Docsity
Docsity

Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes

Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity


Consigue puntos base para descargar
Consigue puntos base para descargar

Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium


Orientación Universidad
Orientación Universidad

Resumen COMPLETO libro - El Sistema Constitucional Español, Resúmenes de Derecho Constitucional

Resumen completo sobre el libro de Francisco Fernández Segado, El sistema constitucional español. Libro con el que se puede aprobar la asignatura de este profesor si se redactan (copian) todos los puntos tal cual.

Tipo: Resúmenes

2016/2017

Subido el 05/12/2022

Pluton_girl
Pluton_girl 🇪🇸

4

(8)

21 documentos

1 / 66

Toggle sidebar

Documentos relacionados


Vista previa parcial del texto

¡Descarga Resumen COMPLETO libro - El Sistema Constitucional Español y más Resúmenes en PDF de Derecho Constitucional solo en Docsity! TEMA 1 – La Constitución 1. La Constitución. Su concepto y su carácter fundamental La Constitución es la ordenación fundamental que determina el modo y manera en que debe ser ejercida la autoridad pública. La Constitución es pues un orden jurídico de carácter fundamental, puesto que se nos presenta como la expresión de los valores de un orden; contiene el mínimo de elementos necesarios para que ese orden jurídico pueda existir y es el punto de apoyo sobre el que descansa el resto del ordenamiento jurídico. A su vez es un código normativo que a todos vincula y que consagra un sistema de valores materiales que sirven de base a toda la organización estatal. De este carácter fundamental derivan diversas consecuencias: La primera es la idea de permanencia, pues la estabilidad se ha considerado como un elemento necesario de la Constitución, pues a su vez posibilita un necesario arraigo social de la Constitución que se ha denominado “sentimiento constitucional”, haciendo experimentar el convencimiento de que son buenas y convenientes estas normas para la integración, mantenimiento y desarrollo de una justa convivencia. La segunda es la reforma constitucional, que no solo contribuye a la estabilidad y permanencia de la Norma suprema, sino que responde a la necesidad de adecuación de la realidad jurídica a la realidad política, y es que, junto a la idea de permanencia se ha de situar la de dinamicidad y vivacidad constitucional. Otra importante consecuencia es el control de constitucionalidad, que para las normas secundarias deben ser intangibles las normas constitucionales. La potestad legislativa no puede considerarse como absoluta sino que tiene que tener sus límites, derivados de la Constitución. Además, el sistema material de valores que establecen estos límites no son otros que los que subyacen en la Declaración Universal y en los diversos Convenios Internacionales sobre Derechos Humanos. Ciertamente, al promover el respeto a unos valores, por universales que sean, hace que nuestra Constitución no sea axiológicamente neutral, sin embargo la Constitución es un marco de coincidencias suficientemente grande como para que dentro de él quepan opciones políticas de muy diferente signo. 2. El Carácter normativo de la Constitución. A) Evolución y significado de este principio. La idea de una Norma suprema, esto es, superior al Derecho positivo e inderogable por éste remonta su origen a la doctrina que defiende la existencia de un Derecho natural superior a cualquier otro. En Inglaterra, el Derecho natural fue invocado como límite frente al poder del Rey, e igualmente frente a las supuestas omnímodas facultades del Parlamento, así, el Juez Coke, en el Bonham’s Case afirmaba que cuando una ley se oponga al Derecho común o a la razón, el Derecho común verificará dicho acto y lo sancionará de nulidad. Por otro lado, para John Locke los hombres son libres e iguales, no hay subordinación ni preeminencia, cada uno es dueño y juez de sí mismo y todos buscan su propia felicidad. Pero existe una “Ley natural” que obliga a todos. Esta concepción favorable a un Derecho primario no llegará a consolidarse en Inglaterra pero sí en las colonias americanas. Tal circunstancia contrastará con la evolución constitucional inglesa en la que terminará imponiéndose la doctrina de la soberanía del Parlamento, que Blackstone resumirá en la afirmación de que el poder del Parlamento es absoluto y carece de control. La Revolución americana aportará la idea de una Constitución que se formaliza en un documento escrito y solemne, que se define como limitada, significando según Hamilton que contiene ciertas prohibiciones expresas aplicables a la autoridad legislativa y exige de los tribunales de justicia el mantenimiento de sus cláusulas constitucionales frente a los actos que se les opongan. La Constituciones europeas del XIX se nos presentan como una simple recopilación de principios programáticos en los que los constituyentes se limitan a marcar unas pautas de orientación. La dogmática alemana iba a desempeñar un papel decisivo en orden a la normativización de la Constitución. Actualmente, el carácter normativo de la Constitución, quiere significar que no estamos en presencia de un mero catálogo de principios sino de una norma cuyo contenido material vincula a todos de forma inmediata. B) Las peculiaridades de la norma constitucional. La Constitución es una norma, sin embargo, tal afirmación no conlleva la consecuencia de que sea en siempre y en todo caso completamente aplicable. A la vista de esta circunstancia Nieto ha acudido a la doctrina de la complitud de las normas para buscar la precisa caracterización de las normas constitucionales. Una Ley consiste en una pluralidad de proposiciones jurídicas que tienen el sentido de una orden de validez; pero no toda proposición es una proposición jurídica completa. El rasgo de la incomplitud vendría a caracterizar algunas de las normas constitucionales. En todo caso, aun en el supuesto de normas incompletas, se trata de normas, no de meros principios programáticos o retóricos, tienen efectos peculiares, entre los que destacan dos: -La Constitución es un proyecto de futuro de la comunidad nacional, cuya realización se encomienda al Estado. En algunas normas su incumplimiento por parte del Estado no puede ser alegado ante el TC, pero generará una responsabilidad política, sancionado mediante los comicios. Los preceptos constitucionales por tanto tienen un minus de efectividad jurídica y un plus de efectividad social. -la Constitución es una norma axiológica, de valores superiores del ordenamiento y por tanto una norma de reenvíos, establece una guía de conducta, que serán concretados por esos reenvíos en su ulterior desarrollo, es el centro del ordenamiento jurídico. En este sentido puede afirmarse que la Constitución es algo más que la Norma Suprema del ordenamiento jurídico, el vértice superior de la pirámide kelseniana: es el centro mismo del propio ordenamiento jurídico. 3. El contenido de la Constitución Nuestro código constitucional consta de un total de 169 artículos, 4 Disposiciones Adicionales, 9 Transitorias, una Derogatoria y otra Final. El articulado constitucional se estructura en once Títulos: un Título Preliminar en el que se contienen como principios normativos los principales rasgos de nuestro sistema constitucional y muy destacadamente los valores que lo informan, al que siguen otros diez Títulos relativos, respectivamente a: los derechos y deberes fundamentales (Título I); la Corona (Título II); las Cortes Generales (Título III); el Gobierno y la Administración (Título IV); las relaciones entre el Gobierno y las Cortes Generales (Título V) ; el Poder Judicial (Título VI); Economía y Hacienda (Título VII); la organización territorial del Estado (Título VIII); el Tribunal Constitucional (Título IX) y la reforma constitucional (Título X). Estos Títulos van precedidos por un Preámbulo, como modo de explicar o justificar la razón de ser de la disposición elaborada, y que suele expresar la idea de ruptura respecto al sistema anterior. Fue introducido a raíz de una enmienda del Grupo Mixto del Congreso, obra en realidad de varios diputados del Partido Socialista Popular, liderado por Tierno Galván. Se utiliza un lenguaje directo y capaz de llegar a todos los españoles. El Preámbulo subsume un conjunto de ideas que se hallan plasmadas en el articulado constitucional como normas dispositivas. La única salvedad a esta regla la hallamos en la última de sus proclamaciones: “colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra”. Estamos ante un texto sin fuerza jurídica inmediata de obligar con un enorme valor político-declaratorio. Puede destacarse la novedad que supone la regulación de ciertas materias como es el caso del Tribunal Constitucional y de la organización territorial del Estado. Puede parecer paradójico que la Corona aparezca en el primer lugar de la parte orgánica de la Constitución al carecer de toda capacidad decisoria, pero es ésta la circunstancia que explica que en Derecho cuya meta última es el logro de una sociedad democrática avanzada, que ha de apoyarse necesariamente en un orden económico y social justo. 2. Etapas de nuestra historia constitucional a) El constitucionalismo liberal La configuración moderna del sistema político español responde a la acción del liberalismo, que se presentó como una opción global enfrentada al sistema del Ancien Régime dando pie a una nueva realidad político-constitucional liberal. En la Francia revolucionaria, la Asamblea constituyente, con fin de asentar la sociedad y las instituciones sobre unos fundamentos racionales, proclamaba solemnemente los principios revolucionarios en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 26 de agosto de 1789. De un lado, división de poderes frente a la concentración de poder en el monarca absoluto. De otro, garantía de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre, que son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión. La idea revolucionaria de constitución se asienta en una diferenciación formal entre los poderes con la que se intenta garantizar unos derechos ciudadanos que se consideran naturales y, por ello mismo, anteriores al Estado. Además, la constitución establece un sistema de instrucción pública, común a todos ellos y gratuito respecto de aquellas enseñanzas que se entienden indispensables para todos los hombres. Las líneas maestras del constitucionalismo liberal revolucionario serán acogidas entre nosotros por los constituyentes gaditanos. La Constitución de Cádiz se promulga por las Cortes generales y extraordinarias de la nación española en la que reside esencialmente la soberanía, lo que supone una ruptura frontal respecto del Antiguo Régimen, que, no obstante, es aminorada mediante el intento de presentar el nuevo código político como una acomodación de las antiguas leyes fundamentales de la Monarquía. Esta argumentación histórica juega en beneficio de la institución monárquica, que parece escapar de la acción constituyente de la nación, situándose por encima o al margen de ella, como viene en el artículo 14: “el gobierno de la Nación española es una Monarquía moderada hereditaria.” En esta definición de la Monarquía como moderada debe verse la contraposición frente al carácter absoluto de la Monarquía del Antiguo Régimen; no es casual en modo alguno que el artículo 14 sigan tres preceptos que deslindan el tríptico de los poderes constitucionales: legislativo, ejecutivo y judicial. Sin embargo, la razón de ser última de esta división del ejercicio de la autoridad soberana de la Nación hay que buscarla en un argumento eminentemente pragmático: la garantía de la libertad y seguridad que exige ineludiblemente esa división. En todo caso, los constituyentes revelarán una clara incertidumbre a la hora de proceder a articular las relaciones entre el legislativo y el ejecutivo. Fruto de la misma será una regulación compleja cuando no, en ocasiones, un tanto contradictoria. Y así, si bien las relaciones entre Rey y Cortes son mínimas, al Monarca se atribuye un derecho de veto frente a la regulación aprobada por las Cortes. Por lo demás, la ignorancia constitucional del principio de la responsabilidad política imposibilitará el establecimiento de vínculos políticos entre legislador y ejecutivo, por lo menos, de los vínculos propios del régimen parlamentario, consagrándose en el Trienio Liberal un régimen de rígida separación de poderes. La Constitución gaditana no recogerá una explícita, ordenada y sistemática declaración de derechos, lo que no es óbice para que a lo largo de su articulado, de modo un tanto disperso, encontremos algunos de esos derechos vinculándose a la conformación de un verdadero régimen de opinión pública y que opera como un factor coadyuvante en orden a conseguir la generalización de la instrucción pública. Los constituyentes de Cádiz pretenderán llevar a cabo no sólo una racionalización del poder, sino también una reorganización general de toda la sociedad. Tras la muerte de Fernando VII se inicia una fase que tiene su proemio en el Estatuto Real de 1834, al que seguirán un conjunto de códigos constitucionales. Descartada al término de la primera guerra carlista la alternativa de la monarquía absoluta surgirá la dialéctica política moderados-progresistas, que divide a los liberales en dos corrientes contrapuestas. Moderados y progresistas coinciden en las bases esenciales del régimen: existencia de una ley fundamental escrita, de unos grupos representativos basados en el sufragio censitario y de un régimen de publicidad y de libertades individuales. Tras la breve vigencia del Estatuto Real y el restablecimiento formal de la Constitución de Cádiz se abre un nuevo período constituyente que culminará en la Constitución de 1837. El intento doceañista de totalizar normativamente en un código la organización global de los poderes públicos y aún de reordenar la sociedad en su conjunto, dará paso ahora a un deseo más modesto y a la par más útil, de reducir la constitución a lo estrictamente necesario. Los Gobiernos necesitarán de la confianza del Rey y de las Cortes para mantenerse en el ejercicio de sus funciones. Este modelo, unido al falseamiento electoral, conducirá a fomentar indirectamente el protagonismo de la Corona como árbitro de los cambios de Gobierno. En lo que respecta al principio de libertad, cabe significar que la Constitución de 1837 es la primera que dedica un título completo a enumerar un conjunto de derechos y libertades que se enuncian no como preceptos abstractos, sino como preceptos con un indudable carácter práctico y un contenido jurídico- positivo. Bien es verdad que las garantías de los derechos siguen siendo inexistentes, y que no puede hablarse en absoluto de un régimen de libertades públicas. A la Constitución de 1837 seguirá la de 1845, que no es sino una mera reforma de aquella, inspirada por el sector más rígido del moderantismo y asentada en la filosofía política del liberalismo doctrinario, que contrapone a la soberanía nacional la existencia histórica de dos grandes instituciones, Monarquía y Cortes y tiende a conciliar la libertad con el orden social. Con el Bienio progresista se abrirá un nuevo proceso constituyente que culminará en la llamada Constitución nonnata de 1856, que pese a ser aprobada ese año, no llegará finalmente a entrar en vigor. b) El constitucionalismo democrático Un elemento común a buena parte de las proclamas de la Revolución de 1868 es el de la conveniencia de garantizar a todo trance las libertades individuales. A tal fin, ya no se apela a la Corona. Además, se hace hincapié en un principio capital: el de la soberanía nacional, que debe asentarse en el sufragio universal. Los revolucionarios propugnarán la caída de la dinastía; tratarán de acabar con el falseamiento del sufragio, que había viciado los supuestos mismos de la representación, y reivindicarán la regeneración social y política, a lo que responde la Constitución de 1869. El sufragio universal adquirirá la condición jurídica de derecho constitucional. La voluntad de la nación se convierte en el único elemento legitimador de todo el poder. La Monarquía, con esta constitución, no será otra cosa que la forma de gobierno que los constituyentes han considerado oportuno establecer. Tras la renuncia al Trono de España por parte de don Amadeo de Saboya, declaran la República como forma de gobierno de la Nación. Queda el Monarca como un poder constituido de carácter moderador y en cierto modo arbitral respecto de la actualización del derecho de censura y del de interpelación a los ministros, podrá concluirse que la norma constitucional se decanta por un sistema de gobierno muy próximo al de la monarquía parlamentaria. La libertad será la auténtica idea motriz de los revolucionarios. Los constituyentes asentarán el orden político en el respeto y garantía de los derechos individuales. Se elevan al código fundamental los derechos de reunión y asociación, las libertades de culto y la enseñanza y el derecho de sufragio. Tras el fracaso de la Primera República Española, la Restauración borbónica en la persona de Alfonso XII trae consigo el periodo más estable de nuestra historia contemporánea. La Constitución de 1876 será el código sobre el que se vertebrará el nuevo orden político, y Cánovas del Castillo, el protagonista central de esta etapa, su pragmatismo político y espíritu transaccional, fruto de un nítido sentido del Estado, le conducirán a impulsar una Constitución que aún asentándose en los principios del doctrinarismo, se abrirá a las nuevas ideas entronizadas por el código de 1869; de esta forma, la Constitución será redactada con la suficiente flexibilidad como para que su desarrollo permitiera soluciones plurales. Tal acontecerá con el principio de sufragio universal. Los grandes principios constitucionales, como el de la soberanía y el de la libertad, responderán al enunciado doctrinario. El fundamento del orden constitucional vendrá referido al principio de la constitución interna con el cual, Monarquía y Cortes son unidades ya constituidas, preexistentes a la propia norma constitucional, cuyo único objeto habrá de ser precisar las relaciones que han de mediar entre una y otra. Ya no cabe hablar, pues, de derechos naturales anteriores a la Constitución, ahora, los derechos no existirán hasta tanto sean normativamente contemplados por el legislador, que además podrá limitarlos. En todo caso, conviene recordar que durante la Restauración se promulgará un conjunto muy importante de leyes de desarrollo de los derechos y libertades. No es del todo ajeno a ello el hecho de que los partidos hayan dejado de ser grupúsculos de opinión o círculos de notables, pasando a constituirse en verdaderas organizaciones políticas cada vez más complejas; en ello tendrá mucho que ver la adopción del sufragio universal y el reconocimiento del derecho de asociación. Si nuestro primer constitucionalismo se preocupa más por las libertades privadas o civiles, con olvido de las públicas o políticas, ahora la perspectiva se altera radicalmente dándose además la paradoja de que será durante este período cuando al fin se logre la aprobación del Código Civil y del de Comercio. La Constitución de 1876 comenzará a ser reconocida como norma jurídica suprema por nuestro máximo órgano jurisdiccional, el Tribunal Supremo, que recurrirá a preceptos de la norma fundamental para apoyar jurídicamente algunas de sus sentencias. c) El constitucionalismo social Las Constituciones que surgen a partir de 1919 aparecen transidas por un conjunto de rasgos radicalmente novedosos que Adolfo Posada resumiría en la transformación social del régimen constitucional, que, en su sustancia, se orientará en una doble dirección: -El acomodo de las Constituciones a las nuevas exigencias resultantes de la creciente complejidad de la vida social, de modo tal que se creen un mínimo de condiciones jurídicas que permitan asegurar la independencia social del individuo. -La incorporación al régimen constitucional, como factores constitucionales del mismo, de las fuerzas que integran el ser vivo de la sociedad. En el plano jurídico-constitucional, esta doble orientación se traducirá en aspectos tales como: la primacía formal de la constitución y el control de la constitucionalidad de las leyes; las tendencias sociales de la declaración constitucional de derechos; la limitación, en nombre del interés social, de ciertos derechos individuales; la concreción de un amplio instrumental de garantías jurídicas en relación con esos mismos derechos; la racionalización de los mecanismos propios del régimen parlamentario, y el efluvio de las instituciones características de la democracia directa o semi-directa. En el marco que acabamos de esbozar se inscribe la Constitución de 1931, sobre la que se vertebra la vida política de la Segunda República Española. Está Constitución se extenderá al plano social. La subordinación de toda la riqueza del país a los intereses de la economía nacional; la posibilidad de nacionalizar los servicios públicos, la libertad de asociación sindical, etc, son otros tantos principios constitucionales suficientemente ilustrativos de la dirección perseguida por los constituyentes. Frente a la soberanía nacional o compartida, se acuña ahora el principio de soberanía popular. En cuanto a la concreción de la forma de gobierno, una República democrática de trabajadores de toda clase, revela el acusado influjo del ideario socialista que late en todo artículo constitucional. Una de las más significativas novedades del nuevo código la encontramos en la original forma de articulación territorial del poder. La República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y Regiones. Situándose así a camino entre el Estado unitario y federal. En cuanto al régimen jurídico de los derechos, hay que destacar el intento del constituyente republicano de dotarlos de un conjunto de garantías jurídicas. Los constituyentes de 1931 iban a consagrar no sólo la supremacía formal de la Constitución, mediante la regulación de un procedimiento agravado para su reforma, sino también su supremacía sustancial o material, en orden a cuya salvaguarda la Constitución de la Segunda República introducirá por primera abandono, a los ocho meses del inicio del proceso, comenzaba el debate en la Comisión Constitucional del Congreso, que se cerraba con una intervención del Ministro de Justicia, Landelino Lavilla, quien reclamaba en nombre del Gobierno la necesidad de que la Constitución representara un marco efectivo de convivencia que incorporara a España al modelo de las democracias occidentales. El Ministro, a título propio, defendería la conveniencia de que el consenso no se fundara en la ambigüedad ni en la ambivalencia de los preceptos, sino en la búsqueda y proclamación de los puntos de convergencia, acertadísima idea que, sin embargo, no siempre tuvo en cuenta. El entendimiento y el pacto guiaron los debates constituyentes, con algunas aisladas excepciones. En sus líneas maestras, la Constitución quedó perfilada por el Congreso, si bien la Cámara Alta llevó a cabo una tarea meritoria de perfeccionamiento técnico del texto. Y otro tanto cabe decir de la Comisión Mixta Congreso-Senado, que, como manifestara su Presidente, y a la par Presidente de las Cortes, don Antonio Hernández Gil, pretendió ante todo la búsqueda de una formulación superadora de las diferencias manifestadas por el Congreso y Senado respecto de un precepto concreto. En el preceptivo referéndum de ratificación popular del texto de la Constitución, la participación fue relativamente elevada para una consulta de esta naturaleza, más aún si se advierte que algunas formaciones políticas propugnaron la abstención. Para finalizar, nos referiremos a una cuestión de cierto interés. El hecho de que finalmente se impusiera el acuerdo, el pacto, el entendimiento , el consenso en definitiva, no significa que en el itinerario constituyente no existiesen temas especialmente controvertidos y polémicos: -La concepción de la monarquía objetada por el PSOE, con una enmienda en la que la jefatura del Estado se atribuía a una Presidencia de la República, circunstancia que debe entenderse no sólo como un acto testimonial respecto de la tradición republicana del partido, sino también como un intento de capitalizar una serie de activos con los que ulteriormente proceder a negociar con otras fuerzas políticas. -Los derechos educativos, que en repetidas ocasiones estuvieron a punto de quebrar en el consenso. El derecho a dirigir sus propios centros, por parte de las personas físicas y jurídicas que ejercitaran la libertad de creación de centros docentes, constitucionalmente garantizada, se convirtió posiblemente en el punto de disputa más enconado. -El bloque normativo referente a la llamada Constitución económica. -La composición del Congreso y, especialmente, la del Senado. -La organización territorial del poder reflejada en el Título VIII. La presencia del controvertido término de nacionalidades, las dispares concepciones de la autonomía y la propia técnica cumulativa con que, como recuerda Sánchez Agesta, se redactó el Título VIII, con varios propósitos contrapuestos por parte de las distintas fuerzas políticas, condujeron a una normación arduamente discutida y, por lo demás, muy poco afortunada. -La concepción constitucional de los derechos históricos de los territorios forales, que desencadenó finalmente la abstención del PNV respecto del texto constitucional. 5. Los valores superiores del ordenamiento jurídico La Constitución de 1978 encabeza su texto dispositivo con la siguiente determinación: “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.” Nuestra Constitución ha evitado caer en el reduccionismo del positivismo estatalista. El artículo ofrece un planteamiento relativamente singular en el que tomando como punto de partida la Nación española, España, o el conjunto de seres humanos que se dotan, a través de la Constitución de un sistema de convivencia política, procede a conectar el poder político del Estado con un ordenamiento jurídico respecto del que propugna una serie de valores. El ordenamiento no es un mero agregado de normas, sino una realidad dinámica en la que las normas cambian, si bien el ordenamiento como tal permanece, en tanto permanecen sus principios. Es al Estado a quien se imputa el ordenamiento en el artículo 1.º.1, pero también es el propio Estado quien propugna unos valores superiores del ordenamiento. Para nuestra Constitución el ordenamiento no se legitima per se, por proceder del Estado y atenerse a los cauces procedimentales de elaboración y formulación formalmente enunciados por la propia Constitución; bien al contrario, el ordenamiento se nos ofrece como un instrumento para la realización de los fines que la Norma Suprema enuncia como valores, que no son sino los ideales que una comunidad decide erigir como sus máximos objetivos a desarrollar por el ordenamiento jurídico; de ahí que contengan un mínimo horizonte utópico. Los valores contribuyen a la función de legitimidad que la Constitución desempeña. La íntima conexión entre ordenamiento y valores supone el reconocimiento expreso de la dimensión axiológica del Derecho. El Derecho, como dijera Recaséns-Siches, no es una idea pura, tiene que ver con lo que se llama el reino de la cultura. Entre los seres ideales hay una peculiar clase de ellos: los valores, que son esencias ideales con validez objetiva, en el sentido de que no son emanaciones del sujeto, no son la expresión de unos peculiares mecanismos psicológicos del sujeto, si bien los valores cobran su sentido precisamente en relación con la existencia del hombre, con la realidad. En definitiva, en cuanto la Constitución de 1978 no se ha limitado a considerar los valores alojados en el cuadro de los derechos subjetivos y las libertades, sino que han preferido declararlos expresamente, esos valores no sólo han venido a impregnar el total ordenamiento jurídico objetivamente considerado, sino que, consecuentemente, han limitado, como bien significa Peces-Barba, la libertad de los operadores jurídicos en la construcción de los contenidos normales del ordenamiento. El artículo 1.º.1 conceptúa como superiores la tétrada de valores del ordenamiento que enumera, de lo que se infiere sin más que éstos no agotan los valores que han de orientar dicho ordenamiento, debiendo existir otros inferiores, por así llamarlos. A este respecto conviene no obstante efectuar una precisión. En este orden valorativo, adquiere una extraordinaria relevancia el artículo 10.1 de la Constitución. Artículo 10 1. La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social. Este precepto no hace sino reconocer una realidad anterior al ordenamiento, un orden de valores que no ha sido creado por la Constitución, sino que ésta se limita a reconocerlo y garantizarlo, y cuyo último fundamento de validez se encuentra en los valores determinantes de la cultura occidental, en una idea del hombre que descansa en estos valores. En el artículo 10.1 se encuentra la clave misma, el suelo axiológico, y por tanto el criterio que otorga legitimidad, sentido y estructura a la totalidad el orden constitucional material. Mientras los valores del artículo 10.1: dignidad de la persona, libre desarrollo de la personalidad y solidaridad social, valores que a su vez integran el valor complejo de armonía de la vida humana en sociedad, se refieren a cualidades de la realidad cultural individual y colectiva, la tétrada axiológica del artículo 1º. 1 alude a la configuración jurídica de esa realidad, a la conformación jurídica del ordenamiento del Estado. Como dijera Goldschmidt, cada persona humana individual es una realidad en sí misma, mientras que el Estado no es más que una realidad accidental, ordenada como fin al bien de las personas individuales. Este sustrato filosófico iuspersonalista es, en una comunidad social plural, lo que late en el enunciado del artículo 10.1. Es desde la perspectiva apuntada como cobran pleno sentido todos y cada uno de los valores enunciados por el artículo 1.º.1, valores que exigen de una consideración conjunta. Es cierto que desde diferentes sectores del pensamiento se han tratado de relativizar algunos de esos valores. No sólo no debe excluirse ninguno de esos valores, sino que todos y cada uno de ellos se complementan de algún modo entre sí. El valor libertad presenta una doble dimensión: una organizativa y otra en relación con el status de las personas en esa organización social. La libertad es raíz de una serie de exigencias que se despliegan en la propia Constitución, y entre las que podemos identificar las siguientes: soberanía popular; legitimación de los gobernantes por medio de elecciones periódicas por sufragio universal; sujeción de los poderes públicos y de los ciudadanos a la Ley, y reconocimiento y protección de los derechos fundamentales. Desde la perspectiva del status de las personas en la organización social, la libertad presenta una triple óptica: -La libertad-autonomía, la creación de condiciones jurídicas para que la persona tenga un ámbito de actuación social, sin interferencias de otras personas, de los grupos sociales, ni del Estado. -La libertad-participación, que favorece la intervención de las personas en la organización del poder y en la fijación de los criterios generales de la gobernación del Estado. -La libertad-prestación, que requiere del Estado la obligación de realizar un conjunto de actuaciones encaminadas a facilitar la libertad y, en último término, a conseguir la igualdad, con lo que esta vertiente de la libertad se conecta estrechamente con el valor igualdad. El valor igualdad presenta a su vez una doble dimensión, formal y material. Junto a la añeja visión de la igualdad ante la ley y de la no discriminación (igualdad formal), contemplada por el artículo 14 de nuestra Lex Superior, nos encontramos con la vertiente material del principio, regulada por el artículo 9.º.2, que exige de los poderes públicos una tarea de promoción de las condiciones necesarias para que la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sea real y efectiva, tarea que, llegado el caso, exige la remoción de los obstáculos que impidan o dificulten la plenitud de este principio. En cuanto al valor justicia, la ambigüedad del concepto, la pérdida del sentido mítico de sus orígenes, e incluso el hecho de que jurisprudencialmente se lleguen a identificar, en algunos casos, los valores justicia e igualdad, han conducido a un sector de la doctrina del que es destacado exponente Peces- Barba, a considerar que no estamos ante un valor superior, sino ante el instrumento de los jueces para incorporar a sus resoluciones los criterios de moralidad. El valor absoluto de la justicia, dar a cada uno lo suyo, se encuentra indestructiblemente vinculado a la dignidad de la persona. Es un criterio de valoración destinado a conformar el comportamiento social, debe contemplarse desde una visión dinámica. El valor pluralismo político, cuyo origen liberal democrático se manifiesta como expresión de una concepción relativista, que acepta la existencia de diversos puntos de vista sobre la realidad, y que incluso proclama la necesidad de esa diversidad para que sea posible una vida social asentada en la participación ciudadana. Corresponderá al Tribunal Constitucional la función de fijar los límites dentro de los cuales pueden plantearse legítimamente las distintas opciones políticas. Una trascendental cuestión se suscita en relación a los valores: la de su eficacia jurídica. La doctrina, de modo prácticamente unánime se inclina por la apreciación del carácter normativo de los valores. Conviene recordar con Peces-Barba que los valores superiores tienen un contenido conceptual que no se agota en su perspectiva normativa, sino que excede de la misma y hunde sus raíces en el campo de la moralidad. Es necesario precisar la eficacia normativa de los valores. La doctrina ha diferenciado al respecto los valores de los principios y las reglas. Estas últimas contienen disposiciones específicas en las que se tipifican supuestos de hecho, con sus correspondientes consecuencias jurídicas. Los principios son cláusulas genéricas que enuncian modos de ser del Derecho. Los valores son cláusulas más generales que establecen fines a alcanzar, dejando a los operadores jurídicos la elección de los cauces más idóneos para su efectividad. Los valores son normas construidas con conceptos jurídicos, que encuentran además una protección reforzada en nuestro ordenamiento constitucional, y cuya vulneración puede fundamentar un recurso de inconstitucionalidad. Muy significativa a este respecto es la doctrina fijada por el Tribunal Constitucional en relación al valor igualdad. “La igualdad se configura como un valor superior que se proyecta con una eficacia trascendente, de modo que toda situación de desigualdad persistente a la entrada en vigor de la norma constitucional deviene incompatible con el orden de valores que la Constitución, como norma suprema proclama” El entendimiento y el pacto guiaron los debates constituyentes, con algunas aisladas excepciones. En sus líneas maestras, la Constitución quedó perfilada por el Congreso, si bien la Cámara Alta llevó a cabo una tarea meritoria de perfeccionamiento técnico del texto. Y otro tanto cabe decir de la Comisión Mixta Congreso-Senado, que, como manifestara su Presidente, y a la par Presidente de las Cortes, don Antonio Hernández Gil, pretendió ante todo la búsqueda de una formulación superadora de las diferencias manifestadas por el Congreso y Senado respecto de un precepto concreto. En el preceptivo referéndum de ratificación popular del texto de la Constitución, la participación fue relativamente elevada para una consulta de esta naturaleza, más aún si se advierte que algunas formaciones políticas propugnaron la abstención. Para finalizar, nos referiremos a una cuestión de cierto interés. El hecho de que finalmente se impusiera el acuerdo, el pacto, el entendimiento , el consenso en definitiva, no significa que en el itinerario constituyente no existiesen temas especialmente controvertidos y polémicos: -La concepción de la monarquía objetada por el PSOE, con una enmienda en la que la jefatura del Estado se atribuía a una Presidencia de la República, circunstancia que debe entenderse no sólo como un acto testimonial respecto de la tradición republicana del partido, sino también como un intento de capitalizar una serie de activos con los que ulteriormente proceder a negociar con otras fuerzas políticas. -Los derechos educativos, que en repetidas ocasiones estuvieron a punto de quebrar en el consenso. El derecho a dirigir sus propios centros, por parte de las personas físicas y jurídicas que ejercitaran la libertad de creación de centros docentes, constitucionalmente garantizada, se convirtió posiblemente en el punto de disputa más enconado. -El bloque normativo referente a la llamada Constitución económica. -La composición del Congreso y, especialmente, la del Senado. -La organización territorial del poder reflejada en el Título VIII. La presencia del controvertido término de nacionalidades, las dispares concepciones de la autonomía y la propia técnica cumulativa con que, como recuerda Sánchez Agesta, se redactó el Título VIII, con varios propósitos contrapuestos por parte de las distintas fuerzas políticas, condujeron a una normación arduamente discutida y, por lo demás, muy poco afortunada. -La concepción constitucional de los derechos históricos de los territorios forales, que desencadenó finalmente la abstención del PNV respecto del texto constitucional. 6. Los valores superiores del ordenamiento jurídico La Constitución de 1978 encabeza su texto dispositivo con la siguiente determinación: “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.” Nuestra Constitución ha evitado caer en el reduccionismo del positivismo estatalista. El artículo ofrece un planteamiento relativamente singular en el que tomando como punto de partida la Nación española, España, o el conjunto de seres humanos que se dotan, a través de la Constitución de un sistema de convivencia política, procede a conectar el poder político del Estado con un ordenamiento jurídico respecto del que propugna una serie de valores. El ordenamiento no es un mero agregado de normas, sino una realidad dinámica en la que las normas cambian, si bien el ordenamiento como tal permanece, en tanto permanecen sus principios. Es al Estado a quien se imputa el ordenamiento en el artículo 1.º.1, pero también es el propio Estado quien propugna unos valores superiores del ordenamiento. Para nuestra Constitución el ordenamiento no se legitima per se, por proceder del Estado y atenerse a los cauces procedimentales de elaboración y formulación formalmente enunciados por la propia Constitución; bien al contrario, el ordenamiento se nos ofrece como un instrumento para la realización de los fines que la Norma Suprema enuncia como valores, que no son sino los ideales que una comunidad decide erigir como sus máximos objetivos a desarrollar por el ordenamiento jurídico; de ahí que contengan un mínimo horizonte utópico. Los valores contribuyen a la función de legitimidad que la Constitución desempeña. La íntima conexión entre ordenamiento y valores supone el reconocimiento expreso de la dimensión axiológica del Derecho. El Derecho, como dijera Recaséns-Siches, no es una idea pura, tiene que ver con lo que se llama el reino de la cultura. Entre los seres ideales hay una peculiar clase de ellos: los valores, que son esencias ideales con validez objetiva, en el sentido de que no son emanaciones del sujeto, no son la expresión de unos peculiares mecanismos psicológicos del sujeto, si bien los valores cobran su sentido precisamente en relación con la existencia del hombre, con la realidad. En definitiva, en cuanto la Constitución de 1978 no se ha limitado a considerar los valores alojados en el cuadro de los derechos subjetivos y las libertades, sino que han preferido declararlos expresamente, esos valores no sólo han venido a impregnar el total ordenamiento jurídico objetivamente considerado, sino que, consecuentemente, han limitado, como bien significa Peces-Barba, la libertad de los operadores jurídicos en la construcción de los contenidos normales del ordenamiento. El artículo 1.º.1 conceptúa como superiores la tétrada de valores del ordenamiento que enumera, de lo que se infiere sin más que éstos no agotan los valores que han de orientar dicho ordenamiento, debiendo existir otros inferiores, por así llamarlos. A este respecto conviene no obstante efectuar una precisión. En este orden valorativo, adquiere una extraordinaria relevancia el artículo 10.1 de la Constitución. Artículo 10 1. La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social. Este precepto no hace sino reconocer una realidad anterior al ordenamiento, un orden de valores que no ha sido creado por la Constitución, sino que ésta se limita a reconocerlo y garantizarlo, y cuyo último fundamento de validez se encuentra en los valores determinantes de la cultura occidental, en una idea del hombre que descansa en estos valores. En el artículo 10.1 se encuentra la clave misma, el suelo axiológico, y por tanto el criterio que otorga legitimidad, sentido y estructura a la totalidad el orden constitucional material. Mientras los valores del artículo 10.1: dignidad de la persona, libre desarrollo de la personalidad y solidaridad social, valores que a su vez integran el valor complejo de armonía de la vida humana en sociedad, se refieren a cualidades de la realidad cultural individual y colectiva, la tétrada axiológica del artículo 1º. 1 alude a la configuración jurídica de esa realidad, a la conformación jurídica del ordenamiento del Estado. Como dijera Goldschmidt, cada persona humana individual es una realidad en sí misma, mientras que el Estado no es más que una realidad accidental, ordenada como fin al bien de las personas individuales. Este sustrato filosófico iuspersonalista es, en una comunidad social plural, lo que late en el enunciado del artículo 10.1. Es desde la perspectiva apuntada como cobran pleno sentido todos y cada uno de los valores enunciados por el artículo 1.º.1, valores que exigen de una consideración conjunta. Es cierto que desde diferentes sectores del pensamiento se han tratado de relativizar algunos de esos valores. No sólo no debe excluirse ninguno de esos valores, sino que todos y cada uno de ellos se complementan de algún modo entre sí. El valor libertad presenta una doble dimensión: una organizativa y otra en relación con el status de las personas en esa organización social. La libertad es raíz de una serie de exigencias que se despliegan en la propia Constitución, y entre las que podemos identificar las siguientes: soberanía popular; legitimación de los gobernantes por medio de elecciones periódicas por sufragio universal; sujeción de los poderes públicos y de los ciudadanos a la Ley, y reconocimiento y protección de los derechos fundamentales. Desde la perspectiva del status de las personas en la organización social, la libertad presenta una triple óptica: -La libertad-autonomía, la creación de condiciones jurídicas para que la persona tenga un ámbito de actuación social, sin interferencias de otras personas, de los grupos sociales, ni del Estado. -La libertad-participación, que favorece la intervención de las personas en la organización del poder y en la fijación de los criterios generales de la gobernación del Estado. -La libertad-prestación, que requiere del Estado la obligación de realizar un conjunto de actuaciones encaminadas a facilitar la libertad y, en último término, a conseguir la igualdad, con lo que esta vertiente de la libertad se conecta estrechamente con el valor igualdad. El valor igualdad presenta a su vez una doble dimensión, formal y material. Junto a la añeja visión de la igualdad ante la ley y de la no discriminación (igualdad formal), contemplada por el artículo 14 de nuestra Lex Superior, nos encontramos con la vertiente material del principio, regulada por el artículo 9.º.2, que exige de los poderes públicos una tarea de promoción de las condiciones necesarias para que la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sea real y efectiva, tarea que, llegado el caso, exige la remoción de los obstáculos que impidan o dificulten la plenitud de este principio. En cuanto al valor justicia, la ambigüedad del concepto, la pérdida del sentido mítico de sus orígenes, e incluso el hecho de que jurisprudencialmente se lleguen a identificar, en algunos casos, los valores justicia e igualdad, han conducido a un sector de la doctrina del que es destacado exponente Peces- Barba, a considerar que no estamos ante un valor superior, sino ante el instrumento de los jueces para incorporar a sus resoluciones los criterios de moralidad. El valor absoluto de la justicia, dar a cada uno lo suyo, se encuentra indestructiblemente vinculado a la dignidad de la persona. Es un criterio de valoración destinado a conformar el comportamiento social, debe contemplarse desde una visión dinámica. El valor pluralismo político, cuyo origen liberal democrático se manifiesta como expresión de una concepción relativista, que acepta la existencia de diversos puntos de vista sobre la realidad, y que incluso proclama la necesidad de esa diversidad para que sea posible una vida social asentada en la participación ciudadana. Corresponderá al Tribunal Constitucional la función de fijar los límites dentro de los cuales pueden plantearse legítimamente las distintas opciones políticas. Una trascendental cuestión se suscita en relación a los valores: la de su eficacia jurídica. La doctrina, de modo prácticamente unánime se inclina por la apreciación del carácter normativo de los valores. Conviene recordar con Peces-Barba que los valores superiores tienen un contenido conceptual que no se agota en su perspectiva normativa, sino que excede de la misma y hunde sus raíces en el campo de la moralidad. Es necesario precisar la eficacia normativa de los valores. La doctrina ha diferenciado al respecto los valores de los principios y las reglas. Estas últimas contienen disposiciones específicas en las que se tipifican supuestos de hecho, con sus correspondientes consecuencias jurídicas. Los principios son cláusulas genéricas que enuncian modos de ser del Derecho. Los valores son cláusulas más generales que establecen fines a alcanzar, dejando a los operadores jurídicos la elección de los cauces más idóneos para su efectividad. Los valores son normas construidas con conceptos jurídicos, que encuentran además una protección reforzada en nuestro ordenamiento constitucional, y cuya vulneración puede fundamentar un recurso de inconstitucionalidad. Muy significativa a este respecto es la doctrina fijada por el Tribunal Constitucional en relación al valor igualdad. “La igualdad se configura como un valor superior que se proyecta con una eficacia trascendente, de modo que toda situación de desigualdad persistente a la entrada en vigor de la norma constitucional deviene incompatible con el orden de valores que la Constitución, como norma suprema proclama” Que los principios rectores informen la práctica judicial es un reconocimiento, son algo más que meras normas programáticas. No puede afirmarse, tal y como se utiliza respecto de los derechos del capítulo 2º por el artículo 53.1, que los principios rectores del Capítulo 3º vinculen a los poderes públicos. Estos principios carecen de eficacia inmediata, lo que no significa obviamente que puedan ser privados de todo medio de garantía y tutela. Asumen indiscutible valor como criterio hermenéutico. El Tribunal Constitucional ha significado que el artículo 53.3 impide considerar a estos principios como normas sin contenido, obligando a tenerlos presentes en la interpretación, tanto de las restantes normas constitucionales como de las leyes. 3. La pluralidad de ordenamientos jurídicos. En España hay 3 tipos de ordenamiento jurídico distinto: el estatal, el autonómico y el comunitario de la UE que está integrado por el derecho originario que tiene tratados constitutivos de la UE (el de Roma, etc.) y derivado, que es el dictado por las instituciones comunitarias europeas. Que haya muchos ordenamientos plantea problemas: colisiones de normas entre distintos ordenamientos. La jerarquía normativa del 9.3 pone orden en el interior de cada ordenamiento jurídico (opera adintra) El principio de competencia dice que en caso de colisión de dos normas de 2 ordenamientos distintos deberá prevalecer la norma que ha sido dictada por el órgano que tenía competencia para hacerlo Las CCAA asumen competencias a través del estatuto de autonomía. El tribunal de justicia de Luxemburgo ha ido sentando las bases del articulo entre el ordenamiento europeo y nacional. 1) Principio de eficacia inmediata, postulado por el tribunal aunque hay normas que dan un margen de acción al estado. 2) Principio de superioridad de las normas comunitarias respecto del Dº interno de cada Estado. El tribunal de Luxemburgo interpreta el Dº comunitario. 4. Los principios constitucionales informadores del ordenamiento: A) El principio de legalidad y los principios con él relacionados: jerarquía normativa, interdicción de la arbitrariedad y responsabilidad de los poderes públicos. !!! El principio de legalidad traduce jurídicamente el principio de la primacía de la ley, del imperio de la ley en cuanto “expresión de la voluntad popular” como se recuerda en el Preámbulo de la Constitución De conformidad con el principio de legalidad, todos los poderes públicos están sujetos a la ley, también el poder legislativo está sujeto a la Constitución, es misión del TC el velar por que se mantenga esa sujeción de la ley a la Constitución. En el artículo 103.1 de la CE supone la sumisión de los actos administrativos concretos a las disposiciones vigentes de carácter general y de otro la sumisión de los órganos que dictan disposiciones generales al ordenamiento jerárquico de las fuentes del Dº. Están con él relacionados: El principio de jerarquía normativa: Una norma situada en un rango inferior no puede oponerse a otra de superior rango, en la cúspide está la Constitución. Este principio nace como consecuencia del dogma liberal de la supremacía o imperio de la ley, la ley se revestía de una característica fuerza, “la fuerza de ley” en relación a otras normas y ello condujo a una jerarquización normativa. Las fuentes del Dº iban a ordenarse en un primer momento sobre la base de su articulación jerárquica, aunque después otros principios han hecho presencia como el principio de competencia, que implica la necesidad de atender a aspectos materiales, en detrimiento de los puramente formales. El principio de jerarquía normativa se manifiesta en la existencia de una correlación entre la fuente de la que emana una norma, la forma que esta ha de adoptar y la fuerza jurídica de la misma. El principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos: Necesidad de controlar jurisdiccionalmente la discrecionalidad administrativa, no solo quepa tachar de arbitraria una actuación administrativa sino toda actuación de cualquier poder público. El TC ha admitido implícitamente que una ley puede ser tachada de arbitraria cuando el fin perseguido por ella sea constitucionalmente ilícito o constitucionalmente inadecuado, o cuando exista una desproporción entre el fin que se persigue y los medios establecidos para alcanzarlo. El principio de responsabilidad de los poderes públicos: Si los poderes públicos están obligados a sujetar su actuación al ordenamiento jurídico y si les está vedada la arbitrariedad parece lógico que una actuación inadecuada a la legalidad vigente o arbitraria desencadene en una responsabilidad sancionadora o compensatoria. Art. 106.2 y 121 de compensación por mal funcionamiento de los servicios públicos o de la Administración de Justicia. B) El principio de seguridad jurídica y los principios a él conexos: publicidad de las normas e irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales. La confianza que los ciudadanos pueden tener en la observancia y respeto de las situaciones derivadas de la aplicación de normas validas y vigentes. Seguridad jurídica equivale a predictibilidad de las consecuencias jurídicas de nuestros actos. Aparece en el 9.3. El TC dice que es la suma de certeza y legalidad, jerarquía y publicidad normativa, irretroactividad de lo no favorable e interdicción de la arbitrariedad, equilibrada de tal suerte que permita promover en el orden jurídica, la justicia y la igualdad, en libertad. El principio de seguridad jurídica no puede erigirse en un valor absoluto por cuanto, en tal caso, daría lugar a la congelación del ordenamiento jurídico existente, siendo así que éste, al regular relaciones de convivencia humana debe responder a la realidad social. El TC ha rechazado que pueda invocarse el principio de seguridad jurídica para hacer valer ante él y frente al legislador derechos adquiridos. Una norma legal incierta o que cause incertidumbre deberá reputarse ilegítima desde la óptica constitucional. Está relacionado con: El principio de publicidad de las normas: Con él las normas pueden ser conocidas por los órganos de aplicación del derecho y por los ciudadanos, que se hallan en condiciones de conocer las consecuencias jurídicas de sus propios actos. El artículo 6.1 del CC dice que la ignorancia de las leyes no excusa de su complimiento. Para que posibilitar ese conocimiento dejan la vacatio legis. El principio de irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales: Irretroactividad es que las normas se aplican a un futuro y no al pasado. El TC dice que los efectos del art 9.3, sólo puede afirmarse que una norma es retroactiva, cuando incide sobre relaciones consagradas y afecta a situaciones agotadas y lo que se prohíbe es la retroactividad entendida como incidencia de la nueva ley en los efectos jurídicos ya producidos en situaciones anteriores. El CC señala en el 2.3 que las leyes no tendrán efecto retroactividad a no ser que dispusieren lo contrario. El TC estima que la interdicción absoluta de la retroactividad conduciría a situaciones congeladoras del ordenamiento jurídico. La irretroactividad se proclama por la constitución para dos tipos de disposiciones: las sancionadoras no favorables y aquellas otras restrictivas de Dºs individuales, en el bien entendido de que el término disposiciones acoge tanto las leyes como las disposiciones reglamentarias. Respecto de las disposiciones sancionadoras no favorables, cuyo ámbito es el derecho sancionador ha venido constituyendo un principio básico del derecho penal, la constitución garantiza la retroactividad de la ley penal favorable. La cualidad de no favorable relativa a las disposiciones sancionadoras, se ha valorado por el tribunal desde módulos jurídicos objetivos, siendo irrelevante la apreciación personal. La irretroactividad de disposiciones restrictivas de Dºs individuales nos plantea problemas interpretativos de mucha envergadura. De entrada, su consideración aislada marca una neta separación entre el ámbito penal y administrativo y el de los derechos individuales. La interdicción de la aplicación retroactiva de todo tipo de disposiciones en la totalidad de los derechos del Título I, bloqueaba situaciones preconstitucionales, impidiendo toda operación de cambio social. El TC ha equiparado los Dºs individuales a los derechos fundamentales y libertades públicas con lo que parece identificar los Dºs a que se refiere el art 9.3 con los de la sección primera del capítulo 2 del Título I. De esta forma el principio del Estado social puede ya desplegar sin obstáculo sus potencialidades transformadoras, circunstancia especialmente relevante si se advierte que este principio es uno de los que preside la labor hermenéutica de nuestro supremo interprete de la constitución. TEMA 6 5. La ley ordinaria La ley ha perdido ese carácter todopoderoso, hoy existen límites constitucionales infranqueables para el legislador, como también instrumentos procesales para afirmar la primacía de la Norma suprema. El Tribunal Constitucional ha recordado que la cuestión de inconstitucionalidad es un instrumento destinado primordialmente a asegurar que la actuación del legislador se mantiene dentro de los límites establecidos por la Constitución, mediante la declaración de nulidad de las normas legales que violen esos límites. La ley continúa siendo la fuente más importante del Derecho y la única norma que, de manera ordinaria es norma general y primaria en nuestro ordenamiento jurídico. Se trata además de una fuente que tiene en general la primacía sobre todas las demás, rasgo al que alude la expresión “fuerza de ley”. Caben dentro de nuestra Norma suprema opciones políticas muy diferentes. De ahí que nuestra Lex Superior, en relación con los derechos, se haya limitado a reconocerlos, consagrarlos, otorgarles rango constitucional y atribuirles las necesarias garantías, habilitando al legislador ordinario para su desarrollo. Esta habilitación persigue excluir al Ejecutivo, y a su producción normativa propia, los Reglamentos, de toda posibilidad de regulación de estos derechos. Principio de reserva de ley no sólo incide sobre la posible remisión a normas reglamentarias sino que acota la propia libertad de acción del legislador, en cuanto que éste se ve constreñido a dotar a la Ley de “suficientes referencias normativas de orden formal y material”, que permitan conocer que la manifestación de voluntad es propiamente del legislador y delimitar la actuación ulterior del Gobierno al adoptar las oportunas medidas de ejecución de aquella voluntad. Tras considerar el Tribunal el principio de reserva de ley, “una garantía esencial de nuestro Estado de Derecho”, en cuanto su significado último es el de asegurar que la regulación de los ámbitos de libertad que corresponden a los ciudadanos dependa exclusivamente de la voluntad de sus representantes, quedando exentos de la acción del poder ejecutivo, y por ello de sus productos normativos propios, los reglamentos reconoce nuestro supremo intérprete de la Constitución que aquel principio no excluye la posibilidad de que las leyes contengan remisiones a normas reglamentarias, pero sí que tales remisiones hagan posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la Ley, lo que supondría una degradación de la reserva formulada por la Constitución a favor del legislador. Se traduce en ciertas exigencias en cuanto al alcance de las remisiones o habilitaciones legales a la potestad reglamentaria. El Tribunal resume dichas exigencias en el criterio de que las mismas sean tales que restrinjan efectivamente el ejercicio de esa potestad a un complemento de la regulación legal que sea indispensable por motivos técnicos o para optimizar el cumplimiento de las finalidades propuestas por la Constitución o por la propia Ley. El principio de reserva de ley debe entenderse en el sentido de una ley expresa, exigencia que se vulnera con cláusulas formales deslegalizadoras que suponen la reducción del rango normativo de una materia regulada por norma legal en el momento en que se dicta la Ley deslegalizadora, de tal manera que a partir de ésta y en su virtud pueda ser regulada por normas reglamentarias. La reserva de esta competencia al legislador ha supuesto asimismo la restricción de la posibilidad de habilitar legalmente al Ejecutivo para que pueda inmiscuirse en ámbitos propios de la libertad. De este modo, las llamadas regulae agendi, esto es, las reglas que prescriben conductas que constriñen o limitan la libertad de los ciudadanos, deben estar amparadas por habilitaciones legales expresas. La reserva de ley a que venimos refiriéndonos aparece reforzada materialmente por el propio artículo 53.1, al exigir que la ley que regule el ejercicio de estos derechos y libertades respete, en todo caso, el “contenido esencial” de los mismos. Y es precisamente esta exigencia la que dota de sentido a la tercera de las garantías contempladas por el precepto. 8. Los Estatutos de Autonomía. Concepto, naturaleza jurídica y contenido. !!! Concepto: La Constitución de 1978 remite el proceso de creación de las CCAA a las propias colectividades afectadas que lo verán culminado a través de la aprobación de su Estatuto de Autonomía, que el Tribunal Constitucional ha considerado como la norma fundacional de la Comunidad Autónoma. El modelo de Estado autonómico diseñado por nuestros constituyentes requería para su culminación de la aprobación y ulterior promulgación de los distintos Estatutos de Autonomía, como también lo es que éstos encuentran su razón de ser en la propia Constitución, en la voluntad del poder constituyente, pues la Constitución no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conserven unos derechos anteriores a la Constitución, sino una norma del poder constituyente que se impone con fuerza vinculante general en su ámbito, sin que queden fuera de ella situaciones históricas anteriores. Los Estatutos se nos presentan como la expresión del derecho a la autonomía que la Constitución reconoce a las nacionalidades y regiones que integran la Nación española, y como las auténticas normas fundacionales de las Comunidades Autónomas que aquéllas pueden constituir a efectos del acceso a su autogobierno. El artículo 147.1 de la Constitución define los Estatutos de Autonomía como sigue: “Dentro de los términos de la presente Constitución, los Estatutos serán la norma institucional básica de cada Comunidad Autónoma y el Estado los reconocerá y amparará como parte integrante de su ordenamiento jurídico. Destacan tres puntos: La reconducción del Estatuto a la Constitución. Estamos ante normas subordinadas a la Ley Fundamental. Estatuto como norma institucional básica de cada CCAA. El último de los puntos que merece ser comentado se relaciona con la previsión final del precepto, de conformidad con la cual, el Estado reconoce y ampara los Estatutos de Autonomía como parte integrante de su ordenamiento jurídico. Los Estatutos se incorporan plenamente al OJ estatal, irrumpiendo en el sistema de fuentes con una naturaleza propia que desborda con mucho la confusión a la que una interpretación puramente literal del artículo 81.1 podría conducirnos. Naturaleza jurídica: Formalmente los Estatutos de Autonomía son leyes estatales con el carácter de orgánicas. La aprobación de los Estatutos por una ley orgánica no constituye un simple revestimiento formal de una norma propiamente autonómica, sino, como el Tribunal ha señalado la incorporación, definitiva y decisiva de la voluntad del legislador estatal a la configuración de lo que constituye la norma institucional básica de cada Comunidad por su contenido. Es claro el hecho de que el Estatuto no pueda calificarse sin más como una ley orgánica estatal, no conduce al extremo opuesto de entender que la aprobación por las Cortes Generales de los Estatutos, mediante el instrumento jurídico de las leyes orgánicas, entraña un mero ropaje jurídico formal de que se reviste una norma que no es estatal sino autonómica. Desde una óptica política, el Estatuto no es posible sin el acuerdo o consentimiento de la población afectada y como la doctrina, de modo general, ha puesto de relieve, en ese sentido no cabe desconocer el matiz paccionado que existe en el procedimiento de elaboración del Estatuto, así como en el de su reforma; esta última debe ajustarse a los trámites fijados en cada Estatuto, requiriendo la aprobación por las Cortes Generales, mediante ley orgánica (art. 147.3 CE), todo lo cual, aparte ya de sustraer al legislador estatal la disponibilidad sobre estas leyes, confiere a las mismas una especial rigidez, superior a la de las leyes orgánicas. Los Estatutos se nos presentan como leyes subordinadas a la Constitución, pero superiores a cualesquiera otras leyes estatales o autonómicas. Su naturaleza termina de perfilarse si se recuerda que en cuanto por su contenido se convierten en la norma institucional básica de cada Comunidad, se presentan a la par como la norma jerárquicamente superior dentro del sistema normativo de cada Comunidad, norma de la que a su vez nace un ordenamiento secundario. Contenido: Se ocupa el artículo 147.2: “Los Estatutos de autonomía deberán contener: a) La denominación de la Comunidad que mejor corresponda a su identidad histórica. b) La delimitación de su territorio. c) La denominación, organización y sede de las instituciones autónomas propias. d) Las competencias asumidas dentro del marco establecido en la Constitución y las bases para el traspaso de los servicios correspondientes a las mismas.” El TC se ha ocupado en diferentes sentencias del contenido estatutario, contemplándolo con carácter general y particularizadamente. Con carácter general ha precisado que la reserva estatutaria establecida en el artículo 147.2 CE supone no sólo la concreción en los correspondientes Estatutos de los contenidos previstos en el mencionado precepto, sino también el aseguramiento de que los contenidos normativos que afectan a una cierta Comunidad Autónoma no queden fijados en el Estatuto de otra Comunidad, pues ello entrañaría la mediatización de la directa infraordenación de los Estatutos a la Constitución, siendo así que ésta constituye el único límite que pesa sobre cada uno de ellos. El Tribunal ha abordado asimismo de modo puntual la interpretación de los apartados en los que el artículo 147.2 CE establece los contenidos estatutarios mínimos. El TC se ocupó del apartado que hace referencia a la necesaria delimitación de su territorio por el Estatuto de Autonomía. Tal reserva estatutaria no sólo entraña la definición del territorio de cada Comunidad, sino también las previsiones relativas a su posible alteración. El Estatuto no puede regular de un modo “completo y acabado” la segregación y correspondiente agregación de los enclaves ubicados en su territorio cuando éstos pertenecen al de otra Comunidad Autónoma. Los Estatutos deberán contener la sede de las instituciones autónomas propias. Según los recurrentes, el Estatuto de Autonomía de Castilla y León prescribía el órgano que habrá de determinarla, cuándo y dónde habrá de hacerlo y con qué mayoría, algo que fue aceptado como correcto por el TC. El apartado d) de distribución competencial es el más relevante pero tampoco la reserva estatutaria puede considerarse absoluta. El TC dice que de ello no cabe deducir que toda ley estatal que pretenda delimitar competencias entre el Estado y las CCAA sea inconstitucional por pretender ejercer una función reservada al Estatuto, aunque esto no puede entenderse en el sentido de que deje sin contenido la facultad de la CCAA. Reforma: La reforma estatutaria requiere de una conjunción de voluntades sin la que no puede prosperas, la reforma ordinaria de los Estatutos tiene un carácter paccionado. De esta indisponibilidad de la reforma se ha hecho eco el Tribunal Constitucional, tanto en relación al Estado como a las CCAA. Tal indisponibilidad se traduce en la invulnerabilidad de los Estatutos frente a las leyes estatales y las autonómicas. El TC ha reiterado que los Estatutos gozan de una rigidez superior a la de las leyes orgánicas, conclusión que ha hecho derivar del artículo 152.2 de la Constitución, precepto que prevé un cauce especial de reforma para los Estatutos aprobados por el procedimiento del artículo 151.2 y al que nos referiremos con posterioridad. Sólo respetando los cauces constitucionalmente establecidos, a la par que su concreto desarrollo estatutario en cada caso, podrá modificarse un Estatuto, lo que le convierte en inatacable por cualquier otra norma legal estatal o autonómica. También el Tribunal se ha pronunciado respecto al segundo supuesto, la inatacabilidad de una norma estatutaria por una norma autonómica. En su sentencia dictada en el recurso de inconstitucionalidad promovido por el Presidente del Gobierno contra la Ley de la Comunidad Autónoma del País Vasco sobre reconocimiento de derechos de inviolabilidad e inmunidad de los miembros del Parlamento Vasco. Nuestro supremo intérprete de la Constitución se pronunciaba rotundamente sobre este aspecto diciendo que la CA del País Vasco ha dictado una Ley sin modificar el Estatuto vulnerándolo y también a la CE. El principio general acerca de la reforma está prevista por el artículo 147.3 CE: “La reforma de los Estatutos se ajustará al procedimiento establecido en los mismos y requerirá, en todo caso, la aprobación por las Cortes Generales, mediante ley orgánica.” La reforma estatutaria comprende dos etapas: la que ha de acomodarse a los trámites estatutariamente establecidos, en la que el protagonismo corresponderá a las Asambleas legislativas autonómicas y aquella otra de aprobación por las Cortes Generales de la reforma mediante ley orgánica. El procedimiento previsto en los Estatutos cabe reconducirlo a dos secuencias: la iniciativa de reforma y la aprobación de la misma por la respectiva Asamblea legislativa. La iniciativa se ha atribuido tanto a los órganos legislativos y ejecutivos autonómicos como a las Cortes Generales y en buen número de casos al Gobierno de la Nación. Lección 7 10. Los actos normativos con fuerza de ley: A) El Decreto-legislativo La Constitución contempla en primer término los Decretos legislativos, categoría que se caracteriza ante todo porque son las propias Cortes Generales las que toman la iniciativa de habilitar al Gobierno para que dicte disposiciones con rango de ley que reciben el nombre de Decretos legislativos, denominación por sí misma muy significativa de la naturaleza de estas disposiciones. El artículo 85 se limita a precisar: “Las disposiciones del Gobierno que contengan legislación delegada recibirán el título de Decretos legislativos.” Los artículos 82 a 84 de nuestra Norma suprema regulan con sumo detalle las que genéricamente podríamos denominar leyes de delegación, lo que trasluce la preocupación del constituyente de acotar la forma a través de la cual las Cortes Generales pueden habilitar al Gobierno a los efectos que nos ocupan, el contenido de la habilitación y el control ulterior del uso de ella haga el Gobierno. La delegación legislativa puede ser caracterizada por los siguientes rasgos: 1º Existe un límite material infranqueable para la delegación: las materias reservadas a la ley orgánica. El artículo 82.1 las excluye de toda posible delegación. 2º El sujeto habilitante no es otro que las Cortes Generales a través de Leyes de Pleno, pues el artículo 75.2 de nuestra Lex Superor exceptúa de las Leyes de Comisión, entre otras normas, las leyes de bases. De ahí que se excluya el procedimiento especial de la competencia legislativa plena de las Comisiones. El sujeto habilitado no es otro que el Gobierno. 3º La delegación ha de formalizarse mediante una ley de bases, cuando su objeto sea la formación de textos articulados, o a través de una ley ordinaria, cuando se trate de refundir varios textos legales en uno solo (artículo 82.2). 4º Las leyes de delegación, sean de bases u ordinarias, deben ajustarse a las siguientes condiciones: a) otorgar la delegación al Gobierno, sin permitir la subdelegación a otras autoridades distintas; b) hacerlo de forma expresa, no pudiendo entenderse concedida la delegación de modo implícito; c) para materia concreta; d) con fijación de plazo para su ejercicio, sin que pueda delegarse por tiempo indeterminado, y e) para un solo acto, de tal modo que la delegación se agota por el uso que de ella haga el Gobierno mediante la publicación de la norma correspondiente (artículo 82.3). 5º Las leyes de bases, además de responder a las condiciones precedentes, habrán de delimitar con precisión el objeto y alcance de la delegación legislativa y los principios y criterios que han de seguirse en su ejercicio (artículo 82.4). 6º Las leyes ordinarias que autoricen la refundición de textos legales, además de determinar el ámbito normativo a que se refiere el contenido de la delegación, especificarán si ésta se circunscribe a la mera formulación de un texto único o si se incluye la regularización, aclaración y armonización de los textos legales que han de ser refundidos (artículo 82.5). 7º La leyes de bases no podrán en ningún caso autorizar la modificación de la propia ley de bases, ni facultar para dictar normas con carácter retroactivo (artículo 83) 8º Sin perjuicio de la competencia propia de los Tribunales, las leyes de delegación podrán establecer en cada caso fórmulas adicionales de control (artículo 82.6). A la vista de tal previsión y en el marco de una interpretación sistemática de nuestra Norma suprema, cabe separar tres modalidades de control: por los Tribunales ordinarios, por el Tribunal Constitucional y por las propias Cámaras parlamentarias. El Tribunal Constitucional ha reconocido en diversas sentencias el control jurisdiccional ordinario de los Decretos legislativos. En cuanto al control de constitucionalidad sobre los Decretos legislativos, es claro que corresponde al Tribunal Constitucional. La LOTC incluye entre las normas susceptibles de declaración de inconstitucionalidad a los “actos del Estado con fuerza de ley”, para precisar de inmediato que: “En el caso de los Decretos legislativos, la competencia del Tribunal se entiende sin perjuicio de los previsto en el número 6 del artículo 82 de la Constitución.” Por lo que se refiere a las fórmulas adicionales de control de que habla el artículo 82.6, hay que señalar que el Reglamento del Congreso ha previsto un procedimiento de control para el preciso supuesto de que las leyes de delegación establecieren un control adicional por el Congreso de Diputados. El Gobierno viene obligado a dirigir al Congreso la correspondiente comunicación, que contendrá el texto articulado o refundido objeto de aquélla y que será publicado en el Boletín Oficial de las Cortes Generales. Si dentro del mes siguiente a la publicación, ningún diputado o Grupo parlamentario formulara objeciones, se entenderá que el Gobierno ha hecho uso correcto de la delegación legislativa. Si dentro del referido plazo se formulara algún reparo al uso de la delegación en escrito dirigido a la Mesa del Congreso, ésta lo remitirá a la correspondiente Comisión de la Cámara, que deberá emitir un dictamen al respecto en el plazo que al efecto se señale. El dictamen en cuestión será debatido en el Pleno de la Cámara con arreglo a las normas del procedimiento legislativo. Los efectos jurídicos del control serán precisamente los previstos en la ley de delegación. El ejercicio por parte del Gobierno de la potestad de dictar normas con rango de ley, previa delegación legislativa, está sometido a unos requisitos formales bastante estrictos, orientados a delimitar aquella potestad. El Tribunal ha entresacado dos consecuencias de enorme relevancia práctica, de la sujeción de la delegación legislativa al conjunto de requisitos formales ya contemplados. a) Precepto determinado que si emanara directamente de las Cortes no sería institucional, a no ser por oposición material a la Constitución, puede serlo si procede del Gobierno a través de un Decreto legislativo por haber ejercitado aquél de modo irregular la delegación legislativa. b) El Tribunal Constitucional, cuando se someta a su control de constitucionalidad por la vía p procesal adecuada, un determinado Decreto legislativo, ha de resolver en base a criterios estrictamente jurídico-constitucionales cimentados n la necesidad de determinar, de una parte, si se han respetado los requisitos formales para el ejercicio de la potestad legislativa por vía delegada y de otra, si el precepto o preceptos cuya constitucionalidad se cuestiona es, por razón de su contenido, contrario a la Constitución. B) El Decreto-ley Norma con fuerza de ley que emana del Gobierno en supuestos de extraordinaria y urgente necesidad, diferenciándose del Decreto legislativo por el hecho de que aquí la iniciativa parte del propio Gobierno. El ejercicio por el Gobierno de esta potestad legislativa está sometido a la necesaria concurrencia de determinados requisitos que lo legitiman. 1º La exigencia de que el Decreto-ley se dicte exclusivamente para afrontar una situación extraordinaria y urgente necesidad. (artículo 86.1) 2º La limitación en cuanto a la materia sobre la que puede incidir un Decreto-ley. Esta norma en ningún caso puede afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I, al régimen de las CCAA, ni al Derecho electoral general (artículo 86.1) 3º La necesidad de que los Decretos-leyes sean sometidos inmediatamente al Congreso de los Diputados para su debate y votación de totalidad, en el plazo de los treinta días siguientes a su promulgación, con objeto de que el Congreso se pronuncie expresamente sobre su convalidación o derogación (artículo 86.2). El propio artículo 86.1 precisa la naturaleza del Decreto-ley al definirlo como una disposición legislativa provisional dictada por el Gobierno. Resulta claro: a) que estamos ante un acto normativo con rango de ley; b) que emana del Gobierno, esto es, del Consejo de Ministros, y c) que tiene carácter provisional, provisionalidad que no afecta a las normas contenidas en el Decreto-ley, que requiere de la intervención subsiguiente del Congreso de los Diputados para su convalidación; la provisionalidad, pues, se mantiene hasta su convalidación parlamentaria. La figura del Decreto-ley se nos presenta como un instrumento equivalente en cuanto a su fuerza a la Ley, y utilizable cuando una necesidad calificada por las notas de lo extraordinario y lo urgente reclama una acción normativa que, por lo ordinario, compete al legislador, pero que precisamente por esa necesidad y por no poder ser atendida por una acción normativa emanada de las Cortes Generales, se autoriza al Gobierno, con un carácter de provisionalidad hasta tanto obtiene la convalidación y, en su caso, la conversión en Ley. Es claro que las leyes ordinarias, las leyes aprobadas por las Cortes Generales, en definitiva, las leyes de Cortes revisten una naturaleza bien diferenciada de los Decretos-leyes. Como ha advertido nuestro intérprete supremo de la Constitución, entre aquéllas y éstos sólo hay identidad de rango normativo, pero no de naturaleza. Supuesto habilitante: extraordinaria y urgente necesidad  El artículo 86.1 establece como presupuesto fáctico de la legitimidad constitucional del Decreto-ley, y a la vez como justificación de que ceda el instrumento ordinario de la acción legislativa, esto es, la Ley en su sentido formal, la existencia de una necesidad que, requiriendo el tratamiento a nivel de Ley, se presenta con las notas de lo extraordinario y urgente. Un sector de la doctrina ha querido ver esta referencia del artículo 86.1 al supuesto de hecho habilitante como un caso típico de concepto jurídico indeterminado, o lo que es igual, como un supuesto no concretable a priori pero sí a posteriori, que describe una situación que, a la poste, sólo admite una solución ajustada a derecho. La diferenciación establecida por el constituyente en el artículo 94, entre los dos tipos de tratados, tiene a su vez una importante consecuencia en los que se refiere al rango con que se han de incorporar al ordenamiento interno, y ello, aun admitiendo que los principios de jerarquía y de competencia, sobre los que se asientan las relaciones entre las distintas fuentes del Derecho, no son de aplicación por entero a los tratados; ello no obstante, el principio de jerarquía normativa ha de ser tenido en cuenta a la hora de precisar las relaciones existentes entre los tratados y la ley. Respecto de la Constitución, no cabe duda alguna de la subordinación de los tratados a nuestra Lex Superior. A este respecto, es muy significativa la celebración de un tratado internacional que contenga estipulaciones contrarias a la Constitución exigirá la previa revisión constitucional. En este sentido, el artículo 95.2 faculta al Gobierno o a cualquiera de las Cámaras para requerir al Tribunal Constitucional para que declare si existe o no esa contradicción. No tan evidentes ni claras son las relaciones entre los tratados y la ley. Sus relaciones son complejas y, desde luego, exigen, en el punto que nos interesa, atender a los dos tipos de tratados que distingue el artículo 94. Todos los tratados presentan una resistencia frente a la ley. Un tratado no puede ser reformado o derogado por una ley. El artículo 96.1 de la Constitución no deja resquicio alguno a la duda: “Sus disposiciones solo podrán ser derogadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios tratados o de acuerdo con las normas generales del Derecho internacional.” El artículo 96.2 impone lo que se conoce como principio del paralelismo de las formas, que exige, para la denuncia de los tratados y convenios internacionales, la utilización del mismo procedimiento que para su aprobación prevé el artículo 94. Esta resistencia frente a la ley, insistimos, puede predicarse respecto de cualquiera de los dos tipos de tratados contemplados por el artículo 94. No puede mantenerse otro tanto respecto de la fuerza activa de los tratados sobre la ley respecto de la posibilidad de modificación o derogación de una ley por un tratado. Es preciso rescatar la doble tipología establecida por el artículo 94. Ello se desprende con cierta nitidez del apartado e) del artículo 94.1, que, como ya vimos, exige la previa autorización de las Cortes Generales para la celebración de aquellos tratados o convenios que supongan modificación o derogación de alguna ley…” Aquellos tratados de la competencia exclusiva del Gobierno, respecto de los cuales las Cortes se limitan a ser informadas de su conclusión, no podrán modificar o derogar una ley, pues para que tal posibilidad sea factible, la previa autorización de las Cortes resulta indeclinable. En el artículo 94.1, pues si se advierte la redacción de los 5 apartados del precepto, el apartado e) no concuerda con los 4 anteriores, que aluden a determinados contenidos materiales de los tratados, mientras que el referido apartado e= no contempla materia alguna, acogiendo, por el contrario, todos los tratados que, con independencia de la materia sobre la que versen, incidan sobre una ley o exijan medidas legislativas para su ejecución. Los tratados que requieren de la previa autorización de las Cortes Generales pueden modificar o derogar una ley. Aquellos otros cuya celebración es competencia del Gobierno no pueden en modo alguno modificarla. A la inversa, unos y otros tratados son resistentes frente a la ley. 12. Los Reglamentos. Tradicionalmente, se ha venido entendiendo que toda definición de la ley tiene su correlato en su definición del reglamento. En el Estado liberal, la primacía del Parlamento y la concepción formal de la ley, en el sentido de considerar como ley todo producto normativo que el Parlamento aprueba como tal, tienen su correspondencia en el carácter instrumental de la Administración y en la inequívoca subordinación de sus productos normativos, los reglamentos, a la ley. El artículo 97 prescribe que el Gobierno ejerce la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes. El artículo 103.1 declara que la Administración Pública actúa con sometimiento pleno a la ley y al Derecho. El artículo 106.1 determina que: “Los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa.” La diferente situación respecto a la Constitución en que se ubican las potestades legislativa y reglamentaria, ha sido apuntada por el Tribunal Constitucional Una lectura superficial del articulado constitucional podría conducirnos a pensar en la existencia de un principio de reserva de ley, por cuanto son muy numerosos los preceptos que se remiten a la ley a efectos del desarrollo de la materia por ellos contemplada. Nuestra Constitución no conoce en rigor el principio de reserva de ley porque al legislador no le está vedada ninguna materia. Algunas de ellas, las de mayor relevancia, se le reservan por el constituyente de modo explícito, pero no le queda vedada la regulación de ninguna. Más que reservas de ley, lo que la Constitución contiene son reservas a procedimientos legislativos parlamentarios, bien ordinarios, bien especiales. Cuando de reserva de ley se habla, debe entenderse que de lo que se trata es de una reserva a un procedimiento legislativo parlamentario, con la subsiguiente exclusión de la potestad reglamentaria, pero no que el legislador ha de circunscribir su actuación a la normación de las materias objeto de la reserva, pues nuestro constituyente no ha vedado al legislador la regulación de ninguna materia. La conclusión parece clara: nuestro constituyente se ha inclinado por una configuración tradicional de ambas fuentes, de conformidad con la cual, la ley es la norma primaria, que crea derecho con libertad dentro del marco constitucional, mientras que el reglamento es la norma secundaria que opera de acuerdo con la Constitución y las leyes” y que, por ello mismo, requiere de la previa intervención del legislador. 13. La jurisprudencia como fuente del Derecho. La jurisprudencia según el CC no es fuente del Dº (1.6 CC). Es una fuente complementaria y referida a la doctrina reiterada sentada por el TS al interpretar la legalidad. La jurisprudencia constitucional (doctrina reiterada establecida por el TC en sus sentencias) si es fuente del Derecho (según Segado) en la práctica. El TC no sólo se expresa en sentencias que dicen si algo es constitucional o no sino que dicta sentencias interpretativas y tiene que ver con que si una de las interpretaciones de la norma es conforme a la Constitución mantiene la norma el TC pero solo si se interpreta de esa manera. Con este tipo de sentencias el TC actúa como auténtico legislador y por lo tanto fuente del Derecho. Ej: El Estado quiere proteger las Marismas de Santaña en Cantabria con una ley y Cantabria recurre al TC, el TC declara la inconstitucionalidad de la ley pero sin nulidad hasta que Cantabria ponga ley, aún siendo norma del TC que la leyes inconstitucionales son nulas. TEMA 8 - Las garantías constitucionales. 1. La reforma de la Constitución: Significado, funciones y técnicas de reforma. El poder soberano, atribuido al pueblo en virtud del principio democrático, exige jurídicamente que la Constitución se convierta en Lex Superior para que, en cuanto obra del poder constituyente, y expresión de la voluntad permanente del mismo, ningún órgano constituido pueda desempeñar atribuciones soberanas. En el constitucionalismo democrático actual, la reforma constitucional cumple tres funciones diferenciadas: -La realidad política que la Constitución debe regular es una realidad dinámica; de ahí que la necesidad de adecuar la realidad jurídica a la realidad política se presente como la primera exigencia del sistema constitucional. -Esa adecuación de las normas constitucionales a la realidad, operada a través de la reforma, se produce sin quebrantamiento de la continuidad jurídica. El poder de revisión es, un poder constituido que obtiene su legitimidad en el propio ordenamiento, de ahí que la operación de reforma sea una operación esencialmente jurídica. -Habría que indicar si, frente al poder constituyente y soberano, el poder de reforma aparece como mecanismo de articulación de la continuidad jurídica del Estado, frente al resto de los poderes constituidos se presenta como la institución básica de garantía. A través del procedimiento de reforma, la Constitución se consagra y se transforma en Lex superior. La pauta generalizada en nuestro tiempo sobre el procedimiento de reforma constitucional es que en él participen los órganos legislativos, si bien, en ocasiones, se transforman en un órgano especial, al operar conjuntamente las dos Cámaras del Parlamento, constituyéndose en una Asamblea Nacional. La técnica para dificultar la reforma constitucional más arraigada en la historia constitucional ha sido la de exigir mayorías parlamentarias cualificadas para la adopción de una ley de reforma constitucional. En ocasiones, la reforma exige de su aprobación por dos Legislaturas diferentes, lo que entraña normalmente una disolución automática de las Cámaras y, de esta forma, una participación del cuerpo electoral. Donde esta participación alcanza su máximo significado es en el referéndum constitucional, que puede ser facultativo y obligatorio, y que supone una auténtica participación plebiscitaria del electorado en el procedimiento de reforma constitucional. 2. La reforma constitucional en el ordenamiento español: A) La iniciativa de reforma. La iniciativa se concede al Gobierno, al Congreso, al Senado y a las Asambleas legislativas de las CCAA, excluyéndose la iniciativa popular. Por lo que atañe a la iniciativa del Gobierno, nada la singulariza de la iniciativa legislativa ordinaria. Todo proyecto de reforma constitucional ha de tramitarse conforme a las normas establecidas en el Reglamento del Congreso para los proyectos de ley, lo que supone la posibilidad de que sea objeto de una enmienda de totalidad, y consecuentemente, de un debate de totalidad en el Pleno de la Cámara Baja, que evidentemente puede concluir con la devolución del proyecto. En cuanto a la iniciativa parlamentaria, sí nos muestra algunas particularidades respecto de la iniciativa ordinaria: el Reglamento del Congreso exige que toda proposición de reforma constitucional vaya suscrita por dos Grupos parlamentarios o por 1/5 de los diputados (70 diputados). El Reglamento del Senado atribuye esta iniciática a 50 senadores que no pertenezcan a un único Grupo Parlamentario. Las Asambleas de las CCAA disponen de una doble opción: solicitar del Gobierno la adopción de un proyecto de ley de reforma constitucional, o bien remitir a la Mesa del Congreso una proposición de ley de la misma naturaleza. Es a las Cámaras a quienes corresponde decidir respecto de una iniciativa ajena o de una iniciativa surgida en su propio seno. Resulta difícil asimilar que, en un ordenamiento constitucional como el nuestro, donde se proclama la soberanía popular y el poder constituyente del pueblo, y donde en virtud de esos principios se consagra la iniciativa popular para las leyes ordinarias, se la elimine luego para la actuación del poder constituyente. B) Los límites a la iniciativa de reforma. El artículo 169 de la Constitución prevé que: “No podrá iniciarse la reforma constitucional en tiempo de guerra o de vigencia de alguno de los estados previstos en el artículo 116” La locución “tiempo de guerra” ha sido juridificada por el artículo 114 de la Ley Orgánica de Código Penal Militar, que incluye dentro de esa situación, al período de tiempo que comienza con la declaración formal de guerra, al ser decretada la movilización para una guerra inminente o con la ruptura generalizada de las hostilidades con potencia extranjera, finalizando en el momento en que cesan éstas. Se trata de una cláusula perfectamente inútil. Se pretende garantizar la autonomía y la independencia de cualquier operación de reforma, frente a las lógicas anomalías previsibles en las situaciones excepcionales, como son las que contempla el precepto. Ahora bien, si la reforma constitucional gravita en las Cámaras, y si la declaración y continuidad de los estados de excepción también depende de ellas, no se sabe ciertamente qué es, ni ante quién, lo que se quiere asegurar. Lo lógico es pensar que si las Cámaras se deciden por la declaración de situaciones de excepción no se decidan por la reforma, y a la inversa. De tener alguna operatividad, ésta se reduciría al supuesto del tiempo de guerra. C) El procedimiento de reforma .!!! Nuestra Constitución ha previsto dos alternativas procedimentales diferenciadas en función de la materia constitucional a que se refiere la reforma. El procedimiento general, o de reforma parcial, está contemplado por el artículo 167, que rige para la modificación de todo aquello que no afecte a los La última ratio de esta proclividad hacia la judicial review haya que buscarla en una concepción radicalmente nueva de la forma de gobierno, que ya late con intensidad en la propia Declaración de Independencia, de 4 de julio de 1776,y que encuentra su soporte teórico en la que bien pudiéramon tildar de filosofía política de la libertad. El sistema norteamericano se construyó partiendo del concepto del valor, autonomía y dignidad del hombre individual como irreductible realidad anterior a la sociedad. La prueba más patente de que en la Convención de 1787 se abordó el principio de la judicial review nos la ofrecen los comentarios a la Constitución escritos por Hamilton, Madison y Jay en El Federalista. Hamilton atribuirá a los tribunales la relevante función de interpretar las leyes, prefiriendo la Constitución en el supuesto de que se produjere una discrepancia entre ésta y cualquier ley ordinaria, Sería la Administración republicana de Jefferson y de sus sucesores la que, repudiando las doctrinas de los federalistas, consagrara en sus actos y creara las tradiciones de supremacía federal que los federalistas no habían sabido establecer. Una tradición judicial ininterrumpida sería la clave del cambio de óptica respecto al olvido inicial de la judicial review. John Marshall, tomando como soporte jurídico-constitucional la cláusula de supremacía proclamaba en la sentencia Marbury versus Madison el principio, esencial en todas las constituciones escritas de que a law repugnant to the Constitution is void; and that courts, as wll as other departaments, are bound by that instrument. Igualmente transcendente habría de ser la sentencia Cohens versus Virginia, una de las más fértiles en sus consecuencias para la afirmación del poder federal y, sobre todo, para la consolidación de la autoridad del Tribunal Supremo, pues con ella Marshall lograba asegurar para el referido Tribunal el control de las decisiones de los Tribunales estatales en todas las materias, cualquiera que fuese su naturaleza, siempre que, a juicio del Tribunal supusieran una interpretación de la Constitución. Propiciaría un poder cada vez más amplio por parte del supremo órgano jurisdiccional americano. Retornando al Juez Marshall, considerará que las facultades del Congreso están delimitadas por el texto de la Constitución. Pues bien, de nada serviría que ésta acotara las diferentes ramas del Poder si el Congreso de la Unión pudiera probar leyes contrarias a la Constitución. La misión de los Tribunales había de consistir precisamente en decir qué cosa es ley y qué cosa no lo es. Como una ley contraria a la Constitución no es ley, los tribunales no están obligados a cumplirla, su obligación entonces estriba en reafirmar la Constitución como ley suprema del país frente a cualesquiera intentos en contrario del Congreso. Esa y no otra, dirá Marshall, es la escena de la función judicial. Marshall explicó su pensamiento citando en su favor el argumento de Hamilton, contenido en el número LXXVIII de El Federalista. Hamilton habla de Constitución limitada. La Constitución no es solamente una ley más sino una ley fundamental, la primera en jerarquía e importancia de todas las leyes; por donde resulta obligado proclamar su superioridad y su supremacía. B) Control político versus control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes. El constitucionalismo histórico alumbró dos tipos básicos de sistemas de control de la constitucionalidad: el control por los órganos judiciales ordinarios, característico del sistema constitucional norteamericano, y el control por un órgano político de impronta francesa. La historia constitucional gala muestra como común denominador una arraigada tradición antijudicialista. Razones: -Razones ideológicas. La doctrina de la división de poderes de Montesquieu se entendió inconciliable con la posibilidad de interferencia de los jueces en la esfera del poder legislativo, que se considera como la emanación directa de la soberanía popular. -Razones prácticas. Las instituciones jurídicas tienen a adecuarse a las exigencias mutables de la vida práctica, con un cierto desfase temporal. La exigencia práctica que prevalece ha sido la de asegurar especialmente a través del Consejo de Estado, una tutela frente a la ilegalidad y los abusos del Poder Ejecutivo, más que contra los procedentes del Legislativo. -Razones históricas. Confianza sin límites en la volonté génerále y el extremado recelo hacia los jueces, fruto del permanente recuerdo de las graves interferencias que antes de la Revolución perpetraron los jueces frente a los restantes poderes de modo verdaderamente arbitrario. El reconocimiento de una cierta primacía, por lo menos política a la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 26 de agosto de 1789, pudo conducir al establecimiento de una revisión judicial. No fue finalmente así, Sieyès proponía la creación de un jury constitutionnaire. Con la llegada de Napoleón cambiará el clima político; ello propiciará una mejor acogida de proyecto de Sieyès. La Constitución del año VIII (1799) instituirá un Sénat conservateur al que atribuirá la facultad de juzgar los actos del Cuerpo legislativo y del Gobierno que le fueron deferidos por el Tribunat por causa de una supuesta inconstitucionalidad. El control político se convertía en una viva realidad, bien que los resultados prácticos de la actuación del Sénat fueran decepcionantes; más que instrumento de conservación del orden, el Senado lo fue de transformación del mismo en sentido cesarista. El Segundo Imperio propiciaría el restablecimiento de un Senado semejante al anterior, cuya intervención de carácter obligatorio frustraba de raíz toda posible naturaleza jurisdiccional del nuevo mecanismo de control de constitucionalidad. La creación del Conseil Constitutionnel por la Constitución de la Quinta República, y sobre todo, los intentos ulteriores de aproximar esta institución, por lo menos en lo que a su funcionamiento se refiere, a los perfiles propios de los órganos jurisdiccionales, suponen un novedoso intento de aproximación a los modelos europeos de control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes. El control político tiene como rasgos específicos los que siguen: -La composición eminentemente política del órgano encargado de llevar a cabo el control de constitucionalidad; ese carácter político del órgano es la resultante no tanto de la elección parlamentaria de sus miembros, cuanto de la inexigencia legal de una cualificación técnico-jurídica de quienes han de acceder a este órgano. -El carácter preventivo del control, en cuanto que ese control debe producirse con anterioridad a la entrada en vigor de la ley, circunstancia a la que hay que unir el hecho de que, en ocasiones, se trata de un control preceptivo o reglado, esto es, exigido por la ley. -El carácter puramente consultivo del control, al carecer la decisión del órgano que lo lleva a cabo de naturaleza vinculante. C) La concepción de Kelsen y la recepción en Europa de la doctrina de la Revisión judicial. Cabe destacar en el ámbito europeo-occidental, como representantes de la tradición judicial, a los TC, aportación del constitucionalismo democrático de la primera postguerra. Si hacemos abstracción de algunos aislados precedentes en el siglo XIX la jurisdicción constitucional surge en Europa tras la Primera Gran Guerra. Ya desde bastante tiempo antes, se venía insistiendo por la doctrina acerca de la conveniencia de la institucionalización del control de constitucionalidad. Finalmente, una Ley de 25 de enero de 1919 creaba un TC; otra norma legal apenas dos meses posterior a la par que modificaba en profundidad la Constitución provisional austríaca, confería al citado Tribunal el conocimiento de los recursos interpuestos por el Gobierno central contra las leyes aprobadas por las Asambleas provinciales por inconstitucionalidad. Un mes más tarde, una nueva norma legal modificaba profundamente la organización del Tribunal, disponiendo al unísono que las sentencias por las que el Tribunal estimara que una decisión administrativa violaba un derecho constitucional garantizado, tuvieran como efecto jurídico la nulidad de la decisión vulneradora del derecho. La Constitución Federal de la República Austríaca de 1º de octubre de 1920 abordaba la regulación del Tribunal que quedaba integrado por un presidente, un vicepresidente y un número indeterminado de miembros titulares y suplentes, elegidos por mitad por el Consejo nacional y por el Consejo federal; con posterioridad, el número de componentes del Tribunal se fijaría en doce miembros titulares y seis suplentes. Le hacía competente para conocer sobre la inconstitucionalidad de las leyes provinciales a requerimiento del Gobierno federal y de la inconstitucionalidad de las leyes federales a requerimiento de un Gobierno provincial, asimismo, instituía una intervención ex officio del Tribunal, al facultarlo para conocer de la inconstitucionalidad de una ley, de oficio, cuando ésta sirviera de base a sus propias decisiones. La aparición del TC está íntimamente vinculada al pensamiento kelseniano. En su Teoría General del Derecho y del Estado sostiene Kelsen que el orden jurídico no es un sistema de normas coordinadas entre sí que se hallen una al lado de la otra en un mismo nivel, sino que se trata de una verdadera jerarquía de diferentes niveles de normas. Su unidad viene dada por el hecho de que la creación de una norma se encuentra determinada por otra de grado superior, cuya creación es determinada a su vez por otra todavía más alta. Lo que constituye la unidad del sistema es precisamente la circunstancia de que tal “regressus” termina en la norma de grado más alto, o norma básica, que representa la suprema razón de validez todo el orden jurídico. Esta concepción del ordenamiento jurídico, que encuentra su último punto referencial en la Norma suprema, en la Constitución, entraña ineludiblemente la necesidad de una garantía jurisdiccional de la Constitución. Esta garantía jurisdiccional es un elemento del sistema de medidas técnicas encaminado a asegurar la regularidad de los actos jurídicos de creación o de aplicación del Derecho, en el bien entendido de que la idea de regularidad alude a la necesaria relación de correspondencia que debe existir entre una norma de grado inferior y otra de grado superior del orden jurídico. Viene exigido por el hecho de que el Derecho, a través de la vía que recorre desde la Constitución hasta los actos de ejecución material, no deja de concretarse. La idea de regularidad y las garantías técnicas encaminadas a asegurarla no debe quedar circunscrita a la relación de los actos de ejecución material del Derecho con las normas individuales, ni tan siquiera a la de estos actos de ejecución con las normas generales. El principio de regularidad debe postularse también respecto de las relaciones que median entre el reglamento y la ley, y entre ésta y la Constitución. La legalidad de los reglamentos y la constitucionalidad de las leyes pueden concebirse como verdaderas garantías de la regularidad de los actos jurídicos individuales. Las garantías de la Constitución son las garantías de la regularidad de las normas inmediatamente subordinadas a la Constitución, o lo que es igual, las garantías de la constitucionalidad de las leyes. La anulación del acto inconstitucional representa la más eficaz garantía de la Constitución. Kelsen rechazará que esa facultad deba atribuirse al Parlamento defendiendo, por el contrario, su atribución a una jurisdicción o tribunal constitucional. Kelsen concibe al TC no tanto como un órgano jurisdiccional en sentido estricto, cuanto como un legislador negativo. 4. Los sistemas de jurisdicción constitucional concentrada y difusa. !!! Puede hablarse de la existencia de dos grandes sistemas de control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes: el sistema difuso y el sistema concentrado. Capelletti diferencia ambos sistemas, en el “difuso” el control se atribuye a todos los órganos judiciales de un ordenamiento jurídico, que lo ejercitan incidentalmente, con ocasión de la decisión de una causa de su competencia, en el concentrado, el poder de control se concentra en un único órgano jurisdiccional. El sistema difuso ha sido considerado como el sistema de tipo norteamericano, el concentrado austríaco- kelseniano. I. En el sistema norteamericano, todos los órganos judiciales ordinarios pueden pronunciarse sobre la constitucionalidad de las leyes con ocasión de las controversias suscitadas ante ellos; suscitadas ante ellos; se trata de una jurisdicción difusa que no da lugar a una jurisprudencia dispersa y contradictoria, pues la fuerza vinculante del precedente actúa de correctivo del sistema. El principio del stare decisis, característico de los países de common lar, implica que las posibles divergencias entre los distintos tribunales sobre la constitucionalidad de una misma ley puedan ser decididas, a través del sistema de impugnaciones, por los órganos judiciales superiores y en especial por el Tribunal Supremo, cuya decisión será en lo sucesivo vinculante para todos los tribunales. El sistema de jurisdicción concentrada otorga a un TC, el monopolio de las competencias para conocer la constitucionalidad de las leyes. Estos tribunales son órganos de naturaleza jurisdiccional que circunscriben su competencia a conocer de los recursos de que el mantenimiento del precepto impugnado pueda lesionar el principio básico de la primacía de la Constitución. El TC entiende que el recurso a estas sentencias interpretativas es un medio lícito aunque de muy delicado y difícil uso, pues no cabe ignorar los peligros que encierran estas sentencias que se centran en la confusión de funciones entre Tribunal Constitucional y Parlamento a que las mismas pueden conducir. De ahí que el Tribunal haya manifestado que la emanación de una sentencia de este género no puede ser objeto de una pretensión de los recurrentes, que sólo pueden solicitar de él, en cuando intérprete supremo de la Constitución, no legislador, pronunciamiento sobre adecuación o no de los preceptos recurridos a la Constitución. Pese a estas reservas, la realidad nos revela que quizá con más frecuencia de la conveniente, el Tribunal ha acudido a este tipo de sentencias. b) La cuestión de inconstitucionalidad presenta una mayor amplitud que el recurso, lo que se manifiesta tanto en la legitimación para interponerla, que corresponde a cualquier órgano judicial, como en el plazo de impugnación. Como ha dicho el TC esta mayor amplitud no convierte a la cuestión de inconstitucionalidad, ni en un instrumento procesal que quepa utilizar para transferir al TC la decisión de litigios concretos, ni, menos aún, para buscar a través suyo una depuración abstracta del ordenamiento, que normalmente debe ser obra del legislador ordinario, y que sólo a través de la acción (recurso) de inconstitucionalidad ha sido atribuida al propio Tribunal. La cuestión de inconstitucionalidad no es una acción concedida para impugnar de modo directo y con carácter abstracto la validez de la ley, sino un instrumento puesto a disposición de los órganos judiciales para conciliar la doble obligación en que se encuentran de actuar sometidos a la ley y a la Constitución. La depuración continua del ordenamiento, desde el punto de vista de la constitucionalidad de las leyes, y siempre a salvo la acción del propio legislador, es así resultado de una colaboración necesaria entre los órganos del Poder Judicial y el TC por la vía de la cuestión de inconstitucionalidad, cabe tomar en consideración el efecto que la cambiante realidad social opera sobre el contenido de las normas. TEMA 10 – Los derechos fundamentales como derechos constitucionales. 1. Evolución histórica y conceptual de los Derechos. Las modernas Declaraciones de Derechos tienen como punto de partida las norteamericanas, y, muy especialmente, la Declaración de Virginia, de 12 de junio de 1776, así como la celebérrima Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 26 de agosto de 1789. Tanto los derechos del hombre en sociedad como la estructura política de la sociedad son parte, expresión y consecuencia del pacto social, de tal modo que ambos elementos de la Declaración se vinculan por igual a los derechos naturales. En la base de los principios simples e indudables proclamados en 1789 hay dos nociones conexas: la autonomía del individuo y el contrato. Las Declaraciones de Derechos americanas se integrarán como parte propia de las Constituciones. En 1776, la mayor parte de las antiguas colonias se habían dotado de textos constitucionales una de cuyas partes sería la Declaración de Derechos correspondiente. Se traduciría en la aprobación de las diez primeras Enmiendas a la Constitución. En Francia los derechos no se agotan en la Declaración de 1789. Los primeros códigos constitucionales no se limitan a reconocer la Declaración de 1789, sino que incorporan a su articulado específico unas previsiones orientadas a garantizar los derechos. El modelo francés aparece peculiarizado por la existencia de unos derechos que en un documento (la Declaración de 1789) son iusnaturalizados, se presentan como derechos naturales y en otro (la Constitución) son constitucionalizados, al objeto de garantizarlos, lo que lógicamente viene a suponer que los derechos de la Declaración no son sino meras declaraciones de principios. La ulterior desaparición de las Declaraciones de Derechos no hará sino reforzar la orientación ya iniciada, que podemos resumir en la absoluta sujeción del ejercicio del derecho a la previa mediación del legislador, con lo que la vida del derecho vale tanto como lo que diga la Ley; en definitiva, el derecho se reconduce al principio de legalidad. La Tercera República Francesa culminará esta orientación, al prescindir las Leyes constitucionales de 1875 de toda referencia a los derechos o a sus garantías. A lo largo del siglo XIX se ha podido constatar en algunos otros países europeo-continentales una progresiva aspiración a dar a los derechos y libertades una realización jurídica no abstracta, sino concreta y vinculatoria a superar su carácter meramente programático, concediéndoles eficacia y acompañándolos de las garantías indispensables. Hacia finales del siglo XIX, la dogmática iuspublicística alemana, en un claro intento de desvincular los derechos de toda contaminación ideológica iusnaturalista, de acabar en definitiva con la concepción de los derechos naturales, creó la categoría conceptual de los derechos públicos subjetivos, con la que los derechos se insertaban en un sistema de relaciones jurídicas entre el Estado, en cuanto persona jurídica, y los particulares. El tránsito del Estado liberal al Estado social de Derecho determinará un progresivo abandono de la categoría conceptual de los derechos públicos subjetivos. Esa noción de los derechos fundamentales coexiste con la de libertades públicas. Libertades públicas: aquellos derechos que no agotan su virtualidad en la persona, y cuya transcendencia reside en que su ejercicio crea de una manera inmediata y necesaria una fuerza social. A uno y otro período de postguerra sigue la aparición de nuevas preocupaciones que habían de influir sobre las Declaraciones de derechos, a través de las recién elaboradas Constituciones o de la reforma de las ya existentes. Primera postguerra, constitucionalismo social. Los derechos van a convertirse en condicionales de la vida social, sin las que ningún hombre libre puede perfeccionar y afirmar su propia personalidad. El planteamiento de la cuestión social en los constituyentes inmediatamente posteriores al fin de la Primera Gran Guerra tiene mucho que ver con la crisis económica derivada del conflicto y también del amenazador experimento de la revolución soviética. Sin olvidar que la extensión de los derechos individuales en un sentido social constituye una muestra más del proceso de racionalización de la vida pública que inspira todas las construcciones jurídicas de esta etapa. Al filo ya de la Segunda Guerra Mundial van a cobrar vida dos doctrinas, íntimamente correlacionadas, que vendrán a dar un sesgo radicalmente novedoso a la concepción tradicional de los derechos fundamentales. La primera de ellas es la del mayor valor de los derechos fundamentales, cuyo origen ha de verse en la llamada doctrina de la preferred position sentada por el Tribunal Supremo norteamericano. Tras una larguísima etapa de 150 años, en la que el TS mostró una notable falta de sensibilidad hacia los derechos distintos del de propiedad y del de libre empresa, en 1938, en el mismo momento en el que el modelo de propiedad absoluta parece tras los embates de que es objeto por parte del Presidente Roosevelt, el Tribunal Supremo inaugura una nueva orientación en su conocida Sentencia United States versus Carolene Products. En ella, se formula la doctrina de la preferred position de los derechos, que implica un conjunto de consecuencias fundamentales, de entre las que entresacamos estas dos: a) Frente a la normal presunción de constitucionalidad de las leyes, la Sentencia observa que existe un estrecho margen para hacer jugar dicha presunción cuando la legislación aparece frente a una específica prohibición constitucional de interferir una libertad clásica, como ocurre, observa la Sentencia, con las libertades contempladas por las diez primeras Enmiendas constitucionales. b) De lo anterior se deduce que frente a la self restraint ordinaria del Tribunal respecto a la validez de la ley enjuiciada la ley en cuestión se encuentra sujeta a una inquisición judicial rigurosa. Sobre esta doctrina incidirá la concepción de la equal protection desarrollada por el TS durante la época en que fue presidido por el juez Warren, que vendrá a postular ya no simplemente la abstención del Estado frente a las libertades individuales básicas sino la obligación estatal de proporcionar un quantum mínimamente indentificable de oportunidad real de libertad, de lo que a su vez derivaba la necesidad de definir obligaciones positivas de hacer por parte del Estado para que la libertas pudiera ser real y efectiva. La segunda de la doctrinas desencadenará unas consecuencias no muy alejadas de aquellas a las que había conducido la anterior. Surge en Alemania tras la finalización de la Guerra. Su orientación era inequívoca: superar la concepción vigente en la República de Weimar acerca de los derechos fundamentales, concepción que, partiendo de un extremado positivismo jurídico, entendía los derechos no como seguridades y garantías de un orden de valores que en sus últimos caracteres es preestatal, lo que conduciría en último término a unos derechos fundamentales vacíos. No puede olvidarse que en Weimar ya se planteó con toda intensidad el problema de la eficacia jurídica de un conjunto de normas constitucionales entre las que se encontraban las relativas a los derechos. Ello daría pie a Carl Schmitt para la construcción de la doctrina de la garantía institucional, a cuyo través se trataba de dotar a ciertas instituciones de una garantía frente al legislador, protegiendo de esta forma su núcleo irreductible. La enmienda pretendía complementar el perfil constitucional del derecho a la educación y la libertad de enseñanza (artículo 27 CE). La mediación del senador señor Martín-Retoritillo resultaría decisiva en orden a la aprobación del precepto, al presentar una enmienda in voce mediante la cual se intentaba precisar en qué había de consistir la tutela y garantía a que se aludía en la enmienda centrista; esa tutela había de consistir en la integración e interpretación de las normas relativas a los derechos y no de los derechos y libertades sin más; la enmienda dejaba claro además que esta técnica era operativa respecto de los derechos y libertades constitucionalmente reconocidos. Muchos y muy diversos son los Tratados y Acuerdos internacionales ratificados por España en relación: La Declaración Universal de Derechos Humanos, El Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales, El pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Etc. Si analizamos la jurisprudencia constitucional comprobaremos la profusión de sentencias en que se acuda a los Tratados citados, y a otros muchos, y de modo muy especial al Convenio Europeo del año 1950, a los efectos de interpretar los derechos constitucionales contemplados. Contemplada la técnica hermenéutica del artículo 10.2, se suscita de inmediato la problemática de si la misma difiere o se asemeja a la del artículo 96.1. Se trata de dilucidar las diferencias que puedan existir entre la aplicación directa de un tratado en nuestro ordenamiento jurídico interno y la previsión de que las normas relativas a los derechos que la Constitución reconoce se hayan de interpretar de conformidad a los tratados suscritos por nuestro país en la materia. Hay que ver en el artículo 10.2, como por lo demás muestra a las claras su origen, una cláusula de tutela y garantía de los derechos, enderezada a salvar las dificultades de interpretación de los derechos constitucionalmente reconocidos, recurriendo al efecto a las normas de los tratados internacionales en materia de derechos humanos. El Derecho internacional puede no resolver la problemática interpretativa cuando la norma del convenio está a su vez necesitada de interpretación. El problema se complejiza aún más cuando, como en el caso del convenio de Roma, nos encontramos con un órgano de carácter jurisdiccional encargado de interpretar y aplicar las previsiones del Convenio y de sus Protocolos adicionales. En este preciso supuesto, ¿debe entenderse que la cláusula del artículo 10.2 implica que la Constitución hace suya la interpretación de los derechos y libertades llevada a cabo por el Tribunal Europeo? Esta autovinculación de la Constitución a la interpretación realizada por el TEDH en esta materia debe entenderse como vinculación a un standard mínimo susceptible de verse incrementado por nuestra legislación y por la propia jurisprudencia del TC. Pese a este inequívoco reconocimiento de que el Convenio Europeo, como instrumento internacional, no obliga a España a reconocer en su ordenamiento jurídico la fuerza ejecutoria directa de las decisiones del Tribunal Europeo, el Tribunal Constitucional ha precisado que ello no significa que en el plano de nuestro sistema constitucional de protección de los derechos fundamentales los poderes públicos hayan de permanecer indiferentes ante una declaración de la instancia europea de violación de un derecho reconocido en el Convenio. 5. Los límites de los derechos. Los derechos fundamentales no son ilimitados, sino que están sujetos en su ejercicio a una serie de límites. En nuestra Constitución el carácter limitado de los derechos, no sólo no quiebra, sino que encuentra plena confirmación. Podría pensarse lo contrario a la vista del artículo 10.1, que eleva a la categoría de valores jurídicos fundamentales, entre otros, la dignidad de la persona y los derechos inviolables que le son inherentes, considerados como fundamento del orden político y la paz social. Que ello sea así no significa, como ha reconocido el Tribunal Constitucional ni que todo derecho sea inherente a la persona ni que los que se califican de fundamentales sean in toto condiciones imprescindibles para su efectiva incolumidad, de modo que cualquier restricción que a su ejercicio se imponga devenga un estado de indignidad. Proyectada sobre los derechos individuales, el artículo 10.1 CE implica que en cuanto valor espiritual y moral inherente a la persona, la dignidad ha de permanecer inalterada cualquiera que sea la situación en que la persona se encuentre, constituyendo, en consecuencia, un mínimum invulnerable que todo estatuto jurídico debe asegurar. Partiendo del carácter limitado de los derechos los límites de éstos pueden ser de dos tipos: intrínsecos y extrínsecos. Los límites intrínsecos derivan de la propia naturaleza de cada derecho y de su función social. Dentro de ellos suelen diferenciarse a su vez los límites objetivos de los subjetivos. Los límites extrínsecos derivan de la propia existencia social y de los demás sujetos de derecho que en ella coexisten, y como es lógico son establecidos por el propio ordenamiento jurídico. La Constitución ha sido muy parca a la hora de contemplar con carácter general los límites de los derechos; quizá no podía ser de otra manera. Tan sólo el artículo 10.1, de modo muy genérico, prevé como fundamento de limitación de los derechos el respeto a los derechos de los demás, limitación que presupone lógicamente la colisión en el ejercicio de derechos por parte de distintos sujetos. En virtud del principio interpretativo fijado por el artículo 10.2, y con sujeción a las pautas hermenéuticas ha de traerse a colación la determinación del artículo 29.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos: “En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática.” El TC ha venido insistiendo con reiteración en que sólo ante los límites que la propia Constitución expresamente imponga al definir cada derecho o ante los que de manera mediata o indirecta de la misma se infieran al resultar justificados por la necesidad de preservar otros derechos o bienes constitucionalmente protegidos, pueden ceder los derechos fundamentales. Sin ánimo exhaustivo, recordaremos: el mantenimiento del orden público protegido por la ley, como límite para el ejercicio de la libertad ideológica y de culto (artículo 16.1); la comisión de un delito flagrante, que opera como límite frente a la inviolabilidad del domicilio (artículo 18.2), y el respeto a los derechos reconocidos en el Título I, en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia, límites todos ellos frente a las libertades enumeradas por el artículo 20.1 (artículo 20.4). La limitación de los derechos constitucionales exige en cualquier supuesto atender a una serie de reglas hermenéuticas que se conectan con el principio del mayor valor de los derechos, que requiere inexcusablemente una interpretación restrictiva de las limitaciones que hayan de afectar a aquéllos. Como derivación inmediata del principio anterior nos encontramos con un nuevo principio hermenéutico, al que ya aludiéramos en un momento precedente: el principio favor libertatis y en conexión con el mismo, puede hablarse de una fuerza expansiva de todo derecho fundamental, por virtud de la cual, se restringe el alcance de las normas limitadoras que actúan sobre el derecho en cuestión. De esa fuerza deriva la exigencia de que los límites de los derechos fundamentales hayan de ser interpretados con criterios restrictivos y en el sentido más favorable a la eficacia y a la esencia de tales derechos. Y de ella misma se desprende la necesidad de que toda restricción de los derechos deba estar justificada. La limitaciones que se establezcan no pueden obstruir el derecho más allá de lo razonable de modo que todo acto o resolución que limite derechos fundamentales ha de asegurar que las medidas limitadoras sean necesarias para conseguir el fin perseguido y, a la par, ha de atender a la proporcionalidad entre el sacrificio del derecho y la situación en que se halla aquel a quien se impone. Proyectando estas reglas a los supuestos de limitación del ejercicio de ciertos derechos basados en la relación de sujeción especial en que se encuentran determinadas categorías de personas, el Tribunal sólo ha considerado admisibles las susodichas restricciones en la medida en que resulten estrictamente indispensables para el cumplimiento de la misión o función derivada de aquella situación especial. Toda limitación de un derecho debe respetar su contenido esencial, como exige el artículo 53.1 de la Constitución y como constituye una reiteradísima doctrina constitucional. TEMA 11 7. El principio de igualdad jurídica. A) Su evolución. El principio de igualdad constituyó una de las más insistentes reivindicaciones del pensamiento revolucionario liberal. Proclamado por la Declaración de Derechos de Virginia de 12 de junio de 1776, podía leerse “que todos los hombres son, por naturaleza, igualmente libres e independientes”, para afirmarse a continuación “que ningún hombre o grupo de hombres tiene derecho a privilegio o ventajas exclusivas o separadas de la comunidad. El principio sería acogido desde el primer momento por los revolucionarios franceses de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano: “Loes hommes naissent et demeurent libres et égaux en droits. Les distinctions sociales ne peuvente être fondées que sur l¡utilité communne” La Ley debía tratar a todos por igual. El principio de igualdad quedaba subsumido en el principio de legalidad, de modo tal que había de considerarse iguales aquellos a quienes la Ley considera como tales y diferentes aquellos otros a quienes la Ley diferenciara. Esta concepción del principio de igualdad como igualdad ante la Ley no podía dejar de tener consecuencias sobre la misma caracterización de la Ley, que había de configurarse como: universal, esto es, con validez frente a todos los ciudadanos; general, con exclusión por tanto de leyes singulares, que tienen como únicos destinatarios a un grupo de personas determinadas, o incluso a una sola persona, y de duración indefinida, esto es, con vocación de permanencia. La igualdad ante la Ley se manifiesta no sólo en la Ley, sino también en su aplicación. Argüelles, en su Discurso Preliminar a la Constitución de Cádiz, dejaría expuesta esta idea al afirmar: “La Ley ha de ser una para todos; y en su aplicación no ha de haber acepción de personas.” En el pensamiento liberal del pasado siglo, el principio de igualdad se manifestaba básicamente como igualdad ante la Ley. Reúne los caracteres de universalidad y generalidad. Debe aplicarse asimismo sin acepción de personas, puede hablarse de una igualdad en la aplicación, pero para quienes aplican el ordenamiento jurídico no hay más elemento de comparación, la igualdad se supedita a la voluntad del legislador. Para éste, el principio de igualdad tiene un mayor contenido, por cuanto le veda establecer entre los ciudadanos diferencias que no resulten del libre juego de las fuerzas sociales, pero entendida la sociedad civil como un hecho natural, ajeno al Estado, no hay obstáculo alguno para considerar naturales y, en consecuencia, jurídicamente relevantes, las diferencias que la sociedad establece. Esta construcción teórica se mantendrá incólume durante largo tiempo, no viéndose afectada ni tan siquiera por las profundas reformas que sacudirán los sistemas constitucionales de fines del siglo XIX, como será el caso de la progresiva universalización del sufragio. El cambio de orientación comenzará a gestarse cuando los partidos de clase, algunas otras fuerzas progresistas y la propia doctrina social de la Iglesia, comiencen a reivindicar la necesidad de que la igualdad no se conciba como un principio exclusivamente formal, sino que adquiera asimismo un contenido material, esto es, que la igualdad social se convierta en un logro, una meta a alcanzar mediante la actuación de poderes públicos. circunstancia que habrá de ser apreciada llegado el caso de decidir acerca de la existencia de una diferencia de trato compatible con el Convenio. La doctrina establecida por el TC puede ser sistematizada del siguiente modo: 1/ El presupuesto esencial para proceder a un enjuiciamiento desde la perspectiva del artículo 14 de la CE es que los supuestos de hecho, las situaciones subjetivas que quieran compararse sean efectivamente comparables. Cuando la desigualdad de trato se atribuye al legislador, lo que se requiere para hacer posible un juicio de igualdad es que el legislador haya atribuido las consecuencias jurídicas que el recurrente estima diversificadoras a grupos o categorías personales creadas por el propio legislador, pues es entonces cuando la introducción de factores diferenciales o de elementos de diferenciación ha de ser debidamente fundada. No se puede exigir una igualdad de trato al legislador cuando intenta extraer consecuencias jurídicas diversas de situaciones que estaban originariamente en una situación jurídica distinta, siempre que el criterio adoptado por el legislador sea esa diferenciación de régimen jurídico, y la finalidad perseguida por la norma diferenciadora sea coherente con esa diferenciación de partida. No cabe hablar de una diferencia de trato si ésta se basa en supuestos de hecho o situaciones subjetivas diferentes. 2/ Para que pueda hablarse de trato desigual quien alega la vulneración del principio de igualdad jurídica, solicitando el juicio de igualdad, debe aportar un término de comparación que sirva de base para razonar acerca de la posible vulneración del principio de igualdad. Para que una persona o un conjunto de ellas se encuentren sujetas a un trato desigual, hace falta que otros se hallen en mejor posición, gozando de un régimen jurídico más favorable. 3/ El principio de igualdad de trato exige que la diferenciación persiga una determinada finalidad, exigencia perfectamente comprensible si se advierte que la introducción de un factor diferencial que no respondiese a fin alguno, que fuese puramente gratuito, deberá tacharse de arbitraria. Esta finalidad ha de ser legítima, ha de asentarse en una justificación objetiva y razonable, de acuerdo con criterios y juicios de valor generalmente aceptados, cuya exigencia, según el Tribunal, debe aplicarse en relación con la finalidad y efectos de la medida considerada. La razonabilidad de la finalidad pretendida por la diferenciación no debe entenderse en el sentido de que haya perseguirse un bien o valor constitucional; basta con que el fin perseguido sea constitucionalmente admisible. Aunque la razonabilidad no exige que la finalidad del factor diferencial sea un bien o valor constitucional, ello, desde luego, no quiere decir que esta circunstancia sea irrelevante. Cuando la finalidad de la diferenciación coincide con un bien constitucional, el margen de actuación de los poderes públicos es mucho menor, puesto que sólo podrá aceptarse aquella posibilidad que conduzca a la mejor realización del valor constitucional. Es precisamente por esta última circunstancia por lo que constituye una reiterada doctrina constitucional que el juicio de igualdad tiene su sentido exclusivo en la evitación de diferenciaciones carentes de todo basamento objetivo, y no en la determinación de cuáles sean las opciones mejores o más adecuadas que pudiera haber acogido el legislador. 4/ El principio de igualdad de trato requiere asimismo de un juicio de racionalidad consistente en la utilización del argumento objetivo, lógico, que supone la relación de medios-fines. Es irracional algo que pretende ser un medio para alcanzar un fin y, en realidad, no tiene nada que ver con la consecución de dicho fin. De esta forma, la racionalidad implicará una relación efectiva entre el trato desigual que se establece, el supuesto de hecho que lo justifica y la finalidad que persigue. Sus semejanzas con el juicio de razonabilidad son muy notables, pero existen algunas diferencias, la más relevante de las cuales es que mientras la razonabilidad atiende un dato externo: la admisibilidad constitucional del fin, la racionalidad atiende a algo estructuralmente interno: la relación positiva entre medios y fines. 5/ La finalidad legítima perseguida ha de respetar asimismo una razonable relación de proporcionalidad entre los medios empleados y la finalidad perseguida. Un trato desigual fundado en un supuesto de hecho real, cuya finalidad sea constitucionalmente admisibles y que se ajuste al juicio de racionalidad, el artículo 14 de la Constitución si la consecuencia jurídica que se dedujera fuese desproporcionada. D) El principio de no discriminación. El artículo 14 prohíbe la discriminación por una serie de causas que enumera, si bien con carácter no tasado, puesto que el propio precepto se encarga de precisar que la discriminación no puede prevalecer por cualquier otra condición o circunstancia personal o social. Como significara en el mismo sentido el TC en el artículo 14 no ha de verse una intención tipificadora cerrada que excluya cualquier otra circunstancia de discriminación diferente de las precisadas en el texto legal. El término discriminación ha evolucionado de un sentido peyorativo genérico, equivalente a una imprecisa desigualdad de trato, a un sentido más específico y concreto, relativo sólo a desigualdades de trato que son injustas o arbitrarias por basarse en concretas razones especialmente odiosas o rechazables al suponer la negación de la propia igualdad entre los hombres. Es en este segundo sentido como debe entenderse la utilización por el constituyente del término “discriminación” en el artículo 14. Esta interpretación ha sido corroborada por el Juez de la Constitución, para quien la específica enunciación de una serie de supuestos de discriminación representa una explícita interdicción del mantenimiento de determinadas diferenciaciones históricamente muy arraigadas y que han situado, tanto por la acción de los poderes públicos, como por la práctica social, a sectores de la población en posiciones no sólo desventajosas, sino abiertamente contrarias a la dignidad de la persona que reconoce el artículo 10 de la Constitución. Como parece lógico pensar tras lo expuesto, esta específica alusión constitucional a la no discriminación no puede por menos de acarrear alguna consecuencia jurídica. En un plano muy general la exigencia constitucional de no discriminación parece encerrar una mayor ambición que el principio de igualdad de trato, en el sentido de una proyección más impactante sobre el ámbito de las relaciones entre particulares. La tutela antidiscriminatoria no debiera reducirse por ello mismo a la discriminación derivada de actos o normas de los poderes públicos, sino que debiera abarcar a formas de discriminación social, productos de actuaciones privadas, pues el Estado discriminaría si tolerara pasivamente la existencia de dichas discriminaciones aunque no fuesen originadas por él. En estos supuestos, debe potenciarse la incidencia del artículo 14 sobre el ámbito de las relaciones entre particulares. Donde mayor trascendencia jurídica reviste el principio de no discriminación por alguna de las que el TS norteamericano llamara categorías sospechosas de discriminación, es en relación a la justificación de la desigualdad, que en las referidas categorías se torna mucho más rigurosa. Como fácilmente puede apreciarse, en los supuestos en que el factor diferencial es una de las categorías específicamente contempladas por el artículo 14, la demostración de la justificación de la diferenciación, la fundamentación objetiva y razonable del trato desigual, se hace más rigurosa, de tal modo que una razón que pudiera justificar suficientemente una desigualdad general, puede no bastar para fundamentar una desigualdad específica. La carga de la argumentación, esto es, la carga de la demostración de la compatibilidad de las normas impugnada con el principio de igualdad, contra lo que algún sector doctrinal ha expresado no se ve alterada. La doctrina establecida en la primera jurisprudencia constitucional es que si existe una diferencia de trato y se solicita la aplicación del artículo 14, compete a los órganos del Estado demandados en el procedimiento la carga de ofrecer la justificación que el diferente trato legal posee. Ello supone una auténtica inversión de las reglas ordinarias sobre la carga de la argumentación en beneficio del particular recurrente, si bien esta doctrina, en la que el Tribunal parece incidir cada vez menos, ha venido manteniéndose con independencia de cual fuese el factor diferencial, esto es, al margen de que se tratase o no de uno de los específicamente enumerados por el artículo 14. En otros planos ya más puntuales, podríamos recordar que el Juez de la Constitución ha entendido que las discriminaciones que encuentran su origen en las cláusulas específicas del artículo 14 requieren de los poderes públicos, enfrentados a una desigualdad de origen histórico, la adopción de una actitud positiva y diligente tendente a su corrección, de modo tal que la pervivencia en el ordenamiento de una discriminación no rectificada en un lapso de tiempo razonable, habrá de llevar a la calificación como inconstitucional de los actos que la mantengan. En el fondo de este posicionamiento late la problemática de la inconstitucionalidad por omisión, sistemáticamente rechazada por nuestro Juez de la Constitución, pero que ahora deja abierto un portillo por el que puede tener cabida dicha doctrina. La doctrina de la discriminación favorable, acogida por el Tribunal en su sentencia tomando como punto de partida de su argumentación la histórica situación desventajosa en que se han venido encontrando ciertos sectores de la población por razones resultantes de hábitos sociales muy arraigados. Esta situación histórica es la que conduce al Tribunal a entender como no vulneradora del principio de igualdad una actuación de los poderes públicos encaminada a remediar esa histórica situación desventajosa de las mujeres en el ámbito laboral, aun cuando establezca un trato distinto para las mujeres, lo que se justificará en la necesidad de dar un trato desigual a situaciones efectivamente distintas, si bien el factor diferencial en este caso será el sexo. E) El ámbito de aplicación del principio de igualdad. El principio de igualdad garantizado por el artículo 14, en su doble vertiente de igualdad de trato y de no discriminación, se proyecta sobre todos los poderes públicos, operando por ello mismo en dos planos distintos: igualdad en la Ley e igualdad en la aplicación de la Ley, tal y como se ha sostenido por una reiteradísima doctrina. -La igualdad en la Ley frente al legislador, aunque también frente al poder reglamentario, impide que uno y otro puedan configurar los supuestos de la norma de modo tal que se dé trato distinto a personas que se encuentran en la misma situación. -La igualdad en la aplicación de la Ley obliga a que ésta sea aplicada efectivamente de modo igual a todos aquellos que se encuentran en la misma situación, sin que el aplicador pueda establecer diferencia alguna en razón de las personas o de circunstancias que no sean precisamente las presentes en la norma. En el plano de la aplicación, se hace necesario efectuar una segunda distinción para tomar en cuenta la diferente situación en que se hallan los órganos administrativos, de una parte, y los órganos judiciales de la otra. Los órganos administrativos, esto es, lo que integran el amplio conjunto de las Administraciones públicas, no están vinculados por el precedente, pero sí sujetos al control de los Tribunales, que han de corregir las desviaciones que en la aplicación igual de la Ley se produzcan, y ello no sólo en el ejercicio de las potestades regladas, sino también en el ejercicio de la discrecionalidad que las normas frecuentemente conceden a este tipo de órganos. Los Tribunales han de fijar tanto las circunstancias fácticas del caso como el contenido concreto de la norma aplicada. En todo caso, conviene significar que, las decisiones del Juez de instancia sobre uno y otro aspecto de la cuestión podrán ser revisadas por las sucesivas instancias dentro del Poder Judicial, pero no por el Tribunal Constitucional, salvo en lo que afecta al contenido mismo de la norma. Los órganos del Poder Judicial se encuentran en situación bien diversa, pues tanto en la determinación de los hechos como en la interpretación de las normas, son independientes, no hallándose sometidos al control de otro poder del Estado, aunque sus decisiones puedan ser revisadas, tanto en los hechos como en la interpretación del Derecho, por otros Tribunales a través de los recursos previstos en las leyes procesales. El recurso de amparo constitucional sujeta también a estos últimos al control del TC, pero ello sólo para el caso de que hayan aplicado leyes contrarias a la Constitución o hayan interpretado de modo incompatible con ésta las que, en otra interpretación, no lo serían. Salvo en este doble supuesto concreto, no corresponderá al Tribunal Constitucional, sino al Tribunal Supremo, determinar cuál es la interpretación correcta de las normas jurídicas. Como puede apreciarse por lo expuesto, el significado del principio de igualdad jurídica en la aplicación de la Ley ofrece un sentido muy diferente del que corresponde al principio de igualdad ante la Ley; según el alto Tribunal mientras este último es de carácter material y pretende garantizar la identidad de trato de los iguales, aquél es predominantemente formal, por cuanto lo que el principio de igualdad en la aplicación de la Ley exige no es tanto que la Ley reciba siempre la misma interpretación a efectos de que los sujetos a que se aplique resulten siempre idénticamente afectados, como que no se emitan pronunciamientos arbitrarios. Los principios del Capítulo 3º no obligan tan sólo a los poderes públicos, sino que, con mayor amplitud, podría decirse que comprometen la acción del conjunto del Estado. Los derechos sociales admiten una traducción en términos de figuras jurídicas subjetivas, pero también pueden ser entendidos como un programa constitucional de distribución de bienes, que se realiza mediante el equilibrio de intereses públicos, colectivos y privados. Es por ello mismo por lo que su consecución a todos compromete; no en vano a través de ellos puede materializarse la igualdad sustancial entre los individuos y los grupos y cobrar así realidad una de las aspiraciones últimas y de mayor hondura que se halla en la base misma del pacto constituyente. 3. Las garantías de los derechos del Capítulo 2º. A) Principio de eficacia inmediata. Todos los poderes públicos se encuentran vinculados por estos derechos. Con esta fórmula nuestra Constitución acepta la mejor doctrina jurídico-constitucional, conforme a la cual, los derechos fundamentales resuelven conflictos entre áreas de intereses particulares y áreas de intereses públicos. Son colisiones entre intereses privados y estatales, aunque no quepa descartar una colisión entre simples intereses privados por virtud de la cual se produzca una violación de un derecho. De aquí que tales derechos y libertades garanticen, en sus respectivos ámbitos, a los ciudadanos frente a la colectividad y de aquí que vinculen a todos los poderes públicos, y desde luego creemos que bien puede sostenerse también que a todos y cada uno de los ciudadanos. En el debate constituyente, se aludió a la innecesariedad de esta previsión por cuanto el artículo 9.1 de la CE ya había establecido el principio de sujeción de los poderes públicos a la Constitución. El artículo 9.1 persigue un objetivo muy distinto del que trata de lograr el artículo 53.1. El primero formula genéricamente el principio de constitucionalidad, el segundo persigue la concreción de unas garantías para los derechos. A tenor del artículo 7.1 de la LO del Poder Judicial “Los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo Segundo del Título I de la Constitución vinculan, en su integridad, a todos los Jueces y Tribunales y están garantizados bajo la tutela efectiva de los mismos.” Es una evidencia que estos derechos puedan fundamentar, en su letra y espíritu, el petitum de una demanda, como también el fallo de una sentencia judicial. El Tribunal Constitucional ha insistido con reiteración, en su jurisprudencia, en el principio de vinculatoriedad. En una de sus primeras Sentencias precisaba refiriéndose al artículo 24.1, que proclama el derecho a la tutela judicial efectiva, que este precepto vincula a todos los poderes públicos; es el origen inmediato de derechos y obligaciones y no mero principio programático. Reiteraba que los principios constitucionales y los derechos y libertades fundamentales vinculan a todos los poderes públicos y son origen inmediato de derechos y obligaciones y no meros principios programáticos, doctrina que rige incluso respecto de aquellos derechos que para su desarrollo y plena eficacia requieren la interpositio legislatoris, supuesto en el que el precepto constitucional no ha de entenderse en modo alguno como un mero mandato dirigido al legislador sin virtualidad per se para amparar pretensiones individuales. B) ¿Eficacia de los derechos frente a terceros? La Drittwirkung der Grundrechte. Una de las consecuencias que se derivan de la existencia de un orden de valores positivizado es la llamada por la doctrina alemana “Drittwirkung der Grundrechte”, esto es, la eficacia frente a terceros de derechos fundamentales, teoría muy discutida durante el primer decenio de vigencia de la Ley fundamental de Bonn. Si los derechos fundamentales responden a un orden de valores y expresan principios jurídicos generales, su validez no puede quedar reducida a la esfera sino que parece lógico que se proyecte a la esfera de las relaciones sociales interindividuales. Entre la propia doctrina alemana no han faltado autores que han entendido que atribuir a un ciudadano un derecho fundamental contra o frente a otro ciudadano significa simultáneamente convertirlo en norma obligatoria para éste último. De ahí que el propio autor advierta que el cambio de interpretación de los derechos fundamentales desde derechos de libertad hacia normas obligatorias no es compatible con una interpretación del derecho que todavía cree en la fuerza vinculante del texto legal. Si se advierte que la CE ha dejado de ser en exclusiva la norma reguladora de la forma de gobierno y de las garantías de la libertad de los ciudadanos en sus relaciones con el Estado, para convertirse al unísono en la norma reguladora de las relaciones entre los particulares, se toma plena conciencia de la incongruencia que reviste el reconocimiento de la plena eficacia de los derechos frente a los poderes públicos y, por el contrario, la inadmisibilidad de la eficacia de los mismos frente a los particulares. Esta contradicción se nos presenta como la resultante última del mantenimiento de un modelo constitucional característico del liberalismo que resulta inadecuado para hacer frente a las nuevas exigencias derivadas del Estado social. Si se acentúan los componentes sociales atribuidos al orden de valores que representan los derechos fundamentales, se abren unas perspectivas absolutamente distintas, pues de esta forma, el individuo queda liberado de su situación de enfrentamiento con el Estado, incluyéndosele en la ordenación social global, lo que expone la libertad de los derechos fundamentales a intervenciones que se consideran necesarias para la prosperidad de la propia sociedad. Desde este punto de vista no es de extrañar que algunos Tribunales Constitucionales se hayan manifestado en esta dirección respecto de algún derecho social concreto, como es el caso del derecho a la salud, reconociéndolo plenamente operativo en las relaciones de derecho privado. Nuestra Constitución sienta las bases para que la eficacia jurídica de los derechos pueda extenderse a las relaciones entre particulares. El artículo 9.1 sujeta a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico no sólo a los poderes públicos, sino también a todos los ciudadanos. Es la muestra más fehaciente del carácter normativo de la Constitución, pero también el punto de apoyo en el que sostener sobre la base de una interpretación sistemática de este precepto con el artículo 53.1, la Drittwirkung der Grundrechte, en definitiva, la eficacia de los derechos sobre las relaciones jurídicas privadas. De esta liberalidad en reconocer y proteger los efectos entre particulares de los derechos fundamentales, ha sido piedra angular la doctrina de la imputación a los órganos jurisdiccionales de la violación por deficiente protección. Nuestro Tribunal Constitucional se orienta hacia lo que la jurisprudencia y doctrina germanas califican de eficacia mediata, es decir, no inmediata de los derechos fundamentales en las relaciones privadas, lo que existe es una proyección indirecta, en la medida en que los poderes públicos se hallan inexorablemente obligados a configurar las situaciones jurídicas de todos los particulares de acuerdo con los derechos fundamentales , posición que resulta quizá un tanto insuficiente y que puede encontrar un cierto contrapunto en la tutela jurisdiccional, por parte de jueces y tribunales de la jurisdicción ordinaria, de ciertos derechos constitucionales dotados de una eficacia inmediata en las relaciones entre particulares. C) Principio de reserva de ley. Supone atribuir en exclusiva al legislador ordinario, que es el representante en cada momento histórico de la soberanía popular, la regulación de las condiciones de ejercicio de cada derecho, que serán más restrictivas o abiertas, de acuerdo con las directrices políticas que le impulsen, siempre que no traspase el límite fijado por el artículo 53.1, esto es, siempre que el contenido esencial del derecho no se vea afectado. Caben dentro de la CE opciones políticas de muy diferente signo. De ahí que la CE, en relación con los derechos, se haya limitado a reconocerlos, consagrarlos, otorgarles rango constitucional y atribuirles las necesarias garantías, habilitando al legislador ordinario para su desarrollo. Esta habilitación persigue excluir al Ejecutivo, y a su producción normativa propia, los Reglamentos, de toda posibilidad de regulación de estos derechos. El principio de reserva de ley no sólo incide sobre la posible remisión a normas reglamentarias sino que acota la propia libertad de acción del legislador, en cuanto que éste se ve constreñido a dotar a la Ley de suficientes referencias normativas de orden formal y material, que permitan conocer que la manifestación de una voluntad es propiamente del legislador, y, delimitar la actuación ulterior del Gobierno al adoptar las oportunidades medidas de ejecución de aquella voluntad. Tras considerar el Tribunal el principio de reserva de ley, una garantía esencial de nuestro Estado de Derecho, en cuanto su significado último es el de asegurar que la regulación de los ámbitos de libertad que corresponden a los ciudadanos dependa exclusivamente de la voluntad de sus representantes, quedando, exentos de la acción del poder ejecutivo y, por ello mismo, de sus productos normativos propios, los reglamentos, reconoce nuestro supremo intérprete de la Constitución que aquel principio no excluye, ciertamente, la posibilidad de que las leyes contengan remisiones a normas reglamentarias, pero sí que tales remisiones hagan posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la Ley, lo que supondría una degradación de la reserva formulada por la Constitución a favor del legislador. Esto se traduce en ciertas exigencias en cuanto al alcance de las remisiones o habilitaciones legales a la potestad reglamentaria. El Tribunal resume dichas exigencias en el criterio de que las mismas sean tales que restrinjan efectivamente el ejercicio de esa potestad a un complemento de la regulación legal que sea indispensable por motivos técnicos o para optimizar el cumplimiento de las finalidades propuestas por la Constitución o por la propia Ley. El principio de reserva de ley debe entenderse en el sentido de una ley expresa, exigencia que se vulnera con cláusulas formales des legalizadoras que suponen la reducción del rango normativo de una materia reguladora por norma legal en el momento en que se dicta la Ley deslegalizadora, de tal manera que a partir de ésta y en su virtud pueda ser regulada por normas reglamentarias. La reserva de esta competencia al legislador ha supuesto asimismo la restricción de la posibilidad de habilitar legalmente al Ejecutivo para que pueda inmiscuirse en ámbitos propios de la libertad. De este modo, las llamadas regulae agendi, esto es, las reglas que prescriben conductas que constriñen o limitan la libertad de los ciudadanos, deben estar amparadas por habilitaciones legales expresas. La reserva de ley a que venimos refiriéndonos aparece reforzada materialmente por el propio artículo 53.1, al exigir que la ley regule el ejercicio de estos derechos y libertades respete, en todo caso, el contenido esencial de los mismos. Y es precisamente esta exigencia la que, a nuestro entender, dota de sentido a la tercera de las garantías contempladas por el precepto, que ahora pasamos a examinar. D) Tutela de los derechos a través del control de constitucionalidad. La salvaguarda del “contenido esencial” El inciso final del artículo 53.1 se refiere a la tutela de los derechos y libertades del Capítulo 2º “de acuerdo con lo previsto en el artículo 161.1, a)”. Este último precepto contempla la jurisdicción del tribunal Constitucional para conocer del recurso de inconstitucionalidad contra leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley. Cualquier norma legal está sujeta a este control de constitucionalidad. Es por ello mismo por lo que se ha dudado de la necesidad de esta determinación constitucional. Más allá de que esta remisión del artículo 53.1 al recurso de inconstitucionalidad pueda entenderse como la asunción por parte de nuestro constituyente de la inquietud del constitucionalismo comparado actual por asegurar la integridad del estatuto de los derechos y libertades no sólo frente a posibles abusos del ejecutivo, sino también frente a su eventual menoscabo por el legislativo, lo que hay que ver en ella es la intención de conectar el control de constitucionalidad con el respeto del contenido esencial de los derechos. La problemática llegó al Tribunal Constitucional que ha reclamado para sí, expresamente, la resolución de las controversias que en torno a cuál sea el contenido esencial de los distintos derechos y libertades pueden suscitarse. Dos acepciones distinguirá el Tribunal: 1ª La primera equivale a la naturaleza jurídica de cada derecho, esto es, al modo de concebirlo o configurarlo. En ocasiones, el nomen y el alcance de un derecho subjetivo son previos al momento en que tal derecho resulta regulado por un legislador concreto. Desde esta óptica, constituyen el contenido esencial de un derecho subjetivo aquellas facultades o posibilidades de actuación necesarias para que el derecho sea recognoscible como pertinente al tipo descrito, sin las cuales el derecho se desnaturalizaría. 2ª La segunda corresponde a los intereses jurídicamente protegidos como núcleo y médula del derecho. Se puede entonces hablar de una esencialidad del contenido del derecho para hacer referencia a aquella parte del contenido del mismo que es absolutamente necesaria para que los intereses jurídicamente protegibles, que dan vida al derecho, resulten real, concreta y efectivamente protegidos. Se rebasa o se desconoce el contenido esencial cuando el derecho queda sometido a limitaciones que lo hacen impracticable, lo dificultan más allá de lo razonable o la despojan de la necesaria protección. Estos criterios de delimitación del contenido esencial de un derecho subjetivo no son alternativos ni menos todavía antitéticos, sino que, se pueden considerar como complementarios, de modo que pueden ser conjuntamente utilizados por el Tribunal. El Tribunal Constitucional ha entendido por contenido esencial, aquella parte del contenido de un derecho sin la cual éste pierde su peculiaridad, lo que hace que sea recognoscible como derecho perteneciente a un determinado tipo. A) Características generales de los estados excepcionales. Procederá la declaración de los estados de alarma, excepción o sitio cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las autoridades competentes. Así reza el artículo 1º de la Ley Orgánica 4/1981, que se orienta en una dirección tradicional, al compendiar las circunstancias que la doctrina ha considerado necesarias para poder recurrir al Derecho excepcional. Y así debe de tratarse de circunstancias realmente graves y extraordinarias, circunstancias que la Ley precisará en relación a cada estado, y de otra, han de imposibilitar el mantenimiento de la normalidad constitucional, o lo que es igual, las facultades ordinarias de los poderes públicos han de ser insuficientes para el restablecimiento de aquella normalidad. Uno de los requisitos formales clásicos para la declaración de estos estados es el requisito de publicidad. La declaración de estos estados habrá de ser publicada de inmediato en el BOE y difundida obligatoriamente por todos los medios de comunicación públicos y por los privados que se determinen. En cuanto a los efectos de la declaración, cada uno de los estados tiene los suyos propios, sin embargo, común a todos ellos es la no interrupción del normal funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado, previsión contemplada por el artículo 1.4 de la Ley, que sin embargo, no hace sino reflejar la determinación del artículo 116.5 de la CE: “No podrá procederse a la disolución del Congreso mientras estén declarados algunos de los estados comprendidos en el presente artículo, quedando automáticamente convocadas las Cámaras si no estuvieren en período de sesiones. Su funcionamiento, así como el de los demás poderes constitucionales del Estado, no podrán interrumpirse durante la vigencia de estos estados.” En el debate legislativo de la Ley Orgánica de desarrollo del artículo 116, la última ratio del artículo 116.5 es garantizar su no disolución y, por consiguiente, que igualmente ni se disuelvan ni se consideren entre paréntesis los poderes públicos del Estado, que existen, y no vegetativa, sino operativamente, es decir, en funcionamiento. Y es desde este punto de vista como debe interpretarse la previsión del artículo 1.4 de la Ley. Con independencia de que cada situación excepcional entraña sus propias consecuencias, fruto de la adopción por los poderes públicos de las medidas que la Ley les permite y que en cada caso entienden necesarias, es lo cierto que, con unos límites muy genéricos, pero límites al fin. Y así podemos distinguir unas limitaciones materiales y un límite temporal. Las medidas a adoptar durante la vigencia de estos estados serán en cualquier caso las estrictamente indispensables para asegurar el restablecimiento de la normalidad. Aún dentro de su generalidad, establece un límite material, comprensible por cuanto toda suspensión de derechos mortifica a personas inocentes y disipa un poco la fe en el ordenamiento jurídico. El precepto anterior establece una importante precisión de carácter finalista, esto es, enderezada a señalar de modo inequívoco la meta que debe perseguirse con este tipo de decisiones: las medidas a adoptar serán las indispensables para asegurar el restablecimiento de la normalidad. La condición definitiva en el ejercicio de los poderes constitucionales de emergencia es que el objetivo resulte legítimo y ese objetivo no puede ser otro que la defensa del orden constitucional, el más rápido restablecimiento del mismo. El mismo artículo 1.1 contiene otra limitación material. De conformidad con tal precepto, la aplicación de las medidas excepcionales adoptadas se realizará en forma proporcionada a las circunstancias. Se trata de respetar en todo momento el principio de proporcionalidad, lo que entraña que la respuesta de los poderes públicos sea siempre adecuada a la agresión sufrida o a la alteración producida. Con carácter general, la Ley contempla asimismo dos tipos de garantías específicas. La primera en el mantenimiento del principio de justiciabilidad general de todos los actos y disposiciones de la Administración pública adoptadas durante la vigencia de cualquiera de estas situaciones; tales actos y disposiciones serán impugnables en vía jurisdiccional, de conformidad con lo dispuesto en las leyes. La segunda garantía es el mantenimiento del principio de responsabilidad de la administración. Esta garantía tiene rango constitucional por cuanto es acogida por el artículo 116.6 de nuestra Norma suprema, a cuyo tenor: “La declaración de los estados de alarma, de excepción y de sitio no modificarán el principio de responsabilidad del Gobierno y de sus agentes reconocidos en la Constitución y en las leyes.”
Docsity logo



Copyright © 2024 Ladybird Srl - Via Leonardo da Vinci 16, 10126, Torino, Italy - VAT 10816460017 - All rights reserved