voluntario tendía a imitarle. Así, por ejemplo, cuando aquél se frotaba el rostro o esbozaba una sonrisa, provocaba en el sujeto el mismo tipo de respuesta. La minuciosa entrevista que siguió al experimento dejó muy claro que los voluntarios no tenían la menor idea de haber estado sonriendo o sacudiendo miméticamente su pie ni tampoco habían sido conscientes de la danza gestual en la que acababan de participar. Cuando, en otra de las facetas del mismo experimento, el entrevistador imitaba intencionalmente los movimientos y gestos de la persona con la que hablaba, no les resultaba especialmente grato, pero la cosa era completamente distinta cuando los imitaba de manera espontánea.9 A diferencia, pues, de lo que suelen afirmar libros muy populares al respecto, responder deliberadamente a alguien imitando los movimientos de sus brazos o asumiendo su postura, por ejemplo no favorece el rapport. En este sentido, la imitación mecánica y fingida parece hallarse completamente fuera de lugar. Los psicólogos sociales han descubierto una y otra vez que, cuanto más naturalmente coordinados es decir, cuanto más simultáneos, al mismo ritmo o armonizados de cualquier otro modo se hallen los movimientos de las personas que se relacionan, más positivos son sus sentimientos.10 El mejor modo de percatarnos de ese flujo no verbal consiste en observar una conversación entre dos amigos desde una distancia que no nos permita escuchar lo que están diciendo, en cuyo caso, asistimos a una elegante danza de la que también participa el contacto ocular.11 Es interesante señalar, en este último sentido, que cierto coach de teatro familiariza a sus discípulos con esta danza silenciosa visionando películas en las que el sonido, sin embargo, permanece desconectando. La ciencia actual dispone de herramientas que actúan como una especie de lupa que pone de manifiesto aspectos que resultan invisibles al ojo desnudo, como la sintonía entre el ritmo respiratorio del que escucha y la emisión de aire del que habla.12 Los experimentos realizados en este sentido han puesto de relieve que, cuando dos amigos están hablando, su ritmo respiratorio se acopla, de modo que ambos respiran al mismo tiempo o que, cuando uno exhala, el otro inhala. La intensidad de esta sincronía respiratoria es mayor cuanto mayor es la proximidad entre los participantes y aumenta todavía más en los momentos en que ríen ya que, en tal caso, comienzan casi en el mismo instante y, mientras lo hacen, se sincroniza también su ritmo respiratorio. La coordinación constituye una especie de amortiguador social de los encuentros interpersonales y cumple con la función de lubricar los momentos más embarazosos, como las largas pausas, las interrupciones y las ocasiones en que ambos hablan simultáneamente. Es por ello que, aun cuando una conversación se deshilvane o caiga en el silencio, la sincronía mantiene la sensación de relación, transmitiendo un mensaje tácito de acuerdo y comprensión entre emisor y receptor. A falta de esta sincronía física, la conversación requiere, para que los participantes se sientan cómodos, de una mayor coordinación verbal. Esto es algo que queda muy claro cuando, por ejemplo, las personas no pueden verse como sucede en una conversación telefónica o a través de un interfono , en cuyo caso, las pautas verbales y la alternancia deben coordinarse más que en el caso de que los interlocutores se hallan físicamente presentes. La simple coincidencia de posturas constituye un elemento extraordinariamente importante del rapport. Cierto estudio que investigó los cambios de postura de los alumnos de un aula descubrió por ejemplo que, cuanto más semejantes son sus posturas a las de sus profesores, más intenso es el rapport y mayor también su nivel general de implicación mutua. De hecho, la coincidencia postural constituye un indicador muy claro del clima emocional del aula.13 La sincronía va acompañada de un placer visceral cuya intensidad es tanto mayor cuanto mayor sea el tamaño del grupo. La expresión estética de la sincronía grupal se manifiesta en el disfrute universal de bailar o moverse al mismo ritmo que puede advertirse en el impulso que mueve los brazos de los espectadores que hacen la ola en las gradas de un estadio de fútbol. El fundamento neurológico de la resonancia se halla integrado en la estructura misma de nuestro sistema nervioso. Aun estando en el útero de la madre, el feto sincroniza sus movimientos con el ritmo del habla humana, pero no con otros sonidos. El niño de un año de edad sincroniza el momento y la duración de su parloteo infantil con el ritmo del habla de su madre y, cuando el bebé se encuentra con su madre (o cuando dos extraños se ven por vez primera), la sincronía transmite el mensaje estoy contigo , una forma implícita de decir continúa, por favor que mantiene el compromiso de la otra persona. Y, cuando la conversación toca a su fin, se alejan de la sincronía, enviando la señal implícita de que ha llegado ya el momento de concluir la interacción. Cuando, por otra parte, la interacción no alcanza la sincronía es decir, cuando se interrumpen o, de algún modo, no acaban de encajar , se genera un sentimiento negativo. Lo más sorprendente es que esta sincronización corporal y verbal tiene lugar en fracciones de segundo en una danza cuya complejidad queda muy lejos del alcance de nuestro pensamiento. En este sentido, el cuerpo es una especie de marioneta del cerebro y el reloj cerebral funciona en el orden de los mili o hasta microsegundos, mientras que nuestro procesamiento de información consciente (y, en consecuencia, nuestros pensamientos al respecto) lo hace en el orden de segundos. Pero, aunque se halle fuera del alcance de la conciencia y baste, para ello, con la información proporcionada por la simple visión periférica, nuestro cuerpo se sincroniza con las pautas sutiles de la persona con la que estamos relacionándonos.19 Esto resulta fácil de advertir cuando caminamos con alguien porque, al cabo de pocos minutos, nuestros brazos y piernas se mueven en perfecta armonía, como sucede también cuando entran en sincronía dos péndulos que oscilan libremente. Los osciladores son el equivalente neuronal de la cancioncilla de Alicia en el país de las maravillas que dice: ¡Venga, baila, venga, baila, venga, baila y déjate llevar! . Cuando estamos con otra persona, esos marcapasos nos sincronizan inconscientemente, como sucede con los amantes que se acercan para darse un abrazo o se toman las manos en el mismo instante mientras caminan por la calle. (En cierta ocasión, una amiga me contó que el hecho de que el chico con el que estaba paseando mostrase dificultades en seguir el mismo ritmo era, para ella, un indicador de que más adelante podía tener problemas.) Cualquier conversación exige cálculos cerebrales muy complejos en los que los osciladores neuronales se ven obligados a realizar continuos ajustes para mantener la sincronía. En esa microsincronía, precisamente, se basa la afinidad que nos permite experimentar lo mismo que la persona con quien estemos hablando. Y esta rumba intercerebral silenciosa nos resulta tan sencilla porque aprendimos sus movimientos básicos durante nuestra más temprana infancia y, desde entonces, la hemos estado ejercitando durante toda nuestra vida. La protoconversación Imagine a una madre sosteniendo a su bebé en brazos. La madre frunce los labios dándole un beso a distancia y el bebé, a su vez, le devuelve el beso apretando sus labios. Cuando la madre sonríe, su hijo relaja los labios y esboza una sonrisa para acabar estallando en risas, al tiempo que mueve insinuantemente la cabeza hacia un lado y hacia arriba. Esta interacción a la que se conoce como protoconversación duró menos de tres segundos y, aunque no ocurrieron grandes cosas, hubo entre ellos una clara comunicación. Éste es el prototipo básico de toda interacción humana, el rudimento básico de la comunicación. Los osciladores también operan en la protoconversación. El microanálisis revela que los bebés y las madres establecen muy precisamente el comienzo, las pausas y el final de esta comunicación infantil, estableciendo un acoplamiento en el que cada uno de ellos registra la respuesta del otro y ajusta la suya en consecuencia.20 Estas conversaciones no son verbales y la presencia de las palabras cumple en ellas con la función de un mero efecto de sonido.21 La protoconversación con un bebé discurre a través de la mirada, el tacto y el tono de voz y los mensajes se transmiten a través de las sonrisas y los arrullos y, más especialmente, del maternés [motherese], el correlato adulto del habla infantil. Más semejante a una canción que a una frase, el maternés subraya la prosodia y sus matices melódicos trascienden toda cultura, independientemente de que la madre hable chino mandarín, urdu o inglés. El maternés siempre suena amable y juguetón, con un tono muy elevado (en torno a 300 herzios), declamaciones cortas y un ritmo regular. Es frecuente que la madre sincronice su maternés palmeando o acariciando a su bebé a un ritmo repetido y periódico. Su cara y los movimientos de su cabeza se hallan en sincronía con sus manos y su voz y el bebé a su vez suele responder al movimiento de las manos de su madre sincronizando sus sonrisas, arrullos y movimientos de mandíbula, labios y lengua. Esas piruetas son cortas, cuestión de segundos o milisegundos y finalizan cuando los dos se acompasan, de un modo habitualmente feliz. Madre e hijo entran con frecuencia en lo que se asemeja a un dueto sincronizado o alternante, marcado por un ritmo lento que oscila de manera estable en torno a las 90 pulsaciones por minuto. Esas observaciones son el fruto de un minucioso e interminable análisis de interacciones entre madre y bebé grabadas en vídeo por un equipo de psicólogos evolutivos dirigidos por Colwyn Trevarthen en la University of Edinburgh. Las investigaciones realizadas al respecto por Trevarthen le han convertido en un experto mundial en la protoconversación, un dueto en el que los actores «buscan según dice la armonía y el contrapunto para crear una melodía».22 Pero, más que establecer una especie de melodía, su interacción gira en torno a un tema central, las emociones. La frecuencia del contacto y del sonido de la voz de la madre transmite al bebé el reconfortante mensaje de su amor que, como dice Trevarthen, establece «un rapport no verbal y no conceptual inmediato». Este intercambio de señales establece un vínculo que permite a la madre alegrar, excitar, tranquilizar o sosegar a su bebé o, por el contrario, alterarle y provocar su llanto. Durante una protoconversación feliz, la madre y el bebé se sienten contentos y sintonizados pero, cuando la madre o el niño no cumplen con su parte de la conversación, los resultados son muy diferentes. Si la madre, por ejemplo, presta poca atención a su hijo o responde sin ganas, el bebé reacciona replegándose y, si la respuesta de la madre es inoportuna, se queda perplejo y angustiado. Si, por el contrario, es el bebé el que deja de participar en el juego, será la madre la que, a su vez, se sienta mal. Estas sesiones de protoconversación son, para el niño, seminarios intensivos en los que aprende a relacionarse. Aprendemos a sintonizar emotivamente con los demás mucho antes de disponer de palabras para referirnos a esos sentimientos. La protoconversación es la plantilla básica de toda relación humana, una conciencia tácita que nos sintoniza quedamente con los demás. Es por ello que la capacidad de entrar en sincronía como hicimos cuando éramos bebés guía todas las interacciones sociales que mantenemos a lo largo de nuestra vida. Y del mismo modo que, siendo niños, los sentimientos fueron el tema fundamental de la protoconversación, siguen siendo el vehículo a través del cual discurre la comunicación adulta. Este diálogo silencioso de sentimientos constituye el sustrato sobre el que se asientan los demás encuentros, la agenda oculta, en suma, de toda interacción. Esa espontaneidad sólo es posible gracias al concurso de la vía inferior. La amígdala, por ejemplo, sólo necesita treinta y tres milisegundos y, en ocasiones, diecisiete (menos de dos centésimas de segundo) para registrar las señales de miedo en el rostro de otra persona.5 Esto pone claramente de manifiesto la extraordinaria velocidad con que opera la vía inferior sin mediación consciente alguna de nuestra parte (aunque podamos sentir la emergencia difusa del desasosiego). Pero, por más que ignoremos conscientemente el modo en que opera esta sincronización interpersonal, lo cierto es que discurre con gran facilidad gracias a la participación de una clase muy especial de neuronas. Los espejos neuronales Aunque no debería tener más de dos o tres años, todavía conservo muy vivo el siguiente recuerdo. Caminaba con mi madre por el pasillo de la tienda de comestibles cuando una mujer me sonrió tiernamente y mi boca esbozó automáticamente una sonrisa. Ese día sentí claramente que mi insospechada sonrisa no procedía de mi interior, sino de fuera, como si mi rostro fuese una simple marioneta movida por hilos invisibles que tiraban de mis músculos. Hoy en día sé que esa inesperada reacción fue una consecuencia de la actividad de las llamadas neuronas espejo de mi joven cerebro. Porque la función de las neuronas espejo consiste precisamente en reproducir las acciones que observamos en los demás y en imitar o tener el impulso de imitar sus acciones. En estas neuronas se asienta, en suma, el mecanismo cerebral que explica el viejo dicho Cuando sonríes, el mundo entero sonríe contigo . Es muy probable que los grandes senderos de la vía inferior discurran a través de este tipo de neuronas. Hay muchos sistemas de neuronas espejo y, con el paso del tiempo, probablemente se descubran muchas más. Estas neuronas wifi son el fruto de un descubrimiento accidental. El hallazgo tuvo lugar en 1992, cuando los neurocientíficos que estaban cartografiando el mapa del área sensoriomotora del cerebro de un simio utilizaron electrodos tan minúsculos que podían ser implantados en una sola neurona y vieron las células que se activaban durante un determinado movimiento.6 La investigación demostró que la gran especificidad de las neuronas de esta región, porque algunas de ellas sólo se ponían en funcionamiento cuando el simio cogía algo con sus manos, mientras que otras sólo lo hacían cuando, por el contrario, lo dejaba. Lo realmente asombroso, sin embargo, tuvo lugar la calurosa tarde en que un auxiliar entró en el laboratorio con un helado de cucurucho. Los científicos se sorprendieron al descubrir la activación de una célula cerebral en el mismo instante en que el simio vio que el auxiliar se acercaba el helado a los labios. Entonces fue cuando se dieron cuenta de la activación de un conjunto diferente de neuronas cuando el simio simplemente observaba a otro simio o a uno de los experimentadores haciendo un determinado movimiento. A ese primer hallazgo de las neuronas espejo en el cerebro de los simios le siguió su descubrimiento en el cerebro humano. En un estudio muy interesante en el que un electrodo del tamaño de un láser controlaba la activación de una sola neurona en una persona despierta, se observó la excitación de la neurona tanto cuando la persona anticipaba el dolor de un pinchazo como cuando veía que alguien recibía un pinchazo, por ejemplo. Ésa fue la que bien podríamos calificar como una instantánea neuronal de los rudimentos de la empatía.7 Muchas neuronas espejo se encuentran en el córtex premotor, que gobierna actividades que van desde el lenguaje hasta el movimiento y la simple intención de actuar. De este modo, el hecho de que se hallen junto a las neuronas motoras implica que las regiones cerebrales desencadenantes de un determinado movimiento pueden verse fácilmente movilizadas por la observación de alguien ejecutando ese mismo movimiento.8 El ensayo mental de una determinada acción como imaginarnos pronunciando una conferencia o visualizando los delicados movimientos que intervienen en un swing de golf activan las mismas neuronas de la corteza premotora que se activan cuando efectivamente pronunciamos una conferencia o ejecutamos ese swing. Desde una perspectiva neurológica, simular un acto es lo mismo que realizarlo sólo que, en aquel caso, la ejecución real se halla, por así decirlo, inhibida.9 Las neuronas espejo se activan cuando vemos que alguien, por ejemplo, se rasca la cabeza o se enjuga una lágrima, de modo que parte de la activación neuronal de nuestro cerebro imita la suya. Y esto transmite a nuestras neuronas motoras la información de lo que estamos viendo, permitiéndonos participar en las acciones de otra persona como si fuésemos nosotros quienes realmente las estuviésemos ejecutando. Son muchos los sistemas de neuronas espejo que alberga el cerebro humano. Algunas se ocupan de imitar las acciones de los demás, mientras que otras se encargan de registrar sus intenciones, interpretar sus emociones o comprender las implicaciones sociales de sus acciones.10 Cuando, por ejemplo, voluntarios que están conectados a un RMNf contemplan un vídeo que muestra el semblante ceñudo o risueño de otra persona, las regiones que se activan en su cerebro son las mismas que operan en la persona que experimenta la emoción aunque no, obviamente, de un modo tan intenso.11 El fenómeno del contagio emocional se asienta en estas neuronas espejo, permitiendo que los sentimientos que presenciamos fluyan a través de nosotros y ayudándonos así a entender lo que está sucediendo y a conectar con los demás. Sentimos al otro en el más amplio sentido de la palabra experimentando en nosotros los efectos de sus sentimientos, de sus movimientos, de sus sensaciones y de sus emociones. La habilidad social depende de las neuronas espejo. Por un lado, el hecho de resonar con lo que advertimos que sucede en otra persona nos predispone a dar una respuesta rápida y adaptada. Por otro, las neuronas responden a los más pequeños indicios de la intención de moverse y nos ayudan así a rastrear la motivación que la alienta.12 Y es que el hecho de experimentar las intenciones de los demás y su motivación nos proporciona una información socialmente valiosa para aventurar, como camaleones sociales, lo que puede suceder a continuación. Las neuronas espejo son esenciales para el aprendizaje infantil. Hace ya tiempo que sabemos que el aprendizaje por imitación constituye el principal camino del desarrollo infantil, pero el descubrimiento de las neuronas espejo explica el modo en que los niños pueden aprender a través de la mera observación. De este modo, la observación va grabando en su cerebro un repertorio de emociones y conductas que le permiten conocer el modo en que funciona el mundo. Las neuronas espejo del ser humano son mucho más flexibles y diversas que las de los simios, reflejando así nuestras habilidades sociales más sofisticadas. Al imitar lo que otra persona siente o hace, las neuronas espejo establecen un ámbito de sensibilidad compartida que reproduce en nuestro interior lo que ocurre fuera. Así es como entendemos a los demás convirtiéndonos, al menos parcialmente, en ellos.13 Esta sensación virtual de lo que alguien está experimentando coincide con una noción emergente en el campo de la filosofía de la mente, según la cual, entendemos a los demás traduciendo sus acciones a un lenguaje neuronal que nos predispone a ejecutar sus mismas acciones y, de ese modo, nos permite sentir lo mismo que él está sintiendo.14 Dicho de otras palabras, yo entiendo sus acciones creando de ellas un modelo en mi cerebro. Como dice Giacomo Rizzolatti, el neurocientífico italiano que descubrió las neuronas espejo, estos sistemas «nos permiten entender lo que sucede en la mente de los demás no a través del razonamiento y el pensamiento conceptual, sino de la simulación directa y el sentimiento».15 La activación paralela de dos circuitos neuronales diferentes a través de la vía inferior nos proporciona la sensación inmediata de lo que realmente importa en un determinado momento, lo que genera la sensación de inmediatez intercerebral que la neurociencia ha denominado resonancia empática . Los signos externos de esos vínculos internos han sido minuciosamente descritos por Daniel Stern, psicólogo americano que trabaja en la Universidad de Ginebra y lleva décadas observando sistemáticamente la relación entre madres e hijos. Científico evolutivo de la tradición de Jean Piaget, Stern también se ha dedicado a explorar otro tipo de relaciones adultas como las que tienen lugar entre amantes o entre psicoterapeuta y paciente. Sus investigaciones han llevado a Stern a concluir que nuestro sistema nervioso «está construido para ser registrado por el sistema nervioso de los Guerra de memes Desde la década de los setenta, las canciones rap han glorificado el estilo de vida de las bandas juveniles, las armas, las drogas, la agresividad, la misoginia, los chulos, los buscavidas y el gusto por la ostentación. Pero últimamente las cosas parecen estar cambiando, como también lo hace la vida de algunos de sus músicos. «Parece como si el hip-hop tuviera que ver con fiestas, armas y mujeres reconoce Darryl McDaniels, cantante del conocido grupo de rap Run D.M.C. Pero McDaniels, que prefiere el rock and roll al rap, añade Eso está bien para estar en una disco pero, desde las nueve de la mañana hasta el momento en que me acuesto, esa música no me dice gran cosa».23 Esta queja presagia el advenimiento de una nueva ola rap que abraza una visión más completa, aunque todavía controvertida, de la vida. Como admitió John Stevens, uno de estos raperos reformados al que se conoce como Legend: «Lo cierto es que no me siento a gusto componiendo música que exalta la violencia y cosas por el estilo».24 En lugar de eso, Legend y su reformado colega rap Kanye West han ido derivando hacia una actitud que combina la autocrítica con la ironía social, una sensibilidad más acusada que refleja su experiencia vital y ha discurrido por caminos muy ajenos a los que siguieron la mayoría de las estrellas de rap del pasado. Stevens es graduado por la University of Pennsylvania y Kanye es el hijo de una profesora de universidad. Como dice Kanye: «Mi madre es profesora y yo también soy una especie de maestro». La letra del rap, como cualquier poema, ensayo o novela, puede entenderse como un sistema de transmisión de memes , es decir, de ideas que se transmiten de una mente a otra como lo hacen las emociones. No olvidemos que la noción de un meme se vio modelada por la de gen, una entidad que también se reproduce transmitiéndose de una persona a otra. Memes especialmente poderosos como los de democracia o higiene personal nos llevan a actuar de un determinado modo, porque son ideas que tienen un impacto muy poderoso.25 Y, cuando unos memes se oponen a otros, nos hallamos en presencia de una batalla de ideas. El poder de los memes parece deberse a su relación con la vía inferior, a través de su asociación con las emociones intensas. Tengamos en cuenta que, para nosotros, una idea es importante en la medida en que nos moviliza y eso es precisamente lo que hacen las emociones. Los ritmos oscilantes de la vía inferior intensifican el impacto provocado por la letra de las canciones rap (o de cualquier otra canción) y le proporcionan una fuerza muy superior a la que provocaría su mera lectura. Quizás, en este sentido, los memes sean algún día entendidos como neuronas espejo en acción. Sus guiones inconscientes determinan gran parte de lo que hacemos, especialmente cuando funcionamos en la modalidad automática . Pero cuanto mayor es su poder sutil para movilizarnos a actuar, más elusivos resultan. Veamos ahora el extraordinario poder que tienen los memes para dirigir lo que hacemos en las relaciones interpersonales.26 En un determinado experimento, un grupo de voluntarios escuchó una lista de palabras que contenían referencias indirectas a la mala educación, como grosero y asqueroso , mientras que otro grupo oyó palabras como considerado y educado , después de lo cual se les invitó a transmitir un mensaje a alguien que estaba hablando con una tercera persona. Los resultados pusieron de relieve que dos de cada tres de los que habían atravesado el primer proceso no tuvieron problema alguno en interrumpir la conversación, mientras que ocho de cada diez de los que habían atravesado por el segundo aguardaron hasta diez minutos antes de atreverse a interrumpirla.27 También hay otra forma en la que acontecimientos inadvertidos pueden conducir a sorprendentes sincronicidades. De qué otro modo podríamos explicar lo que, en cierta ocasión, nos sucedió a mi esposa y a mí mientras estábamos de vacaciones en una isla tropical. Una mañana vimos un precioso velero de cuatro palos navegando en la distancia que mi esposa me propuso fotografiar, de modo que así lo hice, la primera foto que tomábamos en los diez días que llevábamos allí. Pocas horas después, decidí meter la cámara en la mochila y llevarla al restaurante en el que íbamos a comer. Mientras caminábamos en dirección al chiringuito, ubicado en una playa cercana, se me ocurrió comentarle que había cogido la cámara pero, antes de pronunciar una sola palabra, me preguntó: ¿Has traído la cámara? . Fue como si me hubiera leído la mente. Este tipo de sincronicidades parecen ser el correlato verbal del contagio emocional. Nuestros trenes asociativos discurren a través de cauces, circuitos de aprendizaje y recuerdos concretos y, cuando uno de ellos se ha visto estimulado, aun por la mera mención, sigue activo en el inconsciente, más allá del alcance de nuestra atención activa.28 Como dijo el famoso dramaturgo ruso Anton Chejov, jamás pongas nunca un arma en el decorado de la pared del segundo acto que no pienses usar al finalizar el tercer acto, porque los espectadores ya estarán aguardando escuchar los primeros disparos. El simple hecho de pensar en una determinada acción predispone a nuestra mente a realizarla, proporcionándonos así una especie de guía para acometer nuestras rutinas cotidianas sin necesidad de realizar el esfuerzo consciente de pensar en todo lo que debemos hacer a continuación, una especie de agenda mental de las cosas que tenemos que hacer. Así, por ejemplo, el hecho de ver el cepillo de dientes en el lavabo nos invita a cogerlo y a lavarnos automáticamente los dientes. Este impulso a la acción guía todo tipo de actividades. Es por ello que, cuando alguien nos habla en voz baja, nosotros le respondemos del mismo modo y que, cuando hacemos un comentario sobre la última carrera de Fórmula Uno que hemos visto a alguien que está conduciendo por una autopista, lo más probable es que pise el acelerador sin darse cuenta siquiera de ello. Parece como si el cerebro sembrase sentimientos, pensamientos e impulsos similares en el cerebro de los demás. Los trenes asociativos que discurren por vías paralelas pueden llevar a dos personas a pensar, hacer o decir casi lo mismo en el mismo momento. Lo más probable es que, cuando mi esposa y yo tuvimos el mismo pensamiento, alguna percepción momentánea desencadenara en nosotros una cadena asociativa que nos llevó a ambos a pensar en la cámara. Esa intimidad mental refleja también una proximidad emocional. Es por ello que, cuanto más cercana y comunicativa sea una determinada pareja, más exacta será también su comunicación intuitiva.29 Cuanto más conocemos a alguien y mayor es nuestro rapport, más probable es también que confluyan nuestros pensamientos, sentimientos, percepciones y recuerdos,30 en una especie de fusión mental en la que podemos llegar a percibir, pensar y sentir lo mismo que la otra persona. Ese tipo de convergencia se da aun entre desconocidos que se convierten en amigos. Consideremos ahora el siguiente estudio realizado en Berkeley sobre estudiantes universitarios a los que se les había asignado la misma habitación de una residencia. Los investigadores seleccionaron a varias parejas de recién ingresados y rastrearon sus respuestas emocionales mientras visionaban varias secuencias cinematográficas, una de ellas una divertida comedia protagonizada por Robin Williams y la otra un dramón que mostraba el duelo de un niño por la muerte de su padre. En el primer visionado, las reacciones de las personas que acababan de conocerse eran tan diferentes como las de cualquier otro par de desconocidos tomados al azar. Siete meses más tarde, sin embargo, resultaron sorprendentemente similares.31 La locura de las masas Los hooligans son las bandas de fanáticos del fútbol responsables de las batallas campales que de vez en cuando sacuden los estadios europeos. Pero, independientemente del país en el que ocurran, la fórmula que genera este tipo de episodios es siempre la misma. La cosa comienza cuando una pequeña panda de forofos llega al lugar del encuentro con varias horas de antelación y empieza a beber hasta emborracharse, alborotando y cantando las canciones de su club. En la medida en que la multitud va congregándose, el grupo se sume en ella ondeando la bandera de su equipo, con cánticos y gritos en contra del equipo rival que acaban propagándose a toda la masa. Algunos de los forofos se entremezclan entonces con los seguidores del otro equipo y la agresividad va en aumento, CAPÍTULO 4 EL INSTINTO DEL ALTRUISMO Una tarde en el Princeton Theological Seminary, cuarenta estudiantes en prácticas aguardaban para pronunciar un breve sermón del que posteriormente serían evaluados. A la mitad de ellos se les había asignado temas de la Biblia entresacados al azar, mientras que la otra mitad debía hablar de la parábola del buen samaritano, que se detuvo a socorrer a un menesteroso con el que tropezó en su camino y al que ignoraban personas supuestamente más piadosas . Cada quince minutos, uno de los seminaristas debía dirigirse al edificio en el que tenía que pronunciar su sermón, sin saber que estaba participando involuntariamente en un experimento sobre el altruismo. Su camino pasaba necesariamente por una puerta en la que un pordiosero pedía limosna. Veinticuatro de los cuarenta estudiantes pasaron junto a él ignorándole sin que, en ello, tuviera la menor incidencia el hecho de estar pensando en la parábola del buen samaritano.1 La investigación demostró la importancia que posee la variable tiempo, porque sólo uno de cada diez de quienes creían llegar tarde se detuvo, una proporción que fue seis veces superior entre quienes creían disponer de suficiente tiempo. De las muchas variables que intervienen en el altruismo, el hecho de tener tiempo suficiente para prestar atención ha demostrado ser especialmente crítica porque, en tal caso, nuestra empatía aumenta y, con ella, también lo hace la probabilidad de establecer un vínculo emocional. Obviamente, las personas difieren en su capacidad, disposición e interés en prestar atención. No debe extrañarnos, por tanto, que el adolescente malhumorado desconecte de su madre regañona, esté charlando amable y atentamente por teléfono, al instante siguiente, con su novia. Es precisamente por ello que los seminaristas que menos tiempo tenían fueron los más incapaces y menos dispuestos a prestar atención al mendigo porque, al hallarse sumidos en sus propios pensamientos, no sintonizaron con él y, en consecuencia, tampoco le brindaron su apoyo.2 Es poco probable que, quienes viven en ciudades muy ajetreadas, adviertan, saluden y ayuden a las personas con las que se cruzan a causa de lo que se ha denominado el trance urbano , un estado de ensimismamiento en el que, según los sociólogos, tendemos a sumirnos para sustraernos del incesante bombardeo de los estímulos que nos rodean. Pero esa estrategia, obviamente, no sólo nos desconecta de las distracciones, sino también de las apremiantes necesidades de quienes nos rodean con lo que, como dijo cierto poeta, acabamos enfrentándonos «al bullicio urbano aturdidos y ensordecidos». Tampoco debemos olvidar los muchos modos en que la sociedad cierra nuestras ventanas sensoriales. Es precisamente por ello que el mendigo que pide limosna en la calle de una ciudad no merece siquiera la atención de los peatones que, pocos metros más adelante, se detienen a escuchar y responder solícitamente a la mujer bien arreglada que pide firmas para una determinada causa política (aunque obviamente las cosas pueden discurrir, dependiendo de nuestras simpatías, exactamente al revés). Resumiendo, pues, nuestras prioridades, nuestra socialización y numerosos factores psicológicos y sociales pueden llevarnos a prestar o no atención y determinar así, en consecuencia, nuestra empatía y las emociones que experimentamos. El simple hecho de prestar atención establece una conexión emocional en cuya ausencia la empatía es imposible. Cuando hay que prestar atención Comparen ahora los acontecimientos que tuvieron lugar en el seminario de Princeton con lo que me ocurrió a mí un buen día en el que, después de la jornada laboral, me metí en una boca de metro de Times Square de la ciudad de Nueva York sumido en un torrente de seres humanos que, como siempre a esas horas, bajaban apresuradamente las escaleras de cemento dispuestos a coger el próximo tren. Entonces vi una imagen inquietante ya que, en mitad de la escalera, yacía, inmóvil y con los ojos cerrados, un hombre desaliñado y sin camisa. Nadie parecía advertir su presencia y todo el mundo, ansioso por regresar a casa, le sorteaba saltando literalmente por encima de su cuerpo. Horrorizado, me detuve para ver lo que ocurría y, en ese mismo instante, sucedió algo muy curioso ya que, de manera casi instantánea, un pequeño círculo de interesados se congregó a su alrededor. Entonces se desplegaron espontáneamente los emisarios de la misericordia, uno en dirección a un quiosco de perritos calientes para conseguir un poco de comida, otro en busca de una botella de agua y un tercero para llamar a un policía que, a su vez, solicitó por radio asistencia sanitaria. A los pocos minutos el hombre se había reanimado y aguardaba la llegada de una ambulancia comiendo felizmente. Entonces nos enteramos de que sólo hablaba español, no tenía dinero y había estado deambulando hambriento por las calles de Manhattan hasta acabar desmayándose en las escaleras del metro. ¿Qué fue lo que marcó la diferencia? Obviamente, el simple hecho de detenerme y prestar atención, lo que pareció despertar a los transeúntes de su trance, captar su atención y movilizarlos a la acción. Qué duda cabe de que, en nuestro camino de regreso a casa, todos nos hallábamos, de un modo u otro, sometidos a los estereotipos silenciosos derivados de los centenares de vagabundos que, lamentablemente, viven en las calles de Nueva York y de tantos otros centros urbanos modernos. Y es que los urbanitas nos enfrentamos a la ansiedad que genera ver a alguien en una situación tan terrible desarrollando el reflejo de desviar nuestra atención hacia otra parte. Creo que, en este sentido, mi propio reflejo se había visto afectado por un artículo que acababa de escribir para el New York Times sobre el efecto que el cierre de los hospitales psiquiátricos había provocado convirtiendo a las calles de la ciudad en una extensión del pabellón psiquiátrico. Para informarme sobre el tema había pasado varios días en una furgoneta con trabajadores sociales que se ocupaban de los vagabundos, llevándoles comida, ofreciéndoles refugio y persuadiendo a los muchos enfermos mentales que hay entre ellos una proporción sorprendentemente elevada de la necesidad de acudir a la clínica en busca de medicación. Ésa fue una experiencia que me permitió, durante unos días, contemplar a los vagabundos con ojos nuevos. Otros estudios que han empleado la situación del buen samaritano han puesto de relieve que las personas que se detienen a ayudar suelen hacerlo motivados por el malestar que esa situación les provoca y por una sensación empática de ternura.3 Y es que parece que la probabilidad de prestar ayuda aumenta cuando prestamos la atención suficiente como para sentir empatía. El simple hecho de ver a alguien echando una mano suele tener un efecto edificante , término con el que los psicólogos se refieren al efecto que provoca en nosotros la observación de un acto bondadoso. Esa inspiración es, de hecho, el estado que dicen experimentar emocionados y aun conmocionados quienes presencian una acción amable, tolerante y compasiva. Los actos habitualmente calificados como más edificantes consisten en ayudar a los pobres, a los enfermos y a quienes están atravesando una situación difícil. Pero no es necesario que esas acciones sean tan exigentes como hacernos cargo de toda una familia ni tan desinteresadas como la Madre Teresa, que se ocupó de los desheredados de Calcuta, porque la simple consideración puede resultar edificante. En un determinado estudio realizado en Japón, por ejemplo, las personas calificaron como kandou (es decir, situaciones que conmovieron su corazón), el simple hecho de ver a un miembro de una pandilla juvenil ceder a un anciano su asiento del metro.4 La investigación realizada al respecto sugiere que este tipo de situaciones pueden ser contagiosas. En este sentido, el simple hecho de presenciar un acto bondadoso moviliza el impulso de realizar otro. Tal vez ésa sea una de las razones por las que los cuentos míticos de todo el mundo abundan en personajes proporciona menos comida, no provoca ninguna sacudida. De los dos restantes, uno deja de tirar cualquier cadena durante cinco días, mientras que el otro se abstiene durante doce días, sin que parezca preocuparle pasar hambre si, con ello, impide que su congénere reciba una descarga. Casi desde el mismo momento del nacimiento, los bebés que ven u oyen el llanto de otro bebé, empiezan a llorar, como si ellos estuvieran también angustiados, cosa que rara vez sucede cuando escuchan una grabación de su propio llanto. A partir de los catorce meses, sin embargo, los bebés no se contentan con llorar cuando escuchan el llanto de otro bebé, sino que también tratan de aliviar, de algún modo, su sufrimiento, una respuesta que parece fortalecerse en la medida en que crece. Pareciera, pues, como si los conejillos de indias, los macacos y los bebés compartiesen el mismo impulso automático que dirige su atención hacia el sufrimiento de sus semejantes, desencadenando en ellos idénticos sentimientos y llevándoles a tratar de ayudarles. ¿A qué podemos atribuir la presencia del mismo tipo de respuesta en especies tan diferentes? Simplemente, al hecho de que la naturaleza parece conservar las soluciones que funcionan y emplearlas una y otra vez. Son muchas las especies que comparten los rasgos más avanzados del cerebro. Es evidente y está claramente demostrado que la arquitectura neuronal de los seres humanos se asemeja mucho a la de otros mamíferos, especialmente los primates. La similitud existente entre distintas especies y el mismo impulso a ayudar sugieren la existencia de circuitos cerebrales subyacentes similares. A diferencia de lo que ocurre en el caso de los mamíferos, los reptiles no muestran el menor rasgo de empatía, llegándose incluso a comer sus propias crías. Es cierto que el ser humano puede llegar a ignorar a alguien que se encuentra en apuros, pero esa insensibilidad parece reprimir un impulso más primitivo y automático que lleva a ayudar a quienes se encuentran en peligro. Las observaciones científicas realizadas en este sentido parecen indicar la existencia de un sistema de respuesta integrado en el cerebro humano del que sin duda forman parte las neuronas espejo que se pone en marcha cada vez que advertimos el sufrimiento de alguien y de inmediato sentimos lo mismo que él, una sensación cuya intensidad determina poderosamente nuestra tendencia a ayudar. Este instinto compasivo proporciona una clara ventaja en el nivel de adaptabilidad evolutiva, adecuadamente definida como éxito reproductivo y que se refiere al número de hijos que sobreviven para tener su propia descendencia. Hace ya casi un siglo, Charles Darwin señaló que la empatía, preludio de la acción compasiva, ha sido una herramienta de supervivencia muy eficaz.8 No olvidemos que la empatía lubrica la sociabilidad y que el ser humano es el animal social por excelencia. En este sentido, hay indicios de que la sociabilidad ha sido la estrategia fundamental de supervivencia de nuestra especie y que sus rudimentos se remontan a los primates. La importancia de la amabilidad resulta evidente también en los primates que viven hoy en día en estado salvaje en un mundo no muy distinto al de colmillos y garras de la prehistoria humana, cuando sólo unos pocos de ellos sobrevivían y tenían descendencia. Consideremos la colonia de cerca de mil macacos que vive en la remota isla caribeña de Cayo Santiago y que desciende de la misma camada que, en los años cincuenta, se vio trasplantada desde su India nativa. Estos macacos viven en pequeños grupos y, al llegar a la adolescencia, las hembras se quedan mientras los machos abandonan el grupo de origen para encontrar su lugar en otro grupo. Esta transición no está exenta de problemas porque, cuando un joven macho trata de hacerse un hueco en un grupo no familiar, mueren hasta el 20 por ciento de ellos. Las investigaciones científicas que han extraído muestras del líquido cefalorraquídeo espinal de cien macacos adolescentes han puesto de relieve que los más sociables presentan los niveles más bajos de hormonas del estrés, una función inmunitaria más fuerte y, lo que es más importante, se hallan mejor preparados para aproximarse, hacerse amigos o enfrentarse a los machos del nuevo grupo. Parece pues que los más sociables son los que más probabilidades tienen de sobrevivir.9 Veamos ahora otro dato procedente también del mundo de los primates, esta vez de los mandriles que viven en Kenya cerca del Kilimanjaro, para los cuales la infancia resulta muy peligrosa porque, en los buenos años, muere cerca del 10 por ciento de los niños, un porcentaje que aumenta, en los malos, hasta el 35 por ciento. Pero cuando los biólogos observaron a las madres de esos mandriles, descubrieron que las más sociables es decir, las que más tiempo invertían en el acicalamiento o socializando de algún otro modo tenían hijos con mayores probabilidades de sobrevivir. Son dos las razones señaladas por los biólogos para explicar el modo en que la amabilidad de la madre contribuye a la supervivencia de su prole. Por un lado, la pertenencia a un grupo gregario que puede defender a sus bebés del hostigamiento y encontrar mejor comida y cobijo. Por el otro, cuanto más acicalamiento dan y obtienen las madres, más relajados y sanos tienden a ser sus hijos, ya que los mandriles sociables también acaban generando mejores madres.10 El impulso natural que nos lleva a ayudar a los demás puede rastrearse hasta las situaciones de escasez en las que se forjó el cerebro humano. No parece difícil conjeturar el modo en que la pertenencia a un grupo favorecía la supervivencia en las peores condiciones y viceversa, el modo en que el individuo aislado compitiendo con un grupo en un entorno de escasos recursos podía suponer una desventaja realmente letal. Es muy probable que un rasgo tan valioso en la lucha por la existencia haya acabado integrándose en la estructura misma de nuestros circuitos cerebrales, porque lo que demuestra ser más eficaz para transmitir los genes a las futuras generaciones más importancia adquiere en nuestro legado genético. Si la sociabilidad brindó al ser humano una estrategia ganadora durante la prehistoria, lo mismo sucede con los sistemas cerebrales a través de los que opera la vida social.11 Poco debería por tanto sorprendernos la importancia que tiene nuestra tendencia a la empatía, el conector esencial. Un ángel en la tierra Una colisión frontal había convertido su coche en un verdadero acordeón. Con dos huesos de la pierna derecha rotos, se hallaba atrapada entre los restos del automóvil siniestrado, dolorida, indefensa y confundida. Un transeúnte jamás averiguó su nombre se arrodilló entonces junto a ella, tomó su mano y la consoló mientras los bomberos trataban de liberarla, lo que la mantuvo tranquila, a pesar del dolor y la ansiedad. Fue como le llamó más tarde mi ángel en la tierra.12 Jamás sabremos exactamente qué sentimientos llevaron a ese ángel a arrodillarse junto a esa mujer y consolarla pero, en cualquiera de los casos, la compasión se asienta necesariamente sobre la empatía. La empatía requiere de algún tipo de compromiso emocional, un requisito esencial para comprender cabalmente el mundo interno de otra persona.13 No cabe la menor duda de que, en este caso, se hallan también en juego las neuronas espejo. Como dijo cierto neurocientífico: «Ella son las que nos proporcionen la riqueza de la empatía, el mecanismo fundamental que nos lleva experimentar personalmente el dolor que vemos que está sintiendo otra persona».14 Constantin Stanislavski, el creador ruso del conocido método de formación de actores que lleva su nombre, se dio cuenta de que el actor que vive un determinado papel puede apelar a sus recuerdos emocionales pasados para evocar un sentimiento poderoso en el presente. Pero esos recuerdos, según Stanislavski, no se hallan limitados a nuestras experiencias, porque gracias a la empatía podemos apelar perfectamente a las emociones de los demás. Como aconseja el legendario maestro de actores «debemos estudiar a los demás y acercarnos emocionalmente a ellos tanto como podamos, hasta que la simpatía acabe convirtiéndose en un sentimiento».15 El consejo de Stanislavski parece profético porque los estudios realizados sobre imagen cerebral han puesto de relieve que, cuando preguntamos ¿cómo se siente? , se activan los mismos circuitos neuronales que se ponen en marcha cuando preguntamos ¿cómo se siente ella? . Y es que el cerebro actúa de Desde esta perspectiva, es como si, cuando pretendemos aliviar el sufrimiento de los demás, lo hiciéramos motivados por nuestro propio interés. De hecho, hay una escuela moderna de teoría económica que, siguiendo a Hobbes, sostiene la opinión de que la caridad se debe parcialmente al placer derivado de imaginar el consuelo de la persona beneficiada y del alivio que conlleva aliviar nuestra propia ansiedad. Las versiones más actuales de esta teoría han tratado de reducir los actos altruistas a formas disfrazadas de interés por uno mismo.25 Hasta hay una versión, según la cual la compasión es el efecto de un gen egoísta que trata de maximizar su probabilidad de transmitirse a la siguiente generación favoreciendo a los parientes cercanos que lo lleven.26 Pero, por más ciertas que sean estas explicaciones, sólo resultan aplicables a casos muy especiales porque, como bien dijo el sabio chino Mencio (o Mengzi) en el siglo III aC, siglos antes de Hobbes, hay otro punto de vista que brinda una explicación más inmediata y universal: «La mente del ser humano no puede soportar el sufrimiento de sus semejantes».27 La neurociencia actual corrobora la visión de Mencio, añadiendo algunos datos a este debate multisecular. Cuando vemos a alguien en apuros, en nuestro cerebro reverberan circuitos similares, en una especie de resonancia empática neuronal que constituye el preludio mismo de la compasión. De este modo, el llanto de un niño reverbera en el cerebro de sus padres, provocando en ellos la misma sensación que, a su vez, les moviliza automáticamente a hacer algo que le tranquilice. Esto significa que, de un modo u otro, nuestro cerebro está predispuesto hacia la bondad. Automáticamente acudimos en ayuda del niño que grita despavorido o abrazamos a un bebé sonriente. Esos impulsos emocionales son predominantes y elicitan reacciones instantáneas y no premeditadas. Que ese flujo de empatía que nos lleva a actuar discurra de un modo tan automático sugiere la existencia de circuitos cerebrales que se ocupan de ello. El desasosiego, pues, estimula el impulso a ayudar. Cuando escuchamos un grito de desesperación, se movilizan en nuestro cerebro las mismas regiones que experimentan la angustia, así como también la corteza cerebral premotora, un signo de que estamos preparándonos para la acción. De manera semejante, al escuchar una historia triste en un tono pesaroso se activa en el oyente la corteza motora que guía los movimientos , así como también la amígdala y los circuitos relacionados con la tristeza.28 Asimismo, este estado compartido estimula el área motora del cerebro y nos prepara para ejecutar la acción pertinente. Nuestra percepción inicial nos predispone a la acción, puesto que ver es prepararnos para hacer.29 Los circuitos neuronales de la percepción y de la acción comparten, en el lenguaje cerebral, un código común que permite que lo que percibimos nos conduzca casi de inmediato a la acción apropiada. Ver o escuchar una determinada expresión emocionada o tener nuestra atención orientada hacia un determinado tema estimula de inmediato las neuronas a las que afecta ese mensaje. Todo esto fue anticipado ya por Charles Darwin que, en 1872, escribió un erudito tratado sobre las emociones que los científicos siguen considerando muy interesante.30 Aunque Darwin consideró a la empatía como un factor de supervivencia, la interpretación errónea popular de su teoría evolucionista enfatiza, como dijo Tennyson, «la naturaleza roja de dientes y garras», una visión despiadada sostenida por los darvinistas sociales , según la cual, la naturaleza sacrifica a los débiles, distorsionando así la evolución como una forma de racionalización de la codicia. Darwin consideraba que cada una de las emociones nos predispone a actuar de un determinado modo. Así, por ejemplo, el miedo nos paraliza y nos conduce hacia la huida; la ira nos moviliza hacia la lucha; la alegría nos prepara para el abrazo, etcétera, etcétera, etcétera, algo que se ha visto corroborado neuronalmente por los recientes estudios de imagen cerebral. En este sentido, la activación provocada por una determinada emoción estimula el correspondiente impulso a actuar. La vía inferior permite que el sentimiento-acción nos lleve a establecer vínculos interpersonales. Cuando, por ejemplo, vemos que alguien está asustado aunque sólo sea en su postura corporal o en el modo en que se mueve se activan de inmediato en nuestro cerebro los circuitos relacionados con el miedo y, junto a este contagio, se activan también las regiones cerebrales que nos predisponen a realizar la correspondiente acción. Y lo mismo podríamos decir con respecto a otras emociones, como la ira, la alegría, la tristeza, etcétera. De este modo, el contagio emocional no se limita a transmitir sentimientos, sino que también prepara automáticamente al cerebro para ejecutar la acción correspondiente.31 Según una regla general de la naturaleza, los sistemas biológicos emplean la mínima cantidad de energía, algo que el cerebro realiza estimulando las mismas neuronas cuando percibe una acción que cuando la ejecuta, una economía que se repite en todos los niveles del cerebro. En el caso especial de que alguien se encuentre en peligro, el vínculo percepción-acción hace que tratar de ayudar sea una tendencia natural del cerebro. De este modo, sentir con nos predispone a actuar por. Hay datos que sugieren que, en la mayoría de las situaciones, el ser humano tiende a ayudar antes a sus seres queridos que a un extraño. A pesar de ello, sin embargo, la sintonía emocional con un desconocido que se halla en apuros nos conduce a ayudarle del mismo modo que lo haríamos con nuestros seres más queridos. Así, por ejemplo, es más probable que las personas más entristecidas por el llanto de un niño de un orfanato, entreguen dinero o incluso ofrezcan al niño un hogar provisional, sin importar la distancia social que los separe. La predisposición que nos lleva a ayudar a los similares desaparece en el mismo instante en que nos hallamos ante alguien desesperado o en una situación muy difícil. En un encuentro directo con tal persona, el vínculo intercerebral primordial nos lleva a experimentar su sufrimiento como si fuera el nuestro y estimula, en consecuencia, nuestra acción.32 Y no olvidemos que ese enfrentamiento directo con el sufrimiento fue, en el inmenso período de tiempo en que la distancia interpersonal se medía en centímetros o en palmos, la regla. Pero por qué, si el cerebro humano dispone de un sistema destinado a sintonizar con los problemas que experimenta otra persona y nos predispone a ayudarle, no siempre lo hacemos así. Son muchas las posibles respuestas que han puesto de relieve los numerosos experimentos realizados al respecto en el campo de la psicología social. Pero la más sencilla de todas tal vez sea que la vida moderna va en contra de eso y nos relacionamos a distancia con los necesitados, lo que implica que no experimentamos la inmediatez del contagio emocional directo, sino tan sólo la empatía cognitiva o, peor todavía, que nos quedamos en la mera simpatía y, si bien sentimos lástima por la persona, no experimentamos su desasosiego y nos mantenemos a distancia, lo que debilita así el impulso innato a ayudar.33 Como señalan Preston y De Waal: «En la era del correo electrónico, los ordenadores, las frecuentes mudanzas y las ciudades dormitorio, la balanza se aleja cada vez más de la percepción automática y exacta del estado emocional de los demás en cuya ausencia es imposible la empatía». Las distancias sociales y virtuales que caracterizan a la vida han generado una anomalía que hoy en día consideramos normal. Y esa distancia impide el desarrollo de la empatía, sin la cual es imposible el altruismo. En muchas ocasiones se ha dicho que el ser humano es naturalmente bondadoso y compasivo con algún que otro ribete esporádico de maldad, pero esa afirmación no se ha visto, hasta el momento, respaldada por la ciencia y la historia parece, muchas veces, empeñarse en contradecirla. Pero ahora invito al lector a hacer el siguiente experimento: imagine el número de personas que, en todo el mundo, podrían haber cometido hoy en día un acto antisocial, desde la simple descortesía y el engaño hasta la violación y el homicidio y convierta a ese número en el sustraendo de una fracción en cuyo minuendo coloca el número de actos antisociales que realmente ocurren a diario y que nos proporciona una tasa de maldad potencial que tiende a cero cualquier día del año. Si, por el contrario, coloca en el minuendo el número de actos bondadosos realizados un determinado día, la ratio bondad/maldad será siempre positiva (un dato que habitualmente se nos presenta como si lo cierto fuera lo contrario). El investigador de Harvard Jerome Kagan propone el siguiente ejercicio mental para subrayar un aspecto muy concreto de la naturaleza humana, es decir, que la suma total de la bondad es muy superior a la de la maldad: «Aunque los seres humanos hayan heredado un sesgo biológico que les permite desencadenante de muchas reacciones emocionales) y el tronco cerebral (es decir, la región reptiliana , que controla nuestras respuestas automáticas). Esta estrecha conexión sugiere la existencia de un vínculo rápido y poderoso que facilita la coordinación instantánea entre el pensamiento, el sentimiento y la acción. Esta autopista neuronal coordina los inputs procedentes de la vía inferior (originados en los centros emocionales, el cuerpo y los sentidos) con los que vienen de la vía superior (que dan sentido a los datos y determinan las intenciones y planes que guían nuestras acciones).1 Esta conexión entre la parte superior de la corteza cerebral y las regiones subcorticales inferiores convierte a la corteza orbitofrontal en una auténtica encrucijada entre la vía superior y la vía inferior, un epicentro que se ocupa de dar sentido al mundo social que nos rodea. Para integrar la experiencia externa y la experiencia interna, la corteza orbitofrontal debe llevar a cabo un proceso de cálculo social instantáneo que nos indica cómo nos sentimos con una determinada persona, cómo se siente ella con nosotros y cuál debe ser, en función de todo ello, nuestra respuesta. De estos circuitos neuronales dependen la delicadeza, el rapport y las relaciones sociales amables,2 porque la corteza orbitofrontal contiene neuronas esenciales para detectar las emociones en las expresiones del rostro de los demás y en los matices de su tono de voz y, al conectar esos mensajes sociales con nuestra experiencia visceral, sentir el modo en que se sienten.3 Son precisamente estos circuitos los que nos permiten determinar el significado afectivo que algo o alguien tiene para nosotros. No es de extrañar que, en este sentido, el RMNf haya puesto de relieve una activación de la corteza orbitofrontal cuando una madre ve una imagen de su propio hijo, cosa que no sucede cuando contempla imágenes de otros bebés y que esa activación determine la intensidad de sus sentimientos de amor y cordialidad.4 Hablando en términos técnicos, los circuitos ligados a la corteza orbitofrontal asignan un valor hedónico a nuestro mundo social y nos permiten cobrar conciencia de lo que nos gusta, de lo que nos desagrada y de lo que adoramos. Y ello también explica, en consecuencia, algunos de los aspectos que configuran el entramado neuronal de un beso. La corteza orbitofrontal también valora algunas cuestiones estético- sociales, como nuestra reacción al olor de una persona, una señal primordial que suele evocar sensaciones muy intensas de gusto o disgusto (de las que depende, por cierto, el éxito de la perfumería). Recuerdo que, en cierta ocasión, un amigo me dijo que únicamente podía amar a una mujer cuyo olor al besarla le gustase. El beso posee una cualidad motora que se pone en funcionamiento antes incluso de que las percepciones alcancen la conciencia y cobremos conciencia de los sentimientos subterráneos que se han activado en nosotros. Pero no son esos, obviamente, los únicos circuitos neuronales implicados porque, aun en el primer beso, los osciladores adaptan y coordinan la tasa de estimulación neuronal y de activación motora encargados de la delicada tarea de guiar a las dos bocas a la velocidad y trayectoria adecuada para que los labios se encuentren suavemente sin que los dientes entrechoquen. La velocidad de la vía inferior Escuchemos el modo en que un profesor que conozco eligió a su secretaria, la persona con la que debía pasar la mayor parte de la jornada laboral: «Apenas entré en la sala de espera en que estaba sentada me di inmediatamente cuenta de que su sola presencia me sosegaba. Entonces supe que se trataba de una persona con la que resultaría muy fácil estar. No por ello, obviamente, dejé de echar un vistazo a su currículum pero, desde el mismo comienzo, supe que acabaría contratándola y, desde entonces, no lo he lamentado un solo instante.» Intuir si una persona nos gusta o no significa conjeturar si estableceremos con ella un buen rapport o, al menos, si nos llevaremos bien con ella. ¿Pero cómo seleccionamos, de entre toda la gente que nos rodea, a nuestros amigos, a nuestros socios o a nuestra pareja? ¿Cómo detectamos, en suma, a las personas que nos atraen y las diferenciamos de aquellas otras que nos resultan indiferentes? Gran parte de este proceso de toma de decisiones parece depender de la primera impresión. En un estudio muy revelador, un grupo de universitarios pasaron, el primer día de clase, entre tres y diez minutos relacionándose con un extraño e, inmediatamente después, estimaron la probabilidad de que acabasen convirtiéndose en buenos amigos o en meros conocidos. La investigación puso de relieve que, nueve semanas más tarde, esa estimación predijo con considerable exactitud el curso real de la relación.5 Lo que hacemos durante esos juicios tan precisos depende básicamente, según los neurocientíficos, de un conjunto inusual de neuronas, las neuronas fusiformes. Como su nombre indica, esas neuronas tienen forma de huso, con un cuerpo cuatro veces más grande que el de cualquier otra neurona del que emergen las dendritas y un axón largo y grueso que establece las conexiones interneuronales. Si tenemos en cuenta que la velocidad de transmisión del impulso nervioso depende del tamaño de los brazos que conectan a las neuronas implicadas, no es de extrañar la extraordinaria velocidad de las células fusiformes. Existe una densa red de células fusiformes que conectan la corteza orbitofrontal con la parte superior del sistema límbico, la llamada corteza cingulada anterior (CCA), que orienta nuestra atención y coordina nuestros pensamientos, emociones y respuestas corporales con nuestros sentimientos, estableciendo así una suerte de centro de control neuronal.6 Desde esta unión crítica, las células fusiformes se extienden a muchas otras regiones cerebrales diferentes.7 El tipo de substancias a que responden los axones pone de manifiesto la función que desempeñan en las relaciones sociales. En este sentido, las células fusiformes son ricas en receptores de serotonina, dopamina y vasopresina, cuyo papel resulta esencial en las relaciones interpersonales, en el amor, en nuestros estados de ánimo positivos y negativos y en el placer. Algunos neuroanatomistas afirman que las células fusiformes constituyen un rasgo distintivo del ser humano, porque nosotros poseemos una cantidad de células fusiformes mil veces superior a la de los simios, nuestros parientes más cercanos, que sólo poseen varios centenares y no parecen hallarse presentes en el cerebro de ningún otro mamífero.8 También hay quienes sostienen que las células fusiformes explican por qué algunas personas (o especies de primates) son socialmente más conscientes o sensibles que otras,9 algo que coincide con los resultados de ciertas investigaciones de imagen cerebral que han puesto de relieve una mayor activación de la corteza cingulada anterior en las personas interpersonalmente más conscientes, es decir, en las personas que no sólo saben valorar adecuadamente una determinada situación social, sino que también son capaces de sentir el modo en que otros pueden llegar a percibirla.10 Una de las regiones de mayor concentración de células fusiformes de la corteza orbitofrontal se denomina F1 y se activa durante nuestras reacciones emocionales a los demás, especialmente durante la llamada empatía instantánea.11 Cuando una madre, por ejemplo, escucha el llanto de su hijo o cuando experimentamos el sufrimiento de un ser querido, el escáner cerebral muestra una especial activación en esa zona, que también tiene lugar en momentos emocionalmente cargados, como cuando contemplamos la imagen de una persona amada, cuando alguien nos parece atractivo o cuando juzgamos si están tratándonos bien o están engañándonos. Otra región en la que también abundan las células fusiformes es la llamada área 24 de la corteza cingulada anterior, que se pone en marcha cuando experimentamos una emoción intensa y desempeña un papel esencial en nuestra vida social, orientando el despliegue y el reconocimiento de la expresión facial de las emociones. Esta región, a su vez, se halla fuertemente conectada con la amígdala, asiento de nuestras primeras impresiones y detonante también de muchos de esos sentimientos. La rapidez que caracteriza a este tipo de neuronas parece explicar la extraordinaria velocidad con que opera la vía inferior. Cuando conocemos a alguien, por ejemplo, nuestra sensación de gusto o disgusto puede presentarse antes incluso de nombrar lo que estamos percibiendo.12 y 13 Es por todo ello que las células fusiformes pueden explicar el modo en que la vía inferior nos proporciona una valoración instantánea de gusto o disgusto milisegundos antes de saber siquiera lo que ha ocurrido.14 experimentar, por ello, esa decisión como una comprensión consciente de las reglas que guían la decisión, sino como una sensación de corrección . La corteza orbitofrontal, en suma, determina nuestra acción después de enterarse de cómo nos sentimos con alguien y lo hace inhibiendo la primera respuesta instintiva, que podría llevarnos a actuar de un modo que luego lamentaríamos. Esta secuencia no sólo ocurre una vez, sino que lo hace de continuo durante cualquier interacción social. Nuestros mecanismos primarios de guía social se apoyan, pues, en una serie de tendencias emocionales, ya que nuestra acción será diferente si la persona con la que estamos nos gusta o nos desagrada y, si nuestros sentimientos cambian a lo largo de la interacción, el cerebro social se encarga de ajustar silenciosamente lo que decimos y hacemos al respecto. Lo que sucede en esos instantes resulta esencial para una vida social satisfactoria. Las decisiones de la vía superior Una conocida me comentó, en cierta ocasión, que se hallaba muy preocupada por su hermana, a la que un trastorno mental había tornado muy proclive a los ataques de ira. La relación entre las dos era muy amable y cordial pero, sin previo aviso, su hermana la acusaba y atacaba como si estuviera paranoica. Como me dijo mi amiga: Cada vez que me acerco a ella, me daña . Así fue como empezó a protegerse de lo que experimentaba como una agresión emocional , espaciando sus encuentros, sin responder de inmediato a sus llamadas y esperando, en el caso de que su voz en el contestador sonase demasiado enfurecida, un par de días, para darle así el tiempo necesario para calmarse. Pero lo cierto es que estaba preocupada por su hermana y no quería alejarse de ella de modo que, cuando se sentía atacada, recordaba el trastorno mental y no se lo tomaba como algo personal, ejercitando así una suerte de judo mental interior que la protegía del contagio nocivo. La naturaleza automática del contagio emocional nos torna vulnerables a las emociones aflictivas. Pero ése no es más que el comienzo de la historia porque también podemos, cuando es necesario, apelar a varias estrategias mentales para contrarrestarlo que, cuando una determinada relación se ha tornado destructiva, nos ayudan a establecer una distancia emocional protectora. La vía inferior opera a gran velocidad, pero ello no nos deja a merced de lo que sucede en ese pequeño intervalo porque, cuando la vía inferior nos causa problemas, la superior puede, no obstante, protegernos. La vía superior nos proporciona alternativas que discurren fundamentalmente a través de circuitos neuronales ligados a la corteza orbitofrontal. Los mensajes viajan de continuo de un lado a otro de los centros de la vía inferior, que disparan nuestra reacción emocional, incluyendo el simple contagio. Pero la corteza orbitofrontal, sin embargo, también envía un flujo paralelo de información para activar los centros superiores y estimular así nuestros pensamientos al respecto, un ramal ascendente, por decirlo así, que nos proporciona una comprensión más exacta de lo que está sucediendo y posibilita una respuesta más matizada. De este modo, la vía superior y la vía inferior participan en todos nuestros encuentros interpersonales, en los que la corteza orbitofrontal desempeña el papel de estación de relevo. La vía inferior, con sus neuronas espejo ultrarrápidas, funciona como una especie de sexto sentido que nos permite sentir, aunque sea de un modo vago y sin ser claramente conscientes de la conexión, lo que sienten los demás. Esta especie de empatía primordial instantánea desencadena en nosotros una respuesta emocional completamente ajena a toda intervención del pensamiento. La vía superior, por el contrario, se activa cuando prestamos una atención deliberada a la persona con la que estamos hablando para comprender mejor lo que está ocurriendo y cambiar, de ese modo, nuestro estado de ánimo, algo que depende fundamentalmente de nuestro cerebro pensante, en particular, de los centros prefrontales. En este sentido, la vía superior amplía y flexibiliza el repertorio establecido y fijo de respuestas de la vía inferior activando su inmensa variedad de ramificaciones neuronales y aumentando exponencialmente, en consecuencia, nuestras posibilidades de respuesta a medida que transcurren los milisegundos. Así pues, mientras que la vía inferior nos proporciona una afinidad emocional instantánea, la superior genera una sensación social más compleja que, a su vez, posibilita una respuesta más apropiada. Y esta flexibilidad procede de los recursos de la corteza cerebral prefrontal, el centro ejecutivo del cerebro. La lobotomía prefrontal, una moda pasajera de la psiquiatría de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, seccionaba quirúrgicamente la conexión existente entre la corteza orbitofrontal y otras regiones cerebrales (en una forma de cirugía primitiva que no era muy distinta a insertar un destornillador a través de la cuenca ocular y rebanar con él una parte del cerebro). Los neurólogos de la época tenían una idea muy difusa de las funciones concretas que desempeñan las distintas regiones cerebrales y más vaga todavía de la corteza orbitofrontal, pero descubrieron que, tras ella, los enfermos mentales anteriormente agitados se tornaban mucho más tranquilos, lo que suponía, dicho sea de paso, una gran ventaja para quienes se veían obligados a trabajar en medio del caos reinante en los manicomios en donde, por aquel entonces, se amontonaban los pacientes psiquiátricos. Aunque las capacidades cognitivas de los pacientes lobotomizados permanecían intactas, se observó en ellos un par de misteriosos efectos colaterales , el achatamiento o desaparición completa de las emociones y el aumento de la desorientación en situaciones sociales nuevas. Hoy en día, la neurociencia sabe que esos efectos se debían al hecho de que la corteza orbitofrontal coordina la interacción entre el mundo social y el modo en que nos sentimos, determinando así nuestra respuesta. Es también por ello que, en ausencia de estas matemáticas interpersonales, los pacientes lobotomizados se hallaban completamente confundidos ante situaciones socialmente novedosas. Violencia económica Supongamos que usted y un extraño reciben diez dólares que deben repartirse como mejor quieran. Sigamos suponiendo que ese desconocido le ofrece dos dólares (y se queda con los ocho restantes), una propuesta que cualquier economista consideraría muy razonable porque, a fin de cuentas, dos dólares siempre es mejor que nada. Pero, por más razonable que pueda parecer, la gente suele enfadarse ante tal propuesta y, si lo que se le ofrece no es más que un dólar, llega incluso a indignarse. Esto es lo que suele ocurrir cuando las personas juegan a lo que los economistas conductistas han denominado Ultimatum Game, un juego en el que uno de los participantes debe formular propuestas que el otro sólo puede aceptar o rechazar y, cuando todas son rechazadas, les deja a ambos sin nada. No es de extrañar que las propuestas económicamente abusivas desencadenen una especie de violencia económica.21 Muy usado en simulaciones de toma de decisiones económicas, el Ultimatum Game se ha visto recientemente asociado a la neurociencia social gracias a la obra de Jonathan Cohen, director del Center for the Study of Brain, Mind and Behavior de la Princeton University, que se ha dedicado a investigar lo que sucede en el cerebro de los participantes durante el desarrollo del juego. Cohen es un pionero en el nuevo campo de la neuroeconomía , que se dedica a analizar las fuerzas neuronales que intervienen en los procesos racionales e irracionales de toma de decisiones económicas, un ámbito en el que las vías superior e inferior desempeñan un papel muy importante. Gran parte de la investigación realizada en este campo gira en torno a las áreas cerebrales que se activan en aquellas situaciones interpersonales que nos permiten comprender las fuerzas irracionales que mueven el mercado. «No es infrecuente dice Cohen que, si alguien ofrece un simple dólar, la respuesta del otro sea ¡Vete al infierno! . Pero ello, según la teoría económica, resulta irracional, porque un dólar es mejor que nada. Esto es algo que resulta desconcertante para los economistas porque, según sus teorías, la gente siempre quiere aumentar sus beneficios y no acaba de entender que haya delicias del más escatológico de los niños de tres años o en revelar alegremente sus más embarazosas intimidades a cualquiera que esté dispuesto a escucharles, ignorando incluso el escándalo que ello pueda ocasionar.26 Tal vez sepan explicar racionalmente las normas sociales del decoro, pero no muestran el menor empacho en olvidarlas y quebrantarlas, como si el inadecuado funcionamiento de la corteza orbitofrontal impidiera a la vía superior modular el funcionamiento de la inferior.27 La corteza orbitofrontal también funciona mal en el caso de aquellos veteranos de guerra que, al contemplar una escena bélica en las noticias de la noche o la explosión de un camión en una película, se ven desbordados por la emergencia de sus propios recuerdos traumáticos. Ésta es una respuesta que se origina en una sobreexcitación de la amígdala que envía equivocadamente oleadas de pánico a cualquier señal que evoque vagamente el trauma original. En condiciones normales, la corteza orbitofrontal evaluaría adecuadamente esos sentimientos primordiales de miedo y llegaría a la conclusión de que no se halla sumido en el fragor de la batalla, sino viendo sencillamente la televisión. Mientras la vía superior la mantiene a raya, la amígdala no puede desempeñar el papel de chico malo del cerebro. En este sentido, la corteza orbitofrontal opera como centro de control que puede reprimir los impulsos límbicos procedentes de la amígdala. Así pues, cuando los circuitos de la vía inferior transmiten impulsos emocionales primordiales (como Tengo ganas de gritar o Estoy tan nervioso que quisiera salir corriendo ), la corteza orbitofrontal los evalúa para tener una comprensión más exacta de lo que realmente está ocurriendo ( Estoy en una biblioteca o Ésta no es más que la primera cita ) y los modula en consecuencia, actuando como una especie de freno emocional. En ausencia de este freno, nuestra respuesta resulta inadecuada. Veamos, por ejemplo, el caso de cierta investigación en la que estudiantes universitarios desconocidos acudieron a un laboratorio para conocerse virtualmente en un chat online, una investigación que puso de manifiesto que, cerca del veinte por ciento de esas charlas no tardaron en asumir tonalidades abiertamente sexuales y en las que no faltaron los términos explícitos, las representaciones gráficas y hasta las propuestas más desinhibidas.28 Cuando el experimentador que dirigió esa investigación leyó las transcripciones de las charlas se quedó atónito porque, cuando acompañó a los diferentes participantes a sus cubículos, todos ellos se habían mostrado muy respetuosos, comedidos y educados, algo que contrastaba profundamente con la desinhibición verbal mostrada en su conducta online. Es de suponer que ninguno de ellos se habría atrevido a zambullirse en una conversación tan manifiestamente sexual en el caso de haberse tratado de un encuentro cara a cara. La relación interpersonal directa nos permite establecer lazos y mantener un feedback continuo basado en las expresiones faciales y el tono de voz de los demás que nos dicen de inmediato si estamos bien o mal encaminados. Desde hace mucho tiempo casi desde los mismos orígenes de Internet se sabe que la conducta de los adultos que están conectados online es muy desinhibida.29 La vía superior nos ayuda a no transgredir ciertos límites, pero Internet carece del tipo de feedback que necesita la corteza orbitofrontal para mantenernos socialmente a raya. Pensándolo bien ¿Qué hace esa mujer llorando a solas frente a una iglesia? Parece que se trata de un funeral y está lamentando la pérdida de un ser querido pero, pensándolo bien esto no tiene pinta de ser un funeral. ¿Qué estaría haciendo, en tal caso, esa limusina blanca engalanada de flores aparcada frente a la iglesia. ¡Es una boda! ¡Qué bonito! Eso fue, aproximadamente, lo primero que pensó al contemplar la fotografía en la que una mujer estaba llorando delante de una iglesia y se sintió tan afligida que estuvo a punto de llorar. Después de echarle una segunda ojeada más detenida y pensárselo mejor, sin embargo, esa primera impresión cambió por completo y, cuando se dio cuenta de que era una mujer dispuesta a acudir a una boda, su tristeza se trocó en gozo. Y es que, cuando nuestra percepción cambia, también lo hacen nuestras emociones. Este episodio de la vida cotidiana se deriva de una investigación sobre los mecanismos cerebrales dirigida por Kevin Ochsner que, a los treinta y pocos años, se ha convertido en una de las figuras pioneras de esta disciplina en ciernes que emplea las nuevas técnicas de imagen cerebral de que hoy en día dispone la ciencia.30 Cuando visité a Ochsner en su pulcra oficina, un oasis de orden en Schermerhorn Hall, la rancia conejera que aloja el departamento de psicología de Columbia, me explicó sus métodos. En la investigación realizada por Ochsner, un voluntario del RMNf Research Center de Columbia yace tumbado sobre una camilla dentro del largo y oscuro cilindro de un equipo de resonancia magnética, llevando sobre su cabeza una especie de pajarera encargada de registrar las ondas de radio emitidas por los átomos de su cerebro. Un espejo diestramente colocado en ángulo de 45º sobre la jaula proporciona una semblanza de contacto reflejando una imagen proyectada desde el extremo más alejado de la camilla, la zona en la que los pies del sujeto asoman del aparato.31 Pero, por más que se trate de un entorno escasamente natural proporciona, no obstante, una imagen muy detallada de la respuesta cerebral a determinados estímulos, ya sea la foto de una persona aterrada o, utilizando auriculares, la risa de un bebé. Los estudios de imagen cerebral que emplean estos métodos han permitido a los neurocientíficos determinar con una exactitud sin precedentes las regiones cerebrales que participan en una amplia diversidad de encuentros interpersonales. En la investigación dirigida por Ochsner con que iniciábamos esta sección, una mujer debía contemplar una fotografía y anotar claramente los pensamientos y sentimientos que la imagen le suscitase. Luego fue invitada a echar un nuevo vistazo a la fotografía y considerar más detenidamente la situación. Esa revisión fue la que le permitió pasar de la imagen inicial de un funeral a la de una boda, un cambio que debilitó los mecanismos neuronales desencadenantes de su tristeza. La secuencia neuronal es concretamente la siguiente: la amígdala derecha, el centro que desencadena las emociones más angustiosas, comienza llevando a cabo una valoración emocional automática y ultrarrápida de lo que está sucediendo en la fotografía un funeral y activa, en consecuencia, los circuitos de la tristeza. Esa primera respuesta emocional es tan espontánea y veloz que, cuando la amígdala dispara sus reacciones para activar otras áreas del cerebro, los centros corticales del pensamiento todavía no han acabado de analizar la situación. El disparo de la amígdala se ve corroborado y perfeccionado luego por los sistemas que vinculan los centros emocionales a los cognitivos, agregando así una tonalidad emocional a nuestra percepción. Así es como se articulan nuestras primeras impresiones ( ¡Qué triste! Está llorando en un entierro ). La reconsideración deliberada de la fotografía ( No es un entierro, sino una boda ), acaba reemplazando la impresión inicial por otra nueva, momento en el cual el primer aluvión de sentimientos negativos se ve reemplazado por otro más positivo e inicia una cascada de mecanismos que acaban silenciando a la amígdala y otros circuitos relacionados con ella. Los resultados de la investigación dirigida por Ochsner sugieren que, cuanta mayor es la implicación de la corteza cingulada anterior, más probable es que la reconsideración racional posterior acabe transformando positivamente nuestro estado de ánimo. Cuanto mayor es, además, la activación de ciertas áreas prefrontales durante la reevaluación, más silenciosa se torna la amígdala.32 Es como si, cuanto más intensa fuera la voz de la vía superior, más silenciosa se mantuviera la vía inferior. Parece, pues, que la reconsideración consciente de una situación perturbadora lleva a la vía superior a controlar la amígdala mediante la activación de una serie de circuitos prefrontales alternativos. Por su parte, la estrategia mental concreta a la que apelamos durante la reevaluación parece determinar cuál de los circuitos que silencian la amígdala se activará. Hay un circuito prefrontal que se activa cuando contemplamos de manera objetiva y desapegada como si no tuviéramos la menor implicación personal con ella (la estrategia típicamente usada, dicho sea de paso, por los modificarlo gracias a una nueva síntesis proteica que nos permite almacenarlo actualizado.40 Cada vez, pues, que evocamos un recuerdo, reorganizamos su misma configuración química hasta el punto de que, la próxima vez que lo evoquemos, volverá tal y como se vio modificado. Los datos concretos de la nueva consolidación dependen de lo que aprendamos mientras lo recordemos y, si lo único que experimentamos es el fogonazo del miedo, no haremos más que profundizarlo. Pero la vía superior también puede aportar razón a la inferior porque si, en el momento en que experimentamos el miedo, nos decimos algo que alivie su presión, el mismo recuerdo suele recodificarse con menor intensidad. Así es como podemos aprender a evocar gradualmente el recuerdo temido sin experimentar la emergencia de la angustia en cuyo caso, según LeDoux, las células de la amígdala se reprograman y desarticulan el condicionamiento original del miedo.41 Es por ello que el objetivo de este tipo de terapia puede ser considerado como una reconfiguración gradual de las neuronas ligadas al miedo aprendido.42 Hay veces en que el tratamiento recurre a la exposición real a las situaciones ansiógenas, lo que permite a la persona experimentar la fobia y, simultáneamente, ejercitar el modo de dominarla. Las sesiones de exposición empiezan con una relajación que, muy a menudo, consiste en unos pocos minutos de lenta respiración abdominal, seguida de un enfrentamiento a la situación amenazante en una cuidadosa gradación que culmina en la peor de sus versiones. Consideremos, por ejemplo, la terapia de exposición para el control de la angustia, que opera del mismo modo que la reducción del miedo. Durante las sesiones que se llevaron a cabo al respecto con policías de tráfico de Nueva York, una policía afirmó haberse dirigido hecha una furia a un motorista que la había insultado llamándola ¡Sucia puta! . Ésa fue, durante la terapia de exposición, la misma frase que se le repitió, primero en un tono lacónico y luego con una intensidad emocional cada vez mayor que incluso acabó apelando al empleo de gestos obscenos. La tarea de la policía consistía, entretanto, en permanecer sentada lo más tranquila posible. La exposición concluyó con éxito cuando, independientemente de lo aborrecible de la situación, aprendió a mantenerse relajada y pudo volver de nuevo a la calle y rellenar tranquilamente una multa de tráfico en medio de un aluvión de improperios.43 Hay veces en que los terapeutas hacen todo lo posible por recrear, en el entorno seguro proporcionado por la terapia, la escena desencadenante de un determinado miedo social. Cierto terapeuta cognitivo muy conocido por su experiencia en el tratamiento de la ansiedad recurre a la terapia grupal con una audiencia que ayuda al paciente a superar el miedo a hablar en público.44 En tal caso, el paciente debe adiestrarse en los métodos de relajación y apelar a pensamientos que puedan contrarrestar los que habitualmente generan su ansiedad, mientras el grupo asume actitudes cada vez más ansiógenas, desde el aburrimiento hasta los comentarios irónicos y la franca desaprobación. A decir verdad, la intensidad de la exposición debe mantenerse siempre dentro de los límites de lo manejable. Una mujer que tenía que enfrentarse a una audiencia manifiestamente hostil se excusó para ir a al cuarto de baño y, una vez ahí, cerró la puerta y se negó a salir, hasta que finalmente pudieron persuadirla para que continuase el tratamiento. El simple hecho de revisar, con alguien que nos ayude a contemplarlo desde una perspectiva levemente diferente, un recuerdo doloroso puede, según LeDoux, aliviar gradualmente parte de la ansiedad provocada por el recuerdo perturbador. Ésta puede ser una de las razones que explican la liberación que tiene lugar cuando cliente y terapeuta reprocesan lo sucedido, porque la misma conversación puede modificar el modo en que el cerebro registra lo que está equivocado. «Esto es algo según LeDoux que sucede de manera natural cuando la revisión mental de una determinada preocupación nos permite asumir una nueva perspectiva», empleando así la vía superior para remodelar la inferior.45 XXX OJO, LO QUE SIGUE HASTA EL FINAL DEL CAPÍTULO ES UNA NOTA ENMARCADA EN UN RECUADRO XXX El cerebro social Como le dirá cualquier neurocientífico, la expresión cerebro social no se refiere tanto (como hacía la frenología) a un lóbulo o un nódulo neuronal concreto, como al conjunto de circuitos que orquestan nuestras relaciones interpersonales.46 Y es que, si bien algunas estructuras cerebrales desempeñan un papel muy importante en el modo en que gestionamos nuestras relaciones, no hay ninguna de ellas que se ocupe exclusivamente de nuestra vida social.47 Hay quienes opinan que esta amplia diversificación de la responsabilidad neuronal de nuestra vida social quizás se deba al hecho de que, al finalizar el proceso biológico que llevó, en la antigua prehistoria, a la Naturaleza a esculpir el cerebro de los primates, el grupo acabó asumiendo un papel fundamental en nuestro repertorio de supervivencia. Y, para la creación del sistema de gestión de esta nueva posibilidad, la Naturaleza parece haber contado con las estructuras cerebrales disponibles en esa época, combinando diferentes regiones ya existentes en un conjunto coherente de vías que nos sirvieran para afrontar los retos derivados de esas complejas relaciones. Aunque el cerebro recurra a cualquier parte de la anatomía para tareas muy diversas, pensar en la actividad cerebral en términos de una determinada función, como la interacción social, por ejemplo, proporciona a los neurocientíficos un modo muy sencillo (aunque ciertamente también muy vago) de organizar la de otro modo desalentadora complejidad de los aproximadamente cien mil millones de neuronas y sus cerca de cien billones de conexiones neuronales, la mayor densidad de conexiones conocida por la ciencia. También hay que recordar que esas neuronas se organizan en módulos cuya conducta se asemeja a la de un complejo móvil de Calder en el que el movimiento de un determinado elemento reverbera en todos los demás. Tampoco debemos olvidar una última complicación y es que la Naturaleza economiza sus recursos. La serotonina, pongamos por caso, es un neurotransmisor que genera sentimientos de bienestar en el cerebro. En este sentido, por ejemplo, los antidepresivos ISRS ( inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina ) incrementan la tasa de serotonina y elevan así el estado de ánimo. Pero hay que señalar que la serotonina también regula el funcionamiento del intestino y que cerca del noventa y cinco por ciento de la serotonina corporal se halla en el tracto digestivo, donde siete tipos diferentes de receptores gestionan actividades que van desde la liberación del flujo de enzimas digestivas hasta el movimiento intestinal.48 Del mismo modo que una determinada molécula puede regular la digestión y la felicidad, casi todos los sistemas neuronales que componen el cerebro social parecen controlar un determinado rango de actividad pero, cuando operan en conjunto para hacer frente a una determinada interacción personal, por ejemplo, redes muy remotas acaban coordinándose y estableciendo un conducto neuronal común.49 Los métodos de imagen cerebral han posibilitado la mayor parte de la cartografía del cerebro social. Pero, al igual que sucede con un turista que se encuentra de paso por París durante sólo unos días, la imagen cerebral no aspira a visitar todos los lugares interesantes, sino a centrarse exclusivamente en los aspectos más significativos, lo que necesariamente implica sacrificar los detalles. Es precisamente por ello que, si bien las imágenes de la RMNf resaltan la superautopista social que conecta la corteza orbitofrontal con la amígdala, pierden de vista los detalles concretos de los catorce núcleos diferentes aproximados que componen la amígdala, cada uno de los cuales desempeña funciones muy diferentes. Son muchas, pues, las cosas que todavía puede enseñarnos esta nueva rama de la ciencia. (Los lectores interesados en más detalles sobre este tema pueden echar un vistazo al Apéndice B.) elude las condiciones formales estándar del laboratorio.» Eso fue lo que dijo Edward Thorndike, el psicólogo de la Columbia University que propuso el concepto, en un artículo publicado en 1920 en el Harper s Montly Magazine,2 en el que afirmó claramente la importancia de las relaciones interpersonales en multitud de campos, especialmente el liderazgo. «La falta de inteligencia social puede convertir escribió al mejor de los mecánicos de una fábrica en el peor de los capataces.»3 Pero, a finales de los cincuenta, David Wechsler, el conocido psicólogo que puso a punto la que actualmente sigue siendo una de las medidas del CI más ampliamente utilizadas, desdeñó la inteligencia social considerándola como «un caso particular de la inteligencia general aplicada al campo de las situaciones sociales».4 Hoy en día, medio siglo más tarde, parece que ya ha llegado el momento de recuperar la llamada inteligencia social , en la medida en que la neurociencia empieza a cartografiar la regiones cerebrales que controlan la dinámica interpersonal [los lectores interesados pueden encontrar más detalles al respecto en el Apéndice C]. Si queremos tener una comprensión más plena de la inteligencia social, deberemos revisar el concepto, asegurándonos de que también incluye aptitudes no cognitivas como, por ejemplo, la sensibilidad de la madre que sabe calmar el llanto de su hijo con el contacto adecuado, sin detenerse siquiera a pensar un instante lo que tiene que hacer. Los psicólogos todavía no tienen claro cuáles son las habilidades sociales y cuáles las emocionales. Esto no resulta nada extraño porque, como también sucede con el cerebro social y el cerebro emocional, ambos dominios se hallan muy entremezclados.5 Como dice Richard Davidson, director del Laboratory for Affective Neuroscience de la University of Wisconsin: «Todas las emociones son sociales. Resulta imposible separar la causa de una emoción del mundo de las relaciones, porque son las relaciones sociales las que movilizan nuestras emociones». Mi propio modelo de la inteligencia emocional se centraba en la inteligencia social sin prestar, como hacen otros teóricos, mucha importancia a ese hecho.6 Pero, como hemos acabado descubriendo, el simple hecho de ubicar la inteligencia social dentro del ámbito de lo emocional nos impide pensar con claridad en las aptitudes que favorecen la relación, ignorando lo que sucede en nuestro interior cuando nos relacionamos, una miopía que soslaya la dimensión social de la inteligencia.7 Los ingredientes fundamentales de la inteligencia social pueden agruparse, en mi opinión, en dos grandes categorías, la conciencia social (es decir, lo que sentimos sobre los demás) y la aptitud social (es decir, lo que hacemos con esa conciencia). La inteligencia social La conciencia social se refiere al espectro de la conciencia interpersonal que abarca desde la capacidad instantánea de experimentar el estado interior de otra persona hasta llegar a comprender sus sentimientos y pensamientos e incluso situaciones socialmente más complejas. La conciencia social está compuesta, en mi opinión, por los siguientes ítems: Empatía primordial: Sentir lo que sienten los demás; interpretar adecuadamente las señales emocionales no verbales. Sintonía: Escuchar de manera totalmente receptiva; conectar con los demás. Exactitud empática: Comprender los pensamientos, sentimientos e intenciones de los demás. Cognición social: Entender el funcionamiento del mundo social. La conciencia social Aptitud social Pero el simple hecho de experimentar el modo en que se siente otra persona o de saber lo que piensa o pretende no es más que el primer paso, porque lo cierto es que no basta con ello para garantizar una interacción provechosa. La siguiente dimensión, la aptitud social, se basa en la conciencia social que posibilita interacciones sencillas y eficaces. El espectro de aptitudes sociales incluye: Sincronía: Relacionarse fácilmente a un nivel no verbal. Presentación de uno mismo: Saber presentarnos a los demás. Influencia: Dar forma adecuada a las interacciones sociales. Interés por los demás: Interesarse por las necesidades de los demás y actuar en consecuencia. Tanto el dominio de la conciencia social como el de la aptitud social van desde las competencias básicas características de la vía inferior hasta las articulaciones más complejas propias de la vía superior. Así, por ejemplo, la sincronía y la empatía primordial son capacidades exclusivas de la vía inferior, mientras que la exactitud empática y la influencia combinan las vías superior e inferior. Y, por más blandas que puedan parecer algunas de estas habilidades, ya existen muchos tests y escalas para valorarlas. La empatía primordial Cuando el funcionario de la embajada que debía gestionarle el visado le preguntó para qué lo necesitaba advirtió en su rostro el destello fugaz del disgusto. Alertado, le pidió entonces que aguardase unos instantes mientras iba a otra habitación descubriendo, al teclear su nombre en el banco de datos de Interpol, que se trataba de un fugitivo reclamado por la policía de varios países. Este caso ilustra perfectamente la empatía primordial, es decir, la capacidad de detectar las expresiones fugaces que nos permiten vislumbrar las emociones ajenas, una modalidad intuitiva y visceral que discurre a través de la vía inferior y cuya presencia (o ausencia) se expresa, por tanto, de manera muy veloz y automática ya que, en opinión de los neurocientíficos, se ve activada por las neuronas espejo.8 Por más callados que estemos, ello no implica que dejemos de emitir mensajes (a través de nuestro tono de voz y de nuestras expresiones, por más breves que éstas sean) que, de un modo u otro, transmitan a los demás lo que estamos sintiendo. Y es que no podemos, por más que lo intentemos, reprimir todos los signos que revelan nuestras emociones, porque los sentimientos siempre encuentran un camino para expresarse. Los tests utilizados para determinar esta empatía primordial valoran la lectura rápida y espontánea que la vía inferior hace de todos esos signos no verbales. Pero los tests que para ello se emplean no son pruebas de papel y lápiz en los que debamos responder a una serie de preguntas, sino que se basan en nuestras reacciones a las imágenes de los demás. La primera vez en que escuché hablar de este tipo de pruebas fue durante la época en que estaba preparando mi tesis y recuerdo a un par de licenciadas que parecían divertirse más que yo. Se trataba de Judith Hall y de Dane Archer, que hoy en día trabajan como profesoras de la Northeastern University y de la University of California de Santa Cruz, respectivamente, y que, por aquel entonces, estaban preparando, bajo la supervisión de Robert Rosenthal, profesor de psicología social, una serie de vídeos protagonizados por Hall que, con el paso del tiempo, ha acabado convirtiéndose en una de las medidas más utilizadas para determinar el grado de sensibilidad interpersonal. Archer se encargó de grabar esos vídeos mientras que Hall, que tenía una cierta experiencia teatral, recreaba situaciones que iban desde devolver un artículo defectuoso a una tienda hasta hablar de la muerte de un amigo. La prueba en cuestión, que ha acabado denominándose Perfil de sensibilidad no verbal (PONS), consiste en pasar decenas de fragmentos de vídeos que duran un par de segundos y en los que el sujeto debe determinar, viendo tan sólo el rostro, el cuerpo o la voz de Hall, lo que emocionalmente está sucediendo.9 Quienes mejor se desenvuelven en el PONS son también aquéllos a quienes sus pares o superiores consideran más sensibles a las relaciones interpersonales y que han demostrado ser los médicos y maestros que presentan La investigación realizada en este sentido ha puesto de manifiesto que saber escuchar constituye un rasgo distintivo de los mejores directivos, maestros y líderes.13 Y también es una de las tres habilidades que, según sus organizaciones, distinguen a los mejores profesionales de ayuda (como médicos o trabajadores sociales),14 que no sólo se toman el tiempo de escuchar y conectar con los sentimientos de los demás, sino que también formulan preguntas ajenas al problema inmediato que puedan ayudarles a entender mejor la situación. La atención plena se halla hoy en día en peligro debido, entre otras muchas causas, a nuestra tendencia a ocuparnos de varias cosas a la vez. Por otra parte, el ensimismamiento y la preocupación contraen nuestra atención y nos impiden advertir las necesidades y sentimientos de los demás, dificultando en consecuencia nuestra respuesta empática. Y todo ello disminuye nuestra capacidad de conectar con los demás e impide, por tanto, la aparición del rapport. Pero lo cierto es que la presencia plena no es tan complicada. Como dice cierto artículo del Harvard Business Review: «Una simple conversación de cinco minutos puede ser un momento muy significativo pero, para ello, deberemos dejar a un lado lo que estemos haciendo, postergar la lectura del informe que estemos leyendo, desconectar nuestro ordenador personal, dejar de divagar y centrar la atención en la persona con la que estemos».15 La escucha atenta promueve una sincronía fisiológica que armoniza nuestras emociones.16 Como ya hemos visto en el Capítulo 3, tal sintonía se pone de manifiesto en aquellos momentos en los que el cliente se siente más comprendido por su terapeuta. Prestar una atención deliberada puede ser el mejor modo de promover el rapport. La escucha atenta y cuidadosa orienta nuestros circuitos neuronales hacia la conexión y nos sintoniza en la misma longitud de onda que nuestro interlocutor, aumentando así la probabilidad de que florezcan los demás ingredientes fundamentales del rapport, es decir, la sincronía y los sentimientos positivos. La exactitud empática Hay quienes consideran que la exactitud empática es la habilidad por excelencia de la inteligencia social. Como dice William Ickes, psicólogo de la University of Texas que ha abierto nuevos rumbos en esta línea de investigación, esta habilidad constituye uno de los rasgos distintivos de «los asesores más diestros, los policías más diplomáticos, los negociadores más eficaces, los políticos más votados, los vendedores más productivos, los maestros más exitosos y los terapeutas más perspicaces».17 La exactitud empática se construye a partir de la empatía primordial, pero le añade la comprensión explícita de lo que otra persona piensa o siente, para lo cual, obviamente, es necesaria una activación cognitiva que añade, a la empatía primordial característica de la vía inferior, la actividad neocortical propia de la vía superior, en particular, de la región prefrontal.18 ¿Cómo podemos determinar el grado de exactitud empática? Mediante el equivalente psicológico de una cámara oculta de televisión. En los experimentos realizados en este sentido, dos voluntarios entran en una habitación y un asistente les invita a sentarse en un sofá y les pide que aguarden un poco. Para pasar el rato, empiezan a hablar y, al cabo de unos seis minutos, el asistente regresa y, cuando se disponen a comenzar, se enteran de que el experimento ya ha comenzado porque su interacción ha sido grabada con una cámara oculta en un armario. Luego son conducidos a habitaciones separadas, donde visionan la grabación y cumplimentan una hoja en la que registran sus pensamientos y sentimientos y lo que sospechan que la otra persona pensaba y sentía en momentos concretos de la interacción. Este tipo de investigación se ha repetido en muchos departamentos universitarios de psicología de nuestro país y de todo el mundo para determinar la capacidad de colegir los pensamientos y sentimientos tácitos de los demás.19 Cuando una participante, por ejemplo, afirmó sentirse estúpida por no poder recordar el nombre de uno de sus profesores, su compañero supuso acertadamente que probablemente se sentía algo extraña durante ese lapso mientras que, en un error típico de los años de universidad, un muchacho afirmó estar seguro de que su compañera estaba preguntándose si la invitaría a salir, cuando lo cierto es que simplemente estaba recordando una obra de teatro que acababa de ver. La exactitud empática parece una de las claves fundamentales del éxito de un matrimonio, especialmente durante los primeros años. Cuanta mayor sea la exactitud empática mostrada por las parejas durante el primer o segundo año de su matrimonio, mayor suele ser su nivel de satisfacción y más duradera también la relación.20 Un déficit de tal competencia, por el contrario, aparece cuando alguien sabe que su pareja se siente mal, pero no tiene la menor idea de lo que está pasando por su mente.21 Del mismo modo que las neuronas espejo nos conectan subliminalmente con lo que alguien pretende hacer, la conciencia de esas intenciones posibilita una empatía más exacta que nos permite predecir lo que hará. La comprensión más explícita de los motivos subyacentes de los demás puede ser de vital importancia cuando, por ejemplo, nos hallamos frente a un atracador o una multitud enojada, como bien ilustra el relato con el que iniciábamos este libro de los soldados que se acercaban a la mezquita. La cognición social El cuarto aspecto de la conciencia interpersonal es la cognición social, que consiste en el conocimiento del modo en que realmente funciona el mundo social.22 Las personas diestras en esta competencia cognitiva saben comportarse en la mayoría de las situaciones sociales (como los buenos conocedores de las normas de etiqueta de un restaurante de cinco estrellas) y también son diestros en la semiótica, es decir, en la decodificación de las señales sociales que nos permiten saber, por ejemplo, quién es la persona más poderosa de un grupo. Este tipo de sabiduría se manifiesta tanto en los adultos que saben interpretar exactamente las corrientes políticas subyacentes de una organización, como el niño de cinco años que enumera a los mejores amigos de cada uno de sus compañeros de clase. A fin de cuentas, las lecciones sociales que aprendimos en el patio de recreo desde hacer amistades hasta establecer alianzas forman parte del mismo continuo en el que se hallan las reglas tácitas que permiten la creación de un equipo que funciona y las que gobiernan las intrigas políticas. Ésta es una habilidad que se manifiesta en una amplia diversidad de situaciones sociales, desde el mejor modo de acomodar a los invitados a un banquete hasta cómo hacer amigos después de mudarse a una ciudad desconocida. No olvidemos que las mejores soluciones provienen de quienes saben detectar la información relevante y buscar tranquilamente las mejores soluciones. La incapacidad crónica de encontrar soluciones a los problemas sociales no sólo dificulta nuestras relaciones, sino que ha sido identificada como una variable interviniente en muchos trastornos psicológicos que van desde la depresión hasta la esquizofrenia.23 La cognición social nos ayuda a gestionar adecuadamente las corrientes sutiles y cambiantes del mundo social. Este nivel sofisticado de la conciencia social determina el modo en que damos sentido y atribuimos significado a los acontecimientos sociales. Es este conocimiento del contexto social el que nos permite entender por qué un comentario que una persona considera una broma ocurrente puede parecer insultante a otra y también puede impedirnos advertir por qué alguien es demasiado consciente o se siente embarazado ante un comentario improvisado que para un tercero no tiene la menor importancia. La comprensión que tenemos del mundo social depende de nuestra forma de pensar, de nuestras creencias y de lo que hayamos aprendido sobre las normas y reglas sociales implícitas que gobiernan las relaciones interpersonales. Este conocimiento resulta esencial para establecer una buena relación con personas de otras culturas, cuyas normas pueden ser muy diferentes de las que hayamos aprendido en nuestro entorno. Este talento natural para el conocimiento interpersonal ha sido, durante décadas, la dimensión fundamental de la inteligencia social. Hay teóricos que llegan a afirmar que la cognición social, en tanto que inteligencia general aplicada al mundo social, constituye la única medida exacta de la inteligencia social. Pero esta visión se centra más en lo que sabemos sobre el mundo
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