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Roa Bastos Augusto Kuripi, Resúmenes de Lengua y Literatura

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Tipo: Resúmenes

2019/2020

Subido el 04/03/2020

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wallyn 🇩🇴

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¡Descarga Roa Bastos Augusto Kuripi y más Resúmenes en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! KURUPÍ Augusto Roa Bastos —¡MIRÁ, MELITÓN! —dijo la mujer de semblante enfermizo, tendiendo la mano hacia la ventanilla. Su voz se apagó entre el tantaneo de las ruedas. El hombre que venía dormitando a su lado, con las botas cruzadas sobre el asiento frontero y las manos sobre el vientre, no se movió. El aludo sombrero de fibra estaba volcado sobre la nariz. No se le veía más que la boca entreabierta, los gruesos labios moteados de sudor. Tuvo que repetirle las palabras. —Mirá, Melitón. ¡Parece el acompañamiento del Crucificado! El hombre reflotó pesadamente de su sopor y giró la cabeza. —Y sí, es la procesión del Viernes Santo —dijo de mala gana, pasándose la mano por la cara abotagada. Se acodó en la ventanilla. Su corpachón bloqueó el hueco. La mujer se mudó al otro asiento, para seguir viendo. Los demás pasajeros también ya se hallaban asomados, alguno con medio cuerpo afuera. No eran muchos, así que las aberturas alcanzaban para todos. La mujer en silencio, con una vacía fijeza, inconscientemente impresionada por lo que veía. Las ruedas batanearon a ritmo más lento sobre las junturas de los rieles, entre resoplidos del convoy al repechar la cuesta. A lo lejos, como a tiro de fusil, el apelmazado gentío avanzaba fatigosamente por la carretera hacia el pueblo. Parecía flotar más que arrastrarse detrás de las andas, en la cerrazón de polvo. Desde el tren se divisaba al Cristo en lo alto, brillando con una palidez de pescado muerto sobre una compacta chorrera de hormigas. Se oían los cánticos y el monótono golpear de las matracas, casi a compás de las ruedas, en las ráfagas calientes que hacían ondear los pajonales y mudar de sitio a las candelas de la resolana. Las tolvaneras alzaban del camino rápidas y enroscadas columnas al paso del Cristo yacente en las parihuelas. Atrás el cerrito vigilaba la marcha de la procesión, respirando pausadamente en los reverberos, con la cruz bajo el cimborio de paja de la cumbre. —El Calvario de Tupá-Rapé... —dijo el hombre sin volverse. El viento removió bajo el sombrero los mechones de cobre. —¿Cómo?—preguntó la mujer. —El Calvario de Tupá-Rapé—aclaró el otro—. Ese que llevan ahí. El Cristo Leproso. —¿Un Cristo leproso?—murmuró la mujer. Una mueca de repulsión o de miedo crispó sus demacradas facciones, marcando las arruguitas que fruncían las comisuras de los labios. No era vieja pero se hallaba avejentada. El climaterio echaba sobre ella las primeras sombras. La rijosa vitalidad que manaba del otro, la disminuía aún más. —El Cristo, no. El que lo hizo—se retrepó de nuevo en el asiento, abriéndose paso con las botas entre las flacas piernas de la mujer, hasta quedar extendido a todo lo largo. Con el canto de la mano se masajeaba el vientre. En los rastrojos de la barba sin afeitar, el sudor absorbía las pelusillas de polvo y de hollín. Las córneas también parecían emitir un reflejo de cobre. —¿El que lo hizo estaba leproso? —volvió a balbucear la mujer sin mucho interés, con el repeluzno en la voz y en los ojos marchitos. Seguramente le resultaba peor quedarse callada. —Parece que lo talló un constructor de instrumentos. Un tal Gaspar Mora, que también era músico. Cuando enfermó de mal de San Lázaro y se aisló en el monte. No tenía nada que hacer. Talló el Cristo. Después de morir el enfermo, trajeron el tallado al pueblo. —¿Y con ese Cristo hacen la Semana Santa? —Ellos dicen que es muy milagroso. Para los itapeños no hay otro Cristo más milagroso. Ellos creen que el alma del lazariento vive adentro. En la madera. Como empayenada por el milagro. Me contaba el cura el fanatismo de esta gente. Y ahora con la guerra, sí que va a ser peor... —gruñó, como entreviendo una perspectiva de disgustos y contrariedades. —¡Qué cosa!—murmuró la mujer. —Al principio la curia no quiso saber nada. Era la obra de un enfermo. Le negó la entrada en la iglesia. Hubo una pequeña revolución levantada por un loco. Ellos levantaron el Calvario en el cerrito para hacer la contra a la Curia. Al fin Inmóvil en la ventanilla, la mujer contemplaba el chato pueblo que se iba acercando, hundida en su aspecto ausente y apocado. El viajante consideró necesario dedicarle un cumplido. —¿Y a usted, señora, qué le parece esto? Parpadeó desconcertada, sin saber qué contestar. Quiso sonreír, pero el movimiento de la boca estriada por las imperceptibles arrugas semejó más vale la mueca de alguien que fuese de pronto a llorar. —Ella viene por primera vez—dijo Melitón Isasi—. Pero le tiene que parecer bien. Las mujeres están bien donde están los maridos...—añadió con una carcajada—. ¿No es así, Brígida? —Sí..., sí...—murmuró apenas con una expresión de antiguo abatimiento en la que se acumulaban años y años de fracasos y secretas humillaciones bajo la férrea opresión conyugal. El viajante se levantó, siempre atento. —Bueno, hay que bajar las valijas, don Melitón. Espero poder invitarlo con una botella de cerveza. —Cómo no—dijo Melitón Isasi, levantándose también—. Ya habrá oportunidad. El pueblo es chico, nos veremos—se dieron la mano. —Mucho gusto, señora. Un servidor... El convoy aminoraba la marcha. Por fin se detuvo ante la estación. El andén estaba casi desierto, por la procesión. Sólo algunas vendedoras correteaban a lo largo del tren ofreciendo chipá y aloja sin levantar mucho la voz. Melitón Isasi lanzó las valijas por la ventanilla a los soldados de la jefatura que esperaban al superior. —Vamos—dijo, precediendo a zancadas a su mujer por el pasillo. Desde la plataforma, antes de descender, echó un vistazo sobre el pueblo, como tomando mentalmente posesión de su nuevo destino. 2 Melitón Isasi cumplió su palabra. A los pocos días, salvo él, no quedó un solo "emboscado" en todo Itapé y sus alrededores. Mandó al lejano frente de guerra hasta a los muchachos no comprendidos aún en los llamados de la movilización, que empezó a tragarse paulatinamente las clases. Melitón se apresuraba. Había que ganarle tiempo al tiempo. No tenía fe en el Registro Civil, en un pueblo donde muchos más eran los nacidos que los anotados, sobre todo entre los hijos naturales, que eran mayoría. Melitón Isasi le tenía menos desconfianza al libro parroquial de bautismos. Mandó trasladar el derrengado librote de la sacristía a su despacho. Y allí se lo quedó, para descubrir la pista de los desertores. —Si no están registrados acá los que nacieron—dijo al sargento de compañía —, es que no nacieron. En las viejas páginas apolilladas estaban anotados los nacimientos de hasta mucho antes de la Guerra Grande. Y detrás de un armario, en la sacristía, había otros libros aún más viejos. Pero ésos ya eran una inservible masa de moho y telaraña, un queso de siglos para polillas, cucarachas y ratones. Venían las madres afligidas para pedir por los hijos que aún no habían cumplido con la edad. —¡Ya cumplirán por el camino... o allá! —replicaba él, sin levantar los ojos de las listas—. La guerra va a ser larga. —¡Es mi único sostén!...—imploraba alguna vieja bajo el manto rotoso y polvoriento. —¡La patria está primero! —le gritaba ahuyentándolas del despacho—. ¡Váyanse! ¡Salgan de aquí! ¡Tengo mucho trabajo! ¡No puedo perder tiempo con macanas! La fila macilenta se dispersaba en silencio todas las mañanas. 3 Frente por frente a la jefatura, Melitón Isasi habitaba con su mujer una casa de corredores, casi pegada a la escuela cuyos horcones labrados recordaban las manos del lazariento, las mismas que habían tallado el Cristo. A Brígida de Isasi apenas la veían de tarde en tarde, cuando detrás del postigo espiaba la comisaría por la abertura en forma de corazón, o salía a la huerta del fondo con su apariencia enfermiza, aplastada e impotente. La única que la visitaba a menudo era la celadora de la Orden Terciaria, una vieja llamada la hermana Micaela, que además hacía de curandera para toda clase de males. Le llevaba remedios de yuyos y las habladurías del vecindario. La hermana Micaela salía de sus visitas engallada en el engreimiento de su intimidad con la mujer del nuevo político. Los itapeños supieron en seguida a qué atenerse con respecto a él. Lo aceptaron como a una plaga más y se resignaron en la callada abominación y el temor colectivo e impersonal con que afrontaban las otras. Melitón Isasi se convirtió en la máxima autoridad, en el dispensador de justicia y hasta de mercedes, pues lo acaparó todo, incluso la distribución del racionamiento. Guardaba en la comisaría doce agentes armados para velar por el orden y la tranquilidad de la población. Los hombres estaban peleando en el Chaco. Los viejos y las mujeres nada podían hacer. El juez de paz era viejo y achacoso, Melitón lo tenía en un puño. El cura de Borja, desde tiempos inveterados, sólo venía a Itapé los domingos impares del mes. Acabaron entendiéndose también como viejos amigotes. Pero Melitón Isasi no se limitó a mandar reclutas al frente y a mantener el orden. Pronto cundió otra especie de temor entre la gente sometida a su autoridad. El vicio del flamante jefe político no era la caña ni el juego: eran las mujeres jóvenes. Le arrejonaban todo a todo más que nada, encendían en él un hambre cojuda más fuerte que su fuerza, con una avidez insaciable, alimentada de todo lo que en él era bestialidad solamente; una avidez rapaz lanzada contra lo que hay de más desamparado en el ser humano, el sexo, la única cosa que no sabe defenderse a sí misma. Para Melitón Isasi no había obstáculos a su lujuria, pero tampoco un limite al estéril desborde de su vitalidad. Se cansaba pronto de una misma mujer. Montaba a caballo y hacia sus recorridas por las noches, solo, acechante, como quien sale a cazar. No necesitaba escoltas ni guardaespaldas disimulados. El miedo de los demás lo protegía suficientemente. No siempre tampoco precisaba salir a cazar sus presas. A veces le bastaba canjearlas por un poco de los víveres del racionamiento. Pero las muchachas de yerba, galleta o azúcar, le resultaban insípidas. El temor, la rendición, les daba su saborcito especial. —No era una mala mujer, Ña Brígida. Pero ahora . . . ¡Quién iba a creer! ¡Parece cosa del demonio! ¡El marido lejos y ella pecando con el hijito al lado..., aquí delante de su propia casa! ¡Es ya haber perdido el último resto de vergüenza! La otra miraba rígida detrás del postigo. La abertura cordiforme diluía sobre el semblante cetrino el reflejo del atardecer, disparaba sobre los ojos la escena del patio con la hermosa mujer de cabellos negros moviéndose entre el humo del fuego y el vapor de la olla negra. Más cerca aún, por la puerta entornada del despacho, podía ver colgada sobre el piso una de las botas de Melitón. Los párpados se le achicaron hasta no dejar más que una juntura trémula. La vieja la observó de reojo. —Tal vez el desamparo en que quedó. No sé..., nadie sabe cómo fue capaz de hacer esto, de llegar a esto...—en lugar de pelar una naranja, daba la impresión de estar tejiendo una trencilla. La cáscara se estiraba en la punta del cuchillo en una tira dorada de increíble delgadez, formando espirales en su regazo. —Melitón anda trastornado... —¡Y seguro, Ña Brígida! Estas mujeres trastornan a los hombres más enteros. ¿Vio el chumbé que se ata a la cintura? Es de liana macho. A lo mejor tiene payé... ¡Quién le dice! —¡Dios mío! —balbució, alisándose las comisuras con las yemas de los dedos. —Pero ella tiene toda la culpa. La ponzoña del pecado está en su sangre. Salió pintada a la madre. A María Rosa, una chipera que en su tiempo se acostó con todos los hombres de Itapé y también con los arribeños. Todavía vive en la loma de Carovení. Ella fue la que quiso ir a juntarse con Gaspar Mora, cuando le vino el mal de San Lázaro y se escondió en el monte...—la tira se cortó y del regazo saltó arrollándose sobre el piso. Una viborita ardida de sol. El pómulo saltó hacia el ojo. —¿El que hizo el Cristo? —El mismo. —¿Y ésta es la hija? —Sí. María Rosa fue también la que se cortó el cabello para que le pusieran al Cristo. Mucho tiempo anduvo pelada por el pueblo. Y ni manto se ponía. Quería que la vieran así. Para presumir. Ya estaba loca entonces. Después la tuvo a ésa. Decía que era la hija del leproso. Pero mentía. Gaspar Mora había muerto. Y Juana Rosa nació mucho después. Vaya uno a saber de quién es... — comenzó a chupar la naranja con avidez. El jugo le hacia brillar el bozo y chorreaba por los costados de la boca sobre el fláccido y abultado promontorio del pecho, salpicando el escapulario de bayeta marrón. —¡Pero mi Dios!—dijo Brígida pugnando inconscientemente por volver al hueco, que al mismo tiempo la repelía. —¡Qué se va a hacer! —dijo sordamente la hermana Micaela entre golosos chupeteos, empujando el escapulario hacia un costado con el meñique—. ¡Tiene la sangre de la loca en las venas! —¡Yo nunca quise venir aquí!—dijo la faz terrosa, no como un comentario a las palabras de la vieja sino como remate de su propia tribulación, que al fin conseguía expresarse en algo más que en sofocadas exclamaciones. —Dios prueba a sus elegidos, Ña Brígida... Hay que tener paciencia, che ama. —Sabia que esto iba a pasar... Unos días antes del viaje, tuve un sueño con Melitón. Se oyó repicar el trozo de riel de la escuela, para la salida de los alumnos. —¿Un sueño?—preguntó la vieja, sacando de entre los pliegues del pecho un mugriento pañuelo con el que se enjugó la pringue de naranja. Brígida no contestó. Tenia nuevamente los ojos clavados en el exterior. A través del resquicio de la puerta del despacho veía ahora la mano y el antebrazo peludo de Melitón recogiendo las botas para levantarse, como si el zumbido del riel lo hubiera despertado. Notó que se apuraba por embutir en las cañas los pies blancos y desnudos. —¿Qué sueño, Ña Brígida? Se escuchó el creciente griterío de los escueleros que iban pasando por la calle de pasto y de tierra. El agujero echó un polvillo ondeante sobre la cara de Brígida. Vio lo que estaba repitiéndose a diario desde hacía poco. Melitón salió peinándose con los dedos el cobrizo cabello, hinchados los ojos por el largo sueño, pero ya sonriente y festivo. Un agente acudía corriendo con el tereré. Sorbió maquinalmente el agua fría del mate hasta hacer cloquear la bombilla. Avanzó hacia el alambrado. La tropilla de escueleros se dispersó en repentino silencio. Una sola quedó en medio de la calle, una espigada muchachita que el blanco delantal con manchas de tinta hacía más niña. Andaba a pasitos rápidos y tímidos. Melitón la habló. Entonces se detuvo y volvió hacia él su pequeño rostro oval. —Vení un poco... La muchacha se acercó con algo de vergüenza y respeto, hamacando la bolsita de género floreado en la que llevaba los Cuadernos. El jefe le empezó a decir cosas sorbeteando la bombilla, entre serio y amable, tan despacio que Brígida no lo podía oír. Bromeaba de seguro, porque la escuelera también se echó a reír. Brígida se puso tensa. Observaba los ojos azules de la chica fijos en el rostro de él, cada vez más tranquilos y animados. Brígida llamó con un gesto a la vieja. La hermana Micaela se levantó y se arrimó a mirar también por la tronera acorazonada. —Es Felicita, la hermana de los Goiburú, que están ahora en el Chaco. ¡Estas mitacuñai de ahora ya no tienen luego vergüenza ni temor de Dios! Esa apenas cerró los quince. ¿Pronto el demonio trabaja para su perdición? Lo mismo le pasó a la hermana Esperancita, la mayor. Un poco después que murió el padre, corneado por un toro. Los hermanos tuvieron que echarla de la casa. Ahora dicen que anda por esas casas malas de Asunción. Esta Felicita va a seguir el camino de la hermana. Ahora vive con la abuela ciega en Carovení. La madre murió al nacer Felicita. Eso fue también lo que la perdió a Esperanza. Nicanor Goiburú, el padre, era muy bruto con ella. Los hermanos también. La pegaban con el lazo doblado. Y se arresabió... Brígida volvió a mirar por el agujero. La Felicita Goiburú se alejaba por la calle con las manos cruzadas a la espalda y la bolsita de género batiéndole las corvas bajo el delantal. Melitón Isasi oprimiendo la guampa labrada del mate la contemplaba irse como quien deja madurar una corzuela en libertad porque sabe que ya no puede escabullirse. Los labios renuentes succionaban la bombilla que colgaba de ellos como una gorda y enroscada sanguijuela de plata. 6 —¡Kurupí apareció entre nosotros! Susurraban en guaraní los viejos, entre sarcásticos y atemorizados, aludiendo al jefe político con el nombre del lúbrico mito ancestral. haber conseguido "emboscarse" allí, lejos del frente, mientras la guerra comenzaba a tragar furiosamente hombres en los desiertos del Chaco. —Tengo que andar con cuidado —se dijo el cura—. Yo también lucho en un desierto. Un desierto de almas. Los peligros sólo son diferentes. 8 Esa noche, como de costumbre cuando estaba en el pueblo, echó una mano de truco con Melitón en el boliche de Cantalicio Sanabria. El jefe era campechano y decidor en estas ocasiones. Además, él siempre pagaba el gasto; es decir, mandaba a Cantalicio que lo anotara en la cuenta de la jefatura. El cura lo pasaba muy divertido. Bromeaban y tallaban, entre una copa y otra, hasta la medianoche. Pero, como por lo general, el jefe mandaba a Cantalicio que atrasara a escondidas el reloj despertador que parecía marcar las horas a machetazos en el estante, entre las botellas, más de una vez el repique para la misa del alba despegaba de golpe al Paí Dositeo de su silla del boliche para arrastrarlo corriendo, corriendito, a la sacristía. Otras veces, no. Dejaban temprano las barajas y se iban juntos, nadie sabía adónde, aunque se lo imaginaban. —Usted sabe, Melitón. La vida del cura de campaña también es difícil... —dijo una noche, entre una mano y otra. —¡Juhú..., si yo hubiese sido cura, no lo hubiera pasado tan mal!—le interrumpió riendo Melitón. —No vaya a creer. También tiene sus problemas. Como usted, en la jefatura— agregó después de hacer un buche de guaripola—. Sin ir más lejos el anteaño de la guerra se me planteó en Borja un asunto difícil. Tuve que hacer un poco de Salomón. —¿Partió un chico por la mitad? —No, al revés. Ahora va a ver. Tuve que juntar..., tuve que casar dos imágenes, dos santos. —No sabía que los santos se casaban. —No, solamente como ejemplo. Fue un remedio desesperado que se me antojó para evitar una matanza. —¡A la pucha! ¿Y por qué iba a ser la trenza? —Usted sabe que en Borja había una enemistad ya tradicional entre la gente de la estación y del pueblo. A causa precisamente de esas imágenes. El Señor de la Esperanza es el Patrón del pueblo, y Nuestra Señora de la Paz, la patrona de la estación. Cada parte quería que su Santo fuera el patrono de todo Borja. Las dos pujaban con todas las fuerzas de fanatismo. Mucha culpa también tuvo en esto el trazado y el tendido de las vías del ferrocarril. ¿Para qué separar en dos mitades la población? —De veras. Aquí siempre se hacen las cosas a la bartola. —Lo cierto es que la estación y el pueblo celebraban sus funciones patronales con gran pompa, procurando superarse mutuamente. —Así tienen que ser los buenos católicos. —Sí, pero ese año, para el día del Señor de la Esperanza, la rivalidad se hizo guerra abierta. Seguro porque la otra guerra se venía encima. Ya no era la simple rivalidad. Era un odio declarado. Estaba en el aire, a punto de reventar. Y reventó. Ya a la mañana se habían agarrado a puñaladas, cerca de la iglesia, varios puebleros y estacioneros. Se hirieron dos de ellos. El olor de la sangre aterró a la gente. —Eso es lo que siempre ocurre. Como a la novillada en el faenamiento. —Por la tarde, para la procesión, los ánimos estaban más calientes todavía. Desde el púlpito, mientras decía el sermón, vi lo que iba a pasar. Por el camino arribaban al galope unos cien jinetes estacioneros. Tal vez menos, pero yo los veía más de cien. Cuando me callaba oía el retumbo de la caballada y los gritos de los jinetes. Los puebleros salieron de la aglomeración, hinchados de coraje y subieron también a sus caballos, aprontando sus cuchillos y revólveres. ¡Iban a trenzarse en una batalla campal! Vi a la caballería que avanzaba atronando la carretera. Era necesario tomar una resolución. De apuro. —¡La gran siete! —Cerré los ojos y pedí el milagro al Señor de la Esperanza, desde el fondo de mi alma. En ese momento no supe lo que hacía. Pero de repente me encontré bajando a saltos del púlpito. Corrí entre la gente y monté con todos los ornamentos sobre un caballo cuya brida arranqué de manos de alguien... —¡Jho . . . Paí Dositeo! —exclamó con entusiasmo el jefe, descargando un manotazo sobre la mesa. —Disparé a todo lo que daba el caballo hacia los que venían. Frené de golpe ante ellos, que también clavaron en el suelo a sus montados. Vi que las vestiduras consagradas les imponían cierto respeto. Detrás oí que llegaban ya también en montón los jinetes puebleros. Estaba entre dos fuegos. Tenía que decirles algo. No sabía qué. Un sudor frío me corría por las espaldas. Pero de pronto sentí que se me atropellaban las palabras y me escuché que les estaba gritando con una voz que no era mía: ¡No hay por qué pelear..., por qué derramar la sangre inútilmente, mis queridos hermanos! ¡Dios no quiere la muerte de sus hijos, sino su vida, su bonanza, su hermandad! ¡Estacioneros y puebleros pueden vivir en paz, como buenos hermanos! ¡Para eso tienen como abogados al Señor de la Esperanza y a Nuestra Señora de la Paz!... —¡Qué zancadilla de ley! —celebró el jefe. —La discusión empezó entonces. ¿Queremos que Nuestra Señora de la Paz sea la Patrona de Borja?..., gritaban los jinetes de un lado. ¡El Señor de la Esperanza es el único patrón de Borja!..., gritaban los del otro. —¡Caramba, qué brete! —Entonces se me ocurrió gritarles: ¡También el Señor de la Esperanza y Nuestra Señora de la Paz quieren gobernar unidos a su querido pueblo de Borja! ¡Vamos a hacer que se unan y que cumplan su deseo! ¡Vamos a hacer que los dos Santos sean juntos los Patrones de todo el pueblo de Borja!.. . ¿Cómo? me gritaron a su vez. —¡Cómo..., en realidad yo también me pregunto! —Claro. Allí estaba la espoleta del asunto. Fue entonces cuando me acordé del Santo rey Salomón y me animé a usar su manganeta. Un poco cambiada, eso sí. Con las manos les mandé que se acercaran. Los dos bloques de caballos y enfurecidos jinetes se arrimaron. Yo debía estar pálido del susto. El sudor frío me goteaba hasta los pies por debajo de la sotana, de la sobrepelliz, de todo... Carraspeé y les dije lo mejor que pude en guaraní, para entrar en confianza: Miren, lo'mitá .. . La única manera de hacer que el Señor de la Esperanza y Nuestra Señora de la Paz puedan gobernar juntos a Borja, sin molestarse el uno al otro, es casándose... ¡Sí señores, no hay más que casarlos! grité reuniendo el resto de voz y de coraje que me quedaba, hacia los dos bandos de hombres sudorosos que me miraban sobre los caballos con las caras manchadas de tierra. ¡Vamos a agarrar y casarlos.... como buenos cristianos! ¿No es cierto?... del Crucificado. Apolinario Rodas y los otros, la misma hermana Micaela, pensaron que el Cristo de Tupá-Rapé había hecho un nuevo milagro. Sólo que un poco después Melitón Isasi volvió a las andadas. El signo bestial de Kurupí seguía flotando sobre el pueblo. La Felicita Goiburú continuó cortando rosas en el patio frontero de la jefatura para llevarla a la vieja directora. Luego, a la salida, después del tañido de fierro que arrancaba a Melitón de sus siestas, se quedaba conversando un rato con él en el alambrado. Cada vez tardaba un poco más. Los ojos azules se le iban poniendo más soñadores y perdidos, con la luz de un alma vacilante que lucha consigo misma bajo el peso de una pasión o de un hechizo superior a sus fuerzas. Una tarde, después de mirar a todos lados, entró en el despacho. Las puertas chirriaron despacio tras ella. La venadita se había metido en la trampa por propia voluntad. Y ahora estaba adentro como si ya hubiera caído del otro lado de la tierra. El cielo alto y vacío del anochecer empujaba inútilmente la puerta con tiznajo de su sombra carmesí. Detrás del corazón agujereado del postigo, Brígida sollozaba. Luego fue a tumbarse sobre una cisterna y quedó boca abajo, como muerta, chatas las nalgas contra el piso, los tendones de las piernas azuleados por las várices. Toda ella seca, aplastada, mísera como una cáscara. La hermana Micaela entró como una tromba un rato después. —¡Santo Señor de la Paciencia!... —tartamudeó—. ¡Ahora no sé qué va a pasar..., si vuelven los hermanos Goiburú! ¡Felicita es la niña de sus ojos!... ¡Y ahora está allí, haciendo sus porquerías! ¡Pero yo la vi..., yo la vi entrar!... Brígida no se movía. La celadora, con un crujido de cuentas de madera, se acercó, y continuó sobre ella, como inculpándola: ¡Entró porque quiso! ¡Ella buscó a don Melitón, se le metió adentro como una ternera corsaria! ¡Qué barbaridad! . .. Hacía ruido inútilmente, porque la otra no la oía. 10 Comenzaba el segundo año de guerra allá lejos. Una guerra que no llevaba trazas de terminar. Podía durar un año, o diez, o cien más. Todo seguiría igual en Itapé, donde el tiempo era como agua de tajamar, parada y espesa, con ese sarro verdoso de la superficie, que les gusta a los moscones. Juana Rosa había desaparecido sin dejar rastros. Ahora la Felicita Goiburú pasaba en las siestas, mirando mucho hacia adentro. En ocasiones, a través de la puerta entornada un poco antes de dormirse, Melitón le movía la mano, ya soñoliento, desde el catre de lonjas donde se hallaba tumbado. Entonces ella apuraba el pasito, contenta. El rosal se había secado. Pero todo estaba achicharrado por el verano. A la salida de la escuela, Felicita entraba en el despacho y Melitón empujaba la puerta desde el catre con el pie. Ya no era un secreto para nadie. Melitón Isasi interrumpió las recorridas nocturnas. Estaban asombrados. Lo que no había conseguido el Cristo de Tupá-Rapé, lo consiguió la Felicita. Ya no se metía de rondón en los ranchos de las mujeres solas, ni aguaitaban en el patio de atrás, preparando el rancho de los agentes, las que él quería tener más cerca por un tiempo. Se dedicó por entero a Felicita, lo olvidó todo, se apegó a ella con la blandura del tiento sobado. Su voz se puso grave y pausada. Ya no gritaba, no se enojaba. Sólo con Brígida. Pero aun con ella se había vuelto más tolerante. De su autoridad no le quedó más que esa rebaba áspera, que Felicita suavizaría por las tardes, en la penumbra del despacho. No lo podía creer. Melitón Isasi parecía enamorado de verdad. Y no de una mujer hecha y derecha como Juana Rosa, como las otras que habían pasado por la jefatura, sino de esa muchachita de ojos azules en cuyo cuerpo apenas comenzaban a romper las formas núbiles. La pajarita quinceañera fascinaba al búho cuarentón de ojos dorados y sanguinolentos que la tenía apercollada en sus garras. Un año duró aquello. Pero entonces concluyó la guerra en el remoto Chaco. Comenzaron a volver los primeros desmovilizados. 11 Cuando Felicita supo que sus hermanos iban a regresar del frente, se apuró. Empezó a luchar entre la felicidad y la desgracia. Estaba grávida. Mostró la carta de sus hermanos a Melitón. Se hallaban ya en Asunción, esperando el Desfile de la Victoria y sus papeletas de desmovilización. A él también empezó a entrarle miedo. —Vamos a ir cuanto antes a una comadrona de Borja —dijo lúgubremente. —Yo quiero tener un hijo tuyo, Melitón. ¡Es lo que más quiero! —gimió la muchacha—. Pero..., tengo miedo, ¡Te pido que me ayudes a tenerlo! —¿Pero no ves que no se puede? —le gritó él irritado—. No puedo casarme contigo! —¡Si me llevaras lejos de aquí! —Tarde o temprano se presentarán tus hermanos. Donde estemos. Y tendré que balearlos o me balearán ellos. —Entonces..., que sea lo que Dios quiera —se resignó entre sollozos—. No tendré a mi hijo sobre tu muerte o la de ellos. . . Probaron primero todos los remedios caseros que recetó la hermana Micaela. Llegaba con brazadas de yuyos medicinales a la jefatura y preparaba las infusiones en la cocina, o las traía ya hechas y enserenadas. Al salir de la escuela, Felicita seguía entrando al despacho, pero ahora para ingerir los cocimientos de la celadora, las purgas capaces de tumbar un caballo. Desde su apostadero, Brígida escuchaba el rumor de las arcadas y los quejidos de la paciente cuyas entrañas se resistían al saqueo. La vieja la enteraba de los detalles. —Ya no sé más que darle. Ni la quinina ni el aceite de castor ni la sal inglesa... Ahora sólo queda lo otro. Pero eso yo no me animo a hacerlo. Está muy débil... —¡Pobrecita! —murmuró Brígida con sincera compasión. —¿Pobrecita? masculló la hermana Micaela—. ¡Una sinvergüenza! ¡Eso es lo que es! ¡hora ya encontró lo que buscaba! ¡Y todavía una tiene que ayudarla! ¡No hay por qué compadecerla tanto, Ña Brígida! —Ahora ella es tan desgraciada como yo... 12 —¡Cómo pudo permitir Dios esta desgracia! —Dios no permite más que las desgracias, Ña Emerenciana...—dijo María Rosa—. Si permitiera también la felicidad Dios se acabaría... —¡Perdí a mi nieta, María Rosa! ¡No sabes lo que es eso! Le chorreaban las lágrimas de los ojos ciegos y el guaraní fluía de sus labios, reacio a su desdicha. —Yo perdí a mi hija...—murmuró la demente de la loma cuyos cabellos negros estaban pegados desde hacia un cuarto de siglo al Cristo leproso. Ahora los cabellos eran blancos y agrios, pero en los ojos duraba la misma obsesión de antaño el brillo de haber contemplado y de estar contemplando todavía un rostro incorruptible en la esencial desolación del mundo. —¡Van a llegar los hermanos..., y Felicita ya no está! —No está aquí... —¡Antes la tocaba por lo menos! ¡Ahora ya ni eso! —A los vivos no se los puede clavar en una cruz y querer que continúen vivos...—dijo la loca. Detrás del rostro ceniciento, en las miradas secas rescoldeaba el tizón ardido de la vieja fiebre. —No te oigo, María Rosa... —parpadeó la ciega. —Felicita se fue con su cruz... —¡Pobre, mi corazón! ¡Era una criatura! ¡Vendrán los hermanos y ya no la podrán ver! ¡Estarán más ciegos que yo! —Verán la rabia de su corazón... —¡Haber guerreado tanto, para esto! ¡Se salvaron de la muerte y ahora van a venir a encontrar algo peor que la muerte! —El Cristo de Tupá-Rapé les dará consuelo,... A Gaspar Mora le consoló en la hora de su muerte... —fue lo único que dijo en castellano. —¡No le rezarán, María Rosa! —se afligió la anciana—. ¡Nunca creyeron en él! ¡No le querían! ¡Tampoco el padre! ¡Ninguno de los tres! ¡Cuando a Nicanor lo corneó el toro, maldijo al Cristo! Nicanor, después los mellizos, los tres decían que el Cristo era la desgracia del pueblo, porque nos había enseñado la resignación... —Entonces... —dijo la loca, pero se interrumpió con el semblante apagado. Se encaminó lentamente hacia el ranchito inclinado entre los cocoteros. La joroba de los años abultaba en la espalda bajo los trapos. Sólo ella vería después, como en un sueño, la tarde que fue a recoger leña en la falda del cerro, el regreso de Melitón Isasi. Lo vio venir solo como dormido, con una pierna cruzada sobre la montura. La buscó a Felicita con los ojos, pero no estaba. Por lo menos no la veía. Únicamente vio que en la cintura del camino dos sombras furiosas e iguales saltaban sobre el jefe político, arrancándolo del caballo con un lazo. La loca sabia contar esta clase de alucinaciones, a las que nadie prestaba atención. Ella misma las olvidaba pronto. Esa tarde se habría restregado los ojos para despegar de ellos el susto, la mala visión, y nada más. Como otras veces. Ningún sueño podía superponerse a la vieja y dulce pesadilla. La propia realidad retrocedía derrotada por ella. 15 La hermana Micaela cayó a Brígida con la noticia. —¡Llegaron los mellizos! —tartamudeó atragantada. —¿Quién? —¡Los hermanos Goiburú!... —¡Dios mío! —sopló Brígida débilmente por entre los dedos que apretaban la boca. —Les están haciendo un gran recibimiento. ¡Todo el pueblo está reunido en la estación!... Se escuchaba la cohetería de los hurras y vivas que estallaban en honor de los recién llegados. De repente también empezó a repicar el pedazo de riel de la escuela. —¡No sé qué va a ser de nosotras! —rechinó la vieja—. ¡De mí, ¡Ña Brígida, de mí! ¡Por haberme metido en este enredo! ¡Para mal de mis pecados..., para la perdición de mi alma! ¡Lo hice por usted y por don Melitón! ¡Y ahora ni siquiera él está! ¡No sé por qué no viene de una vez!... —iba de la puerta a la claraboya, rengueando como una gallina en un gallinero arrepollada por el olor del zorrino. La sombra de un doble espanto caía sobre ella, apretándola contra los rincones más oscuros. Brígida, quieta en medio del cuarto, veía dar vueltas a su alrededor a la celadora. Miraba a través de ella, los ojos agrandados y vidriosos, la boca enrejillada por las falanges que se le habían puesto más espinudas y trémulas. Las cuentas del largo rosario de madera, atado a la cintura de la vieja, crujían sordamente. Brígida, nerviosa, bajó las manos y las retorció sobre la tabla del vientre. —¡El sueño!...—murmuró—. ¡Se está cumpliendo el sueño! La sacristana la enfrentó. Le puso una mano sobre el hombro y la miró con implorante fijeza. —No queda más que una cosa, Ña Brígida... No queda más que ir a mandar una promesa al Cristo de Tupá-Rapé. Solamente él puede ayudarnos. Le tiene que pedir usted. —Yo. . . —Ya sé que usted no cree en él—rezongó la vieja—. En los dos años que está en Itapé no subió al cerro ni una vez. Ni siquiera fue para la procesión del Viernes Santo... ¡Pero es milagroso! ¡Hizo cosas increíbles! Milagro únicamente se puede llamar las cosas que hizo en este pueblo, desde que está allí..., desde aquella tarde en que lo bendijo el Pai Maíz... Yo le digo, Ña Brígida... De balde no cree en él... —Yo creo... —¿Y entonces? —Voy a ir... —dijo al fin; el ansia, la anhelosa necesidad de aferrarse a algo volvía a encender las descoloridas miradas. —Yo la voy a acompañar. Póngase el manto y vamos. —Todavía no, hermana Micaela... —¡Mire que hay apuro!... —Si no llegan esta noche, vamos a ir mañana a la tardecita,... —¿Por qué recién a la tardecita? Brígida tardó un poco en contestar. Bajó los ojos. Al cabo, con oscura humillación secreteó: Su impaciencia empezó a decaer con la luz. Se fue quedando más tranquila, con esa calma que da el extremo desamparo. Esperó un poco. Cuando supo que la vieja no iba a venir, se puso el manto negro y salió por el portón de la huerta. Costeó el pueblo por donde se había perdido el caballo de Melitón, la noche en que se llevara a Felicita. Después tomó la carretera rumbo al cerro. El manto, la penumbra y el polvo le tapaban la cara y la convertían en una desconocida que se alejaba con la cabeza encorvada hacia el suelo. Sin los ladridos que a trechos le salían al paso de su olor humano, no hubiera sido mucho más que una sombra sin cuerpo, un fantasma de ojos muertos, de esos que la salvaje soledad de los caminos forma a veces en la polvareda del crepúsculo. A medio camino se cruzó con la loca de Caroveni, que venia pujando con su brazada de leña, los cabellos cenizos, nublados los ojos de la última luz. Se miraron. La loca se detuvo. Levantó la mano como para decir algo, pero la voz no salió. Había algo de aciago en la envolvente fijeza de sus ojos caldeados en un secreto. Brígida estaba lejos de todo eso; lejos aun de sí misma. Pero, asimismo, sintió vagamente que no podía confrontarse con la vieja. Hubiera deseado la inocencia de su locura. No le imaginó voz, ni comprendió ese pequeño gesto de aviso o protección que María Rosa volvió a intentar. Vio que los ojos de la loca estaban de nuevo marchitos. Crujió el haz de leña sobre el lomo jiboso al reanudar la marcha. Después, a sus espaldas, la oyó canturrear el estribillo del Himno de los Muertos con el chirrido de una rama seca. —Che yvyrá'i-kanga a mo ñe'erí yevy va'erá... (=Yo haré que la voz vuelva a fluir por los huesos...) 17 Cuando subió al cerro caían las primeras sombras. Subió perseguida por las maripositas blancas y el quedo murmullo del manantial. El cielo tenía el suave color del cuero quemado. La sombra se depositaba aterciopeladamente en las cosas. Se pasó la mano por los ojos. Dejó ir el peso del cuerpo a los talones y el cerrito se inclinó hacia ella para ayudarla a subir. Una sola vez más miró hacia arriba. La choza del Cristo también ya estaba en penumbra. Pero sobre ella temblaba todavía una tenue claridad. Desembocó en la explanadita de la cumbre, limpia y pulida como un atrio. Se sentía nuevamente abochornada. No se atrevió a mirar al Cristo. Era la primera vez que subía allí. Y había llegado no como una de las simples mujeres del pueblo, sino como una ladrona, al caer la noche, sola. No venía a rendirle un homenaje, sino a pedirle una gracia. La mujer hincada ante el pequeño solio de paja se lo dijo en voz baja al que estaba clavado en la cruz: —¡Tienes que saberlo ahora!... ¡Sólo quiero que vuelva! ¡Te pido que me lo devuelvas! Sacó el rosario. La pequeña cruz de metal chispeó en sus manos. La besó y comenzó a rezar. Al llegar de nuevo a la cruz, sintió que el círculo se había cerrado y que ella estaba dentro de ese círculo como dentro de una claridad. No sabía todavía si de salvación o de irremediable fracaso. Se sintió más apaciguada. Por lo menos, la vergüenza había desaparecido. Besó de nuevo la crucecita de metal y levantó la mirada hacia el Cristo. Poco a poco. No con orgullo y determinación, sino con mansedumbre y ternura, con la sensación de su desamparada debilidad, como solía ante el propio Melitón cuando él le hacía sentir su poder hasta los huesos con el silencio de su desprecio o el rigor de sus injurias y sus golpes, bajo los cuales ella sentía sin embargo la única tímida, agónica dicha que le era permitida en el mundo, ya que por lo menos entonces algo la unía a él. Parpadeó sorprendida. No quería, no podía creer lo que estaba empezando a contemplar, a entrever, en la tenue claridad. El Cristo tenía botas. Se pasó el dorso de la mano por los ojos en un rápido impulso y la filosa crucecita del rosario arrollado entre los dedos le arañó un párpado. Alzó un poco más los ojos y vio que el Cristo tenía ropa y que la ropa estaba ensangrentada. Todavía de rodillas descubrió, en un lívido relámpago de la conciencia, que quien estaba en la gran cruz negra era Melitón, atado a ella con muchas vueltas de lazo. Volcaba hacia ella la cabeza sin vida. Detrás de una máscara de sangre la miraba con sus grandes pupilas doradas en las que la muerte ponía una expresión por vez primera apacible y humana. El ravo no la había quemado aún hasta el fondo. Se incorporó de un salto y se arrimó a la cruz. Aplastó anhelante de temor la húmeda mejilla contra la punta de las botas. Y las reconoció. Sólo entonces su erizada mudez rompió en un gran grito y echó a correr. Al borde de la pendiente trastabilló y cayó. Sus pies habían tropezado con el Cristo de madera, arrojado como un despojo entre los yuyos. El cuerpo de la mujer siguió rodando la falda pedregosa hasta que un matojo de espinos detuvo su caída, junto al manantial. 1959.
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