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Orientación Universidad
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RESÚMENES OBRAS ARISTÓTELES, Resúmenes de Historia antigua

Resúmenes de obras de Aristóteles. Metafísica y Ética.

Tipo: Resúmenes

2021/2022

Subido el 16/05/2024

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carmen-lopez-51 🇪🇸

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¡Descarga RESÚMENES OBRAS ARISTÓTELES y más Resúmenes en PDF de Historia antigua solo en Docsity! Tercera parte Capítulo I. La metafísica La ciencia tiene como instrumento la demostración, que depende de principios y premisas verdaderas e inmediatas. Las primeras páginas de la Metafísica, al describir la ascensión del espíritu humano, culminan con la exigencia de un saber supremo, que sería la ciencia de los primeros principios y las primeras causas. Esta ciencia suprema sería la Metafísica, la ciencia del ser en cuanto ser. Esta ciencia, además de la más elevada, también es la más general, pues tiene por objeto el ser, y nada hay más general que el ser; es común a todas las cosas. Cada ciencia aísla una parte del ser y lo hace objeto de investigación, mientras que la filosofía, al contrario, estudia el ser en cuanto tal y sus atributos esenciales. ¿Cuáles son los atributos esenciales del ser, que pertenecen al ser por sí mismo? Aristóteles defiende que son lo Uno y lo Múltiple, lo Mismo y lo Otro, y, en general, los contrarios; lo anterior y lo posterior, el género y la especie, el todo y la parte, etc. Así, la filosofía primera -la metafísica- esclarece los presupuestos y funda los principios propios de cada ciencia, pero le corresponde más que nada tratar acerca de los axiomas, o primeros principios, comunes a todas las ciencias y cuyo estudio no queda reservado para ninguna ciencia particular. Los axiomas, por su parte, son verdades que se aplican a todos los objetos y cuyo conocimiento se requiere en todos los sujetos. Todos los axiomas se reducen al principio de identidad, que es la ley suprema del pensamiento, condición de su ejercicio, aunque Aristóteles lo considera como la expresión de la propiedad más genérica del ser. Afirma la relación del ser consigo mismo [el principio de identidad], porque es imposible ser y no ser a la vez, y por eso se asegura que es este el principio más seguro de todos. La hipoteca eleática. La filosofía primera parece reivindicar la realidad suprema para el ser más general, el ser en cuanto tal, que se manifiesta en el principio de identidad. El ser en cuanto tal, si es ciertamente el ser en general, no puede sin embargo realizarse en una sustancia única, como es el eleatismo. Por el contrario, Aristóteles tiende a liberar la noción del ser de esta rigidez, conciliando la exigencia lógica de identidad con la diversidad de la experiencia y el pluralismo de los seres. El ser de Parménides es conforme a la exigencia de identidad, y excluye todo cambio y diversidad. La concepción eleática del ser implica la imposibilidad del cambio y de predicación de juicios en general. Si el ser excluye toda diversidad, la ciencia se agota en esta doble aserción: el ser es, el no ser no es. La solución de Platón. A estas dificultades busca solución Platón en el Sofista. Muestra que el ser es simultáneamente movimiento y reposo. Después, demuestra en qué consiste la comunicación de los géneros, y cómo supone ella que en cierto sentido el no-ser es. La solución de Aristóteles. Aristóteles no se complace con la solución de Platón. Cree que las dificultades del eleatismo vienen del juicio de que el ser se toma siempre en un sentido absoluto y único, siendo así que el ser se toma en muchos sentidos, y distinguiendo entre los distintos sentidos del ser escapará Aristóteles a las dificultades del eleatismo. En el orden físico, distingue entre la materia y la forma, entre el ser en potencia y el ser en acto; en el orden lógico, para explicar la posibilidad del juicio y de la predicación, mostrará que el ser no tiene la unidad de un género cuyos aspectos sean fundamentalmente idénticos, sino que se toma en sentidos diferentes según las categorías. Así, las dos bases de la metafísica de Aristóteles son fruto de la reacción de su pensamiento contra el eleatismo. Dialéctica platónica y metafísica aristotélica. La metafísica de Aristóteles se jacta de salir triunfante de donde fracasa la platónica, de la cual, por otra parte, es heredera. Se reconoce su uso de la dialéctica platónica cuando examina las relaciones más generales entre los conceptos más abstractos, cuando establece las leyes de la comunicación de los géneros. La misión de Aristóteles a la dialéctica: en vez de desarrollar respecto de la diversidad de sus aplicaciones posibles una exigencia interior, recoge las opiniones formuladas y ejerce respecto de ellas una función tentativa; pero el criterio de que se sirve no es en muchos casos más que el consentimiento colectivo. El principio de identidad está justificado por su carácter antihipotético; el pensamiento no puede prescindir de él si desea comprender algo. Aristóteles cree que hay una razón colectiva de la humanidad que se eleva gradualmente a la verdad y que se traduce en la convergencia misma de las opiniones. Afirma ‘el parecer de todos es medida del ser’. Confía en que no todos los hombres pueden estar equivocados, y confía en el criterio de hombres sabios, virtuosos y ancianos. Capítulo II. El ser y las categorías ‘El ser se dice en varios sentidos’. Aristóteles pretende así escapar a las dificultades del eleatismo, y sobre todo a su realismo lógico, que haría imposible esta predicación. Para comprenderla, hay que precisar que el ser de que se trata es el ser como atributo más general; pero el ser tomado a esa acepción se debe distinguir del ser que indica la relación atributiva. El ser y la atribución. ‘No es lo mismo ser esto o aquello, que ser absolutamente’. Esta distinción es la del verbo ser cuando expresa la existencia o realidad y del verbo ser cuando indica la atribución, empleado como relación. Pero de esta distinción no infiere Aristóteles la separación metafísica entre esencia/existencia. Esta concepción es propia del idealismo matemático, resulta del platonismo y vuelve con el cartesianismo, que considera que la esencia, las relaciones necesarias comprendidas en ella, son verdades eternas, trascendentes a sus realizaciones empíricas y anteriores a los objetos que determinan. Aristóteles no acepta este criterio; la verdad no puede ser anterior a las cosas, la verdad y la falsedad no residen tampoco en las cosas; se reducen a modalidades del pensamiento y no se expresan más que en relaciones, en la unión y separación de términos que tienen su realidad fuera del pensamiento. La verdad de las relaciones supone siempre la realidad de los términos comparados; las relaciones establecidas por el juicio, expresadas por el verbo ser, no son nada en sí mismas; el ser, así empleado, indica solamente un nexo que no se puede concebir sin los términos que conecta. La verdad se supedita a la realidad, la esencia supone la existencia. Según Aristóteles no se puede decir de un sujeto lo que es, lograr una definición real, antes de saber si existe; nos ratifica de nuevo que no se podría afirmar un atributo de su sujeto, afirmar una verdad, un ‘lo que es’ sin que el sujeto sea real. Predicación según la esencia y predicación según el accidente. El ser que expresa la atribución, en contraposición al ser absoluto, se presta al análisis y se entiende él mismo en dos sentidos diferentes: el ser sustantivo y el ser predicativo. No es lo mismo ‘Sócrates es un hombre’ que ‘Sócrates es sabio’. En la primera, el es se refiere a ‘lo que es’, el predicado es un género dentro del cual entra el sujeto, mientras que, cuando digo que es sabio, no doy a conocer lo que es, sino solamente cómo es; un accidente. Una vez distinguida estas dos acepciones primordiales del ser, Aristóteles distingue dos formas de predicación: la predicación según la esencia y la predicación según el accidente; la una afirma que un sujeto es esto, la otra que un sujeto es así. En el primer caso, el predicado es un GÉNERO, mientras que en el segundo, es un ACCIDENTE. Tanto género como accidente no pueden existir sin un sujeto. El género se aplica a un sujeto; el accidente reside en un sujeto. Este sujeto es siempre un ser singular, concreto, y él solo es o existe en el sentido primordial y absoluto del término; sólo él merece ser denominado realidad o sustancia. Sustancia y accidentes. Los accidentes no pueden existir sin un sujeto, sin una realidad que les sirva de soporte (no hay blancura sin que algo sea blanco). Solamente el ser concreto, singular, deja de necesitar de otro para existir; en este sentido, es en sí, mientras que el accidente siempre toda generación, toda producción de una sustancia, no menos que la aparición de un accidente se efectúa a partir de un sujeto. El sujeto, la forma y la privación. El sujeto que se hace esto o aquello en la generación, tiene que ser considerado desde un doble punto de vista; es numéricamente uno, pero es lógicamente doble. Está en él el sujeto propiamente dicho, y está también un opuesto, el contrario de la forma, de lo que tiene que venir a ser. Así, un ser engendrado aparece compuesto de dos principios: el sujeto, o sustrato, y la forma; pero su producción o su génesis no se concibe sino como el tránsito de un opuesto a otro opuesto. La explicación de la generación supone tres principios; el sujeto/sustrato, la forma y la privación de ella. La materia. El sujeto o sustrato lo distingue Aristóteles con el nombre de materia. ‘La naturaleza que sirve de sujeto, no es concebible más que por analogía. Lo que es a la estatua el bronce […], he ahí lo que es ella respecto de la realidad, del objeto determinado, del esto y del ser’. Esta naturaleza tiene que ser considerada como un principio, aunque no tenga la unidad y la realidad de un objeto determinado; otro principio es el logos, la forma; y por otro, y por último, el opuesto, la privación. La materia y la privación. La materia la concibe partiendo de la relación que los objetos fabricados guardan con los materiales de que se hacen; llega así la noción de materia prima, sentido absolutamente indeterminado de todos los seres. Esto le permite resolver la aporía que había conducido a los antiguos a negar el cambio. Decían que el ser ni puede provenir ni del ser ni del no ser. Según Aristóteles, la expresión de provenir de, tiene que distinguirse en dos sentidos. Un objeto proviene de otro, como la estatua del bronce, como de su materia o su supuesto; un ser proviene también de otro -como los contrarios-. El ser no puede provenir del no ser como de su supuesto, pero proviene necesariamente de él como su opuesto, y si no puede provenir como su opuesto, proviene necesariamente como de su supuesto. El ser engendrado proviene del no ser de la privación. ‘Hay que distinguir, entre la materia y la privación, la una, la materia, es no-ser por accidente; la otra, la privación, es no ser per se. La una, la materia, es un casi ser, y una realidad en cierto modo; pero la privación no es de ninguna manera’. La materia aristotélica y el receptáculo platónico. Esta distinción se afirma contra Platón, para quien el sustrato de los seres sensibles y de sus perpetuos cambios es la exterioridad pura; en una palabra, la indeterminación en sí misma y no, como era para Aristóteles, un sujeto indeterminado. En el lenguaje aristotélico, se diría que para Platón la materia se reduce a la privación. Esto es imposible para Aristóteles, pues el devenir requiere un sujeto que sea un algo de cierto modo, no un algo determinado, sino completamente indeterminado, pero un algo de todos modos, de lo que se hacen las cosas. La materia no es un no-ser absolutamente; es casi un ser; la privación, siendo pura negación, es esencialmente no-ser. ‘Llamo materia al sujeto primero de cada ser, a aquello de donde proviene y que le es inmanente’, es decir, que persiste en él como elemento constitutivo de la sustancia: aquello de donde proviene y de lo cual está hecho, por contraposición a la privación, que es asimismo aquello de donde proviene algo, pero de lo cual se libera, de lo cual no se hace: la privación, que es esencialmente no-ser, y de lo cual algo proviene sin que le permanezca inmanente. En la distinción de esos dos sentidos (aquello de donde o aquello de lo cual), estiba la teoría aristotélica del cambio. Esta distinción se obtiene conjuntamente en virtud de un análisis del lenguaje y por la analogía de fabricación. Capítulo IV. Materia y sustancia La aporía de la sustancia. La noción de ousía, o de sustancia, se determinó primeramente por el análisis de la proposición, del juicio de atribución. La ousía es lo que no puede ser atribuido a un sujeto ni en concepto de género o especie, ni como una manera de ser -como un accidente que le pertenezca o le sea inherente-. La ousía o sustancia es el sujeto último, lo que no puede ser más que un sujeto y jamás atributo. La ousía es, pues, el ser concreto, singular, el sujeto que recibe sucesivamente atributos contrarios, pero que persiste el mismo bajo el cambio. Ocurre, sin embargo, que el cambio destruye la sustancia misma y produce en su lugar otra sustancia. En tal caso, lo que subsiste bajo el cambio no es la cosa sensible, determinada como un esto; no es la ousía, sino un sustrato indeterminado y amorfo que Aristóteles llama materia. El estudio del cambio absoluto, por contraposición al relativo que atañe solamente al accidente, es el estudio de la generación de sustancias y de la destrucción de ellas, nos ha revelado que toda sustancia sensible es un compuesto de materia y forma. Se pregunta si es en la materia o en la forma, o en el compuesto, en lo que consiste propiamente la ousía. Materia y forma. La materia es aquello de lo que proviene un ser y le es inmanente, aquello de lo cual está hecha una cosa. La forma es, de forma genérica, la razón determinante, la determinación esencial, lo que hace que una cosa sea lo que es. La materia es lo que ha venido a ser esto o aquello a causa de la generación; la forma es esto o aquello que ha venido a ser, pero el esto o aquello que considerado en su esencia: no es el objeto resultante, que es el compuesto de materia y forma, sino lo que ello tenía que venir a ser para ser actualmente lo que es: lo que ello había de ser. La noción de materia de Aristóteles es en realidad esencialmente relativa; es correlativa a la de forma: a forma distinta materia diferente. Esta estrecha correlación hace que Aristóteles diga que la materia inmediata de un ser, su materia propia y su forma son una sola y única cosa, considerada por un lazo en potencia y por el otro en acto. Así, el cuerpo es el ser viviente en potencia, y el alma es el ser viviente en acto; el cuerpo es la materia, el alma es su forma. Esta relatividad nos hace preguntarnos si no existe una materia primordial, algo que no pueda referirse a ninguna otra como hecha de aquello. Hay que admitir que hay una tal materia, la que sirve de sustrato a la trasmutación de los elementos. La materia primera y los elementos. Los cuatro elementos de la física tradicional pueden todos transformarse los unos en los otros; cada uno puede desaparecer, perecer, dar nacimiento a otro, etc. Ello es posible porque cada uno de los elementos es para cada uno de los demás, en cierto sentido, su contrario. Para explicar esto, Aristóteles complica la concepción tradicional de los elementos. Cada elemento realiza la unión de dos cualidades fundamentales: el fuego es la vez caliente y seco, el aire caliente y húmedo, el agua húmeda y fría, la tierra seca y fría. Entre dos elementos cualesquiera hay siempre a lo menos una contrariedad, lo que posibilita el paso directo del uno al otro. Esta trasmutación requiere también como supuesto un sujeto capaz de recibir sucesivamente todas las cualidades contrarias, desprovisto para ello de toda cualidad, ser indeterminado, invisible y amorfo. Este sustrato no podrá ser, por tanto, un cuerpo. La materia prima no es un elemento primordial, en el que todos los cuerpos se resuelven; no es ninguno de los elementos. No es nada determinado ni sensible, ni es una sustancia. Este sustrato no se da jamás sin estar revestido de alguna determinación extrínseca. ‘Decimos que hay una materia de los cuerpos sensibles; pero no está separada; está siempre vinculada a alguno de los contrarios, y es de ella de donde provienen los llamados elementos’. Materia y extensión. ¿Cómo se representa esa materia indeterminada, desprovista de calificación sensible y determinación y caracterizada por la posibilidad de recibir todas las determinaciones? Aristóteles quiere considerar la extensión como la materia de la magnitud, pero la extensión no puede constituir el sustrato de los seres, pues la extensión o la cantidad no es más que el accidente de la sustancia, al igual que la calidad. Para Aristóteles el cambio cualitativo no puede reducirse a las modificaciones de la figura o del ordenamiento de las partes. Se opone a los postulados de la física matemática, para la cual la esencia de la materia consiste en la extensión. Resulta de ello que la materia primera, aparece como incognoscible en sí misma; no se puede concebir más que por analogía; es para la naturaleza corporal, para las cosas sensibles en general, lo que son los materiales para la obra. La materia se define por analogía con las artes de la fabricación. La materia no es sustancia. Solo el ser singular puede ser en definitiva el sujeto de la predicación del accidente; el accidente, cualquiera que sea la categoría de donde proviene, supone siempre un sujeto en el cual reside; y en la predicación de la esencia es propiamente de un sujeto singular de lo que se afirma la especie, o el género, por los cuales se delimita más o menos estrictamente la esencia. Si la ousía, es indiscutiblemente el sujeto último de la predicación según el accidente, y la categoría de ousía es por esa razón la primera de las categorías, parece que, en la predicación de la esencia, la función de sujeto último retorna a la materia y que ésta es anterior a todas las categorías, sin excluir la ousía. ‘Llamo materia a lo que en sí mismo no puede denominarse ni un algo, ni un quantum, ni designarse bajo ninguna otra de las categorías del ser. […] si todos los accidentes son atributos de la ousía, ésta a su vez lo es de la materia. Síguese de ello que el sujeto último, considerado en sí mismo, no es ni un algo, ni un quantum ni nada parecido’. La materia, el sustrato completamente indeterminado, anterior a todas las categorías, parece cumplir de ese modo la función de sujeto ultimo por la cual hemos definido la ousía. A pesar de esto, Aristóteles le niega a la materia la categoría de ousía; le faltan dos características: la determinación y el ser separado. Le falta el ser algo determinado, un esto, y el ser directamente comprensible. Pero si no es realidad, ousía, la materia no se reduce sin embargo a la privación del no ser; es casi una realidad, una ousía en cierto modo. ‘Denomino materia a lo que, sin ser un esto, un algo determinado y en acto, es no obstante un esto, un algo en potencia’. Capítulo V. El devenir y la forma La materia es inengendrada. Toda sustancia sensible es un compuesto de materia y forma. La materia es aquello de lo cual está hecha una cosa y en lo cual se resuelve. Solo las cosas sensibles tienen materia. Esta observación contrapone a las sustancias sensibles los términos mismos entre los cuales se realiza el cambio, es decir, los contrarios que se suceden en un sujeto y alternativamente están y no están, pero que escapan en sí mismos al devenir, son exentos de materia. Esta [la materia] es sustrato del devenir, la condición de todo cambio y, como tal, no puede ser producto del cambio, es inegendrada e indestructible. La forma es anterior a la generación. La generación de las sustancias sensibles supone la eternidad de la materia. La materia es la condición del devenir, aquello sin lo cual no puede haber cambio, pero no es la razón determinante de él; la razón no puede estar más que en la forma, que por tanto tiene que preexistir a la generación. Aristóteles declara así que, en la producción de un objeto, de una sustancia sensible, no se produce ni la materia ni la forma. ‘Digo que hacer redondo al bronce, no es producir ni la redondez ni la esfera…’. La materia ciertamente no puede ser producida, al menos la materia primordial; pero es claro que tampoco la forma. Concluye que si el objeto que se quiere designar se entiende como forma o esencia, no está engendrado; lo que está engendrado es el compuesto designado con el mismo nombre. Admitir que la forma es inengendrada, ¿no es retornar a la concepción de la Idea platónica? Esta cuestión de la plantea Aristóteles. Rechaza esta concepción [la de las Ideas], pues lejos de servir para explicar la generación de las cosas sensibles, la haría imposible. Si la forma es una entidad separada, una sustancia en el sentido de un ser concreto, singular, no podrá hallarse presente en una pluralidad de objetos sensibles; si la forma fuera un sujeto determinado, un esto, no podría actuar como atributo, ser participada por distintos sujetos. La forma no es, por tanto, un esto, sino un ‘eso tal’, realizable en distintos sujetos, pero sin tener ninguna realidad fuera de estos sujetos. Sin embargo, la forma tiene que ser anterior a la generación. Sin la eternidad de las La idea de Universo. Los principios sacados por Aristóteles del análisis del cambio -que se resumen en la teoría de las cuatro causas-, no solo le sirven para explicar las cosas singulares, los fenómenos particulares de la naturaleza, sino que dictan también su visión del Universo. El Universo existe en virtud de su forma; es un ser organizado en el que el todo contiene la razón de las partes; es el Todo. Es un espacio único. Esta visión finalista había sido ya expuesta por Platón, cuya tesis fundamental es que hay un Universo, que la diversidad de las cosas se reduce a la unidad, que no es solamente una totalidad, sino un todo único. La idea de Universo tiene una significación teleológica. La eternidad del mundo. Si la organización universal contiene las razones de todo cuanto existe, debe considerársela como anterior a la existencia de las cosas. Aristóteles rechaza el Universo inteligible, o al menos rehúsa de separarlo del sensible; es al Universo visible al que confiere el atributo de eternidad. Es eterno, no solo en su materia, sino también en su organización. No tiene ni comienzo ni fin; ha existido siempre y siempre existirá. Sempiternidad; existencia infinita en el tiempo -no está fuera del tiempo-. Otros rasgos además de la eternidad y la unidad son su configuración esférica y su movimiento circular, que no son solamente consecuencias de su noción absoluta; son requeridas en virtud de consideraciones empíricas; la esfera celeste aparece como condición de la eternidad del movimiento del mundo. La eternidad del movimiento. Aristóteles quiere demostrar que no se puede asignar al movimiento un origen temporal, un comienzo en el tiempo. La razón de la eternidad del movimiento infiere para él en su concepción misma de movimiento. Lo concibe como el tránsito de la potencia al acto, en virtud del cual se efectúa la realización de lo que solo existía virtualmente. El paso de la potencia al acto supone la anterioridad del acto. Por eso es imposible concebir un término inicial de la cadena de las generaciones; remonta hasta el infinito. Si no puede concebirse más que sin comienzo, también carece de fin. El movimiento es, pues, eterno, infinito a la manera del tiempo mismo. No se puede concebir un tiempo anterior al movimiento, ni un tiempo en que no existiera ya el movimiento. El infinito. Aristóteles, que conviene en la infinidad del tiempo y en la eternidad del movimiento, rechaza por el contrario la infinidad del espacio, la distinción entre los cuerpos y el vacío. Toda cosa que existe está compuesta de materia y forma. Igual que no hay limite en los números, no hay término para la reiteración indefinida del acto de dividir -la materia puede dividirse eternamente en unidades más pequeñas-. De eso sigue la división de una magnitud concreta no acaba jamás, que la cantidad es por consiguiente infinito en potencia, pero no en acto. El infinito lo es, pues, solamente en potencia, o respecto del pensamiento. Crítica al atomismo. El atomismo contradice estas exigencias de la reflexión aristotélica acerca del infinito. Considera el vacío como una extensión infinita, y opone un límite a la división de la magnitud -los átomos son indivisibles-. Al asentar el vacío infinito, son víctimas de la imaginación, realizan lo que no existe más allá del pensamiento. Por sí misma, esta noción el vacío, de un espacio sin cuerpo, es inadmisible. Es inútil oponer a la extensión de un cuerpo la del espacio que él ocupa. La extensión incorporal o espacio no es una entidad distinta de los cuerpos, anterior a ellos, solo una abstracción. El movimiento y lo pleno. El movimiento parece imposible dentro de lo lleno; es el argumento fundamental de los atomistas, de todos aquellos que sostienen que hay un vacío. A este argumento replica Aristóteles que el movimiento es posible dentro de lo lleno: basta para que un cuerpo se desplace que otro le ceda su lugar, que encontrará él mismo un nuevo lugar si otro a su vez le cede su puesto, y así progresivamente. El movimiento puede realizarse de este modo dentro de lo lleno en virtud de un círculo de sustituciones sucesivas e instantáneas. El lugar. Esta explicación del movimiento en lo lleno permite evitar la disociación del espacio y de los cuerpos. Un cuerpo no se identifica con su lugar o su sitio; sin embargo, su lugar no es una porción de extensión distinta del cuerpo que la llena y que su marcha dejará vacía; el lugar de un cuerpo no es más que su localización entre los cuerpos que lo rodean. El lugar es el límite del cuerpo envolvente. Los movimientos naturales. Habiendo mostrado que el movimiento puede realizarse sin necesidad del vacío, sostiene Aristóteles que, en el supuesto del vacío infinito, el movimiento es inexplicable. El atomismo, según Aristóteles, es incapaz de definir una causa del movimiento. El movimiento no puede llevarse a cabo si no preexiste la determinación formal. En la naturaleza se producen otros movimientos además de los de la naturaleza; Aristóteles los denomina violentos o forzosos; son contrarios a la naturaleza y le hacen violencia. Estos movimientos son desviaciones accidentales o complicaciones de los movimientos naturales; si no hubiese movimientos naturales, no habría movimiento. El vacío infinito excluye la distinción de los lugares naturales y, por consiguiente, de los movimientos naturales. El movimiento solo puede cumplirse en un Universo finito y estructurado. El movimiento circular. No habría movimientos en el Universo si no fuesen unos naturales, los del aire y el fuego hacia arriba, y los del agua y la tierra hacia abajo. El Universo debe poseer pues, una periferia y un centro. El movimiento natural de los elementos es anterior a todos los demás movimientos. Un movimiento rectilíneo, es necesariamente finito. Si no hay otro movimiento natural que el movimiento rectilíneo de los elementos hacia arriba o hacia abajo, la infinitud del movimiento no puede resultar más que de una serie infinita de movimientos en direcciones contrarias, pero esto no contiene en sí la razón de la infinitud ni el principio absoluto de movimiento. La eternidad del movimiento solo se funda en un movimiento continuo e infinito por esencia: esta condición no corresponde más que la ciclofonía, la traslación circular, la revolución de la esfera sobre sí misma. Solo tal movimiento es verdaderamente primero. Por esto atribuye Aristóteles al Universo la forma de una esfera, y exige un cuerpo de una especie distinta a los elementos que lo induzca a moverse circularmente. A esta sustancia incorruptible se le ha dado el nombre éter. La estructura del Universo. Es preciso que el Universo sea una esfera de revolución sobre sí misma porque tal es la condición de la eternidad el movimiento. ¿Cómo podría la esfera ejercer una revolución sobre sí misma si fuera de ella no hay nada, ni siquiera el espacio vacío? Es pues imprescindible que se produzca una dislocación en el seno mismo del Universo y que la esfera celeste gire mientras que la Tierra permanece inmóvil en su centro. Es preciso que haya una Tierra que se contraponga por su inmovilidad a la revolución perpetua del éter. Aristóteles distingue entre el mundo sideral, hecho de una sustancia incorruptible y que se mueve circularmente y el mundo sublunar, en el que unos elementos corruptibles se mueven naturalmente hacia arriba o hacia abajo. Para que el mundo sublunar no caiga en el estancamiento, es preciso que el equilibrio de los elementos en sus respectivos lugares sea impedido por una influencia periódica, lo cual no puede provenir más que del mundo sideral. Es preciso que en el mismo mundo sideral aparezca una dislocación entre la revolución del primer Cielo, el movimiento diurno de la esfera suprema y de las estrellas fijas, y las revoluciones del Sol, de la Luna y los demás planetas, que se realizan en el plano de la eclíptica, cuyo eje está inclinado con relación a los polos. No es solamente la configuración exterior y el movimiento primordial del Universo lo que para Aristóteles se infiere de sus atributos trascendentales, la unidad y la eternidad; son también su organización interna, la estructura del mundo sideral y los elementos del mundo sublunar los que aparecen exigidos por su naturaleza de Todo, en la virtud de una exigencia de unificación que se extiende a toda la diversidad sensible. Capítulo IX. El mundo y Dios. La revolución del Cielo, o de la esfera suprema, es el movimiento primero del cual dependen todos los demás. Si no se puede asignar un primer término a la serie infinita de movimientos, es preciso que todos ellos dependan de un movimiento primordial. Tal es la revolución de la esfera celeste, el movimiento natural del éter, sustancia del mundo sideral. Cosmología y ontología. La oposición del mundo sideral y el mundo sublunar es una característica fundamental de la cosmología aristotélica, que sustituye la oposición platónica del mundo inteligible y el sensible. El mundo sideral se eleva a la dignidad de Modelo. En la cosmología de De Caelo, encierra en la naturaleza la acción inmanente del alma; el Universo está animado, pero con una revolución que le es natural y no recibida de una causa extrínseca. La cosmología de esta obra -De Caelo-, rechaza las Ideas y el Alma: el Universo visible es la realidad total y absoluta; la ontología no excede a la cosmología. No obstante, mantiene la exigencia de una razón, a la cual no podría satisfacer la explicación mecanicista. Esta exigencia se traduce en su concepción de la naturaleza como actividad demiúrgica, organizadora; ella domina también su teoría del movimiento, considerada como expresión de un dinamismo natural. Esto índice a Aristóteles a restaurar la realidad inmaterial, a rehabilitar la ontología platónica. La inmanencia de las formas y la trascendencia del acto puro. La inseparabilidad de la forma es un rasgo fundamental de la física aristotélica. La inmanencia de las formas subalternas de las cuales resulta la estructura orgánica del Universo perdería su significación finalista y la prioridad reconocida a la forma no tendría sentido si la forma suprema y principal en la cual reside la razón no estuviera liberada de la materia, ni el principio de la organización total, no estuviera por encima de las partes. El principio supremo de la organización no puede ser más que una sustancia inmaterial, una forma separada de toda materia, una pura actividad espiritual. El movimiento primero es la revolución de la esfera suprema, del Primer Cielo. Por más que su movimiento le sea natural, no se puede decir que se mueva por sí misma, como el Alma en opinión de Platón. Si la esfera se mueve en un movimiento continuo y eterno, el principio que la mueve debe ser también continuo y eterno, y hallarse enteramente en acto, pero solo puede estar continuamente en acto lo que es inmaterial, pues todo lo que admite en su composición la materia es susceptible de ser o de no ser; la materia es el ser en potencia. La causa primera del movimiento, puesto que está siempre en acto, está separada de toda materia; es Acto puro y trasciende al Universo. Necesidad de un primer motor inmóvil. La necesidad de un principio trascendente del movimiento, de un Primer Motor inmóvil, va implícita en la concepción misma del movimiento como tránsito de la potencia al acto. Dentro del orden de la causalidad, el acto es anterior a la potencia. Todo ser engendrado se halla en potencia en la materia antes de estar formalmente realizado; pero la realización es imposible sin la preexistencia de la forma. La sucesión infinita de los movimientos finitos no se desarrolla en el nivel del ser absoluto, y no encuentra su fundamento más que en un principio trascendente al orden del movimiento, en un Primer Motor inmóvil. Todos los movimientos finitos seguidos de cambios son porque la realización o el acto en que culminan solo se cumple en una materia en la cual reside siempre la posibilidad de nuevos cambios. Si la revolución de la esfera celeste es un movimiento perpetuo, es porque al acto al cual tiende, no es tal que podría estar realizada de hecho en lo sensible; es una actividad que excluye todo cambio, una entelequia perfecta, a la cual nada puede agregarse por un proceso en el tiempo, una energeia inmutable. El intelecto supremo. Esta actividad no puede ser otra que la del intelecto. No la del intelecto discursivo, sino la del intelecto intuitivo, que capta el objeto en su unidad, que se ejerce en la unidad esencia, sin lo cual no constituiría el objeto de una verdadera definición. El Eidos no dejaría de ser conocible, aunque estuviese desprovisto de universalidad. Individualización por la materia. Los seres sensibles singulares solo se distinguen de otros por los accidentes. Para comprender el privilegio de realidad otorgado al Eidos por Aristóteles, hay que considerar que la relación de los individuos con la especie no es la misma de las especies con el género. Las especies se determinan dentro del género por la intervención de diferencias que por una parte presuponen el género y por otra se articulan dentro de una noción genérica para constituir unidades esenciales. En cambio, los caracteres por los cuales se distinguen entre sí los individuos de una misma especie no tienen vinculación necesaria alguna con la esencia. La especie es ciertamente la noción última e indivisible, más allá de la cual no hay diferencia propiamente dicha, sino solamente variaciones accidentales. Vale decir que en el ámbito de las cosas sensibles la individualización no es producida por la forma, sino que resulta de la materia. La forma y la definición. Si es por culpa de la materia que entra en su composición y los atributos que trae consigo por lo que el sujeto escapa a la definición y la ciencia, sigue de ello que no hay oposición radical entre lo real y lo conocible. La realidad no está absolutamente vinculada con el sujeto singular. La individualidad de la materia no es plena realidad. Lo que constituye principalmente la realidad es la ousía, la determinación. Si el género no es real, es porque está imperfectamente determinado. Si por el contrario al Eidos, se considera sin embargo real, es que está perfectamente determinado, hay de ello una definición completa y unificada. Si el individuo no es definible, es porque no realiza exactamente su forma o esencia. Es menos real que el Eidos y en esa medida es menos conocible. El examen de la jerarquía de los seres, que culmina en el Acto puro, la ousía inmaterial del Primer Motor, permite situar en su plano subalterno las sustancias sensibles singulares y resolver así la aporía de la ousía. Individualización de la forma. Ninguna sustancia sensible llena dos condiciones que definen la ousía: la perfecta determinación y la existencia separada. Pero nos debemos guardar de concluir que la ousía, la sustancia, sea rebelde por esto al conocimiento, o que exista en el concepto de ousía una ambigüedad radical. La sustancia sensible y material no es la única realidad, pues hay también una realidad inmaterial, y ante todo la del Primer Motor, que es forma pura, libre de toda materia, y no obstante ousía, realidad suprema, energeia suprema. En Dios la realidad coincide con la esencia, porque nada en él permanece en potencia, y la forma o esencia no es entidad vacía, sino actualidad pura, existencia necesaria. En la realidad divina se resuelve la oposición que constituía la aporía de la ousía. Aristóteles admite una pluralidad de sustancias inmateriales, las Inteligencias, motores inmóviles de las esferas. Las sustancias sensibles y la materia. En cuanto a las sustancias sensibles, no tienen más que una individualidad por defecto. Hay en tales sustancias una imperfección esencial: su forma o esencia no pueden realizarse fuera de la materia. El Eidos, por el que se define una especie viviente, no llega a realizarse y perpetuarse más que a condición de expresarse en múltiples ejemplares. Cada individuo recibe su determinación y tiene su realidad de la forma, que es acto, energía realizadora; la materia le vienen solamente los accidentes. La forma es acto, esencia actual y actuante, ousía primera. La materia es solamente condición negativa de la realización, aquello sin lo cual la esencia del ser sensible no puede realizarse en una existencia concreta. La materia es lo que refrena la actualidad, es el obstáculo que le es preciso superar para llegar a su realización y que, una vez dominado, aparece como un componente de la realidad, de la ousía. La materia no es lo que da el ser a la ousía, sino lo que no le permite realizarse sino en una multitud de individuos y revistiéndose de accidentes. La materia es el principio de la diversidad numérica y de la contingencia singular. Lo real y lo cognoscible. Es erróneo considerar en la singularidad empírica el carácter fundamental de la ousía, la marca de lo real según Aristóteles. Es el Eidos la única realidad permanente, y la multitud de los individuos, no tiene otra finalidad que la de mantener el tipo específico: la esencia o la forma de la especie. Sus singularidades no pertenecen a su esencia. Cuarta parte Capítulo IV. El intelecto: su naturaleza. La función más alta del intelecto es la de captar intuitivamente las esencias que sirven de principios a la ciencia demostrativa, que fundan la verdad del conocimiento discursivo. Esos principios no son innatos: la intuición de las esencias nos es dada, tenemos que adquirirla a partir de las impresiones sensibles, la elaboración intelectual -imaginación, memoria, pensamiento discursivo-, pero no se acaba sino por la intervención de una facultad irreductible a la sensación, como lo es ésta respecto de su objeto propio, y que puede ser considerada como un análogo superior de la sensación. El intelecto: su analogía con el sentido. Aristóteles se esfuerza por mostrar la naturaleza del intelecto. En la sensación, el sujeto que siente es modificado por el objeto sensible. Pero esa modificación no es puramente pasiva; es la actualización de una potencia segunda, el ejercicio de una aptitud y la asimilación del que siente a lo sensible se realiza en el grado superior del acto: el oído no se hace sonido, pero en la audición el sonido se torna sonoro. Su impasibilidad. ‘La intelección es comparable a la sensación, tener la intelección resultará padecer de un cierto modo bajo la acción de lo inteligible, […] es necesario que el intelecto sea impasible’. La modificación en la cual consiste la sensación y la intelección no debe destruir la naturaleza del sujeto que siente, sino desarrollarla, provocar el ejercicio de una aptitud. El órgano sensorial tiene que estar constituido de tal modo que guarde en sí una cierta proporción entre opuestos, y la sensación no es posible más que a condición de que la impresión exterior no destruye por su exceso dicha proporción. El intelecto tiene que ser impasible: supone una aptitud que debe mantenerse indemne bajo la acción de lo inteligible. El intelecto recibe la forma sin la materia. ‘La relación del sujeto que siente con los objetos sensibles se expresa en una relación de similitud; lo mismo ocurre con el intelecto respecto de los inteligibles’. Su receptividad universal. Hay esta diferencia entre el intelecto y los sentidos; los sentidos son especializados, al paso que el intelecto es universal. Así, tiene que estar exento de toda determinación, de toda forma. ‘Debe ser sin mezcla’. Si tuviera naturaleza definida, sería incapaz de recibir en sí todas las formas. Aristóteles dice que el intelecto mismo no debe tener ninguna naturaleza fuera de ésta: la de ser capaz. Capacidad o potencia segunda, aptitud para recibir los inteligibles en su actualidad formal, pero no posibilidad de ser informado por ellos, como la materia, para hacerse tal objeto determinado. La ‘tabla rasa’. ‘La facultad del alma que se denomina intelecto no es en acto nada antes de entrar en ejercicio’. Es imprescindible que no sea nada para ser capaz de hacerse todo. Hay que compararlo a una tabla en la que no hay nada escrito. No significa que para Aristóteles el entendimiento sea pura pasividad; se caracteriza por el contrario como aptitud, y hasta como aptitud universal. A fin de que el intelecto pueda identificarse con el conocimiento de los inteligibles, es necesario que él sea sin mezcla alguna con ninguno de ellos. La comparación de Aristóteles trata de señalar la distinción entre el intelecto, como potencia segunda, por contraposición a la virtualidad indefinida, a la indeterminación y la pasividad de la materia, potencia primera. Inmaterialidad del intelecto. Por su capacidad universal, el intelecto se distingue de los sentidos, que son especializados. De ello sigue que es inmaterial e independiente del cuerpo. No hay facultad sensible sin el cuerpo, al paso que el intelecto está ‘separado’. Esta independencia del intelecto permite hacer una concesión al platonismo. ‘Tienen razón los que dicen que el alma es el lugar de las Ideas, solo que no es el alma toda, sino el alma noética, en la cual no están en acto, sino en potencia, las Ideas’. Aristóteles trata de describir las etapas por las que infiere lo Universal en la experiencia sensible, sino que trata de explicar también cómo se realiza la intuición de la esencia, cómo se capta en la intuición actual lo inteligible que está potencialmente en el intelecto. La intelección en acto. Apela a su teoría general del cambio: la materia, lo que está en potencia, no puede elevarse al acto sin la intervención del agente que esté ya en acto. Esa intervención no se requiere más que para el paso de la potencia primera, al acto primero o potencia segunda. En la sensación, la presencia del objeto sensible se requiere para provocar el ejercicio de la facultad sensible. ¿Qué ocurre en el caso del intelecto? La facultad intelectiva padece bajo la acción de lo inteligible: el intelecto es movido por el inteligible. La acción del inteligible se exige para provocar la intelección. ¿Cómo puede lo inteligible estar presente en el alma? No basta con decir que los inteligibles están potencialmente en el intelecto considerado como aptitud, pues queda por saber cómo los inteligibles pondrán en ejercicio la facultad intelectual. En la intelección en acto es la forma pura, desprendida de toda materia, la que se presenta al pensamiento; el intelecto-aptitud se identifica en su ejercicio con lo inteligible puro; en esta identificación se cumple la perfección del conocimiento, la certeza de la intuición intelectual. Pero esta separación de la forma no se realiza jamás en la naturaleza ni en la sensación. Para que lo inteligible se desprenda de la materia y llegue a ser objeto de una intelección actual no basta solo con la ‘tabula rasa’, es necesario, además, un agente capaz de producir todas las cosas, de actualizar lo que está en potencia, no solo en el entendimiento, sino en lo sensible, de sublimar las formas que provocarán la facultad intelectual, que inducirán al ejercicio. Intelecto pasivo e intelecto activo. Los comentaristas de Aristóteles han identificado dos tipos de intelecto a raíz de la concepción anterior; el intelecto pasivo y el intelecto activo. Esta distinción, que en Aristóteles aparece solamente implícita, parece significar que la intelección no supone solamente en nosotros una aptitud o facultad, sino que exige una iluminación trascendente. La analogía con la sensación no permite formarse una concepción adecuada del intelecto: después de haber concebido éste como facultad que ahora se ejerce ahora no, que está en potencia antes de ponerse en acto, afirma Aristóteles que la intelección no podría producirse si no hubiese un intelecto siempre en acto, esencialmente en acto. Repite los epítetos que le había atribuido a la facultad intelectiva: que está separado, impasible, inmezclado; pero agrega que solo es inmortal y eterno. Parece así que Aristóteles habría considerado el intelecto activo como un principio inherente al alma humana, pero trascendente a su actividad consciente: nuestra facultad intelectual no se ejerce más que con intermitencias; al considerar las imágenes recogidas en el sentido común; pero su ejercicio presupone el acto eterno de la inteligencia. Ese es el principio que nos hace pensantes, pero escapa a nuestro pensar. Quinta parte Capítulo I. El problema moral. El fin supremo. Al examinar la actividad voluntaria, Aristóteles considera que el deseo es irreductible al conocimiento: la deliberación se reduce a un cálculo que pone en la balanza los placeres y las penas; el bien no se distingue del placer más que por una estimación más exacta, fundada en una información más amplia. Se atiene al criterio del empirismo utilitario, pero cuando plantea el problema moral en general, al comienzo de la Ética a Nicómaco, adopta un punto de vista que corresponde más bien al idealismo platónico; se pregunta cuál es el bien supremo y absoluto. Si cada una de las actividades particulares, cada una de las técnicas tiene su fin específico, cada uno de esos fines no es buscado más que a título de medio para conseguir otro fin más elevado. Todos los fines se subordinan a un fin supremo único, que es buscado por sí mismo, y todos los demás por él. Ese fin se denomina el Bien supremo o el absoluto. tienen por principio la inteligencia o la técnica o la potencia que reside en el autor, mientras que las de las ciencias prácticas el principio es la elección consciente que reside en el agente. Virtud y reflexión. La virtud supone por tanto la elección reflexionada, deliberación y voluntad; no podría reducirse a un don de la naturaleza, aunque tiene como base una disposición natural, pero a esta debe agregarse un elemento intelectual. Ese factor intelectual de la virtud es irreductible al saber teórico: depende del intelecto práctico. Hay que guardarse de reducir la virtud a su componente intelectual. La moralidad, según Aristóteles, tiene como condición la libertad del querer; y esta, a su juicio, es inseparable de la contingencia. Solo en los astros y los Dioses se identifica la actividad con la plena determinación intelectual. Virtud y técnica. En el hombre mismo la virtud constituye un límite a la indeterminación del querer. Es una disposición permanente, una potencia segunda, que se distingue de la potencia pura y simple, que no puede dar efectos opuestos, solo se actualiza en una dirección determinada. La virtud excluye toda ambigüedad de utilización. El hombre justo es incapaz de cometer la injusticia, y si la justicia puede ejercerse por medio de acciones diferentes según la circunstancia, no por eso es menos cierto que en una situación determinada hay una cierta conducta que es la exigida por la justicia. Para Aristóteles lo que determina la conducta del hombre bueno, lo que lo hace incapaz de acciones contrarias a la virtud, es una disposición permanente del carácter. Virtud y carácter. Si es solo mediante las acciones voluntarias como se puede incurrir en el elogio o censura, es necesario, además, para que pueda decirse que un hombre es bueno o malo, que su voluntad haya contraído una predisposición permanente para elegir el bien o el mal; su valor moral depende de esa disposición permanente. ‘No basta que la acción misma tenga un carácter tal para que la conducta sea justa o buena; es preciso que el agente mismo actúe con tales disposiciones: ante todo, que actúe a sabiendas; en segundo lugar, que proceda en virtud de una decisión consciente, y que prefiera esa acción por sí misma; finalmente, que actúe en virtud de una disposición firme e inquebrantable’. Virtud y ejercicio. Si de tal índole es la virtud, se ve que el saber no es el factor principal de su formación, sino que es a fuerza de realizar acciones conformes a la virtud como se llega a ser virtuoso. La virtud tiene su base en ciertas disposiciones naturales, pero estas tienen necesidad de ser aclaradas por el conocimiento para que den lugar a elecciones reflexionadas, y la virtud no se constituye como disposición permanente más que por el ejercicio. La virtud moral, ética o del carácter, es fruto del hábito. La virtud solo se adquiere por el ejercicio. La moralidad perfecta solo se adquiere cuando la voluntad misma se ha convertido en naturaleza. Virtudes éticas y virtudes dianoéticas. Aristóteles reconocía una parte a los tres factores a los que se ha tratado de reducir la virtud: la naturaleza, la costumbre y la razón. La parte de la razón es el determinar la justa medida en que debe observarse la conducta. Aristóteles distingue en dos partes el alma: una racional y otra irracional, constituida por el apetito y el deseo. En esta distinción estiba la de las virtudes éticas, morales o del carácter, y las virtudes dianoéticas, intelectuales o del pensamiento. Entre estas últimas, la más elevada es la sophia, que es la forma suprema del conocimiento teórico y que se ejerce solamente en la vida contemplativa y parece situarse por tanto más allá de la moral. No ocurre lo mismo con la prudencia, que es un conocimiento práctico, la virtud del hombre sensato. La prudencia es indispensable para la constitución de las virtudes morales, y no puede ser con independencia de la virtud moral. La prudencia. La prudencia, tomada en su esencia intelectual, se reduciría a una cierta potencia o aptitud: es una destreza para disponer los medios con que alcanzar un fin, pero, como toda potencia, es susceptible de uso ambiguo. Si el fin que se propone es honesto, la habilidad lo será también, y si es dañosa, lo será así. La relación entre la prudencia y la habilidad es en cierto modo la misma que entre una virtud moral, y la disposición natural que le sirve de base. La habilidad no desemboca en virtud de prudencia sino ejerciéndose en un alma cuyas tendencias han sido orientadas hacia el fin por la educación, en un alma formada por las costumbres en las virtudes morales. Al igual que Platón, reconoció hasta qué punto un firme fundamento moral era imprescindible para la rectitud del juicio, pero, a diferencia de Platón, no reconoció la autonomía del juicio práctico. A la habilidad transformada en prudencia no se le reconoce otra misión que la de adaptar los medios a los fines. Los fines de la conducta no son objeto de conocimiento ni de deliberación. ‘No se delibera sobre los fines, sino sobre los medios relativos a los fines’. La finalidad propuesta no está definida por la prudencia. Una vez propuesto el fin, corresponde a la prudencia indicar los medios para conseguirlo. La virtud, si no es ilustrada acerca de los fines por la prudencia, ¿no se reduce a una disposición ciega? La deliberación. Aristóteles aparece como el precursor de los que han sostenido que no hay ciencia de los fines. No se puede demostrar que un fin se imponga absolutamente a nosotros; la única manera de probar que un objeto merece ser tomado por fin, es mostrar que constituye un medio para conseguir un fin ulterior. No se puede demostrar un deber sin apoyarse en un querer previamente dado. La deliberación adopta también un carácter diferente, el de preguntarse por el fin más deseable, y si es verdad que no cabe una elección o un arreglo sino refiriéndose a un querer ya existente, este, en tal caso, no puede ser otro que nuestro anhelo infinito al bien en general, querer absoluto o voluntad esencial, cuyo objeto preciso corresponde determinar a la deliberación moral. Es subestimar la originalidad del intelecto práctico sustraerle la determinación de los fines, y es anular simultáneamente la autonomía del juicio moral. Capítulo III. La felicidad. El objeto de la ética es definir el bien supremo, el fin ultimo de la actividad del hombre: hay necesariamente un objeto absoluto de la voluntad que perseguimos por él mismo y por encima de todo, este bien supremo es además un bien perfecto, es decir, acabado, que se basta a sí mismo. Ese bien están todos de acuerdo en denominarlo felicidad, pero cada cual lo concibe a su manera, según sus propias tendencias. Para liberarse de la idea de un Bien universal, Aristóteles investigó cuál es el bien propio del hombre; y reconoció que la virtud o la excelencia del hombre consiste en su aptitud para la vida razonable; reside para cada cual en una disposición permanente para comportarse razonablemente. Virtud y felicidad. Si la virtud consiste en la excelencia del hombre, ¿es ella verdaderamente para él el fin supremo? Aristóteles concede que la virtud no es todavía el bien supremo: la felicidad no puede consistir en una simple aptitud o disposición, supone también el ejercicio de esa función excelente. La virtud no sería de ningún valor para quien no pudiese ejercerla. A la virtud misma le falta algo para ser el fin último. En supremo bien, la felicidad, no consiste propiamente en la virtud, sino en el ejercicio de ella, en la vida razonable, a la cual nos dispone la virtud. El placer. Este concepto de la felicidad choca con la opinión vulgar, que no la separa del placer. Aristóteles trata de demostrar que su concepción, que vincula la felicidad a la actividad virtuosa, no contradice esta opinión, y que el hedonismo, es susceptible de una interpretación en armonía con la reflexión ética. Sin embargo, Aristóteles sí conviene que el placer no puede identificarse con el bien, pues hay placeres vinculados con conductas censurables, y fines que merecen ser perseguidos, aunque carecen de placer. El placer no se opone, de cualquier forma, al bien. Hay placeres, dice Aristóteles, que no están condicionados por una falta (como la nutrición) o por un dolor, y que no dejan tras de sí ningún pesar; tales son los placeres del estudio, y placeres de los sentidos o estéticos. El placer en estos casos no supone un proceso de repleción, y aun en los placeres físicos, el placer en sí mismo debe distinguirse de su sustrato corporal. El placer es un estado del alma, es contemporáneo del proceso fisiológico, pero no es como él un proceso, un movimiento, un devenir. Placer y actividad. El placer no es un processus, sino una energeia. La energeia por el contrario, persiste en su perfección, en su acabamiento. ‘Todo movimiento es inconcluso’. La energeia tiene su finalidad en sí misma, en su propio ejercicio. La visión, la actividad contemplativa, son ejemplos de energeia. El placer, según Aristóteles, es de la misma índole que la energeia. Sin embargo, el placer no es una energeia entre otras. Toda actividad de los sentidos o del pensamiento, cuando se ejerce en condiciones plenamente favorables, cuando la facultad está bien dispuesta y se ejerce agradablemente, va acompañado de placer. El placer no es, pues, propiamente una energeia, una de las actividades del ser viviente; sino que aparece como el coronamiento de toda actividad. ‘El placer lleva a su perfección la actividad; la perfección que la aporta no es la que proviene de la facultad misma, sino que es una perfección adicional’. El placer no es en sí mismo fin de la actividad, pero es para la actividad perfecta un suplemento de su finalidad. Placer y virtud. Si el placer está vinculado a la actividad, habrá tantas clases de placeres diferentes como de actividades a las cuales corresponden, y el placer no podrá constituir el objeto de una calificación moral uniforme. Si la hacen consistir en géneros de vida diferentes, es porque no se complacen todos en las mismas cosas; tienen placeres diferentes porque están inclinados a actividades diferentes. Para emitir un juicio acerca de esos distintos géneros de vida, para determinar aquel en el cual reside verdaderamente la felicidad del hombre, habrá que considerar antes cuál es la forma de actividad propia del hombre. Aristóteles ha reconocido que es la actividad del alma razonable; ha hecho consistir la virtud, la excelencia del hombre, en su aptitud para la vida razonable. El hombre virtuoso encuentra placer en los actos de virtud, y los placeres contrarios a la virtud no son a su juicio verdaderos placeres. Es al hombre sensato a quien compete juzgar en la materia; es su juicio el que constituye la medida de lo verdadero y de lo falso en cuestión de placer. El género de vida que él prefiere es la verdadera felicidad. La vida virtuosa es agradable en sí misma. La vida contemplativa. Si la felicidad consiste en la práctica de la virtud, hay que considerar qué grados hay en esa actividad. La más alta función del alma razonable es la contemplación, el saber teórico. La virtud del intelecto, la sophia o sabiduría teórica es la más alta virtud del alma humana; y en el ejercicio de esa virtud, en la vida contemplativa, reside la felicidad más perfecta. De todas las actividades del alma, la contemplativa es la más pura. Pero esa felicidad, si es el más elevado destino del hombre, si corresponde al cumplimiento perfecto de su naturaleza razonable, le es sin embargo las más de las veces inaccesible; es el privilegio de la naturaleza divina. La vida contemplativa y su felicidad suprema son para el hombre un ideal pocas veces alcanzado; es una condición casi sobrehumana. Por debajo de la vida contemplativa se clasifica la vida práctica, la del hombre de acción; la del ciudadano dedicado al bien público, la del soldado, la del negociante, etc. La más alta virtud del ciudadano, la virtud política por excelencia es la prudencia; es la virtud del intelecto práctico, que se ejerce en la deliberación y que es distinta de la sophia, sabiduría teórica. Aristóteles contrapone a los hombres sabios, que son los que han realizado el ideal de vida contemplativa, y los hombres prudentes, que han regido bien a la ciudadanía. A los primeros les niega la aptitud para gobernar, no obstante, es a estos a quienes otorga el primer puesto; es en ellos en quienes alcanza la humanidad la perfección de su naturaleza, que es a la vez el fin de la ciudad. La vida práctica. Si la vida contemplativa es propia del elemento divino, la virtud política, por el contrario, está vinculada a la condición humana, se ejerce en las relaciones entre los hombres, y exige la dirección de la prudencia. La virtud práctica, distinta de la virtud contemplativa, supone
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