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Resumen ARTÍCULOS de Larra, Resúmenes de Literatura Española

Resumen ARTÍCULOS de Larra Nochebuena de 1836, El hombre globo, El café, Literatura...y muchos mas

Tipo: Resúmenes

2021/2022

Subido el 16/12/2022

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¡Descarga Resumen ARTÍCULOS de Larra y más Resúmenes en PDF de Literatura Española solo en Docsity! En este país Larra «En este país...», ésta es la frase que todos repetimos a porfía, frase que sirve de clave para toda clase de explicaciones, cualquiera que sea la cosa que a nuestros ojos choque en mal sentido. «¿Qué quiere usted?» -decimos-, «¡en este país!» Cualquier acontecimiento desagradable que nos suceda, creemos explicarle perfectamente con la frasecilla: «¡Cosas de este país!», que con vanidad pronunciamos y sin pudor alguno repetimos. el origen de la fatuidad que en nuestra juventud se observa: el medio saber reina entre nosotros; no conocemos el bien, pero sabemos que existe y que podemos llegar a poseerlo, si bien sin imaginar aún el cómo. Afectamos, pues, hacer ascos de lo que tenemos para dar a entender a los que nos oyeron que conocemos cosas mejores, y nos queremos engañar miserablemente unos a otros, estando todos en el mismo caso. Este medio saber nos impide gozar de lo bueno que realmente tenemos, y aun nuestra ansia de obtenerlo todo de una vez nos ciega sobre los mismos progresos que vamos insensiblemente haciendo. Queda con Don Periquito, quien es exactamente este medio saber. Le atribuye a España todo lo malo suyo. Despotrica de la cultura española, la ignorancia del país, mete el pie en un charco y dice que no hay limpieza en España, que en los otros países si, y él no ha salido nunca de Carabanchel. CONCLUSIÓN: Cuando oímos a alguien extranjero despotricar de España no le decimos nada pq tiene razón, pero cuando alguien español l hace nos lo comemos. Por eso Larra propone quitar esta expresión porque solo empeora España, hay que mirar atrás y seremos más felices con lo que ahora vemos. En vez de decir “cosas de esàña” miremos de mejorarlas La educación de entonces nos hallamos en una de aquellas transiciones en que suele mudar un gran pueblo de ideas, de usos y de costumbres Dos hombres se quejan de que ahora hay nuevas ideas y que no hay estabilidad. Antes todos se diferenciaban por el vestir y se queja de que ya todos parecen hijos de los mismos: clasismo. Quizás no había tanta industria pero eran más españoles antes. Antes sabía estudiar y leer, y cada día le pegaba su padre cuando se equivocaba. Ahora te lo dan todo hehco, antes tenías que espabilarte. La educación de ahora no vale para nada. ahora? ¿Eh? Ha de saber el niño en un abrir y cerrar de ojos francés, inglés, italiano, matemáticas, historia, geografía, baile, esgrima, equitación, dibujo... ¡Qué sé yo! Sin conocer que eso no es para nuestro carácter. Sin ir más lejos, yo tengo un sobrino cuyo padre dio también en la flor de las reformas y de las ideas nuevas. Le puso al muchacho tanto divino ayo, y maestro, y pedagogo, que no tenía un momento en el día para rebullirse. Y ¿qué sucedió? ¿Qué había de suceder? Se quedó el muchacho pálido, seco como un esparto... Daba lástima verlo. ¡Y dale, que había de estudiar, y que había de...! Antes latín Pues, ¿y las muchachas, qué recogidas se criaban, en un santo temor de Dios, sin novelicas, ni óperas, ni zarandajas? Verdad es que eran un poco más hipócritas; pero ¡mire usted qué malo! A lo menos no daban que decir. En el día, los libricos empiezan a alborotarlas los cascos, se acaloran, y al primer querido que concluye la obra que empezaron los libros, ¡paf!, sólo el diablo sabe lo que anda: se le casa a usted, si es que se le casan, poco menos que sin pedirle licencia. Día de los difuntos en 1836 Dice que antes se asombraba muchísimo de muchas cosas. Ahora ya no. No le asombra que haya un dia como hoy tantas personas que vivan, lo que le sucede es que no lo comprende. De golpe sintió una gran melancolía, una melancolía que a diferencia de la que sucede a los seres alegres y bulliciosos, comparada su melancolía con aquella que a mí me acosaba, me oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando. Luego, fue una melancolía buena cuando llegó la anterior a su término. Se mete en la calle, hay bullicio. Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo. Dice: –¡Necios! –decía a los transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso, y ésa la obedecen Entra al cementerio, va leyendo con asombro los epitafios de los muertos. Luego hace como muertos Las cortes, el teatro, la Bolsa, la imprenta nacional, la victoria… Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba. seguía siendo reacia al cambio, una posición que trajo como resultado el estancamiento cultural. La diligencia Cuando nos quejamos de que «esto no marcha», y de que la España no progresa, no hacemos más que enunciar una idea relativa; generalizada la proposición de esa suerte, es evidentemente falsa; reducida a sus límites verdaderos, hay un gran fondo de verdad en ella. No vemos nuestros propios progresos. Dice que antes no tenían mucho de todo, y ahora tienen muchas ventajas. Una de ellas es la comunicación entre pueblos apartados mediante diligencias. Hace pocos años, si le ocurría a usted hacer un viaje, empresa que se acometía entonces sólo por motivos muy poderosos, era forzoso recorrer todo Madrid, preguntando de posada en posada por medios de transporte. Éstos se dividían entonces en coches de colleras, en galeras, en carromatos, tal cual tartana y acémilas. En la celeridad no había diferencia ninguna. En los coches viajaban sólo los poderosos; Todo es allí materiales, pero hechos ya y elaborados; no hay sino ver y coger. A la entrada le llama a usted ya la atención un pequeño aviso que advierte, pegado en un poste, que nadie puede entrar en el establecimiento público sino los viajeros, los mozos que traen sus fardos, los dependientes y las personas que vienen a despedir o recibir a los viajeros; es decir, que allí sólo puede entrar todo el mundo. Al lado numerosas y largas tarifas indican las líneas, los itinerarios, los precios. Hace un análisis de todas las personas que van subiendo en diferentes diligencias y lo que hacen, quienes hay… Él observa desde el patio de diligencias. El autor se recrea más que en los demás transportes, en la diligencia de la que dice que ha sido imprescindible para propagar la libertad y que ha sido un gran avance para la humanidad para que el hombre pueda viajar de un sitio a otro en poco tiempo y por poco dinero porque antes de la creación de esta sólo la gente mejor dotada económicamente podía viajar en un tiempo mínimo, pero con la llegada de este nuevo y útil transporte se hizo más fácil viajar. Literatura la literatura es la expresión, el termómetro verdadero del estado de la civilización de un pueblo, ni somos de aquellos que piensan con los extranjeros que, al concluir nuestro Siglo de Oro, expiró en España la afición a las bellas letras. Sí pensamos que, aun en la época de su apogeo, nuestra literatura había tenido un carácter particular, el cual o había de variar con la marcha de los tiempos o había de ser su propia muerte, si no quería transigir con las innovaciones y el espíritu filosófico que comenzaba a despuntar en el horizonte de la Europa. La España estaba más lejana del foco de las ideas nuevas; las que en otros países caducaban ya eran nuevas todavía para ella, porque, recién salida de la larga dominación musulmana, veía todavía en el catolicismo el paladium que la había salvado. Siete siglos, además de guerras y rencores religiosos, debían haberla hecho más fanática. ¿Qué mucho, pues, que el impulso de la Reforma se hiciese apenas sentir en sus habitantes, más bien ocupados en sus intestinas discordias que envueltos en el movimiento general, de que hacía tiempo la habían segregado sus intereses particulares? Ella fue por el contrario el refugio de los vencidos de otras partes; aquí se vinieron a hacer fuertes contra la invasión reformista los que habían sido por ella desarmados en sus patrios lares; y la persecución religiosa, amalgamada con el celo fundador y apostólico que nos llevaba a descubrir mundos nuevos que ofrecer al cielo, sofocó para largo espacio toda esperanza de progreso. En España causas locales atajaron el progreso intelectual, y con él indispensablemente el movimiento literario. La muerte de la libertad nacional, que había llevado ya tan funesto golpe en la ruina de las Comunidades, añadió a la tiranía religiosa la tiranía política; y si por espacio de un siglo todavía conservamos la preponderancia literaria, ni esto fue más que el efecto necesario del impulso anterior, ni nuestra literatura tuvo un carácter sistemático investigador, filosófico; en una palabra, útil y progresivo. Imaginación toda, debía prestar más campo a los poetas que a los prosistas; así que aun en nuestro Siglo de Oro es cortísimo el número de escritores razonados que podemos citar. Fuera de los escritos místicos y teológicos, y de los tratados sutilmente metafísico-morales de que podemos presentar una biblioteca antigua desgraciadamente más completa que ninguna otra nación, si queremos encontrar prosistas nos habremos de refugiar en la historia. La novela, hija toda de la imaginación, se vio mejor representada entre nosotros, y en una época en que no era sospechado siquiera el género en el resto de Europa, pues que hasta los mismos libros de caballerías tuvieron su origen en la península española. En ella podemos citar escritores excelentes, si contados. Pero después de Quevedo ya nadie se acuerda de la prosa. Poco después, la literatura se refugió al teatro, y no fue por cierto para predicar ideas de progreso; no supo siquiera sostenerse; no hizo más que decaer. A fines del siglo pasado volvió a brillar un destello de esperanza, una apariencia de resurrección, que se hubiera acaso llevado a cabo si los disturbios políticos no se hubieran apresurado a sofocar el germen sembrado durante el feliz reinado de Carlos III. Dado ya el impulso, sin embargo, era forzoso que algunos efectos siguieran a la causa. La larga paz que disfrutaba la Europa, el embrutecimiento y la servidumbre en que habían caído los pueblos, habían hecho menos recelosos a los tiranos; A fines, pues, del siglo pasado apareció en España una juventud menos apática y más estudiosa que la de las anteriores generaciones; pero juventud que, al volver los ojos atrás para buscar modelos y maestros en sus antecesores, no vio sino una inmensa laguna; desesperando entonces de unir el cabo interrumpido y de continuar un movimiento paralizado dos siglos antes, creyó no poder hacer cosa mejor que saltar el vacío en vez de llenarle, y agregarse al movimiento del pueblo vecino, adoptando sus ideas tales cuales las encontraba Ayala, Luzán, Huerta, Moratín el padre, Meléndez Valdés, Jovellanos, Cienfuegos y algunos otros restauraron las bellas letras, es verdad; pero ¿cómo? Introduciendo en nuestro siglo XVIII el gusto francés, bien como en el XVI habían otros introducido el italiano. Fueron imitadores, sin saberlo las más veces, repugnándolo casi siempre. El espíritu de análisis, disecador, digámoslo así, y el espíritu filosófico francés hicieron sentir su influencia en nuestra regeneración literaria. Los agentes de ella, queriendo con todo creerse independientes, quisieron salvar de nuestro antiguo naufragio la expresión; es decir, que al adoptar las ideas francesas del siglo XVIII, quisieron representarlas con nuestra lengua del siglo XVI. Una vez puros, se creyeron originales. Así que, en poesía, vimos conservado el saber poético de nuestros buenos tiempos: parecíanos oír todavía la lira de Herrera y de Rioja; y en prosa fue declarado delito toda innovación en el lenguaje de Cervantes. Iriarte, Cadalso y otros se declararon a todo trance puristas, y persiguieron toda novedad con las armas de la sátira, al paso que Meléndez, Jovellanos, Huerta y Moratín sostenían la misma opinión con el ejemplo. Hemos dicho que la literatura es la expresión del progreso de un pueblo; y la palabra, hablada o escrita, no es más que la representación de las ideas, es decir, de ese mismo progreso. Ahora bien: marchar en ideología, en metafísica, en ciencias exactas y naturales, en política, aumentar ideas nuevas a las viejas, combinaciones de hoy a las de ayer, analogías modernas a las antiguas y pretender estacionarse en la lengua, que ha de ser la expresión de esos mismos progresos, perdónennos los señores puristas, es haber perdido la cabeza He aquí verdades que no comprendieron los padres de nuestra regeneración literaria; quisieron adoptar ideas peregrinas, exóticas, y vestirlas con la lengua propia; pero esta lengua, desemejante de la túnica del Señor, no había crecido con los años y con el progreso que había de representar; esta lengua, tan rica antiguamente, había venido a ser pobre para las necesidades nuevas; en una palabra, este vestido venía estrecho a quien le había de poner. Acaso sea ésta una de las trabas que nuestros literatos tuvieron entonces para entrar más adentro en el espíritu del siglo. De esto sería una prueba la inculpación que a Cienfuegos se ha hecho de haber respetado poco la lengua.
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