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Orientación Universidad
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Recopilación de los cuentos de hispanoamericanas, Resúmenes de Literatura

Un relato de Jorge Luis Borges sobre la vida de Juan Dahlmann, un hombre que se siente profundamente argentino y que, después de sufrir un accidente, se recupera y viaja al sur con un libro que lo vincula a su desdicha. El texto explora temas como la identidad, la muerte y la memoria.

Tipo: Resúmenes

2022/2023

A la venta desde 20/01/2023

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Vista previa parcial del texto

¡Descarga Recopilación de los cuentos de hispanoamericanas y más Resúmenes en PDF de Literatura solo en Docsity! “El Sur” Jorge Luis Borges. El hombre que desembarco en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangelica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Cordoba y se sentia hondamente argentino. Su abuelo materno habia sido aquel Francisco Flores, del 2 de infanteria de linea, que murio en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germanica) eligio el de ese antepasado romantico, o de muerte romantica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas musicas, el habito de estrofas del Martin Fierro, los anos, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann habia logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsamicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesi. Las tareas y acaso la indolencia lo retenian en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesion y con la certidumbre de que su casa estaba esperandolo, en un sitio preciso de la llanura. En los ultimos dias de febrero de 1939, algo le acontecio. Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las minimas distracciones. Dahlmann habia conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil, avido de examinar ese hallazgo, no espero que bajara el ascensor y subio con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozo la frente, ¿un murcielago, un pajaro? En la cara de la mujer que le abrio la puerta vio grabado el horror, y la mano que se paso por la frente salio roja de sangre. La arista de un batiente recien pintado que alguien se olvido de cerrar le habria hecho esa herida. Dahlmann logro dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gasto y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetian que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oia con una especie de debil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho dias pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el medico habitual se presento con un medico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografia. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevo, penso que en una habitacion que no fuera la suya podria, al fin, dormir. Se sintio feliz y conversador; en cuanto llego, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vertigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavo una aguja en el brazo. Se desperto con nauseas, vendado, en una celda que tenia algo de pozo y, en los dias y noches que siguieron a la operacion pudo entender que apenas habia estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos dias, Dahlmann minuciosamente se odio; odio su identidad, sus necesidades corporales, su humillacion, la barba que le erizaba la cara. Sufrio con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que habia estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echo a llorar, condolido de su destino. Las miserias fisicas y la incesante prevision de las malas noches no le habian dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro dia, el cirujano le dijo que estaba reponiendose y que, muy pronto, podria ir a convalecer a la estancia. Increiblemente, el dia prometido llego. A la realidad le gustan las simetrias y los leves anacronismos; Dahlmann habia llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitucion. La primera frescura del otono, despues de la opresion del verano, era como un simbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la manana, no habia perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocia con felicidad y con un principio de vertigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo dia, todas las cosas regresaban a el. Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solia repetir que ello no es una convencion y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo mas antiguo y mas firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificacion, la ventana de rejas, el llamador, el arco de 1a puerta, el zaguan, el intimo patio. En el hall de la estacion advirtio que faltaban treinta minutos. Recordo bruscamente que en un cafe de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) habia un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdenosa. Entro. Ahi estaba el gato, dormido. Pidio una taza de cafe, la endulzo lentamente, la probo (ese placer le habia sido vedado en la clinica) y penso, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesion, y el magico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante. A lo largo del penultimo anden el tren esperaba. Dahlmann recorrio los vagones y dio con uno casi vacio. Acomodo en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrio y saco, tras alguna vacilacion, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmacion de que esa desdicha habia sido anulada y un desafio alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal. A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta vision y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyo poco; la montana de piedra iman y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quien lo niega, maravillosos, pero no mucho mas que la manana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraia de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir. El almuerzo (un el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la ninez) fue otro goce tranquilo y agradecido. Manana me despertare en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el dia otonal y por la geografia de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metodicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecian de marmol, y todas estas cosas eran casuales, como suenos de la llanura. Tambien creyo reconocer arboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campana era harto inferior a su conocimiento nostalgico y literario. Alguna vez durmio y en sus suenos estaba el impetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del dia era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaria en ser rojo. Tambien el coche era distinto; no era el que fue en Constitucion, al dejar el anden: la llanura y las horas lo habian atravesado y transfigurado. Afuera la movil sombra del vagon se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era intimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no habia otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no solo al Sur. De esa conjetura fantastica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtio que el tren no lo dejaria en la estacion de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre anadio una explicacion que Dahlmann no trato de entender ni siquiera de oir, porque el mecanismo de los hechos no le importaba). El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vias quedaba la estacion, que era poco mas que un anden con un cobertizo. Ningun vehiculo tenian, pero el jefe opino que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indico a unas diez, doce, cuadras. Dahlmann acepto la caminata como una pequena aventura. Ya se habia hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trebol. El almacen, alguna vez, habia sido punzo, pero los anos habian mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordo un grabado en acero, acaso de una vieja edicion de Pablo y Virginia. Atados al palenque habia unos caballos. Dahlmam, adentro, creyo reconocer al patron; luego comprendio que lo habia enganado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oido el caso, dijo que le haria atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel dia y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvio comer en el almacen. En una mesa comian y bebian ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijo. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmovil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos anos lo habian reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registro con satisfaccion la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripa y la bota de potro y se dijo, rememorando inutiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de esos ya no quedan mas que en el Sur. Dahlmann se acomodo junto a la ventana. La oscuridad fue quedandose con el campo, pero su olor y sus rumores aun le llegaban entre los barrotes de hierro. El patron le trajo sardinas y despues carne asada; Dahlmann las empujo con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el aspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco sonolienta. La lampara de kerosen pendia de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecian peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebia con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintio un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, habia una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la habia tirado. Los de la otra mesa parecian ajenos a el. Dalhmann. perplejo, decidio que nada habia ocurrido y abrio el volumen de Las Mil y Una Noches; como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzo a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que seria un disparate que el, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvio salir; ya cortos, las manos en los bolsillos del perramus, mirando con atencion la cara endurecida que Baldi inclinaba sobre el empedrado roto. Luego se acerco, recostada a el, mirando con forzado interes las herramientas abandonadas bajo el toldo de lona. Evidente que la empalizada rodeaba el Fuerte Coronel Rich, sobre el Colorado, a equis millas de la frontera de Nevada. Pero el ¿era Wenonga, el de la pluma solitaria sobre el craneo aceitado, o Mano Sangrienta, o Caballo Blanco, jefe de los sioux? Porque si estuviera del otro lado de los listones con punta flordelisada, ¿que cara pondria la mujer si el saltara sobre la madera si estuviera rodeado por la valla, seria un blanco defensor del fuerte, Buffalo Bill de altas botas, guantes de mosquetero y mostachos desafiantes. Claro que no servia, que no pensaba asustar a la mujer con historias para ninos. Pero estaba lanzado y apreto la boca en seguridad y fuerza. Se aparto bruscamente. Otra vez, sin mirarla, fijos los ojos en el final de la calle como en la otra punta del mundo: -Vamos. Y en seguida, en cuanto vio que la mujer lo obedecia docil y esperando: -¿Conoce Sud África? -¿África … ? -Si. África del Sur. Colonia del Cabo. El Transvaal. -No. ¿Es… muy lejos, verdad? -¡Lejos…! ¡Oh, si, unos cuantos dias de aqui! -¿Ingleses, alli? -Si, principalmente ingleses. Pero hay de todo. -¿Y usted estuvo? -¡Si estuve! -la cara se le balanceaba sopesando los recuerdos-. El Transvaal… Si, casi dos anos. -Then, do you know English? -Very little and very bad. Se puede decir que lo olvide por completo. -¿Y que hacia alli? -Un oficio extrano. Verdaderamente, no necesitaba saber idiomas para desempenarme. Ella caminaba moviendo la cabeza hacia Baldi y hacia adelante, como quien esta por decir algo y vacila; pero no decia nada, limitandose a mover nerviosamente los hombros aceituna. Baldi la miro de costado, sonriendo a su oficio sudafricano. Ya debian ser las ocho y media. Sintio tan fuerte la urgencia del tiempo que era como si ya estuviera extendido en el sillon de la peluqueria oliendo el aire perfumado, cerrados los ojos, mientras la espuma tibia se le va engrosando en la cara. Pero ya estaba la solucion; ahora la mujer tendria que irse. Abiertos los ojos espantados, alejandose rapido, sin palabras. Conque hombres extraordinarios, ¿eh…? Se detuvo frente a ella y se arqueo para acercarle el rostro. -No necesitaba saber ingles, porque las balas hablan una lengua universal. En Transvaal, África del Sur, me dedicaba a cazar negros. No habia comprendido, porque sonrio parpadeando: -¿A cazar negros? ¿Hombres negros? Él sintio que la bota que avanzaba en Transvaal se hundia en ridiculo. Pero los dilatados ojos azules seguian pidiendo con tan anhelante humildad, que quiso seguir como despenandose. -¡Si, un puesto de responsabilidad! Guardian en las minas de diamantes. Es un lugar solitario. Mandan el relevo cada seis meses. Pero es un puesto conveniente; pagan en libras. Y, a pesar de la soledad, no siempre aburrido. A veces hay negros que quieren escapar con diamantes, piedras sucias, bolsitas con polvo. Estaban los alambres electrizados. Pero tambien estaba yo, con ganas de distraerme volteando negros ladrones. Muy divertido, le aseguro. Pam, pam y el negro termina su carrera con una voltereta. Ahora la mujer arrugaba el entrecejo, haciendo que sus ojos pasaran frente al pecho de Baldi sin tocarlo. -¿Y usted mataba negros? ¿Asi, con un fusil? -¿Fusil? Oh, no. Los negros ladrones se cazan con ametralladoras, Marca Schneider. Doscientos cincuenta tiros por minuto. -¿Y usted…? -¡Claro que yo! Y con mucho gusto. Ahora si. La mujer se habia apartado y miraba alrededor, entreabierta la boca, respirando agitada. Divertido si llamara un vigilante. Pero se volvio con timidez al cazador de negros, pidiendo: -Si quisiera… Podriamos sentarnos un momento en la placita. -Vamos. Mientras cruzaban hizo un ultimo intento: -¿No siente un poco de repugnancia? ¿Por mi, por lo que he contado? -con un tono burlon que suponia irritante. Ella sacudio la cabeza, energica -Oh, no. Yo pienso que tendra usted que haber sufrido mucho. -No me conoce. ¿Yo, sufrir por los negros? -Antes, quiero decir. Para haber sido capaz de eso, de aceptar ese puesto. Todavia era capaz de extenderle una mano encima de la cabeza, murmurando la absolucion. Vamos a ver hasta donde aguanta la sensibilidad de una institutriz alemana. -En la casita tenia aparato telegrafico para avisar cuando un negro moria por imprudencia. Pero a veces estaba tan aburrido, que no avisaba. Descomponia el aparato para justificar la tardanza si venia la inspeccion y tomaba el cuerpo del negro como companero. Dos o tres dias lo veia pudrirse, hacerse gris, hincharse. Me llevaba hasta el un libro, la pipa, y leia; en ocasiones, cuando encontraba un parrafo interesante, leia en voz alta. Hasta que mi companero comenzaba a oler de una manera incorrecta. Entonces arreglaba el aparato, comunicaba el accidente y me iba a pasear al otro lado de la casita. Ella no sufria suspirando por el pobre negro descomponiendose al sol. Sacudia la triste cabeza inclinada para decir: -Pobre amigo. ¡Que vida! Siempre tan solo… Ya sentado en un banco oscuro de la plazoleta, renuncio a la noche y le tomo gusto al juego. Rapidamente, con un estilo nervioso e intenso, siguio creando al Baldi de las mil caras feroces que la admiracion de la mujer hacia posible. De la mansa atencion de ella, estremecida contra su cuerpo, extrajo el Baldi que gastaba en aguardiente, en una taberna de marinos en tricota -Marsella o El Havre- el dinero de amantes flacas y pintarrajeadas. Del oleaje que fingian las nubes en el cielo gris, el Baldi que se embarco un mediodia en el Santa Cecilia con diez dolares y un revolver. Del leve viento que hacia bailar el polvo de una casa en construccion, el gran aire arenoso del desierto, el Baldi enrolado enla Legion Extranjera que regresaba a las poblaciones con una tragica cabeza de moro ensartada en la bayoneta. Asi, hasta que el otro Baldi fue tan vivo que pudo pensar en el como en un conocido. Y entonces, repentinamente, una idea se le clavo tenaz. Un pensamiento lo aflojo en desconsuelo, junto al perramus de la mujer ya olvidada. Comparaba al mentido Baldi con el mismo, con este hombre tranquilo e inofensivo que contaba historias a las Bovary de plaza Congreso. Con el Baldi que tenia una novia, un estudio de abogado, la sonrisa respetuosa del portero, el rollo de billetes de Antonio Vergara contra Samuel Freider, cobros de pesos. Una lenta vida idiota, como todo el mundo. Fumaba rapidamente, lleno de amargura, los ojos fijos en el cuadrilatero de un cantero. Sordo a las vacilantes palabras de la mujer, que termino callando, doblando el cuerpo para empequenecerse. Porque el Dr. Baldi no fue capaz de saltar un dia sobre la cubierta de una barcaza, pesada de bolsas o maderas. Porque no se habia animado a aceptar que la vida es otra cosa, que la vida es lo que no puede hacerse en compania de mujeres fieles, ni hombres sensatos. Porque habia cerrado los ojos y estaba entregado, como todos. Empleados, senores, jefes de las oficinas. Tiro el cigarrillo y se levanto. Saco el dinero y puso un billete sobre las rodillas de la mujer. -Toma. ¿Queres mas? Agrego un billete mas grande, sintiendo que la odiaba, que hubiera dado cualquier cosa por no haberla encontrado. Ella sujeto los billetes con la mano para defenderlos del viento. -Pero. Yo no le he dicho… Yo no se… -inclinandose hacia el, mas azules que nunca los grandes ojos, desilusionada la boca-. ¿Se va? -Si, tengo que hacer. Chau. Volvio a saludar conla mano, con el gesto seco que hubiera usado el posible Baldi, y se fue. Pero volvio a los pocos pasos y acerco el rostro barbudo a la mimica esperanzada de la mujer, que sostenia en alto los dos billetes, haciendo girar la muneca. Hablo con la cara ensombrecida, haciendo sonar las palabras como insultos. -Ese dinero que te di lo gano haciendo contrabando de cocaina. En el Norte. “Viaje a la semilla” Alejo Carpentier I — ¿Que quieres, viejo?... Varias veces cayo la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondia. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacandose de la garganta un largo monologo de frases incomprensibles. Ya habian descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendian piedras de mamposteria, haciendolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecian —despojados de su secreto— cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, denticulos, astragalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolicion, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaido, veteado de negro el tocado de mieses, se erguia en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se habia sentado, con el cayado apuntalandole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oianse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas. Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se desploblaron. Solo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del dia siguiente. El aire se hizo mas fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedian alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepusculo llegaba mas pronto. Se vestia de sombras en horas en que su ya caida balaustrada superior solia regalar a las fachadas algun relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirian sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros. Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacian entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrian su condicion vegetal. Una enredadera aventuro sus tentaculos hacia la voluta jonica, atraida por un aire de familia. Cuando cayo la noche, la casa estaba mas cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguia aun, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas. II Entonces el negro viejo, que no se habia movido, hizo gestos extranos, volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas. Los cuadrados de marmol, blancos y negros volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvian a hundirse en sus hoyos, con rapida rotacion. En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa crecio, traida nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo mas peces en la fuente. Y el murmullo del agua granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvia a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohin de reto. VII Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran mas frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su baston de acana para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogian titulos y rentas. Al fin solo quedo una pension razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos. Despues de mediocres examenes, frecuento los claustros, comprendiendo cada vez menos las explicaciones de los domines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que habia sido, al principio, una ecumenica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora con una exposicion escolastica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto. «Leon», «Avestruz», «Ballena», «Jaguar», leiase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo, «Aristoteles», «Santo Tomas», «Bacon», «Descartes», encabezaban paginas negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejo de estudiarlas, encontrandose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan solo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para que pensar en el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae del arbol solo es incitacion para los dientes. Un pie en una banadera no pasa de ser un pie en una banadera. El dia que abandono el Seminario, olvido los libros. El gnomon recobro su categorla de duende: el espectro fue sinonimo de fantasma; el octandro era bicho acorazado, con puas en el lomo. Varias veces, andando pronto, inquieto el corazon, habia ido a visitar a las mujeres que cuchicheaban, detras de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguia, en tardes de calor, como un dolor de muelas. Pero, un dia, la colera y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de espanto. Cayo por ultima vez en las sabanas del infiemo, renunciando para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardias de ultima hora que le hacian regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, senal, cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que debia darse por hollar el umbral de los perfumes. Ahora vivia su crisis mistica, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana, Virgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, angeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecia en suenos, con un gran vacio entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imagenes que recobraban su color primero. VIII Los muebles crecian. Se hacia mas dificil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran mas hondas y los sillones de mecedora tenian tendencia a irse para atras. No habia ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la banadera con anillas de marmol. Una manana en que leia un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, subitamente, de jugar con los soldados de plomo que dormian en sus cajas de madera. Volvio a ocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrio una gaveta sellada por las telaranas. La mesa de estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sento en el piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detras, los artilleros, con sus canones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, pifanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que permitia lanzar bolas de vidrio a mas de un metro de distancia. —¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!... Caian caballos, caian abanderados, caian tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor. Desde ese dia, Marcial conservo el habito de sentarse en el enlosado. Cuando percibio las ventajas de esa costumbre, se sorprendio por no haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notario—como Don Abundio—por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del marmol en todo tiempo. Solo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los angulos y perspectivas de una habitacion. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovia, Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacia temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caian los rayos para construir aquella boveda de calderones-organo, pinar al viento, mandolina de grillos. IX Aquella manana lo encerraron en su cuarto. Oyo murmullos en toda la casa y el almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un dia de semana. Habia seis pasteles de la confiteria de la Alameda—cuando solo dos podian comerse, los domingos, despues de misa. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de bronce. Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento aparecio el calesero Melchor, luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podia avanzar de una en una, mientras Melchor debia saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolongo hasta mas alla del crepusculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio. Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacia en su cama de enfermo. El Marques se sentia mejor, y hablo a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los «Si, padre» y los «No, padre», se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marques, pero era por razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salla, en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, habia comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el animo de azotarla, agarro a una de las mulatas que barrian la rotonda, llevandola en brazos a su habitacion. Marcial, oculto detras de una cortina, la vio salir poco despues, llorosa y desabrochada, alegrandose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena. El padre era un ser terrible y magnanimo al que debla amarse despues de Dios. Para Marcial era mas Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero preferia el Dios del cielo, porque fastidiaba menos. X Cuando los muebles crecieron un poco mas y Marcial supo como nadie lo que habia debajo de las camas, armarios y varguenos, oculto a todos un gran secreto: la vida no tenia encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor. Melchor venia de muy lejos. Era nieto de principes vencidos. En su reino habia elefantes, hipopotamos, tigres y jirafas. Ahi los hombres no trabajaban, como Don Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivian de ser mas astutos que los animales. Uno de ellos saco el gran cocodrilo del lago azul, ensartandolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabia canciones faciles de aprender, porque las palabras no tenian significado y se repetian mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, habia apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura. En dias de lluvia, sus botas se ponian a secar junto al fogon de la cocina. Marcial hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambin. La izquierda, Calamban. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con solo encajarles dos dedos en los belfos; aquel senor de terciopelos y espuelas, que lucia chisteras tan altas, sabia tambien lo fresco que era un suelo de marmol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salon. Marcial y Melchor tenian en comun un deposito secreto de grageas y almendras, que llamaban el «Uri, uri, ura», con entendidas carcajadas. Ambos habian explorado la casa de arriba abajo, siendo los unicos en saber que existia un pequeno sotano lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desvan inutil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos. XI Cuando Marcial adquirio el habito de romper cosas, olvido a Melchor para acercarse a los perros. Habia varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los demas perseguian en epocas determinadas, y que las camareras tenian que encerrar. Marcial preferia a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de carbon o cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demas, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando, tambien, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volvia triunfante, moviendo la cola, despues de haber sido abandonado mas alla de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los demas, con sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparian. Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogian la alfombra persa del salon, para dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos. Pero los cintarazos no dolian tanto como creian las personas mayores. Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasion de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de «barbaro», Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos Lloraban un poco mas, para ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comian tierra, se revolcaban al sol, bebian en la fuente de los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros humedos se llenaban de gente. Ahi estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija que decia «uri, ura», sacandose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el raton que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un dia senalaron el perro a Marcial. —¡Guau, guau!—dijo. Hablaba su propio idioma. Habia logrado la suprema libertad. Ya queria alcanzar, con sus manos objetos que estaban fuera del alcance de sus manos XII Hambre, sed, calor, dolor, frio. Apenas Marcial redujo su percepcion a la de estas realidades esenciales, renuncio a la luz que ya le era accesoiria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oido, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y tactil. El universo le entraba por todos los poros. Entonces cerro los ojos que solo divisaban gigantes nebulosos y penetro en un cuerpo caliente, humedo, lleno de tinieblas, que moria. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbalo hacia la vida. Pero ahora el tiempo corrio mas pronto, adelgazando sus ultimas horas. Los minutos sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador. Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbian sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecian pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejian, redondeando el vellon de carneros distantes. Los armarios, los varguenos, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raices al pie de las selvas. Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantin, anclado no se sabia donde, llevo presurosamente a Italia los marmoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretian, engrosando un rio de metal que galerias sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condicion primera. El barro, volvio al barro, dejando un yermo en lugar de la casa. XIII Cuando los obreros vinieron con el dia para proseguir la demolicion, encontraron el trabajo acabado. Alguien se habia llevado la estatua de Ceres, vendida la vispera a un anticuario. Despues de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno recordo entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellanias, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atencion al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que mas seguramente llevan a la muerte. -Oye, Teban, ¿de donde pepenaste esa gallina? -Es la mia- dice el. -No la traias antes. ¿Donde la mercaste, eh? -No la merque, es la gallina de mi corral. -Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no? -No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedo sola y sin nadie para que le diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella. -Alli escondida se te va a ahogar. Mejor sacala al aire. Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice: -Estamos llegando al derrumbadero. Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca y el va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras. Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que bajara por alli; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Despues de venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra. Por encima del rio, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes. Eso tambien es lo que nos gusta. Ahora los ladridos de los perros se oyen aqui, junto a nosotros, y es que el viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos. Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego el y su gallina desaparecen detras de unos tepemezquites. -¡Por aqui arriendo yo! -nos dice Esteban. Nosotros seguimos adelante, mas adentro del pueblo. La tierra que nos han dado esta alla arriba. “El cobrador” Rubem Fonseca. En la puerta de la calle una dentadura enorme, debajo escrito Dr. Carvalho, Dentista. En la sala de espera vacia un cartel, Espere, el doctor esta atendiendo a un cliente. Espere media hora, la muela rabiando, la puerta se abrio y aparecio una mujer acompanada de un tipo grande, de unos cuarenta anos, con bata blanca. Entre en el consultorio, me sente en el sillon, el dentista me sujeto al pescuezo una servilleta de papel. Abri la boca y dije que la muela de atras me dolia mucho. Miro con un espejito y pregunto como es que habia dejado que mi boca quedara en ese estado. Como para partirse de risa. Tienen gracia estos tipos. Voy a tener que arrancarsela, dijo, le quedan pocos dientes, y si no hacemos un trabajo rapido, los va a perder todos, hasta estos —y dio un golpecito sonoro en los de adelante. Una inyeccion de anestesia en la encia. Me mostro la muela en la punta del botador: la raiz esta podrida, ¿ve?, dijo sin interes. Son cuatrocientos cruceiros. De risa. No tengo, dije. ¿Que no tienes que? No tengo los cuatrocientos cruceiros. Fui caminando en direccion a la puerta. Me cerro el paso con el cuerpo. Sera mejor que pagues, dijo. Era un hombre alto, manos grandes y fuertes munecas de tanto arrancar muelas a los desgraciados. Mi pinta, un poco canija, envalentona a cierta gente. Odio a los dentistas, a los comerciantes, a los abogados, a los industriales, a los funcionarios, a los medicos, a los ejecutivos, a toda esa canalla. Tienen muchas que pagarme todos ellos. Abri la camisa, saque el 38, y pregunte con tanta rabia, que una gotita de saliva salio disparada hacia su cara —¿que tal si te meto esto en el culo? Se quedo blanco, retrocedio. Apuntandole al pecho con el revolver empece a aliviar mi corazon: arranque los cajones de los armarios, lo tire todo por el suelo, la emprendi a puntapies con los Frasquitos, como si fueran balones; daban contra la pared y estallaban. Hacer anicos las escupideras y los motores me costo mas, hasta me hice dano en las manos y en los pies. El dentista me miraba, varias veces parecio a punto de saltar sobre mi, me hubiera gustado que lo hiciera, para pegarle un tiro en aquel barrigon lleno de mierda. ¡No pago nada! ¡Ya me harte de pagar!, le grite, ¡ahora soy yo quien cobra! Le pegue un tiro en la rodilla. Tendria que haber matado a aquel hijo de puta. La calle llena de gente. Digo, dentro de mi cabeza y a veces para afuera, ¡todos me las tienen que pagar! Me deben comida, conos, cobertores, zapatos, casa, coche, reloj, muelas; todo me lo deben. Un ciego pide limosna agitando una escudilla de aluminio con monedas. Le pego una patada en la escudilla, el tintineo de las monedas me irrita. Calle Marechal Floriano, armeria, farmacia, banco, putas, fotografo, Light, vacuna, medico, Ducal, gente a montones. Por las mananas no hay quien avance camino de la Central, la multitud viene arrollando como una enorme oruga que ocupa toda la acera. Me encabronan esos tipos que andan en Mercedes. La bocina del carro tambien me fastidia. Anoche fui a ver a un tipo que tenia una Magnum con silenciador para vender en la Cruzada, y cuando estaba atravesando la calle toco la bocina un sujeto que habia ido a jugar tenis en uno de aquellos clubs finolis de por alla. Yo iba distraido, pensando en la Magnum, cuando sono la bocina. Vi que el carro venia lentamente y me quede parado frente a el. ¿Que pasa?, grito. Era de noche y no habia nadie por alli. Él estaba vestido de blanco. Saque el 38 y dispare contra el parabrisas, mas para cascarle el vidrio que para darle a el. Arranco a toda prisa, como para atropellarme o huir, o las dos cosas. Me eche a un lado, paso el coche, los neumaticos chirriando en el asfalto. Se paro un poco mas alla. Me acerque. El tipo estaba tumbado con la cabeza hacia atras, la cara y el cuerpo estaban cubiertos de millares de astillitas de cristal. Sangraba mucho, con una herida en el cuello, y llevaba ya el traje blanco todo manchado de rojo. Volvio la cabeza, que estaba apoyada en el asiento, los ojos muy abiertos, negros, y el blanco en torno era azul lechoso, como una nuez de jabuticaba por dentro. Y porque el blanco de sus ojos era azulado le dije — oye, vas a morir, ¿quieres que te pegue el tiro de gracia? No, no, dijo con esfuerzo, por favor. En la ventana vi a un tipo observandome. Se escondio cuando mire hacia alla. Debia haber llamado a la policia. Sali caminando tranquilamente, volvi a la Cruzada. Habia sido una buena idea despedazar el parabrisas del Mercedes. Tendria que haberle pegado un tiro en el capot y otro en cada puerta, el hojalatero iba a agradecerlo. El tipo de la Magnum ya habia vuelto. ¿Traes los treinta mil? Ponlos aqui, en esta mano que no ha agarrado en su vida el tacho. Su mano era blanca, lisita, pero la mia estaba llena de cicatrices, tengo todo el cuerpo lleno de cicatrices, hasta el pito lo tengo lleno de cicatrices. Tambien quiero comprar una radio, le dije. Mientras iba a buscar la radio, examine a fondo mi Magnum. Bien engrasadita, y tambien cargada. Con el silenciador parecia un canon. El perista volvio con una radio de pilas. Es japonesa, dijo. Dale, para que lo oiga. Lo puso. Mas alto, le pedi. Aumento el volumen. Puf. Creo que murio del primer tiro. Le atice dos mas solo para oir puf, puf. Me deben escuela, novia, tocadiscos, respeto, sanguich de mortadela en el bar de la calle Vieira Fazenda, helado, balon de futbol. Me quedo frente a la television para aumentar mi odio. Cuando mi colera va disminuyendo y pierdo las ganas de cobrar lo que me deben, me siento frente a la television y al poco tiempo me vuelve el odio. Me gustaria mucho coger al tipo que hace el anuncio del guisqui. Esta vestidito, bonito, todo sanforizado, abrazado a una rubia reluciente, y echa unos cubitos de hielo en el vaso y sonrie con todos los dientes, sus dientes firmes y verdaderos; me gustaria agarrarlo y rajarle la boca con una navaja, por los dos lados, hasta las orejas, y esos dientes tan blancos quedarian todos fuera, con una sonrisa de calavera descarnada. Ahora esta ahi, sonriendo, y luego besa a la rubia en la boca. Se ve que tiene prisa el hombre. Mi arsenal esta casi completo: tengo la Magnum con silenciador, un Colt Cobra 38, dos navajas, una carabina 12, un Taurus 38, un punal y un machete. Con el machete voy a cortarle a alguien la cabeza de un solo tajo. Lo vi en el cine, en uno de esos paises asiaticos, aun en tiempo de los ingleses. El ritual consistia en cortar la cabeza de un animal, creo que un bufalo, de un solo tajo. Los oficiales ingleses presidian la ceremonia un poco incomodos, pero los decapitadores eran verdaderos artistas. Un golpe seco y la cabeza del animal rodaba chorreando sangre. En casa de una mujer que me atrapo en la calle. Coroa, dice que estudia en la escuela nocturna. Ya pase por eso, mi escuela fue la mas nocturna de todas las escuelas nocturnas del mundo, tan mala que ya ni existe. La derribaron. Hasta la calle donde estaba fue demolida. Me pregunta que hago, y le digo que soy poeta, cosa que es rigurosamente cierta. Me pide que le recite uno de mis poemas. Ahi va: A los ricos les gusta acostarse tarde/ solo porque saben que la chusma/ tiene que acostarse temprano para madrugar. Esa es otra oportunidad suya/ para mostrarse diferentes:/ hacer el parasito,/ despreciar a los que sudan para ganar la comida,/ dormir hasta tarde,/ tarde/ un dia/ por fortuna/ demasiado tarde./ Me interrumpe preguntandome si me gusta el cine. ¿Y el poema? Ella no entiende. Sigo: Sabia bailar la samba y enamorarse/ y rodar por el suelo/ solo por poco tiempo./ Del sudor de su rostro nada se habia construido./ Queria morir con ella,/ pero eso fue otro dia,/ realmente otro dia./ En el cine Iris, en la calle Carioca/ El Fantasma de la Opera/ Un tio de negro,/ cartera negra, el rostro oculto,/ en la mano un panuelo blanco inmaculado,/ hacia punetas a los espectadores;/ en aquel tiempo, en Copacabana,/otro/ que ni apellido tenia,/ se bebia los orines de los mingitorios de los cines/ y su rostro era verde e inolvidable,/ La Historia esta hecha de gente muerta/ y el futuro de gente que va a morir./ ¿Crees que ella va a sufrir?/ Es fuerte, aguantara./ Aguantaria tambien si fuera debil./ Ahora bien, tu, no se./ Fingiste tanto tiempo, pegaste bofetadas y gritos, mentiste./ Estas cansado/, has terminado/ no se que es lo que te mantiene vivo./ No entendia de poesia. Estaba solo conmigo y queria fingir indiferencia, bostezaba desesperadamente. La eterna trapaceria de las mujeres. Me das miedo, acabo confesando. Esta pendeja no me debe nada, pense, vive con estrechuras en su pisito, tiene los ojos hinchados de beber porquerias y de leer la vida de las ninas bien en la revista Vogue. ¿Quieres que te mate?, pregunte mientras bebiamos guisqui de garrafa. Quiero que me revuelques en la cama, se rio ansiosa, dubitativa. ¿Acabar con ella? Nunca habia estrangulado a nadie con mis propias manos. No tiene mucho estilo, ni drama, estrangular a alguien; es como si fuera una pelea callejera. Pero, pese a todo, tenia ganas de estrangular a alguien, pero no a una desgraciada como aquella. Para un don nadie basta quiza con un tiro en la nuca. Lo he venido pensando ultimamente. Se habia quitado la ropa: pechos mustios y colgantes; los pezones como pasas gigantescas que alguien hubiera pisoteado; los muslos flaccidos, con celulitis, gelatina estragada con pedazos de fruta podrida. Estoy muerta de frio, dijo. Me eche encima de ella. Me cogio por el cuello, su boca y la lengua en mi boca, una vagina chorreante, calida y olorosa. Cogimos. Ahora se ha quedado dormida. Soy justo. Leo los periodicos. La muerte del perista de la Cruzada ni viene en las noticias. El senoritingo del Mercedes con ropa de tenis murio en el Miguel Couto y los periodicos dicen que fue asaltado por el bandido Boca Ancha. Es como para morirse de risa. Hago un poema titulado Infancia o Nuevos Olores de Cono con U: Aqui estoy de nuevo/ oyendo a los Beatles/ en Radio Mundial/ a las nueve de la noche/ en un cuarto que podia ser/ y era/ el de un santo martir./ No habia pecado/ y no se porque me condenaban/ por ser inocente o por estupido. De todos modos/ el suelo seguia alli/ para zambullirse./ Cuando no se tiene dinero/ es conveniente tener musculos/ y odio./ Leo los periodicos para saber que es lo que estan comiendo, bebiendo, haciendo. Quiero vivir mucho para tener tiempo de matarlos a todos. Ahora ya no hacen cimitarras como las de antes/ Soy una hecatombe/ No fue ni Dios ni el Diablo/ quien me hizo vengador/ Fui yo mismo/ Soy el Hombre-Pene/ Soy el Cobrador./ Voy al cuarto donde dona Clotilde esta acostada desde hace tres anos. Dona Clotilde es la duena de la buhardilla. ¿Quiere que barra la habitacion?, le pregunto. No, hijo mio; solo queria que me pusieras la inyeccion de trinevral antes de marcharte. Hiervo la jeringa, preparo la inyeccion. El culo de dona Clotilde esta seco como una hoja vieja y arrugada de papel arroz. Vienes que ni caido del cielo, hijo mio. Ha sido Dios quien te ha enviado, dice. Dona Clotilde no tiene nada, podria levantarse e ir de compras al supermercado. Su mal esta en la cabeza. Y despues de pasarse tres anos acostada, solo se levanta para hacer pipi y caquitas, que ni fuerzas debe tener. El dia menos pensado le pego un tiro en la nuca. Cuando satisfago mi odio me siento poseido por una sensacion de victoria, de euforia, que me da ganas de bailar —doy pequenos aullidos, gruno sonidos inarticulados, mas cerca de la musica que de la poesia, y mis pies se deslizan por el suelo, mi cuerpo se mueve con un ritmo hecho de balanceos y de saltos, como un salvaje, o como un mono. Quien quiera mandar en mi, puede quererlo, pero morira. Tengo ganas de acabar con un figuron de esos que muestran en la tele su cara paternal de bellaco triunfador, con una de esas personas de sangre espesa a fuerza de caviares y champan. Come caviar/ tu hora va a llegar./ Me deben una muchacha de veinte anos, llena de dientes y perfume. ¿La de la casa de marmol? Entro y me esta esperando, sentada en la sala, quieta, inmovil, el pelo muy negro, la cara blanca, parece una fotografia. Bueno, vamonos, le digo. Me pregunta si traigo coche. Le digo que no tengo coche. Ella si tiene. Bajamos por el ascensor de servicio y salimos en el garaje, entramos en un Puma convertible. Al cabo de un rato le pregunto si puedo conducir y cambiamos de sitio. ¿Te parece bien a Petropolis?, pregunto. Subimos a la sierra sin decir palabra, ella mirandome. Cuando llegamos a Petropolis me pide que pare en un restaurante. Le digo que no tengo ni dinero ni hambre, pero ella tiene las dos cosas, come vorazmente, como si temiera que en cualquier momento vinieran a retirarle el plato. En la mesa de al lado, un grupo de muchachos bebiendo y hablando a gritos, jovenes ejecutivos que suben el viernes y que beben antes de encontrarse con madame toda acicalada para jugar cartas o para chismorrear mientras van catando quesos y vinos. Odio a los ejecutivos. Acaba de comer y dice, ¿que hacemos ahora? Ahora vamos a regresar, le digo, y bajamos la sierra, yo conduciendo como un rayo, ella mirandome. Mi vida no tiene sentido, hasta he pensado en suicidarme, dice. Paro en la calle del Visconde de Maranguape. ¿Aqui vives? Salgo sin decir nada. Ella viene detras: ¿cuando te volvere a ver? Entro y mientras voy subiendo las escaleras oigo el ruido del coche que se pone en marcha. Top Executive Club. Usted merece el mejor relax, hecho de carino y comprension. Nuestras masajistas son expertas. Elegancia y discrecion. Anoto la direccion y me encamino a un local, una casa, en Ipanema. Espero a que el salga, vestido con traje gris, chaleco, cartera negra, zapatos brillantes, pelo planchado. Saco un papel del bolsillo, como alguien que anda en busca de una direccion, y voy siguiendole hasta el coche. Estos cabrones siempre cierran el coche con llave, saben que el mundo esta lleno de ladrones, tambien ellos lo son, pero nadie los agarra. Mientras abre el coche, le meto el revolver en la barriga. Dos hombres, uno frente al otro, hablando no llaman la atencion. Meter el revolver en la espalda asusta mas, pero eso solo debe hacerse en lugares desiertos. Estate quieto o te lleno de plomo esa barrigota ejecutiva. Tiene el aire petulante y al mismo tiempo ordinario del ambicioso ascendente inmigrado del interior, deslumbrado por las cronicas de sociedad, consumista, elector de la Arena, catolico, cursillista, patriota, mayordomista y bocalibrista, los hijos estudiando en la Universidad, la mujer dedicada a la decoracion de interiores y socia de una butique. A ver, ejecutivo, ¿que te hizo la masajista? ¿Te hizo una puneta o te la chupo? Bueno, usted es un hombre y sabe de estas cosas, dijo. Palabras de ejecutivo con chofer de taxi o ascensorista. Desde Botucatu a la Dictadura, cree que se ha enfrentado ya con todas las situaciones de crisis. Que hombre ni que nino muerto, digo suavemente, soy el Cobrador. ¡Soy el Cobrador!, grito. Empieza a ponerse del color del traje. Piensa que estoy loco y el aun no se ha enfrentado con ningun loco en su maldito despacho con aire acondicionado. Vamos a tu casa, le digo. No vivo aqui, en Rio, vivo en Sao Paulo, dice. Ha perdido el valor, pero no las manas. ¿Y el carro?, le pregunto. ¿El carro? ¿Que carro? ¿Ése con matricula de Rio? Tengo mujer y tres hijos, intenta cambiar de conversacion. ¿Que es esto? ¿Una disculpa, una contrasena, habeas corpus, salvoconducto? Le mando parar el coche. Puf, puf, puf, un tiro por cada hijo, en el pecho. El de la mujer en la cabeza, puf. Para olvidar a la chica de la casa de marmol voy a jugar futbol a un descampado. Tres horas seguidas, mis piernas todas arruinadas de los patadones que me lleve, el dedo gordo del pie derecho hinchado, tal vez roto. Me siento, sudoroso, a un lado del campo, junto a un negro que lee O Dia. Los titulares me interesan, le pido el periodico, el tio me dice ¿por que no te compras uno si quieres leerlo? No me enfado. El tipo tiene pocos dientes, dos o tres, retorcidos y oscuros. Digo, bueno, no vamos a pelearnos por eso. Compro dos perros calientes y dos cocas, le doy la mitad y el me da el periodico. Los titulares dicen: La policia anda en busca del loco de la Magnum. Le devuelvo el periodico, el no lo acepta, sonrie para mi mientras mastica con los dientes de adelante, o mejor con las encias de adelante, que, de tanto usarlas, las tiene afiladas como navajas. Noticia del diario: Un grupo de peces gordos de la zona sur haciendo preparativos para el tradicional Baile de Navidad —Primer Grito del Carnaval. El baile empieza el dia 24 y termina el dia 1o del Ano Nuevo; vienen hacendados de la Argentina, herederos alemanes, artistas norteamericanos, ejecutivos japoneses, el parasitismo internacional. La Navidad se ha convertido en una fiesta. Bebida, locura, orgia, despilfarro. El Primer Grito del Carnaval. De risa. Tienen gracia estos tipos... Un loco se tiro desde el puente de Niteroi y estuvo nadando doce horas hasta que dio con el una lancha de salvamento. Y no agarro ni un resfriado. Cuarenta viejos mueren en el incendio de un asilo, las familias lo celebraran. Acabo de poner la inyeccion de trinevral a dona Clotilde cuando llaman al timbre. Nunca llama nadie al timbre de la buhardilla. Yo hago las compras, arreglo la casa. Dona Clotilde no tiene parientes. Miro desde el balcon. Es Ana Palindromica. Hablamos en la calle. ¿Estas huyendo de mi?, pregunta. Mas o menos, digo. Subo con ella a la buhardilla. Dona Clotilde, estoy aqui con una chica, ¿puedo llevarla al cuarto? Hijo mio, la casa es tuya, haz lo que quieras; pero me gustaria verla. Nos quedamos de pie al lado de la cama. Dona Clotilde se queda mirando a Ana un tiempo inmenso. Se le llenan los ojos de lagrimas. Yo rezaba todas las noches, solloza, todas las noches, para que encontraras una chica como esta. Alza los brazos flacos cubiertos de colgajos de piel flaccida, junta las manos y dice, oh Dios mio, gracias, gracias. Estamos en mi cuarto, de pie, ceja contra ceja, como en el poema, y la desnudo, y ella me desnuda a mi, y su cuerpo es tan hermoso que siento una opresion en la garganta, lagrimas en mi rostro, ojos ardiendo, mis manos tiemblan y ahora estamos acostados, uno en el otro, entrelazados, gimiendo, y mas, y mas, sin parar, ella grita, la boca abierta, los dientes blancos como de un elefante joven, ¡ay, ay, adoro tu obsesion!, grita ella, agua y sal y humores chorrean de nuestros cuerpos, sin parar. Ahora, mucho despues, acostados, mirandonos uno al otro hipnotizados hasta que anochece y nuestros rostros brillan en la oscuridad y el perfume de su cuerpo traspasa las paredes de la habitacion. Ana desperto antes que yo y la luz ya esta encendida. ¿Solo tienes libros de poesia? Y todas estas armas, ¿para que? Coge la Magnum del armario, carne blanca y acero negro, apunta hacia mi. Me siento en la cama. ¿Quieres disparar? Puedes disparar, la vieja no va a oir. Pero un poco mas arriba. Con la punta del dedo alzo el canon hasta la altura de mi frente. Aqui no duele. ¿Has matado a alguien alguna vez? Ana apunta el arma a mi cabeza. Si. ¿Y te gusto? Si. ¿Que sentiste? Un alivio. ¿Como nosotros dos en la cama? No, no. Otra cosa. Lo contrario. Yo no te tengo miedo, Ana dice. Ni yo a ti. Te quiero. Hablamos hasta el amanecer. Siento una especie de fiebre. Hago cafe para dona Clotilde y se lo llevo a la cama. Voy a salir con Ana, digo. Dios oyo mis oraciones, dice la vieja entre trago y trago. Hoy es 24 de diciembre, dia del Baile de Navidad o Primer Grito del Carnaval. Ana Palindromica se ha ido de casa y vive conmigo. Mi odio ahora es diferente. Tengo una mision. Siempre he tenido una mision y no lo sabia. Ahora lo se. Ana me ha ayudado a ver. Se que si todos los jodidos hicieran lo que yo, el mundo seria mejor y mas justo. Ana me ha ensenado a usar los explosivos y creo que estoy ya preparado para este cambio de escala. Andar matandolos uno a uno es cosa mistica, y ya me he liberado de eso. En el Baile de Navidad mataremos convencionalmente a los que podamos. Sera mi ultimo gesto romantico inconsecuente. Elegimos para iniciar la nueva fase a los consumistas asquerosos de un supermercado de la zona sur. Los matara una bomba de gran poder explosivo. Adios machete, adios punal, adios mi rifle, mi Colt Cobra, mi Magnum, hoy sera el ultimo dia que los use. Beso mi cuchillo. Hoy usare explosivos, reventare a la gente, lograre fama, ya no sere solo el loco de la Magnum. Tampoco volvere a salir por el parque de Flamengo mirando los arboles, los troncos, la raiz, las hojas, la sombra, eligiendo el arbol que queria tener, que siempre quise tener, un pedazo de suelo de tierra apisonada. Y los vi crecer en el parque, y me alegraba cuando llovia, y la tierra se empapaba de agua, las hojas lavadas por la lluvia, el viento balanceando las ramas, mientras los automoviles de los canallas pasaban velozmente sin que ellos miraran siquiera a los lados. Ya no pierdo mi tiempo con suenos. El mundo entero sabra quien eres tu, quienes somos nosotros, dice Ana. Noticia: El gobernador se va a disfrazar de Papa Noel. Noticia: Menos festejos y mas meditacion, vamos a purificar el corazon. Noticia: No faltara cerveza. No faltaran pavos. Noticia: Los festejos navidenos causaran este ano mas victimas de trafico y de agresiones que en anos anteriores. Policia y hospitales se preparan para las celebraciones de Navidad. El cardenal en la television: la fiesta de Navidad ha sido desfigurada, su sentido no es este, esa historia del Papa Noel es una desgraciada invencion. El cardenal afirma que Papa Noel es un payaso ficticio. La vispera de Navidad es un buen dia para que esa gente pague lo que debe, dice Ana. Al Papa Noel del baile quiero matarlo yo mismo a cuchilladas, digo. Le leo a Ana lo que he escrito, nuestro mensaje de Navidad para los periodicos. Nada de salir matando a diestra y siniestra, sin objetivo definido. Hasta ahora no sabia que queria, no buscaba un resultado practico, mi odio se estaba desperdiciando. Estaba en lo cierto por lo que a mis impulsos se refiere, pero mi equivocacion consistia en no saber quien era el enemigo y por que era enemigo. Ahora lo se, Ana me lo enseno. Y mi ejemplo debe ser seguido por otros, solo asi cambiaremos el mundo. Ésta es la sintesis de nuestro manifiesto. Meto las armas en una maleta. Ana tira tan bien como yo, solo que no sabe manejar el cuchillo, pero esta es ahora un arma obsoleta. Le decimos adios a dona Clotilde. Metemos la maleta en el coche. Vamos al Baile de Navidad. No faltara cerveza, ni pavos. Ni sangre. Se cierra un ciclo de mi vida y se abre otro.
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