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Orientación Universidad
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Resumen sobre la novela El Perfume , Apuntes de Literatura

Apunte sobre las principales caracterí­sticas literarias de El Perfume.

Tipo: Apuntes

2015/2016

Subido el 12/02/2016

alejandra86
alejandra86 🇪🇸

4.4

(497)

873 documentos

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¡Descarga Resumen sobre la novela El Perfume y más Apuntes en PDF de Literatura solo en Docsity! El perfume, una novela en el universo de los clásicos Introducción Desde el momento de la publicación de “El perfume”, la popular novela del escritor alemán Patrik Süskind, tuve la intriga por leerla. Sin embargo, reticente ante los llamados “best—seller”, aplacé su lectura ya que los clásicos esperaban en mi biblioteca “reclamando” prontamente el turno para ser leídos. Pero como cada vez que participaba en tertulias oía que algunos lectores hablaban con regocijo de “El perfume”, 25 años después de su publicación decidí leerlo. ¡Y que grata sorpresa me llevé! ¡Qué texto tan exquisito! ¡Qué grandiosa estética narrativa! Se trata de una singular pieza literaria, de una novela diferente. Inmediatamente, como ese “amor a primera vista”, me prendé de ella y quedé impactado. Por eso la incluí dentro de los “Clásicos de la literatura universal”. Y como para confirmar mi inclusión encuentro que el filósofo, historiador y escritor Rafael Mauricio Méndez Bernal1 ya la había incluido también dentro de los clásicos, nada más y nada menos que junto al sitial que ocupan “El Quijote” y “Hamlet”, según la crítica especializada, las obras más geniales de todos los tiempos en español y en inglés, respectivamente. En el presente texto me propongo disertar, sin pretensiones de hondura analítica, sobre dicha novela (la cual consta de 223 páginas), para lo cual leí y releí la edición impresa y encuadernada por Cayfosa, Barcelona (España), publicada por RBA editores, Barcelona, 1992, en la colección Narrativa actual, con traducción de Pilar Giralt Gorina. Mi metodología de trabajo consiste en abordar la novela desde su estructura superficial, no tanto en el sentido tradicional de los análisis; libros de texto e internet abundan en éstos, muchos de ellos imprecisos. Para citar sólo una imprecisión me remito al siguiente párrafo: “Veinticuatro jovencitas fueron sacrificadas para destilar un pequeño frasco de perfume. Pero cuando ya lo tenía y se disponía a partir, una verdadera cacería, desatada por la muerte de la última niña, hija de un alto funcionario, determinó el arresto de Grenouille. Pero tal cosa no lo conturbó, pues cuando ascendía al patíbulo, simplemente derramó sobre la multitud ansiosa unas cuantas gotas de la esencia perfecta y, sin mayores dificultades, a pie llano, escapó”2. Si hacemos claridad, no fueron veinticinco las “jovencitas sacrificadas”, incluyendo a “la última niña”, sino veintiséis. Eso de que “derramó sobre la multitud ansiosa unas cuantas gotas de la esencia perfecta” y que escapó “a pie llano”, no es del todo cierto, tal como se evidenciará en este documento y con la lectura de la novela. Mi análisis, a pesar de contener ciertos elementos de cualquier análisis tradicional, explora otros tópicos que la gran mayoría de los estudios consultados no tuvieron en cuenta. No me adentro en la profunda sicología de los personajes, típicos de la época narrada; simplemente “sondeo” aspectos, en mi concepto, de interés para muchos lectores. Este sencillo ejercicio literario va dirigido a quienes no han podido leer “El perfume” o no les interesa ingresar en el maravilloso universo de la lectura de piezas literarias. Acudo con frecuencia a citas textuales (indicadas con el número de página dentro del paréntesis) para ser lo más fiel posible a la obra y no terminar, como muchos “analistas”, falseándola. Argumento La novela, que se compone de 51 capítulos (con numeración continua), divididos en cuatro partes, cuenta la vida completa de Jean—Baptiste Grenouille, un ser dotado de un singular sentido del olfato, que dedicó gran parte de su corta existencia a la fabricación de un perfume humano, capaz de hacer que las personas lo amaran; propósito para el cual trabajó como perfumista en diversas perfumerías de Francia y cometió 26 asesinatos de doncellas. Historia de Jean—Baptiste Grenouille Jean—Baptiste Grenouille nació en una venta de pescado, del mercado de víveres, en París, en medio de fétidos olores, el 17 de julio de 1738. Luego de que su madre, de unos 25 años, lo abandonara debajo de una mesa, fue arrestada; dos semanas después fue acusada de infanticidio, ya que había dejado morir, uno por uno, a sus otros cuatro cuando nacieron en el mismo sitio, y decapitada. Al momento de morir ésta, 1 MENDEZ BERNAL, Rafael Mauricio. 101 clásicos de la literatura universal resumidos. Intermedia editores. Círculo de lectores. Santafé de Bogotá, Colombia, 1995. 2 Ibídem. Grenouille ya había tenido tres nodrizas, pero ninguna quiso quedarse con él porque “era demasiado voraz” (10). El oficial de Policía La Fosse lo llevó, en calidad de expósito, al convento de Saint—Merri, en París, bajo el cuidado del padre Terrier, quien lo entregó a Jeanne Bussie, su nueva nodriza. Como el niño comía demasiado y no expelía ningún olor, ésta lo devolvió a Terrier, con el pretexto de que el infante estaba “poseído por el demonio” (13), debido a que no olía “a nada en absoluto” (13). Aunque Terrier se negó aceptar, con argumentos teológicos y racionales, que el lactante estuviera poseído por Satanás, concluyó aceptando que era un “diablillo chillón” (20), después que lo tildara de “monstruo” y de “niño insoportable” (19), porque se impactó y sorprendió hondamente al percatarse de que el pequeño “lo veía con la nariz, de un modo más agudo, inquisidor y penetrante de lo que puede verse con los ojos” (18). Por tal motivo se lo dejó en el hogar de madame Gaillard, su quinta y última nodriza, una mujer que “carecía del sentido del olfato y de toda sensación de frío y calor humano” (20). Esta desgraciada dama lo amamantó, alimentó, cuidó y educó hasta cuando lo entregó a su primer patrón. Con Gaillard el chiquillo sobrevivió a diversas enfermedades, accidentes caseros e intentos fallidos de sus compañeritos para matarlo. Gracias a su constitución fuerte, agarrado a la vida como una “garrapata del árbol” (22), sin recurrir a ninguna muestra de amor y otros sentimientos humanos, “era indestructible” (23). Como su nodriza se percató que su pupilo “poseía determinadas facultades y cualidades” (27) extraordinarias, como la ausencia de temor a la oscuridad, ver objetos a través de otros objetos y “ver el futuro” (27), se llenó de temores, y, aprovechando que el convento de Saint—Merri dejó de pagarle la manutención y el cuidado del huérfano, lo entregó a monsieur Grimal, curtidor de cueros, quien lo empleó como jornalero barato para desarrollar un trabajo peligroso, en el cual “tendría pocas probabilidades de sobrevivir” (28). Bajo la explotación laboral de Grimal permaneció Grenouille durante siete años. Desempeñando peligrosas y fatigosas actividades relacionadas con faenas de curtiembre soportó estoicamente su ignominiosa “existencia más animal que humana” (31). Cuando disfrutaba de sus pocos ratos libres salía a deambular por algunos sitios sórdidos de París, con el ánimo de oler todo tipo de aromas y hedores. Una noche, mientras se festejaba un aniversario más de la entronización del Rey de Francia, asesinó a una muchacha de unos 13 ó 14 años, embriagado por el olor inconfundible y “una fragancia incomprensible, indescriptible, imposible de clasificar” (38) que expelía ésta. El inefable éxtasis y la controlable felicidad que le produjeron el olor y la fragancia de la hermosa jovencita fundieron en su insondable espíritu el ideal de ser el creador de perfumes “más grande de todos los tiempos” (41). Como Grenouille deliraba por conocer el interior de una perfumería propició la oportunidad de que Grimal lo enviara al almacén de perfumes de Giuseppe Baldini, el perfumista más importante de París. Maravillado por el mundo de los olores, ya dentro del taller de Baldini, “se le ocurrió la idea de que pertenecía a este lugar y a ningún otro, de que se quedaría aquí y desde aquí conquistaría el mundo” (62). Fue así, como, haciendo alarde de conocer todos los olores de tener “la mejor nariz de Paris” (66), le pidió (exigió) trabajo al perfumista; petición, inicialmente, negada por éste. Sin embargo, con obstinación y persistencia, logró convencerlo de que le permitiera, en cinco minutos, elaborar un perfume que Baldini, secretamente, había pretendido copiar momentos antes sin haberlo logrado; y de esta manera le demostraría que, a su manera (invirtiendo el sistema tradicional de elaborar perfumes), sería capaz de hacerlo. Su futuro patrón, a regañadientes, aceptó con múltiples reticencias. Logrado su propósito, Baldini quedó tan impresionado que, a pesar de su arrogancia y su desprecio por el muchacho, resolvió emplearlo como aprendiz. La fragancia del perfume elaborado por Grenouille conmocionó de manera tan sorprendente a Baldini que se maravilló de la hazaña del jovencito. Este perfume era “algo totalmente nuevo, capaz de crear todo un mundo, un mundo rico y mágico que hacía olvidar de golpe todas las cosas repugnantes del propio entorno y comunicaba un sentimiento de riqueza, de bienestar, de libertad… (77). Bajo las órdenes del inescrupuloso y utilitario Baldini trabajó arduamente Grenouille creando diversos y exquisitos perfumes. Todo marchaba a pedir de boca para el avaro Baldini hasta que su dócil y eficiente empleado estuvo a punto de morir por una enfermedad. Pero para fortuna del perfumista, el joven no estaba listo para morir todavía. La recuperación de su enfermedad le permitió obtener del miserable Baldini los medios para extraer la fragancia de un cuerpo, a saber: Enflorado o maceración en caliente, en frío y en aceite, indicándole que estas técnicas se empleaban en Grasse, ciudad ubicada al sur de Francia, para extraer las fragancias del jazmín, la rosa y el azahar. “Su plan era producir nuevas y perfectas sustancias odoríficas a fin de convertir en realidad por lo menos algunas de las fragancias que llevaba en su interior” (88). Tras aprender el proceso de destilación y el lenguaje de la perfumería, y de consolidar su “pretensión de elaborar un perfume realmente magnífico” (83), Grenouille renunció al empleo, después de haber contribuido eficazmente a la boyante prosperidad económica y prestigio social de Baldini, “el mayor perfumista de Europa y uno de los ciudadanos más ricos de París” (94). El ingrato de Baldini, en “agradecimiento”, sólo le había dado una histéricos y se revolcaban por el suelo con las faldas arremangadas. Los hombres iban dando tropiezos, con los ojos desvariados, por el campo de carne ofrecida lascivamente, se sacaban de los pantalones con dedos temblorosos los miembros rígidos como una helada invisible, caían, gimiendo, en cualquier parte y copulaban en las posiciones y con las parejas más inverosímiles, anciano con doncella, jornalero con esposa de abogado, aprendiz con monja, jesuita con masona, todos revueltos y tal como venían. El aire estaba lleno del olor dulzón del sudor voluptuoso y resonaba con los gritos, gruñidos y gemidos de diez mil animales humanos. Era infernal (209). El perfume que inspiraba amor, “el perfume por cuya posesión había suspirado toda su vida” (210), había hecho efecto en los presentes. Los seres humanos lo amaban, pero él los odiaba. No lo amaban a él, sino a su “máscara fragante” (210) con la que inspiraba adoración. Grenouille deseaba que esos “hombres estúpidos, apestosos y erotizantes” (210) lo odiaran como él los odiaba. Su descontento radicaba en “su total ausencia de olor” (214), en que era inodoro. Era tal el efecto del perfume que Antoine Richis, incomprensible y paradójicamente, pidió perdón al asesino de su hija y le propuso que fuera su hijo. Esta absurda realidad le ocasionó un desmayo a Grenouille, y más tarde volvió en sí en la cama de la mismísima Laure Richis. Inmediatamente puso pie en tierra y, discretamente, abandonó a Grasse, ya sin el olor del perfume que había embriagado y enloquecido momentáneamente a los asistentes a su fallida ejecución. El tribunal lo declaró inocente y se dispuso su libertad. Después de que el tribunal cerrara el expediente en contra de Jean—Baptiste Grenouille y reabriera la investigación por el asesinato de las 25 doncellas, Dominique Druot fue encontrado responsable de estos homicidios, debido a que a ello condujeron las “investigaciones”, con fundamento en que en una cabaña de su propiedad (lugar donde dormía Grenouille, su patrón) fueron encontradas” las ropas y las cabelleras de todas las víctimas” (216). En consecuencia, éste fue condenado a muerte. Y como para hacer más incomprensible este sinsentido: El tribunal no se dejó engañar por sus protestas iniciales. Tras catorce horas de tortura lo confesó todo y pidió incluso una ejecución rápida, que se fijó para el día siguiente. Selo llevaron al alba, sin ninguna ceremonia, sin cadalso y sin tribunas, y lo colgaron sólo en presencia del verdugo, varios miembros del tribunal, un médico y un sacerdote. El cadáver, después de que la muerte se produjera y fuese constatada y certificada por el médico forense, fue enterrado sin pérdida de tiempo. Con esto se liquidó el caso (216). Con la desgracia de no poder olerse así mismo, Grenouille ingresó en París, el 27 de junio de 1767, y se internó en el Cementerio de los Inocentes, en horas nocturnas. En ese tétrico lugar sólo había malandrines y prostitutas. Destapó su frasco de perfume y se lo echó en su cuerpo. Extasiados y embelesados por el hechizo irresistible del perfume los presentes se abalanzaron en incontrolable tropel sobre Grenouille, desgarrándole sus ropas y arrancándole sus cabellos y su piel. Con puñales, hachas y machetes lo descuartizaron en treinta pedazos, que fueron vorazmente consumidos, desapareciéndolo “de la faz de la tierra” (222). Grenouille y su contexto Relatada aquí la trágica vida de Jean—Baptiste Grenouille, uno no puede sentir ningún tipo de afecto por un personaje tan siniestro. Desde la primera frase de la novela el autor nos advierte que se trata de un hombre abominable. Y en la tercera frase lo compara con “monstruos geniales” como el Marqués de Sade (1740— 1814), Louis Antoine Léon de Saint—Just (1767—1794), Joseph Fouché, duque de Otranto (1758—1820) y Napoleón I Bonaparte (1769—1821), entre otros (el primero de ellos contemporáneo de Jean—Baptiste Grenouille 1738—1767), a quienes el escritor denomina “hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad” (7). Es decir, Grenouille no era ningún filántropo ni bienhechor de la humanidad. Su grito al momento de nacer, además de ser una elección deliberada “contra el amor y a favor de la vida” (22), también sirvió para “enviar a su madre al cadalso” (22). Se le comparó con una garrapata. Esta imagen literaria de la garrapata es tan propicia para comparar al insecto con Grenouille, que es pertinente recrearla en este trabajo: La pequeña y fea garrapata, que forma una bola con su cuerpo de color gris plomizo para ofrecer al mundo exterior la menor superficie posible; que hace su piel dura y lisa para no secretar nada, para no transpirar ni una gota de sí misma. La garrapata, que se empequeñece para pasar desapercibida, para que nadie la vea y la pise. La solitaria garrapata, que se encoge y acurruca en el árbol, ciega, sorda y muda, y sólo husmea, husmea durante años y a kilómetros de distancia la sangre de los animales errantes, que ella nunca podrá alcanzar por sus propias fuerzas. Podría dejarse caer; podría dejarse caer al suelo del bosque, arrastrarse unos milímetros con sus seis patitas minúsculas y dejarse morir bajo las hojas, lo cual Dios sabe que no sería ninguna lástima. Pero la garrapata, terca, obstinada y repugnante, permanece acurrucada, vive y espera. Espera hasta que la casualidad más improbable le lleve la sangre en forma de un animal directamente bajo su árbol. Sólo entonces abandona su posición, se deja caer y se clava, perfora y muerde la carne ajena... Igual que esta garrapata era el niño Grenouille. Vivía encerrado en sí mismo como en una cápsula y esperaba mejores tiempos. Sus excrementos eran todo lo que daba al mundo; ni una sonrisa, ni un grito, ni un destello en la mirada, ni siquiera el propio olor… (23). Escribe el autor que Grenouille “fue un mostro desde el principio” (22), eligiendo la vida por obstinación y maldad. Por la boca del padre Terrier dice que era un “monstruo”, un “niño insoportable” (19), un “diablillo chillón” (20). Grenouille no le daba al mundo sino excrementos. “Su maestro le tenía por un imbécil” (27). Rechazado por su madre y sus nodrizas, ya se imagina el lector de qué clase de persona se le está hablando. Un niño que no olía podría ser un demonio o estar poseído por éste. En concepto de su cuarta nodriza, Jeanne Bussie, ese “bastardo” (11) no olía “como deben oler los seres humanos” (13); por eso le horrorizaba. El mismo Terrier sintió terror y asco por Grenouille cuando éste le olió. Para el sacerdote no resultó ser más que un “ser extraño y frío, un animal hostil” (19); estuvo a punto de arrojarlo “como si se tratase de una araña” (19) y de decirle que era un “demonio” (19), pero el temor a Dios y sus criterios racionales se lo impidieron. Y como si esto fuera insuficiente para no profesarle amor, en el capítulo 8, a sus 12 años, perpetró su primer asesinato en París; su víctima, una doncella. Sin embargo, dadas las vicisitudes de su miserable vida durante su azarosa crianza y bajo las órdenes de sus despreciables patronos explotadores, los lectores podríamos abrigar un recóndito sentimiento de compasión o de ternura; pero después del segundo asesinato, en el ocaso de su efímera, aciaga y torva existencia, desaparece la intención de prodigarle cualquier clase de afecto. Grenouille no logra hechizar y subyugar a los lectores como lo hizo con las personas que percibieron el aroma de su embriagador perfume; así como éstas sólo lo amaron cuando estuvo bajo los efectos de su aletargador perfume, aquéllos ni lo amaron ni lo odiaron. Tal como no pudo expeler su aroma natural a quienes tuvieron algún contacto con él, tampoco el lector le irradió amor u odio. Su quinta nodriza, madame Gaillard, a pesar de su “frío sentido del orden y de la justicia” (21), terminó por marcarle su aciago destino, ya que, privada de todo tipo de sentimientos, no le prodigó amor ni cuidados especiales a Grenouille. ¿Qué se podía esperar de una mujer alexitímica3, muerta en vida? Sin embargo no hubiera podido sobrevivir con otra nodriza que hubiera echado de menos su olor característico. Como había perdido el sentido del olfato por un golpe que le propinó su padre, “justo encima del arranque de la nariz” (20), esta mujer “pobre de espíritu” (20) jamás pudo percibir que Grenouille no expelía ningún tipo de olor humano. Además de la cicatrices en el alma, durante la permanencia en el hogar de madame Gaillard le quedaron cicatrices en el cuerpo como secuela de las enfermedades que lo atacaron, la caída en un pozo y una escoriación en el pecho con agua caliente. Como consecuencia de todo ello le quedaron cicatrices, arañazos, costras y un pie algo estropeado que le hacía cojear, pero vivía. Era fuerte como una bacteria resistente, y frugal como la garrapata, que se inmoviliza en un árbol y vive de una minúscula gota de sangre que chupó años atrás. Una cantidad mínima de alimento y de ropa bastaba para su cuerpo. Para el alma no necesitaba nada. La seguridad del hogar, la entrega, la ternura, el amor —o como se llamaran las cosas consideradas necesarias para un niño— eran totalmente superfluas para el niño Grenouille. Casi afirmaríamos que él mismo las había convertido en superfluas desde el principio, a fin de poder sobrevivir. El grito que siguió a su nacimiento, el grito exhalado bajo el mostrador donde se cortaba el pescado, que sirvió para llamar la atención sobre sí mismo y enviar a su madre al cadalso, no fue un grito instintivo en demanda de compasión y amor, sino un grito bien calculado, casi diríamos calculado con madurez, mediante el cual el recién nacido se decidió "contra" el amor y "a favor" de la vida. Dadas las circunstancias, ésta sólo era posible sin aquél, y si el niño hubiera exigido ambas cosas, no cabe duda de que habría perecido sin tardanza. En aquel momento habría podido elegir la segunda posibilidad que se le ofrecía, callar y recorrer el camino del nacimiento a la muerte sin el desvío de la vida, ahorrando con ello muchas calamidades a sí mismo y al mundo, pero tan prudente decisión habría requerido un mínimo de generosidad innata y Grenouille no la poseía. Fue un monstruo desde el mismo principio. Eligió la vida por pura obstinación y por pura maldad (22). A Grenouille no sólo le faltó el amor de Madame Gaillard, también los demás niños lo detestaban e intentaron matarlo. A pesar de que no era agresivo, torpe o taimado, sentían asco y pavor porque lo veían como una araña que había que aplastar. Desistieron de hacerlo debido a que comprendieron que era indestructible. Le temían porque no percibían su olor. 3 Mujer que no puede expresar sus emociones o sus sentimientos. Grenouille, siendo aún pequeño, empezó a mostrar sus facultades olfativas. Comenzó oliendo maderas y distinguiendo los olores de las diversas maderas. Su facultad olfativa era sorprendente. Cuando sólo contaba con seis años ya había percibido su entorno a través del olfato. A medida que crecía se tornaba más introvertido. Abstracciones como justicia, Dios, alegría, responsabilidad, humildad y gratitud eran ideas enigmáticas para éste. Como no temía a la oscuridad y era como vidente, madame Gaillard pensó que tenía facultades sobrenaturales. Razón por la cual decidió que no seguiría en su trabajo de nodriza. Sin ningún sentimiento de culpa lo entregó al curtidor Grimal, pues sabía que en el taller de curtiembres de éste tendría escasas posibilidades de sobrevivir, ya que el trabajo de aprendiz de curtidor era extremadamente peligroso para un niño de tan solo nueve años. Grenouille presintió que Grimal lo maltrataría si se insubordinaba; su olfato así se lo reveló. Para Grimal, Grenouille sólo le interesaba como trabajador eficiente y sumiso, no como persona, sino como “un animal doméstico útil” (31). Eso valía para la burguesía capitalista un ser humano. Era evidente la cosificación del sujeto, oprobioso fenómeno vigente en nuestro tiempo. Pero él se aferraba a la vida como una garrapata; concentrado y entregado a su trabajo, era dócil, laborioso y moderado. Su anhelo de existir y su fuerza vital eran tan fuertes que sobrevivió a la mortal enfermedad del ántrax maligno; solamente le quedaron cicatrices en la cara, que lo afearon más. A sus doce años su interés por el encantador mundo de los olores lo subyugaban de manera asombrosa e iba creciendo de manera que se le convirtió en una necesidad. Una noche cualquiera salió a buscar olores y fragancias por algunos rincones apestosos de París. Disfrutaba placenteramente destramando e hilando olores. Buscaba con pasión y paciencia olores conocidos y desconocidos. Él veía con el olfato, detectando olores por aquí y por allí, por acá y por allá. Se extasiaba con el olor del mar y anhelada fervientemente conocerlo. En esta “cacería” de olores olisqueó, por primera vez, el perfume verdadero de las flores y otras plantas aromáticas. Registró estos perfumes como registraba los olores profanos, con curiosidad, pero sin una admiración especial. No dejó de observar que el propósito del perfume era conseguir un efecto embriagador y atrayente y reconocía la bondad de las diferentes esencias de las que estaban compuestos, pero en conjunto le parecían más bien toscos y pesados, chapuceros más que sutiles, y sabía que él podría inventar otras fragancias muy distintas si dispusiera de las mismas materias primas. Muchas de estas materias primas ya las conocía de los puestos de flores y especias del mercado; otras eran nuevas para él y procedió a separarlas de las mezclas para conservarlas, sin nombre, en la memoria: ámbar, algalia, pachulí, madera de sándalo, bergamota, vetiver, opopónaco, tintura de benjuí, flor de lúpulo, castóreo... No tenía preferencias. No hacía distinciones, todavía no, entre lo que solía calificarse de buen olor o mal olor. La avidez lo dominaba. El objetivo de sus cacerías era poseer todo cuanto el mundo podía ofrecer en olores y la única condición que ponía era que fuesen nuevos. El aroma de un caballo sudado equivalía para él a la fragancia de un capullo de rosa y el hedor de una chinche al olor del asado de ternera que salía de una cocina aristocrática. Todo lo aspiraba, todo lo absorbía. Y tampoco reinaba ningún principio estético en la cocina sintetizadora de olores de su fantasía, en la cual realizaba constantemente nuevas combinaciones odoríferas. Eran extravagancias que creaba y destruía en seguida como un niño que juega con cubos de madera, inventivo y destructor, sin ningún principio creador aparente. (35). En la noche del 1 de septiembre de 1753, aprovechando que los parisinos conmemoraban un aniversario del ascenso de su Rey al trono, Grenouille fue en búsqueda de olores, y percibió un átomo de la más fantástica y embrujadora fragancia nunca antes olida. Tuvo el extraño presentimiento de que aquella fragancia era la clave del ordenamiento de todas las demás fragancias, que no podía entender nada de ninguna si no entendía precisamente ésta y que él, Grenouille, habría desperdiciado su vida si no conseguía poseerla. Tenía que captarla, no sólo por la mera posesión, sino para tranquilidad de su corazón (36). Esta fragancia era una mezcla de dos cosas, lo ligero y lo pesado; no, no una mezcla, sino una unidad y además sutil y débil y sólido y denso al mismo tiempo, como un trozo de seda fina y tornasolada... pero tampoco como la seda, sino como la leche dulce en la que se deshace la galleta... lo cual no era posible, por más que se quisiera: ¡seda y leche! Una fragancia incomprensible, indescriptible, imposible de clasificar; de hecho, su existencia era imposible. Y no obstante, ahí estaba, en toda su magnífica rotundidad. Grenouille la siguió con el corazón palpitante porque presentía que no era él quien seguía a la fragancia, sino la fragancia la que le había hecho prisionero y ahora le atraía irrevocablemente hacia sí (37—38). Al cabo de pocas semanas no sólo dominaba los nombres de todas las sustancias aromáticas del taller de Baldini, sino que también era capaz de escribir las fórmulas de sus perfumes y, a la inversa, interpretar fórmulas y composiciones de perfumes ajenos y demás certificados de productos aromáticos. ¡Y aún más! Después de aprender a expresar sus ideas perfumísticas en gramos y gotas, ya no necesitó nunca más los pasos intermedios de la experimentación. Cuando Baldini le encargaba una nueva fragancia, ya fuese para perfumar un pañuelo, un "sachet" o un colorete, Grenouille ya no tenía que buscar frascos y polvos, sino que se limitaba a sentarse a la mesa y escribir la fórmula directamente. Había aprendido a ampliar el camino desde la representación interna de un aroma hasta el perfume terminado con la escritura previa de la fórmula. Para él, esto era un rodeo. En cambio, a los ojos del mundo, o sea, a los ojos de Baldini, era un paso hacia adelante. Los milagros de Grenouille siguieron siendo los mismos, pero las recetas con que ahora los proveía les quitaba el elemento de pavor, y esto era una ventaja. Cuanto mejor dominaba Grenouille los conceptos y métodos artesanales, tanto mayor era la normalidad con que podía expresarse en el lenguaje convencional de la perfumería y tanto menos le temía y sospechaba de él su amo. Baldini siguió considerándole un hombre especialmente dotado para los olores, eso sí, pero ya no un segundo Frangipani o un inquietante aprendiz de brujo, y esto le venía muy bien a Grenouille. La etiqueta de artesano le servía de útil y oportuna tapadera. Llegó a conquistar a Baldini con su ejemplar proceder en el peso de los ingredientes, en la oscilación del matraz, en el salpicado del níveo pañuelito para las pruebas. Casi lo agitaba y se lo llevaba a la nariz con la misma delicadeza y elegancia que el maestro. Y de vez en cuando, a intervalos bien dosificados, cometía errores destinados a llamar la atención de Baldini: se olvidaba de filtrar, graduaba mal la balanza, escribía en una fórmula un porcentaje absurdamente alto de tintura de ámbar... y dejaba que le indicara el error para corregirlo en seguida con la mayor diligencia. De este modo logró crear en Baldini la ilusión de que al fin y al cabo todo seguía los cauces normales. No quería en absoluto enemistarse con Baldini; al contrario, deseaba aprender de él. No a mezclar perfumes, no la correcta composición de una fragancia, ¡naturalmente que no! En este terreno no había nadie en el mundo que pudiera enseñarle algo y los ingredientes del taller de Baldini no habrían sido suficientes para realizar su pretensión de elaborar un perfume realmente magnífico. Lo que podía realizar con Baldini en cuestión de olores era un juego de niños en comparación con los olores que llevaba dentro y que esperaba realizar algún día. Sabía, no obstante, que para ello necesitaba dos condiciones imprescindibles: en primer lugar, la capa de una existencia burguesa, por lo menos la de un oficial artesano, bajo cuyo amparo podría entregarse a sus pasiones y objetivos auténticos sin ser molestado, y en segundo lugar, el conocimiento de aquellos métodos artesanales con los que se preparaban, aislaban, concentraban y conservaban las sustancias aromáticas y sin los cuales no eran aptas para sus elevados usos. Porque Grenouille poseía realmente la mejor nariz del mundo, tanto analítica como imaginativamente, pero aún no poseía la facultad de materializar los olores (83). También aprendió la preparación de diferentes aguas, polvos y remedios de tocador y de belleza, así como la de mezclas de tés y condimentos, licores, escabeches, en fin, todo lo que Baldini podía enseñarle con su gran sapiencia y que Grenouille asimiló sin interés desmesurado, pero con docilidad y éxito. En cambio, sentía un entusiasmo especial cuando Baldini le instruía en la preparación de tinturas, extractos y esencias. Nunca se cansaba de triturar almendras amargas en la prensa de tornillo, ni de machacar granos de almizcle, ni de picar grises bolas de mbar con el cuchillo o de raspar rizomas de lirio para digerir las virutas en el alcohol más ligero. Aprendió el uso del embudo separador con el que se separaba del sedimento el aceite puro de la corteza de limón y a secar plantas y flores sobre parrillas colocadas al calor protegido y a conservar las crujientes hojas en cajas y tarros sellados con cera. Aprendió el arte de limpiar pomadas y preparar infusiones y a filtrar, concentrar, clarificar y rectificar (84). Grenouille estaba fascinado por la operación. Si algo en la vida había suscitado entusiasmo en él — no un entusiasmo visible, por supuesto, sino de una índole oculta, como si ardiera en una llama fría—, fue sin duda esta operación mediante la cual, con fuego, agua, vapor y un aparato apropiado, podía arrancarse el alma fragante de las cosas. Esta alma fragante, el aceite volátil, era lo mejor de ellas, lo único que le interesaba. El resto, inútil: flores, hojas, cáscara, fruto, color, belleza, vida y todos los otros componentes superfluos que en ellas se ocultaban, no le importaban nada en absoluto (85). Al cabo de poco tiempo era un especialista en el campo de la destilación. Descubrió —y en ello le ayudó más su olfato que todas las reglas de Baldini— que el calor del fuego ejercía una influencia decisiva sobre la calidad del producto destilado. Cada planta, cada flor, cada madera y cada fruto oleaginoso requería un tratamiento especial. A veces era necesario provocar mucho vapor, otras, acelerar la cocción y muchas flores daban mejores resultados si exudaban con la llama muy baja (87). Durante el día mezclaba perfumes y preparaba otros productos y condimentos aromáticos y por las noches se dedicaba exclusivamente al misterioso arte de la destilación. Suplan era producir nuevas y perfectas sustancias odoríferas a fin de convertir en realidad por lo menos algunas de las fragancias que llevaba en su interior (88). Eran evidentes las contradicciones de Baldini. Aunque reticente a aceptar a Grenouille como aprendiz en su taller, terminó aceptándolo. No quería permitir que demostrara lo que sabía al respecto, pero permitió tal demostración. Poseído por la ira ante las supuestas torpezas del “gnomo”, le gritó con ímpetu y vehemencia que no se atreviera nunca más a manipular sus costosos elementos de perfumería. “No te atrevas nunca más, ¿me oyes?, ¡no te atrevas nunca más a poner los pies en el umbral de un perfumista!” (74). Tiempo después, cuando ese “genio del olfato” (69) enfermó y cayó en cama, el contradictorio Baldini hacia todo cuanto podía para evitar que muriera su “gallinita de los huevos de oro”. Para el “gran Baldini” (75), hubiera sido muy desagradable “perder a su valioso aprendiz precisamente en unos momentos en que se proponía ampliar su negocio más allá de los límites de la capital e incluso fuera del país… (89). Ante esta inesperada circunstancia, decidió “no dejar piedra por remover con tal de salvar la preciada vida de su aprendiz” (90). Cuando estaba alentado lo tenía durmiendo en un incómodo lugar del taller, pero al enfermar, Baldini, temeroso de que muriera, “ordenó su traslado del catre del taller a una cama limpia del piso superior de la casa y mandó hacerla con sábanas de damasco” (90). Baldini estaba fuera de sí. Gimió y gritó con desesperación; se mordió los dedos, furioso contra su destino. Una vez más veía frustrarse sus planes de un éxito espectacular poco antes de alcanzar la meta. La vez anterior se habían interpuesto, con la riqueza de su inventiva, Pèlissier y sus compinches, ¡y esta vez era este muchacho, dotado de un fondo inagotable de nuevos olores, este pequeño rufián, más valioso que su peso en oro, quien precisamente ahora, en la fase ascendente del negocio, tenía que contraer la viruela sifilítica y el sarampión purulento en su estado último! ¡Precisamente ahora! ¿Por qué no dentro de dos años? ¿Por qué no dentro de uno? Para entonces podría haberlo explotado como una mina de plata o como un asno de oro. Dentro de un año podía morirse tranquilo. ¡Pero, no! ¡Tenía que morirse ahora, por Dios Todopoderoso, en un plazo de dos días! (91). Después que Grenouille abandonara Paris, el orgulloso Baldini reflexionó de la siguiente manera, tal como lo había hecho en otras ocasiones, a través de sus frecuentes monólogos interiores: Aquel individuo [Grenouille] nunca le había resultado simpático, nunca; por fin ahora podía confesárselo a sí mismo. Durante todo el tiempo en que le había albergado bajo su techo y explotado, se había sentido incómodo, como un hombre irreprochable que por primera vez en su vida hace algo prohibido, jugando a algo con medios ilícitos. Ciertamente, el riesgo de ser descubierto había sido escaso y las perspectivas de éxito, inmensas; sin embargo, también habían sido grandes el nerviosismo y los remordimientos de conciencia. De hecho, durante todos aquellos años no había pasado un solo día en que no le persiguiera la desagradable sensación de que alguna vez tendría que pagar de algún modo por su asociación con aquel hombre. “¡Si por lo menos no pasa nada! —repetía, temeroso, para sus adentros—. ¡Si consigo salir impune de esta atrevida aventura, sin tener que pagar por el éxito! ¡Si por lo menos todo va bien! Aunque no es correcto lo que hago. ¡Dios hará la vista gorda, estoy seguro! Me ha infligido muchos castigos duros en mi vida sin ningún motivo, de modo que ahora sería justo que se mostrara conciliador. Además, ¿en qué consiste mi falta, si es que lo es? A lo sumo en que me aparto un poco del reglamento gremial explotando la maravillosa facultad de un profano y apropiándome de ella. A lo sumo, en que me desvío un poco del camino tradicional de la virtud del artesano, haciendo hoy lo que ayer condené. ¿Acaso es esto un crimen? Otros engañan durante toda su vida. Yo sólo he hecho trampas durante unos cuantos años y sólo porque la casualidad me ofreció una oportunidad única. Quizá no fue la casualidad, sino el propio Dios quien me mandó a casa a ese hechicero como compensación de las humillaciones sufridas a manos de Pèlissier y sus compinches. ¡Quizá es voluntad de Dios castigar a Pèlissier y no a mí! ¡Esto sería muy posible! ¿Y de qué otro modo podría Dios castigar a Pèlissier, sino encumbrándome a mí? Mi éxito sería entonces el instrumento de la justicia divina y como tal, debería aceptarlo sin vergüenza y sin el menor arrepentimiento..." (96). Baldini, con ínfulas de sabelotodo en el arte de la perfumería, mientras trabajaban había pretendido darle algunas “lecciones de vida” a Grenouille, como éstas: *Para averiguarlo sólo se necesita, como ya he dicho, una nariz muy fina y es muy posible que Dios te haya dado un buen olfato, como a muchísimos otros hombres, sobre todo a tu edad. Sin embargo, el perfumista —y aquí Baldini levantó el índice y sacó el pecho—, el perfumista necesita algo más que un buen olfato. Necesita un órgano olfativo educado al o largo de muchas décadas, que le permita descifrar los olores más complicados sin equivocarse nunca, incluyendo los perfumes nuevos y desconocidos. ¡Una nariz semejante —y se dio unos golpecitos en la suya con el índice— no se "tiene", jovencito! Una nariz semejante se conquista con perseverancia y aplicación (67). *En todas las artes, como en todas las artesanías, ¡aprende bien esto antes de irte!, el talento sirve de bien poco si no va acompañado por la experiencia, que se logra a fuerza de modestia y aplicación (67). *—La fórmula es el alfa y omega de todo perfume —explicó Baldini con severidad, porque ahora quería poner fin a la conversación—. Es la indicación, hecha con rigor científico, de las proporciones en que deben mezclarse los distintos ingredientes a fin de obtener un perfume determinado y único; esto es la fórmula. O la receta, si comprendes mejor esta palabra (67). *—Ajá —dijo Baldini—. Pues bien, escucha, Jean—Baptiste Grenouille! He reflexionado. Te concedo la oportunidad, ahora, inmediatamente, de probar tu afirmación. También es una oportunidad para que aprendas, después de un fracaso rotundo, la virtud de la modestia —tal vez poco desarrollada a causa de tus pocos años, lo cual podría perdonarse—, imprescindible para tu futuro como miembro del gremio y tu condición de marido, súbdito, ser humano y buen cristiano. Estoy dispuesto a impartirte esta enseñanza a mis expensas porque debido a unas circunstancias determinadas hoy me siento generoso y, quién sabe, quizá llegará un día en que el recuerdo de esta escena alegrará mínimo. ¡Pero no creas que podrás tomarme el pelo!... ¡Acércate, nariz más fina de París! ¡Acércate a esta mesa y demuestra lo que sabes! ¡Cuida, no obstante, de no volcar ni derramar nada! ¡No cambies nada de sitio! (69). El megalomaníaco Grenouille, cual Zarathustra, abandonó París, como el profeta nietzscheano que “abandonó su patria y los lagos de su patria, y se retiró a la montaña”4. Ninguno de los dos fue a buscar revelaciones divinas o a mortificarse en penitencia. Nada de todo esto concernía a Grenouille, que no pensaba para nada en Dios, no hacía penitencia ni esperaba ninguna inspiración divina. Se había aislado del mundo para su propia y única satisfacción, sólo a fin de estar cerca de sí mismo. Gozaba de su propia existencia, libre de toda influencia ajena, y lo encontraba maravilloso. Yacía en su tumba de rocas como si fuera su propio cadáver, respirando apenas, con los latidos del corazón reducidos al mínimo y viviendo, a pesar de ello, de manera tan intensa y desenfrenada como jamás había vivido en el mundo un libertino (110). En su singular reino de soledad, en donde sólo se “olía” el aire de libertad, Grenouille recordaba todos los olores que había olido antes, y le molestaban los desagradables como el del dormitorio de madame Gaillard, el aliento avinagrado de Terrier, el sudor histérico de Jeanne Bussier, el hedor a cadáveres del Cementerio de Inocentes y el tufo de su madre. Esos olores repugnantes le hacían brotar su odio “con violencia de orgasmo” (111), debido a que le habían ofendido su prodigiosa nariz. La permanencia en soledad en la montaña —que va desde el capítulo 23 hasta el 29— es todo un arrobador derroche de fantasía narrativa. El embelesamiento de ésta lo encontramos en el capítulo 27, donde el solitario y libre Grenouille, soberano de su voluntad, se extasiaba en el “castillo de púrpura” (113) de su corazón, leyendo “el libro de los olores” (114) que formaba parte de la gran biblioteca de olores y disfrutaba de alucinantes espectáculos en su “teatro anímico” (117) como un dios creador. En Montpellier, Grenouille, notando “que causaba cierto efecto sobre sus semejantes” (135), se sintió sosegado. Ese cautivador efecto solamente era producto del perfume que se aplicaba en el cuerpo. Olía por primeva vez a olor humano, y por eso se fijaban en él. Pero sólo lo hacían atraídos por el perfume. Él sabía que “apestaba de un modo repugnante” (134). Despreciaba a las personas porque se dejaban engañar por su aroma “artificial”, y por esta razón las odiaba. De repente le invadió un gran sosiego. No el causado por la embriaguez, como el que sentía en el interior de la montaña durante sus orgías solitarias, sino el sosiego frío y sereno que infunde la conciencia del propio poder. Ahora sabía de qué era capaz. Con un mínimo de medios, había imitado, gracias a su genio, el aroma de los seres humanos, acertándolo tanto al primer intento que incluso un niño se había dejado engañar por él. Ahora sabía que podía hacer algo más. Sabía que era capaz de mejorar este aroma. Crearía uno que no sólo fuera humano, sino sobrehumano, un aroma de ángel, tan indescriptiblemente bueno y pletórico de vigor que quien lo oliera quedaría 4 NIETZSCHE, Federico. Así habló Zarathustra. Oveja Negra, Bogotá, 1982, p. 33. sujeto, demente, chapucero, artesano, individuo, profano, hechicero, monsieur, caballero, engendro, protegido, cavernícola, desgraciado, espíritu, ángel, demonio y estafador. Igualmente, se menciona con las siguientes expresiones: recién nacido, niño encantador, pobre niño, niño de pecho, inocente criatura, diablillo chillón, niño insoportable, pequeño Grenouille, niño monstruoso, niño prodigio, garrapata Grenouille, hombrecillo contrahecho, genio del olfato, mentiroso muchacho, descarado y presuntuoso, aprendiz de curtidor, pequeño embustero, arácnido Grenouille, superdotado por la gracia de Dios, nariz más fina de París, hombrecillo Grenouille, prepotente muchacho, insignificante don nadie, burdo chapucero, mocoso pícaro y descarado, aprendiz mágico, ser insignificante, hombre especialmente dotado para los olores, valioso aprendiz, pequeño rufián, el bueno de Jean—Baptiste, inquietante huésped, singular Grenouille, veloz jardinero, magnífico Grenouille, querido Jean—Baptiste, hombre normal, ser pequeño y estúpido, singular oficial de perfumista, hermano fluidal, legendario hombre de la caverna, nuevo Grenouille, animal agazapado y salvaje, sapo negro, hombre realmente civilizado y bien constituido, perfecto idiota, vista más aguda de París, garrapata solitaria, araña negra, inhumano Grenouille, más grande que el gran Frangipani, prepotente muchacho, oficial de perfumista, gran Grenouille, hombre de la levita azul, ser sobrenatural, ángel humano, ser extraño y frío, animal hostil y animal doméstico útil. Independiente de estas disquisiciones sobre la conveniencia o no del título y del subtítulo de la obra (que es un tema de nunca acabar con cualquiera de los títulos de otras novelas), puedo afirmar con la debida certeza que se trata de una estupenda y genial pieza narrativa, en donde se combinan, en indetectable límite, con sinfónica armonía la prosa y la poética. El derroche narrativo de “realidad”, imaginación y fantasía es absolutamente cautivador. No me queda más que unirme al grupo de los lectores que la clasifican como “un clásico de la literatura universal”. La musicalidad presente en la obra embriagó mi ávido y exigente espíritu lector. El padre Terrier, por ejemplo, me deleitó hasta el embelesamiento en el siguiente párrafo: — ¿Qué significa bien? —vociferó Terrier—. Hay muchas cosas que huelen bien. Un ramito de espliego huele bien. El caldo de carne huele bien. Los jardines de Arabia huelen bien. Yo quiero saber cómo huele un niño de pecho (14). Existen lectores que afirman que a muchas novelas les sobran capítulos; que algunas tienen demasiado “relleno”. Aunque en ciertas ocasiones me identifico con este criterio, en mi concepto no ocurre lo mismo en “El Perfume”. Es posible que muchos consideren que Giuseppe Baldini y sus circunstancias podría sobrarle a la novela. Es cierto que el “protagonismo” de este peculiar personaje, tan característico y paradójico, que aparece en el primer párrafo del capítulo 9 (página 42) y desaparece al finalizar el capítulo 22 (página 99), es relativamente intrascendente para el contexto general de esta obra literaria. Sin embargo, gracias a Baldini, a su perfumería y, sobre todo, a su taller, Grenouille aprendió lo necesario para ir consolidando con intención de fabricar su “particular” perfume. Baldini encarna la caricatura del burgués de su tiempo. Además, en una novela de perfumes tiene que haber, por lo menos, un perfumista que “represente” al gremio. Sin la presencia de Baldini en la novela, los lectores nos hubiéramos perdido la reflexión de éste sobre los cambios que imponía el contexto cultural de su tiempo, la vez que estuvo frente a la ventana, contemplando con hostilidad el río Sena, iluminado por el sol, en el ocaso de una tarde cualquiera, en donde el autor vierte su evidentes muestras de genialidad literaria. La mordacidad de Baldini (¿o de Süskind?) no tuvo contemplación ni con la Ilustración ni los pensadores ilustrados. ¡Desde que el frenético afán de novedad reinaba por doquier y en todos los ámbitos, sólo se veía esta actividad incontenible, esta furia por la experimentación, esta megalomanía en el comercio, en el tráfico y en las ciencias! ¡Y la locura de la velocidad! ¿Para qué necesitaban tantas calles nuevas, que se excavaban por doquier, y los puentes nuevos? ¿Para qué? ¿Qué ventaja tenía poder viajar a Lyon en una semana? ¿A quién le importaba esto? ¿A quién beneficiaba? ¿O cruzar el Atlántico, alcanzar la costa americana en un mes? ¡Como si no hubieran vivido muy bien sin este continente durante miles de años! ¿Qué se le había perdido al hombre civilizado en las selvas de los indios o en tierras de negros? Incluso iban a Laponia, que estaba en el norte, entre hielos eternos, donde vivían salvajes que comían pescado crudo. Y ahora querían descubrir un nuevo continente, que por lo visto se hallaba en los mares del sur, dondequiera que estuviesen éstos. ¿Y para qué tanto frenesí? ¿Porque lo hacían los demás, los españoles, los malditos ingleses, los impertinentes holandeses, contra quienes se libraba una guerra cuyo coste era exorbitante? Nada menos que300.000 libras — pagadas con nuestros impuestos— costaba un barco de guerra, que se hundía al primer cañonazo y no se recobraba jamás. Ahora el señor ministro de Finanzas exigía la décima parte de todos los ingresos, lo cual era ruinoso aunque no se pagara, porque el estado de ánimo general era de por sí nocivo. La desgracia del hombre se debe a que no quiere permanecer tranquilo en su habitación, que es su hogar. Esto lo dice Pascal. Pero Pascal fue un gran hombre, un Frangipani del espíritu, un verdadero artesano, y hoy en día nadie pregunta a estos hombres. Ahora se leen libros subversivos de hugonotes o ingleses, o se escriben tratados o las llamadas grandes obras científicas en las que todo se pone en tela de juicio. Ya no sirve nada; de improviso, todo ha de ser diferente. En un vaso de agua tienen que nadar unos animalitos que nadie había visto antes; la sífilis ha de ser una enfermedad muy normal y no un castigo de Dios; Dios, si es que fue quien lo creó, no hizo el mundo en siete días, sino en millones de años; los salvajes son hombres como nosotros; educamos mal a nuestros hijos; ¡y la tierra ya no es redonda como hasta ahora, sino ovalada como un melón... como si esto importara algo! En todos los terrenos se hacen preguntas, se escudriña, se investiga, se husmea y se experimenta. Ya no basta decir que una cosa existe y describirla: ahora todo tiene que probarse, y mejor si se hace con testigos, datos y algunos experimentos ridículos. ¡Todos esos Diderot, D’Alembert, Voltaire y Rousseau, o como se llamaran aquellos escritorzuelos —¡entre los cuales había incluso clérigos, y caballeros nobles, por añadidura— la han armado buena con sus pérfidas inquietudes, su complacencia en el propio descontento y su desprecio por todo lo del mundo, contagiando a la sociedad entera el caos sin límites que reina en sus cerebros! Dondequiera que uno dirigiese la mirada, reinaba el desenfreno. La gente leía libros, incluso las mujeres. Los clérigos se metían en los cafés. Y cuando la policía intervenía y encerraba en la cárcel a uno de aquellos canallas, los editores ponían el grito en el cielo, elevando peticiones, y encumbrados caballeros y damas hacían valer su influencia hasta que lo dejaban libre a las dos semanas o le permitían marchar al extranjero, donde podía seguir pergeñando panfletos con total impunidad. En los salones sólo se hablaba de trayectorias de cometas y expediciones, del principio de la palanca y de Newton, de construcción de canales, circulación de la sangre y diámetro de la tierra. Incluso el rey se dejó presentar un disparate ultramoderno, una especie de tormenta artificial llamada electricidad: en presencia de toda la corte, un hombre frotó una botella, haciendo surgir chispas, y los rumores decían que el rey se mostró muy impresionado. ¡Era inimaginable que su bisabuelo, el Luis realmente grande bajo cuyo próspero reinado Baldini había tenido la dicha de vivir muchos años, se hubiera prestado a sancionar una demostración tan ridícula! ¡Pero tal era el espíritu de los nuevos tiempos, que a la fuerza terminarían muy mal! Porque cuando sin la menor vergüenza ni inhibición se desafiaba la autoridad de la Iglesia de Dios; cuando se hablaba sobre la monarquía, igualmente bendecida por Dios, y de la sagrada persona del rey como si fueran ambos puestos variables en un catálogo de otras formas de gobierno que uno pudiera elegir a su capricho; cuando, finalmente, se llegaba tan lejos como para afirmar con toda seriedad que el Dios Todopoderoso, el Supremo Hacedor, no era imprescindible y el orden, la moral y la felicidad sobre la tierra podían existir sin •él, con la mera ayuda de la moralidad innata y la razón humana... oh, Dios, Dios!... entonces no era de extrañar que todo se trastocara y las costumbres se deterioraran y la humanidad hiciera recaer sobre sí la justicia de Aquél de quien renegaba. Las cosas terminarían muy mal. El gran cometa de 1681, del que se habían mofado, describiéndolo como sólo una lluvia de estrellas, fue sin duda alguna un aviso divino, pues anunció —ahora se sabía— un siglo de desmoralización, de caída en un pantano intelectual, político y religioso, creado por el hombre, en que la humanidad se precipitaría y en el cual sólo prosperarían malolientes plantas palustres como el tal Pèlissier (51, 52 y 53) Si hubiere que, necesariamente, citar un personaje o una parte del libro que “sale sobrando”, pensaría que el marqués de la Taillade—Espinasse sería mi candidato. Considero que no es mucho lo que “quita y pone” al desarrollo de la narración. Con él o sin él, Grenouille hubiera sido el Grenouille que fue. Sus teorías del “fluido letal terrestre” (139) y del “fluido vital eterno” (143), más que teorías científicas, parecen especulaciones metafísicas. Una escena que me impactó profundamente fue la conversación “dialéctica”, sostenida, en el segundo capítulo, por la nodriza Jean Bussie y el padre Terrier. Era tal la resolución de Bussie de devolver al “lactante Grenouille”, que no valieron los razonamientos del ingenuo Terrier. Llamaron mi atención el carácter irresoluto de la nodriza y la candidez del sacerdote, tratando de convencerla de que se regresara con el niño. En la novela no abundan los diálogos ni se hacen descripciones amplias del paisaje. Los diálogos de Grenouille no pasaban de una frase. El más largo es el siguiente, el cual sostuvo con Baldini: —Tengo la mejor nariz de París, "maître" Baldini —interrumpió Grenouille con voz gangosa—. Conozco todos los olores del mundo, todos los de París, aunque no sé los nombres de muchos; pero puedo aprenderlos. Todos los olores que tienen nombre no son muchos, sólo algunos miles y yo los aprenderé (66). Así como Giuseppe Baldini es un personaje despreciable, una mujer como madame Gaillard en un ser que inspira conmiseración. ¡Qué vida tan desgraciada la de este ser humano! No se puede ser más desgraciado en la existencia. Además de no contar con la dicha de disfrutar del sentido del olfato, tener que vivir poder profesar ningún tipo de sentimiento. Su alexitimia conmueve. ¡Qué impacto tan demoledor sentí cuando leía que había perdido su olfato a causa de un golpe en la nariz propinado por su padre! Pareciere que el arraigado e ignominioso fenómeno de la y la violencia intrafamiliar fuere sempiterno. Para un lector con profunda sensibilidad, la existencia de madame Gaillard lo debe afectar hondamente. ¡Cuántas mujeres habrá en este mundo en tan miserable e inhumana condición! En el siguiente párrafo se resume su compasivo ser: Aunque no contaba todavía treinta años, madame Gaillard ya tenía la vida a sus espaldas. Su aspecto exterior correspondía a su verdadera edad, pero al mismo tiempo aparentaba el doble, el triple y el céntuplo de sus años, es decir, parecía la momia de una jovencita. Interiormente, hacía mucho tiempo que estaba muerta. De niña había recibido de su padre un golpe en la frente con el atizador, justo encima del arranque de la nariz, y desde entonces carecía del sentido del olfato y de toda sensación de frío y calor humano, así como de cualquier pasión. Tras aquel único golpe, la ternura le fue tan ajena como la aversión, y la alegría tan extraña como la desesperanza. No sintió nada cuando más tarde cohabitó con un hombre y tampoco cuando parió a sus hijos. No lloró a los que se le murieron ni se alegró de los que le quedaron. Cuando su marido le pegaba, no se estremecía, y no experimentó ningún alivio cuando él murió del cólera… Las dos únicas sensaciones que conocía eran un ligerísimo decaimiento cuando se aproximaba la jaqueca mensual y una ligerísima animación cuando desaparecía. Salvo en estos dos casos, aquella mujer muerta no sentía nada (20). De las cuatro partes que conforman la novela, las más amplia es la primera, que consta de 22 capítulos, y la más corta es la última que sólo contiene uno. El capítulo más largo es el 14 y el más corto es el 28. El autor de “El Perfume”, Patrik Süskind, con su agudo espíritu crítico “no deja títere con cabeza”. ¡Qué excelente “cronista” de su tiempo! Su pluma iconoclasta, irreverente y contestataria fustiga hasta la institución más encumbrada: el Rey. Adjetiva como “monstruos geniales” (7) a personajes tan “importantes” en la historia, entre los que se destaca, nada más y nada menos, que el mismísimo emperador y todopoderoso Napoleón Bonaparte. Narra que no sólo apestaba el campesino y otras personas sin tanto renombre en la “escala social”, sino que también lo hacían el clérigo, la nobleza e “incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja” (7). Solamente un reparo me gustaría hacerle: no eran necesarios 26 asesinatos de doncellas; con tres hubiera bastado. Al fin y al cabo, únicamente relata explícitamente el asesinato de 3 de las 26 muchachas asesinadas. No se requería de semejante “carnicería” para que la novela alcanzara su efecto. Prácticamente, Grenouille perpetró una “matanza” de jovencitas. Este brillante escritor me sorprendió. Es poco lo que se puede investigar sobre su vida. No encontré extensas biografías, sino pequeñas reseñas de su “vida y obra”. Se dice que no concede entrevistas, porque lo que tiene que hablar lo dice en sus novelas. De acuerdo. Un escritor de esta genialidad, no necesita hablar: con sólo escribir es suficiente… Como que no se deja eclipsar por el brillo oropelesco de la fama.
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