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Resumen, Rayuela Julio Cortazar, Ejercicios de Literatura

breve resumen de el libro rayuela

Tipo: Ejercicios

2019/2020
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Subido el 04/05/2020

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¡Descarga Resumen, Rayuela Julio Cortazar y más Ejercicios en PDF de Literatura solo en Docsity! Resumen: Rayuela Julio Cortázar Análisis de la lectura Se desarrolla en París, capital de Francia donde el protagonista llamado Horacio Oliveira, se digna en hacer una única cosa la cual es buscar a su amante de origen uruguayo llamada lucia y apodada ¨La maga¨, Lucía está completamente enamorada de Horacio, su relación es muy amorosa y apasionada, pero tiene su gran toque desequilibrado gracias a que el protagonista es muy frio y analítico. Horacio es muy frio, la razón es muy simple y es porque él no se quiere involucrar sentimentalmente con lucia dado que a él le gusta mucho las discusiones y el debate de lo intelectual y correcto, es muy inspirado a la literatura y el arte, es una persona correcta de un buen carácter, pero el problema para él es que Lucía no entiende mucho de estas cosas a pesar de que hace lo posible para solventarlo. Horacio Oliveira trabaja como traductor en París. Allí funda con unos amigos el Club, donde mata el tiempo conversando o escuchando música de jazz. Mantiene una relación amorosa con Lucía, la Maga, una uruguaya que es madre de un niño al que ella llama Rocamadour. Sin embargo, la peculiar relación que existe entre ambos se deteriora. En una de sus reuniones, Rocamadour cae muerto repentinamente y, a consecuencia de ello, Lucía desaparece y deja escritas unas líneas. Lucía es mucho menos educada que Horacio, apenas puede otorgar pequeñas opiniones en los asuntos que Horacio habla con sus amistades. Estos con mucha frecuencia se encuentran con amistades en común, estas están incluidas en un grupo que se apoda el club de la serpiente, todo este conjunto está representado por músicos y escritores que discuten de distintos temas abiertamente. En esos días del cincuenta y tantos empecé a sentirme como acorralado entre la Maga y una noción diferente de lo que hubiera tenido que ocurrir. Era idiota sublevarse contra el mundo Maga y el mundo Rocamadour, cuando todo me decía que apenas recobrara la independencia dejaría de sentirme libre. Hipócrita como pocos, me molestaba un espionaje a la altura de mi piel, de mis piernas, de mi manera de gozar con la Maga, de mis tentativas de papagayo en la jaula leyendo a Kierkegaard a través de los barrotes, y creo que por sobre todo me molestaba que la Maga no tuviera conciencia de ser mi testigo y que al contrario estuviera convencida de mi soberana autarquía; pero no, lo que verdaderamente me exasperaba era saber que nunca volvería a estar tan cerca de mi libertad como en esos días en que me sentía acorralado por el mundo Maga, y que la ansiedad por liberarme era una admisión de derrota. Me dolía reconocer que, a golpes sintéticos, a pantallazos maniqueos o a estúpidas dicotomías resecas no podía abrirme paso por las escalinatas de la Gare de Montparnasse adonde me arrastraba la Maga para visitar a Rocamadour. ¿Por qué no aceptar lo que estaba ocurriendo sin pretender explicarlo, sin sentar las nociones de orden y de desorden, de libertad y Rocamadour como quien distribuye macetas con geranios en un patio de la calle Cochabamba? Tal vez fuera necesario caer en lo más profundo de la estupidez para acertar con el picaporte de la letrina o del Jardín de los Olivos. Por el momento me asombraba que la Maga hubiera podido llevar la fantasía al punto de llamarle Rocamadour a su hijo. En el Club nos habíamos cansado de buscar razones, la Maga se limitaba a decir que su hijo se llamaba como su padre, pero desaparecido el padre había sido mucho mejor llamarlo Rocamadour y mandarlo al campo para que lo criaran en Maurice. A veces la Maga se pasaba semanas sin hablar de Rocamadour, y eso coincidía siempre con sus esperanzas de llegar a ser una cantante de lieder. Se sentía muy bien, como siempre que la Maga y él habían conseguido llegar al final de un encuentro sin chocar y sin exasperar. Le importaba muy poco la carta de su hermano, rotundo abogado rosarino que producía cuatro pliegos de papel avión acerca de los deberes filiales y ciudadanos maltratados por Oliveira. La carta era una verdadera delicia y ya la había fijado con scotch tape en la pared para que la saborearan sus amigos. Lo único importante era la confirmación de un envío de dinero por la bolsa negra, que su hermano llamaba delicadamente «el comisionista». Oliveira pensó que podría comprar unos libros que andaba queriendo leer, y que le daría tres mil francos a la Maga para que hiciese lo que le diera la gana, probablemente comprar un elefante de felpa de tamaño casi natural para estupefacción de Rocamadour. Por la mañana tendría que ir a lo del viejo Troquillo y ponerle al día la correspondencia con Latinoamérica. Salir, hacer, poner al día, no eran cosas que ayudaran a dormirse. Poner al día, vaya expresión. Hacer. Hacer algo, hacer el bien, hacer pis, hacer tiempo, la acción en todas sus barajas. Lo importante para Oliveira era asistir sin desmayo al espectáculo de esa parcelación Tupac-Amaru, no incurrir en el pobre egocentrismo (criollicentrismo, subir centrismo, cultu centrismo, folk lo centrismo) que cotidianamente se proclamaba en torno a él bajo todas las formas posibles. A los diez años, una tarde de tíos y pontifican tés homilías histórico-políticas a la sombra de unos paraísos, había manifestado tímidamente su primera reacción contra el tan hispano ítalo-argentino «¡Se lo digo yo!», acompañado de un puñetazo rotundo que debía servir de ratificación iracunda. ¡griego dicho io! ¡Se lo digo yo, carajo! Ese yo, había alcanzado a pensar Oliveira, ¿qué valor probatorio tenía? El yo de los grandes, ¿qué omnisciencia conjugaba? A los quince años se había enterado del «sólo sé que no sé nada»; la cicuta concomitante le había parecido inevitable, no se desafía a la gente en esa forma, se lo digo yo. Más tarde le hizo gracia comprobar cómo en las formas superiores de cultura el peso de las autoridades y las influencias, la confianza que dan las buenas lecturas y la inteligencia, producían también su «se lo digo yo» finamente disimulado, incluso para el que lo profería: ahora se sucedían los «siempre he creído», «si de algo estoy seguro», «es evidente que», casi nunca compensado por una apreciación desapasionada del punto de vista opuesto. Como si la especie velara en el individuo para no dejarlo avanzar demasiado por el camino de la tolerancia, la duda inteligente, el vaivén sentimental. En un punto dado nacía el callo, la esclerosis, la definición: o negro o blanco, radical o conservador, homosexual o heterosexual, figurativo o abstracto, San Lorenzo o Boca Juniors, carne o verduras, los negocios o la poesía. Y estaba bien, porque la especie no podía fiarse de tipos como Oliveira; la carta de su hermano era exactamente la expresión de esa repulsa. Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche, acatando itinerarios nacidos de una frase de clocar, de una buhardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo. La Maga hablaba de sus amigas de Montevideo, de años de infancia, de un tal Ledesma, de su padre. Oliveira escuchaba sin ganas, lamentando un poco no poder interesarse; Montevideo era lo mismo que Buenos Aires y él necesitaba consolidar una ruptura precaria (¿qué estaría haciendo Trábele, ese gran vago, en qué líos majestuosos se habría metido desde su partida? Y torear ceñido que era al fin y al cabo uno de los tantos ejercicios que justificaban las reuniones del Club. Jugaban mucho a hacerse los inteligentes, a organizar series de alusiones que desesperaban a la Maga y ponían furiosa a Babs, les bastaba mencionar de paso cualquier cosa, como ahora que Gregorovius pensaba que verdaderamente entre él y Horacio había una especie de persecución desilusionada, y de inmediato uno de ellos citaba al mastín del cielo, I fled Him, etc., y mientras la Maga los miraba con una especie de humilde desesperación, ya el otro estaba en el volé tan alto, tan alto que a la caza le di alcance, y acababan riéndose de ellos mismos pero ya era tarde, porque a Horacio le daba asco ese exhibicionismo de la memoria asociativa, y Gregorovius se sentía aludido por ese asco que ayudaba a suscitar, y entre los dos se instalaba como un resentimiento de cómplices, y dos minutos después coincidían, y eso, entre otras cosas, eran las sesiones del Club. Este problema trae mucho distanciamiento entre estos amantes ya que el problema con el hijo de lucía es algo que ambos no esperaban, la salud del niño era muy delicada al poco tiempo se enferma gravemente, llevaba muchos días aguantando el frío de ese apartamento y la habitación de este no era cálida, la madre nunca quiso llevarlo al hospital, era muy temeraria en ese aspecto. Era tan natural que se acordara de la noche en el canal Saint-Martin, la propuesta que le habían hecho (mil francos) para ver una película en la casa de un médico suizo. Nada, un operador del Eje que se las había arreglado para filmar un ahorcamiento con todos los detalles. En total dos rollos, eso sí mudos. Pero una fotografía admirable, se lo garantizaban. Podía pagar a la salida. En el minuto necesario para resolverse a decir que no y mandarse mudar del café con la negra haitiana amiga del amigo del médico suizo, había tenido tiempo de imaginar la escena y situarse, cuándo no, del lado de la víctima. Que ahorcaran a alguien era-lo-que-era, sobraban las palabras, pero si ese alguien había sabido (y el refinamiento podía haber estado en decírselo) que una cámara iba a registrar cada instante de sus muecas y sus retorcimientos para deleite de diletantes del futuro... «Por más que me pese nunca seré un indiferente como Étienne», pensó Oliveira. «Lo que pasa es que me obstino en la inaudita idea de que el hombre ha sido creado para otra cosa. Entonces, claro... Qué pobres herramientas para encontrarle una salida a este agujero.» Lo peor era que había mirado fríamente las fotos de Wong, tan sólo porque el torturado no era su padre, aparte de que ya hacía cuarenta años de la operación pekinesa. La pianista se puso de frente con uno de sus raros movimientos a resorte, y saludó al público. Como parecía contarlo con los ojos, no podía dejar de comprobar que apenas quedaban ocho o nueve personas. Digna, Verte Trépate salió por la izquierda y la acomodadora corrió la cortina y ofreció caramelos. Por un lado, era cosa de irse, pero en todo ese concierto había una atmósfera que encantaba a Oliveira. Después de todo la pobre Trépate había estado tratando de presentar obras en primera audición, lo que siempre era un mérito en este mundo de gran polonesa, claro de luna y danza del fuego. Oliveira se dirige con la Maga, Étienne y Perico, al taller de Ronald y Babs. Están discutiendo sobre las posibilidades del conocimiento a través del arte. Horacio intenta rescatar el amor como forma de conocimiento. Analiza la idea y concluye: también el amor es una ilusión. Para Étienne −que es pintor − la pintura es el puente que le permite acceder a la verdad. Para Oliveira la verdad es una paradoja; una síntesis de todos los contrarios puede ser una posible respuesta. La lluvia cae copiosamente. Al llegar donde Ronald y Babs encuentran en la calle a Gregorovius y Wong, y aúna pareja desvergonzada: Guy Monod y una amiga. Son recibidos por los dueños de casa, y entonces cantan el himno del Club de la Serpiente en coro. Entran al típico taller de artistas. Hay vodka y se escucha el jazz. Gregorovius se atreve a cortejar tímidamente a la Maga. Mientras el emblema del club, la luz de las velas verdes las ilumina. Gregorovius pregunta a la Maga sobre su vida, y ella constata el enamoramiento de Gregorovius. Se identifica con él y siente celos. Abraza a Babs quien, borracha, lloriquea. Hubiera sido preferible que Gregorovius se callara o que solamente hablara de Agalle, dejándola fumar tranquila en la oscuridad, lejos de las formas del cuarto, de los discos y los libros que había que empaquetar para que Horacio se los llevara cuando consiguiera una pieza. Pero era inútil, se callaría un momento esperando que ella dijese algo, y acabaría por preguntar, todos tenían siempre algo que preguntarle, era como si les molestara que ella prefiriese cantar Non piti boyo o hacer dibujitos con fósforos usados o acariciar los gatos más roñosos de la rue du Somarrad, o darle la mamadera a Rocamadour. Oliveira se da cuenta que está muy borracho. Siente náuseas mientras se interroga sobre su situación. Ronald y Babs, mientras escogen los discos que van tocando, se acarician apasionadamente. Perico cuestiona la experiencia parisiense de Horacio y éste reconoce que debería en Buenos Aires. Pero Wong despierta, llamando la atención de Horacio. Este lo interroga acerca del libro sobre la tortura que supuestamente está escribiendo, y Wong le muestra las fotos del supliciado, lo que lleva a recordar la pretérita contemplación de un ahorcamiento filmado. Mientras tanto, la Maga sigue sincerándose con Gregorovius y los celos de Oliveira Aumentan: ella narra el episodio de su violación en un conventillo montevideano. Wong prepara café al tiempo que Gregorovius sigue indagando la conciencia de la Maga, ahora preguntándole por Horacio. Ella Describe vagamente la insatisfacción de su amante. Guy Monod, despierta desubicado, presa de la nostalgia y totalmente borracha, Babs llora sin consuelo. Horacio, ya embriagado en demasía, intenta aprehender a los demás y solo logra que se censure a sí mismo. Cada vez más confuso, entre las nieblas del alcohol, renuncia hacer un análisis de su vida, acaban por rendirse a la música de jazz que invade todo el ambiente y sus propias almas. Horacio sin mucho que hacer toma su abrigo y se digna a caminar por las calles de París, solitario decide pensar en el futuro con esta situación y que consecuencias traería este si seguían las cosas por ese mal camino. A mitad de camino queda como testigo de un grave accidente que ocurrió, pasó que un vehículo atropella a un anciano, luego los paramédicos se encargaron de él y se lo llevaron. La relación de la Maga y Oliveira se deterioró rápidamente después de la velada en el Club. El tiempo ha transcurrido: hace un mes que la Maga se ha mudado al cuarto de Horacio; han tenido que traer del campo Rocamadour, el pequeño hijo de ella que está enfermo. En la habitación de Horacio Oliveira, ambos conversan y la Maga comenta que los dos andan persiguiendo objetivos diferentes, le reprocha su excesivo apego al rigor lógico, que sólo le sirve como fuente de temores. Sale a relucir Ossa en la conversación. Oliveira reflexiona sobre la torpeza de la Maga para cuidar a su hijo enfermo. La situación es difícil. Rocamadour llora continuamente. Horacio sigue pensando en la perdida, en encontrar el sentido profundo de la vida. Obsesionado con el tema de Gregorovius, Horacio insiste que entre la Maga y éste existe algo. Hablan abiertamente sobre la degradación de su amor. La Maga sabe que Horacio está cansado y le dice que no piensa retenerlo. Él acepta que necesita estar solo. Antes de la inminente separación evocan algunos momentos que han pasado juntos; la Maga flaquea ante la consumación de la separación. En medio de dolor, Horacio se aleja. Horacio en medio de la lluvia se refugia en un concierto de piano, realizado por una mujer que desafina bastante, los espectadores de este se sentían insultados por lo que se levantan de sus asientos y se van. El protagonista se queda y se va a donde esta chica y se ofrece acompañarla hasta su casa, en el camino este la alaga bastante por lo que la chica lo tomó muy mal le pego una bofetada y se fue. La evoca y empieza a envidiar su vitalidad, su habilidad para acomodarse al desorden circundante y su manera de ver el mundo. Se siente condenado, atrapado por los prejuicios que tanto desprecia. En el camino presencia un accidente: un viejo ha sido atropellado por un automóvil, se trata de un escritor. Oliveira continúa su recorrido y su soliloquio. Reflexiona sobre las miserias del amor y la terrible paradoja que le plantea la otredad, cuyo encuentro lo salvará de la terrible soledad. Horacio decide dirigirse a casa en que vivía con lucía, al llegar se encuentra con un hombre que desde hace tiempo pretendía el amor de ella, el protagonista asombrado pensó que estos se habían acostado cosa que no era verdad. Horacio se sentó a hablar con estos dos, así como hacía con sus compañeros del club de la serpiente, aunque muy alterado, pero con iniciativa. Un vecino de ellos que se hospedaba en el piso superior frustrado por el ruido que estos hacían golpeó varias veces en el piso, esto molestó mucho a Horacio lo primero que hace es tocar al niño y para sorpresa de todos, ¡ESTÁ MUERTO! Termina la discusión y Lucía ¨La maga¨busca en Horacio mucha consolación por lo sucedido, pero este solo se queda en silencio y opta por retirarse. Hacía mucho que Gregorovius había renunciado a la ilusión de entender, pero de todos modos le gustaba que los malentendidos guardaran un cierto orden, una razón. Por más que se barajaran las cartas del tarot, tenderlas era siempre una operación consecutiva, que se llevaba a cabo en el rectángulo de una mesa o sobre el acolchado de una cama. Conseguir que el tomador de brebajes pampeanos accediera a revelar el orden de su deambular. En el peor de los casos que lo inventara en el momento; después le sería difícil escapar de su propia tela de araña. Entre mate y mate Oliveira condescendía a recordar algún momento del pasado o contestar preguntas. A su vez preguntaba, irónicamente interesado en los detalles del entierro, la conducta de la gente. Pocas veces se refería directamente a la Maga, pero se veía que sospechaba alguna mentira. Montevideo, Lucca, un rincón de París. Gregorovius se dijo que Oliveira hubiera salido corriendo si hubiera tenido una idea del paradero de Lucía. Parecía especializarse en causas perdidas. Perderlas primero y después largarse atrás como un loco. Bebé Rocamadour, bebé, non bebé. Rocamadour: Rocamadour, ya sé que es como un espejo. Estás durmiendo o mirándote los pies. Yo aquí sostengo un espejo y creo que sus vos. Pero no lo creo, te escribo porque no sabes leer. Si supieras no te escribiría o te escribiría cosas importantes. Alguna vez tendré que escribirte que te portes bien o que te abrigues. Parece increíble que alguna vez, Rocamadour. Ahora solamente te escribo en el espejo, de vez en cuando tengo que secarme el dedo porque se moja de lágrimas. ¿Por qué, Rocamadour? No estoy triste, tu mamá es una pivota, se me fue al fuego el Bosch que había hecho para Horacio; vos sabes quién es Horacio, Rocamadour, el señor que el domingo te llevó el conejito de terciopelo y que se aburría mucho porque vos y yo nos estábamos diciendo tantas cosas y él quería volver a París; entonces te pusiste a llorar y él te mostró como el conejito movía las orejas; en ese momento estaba hermoso, quiero decir Horacio, algún día comprenderás, Rocamadour. En el funeral del niño toda la gran cantidad de personas del club de la serpiente está presente, solo falta Horacio que una vez más se digna a caminar vagamente. Se encuentra con una indigente y se ponen a beber juntos, ella le quiere hacer sexo oral momento en mujer que (pero de qué le había servido andar por los barrios bajos de Montevideo, tomarse un taxi hasta el borde del Cerro, consultando viejas direcciones reconstruidas por una memoria indócil). Después de una semana Horacio vuelve al cuarto y encuentra solo a Gregorovius, cómodamente instalado. A Oliveira el sol le daba en la cara a partir de las dos de la tarde. Para colmo con ese calor se le hacía muy difícil enderezar clavos martillándolos en una baldosa (cualquiera sabe lo peligroso que es enderezar un clavo a martillazos, hay un momento en que el clavo está casi derecho, pero cuando se lo martilla una vez más da media vuelta y pellizca violentamente los dedos que lo sujetan; es algo de una perversidad fulminante), martillándolos empecinadamente en una baldosa (pero cualquiera sabe que) empecinadamente en una baldosa (pero cualquiera) empecinadamente. «No queda ni uno derecho», pensaba Oliveira, mirando los clavos desparramados en el suelo. «Y a esta hora la ferretería está cerrada, me van a echar a patadas si golpeo para que me vendan treinta guitas de clavos. Hay que enderezarlos, no hay remedio.» Cada vez que conseguía enderezar a medias un clavo, levantaba la cabeza en dirección a la ventana abierta y silbaba para que Traveler se asomara. Desde su cuarto veía muy bien una parte del dormitorio, y algo le decía que Traveler estaba en el dormitorio, probablemente acostado con Talita. Los Traveler dormían mucho de día, no tanto por el cansancio del circo sino por un principio de fiaca que Oliveira respetaba. Era penoso despertar a Traveler a las dos y media de la tarde, pero Oliveira tenía ya amoratados los dedos con que sujetaba los clavos, la sangre machucada empezaba a extravasarse, dando a los dedos un aire de chipolatas mal hechas que era realmente repugnante. Más se los miraba, más sentía la necesidad de despertar a Traveler. Para colmo tenía ganas de matear y se le había acabado la yerba: es decir, le quedaba yerba para medio mate, y convenía que Traveler o Talita le tiraran la cantidad restante metida en un papel y con unos cuantos clavos de lastre para embocar la ventana. Con clavos derechos y yerba la siesta sería más tolerable. El trabajo consiste en impedir que los chicos se cuelen por debajo de la carpa, dar una mano si pasa algo con los animales, ayudar al proyeccionista, redactar avisos y carteles llamativos, ocuparse de la consigna impresión, entenderse con la policía, señalar al Director toda anomalía digna de mención, ayudar al señor Manuel Traveler en la parte administrativa, ayudar á la señora Atalía Donosti de Traveler en la taquilla (llegado el caso), etc. Entre tanto había muerto en Europa, a los treinta y tres años de edad, Dinu Lipatti. Del trabajo y de Dinu Lipatti fueron hablando hasta la esquina, porque a Talita le parecía que también era bueno acumular pruebas tangibles de la inexistencia de Dios o por lo menos de su incurable frivolidad. Les había propuesto comprar inmediatamente un disco de Lipatti y entrar en lo de don Crespo para escucharlo, pero Traveler y Oliveira querían tomarse una cerveza en el café de la esquina y hablar del circo, ahora que eran colegas y estaban satisfechísimos. A Oliveira no-se-le-escapaba que Traveler había tenido que hacer un-esfuerzo-heroico para convencer al Dire, y que lo había convencido más por casualidad que por otra cosa. Ya habían decidido que Oliveira le regalaría a Gekrepten dos de los tres cortes de casimir que le quedaban por vender, y que con el tercero Talita se haría un traje sastre. Cuestión de festejar el nombramiento. Traveler pidió en consecuencia las cervezas mientras Talita se iba a preparar el almuerzo. Era lunes, día de descanso.. La Maga se ha ido y nadie sabe de su paradero; por ahora Osip se ha quedado con la habitación. Le cuenta a Horacio que le echaron de menos en el velorio de Rocamadour; que la Maga imaginaba que él estaría conSola.Las versiones sobre la desaparición de la Maga son contradictorias: tal vez se ha ido a Italia o Montevideo,aunque se sabe que no cuenta con el dinero necesario. El diario trae una inquietante noticia sobre una mujer ahogada en la Sena. Podría ser la Maga Medio en broma, medio en serio, Ossip se sincera con Oliveira y empieza a reprocharle su actitud, a juzgarlo sin piedad. Lo trata de loco y afirma que la Maga está mejor en el fondo del río que con él. Horacio le responde leyendo un listado de las farmacias de turno en Buenos Aires. Gregorovius se va asustado, y Horacio Se queda solo en la habitación. Encuentra la carta de la Maga a Rocamadour; la lee. El documento es en realidad una gran muestra de la ternura de la Maga al mundo que la rodea; de hecho, horacio siente que la carta le está dirigida. Conmovido, se autocensura al confundir su emoción con lástima. En el circo se estaba perfectamente, una estufa de lentejuelas y música rabiosa, un gato calculista que reaccionaba a la previa y secreta pulverización con valeriana de ciertos números de cartón, mientras señoras conmovidas mostraban a su prole tan elocuente ejemplo de evolución darwiniana. Cuando Oliveira, la primera noche, se asomó a la pista aún vacía y miró hacia arriba, al orificio en lo más alto de la carpa roja, ese escape hacia un quizá contacto, ese centro, ese ojo como un puente del suelo al espacio liberado, dejó de reírse y pensó que a lo mejor otro hubiera ascendido con toda naturalidad por el mástil más próximo al ojo de arriba, y que ese otro no era él que fumaba mirando el agujero en lo alto, ese otro no era él que se quedaba abajo fumando en plena gritería del circo. Un poco tiempo después se vende el circo a una persona de negocios y esta adquiere un hospital psiquiátrico, estos tres acceden a trabajar en el hospital cumpliendo distintas labores, Talita como farmacéutica, Horacio y Traveler como guardias de noche. Horacio en modo de broma dice que no tengan miedo porque los pacientes no pueden estar más locos que ellos, y es echa unas risas. Son llevados a la estación junto con dos homosexuales. En el viaje, Oliveira continúa reflexionando sobre su búsqueda de la unidad y sobre su relación con la Maga. Los homosexuales, mientras tanto, discuten acerca de un caleidoscopio. Notan que, solo contra la luz correcta, los «bonitos patrones» dentro de este son perceptibles. La primera parte del libro termina con la intuición de Oliveira de que el cielo es algo que no está encima de la tierra, sino en la superficie de esta, pero a alguna distancia, al cual uno se acerca de manera similar a como los niños juegan la rayuela. Era cierto que Trábele dormía poco, en mitad de la noche suspiraba como si tuviera un peso sobre el pecho y se abrazaba a Talita que lo recibía sin hablar, apretándose contra él para que la sintiera profundamente cerca. En la oscuridad se besaban en la nariz, en la boca, sobre los ojos, y Trábele acariciaba la mejilla de Talita con una mano que salía de entre las sábanas y volvía a esconderse como si hiciera mucho frío, aunque los dos estaban sudando; después Trábele murmuraba cuatro o cinco cifras, vieja costumbre para volver a dormirse, y Talita lo sentía aflojar los brazos, respirar hondo, aquietarse. De día andaba contento y silbaba tangos mientras cebaba mate o leía, pero Talita no podía cocinar sin que él se apareciera cuatro o cinco veces con pretextos diversos y hablara de cualquier cosa, sobre todo del manicomio ahora que las tratativas parecían bien encaminadas y el director se embalaba cada vez más con las perspectivas de comprar el loquero. A Talita le hacía poca gracia la idea del manicomio, y Trábele lo sabía. Los dos le buscaban el lado humorístico, prometiéndose espectáculos dignos de Samuel Beckett, despreciando de labios para afuera al pobre circo que completaba sus funciones en Villa del Parque y se preparaba a debutar en San Isidro. A veces Oliveira caía a tomar mate, aunque por lo general se quedaba en su pieza aprovechando que Recepten tenía que irse al empleo y él podía leer y fumar a gusto. Cuando Trábele miraba los ojos un poco violetas de Talita mientras la ayudaba a desplumar un pato, lujo quincenal que entusiasmaba a Talita, aficionada al pato en todas sus presentaciones culinarias, se decía que al fin y al cabo las cosas no estaban tan mal como estaban, y hasta prefería que Horacio se arrimara a compartir unos mates, porque entonces empezaban inmediatamente a jugar un juego cifrado que apenas comprendían pero que había que jugar para que el tiempo pasara y los tres se sintieran dignos los unos de los otros. A Horacio, mientras tanto, Talita le recuerda cada vez más a la Maga. Por ende, se ve a sí mismo en Traveler. Trata, pues, de inmiscuirse en la vida íntima de la pareja, pero no puede. Su frustración crece al punto de que empieza a dar muestras de un inminente colapso mental. Una tarde calurosa Oliveira pasa horas tratando de enderezar unos clavos, aunque aún no sabe para qué los va a usar. Muy pronto esta acción dispara un episodio de locura cuando Horacio convence a Trábele y Talita de ayudarlo a construir un puente entre las ventanas de los edificios para que ella pueda atravesarlo. Una vez concluido, Horacio le pide a Talita que cruce el puente y que le lleve clavos y yerba mate. Trábele se muestra dispuesto a acceder a las excentricidades de su amigo, pero Talita está asustada y pide no participar. Cree que es una especie de prueba. Finalmente le arroja la yerba y los clavos, pero no cruza el puente. Era natural pensar que él estaba esperando que se asomara a la ventana. Bastaba despertarse a las dos de la mañana, con un calor pegajoso, con el humo acre de la espiral mata mosquitos, con dos estrellas enormes plantadas en el fondo de la ventana, con la otra ventana enfrente que también estaría abierta. Era natural porque en el fondo el tablón seguía estando ahí, y la negativa a pleno sol podía quizá ser otra cosa a plena noche, virar a una aquiescencia súbita, y entonces él estaría allí en su ventana, fumando para espantar los mosquitos y esperando que Talita sonámbula se desgajara suavemente del cuerpo de Trábele para asomarse y mirarlo de oscuridad a oscuridad. Tal vez con lentos movimientos de la mano él dibujaría signos con la brasa del cigarrillo. Triángulos, circunferencias, instantáneos escudos de armas, símbolos del filtro fatal o de la difenilpropilamina, abreviaciones farmacéuticas que ella sabría interpretar, o solamente un vaivén luminoso de la boca al brazo del sillón, del brazo del sillón a la boca, de la boca al brazo del sillón, toda la noche. Al lado del Cerro —aunque ese Cerro no tenía lado, se llegaba de golpe y nunca se sabía bien si ya se estaba o no, entonces más bien cerca del Cerro—, en un barrio de casas bajas y chicos discutidores, las preguntas no habían servido de nada, todo se iba estrellando en sonrisas amables, en mujeres que hubieran querido ayudar pero no estaban al tanto, la gente se muda, señor, aquí todo ha cambiado mucho, a lo mejor si va a la policía quién le dice. Y no podía quedarse demasiado porque el barco salía al rato nomás, y aunque no hubiera salido en el fondo todo estaba perdido de antemano, las averiguaciones las hacía por las dudas, como una jugada de quiniela o una obediencia astrológica. Otro bondi de vuelta al puerto, y a tirarse en la cucheta hasta la hora de comer. Esa misma noche, a eso de las dos de la mañana, volvió a verla por primera vez. Hacía calor y en el «camerones» donde ciento y pico de inmigrantes roncaban y sudaban, se estaba peor que entre los rollos de soga bajo el cielo aplastado del río, con toda la humedad de la rada pegándose a la piel. Oliveira se puso a fumar sentado contra un mamparo, estudiando las pocas estrellas rasposas que se colaban entre las nubes. La Maga salió de detrás de un ventilador, llevando en una mano algo que arrastraba por el suelo, y casi en seguida le dio la espalda y caminó hacia una de las escotillas. Oliveira no hizo nada por seguirla, sabía de sobra que estaba viendo algo que no se dejaría seguir. Pensó que sería alguna de las pitucas de primera clase que bajaban hasta la mugre de la proa, ávidas de eso que llamaban experiencia o vida, cosas así. Se parecía mucho a la Maga, era evidente, pero lo más del parecido lo causa a quienes le rodean. Una noche Horacio está fumando en su cuarto del segundo nivel, cuando ve a Talita atravesando el jardín del piso inferior iluminado por la luna, posiblemente yendo a su habitación a dormir. Después cree ver a la Maga en el mismo lugar jugando rayuela. Pero, cuando ella lo ve a él, este se da cuenta de que es Talita cruzando el jardín de regreso. Una especie de culpa se empieza a apoderar de Oliveira, quien pronto llega a concebir la idea de que alguien quiere matarlo mientras está de guardia. Probablemente Traveler. Finalmente, Ferragut decide comprar la clínica y ceder el circo. Talita y Traveler parecen muy excitados con el cambio, mientras cumplen desganadamente con las propias del circo. Entre tanto, Cortázar nos deja entrever los conflictos que sacuden el panorama político argentino: otro intento golpista y, como Colofón rige el estado de sitio. Las protestas populares han sido acalladas con tanques de guerra. En su primera incursión en el espacio de la clínica o manicomio, Ferragut les presenta al administrador. Mientras éste lee un documento en voz alta, Oliveira se escapa para hacer un recorrido por el establecimiento. Conoce a un enfermero y ambos toman por loco a su interlocutor. Traveler vuelve a tocar el tema del triángulo establecido por la llegada de Horacio. Van caminando por el jardín y pisan el dibujo de una rayuela. Traveler se ríe y empieza a saltar. Regresan a la oficina, donde se acaban de recolectar las firmas de los pacientes. Los primeros días en la clínica transcurren sin novedad. Los nuevos empleados se limitan a observar a los salientes. Talita está muy contenta instalada en la farmacia. La Cuca muestra desconfianza con sus empleados, Ferraguto trata de acostumbrarse a las funciones de administrador, los médicos no dan problema y todo parece normal. La vida sigue aparentemente igual, sin embargo, oscuras fuerzas circulan en lo profundo, llevando poco apoco a la degradación la amistad entre Oliveira y los Traveler. Al principio crece como posibilidad, que luego se materializa, la adquisición por parte de Ferraguto del manicomio. La secuencia es discontinua: no se trata de un largo episodio, sino de situaciones fugaces que conforman una unidad de sentido: una casilla más en la rayuela de Oliveira, su esfera doméstica. En realidad, Oliveira y Traveler saben que las cosas marchan cada vez peor entre ellos. Horacio es una especie de vampiro que medra alrededor de la pareja para succionar toda energía. En su desamparo espiritual, pide demasiado a los amigos. Talita jugando con el magnetófono, también se da cuenta: siente que Horacio quiere suplantar a Manuel en su afecto. Aquella misma noche, mientras Oliveira está en el segundo piso considerando las implicaciones simbólicas del elevador de aquel hospital, Talita se acerca a él y los dos comienzan a hablar de distintos temas, entre ellos la Maga, cuando el ascensor se acciona y sube desde el sótano. Resulta que un paciente está dentro. Luego de enviar al hombre de regreso a su cuarto, Horacio y Talita deciden bajar a ver qué se trae aquel loco entre manos. Ya en el sótano, junto a los cadáveres, Horacio comienza a hablarle a Talita como si ella fuera la Maga. En un momento de desesperación, él atenta a besarla, pero es rechazado. De regreso en su cuarto, Talita le cuenta a Traveler lo sucedido. Mientras tanto, Oliveira regresa a su propio cuarto y ahora está convencido de que Traveler quiere matarlo. A oscuras comienza a construir una suerte de barricada compuesta por bacinicas llenas de agua en el suelo, así como por hilos atados a objetos pesados, a su vez atados a la perilla de la puerta. Entonces, Oliveira se sienta a oscuras al otro lado de la habitación, cerca de la ventana, y espera a Traveler. Las horas pasan lenta y ansiosamente. Traveler finalmente llega y trata de entrar. El caos y la bulla impulsan al doctor Ovejero y a los pacientes a salir al jardín, desde donde ven a Horacio en la ventana tratando de saltar. Traveler trata de convencer a Horacio de que no haga lo que no quiere hacer, pero finalmente reflexiona que a lo mejor Horacio sí quiere quitarse la vida y que probablemente sea lo mejor. Al fin llega el traslado definitivo a la clínica, exceptuando a Remolino, el antiguo personal se ha ido entre los jubilosos gritos de los enfermos. Porque en realidad él no le podía contar nada a Traveler. Si empezaba a tirar del ovillo iba a salir una hebra de lana, metros de lana, lanada, lanagnórisis, lanatúrner, lannapurna, lanatomía, lanata, lanatalidad, lanacionalidad, lanaturalidad, la lana hasta lanáusea pero nunca el ovillo. Hubiera tenido que hacerle sospechar a Traveler que lo que le contara no tenía sentido directo (¿pero qué sentido tenía?) y que tampoco era una especie de figura o de alegoría. La diferencia insalvable, un problema de niveles que nada tenían que ver con la inteligencia o la información, una cosa era jugar al truco o discutir a John Donne con Traveler, todo transcurría en un territorio de apariencia común; pero lo otro, ser una especie de mono entre los hombres, querer ser un mono por razones que ni siquiera el mono era capaz de explicarse empezando porque de razones no tenían nada y su fuerza estaba precisamente en eso, y así sucesivamente. Las primeras noches en la clínica fueron tranquilas; el personal saliente desempeñaba todavía sus funciones, y los nuevos se limitaban a mirar, recoger experiencia y reunirse en la farmacia donde Talita, de blanco vestida, redescubría emocionada las emulsiones y los barbitúricos. El problema era sacarse de encima a la Cuca Ferraguto, instalada como fierro en el departamento del administrador, porque la Cuca parecía decidida a imponer su férula a la clínica, y el mismo Diré escuchaba respetuoso el new del resumido en términos tales como higiene, disciplina, diospatriayhogar, piyamas grises y té de tilo. Asomándose a cada rato a la farmacia, la Cuca prestaba-un-oído-atento a los supuestos diálogos profesionales del nuevo equipo. Talita le merecía cierta confianza porque la chica tenía su diploma ahí colgado, pero el marido y el compinche eran sospechosos. El cuarto de Horacio está ubicado en un segundo piso, desde su ventana ve el patio, la gran tapia y la rayuela dibujada por los enfermos. Oliveira idealiza sus juegos mientras, asomado a la ventana contesta una carta a Gekrepten.Talita cierra la farmacia y Horacio la ve cruzar el patio, luego ve una figura vestida de rosado que se dispone a jugar a la rayuela: es la Maga cuando va por la tercera casilla se da cuenta que es Talita. Horacio parte hacer su guardia nocturna de los enfermos. Deambulando por los corredores de la clínica lo asalta el miedo a ser asesinado. Talita llega con limonada y él le cuenta de la confusión que tuvo y de sus angustias. Oliveira vuelve a ver a la Maga en Talita y la besa. Entregado a la paradoja, Oliveira se refugia en su habitación con la ayuda del 18 se fortifica en ella, tendiendo redes de hilos y diversos obstáculos sobre el piso, hasta las tres y media de la madrugada. Asomado a la ventana fumando un cigarrillo tras cigarrillo, lanzándolos encendidos sobre las casillas de la rayuela. Desde la ventana de su cuarto en el segundo piso Oliveira veía el patio con la fuente, el chorrito de agua, la rayuela del 8, los tres árboles que daban sombra al cantero de malvones y césped, y la altísima tapia que le ocultaba las casas de la calle. El 8 jugaba casi toda la tarde a la rayuela, era imbatible, el 4 y la 19 hubieran querido arrebatarle el Cielo, pero era inútil, el pie del 8 era un arma de precisión, un tiro por cuadro, el tejo se situaba siempre en la posición más favorable, era extraordinario. Por la noche la rayuela tenía como una débil fosforescencia y a Oliveira le gustaba mirarla desde la ventana. En su cama, cediendo a los efectos de un centímetro cúbico de Hipnos al, el 8 se estaría durmiendo como las cigüeñas, parado mentalmente en una sola pierna, impulsando el tejo con golpes secos e infalibles, a la conquista de un cielo que parecía desencantarlo apenas ganado. «Sus de un romanticismo inaguantable», se pensaba Oliveira, cebando mate. «¿Para cuándo el piyama rosa?» Tenía sobre la mesa una cartita de Recepten inconsolable, de modo que no te dejan salir más que los sábados, pero esto no va a ser una vida, querido, yo no me resigno a estar sola tanto tiempo, si vieras nuestra piecita. Apoyando el mate en el antepecho de la ventana, Oliveira sacó una Birome del bolsillo y contestó la carta. Primero, había teléfono (seguía el número); segundo, estaban muy ocupados, pero la reorganización no llevaría más de dos semanas y entonces podrían verse por lo menos los miércoles, sábados y domingos. Tercero, se le estaba acabando la yerba. «Escribo como si me hubieran encerrado», pensó echando una firma. Eran casi las once, pronto le tocaría relevar a Traveler que hacía guardia en el tercer piso. Cebando otro mate, releyó la carta y pegó el sobre. Prefería escribir, el teléfono era un instrumento confuso en manos de Recepten, no entendía nada de lo que se le explicaba. Pero Traveler no dormía, después de una o dos tentativas la pesadilla lo seguía rondando y al final se sentó en la cama y encendió la luz. Talita no estaba, esa sonámbula, esa falena de insomnios, y Traveler se bebió un vaso de caña y se puso el saco del piyama. El sillón de mimbre parecía más fresco que la cama, y era una buena noche para quedarse leyendo. De a ratos se oía caminar en el pasillo, y Traveler se asomó dos veces a la puerta que daba sobre el ala administrativa. No había nadie, ni siquiera el ala, Talita se habría ido a trabajar a la farmacia, era increíble como la entusiasmaba el reingreso en la ciencia, las balancitas, los antipiréticos. Traveler se puso a leer un rato, entre caña y caña. Detodas maneras eran raras que Talita no hubiera vuelto de la farmacia. Cuando reapareció, con un aire de fantasma que aterraba, la botella de caña estaba tan menoscabada que a Traveler casi no le importó verla o no verla, y charlaron un rato de tantas cosas, mientras Talita desplegaba un camisón y diversas teorías, casi todas toleradas por Traveler que a esa altura tendía a la benevolencia. Después Talita se quedó dormida boca arriba, con un sueño intranquilo entrecortado por bruscos manotones y quejidos. Siempre era lo mismo, a Traveler le costaba dormirse cuando Talita estaba inquieta, pero apenas lo vencía el cansancio ella se despertaba y al minuto estaba completamente desvelada porque él protestaba o se retorcía en sueños, y así se pasaban la noche como en un sube y baja. Para peor la luz había quedado encendida y era complicadísimo alcanzar la llave, razón por la cual acabaron despertándose del todo y entonces Talita apagó la luz y se apretó un poco contra Traveler que sudaba y se retorcía. Traveler golpea su puerta. Abajo en el patio Oliveira ve a la Maga−Talita. Traveler entra en la habitación, enredándose y lanzando juramentos inofensivos. La Cuca sale al patio; amanece. Traveler cierra la puerta tras de sí y decide encarar a Oliveira, sin agresividad como el amigo que es. Éste le habla de mellizos, del espejo y lo llama su doble. Abajo se arma un gran revuelo. Horacio se refiere a Talita como la Maga. Llegó una de tantas noches y Horacio estaba fumando cuando ve una silueta pasar, era Talita pasando por el jardín del bajo piso. Luego tiene un momento raro en el que ve a Lucía ¨la maga¨ jugando a la Rayuela, cierra y abre los ojos de nuevo y se da cuenta que es Talita devolviéndole en el camino, un rato después le viene un pensamiento a la cabeza como de que alguien quiere matarlo. De dónde le vendría la costumbre de andar siempre con piolines en los bolsillos, de juntar hilos de colores y meterlos entre las páginas de los libros, de fabricar toda clase de figuras con esas cosas y goma tragacantos. Mientras arrollaba un piolín negro al picaporte, Oliveira se preguntó si la fragilidad de los hilos no le daba algo así como una perversa satisfacción, y convino en que maye peut-être y quién te dice. Lo único seguro era que los piolines y los hilos lo alegraban, que nada le parecía más aleccionarte que armar por ejemplo un gigantesco dodecaedro transparente, tarea de muchas horas y mucha complicación, para después acercarle un fósforo y ver cómo una momento en que Traveler pase, está por fin puede hacerlo y horacio se dirige a la ventana de aquel piso alto y se dispone a saltar. Traveler quiere evitar que este cometa una locura y no aceche contra su misma vida, pero en un momento se da cuenta que quizás esto sea lo mejor, esta parte queda ahí sin saber si Horacio se suicidó o no lo hizo. Del lado de allá, a Horacio y la Maga les da por hablar de vez en cuando de los parientes que han dejado en América. Aunque los quieren, en el fondo le reprochan los valores anticuados e inútiles. De cuando en cuando entre la legión de los que andan con el culo a cuatro manos hay alguno que no solamente quisiera cerrar la puerta para protegerse de las patadas de las tres dimensiones tradicionales, sin contar las que vienen de las categorías del entendimiento, del más que podrido principio de razón suficiente y otras pajolerías infinitas, sino que además estos sujetos creen con otros locos que no estamos en el mundo, que nuestros gigantes padres nos han metido en un corso a contramano del que habrá que salir si no se quiere acabar en una estatua ecuestre o convertido en abuelo ejemplar, y que nada está perdido si se tiene por fin el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo, como los famosos obreros que en 1907 se dieron cuenta una mañana de agosto de que el túnel del Monte Brasco estaba mal enfilado y que acabarían saliendo a más de quince metros del túnel que excavaban los obreros yugoslavos viniendo de Dublivna. ¿Qué hicieron los famosos obreros? Los famosos obreros dejaron como estaba su túnel, salieron a la superficie, y después de varios días y noches de deliberación en diversas cantinas del Piemonte, empezaron a excavar por su cuenta y riesgo en otra parte del Brasco, y siguieron adelante sin preocuparse de los obreros yugoslavos, llegando después de cuatro meses y cinco días a la parte sur de Dublivna, con no poca sorpresa de un maestro de escuela jubilado que los vio aparecer a la altura del cuarto de baño de su casa. Ejemplo loable que hubieran debido seguir los obreros de Dublivna (aunque preciso es reconocer que los famosos obreros no les habían comunicado sus intenciones) en vez de obstinarse en empalmar con un túnel inexistente como es el caso de tantos poetas asomados con más de medio cuerpo a la ventana de la sala de estar, a altas horas de la noche. Y así uno puede reírse, y creer que no está hablando en serio, pero sí se está hablando en serio, la risa ella sola ha cavado más túneles útiles que todas las lágrimas de la tierra, aunque mal les sepa a los cogotudos empecinados en creer que Melpómene es más fecunda que Queen Mab. De una vez por todas sería bueno ponernos de desacuerdo en esta materia. Hay quizá una salida, pero esa salida debería ser una entrada. Hay quizá un reino milenario, pero no es escapando de una carga enemiga que se toma por asalto una fortaleza. Hasta ahora este siglo se escapa de montones de cosas, busca las puertas y a veces las desfonda. Lo que ocurre después no se sabe, algunos habrán alcanzado a ver y han perecido, borrados instantáneamente por el gran olvido negro, otros se han conformado con el escape chico, la casita en las afueras, la especialización literaria o científica, el turismo. Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Buchete, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarlos. Entonces es mejor pactar como los gatos y los musgos, trabar amistad inmediata con las porteras de roncas voces, con las criaturas pálidas y sufrientes que acechan en las ventanas jugando con una rama seca. Ardiendo así sin tregua, soportando la quemadura central que avanza como la madurez paulatina en el fruto, ser el pulso de una hoguera en esta maraña de piedra interminable, caminar por las noches de nuestra vida con la obediencia de la sangre en su circuito ciego. Lo de Pola fueron las manos, como siempre. Hay el atardecer, hay el cansancio de haber perdido el tiempo en los cafés, leyendo diarios que son siempre el mismo diario, hay como una tapa de cerveza apretando suavemente a la altura del estómago. Se está disponible para cualquier cosa, se podría caer en las peores trampas de la inercia y el abandono, y de golpe una mujer abre el bolso para pagar un café crème, los dedos juegan un instante con el cierre siempre imperfecto del bolso. Se tiene la impresión de que el cierre defiende el ingreso a una casa zodiacal, que cuando los dedos de esa mujer encuentren la manera de deslizar el fino vástago dorado y que con una media vuelta imperceptible se suelte la traba, una irrupción va a deslumbrar a los parroquianos embebidos en perno y Vuelta de Francia, o mejor se los va a tragar, un embudo de terciopelo violeta arrancará al mundo de su quicio, a todo el Luxemburgo, la rue Soufflot, la rue Gay-Lussac, el café Capoulade, la Fontaine de Médicis, la rue Monsieur-le-Prince, va a sumirlo todo en un gorgoteo final que no dejará más que una mesa vacía, el bolso abierto, los dedos de la mujer que sacan una moneda de cien francos y la alcanzan al Père Ragon, mientras naturalmente Horacio Oliveira, vistoso sobreviviente de la catástrofe, se prepara a decir lo que se dice en ocasión de los grandes cataclismos. El inconformista visto por Morelli, en una nota sujeta con un alfiler de gancho a una cuenta de lavandería: «Aceptación del guijarro y de Beta del Centauro, de lo puro-por-anodino a lo puro-por- desmesura. Este hombre se mueve en las frecuencias más bajas y las más altas, desdeñando deliberadamente las intermedias, es decir la zona corriente de la aglomeración espiritual humana. Incapaz de liquidar la circunstancia, trata de darle la espalda; inepto para sumarse a quienes luchan por liquidarla, pues cree que esa liquidación será una mera sustitución por otra igualmente parcial e intolerable, se aleja encogiéndose de hombros. Para sus amigos, el hecho de que encuentre su contento en lo nimio, en lo pueril, en un pedazo de piolín o en un solo de Stan Betz, indica un lamentable empobrecimiento; no saben que también está el otro extremo, los arrimos a una suma que se rehúsa y se va ahilando y escondiendo, pero que la cacería no tiene fin y que no acabará ni siquiera con la muerte de ese hombre, porque su muerte no será la muerte de la zona intermedia, de las frecuencias que se escuchan con los oídos que escuchan la marcha fúnebre de Sigfrido.» Los miembros del Club de la Serpiente discuten a Morelli entre entusiasmados y escépticos. Comparten las inquietudes del escritor, pero sospechan que a la larga no llega a ninguna parte, no resuelve ninguno de los problemas planteados por su obra. Los miembros del Club hablan de la Maga, queriendo comprender que han tenido la noche anterior. Los del Club, con dos excepciones, sostenían que era más fácil entender a Morelli por sus citas que por sus meandros personales. Wong insistió hasta su partida de Francia (la policía no quiso renovarle la carte de séjour) que no valía la pena seguir molestándose en champollionizar las rosettas del viejo, una vez localizadas las dos citas siguientes, ambas de Pauwels y Bergier: «Quizá haya un lugar en el hombre desde donde pueda percibirse la realidad entera. Esta hipótesis parece delirante. Auguste Comte declaraba que jamás se conocería la composición química de una estrella. Al año siguiente, Bunsen inventaba el espectroscopio. Cuando acabo de cortarme las uñas o lavarme la cabeza, o simplemente ahora que, mientras escribo, oigo un gorgoteo en mi estómago, me vuelve la sensación de que mi cuerpo se ha quedado atrás de mí (no reincido en dualismos, pero distingo entre yo y mis uñas) y que el cuerpo empieza a andarnos mal, que nos falta o nos sobra (depende). En esos días andaba caviloso, y la mala costumbre de rumiar largo cada cosa se le hacía cuesta arriba pero inevitable. Había estado dándole vueltas al gran asunto, y la incomodidad en que vivía por culpa de la Maga y de Rocamadour lo incitaba a analizar con creciente violencia la encrucijada en que se sentía metido. En esos casos Oliveira agarraba una hoja de papel y escribía las grandes palabras por las que iba resbalando su rumia. Escribía, por ejemplo: «El gran asunto», o «la encrucijada». Era suficiente para ponerse a reír y cebar otro mate con más ganas. «La unidad», hescribía Holiveira. «El hego y el hotro.» Usaba las haches como otros la penicilina. Después volvía más despacio al asunto, se sentía mejor. «Lo himportante es no hinflarse», se decía Holiveira. A partir de esos momentos se sentía capaz de pensar sin que las palabras le jugaran sucio. Apenas un progreso metódico porque el gran asunto seguía invulnerable. «¿Quién te iba a decir, pibe, que acabarías metafísico?», se interpelaba Oliveira. «Hay que resistirse al ropero de tres cuerpos, che, conformate con la mesita de luz del insomnio cotidiano.» Ronald había venido a proponerle que lo acompañara en unas confusas actividades políticas, y durante toda la noche (la Maga no había traído todavía a Rocamadour del campo) habían discutido como Arjuna y el Cochero, la acción y la pasividad, las razones de arriesgar el presente por el futuro, la parte de chantaje de toda acción con un fin social, en la medida en que el riesgo corrido sirve por lo menos para paliar la mala conciencia individual, las canallerías personales de todos los días. Ronald había acabado por irse cabizbajo, sin convencer a Oliveira de que era necesario apoyar con la acción a los rebeldes argelinos. El mal gusto en la boca le había durado todo el día a Oliveira, porque había sido más fácil decirle que no a Ronald que a sí mismo. De una sola cosa estaba bastante seguro, y era que no podía renunciar sin traición a la pasiva espera a la que vivía entregado desde su venida a París. Ceder a la generosidad fácil y largarse a pegar carteles clandestinos en las calles le parecía una explicación mundana, un arreglo de cuentas con los amigos que apreciaría su coraje, más que una verdadera respuesta a las grandes preguntas. Midiendo la cosa desde lo temporal y lo absoluto, sentía que erraba en el primer caso y acertaba en el segundo. Hacía mal en no luchar por la independencia argelina, o contra el antisemitismo o el racismo. Ahora se daba cuenta de que en los momentos más altos del deseo no había sabido meter la cabeza en la cresta de la ola y pasar a través del fragor fabuloso de la sangre. Querer a la Maga había sido como un rito del que ya no se esperaba la iluminación; palabras y actos se habían sucedido con una inventiva monotonía, una danza de tarántulas sobre un piso lunado, una viscosa y prolongada manipulación de ecos. Y todo el tiempo él había esperado de esa alegre embriaguez algo como un despertar, un ver mejor lo que lo circundaba, ya fueran los papeles pintados de los hoteles o las razones de cualquiera de sus actos, sin querer comprender que limitarse a esperar abolía toda posibilidad real, como si por adelantado se condenara a un presente estrecho y nimio. Había pasado de la Maga a Pola en un solo acto, sin ofender a la Maga ni ofenderse, sin molestarse en acariciar la rosada oreja de Pola con el nombre excitante de la Maga. Fracasar en Pola era la repetición de innúmeros fracasos, un juego que se pierde al final pero que ha sido bello jugar, mientras que de la Maga empezaba a salirse resentido, con una conciencia de sarro y un pucho oliendo a madrugada en un rincón de la boca. Por eso llevó a Pola al mismo sitio hotel de la rue Valette, encontraron a la misma vieja que los saludó comprensivamente, qué otra cosa se podía hacer con ese sucio tiempo. Seguía oliendo a blando, a sopa, pero habían limpiado la mancha azul en la alfombra y había sitio para nuevas manchas. Los papeles sueltos en la mesa. Una mano (de Wong). tocaba la sien, la frente de Talita («Y entonces mi hermana era mi tía Irene, pero no estoy segura»), comprobaba la barrera a tan pocos centímetros de su propia cabeza («Y yo estaba desnudo en un pajonal y veía el río lívido que subía, una ola gigantesca...»). Habían dormido con las cabezas tocándose y ahí, en esa inmediatez física, en la coincidencia casi total de las actitudes, las posiciones, el aliento, la misma habitación, la misma almohada, la misma oscuridad, el mismo tictac, los mismos estímulos de la calle y la ciudad, las mismas radiaciones magnéticas, la misma marca de café, la misma conjunción estelar, la misma noche para los dos, ahí estrechamente abrazados, habían soñado sueños distintos, habían vivido aventuras disímiles, el uno había sonreído mientras la otra huía aterrada, el uno había vuelto a rendir un examen de álgebra mientras la otra llegaba a una ciudad de piedras blancas. En el recuento matinal Talita ponía placer o congoja, pero Traveler se obstinaba secretamente en buscar las correspondencias. ¿Cómo era posible que la compañía diurna desembocara inevitablemente en ese divorcio, esa soledad inadmisible del soñante? A veces su imagen formaba parte de los sueños de Talita, o la imagen de Talita compartía el horror de una pesadilla de Traveler. Pero ellos no lo sabían, era necesario que el otro lo contara al despertar: «Entonces vos me agarrabas de la mano y me decías...» Y Traveler descubría que mientras en el sueño de Talita él le había agarrado la mano y le había hablado, en su propio sueño estaba acostado con la mejor amiga de Talita o hablando con el director del circo «Las Estrellas» o nadando en Mar del Plata. La presencia de su fantasma en el sueño ajeno lo rebajaba a un mero material de trabajo, sin prevalencia alguna sobre los maniquíes, las ciudades desconocidas, las estaciones de ferrocarril, las escalinatas, toda la utilería de los simulacros nocturnos. Unido a Talita, envolviéndole la cara y la cabeza con los dedos y los labios. Traveler sentía la barrera infranqueable, la distancia vertiginosa que ni el amor podía salvar. Durante mucho tiempo esperó un milagro, que el sueño que Talita iba a contarle por la mañana fuese también lo que él había soñado. Lo esperó, lo incitó, lo provocó apelando a todas las analogías posibles, buscando semejanzas que bruscamente lo llevaran a un reconocimiento. Sólo una vez, sin que Talita le diera la menor importancia, soñaron sueños análogos. Talita habló de un hotel al que iban ella y su madre y al que había que entrar llevando cada cual su silla. Traveler recordó entonces su sueño: un hotel sin baños, que lo obligaba a cruzar una estación de ferrocarril con una toalla para ir a bañarse a algún lugar impreciso. Se lo dijo: «Casi soñamos el mismo sueño, estábamos en un hotel sin sillas y sin baños.» Talita se río divertida, ya era hora de levantarse, una vergüenza ser tan haraganes. Traveler siguió confiando y esperando cada vez menos. Los sueños volvieron, cada uno por su lado. Las cabezas dormían tocándose y en cada una se alzaba el telón sobre un escenario diferente. Traveler pensó irónicamente que parecían los cines contiguos de la calle Lavalle, y alejó del todo su esperanza. No tenía ninguna fe en que ocurriera lo que deseaba, y sabía que sin fe no ocurriría. Sabía que sin fe no ocurre nada de lo que debería ocurrir, y con fe casi siempre tampoco. Esta casa en que vivo se asemeja en todo a la mía: disposición de las habitaciones, olor del vestíbulo, muebles, luz oblicua por la mañana, atenuada a mediodía, solapada por la tarde; todo es igual, incluso los senderos y los árboles del jardín, y esta vieja puerta semiderruida y los adoquines del patio. También las horas y los minutos del tiempo que pasa son semejantes a las horas y a los minutos de mi vida. En el momento en que giran a mi alrededor, me digo: «Parecen de veras. ¿Cómo se asemejan a las verdaderas horas que vivo en este momento!» Por mi parte, si bien he suprimido en mi casa cualquier superficie de reflexión, cuando a pesar de todo el vidrio inevitable de una ventana se empeña en devolverme mi reflejo, veo en él a alguien que se me parece. ¿Sí, que se me parece mucho, lo reconozco, Mientras iba a buscar a Etienne, todavía perjudicado por el sueño del pan y otro recuerdo de sueño que de golpe se le presentaba como se presenta un accidente callejero, de golpe zás, nada que hacerle, Oliveira había metido la mano en el bolsillo de su pantalón de pana marrón, justo en la esquina del boulevard Raspail y Montparnasse, medio mirando al mismo tiempo el sapo gigantesco retorcido en su robe de chambre, Balzac Rodin o Rodin Balzac, mezcla inextricable de dos relámpagos en su bromosa helicoide, y la mano había salido con un recorte de farmacias de turno en Buenos Aires y otro que resultó una lista de anuncios de videntes y cartománticas. Andando por las calles en París, al día siguiente del entierro de Rocamadour, Oliveira descubre en el bolsillo de su pantalón el listado de farmacias de turno en Buenos Aires y avisos de clarividentes en un recorte de prensa. Tira este último papelito sobre la valla del cementerio.
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