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RESUMEN HORACIO QUIROGA, Apuntes de Lengua y Literatura

RESUMEN DE SU NOVELA QUE TRATA SOBRE ALGO

Tipo: Apuntes

2021/2022

Subido el 06/06/2024

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Vista previa parcial del texto

¡Descarga RESUMEN HORACIO QUIROGA y más Apuntes en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! Una Estación de Amor Horacio Quiroga textos.info Libros gratis - biblioteca digital abierta 2 I Primavera Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya al oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas, miró al carruaje de delante. Extrañado de una cara que no había visto la tarde anterior, preguntó a sus compañeros: —¿Quién es? No parece fea. —¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece… Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era una chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, pero completamente núbil. Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro de suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdiéndose hacia las sienes en el cerco de sus negras pestañas. Acaso un poco separados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o de gran terquedad. Pero sus ojos, así, llenaban aquel semblante en flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos Nébel detenidos un momento en los suyos, quedó deslumbrado. —¡Qué encanto!—murmuró, quedando inmóvil con una rodilla sobre al almohadón del surrey. Un momento después las serpentinas volaban hacia la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente colgante de cintas, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al galante muchacho. Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cochero y aún carruaje: sobre el hombro, la cabeza, látigo, guardabarros, las serpentinas llovían sin cesar. Tanto fué, que las dos personas sentadas atrás se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron atentamente al derrochador. —¿Quiénes son?—preguntó Nébel en voz baja. 4 toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo. Pero pasó, con su mirada fría fija adelante. —Parece que no se acuerda más de ti—le dijo un amigo, que a su lado había seguido el incidente. —¡No mucho!—se sonrió él.—Y es lástima, porque la chica me gustaba en realidad. Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su desgracia. ¡Y ahora que había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la había querido siempre, él que creía no acordarse más! ¡Y acabado! ¡Pum, pum, pum!—repetía sin darse cuenta, con la costumbre del chico.—¡Pum! ¡todo concluído! De golpe: ¿Y si no me hubiera visto?… ¡Claro! ¡pero claro! Su rostro se animó de nuevo, acogiéndose con plena convicción a una probabilidad como esa, profundamente razonable. A las tres golpeaba en casa del doctor Arrizabalaga. Su idea era elemental: consultaría con cualquier mísero pretexto al abogado, y entretanto acaso la viera. Una súbita carrera por el patio respondió al timbre, y Lidia, para detener el impulso, tuvo que cogerse violentamente a la puerta vidriera. Vió a Nébel, lanzó una exclamación, y ocultando con sus brazos la liviandad doméstica de su ropa, huyó más velozmente aún. Un instante después la madre abría el consultorio, y acogía a su antiguo conocido con más viva complacencia que cuatro meses atrás. Nébel no cabía en sí de gozo, y como la señora no parecía inquietarse por las preocupaciones jurídicas de Nébel, éste prefirió también un millón de veces tal presencia a la del abogado. Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad demasiado ardiente y, como tenía 18 años, deseaba irse de una vez para gozar a solas, y sin cortedad, su inmensa dicha. —¡Tan pronto, ya!—le dijo la señora.—Espero que tendremos el gusto de verlo otra vez… ¿No es verdad? —¡Oh, sí, señora! 7 —En casa todos tendríamos mucho placer… ¡supongo que todos! ¿Quiere que consultemos?—se sonrió con maternal burla. —¡Oh, con toda el alma!—repuso Nébel. —¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a quien conoces. Nébel había sido visto ya por ella; pero no importaba. Lidia llegó cuando él estaba de pie. Avanzó a su encuentro, los ojos centelleantes de dicha, y le tendió un gran ramo de violetas, con adorable torpeza. —Si a usted no le molesta—prosiguió la madre—podría venir todos los lunes… ¿qué le parece? —¡Que es muy poco, señora!—repuso el muchacho—Los viernes también… ¿me permite? La señora se echó a reir. —¡Qué apurado! Yo no sé… veamos qué dice Lidia. ¿Qué dices, Lidia? La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Nébel, le dijo ¡sí! en pleno rostro, puesto que a él debía su respuesta. —Muy bien: entonces hasta el lunes, Nébel. Nébel objetó: —¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día extraordinario… —¡Bueno! ¡Esta noche también! Acompáñalo, Lidia. Pero Nébel, en loca necesidad de movimiento, se despidió allí mismo, y huyó con su ramo cuyo cabo había deshecho casi, y con el alma proyectada al último cielo de la felicidad. 8 II Durante dos meses, todos los momentos en que se veían, todas las horas que los separaban, Nébel y Lidia se adoraron. Para él, romántico hasta sentir el estado de dolorosa melancolía que provoca una simple garúa que agrisa el patio, la criatura aquella, con su cara angelical, sus ojos azules y su temprana plenitud, debía encarnar la suma posible de ideal. Para ella, Nébel era varonil, buen mozo e inteligente. No había en su mutuo amor más nube para el porvenir que la minoría de edad de Nébel. El muchacho, dejando de lado estudios, carreras y superfluidades por el estilo, quería casarse. Como probado, no había sino dos cosas: que a él le era absolutamente imposible vivir sin su Lidia, y que llevaría por delante cuanto se opusiese a ello. Presentía—o más bien dicho, sentía—que iba a escollar rudamente. Su padre, en efecto, a quien había disgustado profundamente el año que perdía Nébel tras un amorío de carnaval, debía apuntar las íes con terrible vigor. A fines de Agosto, habló un día definitivamente a su hijo: —Me han dicho que sigues tus visitas a lo de Arrizabalaga. ¿Es cierto? Porque tú no te dignas decirme una palabra. Nébel vió toda la tormenta en esa forma de dignidad, y la voz le tembló un poco. —Si no te dije nada, papá, es porque sé que no te gusta que hable de eso. —¡Bah! cómo gustarme, puedes, en efecto, ahorrarte el trabajo… Pero quisiera saber en qué estado estás. ¿Vas a esa casa como novio? —Sí. —¿Y te reciben formalmente? —C-creo que sí. El padre lo miró fijamente y tamborileó sobre la mesa. 9 surgía con adorable libertad de sus ojos brillantes, eran, ya no prueba de pureza, sino de escalón de noble gozo por el que Nébel ascendía triunfal a arrancar de una manotada a la planta podrida la flor que pedía por él. Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la había besado. Una tarde, después de almorzar, en que pasaba por lo de Arrizabalaga, había sentido loco deseo de verla. Su dicha fué completa, pues la halló sola, en batón, y los rizos sobre las mejillas. Como Nébel la retuvo contra la pared, ella, riendo y cortada, se recostó en el muro. Y el muchacho, a su frente, tocándola casi, sintió en sus manos inertes la alta felicidad de un amor inmaculado, que tan fácil le habría sido manchar. ¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuanto le era posible su casamiento. Su habilitación de edad, obtenida en esos días, le permitía por su legítima materna afrontar los gastos. Quedaba el consentimiento del padre, y la madre apremiaba este detalle. La situación de ella, sobrado equívoca en Concordia, exigía una sanción social que debía comenzar, desde luego, por la del futuro suegro de su hija. Y sobre todo, la sostenía el deseo de humillar, de forzar a la moral burguesa, a doblar las rodillas ante la misma inconveniencia que despreció. Ya varias veces había tocado el punto con su futuro yerno, con alusiones a "mi suegro"… "mi nueva familia"… "la cuñada de mi hija". Nébel se callaba, y los ojos de la madre brillaban entonces con más fuego. Hasta que un día la llama se levantó. Nébel había fijado el 18 de octubre para su casamiento. Faltaba más de un mes aún, pero la madre hizo entender claramente al muchacho que quería la presencia de su padre esa noche. —Será difícil—dijo Nébel después de un mortificante silencio—. Le cuesta mucho salir de noche… No sale nunca. —¡Ah!—exclamó sólo la madre, mordiéndose rápidamente el labio. Otra pausa siguió, pero ésta ya de presagio. —Porque usted no hace un casamiento clandestino ¿verdad? —¡Oh!—se sonrió difícilmente Nébel—. Mi padre tampoco lo cree. —¿Y entonces? 12 Nuevo silencio cada vez más tempestuoso. —¿Es por mí que su señor padre no quiere asistir? —¡No, no señora!—exclamó al fin Nébel, impaciente—. Está en su modo de ser… Hablaré de nuevo con él, si quiere. —¿Yo, querer?—se sonrió la madre dilatando las narices—. Haga lo que le parezca… ¿Quiere irse, Nébel, ahora? No estoy bien. Nébel salió, profundamente disgustado. ¿Qué iba a decir a su padre? Éste sostenía siempre su rotunda oposición a tal matrimonio, y ya el hijo había emprendido las gestiones para prescindir de ella. —Puedes hacer eso, mucho más, y todo lo que te dé la gana. ¡Pero mi consentimiento para que esa entretenida sea tu suegra, ¡jamás! Después de tres días Nébel decidió aclarar de una vez ese estado de cosas, y aprovechó para ello un momento en que Lidia no estaba. —Hablé con mi padre—comenzó Nébel—y me ha dicho que le será completamente imposible asistir. La madre se puso un poco pálida, mientras sus ojos, en un súbito fulgor, se estiraban hacia las sienes. —¡Ah! ¿Y por qué? —No sé—repuso con voz sorda Nébel. —Es decir… ¿que su señor padre teme mancharse si pone los pies aquí? —No sé—repitió él con inconsciente obstinación. —¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese señor! ¿Qué se ha figurado?—añadió con voz ya alterada y los labios temblantes.—¿Quién es él para darse ese tono? Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la cepa profunda de su familia. —¡Qué es, no sé!—repuso con la voz precipitada a su vez—pero no sólo 13 se niega a asistir, sino que tampoco da su consentimiento. —¿Qué? ¿qué se niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El más autorizado para esto! Nébel se levantó: —Señora… Pero ella se había levantado también. —¡Sí, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde ha sacado su fortuna, robada a sus clientes! ¡Y con esos aires! ¡Su familia irreprochable, sin mancha, se llena la boca con eso! ¡Su familia!… ¡Dígale que le diga cuántas paredes tenía que saltar para ir a dormir con su mujer, antes de casarse! ¡Sí, y me viene con su familia!… ¡Muy bien, váyase; estoy hasta aquí de hipocresías! ¡Que lo pase bien! 14 El dibujante, con gran calma, le contó entonces su propio drama de amor. —Vaya a su casa—concluyó—y si a las once no ha cambiado de idea, vuelva a almorzar conmigo, si es que tenemos qué. Después hará lo que quiera. ¿Me lo jura? —Se lo juro—contestó Nébel, devolviéndole su estrecho apretón con grandes ganas de llorar. En su casa lo esperaba una tarjeta de Lidia: "Idolatrado Octavio: Mi desesperación no puede ser más grande, pero mamá ha visto que si me casaba con usted me estaban reservados grandes dolores, he comprendido como ella que lo mejor era separarnos y le jura no olvidarlo nunca tu Lidia." —¡Ah, tenía que ser así!—clamó el muchacho, viendo al mismo tiempo con espanto su rostro demudado en el espejo.—¡La madre era quien había inspirado la carta, ella y su maldita locura! Lidia no había podido menos que escribir, y la pobre chica, trastornada, lloraba todo su amor en la redacción. ¡Ah! ¡Si pudiera verla algún día, decirle de qué modo la he querido, cuánto la quiero ahora, adorada del alma! Temblando fué hasta el velador y cogió el revólver, pero recordó su nueva promesa, y durante un rato permaneció inmóvil, limpiando obstinadamente con la uña una mancha del tambor. Otoño Una tarde, en Buenos Aires, acababa Nébel de subir al tramway, cuando el coche se detuvo un momento más del conveniente, y aquél, que leía, volvió al fin la cabeza. Una mujer con lento y difícil paso avanzaba. Tras una rápida ojeada a la incómoda persona, reanudó la lectura. La dama se sentó a su lado, y al hacerlo miró atentamente a Nébel. Este, aunque sentía de vez en cuando la mirada extranjera posada sobre él, prosiguió su lectura; pero al fin se cansó y levantó el rostro extrañado. —Ya me parecía que era usted—exclamó la dama—aunque dudaba aún… No me recuerda, ¿no es cierto? 17 —Sí—repuso Nébel abriendo los ojos—la señora de Arrizabalaga… Ella vió la sorpresa de Nébel, y sonrió con aire de vieja cortesana que trata aún de parecer bien a un muchacho. De ella, cuando Nébel la conoció once años atrás, sólo quedaban los ojos, aunque más hundidos, y apagados ya. El cutis amarillo, con tonos verdosos en las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían ocultar una dentadura del todo cariada. Bajo el cuerpo demacrado se veía viva a la morfina corriendo por entre los nervios agotados y las arterias acuosas, hasta haber convertido en aquel esqueleto, a la elegante mujer que un día hojeó la Illustration a su lado. —Sí, estoy muy envejecida… y enferma; he tenido ya ataques a los riñones… y usted—añadió mirándolo con ternura—¡siempre igual! Verdad es que no tiene treinta años aún… Lidia también está igual. Nébel levantó los ojos: —¿Soltera? —Sí… ¡Cuánto se alegrará cuando le cuente! ¿Por qué no le da ese gusto a la pobre? ¿No quiere ir a vernos? —Con mucho gusto—murmuró Nébel. —Sí, vaya pronto; ya sabe lo que hemos sido para… En fin, Boedo, 1483; departamento 14… Nuestra posición es tan mezquina… —¡Oh!—protestó él, levantándose para irse. Prometió ir muy pronto. Doce días después Nébel debía volver al ingenio, y antes quiso cumplir su promesa. Fué allá—un miserable departamento de arrabal.—La señora de Arrizabalaga lo recibió, mientras Lidia se arreglaba un poco. —¡Conque once años!—observó de nuevo la madre.—¡Cómo pasa el tiempo! ¡Y usted que podría tener una infinidad de hijos con Lidia! —Seguramente—sonrió Nébel, mirando a su rededor. —¡Oh! ¡no estamos muy bien! Y sobre todo como debe estar puesta su 18 casa… Siempre oigo hablar de sus cañaverales… ¿Es ese su único establecimiento? —Sí,… en Entre Ríos también… —¡Qué feliz! Si pudiera uno… Siempre deseando ir a pasar unos meses en el campo, y siempre con el deseo! Se calló, echando una fugaz mirada a Nébel. Este con el corazón apretado, revivía nítidas las impresiones enterradas once años en su alma. —Y todo esto por falta de relaciones… ¡Es tan difícil tener un amigo en esas condiciones! El corazón de Nébel se contraía cada vez más, y Lidia entró. Estaba también muy cambiada, porque el encanto de un candor y una frescura de los catorce años, no se vuelve a hallar más en la mujer de veintiséis. Pero bella siempre. Su olfato masculino sintió en la mansa tranquilidad de su mirada, en su cuello mórbido, y en todo lo indefinible que denuncia al hombre el amor ya gozado, que debía guardar velado para siempre, el recuerdo de la Lidia que conoció. Hablaron de cosas muy triviales, con perfecta discreción de personas maduras. Cuando ella salió de nuevo un momento, la madre reanudó: —Sí, está un poco débil… Y cuando pienso que en el campo se repondría en seguida… Vea, Octavio: ¿me permite ser franca con usted? Ya sabe que lo he querido como a un hijo… ¿No podríamos pasar una temporada en su establecimiento? ¡Cuánto bien le haría a Lidia! —Soy casado—repuso Nébel. La señora tuvo un gesto de viva contrariedad, y por un instante su decepción fué sincera; pero en seguida cruzó sus manos cómicas: —¡Casado, usted! ¡Oh, qué desgracia, qué desgracia! ¡Perdóneme, ya sabe!… No sé lo que digo… ¿Y su señora vive con usted en el ingenio? —Sí, generalmente… Ahora está en Europa. —¡Qué desgracia! Es decir… ¡Octavio!—añadió abriendo los brazos con 19 Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras, y sólo al fin del café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero Lidia bajó la suya en seguida. Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta del cuarto de Lidia. —¡Quién es!—sonó de pronto la voz azorada. —Soy yo—murmuró Nébel en voz apenas sensible. Un movimiento de ropas, como el de una persona que se sienta bruscamente en la cama, siguió a sus palabras, y el silencio reinó de nuevo. Pero cuando la mano de Nébel tocó en la oscuridad un brazo tibio, el cuerpo tembló entonces en una honda sacudida.   Luego, inerte al lado de aquella mujer que ya había conocido el amor antes que él llegara, subió de lo más recóndito del alma de Nébel, el santo orgullo de su adolescencia de no haber tocado jamás, de no haber robado ni un beso siquiera, a la criatura que lo miraba con radiante candor. Pensó en las palabras de Dostojewsky, que hasta ese momento no había comprendido: "Nada hay más bello y que fortalezca más en la vida, que un puro recuerdo". Nébel lo había guardado, ese recuerdo sin mancha, pureza inmaculada de sus dieciocho años, y que ahora estaba allí, enfangado hasta el cáliz sobre una cama de sirvienta… Sintió entonces sobre su cuello dos lágrimas pesadas, silenciosas. Ella a su vez recordaría… Y las lágrimas de Lidia continuaban una tras otra, regando como una tumba el abominable fin de su único sueño de felicidad. 22 IV Durante diez días la vida prosiguió en común, aunque Nébel estaba casi todo el día afuera. Por tácito acuerdo, Lidia y él se encontraban muy pocas veces solos, y aunque de noche volvían a verse, pasaban aún entonces largo tiempo callados. Lidia tenía ella misma bastante qué hacer cuidando a su madre, postrada al fin. Como no había posibilidad de reconstruir lo ya podrido, y aún a trueque del peligro inmediato que ocasionara, Nébel pensó en suprimir la morfina. Pero se abstuvo una mañana que entró bruscamente en el comedor, al sorprender a Lidia que se bajaba precipitadamente las faldas. Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó en Nébel su mirada espantada. —¿Hace mucho tiempo que usas eso?—le preguntó él al fin. —Sí—murmuró Lidia, doblando en una convulsión la aguja. Nébel la miró aún y se encogió de hombros. Si embargo, como la madre repetía sus inyecciones con una frecuencia terrible para ahogar los dolores de su riñón que la morfina concluía de matar, Nébel se decidió a intentar la salvación de aquella desgraciada, sustrayéndole la droga. —¡Octavio! ¡me va a matar!—clamó ella con ronca súplica.—¡Mi hijo Octavio! ¡no podría vivir un día! —¡Es que no vivirá dos horas si le dejo eso!—cortó Nébel. —¡No importa, mi Octavio! ¡Dame, dame la morfina! Nébel dejó que los brazos se tendieran inútilmente a él, y salió con Lidia. —¿Tú sabes la gravedad del estado de tu madre? 23 —Sí… Los médicos me habían dicho… El la miró fijamente. —Es que está mucho peor de lo que imaginas. Lidia se puso lívida, y mirando afuera entrecerró los ojos y se mordió los labios en un casi sollozo. —¿No hay médico aquí?—murmuró. —Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero buscaremos. Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el comedor, y Nébel abrió una carta. —¿Noticias?—preguntó Lidia levantando inquieta los ojos a él. —Sí—repuso Nébel, prosiguiendo la lectura. —¿Del médico?—volvió Lidia al rato, más ansiosa aún. —No, de mi mujer—repuso él con la voz dura, sin levantar los ojos. A las diez de la noche Lidia llegó corriendo a la pieza de Nébel. —¡Octavio! ¡mamá se muere!… Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba ya el rostro. Tenía los labios desmesuradamente hinchados y azules, y por entre ellos se escapaba un remedo de palabra, gutural y a boca llena: —Pla… pla… pla… Nébel vió en seguida sobre el velador el frasco de morfina, casi vacío. —¡Es claro, se muere! ¿Quién le ha dado esto?—preguntó. —¡No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido… Seguramente lo fué a buscar a tu cuarto cuando no estabas… ¡Mamá, pobre mamá!—cayó sollozando sobre el miserable brazo que pendía hasta el piso. Nébel la pulsó; el corazón no daba más, y la temperatura caía. Al rato los 24
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