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Resumen libro venas abiertas de latinoamerica, Apuntes de Derecho

Resumen libro venas abiertas de latinoamerica

Tipo: Apuntes

2016/2017

Subido el 18/03/2017

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alejo_rojas 🇨🇴

4.3

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¡Descarga Resumen libro venas abiertas de latinoamerica y más Apuntes en PDF de Derecho solo en Docsity! LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA Por EDUARDO GALEANO EDITADO POR "EDICIONES LA CUEVA" Historia Inmediata “... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez ...” (Proclama insurrecional de la Junta Tuitiva en la ciudad de La Paz, 16 de julio de 1809). Eduardo Galeano Se extiende la pobreza y se concentra la riqueza en esta región que cuenta con inmensas legiones de brazos caídos que se multiplican sin descanso. Nuevas fábricas se instalan en los polos privilegiados de desarrollo -Sao Paulo, Buenos Aires, la ciudad de México- pero menos mano de obra se necesita cada vez. El sistema no ha previsto esta pequeña molestia: lo que sobra es gente. Y la gente se reproduce. Se hace el amor con entusiasmo y sin precauciones. Cada vez queda más gente a la vera del camino, sin trabajo en el campo, donde el latifundio reina con sus gigantescos eriales, y sin trabajo en la ciudad, donde reinan las máquinas: el sistema vomita hombres. Las misiones norteamericanas esterilizan masivamente mujeres y siembran píldoras, diafragmas, espirales, preservativos y almanaques marcados, pero cosechan niños; porfiadamente, los niños latinoamericanos continúan naciendo, reivindicando su derecho natural a obtener un sitio bajo el sol en estas tierras espléndidas que podrían brindar a todos lo que a casi todos niegan. A principios de noviembre de 1968, Richard Nixon comprobó en voz alta que la Alianza para el Progreso había cumplido siete años de vida y, sin embargo, se habían agravado la desnutrición y la escasez de alimentos en América Latina. Pocos meses antes, en abril, George W. Ball escribía en Life: «Por lo menos durante las próximas décadas, el descontento de las naciones más pobres no significará una amenaza de destrucción del mundo. Por vergonzoso que sea, el mundo ha vivido, durante generaciones, dos tercios pobre y un tercio rico. Por injusto que sea, es limitado el poder de los países pobres». Ball había encabezado la delegación de los Estados Unidos a la Primera Conferencia de Comercio y Desarrollo en Ginebra, y había votado contra nueve de los doce principios generales aprobados por la conferencia con el fin de aliviar las desventajas de los países subdesarrollados en el comercio internacional. Son secretas las matanzas de la miseria en América Latina; cada año estallan, silenciosamente, sin estrépito alguno, tres bombas de Hiroshima sobre estos pueblos que tienen la costumbre de sufrir con los dientes apretados. Esta violencia sistemática, no aparente pero real, va en aumento: sus crímenes no se difunden en la crónica roja, sino en las estadísticas de la FAO. Ball dice que la impunidad es todavía posible, porque los pobres no pueden desencadenar la guerra mundial, pero el Imperio se preocupa: incapaz de multiplicar los panes, hace lo posible por suprimir a los comensales. «Combata la pobreza, ¡mate a un mendigo!», garabateó un maestro del humor negro sobre un muro de la ciudad de La Paz. ¿Qué se proponen los herederos de Malthus sino matar a todos los próximos mendigos antes de que nazcan? Robert McNamara, el presidente del Banco Mundial que había sido presidente de la Ford y Secretario de Defensa, afirma que la explosión demográfica constituye el mayor obstáculo para el progreso de América Latina y anuncia que el Banco Mundial otorgará prioridad, en sus préstamos, a los países que apliquen planes para el control de la natalidad. McNamara comprueba con lástima que los cerebros de los pobres piensan un veinticinco por ciento menos, y los tecnócratas del Banco Mundial (que ya nacieron) hacen zumbar las computadoras y generan complicadísimos trabalenguas sobre las ventajas de no nacer: «Si un país en desarrollo que tiene una renta media per capita de 150 a 200 dólares anuales logra reducir su fertilidad en un 50 por ciento en un período de 25 años, al cabo de 30 años su renta per capita será superior por lo menos en un 40 por ciento al nivel que hubiera alcanzado de lo contrario, y dos veces más elevada al cabo de 60 años», asegura uno de los documentos del organismo. Se ha hecho célebre la frase de Lyndon Johnson: «Cinco dólares invertidos contra el crecimiento de la población son más eficaces que den dólares invertidos en el crecimiento económico». Dwight Eisenhower pronosticó que si los habitantes de la tierra seguían multiplicándose al mismo ritmo no sólo se agudizaría el peligro de la revolución, sino que además se produciría «una degradación del nivel de vida de todos los pueblos, el nuestro inclusive». Los Estados Unidos no sufren, fronteras adentro, el problema de la explosión de la natalidad, pero se preocupan como nadie por difundir e imponer, en los cuatro puntos cardinales, la planificación familiar. No sólo el gobierno; también Rockefeller y la Fundación Ford padecen pesadillas con millones de niños que avanzan, como langostas, desde los horizontes del Tercer Mundo. Platón y Aristóteles se habían ocupado del tema antes que Malthus y McNamara; sin embargo, en nuestros tiempos, toda esta ofensiva universal cumple una función bien definida: se propone justificar la muy desigual distribución de la renta entre los países y entre las clases sociales, convencer a los pobres de que la pobreza es el resultado de los hijos que no se evitan y poner un dique al avance de la furia de las masas en movimiento y rebelión. Las venas abiertas de América Latina Los dispositivos intrauterinos compiten con las bombas y la metralla, en el sudeste asiático, en el esfuerzo por detener el crecimiento de la población de Vietnam. En América Latina resulta más higiénico y eficaz matar a los guerrilleros en los úteros que en las sierras o en las calles. Diversas misiones norteamericanas han esterilizado a millares de mujeres en la Amazonía, pese a que ésta es la zona habitable más desierta del planeta. En la mayor parte de los países latinoamericanos, la gente no sobra: falta. Brasil tiene 38 veces menos habitantes por kilómetro cuadrado que Bélgica; Paraguay, 49 veces menos que Inglaterra; Perú, 32 veces menos que Japón. Haití y El Salvador, hormigueros humanos de América Latina, tienen una densidad de población menor que la de Italia. Los pretextos invocados ofenden la inteligencia; las intenciones reales encienden la indignación. Al fin y al cabo, no menos de la mitad de los territorios de Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Paraguay y Venezuela está habitada por nadie. Ninguna población latinoamericana crece menos que la del Uruguay, país de viejos, y sin embargo ninguna otra nación ha sido tan castigada, en los años recientes, por una crisis que parece arrastrarla al último círculo de los infiernos. Uruguay está vacío y sus praderas fértiles podrían dar de comer a una población infinitamente mayor que la que hoy padece, sobre su suelo, tantas penurias. Hace más de un siglo, un canciller de Guatemala había sentenciado proféticamente: «Sería curioso que del seno mismo de los Estados Unidos, de donde nos viene el mal, naciese también el remedio». Muerta y enterrada la Alianza para el Progreso, el Imperio propone ahora, con más pánico que generosidad, resolver los problemas de América Latina eliminando de antemano a los latinoamericanos. En Washington tienen ya motivos para sospechar que los pueblos pobres no prefieren ser pobres. Pero no se puede querer el fin sin querer los medios: quienes niegan la liberación de América Latina, niegan también nuestro único renacimiento posible, y de paso absuelven a las estructuras en vigencia. Los jóvenes se multiplican, se levantan, escuchan: ¿qué les ofrece la voz del sistema? El sistema habla un lenguaje surrealista: propone evitar los nacimientos en estas tierras vacías; opina que faltan capitales en países donde los capitales sobran pero se desperdician; denomina ayuda a la ortopedia deformante de los empréstitos y al drenaje de riquezas que las inversiones extranjeras provocan; convoca a los latifundistas a realizar la reforma agraria y a la oligarquía a poner en práctica la justicia social. La lucha de clases no existe -se decreta- más que por culpa de los agentes foráneos que la encienden, pero en cambio existen las clases sociales, y a la opresión de unas por otras se la denomina el estilo occidental de vida. Las expediciones criminales de los marines tienen por objeto restablecer el orden y la paz social, y las dictaduras adictas a Washington fundan en las cárceles el estado de derecho y prohíben las huelgas y aniquilan los sindicatos para proteger la libertad de trabajo. ¿Tenemos todo prohibido, salvo cruzarnos de brazos? La pobreza no está escrita en los astros; el subdesarrollo no es el fruto de un oscuro designio de Dios. Corren años de revolución, tiempos de redención. Las clases dominantes ponen las barbas en remojo, y a la vez anuncian el infierno para todos. En cierto modo, la derecha tiene razón cuando se identifica a sí misma con la tranquilidad y el orden, es el orden, en efecto, de la cotidiana humillación de las mayorías, pero orden al fin: la tranquilidad de que la injusticia siga siendo injusta y el hambre hambrienta. Si el futuro se transforma en una caja de sorpresas, el conservador grita, con toda razón: «Me han traicionado». Y los ideólogos de la impotencia, los esclavos que se miran a sí mismos con los ojos del amo, no demoran en hacer escuchar sus clamores. El águila de bronce del Maine, derribada el día de la victoria de la revolución cubana, yace ahora abandonada, con las alas rotas, bajo un portal del barrio viejo de La Habana. Desde Cuba en adelante, también otros países han iniciado por distintas vías y con distintos medios la experiencia del cambio: la perpetuación del actual orden de cosas es la perpetuación del crimen. Los fantasmas de todas las revoluciones estranguladas o traicionadas a lo largo de la torturada historia latinoamericana se asoman en las nuevas experiencias, así como los tiempos presentes habían sido presentidos y engendrados por las contradicciones del pasado. La historia es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás: por lo que fue, y contra lo que fue, anuncia lo que será. Eduardo Galeano Por eso en este libro, que quiere ofrecer una historia del saqueo y a la vez contar cómo funcionan los mecanismos actuales del despojo, aparecen los conquistadores en las carabelas y, cerca, los tecnócratas en los jets, Hemán Cortés y los infantes de marina, los corregidores del reino y las misiones del Fondo Monetario Internacional, los dividendos de los traficantes de esclavos y las ganancias de la General Motors. También los héroes derrotados y las revoluciones de nuestros días, las infamias y las esperanzas muertas y resurrectas: los sacrificios fecundos. Cuando Alexander von Humboldt investigó las costumbres de los antiguos habitantes indígenas de la meseta de Bogotá, supo que los indios llamaban quihica a las víctimas de las ceremonias rituales. Quihica significaba puerta: la muerte de cada elegido abría un nuevo ciclo de ciento ochenta y cinco lunas. Las venas abiertas de América Latina 10 Nació el mito de El dorado, el monarca bañado en oro que los indígenas inventaron para alejar a los intrusos: desde Gonzalo Pizarro hasta Walter Raleigh, muchos lo persiguieron en vano por las selvas y las aguas del Amazonas y el Orinoco. El espejismo del «cerco que manaba plata» se hizo realidad en 1545, con el descubrimiento de Potosí, pero antes habían muerto vencidos por el hambre y por la enfermedad o atravesados a flechazos por los indígenas, muchos de los expedicionarios que intentaron, infructuosamente, dar alcance al manantial de la plata remontando el río Paraná. Había, sí, oro y plata en grandes cantidades, acumulados en la meseta de México y en el altiplano andino. Hernán Cortés reveló para España, en 1519, la fabulosa magnitud del tesoro azteca de Moctezuma, y quinde años después llegó a Sevilla el gigantesco rescate, un aposento lleno de oro y dos de plata, que Francisco Pizarro hizo pagar al inca Atahualpa antes de estrangularlo. Años antes, con el oro arrancado de las Antillas había pagado la Corona de servicios de los marinos que habían acompañado a Colón en su primer viaje. Finalmente, la población de las islas del Caribe dejó de pagar tributos, porque desapareció: los indígenas fueron completamente exterminados en los lavaderos de oro, en la terrible tarea de revolver las arenas auríferas con el cuerpo a medias sumergido en el agua, o roturando los campos hasta más allá de la extenuación, con la espada doblada sobre los pesados instrumentos de labranza traídos desde España. Muchos indígenas de la Dominicana se anticipaban al destino impuesto por sus nuevos opresores blancos: mataban a sus hijos y se suicidaban en masa. El cronista oficial Fernández de Oviedo interpretaba así, a mediados del siglo XVI, el holocausto de los antillanos: muchos de ellos, por su pasatiempo, se mataron con ponzoña por no trabajar, y otros se ahorcaron por sus manos propias» Retornaban los dioses con las armas secretas A su paso por Tenerife, durante su primer viaje, había presenciado Colón una formidable erupción volcánica. Fue como un presagio de todo lo que vendría después en las inmensas tierras nuevas que iban a interrumpir la ruta occidental hacia el Asia. América estaba allí, adivinaba desde sus costas infinitas; la conquista se extendió, en oleadas, como una marea furiosa. Los adelantados sucedían a los almirantes y las tripulaciones se convertían en huestes invasoras. Las bulas del Papa habían hecho apostólica concesión de África a la corona de Portugal, y a la corona de Castilla habían otorgado las tierras «desconocidas como las hasta aquí descubiertas por vuestros enviados y las que se han de descubrir en lo futuro...». América había sido donada a la reina Isabel. En 1508, una nueva bula concedió a la corona española, a perpetuidad, todos los diezmos recaudados en América: el codiciado patronato universal sobre la Iglesia del Nuevo Mundo incluía el derecho de presentación real de todos los beneficios eclesiásticos. El Tratado de Tardecillas, suscrito en 1494, permitió a Portugal ocupar territorios americanos más allá de la línea divisoria trazada por el Papa, y en 1530 Martín Alfonso de Souza fundó las primeras poblaciones portuguesas en Brasil, expulsando a los franceses. Ya para entonces los españoles, atravesando selvas infernales y desiertos infinitos, habían avanzado mucho en el proceso de la exploración y la conquista. En 1513, el Pacífico resplandecía ante los ojos de Vasco Núñez de Balboa; en el otoño de 1522, retornaban a España los sobrevivientes de la expedición de Hernando de Magallanes que habían unido por primera vez ambos océanos y habían verificado que el mundo era redondo al darle la vuelta completa; tres años antes habían partido de la isla de Cuba, en dirección a México, las diez naves de Hernán Cortés, y en 1523 Pedro de Alvarado se lanzó a la conquista de Centroamérica: Francisco Pizarro entró triunfante en el Cuzco, en 1533, apoderándose del corazón del imperio de los incas; en 1540, Pedro de Valdivia atravesaba el desierto de Atacama y fundaba Santiago de Chile. Los conquistadores penetraban en el Chaco y revelaban el Nuevo Mundo desde el Perú hasta las bocas del río más caudaloso del planeta. ? Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, Madrid, 1959. la interpretación hizo escuela. Me asombra leer, en el último libro del técnico francés René Dumon, Cuba, est-il socialiste?, Paris 1970: “Los indios no fueron totalmente exterminados. Sus genes subsisten en los cromosomas cubanos. Ellos sentían una tal aversión por la tensión que exige el trabajo continuo, que algunos se suicidaron antes que aceptar el trabajo forzado ..." Eduardo Galeano 1 Había de todo entre los indígenas de América: astrónomos y caníbales, ingenieros y salvajes de la Edad de Piedra. Pero ninguna de las culturas nativas conocía el i arado, ni el vidrio ni la pólvora, ni empleaba la rueda. La estas tierras desde el otro lado del mar vivía la explosión creadora del Renacimiento: América aparecía como una invención más, incorporada junto con la pólvora, la imprenta, el papel y la brújula al bullente nacimiento de la Edad Moderna. El desnivel de desarrollo de ambos mundos explica en gran medida la relativa facilidad con que sucumbieron las civilizaciones nativas. Hernán Cortés desembarcó en Veracruz acompañado por no más de cien marineros y 508 soldados, traía 15 caballos, 32 ballestas, diez cañones de bronce y algunos arcabuces, mosquetes y pistolones. Y sin embargo, la capital de los aztecas, Tenochtitlán, era por entonces cinco veces mayor que Madrid y duplicaba la población de Sevilla, la mayor de las ciudades españolas, Francisco Pizarro entró en Cajamarca con 180 soldados y 37 caballos. Los indígenas fueron, al principio, derrotados por el asombro. El emperador Moctezuma recibió, en su palacio, las primeras noticias: un cerro grande andaba moviéndose por el mar. Otros mensajeros llegaron después: «... mucho espanto les causó el oír cómo estalla el cañón, cómo retumba el estrépito, y cómo se desmaya uno; se le aturden a uno los oídos. Y cuando cae el tiro, una como bola de piedra sale de sus entrañas: va lloviendo fuego... ». Moctezuma creyó que era el dios Quetzalcóatl quien volvía. Ocho presagios habían anunciado, poco antes su retorno. Los cazadores le habían traído un ave que tenía en la cabeza una diadema redonda con la forma de un espejo, donde se reflejaba el cielo con el sol hacia el poniente. En ese espejo Moctezuma vio marchar sobre México los escuadrones de los guerreros. El dios Quetzalcóalt había venido por el este y por el este se había ido: era blanco y barbudo. También blanco y barbudo era Huiracocha, el dios bisexual de los incas. Y al oriente era la cuna de los antepasados heroicos de los mayas. Los dioses vengativos que ahora regresaban para saldar cuentas con sus pueblos traían armaduras y cotas de malla, lustrosos caparazones que devolvían los dardos y las piedras; sus armas despedían rayos mortíferos y oscurecían la atmósfera con humos irrespirables. Los conquistadores practicaban también, con habilidad política, la técnica de la traición y la intriga. Supieron explotar, por ejemplo, el rencor de los pueblos sometidos al dominio imperial de los aztecas y las divisiones que desgarraban el poder de los incas. Los tlaxcaltecas fueron aliados de Cortés, y Pizarro usó en su provecho la guerra entre los herederos del imperio incaico, Huáscar y Atahualpa, los hermanos enemigos. Los conquistadores ganaron cómplices entre las castas dominantes intermedias, sacerdotes, funcionarios, militares, una vez abatidas por el crimen, las jefaturas indígenas más altas. Pero además usaron otras armas o, si se prefiere, otros factores trabajaron objetivamente por la victoria de los invasores. Los caballos y las bacterias, por ejemplo. Los caballos habían sido, como los camellos, originarios de América, pero se habían extinguido en estas tierras. Introducidas en Europa por los jinetes árabes, habían prestado en el Viejo Mundo una inmensa utilidad militar y económica. Cuando reaparecieron en América a través de la conquista, contribuyeron a dar fuerzas mágicas a los invasores ante los ojos atónitos de los indígenas. Según una versión, cuando el inca Atahualpa vio llegar a los primeros soldados españoles, montados en briosos caballos ornamentados con cascabeles y penachos, que corrían desencadenando truenos y polvaredas con sus cascos veloces, se cayó de espaldas. El cacique Tecum, al frente de los herederos de los mayas, descabezó con su lanza el caballo de Pedro de Alvarado, convencido de que formaba parte del conquistador: Alvarado se levantó y lo mató. Contados caballos, cubiertos con arreos de guerra, dispersaban las masas indígenas y sembraban el terror y la muerte. «Los curas y misioneros esparcieron entre la fantasía vernácula», durante el proceso colonizador, «que los caballos eran de origen sagrado, ya que Santiago, el Patrón de España, montaba en un potro blanco, que había ganado valiosas batallas contra los moros y judíos, con ayuda de la Divina providencia». Las bacterias y los virus fueron los aliados más eficaces. Los europeos traían consigo, como plagas bíblicas, la viruela y el tétanos, varias enfermedades pulmonares, intestinales y venéreas, el tracoma, el tifus, la lepra, la fiebre amarilla, las caries que pudrían las bocas. La viruela fue la primera en aparecer. ¿No sería un castigo sobrenatural aquella epidemia desconocida y repugnante que encendía la fiebre y descomponía las carnes? Las venas abiertas de América Latina 1 «Ya se fueron a meter en Tlaxcala. Entonces se difundió la epidemia: tos, granos ardientes, que queman, dice un testimonio indígena, y otro: “A muchos dio la muerte la pegajosa, apelmazada, dura enfermedad de granos”. Los indios morían como moscas; sus organismos no oponían defensas ante las enfermedades nuevas. Y los que sobrevivían quedaban debilitados e inútiles. El antropólogo brasileño Darcy Ribeiro estima que más de la mitad de la población aborigen de América, Australia y las islas oceánicas murió contaminada luego del primer contacto con los hombres blancos. «Como unos puercos hambrientos ansían el oro» A tiros de arcabuz, golpes de espada y soplos de peste avanzaban los implacables y escasos conquistadores de América. Lo cuentan las voces de los vencidos. Después de la matanza de Cholula, Moctezuma envía nuevos emisarios al encuentro de Hernán Cortés, quien avanza rumbo al valle de México. Los enviados regalan a los españoles collares de oro y banderas de plumas de quetzal. Los españoles «estaban deleitándose. Como si fueran monos levantaban el oro, como que se sentaban en ademán de gusto, como que se les renovaba y se les iluminaba el corazón. Como que cierto que es que eso que anhelan con gran sed. Se les ensancha el cuerpo por eso, tienen hambre furiosa de eso. Como unos puercos hambrientos ansían el oro», dice el texto náhuatl preservado preservado en el Código Florentino. Más adelante, cuando Cortés llega a Tenochtitlán, la espléndida capital azteca, los españoles entran en la casa del tesoro, «y luego hicieron una gran bola de oro, y dieron fuego, encendieron, prendieron llama a todo los que restaba, por valioso que fuera: con lo cual todo ardió. Y en cuanto al oro, los españoles lo redujeron a barras...». Hubo guerra, y finalmente Cortés, que había perdido Tenochtitlán, lo reconquistó en 1521. « ya no teníamos escudos, ya no teníamos macanas, y nada teníamos que comer, ya nada comimos». La ciudad, devastada, incendiada, y cubierta de cadáveres, cayó. « toda la noche llovió sobre nosotros». La horca y el tormento no fueron suficientes: los tesoros arrebatados no colmaban nunca las exigencias de la imaginación, y durante largos años excavaron los españoles el fondo del lago de México en busca de oro y los objetos preciosos presuntamente escondidos por los indios. Antes de la batalla decisiva, y «vístose los indios atormentados más, que allí les tenían mucho oro, plata. Diamantes y esmeraldas que les tenían los capitanes Nehaib Ixquin, Nehaib hecho águila y león. Y luego se dieron a los españoles y se quedaron con ellos...». Antes de que Francisco Pizarro degollara al inca Atahualpa, le arrancó un rescate en «andas de oro y plata que pesaba más de veinte mil marcos de plata, fina, un millón y trescientos veintiséis mil escudos de oro finísimo...». después se lanzó sobre el Cuzco. Sus soldados creían que estaban entrando en la ciudad de los Césares, tan deslumbrante era la capital del imperio incaica, pero no demoraron en salir del estupor y se pusieron a saquear el Templo del Sol: «Forcejeando, luchando entre ellos, cada cual procurando llevarse del tesoro la parte del león, los soldados, con otra de malla, pisoteaban joyas e imágenes, golpeaban los utensilios de oro o les daban martillazos para reducirlos a un formato más fácil y manuable... Arrojaban al crisol, para convertir el metal en barras, todo el tesoro del templo: las plantas habían cubierto los muros, los asombrosos árboles forjados, pájaros y otros objetos del jardín». Hoy día, en el Zócalo, la inmensa plaza desnuda del centro de la capital de México, la catedral católica se alza sobre las ruinas del templo más importante de Tenochtitlán, y el palacio de gobierno está emplazado sobre la residencia de Cuauhtémoc, el jefe azteca ahorcado por Cortés. Tenochtitlán fue arrasada. El Cuzco corrió, en el Perú, suerte semejante, pero los conquistadores no pudieron abatir del todo sus muros gigantescos y hoy puede verse, la piedra de los edificios coloniales, el testimonio de piedra de la colosal arquitectura incaica. Eduardo Galeano 15 Aquel imperio rico tenía una metrópoli pobre, aunque en ella la ilusión de la prosperidad levantara burbujas cada vez más hinchadas: la Corona abría por todas partes frentes de guerra mientras la aristocracia se consagraba al despilfarro y se multiplicaba, en suelo español, los curas y los guerreros, los nobles y los mendigos, al mismo ritmo frenético en que crecían los precios de las cosas y las tasa de interés del dinero. La industria moría al nacer en aquel reino de los vastos latifundios estériles, y la enferma economía española no podía resistir el brusco impacto del alza de demandas de alimentos y mercancías que era la inevitable consecuencia de la expansión colonial. El gran aumento de los gastos públicos y la asfixiante presión de las necesidades de consumo en las posesiones de ultramar agudizaban al déficit comercial y desataban, al galope, la inflación. Colbert escribía «Cuanto más comercio con los españoles tiene un estado, más plata tiene». Había una aguda lucha europea por la conquista del mercado español que implicaba el mercado y la plata de América. Un memorial francés de fines del siglo XVIl nos permite saber que España solo dominaba, por entonces el cinco por ciento del comercio de « sus» posesiones coloniales de más allá del océano, pese al espejismo jurídico del monopolio: crecía de una tercera parte del total estaba en manos de holandeses y flamencos, una cuarta parte pertenecía a los franceses, los genoveses controlaban más del veinte por ciento, los ingleses el diez y los alemanes algo menos. América era un negocio europeo. Carlos V, heredero de los Césares en el Sacro Imperio por elección comprada, solo había pasado en España dieciséis de los cuarenta años de su reinado. Aquel monarca de mentón prominente y mirada de idiota, que había ascendido al trono sin conocer una sola palabra del idioma castellano, gobernaba rodeado por un séquito de flamencos rapaces a los que se extendía salvoconductos para sacar de España mulas y caballo cargados de oro y joyas y a los que también recompensaba otorgándoles obispados y arzobispados, títulos burocráticos y hasta la primera licencia para conducir esclavos negros a las colonias americanas. Lanzado a la persecución del demonio por toda Europa, Carlos V extenuaba el tesoro de América en sus guerras religiosas. La dinastía de los Habsburgo no se agotó con su suerte; España habría de parecer el reinado de los Austria durante casi dos siglos. El gran adalid de la Contrarreforma fue su hijo Felipe Il. Desde su gigantesco palacio-monasterio del Escorial, en las faldas del Gualderrama, Felipe Il puso en funcionamiento, a escala universal, la terrible maquinaria de la Inquisición, y abatió sus ejércitos sobre los centros de la herejía. El calvinismo había hecho presa a Holanda, Inglaterra y Francia, y los turcos encarnaban el peligro del retomo de la religión de Alá. El salvacionismo costaba caro: los pocos objetos de oro y plata, maravillas del arte americano, que no llegaban ya fundidos desde México y el Perú, eran rápidamente arrancados de la Casa de Contratación de Sevilla y arrojados a las bocas de los hornos. Ardían también los herejes o los sospechosos de herejía, achicharrados por las llamas purificadoras de la Inquisición; Torquemada incendiaba los libros y el rabo del diablo asomaba por todos los rincones: la guerra contra el protestantismo era además la guerra contra el Capitalismo ascendente en Europa. «La perpetuación de la cruzada —dice Elliott- entrañaba la perpetuación de la arcaica organización social de una nación de cruzados». Los metales de América, delirio y ruina de España, proporcionaban medios para pelear contra las nacientes fuerzas de la economía modema. Ya Carlos V había aplastado a la burguesía castellana en la guerra de los comuneros, que se había convertido en una revolución social contra la nobleza, sus propiedades y sus privilegios. El levantamiento fue derrotado a partir de la traición de la ciudad de Burgos, que sería la capital del general Francisco Franco cuatro siglos más tarde; extinguidos los últimos fuegos rebeldes, Carlos V regresó a España acompañado de cuatro mil soldados alemanes. Simultáneamente también fue ahogada en sangre la muy radical insurrección de los tejedores, hilanderos y artesanos que habían tomado el poder en la ciudad de Valencia y lo habían extendido por toda la comarca. La defensa de la fe católica resultaba una máscara para la lucha contra la historia. La expulsión de los judíos —españoles de religión judía- había privado a España, en tiempos de los Reyes Católicos, de muchos artesanos hábiles y de capitales imprescindibles. Se consideraba no tan importante la expulsión de los árabes —españoles, en realidad, de religión musulmana- aunque en 1609 nada menos que 275 mil fueron arriados a la frontera y ello tuvo desastrosos efectos sobre la economía valenciana, y los fértiles campos del sur del Ebro, en Aragón, quedaron arruinados. Las venas abiertas de América Latina 16 Anteriormente, Felipe ll había echado, por motivos religiosos a millares de artesanos flamencos convictos o sospechosos de protestantismo: Inglaterra los acogió en su suelo, y allí dieron un importante impulso a las manufacturas británicas. Como se ve, las distancias enormes y las comunicaciones difíciles no eran los principales obstáculos que se oponían al progreso industrial de España. Los capitalistas españoles se convertían en rentistas, a través de la compra de los títulos de deuda de la Corona, y no invertían sus capitales en el desarrollo industrial. El excedente económico deriva hacia cauces improductivos: los viejos ricos, señores de horca y cuchillo, dueños de la tierra y de los títulos de nobleza, levantaban palacios y acumulaban joyas; los nuevos ricos, especuladores y mercaderes, compraban tierras y títulos de nobleza. Ni unos ni otros pagaban prácticamente impuestos, ni podían ser encarcelados por deudas. Quien se dedicara a una actividad industrial perdía automáticamente su carta de hidalguía. Sucesivos tratados comerciales, firmados a partir de las derrotas militares de los españoles en Europa, otorgaron concesiones que estimularon el tráfico marítimo entre el puerto de Cádiz, que desplazó a Sevilla, y los puertos franceses, ingleses, holandeses y hanseáticos. Cada año entre ochocientas y mil naves descargaban en España los productos industrializados por otros. Se llevaban la plata de América y la lana española, que marcaba rumbo a los telares extranjeros de donde sería devuelta ya tejida por la industria europea en expansión. Los monopolistas de Cádiz se limitaban a remarcar los productos industriales extranjeros que expedían al Nuevo Mundo: si las manufacturas españolas no podían siquiera atender al mercado interno, ¿cómo iban a satisfacer las necesidades de las colonias? Los encajes de Lille y Arraz, las telas holandesas, los tapices de Bruselas y los brocados de Florencia, los cristales de Venecia, las armas de Milán y los vinos y lienzos de Francia inundaban el mercado español, a expensas de la producción local, para satisfacer el ansia de ostentación y las exigencias de consumo de los ricos parásitos cada vez más numerosos y poderosos en un país cada vez más pobre. La industria moría en el huevo, y los Habsburgo hicieron todo lo posible para acelerar su extinción. A mediados del siglo XVI se había llegado al colmo de autorizar la importación de tejidos extranjeros al mismo tiempo que se prohibía toda exportación de paños castellanos que no fueran de América. Por el contrario, como ha hecho notar Ramos, muy distintas eran las orientaciones de Enrique VIIl o Isabel | en Inglaterra, cuando prohibían en esta ascendente nación la salida del oro y la plata, monopolizaban las letras de cambio, impedían la extracción de lana y arrojaban de los puertos británicos a los mercaderes de la Liga Hanseática del Mar del Norte. Mientras tanto, las repúblicas italianas protegían el comercio exterior y su industria mediante aranceles, privilegios y prohibiciones rigurosas; los artífices no podían expatriarse bajo pena de muerte. La ruina lo abarcaba todo. De los 16 mil telares que quedaban en Sevilla en 1558, a la muerte de Carlos V, solo restaban cuatrocientos cuando murió Felipe Il, cuarenta años después. Los siete millones de ovejas de la ganadería andaluza se redujeron a dos millones. Cervantes retrató en Don Quijote de la Mancha — novela de gran circulación en América- la sociedad de su época. Un decreto de mediados del siglo XVI hacía imposible la importación de libros extranjeros e impedían a los estudiantes cursar estudios fuera de España; los estudiantes de Salamanca se redujeron a la mitad en pocas décadas; había nueve mil conventos y el clero se multiplicaba casi tan intensamente como la nobleza de capa y espada; 160 mil extranjeros acaparaban el comercio exterior y los derroches de la aristocracia condenaban a España a la impotencia económica. Hacia 1630, poco más de un centenar y medio de duques, marqueses, condes y vizcondes recogían cinco millones de ducados de renta anual, que alimentaban copiosamente el brillo de sus títulos rimbombantes. El duque de Medinaceli tenía setecientos criados y eran trescientos los sirvientes del gran duque de Osuna, quien, para burlarse del zar de Rusia, los vestía con tapados de pieles”. El siglo XVIII fue la época del pícaro, el hambre y las epidemias. * La especie no se ha extinguido. Abro una revista de Madrid de fines de 1969, leo: ha muerto doña Teresa Bertrán de Lis y Pidal Garouski y Chico de Guzmán, duquesa de Albuquerque y marquesa de los Alcañices y de los Balbases, y la llora el viudo duque de Albuquerque, don Beltrán Alonso Osorio y Díez de Rivera Martos y Figueroa, marquéz de Alcañices, de los Eduardo Galeano 17 Era infinita la cantidad de mendigos españoles, pero ello no impedía que también los mendigos extranjeros afluyeran desde todos los rincones de Europa. Hacia 1700 España contaba ya con 625 mil hidalgos, señores de la guerra, aunque el país se vaciaba: su población se había reducido a la mitad de siglo en algo más de dos siglos, y era equivalente a la de la Inglaterra, que en el mismo período la había duplicado. 1700 señala el fin del régimen de los Habsburgo. La bancarrota era total. Desocupación crónica, grandes latifundios baldíos, moneda caótica, industria arruinada, guerras perdidas y tesoros vacíos, la autoridad central desconocida en las provincias: la España que afrontó Felipe V estaba «poco menos difunta que su amo muerto». Los Borbones dieron a la nación una apariencia más moderna, pero a fines del siglo XVIII el clero español tenía nada menos que doscientos mil miembros y el resto de la población improductiva no detenía su aplastante desarrollo a expensas del subdesarrollo del país. Por entonces, había aún en España más de diez mil pueblos y ciudades sujetos a la jurisdicción señorial de la nobleza y, por lo tanto, fuera del control directo del rey. Los latifundios y la institución del mayorazgo seguían intactos. Continuaban en pie el oscurantismo. No había sido superada la época de Felipe IV: en sus tiempos, una junta de teólogos se reunió para examinar el proyecto de construcción de un canal entre Manzanares y el tajo y terminó declarando que si Dios hubiese querido que los ríos fuesen navegables, El mismo los hubiese hecho así. La distribución de funciones entre el caballo y el jinete. En el primer tomo de El capital, escribió Karl Marx «El descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, la cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de la Indias Orientales, la conversión del continente africano en caza de esclavos negros: son todos hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos representan otros tantos factores fundamentales en el movimiento de la acumulación originaria». El saqueo, interior y externo, fue el medio más importante para la acumulación primitiva de capitales que, desde la Edad Media, hizo posible la aparición de una nueva etapa histórica en la evolución económica mundial. A medida que se extendía la economía monetaria, el intercambio desigual iba abarcando cada vez más Capas sociales y más regiones del planeta. Ernest Mandel ha sumado el valor del oro y la plata arrancados de América hasta 1660, el botín extraído de Indonesia por la Compañía Holandesa de la Indias Orientales desde 1650 hasta 1780, las ganancias del capital francés en la trata de esclavos durante el siglo XVIII, las entradas obtenidas por el trabajo esclavo en las Antillas británicas y el saqueo inglés de la India durante medio siglo: el resultado supera el valor de todo el Capital invertido en todas las industrias europeas hacia 1800. Mandel hace notar que esta gigantesca masa de capitales creó un ambiente favorable a las inversiones en Europa, estimuló el «espíritu de empresa» y financió directamente el establecimiento de manufacturas que dieron un gran impulso a la revolución industrial. Pero, al mismo tiempo, la formidable concentración internacional de la riqueza en beneficio de Europa impidió, en las regiones saqueadas, el salto a la acumulación de capital industrial. «La doble tragedia de los países en desarrollo consiste en que no solo fueron víctimas de ese proceso de concentración internacional, sino que posteriormente han debido tratar de compensar su atraso industrial, es decir, realizar la acumulación originaria de Capital industrial, en un mundo que está inundado con los artículos manufacturados por una industria ya madura, la occidental». Las colonias americanas habían sido descubiertas, conquistadas y colonizadas dentro del proceso de la expansión del capital comercial. Europa tendía sus brazos para alcanzar al mundo entero. Ni España ni Portugal recibieron los beneficios del arrollador avance del mercantilismo capitalista, aunque fueron sus colonias las que, en medida sustancial, proporcionaron el oro y la plata que nutrieron esa expansión. Como hemos visto, si bien los metales preciosos de América alumbraron la engañosa fortuna de una nobleza española que vivía su Edad media tardíamente y a contramano de la historia, simultáneamente sellaron la ruina de España en los siglos por venir. Fueron otras las comarcas de Europa que pudieron incubar el capitalismo moderno valiéndose, en gran parte, de la expropiación de los pueblos primitivos de América. Balbeses, de Caderita, de Cuellar, de Cullera, de Montaos, conde de Fuensaldaña, de Grajal, de Huelma, de Ledesma, de la Torre, de Villanueva de Cañedo, de Villahumbrosa, tres veces Grande de España. Las venas abiertas de América Latina 20 Se venden las paredes de las casas viejas como estaño de buena ley. Desde las bocas delos cinco socavones que los españoles abrieron en el cerro rico se ha chorreado la riqueza a lo largo de los siglos. El cerro ha ido cambiando de color a medida que los tiros de dinamita lo han ido vaciando y le han bajado el nivel de la cumbre. Los montones de roca, acumulaba en torno de los infinitos agujeros, tiene todos los colores: son rozados, lilas, púrpuras ocres, grises, dorados, pardos. Una colcha de retazos. Los llamperos rompen las la roca y las palliris indigenas, de mano sabia para pesar y separar, picotean, como pajaritos, los restos de minerales en busca de estaño. En los viejos socavones que no están inundados los mineros entran todavía, la lámpara de carburo en una mano, encogidos los cuerpos, para arrancar lo que se pueda. Plata no hay. Ni un relumbrón; los españoles barrían las vetas hasta con escobillas. Los pallacos cavan a pico y a pala pequeños túneles para extraer venenos de los despojos. El cerro es rico todavía — me decía sin asombro un desocupado que arañaba la tierra con las manos-. Dios ha de ser, figúrese: el mineral crece como su fuera planta, igual ». Frente al cerro rico de Potosí, se alza el testigo de la devastación. Es un monte llamado Huakajchi, que en quechua significa: « Cerro que ha llorado ». de sus laderas brotan muchos manantiales de agua pura, los « ojos de agua » que dan de beber a los mineros. En sus épocas de auge al promediar el siglo XVII, la cuidad había congregado a muchos pintores y artesanos españoles o criollos o imagineros indígenas que imprimieran su sello al arte colonial americano. Melchor Pérez de Holguín, el Greco de América, dejó una vasta obra religiosa que a la vez delata el talento de su creador y el aliento pagano de estas tierras: se hace difícil olvidar, por ejemplo a la espléndida Virgen María que, con los brazos abiertos, da de mamar con un pecho al niño Jesús y con el otro a San José. Los orfebres, los cinceladores de platería, los maestros de repujado y los ebanistas, artífices del metal, la madera fina, el yeso y los marfiles nobles, nutrieron las numerosas iglesias y monasterios de Potosí con tallas y altares de infinitas — filigranas, relumbrantes de plata, y púlpitos y retablos valiosísimos. Los frentes barrocos de los templos, trabajados en piedra, han resistido el embate de los siglos, pero no ha ocurrido lo mismo con los cuadros, en muchos casos mortalmente mordidos por la humedad, no con las figuras u objetos de poco peso. Los turistas y los párrocos han vaciado las iglesias de cuanta cosa han podido llevarse: desde los cálices y las campanas hasta las tallas de San Francisco y Cristo en haya o fresno. Estas iglesias desvalijadas, cerradas ya en su mayoría, se están viniendo abajo, aplastadas por los años. Es una lástima, porque constituyen todavía, aunque hayan sido saqueadas, formidables tesoros en pie de un arte colonial que funde y enciende todos los estilos, valioso en el genio y en la herejía: el « signo escalonado » de Tiahuanacu en lugar de la cruz y la cruz junto al sagrado sol y la sagrada luna, las vírgenes y los santos con pelo natural, las uvas y las espigas enroscadas en las columnas, hasta los capiteles junto con la kantuta, la flor imperial de los incas; las sirenas, Baco y la fiesta de la vida alternando con el ascetismo romántico, rostros morenos de algunas divinidades y las cariátides de rasgos indígenas. Hay iglesias que han sido reacondicionadas para prestar, ya vacías de fieles, otros servicios. La iglesia de san Ambrosio se ha convertido en el cine Omiste, en febrero de 1970, sobre los bajorrelieves barrocos del frente se anunciaba el próximo estreno: « El munos está loco, loco, loco». El templo de la Compañía de Jesús se convirtió también en cine, después en depósito de mercaderías de la empresa Grace y por último en almacén de víveres para la caridad pública. Pero otras pocas iglesias están aún, mal que bien, en actividad: hace por lo menos siglo y medio que los vecinos de Postosí queman cirios a falta de dinero. La de San Francisco, por ejemplo. Dicen que la cruz de esta iglesia crece algunos centímetros por año, y que también crece la barba del Señor de la Vera Cruz, un imponente Cristo de plata y seda que apareció en Potosí, traído por nadie, hace cuatro siglos. Los curas no niegan que cada determinado tiempo lo afeitan, y le atribuyen, hasta por escrito, todos los milagros: conjuraciones sucesivas de sequías y pestes, guerras en defensa de la ciudad acosada. Sin embargo, nada pudo el Señor de la Vera Cruz contra la decadencia de Potosí. La extenuación de la plata había sido interpretado como un castigo divino por las atrocidades y los pecados de los mineros. Atrás quedaron las misas espectaculares; como los banquetes y las corridas de toros, los bailes y los fuegos de artificio, el culto religioso a todo lujo había sido también, al fin y al cabo, un subproducto del trabajo esclavo de los indios. Los mineros hacían, en la época del esplendor, fabulosas donaciones para las iglesias y los monasterios, y celebraban suntuosos oficios fúnebres. Eduardo Galeano 21 Llaves de plata pura para las puertas del cielo: el mercader Álvaro Bajarano había ordenado, en su testamento de 1559, que acompañaran su cadáver « todos los curas y sacerdotes de Potosí». El curanderismo y la brujería se mezclaban con la religión autorizada, en el delirio de los fervores y los pánicos de la sociedad colonial. La extremaunción con campanillas y palio, podía, como la comunión, curar a la agonizante, aunque resultaba mucho más eficaz un jugoso testamento para la construcción de un templo o de un altar de plata. Se combatía la fiebre con los evangelios: las oraciones en algunos conventos refrescaban el cuerpo; en otros, daban calor. « El Credo era fresco como el tamarindo o el nitro dulce y la Salve era cálida como el azahar o el cabello de choclo...». En la calle Chuquisaca puede uno admirar el frontis, roído por los siglos, de los condes de Carma y Catyara, pero el palacio es ahora el consultorio de un cirujano-dentista; la heráldica del maestre de campo don Antonio López de Quiroga, en la calle Lanza, adorna ahora una escuelita; el escudo del marqués de Otavi, con sus leones rampantes, luce en el pórtico del Banco Nacional. «En qué lugares vivirán ahora. Lejos se ha debido ir...» la anciana potosina, atada a su ciudad, me cuenta que primero se fueron los ricos, y después también se fueron los pobres: Potosí tiene ahora tres veces menos habitantes que hace cuatro siglos. Contemplo el cerro desde una azotea de la calle Uyuni, una muy angosta y viboreante callejuela colonial, donde las casas tienen grandes balcones de madera tan pegados de vereda a vereda que pueden los vecinos besarse o golpearse sin necesidad de bajar a la calle. Sobreviven aquí, como en toda la ciudad, los viejos candiles de luz mortecina bajo los cuales, al decir de Jaime Molins, « se solventaron querellas de amor y se escurrieron, como duendes, embozados caballeros, damas elegantes y tahúres». La ciudad tiene ahora luz eléctrica, pero no se nota mucho. En las plazas oscuras, a la luz de los viejos faroles, funcionan las tómbolas por las noches: vi rifar un pedazo de torta en medio de un gentío. Junto a Potosí, cayó Sucre. Esta ciudad del valle, de clima agradable, que antes se había llamado Charcas. La Plata y Chuquisaca sucesivamente, disfrutó buena parte de la riqueza que manaba de las venas del cerro rico de Potosí. Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco, había instalado allí su corte, fastuosa como la del rey que quiso ser y no pudo; iglesias y caserones, parques y quintas de recreos brotaban continuamente junto a los juristas, los místicos y los retóricos poetas que fueron dando a la ciudad, de siglo en siglo, su sello. « Silencio, es Sucre. Silencio no más, pues. Pero antes... ». Antes, esta fue la capital cultural de los virreinatos, la sede principal arzobispado de América y del más poderoso tribunal de justicia de la colonia, la ciudad más ostentosa y culta de América del Sur. Doña Cecilia Contreras de Torres y doña María de las Mercedes Torralba de Gramajo, señoras de Ubina y Coquechaca, daban banquetes de Camacho: competían en el derroche de las fabulosas rentas que producían sus minas de Potosí, y cuando las opíparas fiestas concluían arrojaban por los balcones la vajilla de plata y hasta los enseres de oro, para que los recogieran los transeúntes afortunados. Sucre cuenta todavía con una Torre Eiffel y con sus propios Arcos del Triunfo, y dicen que con todas las joyas de su virgen se podría pagar toda la gigantesca deuda externa de Bolivia. Pero las famosas campanas de las iglesias que en 1809 cantaron con júbilo a la emancipación de América, hoy ofrecen un tañido fúnebre. La ronca campana de San Francisco, que tantas veces anunciara sublevaciones y motines, hoy dobla por la mortal inmovilidad de Sucre. Poco importa que siga siendo la capital legal de Bolivia, y que en Sucre resida todavía la Suprema Corte de Justicia. Por las calles pasean innumerables leguleyos, enclenques y de piel amarilla, sobrevivientes testimonios de la decadencia: doctores e aquellos que usaban quevedos, con cinta negra y todo. Desde los grandes palacios vacíos, los ilustres patriarcas de Sucre envían a sus sirvientes a vender empanadas a las ventanillas del ferrocarril. Hubo quien supo comprar, en otras horas afortunadas, hasta su título de príncipe. En Potosí y en Sucre solo quedaron vivos los fantasmas de la riqueza muerta. En Huanchaca, otra tragedia boliviana, los capitales anglochilenos agitaron, durante el siglo pasado, vetas de plata de más de dos metros de ancho, con una altísima ley, ahora solo restan las ruinas humeantes de polvo. Huanchaca continúa en los mapas, como su todavía existiera, identificada como un centro minero vivo, con su pico y su pala cruzados. ¿Tuvieron mejor suerte las minas mexicanas de Guanajuato y Zacatecas? Las venas abiertas de América Latina 2 Con base en los datos que proporciona Alexander von Humboldt, se ha estimado en unos cinco mil millones de dólares actuales la magnitud del excedente económico evadido de México entre 1760 y 1809, apenas medio siglo, a través de las exportaciones de plata y oro. Por entonces no había minas más importantes en América. El gran sabio alemán comparó la mina de Valenciana, con la de Guanajuato, con la Himmels Furst de Sajonia, que era la más rica de Europa: la valenciana producía 36 veces más plata, al filo del siglo, ya dejaba a sus accionistas ganancias 33 veces más altas. El conde Santiago de Laguna vibraba de emoción al describir, en 1732, el distrito minero de Zacatecas y « los preciosos tesoros que ocultan sus preciosos senos », en los cerros « todos honrados con más de cuatro mil bocas, para mejor servir con el fruto de sus entrañas a ambas Majestades », Dios y el Rey, y « para que todos acudan a beber y participar de los grande, de lo rico, de los doctos, de lo urbano y de lo noble » porque era « fuente de sabiduría, policía, armas, nobleza...». El cura Marmolejo escribía más tarde a la ciudad de Guanajuato, atravesada por los puentes, con jardines que tanto se aparecían a los de Semíramis de Babilonia y los templos deslumbrantes, el teatro, la plaza de toros, los palenque de gallo y las torres y las cúpulas alzadas contra las verdes laderas de las montañas. Pero este era « el país de la desigualdad » y Humboldt pudo escribir sobre México: « Acaso en ninguna parte la desigualdad es más espantosa... la arquitectura de los edificios públicos y privados, la finura del ajuar de las mujeres, el aire de la sociedad; todo anuncia un extremo de esmero que se contrapone extraordinariamente a la desnudez, ignorancia y rusticidad del populacho ». los socavones engullían hombres y mulas en las lomas de las cordilleras; los indios, « que vivían solo para salir del día », padecían hambre endémica y las pestes los mataban como moscas. En un solo año, 1784, una oleada de enfermedades provocadas por la falta de alimentos que resultó de una helada arrasadora, había segado más de ocho mil vidas en Guanajuato. Los capitales no se acumulaban, sino que se derrochaban. Se practicaba el viejo dicho: « Padre mercader, hijo caballero, nieto pordiosero ». en una representación dirigida al gobierno, en 1843, Lucas Alamán formuló una sombría advertencia, mientras insistía en la necesidad de defender la industria nacional mediante un sistema de prohibiciones y fuertes gravámenes contra la competencia extranjera: « Preciso es recurrir al fenómeno de la industria, como única fuente de prosperidad universal —decía- . de nada serviría a Puebla la riqueza de Zacatecas, si no fuese por el consumo que proporciona a sus manufacturas, y si estas decayesen otra vez como antes ha sucedido, se arruinaría ese departamento ahora floreciente, sin que pudiese salvarlo de la miseria la riqueza de aquellas minas ». la profecía resultó certera. En nuestros días, Zacatecas y Guanajuato ni siquiera son las ciudades más importantes de sus propias comarcas. Ambas languidecen rodeadas de los esqueletos de los campamentos de la prosperidad minera. Zacatecas, lata y árida, vive de la agricultura y exporta mano de obra hacia otros estados; son bajísimas las leyes actuales de sus minerales de oro y plata, en relación con los buenos tiempos pasados. De las cincuenta minas que el distrito de Guanajuato tenía en la explotación, apenas quedan ahora, dos. No crece la población de la hermosa ciudad, pero afluyen los turistas a contemplar el esplendor exuberante de los viejos tiempos, a pasear por las callejuelas de nombres románticos, ricas de leyendas, y a horrorizarse con las cien momias que las sales de la tierra han conservado intactas. La mitad de las familias del estado de Guanajuato, con un promedio de más de cinco miembros, viven actualmente en chozas de una sola habitación. El derramamiento de la sangre y de las lágrimas; y sin embargo el Papa había resuelto que los indios tenían alma En 1581, Felipe ll había afirmado, ante la audiencia de Guadalajara, que ya un tercio de los indígenas de América había sido aniquilado, y que los que aún vivían se veían obligados a pagar tributos por los muertos. El monarca dijo, además, que los indios eran comprados y vendidos. Que dormían a la intemperie. Que las madres mataban a sus hijos para salvarlos del tormento en las minas. Pero la hipocresía de la Corona tenía menos límites que el Imperio: la Corona recibía una quinta parte del valor de los metales que arrancaban sus súbditos en toda la extensión del Nuevo Mundo hispánico, además de otros impuestos, y otro tanto ocurría, en el siglo XVIII, con la Corona portuguesa en tierras de Brasil. La plata y el oro de América penetraron como un ácido corrosivo, al decir de Engels, por todos los poros de la sociedad feudal moribunda en Europa, y al servicio del naciente mercantilismo capitalista los empresarios mineros convirtieron a los indígenas y a los Eduardo Galeano 25 A los conquistadores y colonizadores se les «encomendaban» indígenas para que los catequizaran. Pero como los indios debían al « encomendero » servicios personales y tributos económicos, no era mucho el tiempo que quedaba para introducirlos en el cristiano sendero de la salvación. En recompensa a sus servicios, Hernán Cortés había recibido veintitrés mil vasallos; se repartían los indios al mismo tiempo que se otorgaban las tierras mediante mercedes reales o se las obtenía por el despojo directo. Desde 1536 los indios eran otorgados en encomienda, junto con su descendencia, por el término de dos vidas: la del encomendero y su heredero inmediato; desde 1629 el régimen se fue extendiendo, en la práctica. Se vendían las tierras con los indios adentro. En el siglo XVIII, los indios, los sobrevivientes, aseguraban la vida cómoda de muchas generaciones por venir. Como los dioses vencidos persistían en sus memorias, no faltaban coartadas santas para el usufructo de su mano de obra por parte de los vencedores: los indios eran paganos, no merecían otra vida. ¿Tiempos pasados? Cuatrocientos veinte años después de la Bula del Papa Paulo lll, en septiembre de 1957, la Corte Suprema de Justicia del Paraguay emitió una circular comunicando a todos los jueces del país que « los indios son tan seres humanos como los otros habitantes de la república » Y el Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad Católica de Asunción realizó posteriormente una encuesta reveladora en la capital y en el interior: de cada diez paraguayos, ocho creen que « los indios son como animales ». En Caaguazú, en el Alto Paraná y en el Chaco, los indios son cazados como fieras, vendidos a precios baratos y explotados en régimen de virtual esclavitud. Sin embargo, casi todos los paraguayos tienen sangre indígena, y el Paraguay no se cansa de componer canciones, poemas y discursos en homenaje al « alma guaraní ». La nostalgia peleadora de Túpac Amaru Cuando los españoles irrumpieron en América, estaba en su apogeo el imperio teocrático de los incas, que extendía su poder sobre lo que hoy llamamos Perú, Bolivia y Ecuador, abarcaba parte de Colombia y de Chile y llegaba hasta el norte argentino y la selva brasileña; la confederación de los aztecas había conquistado un alto nivel de eficacia en el valle de México, y en Yucatán y Centroamérica la civilización espléndida de los mayas persistía en los pueblos herederos, organizados para el trabajo y la guerra. Estas sociedades han dejado numerosos testigos de su grandeza, a pesar de todo el largo tiempo de la devastación: monumentos religiosos levantados con mayor sabiduría que las pirámides egipcias, eficaces creaciones técnicas para la pelea contra la naturaleza, objetos de arte que delatan un invicto talento. En el museo de Lima pueden verse centenares de cráneos que fueron objeto de trepanaciones y curaciones con placas de oro y plata por parte de los cirujanos incas. Los mayas habían sido grandes astrónomos, habían medido el tiempo y el espacio con precisión asombrosa, y habían descubierto el valor de la cifra cero antes que ningún otro pueblo en la historia. Las acequias y las islas artificiales creadas por los aztecas deslumbraron a Hernán Cortés, aunque no eran de oro. La conquista rompió las bases de aquellas civilizaciones. Peores consecuencias que la sangre y el fuego de la guerra tuvo la implantación de una economía minera. Las minas exigían grandes desplazamientos de población y desarticulaban las unidades agrícolas comunitarias; no solo extinguían vidas innumerables a través del trabajo forzado, sino que además, indirectamente, abatían el sistema colectivo de cultivos. Los indios eran conducidos a los socavones, sometidos a la servidumbre de los encomenderos y obligados a entregar por nada las tierras que obligatoriamente dejaban o descuidaban. En la costa del Pacífico los españoles destruyeron o dejaron extinguir los enormes cultivos de maíz, yuca, frijoles, pallares, maní, papa dulce; el desierto devoró rápidamente grandes extensiones de tierra que habían recibido vida de la red incaica de irrigación. Cuatro siglos y medio después de la conquista solo quedaban rocas y matorrales en el lugar de la mayoría de los caminos que unían el imperio. Aunque las gigantescas obras públicas de los incas fueron, en su mayor parte, brotadas por el tiempo o por la mano de los usurpadores, restan aún, dibujadas en la cordillera de los Andes, las interminables terrazas que permitían y todavía permiten cultivar las laderas de las montañas. Las venas abiertas de América Latina 26 Un técnico norteamericano”, estimaba, en 1936, que si en ese año se hubieran construido, con métodos modernos, esas terrazas, hubieran costado unos treinta mil dólares por acre. Las terrazas y los acueductos de irrigación fueron posibles, en aquel imperio que no conocía la rueda, el caballo ni el hierro, merced a la prodigiosa organización y a la perfección técnica lograda a través de una sabia división del trabajo, pero también gracias a la fuerza religiosa que regía la relación del hombre con la tierra — que era sagrada y estaba, por lo tanto, siempre viva. También habían sido asombrosas las respuestas aztecas al desafío de la naturaleza. En nuestros días, los turistas conocen por «jardines flotantes» las pocas islas sobrevivientes en el lago desecado donde ahora se levanta, sobre las ruinas indígenas, la capital de México. Estas islas habían sido creadas por los aztecas para dar respuesta al problema de la falta de tierras en el lugar elegido para la creación de Tenochtitlán. Los indios habían trasladado grandes masas de barro desde las orillas y habían apresado las nuevas islas de limo entre delgadas paredes de cañas, hasta que las raíces de los árboles les dieron firmeza. Por entre los nuevos espacios de tierra se deslizaban los canales de agua. Sobre estas islas inusitadamente fértiles creció la poderosa capital de los aztecas, con sus amplias avenida, sus palacios de austera belleza y sus pirámides escalonadas: brotada mágicamente de la laguna, estaba condenada a desaparecer ante los embates de la conquista extranjera. Cuatro siglos demoraría México para alcanzar una población tan numerosa como la que existía en aquellos tiempos. Los indígenas eran, como dice Darcy Ribeiro, el combustible del sistema productivo colonial. «Es casi seguro — escribe Sergio Bagú- que a las minas hispanas fueron arrojados centenares de indios escultores, arquitectos, ingenieros y astrónomos confundidos entre la multitud esclava, para realizar un burdo y agotador trabajo de extracción. Para la economía colonial, la habilidad técnica de esos individuos no interesaba. Solo contaban ellos como trabajadores no calificados» o no se perdieron todas las esquirlas de aquellas culturas rotas. La esperanza del renacimiento de la dignidad perdida alumbraría numerosas sublevaciones indígenas. En 1781 Túpac Amaru puso sitio al Cuzco. Este cacique mestizo, directo descendiente de los emperadores incas, encabezó el movimiento mesiánico y revolucionario de mayor envergadura. La gran rebelión estalló en la provincia de Tinta. Montado en su caballo blanco, Túpac Amaru entró en la plaza de Tungasuca y al son de los tambores y pututus anunció que había condenado a la horca al corregidor real Antonio Juan de Arriaga, y dispuso la prohibición de la mita de Potosí. La provincia de Tinta estaba quedando despoblada a causa del servicio obligatorio en los socavones de plata de cerro rico. Pocos días después, Túpac Amaru expidió un nuevo bando por el que decretaba la libertad de los esclavos. Abolió todos los impuestos y el « repartimiento » de mano de obra indígena en todas sus formas. Los indígenas se sumaban, por millares y millares, a las fuerzas del «padre de todos los pobres y de todos los miserables y desvalidos”. Al frente de sus guerrilleros, el caudillo se lanzó sobre el Cuzco. Marchaba predicando arengas: todos los que murieran bajo sus órdenes en esta guerra resucitarían para disfrutar las felicidades y las riquezas de las que habían sido despojados por los invasores. Se sucedieron victorias y derrotas; por fin traicionado y capturado por uno de sus jefes, Túpac Amaru fue entregado, cargado de cadenas, a los realistas. En su calabozo entró el visitador Areche para exigirle, a cambio de promesas, los nombres de los cómplices de la rebelión. Túpac Amaru le contestó con desprecio «Aquí no hay más cómplice que tú y yo; tú por opresor, y yo por libertador, merecemos la muerte». Túpac fue sometido a suplicio, junto con su esposa, sus hijos y sus principales partidarios, en la plaza del Wacaypata, en el Cuzco. Le cortaron la lengua. Ataron sus brazos y sus piernas a cuatro caballos para descuartizarlo, pero el cuerpo no se partió. Lo decapitaron al pie de la horca. Enviaron la cabeza a Tinta. Uno de sus brazos fue a Tungasuca y el otro a Carabaya. Mandaron una pierna a santa Rosa y la otra a Livitaca. Le quemaron el torso y arrojaron las cenizas al río Watanay. Se recomendó que fuera extinguida toda su descendencia, hasta el cuarto grado. En 1802 otro cacique descendiente de los incas, Astorpilco, recibió la visita de Humboldt. Fue en Cajamarca, en el exacto sitio donde su antepasado, Atahualpa, había visto por primera vez al conquistador Pizarro. *Un miembro del Servicio Norteamericano de Conservación, según John Collier. Eduardo Galeano 27 El hijo del cacique acompañó al sabio alemán a recorrer las ruinas del pueblo y los escombros del antiguo palacio incaico, y mientras caminaban le hablaba de los fabulosos tesoros escondidos bajo el polvo y las cenizas. « ¿No sentís a veces el antojo de cavar en busca de los tesoros para satisfacer vuestras necesidades?», le preguntó Humboldt. Y el joven contestó: «Tal antojo no nos viene. Mi padre dice que sería pecaminoso: si tuviéramos las ramas doradas con todos los frutos de oro, los vecinos blancos nos odiarían y nos harían daño». El cacique cultivaba un pequeño campo de trigo. Pero eso no bastaba para ponerse a salvo de la codicia ajena. Los usurpadores, ávidos de oro y plata y también de brazos esclavos para trabajar las minas, no demoraron en abalanzarse sobre las tierras cuando los cultivos ofrecieron ganancias tentadoras. El despojo continuó todo a lo largo del tiempo, y en 1969, cuando se anunció la reforma agraria en el Perú, todavía los diarios daban cuenta, frecuentemente, de que los indios de las comunidades rotas de la sierra invadían de tanto en tanto, desplegando sus banderas, las tierras que habían sido robadas a ellos o a sus antepasados, y eran repelidos a balazos por el ejército. Hubo que esperar casi dos siglos desde Túpac Amaru para que el general nacionalista Juan Velasco Alvarado recogiera y aplicara aquella frase del cacique, de resonancias inmortales: « ¡Campesino! ¡El patrón ya no comerá más tu pobreza! ». Otros héroes que el tiempo se ocupó de rescatar de la derrota fueron los mexicanos Hidalgo y Morelos. Miguel Hidalgo, que había sido hasta los cincuenta años un apacible cura rural, un buen día echó a vuelo las campanas de la iglesia de Dolores llamando a los indios, a luchar por su liberación: « ¿Queréis empeñaros en el esfuerzo de recuperar, de los odiados españoles, las tierras robadas a vuestros antepasados hace trescientos años? ». Levantó el estandarte de la virgen india de Guadalupe, y antes de seis semanas ochenta mil hombres lo seguían, armados con machetes, picas hondas, arcos y flechas. El cura revolucionario puso fin a los tributos y repartió las tierras de Guadalajara; decretó la libertad de los esclavos; abalanzó sus fuerzas sobre la ciudad de México. Pero fue finalmente ejecutado, al cabo de una derrota militar y, según dicen, dejó al morir un testimonio de apasionado arrepentimiento. La revolución no demoró en encontrar un nuevo jefe, el sacerdote José María Morelos: « Deben tenerse como enemigos todos los ricos, nobles y empleados de primer orden... ». Su movimiento —insurgencia indígena y revolución social- llegó a dominar una gran extensión del territorio de México hasta que Morelos fue también derrotado y fusilado. La independencia de México, seis años después, « resultó ser un negocio perfectamente hispánico, entre europeos y gentes nacidas en América... una lucha política dentro de la misma clase reinante ». El encomendado fue convertido en peón y el encomendero en hacendado. La Semana Santa de los indios termina sin Resurrección A principios de nuestro siglo, todavía los dueños de los pongos, indios dedicados al servicio doméstico, los ofrecían en alquiler a través de los diarios de La Paz. Hasta la revolución de 1932, que devolvió a los indios bolivianos el pisoteado derecho a la dignidad, los pongos comían las sombras de la comida del perro, a cuyo costado dormían, y se hincaban para dirigir la palabra a cualquier persona de piel blanca. Los indígenas habían sido bestias de carga para llevar a la espalda los equipajes de los conquistadores: las cabalgaduras eran escasas. Pero en nuestros días pueden verse, por todo el altiplano andino, changadores aimaraes y quechuas cargando fardos hasta con los dientes a cambio de un pan duro. La neumoconiosis había sido la primera enfermedad profesional de América; en la actualidad cuando los mineros bolivianos cumplen treinta y cinco años de edad, ya sus pulmones se niegan a seguir trabajando: el implacable polvo de sílice impregna la piel del minero, le raja la cara y las manos, le aniquila los sentidos del olfato y el sabor, y le conquista los pulmones, los endurece y los mata. Los turistas adoran fotografiar a los indígenas del altiplano vestidos con sus ropas típicas. Pero ignoran que la actual vestimenta indígena fue impuesta por Carlos lll a fines del siglo XVII. Los trajes femeninos que los españoles obligaron a usar a las indígenas eran calcados de los vestidos regionales de las labradoras extremeñas, andaluzas y vascas, y otro tanto ocurre con el peinado de las indias, raya al medio, impuesto por el virrey Toledo. No sucede lo mismo en cambio con el consumo de la coca, que no nació con los españoles; ya que existía en tiempos de los incas. Las venas abiertas de América Latina Se arrastran las pesadas cruces, se participa de la flagelación de Jesús paso a paso durante el interminable ascenso al Gólgota; con aullidos de dolor, se convierte Su muerte y Su entierro en el culto de la propia muerte y el propio entierro, la aniquilación de la hermosa vida remota. La semana santa de los indios guatemaltecos termina sin Resurrección. Villa Rica de Ouro Preto La fiebre del oro, que continúa imponiendo la muerte o la esclavitud a los indígenas de la Amazonia, no es nueva en Brasil; tampoco sus estragos. Durante dos siglos a partir del descubrimiento, el suelo de Brasil había negado los metales, tenazmente, a sus propietarios portugueses. La explotación de la madera, el «palo Brasil», cubrió el primer período de colonización de las costas, y pronto se organizaron grandes plantaciones de azúcar en el nordeste. Pero, a diferencia de la América española, Brasil parecía vacío de oro y plata. Los portugueses no habían encontrado allí civilizaciones indígenas de alto nivel de desarrollo y organización, sino tribus salvajes y dispersas. Los aborígenes desconocían los metales; fueron los portugueses quienes tuvieron que descubrir por su propia cuenta, los sitios en que se habían depositado los aluviones de oro en el vasto territorio que se iba abriendo, a través de la derrota y el exterminio de los indígenas, a su página, a su paso de conquista. Los bandeirantes de la región de San Pablo habían atravesado la vasta zona entre la Serra de Mantiqueira y la cabecera del río San Francisco, y habían advertido que los lechos y los bancos de varios ríos y riachuelos que por allí corrían contenían trazas de oro aluvial en pequeñas cantidades visibles. La acción milenaria de las lluvias había roído los filones de oro aluvial en pequeñas cantidades visibles. La acción milenaria de las lluvias había depositado en los ríos, en el fondo de los valles y en las depresiones de las montañas. Bajo las capas de arena, tierra o arcilla, el pedregoso subsuelo ofrecía pepitas de oro que era fácil extraer del cascalbo de cuarzo; los métodos de extracción se hicieron más complicados a medida que se fueron agotando los depósitos más superficiales. La región de Minas Gerais entró así, impetuosamente, en la historia: la mayor cantidad de oro hasta entonces descubierta en el mundo fue extraída en el menor espacio de tiempo. «Aquí el oro era bosque», dice, ahora, el mendigo, «y su mirada planea sobre las torres de las iglesias» «Había oro en las veredas, crecía como pasto». Ahora él tiene setenta y cinco años de edad y se considera a sí mismo una tradición de Mariana (Ribeirao do Carmo), la pequeña ciudad minera cercana a Ouro Preto, que se conserva, como Ouro Preto, detenida en el tiempo. «La muerte es cierta, la hora incierta. Cada cual tiene su tiempo marcado», me dice el mendigo. Escupe sobre la escalinata de piedra y sacude la cabeza: «Les sobraba el dinero», cuenta, como si los hubiera visto. «No sabían dónde poner el dinero y por eso hacían una iglesia al lado de la otra». En otros tiempos, esta comarca era la más importante del Brasil. Ahora... «Ahora no», me dice el viejo. «Ahora esto no tiene vida ninguna. Aquí no hay jóvenes. Los jóvenes se van». Camina descalzo, a mi lado, a pasos lentos bajo el tibio sol de la tarde: «¿Ve? Ahí, en el frente de la iglesia, están el sol y la luna. Eso significa que los esclavos trabajan día y noche. Este templo fue hecho por los negros; aquel por los blancos. Y aquella es la casa de Monseñor Alipio, que murió a los noventa y nueve años justos». A lo largo del siglo XVIII, la producción brasileña del codiciado mineral superó el volumen total del oro que España había extraído de sus colonias durante los dos siglos anteriores. Llovían los aventureros y los cazadores de fortuna. Brasil tenía trescientos mil habitantes en 1700; un siglo después, al cabo de los años del oro, la población se había multiplicado once veces. No menos de trescientos mil portugueses emigraron a Brasil durante el siglo XVIII, «un contingente mayor de población... que el que España aportó a todas sus colonias de América». Eduardo Galeano 31 Se estima en unos diez millones el total de negros esclavos introducidos desde África, a partir de la conquista de Brasil y hasta la abolición de la esclavitud: si bien no se dispone de cifras exactas para el siglo XVIII, debe tenerse en cuenta que el ciclo del oro absorbió mano de obra esclava en proporciones enormes. Salvador de Bahía fue la capital brasileña del próspero ciclo del azúcar en el nordeste, pero la «edad de oro» de Minas Gerais trasladó al sur el eje económico y político del país y convirtió a Río de Janeiro, puerto de la región, en la nueva capital de Brasil a partir de 1763. En el centro dinámico de la flamante economía minera, brotaron las ciudades, campamentos nacidos del boom bruscamente acrecidos en el vértigo de la riqueza fácil, «santuarios para criminales, vagabundos y malhechores» —según las corteses palabras de una autoridad colonial de la época. La Villa Rica de Ouro Preto había conquistado categoría de ciudad en 1711; nacida de la avalancha de los mineros, era la quintaesencia de la civilización del oro. Simao Ferreira Machado la describía, veintitrés años después, y decía que el poder de los comerciantes de Ouro Preto excedía incomparablemente al de los más florecientes mercaderes de Lisboa: «Hacia acá, como hacia un puerto, se dirigen y son recogidas en la casa real de la moneda las grandiosas sumas de oro de todas las minas. Aquí viven los hombres mejor educados, tanto los laicos como los eclesiásticos. Este es el asiento de toda la nobleza y la fuerza de los militares. Esta es, en virtud de su posición natural, la cabeza de América íntegra; y por el poder de sus riquezas, es la perla preciosa del Brasil». Con frecuencia llegaban a Lisboa quejas y protestas por la vida pecaminosa en Ouro Preto, Sabará, San Pablo d'El Rey, Riberao do Carmo y todo el turbulento distrito minero. Las fortunas se hacían y se deshacían en un abrir y cerrar de ojos. El padre Antonil denunciaba que sobraban mineros dispuestos a pagar una fortuna por un negro que tocara bien la trompeta y el doble por una prostituta mulata, « para entregarse con ella a continuos y escandalosos pecados », pero los hombres de sotana no se portaban mejor: de la correspondencia oficial de la época pueden extraerse numerosos testimonios contra los «clérigos maus» que infestaban la región. Se los acusaba de hacer uso de su inmunidad para sacar oro de contrabando dentro de las pequeñas efigies de los santos de madera. En 1705, se afirmaba que no había en Minas Gerais ni un solo cura dispuesto a interesarse en la fe cristiana del pueblo, y seis años después la Corona llegó a prohibir el establecimiento de cualquier orden religiosa en el distrito minero. Proliferaban, de todos modos, las hermosas iglesias construidas y decoradas en el original estilo barroco característico de la región. Minas Gerais atraía a los mejores artesanos de la época. Exteriormente, los templos aparecían sobrios, despojados; pero el interior, símbolo del alma divina, resplandecía en el oro puro de los altares, los retablos, los pilares y los paneles en bajorrelieve; no se estimaban los metales preciosos, para que las iglesias pudieran alcanzar «también las riquezas del Cielo», como aconsejaba el fraile Miguel de san Francisco en 1710. Los servicios religiosos tenían altísimos precios, pero todo era fantásticamente caro en las minas. Como había ocurrido en Potosí, Ouro Preto se lanzaba al derroche de su riqueza súbita. Las procesiones y los espectáculos daban lugar a la exhibición de vestidos y adornos de lujo fulgurantes. En 1733 una festividad religiosa duró más de una semana. No solo se hacían procesiones a pie, a caballo y en triunfales carros de nácar, seda y oro, con trajes de fantasía y alegorías, sino también torneos ecuestres, corridas de toros y danzas en las calles al son de flautas, gaitas y guitarras. Los mineros despreciaban el cultivo de la tierra y la región padeció epidemias de hambre en plena prosperidad, hacia 1700 y 1713: los millonarios tuvieron que comer gatos, perros, ratas, hormigas, gavilanes. Los esclavos agotaban sus fuerzas y sus días en los lavaderos de oro. «Allí trabajan — escribía Luis Gomes Ferreira-, allí comen, y a menudo allí tienen que dormir; y como cuando descansan o comen, sus poros se cierran y se congelan de tal forma que se hacen vulnerables a muchas peligrosas enfermedades, como las hay muy severas pleuresías, apoplejías, parálisis, neumonías y muchas otras». La enfermedad era una bendición del cielo que aproximaba la muerte. Los capitanes do mato de Minas Gerais cobraban recompensas en oro a cambio de las cabezas cortadas de los esclavos que se fugaban. Los esclavos se llamaban «piezas de indias» cuando eran medidos, pesados y embarcados en Luanda; los que sobrevivían a la travesía del océano se convertían ya en Brasil, en «las manos y los pies» del amo blanco. Las venas abiertas de América Latina 32 Angola exportaba esclavos bantúes y colmillos de elefante a cambio de ropa, bebidas y armas de fuego; pero los mineros de Ouro Preto preferían a los negros que venían de la pequeña playa de Whydad, en la costa de Guinea, porque eran más vigorosos, duraban un poco más y tenían poderes mágicos para descubrir el oro. Cada minero necesitaba, además, por lo menos una amante negra de Whydad para que la suerte lo acompañara en las exploraciones”. La explosión del oro no solo incrementó la importación de esclavos, sino que además absorbió buena parte de la mano de obra negra ocupada en las plantaciones de azúcar y tabaco de otras regiones de Brasil, que quedaron sin brazos. Un decreto real de 1711 prohibió la venta de los esclavos ocupados en tareas agrícolas con destino al servicio en las minas, con la excepción de los que mostraran «perversidad de carácter». Resultaba insaciable el hambre de esclavos de Ouro Preto. Los negros morían rápidamente, solo en casos excepcionales llegaban a soportar siete años continuos de trabajo. Eso sí: antes de que cruzaran el Atlántico, los portugueses los bautizaban a todos. Y en Brasil tenían la obligación de asistir a misa, aunque les estaba prohibido entrar en la capilla mayor o sentarse en los bancos. A mediados del siglo XVIII ya muchos de los mineros se habían trasladado a la Serra do Frio en busca de diamantes. Las piedras cristales que los cazadores de oro habían arrojado a un costado mientras exploraban los lechos de los ríos habían resultado ser diamantes. Minas Gerais ofrecía oro y diamantes en matrimonio, en proporciones parejas. El floreciente campamento de Tijuco se convirtió en el centro del distrito diamantino, y en él, al igual que en Ouro Preto, los ricos vestían a la última moda europea y se traían desde el otro lado del mar las ropas, las armas y los muebles más lujosos: horas del delirio y el derroche. Una esclava mulata, Francisca da Silva, conquistó su libertad al convertirse en la amante del millonario Joao Fernández de Oliveira, virtual soberano de Tijuco, y ella, que era fea y ya tenía dos hijos, se convirtió en la Xica que manda. Como nunca había visto el mar y quería tenerlo cerca, su caballero le construyó un gran lago artificial en el que puso un barco con tripulación y todo. Sobre las faldas de la sierra de san Francisco levantó para ella un castillo, con un jardín de plantas exóticas y cascadas artificiales; en su honor daba opíparos banquetes regados por los mejores vinos, bailes nocturnos de nunca acabar y funciones de teatro y conciertos. Todavía en 1818, Tijuco festejó a lo grande el casamiento del príncipe de la corte portuguesa. Diez años antes, John Mawe, un inglés que visitó Ouro Preto, se asombró de su pobreza; encontró casas vacías y sin valor, con letreros que las ponían infructuosamente en venta, y comió comida inmunda y escasa. Tiempo atrás había estallado la rebelión que coincidió con la crisis en la comarca del oro. José Joaquim da Silva Xavier, «Tiradentes», había sido ahorcado y despedazado, y otros luchadores por la independencia habían partido desde Ouro Preto hacia la cárcel o el exilio. Contribución del oro de Brasil al progreso de Inglaterra El oro había empezado a fluir en el preciso momento en que Portugal firmaba el tratado de Methuen, en 1703, con Inglaterra. Esta fue la coronación de una larga serie de privilegios conseguidos por los comerciantes británicos en Portugal. A cambio de algunas ventajas para sus vinos en el mercado inglés, Portugal abría su propio mercado, y el de las colonias, a las manufacturas británicas. Dado el desnivel de desarrollo industrial ya por entonces existente, la medida implicaba una condenación a la ruina para las manufacturas locales. No era con vino como se pagarían los tejidos ingleses, sino con oro, con el oro de Brasil, y por el camino quedarían paralíticos los telares de Portugal. Portugal no se limitó a matar en el huevo a su propia industria, sino que, de paso, aniquiló también los gérmenes de cualquier tipo de desarrollo manufacturero en el Brasil. El reino prohibió el funcionamiento de refinerías de azúcar en 1715, en 1729, declaró crimen la apertura de nuevas vías de comunicación en la región minera; en 1785, ordenó incendiar los telares y las hilanderías brasileñas. 7 C.R. Boxer, op. Cit. En Cuba se atribuía propiedades medicinales a las esclavas. Según el testimonio de Esteban Montejo, “había un tipo de enfermedad que recogían los blancos. Era una enfermedad en las venas y en las partes masculinas. Se quitaba con las negras. El que la cogía se acostaba con una negra y se le pasaba. Así se curaban en seguida”. Miguel Barnet, Biografía de un cimarrón, Buenos Aires, 1968. Eduardo Galeano 35 EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS Las plantaciones, los latifundios y el destino La búsqueda del oro y de la plata fue, sin duda, el motor central de la conquista. Pero en su segundo viaje, Cristóbal Colón trajo las primeras raíces de caña de azúcar, desde las islas Canarias, y las plantó en las tierras que hoy ocupa la República Dominicana. Una vez sembradas, dieron rápidos retoños, para gran regocijo del almirante. El azúcar, que se cultivaba en pequeña escala en Sicilia y en las islas Madeira y Cabo verde y se compraba, a precios altos, en Oriente, era un artículo tan codiciado por los europeos que hasta en los ajuares de las reinas llegó a figurar como parte de la dote. Se vendía en las farmacias, se lo pesaba por gramos. Durante poco menos de tres siglos a partir del descubrimiento de América, no hubo, para el comercio de Europa, producto agrícola más importante que el azúcar cultivado en estas tierras. Se alzaron los cañaverales en el litoral húmedo y caliente del nordeste de Brasil y, posteriormente, también las islas del caribe —Barbados, Jamaica, Haití y la Dominicana, Guadalupe, Cuba, Puerto Rico- y Veracruz y la costa peruana resultaron sucesivos escenarios propicios para la explotación, en gran escala, del «oro blanco». Inmensas legiones de esclavos vinieron a África para proporcionar, al rey azúcar, la fuerza del trabajo numerosa y gratuita que exigía: combustible humano para quemar. Las tierras fueron devastadas por esta planta egoísta que invadió el Nuevo Mundo arrasando los bosques, malgastando la fertilidad natural y extinguiendo el humus acumulado por los suelos. El largo ciclo del azúcar dio origen, en América Latina, a prosperidades tan mortales como las que engendraron, en Potosí, Ouro Preto, Zacatecas y Guanajuato, los furores de la plata y el oro; al mismo tiempo, impulsó con fuerza decisiva, directa e indirectamente, el desarrollo industrial de Holanda, Francia, Inglaterra y Estados Unidos. La plantación, nacida de la demanda de azúcar en ultramar, era una empresa movida por el afán de ganancia de su propietario y puesta al servicio del mercado que Europa iba articulando internacionalmente. Por su estructura interna, sin embargo, tomando en cuenta que se bastaba a sí misma en buena medida, resultaban feudales algunos de sus rasgos predominantes. Utilizaba, por otra parte, mano de obra esclava. Tres edades históricas distintas —mercantilismo, feudalismo, esclavitud- se combinaban así en una sola unidad económica y social, pero era el mercado internacional quien estaba en el centro de la constelación del poder que el sistema de plantaciones integró desde temprano. De la plantación colonial, subordinada a las necesidades extranjeras y financiada, en muchos casos, desde el extranjero, proviene en línea recta el latifundio de nuestros días. Este es uno de los cuellos de botella que estrangulan el desarrollo económico de América Latina y uno de los factores primordiales de la marginación y la pobreza de las masas latinoamericanas. El latifundio actual, mecanizado en medida suficiente para multiplicar los excedentes de mano de obra, dispone de abundantes reservas de brazos baratos. Ya no depende la importación de esclavos africanos ni de la «encomienda» indígena. Al latifundio le basta con el pago de jornales irrisorios, la retribución de servicios en especies o el trabajo gratuito a cambio del usufructo de un pedacito de tierra; se nutre de la proliferación de los minifundios, resultado de su propia expansión, y de la continua migración interna de legiones de trabajadores que se desplazan, empujados por el hambre, al ritmo de las zafras sucesivas. La estructura combinada de la plantación funcionaba, y así funciona también el latifundio, como un colador armado para la evasión de las riquezas naturales. Al integrarse al mercado mundial, cada área conoció un ciclo dinámico; luego, por la competencia de otros productos sustitutivos, por el agotamiento de la tierra o por la aparición de otras zonas con mejores condiciones, sobrevino la decadencia. La cultura de la pobreza, la economía de subsistencia y el letargo son los precios que cobra, con el transcurso de los años, el impulso productivo original. El nordeste era la zona más rica de Brasil y hoy es la más pobre; en Barbados y Haití habitan hormigueros humanos condenados a la miseria; el azúcar se convirtió en la llave maestra del dominio de Cuba por los Estados Unidos, al precio del monocultivo y del empobrecimiento implacable del suelo. No solo el azúcar. Las venas abiertas de América Latina Esta es también la historia del cacao, que alumbró la fortuna de la oligarquía de Caracas; del algodón de Maranhao, de súbito esplendor y súbita caída; de las plantaciones de caucho en el Amazonas, convertidas en cementerios para los obreros nordestinos reclutados a cambio de moneditas; de los arrasados bosques de quebracho del norte argentino y del Paraguay; de las fincas de henequén, en Yucatán, donde los indios yanquis fueron enviados al exterminio. Es también la historia del café, que avanza abandonando desiertos a sus espaldas, y de las plantaciones de frutas en Brasil, en Colombia, en Ecuador y en los desdichados países centroamericanos. Con mejor o peor suerte, cada producto se ha ido convirtiendo en un destino, muchas veces fugaz, para los países, las regiones y los hombres. El mismo itinerario han seguido, por cierto, las zonas productoras de riquezas minerales. Cuanto más codiciado por el mercado mundial, mayor es la desgracia que un producto trae consigo al pueblo latinoamericano que, con su sacrificio, lo crea. La zona menos castigada por esta ley de acero, el río de la Plata, que arrojaba cueros y luego carne y lana a las corrientes del mercado internacional, no ha podido, sin embargo, escapar de la jaula del subdesarrollo. El asesinato de la tierra de Brasil Las colonias españolas proporcionaban, en primer lugar, metales. Muy temprano se habían descubierto, en ellas, los tesoros y las vetas. El azúcar, relegada a un segundo plano, se cultivó en Santo Domingo, luego en Veracruz, más tarde en la costa peruana y en Cuba. En cambio, hasta mediados del siglo XVIII, Brasil fue el mayor productor mundial de azúcar. Simultáneamente, la colonia portuguesa de América era el principal mercado de esclavos; la mano de obra indígena, muy escasa, se extinguía rápidamente en los trabajos forzados, y el azúcar exigía grandes contingentes de mano de obra para limpiar y preparar los terrenos, plantar, cosechar y transportar la caña y, por fin, molerla y purgarla. La sociedad colonial brasileña, subproducto del azúcar, floreció en Bahía y Pernambuco, hasta que el descubrimiento del oro trasladó su núcleo central a Minas Gerais. Las tierras fueron cedidas por la corona portuguesa, en usufructo, a los primeros grandes terratenientes de Brasil. La hazaña de la conquista habría de correr pareja con la organización de la producción. Solamente «doce capitanes» recibieron, por carta de donación, todo el inmenso territorio colonial inexplorado, para explotarlo al servicio del monarca. Sin embargo, fueron capitales holandeses los que financiaron, en mayor medida, el negocio, que resultó, en resumidas cuentas, más flamenco que portugués. Las empresas holandesas no solo participaron en la instalación de los ingenios y en la importación de los esclavos; además, recogían el azúcar en bruto en Lisboa, lo refinaban obteniendo utilidades que llegaban a la tercera parte del valor del producto, y lo vendían en Europa. En 1630 la Dutch West India Company invadió y conquistó la costa nordeste de Brasil, para asumir directamente el control del producto. Era preciso multiplicar las fuentes del azúcar, para multiplicar las ganancias, y la empresa ofreció a los ingleses de la isla de Barbados todas las facilidades para iniciar el cultivo en gran escala en las Antillas. Trajo a Brasil colonos del caribe, para que allí, en sus flamantes dominios, adquirieran los necesarios conocimientos técnicos y la capacidad de organización. Cuando los holandeses fueron por fin expulsados del nordeste brasileño, en 1654, ya habían echado las bases para que Barbados se lanzara a una competencia furiosa y ruinosa. Habían llevado negros y raíces de caña, habían levantado ingenios y les habían proporcionado todos los implementos. Las exportaciones brasileñas cayeron bruscamente a la mitad, y a la mitad bajaron los precios del azúcar a fines del siglo XVII. Mientras tanto, en un par de décadas, se multiplicó por diez la población negra de Barbados. Las Antillas estaban más cerca del mercado europeo, Barbados proporcionaba tierras todavía invictas y producía con mejor nivel técnico. Las tierras brasileñas se habían cansado. La formidable magnitud de las rebeliones de los esclavos en Brasil y la aparición del oro en el sur, que arrebataba mano de obra a las plantaciones, precipitaron también la crisis del nordeste azucarero. Fue una crisis definitiva. Se prolongó, arrastrándose penosamente de siglo en siglo, hasta nuestros días. Eduardo Galeano 37 El azúcar había arrasado el nordeste. La franja húmeda del litoral, bien regada por las lluvias, tenía un suelo de gran fertilidad, muy rico en humus y sales minerales, cubiertos por los bosques desde Bahía hasta Ceará. Esta región de bosques tropicales se convirtió, como dice Josué de Castro, en una región de sabanas. Naturalmente nacida para producir alimentos, pasó a ser una región de hambre. Donde todo brotaba con vigor exuberante, el latifundio azucarero, destructivo y avasallador, dejó rocas estériles, suelos lavados, tierras erosionadas. Se habían hecho, al principio, plantaciones de naranjos y mangos, que «fueron abandonadas a su suerte y se redujeron a pequeñas huertas que rodeaban la casa del dueño del ingenio, exclusivamente reservadas a la familia del plantador blanco». Los incendios que abrían tierras a los cañaverales devastaron la floresta y con ella la fauna; desaparecieron los ciervos, los jabalíes, los tapires, los conejos, las pacas y los tatúes. La alfombra vegetal, la flora y la fauna fueron sacrificadas, en los altares del monocultivo, a la caña de azúcar. La producción extensiva agotó rápidamente los suelos. A fines del siglo XVI, había en Brasil no menos de 120 ingenios, que sumaban un capital cercano a los dos millones de libras, pero sus dueños, que poseían las mejores tierras, no cultivaban alimentos. Los importaban, como importaban una vasta gama de artículos de lujo que llegaban, desde ultramar, junto con los esclavos y las bolsas de sal. La abundancia y la prosperidad eran, como de costumbre, simétricas a la miseria de la mayoría de la población, que vivía en estado crónico de subnutrición. La ganadería fue relegada a los desiertos del interior, lejos de la franja húmeda de la costa: el sertao que, con un par de reses por kilómetro cuadrado, proporcionaba (y aún proporciona) la carne dura y sin sabor, siempre escasa. De aquellos tiempos coloniales nace la costumbre, todavía vigente, de comer tierra. La falta de hierro provoca anemia; el instinto empuja a los niños nordestinos a compensar con tierra las sales minerales que no encuentran en su comida habitual, que se reduce a la harina de mandioca, los frijoles y, con suerte, el tasajo. Antiguamente, se castigaba este «vicio africano» de los niños poniéndoles bozales o colgándolos dentro de las cestas de mimbre a la larga distancia del suelo”. El nordeste de Brasil es, en la actualidad, la región más subdesarrollada del hemisferio occidental'”. Gigantesco campo de concentración para treinta millones de personas, padece hoy la herencia del monocultivo del azúcar. De sus tierras brotó el negocio más lucrativo de la economía agrícola colonial en América Latina. En la actualidad, menos de la quinta parte de la zona húmeda de Pernambuco está dedicada al cultivo de la caña de azúcar, y el resto no se usa para nada: los dueños de los grandes ingenios centrales, que son los mayores plantadores de caña, se dan este lujo del desperdicio, manteniendo improductivos sus vastos latifundios. No es en las zonas áridas y semiáridas del interior nordestino donde la gente come peor, como equivocadamente se cree. El sertao, desierto de piedra y arbustos ralos, vegetación escasa, padece hambre periódicas: el sol rajante de la sequía se abate sobre la tierra y la reduce a un paisaje lunar; obliga a los hombres al éxodo y siembra de cruces los bordes de los caminos. Pero es en el litoral húmedo donde se padece hambre endémica. Allí donde más opulenta es la opulencia, más miserable resulta, tierra de contradicciones, la miseria: la región elegida por la naturaleza para producir todos los alimentos, los niega todos: la franja costera todavía conocida, ironía del vocabulario, como zona de mata, «zona del bosque», en homenaje al pasado remoto y a los míseros vestigios de la forestación sobreviviente a los siglos del azúcar. El latifundio azucarero, estructura del desperdicio, continúa obligando a traer alimentos desde otras zonas, sobre todo de la región centro-sur del país, a precios crecientes. El costo de la vida en Recife es el más alto de Brasil, por encima del índice de Río de Janeiro. Los frijoles cuestan más caros en el nordeste que en Ipanema, la lujosa playa de la bahía carioca. Medio kilo de harina de mandioca equivale al salario diario de un trabajador adulto en una plantación de azúcar, por su jomada de sol a sol: si el obrero protesta, el capataz manda a buscar al carpintero para que le vaya tomando las medidas del cuerpo. ? Un viajero inglés, Henry Koster, atribuía la costumbre de comer tierra al contacto de los niños blancos con los negritos, “que contagian este vicio africano”. * El nordeste padece, por varias vías, una suerte de colonialismo interno en beneficio del sur industrializado. Dentro del nordeste, a la vez, la región del sertao está subordinada a la zona azucarera a la cual abastece, y los latifundios azucareros dependen de las plantas industrializadoras del producto. La vieja institución del señor de engenho está en crisis: los molinos centrales han devorado a las plantaciones. Las venas abiertas de América Latina Los obreros del astillero y la fundición y los innumerables pequeños artesanos, cuyo aporte hubiera resultado fundamental para el desarrollo de las industrias, se marchaban a los ingenios; los pequeños campesinos que cultivaban tabaco en las vegas o frutas en las huertas, víctimas del bestial arrasamiento de las tierras por los cañaverales, se incorporaban también a la producción de azúcar. La plantación extensiva iba reduciendo la fertilidad de los suelos; se multiplicaban en los campos cubanos las torres de los ingenios y cada ingenio requería cada vez más tierras. El fuego devoraba las vegas tabacales y los bosques y arrasaba las pasturas. En 1792, el tasajo, que pocos años antes era un artículo cubano de exportación, llegaba ya en grandes cantidades del extranjero, y Cuba continuaría importándolo en lo sucesivo!”. Languidecían el astillero y la fundición, caía verticalmente la producción de tabaco; la jornada de trabajo de los esclavos del azúcar se extendía a veinte horas. Sobre las tierras humeantes se consolidaba el poder de la «sacarocracia». A fines del siglo XVIII, euforia de la cotización internacional por las nubes, la especulación volaba: los precios de la tierra se multiplicaban por veinte Gúines; en La Habana el interés real del dinero era ocho veces más alto que el legal; en toda Cuba la tarifa de los bautismos, los entierros y las misas subía en proporción a la desatada carestía de los negros y los bueyes. Los cronistas de otros tiempos decían que podía recorrerse Cuba, a todo lo largo, a la sombra de las palmas gigantescas y los bosques frondosos, en los que abundaban la caoba y el cedro, el ébano y los dagames. Se puede todavía admirar las maderas preciosas de Cuba en las mesas y en las ventanas de El Escorial o en las puertas del palacio real Madrid, pero la invasión cañera hizo arder, en Cuba, con varios fuegos sucesivos, los mejores bosques vírgenes de cuantos antes cubrían su suelo. En los mismos años en que arrasaba su propia floresta, Cuba se convertía en la principal compradora de madera de los Estados Unidos. El cultivo extensivo de la caña, cultivo de rapiña, no solo implicó la muerte del bosque sino también, a largo plazo, «la muerte de la fabulosa fertilidad de la isla*?». Los bosques eran entregados a las llamas y la erosión no demoraba en morder los suelos indefensos; miles de arroyos se secaron. Actualmente, el rendimiento por hectáreas de las plantaciones azucareras de Cuba es inferior en más de tres veces al de Perú, y cuatro veces y media menor que el de Hawai. El riesgo y la fertilización de la tierra constituyen tareas prioritarias para la revolución cubana. Se están multiplicando las presas hidráulicas, grandes y pequeñas, mientras se canalizan los campos y se diseminan, sobre las castigadas tierras, los abonos. La «sacarocracia» alumbró su engañosa fortuna al tiempo que sellaba la dependencia de Cuba, una factoría distinguida cuya economía quedó enferma de diabetes. Entre quienes devastaron las tierras más fértiles por medios brutales había personajes de refinada cultura europea, que sabían reconocer un Brueghel auténtico y podían comprarlo; de sus frecuentes viajes a París traían vasijas etruscas y ánforas griegas, gobelinos franceses y biombos Ming, paisajes y retratos de los más cotizados artistas británicos. Me sorprendió descubrir, en la cocina de una mansión de La Habana, una gigantesca caja fuerte, con combinación secreta, que una condesa usaba para guardar la vajilla. Hasta 1959 no se construían fábricas, sino castillos de azúcar: el azúcar ponía y sacaba dictadores, proporcionaba o negaba trabajo a los obreros, decidía el ritmo de las danzas de los millones y las crisis terribles. La ciudad de Trinidad es, hoy, un cadáver resplandeciente. A mediados del siglo XIX, había en Trinidad más de cuarenta ingenios, que producían 700 mil arrobas de azúcar. Los campesinos pobres que cultivaban tabaco habían sido desplazados por la violencia, y la zona, que había sido también ganadera, y que antes exportan carne, comía carne traída de fuera. * Ya habían irrumpido los saladeros en el río de la Plata. Argentina y Uruguay, que por entonces no existían por separado ni se llamaban así, habían adaptado sus economías a la exportación en gran escala de came seca y salada, cueros, grasas y sebos. Brasil y Cuba, los dos grandes centros esclavistas del siglo XIX, fueron excelentes mercados para el tasajo, un alimento muy barato, de fácil transporte y no menos fácil almacenamiento, que no se descomponía al calor del trópico. Los cubanos llaman todavía “Montevideo” al tasajo, pero Uruguay dejó de venderlo en 1965, sumándose así al bloqueo dispuesto por la OEA contra Cuba. Des esta manera Uruguay perdió, estúpidamente, el último mercado que le restaba para este producto. Había sido Cuba, a fines del siglo XVIII, el primer mercado que se abrió ala came uruguaya, embarcada en delgadas lonjas secas. José Pedro Brrán y Benjamín Nahum, Historia rural del Uruguay moderno (1851 — 1885), Montevideo, 1967. Y Manuel Moreno Fraginals, op. cit. Hasta hace poco tiempo, navegaban por el río Sagua los palanqueros. “Llevan una larga vara con una punta de hierro. Con ella van hiriendo el lecho del río hasta que clavan un madero ... Así, día a día, extraen del fondo del río los restos de árboles que el azúcar talara. Viven de los cadáveres del bosque. Eduardo Galeano 41 Brotaron palacios coloniales, con sus portales de sombra cómplice, sus aposentos de altos techos, arañas con lluvia de cristales, alfombras persas, un silencio de terciopelo y en el aire las ondas del minué, los espejos en los salones para devolver la imagen de los caballeros de peluquín y zapatos con hebilla. Ahí está, ahora, el testimonio de los grandes esqueletos de mármol o piedra, la soberbia de los campanarios mudos, las calesas invadidas por el pasto. A Trinidad le dicen ahora «la ciudad de los tuvo», porque sus sobrevivientes blancos siempre hablan de algún antepasado que tuvo el poder y la gloria. Pero vino la crisis de 1857, cayeron los precios del azúcar y la ciudad cayó con ellos, para no levantarse nunca más**. Un siglo después, cuando los guerrilleros de la Sierra Maestra conquistaron el poder, Cuba seguía con su destino atado a la cotización del azúcar. «El pueblo que confía su subsistencia a un solo producto, se suicida», había profetizado el héroe nacional, José Martí. En 1920, con el azúcar a 22 centavos la libra, Cuba batió el récord mundial de exportaciones por habitante, superando incluso a Inglaterra, y tuvo el mayor ingreso per capita de América Latina. Pero ese mismo año, en diciembre, el precio del azúcar cayó a cuatro centavos, y en 1921 se desató el huracán de la crisis: quebraron numerosas centrales azucareras, que fueron adquiridas por intereses norteamericanos, y todos los bancos cubanos o españoles, incluyendo el propio Banco Nacional. Solo sobrevivieron las sucursales de los bancos de Estados Unidos. Una economía tan dependiente y vulnerable como la de Cuba no podía escapar, posteriormente, al impacto feroz de la crisis de 1929 en Estados Unidos: el precio del azúcar llegó a bajar a mucho menos de un centavo en 1932, y en tres años las exportaciones se redujeron, en valor, a la cuarta parte. El índice de desempleo de Cuba en esos tiempos «difícilmente habrá sido igualado en ningún otro país». El desastre de 1921 había sido provocado por la caída del precio del azúcar en el mercado de los Estados Unidos, y de los Estados Unidos no demoró en llegar un crédito de cincuenta millones de dólares: en ancas del crédito, llegó también el general Crowder; so pretexto de controlar la utilización de los fondos, Crowder gobernaría, de hecho, el país. Gracias a sus buenos oficios la dictadura de Machado llega al poder en 1924, pero la gran depresión de los años treinta se lleva por delante, paralizada Cuba por la huelga general, a este régimen de sangre y fuego. Lo que ocurría con los precios, se repetía con el volumen de las exportaciones. Desde 1948, Cuba recuperó su cuota para cubrir la tercera parte del mercado norteamericano de azúcar, a precios inferiores a los que recogían los productores de Estados Unidos, pero más altos y más estables que los del mercado internacional. Ya con anterioridad los Estados Unidos habían desgravado las importaciones de azúcar cubana a cambio de privilegios similares concedidos al ingreso de los artículos norteamericanos en Cuba. Todos estos favores consolidaron la dependencia. «El pueblo que compra manda, el pueblo que vende sirve; hay que equilibrar el comercio para asegurar la libertad; el pueblo que quiere morir vende a un solo pueblo, y el que quiere salvarse vende a más de uno», había dicho Martí y repitió el Che Guevara en la conferencia de la OEA, en Punta del este, en 1961. La producción era arbitrariamente limitada por las necesidades de Washington. El nivel de 1925, unos cinco millones de toneladas, continuaba siendo el promedio de los años cincuenta: el dictador Fulgencio Batista asaltó el poder, en 1952, en ancas de la mayor zafra hasta entonces conocida, más de siete millones, con la misión de apretar las clavijas, y al año siguiente la producción, obediente a la demanda del norte, cayó a cuatro'”. La revolución ante la estructura de la impotencia La proximidad geográfica y la aparición del azúcar de remolacha, surgida durante las guerras napoleónicas, en los campos de Francia y Alemania, convirtieron a los Estados Unidos en el cliente principal del azúcar de la Antillas. * Moreno Fraginals ha observado, agudamente, que los nombres de los ingenios nacidos en el siglo XIX reflejaban las alzas y las bajas de la curva azucarera: Esperanza, Nueva Esperanza, Atrevido, Casualidad, Aspirante, Conquista, Confianza, El Buen Suceso, Apuros, Angustia, Desengaño. Había cuatro ingenios llamados, premonitoriamente, Desengaño. El director del programa de azúcar en el Ministerio de Agricultura de los Estados Unidos declaró tiempo después de la Revolución: "Desde que Cuba ha dejado la escena, nosotros no contamos con la protección de este país, el más grande exportador mundial, ya que disponía siempre de reservas para atender, cuando era preciso, a nuestro mercado”. Enrique Ruiz García, América Latina: anatomía de una revolución, Madrid, 1966. Las venas abiertas de América Latina 42 Ya en 1850 los Estados Unidos dominaban la tercera parte del comercio de Cuba, le vendían y le compraban más que a España, aunque la isla era una colonia española, y la bandera de las barras y las estrellas flameaba en los mástiles de más de la mitad de los buques que llegaban allí. Un viajero español encontró hacia 1859, campo adentro, en remotos pueblitos de Cuba, máquinas de coser fabricadas en Estados Unidos. Las principales calles de La Habana fueron empedradas con bloques de granito de Boston. Cuando despuntaba el siglo XX se leía en el Lousina Planter: «Poco a poco, va pasando toda la isla de Cuba a manos de ciudadanos norteamericanos, lo cual es el medio más sencillo y seguro de conseguir la anexión a los Estados Unidos». En el Senado norteamericano se hablaba ya de nueva estrella en la bandera; derrotada España, el general Leonard Wood gobernaba la isla. Al mismo tiempo pasaban a manos norteamericanas las Filipinas y Puerto Rico'?. «Nos han sido otorgados por guerras —decía el presidente McKinley incluyendo a Cuba-, y con la ayuda de Dios y en nombre del progreso de la humanidad y de la civilización, es nuestro deber responder a esta gran confianza». En 1902, Tomás Estrada Palma tuvo que renunciar a la ciudadanía norteamericana que había adoptado en el exilio: las tropas norteamericanas de ocupación lo convirtieron en el primer presidente de Cuba. En 1960, el ex embajador norteamericano en Cuba, Earl Smith, declaró ante una subcomisión del Senado: «Hasta el arribo de Castro al poder, los Estados Unidos tenían tenían en Cuba una influencia de tal manera irresistible que el embajador norteamericano era el segundo personaje del país, a veces aún más importante que el presidente cubano». Cuando cayó Batista, Cuba vendía casi todo su azúcar en Estados Unidos. Cinco años antes, un joven abogado revolucionario había profetizado certeramente, ante quienes lo juzgaban por el asalto al cuartel Moncada, que la historia lo absolvería: había dicho en su vibrante alegato: «Cuba sigue siendo una factoría productora de materia prima. Se exporta azúcar para importar caramelo... ». Cuba compraba en Estados Unidos no solo los automóviles y las máquinas, los productos químicos, el papel y la ropa, sino también arroz y frijoles, ajos y cebollas, grasas, carne y algodón. Venían helados de Miami, panes de Atlanta y hasta cenas de lujo desde París. El país del azúcar importaba cerca de la mitad de las frutas y las verduras que consumía, aunque solo la tercera parte de su población activa tenía trabajo permanente y la mitad de las tierras de los centrales azucareros eran extensiones baldías donde empresas no producían nada. Trece ingenios norteamericanos disponían de más de 47 por ciento del área azucarera total y ganaban alrededor de 180 millones de dólares por cada zafra. La riqueza del subsuelo —níquel, hierro, cobre, manganeso, cromo, tungsteno- formaba parte de las reservas estratégicas de los Estados Unidos, cuyas empresas apenas explotaban los minerales de acuerdo con las variables urgencia del ejército y la industria del norte. Había en Cuba, 1958, más prostitutas registradas que obreros mineros. Un millón y medio de cubanos sufría el desempleo total o parcial, según las investigaciones de Seuret y Pino que cita Núñez Jiménez. La economía del país se movía al ritmo de las zafras. El poder de compra de las exportaciones cubanas entre 1952 y 1956 no superaba el nivel de treinta años atrás, aunque las necesidades de divisas eran mayores. 18 Puerto Rico, otra factoría azucarera, quedó prisionero. Desde el punto de vista norteamericano, los puertorriqueños no son suficientemente buenos para vivir en una patria propia, pero en cambio sí lo son para morir en el frente de Vietnam en nombre de una patria que no es suya. En un cálculo proporcional a la población, el “estado libre asociado” de Puerto Rico tiene más soldados peleando en el sudeste asiático que cualquier otro estado de los Estados Unidos. A los puertorriqueños que resisten el servicio militar en Vietnam se les envía por cinco años a las cárceles de Atlanta. Al servicio militar en filas norteamericanas se agrega otras humillaciones heredadas de la invasión de 1898 y benditas por ley (por ley del Congreso de los Estados Unidos). Puerto Rico cuenta con representantes simbólicos en el Congreso norteamericano, sin voto y prácticamente sin voz. A cambio de este derecho, un estatuto colonial: Puerto Rico tenía, hasta la ocupación norteamericana, una moneda propia y mantenían un próspero comercio con los principales mercados. Hoy la moneda es el dólar y los aranceles de sus aduanas se fijan en Washington, donde se decide todo lo que tiene que ver con el comercio exterior e interior de la isla. Lo mismo ocurre con las relaciones exteriores, el transporte, las comunicaciones, los salarios y las condiciones de trabajo. Es la Corte federal de los Estados Unidos la que juzga a los puertorriqueños; el ejército local integra el ejército del norte. La industria y el comercio están en manos de intereses norteamericanos privados. La desnacionalización quiso hacerse absoluta por la vía de la emigración: la miseria empujó a más de un millón de puertorriqueños a buscar mejor suerte en Nueva York, al precio de la fractura de su identidad nacional. Alí, forman un sunproletariado que se aglomera en los barrios más sórdidos. Eduardo Galeano 45 mediante becas, en las ciudades. La redención de los cañeros ha provocado, en consecuencia, precio inevitable, severos trastornos para la economía de la isla. En 1970 Cuba debió utilizar el triple de trabajadores para la zafra, en su mayoría voluntarios o soldados o trabajadores de otros sectores, con los que se perjudicaron las demás actividades del campo y de la ciudad: las cosechas de otros productos, el ritmo de trabajo de las fábricas. Y hay que tener en cuenta, en este sentido, que en una sociedad socialista, a diferencia de la sociedad capitalista, los trabajadores ya no actúan urgidos por el miedo a la desocupación ni por la codicia. Otros motores la solidaridad, la responsabilidad colectiva, la toma de conciencia de los deberes y los derechos que lanzan al hombre más allá del egoísmo- deben ponerse en funcionamiento. Y no se cambia la conciencia de un pueblo entero en un santiamén. Cuando la revolución conquistó el poder, según Fidel Castro, la mayoría de los cubanos no era ni siquiera antiimperialista. Los cubanos se fueron radicalizando junto con su revolución, a medida que se sucedían los desafíos y las respuestas, los golpes y los contragolpes entre La Habana y Washington, y a medida que se iban convirtiendo en hechos concretos las promesas de justicia social. Se construyeron ciento setenta hospitales nuevos y otros tantos policlínicos y se hizo gratuita la asistencia social. Se construyeron ciento setenta hospitales nuevos y otros tantos policlínicos y se hizo gratuita la asistencia médica; se multiplicó por tres la cantidad de estudiantes matriculados a todos los niveles y también la educación se hizo gratuita; las becas benefician hoy a más de trescientos mil niños y jóvenes y se han multiplicado los internados y los círculos infantiles. Gran parte de la población no paga alquiler y ya son gratuitos los servicios de agua, luz, teléfono, funerales y espectáculos deportivos. Los gastos en servicios sociales crecieron cinco veces en pocos años. Pero ahora que todos tienen educación y zapatos, las necesidades se van multiplicando geométricamente y la producción solo puede crecer aritméticamente. La presión del consumo, que es ahora consumo de todos y no de pocos, también obliga a Cuba al aumento rápido de las exportaciones, y el azúcar continúa siendo la mayor fuente de recursos. En verdad, la revolución está viviendo tiempos duros, difíciles, de transición y sacrificio. Los propios cubanos han terminado de confirmar que el socialismo se construye con los dientes apretados y que la revolución no es ningún paseo. Al fin y al cabo, el futuro no sería de esta tierra si viniera regalado. Hay escasez, es cierto, de diversos productos: en 1970 faltan frutas y heladeras, ropa; las colas, muy frecuentes, no solo resultan de la desorganización de la distribución. La causa esencial de la escasez es la nueva abundancia de consumidores: ahora el país pertenece a todos. Se trata, por lo tanto, de una escasez de signo inverso a la que padecen los demás países latinoamericanos. En el mismo sentido operan los gastos de defensa. Cuba está obligada a dormir con los ojos abiertos, y también eso resulta, en términos económicos, muy caro. Esta revolución acosada, que ha debido soportar invasiones y sabotajes sin tregua, no cae porque —extraña dictadura- la defiende su pueblo en armas. Los expropiadores expropiados no se resignan. En abril de 1961, la brigada que desembarcó en Playa Girón no estaba formada solamente por los viejos militares y policías de Batista, sino también por los dueños de más de 370 mil hectáreas de tierra, casi diez mil inmuebles, setenta fábricas, diez centrales azucareros, tres barcos, cinco minas y doce cabarets. El dictador de Guatemala, Miguel Idígoras, cedió campos de entrenamiento a los expedicionarios a cambio de las empresas que los norteamericanos le formularon, según él mismo confesó más tarde: dinero constante y sonante, que nunca le pagaron, y un aumento de la cuota gualtemalteca de azúcar en el mercado de los Estados Unidos. En 1965, otro país azucarero, la República Dominicana, sufrió la invasión de unos cuarenta mil marines dispuestos «a pertenecer indefinidamente en este país, en vista de la confusión reinante», según declaró su comandante, el general Bruce Palmer. La caída vertical de los precios del azúcar había sido uno de los factores que hicieron estallar la indignación popular; el pueblo se levantó contra la dictadura militar y las tropas norteamericanas no demoraron en restablecer el orden. Dejaron cuatro mil muertos en los combates que los patriotas libraron, cuerpo a cuerpo, entre el río Ozama y el Caribe, en un barrio acorralado de la ciudad de Santo Domingo". * Eliswrth Bunker, presidente de la National Sugar Refining Co., fue el enviado especial de lindón Jonson a la Dominicana después de la intervención militar. Los intereses de la national Sugar en este pequeño país fueron salvaguardados bajo la atenta mirada de Bunker: las tropas de ocupación se retiraron para dejar en el poder, al cabo de muy democráticas elecciones, a Joaquín Balaguer, que había sido el brazo derecho de Trujillo todo a lo largo de su feroz dictadura. La población de Santo Domingo había peleado en las calles y en las azoteas, con palos, machetes y fusiles, contra los Las venas abiertas de América Latina La Organización de Estados Americanos —que tiene la memoria del burro, porque no olvida nunca dónde come- bendijo la invasión y la estimuló con nuevas fuerzas. Había que matar el germen de otra Cuba. Gracias al sacri de los esclavos en el Caribe, nacieron la máquina de James Watt y los cañones de Washington El Che Guevara decía que el subdesarrollo es un enano de cabeza enorme y panza hinchada: sus piernas débiles y sus brazos cortos no armonizan con el resto del cuerpo. La Habana resplandecía, zumbaban los cadillacs por sus avenidas de lujo y en el cabaret más grande del mundo ondulaban, al ritmo de Lecuona, las vedettes más hermosas, mientras tanto, en el campo cubano, solo uno de Cada diez obreros agrícolas bebía leche, apenas un cuatro por ciento consumía came y, según el Consejo Nacional de Economía, las tres quintas partes de los trabajadores rurales ganaban salarios que eran tres o cuatro veces inferiores al costo de la vida. Pero el azúcar no solo produjo enanos. También produjo gigantes o, al menos, contribuyó intensamente al desarrollo de los gigantes. El azúcar del trópico latinoamericano aportó un gran impulso a la acumulación de capitales para el desarrollo industrial de Inglaterra, Francia, Holanda y, también, de los Estados Unidos, al mismo tiempo que mutiló la economía del nordeste de Brasil y de las islas del caribe y selló la ruina histórica de África. El comercio triangular entre Europa, Africa y América tuvo por viga maestra el tráfico de esclavos con destino a las plantaciones de azúcar. «La historia de un grano de azúcar es toda una lección de economía política, de política y también de moral». Decía Augusto Cochin. Las tribus de África occidental vivían planeando entre sí, para aumentar, con los prisioneros de guerra, sus reservas de esclavos. Pertenecían a los dominios coloniales de Portugal, pero los portugueses no tenían naves ni artículos industriales que ofrecer en la época del auge de la trata de negros, y se convirtieron en meros intermediarios entre los capitanes negreros de otras potencias y los reyezuelos africanos. Inglaterra fue, hasta que ya no le resultó conveniente, la gran campeona de la compra y venta de carne humana. Los holandeses tenían, sin embargo, más larga tradición en el negocio, porque Carlos V les había regalado el monopolio del transporte de negros a América tiempo antes de que Inglaterra obtuviera el derecho de introducir esclavos en las colonias ajenas. Y en cuanto a Francia, Luis XIV, el Rey Sol, compartía con el rey de España la mitad de las ganancias de la Compañía de Guinea, formada en 1701 para el tráfico de esclavos hacia América, y su ministro Colbert, artífice de la industrialización francesa, tenía motivos para afirmar que la trata de negros era «recomendable para el progreso de la marina mercante nacional». Adam Smith decía que el descubrimiento de América había «elevado el sistema mercantil a un grado de esplendor y gloria que de otro modo no hubiera alcanzado jamás». Según Sergio Bagú, el más formidable motor de acumulación de capital mercantil europeo fue la esclavitud americana; a su vez, ese capital resultó «la piedra fundamental sobre la cual se construyó el gigantesco capital industrial de los tiempos contemporáneos». La resurrección de la esclavitud grecorromana en el Nuevo Mundo tuvo propiedades milagrosas: multiplicó las naves, las fábricas, los ferrocarriles y los bancos de países que no estaban en el origen ni, con excepción de los Estados Unidos, tampoco en el destino de los esclavos que cruzaban el Atlántico. Entre los albores del siglo XVI y la agonía del siglo XIX, varios millones de africanos, no se sabe cuántos, atravesaron el océano; se sabe, sí, que fueron muchos más que los inmigrantes blancos, provenientes de Europa, aunque, claro está, muchos menos sobrevivieron. Del Potomac al río de la Plata, los esclavos edificaron la casa de sus amos, talaron los bosques, cortaron y molieron las cañas de azúcar, plantaron algodón, cultivaron cacao, cosecharon café y tabaco y rastrearon los cauces en busca de oro. ¿A cuántas Hiroshimas equivalieron sus exterminios sucesivos? Como decía un plantador inglés de Jamaica, «a los negros es más fácil comprarlos que criarlos». tanques, las bazukas y los helicópteros de las fuerzas extranjeras, reinvindicando el retomo al poder del presidente constitucional electo, Juan Bosch, que había sido derribado por un golpe militar. La historia, burlona, juega con las profecías. El día que Juan Bosch inauguró su breve presidencia, al cabo de treinta años de tiranía de Trujilo, Lindón Jonson, que era por entonces vicepresidente de los Estados Unidos, llevó a Santo Domingo el obsequio oficial de su gobierno: era una ambulancia. Eduardo Galeano 47 Caio Prado calcula que hasta principios del siglo XIX habían llegado a Brasil entre cinco y seis millones de africanos; para entonces, ya Cuba era un mercado de esclavos tan grande como lo había sido, antes, todo el hemisferio occidental. Allá por 1562, el capitán John Hawkins había arrancado trescientos negros de contrabando de la Guinea portuguesa. La reina Isabel se puso furiosa: «Esta aventura —sentenció- clama venganza del cielo». Pero Hawkins le contó que en el Caribe había obtenido, a cambio de los esclavos, un cargamento de azúcar y pieles, perlas y jengibre. La reina perdonó al pirata y se convirtió en su socia comercial. Un siglo después, el duque de York marcaba al hierro candente sus iniciales, DY, sobre la nalga izquierda o el pecho de los tres mil negros que anualmente conducía su empresa hacia las «islas del azúcar». La Real Compañía Africana, entre cuyos accionistas figuraba el rey Carlos Il, daba un trescientos por ciento de dividendos, pese a que, de los 70 mil esclavos que embarcó entre 1680 y 1688, solo 46 mil sobrevivieron a la travesía. Durante el viaje, numerosos africanos morían víctima de epidemias o desnutrición, o se suicidaban negándose a comer, ahorcándose con sus cadenas o arrojándose por la borda al océano erizado de aletas de tiburones. Lenta pero firmemente, Inglaterra iba quebrando la hegemonía holandesa en la trata de negros. La South Sea Company fue la principal usufructuaria del «derecho de asiento» concedido a los ingleses por España, y en ella estaban envueltos los más prominentes personajes de la política y las finanzas británicas; el negocio, brillante como ninguno, enloqueció a la bolsa de valores de Londres y desató una especulación de leyenda. El transporte de esclavos elevó a Bristol, sede de astilleros, al rango de segunda ciudad de Inglaterra, y convirtió a Liverpool en el mayor puerto del mundo. Partían los navíos con sus bodegas cargadas de armas, telas, ginebra, ron, chucherías y vidrios de colores, que serían el medio de pago para la mercadería humana de África, que a su vez pagaría el azúcar, el algodón, el café y el cacao de las plantaciones coloniales de América. Los ingleses imponían su reinado sobre los mares. A fines del siglo XVIII, África y el Caribe daban trabajo a ciento ochenta mil obreros textiles en Manchester; de Sheffield provenían los cuchillos, y de Birmingham, 150 mil mosquetes por año. Los caciques africanos recibían las mercancías de la industria británica y entregaban los cargamentos de esclavos a los capitanes negreros. Disponían, así de nuevas armas y abundante aguardiente para emprender las próximas cacerías en las aldeas. También proporcionaban marfiles, ceras y aceite de palma. Muchos de los esclavos provenían de la selva y no habían visto nunca el mar; confundían los rugidos del océano con los de algunas bestias sumergida que los esperaba para devorarlos o, según el testimonio de un traficante de la época, creían, y en cierto modo no se equivocaban, que «iban a ser llevados como carneros al matadero, siendo su carne muy apreciada por los europeos». De muy poco servían los látigos de siete colas para contener la desesperación suicida de los africanos. Los «fardos» que sobrevivían al hambre, las enfermedades y el hacinamiento de la travesía, eran exhibidos en andrajos, pura piel y huesos, en la plaza pública, luego de desfilar por las calles coloniales al son de las gaitas. A las que llegaban al caribe demasiado exhaustos se los podía cebar en los depósitos de esclavos antes de lucirlos a los ojos de los compradores; a los enfermos se los dejaba morir en los muelles. Los esclavos eran vendidos a cambio de dinero en efectivo o pagarés a tres años de plazo. Los barcos zarpaban de regreso a Liverpool llevando diversos productos tropicales: a comienzos del siglo XVIII, las tres cuartas partes del algodón que hilaba la industria textil inglesa provenían de las Antillas, aunque luego Giorgia y Lousiana serían sus principales fuentes; a mediados del siglo, había ciento veinte refinerías de azúcar en Inglaterra. Un inglés podía vivir, en aquella época, con unas seis libras al año; los mercaderes de esclavos de Liverpool sumaban ganancias anuales por más de un millón cien mil libras, contando exclusivamente el dinero obtenido en el Caribe y sin agregar los beneficios del comercio adicional. Diez grandes empresas controlaban los dos tercios del tráfico. Liverpool inauguró un nuevo sistema de muelles; cada vez se construían más buques, más largos y de mayor calado. Los orfebres ofrecían «candados y collares de plata para negros y perros», las damas elegantes se mostraban en público acompañadas de un mono vestido con jubón bordado y un niño esclavo, con turbante y bombachudos de seda. Un economista describía por entonces la trata de negros como «el principio básico y fundamental de todo lo demás; como el principal resorte de la máquina que pone en movimiento cada rueda del engranaje». Las venas abiertas de América Latina 50 Los dioses africanos continuaban vivos entre los esclavos de América como vivas continuaban, alimentadas por la nostalgia, las leyendas y los mitos de las patrias perdidas. Parece evidente que los negros expresaban así, en sus ceremonias, en sus danzas, en sus conjuros, la necesidad de afirmación de una identidad cultural que el cristianismo negaba. Pero también ha de haber influido el hecho de que la iglesia estuviera materialmente asociada al sistema de explotación que sufrían. A comienzos del siglo XVIII, mientras en las islas inglesas los esclavos convictos de crímenes morían aplastados entre los tambores de los trapiches de azúcar y en las colonias francesas se los quemaba vivos o se los sometía al suplicio de la rueda, el jesuita Antonil formulaba dulces recomendaciones a los dueños de ingenios en Brasil, para evitar excesos semejantes: «A los administradores no se les debe consentir de ninguna manera dar puntapiés principalmente en la barriga de las mujeres que andan preñadas ni dar garrotazos a los esclavos, porque en la cólera no se miden los golpes y pueden herir en la cabeza a un esclavo eficiente, que vale mucho dinero, y perderlo». En Cuba, los mayorales descargaban sus látigos de cuero o cáñamo sobre las espaldas de las esclavas embarazadas que habían incurrido en falta, pero no sin antes acostarlas boca abajo, con el vientre en un hoyo, para no estropear la «pieza» nueva en gestación. Los sacerdotes, que recibían como diezmo el cinco por ciento de la producción de azúcar, daban su absolución cristiana: el mayoral castigaba como Jesucristo a los pecadores. El misionero apostólico Juan Perpiñá y Pibernat publicaba sus sermones a los negros: «¡Pobrecitos! No os asustéis porque sean muchas las penalidades que tengáis que sufrir como esclavos. Esclavo puede ser vuestro cuerpo: pero libre tenéis el alma para volar un día a la feliz mansión de los escogidos”». El dios de los parias no es siempre el mismo que el dios del sistema que los hace parias. Aunque la religión católica abarca, en la información oficial, el 94 por ciento de la oblación de Brasil, en la realidad la población negra conserva vivas sus tradiciones africanas y viva perpetúa su fe religiosa, a menudo camuflada tras las figuras sagradas del cristianismo. Los cultos de raíz africana encuentran amplia proyección entre los oprimidos —cualquiera que sea el color de su piel. Otro tanto ocurre en las Antillas. Las divinidades del vudú de Haití, el bembé de Cuba y la umbanda y la quimbanda de Brasil son más o menos las mismas, pese a la mayor o menor transfiguración que han sufrido, al nacionalizarse en tierras de América, los ritos y los dioses originales. En el Caribe y en Bahía se entonan los cánticos ceremoniales en nagó, yoruba, congo y otras lenguas africanas. En los suburbios de las grandes ciudades del sur de Brasil, en cambio, predomina la lengua portuguesa, pero han brotado de la costa del oeste de África las divinidades del bien y del mal que han atravesado los siglos para transformarse en los fantasmas vengadores de los marginados, la pobre gente humillada que clama en las favelas de Río de Janeiro: Fuerza bahiana, Fuerza africana, Fuerza divina, Ven acá. Ven a ayudarnos La venta de campesinos En 1888 se abolió la esclavitud en Brasil. Pero no se abolió el latifundio y ese mismo año un testigo escribía desde Ceará: «El mercado de ganado humano no estuvo abierto mientras duró el hambre, pues compradores nunca faltaron. Raro era el vapor que no conducía gran número de cearenses». Medio millón de nordestinos emigraron a la Amazonia, convocados por los espejismos del caucho, hasta el filo del siglo; desde entonces el éxodo continuó, al impulso de las periódicas sequías que han asolado el sertao y de las sucesivas oleadas de expansión de los latifundios azucareros de la zona de mata. En 1900 cuarenta mil víctimas de la sequía abandonaron Ceará. Tomaban el camino por entonces habitual: la ruta del norte hacia la selva. Después, el itinerario cambió. En nuestros días los nordestinos emigran hacia el centro y el sur de Brasil. La sequía de 1970 arrojó muchedumbres hambrientas sobre las ciudades del nordeste. % Manuel Moreno Fraginals, op. cit. Un jueves santo, el conde de Casa Bayona decidió humillarse ante sus esclavos. Inflamado de fervor cristiano, lavó Iso pies a doce negros y los sentó a comer, con él, a su mesa. Fue la última cena propiamente dicha. Al día siguiente, los esclavos se sublevaron y prendieron fuego al ingenio. Sus cabezas fueron clavadas sobre doce lanzas, en el centro del batey Eduardo Galeano 51 Saquearon trenes y comercios; a gritos imploraban la lluvia a San José. Los “flagelados” se lanzaron a los caminos. Un cable de abril de 1970 informa: «La policía del estado de Pernambuco detuvo el domingo último en el municipio de Belém de San Francisco, a 210 campesinos que serían vendidos a propietarios rurales del estado de Minas Gerais a dieciocho dólares por cabeza”! ». Los campesinos provenían de Praíba y Río Grande do Norte, los dos estados más castigados por la sequía. En junio, los teletipos trasmiten las declaraciones del jefe de la policía federal: sus servicios aún no disponen de los medios eficaces para poner término al tráfico de esclavos, y aunque en los últimos meses se han iniciado diez procedimientos de investigación, continúa la venta de trabajadores del nordeste a los propietarios ricos de otras zonas del país. El boom del caucho y el auge del café implicaron grandes levas de trabajadores nordestinos. Pero también el gobiemo hace uso de este caudal de mano de obra barata, formidable ejército de reserva para las grandes obras públicas. Del nordeste vinieron, acarreados como ganado, los hombres desnudos que en una noche y un día levantaron la ciudad de Brasilia en el centro del desierto. Esta ciudad, la más moderna, del mundo, está hoy cercada por un vasto cinturón de miseria: terminado su trabajo, los candangos fueron arrojados a las ciudades satélites. En ellas, trescientos mil nordestinos, siempre listos para todo servicio, viven de los desperdicios de la resplandeciente capital. El trabajo esclavo de los nordestinos está abriendo, ahora, la gran carretera transamazónica, que cortará Brasil en dos, penetrando la selva hasta la frontera con Bolivia. El plan implica también un proyecto de colonización agraria para extender «las fronteras de la civilización»: cada campesino recibirá diez hectáreas de superficie, si sobrevive a las fiebres tropicales de la floresta. En el nordeste hay seis millones de campesinos sin tierras, mientras que quince mil personas son dueñas de la mitad de la superficie total. La reforma agraria no se realiza en las regiones ya ocupadas, donde continúa siendo sagrado el derecho de propiedad de los latifundistas, sino en plena selva. Ello significa que los «flagelados» del nordeste abrirán el camino para la expansión del latifundio sobre nuevas áreas. Sin capital, sin medios de trabajo, ¿qué significan diez hectáreas a dos o tres mil kilómetros de distancia de los centros de consumo? Muy distinto son, se deduce, los propósitos reales del gobierno: proporcionar mano de obra a los latifundistas norteamericanos que han comprado o usurpado la mitad de las tierras al norte del río Negro y también a la United States Steel Co., que recibió de manos del general Garrastazú Médici los enormes yacimientos de hierro y manganeso de la Amazonia”. El ciclo del caucho: Caruso inaugura un teatro monumental en medio de la selva Algunos autores estiman que no menos de medio millón de nordestinos sucumbieron a las epidemias, el paludismo, la tuberculosis o el beriberi en la época del auge de la goma. «este siniestro osario fue el precio de la industria del caucho». Sin ninguna reserva de vitaminas, los campesinos de las tierras secas realizaban el largo viaje hacia la selva húmeda. Allí los aguardaba, en los pantanosos seringales, la fiebre. lban hacinados en las bodegas de los barcos, en tales condiciones que muchos sucumbian antes de llegar: anticipaban, así, su próximo destino. Otros, ni siquiera alcanzaban a embarcarse. En 1878, de los ochocientos mil habitantes de Ceará, 120 mil se marcharon rumbo al río Amazonas, pero menos de la mitad pudo llegar; los restantes fueron cayendo, abatidos por el hambre o la enfermedad, en los caminos del sertao o en los suburbios de Fortaleza. Un año antes, había comenzado una de las siete mayores sequías de cuantas azotaron el nordeste durante el siglo pasado. No solo la fiebre; también aguardaba, en la selva, un régimen de trabajo bastante parecido a la esclavitud. ** France Presse, 21 de abril de 1970. En 1938, la peregrinación de un vaquero por los calcinados caminos del sertao había dado origen a una de la mejores novelas de la historia literaria de Brasil. El azote de la sequía sobre los latifundios ganaderos del interior, subordinados a los ingenios de azúcar del litoral, no ha cesado, y tampoco han variado sus consecuencias. El mundo de Vidas secas continúa intacto: el papagayo imitaba el ladrido del perro, porque sus dueños ya casi no hacían uso de la voz humana. Graciliano Ramos, Vidas secas, la Habana 1964. E Paulo Schiling, Un nuevo genocidio, en Marcha, número 1.501, Montevideo, julio 10 de 1970. En octubre de 1970, los obispos de Pará denunciaron ante el presidente de Brasil la explotación brutal de los trabajadores nordestinos por parte de las empresas que están construyendo la carretera transamazónica. El gobierno la llama “la obra del siglo”. Las venas abiertas de América Latina 52 El trabajo se pagaba en especies —came seca, harina de mandioca, rapadura, aguardiente- hasta el seringueiro saldaba sus deudas, milagros que rara vez ocurría. Había un acuerdo entre los empresarios para no dar trabajo a los obreros que tuvieran deudas pendientes; los guardias rurales, apostados en las márgenes de los ríos, disparaban contra los prófugos. Las deudas se sumaban a las deudas. A la deuda original, por el acarreo del trabajador desde el nordeste, se agregaba la deuda por los instrumentos de trabajo, machete, cuchillos, tazones, y como el trabajador comía, y sobre todo bebía, porque en los seringales no faltaba el aguardiente, cuanto mayor era la antigúedad del obrero, mayor se hacía la deuda que él acumulaba. Analfabetos, los nordestinos sufrían sin defensas los pases de prestidigitación de la contabilidad de los administradores. Priestley había observado, hacia 1770, que la goma servía para borrar los trazos de lápiz sobre el papel. Setenta años después, Charles Goodyear descubrió, al mismo tiempo que el inglés Hancock, el procedimiento de vulcanización del caucho, que le daba flexibilidad y lo tomaba inalterable a los cambios de temperatura. Ya en 1850, se revestían de goma las ruedas de los vehículos. A fines de siglo surgió la industria del automóvil en Estados Unidos y en Europa, y con ella nació el consumo de neumáticos en grandes cantidades. La demanda mundial de caucho creció vertiginosamente. El árbol de la goma proporcionaba a Brasil, en 1890, una décima parte de sus ingresos por exportaciones: veinte años después, la proporción subía al 40 por ciento, con lo que las ventas casi alcanzaban el nivel del café, pese a que el café estaba, hacia 1910, en el cenit de su prosperidad. La mayor parte de la producción de caucho provenía por entonces del territorio del Acre, que Brasil había arrancado a Bolivia al cabo de una fulminante campaña militar”. Conquistado el Acre, Brasil disponía de la casi totalidad de las reservas mundiales de goma; la cotización internacional estaba en la cima y los buenos tiempos parecían infinitos. Los seringueiros no los disfrutaban, por cierto aunque eran ellos quienes salían cada madrugada de sus chozas, con varios recipientes atados por correas a las espaldas, y se encaramaban a los árboles, los hevea brasiliensis gigantescos, para sangrarlos. Les hacían varias incisiones, en el tronco y en las ramas gruesas próximas a la copa; de las heridas manaba el látex, jugo blancuzco y pegajoso que llenaba los jarros en un par de horas. A la noche se cocían los discos planos de goma, que se acumularían luego en la administración de la propiedad. El olor ácido y repelente del caucho impregnaba la ciudad de Manaus, capital mundial del comercio del producto. En 1849 Manaus tenía cinco mil habitantes; en poco más de medio siglo creció a setenta mil. Los magnates del caucho edificaron allí sus mansiones de arquitectura extravagante y plena de maderas preciosas de Oriente, mayólicas de Portugal, columnas de mármol de Carrara y muebles de ebanistería francesa. Los nuevos ricos de la selva se hacían traer los más caros alimentos desde Río de Janeiro; los mejores modistos de Europa cortaban sus trajes y vestidos; enviaban a sus hijos a estudiar a los colegios ingleses. El teatro Amazonas, monumento barroco de bastante mal gusto, es el símbolo mayor del vértigo de aquellas fortunas a principio de siglo: el tenor Caruso cantó para los habitantes de Manaus la noche de la inauguración, a cambio de una suma fabulosa, después de remontar el río a través de la selva. La Pavlova, que debía bailar, no pudo pasar de la ciudad de Belém, pero hizo llegar sus excusas. En 1913, de un solo golpe, el desastre se abatió sobre el caucho brasileño. El precio mundial, que había alcanzado los doce chelines tres años atrás, se redujo a la cuarta parte. En 1900 el Oriente solo había exportado cuatro toneladas de caucho; en 1914 las plantaciones de Ceilán y de Malasia volcaron más de setenta mil toneladas al mercado mundial, y cinco años más tarde sus exportaciones ya estaban arañando las cuatrocientas mil toneladas. En 1919 Brasil, que había disfrutado del virtual monopolio del caucho, solo abastecía la octava parte del consumo mundial. Medio siglo después Brasil compra en el extranjero más de la mitad del caucho que necesita. ¿Qué había ocurrido? Allá por 1873, Henry Wickham, un inglés que poseía bosques de caucho en el río Tapajós y era conocido por sus manías de botánico, había enviado dibujos y hojas de árbol de la goma al director del jardín de Kew, en Londres. Recibió la orden de obtener una buena cantidad de semillas, las pepitas que heveas brasiliensis alberga en sus frutos amarillos. % Bolivia fue mutilada en casi doscientos kilómetros cuadrados. En 1902 recibió una indemnización de dos millones de libras esterlinas y una línea férrea que le abriría el acceso a los ríos Madeira y Amazonas. Eduardo Galeano 55 Posteriormente, la tendencia al alza de los precios no ha sido capaz de abrir, por cierto, las puertas de la esperanza; la CEPAL augura breve vida a la curva del ascenso”. Los grandes consumidores de cacao — Estados Unidos, Inglaterra, Alemania Federal, Holanda, Francia- estimulan la competencia entre el cacao africano y el que producen Brasil y Ecuador, para comer chocolate barato. Provocan, así, disponiendo como disponen de los precios, períodos de depresión que lanzan a los caminos a los trabajadores que el cacao expulsa. Los desocupados buscan árboles bajo los cuales dormir y bananas verdes para engañar el estómago: no comen, por cierto, los finos chocolates europeos que Brasil, tercer productor mundial de cacao, importa increíblemente desde Francia y desde Suiza. Los chocolates valen cada vez más; el cacao, en términos relativos, cada vez menos. Entre 1950 y 1960, las ventas de cacao de Ecuador aumentaron en más de un treinta por ciento en volumen, pero solo un quince por ciento de su valor. El quince por ciento restante fue un regalo de Ecuador a los países ricos, que en el mismo período le enviaron, a precios crecientes, sus productos industrializados. La economía ecuatoriana depende de las ventas de bananas, café y cacao, tres alimentos duramente sometidos a la zozobra de los precios. Según los datos oficiales, de cada diez ecuatorianos siete padecen desnutrición básica y el país sufre uno de los índices de mortalidad más altos del mundo. Brazos baratos para el algodón Brasil ocupa el cuarto lugar en el mundo como productor de algodón; México, el quinto. En conjunto, de América Latina proviene más de la quinta parte del algodón que la industria textil consume en el mundo entero. A fines del siglo XVIII el algodón se había convertido en la materia prima más importante de los viveros industriales de Europa; Inglaterra multiplicó por cinco, en treinta años, sus compras de esta fibra natural. El huso que Arkwright inventó al mismo tiempo que Watt patentaba su máquina de vapor y la posterior creación del telar mecánico de Cartwrigth impulsaron con decisivo vigor la fabricación de tejidos y proporcionaron al algodón, planta nativa de América, mercados ávidos en ultramar. El puerto de San Luis de Maranhao, que había dormido una larga siesta tropical apenas interrumpida por un par de navíos al año, fue bruscamente despertado por la euforia del algodón: afluyeron los esclavos negros a las plantaciones del norte de Brasil y entre ciento cincuenta y doscientos buques partían cada año de San Luis cargando un millón de libras de materia prima textil. Mientras nacía el siglo pasado, la crisis de la economía minera proporcionaba al algodón mano de obra esclava en abundancia; agotados el oro y los diamantes del sur, Brasil parecía resucitar en el norte. El puerto floreció, produjo poetas en medida suficiente como para que se lo llamara la Atenas de Brasil, pero el hambre llegó, con la prosperidad, a la región de Maranhao, donde nadie se ocupaba ya de cultivar alimentos. En algunos períodos solo hubo arroz para comer. Como había empezado, esta historia terminó: el colapso llegó de súbito. La producción de algodón en gran escala en las plantaciones del sur de los Estados Unidos, con tierras de mejor calidad y medios mecánicos para desgranar y enfardar el producto, abatió los precios a la tercera parte y Brasil quedó fuera de competencia. Una nueva etapa de prosperidad se abrió a raíz de la Guerra de Secesión, que interrumpió los suministros norteamericanos, pero duró poco. Ya en el siglo XX, entre 1934 y 1939, la producción brasileña de algodón se incrementó a un ritmo impresionante: de 126 mil toneladas pasó a más de 320 mil. Entonces sobrevino un nuevo desastre: los Estados Unidos arrojaron sus excedentes al mercado mundial y el precio se derrumbó. Los excedentes agrícolas norteamericanos son, como se sabe, el resultado de los fuertes subsidios que el Estado otorga a los productores, a precios de dumping y como parte de los programas de ayuda exterior, los excedentes se derraman por el mundo. Así, el algodón fue el principal producto de exportación de Paraguay hasta que la competencia ruinosa del algodón norteamericano lo desplazó de los mercados y la producción paraguaya se redujo, desde 1952, a la mitad. Así perdió Uruguay el mercado canadiense para su arroz. % Refiriémdose a los aumentos de precios del cacao y del café, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) de las Naciones Unidas dice que “tiene un carácter relativamente transitorio" y que obedecen “en gran parte a contratiempos ocasionales en las cosechas”. CEPAL, Estudio Económico de América Latina, 1969, tomo Il: La economía de América Latina en 1969, Santiago de Chile, 1970. Las venas abiertas de América Latina 56 Así el trigo de Argentina, un país que había sido el granero del planeta, perdió un peso decisivo en los mercados internacionales. El dumping norteamericano del algodón no ha impedido que una empresa norteamericana, la Anderson Clayton and Co., detente el imperio de este producto en América Latina, ni ha impedido que, a través de ella, los Estados Unidos compren algodón mexicano para revenderlo a otros países. El algodón latinoamericano continúa vivo en el comercio mundial, mal que bien, gracias a sus bajísimos costos de producción. Incluso las cifras oficiales, máscaras de la realidad, delatan el miserable nivel de la retribución del trabajo. En las plantaciones de Brasil, los salarios de hambre alternan con el trabajo servil; en las de Guatemala los propietarios se enorgullecen de pagar salarios de diecinueve quetzales por mes (el quetzal equivale nominalmente al dólar) y, por si eso fuera mucho, ellos mismos advierten que la mayor parte se liquida en especies al precio de ellos fijado; en México, los jornaleros que deambulan de zafra en zafra cobrando un dólar y medio por jornada no solo padecen la subocupación sino también, y como consecuencia, la subnutrición, pero mucho peor es la situación de los obreros del algodón en Nicaragua; los salvadoreños que suministran algodón a los industriales textiles de Japón consumen menos calorías y proteínas que los hambrientos hindúes. Para la economía de Perú, el algodón es la segunda fuente agrícola de divisas. José Carlos Mariátegui había observado que el capitalismo extranjero, en su perenne búsqueda de tierras, brazos y mercados, tendía a apoderarse de los cultivos de exportación de Perú, a través de la ejecución de hipotecas de los terratenientes endeudados. Cuando el gobierno nacionalistas del general Velasco Alvarado llegó al poder de 1968, estaba en explotación menos de la sexta parte de las tierras del país aptas para la explotación intensiva, el ingreso per cápita de la población era quince veces menor que el de los Estados Unidos y el consumo de calorías aparecía entre los más bajos del mundo, pero la producción de algodón seguía, como la del azúcar, regida por los criterios ajenos a Perú que había denunciado Mariátegui. Las mejores tierras, campiñas de la costa, estaban en manos de empresas norteamericanas o de terratenientes que solo eran nacionales en un sentido geográfico, al igual que la burguesía limeña. Cinco grandes empresas — entre ellas dos norteamericanas: la Anderson Clayton y la Grace- tenían en sus manos la exportación de algodón y de azúcar y contaban también con sus propios «complejos agroindustriales» de producción. Las plantaciones de azúcar y algodón de la costa, presuntos focos de prosperidad y progreso por oposición a los latifundios de la sierra, pagaban a los peones salarios de hambre hasta que la reforma agraria de 1969 las expropió y las entregó, en cooperativas, a los trabajadores. Según el Comité Interamericano de Desarrollo Agrícola, el ingreso de cada miembro de las familias de asalariados de la costa llegaba a los cinco dólares mensuales. Los Anderson Clayton and Co. conserva treinta empresas filiales en América Latina, y no solo se ocupa de vender el algodón sino que, además, monopolio horizontal, dispone de una red que abarca el financiamiento y la industrialización de la fibra y sus derivados y produce también alimentos en gran escala. En México, por ejemplo, aunque no posee tierras, ejerce de todos modos su dominio sobre la producción de algodón; en sus manos están, de hecho, los ochocientos mil mexicanos que lo cosechan. La empresa compra a muy bajo precio con el que ella abrE el mercado. A los adelantos en dinero se suma el suministro de fertilizantes, semillas, insecticidas; la empresa se reserva el derecho de supervisar los trabajos de fertilización, siembra y cosecha. Fija la tarifa que se le ocurre para despepitar el algodón. Usa las semillas en sus fábricas de aceites, grasas y margarinas. En los últimos años, la Clayton, «no conforme con dominar además el comercio de algodón, ha irrumpido hasta en la producción de dulces y chocolates, comprando recientemente la conocida empresa Luxus». En la actualidad, Anderson Clayton es la principal firma exportadora de café de Brasil. En 1950 se interesó por el negocio. Tres años después, ya había destronado a la American Coffe Corporation. En Brasil es además la primera productora de alimentos, y figura entre las treinta y cinco empresas más poderosas del país. Eduardo Galeano 57 Brazos baratos para el café Hay quienes aseguran que el café resulta casi tan importante como el petróleo en el mercado internacional. A Principios de la década del cincuenta, América Latina abastecía las cuatro quintas partes del café que se consumía en el mundo; la competencia del café robusta, de África, de peor Calidad pero de precio más bajo, ha reducido la participación latinoamericana en los años siguientes. No obstante, la sexta parte de las divisas que la región obtiene ene le exterior proviene, actualmente, del café. Las fluctuaciones de los precios afectan a quince países del sur de río Bravo. Brasil es el mayor productor del mundo; del café obtiene cerca de la mitad de sus ingresos por exportaciones. El Salvador, Guatemala, Costa Rica y Haití dependen también en gran medida del café, que además provee las dos terceras partes de las divisas de Colombia. El café había traído consigo la inflación a Brasil; entre 1824 y 1854, el precio de un hombre se multiplicó por dos. Ni el algodón del norte ni el azúcar del nordeste, agotados ya los ciclos de la prosperidad, podían pagar aquellos caros esclavos. Brasil se desplazó hacia el sur. Además de la mano de obra esclava, el café utilizó los brazos de los inmigrantes europeos, que entregaban a los propietarios la mitad de sus cosechas, en un régimen de medianería que aún hoy predomina en el interior de Brasil. Los turistas que actualmente atraviesan los bosques de Tijuca para ir a nadar a las aguas de la barra ignoran que allí, en las montañas que rodean a Río de Janeiro, hubo grandes cafetales hace más de un siglo. Por los flancos de la sierra, las plantaciones continuaron, rumbo al estado de San Pablo, su desenfrenada cacería del humus de nuevas tierras vírgenes. Ya agonizaba el siglo cuando los latifundios cafetaleros, convertidos en la nueva élite social de Brasil, afiliaron los lápices y sacaron cuentas: más baratos resultaban los salarios de subsistencia que la compra y manutención de los escasos esclavos. Se abolió la esclavitud en 1888, y quedaron así inauguradas formas combinadas de servidumbre feudal y trabajo asalariado que persisten en nuestros días. Legiones de braceros «libres» acompañarían, desde entonces, la peregrinación del café. El valle del río Paranaíba se convirtió en la zona más rica del país, pero fue rápidamente aniquilado por esta planta perecedera que, cultivada en un sistema destructivo, iba dejando a sus espaldas bosques arrasados, reservas naturales agotadas y decadencia general. La erosión arruinaba, sin piedad, las tierras antes intactas y, de saqueo en saqueo, iba bajando sus rendimientos, debilitando las plantas y haciéndolas vulnerables a las plagas. El latifundio cefetalero invadió la vasta meseta purpúrea del occidente de San Pablo; con métodos de explotación menos bestiales, la convirtió en un «mar de café» y continuó avanzando hacia el oeste. Llegó a las riberas del Paraná; de cara a las sabanas de Mato Grosso, se desvió hacia el sur para desplazarse, en estos últimos años, de nuevo hacia el oeste, ya por encima de las fronteras de Paraguay. En la actualidad, San Pablo es el estado más desarrollado de Brasil, porque contiene el centro industrial del país, pero en sus plantaciones de café abundan todavía los «moradores vasallos» que pagan con su trabajo y el de sus hijos el alquiler de la tierra. En los años prósperos que siguieron a la primera guerra mundial, la voracidad de los cafetaleros determinó la virtual abolición del sistema que permitía a los trabajadores de las plantaciones cultivar alimentos por cuenta propia. Solo pueden hacerlo, ahora, a cambio de una renta que pagan trabajando sin cobrar. Además, el latifundista cuenta con colonos contratistas a quienes permite realizar cultivos temporarios, pero a cambio de que inicien cafetales nuevos en su beneficio. Cuatro años después, cuando los granos amarillos colorean las matas, la tierra ha multiplicado su valor y entonces llega, para el colono, el tumo de marcharse. En Guatemala las plantaciones de café pagan aún menos que las del algodón. En la vertiente del sur, los propietarios dicen retribuir con quince dólares mensuales el trabajo de los millares de indígenas que bajan cada año desde el altiplano hasta el sur, para vender sus brazos en las cosechas. Las fincas cuentan con policía privada; allí, como alguien me explicó, «un hombre es más barato que su tumba»; y el aparato de represión se encarga de que lo siga siendo. En la región de Alta Verapaz la situación es aún peor. Allí no hay camiones ni carretas, porque los finqueros no los necesitan: sale más barato transportar el café a lomo de indio. Las venas abiertas de América Latina La brusca caída de las ganancias de los plantadores y los exportadores del café, un incendio de la moneda. Este es el mecanismo usual en América latina para «socializar las pérdidas» del sector exportador: se compensa en moneda nacional, a través de las devaluaciones, lo que se pierde en divisas. Pero el auge de los precios no tiene mejores consecuencias. Desencadena grandes siembras, un crecimiento de la producción, una multiplicación del área al cultivo del producto afortunado. El estímulo funciona como un boomerang, porque la abundancia del producto derriba los precios y provoca el desastre. Esto fue lo que ocurrió en 1958, en Colombia, cuando se cosechó el café sembrado con tanto entusiasmo cuatro años antes, y ciclos semejantes se han repetido a todo lo largo de la historia de este país. Colombia depende del café y su cotización exterior hasta tal punto que, «en Antioquia, la curva de matrimonio responde ágilmente a la curva de los precios del café. Es típico de una estructura dependiente: hasta el momento propicio para una declaración de amor en una loma antioqueña se decide en la bolsa de Nueva York» Diez años que desangraron a Colombia Allá por los años cuarenta, el prestigioso economista colombiano Luis Eduardo Nieto Arteta escribió una apología del café. El café había logrado lo que nunca consiguieron, en los anteriores ciclos económicos del país, las minas ni el tabaco, ni el añil ni la quina: dar nacimiento a un orden maduro y progresista. Las fábricas textiles y otras industrias livianas habían nacido, y no por casualidad, en los departamentos productores de café: Antoquia, Caldas, Valle del Cauca, Cundimarca. Una democracia de pequeños productores agrícolas, dedicados al café, había convertido a los colombianos en «hombres moderados y sobrios». «El supuesto más vigoroso — decía-, para la normalidad en el funcionamiento de la vida política colombiana ha sido la consecución de una peculiar estabilidad económica. El café la ha producido, y con ella el sosiego y la mesura». Poco tiempo después, estalló la violencia. En realidad, los elogios al café no habían interrumpido, como por arte de magia, la larga historia de revueltas y represiones sanguinarias en Colombia. Esta vez, durante diez años, entre 1948 y 1957, la guerra campesina abarcó los minifundios y los latifundios, los desiertos y los sembradíos, los valles y las selvas y los páramos andinos, empujó al éxodo a comunidades enteras, generó guerrillas revolucionarias y bandas de criminales y convirtió al país entero en un cementerio: se estima que dejó un saldo de ciento ochenta mil muertos. El baño de sangre coincidió con un período de euforia económica para la clase dominante: ¿es lícito confundir la prosperidad de una clase como el bienestar de un país? La violencia había empezado como un enfrentamiento entre liberales y conservadores, pero la dinámica del odio de clases fue acentuando cada vez más su carácter de lucha social. Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo liberal a quien la oligarquía de su propio partido, entre despectiva y temerosa, llamaba «el lobo» o «el Badulaque», había ganado un formidable prestigio popular y amenazaba el orden establecido; cuando lo asesinaron a tiros, se desencadenó el huracán. Primero fue una marea humana incontenible en las calles de la capital, el espontáneo «bogotazo», y en seguida la violencia derivó al campo, donde, desde hacía un tiempo, ya las bandas organizadas por los conservadores venían sembrando el terror. El odio largamente masticado por los campesinos hizo explosión, y mientras el gobierno enviaba policías y soldados a cortar testículos, abrir los vientres de las mujeres embarazadas o arrojar a los niños al aire para ensartarlos a puntas de bayoneta bajo la consigna de «no dejar ni la semilla», los doctores del Partido Liberal se recluían en sus casas sin alterar los buenos modales ni el tono caballeresco de sus manifiestos o, en el peor de los casos, viajaban al exilio. Fueron los campesinos quienes pusieron los muertos. La guerra alcanzó extremos de increíble crueldad, impulsada por un afán de venganza que crecía con la guerra misma. Surgieron nuevos estilos de la muerte: en el «corte corbata», la lengua quedaba colgando desde el pescuezo. Se sucedían las violaciones, los incendios, los saqueos; los hombres eran descuartizados o quemados vivos, desollados o partidos lentamente en pedazos; los batallones arrasaban las aldeas y las plantaciones; los ríos quedaban teñidos de rojo; los bandoleros otorgaban el permiso de vivir a cambio de tributos en dinero o cargamentos de café y las fuerzas represivas expulsaban y perseguían a innumerables familias Eduardo Galeano 61 que huían a las montañas a buscar refugio: en los bosques, parían las mujeres. Los primeros jefes guerrilleros, animados por la necesidad de revancha pero sin horizontes políticos claros, se lanzaban a la destrucción por la desnutrición, el deshogo a sangre y fuego sin otros objetivos. Los nombres de los protagonistas de la violencia (Teniente Gorila, Malasombra, El Cóndor, Piel roja, El Vampiro, Avenegra, El Terror del Llano) no sugieren una epopeya de la revolución. Pero el acento de rebelión social se imprimía hasta en las coplas que cantaban las bandas: Yo soy campesino puro y no empecé la pelea pero si me buscan ruido la bailan con la más fea. Y en definitiva, el terror indiscriminado había aparecido también, mezclado con las reivindicaciones de justicia, en la revolución mexicana de Emiliano Zapata y Pancho Villa. En Colombia la rabia estallaba de cualquier manera, pero no es casual que de aquella década de violencia nacieran las posteriores guerrillas políticas que, levantando las banderas de la revolución social, llegaron a ocupar y controlar extensas zonas del país. Los campesinos, asediados por la represión, emigraron a las montañas y allí organizaron el trabajo agrícola y la autodefensa. Las llamadas «repúblicas independientes» continuaron ofreciendo refugio a los perseguidos después de que los conservadores y los liberales firmaron, en Madrid, le pacto de la paz. Los dirigentes de ambos partidos, en un clima de brindis y palomas, resolvieron tumarse sucesivamente en el poder en aras de la concordia nacional y entonces comenzaron, ya de común acuerdo, la faena de la «limpieza» contra los focos de perturbación del sistema. En una sola de las operaciones, para abatir a los rebeldes de Marquetalia, se dispararon un millón y medio de proyectiles, se arrojaron veinte mil bombas y se movilizaron, por tierra y por aire, dieciséis mil soldados. En plena violencia había un oficial que decía: «A mí no me traigan cuentos. Tráiganme orejas» el sadismo de la represión y la ferocidad de la guerra ¿podrían explicarse por razones clínicas? ¿Fueron el resultado de la maldad natural de sus protagonistas? Un hombre que cortó las manos de un sacerdote, prendió fuego a su cuerpo y a su casa y luego lo despedazó y lo arrojó a un caño, gritaba, cuando ya la guerra había terminado: «Yo no soy culpable. Yo no soy culpable. Déjenme solo» Había perdido la razón, pero en cierto modo la tenía: el horror de la violencia no hizo más que poner de manifiesto el horror del sistema. Porque el café no trajo consigo la felicidad y la armonía, como había profetizado Nieto Arteta. Es verdad que gracias al café se activó la navegación del Magdalena y nacieron líneas de ferrocarril y carreteras y se acumularon capitales que dieron origen a ciertas industrias, pero el orden oligárquico interno y la dependencia económica ante los centros extranjeros de poder no solo resultaron vulnerados por el proceso ascendente del café, sino que, por el contrario, se hicieron infinitamente más agobiantes para los colombianos. Cuando la década de la violencia llegaba a su fin, las Naciones Unidas publicaban los resultados de su encuesta sobre la nutrición en Colombia. Desde entonces la situación no ha mejorado en absoluto: un 88 por ciento de los escolares de Bogotá padecía avitaminosis, un 78 por ciento sufría arriboflavinosis y más de la mitad tenía un peso por debajo de lo normal; entre los obreros, la avitaminosis castigaba al 71 por ciento y entre los campesinos del valle de Tensa, al 78 por ciento. La encuesta mostró «una marcada insuficiencia de alimentos protectores leche y sus derivados, huevos, carne, pescado, y algunas frutas y hortalizas- que aportan conjuntamente proteínas, vitaminas y sales». No solo a la luz de los fogonazos de las balas se revela una tragedia social. Las estadísticas indican que Colombia ostenta un índice de homicidios siete veces mayor que el de los Estados Unidos, pero también indican que la cuarta parte de los colombianos en edad activa carece de trabajo fijo. Doscientas cincuenta mil personas se asoman cada año al mercado laboral; la industria no genera nuevos empleos y en el campo la estructura de latifundios y minifundios tampoco necesita más brazos: por el contrario, expulsa sin cesar nuevos desocupados hacia los suburbios de las ciudades. Hay en Colombia más de un millón de niños sin escuela. Las venas abiertas de América Latina 62 Ello no impide que el sistema se dé el lujo de mantener cuarenta y una universidades diferentes, públicas o privadas, cada una con sus diversas facultades y departamentos, para la educación de los hijos de la élite y de la minoritaria clase media*. La varita mágica del mercado mundial despierta a Centroamérica. Las tierras de la franja centroamericana llegaron a la mitad del siglo pasado sin que se les hubiera inflingido mayores molestias. Además de los alimentos destinados al consumo, América Central producía la grana y el añil, con pocos capitales, escasa mano de obra y preocupaciones mínimas. La grana, insecto que nacía y crecía sobre la espinosa superficie de los nopales, disfrutaba, como el añil, de una sostenida demanda en la industria textil europea. Ambos colorantes naturales murieron de muerte sintética cuando, hacia 1850, los químicos alemanes inventaron las anilinas y otras tintas más baratas para teñir las telas. Treinta años después de esta victoria de los laboratorios sobre la naturaleza, llegó el turno del café. Centroamérica se transformó. De sus plantaciones recién nacidas provenía, hacia 1880, poco menos de la sexta parte de la producción mundial de café. Fue a través de este producto como la región quedó definitivamente incorporada al mercado internacional. A los compradores ingleses sucedieron los alemanes y los norteamericanos; los consumidores extranjeros dieron vida a una burguesía nativa del café, que irrumpió en el poder político, a través de la revolución liberal de Justo Rufino Barrios, a principios de la década de 1870. la especialización agrícola desde fuera, despertó el furor de la apropiación de tierras y de hombres: el latifundio actual nació, en Centroamérica, bajo las banderas de la libertad de trabajo. Así pasaron a manos privadas grandes extensiones baldías, que pertenecían a nadie o a la iglesia o al Estado y tuvo lugar el frenético despojo de las comunidades indígenas. A los campesinos que se negaban a vender tierras se los enganchaba, por la fuerza, en el ejército; las plantaciones se convirtieron en pudrideros de indios; resucitaron los mandamientos coloniales, el reclutamiento forzoso de mano de obra y las leyes contra la vagancia. Los trabajadores fugitivos eran perseguidos a tiros; los gobiernos liberales modernizaban las relaciones de trabajo instituyendo el salario, pero los asalariados se convertían en propiedad de los flamantes empresarios del café. En ningún momento, todo a lo largo del siglo transcurrido desde entonces, los períodos de altos precios se hicieron notar sobre el nivel de los salarios, que continuaron siendo retribuciones de hambre sin que las mejores cotizaciones del café se tradujeran nunca en aumentos. Este fue uno de los factores que impidieron el desarrollo de un mercado interno de consumo en los países centroamericanos. Como en todas partes, el cultivo del café desalentó, en su expansión sin frenos, la agricultura de alimentos destinados al mercado interno. También estos países fueron condenados a padecer una crónica escasez de arroz, frijoles, maíz, trigo y carne. Apenas sobrevivió una miserable agricultura de subsistencia, en las tierras altas y quebradas donde el latifundio acorraló a los indígenas al apropiarse de las tierras bajas de mayor fertilidad. En las montañas, cultivando en minúsculas parcelas el maíz y los frijoles imprescindibles para no caerse muertos, viven durante una parte del año los indígenas que brindan sus brazos, durante las cosechas, a las plantaciones. Estas son las reservas de mano de obra del mercado mundial. La situación no ha cambiado: el latifundio y el minifundio constituyen, juntos, la unidad de un sistema que se apoya sobre la despiadada explotación de la mano de obra nativa. En general, y muy especialmente en Guatemala, esta estructura de apropiación de la fuerza de trabajo aparece identificada con todo un sistema del desprecio racial: los indios padecen el colonialismo interno de los blancos y los mestizos, ideológicamente bendito por la cultura dominante, del mismo modo que los países centroamericanos sufren el colonialismo extranjero. Desde principios de siglo aparecieron también, en Honduras, Guatemala y Costa Rica, los enclaves bananeros. Para trasladar el café a los puertos, habían nacido ya algunas líneas de ferrocarril financiadas por el capital nacional. Las empresas norteamericanas se apoderaron de esos ferrocarriles y crearon otros, exclusivamente para el transporte del banano desde sus plantaciones, al tiempo que implantaban el monopolio de los servicios de luz eléctrica, correos, telégrafos, teléfonos y, servicio público no menos importante, también el monopolio de la política: 2 El profesor Germán Rama encontró que algunas de estas venerables casas académicas tienen en sus bibliotecas, como acervo más importante, la colección encuadernada de Selecciones del Reader's Digest Eduardo Galeano 65 La crisis de los años treinta: «Es un crimen más grande matar a una hormiga que a un hombre» El café del mercado norteamericano, de su capacidad de consumo y de sus precios; las bananas eran un negocio norteamericano y para norteamericanos. Y estalló, de golpe, la crisis de 1929. El crack de la Bolsa de Nueva York, que hizo crujir los cimientos del capitalismo mundial, cayó en el Caribe como un gigantesco bloque de piedra en un charquito. Bajaron verticalmente los precios del café y de las bananas, y no menos verticalmente descendió el volumen de las ventas. Los desalojos campesinos recrudecieron con violencia febril, el desempleo cundió en el campo y en las ciudades, se levantó una oleada de huelgas; se abatieron bruscamente los créditos, las inversiones y los gastos públicos, los sueldos de los funcionarios del estadio se redujeron casi a la mitad en Honduras, Guatemala y Nicaragua. El equipo de dictadores llegó sin demora para aplastar las tapas de las marmitas; se abría la época de la política de la Buena Vecindad en Washington, pero era preciso contener a sangre y fuego la agitación social que, por todas partes, hervía. Alrededor de veinte años — unos más, otros menos- permanecieron en el poder Jorge Ubico en Guatemala, Maximiliano Hernández Martínez en El Salvador, Tiburcio Carías en Honduras y Anastasio Souza en Nicaragua. La epopeya de Augusto César Sandino conmovía al mundo. La larga lucha del jefe guerrillero de Nicaragua había derivado a la reivindicación de la tierra y levantaba en vilo la ira campesina. Durante siete años, su pequeño ejército en harapos peleó, a la vez, contra los doce mil invasores norteamericanos y contra los miembros de la guardia nacional. Las granadas se hacían con latas de sardinas llenas de piedras, los fusiles Springfield se arrebataban al enemigo y no faltaban machetes; el asta de la bandera era un palo sin descortezar y en vez de botas los campesinos usaban, para moverse en las montañas enmarañadas, un atira de cuero llamada caite. Con música de Adelita, los guerrilleros cantaban En Nicaragua, señores, le pega el ratón al gato Ni el poder de fuego de la Infantería de Marina ni las bombas que arrojaban los aviones resultaban suficientes para aplastar a los rebeldes de Las Segovias. Tampoco las calumnias que derramaban por el mundo entero las agencias informativas. Associated Press y United Press, cuyos corresponsales en Nicaragua eran dos norteamericanos que tenían en sus manos la aduana del país. En 1932, Sandino presentía: «Yo no viviré mucho tiempo». Un año después, el influjo de la política norteamericana de la Buena Vecindad, se celebraba la paz. El jefe guerrillero fue invitado por el presidente a una reunión decisiva en Managua. Por el camino cayó muerto en una emboscada. El asesino, Anastasio Somoza, sugirió después que la ejecución había sido ordenada por el embajador norteamericano Arthur Bliss Lane. Somoza, por entonces jefe militar, no demoró mucho en instalarse en el poder. Gobernó Nicaragua durante un cuarto de siglo y luego sus hijos recibieron, en herencia, el cargo. Antes de cruzarse el pecho con la banda presidencial, Somoza se había condecorado a sí mismo con la Cruz del valor, la medalla de Distinción y, la medalla Presidencial al Mérito. Ya en el poder, organizó varias matanzas y grandes celebraciones, para las cuales disfrazaba de romanos, con sandalias y cascos, a sus soldados; se convirtió en el mayor productor de café del país, con 46 fincas, y también se dedicó a la cría de ganado en otras 51 haciendas. Nunca le faltó tiempo, sin embargo, para sembrar también el terror. Durante su larga gestión de gobierno, no pasó, la verdad sea dicha, mayores necesidades, y recordaba con cierta tristeza los años juveniles, cuando debía falsificar monedas de oro para poder divertirse. También en El Salvador estallaron las tensiones como consecuencia de la crisis. Casi la mitad de los obreros bananeros de Honduras eran salvadoreños y muchos fueron obligados a retornar a su país, donde no había trabajo para nadie. En la región de Izalco, se produjo un gran levantamiento campesino en 1932, que se propagó rápidamente a todo el occidente del país. El dictador Martínez envió a los soldados, con equipos modernos, a combatir contra los «bolcheviques». Los indios pelearon a machete contra las ametralladoras y el episodio se cerró con diez mil muertos. Martínez, un brujo vegetariano y teósofo, sostenía que «es un crimen más grande matar a una hormiga que a un hombre, porque el hombre al morir reencama, mientras que la hormiga muere definitivamente». Decía que él estaba protegido por «legiones invisibles» que le daban cuenta de todas las conspiraciones y mantenía comunicación telepática directa con le presidente de los Estados Unidos. Las venas abiertas de América Latina Un reloj de péndulo le indicaba, sobre le plato, si la comida estaba envenenada; sobre un mapa le señalaba los lugares donde se escondían enemigos políticos y tesoros de piratas. Solía enviar notas de condolencia a los padres de sus víctimas y en el patio de su palacio pastaban los ciervos. Gobernó hasta 1944. Las matanzas se sucedían por todas partes. En 1933, Jorge Ubico en Guatemala a un centenar de dirigentes sindicales, estudiantiles y políticos, al tiempo que reimplantaba las leyes contra «la vagancia de los indios. Cada indio debía llevar una libreta donde constaban sus días de trabajo; si no se consideraban suficientes, pagaba la deuda en la cárcel o arqueando la espalda sobre la tierra, gratuitamente, durante medio año. En la insalubre costa del pacífico, los obreros que trabajan hundidos hasta las rodillas en el barco cobraban treinta centavos por día, y la United Fruit demostraba que Ubico la había obligado a rebajar los salarios. En 1944, poco antes de la caída del dictador, el Reader's Digest publicó un artículo ardiente de elogios: este profeta del Fondo Monetario Internacional había evitado la inflación bajando los salarios, de un dólar a veinticinco centavos diarios, para la construcción de la carretera militar de emergencia, y de un dólar a cincuenta centavos diarios, para la construcción de la carretera militar de emergencia, y de un dólar cincuenta centavos para los trabajos de la base aérea en la capital. Por esta época, Ubico otorgó a los señores del café y a las empresas bananeras el permiso para matar: «Estarán exentos de responsabilidad criminal los propietarios de fincas... ». El decreto llevaba el número 2795 y fue reestablecido en 1967, durante el democrático y representativo gobierno de Méndez Montenegro. Como todos los tiranos del Caribe, Ubico se creía Napoleón. Vivía rodeado de bustos y cuadros del Emperador, que tenía, según él, su mismo perfil. Creía en la disciplina militar: militarizó a los empleados de correo, a los niños de las escuelas y a la orquesta sinfónica. Los integrantes de la orquesta tocaban de uniforme, a cambio de nueve dólares mensuales, las piezas que Ubico elegía y con la técnica y los instrumentos por él dispuestos. Consideraba que los hospitales eran para los maricones, de modo que los pacientes recibían asistencia en los suelos de los pasillos y los corredores, si tenían la desgracia de ser pobres además de enfermos. ¿Quién desató la violencia en Guatemala? En 1944, Ubico cayó de su pedestal, barrido por los vientos de una revolución de sello liberal que encabezaron algunos jóvenes oficiales y universitarios de la clase media, Juan José Arévalo, elegido presidente, puso en marcha un vigoroso plan de educación y dictó un nuevo Código del Trabajo para proteger a los obreros del campo y de las ciudades. Nacieron varios sindicatos; la United Fruit Co., dueña de vastas tierras, el ferrocarril y el puerto, virtualmente exonerada de impuestos y libre de controles, dejó de ser omnipotente en sus propiedades. En 1951, en su discurso de despedida, Arévalo reveló que había debido sortear treinta y dos conspiraciones financiadas por la empresa. El gobierno de Jacobo Arbenz continuó y profundizó el ciclo de reformas. Las carreteras y el nuevo puerto de San José rompían el monopolio de la frutera sobre los transportes y la exportación. Con capital nacional, y sin tender la mano ante ningún banco extranjero, se pusieron en marcha diversos proyectos de desarrollo que conducían a la conquista de la independencia. En junio de 1952, se aprobó la reforma agraria, que llegó a beneficiar a más de cien mil familias, aunque solo afectaba a las tierras improductivas y pagaba indemnización, en bonos, a los propietarios expropiados. La United Fruit solo cultivaba el ocho por ciento de sus tierras, extendidas entre ambos océanos. La reforma agraria se proponía «desarrollar la economía capitalista campesina y la economía capitalista de la agricultura en general», pero una furiosa campaña de propaganda internacional se desencadenó contra Guatemala: «La cortina de hierro está descendiendo sobre Guatemala, vociferaban las radios, los diarios y los próceres de la OEA. El coronel Castillo Armas, graduado en Fort Leavenworth, Kansas, abatió sobre su propio país las tropas entrenadas y pertrechadas, al efecto, en los Estados Unidos. El bombardeo de los F-47, con aviadores norteamericanos, respaldó la invasión. «Tuvimos que deshacernos de un gobierno comunista que había asumido el poder», diría nueve años más tarde, Dwight Eisenhower. Las declaraciones del embajador norteamericano en Honduras ante una subcomisión del senado de los Estados Unidos, revelaron el 27 de julio de 1961 que la operación libertadora de 1954 había sido realizada por un equipo del que formaban parte, además de él mismo, los embajadores ante Guatemala, Costa Rica y Nicaragua. Eduardo Galeano 67 Allen Dulles, que en aquella época era el hombre número uno de la CIA, les había enviado telegramas de felicitación por la faena cumplida. Anteriormente, el bueno de Allen había integrado el directorio de la United Fruit Co. Su sillón fue ocupado, un año después de la invasión, por otro directivo de la CIA, el general Walter Bedell Smith Foster Dulles, hermano de Allen, se había encendido de impaciencia en la conferencia de la OEA que dio el visto bueno a la expedición militar contra Guatemala. Casualmente, en sus escritorios de abogado habían redactados, en tiempos del dictador Ubico los borradores de los contratos de la United Fruit. La caída de Arbenz marcó a fuego la historia posterior del país. Las mismas fuerzas que bombardearon la ciudad de Guatemala, Puerto Barrios y el puerto de San José al atardecer del 18 de junio de 1954, están hoy en el poder. Varias dictaduras feroces sucedieron a la intervención extranjera, incluyendo el período de Julio César Méndez Montenegro (1966 — 1970), quien proporcionó a la dictadura el decorado de un régimen democrático, Méndez Montenegro había prometido una reforma agraria, pero se limitó a firmar la autorización para que los terratenientes portaran armas, y las usaran. La reforma agraria de Arbenz había saltado en pedazos cuando Castillo Armas cumplió su misión devolviendo las tierras a la United Fruit y a los otros terratenientes expropiados. 1967 fue el peor de los años del ciclo de la violencia inaugurando en 1954. un sacerdote católico norteamericano expulsado de Guatemala, el padre Thomas Melville, informaba al National Catholic Reporter en enero de 1968: en poco más de un año, los grupos terroristas de la derecha habían asesinado a más de dos mil ochocientos intelectuales, estudiantes, dirigentes sindicales y campesinos que habían «intentado combatir las enfermedades de la sociedad guatemalteca» El cálculo del padre Melville se hizo en base a la información de la prensa, pero de la mayoría de los cadáveres nadie informó nunca, eran indios sin nombre ni origen conocidos, que el ejército incluía, algunas veces, solo como números, en las partes de las victorias contra la subversión. La represión indiscriminada formaba parte de la campaña militar de «cerco y aniquilamiento» contra movimientos guerrilleros. De acuerdo con el nuevo código en vigencia, los miembros de los cuerpos de seguridad no tenían responsabilidad penal por homicidios, y los partes policiales o militares se consideraban plena prueba en los juicios. Los finqueros y sus administradores fueron legalmente equiparados a la calidad de autoridades locales, con derecho a portar armas y formar cuerpos represivos. No vibraron los teletipos del mundo con las primicias de la sistemática carnicería, no llegaron a Guatemala los periodistas ávidos de noticias, no se escucharon voces de condenación. El mundo estaba de espaldas, pero Guatemala sufría una larga noche de San Bartolomé. La aldea Cajón del Río quedó sin hombres, y a los de la aldea Tituque les revolvieron las tripas a cuchillo y a los de Piedra Parada los desollaron vivos y quemaron vivos a los de Agua Blanca de Ipala, previamente baleados en las piernas; en el centro de la plaza de San Jorge clavaron en una pica la cabeza de un campesino rebelde. En Cerro Gordo, llenaron de alfileres las pupilas de Jaime Velásquez, el cuerpo de Ricardo Miranda fue encontrado con treinta y ocho perforaciones y la cabeza de Haroldo Silva, sin el cuerpo de Haroldo Silva, la borde de la carretera a San Salvador; en Los Mixcos cortaron la lengua de Ernesto Chinchilla; en la fuente del Ojo de Agua, los hermanos Oliva Aldana fueron cosidos a tiros con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados; el cráneo de José Guzmán se convirtió en un rompecabezas de piezas minúsculas arrojadas al camino; de los pozos de San Lucas Sacatepequez emergían muertos en vez de agua; los hombres amanecían sin manos ni pies en la finca Miraflores. A las amenazas sucedían las ejecuciones o la muerte acometía, sin aviso, por la nuca; en las ciudades se señalaban con cruces negras las puertas de los sentenciados. Se los ametrallaba al salir, se arrojaban los cadáveres a los barrancos. Después no cesó la violencia. Todo a lo largo del tiempo del desprecio y de la cólera inaugurado en 1954, la violencia ha sido y sigue siendo una transpiración natural de Guatemala. Continuaron apareciendo, uno cada cinco horas, los cadáveres en los ríos o al borde de los caminos, los rostros sin rasgos, desfigurados por la tortura, que no serán identificados jamás. También continuaron, y en mayor medida, las matanzas más secretas: los cotidianos genocidios de la miseria. Otro sacerdote expulsado, el padre Blase Bonpane, denunciaba en le Washington Post, en 1968, a esta sociedad enferma: «De las setenta mil personas que cada año mueren en Guatemala, treinta mil son niños. La tasa de mortalidad infantil en Guatemala es cuarenta veces más alta que la de los Estados Unidos». Las venas abiertas de América Latina 70 dedicadas a las tareas agropecuarias, según el dramático registro de los censos sucesivos. El país vive de la lana y de la carne, pero en sus praderas pastan, en nuestros días, menos ovejas y menos vacas que a principios de siglo. El atraso de los métodos de producción se refleja en los bajos rendimientos de la ganadería —librada a la pasión de los toros y los cameros en primavera, a las lluvias periódicas y a la fertilidad natural del suelo- y también en la pobre productividad de los cultivos agrícolas. La producción de carne por animal no llega ni a la mitad de la que obtienen Francia o Alemania, y otro tanto ocurre con la leche en comparación con Nueva Zelanda, Dinamarca y Holanda; cada oveja rinde un kilo menos de lana que en Australia. Los rendimientos de trigo por hectárea son tres veces menores que los de Francia, y en el maíz, los rendimientos de los Estados Unidos superan en siete veces a los de Uruguay. Los grandes propietarios, que evaden sus ganancias al exterior, pasan sus veranos en Punta del Este., y tampoco en invierno, de acuerdo con su propia tradición, residen en sus latifundios, a los que vistan de vez en cuando en avioneta: hace un siglo, cuando se fundó la Asociación Rural, dos terceras partes de sus miembros tenían ya su domicilio en la capital. La producción extensiva, obra de la naturaleza y los peones hambrientos, no implica mayores dolores de cabeza. Y por cierto que brinda ganancias. Las rentas y las ganancias de los capitalistas ganaderos suman no menos de 75 millones de dólares por año en la actualidad”'. Los rendimientos productivos son bajos, pero los beneficios muy altos, a causa de los bajísimos costos. Tierra sin hombres, hombres sin tierra: los mayores latifundios ocupan, y no todo el año, apenas dos personas por cada mil hectáreas. En los rancheríos, al borde de las estancias, se acumulan, miserables, las reservas siempre disponibles de mano de obra. El gaucho de las estampas folklóricas, tema de cuadros y poemas, tiene poco que ver con el peón que trabaja, en la realidad, las tierras anchas y ajenas. Las alpargatas bigotudas ocupan el lugar de las botas de cuero; un cinturón común, o a veces una simple piola, sustituye los anchos cinturones con adornos de oro y plata. Quienes producen la carne han perdido el derecho de comerla: los criollos muy rar vez tienen acceso al típico asado criollo, la carne jugosa y tiema dorándose a las brasas. Aunque las estadísticas internacionales sonríen exhibiendo promedios engañosos, la verdad es que el “ensopado”, guiso de fideos y achuras de capón, constituye la dieta básica, falta de proteínas, de los campesinos en Uruguay. Artemio Cruz y la segunda muerte de Emilio Zapata Exactamente un siglo después del reglamento de tierras de Artigas, Emiliano Zapata puso en práctica, en su comarca revolucionaria del sur de México, una profunda reforma agraria. Cinco años antes, el dictador Porfirio Díaz había celebrado con grandes fiestas, el primer centenario del grito de Dolores: los caballeros de levita, México oficial, olímpicamente ignoraban el México real cuya miseria alimentada sus esplendores. En la república de los parias, los ingresos de los trabajadores. En la república de los parias, los ingresos de los trabajadores no habían aumentado en un solo centavo desde el histórico levantamiento del cura Miguel Hidalgo. En 1910, poco más de ochocientos latifundistas, muchos de ellos extranjeros, poseían casi todo el territorio nacional.. eran señoritos de ciudad, que vivían en la capital o en Europa y muy de vez en cuando visitaban los cascos de los latifundios, donde dormían parapetados tras altas murallas de piedra oscura sostenidas por robustos contrafuertes. “" Instituto de Economía, El proceso económico del Uruguay, Contribución al estudio de su evolución y perspectivas, Montevideo, 1969. En las épocas del auge de la industria nacional, fuertemente subsidiada y protegida por el Estado, buena parte de las ganancias del campo derivó hacia las fábricas nacientes. Cuando la industria entró en su agónico ciclo de crisis, los excedentes de capital de la ganadería se volcaron en otras direcciones. Las más inútiles y lujosas mansiones de Punta del Este brotaron de la desgracia nacional; la especulación financiera desató, después, la fiebre de los pescadores en el río revuelto de la inflación. Pero, sobre todo, los capitales huyeron: los capitales y las ganancias que, año tras año, el país produce. Entre 1962 y 1966, según los datos oficiales, 250 millones de dólares volaron del Uruguay rumbo a los seguros bancos de Suiza y Estados Unidos. También los hombres, los hombres jóvenes, bajaron del campo a la ciudad, hace veinte años, a ofrecer sus brazos a la industria en desarrollo, y hoy se marchan, por tierra o por mar, rumbo al extranjero. Claro está, su suerte es distinta. Los capitales son recibidos con los brazos abiertos; a los peregrinos les aguarda un destino difícil, el desarraigo y la interperie, la aventura incierta. El Uruguay de 1970, estremecido por una crisis feroz, no es ya el mitológico oasis de paz y progreso que se prometía a los inmigrantes europeos, sino un país turbulento que condena al éxodo a sus propios habitantes. Produce violencia y exporta hombres, tan naturalmente como produce y exporta carne y lana. Eduardo Galeano Ti Al otro lado de las murallas, en las cuadrillas, los peones se amontonaban en cuartuchos de adobe. Doce millones de personas dependían, en una población total de quince millones, de los salarios rurales; los jornales se pagaban casi por entero en las tiendas de raya de las haciendas, traducidos, a precios de fábula, en frijoles, harina y aguardiente. La cárcel, el cuartel y la sacristía tenían a su cargo la lucha contra los defectos naturales de los indios, quienes, al decir de un miembro de una familia ilustre de la época, nacían «flojos, borrachos y ladrones». La esclavitud, atado el obrero por deudas que se heredaban o por contrato legal, era el sistema real de trabajo en las plantaciones de henequén de Yucatán, en las vegas de tabaco del valle Nacional, en los bosques de madera y frutas de Chiapas y Tabasco y en las plantaciones de caucho, café, caña de azúcar, tabaco y frutas de Veracruz, Oaxaca y Morelos. John Kenneh Turner, escritor norteamericano, denunció en le testimonio de su visita. Que «los Estados Unidos han convertido virtualmente a Porfirio Díaz en un vasallo político y, en consecuencia, han transformado a México en una colonia esclava». Los capitales norteamericanos obtenían, directamente o indirectamente, jugosas utilidades de su asociación con la dictadura. «La norteamericanización de México, de la que tanto se jacta Wall Street — decía Turner-, se está ejecutando como si fuera una venganza». En 1845 los Estados Unidos se habían anexado los territorios mexicanos de Texas y California, donde restablecieron la esclavitud en nombre de la civilización, y en la guerra México perdió también los actuales estados norteamericanos de Colorado, Arizona, Nuevo México, Nevada y Utah. Más de la mitad del país. El territorio usurpado equivalía a la extensión actual de Argentina. «¡Pobrecito México! -se dice desde entonces- tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos». El resto de su territorio mutilado, sufrió después de la invasión de las inversiones norteamericanas en el cobre, en el petróleo, en el caucho, en el azúcar, en la banca y en los transportes. El American Cordage Trust, filial de la Standard Oil, no resultaba en absoluto ajeno al exterminio de los indios mayas y yanquis en las plantaciones del henequén de Yucatán, campos de concentración donde los hombres y los niños eran comprados y vendidos como bestias, porque esta era la empresa que adquiría más de la mitad del henequén producido y le convenía disponer de la fibra a precios baratos. Otras veces, la explotación de la mano de obra esclava era, como descubrió Tumer, directa. Un administrador norteamericano le contó que pagaba los lotes de peones enganchados a cincuenta pesos por cabeza, «y los conservamos mientras duran... En menos de tres meses enterramos a más de la mitad». En 1910 llegó la hora del desquite. México se alzó en armas contra Porfidio Díaz. Un caudillo agrarista encabezó desde entonces la insurrección en el sur: Emiliano Zapata, el más puro de los líderes de la revolución, el más leal a la causa de los pobres, el más fervoroso en su voluntad de redención social. Las últimas décadas del siglo XIX habían sido tiempos de despojo feroz para las comunidades agrarias de todo México; los pueblos y las aldeas de Morelos sufrieron la febril cacería de tierras, aguas y brazos que las plantaciones de caña de azúcar devoraban en su expansión. Las haciendas azucareras dominaban la vida del estado y su prosperidad había hecho nacer ingenios modernos, grandes destilerías y ramales ferroviarios para transportar el producto. En la comunidad de Anenecuilco, donde vivía Zapata y a la que en cuerpo y alma pertenecía, los campesinos indígenas despojados reivindicaban siete siglos de trabajo continuo sobre su suelo: estaban allí desde antes de que llegara Hernán Cortés. Los que se quejaban en voz alta marchaban a los campos de trabajos forzados en Yucatán. Como en todo el estado de Morelos, cuyas tierras buenas estaban en manos de diecisiete propietarios, los trabajadores vivían mucho peor que los caballos de polo que los latifundistas mimaban en sus establos de lujo. Una ley de 1909 determinó que nuevas tierras fueran arrebatadas a sus legítimos dueños y puso al rojo vivo las ya ardientes contradicciones sociales. Emiliano Zapata, el jinete parco en palabras, famoso porque era el mejor domador del estado y unánimemente respetado por su honestidad y coraje, se hizo guerrillero. «pegados a la cola del caballo del Jefe Zapata», los hombres del sur formaron rápidamente un ejército libertador. % John Kenneth Turner, op. cit. México era el país preferido por las inversiones norteamericanas: reunía a fines de siglo poco menos de la tercera parte de los capitales de Estados Unidos invertidos en el extranjero. En el estado de Chihuahua y otras regiones del norte, William Randolph Hearst, el célebre Citizen Kane del film de Welles, poseía más de tres millones de hectáreas. Fernando Carmona, El drama de América Latina. El caso de México, México, 1964. Las venas abiertas de América Latina nm Cayó Díaz, y Francisco Madero, en ancas de la revolución, llegó el gobierno. Las promesas de reforma agraria no demoraron en disolverse en una nebulosa institucionalista. El día de su matrimonio, Zapata tuvo que interrumpir las fiestas: el gobierno había enviado a las tropas del general Victoriano Huerta para aplastarlo. El héroe se había convertido en «bandido», según los doctores de la ciudad. En noviembre de 1911, Zapata proclamó su Plan de Ayala, al tiempo que anunciaba: «Estoy dispuesto a luchar contra todo y contra todos». El plan advertía que «la inmensa mayoría de los pueblos y ciudadanos mexicanos no son más dueños que del terreno que pisan» y propugnaba la nacionalización total de los bienes enemigos de la revolución, la devolución a sus legítimos propietarios de las tierras usurpadas por la avalancha latifundista y la expropiación de Una tercera parte de las tierras de los hacendados restantes. El plan de Ayala se convirtió en un imán irresistible que atraía a millares de campesinos a las filas del caudillo agrarista. Zapata denunciaba «la infame pretensión» de reducirlo todo a un simple cambio de personas en el gobierno: la revolución no se hacía para eso. Cerca de diez años duró la lucha. Contra Díaz, contra Madero, luego contra Huerta, el asesino, y más tarde contra Venustiano Carranza. El largo tiempo de la guerra fue también un período de intervenciones norteamericanas continuas: los marines tuvieron a su cargo dos desembarcos y varios bombardeos, los agentes diplomáticos urdieron conjuntas políticas diversas y el embajador Henry Lane Wilson organizó con éxito el crimen del presidente Madero y su vice. Los cambios sucesivos en el poder no alteraban, en todo caso, la furia de las agresiones contra Zapata y sus fuerzas, porque ellas eran la expresión no enmascarada de la lucha de clases, en lo hondo de la revolución nacional: el peligro real. Los gobiernos y los diarios bramaban contra «las hordas vandálicas» del general Morelos. Poderosos ejércitos fueron enviados, uno tras otro, contra zapata. Los incendios, las matanzas, la devastación de los pueblos, resultaron, una y otra vez, inútiles. Hombres, mujeres y niños morían fusilados o ahorcados como «espías zapatistas» y a las carnicerías seguían los anuncios de victoria: la limpieza ha sido un éxito. Pero al poco tiempo volvían a encenderse las hogueras en los trashumantes campamentos revolucionarios de las montañas del sur. En varias oportunidades, las fuerzas de Zapata contraatacaban con éxito hasta los suburbios de la capital. Después de la caída de régimen de Huerta, Emiliano Zapata y Pancho Villa, el «Atila del Sur» y el «Centauro del Norte», entraron en la ciudad de México a paso de vencedores y fugazmente compartieron el poder. A fines de 1914, se abrió un breve ciclo de paz que permitió a Zapata poner en práctica, en Morelos, una reforma agraria aún más radical que la anunciada en el Plan de Ayala. El fundador del partido Socialista y algunos militantes anarcosindicalistas influyeron mucho en este proyecto: radicalizaron la ideología del líder del movimiento, sin herir sus raíces tradicionales, y le proporcionaron una imprescindible capacidad de organización. La reforma agraria se proponía «destruir de raíz y para siempre el injusto monopolio de la tierra, para realizar un estado social que garantice plenamente el derecho natural que todo hombre tiene sobre la extensión de tierra necesaria a su propia subsistencia y a la de su familia». Se distribuían las tierras a las comunidades e individuos despojados a partir de la ley de desamortización de 1856, se fijaban límites máximos a los terrenos según el clima y la calidad natural, y se declaraban de propiedad nacional los predios de los enemigos de la revolución. Esta última disposición política tenía, como en la reforma agraria de Artigas, un claro sentido económico: los enemigos eran los latifundistas. Se formaron escuelas de técnicos, fábricas de herramientas y un banco de crédito rural; se nacionalizaron los ingenios y las destilerías, que se convirtieron en servicios públicos. Un sistema de democracia locales colocaba en manos del pueblo las fuentes del poder político y el sustento económico. Nacían y se difundían las escuelas zapatistas, se organizaban juntas populares para la defensa y la promoción de los principios revolucionarios, una democracia auténtica cobraba forma y fuerza. Los municipios eran unidades nucleares de gobierno y la gente elegía sus autoridades, sus tribunales y su policía. Los jefes militares debían someterse a la voluntad de los burócratas y los generales la que imponía los sistemas de producción y de vida. La revolución se enlazaba con la tradición y operaba «de conformidad con la costumbre y usos de Cada pueblo..., es decir, que si determinado pueblo pretende el sistema comunal así se llevará a cabo, y si otro pueblo desea el fraccionamiento de la tierra para reconocer su pequeña propiedad, así se hará.». Eduardo Galeano 75 Decenas de proyectos, gordos, flacos, anchos, angostos, duermen en las estanterías de los parlamentos de todos los países latinoamericanos. Ya no es un tema maldito la reforma agraria: los políticos han aprendido que la mejor manera de no hacerla consiste en invocarla de continuo. Los procesos simultáneos de concentración y pulverización de la propiedad de la tierra continúan, olímpicos, su curso en la mayoría de los países. No obstante, las excepciones empiezan a abrirse paso. Porque el campo no es solamente un semillero de pobreza: es también, un semillero de rebeliones, aunque las tensiones sociales agudas se oculten a menudo, enmascaradas por la resignación aparente de las masas. El nordeste de Brasil, por ejemplo, impresiona a primera vista como un bastión del fatalismo, cuyos habitantes aceptan morirse de hambre tan pasivamente como aceptan la llegada de la noche al cabo del día. Pero no está tan lejos en el tiempo, al fin y al cabo, la explosión mística de los nordestinos que pelearon junto a sus mesías, apóstoles extravagantes, alzando la cruz y los fusiles contra los ejércitos, para traer a esta tierra el reino de los cielos, ni las furiosas oleadas de violencia de los cangaceiros: los fanáticos y los bandoleros, utopía y venganza, dieron cauce a la protesta social ciega todavía, de los campesinos desesperados. Las ligas campesinas recuperarían más tarde, profundizándolas, estas tradiciones de lucha. La dictadura militar que usurpó el poder en Brasil en 1964 no demoró en anunciar su reforma agraria. El Instituto Brasileño de Reforma Agraria es, como ha hecho notar Paulo Schilling, un caso único en el mundo: en vez de distribuir tierra a los campesinos, se dedica a expulsarlos, par restituir a los latifundistas las extensiones espontáneamente invadidas o expropiadas por gobiernos anteriores. En 1966 y 1967, antes de que la censura de prensa se alzara con mayor rigor, los diarios solían dar cuenta de los despojos, los incendios y las persecuciones que las tropas de la policía militar llevaban a cabo por orden del atareado Instituto. Otra reforma agraria digna de una antología es la que se promulgó en Ecuador en 1964 en 1964. El gobierno solo distribuyó tierras improductivas a la par que facilitó la concepción de las tierras de mejor calidad en manos de los grandes terratenientes. La mitad de las tierras distribuidas por la reforma agraria de Venezuela, a partir de 1960, eran de propiedad pública; las grandes plantaciones comerciales no fueron tocadas y los latifundistas expropiados recogieron indemnizaciones tan altas que obtuvieron espléndidas ganancias y compraron nuevas tierras en otras zonas. El dictador argentino Juan Carlos Onganía estuvo a punto de anticipar en dos años su caída, cuando en 1968 intentó aplicar un nuevo régimen a la propiedad rural. El proyecto intentaba gravar las improductivas «llanuras peladas» más severamente que las tierras productivas. La oligarquía vacuna puso el grito en el cielo, movilizó sus propias espadas en el estado mayor y Onganía tuvo que olvidar sus heréticas intenciones. La Argentina dispone, como el Uruguay, de praderas naturalmente fértiles que, al influjo de un clima benigno, le han permitido disfrutar de una prosperidad relativa en América Latina. Pero la erosión va mordiendo sin piedad las inmensas llanuras abandonadas que no se aplican al cultivo ni al pastoreo, y otro tanto ocurre con gran parte de los millones de hectáreas dedicadas a la explosión extensiva del ganado. Como en el caso de Uruguay, aunque en menor grado, esa explotación extensiva está en el trasfondo de la crisis que ha sacudido a la economía argentina en los años sesenta. Los latifundistas argentinos no han mostrado suficiente interés por introducir innovaciones técnicas en sus campos. La productividad es todavía baja, porque conviene que lo sea; la ley de la ganancia puede más que todas las leyes. La extensión de las propiedades, a través de la compra de nuevos campos, resulta más lucrativa y menos riesgosa que la puesta en práctica de los medios que la tecnología moderna proporciona para la producción intensiva”. En 1931, la Sociedad Rural oponía el caballo al tractor: «Agricultores ganaderos! - proclamaban sus dirigentes- ¡Trabajar con caballos en las faenas agrícolas es proteger sus propios intereses y los del país!». % La pradera artificial representa, desde el punto de vista del capital ganadero, un traslado de capital hacia una inversión más cuantiosa, más riesgosa y simultáneamente menos rentable que la inversión tradicional en ganadería extensiva. Así, el interés privado del productor entra en contradicción con el interés de la sociedad en su conjunto: la calidad del ganado y sus rendimientos sólo puede incrementarse, a partir de ciertos puntos, a través del aumento del poder nutritivo del suelo. El país necesita que las vacas produzcan más came y las ovejas más lana, pero los dueños de la tierra ganan más que suficiente al nivel de los rendimientos actuales. Las conclusiones del Instituto de Economía de Universidad de Uruguay (op. cit) son, en cierto sentido, también aplicables a la Argentina. Las venas abiertas de América Latina 76 Veinte años después, insistía en sus publicaciones: «Es más fácil — ha dicho un conocido militar- que llegue pasto al estómago de un caballo que nafta al tanque de un pesado camión». Según los datos de la CEPAL, Argentina tiene, en proporción a las hectáreas de superficie arable, dieciséis veces menos tractores que Francia, y diecinueve veces menos tractores que el Reino Unido. El país consume, también en proporción, ciento cuarenta veces menos fertilizantes que Alemania Occidental. Los rendimientos de trigo, maíz y algodón de la agricultura argentina son bastante más bajos que los rendimientos de esos cultivos en los países desarrollados. Juan Domingo Perón había desafiado los intereses de la oligarquía terrateniente de la Argentina, cuando impuso el estatuto del peón y el cumplimiento del salario mínimo rural. En 1944, la Sociedad Rural afirmaba: «En la fijación de los salarios es primordial determinar el estándar de vida del peón común. Son a veces tan limitadas sus necesidades materiales que un remanente trae destinos socialmente poco interesantes. La Sociedad Rural continúa hablando de los peones como si fueran animales, y la honda meditación a propósito de las cortas necesidades de consumo de los trabajadores brinda, involuntariamente, un buena clave para comprender las limitaciones del desarrollo industrial argentino: el mercado interno no se extiende ni se profundiza en medida suficiente. La política de desarrollo económico que impulsó el propio Perón no rompió nunca la estructura del subdesarrollo agropecuario. En junio de 1952, en un discurso que pronunció desde el Teatro Colón, perón desmintió que tuviera el propósito de realizar una reforma agraria, y la Sociedad Rural comentó, oficialmente: «Fue una magistral disertación». En Bolivia, gracias a la reforma agraria de 1952, ha mejorado visiblemente la alimentación en vastas zonas rurales del altiplano, tanto que hasta se han comprobado cambios de estura en los campesinos. Sin embargo, el conjunto de la población boliviana consume todavía apenas un sesenta por ciento de las proteínas y un quinta parte del calcio necesario en la dieta mínima, y en las áreas rurales el déficit es aún más agudo que estos promedios. No puede decirse en modo algunos que la reforma agraria haya fracasado, pero la división de las tierras altas no ha bastado para impedir que Bolivia gaste, en nuestros días, la quinta parte de sus divisas en importar alimentos del extranjero. La reforma agraria que ha puesto en practica, desde 1969, el gobierno militar de Perú, está asomando como una experiencia de cambio en profundidad. Y en cuanto a la expropiación de algunos latifundios chilenos por parte del gobierno de Eduardo Frei, es de justicia reconocer que abrió el cauce a la reforma agraria radical que el nuevo presidente, salvador Allende, anuncia mientras escribo estas páginas. Las trece colonias del norte y la importancia de no nacer importante. La apropiación privada de la tierra siempre se anticipó, en América Latina, a su cultivo útil. Los rasgos más retrógrados del sistema de tenencia actualmente vigente no provienen de las crisis, sino que han nacido durante los períodos de mayor prosperidad; a la inversa, los períodos de depresión económica han apaciguado la voracidad de los latifundistas por la conquista de nuevas extensiones. En Brasil, por ejemplo, la decadencia del azúcar y la virtual desaparición del oro y los diamantes hicieron posible, entre 1820 y 1850, una legislación que aseguraba la propiedad de la tierra a quien la ocupara y la hiciera producir. En 1850 el ascenso del café como nuevo «producto rey» determinó la sensación de la Ley de Tierras, cocinada según el paladar de los políticos y los militares del régimen oligárquico, para negar la propiedad de la tierra a quienes le trabajan, a medida que se iban abriendo, hacia el sur y hacia el oeste, los gigantescos espacios interiores del país. Esta ley «fue reforzada y ratificada desde entonces por una copiosísima legislación, que establecía la compra como única forma de acceso a la tierra y creaba un sistema notarial de registro que haría casi impracticable que un labrador pudiera legalizar su posesión...» La legislación norteamericana de la misma época se propuso el objetivo opuesto, para promover la colonización interna de los Estados Unidos. Crujían las carretas de los pioneros que iban extendiendo la frontera, a costa de las matanzas de los indígenas, hacia las tierras vírgenes del oeste: la Ley Lincoln de 1862, el Meted Act, aseguraba a cada familia la propiedad de lotes de 65 hectáreas. Cada beneficiario se comprometía a cultivar su parcela por un período no menor de cinco años. El dominio público se colonizó con rapidez asombrosa; la población aumentaba y se propagaba como un enorme mancha de aceite sobre el mapa. Eduardo Galeano La tierra accesible, fértil y casi gratuita, atraía a los campesinos europeos con un imán irresistible: cruzaban el océano y también los Apalaches rumbo a las praderas abiertas. Fueron granjeros libres, así, quienes ocuparon los nuevos territorios del centro y del oeste. Mientras el país crecía en superficie y en población, se creaban fuentes de trabajo agrícola y al mimo tiempo se generaba un mercado interno con gran poder adquisitivo, la enorme masa de los granjeros propietarios, para sustentar la pujanza del desarrollo industrial. En cambio, los trabajadores rurales que, desde hace más de un siglo, han movilizado con ímpetu la frontera interior de Brasil, no han ido no son familias de campesinos libres en busca de un trozo de tierra propia, como se observa en Ribeiro, sino braceros contratados para servir a los latifundistas que previamente han tomado posesión de los grandes espacios vacíos. Los desiertos interiores nunca fueron accesibles, como no fuera de esta manera, a la población rural. En provecho ajeno, los obreros han ido abriendo el país, a golpes de machete, a través de la selva. La colonización resulta una simple extensión del área latifundista. Entre 1930 y 1950, 65 latifundios brasileños absorbieron la cuarta parte de las nuevas tierras incorporadas a la agricultura. Estos dos opuestos sistemas de colonización interior muestran una de las diferencias más importantes entre los modelos de desarrollo de los Estados Unidos y de América Latina. ¿Por qué el norte es rico y el sur pobre? El río Bravo señala mucho más que una frontera geográfica. El hondo desequilibrio de nuestros días, que parece confirmar la profecía de Hegel sobre la inevitable guerra entre una y otra América, ¿nació de la expansión imperialista de los Estados Unidos o tiene raíces más antiguas? En realidad, al norte y al sur se habían generado, ya en la matriz colonial, sociedades muy poco parecidas y al servicio de fines que no eran los mismos. Los peregrinos de Mayflower no atravesaron el mar para conquistar tesoros legendarios ni para atrasar las civilizaciones indígenas existentes en el norte, sino para establecerse con sus familias y reproducir, en el Nuevo Mundo, el sistema de vida y de trabajo que practicaban en Europa. No eran soldados de fortuna, sino pioneros; no venían a conquistar, sino a colonizar: fundaron «colonias de poblamientos». Es cierto que el proceso posterior desarrolló, al sur de la bahía de Delaware, una economía de plantaciones esclavistas semejantes a la que surgió en América Latina, pero con la diferencia de que en Estados Unidos el centro de gravedad estuvo desde el principio radicado en las granjas y los talleres de Nueva Inglaterra, de donde saldrían los ejércitos vencedores de la Guerra de Secesión en el siglo XIX. Los colonos de Nueva Inglaterra, núcleo original de la civilización norteamericana, no actuaron nunca como agentes coloniales de la acumulación capitalista europea; desde el principio, vivieron al servicio de su propio desarrollo y del desarrollo de su tierra nueva. Las trece colonias del norte sirvieron de desembocadura al ejército de campesinos y artesanos europeos que el desarrollo metropolitano iba lanzando fuera del mercado de trabajo. Trabajadores libres formaron la base de aquella nueva sociedad de este lado del mar. España y Portugal contaron, en cambio, con una gran abundancia de mano de obra servil en América Latina. A la esclavitud de los indígenas sucedió el trasplante en masa de los esclavos africanos. A lo largo de los siglos, hubo siempre una legión enorme de campesinos desocupados disponibles para ser trasladados a los centros de producción: las zonas florecientes coexistieron siempre con las decadentes, al ritmo de los auges y las caídas de las exportaciones de metales preciosos o azúcar, y las zonas de decadencia surtían de mano de obra a las zonas florecientes. Esta estructura persiste hasta nuestros días, y también en la actualidad implica un bajo nivel de salarios, por la presión que los desocupados ejercen sobre el mercado de trabajo, y frustra el crecimiento del mercado interno de consumo. Pero además, a diferencia de los puritanos del norte, las clases dominantes de la sociedad colonial latinoamericana no se orientaron jamás al desarrollo económico interno. Sus beneficios provenían de fuera; estaban más vinculados al mercado extranjero que a la propia comarca. Terratenientes y mineros y mercaderes habían nacido para cumplir esa función: abastecer a Europa de oro, plata y alimentos. Los caminos trasladaban la carga en un solo sentido: hacia el puerto y los mercaderes de ultramar. Esta es también la clave que explica la expansión de los Estados Unidos como unidad nacional y la facturación de América Latina: nuestros centros de producción no estaban conectados entre sí, sino que formaban un abanico con el vértice muy lejos. Las trece colonias del norte tuvieron, bien pudiera decirse, la dicha de la desgracia. Su experiencia histórica mostró la tremenda importancia de no nacer importante. Porque al norte de América no había oro no había plata, ni civilizaciones indígenas con densas concentraciones de población ya Las venas abiertas de América Latina La experiencia del oro perdido de Minas Gerais - «oro blanco, oro negro, oro podrido», escribió el poeta Manuel Bandeira- no ha servido, como se ve, para nada: Brasil continúa despojándose gratis de sus fuentes naturales de desarrollo**. Por su parte, le dictador René Barrientos se apoderó de Bolivia en 1964 y, entre matanza y matanza de mineros, otorgó a la firma Philips Brothers la concesión de la mina Matilde, que contienen plomo, plata y grandes yacimientos de cinc con una ley doce veces más alta que la de las minas norteamericanas. La empresa quedó autorizada a llevarse el cinc en bruto, para elaborarlo en sus refinerías extranjeras, pagando al Estado nada menos que el uno y medio por ciento del valor de venta del mineral. En Perú, en 1968, se perdió misteriosamente la página número once del convenio que el presidente Balaúnde Terry había firmado a los pies de una filial de la Standart Oil, y el general Velasco Alvarado derrocó al presidente, tomó las riendas del país y nacionalizó los pozos y la refinería de la empresa. En Venezuela, el gran lago de petróleo de la Standard Oil y la Gulf, tiene su asiento la mayor misión militar norteamericana de América Latina. Los frecuentes golpes de Estado de Argentina estallan antes o después de cada licitación petrolera. El cobre no era en modo alguno ajeno a la desproporcionada ayuda militar que Chile recibía del Pentágono hasta el triunfo electoral de las fuerzas de izquierda encabezadas por Salvador Allende; las reservas norteamericanas de cobre habían caído en más de un sesenta por ciento entre 1965 y 1969. En 1964, en su despacho de La Habana, el Che Guevara me enseñó que la Cuba de Batista no era sólo de azúcar: los grandes yacimientos cubanos de níquel y de manganeso explicaban mejor, a su juicio, la furia ciega del Imperio contra la revolución. Desde aquella conversación, las reservas de níquel de los Estados Unidos se redujeron a la tercera parte: la empresa norteamericana Nicro Nickel había sido nacionalizada y el presidente Jhonson, había amenazado a los metalúrgicos franceses con embargar sus envíos a los Estados Unidos si comparaban el mineral a Cuba. Los minerales tuvieron mucho que ver con la caída del gobierno del socialista Cheddi Jagan, que a fines de 1964 había obtenido nuevamente la mayoría de los votos en lo que entonces era la Guayana británica. El país que hoy se llama Guyana es el cuarto productor mundial de bauxita y figura en el tercer lugar entre los productores latinoamericanos de manganeso. La CIA desempeñó un papel decisivo en la derrota de Jagan. Arnold Zander, el máximo dirigente de la huelga que sirvió de provocación y pretexto para negar con trampas la victoria electoral de Jagan, admitió públicamente, tiempo después, que su sindicato había recibido una lluvia de dólares de una de las fundaciones de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos. El nuevo régimen garantizó que no correrían peligro los intereses de la Aluminium Company of América en Guyana: la empresa podría seguir llevándose, sin sobresaltos, la bauxita, y vendiéndosela a sí misma al mismo precio de 1938, aunque desde entonces se hubiera multiplicado el precio del aluminio*. El negocio ya no corría peligro. La bauxita de Arkansas vale el doble que la bauxita de Guyana. Los Estados Unidos disponen de muy poca bauxita en su territorio; utilizando materia prima ajena y muy barata, producen, en cambio, casi la mitad del aluminio que se elabora en el mundo. Para abastecerse de la mayor parte de los minerales estratégicos que se consideraban de valor crítico para su potencial de guerra, los Estados Unidos dependen de las fuentes extranjeras. «otro de retropropulsión, la turbina de gas y los reactores nucleares tienen hoy una enorme influencia sobre la demanda de materiales que sólo pueden ser obtenidos en el exterior», dice Magdolf en este sentido. La imperiosa necesidad de minerales estratégicos, imprescindibles para salvaguardar el poder militar y atómico de los Estados Unidos, aparece claramente vinculada a la compra masiva de tierras, por medios generalmente fraudulentos, en la Amazonia brasileña. En la década del '60, numerosas empresas norteamericanas, conducidas de la mano por aventureros y contrabandistas profesionales, se abatieron en un rush febril sobre esta selva gigantesca. %* El gobierno de México advirtió a tiempo, en cambio, que el país, uno de los principales exportadores mundiales de azufre, se estaba vaciando. La Texas Gulf Sulphur Co. y la Pan American Sulfur habían asegurado que las reservas con que todavía contaban sus concesiones eran seis veces más abundantes de lo que eran en realidad, y el gobierno resolvió, en 1965, limitar las ventas al exterior. % Arthur Davis, presidente de la Aluminium Co. durante largo tiempo, murió en 1962 y dejó trescientos millones de dólares en herencia a las fundaciones de caridad, con la expresa condición de que no gastaran los fondos fuera del territorio de los Estados Unidos. Ni siquiera por esta vía pudo Guyana rescatar aunque fuera una parte de la riqueza que la empresa le ha arrebatado. (Philip Reno, Aluminium Profits and Caribbean People, en Monthly Review, Nueva York, octubre de 1963, y del mismo autor, El drama de la Guayana Británica. Un pueblo desde la esclavitud a la lucha por el socialismo, en Monthly Review, selecciones en castellano, Buenos Aires, enero-febrero de 1965). Eduardo Galeano 81 Previamente, en virtud del acuerdo firmado en 1964, los aviones de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos habían sobrevolado y fotografiado toda la región. Habían utilizado equipos de cintilómetros para detectar los yacimientos de minerales radiactivos por la emisión de ondas de luz de intensidad variable, electromagnetómetros para radiografiar el subsuelo rico en minerales no ferrosos y magnetómetros para descubrir y medir el hierro. Los informes y las fotografías obtenidas en el relevamiento de la extensión y la profundidad de las riquezas secretas de la Amazonia fueron puestos en manos de las empresas privadas interesadas en el asunto, gracias a los buenos servicios de Geological Survey del gobierno de los Estados Unidos. En la inmensa región se comprobó la existencia de oro, plata, diamantes, gipsita, hematita, magnetita, tantalio, titanio, torio, uranio, cuarzo, cobre, manganeso, plomo, sulfatos, potasios, bauxita, cinc, zirconio, cromo y mercurio. Tanto se abre el cielo desde la jungla virgen de Matto Grosso hasta las llanuras del sur de Goiás que, según deliraba la revista Times en su última edición latinoamericana de 1967, se puede ver al mismo tiempo el sol brillante y media docena de relámpagos de tormentas distintas. El gobierno había ofrecido exoneraciones de impuestos y otras seducciones para colonizar los espacios vírgenes de este universo mágico y salvaje. Según Times, los capitalistas extranjeros habían comprado, antes de 1967, a siete centavos el acre, una superficie mayor que la que suman los territorios de Connecticut, Rhode, Delaware, Massachussets y New Hampshire. «Debemos mantener las puertas bien abiertas a la inversión extranjera —decía el director de la agencia gubernamental para el desarrollo de la Amazonia-, porque necesitamos más de lo que podemos obtener». Para justificar el relevamiento aerofotogramétrico por parte de la aviación norteamericana, el gobierno había declarado, antes, que carecía de recursos. En América latina es lo normal: siempre se entregan los recursos en nombre de la falta de recursos. El Congreso brasileño pudo realizar una investigación que culminó con un voluminoso informe sobre el tema. En él se enumeran casos de venta o usurpación de tierras por veinte millones de hectáreas, extendidas de manera tan curiosa que, según la comisión investigadora, «forman un cordón para aislar la Amazonia del resto de Brasil». La «explotación clandestina de minerales muy valioso» figura en el informe como uno de los principales motivos de la avidez norteamericana por abrir una nueva frontera dentro de Brasil. El testimonio del gabinete del Ministerio del Ejército, recogido en el informe, hace hincapié en «el interés del propio gobierno norteamericano en mantener, bajo su control, una vasta extensión de tierras para su utilización ulterior, sea para la explotación de minerales, particularmente los radiactivos, sea como base de una colonización dirigida». El Consejo de Seguridad Nacional afirma: «Causa sospecha el hecho de que las áreas ocupadas, o en vías de ocupación, o por elementos extranjeros, coincidan con regiones que están siendo sometidas a campañas de esterilización de mujeres brasileñas por extranjeros». En efecto, según el diario Correio da Manha, «más de veinte misiones religiosas extranjeras, principalmente las de la iglesia protestante de Estados Unidos, están ocupando la Amazonia, localizándose en los puntos más ricos en minerales radiactivos, oro y diamantes... Difunden en gran escala diversos anticonceptivos, como el dispositivo intrauterino, y enseñan inglés a los indios catequizados... Sus áreas están cercadas por elementos armados y nadie puede penetrar en ellas. No está de más advertir que la Amazonia es la zona de mayor extensión entre todos los desiertos del planeta habitables por el hombre. El control de la natalidad se puso en práctica en este grandioso espacio vacío, para evitar la competencia demográfica de los muy escasos brasileños que, en remotos rincones de la selva o de las planicies inmensas, viven y se reproducen. Por su parte, el general Riograndino Kruel afirmó, ante la comisión investigadora del Congreso, que «el volumen de contrabando de materiales que contienen torio y uranio alcanza la cifra astronómica de un millón de toneladas». Algún tiempo antes, en septiembre de 1966, Kruel, jefe de la policía federal, había denunciado «la impertinente y sistemática interferencia» de un cónsul de los Estados Unidos en el proceso abierto contra cuatro ciudadanos norteamericanos acusados de contrabando de minerales atómicos brasileños. A su juicio, que se les hubiera encontrado cuarenta toneladas de mineral radiactivo era suficiente para condenarlos. Poco después, tres de los contrabandistas se fugaron de Brasil misteriosamente. El contrabando no era un fenómeno nuevo, aunque se había intensificado mucho. Brasil pierde cada año más de cien millones de dólares, solamente por la evasión clandestina de diamantes en bruto. Pero en realidad el contrabando sólo se hace necesario en medida relativa. Las concesiones legales arrancan a Brasil cómodamente sus más fabulosas riquezas naturales. Las venas abiertas de América Latina 82 Por no citar más que otro ejemplo, nueva cuenta de un largo collar, el mayor yacimiento de niobio del mundo, que está en Araxá, pertenece a una filial de la Niobium Corporation, de Nueva York. Del niobio provienen varios metales que se utilizan, por su gran resistencia a las temperaturas altas, para la construcción de reactores nucleares, cohetes y naves espaciales, satélites o simples jets. La empresa extrae también, de paso, junto con el niobio, buenas cantidades de tántalo, torio, uranio, pirocloro y tierras raras de alta ley mineral. Un químico alemán derrotó a los vencedores de la guerra del Pacífico. La historia del salitre, su auge y su caída, resulta muy ilustrativa de la duración ilusoria de las prosperidades latinoamericanas en el mercado mundial: el siempre efímero soplo de las glorias y el peso siempre perdurable de las catástrofes. A mediados del siglo pasado, las negras profecías de Malthus planeaban sobre el Viejo Mundo. La población europea crecía vertiginosamente y se hacía imprescindible otorgar nueva vida a los suelos cansados para que la producción de alimentos pudiera aumentar en proporción pareja. El guano reveló sus propiedades fertilizantes en los laboratorios británicos; a partir de 1840 comenzó su exportación en gran escala desde la costa peruana. Los alcatraces y las gaviotas, alimentados por los fabulosos cardúmenes de las corrientes que lamen las riberas, habían ido acumulando en las islas y los islotes, desde tiempos inmemoriales, grandes montañas de excrementos ricos en nitrógeno, amoníaco, fosfato y sales alcalinas: el grupo se conservaba puro en las costas sin lluvia de Perú, Poco después del lanzamiento internacional del guano, la química agrícola descubrió que eran aún mayores las propiedades nutritivas del salitre, y en 1850 ya se había hecho muy intenso su empleo como abono en los campos europeos. Las tierras del viejo continente dedicadas al cultivo del trigo, empobrecidas por la erosión, recibían ávidamente los cargamentos de nitrato de soda provenientes de las salitreras peruanas de Tarapacá y, luego, de la provincia boliviana de Antofagasta. Gracias al salitre y al guano, que yacían en las costas del pacífico «casi al alcance de los barcos que venían a buscarlos», el fantasma del hambre se alejó de Europa. La oligarquía de Lima, soberbia y presuntuosa como ninguna, continuaba enriqueciéndose a manos llenas y acumulando símbolos de su poder en los palacios y los mausoleos de mármol de Carrara que la capital erguía en medio de los desiertos de arena. Antiguamente a costa de la plata de Potosí, y ahora pasaban a vivir de la mierda de los pájaros y del grumo blanco y brillante de las salitreras. Perú creía que era independiente, pero Inglaterra había ocupado el lugar de España. «El país se sintió rico-escribía Mariátegui-. El Estado usó sin medida de su crédito. Vivió en el derroche, hipotecando su porvenir a las finanzas inglesas». En 1868, según Romero, los gastos y las deudas del Estado ya eran mucho mayores que el valor de las ventas al exterior. Los depósitos de guano servían de garantía a los empréstitos británicos, y Europa jugaba con los precios; la rapiña de los exportadores hacía estragos: lo que la naturaleza había acumulado en las islas a lo largo de milenios se maltrataba en pocos años. Mientras tanto, en las pampas salitreras, cuenta Bermúdez, los obreros sobrevivían en chozas «miserables, apenas más altas que el hombre, hechas con piedras, cascotes de caliche y barro, de un solo recinto». La explotación del salitre rápidamente se entendió hasta la provincia boliviana de Antofagasta, aunque el negocio no era boliviano sino peruano y, más que peruano, chileno. Cuando el gobierno de Bolivia pretendió aplicar un impuesto a las salitreras que operaban en su suelo, los batallones del ejército de Chile invadieron la provincia para no abandonarla jamás. Hasta aquella época, el desierto había oficiado de zona de amortiguación para los conflictos latentes entre Chile, Perú y Bolivia. El salitre desencadenó la pelea. La guerra del pacífico estalló en 1879 y duró hasta 1883. las fuerzas armadas chilenas, que ya en 1879 habían ocupado también los puertos peruanos de la región del salitre, Patillos, Iquique, Pisagua, Junín, entraron por fin victoriosas en Lima, y al día siguiente la fortaleza del Callao se rindió. * Emst Samhaber, Sudamérica, biografía de un continente, Buenos Aires, 1946. Las aves guaneras son las más valiosas del mundo, escribía Robert Cushman Murphy mucho después del auge, “por su rendimiento en dólares por cada digestión”. Están por encima, decía, del ruiseñor de Shakespeare que cantaba en el balcón de Julieta, por encima de la paloma que voló sobre el arca de Noé y, desde luego, de la triste golondrina de Bécquer. Eduardo Galeano 85 contrapartida, según sus propias cifras infladas, una inversión total que no pasaba de ochocientos millones, casi todos provenientes de las ganancias arrancadas al país*. La hegemonía había ido aumentando a medida que la producción crecía, hasta superar los cien millones de dólares por año en los últimos tiempos. Los dueños del cobre eran los dueños de Chile. El lunes 21 de diciembre del 70, Salvador Allende habla desde el balcón del palacio de gobierno a una multitud fervorosa; anuncia que ha firmado el proyecto de reforma constitucional que hará posible la nacionalización de la gran minería. En 1969, la Anaconda ha logrado en Chile utilidades por 79 millones de dólares, que equivalen al ochenta por ciento de sus ganancias en todo el mundo: y sin embargo, agrega, la Anaconda tiene en Chile menos de la sexta parte de sus inversiones en el exterior. La guerra bacteriológica de la derecha, planificada campaña de propaganda destinada a sembrar el terror para evitar la nacionalización del cobre y las demás reformas de estructura anunciadas desde la izquierda, había sido tan intensa como en las elecciones anteriores. Los diarios habían exhibido pesados tanques soviéticos rodando ante el palacio presidencial de La Moneda; sobre las paredes de Santiago los guerrilleros barbudos aparecerían arrastrando jóvenes inocentes rumbo a la muerte; se escuchaba el timbre de cada casa, un aseñora explicaba: «¿Tiene usted cuatro niños? Dos, irán a la Unión Soviética y dos a Cuba». Todo resultaba inútil: el cobre «se pone poncho y espuelas», anuncia el presidente Allende: el cobre vuelve a ser chileno. Los Estados Unidos, por su parte, con las piernas presas en la trampa de las guerras del sudeste asiático, no han ocultado el malestar oficial ante la marcha de los acontecimientos en el sur de la cordillera de los Andes. Pero Chile no está al alcance de una súbita expedición de marines, y la fin y al cabo Allende es presidente con todos los requisitos de la democracia representativa que el país del norte formalmente predica. El imperialismo atraviesa las primeras etapas de un nuevo ciclo crítico, cuyos signos se han hecho claros en la economía; su función de policía mundial se hace Cada vez más cara y más difícil. ¿Y la guerra de los precios? La producción chilena se vende ahora en mercados diversos y puede abrir amplios mercados nuevos entre los países socialistas; los Estados Unidos carecen de medios para bloquear, a escala universal, las ventas del cobre que los chilenos se disponen a recuperar. Muy distinta era, por cierto, la situación del azúcar cubana doce años atrás, destinada enteramente al mercado norteamericano y por entero dependiente de los precios norteamericanos. Cuando Eduardo Frei ganó las elecciones del 64, la cotización del cobre subió de inmediato con visible alivio: cuando Allende ganó las del 70, el precio, que ya venía bajando, declinó aún más. Pero el cobre, habitualmente sometido a muy agudas fluctuaciones de precios, había gozado de precios considerablemente altos en los últimos años y como la demanda excede a la oferta, la escasez impide que el nivel caiga muy abajo. A pesar de que el aluminio ha ocupado en gran medida su lugar como conductor de electricidad, el aluminio también requiere cobre, y en cambio no se han encontrado sucedáneos más baratos y eficaces para desplazarlo de la industria del acero ni de la química, y el metal rojo sigue siendo la materia prima principal de las fábricas de pólvora, latón y alambre. Todo a lo largo de las faldas de la cordillera, Chile posee las mayores reservas de cobre del mundo, una tercera parte del total hasta ahora conocido. El cobre chileno aparece por lo general asociado a otros metales, como oro, plata o molibdeno. Esto resulta un factor adicional para estimular su explotación. Por los demás, los obreros chilenos son baratos para las empresas: con sus bajísimos costos de Chile, la Anaconda y la Kennecot financian con creces sus altos costos en los Estados Unidos, del mismo modo que el cobre chileno paga, por la vía de los «gastos en el exterior», más de diez millones de dólares por año para el mantenimiento de las oficinas en Nueva York. El salario promedio de las minas chilenas apenas alcanzaba, en 1964 a la octava parte del salario básico en las refinerías de los Kenneccott en los Estados Unidos, pese a que la productividad de unos y otros obreros, estaba al mismo nivel. No eran iguales, en cambio, ni los son, las condiciones de vida. Por lo general, los mineros chilenos viven en camarotes estrechos y sórdidos, separados de sus familias, que habitan casuchas miserables en las afueras: separados también, claro está, del personal extranjero, que en las grandes minas habita un universo aparte, minúsculos estados dentro del Estado, donde sólo se habla inglés y hasta se editan periódicos para sus usos exclusivos. % Las mismas empresas industrializaban el mineral chileno en sus fábricas lejanas. Anaconda American Brass, Anaconda Wire and Cable y Kennecott Wire and Cable figuran entre las principales fábricas de bronce y alambre del mundo entero. José Cademartori. La economía chilena, Santiago de Chile, 1968. Las venas abiertas de América Latina La productividad obrera ha ido aumentando, en Chile, a medida que las empresas han mecanizado sus medios de explotación. Desde 1945, la producción de cobre ha aumentado en un cincuenta por ciento, pero la cantidad de trabajadores ocupados en las minas se ha reducido en una tercera parte. La nacionalización pondrá fin a un estado de cosas que se había hecho insoportable para el país, y evitará que se repita, con el cobre, la experiencia de saqueo y caída en el vacío que sufrió Chile en el ciclo del salitre. Porque los impuestos que las empresas pagan al Estado no compensan en modo alguno el agotamiento inflexible de los recursos minerales que la naturaleza ha concedido pero que no renovará. Por lo demás, los impuestos han disminuido, en términos relativos, desde que en 1955 se estableció el sistema de la tributación decreciente de acuerdo con los aumentos de la producción, y desde la «chilenización» del cobre dispuesta por el gobierno de Frei. En 1965 Frei convirtió al Estado en socio de la Kennecott y permitió a las empresas poco menos que triplicar sus ganancias a través de un régimen tributario muy favorable para ellas, los gravámenes se aplicaron, en el nuevo régimen, sobre un precio promedio de 29 centavos de dólar por libra, aunque el precio se elevó, empujado por la gran demanda mundial, hasta los setenta centavos. Chile perdió, por la diferencia de impuestos entre el precio ficticio y el precio real, una enorme cantidad de dólares, como lo reconoció el propio Radomiro Tomic, el candidato elegido por la Democracia Cristiana para suceder a Frei en el período siguiente. En 1969, el gobierno de Frei, pactó con la Anaconda un acuerdo para comprarle el 51 por ciento de las acciones en cuotas semestrales, en condiciones tales que desataron un nuevo escándalo político y dieron impulso al crecimiento de las fuerzas de izquierda. El presidente de la Anaconda había dicho previamente al presidente de Chile, según la versión divulgada por la prensa. «Excelencia: los capitalistas no conservan los bienes por motivos sentimentales, sino por razones económicas. Es corriente que una familia guarde un ropero porque perteneció a un abuelo; pero las empresas no tiene abuelos. Anaconda puede vender todos sus bienes. Sólo depende del precio que le paguen». Los mineros del estaño, por debajo y por encima de la tierra Hace poco menos de un siglo, un hombre medio muerto de hambre peleaba contra las rocas en medio de las desolaciones del altiplano de Bolivia. La dinamita estalló. Cuando él se acercó a recoger los pedazos de piedra triturados por la explosión, quedó deslumbrado. Tenía, en las manos, trozos fulgurantes de la veta de estaño más rica del mundo. Al amanecer del día siguiente, montó a caballo rumbo a Huanuni. El análisis de las muestras confirmó el valor del hallazgo. El estaño podía marchar directamente de la veta al puerto, sin necesidad de sufrir ningún proceso de concentración. Aquel hombre se convirtió en el rey del estaño, y cuando murió, la revista Fortune afirmó que era uno de los diez multimillonarios del planeta. Se llamaba Simón Patiño. Desde Europa, durante muchos años alzó y derribó a los presidentes y a los ministros de Bolivia, planificó el hambre de los obreros y organizó sus matanzas, ramificó y extendió su fortuna personal: Bolivia era un país que existía a su servicio. A partir de las jornadas revolucionarias de abril de 1952, Bolivia nacionalizó el estaño. Pero ya para entonces, aquellas minas riquísimas se habían vuelto pobres. En le cerro Juan del valle, donde Patiño había descubierto el fabuloso filón, la ley del estaño se ha reducido cientos de veces. De las 156 mil toneladas de roca que salen naturalmente por las bocaminas sólo se recuperan cuatrocientas. Las perforaciones ya suman, en kilómetros, una distancia dos veces mayor que la que separa a la mina de la ciudad de La Paz: el cerro, por dentro, un hormiguero agujereado por infinitas galerías, pasadizos, túneles y chimeneas. Va camino de convertirse en una cáscara vacía. Cada año pierde un poco más de altura, y el lento derrumbamiento le va comiendo la cresta: parece, de lejos, una muela cariada. Antenor Patiño no sólo cobró una indemnización considerable por las minas que su padre había exprimido, sino que mantuvo, además, el control del precio y del destino del estaño expropiado. Desde Europa, no cesaba de sonreír: «Mister Patiño es el afable rey del estaño boliviano», seguirían diciendo las crónicas sociales muchos años después de la nacionalización”, % El New York Times del 13 de agosto de 1969 lo definía en esos términos, al describir en éxtasis las vacaciones del duque y la duquesa de Windsor en el castillo del siglo XVI que Patiño posee en los alrededores de Lisboa. “Nos gusta dar a los sirvientes algo de calma y de paz”, confesaba la señora, mientras explicaba a Charlotte Curtis su programa del día. Eduardo Galeano 87 Porque la nacionalización, conquista fundamental de la revolución del 52, no había modificado el papel de Bolivia en la división internacional del trabajo, y casi todo el estaño se refina todavía en los hornos de Liverpool de la empresa Williams, Harvey and Co., que pertenece a Patiño. La nacionalización de las fuentes de producción de cualquier materia prima no es, como lo enseña la dolorosa experiencia, suficiente. Un país puede seguir tan condenado a la impotencia como siempre, aunque se haya hecho nominalmente dueño de su subsuelo. Bolivia ha producido, todo a lo largo de su historia, minerales en bruto y discursos refinados. Abundan la retórica y la miseria; desde siempre, los escritores cursis y los doctores de levita se han dedicado a absolver a los culpables. De cada diez bolivianos, seis no saben, todavía leer: la mitad de los niños no concurre a la escuela. Recién en 1971, Bolivia ha de tener en funcionamiento su propia fundición nacional de estaño, levantada en Oruro al cabo de una historia infinita de traiciones, sabotajes, intrigas y sangre derramada”*. Este país que no había podido, hasta ahora, producir sus propios lingotes, se da el lujo, en cambio, de contar con ocho facultades de derecho destinadas a la fabricación de vampiros de indios. Cuentan que hace un siglo el dictador Mariano Melgarejo obligó al embajador de Inglaterra a beber un barril entero de chocolate, en castigo por haber despreciado un vaso de chicha. El embajador fue paseado en burro, montado al revés, por la calle principal de La Paz. Y fue devuelto a Londres. Dicen que entonces la reina Victoria, enfurecida, pidió un mapa de América del Sur, dibujó una cruz de tiza sobre Bolivia y sentenció: «Bolivia no existe». Para el mundo, en efecto, Bolivia no existía ni existió después: el saqueo de la plata y, posteriormente, el despojo del estaño no han sido más que el ejercicio de un derecho natural de los países ricos. Al fin y al cabo, el envase de hojalata identifica a los Estados Unidos tanto como el emblema del águila o el pastel de manzana. Pero el envase de hojalata no es solamente un símbolo pop de los Estados Unidos: es también un símbolo, aunque no se sepa, de la silicosis en las minas de Siglo XX o Huanuni: la hojalata contiene estaño, y los mineros bolivianos mueren con los pulmones podridos para que el mundo pueda consumir estaño barato. Media docena de hombres fija su precio mundial. ¿Qué significa, para los consumidores de conservas o los manipuladores de la bolsa, la dura vida del minero en Bolivia? Los norteamericanos compran la mayor parte del estaño que se refina en el planeta: para mantener a raya los precios, periódicamente amenazan con lanzar al mercado sus enormes reservas de mineral, compradas muy por debajo de su cotización, a precios de «contribución democrática», en los años de la segunda guerra mundial. Según los datos de la FAO, el ciudadano medio de los Estados Unidos consume cinco veces más carne y leche y veinte veces más huevos que un habitante de Bolivia. Y los mineros están muy por debajo promedio nacional. En el cementerio de Catavi, donde los ciegos rezan por los muertos a cambio de una moneda, duele encontrar, entre las lápidas oscuras de los adultos, una innumerable cantidad de cruces blancas sobre las tumbas pequeñas. Después, es el tiempo de las vacaciones de montaña en Suiza; los fotógrafos y los periodistas se abalanzaban sobre los condes y los artistas de moda en Saint Moritz. Una millonaria de cincuenta años acaba de perder a su segundo marido, vicepresidente de la Ford, y sonríe ante los falsees: anuncia su próximo matrimonio con un jovencito que la toma del brazo y mira con ojos asustados. Al lado, otra pareja del gran mundo. Él es un hombre de baja estatura y rasgos de indio; cejas espesas, ojos duros, nariz aplastada, pómulos salientes. Antenor Patiño continúa pareciendo boliviano. En una revista, Antenor aparece disfrazado de príncipe oriental, con turbante y todo, entre varios príncipes auténticos que se han reunido en el palacio del barón Alexis de Rédé: la princesa Margarita de Dinamarca, el príncipe Enrique, María Pía de Saboya y su primo el príncipe Miguel de Borbón-Parma. El príncipe Lobckowitz y otros trabajadores. Cuando el general Alfredo Ovando anunció , en julio de 1966, que había llegado a un acuerdo con la empresa alemana Klochner para instalar los hornos estatales, dijo que tendrían un nuevo destino "esas pobres minas que solamente han servido, hasta ahora, para abrir socavones en los pulmones de nuestros hermanos mineros”. Esos hombres que dan su vida por el mineral, escribía Sergio Almaraz (El poder y la caída. Es estaño en la historia de Bolivia, La Paz — Cochabamba, 1967), “no lo poseen. Nunca lo poseyeron; ni antes ni después de 1952. Porque lo que sucede es que el estaño nada vale en cuanto a aprovechamiento inmediato si no es bajo el brillante aspecto de un lingote. El mineral, polvo pesado de terroso aspecto, ciertamente n sirve para nada que no sea para volcarlo en la boca de los homos". Almaraz contó la historia de un industrial, Mariano Peró, que libró una guerra solitaria, a lo largo de más de treinta años, para que el estaño boliviano se refinara en Oruro y no en Liverpool. En 1946, pocos días después de la caída del presidente nacionalista Gualberto Villarroel, Peró entró en el Palacio Quemado. Iba a recoger dos lingotes de estaño. Eran los primeros lingotes producidos en su fundición de Oruro, y ya no tenía sentido que aquel par de símbolos, que encarnaban a la nación, continuaran adomando el escritorio del presidente de la república. Villarroel había sido ahorcado en un farol de la Plaza Murillo y el poder de la rosca oligárquica era restaurado a partir de su caída. Mariano Peró recogió los lingotes y se fue con ellos. Estaban manchados de sangre seca. Las venas abiertas de América Latina El subsuelo norteamericano se está quedando, como hemos visto, exhausto. Sin hierro no se puede hacer acero y el ochenta por ciento de la producción industrial de los Estados Unidos contiene, de una u otra forma, acero. Cuando en 1969 se redujeron los abastecimientos de Canadá, ello se reflejó de inmediato en un aumento de las importaciones de hierro desde América Latina. El cerro Bolívar, en Venezuela, es tan rico que la tierra que le arranca de US Steel Co., se descarga directamente en las bodegas, y ya exhibe en sus flancos, a la vista, las hondas heridas que le van infligiendo los bulldozers: la empresa estima que contiene cerca de ocho mil millones de dólares en hierro. En sólo un año, 1960, la US Steel y la Bethlehem Steel repartieron utilidades por más de treinta por ciento de sus capitales invertidos en el hierro de Venezuela, y el volumen de estas ganancias distribuidas resultó igual a la suma de todos los impuestos pagados al estado venezolano en los diez años transcurridos desde 1950. Como ambas empresas venden el hierro con destino a sus propias plantas siderúrgicas de los Estados Unidos no tienen el menor interés por defender los precios; al contrario, les conviene que la materia prima resulte lo más barata posible. La cotización internacional del hierro, que había caído en línea vertical entre 1958 y 1964, se estabilizó relativamente en los años posteriores y permanece estancada; mientras tanto, el precio del acero no ha cesado de subir. El acero se produce en los centros ricos del mundo, y del hierro en los suburbios pobres; el acero paga salarios de «aristocracia obrera» y el hierro, jornales de mera subsistencia. Gracias a la información que recogió y divulgó, allá por 1910, un Congreso Internacional de Geología reunido en Estocolmo, los hombres de negocios de los de los Estados Unidos pudieron por primera vez evaluar las dimensiones de los tesoros escondidos bajo el suelo de una serie de países, uno de los cuales, quizás el más tentador era Brasil, el agregado mineral, que de entrada tuvo por lo menos tanto trabajo como el agregado mineral o el cultural: tanto que rápidamente fueron designados dos agregados minerales en lugar de uno. Poco después la Bethlehem Steel recibía del gobierno de Dutra los espléndidos yacimientos de manganeso de Amapá. En 1952, el acuerdo militar firmado con los Estados Unidos prohibió a Brasil vender las materias primas de valor energético — como el hierro- a los países socialistas. Ésta fue una de las causas de la trágica caída del presidente Getulio Vargas, que desobedeció una indicación, esta imposición vendiendo hierro a Polonia y Checoslovaquia, en 1953 y 1954, a precios más altos que los que pagaban los Estados Unidos. En 1957, la Hanna Mining Co. compró, por seis millones de dólares, la mayoría de las acciones británicas, la Saint John Mining Co., que se dedicaba a la explotación del oro de Minas Gerais desde los lejanos tiempos del Imperio. La Saint John Co., operaba en el valle de Paraopeba, donde yace la mayor concentración de hierro del mundo entero, evaluada en doscientos mil millones de dólares. La empresa inglesa no estaba legalmente habilitada para explotar esta riqueza fabulosa, ni lo estaría la Hanna, de acuerdo con claras disposiciones constitucionales y legales que Duarte Pereira enumera en su obra sobre el tema. Pero éste había sido, según se supo luego, el negocio del siglo. George Humphrey, director presidente de la Hanna, era por entonces miembro prominente del gobierno de los Estados Unidos, como secretario del Tesoro y como director del Eximbank, el banco oficial para la financiación de las operaciones de comercio exterior. la Saint John había solicitado un empréstito del Eximbank: no tuvo suerte hasta que la Hanna se apoderó de la empresa. Se desencadenaron, a partir de entonces, las más furiosas presiones sobre los sucesivos gobiernos de Brasil. Los directores, abogados o asesores de la Hanna —Lucas Lopes, José Luis Bulhoes Pedreira, Roberto campos, Mario da Silva Pinto, Otávio Gouveia de Bulhoes- eran también miembros, al más alto nivel, del gobierno de Brasil, y continuaron ocupando cargos de ministros, embajadores o directores de servicios en los ciclos siguientes. La Hanna no había elegido mal a su estado mayor. El bombardeo se hizo cada vez mayor. El bombardeo se hizo cada vez más intenso, para que se reconociera a la Hanna el derecho de explotar el hierro que pertenecía, en rigor, la Estado. El 21 de agosto de 1961 el presidente Janio Quadros firmó una resolución que anulaba las ilegales autorizaciones extendidas a favor de la Hanna y restituía los yacimientos de hierro de Minas Gerais a la reserva nacional. Eduardo Galeano 91 Cuatro días después los ministros militares obligaron a Quadros a renunciar: «Fuerzas terribles se levantaron contra mí...», decía el texto de la renuncia. El levantamiento popular que encabezó Leonel Brizola en Porto Alegre frustró el golpe de los militares y colocó en el poder al vicepresidente de Quadros, Joao Goulart. Cuando en julio de 1962 un ministro quiso poner en práctica el decreto fatal contra la Hanna — que había sido mutilado en el Diario Oficial- , el embajador de los Estados Unidos, Lincoln Gordon, envió a Goulart un telegrama protestando con viva indignación por el atentado que el gobierno intentaba cometer contra los intereses de una empresa norteamericana. El poder judicial ratificó la validez de la resolución de Quadros, pero Goulart vacilaba. Mientras tanto, Brasil daba los primeros pasos para establecer un entrepuerto de minerales en el Adriático, con el fin de abastecer de hierro a varios países europeos, socialistas y capitalistas: la venta directa del hierro implicaba un desafío insoportable para las grandes empresas que manejan los precios en escala mundial. El entremuerto nunca se hizo realidad, pero otras medidas nacionalistas — como el dique opuesto al drenaje de las ganancias de las empresas extranjeras- se pusieron en práctica y proporcionaron detonantes a la explosiva situación política. La espada de Damocles de la resolución de Quadros permanecía en suspenso sobre la cabeza de la Hanna. Por fin el golpe de estado estalló, el último día de marzo de 1964, en Minas Gerais, que casualmente era el escenario de los yacimientos de hierro en disputa. «Para la Hanna —escribió la revista Fortune-, la revuelta que derribó a Goulart en la primavera pasada llegó como uno de esos rescates de último minuto por le Primero de Caballería». Hombres de la Hanna pasaron a ocupar la vice presidencia de Brasil y tres de los ministerios. El mismo día de la insurrección militar, el Washington Star había publicado un editorial por lo menos profético: «He aquí una situación — había anunciado- en la cual un buen golpe de los líderes militares conservadores, bien puede servir a los mejores interses de todas las Américas». Todavía no había renunciado Goulart, ni había abandonado Brasil, cuando Lindón Jonson no pudo contenerse y envió su célebre telegrama de buenos augurios al presidente de Congreso brasileño, que había asumido provisionalmente la presidencia del país: «El pueblo norteamericano observó con ansiedad las dificultades políticas y económicas por las cuales ha estado atravesando una gran nación, y ha admirado la resuelta voluntad de la comunidad brasileña para solucionar esas dificultades dentro de un marco de democracia constitucional y sin lucha civil». Poco más de un mes había transcurrido, cuando el embajador Lincoln Gordon, que recorría, eufórico, los cuarteles, pronunció un discurso en la Escuela Superior de Guerra, afirmando que el triunfo de la conspiración de Castelo Branco «podría ser incluido junto a la propuesta del Plan Marshall, el bloqueo de Berlín, la derrota de la agresión comunista en Corea y la solución de la crisis de los cohetes en Cuba, como uno de los más importantes momentos de cambio en la historia mundial de mediados del siglo veinte». Uno de los miembros militares de la embajada de los Estados Unidos había ofrecido ayuda material a los conspiradores poco antes de que estallara el golpe, y el propio Gordon les había sugerido que los Estados Unidos reconocerían a un gobierno autónomo si era Capaz de sostenerse dos días en San Pablo. No vale la pena abundar en testimonios sobre la importancia que tuvo, en el desarrollo y desenlace de los acontecimientos, la ayuda económica de los Estados Unidos, de la cual, por lo demás, nos ocuparemos más adelante, o la asistencia norteamericana en el plano militar o sindical*. Después de que se cansaron de arrojar a la hoguera o al fondo de la bahía de Guanabara los libros de autores rusos tales como Dotoievsky, Tolstoi o Gorky, y tras haber condenado al exilio, la prisión o la fosa a una innumerable cantidad de brasileños, la flamante dictadura de Castelo Branco puso manos a la obra: entregó el hierro y todo lo demás. La Hanna recibió su decreto de 24 de diciembre de 1964. Este regalo de navidad no sólo otorgaba todas las seguridades para explotar en paz los yacimientos de Paraopeba, sino que además respaldaba los planes de la empresa para ampliar un puerto propio a sesenta millas de Río de Janeiro, y para construir un ferrocarril destinado al transporte del hierro. % Véanse las declaraciones ante el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, citadas por Harry Magdoff, op. cit, y el revelador artículo de Eugene Methvin en Selecciones de Readers Digest en español, de diciembre de 1966: según Methvin, gracias a los buenos ervicios del Instituto Americano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre, con sede en Washington, los golpistas brasileños pudieron coordinar por cable sus movimientos de tropa, y el nuevo régimen militar recompensó al IADSL designando a cuatro de sus graduados “para que hicieran una limpieza en los sindicatos dominados por los rojos ..." Las venas abiertas de América Latina 92 En octubre de 1965 la Hanna formó un consorcio con la Bethlehem Steel para explotar en común hierro concedido. Este tipo de alianzas, frecuentes en Brasil, no pueden formalizarse en los Estados Unidos, porque allí las leyes las prohíben. El incansable Lincoln Gordon había puesto fin a la tarea, ya todos eran felices y el cuento había terminado, y pasó a presidir una universidad en Baltimore. En abril de 1966 Johnson designó a su sustituto, John Tuthil, al cabo de varios meses de vacilaciones, y explicó que se había demorado porque para Brasil necesitaba un buen economista. La US Steel no se quedó atrás. ¿Por qué la iban a dejar sin invitación para la cena? Antes de que pasara mucho tiempo se asoció con la empresa minera del Estado, la Compañía Vale de Río Doce, que en buena medida se convirtió, así, en su seudónimo oficial. Por esta vía la US Steel obtuvo, resignándose a nada más que el cuarenta y nueve por ciento de las acciones, la concesión de los yacimientos de hierro de sierra de los Carajás, en la Amazonia. Su magnitud es, según afirman los técnicos, comparable a la corona de hierro de Hanna — Berthelem en Minas Gerais. Como de costumbre, el gobierno adujo que Brasil no disponía de capitales para realizar la explotación por su sola cuenta. El petróleo, las maldiciones y las hazañas. El petróleo es, con el gas natural, el principal combustible de cuantos ponen en marcha al mundo contemporáneo, una materia prima de creciente importancia para la industria química y el material estratégico primordial para las actividades militares. Ningún otro imán atrae tanto como el «oro negro» a los capitales extranjeros, ni existe otra fuente de tan fabulosas ganancias: el petróleo es la riqueza más monopolizadora en todo el sistema capitalista. No hay empresarios que disfruten del poder político que ejercen en escala universal, las grandes corporaciones petroleras de la Standard Oil y la Shell levantan y destronan reyes y presidentes, financian conspiraciones palaciegas y golpes de Estado, disponen de innumerables generales, ministros y James Bonds y en todas las comarcas y en todos los idiomas deciden el curso de la guerra y de la paz. La Standard Oil Co. de Nueva Jersey es la mayor empresa industrial del mundo capitalista. Fuera del aparato circulatorio interno del cartel, que además posee los oleoductos y gran parte de la flota petrolera en los siete mares. Se manipulan los precios, en escala mundial para reducir los impuestos a pagar y aumentar las ganancias a cobrar: el petróleo crudo aumenta siempre menos que el refinado. Con el petróleo ocurre, como ocurre con el café o con la carne, que los países ricos ganan mucho más por tomarse el trabajo de consumirlo, que los países pobres por producirlo. La diferncia es de diez a uno: de los once dólares que cuestan los derivados de un barril de petróleo; los países exportadores de la materia prima más importante de mundo reciben apenas un dólar, resultado de la suma de los impuestos y los costes de extracción, mientras que los países de | área desarrollada, donde tienen su asiento las casa matrices de las corporaciones petroleras, se quedan con diez dólares, resultado de la suma de sus propios aranceles y sus impuestos, ocho veces mayores que los impuestos de los países productores, y de los costos y las ganancias del transporte, la refinación, el procesamiento y la distribución que las grandes empresas monopolizan. El petróleo que brota de los Estados Unidos disfruta de un precio alto, y son relativamente altos los salarios de los obreros petroleros norteamericanos, pero la cotización del petróleo de Venezuela y de Medio Oriente ha ido cayendo, desde 1957, todo a lo largo de la década de los años sesenta. Cada barril de petróleo venezolano, por ejemplo, valía, en promedio, 2,65 dólares en 1957, y mientras escribo este capítulo, a fines de 1970, el precio es de 1,86 dólares. El gobierno de Rafael Caldera anuncia que fijará unilateralmente un precio mucho mayor, pero el nuevo precio no alcanzará de todos modos, según las cifras que los comentaristas manejan y pese al escándalo que se presiente, el nivel de 1957. Los Estados Unidos son, a la vez, los principales productores y los principales importadores de petróleo en el mundo. En la época en que la mayor parte del petróleo crudo que vendían las corporaciones provenía del subsuelo norteamericano el precio se mantenía alto; durante la segunda guerra mundial, los Estados Unidos se convirtieron en importadores netos, y el cartel comenzó a aplicar una nueva política de precios: la cotización se ha venido abajo sistemáticamente. Eduardo Galeano 95 Allá por 1939, la refinería de la ANCAP levantaba, exitosa, sus torres llameantes: el ente había sido mutilado gravemente a poco de nacer, como hemos visto, pero constituía todavía un ejemplo de desafío victorioso ante las presiones del cartel. El Jefe del Consejo Nacional del Petróleo de Brasil, general Horta Barbosa, viajó a Montevideo y se entusiasmo con la experiencia: la refinería uruguaya había pagado casi la totalidad de sus gastos de instalación durante el primer año de trabajo. Gracias a los esfuerzos del general Barbosa, sumados al fervor de otros militares nacionalistas, Petrobrás, la empresa estatal brasileña, pudo iniciar sus operaciones en 1953 al grito de O petróleo é nosso! Actualmente, Petrobrás fue mutilada. El cartel le ha arrebatado dos grandes fuentes de ganancias: en primer lugar, la distribución de la gasolina, los aceites, el querosene y los diversos fluidos, un estupendo negocio que la Esso, la Shell y la Atlantic manejan por teléfono sin mayores dificultades y con tan buen resultado que éste es, después de la industria automotriz, el rubro más fuerte de la inversión norteamericana en Brasil; en segundo lugar, la industria petroquímica, generoso manantial de beneficios, que ha sido desnacionalizada, hace pocos años, por la dictadura del mariscal Castelo Branco. Recientemente, el cartel desencadenó una estrepitosa campaña destinada a despojar a Petrobrás del monopolio de la refinación. Los defensores de Petrobrás del monopolio recuerdan que la iniciativa privada, que tenía el campo libre, no se había ocupado de petróleo brasileño antes de 1953, y procuran devolver a la frágil memoria del público un episodio bien ilustrativo de la buena voluntad de los monopolios. En noviembre de 1960, en efecto, Petrobrás encomendó a dos técnicos brasileños que encabezaran una revisión general de los yacimientos sedimentarios del país. Como resultado de sus informes, el pequeño estado nordestino de Sergipe pasó a la vanguardia en la producción de petróleo. Poco antes, en agosto, el técnico norteamericano Walter Link, que había sido el principal geólogo de la Standard Oil de Nueva Jersey, había recibido del Estado brasileño medio millón de dólares por una montaña de mapas y un extenso informe que tachaba de «inexpresiva» la espesura sedimentaria de Sergipe: hasta entonces había sido considerada de grado B, y Link la rebajó a grado C. Después se supo que era de grado A. Según O'Connor, Link había trabajado todo el tiempo como un agente de la Standard, de antemano resuelto a no encontrar petróleo para que Brasil continuara dependiendo de las importaciones de la filial de Rockefeller en Venezuela. También en Argentina las empresas extranjeras y sus múltiples ecos nativos sostienen siempre que el subsuelo contiene escaso petróleo, aunque la investigación de los técnicos de YPF, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, han indicado con toda certidumbre que en cerca de la mitad del territorio nacional subyace el petróleo, y que también hay petróleo abundante en la vasta plataforma submarina de la costa atlántica. Cada vez que se pone de moda hablar de la pobreza del subsuelo argentino, el gobiemo firma una nueva concesión en beneficio de alguno de los miembros del cartel. La empresa estatal, YPF, ha sido víctima de un continuo y sistemático sabotaje, desde sus orígenes hasta la fecha. La Argentina fue, hasta no hace muchos años, uno de los últimos escenarios históricos de la pugna interimperialista entre Inglaterra, en el desesperado ocaso, y los ascendentes Estados Unidos. Los acuerdos de cartel no han impedido que la Shell y la Standard disputaran el petróleo de este país por medios a veces violentos: hay una serie de elocuentes coincidencias en los golpes de Estado que se han sucedido todo a lo largo de los últimos cuarenta años. El Congreso argentino se disponía a votar la ley de nacionalización del petróleo, el 6 de septiembre de 1930, cuando el caudillo nacionalista Hipólito Irigoyen fue derribado de la presidencia del país por el cuartelazo de José Félix Uriburu. El gobierno de Ramón Castillo cayó en junio de 1943, cuando tenía a la firma un convenio que promovía la extracción del petróleo por los capitales norteamericanos. En septiembre de 1955, Juan Domingo Perón marchó al exilio cuando el Congreso estaba por aprobar una concesión a la California Oil Co. Arturo Frondizi desencadenó varias y muy agudas crisis militares, en las tres armas, al anunciar el llamado a licitación que ofrecía en extraer petróleo en agosto de 1959 la licitación fue declarada desierta. Resucitó enseguida y en octubre de 1960 quedó sin efecto. Frondizi realizó varias concesiones en beneficio de las empresas norteamericanas del cartel, y los intereses británicos —decisivos en la Marina y en el sector «colorado» del ejército- no fueron ajenos a su caída en marzo de 1962. Arturo Illia anuló las concesiones y fue derribado en 1966; al año siguiente, Juan Carlos Onganía promulgó una ley de Hidrocarburos que favorecía los intereses norteamericanos en la pugna interna. Las venas abiertas de América Latina El petróleo no ha provocado, solamente golpes de Estado en América Latina. También desencadenó una guerra, la del Chaco (1932 — 35), entre los pueblos más pobres de América del Sur: «Guerra de los soldados desnudos», llamó Zavaleta a la feroz matanza reciproca de Bolivia Y Paraguay. El 30 de mayo de 1934 el senador de Lousiana, Huey Long, sacudió a los Estados Unidos con un violento discurso en el que denunciaba que la Standard Oil de Nueva Jersey había provocado el conflicto y que financiaba al ejército boliviano para apoderarse, por su intermedio, del Chaco paraguayo, necesario para tender un oleoducto desde Bolivia hacia el río y, además, presumiblemente rico en petróleo: «Estos criminales han ido más allá y han alquilado sus asesinos»» -afirmó*. Los paraguayos marchaban al matadero, por su parte, empujados por la Shell a medida que avanzaban hacia el norte, los soldados descubrían las perforaciones de la Standard en el escenario de la discordia. Era una disputa entre dos empresas, enemigas y a la vez socias dentro del cartel, pero no eran ellas quienes derramaban la sangre. Finalmente, Paraguay ganó la guerra pero perdió la paz. Spruille Barden, notorio personero de la Standard Oil, presidió la comisión de negociaciones que preservó para Bolivia, y para Rockefeller, varios miles de kilómetros cuadrados que los paraguayos reivindicaban. Muy cerca del último territorio de aquellas batallas están los pozos de petróleo y los vastos yacimientos de gas natural que la Gulf Oil Co., la empresa de la familia Mellon, perdió en Bolivia en octubre de 1969. «Ha concluido para los bolivianos el tiempo del desprecio» -clamó el general Alfredo Ovando al anunciar la nacionalización desde los balcones del Palacio Quemado. Quince días antes, cuando todavía no había tomado el poder, Ovando había jurado que nacionalizaría la Gulf, ante un grupo de intelectuales nacionalistas; había redactado el decreto, lo había firmado, lo había guardado, sin fecha, en un sobre. Y cinco meses antes, en al Cañadón del Arque, el helicóptero del general René Barrientos había chocado contra los cables de telégrafo y se había ido a pique. La imaginación no hubiera sido capaz de inventar una muerte tan perfecta. El helicóptero era un regalo personal de la Gulf Oil Co.; el telégrafo pertenece, como se sabe, al Estado. Junto con Barrientos ardieron dos valijas llenas de dinero que él llevaba para repartir, billete por billete, entre los campesinos, y algunas metralletas que no bien prendieron fuego comenzaron a regar una lluvia de balas en torno del helicóptero incendiado, de tal modo que nadie pudo acercarse a rescatar al dictador mientras se quemaba vivo. Además de decretar la nacionalización, Ovando derogó el Código del Petróleo, llamado Código Davenport en homenaje al abogado que lo había redactado en inglés. Para la elaboración del Código, Bolivia había obtenido, en 1956, un préstamo de los Estados Unidos; en cambio, el Eximbank, la banca privada de Nueva York y el Banco Mundial habían respondido siempre con la negativa a las solicitudes de crédito para el desarrollo de YPFB, la empresa petrolera del Estado. El gobierno norteamericano hacía siempre suya la causa de las corporaciones petroleras privadas”. En función del código, la Gulf recibió, entonces, por un plazo de cuarenta años, la concesión de los campos más ricos en petróleo de todo el país. El código fijaba una ridícula participación del Estado en las utilidades de las empresas: por muchos años, apenas un once por ciento. El Estado se hacía socio en los gastos del concesionario, pero no tenía ningún control sobre esos gastos, y se llegó a la situación extrema en materia de ofrendas: todos los riesgos eran para YPFB, y ninguno para la Gulf. En la Carta de Intenciones firmada por la Gulf a fines de 1966, durante la dictadura de Barrientos, se estableció, en efecto, que en las operaciones conjuntas con YPFB la Gulf recobraría el total de sus capitales invertidos en la explotación de un área, si no * El senador Long no ahorró ningún adjetivo a la Standard Oil: la llamó criminal, malhechora, facinerosa, asesina doméstica, asesina extranjera, conspiradora internacional, hato de salteadores y ladrones rapaces, conjunto de vándalos y ladrones. Reproducido de la revista Guarania, Buenos Aires, noviembre de 1934. % Los ejemplos abundan en la historia, reciente o lejana. Irving Florman, embajador de los Estados Unidos en Bolivia, informaba a Donald Dawson, de la Casa Blanca, el 28 de diciembre de 1950: “Desde que he llegado aquí, he trabajado diligentemente en el proyecto de abrir ampliamente la industria petrolera de Bolivia a la penetración de la empresa privada norteamericana, y ayudar a nuestro programa de defensa nacional en vasta escala”. Y también: “Sabía que a Ud. le interesaría escuchar que la industria petrolera de Bolivia y esta tierra entera están ahora bien abiertas a la libre iniciativa norteamericana. Bolivia es, por lo tanto, el primer país del mundo que ha hecho una desnacionalización, o una nacionalización a la inversa, y yo me siento orgulloso de haber sido capaz de cumplir esta tarea para mi país y la administración”. La copia fotostática de esta carta, extraída de la biblioteca de Harry Truman, fue reproducida por ANCLA Newsletter, Nueva York, fenrero de 1969. Eduardo Galeano 97 encontraba petróleo. Si el petróleo aparecía, los gastos serían recuperados a través de la explotación posterior, pero ya de entrada serían cargados al pasivo de la empresa estatal. Y la Gulf fijaría esos gastos según su paladar. En esa misma Carta de Intenciones, la Gulf se atribuyó también, con toda tranquilidad, la propiedad de los yacimientos de gas, que no se le habían concedido nunca. El subsuelo de Bolivia contiene mucho más gas que petróleo. El general Barrientos hizo un gesto de distracción: resultó suficiente. Un simple pase de manos para decidir el destino de la principal reserva de energía de Bolivia. Pero la función no había terminado. Un año antes de que el general Alfredo Ovando expropiara la Gulf en Bolivia, otro general nacionalista, Juan Velasco Alvarado, había estatizado los yacimientos y la refinería de la International Petroleum Co., filial de la Standard Oil de Nueva Jersey, en Perú. Velasco había tomado el poder a la cabeza de un ajunta militar, y en la cresta de la ola de un gran escándalo político: el gobierno de Fernández Belaúnde Terry había perdido la página final del convenio de Talara, suscrito entre el Estado y la IPC. Esa página misteriosamente evaporada, la página once, contenía la garantía del precio mínimo que la empresa norteamericana debía pagar por el petróleo crudo nacional en su refinería. El escándalo no terminaba allí. Al mismo tiempo, se había revelado que la subsidiaria de la Standard había estafado a Perú en más de mil millones de dólares, a lo largo de medio siglo, a través de los impuestos y las regalías que había eludido y de otras formas de fraude y la corrupción. El director de la IPC se había entrevistado con el presidente Belaúnde en sesenta ocasiones antes de llegar al acuerdo que provocó el alzamiento militar; durante dos años, mientras las negociaciones con la empresa avanzaban, se rompían y comenzaban de nuevo, el Departamento de Estado había suspendido todo tipo de ayuda a Perú”. Virtualmente no quedó tiempo para reanudar la ayuda, porque la claudicación selló la suerte del presidente acosado. Cuando la empresa de Rockefeller presentó su protesta ante la corte judicial peruana, la gente arrojó moneditas a los rostros de sus abogados. América Latina es una caja de sorpresas; no se agota nunca la capacidad de asombro de esta región torturada del mundo. En los Andes, el nacionalismo militar ha resurgido con ímpetu, como un río subterráneo largamente escondido. Los mismos generales que hoy están llevando adelante, en un proceso contradictorio, una política de reforma y de afirmación patriótica, habían aniquilado poco antes a los guerrilleros. Muchas de las banderas de los caídos han sido recogidas, así, por sus propios vencedores. Los militares pergeños habían regado con NAPALM algunas zonas guerrilleras, en 1965, y había sido la International Petroleum Co., filial de la Standard Oil de Nueva jersey, quien les había proporcionado la gasolina y el know — how para que elaboran las bombas en la base aérea de Las Palmas, cerca de Lima. El lago de Maracaibo en el buche de los grandes buitres de metal. Aunque su participación en el mercado mundial se ha reducido a la mitad en los años sesenta, Venezuela es todavía, en 1970, el mayor exportador de petróleo. De Venezuela proviene casi la mitad de las ganancias que los capitales norteamericanos sustraen a toda América Latina. Este es uno de los países más ricos del planeta y, también, uno de los más pobres y uno de los más violentos. Ostenta el ingreso, per cápita más alto de América Latina y posee la red de carreteras más completas y ultramodernas; en proporción a la cantidad de habitantes, ninguna otra nación del mundo bebe tanto whisky escocés. Las reservas de petróleo, gas, hierro que su subsuelo ofrece no la explotación inmediata podrían multiplicar por diez la riqueza de cada uno de los venezolanos; en sus vastas tierras vírgenes podría caber, entera, la población de Alemania o Inglaterra. Los taladros han extraído, en medio siglo, un arenta petrolera tan fabulosa que duplica los recursos del Plan Marshall para la reconstrucción de Europa; desde que el primer pozo de petróleo reventó a torrentes, la población se ha multiplicado por tres y el presupuesto nacional por cien, pero buena parte de la población, que disputa las sobras de la minoría dominante, no se alimenta mejor que en la época en que el país dependía del cacao y del café. Caracas, la capital, creció siete veces en treinta años; la ciudad patriarcal de frescos patios, plaza mayor y catedral silenciosa se ha erizado de rascacielos en la misma medida en que han brotado las torres de petróleo en el lago de Maracaibo. * Cuando el escándalo estalló, la embajada de los Estados Unidos no guardó un prudente silencio. Uno de sus funcionarios llegó a afirmar que no existía ningún original del contrato de Talara. Las venas abiertas de América Latina
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