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Orientación Universidad
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Señor de las Moscas, Apuntes de Publicidad y Promoción

Asignatura: Teoría de la Comunicación, Profesor: Adrián Huici, Carrera: Publicidad y Relaciones Públicas, Universidad: US

Tipo: Apuntes

2012/2013

Subido el 15/10/2013

universitario45
universitario45 🇪🇸

4.4

(5)

2 documentos

Vista previa parcial del texto

¡Descarga Señor de las Moscas y más Apuntes en PDF de Publicidad y Promoción solo en Docsity! EL SEÑOR DE LAS MOSCAS E a - a A William Golding William Golding Título original: Lord of the Flies Traducción: Carmen Vergara © 1954 Faber & Faber, Ltd. © 1975 Alianza Editorial S. A. Calle Milán 38 - Madrid ISBN: 84-206-1381-9 Edición digital J.M.Rivas R4 07/02 - ¿Qué le pasaría? - preguntó -. ¿Dónde estará ahora? - La tormenta lo arrastró al mar. Menudo peligro, con tantos árboles cayéndose. Algunos chicos estarán dentro todavía. Dudó por un momento; después habló de nuevo. - ¿Cómo te llamas? - Ralph. El gordito esperaba a su vez la misma pregunta, pero no hubo tal señal de amistad. El muchacho rubio llamado Ralph sonrió vagamente, se levantó y de nuevo emprendió la marcha hacia la laguna. El otro le siguió, decidido, a su lado. - Me parece que muchos otros estarán por ahí. ¿Tú no has visto a nadie más, verdad? Ralph contestó que no, con la cabeza, y forzó la marcha, pero tropezó con una rama y cayó ruidosamente al suelo. El muchacho gordo se paró a su lado, respirando con dificultad. - Mi tía me ha dicho que no debo correr - explicó -, por el asma. - ¿Asma? - Sí. Me quedo sin aliento. Era el único chico en el colegio con asma - dijo el gordito con cierto orgullo -. Y llevo gafas desde que tenía tres años. Se quitó las gafas, que mostró a Ralph con un alegre guiño de ojos; luego las limpió con su mugriento anorak. Quedó pensativo y una expresión de dolor alteró los pálidos rasgos de su rostro. Enjugó el sudor de sus mejillas y en seguida se ajustó las gafas. - Esa fruta... Buscó en torno suyo. - Esa fruta - dijo -, supongo... Puestas las gafas, se apartó de Ralph para esconderse entre el enmarañado follaje. - En seguida salgo... Ralph se escabulló en silencio y desapareció por entre el ramaje. Segundos después, los gruñidos del otro quedaron detrás de él. Se apresuró hacia la pantalla que aún le separaba de la laguna. Saltó un tronco caído y se encontró fuera de la selva. La costa apareció vestida de palmeras. Se sostenían frente a la luz del sol o se inclinaban o descansaban contra ella, y sus verdes plumas se alzaban más de treinta metros en el aire. Bajo ellas el terreno formaba un ribazo mal cubierto de hierba, desgarrado por las raíces de los árboles caídos y regado de cocos podridos y retoños del palmar. Detrás quedaban la oscuridad de la selva y el espacio abierto del desgarrón. Ralph se paró, apoyada la mano en un tronco gris, con la mirada fija en el agua trémula. Allá, quizá a poco más de un kilómetro, la blanca espuma saltaba sobre un arrecife de coral, y aún más allá, el mar abierto era de un azul oscuro. Limitada por aquel arco irregular de coral, la laguna yacía tan tranquila como un lago de montaña, con infinitos matices del azul y sombríos verdes y morados. La playa, entre la terraza de palmeras y el agua, semejaba un fino arco de tiro, aunque sin final discernibles, pues a la izquierda de Ralph la perspectiva de palmeras, arena y agua se prolongaba hacia un punto en el infinito. Y siempre presente, casi visible, el calor. Saltó de la terraza. Sintió la arena pesando sobre sus zapatos negros y el azote del calor en el cuerpo. Comenzó a notar el peso de la ropa: se quitó con una fuerte sacudida cada zapato y de un solo tirón cada media. Subió de otro salto a la terraza, se despojó de la camisa y se detuvo allí, entre los cocos que semejaban calaveras, deslizándose sobre su piel las sombras verdes de las palmeras y la selva. Se desabrochó la hebilla adornada del cinturón, dejó caer pantalón y calzoncillo y, desnudo, contempló la playa deslumbrante y el agua. Por su edad - algo más de doce años - había ya perdido la prominencia del vientre de la niñez; pero aún no había adquirido la figura desgarbada del adolescente. Se adivinaba ahora, por la anchura y peso de sus hombros, que podría llegar a ser un boxeador, pero la boca y los ojos tenían una suavidad que no anunciaba ningún demonio escondido. Acarició suavemente el tronco de palmera y, obligado al fin a creer en la realidad de la isla, volvió a reír lleno de gozo y a saltar y a voltearse. De nuevo ágilmente en pie, saltó a la playa, se dejó caer de rodillas y con los brazos apiló la arena contra su pecho. Se sentó a contemplar el agua, brillándole de alegría los ojos. - Ralph... El muchacho gordo bajó a la terraza de palmeras y se sentó cuidadosamente en su borde. - Oye, perdona que haya tardado tanto. La fruta esa... Se limpió las gafas y las ajustó sobre su corta naricilla. La montura había marcado una V profunda y rosada en el caballete. Observó con mirada crítica el cuerpo dorado de Ralph y después miró su propia ropa. Se llevó una mano al pecho y asió la cremallera. - Mi tía... Resuelto, tiró de la cremallera y se sacó el anorak por la cabeza. - ¡Ya está! Ralph le miró de reojo y siguió en silencio. - Supongo que necesitaremos saber los nombres de todos - dijo el gordito - y hacer una lista. Debíamos tener una reunión. Ralph no se dio por enterado, por lo que el otro muchacho se vio obligado a seguir. - No me importa lo que me llamen - dijo en tono confidencial -, mientras no me llamen lo que me llamaban en el colegio. Ralph manifestó cierta curiosidad. - ¿Y qué es lo que te llamaban? El muchacho dirigió una mirada hacia atrás; después se inclinó hacia Ralph. Susurró: - Me llamaban «Piggy». Ralph estalló en una carcajada y, de un salto, se puso en pie. - ¡Piggy! ¡Piggy! - ¡Ralph..., por favor! Piggy juntó las manos, lleno de temor. - Te dije que no quería... - ¡Piggy! ¡Piggy! Ralph salió bailando al aire cálido de la playa y regresó imitando a un bombardero, con las alas hacia atrás, que ametrallaba a Piggy. - ¡Ta-ta-ta-ta-ta! Se lanzó en picado sobre la arena a los pies de Piggy y allí tumbado volvió a reírse. - ¡Piggy! Piggy sonrió de mala gana, no descontento a pesar de todo, porque aquello era como una señal de acercamiento. - Mientras no se lo digas a nadie más... Ralph dirigió una risita tonta a la arena. Piggy volvió a quedarse pensativo, de nuevo en su rostro el reflejo de una expresión de dolor. - Un segundo. Se apresuró otra vez hacia la selva. Ralph se levantó y caminó a brincos hacia su derecha. Allí, un rasgo rectangular del paisaje interrumpía bruscamente la playa: una gran plataforma de granito rosa cortaba inflexible bosque, terraza, arena y laguna, hasta formar un malecón saliente de casi metro y medio de altura. Lo cubría una delgada capa de tierra y hierba bajo la sombra de tiernas palmeras. No tenían éstas suficiente tierra para crecer, y cuando alcanzaban unos seis metros se desplomaban y acababan secándose. Sus troncos, en complicado dibujo, creaban un cómodo lugar para asiento. Las palmeras que aún seguían en pie formaban un techo verde recubierto por los cambiantes reflejos que brotaban de la laguna. Ralph subió a aquella plataforma. Sintió el frescor y la sombra; cerró un ojo y decidió que las sombras sobre su cuerpo eran en realidad verdes. Se abrió camino hasta el borde de la plataforma, del lado del océano, y allí se detuvo a contemplar el mar a sus pies. Estaba tan claro que podía verse su fondo, y brillaba con la eflorescencia de las algas y el coral tropicales. Diminutos peces resplandecientes pasaban rápidamente de un lado a otro. Ralph, haciendo sonar dentro de sí los bordones de la alegría, exclamó: - ¡Uhhh...! Había aún más para asombrarse allende la plataforma. La arena, por algún accidente - un tifón, quizá, o la misma tormenta que le acompañara a él en su llegada -, se había acumulado dentro la laguna, formando en la playa una poza profunda y larga, cerrada por un muro de granito rosa al otro extremo. Ralph se había visto en otras ocasiones engañado por la falsa apariencia de profundidad de una poza de playa y se aproximó a ésta preparado para llevarse una desilusión; pero la isla se mantenía fiel a su forma, y aquella increíble poza, que evidentemente sólo en la pleamar era invadida por las aguas, resultaba tan honda en uno de sus extremos que el agua tenía un color verde oscuro. Ralph examinó detenidamente sus treinta metros de extensión y luego se lanzó a ella. Estaba más caliente que su propia sangre y era como nadar en una enorme bañera. Apareció Piggy de nuevo. Se sentó en el borde del muro de roca y observó con envidia el cuerpo a la vez blanco y verde de Ralph. - Ni siquiera sabes nadar. - Piggy - Piggy se quitó zapatos y calcetines, los extendió con cuidado sobre el borde y probó el agua con el dedo gordo. - ¡Está caliente! - ¿Y qué creías? - No creía nada. Mi tía... - ¡Al diablo tu tía! Ralph se sumergió y buceó con los ojos abiertos. El borde arenoso de la poza se alzaba como la ladera de una colina. Se volteó apretándose la nariz, mientras una luz dorada danzaba y se quebraba sobre su rostro. Piggy se decidió por fin. Se quitó los pantalones y quedó desnudo: una desnudez pálida y carnosa. Bajó de puntillas por el lado de arena de la poza y allí se sentó, cubierto de agua hasta el cuello, sonriendo con orgullo a Ralph. - ¿Es que no vas a nadar? Piggy meneó la cabeza. - No sé nadar. No me dejaban. El asma... - ¡Al diablo tu asma! Piggy aguantó con humilde paciencia. - No sabes nadar bien. Ralph chapoteó de espaldas alejándose del borde; sumergió la boca y soplo un chorro de agua al aire. Alzó después la barbilla y dijo: - A los cinco años ya sabía nadar. Me enseñó papá. Es teniente de navío en la Marina y cuando le den permiso vendrá a rescatarnos. ¿Qué es tu padre? Piggy se sonrojó al instante. - Mi padre ha muerto - dijo de prisa -, y mi madre... Se quitó las gafas y buscó en vano algo para limpiarlas. - Yo vivía con mi tía. Tiene una confitería. No sabes la de dulces que me daba. Me daba todos los que quería. ¿Oye, y cuando nos va a rescatar tu padre? - En cuanto pueda. Piggy salió del agua chorreando y, desnudo como estaba, se limpió las gafas con un calcetín. El único ruido que ahora les llegaba a través del calor de la mañana era el largo rugir de las olas que rompían contra el arrecife. - ¿Cómo va a saber que estamos aquí? Ralph se dejó mecer por el agua. El sueño le envolvía, como los espejismos que rivalizaban con el resplandor de la laguna. - ¿Cómo va a saber que estamos aquí? Chillaron los pájaros y algunos animalillos cruzaron rápidos. Ralph se quedó sin aliento; la octava se desplomó, transformada en un quejido apagado, en un soplo de aire. Enmudeció la caracola; era un colmillo brillante El rostro de Ralph se había amoratado por el esfuerzo, y el clamor de los pájaros y el resonar de los ecos llenaron el aire de la isla. - Te apuesto a que se puede oír eso a más de un kilómetro. Ralph recobró el aliento y sopló de nuevo, produciendo unos cuantos estallidos breves. - ¡Ahí viene uno!, exclamó Piggy. Entre las palmeras, a unos cien metros de la playa, había aparecido un niño. Tendría seis años, más o menos; era rubio y fuerte, con la ropa destrozada y la cara llena de manchones de fruta. Se había bajado los pantalones por una razón evidente y los llevaba a medio subir. Saltó de la terraza de palmeras a la arena y los pantalones cayeron a los tobillos; los abandonó allí y corrió a la plataforma. Piggy le ayudó a subir. Entre tanto, Ralph seguía sonando la caracola hasta que un griterío llegó del bosque. El pequeño, en cuclillas frente a Ralph, alzó hacia él la cabeza con una alegre mirada. Al comprender que algo serio se preparaba allí quedó tranquilo y se metió en la boca el único dedo que le quedaba limpio: un pulgar rosado. Piggy se inclinó hacia él. - ¿Cómo te llamas? - Johnny. Murmuró Piggy el nombre para sí y luego lo gritó a Ralph, que no le prestó atención porque seguía soplando la caracola. Tenía el rostro oscurecido por el violento placer de provocar aquel ruido asombroso y el corazón le sacudía la tirante camisa. El vocerío del bosque se aproximaba. Se divisaban ahora señales de vida en la playa. La arena, temblando bajo la bruma del calor, ocultaba muchos cuerpos a lo largo de sus kilómetros de extensión; unos muchachos caminaban hacia la plataforma a través de la arena caliente y muda. Tres chiquillos, de la misma edad que Johnny, surgieron por sorpresa de un lugar inmediato, donde habían estado atracándose de fruta Un niño de pelo oscuro, no mucho más joven que Piggy, se abrió paso entre la maleza, salió a la plataforma y sonrió alegremente a todos. A cada momento llegaban más. Siguieron el ejemplo involuntario de Johnny y se sentaron a esperar en los caídos troncos de las palmeras. Ralph siguió lanzando estallidos breves y penetrantes. Piggy se movía entre el grupo, preguntaba su nombre a cada uno y fruncía el ceño en un esfuerzo por recordarlos. Los niños le respondían con la misma sencilla obediencia que habían prestado a los hombres de los megáfonos. Algunos de ellos iban desnudos y cargaban con su ropa; otros, medio desnudos o medio vestidos con los uniformes colegiales: jerseys o chaquetas grises, azules, marrones. Jerseys y medias llevaban escudos, insignias y rayas de color indicativas de los colegios. Sus cabezas se apiñaban bajo la sombra verde: cabezas de pelo castaño oscuro o claro, negro, rubio claro u oscuro, pelirrojas... Cabezas que murmuraban, susurraban, rostros de ojos inmensos que miraban con interés a Ralph. Algo se preparaba allí. Los niños que se acercaban por la playa, solos o en parejas, se hacían visibles al cruzar la línea que separaba la bruma cálida de la arena cercana. Y entonces la vista de quien miraba en esa dirección se veía atraída primero por una criatura negra, semejante a un murciélago, danzando en la arena, y sólo después percibía el cuerpo que se sostenía sobre ella. El murciélago era la sombra de un niño, y el sol, que caía verticalmente, la reducía a una mancha entre los pies presurosos. Sin soltar la caracola, Ralph se fijó en la última pareja de cuerpos que alcanzaba la plataforma, suspendidos sobre una temblorosa mancha negra. Los dos muchachos, con cabezas apepinadas y cabellos como la estopa, se tiraron a los pies de Ralph, sonriéndole y jadeando como perros. Eran mellizos, y la vista, ante aquella alegre duplicación, quedaba sorprendida e incrédula. Respiraban a la vez, se reían a la vez y ambos eran de aspecto vivo y cuerpo rechoncho. Alzaron hacia Ralph unos labios húmedos; parecía no haberles alcanzado piel para ellos, por lo que el perfil de sus rostros se veía borroso y las bocas tirantes, incapaces de cerrarse. Piggy inclinó sus gafas deslumbrantes hasta casi tocar a los mellizos. Se le oía, entre los estallidos de la caracola, repetir sus nombres: - Sam, Eric, Sam, Eric. Después se confundió; los mellizos movieron las cabezas y señalaron el uno al otro. El grupo entero rió. Por fin dejó Ralph de sonar la caracola y con ella en una mano se sentó, la cabeza entre las rodillas. Las risas se fueron apagando al mismo tiempo que los ecos y se hizo el silencio. Algo oscuro andaba a tientas dentro del rombo brumoso de la playa. El primero que lo vio fue Ralph y su atenta mirada acabó por arrastrar hacia aquel lugar la vista de los demás. La criatura salió del área del espejismo y entró en la transparente arena, y vieron entonces que no toda aquella oscuridad era una sombra, sino, en su mayor parte, ropas. La criatura era un grupo de chicos que marchaban casi a compás, en dos filas paralelas. Vestían de extraña manera. Llevaban en la mano pantalones, camisas y otras prendas, pero cada muchacho traía puesta una gorra negra cuadrada con una insignia de plata. Capas negras con grandes cruces plateadas al lado izquierdo del pecho cubrían sus cuerpos desde la garganta a los tobillos, y los cuellos acababan rematados por golas blancas. El calor del trópico, el descenso, la búsqueda de alimentos y ahora esta caminata sudorosa a lo largo de la playa ardiente habían dado a la piel de sus rostros el aspecto de una ciruela recién lavada. El muchacho al mando del grupo vestía de la misma forma, pero la insignia de su gorra era dorada. Cuando su grupo se encontró a unos diez metros de la plataforma, gritó una orden y todos se pararon, jadeantes, sudorosos, balanceándose en la rabiosa luz. El propio jefe dio unos pasos al frente, saltó a la plataforma, revoloteando su capa, y se asomó a lo que para él era casi total oscuridad. - ¿Dónde está el hombre de la trompeta? Ralph, al advertir en el otro la ceguera del sol, contestó: - No hay ningún hombre con trompeta. Era yo. El muchacho se acercó y, fruncido el entrecejo, miró a Ralph. Lo que pudo ver de aquel muchacho rubio con una caracola de color cremoso no pareció satisfacerle. Se volvió rápidamente y su capa negra giró en el aire. - ¿Entonces no hay ningún barco? Se le veía alto, delgado y huesudo dentro de la capa flotante; su pelo rojo resaltaba bajo la gorra negra. Su cara, de piel cortada y pecosa, era fea, pero no la de un tonto. Dos ojos de un azul claro que destacaban en aquel rostro, indicaban su decepción, pronta a transformarse en cólera. - ¿No hay ningún hombre aquí? Ralph habló a su espalda. - No. Pero vamos a tener una reunión. Quedaos con nosotros. El grupo empezó a deshacer la formación y el muchacho alto gritó: - ¡Atención! ¡Quieto el coro! El coro, obedeciendo con cansancio, volvió a agruparse en filas y permaneció balanceándose al sol. Pero unos cuantos empezaron a protestar tímidamente. - Por favor, Merridew. Por favor..., ¿por qué no nos dejas? En aquel momento uno de los muchachos se desplomó de bruces en la arena y la fila se deshizo. Alzaron al muchacho a la plataforma y le dejaron allí sobre el suelo. Merridew le miró fijamente y después trató de corregir lo hecho. - De acuerdo. Sentaos. Dejadle solo. - Pero, Merridew... - Siempre se está desmayando - dijo Merridew -. Hizo lo mismo en Gibraltar y en Addis, y en los maitines se cayó encima del chantre. Esta jerga particular del coro provocó la risa de los compañeros de Merridew, que posados como negros pájaros en los troncos desordenados observaban a Ralph con interés. Piggy no preguntó sus nombres. Se sintió intimidado por tanta superioridad uniformada y la arrogante autoridad que despedía la voz de Merridew. Encogido al otro lado de Ralph, se entretuvo con las gafas. Merridew se dirigió a Ralph. - ¿No hay gente mayor? - No. Merridew se sentó en un tronco y miró al círculo de niños. - Entonces tendremos que cuidarnos nosotros mismos. Seguro al otro lado de Ralph, Piggy habló tímidamente. - Por eso nos ha reunido Ralph. Para decidir lo que hay que hacer. Ya tenemos algunos nombres. Ese es Johnny. Esos dos - son mellizos - son Sam y Eric. ¿Cuál es Eric...? ¿Tú? No, tu eres Sam... - Yo soy Sam. - Y yo soy Eric. - Debíamos conocernos por nuestros nombres. Yo soy Ralph - dijo éste. - Ya tenemos casi todos los nombres - dijo Piggy - Los acabamos de preguntar ahora. - Nombres de niños - dijo Merridew -. ¿Por qué me va nadie a llamar Jack? Soy Merridew. Ralph se volvió rápido. Aquella era la voz de alguien que sabía lo que quería. - Entonces - siguió Piggy -, aquel chico... no me acuerdo... - Hablas demasiado - dijo Jack Merridew -. Cállate, Fatty. Se oyeron risas. - ¡No se llama Fatty - gritó Ralph -, su verdadero nombre es Piggy! - ¡Piggy! - ¡Piggy! - ¡Eh, Piggy! Se rieron a carcajadas y hasta el más pequeño se unió al jolgorio. Durante un instante, los muchachos formaron un círculo cerrado de simpatía, que excluyó a Piggy. Se puso éste muy colorado, agachó la cabeza y limpió las gafas una vez más. Por fin cesó la risa y continuaron diciendo sus nombres. Maurice, que seguía a Jack en estatura entre los del coro, era ancho de espaldas y lucía una sonrisa permanente. Había un chico menudo y furtivo en quien nadie se había fijado, encerrado en sí mismo hasta lo más profundo de su ser. Murmuró que se llamaba Roger y volvió a guardar silencio. Bill, Robert, Harold, Henry. El muchacho que sufrió el desmayo se arrimó a un tronco de palmera, sonrió, aún pálido, a Ralph y dijo que se llamaba Simón. Habló Jack: - Tenemos que decidir algo para que nos rescaten. Se oyó un rumor; Henry, uno de los pequeños, dijo que se quería ir a casa. - Cállate - dijo Ralph distraído. Alzó la caracola -. Me parece que debíamos tener un jefe que tome las decisiones. - ¡Un jefe! ¡Un jefe! - Debo serlo yo - dijo Jack con sencilla arrogancia -, porque soy el primero en el coro de la iglesia y soy tenor. Puedo dar el do sostenido. De nuevo un rumor. - Así que - dijo Jack -, yo... Dudó por un instante. El muchacho moreno, Roger, dio al fin señales de vida y dijo: - Vamos a votar. - ¡Sí! - ¡A votar por un jefe! - ¡Vamos a votar!... Votar era para ellos un juguete casi tan divertido como la caracola. - No vamos a ver nada desde el extremo porque no hay ningún extremo - dijo Jack -. Sólo una curva suave... y fíjate que las rocas son cada vez más peligrosas... Ralph hizo pantalla de sus ojos con una mano y siguió el perfil mellado de los riscos montaña arriba. Era el lugar de la playa más cercano a la montaña que hasta el momento habían visto. - Trataremos de escalar la montaña desde aquí - dijo -. Me parece que este es el camino más fácil. Aquí hay menos jungla y más de estas rocas de color rosa. ¡Vamos! Los tres muchachos empezaron a trepar. Alguna fuerza desconocida había dislocado aquellos bloques, partiéndolos en pedazos que quedaron inclinados, y con frecuencia apilados uno sobre otro en volumen decreciente. La forma más característica era un rosado risco que soportaba un bloque ladeado, coronado a su vez por otro bloque, y éste por otro, hasta que aquella masa rosada constituía una pila de rocas en equilibrio que emergía atravesando la ondulada fantasía de las trepadoras del bosque. A menudo, donde los riscos rosados se erguían del suelo aparecían senderos estrechos que serpenteaban hacia arriba. Sería fácil caminar por ellos, de cara hacia la montaña y sumergidos en el mundo vegetal. - ¿Quién haría este camino? Jack se paró para limpiarse el sudor de la cara. Ralph, junto a él, respiraba con dificultad. - ¿Hombres? Jack negó con la cabeza. - Los animales. Ralph penetró con la mirada en la oscuridad bajo los árboles. La selva vibraba sin cesar. - Vamos. Lo más difícil no era la abrupta pendiente, rodeando las rocas, sino las inevitables zambullidas en la maleza hasta alcanzar la vereda siguiente. Allí las raíces y los tallos de las plantas trepadoras se enredaban de tal modo que los muchachos habían de atravesarlos como dóciles agujas. Aparte del suelo pardo y los ocasionales rayos de luz a través del follaje, lo único que les servía de guía era la dirección de la pendiente del terreno: que este agujero, aún galoneado por cables de trepadoras, se encontrase más alto que aquel. Siguieron hacia arriba a pesar de todo. En uno de los momentos más difíciles, cuando se encontraban atrapados en aquella maraña, Ralph se volvió a los otros con ojos brillantes. - ¡Bárbaro! - ¡Fantástico! - ¡Estupendo! No era fácil explicar la razón de su alegría. Los tres se sentían sudorosos, sucios y agotados. Ralph estaba lleno de arañazos. Las trepadoras eran tan gruesas como sus propios muslos y no dejaban más que túneles por donde seguir avanzando. Ralph gritó para sondear, y escucharon los ecos amortiguados. - Esto sí que es explorar - dijo Jack -. Te apuesto a que somos los primeros que entramos en este sitio. - Deberíamos dibujar un mapa - dijo Ralph -. Lo malo es que no tenemos papel. - Podríamos hacerlo con la corteza de un árbol - dijo Simón -, raspándola y luego frotando con algo negro. De nuevo, en la temerosa penumbra, brotó la solemne comunión de ojos brillantes. - ¡Bárbaro! - ¡Fantástico! No había espacio para volteretas. Aquella vez Ralph tuvo que expresar la intensidad de su entusiasmo fingiendo derribar a Simón de un golpe; y pronto formaron un montón alegre y efusivo bajo la sombra crepuscular. Cuando se desenlazaron, Ralph fue el primero en hablar. - Tenemos que seguir. El granito rosado del siguiente risco se encontraba más alejado de las trepadoras y los árboles, y resultaba fácil seguir la vereda. Esta, a su vez, les condujo hacia un claro del bosque, desde donde se vislumbraba el mar abierto. El sol secó ahora sus ropas empapadas por el oscuro y húmedo calor soportado. Para llegar hasta la cumbre ya no habrían de zambullirse más en la oscuridad, sino trepar tan sólo por la roca rosada. Eligieron su camino por desfiladeros y afilados peñascos. - ¡Mira! ¡Mira! Las piedras desgarradas se alzaban como chimeneas a gran altura en aquel extremo de la isla. La roca que escogió Jack para apoyarse cedió, rechinando, al empuje. - Venga... Pero este «venga» no era una incitación a seguir hacia la cumbre. La cumbre sería asaltada más tarde, una vez que los tres muchachos respondieran a este reto. La roca era tan grande como un automóvil pequeño. - ¡Empuja! Adelante y atrás; había que coger el ritmo. - ¡Empuja! Tiene que aumentar el vaivén del péndulo, aumentar, aumentar, hay que arrimar el hombro en el punto que más oscila... aumentar... aumentar. - ¡Empuja! La enorme roca dudó un segundo, se balanceó en un pie, decidió no volver, se lanzó al espacio, cayó, golpeó el suelo, giró, zumbó en el aire y abrió un profundo hueco en el dosel del bosque. Volaron pájaros y rumores, flotó en el aire un polvo rosado y blanco, retumbó el bosque a lo lejos como si lo atravesara un monstruo enfurecido y luego enmudeció la isla. - ¡Qué bárbaro! - ¡Igual que una bomba! No pudieron apartarse de aquel triunfo suyo en un buen rato. Pero al fin se alejaron. El camino a la cumbre resultó fácil después de aquello. Al iniciar el último tramo, Ralph quedó inmóvil. - ¡Fíjate! Habían llegado al borde de un circo, o anfiteatro, esculpido en la ladera. Estaba cubierto de azules flores de montaña que le rebasaban y colgaban en profusión hasta el dosel del bosque. El aire estaba cargado de mariposas que se elevaban, volaban y volvían a las flores. Más allá del circo aparecía la cima cuadrada de la montaña y pronto se encontraron en ella. Habían sospechado desde un principio que estaban en una isla: mientras trepaban por las rosadas piedras, con el mar a ambos lados y el alto aire cristalino, un instinto les había dicho que se encontraban rodeados por el mar. Pero era mejor no decir la última palabra hasta pisar la propia cumbre y ver el redondo horizonte de agua. Ralph se volvió a los otros. - Todo esto es nuestro. Su forma venía a ser la de un barco: el extremo donde se encontraban se erguía encorvado y detrás de ellos descendía el arduo camino hacia la orilla. A un lado y otro, rocas, riscos, copas de árboles y una fuerte pendiente. Frente a ellos, toda la longitud del barco: un descenso más fácil, cubierto de árboles e indicios de la piedra rosada, y luego la llanura selvática, tupida de verde, contrayéndose al final en una cola rosada. Allá donde la isla desaparecía bajo las aguas, se veía otra isla. Una roca, casi aislada, se alzaba como una fortaleza, cuyo rosado y atrevido bastión les contemplaba a través del verdor. Los muchachos observaron todo aquello; después dirigieron la vista al mar. La tarde empezaba a declinar y desde el alto mirador ningún espejismo robaba al paisaje su nitidez. - Eso es un arrecife. Un arrecife de coral. Los he visto en fotos. El arrecife cercaba gran parte de la isla y se extendía paralelo a lo que los muchachos llamaron su playa, a una distancia de más de un kilómetro de ella. El coral semejaba blancos trazos hechos por un gigante que se hubiese encorvado para reproducir en el mar la fluida línea del contorno de la isla y, cansado, abandonara su obra sin acabarla. Dentro del agua multicolor, las rocas y las algas se veían como en un acuario; fuera, el azul oscuro del mar. Del arrecife se desprendían largas trenzas de espumas que la marea arrastraba consigo, y por un instante creyeron que el barco empezaba a ciar. Jack señaló hacia abajo. - Allí es donde aterrizamos. Más allá de los barrancos y los riscos podía verse la cicatriz en los árboles; allí estaban los troncos astillados y luego el desgarrón del terreno, dejando entre éste y el mar tan sólo una orla de palmeras. Allí estaba también, apuntando hacia la laguna, la plataforma, y cerca de ella se movían figuras que parecían insectos. Ralph trazó con la mano una línea en zig-zag que partía del área desnuda donde se encontraban, seguía una cuesta, después una hondonada, atravesaba un campo de flores y, tras un rodeo, descendía a la roca donde empezaba el desgarrón del terreno. - Esta es la manera más rápida de volver. Brillándoles los ojos, extasiados, triunfantes, saborearon el derecho de dominio. Se sintieron exaltados; se sintieron amigos. - No se ve el humo de ninguna aldea y tampoco hay barcos - dijo Ralph con seriedad -. Luego lo comprobaremos, pero creo que está desierta. - Buscaremos comida - dijo Jack entusiasmado -. Tendremos que cazar; atrapar algo... hasta que vengan por nosotros. Simón miró a los dos sin decir nada, pero asintiendo con la cabeza de tal forma que su melena negra saltaba de un lado a otro. Le brillaba el rostro. Ralph observó el otro lado, donde no había arrecife. - Ese lado tiene más cuesta - dijo Jack. Ralph formó un círculo con las manos. - Ese trozo de bosque, ahí abajo... lo sostiene la montaña. Todos los rincones de la montaña sostenían árboles; árboles y flores. En aquel momento el bosque empezó a palpitar, a agitarse, a rugir. El área de flores más cercanas fue sacudida por el viento y durante unos instantes la brisa llevó aire fresco a sus rostros. Ralph extendió los brazos. - Todo es nuestro. Gritaron, rieron y saltaron. - Tengo hambre. Al mencionar Simón su hambre, los otros se dieron cuenta de la suya. - Vamonos - dijo Ralph -. Ya hemos averiguado lo que queríamos saber. Bajaron a tropezones una cuesta rocosa, cruzaron entre flores y se hicieron camino bajo los árboles. Se detuvieron para ver los matorrales con curiosidad. Simón fue el primero en hablar. - Parecen cirios. Plantas de cirios. Capullos de cirios. Las plantas, que despedían un olor aromático, eran de un verde oscuro y sus numerosos capullos verdes, replegados para evitar la luz, brillaban como la cera. Jack cortó uno con la navaja y su olor se derramó sobre ellos. - Capullos de cirios. - No se pueden encender - dijo Ralph -. Parecen velas, eso es todo. - Velas verdes - dijo Jack con desprecio -; no se pueden comer. Venga, vamonos. Habían ¡legado al lugar donde comenzaba la espesa selva, y caminaban cansados por un sendero cuando oyeron ruidos - en realidad gruñidos - y duros golpes de pezuñas en un camino. A medida que avanzaban aumentaron los gruñidos hasta hacerse frenéticos. ahora camino a través de la plataforma en dirección a la selva. Ralph se echó hacia atrás la maraña de pelo rubio que le cubría la frente. - Así que a lo mejor tenemos que estar aquí mucho tiempo. Todos permanecieron callados. De repente, Ralph sonrió. - Pero esta es una isla estupenda. Nosotros... Jack, Simon y yo..., nosotros escalamos la montaña. Es fantástico. Hay comida, y bebida, y... - Rocas... - Flores azules... Piggy, a medio recuperarse, señaló a la caracola que Ralph tenía en sus manos, y Jack y Simón se callaron. Ralph continuó. - Podemos pasarlo bien aquí, mientras esperamos. Hizo un amplio gesto con las manos. - Es como lo que cuentan en los libros. Surgió un clamor. - La Isla del Tesoro... - Golondrinas y Amazonas... - La Isla de Coral... Ralph agitó la caracola. - Es nuestra isla. Es una isla estupenda. Podemos divertirnos muchísimo hasta que los mayores vengan por nosotros. Jack alargó el brazo hacia la caracola. - Hay cerdos - dijo -. Hay comida y agua para bañarnos ahí en ese arroyo pequeño... y de todo. ¿Alguno de vosotros ha encontrado algo más? Devolvió la caracola a Ralph y se sentó. Al parecer, nadie había encontrado nada. Los chicos mayores se fijaron por primera vez en el niño, al tratar éste de resistirse. Un grupo de chiquillos le empujaban hacia delante, pero no quería avanzar. Era un pequeñuelo, de unos seis años, con una mancha de nacimiento morada que cubría un lado de su cara. Estaba de pie ante ellos, combado su cuerpo ahora por la rabiosa luz de la publicidad, y frotaba la hierba con la punta de un pie. Balbuceaba algo y parecía a punto de llorar. Los otros pequeños, hablando en voz baja, pero muy serios, le empujaron hacia Ralph. - Bueno - dijo Ralph - venga de una vez. El niño miró a todos con pánico. - ¡Habla! El pequeño alargó el brazo hacia la caracola y el grupo rompió en carcajadas; rápidamente retiró las manos y rompió a llorar. - ¡Dale la caracola! - gritó Piggy -. ¡Dásela! Por fin, Ralph logró que la cogiese, mas para entonces el golpe de risas había dejado sin voz al niño. Piggy se arrodilló junto a él, con una mano sobre la gran caracola, para escucharle y hacer de intérprete ante la asamblea. - Quiere saber qué vais a hacer con esa serpiente. Ralph se echó a reír y los otros mayores rieron con él. Cada vez se encorvaba más el pequeño. - Cuéntanos cómo era esa serpiente. - Ahora dice que era una fiera. - ¿Una fiera? - Se parecía a una serpiente. Pero grandísima. La vio él. - ¿Dónde? - En el bosque. Las brisas errantes, o tal vez el ocaso del sol, dejaron posarse cierto frescor bajo los árboles. Los muchachos lo advirtieron y se agitaron inquietos. - No puede haber ni fieras salvajes ni tampoco serpientes en una isla de este tamaño - explicó Ralph amablemente -. Sólo se encuentran en países grandes como África o la India. Murmullos, y el serio asentir de las cabezas. - Dice que la bestia vino por la noche. - ¡Entonces no pudo verla! Risas y aplausos. - ¿Habéis oído? Dice que vio esa cosa de noche... - Sigue diciendo que la vio. Vino, y luego se fue, y volvió, y quería comerle... - Estaba soñando. Ralph, entre risas, recorrió con su mirada el anillo de rostros en busca de asentimiento. Los mayores estaban dé acuerdo; pero aquí y allá, entre los pequeños, quedaba el resto de duda que necesita algo más que una garantía racional. - Tuvo una pesadilla. Por haber andado entre todas esas trepadoras. De nuevo, un serio asentir; sabían muy bien lo que eran las pesadillas. - Dice que vio esa fiera, como una serpiente, y quiere saber si esta noche va a volver. - ¡Pero si no hay ninguna fiera! - Dice que por la mañana se transformó en una de esas cosas de los árboles que son como cuerdas y que se cuelga de las ramas. Pregunta si volverá está noche. - ¡Pero si no hay ninguna fiera! Ya no había rastro alguno de risas, sino una atención más preocupada. Ralph, divertido y exasperado a la vez, se pasó ambas manos por el pelo y miró al niño Jack asió la caracola. - Ralph tiene razón, eso desde luego. No hay ninguna serpiente. Pero si hay una serpiente la cazaremos y la mataremos. Vamos a cazar cerdos para traer carne a todos. Y también buscaremos la serpiente esa... - ¡Pero si no hay ninguna serpiente! - Lo sabremos seguro cuando vayamos a cazar. Ralph se sintió molesto y, por un momento, vencido. Sintió que se había enfrentado con algo inasequible. Los ojos que le miraban con tanta atención habían perdido su alegría. - ¡Pero si no hay ninguna fiera! Una reserva de energía que no sospechaba escondida en él se avivó y le forzó a insistir de nuevo y con más fuerza. - ¡Pero si os digo que no hay ninguna fiera! La asamblea permaneció en silencio. Ralph alzó la caracola una vez más y recobró el buen humor al pensar en lo que aún tenía que decir. - Ahora llegamos a lo más importante. He estado pensando. Pensaba mientras escalábamos la montaña - lanzó a los otros dos una mirada de connivencia - y ahora aquí, en la playa. Esto es lo que he pensado. Queremos divertirnos. Y queremos que nos rescaten. El apasionado rumor de conformidad que brotó de la asamblea le golpeó con la fuerza de una ola y él se perdió. Pensó de nuevo. - Queremos que nos rescaten; y, desde luego, nos van a rescatar. Creció el murmullo. Aquella declaración tan sencilla, sin otro respaldo que la fuerza de la nueva autoridad de Ralph, les trajo claridad y dicha. Tuvo que agitar la caracola en el aire para hacerse oír. - Mi padre está en la Marina. Dice que ya no quedan islas desconocidas. Dice que la Reina tiene un cuarto enorme lleno de mapas y que todas las islas del mundo están dibujadas allí. Así que la Reina tiene dibujada esta isla. De nuevo se oyó el rumor de la alegría y el optimismo. - Y antes o después pasará por aquí algún barco. Hasta podría ser el barco de papá. Así que ya lo sabéis. Antes o después vendrán a rescatarnos. Tras aclarar su argumento, se detuvo. La asamblea se vio alzada a un lugar seguro por sus palabras. Sentían simpatía y ahora respeto hacia él. Le aplaudieron espontáneamente y pronto la plataforma entera resonó con los aplausos. Ralph se sonrojó al observar de costado la abierta admiración de Piggy y al otro lado a Jack, que sonreía con afectación y demostraba que también él sabía aplaudir. Ralph agitó la caracola en el aire. - ¡Basta! ¡Esperad! ¡Escuchadme! Prosiguió cuando hubo silencio, alentado por el triunfo. - Hay algo más. Podemos ayudarles para que nos encuentren. Si se acerca un barco a la isla, puede que no nos vea. Así que tenemos que lanzar humo desde la cumbre de la montaña. Tenemos que hacer una hoguera, - ¡Una hoguera! ¡Vamos a hacer una hoguera! Al instante, la mitad de los muchachos estaban ya en pie. Jack vociferaba entre ellos, olvidada por todos la caracola. - ¡Venga! ¡Seguidme! El espacio bajo las palmeras se llenó de ruido y movimiento. Ralph estaba también de pie, gritando que se callasen, pero nadie le oía. En un instante el grupo entero corría hacia el interior de la isla y todos, tras Jack, desaparecieron. Hasta los más pequeños se pusieron en marcha, luchando contra la hojarasca y las ramas partidas como mejor pudieron. Ralph, sosteniendo la caracola en las manos, se había quedado solo con Piggy. Piggy respiraba ya casi con normalidad. - ¡Igual que unos críos! - dijo con desdén -. ¡Se portan como una panda de críos! Ralph le miró inseguro y colocó la caracola sobre un tronco. - Te apuesto a que ya han pasado las cinco - dijo Piggy -. ¿Qué crees que van a hacer en la montaña? Acarició la caracola con respeto, luego se quedó quieto y alzó los ojos. - ¡Ralph! ¡Oye! ¿A dónde vas? Ralph trepaba ya por las primeras huellas de vegetación aplastada que marcaban la desgarradura del terreno. Las risas y el ruido de pisadas sobre el ramaje se oían a lo lejos. Piggy le miró disgustado. - Igual que una panda de críos... Suspiró, se agachó y se ató los cordones de los zapatos. El ruido de la errática asamblea se alejaba hacia la montaña. Piggy, con la expresión sufrida de un padre que se ve obligado a seguir la loca agitación de sus hijos, asió la caracola y se dirigió hacia la selva, abriéndose paso a lo largo de la franja destrozada. En la ladera opuesta de la montaña había una plataforma cubierta por el boscaje. Ralph, una vez más, se vio esbozando el mismo gesto circular con las manos. - Podemos coger toda la leña que queramos allá abajo. Jack asintió con la cabeza y dio un tirón a su labio. La arboleda que se ofrecía a unos treinta metros bajo ellos, en el lado más pendiente de la montaña, parecía ideada para proveer de combustible. Los árboles crecían fácilmente bajo el húmedo calor, pero disponían de insuficiente tierra para crecer plenamente y pronto se desplomaban para desintegrarse; las trepadoras los envolvían y nuevos retoños buscaban camino hacia lo alto. Jack se volvió a los muchachos del coro, que aguardaban preparados a obedecer. Llevaban las gorras negras inclinadas sobre una oreja, como boinas. - Venga. Vamos a formar una pila. Buscaron el camino más cómodo de descenso y, una vez allí, comenzaron a recoger leña. Los chicos más pequeños lograron alcanzar la cima y se deslizaron también hacia aquel lugar; pronto todos excepto Piggy estaban ocupados en algo. La mayor parte de la madera estaba tan podrida que cuando tiraban de ella se deshacía en una lluvia de astillas, gusanos y residuos; pero lograron sacar algunos troncos en una sola pieza. Los mellizos, Sam y Eric, fueron los primeros en conseguir un buen leño, pero no pudieron hacer nada con él hasta que Ralph, Jack, Simon, Roger y Maurice se abrieron sitio para echar una mano. Subieron aquella cosa grotesca y muerta monte arriba y la dejaron caer en la cima. Cada grupo de chicos añadía su parte, grande o pequeña, y la pila crecía. Al Se volvió a Ralph. - Ralph, voy a dividir el coro... mis cazadores, quiero decir, en grupos, y nos ocuparemos de mantener vivo el fuego... Tal generosidad produjo una rociada de aplausos entre los muchachos que obligó a Jack a sonreírles y luego a agitar la caracola para demandar silencio. - Ahora podemos dejar que se apague el fuego. Además, ¿quién iba a ver el humo de noche? Y cuando queramos podemos encenderlo otra vez. Contraltos, esta semana os encargáis vosotros de mantener el fuego, y los sopranos la semana que viene... La asamblea, gravemente, asintió. - Y también nos ocuparemos de montar una guardia. - Si vemos un barco allá afuera - siguieron con la vista la dirección de su huesudo brazo -, echaremos ramas verdes. Así habrá más humo. Observaron fijamente el denso azul del horizonte, como si una pequeña silueta fuese a aparecer en cualquier momento. Al oeste, el sol era una gota de oro ardiente que se deslizaba con rapidez hacia el alféizar del mundo. En ese mismo momento comprendieron que el ocaso significaba el fin de la luz y el calor. Roger cogió la caracola y lanzó a su alrededor una mirada entristecida. - He estado mirando al mar y no he visto ni una señal de un barco. Quizá no vengan nunca por nosotros. Un murmullo se alzó y se apagó alejándose. Ralph cogió de nuevo la caracola. - Ya os he dicho que algún día vendrán por nosotros. Hay que esperar, eso es todo. Atrevido, a causa de su indignación, Piggy cogió la caracola. - ¡Eso es lo que yo dije! Estaba hablando de las reuniones y cosas así y me decís que cierre la boca... Su voz se elevó en un tono de justificado reproche. Los demás se agitaron y empezaron a gritarle que se callase. - Habéis dicho que queríais un fuego pequeño y vais y hacéis un montón como un almiar. Si digo algo - gritó Piggy con amargo realismo -, me decís que me calle, pero si es Jack o Maurice o Simón... Se detuvo en medio del alboroto, de pie y mirando por encima de ellos hacia el lado hostil de la montaña, hacia el amplio espacio oscuro donde habían encontrado la leña. Se echó entonces a reír de una manera tan extraña que los demás se quedaron silenciosos, observando con atención el destello de sus gafas. Siguieron la dirección de sus ojos hasta descubrir el significado del amargo chiste. - Ahí tenéis vuestra fogata. Se veía salir humo aquí y allá entre las trepadoras que festoneaban los árboles muertos o moribundos. Mientras observaban, un destello de fuego apareció en la base de unos tallos y el humo fue haciéndose cada vez más espeso. Llamas pequeñas se agitaron junto al tronco de un árbol y se arrastraron entre las hojas y el ramaje seco, dividiéndose y creciendo. Un brote rozó el tronco de un árbol y trepó por él como una ardilla brillante. El humo creció, osciló y rodó hacia fuera. La ardilla saltó sobre las alas del viento y se asió a otro de los árboles en pie, devorándolo desde la copa. Bajo el oscuro dosel de hojas y humo, el fuego se apoderó de la selva y empezó a roer cuanto encontraba. Hectáreas de amarillo y negro humo rodaron implacables hacia el mar. Al ver las llamas y el curso incontenible del fuego, los muchachos rompieron en chillidos y vítores excitados. Las llamas, como un animal salvaje, se arrastraron, lo mismo que se arrastra un jaguar sobre su vientre, hacia una fila de retoños con aspecto de abedules que adornaban un crestón de la rosada roca. Aletearon sobre el primero de los árboles, y de las ramas brotó un nuevo follaje de fuego. El globo de llamas saltó ágilmente sobre el vacío entre los árboles y después recorrió la fila entera columpiándose y despidiendo llamaradas. Allá abajo, más de cincuenta hectáreas de bosque se convertían furiosamente en humo y llamas. Los diversos ruidos del fuego se fundieron en una especie de redoble de tambores que sacudió la montaña. - Ahí tenéis vuestra fogata. Alarmado, Ralph advirtió que los muchachos se quedaban paralizados y silenciosos, sintiéndose invadir por el temor ante el poder desencadenado a sus pies. El conocimiento de ello y el temor le hicieron brutal. - ¡Cállate ya! - Tengo la caracola - dijo Piggy con lastimada voz -. Tengo derecho a hablar. Le miraron con ojos indiferentes a lo que veían y oídos atentos al tomborilear del fuego. Piggy volvió una nerviosa mirada hacia aquel infierno y apretó contra sí la caracola. - Ahora hay que dejar que todo eso se queme. Y era nuestra leña. Se pasó la lengua por los labios. - No podemos hacer nada. Hay que tener más cuidado. Estoy asustado... Jack hizo un esfuerzo para separar la vista del fuego. - Tú siempre tienes miedo. ¡Eh! ¡Gordo! - La caracola la tengo yo - dijo Piggy desalentado. Se volvió a Ralph -. La caracola la tengo yo, ¿verdad Ralph? Ralph se apartó con dificultad del espléndido y temible espectáculo. - ¿Qué dices? - La caracola. Tengo derecho a hablar. Los mellizos se rieron a la vez. - Queríais humo... - Y ahora mira... Un telón de varios kilómetros de anchura se alzaba sobre la isla. Todos los muchachos, excepto Piggy, empezaron a reír; segundos después no podían dominar las carcajadas. Piggy perdió la paciencia. - ¡Tengo la caracola! ¡A ver si me escucháis! Lo primero que teníamos que haber hecho era construir refugios allá abajo, junto a la playa. Hacía buen frío allá abajo de noche. Pero en cuanto Ralph dice «una hoguera» salís corriendo y chillando hasta la montaña. ¡Como una panda de críos! Todos escuchaban ahora su diatriba. - ¿Cómo queréis que nos rescaten si no hacéis las cosas por su orden y no os portáis como es debido? Se quitó las gafas y pareció que iba a soltar la caracola, pero cambió de parecer al ver que casi todos los mayores se abalanzaban sobre ella. Cobijó la caracola bajo el brazo y se acurrucó junto a la roca. - Luego, cuando llegáis aquí hacéis una hoguera que no sirve para nada. Ahora mirar lo que habéis hecho, prender fuego a toda la isla. Tendrá mucha gracia que se queme toda la isla. Fruta cocida, eso es lo que vamos a tener de comida, y cerdo asado. ¡Y eso no es para reírse! Dijisteis que Ralph es el jefe y no le dais ni tiempo para pensar. Luego, en cuanto dice algo, salís pitando como, como... Se detuvo para tomar aliento y oyeron al fuego rugirles. - Y eso no es todo. Esos niños. Los peques. ¿Quién se ha ocupado de ellos? ¿Quién sabe cuántos tenemos? Ralph dio un rápido paso adelante. - Te dije a ti que lo hicieses. ¡Te dije que hicieses una lista con sus nombres! - ¿Cómo iba a hacerlo - gritó Piggy indignado - yo solo? Esperaron dos minutos y se lanzaron al mar; se metieron en el bosque, se fueron por todas partes. ¿Cómo iba a saber cuál era cuál? Ralph se mojó sus pálidos labios. - ¿Entonces no sabes cuántos deberíamos estar aquí? - ¿Cómo iba a saberlo con todos esos pequeños corriendo de un lado a otro como insectos? Y cuando volvisteis vosotros tres, en cuanto dijiste «hacer una hoguera», todos se largaron y no pude... - ¡Ya basta! - dijo Ralph con dureza, y le arrebató la caracola. - Si no lo has hecho, pues no lo has hecho. -...luego subís aquí y me birláis las gafas. Jack se volvió hacia él. - ¡A callar! -...y esos pequeños andaban por ahí, donde está el fuego. ¿Cómo sabéis que no están por ahí todavía? Piggy se levantó y señaló al humo y las llamas. Se alzó entre los muchachos un murmullo que fue apagándose poco a poco. Algo raro le ocurría a Piggy porque apenas podía respirar. - Aquel peque - jadeó Piggy -, el de la mancha en la cara; no le veo. ¿Dónde está? El grupo estaba tan callado como la muerte. - El que hablaba de las serpientes. Estaba allí abajo... Un árbol estalló en el fuego como una bomba. Las trepadoras, como largas mechas, se alzaron por un momento ante la vista, agonizaron y volvieron a caer. Los muchachos más pequeños gritaron: - ¡Serpientes! ¡Serpientes! ¡Mira las serpientes! Al oeste, olvidado, el sol yacía a unos centímetros tan sólo sobre el mar. Los rostros estaban iluminados de rojo desde abajo. Piggy tropezó en una roca y a ella se agarró con ambas manos. - El chico con la mancha en la... cara... ¿dónde está... ahora? Yo no le veo. Los muchachos se miraron unos a otros atemorizados, incrédulos. -...¿dónde está ahora? Ralph murmuró la respuesta como avergonzado: - A lo mejor volvió hacia el... el... Abajo, en el lado hostil de la montaña, seguía el redoble de tambores. Jack se había doblado materialmente. Estaba en la posición de un corredor preparado para la salida, con la nariz a muy pocos centímetros de la húmeda tierra. Encima, los troncos de los árboles y las trepadoras que los envolvían se fundían en un verde crepúsculo diez metros más arriba; la maleza lo dominaba todo. Se veía tan sólo el ligero indicio de una senda: en ella, una rama partida y lo que podría ser la huella de media pezuña. Inclinó la barbilla y observó aquellas señales como si pudiese hacerlas hablar. Después, rastreando como un perro, a duras penas, aunque sin ceder a la incomodidad, avanzó a cuatro patas un par de metros, y se detuvo. En el lazo de una trepadora, un zarcillo pendía de un nudo. El zarcillo brillaba por el lado interior; evidentemente, cuando los cerdos atravesaban el lazo de la trepadora rozaban con su hirsuta piel el zarcillo. Jack se encogió aún más, con aquel indicio junto a la cara, y trató de penetrar con la mirada en la semioscuridad de la maleza que tenía enfrente. Su cabellera rubia, bastante más larga que cuando cayeron sobre la isla, tenía ahora un tono más claro, y su espalda, desnuda, era un manchón de pecas oscuras y quemaduras del sol despellejadas. Con su mano derecha asía un palo de más de metro y medio de largo, de punta aguzada, y no llevaba más ropa que un par de pantalones andrajosos sostenidos por la correa de su cuchillo. Cerró los ojos, alzó la cabeza y aspiró suavemente por la nariz, buscando información en la corriente de aire cálido. Estaban inmóviles, él y el bosque. Por fin expulsó con fuerza el aire de sus pulmones y abrió los ojos. Eran de un azul brillante, y ahora parecían a punto de saltarle, enfurecidos por el fracaso. Se pasó la lengua por los labios secos y nuevamente su mirada trató de penetrar en el mudo bosque. Después volvió a deslizarse hacia adelante, serpenteando para abrirse paso. El silencio del bosque era aún más abrumador que el calor, y a aquella hora del día ni siquiera se oía el zumbido de los insectos. El silencio no se rompió hasta que el propio Jack espantó de su tosco nido de palos a un llamativo pájaro; su grito agudo - Hablan y gritan. Los más pequeños. Y también algunos de los otros. Como si... - Como si ésta no fuese una isla estupenda. Sorprendidos por la interrupción, alzaron los ojos y vieron la seria faz de Simón. - Como si - dijo Simón - la bestia, la bestia o la serpiente, fuese de verdad. ¿Os acordáis? Los dos chicos mayores se estremecieron al escuchar aquella palabra vergonzosa. Ya no se mentaban las serpientes, eran algo que ya no se podía nombrar. - Como si esta no fuese una isla estupenda - dijo Ralph lentamente -. Sí, es verdad. Jack se sentó y estiró las piernas. - Están chiflados. - Como chivas. ¿Te acuerdas cuando fuimos a explorar? Sonrieron al recordar el hechizo del primer día. Ralph continuó: - Así que necesitamos refugios que sean como un... - Hogar. - Eso es. Jack encogió las piernas, rodeó las rodillas con las manos y frunció el ceño, en un esfuerzo por lograr claridad. - De todas formas... en la selva. Quiero decir, cuando sales a cazar... cuando vas por fruta no, desde luego..., pero cuando sales por tu cuenta... Hizo una pausa, sin estar seguro de que Ralph le tomara en serio. - Sigue. - Si sales a cazar, a veces te sientes sin querer... Se le encendió de repente el rostro. - No significaba nada, desde luego. Es sólo la impresión. Pero llegas a pensar que no estás persiguiendo la caza, sino que... te están cazando a tí; como si en la jungla siempre hubiese algo detrás de ti. Se quedaron de nuevo callados: Simón, atento, Ralph, incrédulo y ligeramente disgustado. Se incorporó, frotándose un hombro con una mano sucia. - Pues no sé que decirte. Jack se puso en pie de un salto y empezó a hablar muy deprisa. - Así es como te puedes sentir en el bosque. Desde luego, no significa nada. Sólo que..., que... Dio unos cuantos pasos ligeros hacia la playa; después, volvió. - Sólo que sé lo que sienten. ¿Sabes? Eso es todo. - Lo mejor que podíamos hacer es conseguir que nos rescaten. Jack tuvo que pararse a pensar unos instantes para recordar lo que significaba «rescate». - ¿Rescate? ¡Sí, desde luego! De todos modos, primero me gustaría atrapar un cerdo... Asió la lanza y la clavó en el suelo. Le volvió a los ojos aquella mirada opaca y dura. Ralph le miró con disgusto a través de la melena rubia. - Con tal que tus cazadores se acuerden de la hoguera... - ¡Tú y tu hoguera! Los dos muchachos bajaron saltando a la playa y, volviéndose cuando llegaron al borde del agua, dirigieron la vista hacia la montaña rosa. El hilo de humo dibujaba una blanca línea de tiza en el limpio azul del cielo, temblaba en lo alto y desaparecía. Ralph frunció el ceño. - Me gustaría saber hasta qué distancia se puede ver eso. - A muchos kilómetros. - No hacemos bastante humo. La base del hilo, como si hubiese advertido sus miradas, se espesó hasta ser una mancha clara que trepaba por la débil columna. - Han echado ramas verdes - murmuró Ralph -. ¿Será que.,.? - entornó los ojos y giró para examinar todo el horizonte. - ¡Ya está! Jack había gritado tan fuerte que Ralph dio un salto. - ¿Qué? ¿Dónde? ¿Es un barco? Pero Jack señalaba hacia los altos desfiladeros que descendían desde la montaña a la parte más llana de la isla. - ¡Claro! Ahí se deben esconder... tiene que ser eso; cuando e! sol calienta demasiado... Ralph observó asombrado aquel excitado rostro. -...suben muy alto. Hacia arriba y a la sombra, descansando cuando hace calor, como las vacas en casa... - ¡Creí que habías visto un barco! - Podríamos acercarnos a uno sin que lo notase..., con las caras pintadas para que no nos viesen..., quizá rodearles y luego... La indignación acabó con la paciencia de Ralph. - ¡Te estaba hablando del humo! ¿Es que no quieres que nos rescaten? ¡No sabes más que hablar de cerdos, cerdos y cerdos! - ¡Es que queremos carne! - Y me paso todo el día trabajando sin nadie más que Simón y vuelves y ni te fijas en las cabañas. - Yo también he estado trabajando... - ¡Pero eso te gusta! - gritó Ralph -. ¡Quieres cazar! Mientras que yo... Se enfrentaron en Ja brillante playa, asombrados ante aquel choque de sentimientos. Ralph fue el primero en desviar la mirada, fingiendo interés por un grupo de pequeños en la arena. Del otro lado de la plataforma llegó el griterío de los cazadores nadando en la poza. En un extremo de la plataforma estaba Piggy, tendido boca abajo, observando el agua resplandeciente. - La gente nunca ayuda mucho. Quería manifestar que la gente nunca resultaba ser del todo como uno se imagina que es. - Simon sí ayuda - señaló hacia los refugios -. Todos los demás salieron corriendo. El ha hecho tanto como yo..., sólo que... - Siempre se puede contar con Simón. Ralph se volvió hacia los refugios, con Jack a su lado. - Te ayudaré un poco - dijo Jack entre dientes - antes de bañarme. - No te molestes. Pero cuando llegaron a los refugios no encontraron a Simón por ninguna parte. Ralph se asomó al agujero, retrocedió y se volvió a Jack. - Se ha largado. - Se hartaría - dijo Jack y se fue a bañar. Ralph frunció el ceño. - Es un tipo raro. Jack asintió, por el simple deseo de asentir más que por otra cosa; y por acuerdo tácito dejaron el refugio y se dirigieron a la poza. - Y luego - dijo Jack -, cuando me bañe y coma algo, treparé al otro lado de la montaña a ver si veo algunas huellas. ¿Vienes? - ¡Pero si el sol está a punto de ponerse! - Quizás me dé tiempo... Caminaron juntos, como dos universos distintos de experiencia y sentimientos, incapaces de comunicarse entre sí. - ¡Si lograse atrapar un jabalí! - Volveré para seguir con el refugio. Se miraron perplejos, con amor y odio. El agua salada y tibia de la poza, y los gritos, los chapuzones y las risas fueron por fin suficientes para acercarles de nuevo. Simon, a quien esperaban encontrar allí, no estaba en la poza. Cuando los otros dos bajaban brincando a la playa para observar la montaña, él les había seguido unos cuantos metros, pero luego se detuvo. Había observado con disgusto un montón de arena en la playa, donde alguien había intentado construir una casilla o una cabaña. Luego volvió la espalda a aquello y penetró en el bosque con aire decidido. Era un muchacho pequeño y flaco, de mentón saliente y ojos tan brillantes que habían confundido a Ralph haciéndole creer que Simón sería muy alegre y un gran bromista. Su melena negra le caía sobre la cara y casi tapaba una frente ancha y baja. Vestía los restos de unos pantalones y, como Jack, llevaba los pies descalzos. Simón, de por sí moreno, tenía fuertemente tostada por el sol la piel, que le brillaba con el sudor. Se abrió camino remontando el desgarrón del bosque; pasó la gran roca que Ralph había escalado aquella primera mañana; después dobló a la derecha, entre los árboles. Caminaba con paso familiar a través de la zona de frutales, donde el menos activo podía encontrar un alimento accesible, si bien poco atractivo. Flores y frutas crecían juntas en el mismo árbol y por todas partes se percibía el olor a madurez y el zumbido de un millón de abejas libando. Allí le alcanzaron los chiquillos que habían corrido tras él. Hablaban, chillaban ininteligiblemente y le fueron empujando hacia los árboles. Entre el zumbido de las abejas al sol de la tarde, Simón les consiguió la fruta que no podían alcanzar; eligió lo mejor de cada rama y lo fue entregando a las interminables manos tendidas hacia él. Cuando les hubo saciado, descansó y miró en torno suyo. Los pequeños le observaban, sin expresión definible, por encima de las manos llenas de fruta madura. Simón les dejó y se dirigió hacia el lugar a donde el apenas perceptible sendero le llevaba. Pronto se vio encerrado en la espesa jungla. De unos altos troncos salían inesperadas flores pálidas en hileras, que subían hasta el oscuro dosel donde la vida se anunciaba con gran clamor. Aquí, el aire mismo era oscuro, y las trepadoras soltaban sus cuerdas como cordajes de barcos a punto de zozobrar. Sus pies iban dejando huellas en el suave terreno y las trepadoras temblaban enteras cuando tropezaba con ellas. Por fin llegó a un lugar donde penetraba mejor el sol. Las trepadoras, como no tenían que ir muy lejos en busca de la luz, habían tejido una espesísima estera suspendida a un lado de un espacio abierto en la jungla; aquí, la roca casi afloraba y no permitía crecer sobre ella más que plantas pequeñas y helechos. Aquel espacio estaba cercado por oscuros arbustos aromáticos, y todo él era un cuenco de luz y calor. Un gran árbol, caído en una de las esquinas, descansaba contra los árboles que aún permanecían en pie y una veloz trepadora lucía sus rojos y amarillos brotes hasta la cima. Simón se detuvo. Miró por encima de su hombro, como había hecho Jack, hacia los tupidos accesos que quedaban a su espalda y giró rápidamente la vista en torno suyo para confirmar que estaba completamente solo. Por un momento, sus movimientos se hicieron casi furtivos. Después se agachó y se introdujo, como un gran gusano, por el centro de la estera. Las trepadoras y los arbustos estaban tan próximos que iba dejando el sudor sobre ellos, y en cuanto él pasaba volvían a cerrarse. Una vez alcanzado el centro, se encontró seguro en una especie de choza, cerrada por una pantalla de hojas. Se sentó en cuclillas, separó las hojas y se asomó al espacio abierto frente a él. Nada se movía excepto una pareja de brillantes mariposas que bailaban persiguiéndose en el aire cálido. Sosteniendo la respiración, aguzó el oído a los sonidos de la isla. Sobre la isla iba avanzando la tarde; las notas de las fantásticas aves de colores, el zumbido de las abejas, incluso los chillidos de las gaviotas que volvían a sus nidos entre las cuadradas rocas, eran ahora más tenues. El mar, rompiendo a muchos kilómetros, sobre al arrecife, difundía un leve rumor aún menos imperceptible que el susurro de la sangre. Simón dejó caer la pantalla de hojas a su posición natural. Había disminuido la inclinación de las franjas color de miel que la luz del sol creaba; se deslizaron por los arbustos, pasaron sobre los verdes capullos de cera, se acercaron al dosel y la oscuridad alimentos que no habían encontrado en su última incursión; excrementos de pájaros, incluso insectos o cualquier detrito de la vida terrestre. Extendidos como una miríada de diminutos dientes de sierra llegaban los seres transparentes a la playa en busca de desperdicios. Aquello fascinaba a Henry. Hurgó con un palito, también vagabundo y desgastado y blanqueado por las olas, tratando de dominar con él los movimientos de aquellos carroñeros. Hizo unos surcos, que la marea cubrió, e intentó llenarlos con esos seres. Encontró tanto placer en verse capaz de ejercer dominio sobre unos seres vivos, que su curiosidad se convirtió en algo más fuerte que la mera alegría. Les hablaba, dándoles ánimos y órdenes. Impulsados hacia atrás por la marea, caían atrapados en las huellas que los pies de Henry dejaban sobre la arena. Todo eso le proporcionaba la ilusión de poder. Se sentó en cuclillas al borde del agua, con el pelo caído sobre la frente y formándole pantalla ante los ojos, mientras el sol de la tarde vaciaba sobre la playa sus flechas invisibles. También Roger esperaba. Al principio se había escondido detrás de un grueso tronco de palmera; pero era tan evidente que Henry estaba absorto con aquellos pequeños seres que decidió por fin hacerse completamente visible. Recorrió con la mirada toda la extensión de la playa. Percival se había alejado llorando y Johnny quedaba como dueño triunfante de los castillos. Allí sentado, canturreaba para sí y arrojaba arena a un Percival imaginario. Más allá, Roger veía la plataforma y los destellos del agua salpicada cuando Ralph, Simon, Piggy y Maurice se arrojaban a la poza. Escuchó atentamente pero apenas podía oírles. Una brisa repentina sacudió la orla de palmeras y meció y agitó sus frondas. Desde casi veinte metros de altura sobre Roger, un racimo de cocos - bultos fibrosos tan grandes como balones de rugby se desprendió de su tallo. Cayeron todos cerca de él, con una serie de golpes duros y secos, pero no llegaron a tocarle. No se le ocurrió pensar en el peligro corrido, se quedó mirando, alternativamente, a los cocos y a Henry, a Henry y a los cocos. El subsuelo bajo las palmeras era una playa elevada, y varias generaciones de palmeras habían ido desalojando de su sitio las piedras que en otro tiempo yacieron en arenas de otras orillas. Roger se inclinó, cogió una piedra, apuntó y la tiró a Henry, con decidida intención de errar. La piedra, recuerdo de un tiempo inverosímil, botó a unos cuatro metros a la derecha de Henry y cayó en el agua. Roger reunió un puñado de piedras y empezó a arrojarlas. Pero respetó un espacio, alrededor de Henry, de unos cinco metros de diámetro. Dentro de aquel círculo, de manera invisible pero con firme fuerza, regía el tabú de su antigua existencia. Alrededor del niño en cuclillas aleteaba la protección de los padres y el colegio, de la policía y la ley. El brazo de Roger estaba condicionado por una civilización que no sabía nada de él y estaba en ruinas. Sorprendió a Henry el sonido de las piedras al estrellarse en el agua. Abandonó los silenciosos seres transparentes y, como un perdiguero que muestra la caza, dirigió toda su atención hacia el centro de los círculos, que se iban extendiendo. Caían las piedras por un lado y otro y Henry se volvía dócilmente, pero siempre demasiado tarde para divisarlas en el aire, Por fin logró ver una y se echó a reír, buscando con la mirada al amigo que le gastaba bromas. Pero Roger se había ocultado tras el tronco de palmera, y contra él se reclinaba, con la respiración entrecortada y los ojos pestañeantes. Henry perdió el interés por las piedras y se alejó. - Roger. Jack se encontraba bajo un árbol a unos diez metros de allí. Cuando Roger abrió los ojos y le vio, una sombra más oscura se extendió bajo su ya morena piel; pero Jack no notó nada. Le llamaba por señas, tan inquieto e impaciente que Roger tuvo que acudir a su lado. Había una poza al extremo del río, un pequeño lago retenido por la arena y lleno de blancos nenúfares y juncos afilados. Allí aguardaban Sam y Erik y también Bill. Oculto del sol, Jack se arrodilló junto a la poza y desplegó las dos grandes hojas que llevaba en las manos. Una de ellas contenía arcilla blanca y la otra arcilla roja. Junto a ellas había un trozo de carbón vegetal extraído de la hoguera. Mientras actuaba, Jack explicó a Roger: - No es que me huelan; creo que lo que pasa es que me ven. Ven un bulto rosa bajo los árboles. Se embadurnó de arcilla. - ¡Si tuviese un poco de verde! Volvió hacia Roger el rostro medio pintado y quiso responder a la confusión que notó en su mirada: - Es para cazar. Igual que se hace en la guerra. Ya sabes... camuflaje. Es como tratar de parecerte a otra cosa... Contorsionó el cuerpo en su necesidad de expresarse: -...como las polillas en el tronco de un árbol. Roger comprendió y asintió con seriedad. Los mellizos se acercaron a Jack y empezaron a protestar tímidamente por alguna razón. Jack les apartó con la mano. - A callar. Se frotó con la barra de carbón entre las manchas rojas y blancas de su cara. - No. Vosotros dos vais a venir conmigo. Contempló el reflejo de su rostro y no pareció quedar muy contento. Se agachó, tomó con ambas manos agua tibia y se restregó la cara. Reaparecieron sus pecas y las cejas rubias. Roger sonrió sin querer. - Vaya una pinta que tienes. Jack estudió detalladamente un nuevo rostro. Coloreó de blanco una mejilla y la cuenca de un ojo; después frotó de rojo la otra mitad de la cara y con el carbón trazó una raya desde la oreja derecha hasta la mandíbula izquierda. Buscó su imagen en la laguna, pero enturbiaba el espejo con la respiración. - Samyeric. Traedme un coco, uno vacío. Se arrodilló sosteniendo el cuenco de agua. Un círculo de sol cayó sobre su rostro y en el fondo del agua apareció un resplandor. Miró con asombro, no a su propia cara, sino a la de un temible extraño. Derramó el agua y de un salto se puso en pie riendo con excitación. Junto a la laguna, su espigado cuerpo sostenía una máscara que atrajo hacia sí las miradas de los otros y les atemorizó. Empezó a danzar y su risa se convirtió en gruñidos sedientos de sangre. Brincó hacia Bill, y la máscara apareció como algo con vida propia tras la cual se escondía Jack, liberado de vergüenza y responsabilidad. Aquel rostro rojo, blanco y negro saltó en el aire y bailó hacia Bill, el cual se enderezó de un salto, riendo, pero de repente enmudeció y se alejó tropezando entre los matorrales. Jack se precipitó hacia los mellizos. - Los otros se están poniendo ya en fila. ¡Vamos! - Pero... -...nosotros... - ¡Vamonos! Yo me acercaré a gatas y le apuñalaré... La máscara les forzaba a obedecer. Ralph salió de la poza y, brincando, cruzó la playa y fue a sentarse bajo la sombra de las palmeras. Tenía el pelo pegado sobre las cejas y se lo echó hacia atrás. Simón flotaba en el agua, que agitaba con sus pies, y Maurice se ensayaba en bucear. Piggy vagaba de un lado a otro, recogiendo cosas sin ningún propósito para deshacerse luego de ellas. Los breves estanques que se formaban entre las rocas le fascinaban, pero habían sido ya cubiertos por la marea y no tenía nada en que interesarse hasta que la marea bajase de nuevo. Al cabo de un rato, viendo a Ralph bajo las palmeras, fue a sentarse junto a él. Piggy vestía los restos de unos pantalones cortos; su cuerpo regordete estaba tostado por el sol y sus gafas seguían lanzado destellos cada vez que miraba algo. Era el único muchacho en la isla cuyo pelo no parecía crecer jamás. Todos los demás tenían la cabeza poblada de greñas, pero el pelo de Piggy se repartía en finos mechones sobre su cabeza como si la calvicie fuese su estado natural y aquella cubierta rala estuviese a punto de desaparecer igual que el vello de las astas de un cervatillo. - He estado pensado - dijo - en un reloj. Podíamos hacer un reloj de sol. Se podía hacer con un palo en la arena, y luego... El esfuerzo para expresar el proceso matemático correspondiente resultó demasiado duro. Se limitó a dar unos pasos. - Y un avión y un televisor - dijo Ralph con amargura - y una máquina de vapor. Piggy negó con la cabeza. - Para eso se necesita mucho metal - dijo -, y no tenemos nada de metal. Pero sí que tenemos un palo. Ralph se volvió y tuvo que sonreír. Piggy era un pelma; su gordura, su asma y sus ideas prácticas resultaban aburridísimas. Pero siempre producía cierto placer tomarle el pelo, aunque se hiciese sin querer. Piggy advirtió la sonrisa y, equivocadamente, la tomó como señal de simpatía. Se había extendido entre los mayores de manera tácita la idea de que Piggy no era uno de los suyos, no sólo por su forma de hablar, que en realidad no importaba, sino por su gordura, el asma y las gafas y una cierta aversión hacia el trabajo manual. Ahora, al ver que Ralph sonreía por algo que él había dicho, se alegró y trató de sacar ventaja. - Tenemos muchos palos. Podríamos tener cada uno nuestro reloj de sol. Así sabríamos la hora que es. - Pues sí que nos ayudaría eso mucho. - Tú mismo dijiste que debíamos hacer cosas. Para que vengan a rescatarnos. - Anda, cierra la boca. De un salto, Ralph se puso en pie y corrió hacia la poza, en el preciso momento en que Maurice se tiraba torpemente al agua. Se alegró al encontrar la ocasión de cambiar de tema. Cuando Maurice salió a la superficie, gritó: - ¡Has caído de barriga! ¡Has caído de barriga! Maurice sonrió con la mirada a Ralph, que se deslizó en el agua con destreza. De todos los muchachos, era él quien se sentía más a sus anchas allá dentro; pero aquel día, molesto por la mención del rescate, la inútil y estúpida mención del rescate, ni siquiera las verdes profundidades del agua ni el dorado sol, roto en ella en pedazos, podían ofrecerle bálsamo alguno. En vez de quedarse allí a jugar, nadó con seguras brazadas por debajo de Simón y salió a gatas por el otro lado de la poza para tumbarse allí, brillante y húmedo como una foca. Piggy, siempre inoportuno, se levantó y fue a su lado, por lo que Ralph dio media vuelta y fingió, boca abajo, no verle. Los espejismos habían desaparecido y con tristeza su mirada recorrió la línea azul y tensa del horizonte. Se levantó de un salto repentino y gritó: - ¡Humo! ¡Humo! Simón, aún dentro de la poza, intentó incorporarse y se tragó una bocanada de agua. Maurice, que estaba a punto de lanzarse al agua, retrocedió y salió corriendo hacia la plataforma, pero finalmente dio la vuelta y se dirigió hacia la hierba bajo las palmeras. Allí trató de ponerse los andrajosos pantalones, a fin de estar listo para cualquier eventualidad. Ralph, en pie, se sujetaba el pelo con una mano mientras mantenía la otra firmemente cerrada. Simón se disponía a salir del agua. Piggy se limpiaba las gafas con los pantalones y entornaba los ojos dirigiendo la mirada al mar. Maurice había metido ambas piernas en una misma pernera. Ralph era el único de los muchachos que no se movía. Los mellizos permanecieron quietos, sosteniendo al cerdo que se balanceaba entre ambos y goteaba negros grumos sobre la roca. Parecían compartir una misma sonrisa amplia y extasiada. Jack tenía demasiadas cosas que contarle a Ralph, y todas a la vez. Pero, en lugar de hacerlo, dio un par de saltos de alegría, hasta acordarse de su dignidad; se paró con una alegre sonrisa. Al fijarse en la sangre que cubría sus manos hizo un gesto de desagrado y buscó algo para limpiarlas. Las frotó en sus pantalones y rió. - Habéis dejado que se apague el fuego - dijo Ralph. Jack se quedó cortado, irritado ligeramente por aquella tontería, pero demasiado contento para preocuparse mucho. - Ya lo encenderemos luego. Oye, Ralph, debías haber venido con nosotros. Pasamos un rato estupendo. Tumbó a los mellizos... - Le dimos al jabalí... -...Yo caí encima... - Yo le corté el cuello - dijo Jack, con orgullo, pero todavía estremeciéndose al decirlo. - Ralph, ¿me prestas el tuyo para hacer una muesca en el puño? Los muchachos charlaban y danzaban. Los mellizos seguían sonriendo. - Había sangre por todas partes - dijo Jack riendo estremecido -. Deberías haberlo visto. - Iremos de caza todos los días... Volvió a hablar Ralph, con voz enronquecida. No se había movido. - Habéis dejado que se apague el fuego. La insistencia incomodó a Jack. Miró a los mellizos y luego de nuevo a Ralph. - Les necesitábamos para la caza - dijo -, no hubiéramos sido bastantes para formar el círculo. Se turbó al reconocer su falta. - El fuego sólo ha estado apagado una hora o dos. Podemos encenderlo otra vez... Advirtió la erosionada desnudez de Ralph y el sombrío silencio de los cuatro. Su alegría le hacía sentir un generoso deseo de hacerles compartir lo que había sucedido. Su mente estaba llena de recuerdos: los recuerdos de la revelación al acorralar a aquel jabalí combativo; la revelación de haber vencido a un ser vivo, de haberle impuesto su voluntad, de haberle arrancado la vida, con la satisfacción de quien sacia una larga sed. Abrió los brazos: - ¡Tenías que haber visto la sangre! Los cazadores estaban ahora más silenciosos, pero al oír aquello hubo un nuevo susurro. Ralph se echó el pelo hacia atrás. Señaló el vacío horizonte con un brazo. Habló con voz alta y violenta, y su impacto obligó al silencio. - Ha pasado un barco. Jack, enfrentado de repente con tantas terribles implicaciones, trató de esquivarlas. Puso una mano sobre el cerdo y sacó su cuchillo. Ralph bajó el brazo, cerrado el puño, y le tembló la voz: - Vimos un barco allá afuera. ¡Dijiste que te ocuparías de tener la hoguera encendida y has dejado que se apague! Dio un paso hacia Jack, que se volvió y se enfrentó con él. - Podrían habernos visto. Nos podríamos haber ido a casa... Aquello era demasiado amargo para Piggy, que ante el dolor de lo perdido, olvidó su timidez. Empezó a gritar con voz aguda: - ¡Tú y tu sangre, Jack Merridew! ¡Tú y tu caza! Nos podríamos haber ido a casa... Ralph apartó a Piggy de un empujón. - Yo era el jefe, y vosotros ibais a hacer lo que yo dijese. Tú, mucho hablar; pero ni siquiera sois capaces de construir unas cabañas... luego os vais por ahí a cazar y dejáis que se apague el fuego... Se dio la vuelta, silencioso unos instantes. Después volvió a oírse su voz emocionada: - Vimos un barco... Uno de los cazadores más jóvenes comenzó a sollozar. La triste realidad comenzaba a invadirles a todos. Jack se puso rojo mientras hundía en el jabalí el cuchillo. - Era demasiado trabajo. Necesitábamos a todos. Ralph se adelantó. - Te podías haber llevado a todos cuando acabásemos los refugios. Pero tú tenías que cazar... - Necesitábamos carne. Jack se irguió al decir aquello, con su cuchillo ensangrentado en la mano. Los dos muchachos se miraron cara a cara. Allí estaba el mundo deslumbrante de la caza, la táctica, la destreza y la alegría salvaje; y allí estaba también el mundo de las añoranzas y el sentido común desconcertado. Jack se pasó el cuchillo a la mano izquierda y se manchó de sangre la frente al apartarse el pelo pegajoso. Piggy empezó de nuevo: - ¿Por qué has dejado que se apague el fuego? Dijiste que te ibas a ocupar del humo... Esas palabras de Piggy y los sollozos solidarios de algunos de los cazadores arrastraron a Jack a la violencia. Aquella mirada suya que parecía dispararse volvió a sus ojos azules. Dio un paso, y al verse por fin capaz de golpear a alguien, lanzó un puñetazo al estómago de Piggy. Cayó éste sentado, con un quejido. Jack permanecía erguido ante él y, con voz llena de rencor por la humillación, dijo: - ¿Conque sí, eh, gordo? Ralph dio un paso hacia delante y Jack golpeó a Piggy en la cabeza. Las gafas de Piggy volaron por el aire y tintinearon en las rocas. Piggy gritó aterrorizado: - ¡Mis gafas! Buscó a gatas y a tientas por las rocas; Simón, que se había adelantado, las encontró. Las pasiones giraban con espantosas alas en torno a Simón, sobre la cima de la montaña. - Se ha roto uno de los lados. Piggy le arrebató las gafas y se las puso. Miró a Jack con aversión. - No puedo estar sin las gafas estas. Ahora sólo tengo un ojo. Tú vas a ver... Jack iba a lanzarse contra Piggy, pero éste se escabulló hasta esconderse detrás de una gran roca. Sacó la cabeza por encima y miró enfurecido a Jack a través de su único cristal, centelleante. - Ahora sólo tengo un ojo. Tú vas a ver... Jack imitó sus quejidos y su huida a gatas. - ¡Tú vas a ver...!, ¡Ahhh...! Piggy y aquella parodia resultaban tan cómicos que los cazadores se echaron a reír. Jack se sintió alentado. Siguió a gatas hacia él, dando tumbos, y la risa creció hasta convertirse en un vendaval de histeria. Ralph sintió que se le contraían los labios a pesar suyo. Se irritó contra sí mismo por ceder de aquel modo y murmuró: - Fue una jugada sucia. Jack abandonó sus escarceos y puesto en pie se enfrentó con Ralph. Sus palabras salieron con un grito: - ¡Bueno, bueno! Miró a Piggy, a los cazadores, a Ralph. - Lo siento. Lo de la hoguera, quiero decir. Ya está. Quiero... Se irguió: -... Quiero disculparme. El susurro que salió de las bocas de los cazadores estaba lleno de admiración por aquel noble gesto. Evidentemente, ellos pensaban que Jack había hecho lo que era debido, había logrado enmendar su falta con una disculpa generosa y, a la vez, confusamente, pensaban que había puesto a Ralph ahora en evidencia. Esperaban oír una respuesta noble, tal como correspondía. Pero los labios de Ralph se negaban a pronunciarla. Le indignaba que Jack añadiese aquel truco verbal a su mal comportamiento. La hoguera estaba apagada; el barco se había ido. ¿Es que no se daban cuenta? Fue cólera y no nobleza lo que salió de su garganta. - Esa fue una jugada sucia. Permanecieron todos callados en la cima de la montaña; por los ojos de Jack pasó de nuevo aquella violenta ráfaga. La palabra final de Ralph fue un murmullo sin elegancia: - Bueno, encended la hoguera. Disminuyó la tirantez al hallarse frente a una actividad positiva. Ralph no dijo más; no se movió, observaba la ceniza a sus pies. Jack se mostraba activo y excitado. Daba órdenes, cantaba, silbaba, lanzaba comentarios al silencioso Ralph; comentarios que no requerían contestación alguna y no podían, por tanto, provocar un desaire; pero Ralph seguía en silencio. Nadie, ni siquiera Jack, se atrevió a pedirle que se apartase a un lado y acabaron por hacer la hoguera a dos metros del antiguo emplazamiento, en un lugar menos apropiado. Confirmaba así Ralph su caudillaje, y no podría haber elegido modo más eficaz si se lo hubiese propuesto. Jack se encontraba impotente ante aquel arma tan indefinible, pero tan eficaz, y sin saber por qué se encolerizó. Cuando la pila quedó formada, ambos se hallaban ya separados por una alta barrera. Preparada la leña surgió una nueva crisis. Jack no tenía con qué encenderla, y entonces, para su sorpresa, Ralph se acercó a Piggy y le quitó las gafas. Ni el mismo Ralph supo cómo se había roto el lazo que le había unido a Jack y cómo había ido a prenderse en otro lugar. - Ahora te las traigo. - Voy contigo. Piggy, aislado en un mar de colores sin sentido, se colocó detrás de Ralph, mientras éste se arrodillaba para enfocar el brillante punto. En cuanto se encendió la hoguera, Piggy alargó sus manos y asió las gafas. Ante aquellas flores violetas, rojas y amarillas, tan maravillosamente atractivas, se derritió todo resto de aspereza. Se transformaron en un círculo de muchachos alrededor de la fogata en un campamento, y hasta Piggy y Ralph sintieron su atractivo. Pronto salieron algunos muchachos cuesta abajo en busca de más leña, mientras Jack se encargaba de descuartizar el cerdo. Intentaron sostener la res entera sobre el fuego, colgada de una estaca, pero esta ardió antes de que el cerdo se asara. Acabaron por cortar trozos de carne y mantenerlos sobre las llamas atravesados con palos, y aun así los muchachos se asaban casi tanto como la carne. A Ralph se le hacía la boca agua. Tenía toda la intención de rehusar la carne, pero su pobre régimen de fruta y nueces, con algún que otro cangrejo o pescado, le instaba a no oponer ninguna resistencia. Aceptó un trozo medio crudo de carne y lo devoró como un lobo. Piggy, no menos deseoso que Ralph, exclamó: - ¿Es que a mí no me vais a dar? Jack había pensado dejarle en la duda, como una muestra de su autoridad, pero Piggy, al anunciarle la omisión, hacía necesaria una crueldad mayor. - Tú no cazaste. - Ni tampoco Ralph - dijo Piggy quejoso -, ni Simón. Luego, añadió: - No hay ni media pizca de carne en un cangrejo. Ralph se movió disgustado. Simón, sentado entre los mellizos y Piggy, se limpió la boca y deslizó su trozo de carne sobre las rocas, junto a Piggy, que se abalanzó sobre él. Los mellizos se rieron y Simón agachó la cabeza sonrojado. en seguida a una decisión. Eso le hacía a uno pensar; porque pensar era algo valioso que lograba resultados... Sólo que no sé pensar, decidió Ralph al encontrarse junto al asiento del jefe. No como lo hace Piggy. Por segunda vez en aquella noche tuvo Ralph que reajustar sus valores. Piggy sabía pensar. Podía proceder paso a paso dentro de aquella cabezota suya, pero no servía para jefe. Sin embargo, tenía un buen cerebro a pesar de aquel ridículo cuerpo. Ralph se había convertido ya en un especialista del pensamiento y era capaz de reconocer inteligencia en otro. Al sentir el sol en los ojos, recordó que el tiempo pasaba. Cogió del árbol la caracola y examinó su superficie. La acción del aire había borrado sus amarillos y rosas hasta volverles casi blancos y transparentes. Ralph sentía una especie de afectuoso respeto hacia la caracola, aunque fuese él mismo quien la pescó en la laguna. Se colocó frente a la asamblea y llevó la caracola a sus labios. Los demás aguardaban aquella señal y en seguida se acercaron. Los que sabían que un barco había pasado junto a la isla cuando la hoguera se encontraba apagada, permanecían en sumiso silencio ante el enfado de Ralph, mientras que los que nada sabían, como era el caso de los pequeños, se sentían impresionados por el ambiente general de solemnidad. Pronto se llenó el lugar de la asamblea. Jack, Simon, Maurice y la mayoría de los cazadores se colocaron a la derecha de Ralph; los demás a su izquierda, bajo el sol. Llegó Piggy y se quedó fuera del triángulo. Con eso quería indicar que estaba dispuesto a escuchar, pero no a hablar, dando a conocer, con tal gesto, su desaprobación. - La cosa es que necesitábamos una asamblea. Nadie habló, pero todos los rostros, vueltos hacia Ralph, miraban atentamente. Ondeó la caracola en el aire. Para entonces sabía ya por experiencia que había que repetir, al menos una vez, declaraciones fundamentales como aquélla, para que todos acabaran por comprender. Debía uno sentarse, atrayendo todas las miradas hacia la caracola, y dejar caer las palabras como si fuesen pesadas piedras redondas en medio de los pequeños grupos agachados o en cuclillas. Buscaba palabras sencillas para que incluso los pequeños comprendiesen de qué trataba la asamblea. Quizá después, polemistas entrenados, como Jack, Maurice o Piggy, usasen sus artes para dar un giro distinto a la reunión; pero ahora, al principio, el tema del debate debía quedar bien claro. - Necesitábamos una asamblea. Y no para divertirnos. Tampoco para echarse a reír y que alguien se caiga del tronco - el grupo de pequeños sentados en el trampolín lanzó unas risitas y se miraron unos a otros -, ni para hacer chistes, ni para que alguien - alzó la caracola en un esfuerzo por encontrar la palabra precisa - presuma de listo. Para nada de eso, sino para poner las cosas en orden. Calló durante un momento. - He estado andando por ahí. Me quedé solo para pensar en nuestros problemas. Y ahora sé lo que necesitamos: una asamblea para poner las cosas en orden. Y lo primero de todo: el que va a hablar ahora soy yo. Volvió a guardar silencio por un momento y se echó el pelo hacia atrás instintivamente. Piggy, una vez formulada su ineficaz protesta, se acercó de puntillas hasta el triángulo y se unió a los demás. Ralph continuó: - Hemos tenido muchísimas asambleas. A todos nos divierte hablar y estar aquí juntos. Decidimos cosas, pero nunca se hacen, íbamos a traer agua del arroyo y a guardarla en los cocos cubiertos con hojas frescas. Se hizo unos cuantos días. Ahora ya no hay agua. Los cocos están vacíos. Todo el mundo va a beber al río. Hubo un murmullo de asentimiento. - No es que haya nada malo en beber del río. Quiero decir que yo también prefiero beber agua en ese sitio, ya sabéis, en la poza bajo la catarata de agua, en vez de hacerlo en una cáscara de coco vieja. Sólo que habíamos quedado en traer el agua aquí. Y ahora ya no se hace. Esta tarde sólo quedaban dos cocos llenos. Se pasó la lengua por los labios. - Y luego, las cabañas. Los refugios. El murmullo volvió a extenderse y apagarse. - Casi todos dormimos siempre en los refugios. Esta noche todos vais a dormir allí menos Sam y Eric, que tienen que quedarse junto a la hoguera. ¿Y quién construyó los refugios? Inmediatamente surgió un gran bullicio. Todos habían construido los refugios. Ralph tuvo que agitar la caracola de nuevo. - ¡Un momento! Quiero decir, ¿quién construyó los tres? Todos ayudamos al primero; sólo cuatro hicimos el segundo, y yo y Simón hemos hecho ese último de ahí. Por eso se tambalea tanto. No, no os riáis. Ese refugio se va a caer si vuelve a llover. Entonces sí que vamos a necesitar los refugios. Hizo una pausa y se aclaró la garganta. - Y otra cosa. Escogimos esas piedras al otro lado de la poza para retrete. Eso también fue una cosa sensata. Con la marea se limpian solas. Vosotros los peques sabéis muy bien lo que quiero decir. Se oyeron risitas aquí y allá; se vieron furtivas miradas. - Ahora cada uno usa el primer sitio que encuentra. Incluso al lado de los refugios y la plataforma. Vosotros los peques, cuando estáis cogiendo fruta, si de repente os entran ganas... La asamblea entera estalló en carcajadas. - Decía que si de repente os entran ganas, por lo menos tenéis que apartaros de la fruta. Eso es una porquería. Volvió a estallar la risa. - ¡He dicho que eso es una porquería! Se pellizcó la tiesa camisa. - Es una verdadera porquería. Si os entran de pronto las ganas os vais por la playa hasta las rocas, ¿entendido? Piggy alargó la mano hacia la caracola, pero Ralph negó con la cabeza. Había preparado su discurso punto por punto. - Tenemos que volver a usar las rocas. Todos. Este sitio se está poniendo perdido. Hizo una pausa. La asamblea, presintiendo una crisis, aguardaba atentamente. - Y luego, lo de la hoguera. Ralph, al respirar, emitió un suspiro que toda la asamblea recogió como si fuese su eco. Jack se dedicó a pelar una astilla con su cuchillo y murmuró algo a Robert, que miró hacia otro lado. - La hoguera es la cosa más importante en esta isla. ¿Cómo nos van a rescatar, a no ser por pura suerte, si no tenemos un fuego encendido? ¿Tan difícil es mantener una hoguera? Alzó un brazo al aire. - ¡Vamos a ver! ¿Cuántos somos? Bueno, pues ni siquiera somos capaces de conservar vivo un fuego para que haya humo. ¿Es que no os dais cuenta? ¿No veis que debíamos... debíamos morir antes de permitir que se apague el fuego? Se oyeron risitas en el grupo de cazadores. Ralph se dirigió a ellos acalorado: - ¡Vosotros! ¡Reíd todo lo queráis! Pero os digo que ese humo es mucho más importante que el jabalí, por muchos que matéis. ¿Lo entendéis? Hizo un gesto con el brazo que abarcaba a la asamblea entera y pasó su mirada por todo el triángulo. - Tenemos que conseguir ese humo allá arriba... o morir. Aguardó un momento, esbozando el próximo punto a tratar. - Y otra cosa. - Son demasiadas cosas - gritó alguien. Hubo un murmullo de asentimiento. Ralph impuso el silencio. - Y otra cosa. Por poco prendemos fuego a toda la isla. Y perdemos demasiado tiempo rodando piedras y haciendo fueguecitos para guisar. Ahora os voy a decir una cosa, y va a ser una regla, porque para eso soy jefe. No habrá más hogueras que la de la montaña. Jamás. Al instante se produjo un tumulto. Algunos muchachos se pusieron de pie a gritar mientras Ralph les contestaba con otros gritos. - Porque si queréis una hoguera para cocer pescado o cangrejos no os va a pasar nada por subir hasta la montaña. Así podremos estar seguros. A la luz del sol poniente, una multitud de manos reclamaban la caracola. Ralph la apretó contra su cuerpo y de un brinco se subió al tronco. - Eso era todo lo que os quería decir. Y ya está dicho. Me votasteis para jefe, así que tenéis que hacer lo que yo diga. Se fueron calmando poco a poco hasta volver por fin a sus asientos. Ralph saltó al suelo y les habló con su voz normal. - Así que no lo olvidéis. Las rocas son los retretes. Hay que mantener vivo el fuego para que el humo sirva de señal. No se puede bajar lumbre de la montaña; subid allí la comida. Jack, con semblante ceñudo bajo la penumbra, se levantó y tendió los brazos. - Todavía no he terminado. - ¡Pero si no has hecho más que hablar y hablar! - Tengo la caracola. Jack se sentó refunfuñando. - Y ya lo último. Esto lo podemos discutir si queréis. Aguardó hasta que en la plataforma reinó un silencio total. - Las cosas no marchan bien. No sé por qué. Al principio estábamos bien; estábamos contentos. Luego... Movió la caracola suavemente, mirando hacia lo lejos, sin fijarse en nada, acordándose de la fiera, de la serpiente, de la hoguera, de las alusiones al miedo. - Luego la gente empezó a asustarse. Un murmullo,.casi un gemido, surgió y desapareció. Jack había dejado de afilar el palo. Ralph continuó bruscamente: - Pero esas cosas son chiquilladas. Eso ya lo arreglaremos. Así que, lo último, la parte que podemos discutir, es ver si decidimos algo sobre el miedo. El pelo le volvía a caer sobre los ojos. - Tenemos que hablar de ese miedo y convencernos de que no hay motivo. Yo también me asusto a veces, ¡pero ésas son tonterías! Como los fantasmas. Luego, cuando nos hayamos convencido, podremos empezar de nuevo y tener cuidado de cosas como la hoguera. La imagen de tres muchachos paseando por la alegre playa cruzó su mente. - Y ser felices. Con gran ceremonia colocó Ralph Ja caracola sobre el tronco como señal de que el discurso había acabado. La escasa luz solar les llegaba horizontalmente. Jack se levantó y cogió la caracola. - De modo que ésta es una reunión para arreglar las cosas. Pues yo os diré lo que hay que arreglar. Los peques sois los que habéis empezado todo esto, con tanto hablar del miedo. ¡Fieras! ¿De dónde iban a venir? Pues claro que nos entra miedo a veces, pero nos aguantamos. Ralph dice que chilláis durante la noche. Eso no son más que La risa burlona que se produjo indicaba miedo y censura. Simón abrió la boca para decir algo, pero Ralph tenía la caracola, de modo que se retiró a su asiento. Cuando la asamblea se apaciguó, Ralph se volvió hacia Piggy - ¿Qué más, Piggy? - Había otro. Ese. Los peques empujaron a Percival hacia adelante y le dejaron solo. Estaba en el centro, con la hierba hasta las rodillas, y miraba a sus ocultos píes, tratando de hacerse la ilusión de hallarse dentro de una tienda de campaña. Ralph se acordó de otro niño que había adoptado aquella misma postura y apartó rápidamente aquel recuerdo. Había alejado de sí aquel pensamiento, había conseguido retirarlo de su vista, pero ante un recuerdo tan rotundo como este volvía a la superficie. No habían vuelto a hacer recuento de los niños, en parte porque no había manera de asegurarse que en él quedaran todos incluidos, y en parte porque Ralph conocía la respuesta a una, por lo menos, de las preguntas que Piggy formulase en la cima de la montaña. Había niños pequeños, rubios, morenos, con pecas, y todos ellos sucios, pero observaba siempre con espanto que ninguno de esos rostros tenía un defecto especial. Nadie había vuelto a ver la mancha de nacimiento morada. Pero Piggy había estado tan insistente aquel día, había estado tan dominante al interrogar... Admitiendo tácitamente que recordaba aquello que no podía mencionarse, Ralph hizo un gesto a Piggy. - Venga. Pregúntale. Piggy se arrodilló con la caracola en las manos. - Vamos a ver, ¿cómo te llamas? El niño se fue acurrucando en su tienda de campaña. Piggy, derrotado, se volvió hacia Ralph, que dijo con severidad: - ¿Cómo te llamas? Aburrida por el silencio y la negativa, la asamblea prorrumpió en un sonsonete: - ¿Cómo te llamas? ¿Cómo te llamas? - ¡A callar! Ralph contempló al muchacho en el crepúsculo. - Ahora dinos, ¿cómo te llamas? - Percival Wemys Madison, La Vicaría, Harcourt St. Anthony, Hants, teléfono, teléfono, telé... El pequeño, como si aquella información estuviese profundamente enraizada en las fuentes del dolor, se echó a llorar. Empezó con pucheros, después las lágrimas le saltaron a los ojos y sus labios se abrieron mostrando un negro agujero cuadrado. Pareció al principio una imagen muda del dolor, pero después dejó salir un lamento fuerte y prolongado como el de la caracola. - ¿Te quieres callar? ¡Cállate! Pero Percival Wemys Madison no quería callar. Habían perforado un manantial que no cedía ni a la autoridad ni a la presión física. Gemido tras gemido continuó su llanto, que parecía haber clavado al niño, derecho como una estaca, al suelo. - ¡Cállate! ¡Cállate! Los peques habían roto el silencio. Recordaban también sus propias penas y quizá sintiesen que compartían un dolor universal. Se unieron en simpatía a Percival en su llanto; dos de ellos, sollozando casi tan fuerte. Maurice fue la salvación. Gritó: - ¡Miradme! Fingió caerse. Se frotó el trasero y se sentó en el tronco columpio hasta conseguir caerse sobre la hierba. No era un gran payaso, pero logró que Percival y los otros se fijaran en él, suspirasen y empezaran a reírse. Al cabo de un rato reían tan cómicamente que hasta los mayores se unieron a ellos. Jack fue el primero en hacerse oír. No tenía la caracola y, por tanto, rompía las reglas, pero a nadie le importó. - ¿Y qué hay de esa fiera? Algo raro le ocurría a Percival. Bostezó y se tambaleó de tal modo que Jack le agarró por los brazos y le sacudió. - ¿Dónde vive la fiera? El cuerpo de Percival se escurría inerme. - Tiene que ser una fiera muy lista - dijo Piggy en guasa - si puede esconderse en esta isla. - Jack ha estado por todas partes... - ¿Dónde podría vivir una fiera? - ¿Qué fiera ni que ocho cuartos? Percival masculló algo y la asamblea volvió a reír. Ralph se inclinó. - ¿Qué dice? Jack escuchó la respuesta de Percival y después le soltó. El niño, al verse libre y rodeado de la confortable presencia de otros seres humanos, se dejó caer sobre la tupida hierba y se durmió: Jack se aclaró la garganta y les comunicó tranquilamente: - Dice que la fiera sale del mar. Se desvaneció la última risa. Ralph, a quien veían como una forma negra y encorvada frente a la laguna, se volvió sin querer. Toda la asamblea siguió la dirección de su mirada; contemplaron la vasta superficie de agua y la alta mar detrás, la misteriosa extensión añil de infinitas posibilidades; escucharon en silencio los murmullos y el susurro del arrecife. Habló Maurice, en un tono tan alto que se sobresaltaron. - Papá me ha dicho que todavía no se conocen todos los animales que viven en el mar. Comenzó de nuevo la polémica. Ralph ofreció la centellante caracola a Maurice, quien la recibió obedientemente. La reunión se apaciguó. - Quiero decir que lo que nos ha dicho Jack, que uno tiene miedo porque la gente siempre tiene miedo, es verdad. Pero eso de que sólo hay cerdos en esta isla supongo que será cierto, pero nadie puede saberlo, no lo puede saber del todo. Quiero decir que no se puede estar seguro - Maurice tomó aliento -. Papá dice que hay cosas, esas cosas que echan tinta, los calamares, que miden cien tos de metros y se comen ballenas enteras. De nuevo guardó silencio y rió alegremente. - Yo no creo que exista esa fiera, claro que no. Como dice Piggy, la vida es una cosa científica, pero no se puede estar seguro de nada, ¿verdad? Quiero decir, no de) todo. Alguien gritó: - ¡Un calamar no puede salir del agua! - ¡Sí que puede! - ¡No puede! Pronto se llenó la plataforma de sombras que discutían y se agitaban. Ralph, que aún permanecía sentado, temió que todo aquello fuese el comienzo de la locura. Miedo y fieras... pero no se reconocía que lo esencial era la hoguera, y cuando uno trataba de aclarar las cosas la discusión se desgarraba hacia un asunto nuevo y desagradable. Logró ver algo blanco en la oscuridad, cerca de él. Le arrebató la caracola a Maurice y sopló con todas sus fuerzas. La asamblea, sobresaltada, quedó en silencio. Simón estaba a su lado, extendiendo las manos hacia la caracola. Sentía una arriesgada necesidad de hablar, pero hablar ante una asamblea le resultaba algo aterrador. - Quizá - dijo con vacilación -, quizá haya una fiera. La asamblea lanzó un grito terrible y Ralph se levantó asombrado. - ¿Tú, Simón? ¿Tú crees en eso? - No lo sé - dijo Simón. Los latidos del corazón le ahogaban -. Pero... Estalló la tormenta. - ¡Siéntate! - ¡Cállate la boca! - ¡Coge la caracola! - ¡Que te den por...! - ¡Cállate! Ralph gritó: - ¡Escuchadle! ¡Tiene la caracola! - Lo que quiero decir es que... a lo mejor somos nosotros. - ¡Narices! Era Piggy, a quien el asombro le había hecho olvidarse de todo decoro. Simón prosiguió: - Puede que seamos algo... A pesar de su esfuerzo por expresar la debilidad fundamental de la humanidad, Simón no encontraba palabras. De pronto, se sintió inspirado. - ¿Cuál es la cosa más sucia que hay? Como respuesta, Jack dejó caer en el turbado silencio que siguió una palabra tan vulgar como expresiva. La sensación de alivio que todos sintieron fue como un paroxismo. Los pequeños, que se habían vuelto a sentar en el columpio, se cayeron de nuevo, sin importarles. Los cazadores gritaban divertidos. El vano esfuerzo de Simón se desplomó sobre él en ruinas; las risas le herían como golpes crueles y, acobardado e indefenso, regresó a su asiento. Por fin reinó de nuevo el silencio. Alguien habló fuera de turno. - A lo mejor quiere decir que es algún fantasma. Ralph alzó la caracola y escudriñó en la penumbra..El lugar más alumbrado era la pálida playa. ¿Estarían los peques con ellos? Sí, no había duda, se habían acurrucado en el centro, sobre la hierba, formando un apretado nudo de cuerpos. Una ráfaga de aire sacudió las palmeras, cuyo murmullo se agigantó ahora en la oscuridad y el silencio. Dos troncos grises rozaron uno contra otro, con un agorero crujido que nadie había percibido durante el día. Piggy le quitó la caracola. Su voz parecía indignada. - ¡Nunca he creído en fantasmas..., nunca! También Jack se había levantado, absolutamente furioso. - ¿Qué nos importa lo que tú creas? ¡Gordo! - ¡Tengo la caracola! Se oyó el ruido de una breve escaramuza y la caracola cruzó de un lado a otro. - ¡Devuélveme la caracola! Ralph se interpuso y recibió un golpe en el pecho. Logró recuperar la caracola, sin saber cómo, y se sentó sin aliento. - Ya hemos hablado bastante de fantasmas. Debíamos haber dejado todo esto para la mañana. Una voz apagada y anónima le interrumpió. - A lo mejor la fiera es eso..., un fantasma. La asamblea se sintió como sacudida por un fuerte viento. - Estáis hablando todos fuera de turno - dijo Ralph -, y no se puede tener una asamblea como es debido si no se guardan las reglas. Calló una vez más. Su cuidadoso programa para aquella asamblea se había venido a tierra. - ¿Qué puedo deciros? Hice mal en convocar una asamblea a estas horas. Pero podemos votar sobre eso; sobre los fantasmas, quiero decir. Y después nos vamos todos - Cada uno se va por su lado y las cosas van fatal. En casa siempre había alguna persona mayor. Por favor, señor; por favor, señorita, y te daban una respuesta. ¡Cómo me gustaría...! - Me gustaría que estuviese aquí mi tía. - Me gustaría que mi padre... ¡Bueno, esto es perder el tiempo! - Hay que mantener vivo el fuego. La danza había terminado y los cazadores regresaban ahora a los refugios. - Los mayores saben cómo son las cosas - dijo Piggy -. No tienen miedo de la oscuridad. Aquí se habrían reunido a tomar el té y hablar. Así ¡o habrían arreglado todo. - No prenderían fuego a la isla. Ni perderían... - Habrían construido un barco... Los tres muchachos, en la oscuridad, se esforzaban en vano por expresar la majestad de la edad adulta. - No regañarían:.. - Ni me romperían las gafas... - Ni hablarían de fieras... - Si pudieran mandarnos un mensaje - gritó Ralph desesperadamente -. Si pudieran mandarnos algo suyo..., una señal o algo. Un gemido tenue salido de la oscuridad les heló la sangre y les arrojó a los unos en brazos de los otros. Entonces el gemido aumentó, remoto y espectral, hasta convertirse en un balbuceo incomprensible. Percival Wemys Madison, de La Vicaría, en Hartcourt St. Anthony, tumbado en la espesa hierba, vivía unos momentos que ni el conjuro de su nombre y dirección podía aliviar. No quedaba otra luz que la estelar. Cuando comprendieron de donde provenía aquel fantasmal ruido y Percival se hubo tranquilizado de nuevo, Ralph y Simón le levantaron como pudieron y le llevaron a uno de los refugios. Piggy, a pesar de sus valientes palabras, siguió pegado a los otros y, juntos los tres muchachos, se dirigieron al refugio inmediato. Se tumbaron, inquietos, sobre las ruidosas hojas secas, observando el grupo de estrellas enmarcadas por la entrada que daba sobre la laguna. De cuando en cuando, uno de los pequeños gritaba en otros refugios, y en una ocasión uno de los mayores habló en la oscuridad. Por fin, también ellos se durmieron. Sobre el horizonte se alzaba una cinta curva de luna, tan estrecha que creaba un reguero finísimo de luz, apenas visible aun al posarse sobre el agua. Pero había otras luces en el cielo, que se movían velozmente, que chispeaban o se apagaban; y, sin embargo, no les llegó a los muchachos ni el más leve eco de la batalla que se libraba a quince kilómetros de altura. Y del mundo adulto - Por lo de... -...la hoguera y el cerdo. - Menos mal que la tomó con Jack y no con nosotros. - Sí. ¿Te acuerdas del viejo «Cascarrabias» en el colegio? - «¡Muchacho... me estás volviendo loco poco a poco!». Los mellizos compartieron su idéntica risa; se acordaron después de la oscuridad y otras cosas, y miraron con inquietud en torno suyo. Las llamas, activas en torno a la pila de leña, atrajeron de nuevo la mirada de los muchachos. Eric observaba los gusanos de la madera, que se agitaban desesperadamente, pero nunca lograban escapar de las llamas, y recordó aquella primera hoguera, allá abajo, en el lado de mayor pendiente de la montaña, donde ahora reinaba completa oscuridad. Pero aquel recuerdo le molestaba y volvió la vista hacia la cima. Ahora emanaba de la hoguera un calor que les acariciaba agradablemente. Sam se entretuvo arreglando las ramas de la hoguera tan cerca del fuego como le era posible. Eric extendió los brazos para averiguar a qué distancia se hacía insoportable el calor. Mirando distraídamente a lo lejos, iba restituyendo los contornos diurnos de las rocas aisladas que en aquel momento no eran más que sombras planas. Allí mismo estaba la roca grande y las tres piedras, y la roca partida, y más allá un hueco..., allí mismo... - Sam. - ¿Eh? - Nada. Las llamas se iban apoderando de las ramas; la corteza se enroscaba y desprendía; la madera estallaba. Se desplomó la pila y arrojó un amplio círculo de luz sobre la cima de la montaña. - Sam... - ¿Eh? - ¡Sam! ¡Sam! Sam miró irritado a Eric. La intensidad de la mirada de Eric hizo temible el lugar hacia donde dirigía su vista, lugar que quedaba a espaldas de Sam. Se arrastró alrededor del fuego, se acurrucó junto a Eric y miró. Se quedaron inmóviles, abrazados uno al otro: cuatro ojos, bien despejados, fijos en algo, y dos bocas abiertas. Bajo ellos, a lo lejos, los árboles del bosque suspiraron y luego rugieron. Los cabellos se agitaron sobre sus frentes y nuevas llamas brotaron de los costados de la hoguera. A menos de quince metros de ellos sonó el aleteo de un tejido al desplegarse y henchirse. Ninguno de los dos muchachos gritó, pero se apretaron los brazos con más fuerza y sus labios se fruncieron. Permanecieron así agachados quizá diez segundos más, mientras el avivado fuego lanzaba humo y chispas y olas de variable luz sobre la cumbre de la montaña. Después, como si entre los dos sólo tuviesen una única y aterrorizada mente, saltaron sobre las rocas y huyeron. Ralph soñaba. Se había quedado dormido tras lo que le parecieron largas horas de agitarse y dar vueltas sobre las crujientes hojas secas. No le alcanzaba ya ni el sonido de las pesadillas en los otros refugios; estaba de regreso en casa, ofreciendo terrones de azúcar a los potros desde la valla del jardín. Pero alguien le tiraba del brazo y le decía que era la hora del té. - ¡Ralph! ¡Despierta! Las hojas rugían como el mar. - ¡Ralph! ¡Despierta! - ¿Qué pasa? - ¡Hemos visto... -...la fiera... -...bien claro! - ¿Quiénes sois? ¿Los mellizos? - Hemos visto a la fiera... - Callaos. ¡Piggy! Las hojas seguían rugiendo. Piggy tropezó con él, y uno de los mellizos le sujetó cuando se disponía a correr, hacia el oblongo espacio que encuadraba la luz decadente de las estrellas. - ¡No vayas... es horrible! - Piggy, ¿dónde están las lanzas? - Oigo el... - Entonces cállate. No os mováis. Allí tendidos escucharon con duda al principio y después con terror, la narración que los mellizos les susurraban entre pausas de extremo silencio. Pronto la oscuridad se llenó de garras, se llenó del terror de lo desconocido y lo amenazador. Un alba interminable borró las estrellas, y por fin la luz, triste y gris, se filtró en el refugio. Empezaron a agitarse, aunque fuera del refugio el mundo seguía siendo insoportablemente peligroso. Se podía ya percibir en el laberinto de oscuridad lo cercano y lo lejano, y en un punto elevado del cielo las nubéculas se calentaban en colores. Una solitaria ave marina aleteó hacia lo alto con un grito ronco cuyo eco pronto resonó, y el bosque respondió con graznidos. Flecos de nubes, cerca del horizonte, empezaron a resplandecer con tintes rosados, y las copas plumadas de las palmeras se hicieron verdes. Ralph se arrodilló en la entrada del refugio y miró con cautela a su alrededor. - Sam y Eric, llamad a todos para una asamblea. Con calma. Venga. Los mellizos, agarrados temblorosamente uno al otro, se arriesgaron a atravesar los pocos metros que les separaban del refugio próximo y difundieron la terrible noticia. Ralph, por razón de dignidad, se puso en pie y caminó hasta el lugar de la asamblea, aunque por la espalda le corrían escalofríos. Le siguieron Piggy y Simón y detrás los otros chicos, cautelosamente. Ralph tomó la caracola, que yacía sobre el pulimentado asiento, y la acercó a sus labios; pero dudó un momento y, en lugar de hacerla sonar, la alzó mostrándola a los demás y todos comprendieron. Los rayos del sol, que asomando sobre el horizonte se desplegaban en alto como un abanico, giraron hacia abajo, al nivel de los ojos. Ralph observó durante unos instantes la creciente lámina de oro que les alumbraba por la derecha y parecía permitirles hablar. Delante de él, las lanzas de caza se erizaban sobre el círculo de muchachos. Cedió la caracola a Eric, el mellizo más próximo a él. - Hemos visto la fiera con nuestros propios ojos. No..., no estábamos dormidos... Sam continuó el relato. Era ya costumbre que la caracola sirviese a la vez para ambos mellizos, pues todos reconocían su sustancial unidad. - Era peluda. Algo se movía detrás de su cabeza... unas alas. Y ella también se movía... - Era horrible. Parecía que se iba a sentar... - El fuego alumbraba todo... - Acabábamos de encenderlo... -...habíamos echado más leña... - Tenía ojos... - Dientes... - Garras... - Salimos corriendo con todas nuestras fuerzas... - Tropezamos muchas veces... - La fiera nos siguió... - La vi escondiéndose detrás de los árboles... - Casi me tocó... Ralph señaló temeroso a la cara de Eric, cruzada por los arañazos de los matorrales en que había tropezado. - ¿Cómo te hiciste eso? Eric se llevó una mano a la cara. - Está llena de rasguños. ¿Estoy sangrando? El círculo de muchachos se apartó con horror. Johnny, bostezando aún, rompió en ruidoso llanto, pero recibió unas bofetadas de Bill que lograron callarle. La luminosa mañana estaba llena de amenazas y el círculo comenzó a deformarse. Se orientaba hacia fuera más que hacia dentro y las lanzas de afilada madera formaban como una empalizada. Jack les ordenó volver hacia el centro. - ¡Esta será una cacería de verdad! ¿Quién viene? Ralph accionó con impaciencia. - Esas lanzas son de madera. No seas tonto. Jack se rió de él. - ¿Tienes miedo? - Pues claro que tengo miedo, ¿quién no lo iba a tener? Se volvió hacia los mellizos, anhelante, pero sin esperanzas. Ralph abrió un hueco en la pantalla de hierba y miró a través. Quedaban sólo unos metros más de terreno pedregoso y después los dos lados de la isla llegaban casi a juntarse, de modo que la vista esperaba encontrar el pico de un promontorio. Pero en su lugar, un estrecho arrecife, de unos cuantos metros de anchura y unos quince de longitud, prolongaba la isla hacia el mar. Allí se encontraba otro de aquellos grandes bloques rosados que constituían la estructura de la isla. Este lado del castillo, de unos treinta metros de altura, era el baluarte rosado que habían visto desde la cima de la montaña. El peñón del acantilado estaba partido y su cima casi cubierta de grandes piedras sueltas que parecían a punto de desplomarse. A espaldas de Ralph la alta hierba estaba poblada de silenciosos cazadores. - Tú eres el cazador. - Ya lo sé. Está bien. Algo muy profundo en Ralph le obligó a decir: - Yo soy el jefe. Iré yo. No discutas. Se volvió a los otros. Vosotros escondeos ahí y esperadme. Advirtió que su voz tendía o a desaparecer o a salir con demasiada fuerza. Miró a Jack. - ¿Tú... crees? Jack balbuceó. - He estado por todas partes. Tiene que estar aquí. - Bien. Simón murmuró confuso: - Yo no creo en esa fiera. Ralph le contestó cortésmente, como si hablasen del tiempo: - No, claro que no. Tenía los labios pálidos y apretados. Despacio, se echó el pelo hacia atrás. - Bueno, hasta luego. Obligó a sus pies a impulsarle hasta llegar al angostoso paso. Se encontró con un abismo a ambos lados. No había dónde esconderse, aunque no se tuviese que seguir avanzando. Se detuvo sobre el estrecho paso rocoso y miró hacia abajo. Pronto, en unos cuantos siglos, el mar transformaría el castillo en isla. A la derecha estaba la laguna, turbada por el mar abierto, y a la izquierda... Ralph tembló. La laguna les había protegido del Pacífico y por alguna razón sólo Jack había descendido hasta el agua por el otro lado. Tenía ante sí el oleaje del mar, tal como lo ve el hombre de tierra, como la respiración de un ser fabuloso. Lentamente, las aguas se hundían entre las rocas, dejando al descubierto rosadas masas de granito, extrañas floraciones de coral, pólipos y algas. Bajaban las aguas, bajaban murmurando como el viento entre las alturas del bosque. Había allí una roca lisa, que se alargaba como una mesa, y las aguas, al ser absorbidas entre la vegetación de sus cuatro costados, daban a estos el aspecto de acantilados. Respiró entonces el adormecido leviatán: las aguas subieron, removieron las algas y el agua hirvió sobre el tablero con un bramido. No se sentía el paso de las olas; sólo aquel prolongado, minuto a minuto, bajar y subir. Ralph se volvió hacia el rojo acantilado. Allí, entre la alta hierba, esperaban todos, esperaban a ver qué hacía él. Notó que el sudor de sus manos era frío ahora; con sorpresa advirtió que en realidad no esperaba encontrar ninguna fiera y que no sabría qué hacer si la encontraba. Vio que le sería fácil escalar el acantilado, pero no era necesario. La estructura vertical del macizo había dejado una especie de zócalo a su alrededor, de manera que a la derecha del lado de la laguna se podía avanzar, palmo a palmo, por un saliente hasta volver la esquina y perderse de vista. Era un camino fácil y pronto se halló al otro lado del macizo. Era lo que esperaba y nada más: rosadas peñas dislocadas, cubiertas como una tarta por una capa de guano, y una cuesta empinada que subía hasta las rocas sueltas que coronaban el bastión. Un ruido a sus espaldas le hizo volverse. Jack se acercaba por el zócalo. - No podía dejar que lo hicieses tú solo. Ralph no dijo nada. Siguió adelante y avanzó entre las rocas; inspeccionó una especie de semicueva que no contenía nada más temible que un montón de huevos podridos y por fin se sentó, mirando a su alrededor y golpeando la roca con el extremo de su lanza. Jack estaba excitado. - ¡Menudo lugar para un fuerte! Una columna de rocío mojó sus cuerpos. - No hay agua para beber. - Entonces, ¿qué es aquello? Había, en efecto, una alargada mancha verde a media altura del macizo. Treparon hasta allí y probaron el hilo de agua. - Podríamos colocar un casco de coco ahí para que estuviese siempre lleno. - Yo no. Este sitio es un asco. Uno junto al otro, escalaron el último tramo hasta llegar al sitio donde las rocas apiladas terminaban en una gran piedra partida. Jack golpeó con el puño la que tenía más cerca, que rechinó ligeramente. - Te acuerdas... Pero el recuerdo de los malos tiempos que habían vivido entre aquellas dos ocasiones dominó a los dos. Jack se apresuró a hablar: - Si metiéramos un tronco de palmera por debajo, cuando el enemigo se acercase... ¡mira! Debajo de ellos, a unos treinta metros, se encontraba el estrecho paso, después el terreno pedregoso, después la hierba salpicada de cabezas y detrás de todo aquello el bosque. - ¡Un empujón - gritó Jack exultante - y... zas...! Hizo un gesto amplio con la mano. Ralph miró hacia la montaña. - ¿Qué te pasa? Ralph se volvió. - ¿Por qué lo dices? - Mirabas de una manera... que no sé. - No hay ninguna señal ahora. Nada que se pueda ver. - Qué manía con la señal. Les cercaba el tenso horizonte azul, roto sólo por la cumbre de la montaña. - Es lo único que tenemos. Descansó la lanza contra la piedra oscilante y se echó hacia atrás dos mechones de pelo. - Vamos a tener que volver y subir a la montaña Allí es donde vieron la fiera. - No va a estar allí. - ¿Y que más podemos hacer? Los otros, que aguardaban en la hierba, vieron a Jack y Ralph ilesos y salieron de su escondite hacia la luz del sol. La emoción de explorar les hizo olvidarse de la fiera. Cruzaron como un enjambre el puente y pronto se hallaron trepando y gritando. Ralph descansaba ahora con una mano contra un enorme bloque rojo, un bloque tan grande como una rueda de molino, que se había partido y colgaba tambaleándose. Observaba la montaña con expresión sombría. Golpeó la roja muralla a su derecha con el puño cerrado, como un martillo. Tenía los labios muy apretados y sus ojos, bajo el fleco de pelo, parecían anhelar algo. - Humo. Se chupó el puño lastimado. - ¡Jack! Vamos. Pero Jack no estaba allí. Un grupo de muchachos, produciendo un gran ruido que no había percibido hasta entonces, hacía oscilar y empujaba una roca. Al volverse él, la base se cuarteó y toda aquella masa cayó al mar, haciendo saltar una columna de agua ensordecedora que subió hasta media altura del acantilado. - ¡Quietos! ¡Quietos! Su voz produjo el silencio de los demás. - Humo. Una cosa extraña le pasaba en la cabeza. Algo revoloteaba allí mismo, ante su mente, como el ala de un murciélago enturbiando su pensamiento. - Humo. De pronto, le volvieron las ideas y la ira. - Necesitamos humo. Y vosotros os ponéis a perder el tiempo rodando piedras. Roger gritó: - Tenemos tiempo de sobra. Ralph movió la cabeza. - Hay que ir a la montaña. Estalló un griterío. Algunos de los muchachos querían regresar a la playa. Otros querían rodar más piedras. El sol brillaba y el peligro se había disipado con la oscuridad. - Jack. A lo mejor la fiera está al otro lado. Guía otra vez. Tú ya has estado allí. - Podemos ir por la orilla. Allí hay fruta. Bill se acercó a Ralph. - ¿Por qué no nos podemos quedar aquí un rato? - Eso. - Vamos a hacer una fortaleza... - Aquí no hay comida - dijo Ralph - ni refugios. Y poca agua dulce. - Esto sería una fortaleza fantástica. - Podemos rodar piedras... - Hasta el puente... - ¡Digo que vamos a seguir! - gritó Ralph enfurecido -. Tenemos que estar seguros. Ahora vamonos. - Era mejor quedarnos aquí. - Vamonos al refugio... - Estoy cansado... - ¡No! Ralph se despellejó los nudillos. No parecieron dolerle. - Yo soy el jefe. Tenemos que estar bien seguros. ¿Es que no veis la montaña? No hay ninguna señal. Puede haber un barco allá afuera. ¿Es que estáis todos chiflados? Con aire levantisco, los muchachos guardaron silencio o murmuraron entre sí. Jack les siguió camino abajo hasta cruzar el puente. La trocha de los cerdos se extendía junto a las pilas de rocas que bordeaban el agua en el lado opuesto, y Ralph se contentó con caminar por ella siguiendo a Jack. Si uno lograba cerrar los oídos al lento ruido del mar cuando era absorbido en el descenso y a su hervor durante el regreso de las aguas; si uno lograba olvidar el aspecto sombrío y nunca hollado de la cubierta de helechos a ambos lados, cabía entonces la posibilidad de olvidarse de la fiera y soñar por un rato. El sol había pasado ya la vertical del cielo y el calor de la tarde se cerraba sobre la isla. Ralph pasó un mensaje a Jack y al llegar a los frutales el grupo entero se detuvo para comer. Apenas se hubo sentado, sintió Ralph por primera vez el calor aquel día. Tiró de su camisa gris con repugnancia y pensó si podría aventurarse a lavarla. Sentado bajo el peso de un calor poco corriente, incluso para la isla, Ralph trazó el plan de su aseo personal. Quisiera tener unas tijeras para cortase el pelo - se echó hacia atrás la maraña - , para cortarse aquel asqueroso pelo a un centímetro, como antes. Quisiera tomar un baño, un verdadero baño, bien enjabonado. Se pasó la lengua por la dentadura para comprobar su estado y decidió que también le vendría bien un cepillo de dientes. Y luego, las uñas... - He dicho que por aquí... El jabalí se les escapaba. Encontraron otra trocha paralela a la primera y Jack se lanzó corriendo. Ralph estaba lleno de temor, de aprensión y de orgullo. - ¡Le di! La lanza se clavó... Llegaron inesperadamente a un espacio abierto, junto al mar. Jack dio con el puño en la desnuda roca y manifestaba su disgusto. - Se ha ido.. - Le alcancé - repitió Ralph -, y la lanza se clavó... Sintió la necesidad de testigos. - ¿No me visteis? Maurice asintió. - Yo te vi. De lleno en el hocico. ¡Yiiii! Ralph, excitado, siguió hablando. - Que si le di. Le clavé la lanza. ¡Le herí! Sintió el calor del nuevo respeto que sentían por él y pensó que cazar valía la pena, después de todo. - Le di un buen golpe. ¡Yo creo que esa era la fiera! Jack regresó. - No era la fiera. Era un jabalí. - Le alcancé. - ¿Por qué no le atrapaste? Yo lo intenté... La voz de Ralph se alzó: - ¿A un jabalí? De repente Jack se acaloró: - Dijiste que nos podía atropellar. ¿Por qué tuviste que lanzarla? ¿Por qué no esperaste? Extendió el brazo. - Mira. Volvió el antebrazo izquierdo para que todos pudiesen verlo. Tenía un rasguño en la cara exterior; pequeño, pero ensangrentado. - Me lo hizo con los colmillos. No pude bajar la lanza a tiempo. Jack pasó a ser el foco de atención. - Eso es una herida - dijo Simón -, y tienes que chupar la sangre. Como Berengaria. Jack aplicó los labios a la herida. - Yo le di - dijo Ralph indignado -. Le di con la lanza; le herí. Trató de atraer la atención general. - Venía por el sendero. Tiré así... Robert lanzó un gruñido. Ralph aceptó el juego y todos rieron. Pronto se encontraron atacando a Robert, que fingía embestirles. Jack gritó: - ¡Haced un círculo! El círculo se fue estrechando y girando. Robert chillaba con fingido terror, después con dolor verdadero. - ¡Ay! ¡Quietos! ¡Me estáis haciendo daño! Cayó el extremo de una lanza sobre su espalda mientras trataba de esquivar a los demás. - ¡Agarradle! Le cogieron por los brazos y las piernas. Ralph, dejándose llevar por una fuerte excitación repentina, arrebató la lanza de Eric y con ella aguijoneó a Robert. - ¡Matadle! ¡Matadle! A la vez, Robert gritaba y luchaba con la fuerza que produce la desesperación. Jack le tenía agarrado por el pelo y blandía su cuchillo. Detrás de él, luchando por acercarse, estaba Roger. El canto surgió como un ritual, como si fuese el instante final de una danza o una cacería. - ¡Mata al jabalí! ¡Córtale el cuello! ¡Mata al jabalí! ¡Pártele el cráneo! También Ralph luchaba por acercarse, para conseguir un trozo de aquella carne bronceada, vulnerable. El deseo de agredir y hacer daño era irresistible. El brazo de Jack descendió; el delirante grupo aplaudió y lanzó gruñidos que imitaban los de un jabalí moribundo. Se calmaron entonces, jadeantes y escuchando el asustado lloriqueo de Robert, que se limpió la cara con un brazo sucio y se esforzó por recobrar su dignidad. - ¡Ay, mi trasero! Se frotó dolorido. Jack se volvió: - Fue un juego divertido. - Era sólo un juego - dijo Ralph, incómodo -. Menudo daño me hicieron una vez jugando al rugby. - Deberíamos tener un tambor - dijo Maurice -, así podríamos hacerlo como es debido. Ralph lo miró. - ¿Y cómo es eso? - No sé... Se necesita un fuego, creo, y un tambor, y vas guardando el compás con el tambor. - Lo que se necesita es un cerdo - dijo Roger -, como en las cacerías de verdad. - O alguien que haga de cerdo - dijo Ralph -. Alguien se podría disfrazar de cerdo y luego representar..., ya sabes, fingir que me tiraba al suelo y todo lo demás... - Lo que se necesita es un cerdo de verdad - dijo Robert, que se frotaba aún atrás -, porque tenéis que matarle. - Podemos usar a uno de los peques - dijo Jack, y todos rieron. Ralph se incorporó. - Bueno, a este paso no vamos a encontrar lo que buscamos. Uno a uno se levantaron, arreglándose los harapos. Ralph miró a Jack. - Ahora, a la montaña. - ¿No deberíamos volver con Piggy - dijo Maurice - antes de que anochezca? Los mellizos asintieron como si fuesen un solo muchacho. - Sí eso. Podemos subir por la mañana. Ralph miró a lo lejos y vio el mar. - Tenemos que prender la hoguera otra vez. - No tenemos las gafas de Piggy - dijo Jack -, así que no se puede. - Pues entonces veremos si en la montaña hay algo. Maurice, indeciso, no queriendo parecer un gallina, dijo: - ¿Y si está la fiera? Jack blandió su lanza. - La matamos. El sol parecía algo más fresco. Jack cortó el aire con la lanza. - ¿A qué esperamos? - Supongo - dijo Ralph - que si seguimos por aquí, junto al mar, llegaremos al pie del terreno quemado y desde allí podemos trepar a la montaña. Una vez más les guió Jack a lo largo del aquel mar que absorbía y expelía sus aguas cegadoras. Una vez más soñó Ralph, dejando que sus hábiles pies se ocupasen de las irregularidades del camino. Sin embargo, sus pies parecían aquí menos hábiles que antes. La mayor parte del camino lo tuvieron que recorrer pegados a la desnuda roca, junto al agua, y se vieron obligados a avanzar de lado entre aquélla y la oscura exuberancia del bosque. Tenían que escalar pequeños acantilados, algunos de los cuales habían de servir como senderos, largos pasajes en los que se usaban tanto las manos como los pies. Pisaban rocas recién mojadas por las olas, para saltar sobre los transparentes charcos formados por la marea. Llegaron a una hondonada que, como una trinchera, partía la estrecha banda de playa. Parecía no tener fondo; con asombro, observaron la oscura hendidura, donde borboteaba el agua. En ese momento regresó la ola, la hondonada hirvió ante sus ojos y saltó espuma hasta las mismas trepadoras, dejando a los muchachos empapados y gritando. Trataron de continuar por el bosque, pero era demasiado espeso y las plantas se entretejían como un nido de pájaros. Al fin tuvieron que decidirse a ir saltando uno a uno, esperando hasta que descendía el agua; y aún así, algunos recibieron un segundo remojón. A partir de allí las rocas se hacían cada vez más intransitables, así que se sentaron durante un rato, mientras se secaban sus harapos, contemplando los perfiles recortados de las olas profundas, que con tanta lentitud pasaban a lo largo de la isla. Encontraron fruta en un refugio de brillantes pajarillos que revoloteaban a la manera de los insectos. Ralph dijo entonces que iban demasiado despacio. Se subió él mismo a un árbol, entreabrió el dosel de la copa y vio la cuadrada cumbre de la montaña, que aún parecía muy lejana. Trataron de apresurarse siguiendo sobre las rocas, pero Robert se hizo un mal corte en la rodilla y tuvieron que admitir que aquel sendero habría de tomarse con tranquilidad si querían permanecer indemnes. Desde aquel punto continuaron como si estuviesen escalando una peligrosa montaña hasta que las rocas se transformaron en un verdadero acantilado, cubierto de una jungla impenetrable y cortado a tajo sobre el mar. Ralph examinó el sol con atención. - El final de la tarde. Ha pasado la hora del té, eso seguro. - No recuerdo este acantilado - dijo Jack cabizbajo -; debe ser el trozo de costa que no he recorrido. Ralph asintió. - Déjame pensar. Ya no sentía vergüenza alguna por pensar en público, y podía estudiar las decisiones del día como si se tratase de una partida de ajedrez. Lo malo era que jamás sería un buen jugador de ajedrez. Pensó en los peques y en Piggy. Veía a Piggy completamente solo, acurrucado en un refugio donde todo era silencio, excepto los gritos de las pesadillas. - No podemos dejar solos a Piggy y a los peques toda la noche. Los otros muchachos no dijeron nada; todos, sin embargo, se quedaron mirándole. - Pero tardaríamos horas en volver. Jack tosió y habló con un tono extraño, seco. - Hay que cuidar a Piggy, ¿verdad? Ralph se tecleó en los dientes con la sucia punta de la lanza de Eric. - Si atravesamos... Miró a su alrededor. - Alguien tiene que atravesar la isla y decirle a Piggy que llegaremos después de que anochezca. Bill, asombrado, dijo: - ¿A solas por el bosque? ¿Ahora? - Sólo podemos prescindir de uno. Simón se abrió camino hasta llegar junto a Ralph: - Puedo ir yo, si quieres. No me importa, de verdad. Antes de que Ralph tuviese tiempo de contestar, sonrió rápidamente, dio la vuelta y ascendió en dirección al bosque. Ralph volvió los ojos a Jack, viéndole, con exasperación, por primera vez: - Jack... aquella vez que hiciste todo el camino hasta la roca del castillo... Jack le miró hoscamente. - ¿Sí? - Seguiste un trozo de esta orilla... bajo la montaña, hasta más allá. - Sí. - ¿Y luego? - Encontré una trocha de jabalíes. Es larguísima. Ralph asintió con la cabeza. Señaló hacia el bosque: - Entonces la trocha debe estar ahí cerca. Todo el mundo asintió, sabiamente. - Bueno, pues nos iremos abriendo camino hasta que demos con la trocha. Dio un paso y se detuvo: - ¡Pero espera un momento! ¿Hacia dónde va esa trocha? - A la montaña - dijo Jack -, ya te lo he dicho - Rió con sorna -: ¿No quieres ir a la montaña? Ralph suspiró; advertía que aumentaba el antagonismo tan pronto como Jack abandonaba el mando. - Estad bien atentos, porque puede haberme seguido. Una lluvia de ceniza cayó en torno a ellos. Jack se incorporó. - Vi algo que se hinchaba, en la montaña. - Te lo imaginarías - dijo Ralph con voz trémula -, porque no hay nada que se hinche. No hay seres así. Habló Roger y ambos se sobresaltaron porque se habían olvidado de él. - Las ranas. Jack rió tontamente y se estremeció. - Menuda rana. Y, además, oí un ruido. Algo que hacía ¡paf! Y entonces se infló la cosa esa. Ralph se sorprendió a sí mismo, no tanto por la calidad de su voz, que no temblaba, sino por la bravata que llevaba su invitación: - Vamos a echar un vistazo. Ralph, por primera vez desde que conocía a Jack, le vio dudar: - ¿Ahora...? Su voz habló por él. - Pues claro. Se levantó y comenzó a andar sobre las crujientes cenizas hacia la sombría altura, seguido por los otros dos. Ante el silencio de su voz física, la voz íntima de la razón y otras voces se hicieron escuchar. Piggy le llamó crío. Otra voz le decía que no fuese loco; y la oscuridad y la arriesgada empresa daban a la noche el carácter irreal que adquieren las cosas desde el sillón del dentista. Al llegar a la última cuesta, Jack y Roger se acercaron y dejaron de ser dos manchas de tinta para convertirse en figuras discernibles. Se detuvieron por común acuerdo y se apretaron uno junto al otro. Tras ellos, en el horizonte, destacaba un trozo de cielo más claro, donde surgiría la luna de un momento a otro. Rugió el viento en el bosque y los harapos se pegaron a sus cuerpos. Ralph urgió: - Vamos. Avanzaron sigilosamente, Roger algo rezagado. Jack y Ralph cruzaron juntos la cumbre de la montaña. La extensión centelleante de la laguna yacía bajo ellos y más lejos se veía una larga mancha blanca, que era el arrecife. Roger se unió a ellos. Jack murmuró: - Vamos a acercarnos a gatas; a lo mejor está durmiendo. Roger y Ralph avanzaron, mientras Jack se quedaba esa vez atrás, a pesar de sus valientes palabras. Llegaron a la cumbre roma, donde las manos y las rodillas sentían la dureza de la roca. Una criatura que se inflaba. Ralph metió la mano en la fría y suave ceniza de la hoguera y sofocó un grito. Le temblaban la mano y el hombro por aquel inesperado contacto. Unas lucecillas verdes de náuseas aparecieron por un momento y horadaron la oscuridad. Roger estaba detrás de él y Jack tenía la boca pegada a su oreja. - Allí, entre las rocas, donde antes había un hueco. Una especie de bulto... ¿lo ves? La hoguera apagada sopló ceniza a la cara de Ralph. No podía ver ni el hueco ni nada, porque las lucecillas verdes volvían a abrirse y extenderse y la cima de la montaña se iba inclinando hacia un lado. Una vez más volvió a oír el murmullo de Jack, desde muy lejos. - ¿Miedo? No se sentía asustado, sino más bien paralizado; colgado, sin poder moverse, en la cima de una montaña que empequeñecía y oscilaba. Jack se escurrió a un lado; Roger tropezó, se orientó a tientas, mientras sus respiración silbaba, y siguió adelante. Les oyó decirse en voz baja: - ¿Ves algo? - Ahí... Delante de ellos, sólo a unos tres metros de distancia, vieron un bulto que parecía una roca, pero en un lugar donde no debía haber roca alguna. Ralph oyó un ligero rechinar que procedía de alguna parte, quizá de su propia boca. Se armó de determinación, fundió su temor y repulsión en odio y se levantó. Avanzó dos pasos con torpes pies. Detrás de ellos, la cinta de luna se había ya levantado del horizonte; ante ellos, algo que se asemejaba a un simio enorme dormitaba sentado, la cabeza entre las rodillas. En aquel momento se levantó viento en el bosque, hubo un revuelo en la oscuridad y aquel ser levantó la cabeza, mostrándoles la ruina de un rostro. Ralph se encontró atravesando con gigantescas zancadas el suelo de ceniza; oyó los gritos de otros seres y sus brincos y afrontó lo imposible en la oscura pendiente. Segundos después, la montaña quedaba desierta, salvo los tres palos abandonados y aquella cosa que se inclinaba en una reverencia. Piggy, con evidente malestar, apartó los ojos de la playa, que empezaba a reflejar la luz pálida del alba, y los alzó hacia la sombría montaña. - ¿Estás seguro? ¿De verdad estás seguro? - No sé cuántas veces te lo tengo que repetir - dijo Ralph -. La vimos. - ¿Crees que estamos a salvo aquí abajo? - ¿Cómo demonios lo voy a saber yo? Ralph se apartó bruscamente y avanzó unos pasos por la playa. Jack, arrodillado, se entretenía en dibujar con el dedo índice círculos en la arena. La voz de Piggy les llegó en un susurro: - ¿Estás seguro? ¿De verdad? - Sube tú a verla - dijo Jack desdeñosamente -, y hasta nunca. - Más quisieras. - La fiera tiene dientes - dijo Ralph - y unos ojos negros muy grandes. Tembló violentamente. Piggy se quitó las gafas y limpió su única lente. - ¿Qué vamos a hacer? Ralph se volvió hacia la plataforma. La caracola brillaba entre los árboles como un borujo blanco, en el lugar mismo por donde aparecería el sol. Se echó hacia atrás las greñas. - No lo sé. Recordó la huida aterrorizada, ladera abajo. - No creo que nos atrevamos jamás contra una cosa de ese tamaño; en serio, no nos atreveríamos. Hablamos mucho, pero tampoco pelearíamos contra un tigre. Saldríamos corriendo a escondernos. Hasta Jack se escondería. Jack seguía contemplando la arena. - ¿Y mis cazadores, qué? Simón salió furtivamente de las sombras que envolvían los refugios. Ralph no prestó atención a la pregunta de Jack. Señaló hacia la pincelada amarilla sobre la línea del mar. - Somos muy valientes mientras es de día. ¿Pero después? Y ahora aquello está allí, agachado junto a la hoguera, como si quisiera impedir que nos rescaten... Se retorcía las manos al hablar, sin darse cuenta. Elevó la voz: - Ya no habrá ninguna hoguera de señal..., estamos perdidos. Un punto de oro apareció sobre el mar, y en un instante se iluminó todo el cielo. - ¿Y mis cazadores, qué? - Son niños armados con palos. Jack se puso en pie. Su rostro se enrojeció mientras se alejaba. Piggy se puso las gafas y miró a Ralph. - Ahora sí que la has hecho. Le has ofendido con lo de sus cazadores. - Anda, cállate. Les interrumpió el sonido de la caracola, que alguien tocaba sin habilidad. Jack, como si ofreciese una serenata al sol naciente, siguió haciendo sonar la caracola, mientras en los refugios empezaban a agitarse las primeras señales de vida, los cazadores se deslizaban hacia la plataforma y los pequeños empezaban a lloriquear, como ahora hacían con tanta frecuencia. Ralph se levantó dócilmente. Piggy Y él se dirigieron a la plataforma. - Palabras - dijo Ralph amargamente -, palabras y más palabras. Quitó la caracola a Jack. - Esta reunión... Jack le interrumpió: - La he convocado yo. - Lo mismo iba a hacer yo. Lo único que has hecho es soplar la caracola. - Bueno, ¿y no es eso? - ¡Tómala, anda! ¡Sigue..., habla! Ralph arrojó la caracola a los brazos de Jack y se sentó en el tronco de palmera. - He convocado esta asamblea por muchas razones - dijo Jack -. En primer lugar... ya sabéis que hemos visto a la fiera. Nos acercamos a gatas; estuvimos a unos cuantos metros de la fiera. Levantó la cabeza y nos miró. No sé qué hace allí. Ni siquiera sabemos lo que es... - Esa fiera sale del mar... - De la oscuridad... - De los árboles... - ¡Silencio! - gritó Jack -. A ver si escucháis. La fiera está allí sentada, sea lo que sea... - A lo mejor está esperando... - O cazando... - Eso es, cazando. - Cazando - dijo Jack. Recordó los temblores que se apoderaban de él en el bosque -. Sí, esa fiera sale a cazar. ¡Pero callaos de una vez! Otra cosa: fue imposible matarla. Y además, os diré lo que acaba de decirme Ralph de mis cazadores: que no sirven para nada. - ¡No he dicho nada de eso! - Yo tengo la caracola. Ralph cree que sois unos cobardes, que el jabalí y la fiera los hacen salir corriendo. Y eso no es todo. Se oyó en la plataforma algo como un suspiro, como si todos supiesen lo que iba a seguir. La voz de Jack continuó, trémula pero decidida, presionando contra el pasivo silencio. - Es igual que Piggy; dice las mismas cosas que Piggy. No es un verdadero jefe. Jack apretó la caracola contra sí. - Además, es un cobarde. Hizo una breve pausa y después continuó: - Allá en la cima, cuando Roger y yo seguimos adelante, él se quedó atrás. - ¡Yo también seguí! - Pero después. Los dos muchachos se miraron, a través de las pantallas de sus melenas, amenazantes. - Yo también seguí - dijo Ralph -; eché a correr luego, pero tú hiciste lo mismo. - Llámame cobarde si quieres. Jack se volvió a los cazadores: - No sabe cazar. Nunca nos habría conseguido carne. No es ningún prefecto, y no sabemos nada de él. No hace más que dar órdenes y espera que se le obedezca porque sí. Venga a hablar... - ¡Venga a hablar! - gritó Ralph -. ¡Hablar y hablar! ¿Quién ha empezado? ¿Quién ha convocado esta reunión? cobrarían en la oscuridad. Trabajaron, pues, con gran animación y alegría, aunque a medida que pasaba el tiempo podían advertirse indicios de pánico en aquella animación y de histeria en la alegría. Levantaron una pirámide de hojas y palos, de ramas y troncos, sobre la desnuda arena contigua a la plataforma. Por vez primera en la isla, Piggy se quitó sus gafas sin pedírselo nadie, se arrodilló y enfocó el sol sobre la leña. Pronto tuvieron un techo de humo y un abanico de llamas amarillas. Los pequeños, que desde la primera catástrofe habían visto muy pocas hogueras, se excitaron, saltando de alegría. Bailaron, cantaron y la reunión cobró un aire de fiesta. Ralph dio al fin por terminado el trabajo y se levantó, enjugándose el sudor de la cara con un sucio brazo. - Tiene que ser una hoguera mas pequeña. Esta es demasiado grande para poder mantenerla viva. Piggy se sentó con cuidado en la arena y se dispuso a limpiar su lente. - ¿Por qué no hacemos un experimento? Podíamos intentar hacer una hoguera pequeña con un fuego muy fuerte, y luego le echamos ramas verdes para que salga humo. Seguro que algunas hojas son mejores que otras para el humo. Al apagarse la hoguera, se apagó con ella la excitación de los muchachos. Los pequeños abandonaron su baile y su canto y se alejaron hacia el mar, o a los frutales, o a los refugios. Ralph se dejó caer sobre la arena. - Tendremos que hacer una nueva lista para ver quién se ocupa del fuego. - Si es que encuentras a alguien. Miró en torno suyo. Advirtió entonces por vez primera qué pocos eran en realidad los chicos mayores y comprendió por qué había resultado tan arduo el trabajo. - ¿Dónde está Maurice? Piggy volvió a frotar su lente. - Supongo que... no, no se metería solo en el bosque, ¿verdad? Ralph se puso en pie de un salto, corrió alrededor de la hoguera y se detuvo junto a Piggy, apartándose la melena con las manos. - ¡Pero es que necesitamos una lista! Estamos tú y yo y Samyeric y... Con voz normal, pero sin atreverse a mirar a Piggy, preguntó: - ¿Dónde están Bill y Roger? Piggy se agachó y arrojó un trozo de leña al fuego. - Supongo que se han ido. Supongo que ellos tampoco van a jugar con nosotros. Ralph volvió a sentarse y se entretuvo abriendo con los dedos orificios en la arena. Se sorprendió al ver una gota de sangre junto a uno de ellos. Se miró con atención la uña mordida y vio otra gota de sangre que se formaba sobre la piel desgarrada. Siguió hablando Piggy. - Les vi salir a escondidas cuando estábamos recogiendo leña. Se fueron por allá, por el mismo camino que tomó él. Ralph acabó su examen y alzó los ojos. El cielo parecía distinto aquel día, como en atención a los grandes cambios Ocurridos entre ellos, y estaba tan brumoso que en algunas partes el cálido aire parecía blanco. El disco del sol era de un plata plomizo, con lo que parecía más cercano y menos ardiente, y, sin embargo, el aire sofocaba. - Siempre nos han estado creando problemas, ¿verdad? Aquella voz le llegaba desde muy cerca, desde su hombro, y parecía inquieta. - No les necesitamos. Estaremos más contentos ahora, ¿a que sí? Ralph se sentó. Llegaron los mellizos con un gran tronco a rastras y sonriendo triunfalmente. Soltaron el tronco sobre los rescoldos y una lluvia de chispas salpicó el aire. - Nos las arreglaremos por nuestra cuenta, ¿verdad? Durante largo rato, mientras el tronco se secaba, prendía y ardía, Ralph permaneció sentado en la arena sin decir nada. No vio a Piggy acercarse a los mellizos y murmurarles algo; ni vio tampoco a los tres muchachos adentrarse en el bosque. - Aquí tienes. Se sobresaltó. A su lado se encontraban Piggy y los mellizos con las manos cargadas de fruta. - Pensé que no sería mala idea - dijo Piggy - tener un festín o algo por el estilo. Los tres muchachos se sentaron. Habían traído gran cantidad de fruta, toda ella madura. Cuando Ralph empezó a comer le sonrieron. - Gracias - dijo. Después, acentuando la agradable sorpresa, repitió: - ¡Gracias! - Nos las arreglaremos muy bien por nuestra cuenta - dijo Piggy -. Los que crean problemas en esta isla son ellos, que no tienen ni pizca de sentido común. Haremos una hoguera pequeña, que arda bien... Ralph recordó lo que le había estado preocupando. - ¿Dónde está Simón? - No sé. - No se habrá ido a la montaña, ¿verdad? Piggy prorrumpió en estrepitosa risa y tomó más fruta. - A lo mejor - se tragó el bocado -. Está como una cabra. Simón había atravesado la zona de los frutales, pero aquel día los pequeños andaban demasiado ocupados con la hoguera de la playa para correr tras él. Continuó su camino entre las lianas hasta alcanzar la gran estera tejida junto al claro y, a gatas, penetró en ella. Al otro lado de la pantalla de hojas, el sol vertía sus rayos y en el centro del espacio libre las mariposas seguían su interminable danza. Se arrodilló y le alcanzaron las flechas del sol. La vez anterior el aire parecía simplemente vibrar de calor; pero ahora le amenazaba. No tardó en caerle el sudor por su larga melena lacia. Se movió de un lado a otro, pero no había manera de evitar el sol. Al rato sintió sed; después una sed enorme. Permaneció sentado. En la playa, en una parte alejada, Jack se encontraba frente a un pequeño grupo de muchachos. Parecía radiante de felicidad. - A cazar - dijo. Examinó a todos detenidamente. Portaban los restos andrajosos de una gorra negra, y, en tiempo lejanísimo, aquellos muchachos habían formado en dos filas ceremoniosas para entonar con sus voces el canto de los ángeles. - Nos dedicaremos a cazar y yo seré el jefe. Asintieron, y la crisis pasó imperceptiblemente. - Y ahora... en cuanto a esa fiera... Se agitaron; todas las miradas se volvieron hacia el bosque. - Os voy a decir una cosa. No vamos a hacer caso de esa fiera. Les dirigió un ademán afirmativo con la cabeza: - Nos vamos a olvidar de la fiera. - ¡Eso es! - ¡Eso! - ¡Vamos a olvidarla! Si Jack sintió asombro ante aquel fervor, no lo demostró. - Y otra cosa. Aquí ya no tendremos tantas pesadillas. Estamos casi al final de la isla. Desde lo más profundo de sus atormentados espíritus, asintieron apasionadamente. - Y ahora, escuchad. Podemos acercarnos luego al peñón del castillo, pero ahora voy a apartar de la caracola y de todas esas historias a otro de los mayores. Luego mataremos un cerdo y podremos darnos una comilona. Hizo un silencio y después continuó con voz más pausada: - Y en cuanto a la fiera, cuando matemos algo le dejaremos un trozo a ella. Así a lo mejor no nos molesta. Bruscamente se puso en pie. - Ahora, al bosque, a cazar. Dio media vuelta y salió a paso rápido; segundos después todos le seguían dócilmente. Una vez en el bosque, se dispersaron con cierto recelo. Pronto se topó Jack con unas raíces sueltas, arrancadas, que anunciaban la presencia de un cerdo, y momentos después encontraban huellas más recientes. Jack mandó callar a los muchachos con una seña y se adelantó él solo. Se sentía feliz; vestía la húmeda oscuridad del bosque como si fuesen sus antiguas prendas. Se deslizó por una cuesta hasta llegar a una zona de roca y árboles diseminados al borde del mar. Los cerdos, como hinchadas bolsas de tocino, disfrutaban sensualmente la sombra de los árboles. No soplaba ni la más ligera brisa y nada pudieron sospechar; además, la experiencia había prestado a Jack el silencio mismo de las sombras. Se apartó sigilosamente del lugar y dio instrucciones a los ocultos cazadores. Después fueron acercándose todos, palmo a palmo, sudando en el silencio y el calor. Bajo los árboles se movió distraídamente una oreja: algo apartada de los demás, sumergida en arrobo maternal, descansaba la hembra más grande de la manada. Era negra y rosada; un hilera de cochinillos que dormitaban o se apretujaban contra la madre y gruñían, orlaban sus enormes ubres. Jack se detuvo a una quincena de metros de la manada y con su brazo extendido señaló a la hembra. Miró a su alrededor para cerciorarse de que todos habían comprendido, y los muchachos asintieron con la cabeza. La fila de brazos derechos giró en arco hacia atrás. - ¡Ahora! La manada se sobresaltó; desde una distancia de diez metros escasos, las lanzas de maderas con puntas endurecidas al fuego volaron hacia el animal elegido. Uno de los cochinillos, con alaridos enloquecidos, corrió a lanzarse al mar arrastrando tras sí la lanza de Roger. La cerda lanzó un angustiado chillido y se levantó tambaleándose, con dos lanzas clavadas en su grueso flanco. Los muchachos avanzaron gritando; los cochinillos se dispersaron y la hembra, rompiendo la fila que venía hacia ella, aplastó los obstáculos y penetró en el bosque. - ¡A por ella! Corrieron por la trocha, pero el bosque estaba demasiado oscuro y cerrado, y Jack, maldiciendo, tuvo que detener a los muchachos y conformarse con escudriñar entre los árboles. Permaneció en silencio por algún tiempo, pero respiraba con tanta energía que los demás se sintieron atemorizados y se miraron con intranquilo asombro. Por fin apuntó al suelo con un dedo extendido. - Ahí... Antes de que los demás tuviesen tiempo de examinar la gota de sangre, Jack ya se había vuelto para rastrear una huella y tantear una rama que cedía al tacto. Avanzó, con misteriosa certeza y seguridad, seguido por los cazadores. Se detuvo ante un matorral. - Ahí dentro. Rodearon el matorral, pero la cerda volvió a escapar, con la punzada de una nueva lanza en su flanco. Los extremos de las lanzas, arrastrándose por el suelo, estorbaban los movimientos del animal y las afiladas puntas, cortadas en cruz, eran un tormento. Al tropezar con un árbol, una de las lanzas se hundió aún más; cualquiera de los cazadores podía ya seguir fácilmente las gotas de sangre viva. La tarde, brumosa, húmeda y asfixiante, pasaba lentamente; sangrante y enloquecida, la cerda avanzaba con creciente dificultad, y los cazadores la perseguían, unidos a ella por el deseo, excitados por la larga persecución y la sangre derramada. Podían verla ahora y estuvieron a punto de alcanzarla, pero con un esfuerzo supremo logró de nuevo distanciarse de ellos. Estaba ya a su alcance cuando penetró en un claro donde brillaban las flores multicolores y las mariposas bailaban en círculos en el aire cálido y pesado. - Va a llover a cántaros. - ¿Qué vamos a hacer con la hoguera? Ralph salió brincando hacia el bosque y regresó con una gran brazada de follaje, que arrojó al fuego. La rama crujió, las hojas se rizaron y el humo amarillento se extendió. Piggy trazó un garabato en la arena con los dedos. - Lo que pasa es que no tenemos bastante gente para mantener un fuego. A Samyeric hay que darles el mismo turno. Siempre lo hacen todo juntos... - ¡Claro! - Sí, pero eso no es justo. ¿Es que no lo entiendes? Debían hacer dos turnos distintos. Ralph reflexionó y lo entendió. Le molestaba comprobar que apenas reflexionaba como las personas mayores, y suspiró de nuevo. La isla cada vez estaba peor. Piggy miró al fuego. - Pronto vamos a necesitar otra rama verde. Ralph rodó al otro costado. - Piggy, ¿qué vamos a hacer? - Pues arreglárnoslas sin ellos. - Pero... la hoguera. Ceñudo, contempló el negro y blanco desorden en que yacían las puntas no calcinadas de las ramas. Intentó ser más preciso: - Estoy asustado. Vio que Piggy alzaba los ojos y continuó como pudo. - Pero no de Ja fiera..., bueno también tengo miedo de eso. Pero es que nadie se da cuenta de lo del fuego. Si alguien te arroja una cuerda cuando te estás ahogando..., si un médico te dice que te tomes esto porque si no te mueres..., lo harías, ¿verdad? - Pues claro que sí. - ¿Es que no lo entienden? ¿No se dan cuenta que sin una señal de humo nos moriremos aquí? ¡Mira eso! Una ola de aire caliente tembló sobre la ceniza, pero sin despedir la más ligera huella de humo. - No podemos mantener viva ni una sola hoguera. Y a ellos ni les importa. Y lo peor es que... - clavó los ojos en el rostro sudoroso de Piggy - lo peor es que a mí tampoco me importa a veces. Suponte que yo me vuelva como los otros, que no me importe. ¿Qué sería de nosotros? Piggy, profundamente afligido, se quitó las gafas. - No sé, Ralph, Hay que seguir, como sea. Eso es lo que harían los mayores. Una vez emprendida la tarea de desahogarse, Ralph la llevó hasta su fin. - Piggy, ¿qué es lo que pasa? Piggy le miró con asombro. - ¿Quieres decir por lo de la...? - No... quiero decir... que, ¿por qué se ha estropeado todo? Piggy se limpió las gafas despacio y pensativo. Al darse cuenta hasta qué punto le había aceptado Ralph, se sonrojó de orgullo. - No sé, Ralph. Supongo que la culpa la tiene él. - ¿Jack? - Jack. Alrededor de esa palabra se iba tejiendo un nuevo tabú. Ralph asintió con solemnidad. - Sí - dijo -, supongo que es cierto. Cerca de ellos, el bosque estalló en un alborozo. Surgieron unos seres demoníacos, con rostros blancos, rojos y verdes, que aullaban y gritaban. Los pequeños huyeron llorando. Ralph vio de reojo cómo Piggy echaba a correr. Dos de aquellos seres se abalanzaron hacia el fuego y Ralph se preparó para la defensa, pero tras apoderarse de unas cuantas ramas ardiendo escaparon a lo largo de la playa. Los otros tres se quedaron quietos, frente a Ralph; vio que el más alto de ellos, sin otra cosa sobre su cuerpo más que pintura y un cinturón, era Jack. Ralph había recobrado el aliento y pudo hablar. - Bueno, ¿qué quieres? Jack no le hizo caso; alzó su lanza y empezó a gritar. - Escuchadme todos. Yo y mis cazadores estamos viviendo en la playa, junto a la roca cuadrada. Cazamos, nos hinchamos a comer y nos divertimos. Si queréis uniros a mi tribu, venid a vernos. A lo mejor dejo que os quedéis. O a lo mejor no. Se calló y miró en torno suyo. Tras la careta de pintura, se sentía libre de vergüenza o timidez y podía mirarles a todos de uno en uno. Ralph estaba arrodillado junto a los restos de la hoguera como un corredor en posición de salida, con la cara medio tapada por el pelo y el hollín. Samyeric se asomaban como un solo ser tras una palmera al borde del bosque. Uno de los peques, con la cara encarnada y contraída, lloraba a gritos junto a la poza; sobre la plataforma, aferrada en sus manos la caracola, se hallaba Piggy. - Esta noche vamos a darnos un festín. Hemos matado un jabalí y tenemos carne. Si queréis, podéis venir a comer con nosotros. En lo alto, los cañones de las nubes volvieron a disparar. Jack y los dos anónimos salvajes que le acompañaban se sobresaltaron, alzaron los ojos y luego recobraron la calma. El peque seguía llorando a gritos. Jack esperaba algo. Apremió, en voz baja, a los otros: - ¡Venga... ahora! Los dos salvajes murmuraron. Jack les dijo con firmeza. - ¡Venga! Los dos salvajes se miraron, levantaron sus lanzas y dijeron a la vez: - El jefe ha hablado. Después, los tres dieron media vuelta y se alejaron a paso ligero. Ralph se levantó entonces, con la vista fija en el lugar por donde habían desaparecido los salvajes. Al llegar Samyeric balbucearon en un murmullo de temor: - Creí que era... -...y sentí... -...miedo. Piggy estaba en la plataforma, en un plano más alto, sosteniendo aún la caracola. - Eran Jack, Maurice y Robert - dijo Ralph -. Se están divirtiendo de lo lindo, ¿verdad? - Yo creí que me iba a dar un ataque de asma. - Al diablo con tu asma. - En cuanto vi a Jack pensé que se tiraba a la caracola. No sé por qué. El grupo de muchachos miró a la blanca caracola con cariñoso respeto. Piggy la puso en manos de Ralph y los pequeños, al ver aquel símbolo familiar, empezaron a regresar. - Aquí no. Sintiendo la necesidad de algo más ceremonioso se dirigió hacia la plataforma. Ralph iba en primer lugar, meciendo la caracola; le seguía Piggy, con gran solemnidad; detrás, los mellizos, los pequeños y todos los demás. - Sentaos todos. Nos han atacado para llevarse el fuego. Se están divirtiendo mucho. Pero la... Ralph se sorprendió ante la cortina que nublaba su cerebro. Iba a decirles algo, cuando la cortinilla se cerró. - Pero la... Le observaban muy serios, sin sentir aún ninguna duda sobre su capacidad. Ralph se apartó de los ojos la molesta melena y miró a Piggy. - Pero la... la... ¡la hoguera! ¡Pues claro, la hoguera! Empezó a reírse; se contuvo y recobró la fluidez de palabra. - La hoguera es lo más importante de todo. Sin ella no nos van a rescatar. A mí también me gustaría pintarme el cuerpo como los guerreros y ser un salvaje, pero tenemos que mantener esa hoguera encendida. Es la cosa más importante de la isla, porque, porque... De nuevo tuvo que hacer una pausa; la duda y el asombro llenaron el silencio. Piggy le murmuró rápidamente: - El rescate. - Ah, sí. Sin una hoguera no van a poder rescatarnos. Así que nos tenemos que quedar junto al fuego y hacer que eche humo. Cuando dejó de hablar todos permanecieron en silencio. Después de tantos discursos brillantes escuchados en aquel mismo lugar, los comentarios de Ralph les parecieron torpes, incluso a los pequeños. Por fin, Bill tendió las manos hacia la caracola. - Ahora que no podemos tener la hoguera allá arriba... porque es imposible tenerla allá arriba... vamos a necesitar más gente para que se ocupe de ella. ¿Por qué no vamos a ese festín y les decimos que lo del fuego es mucho trabajo para nosotros solos? Y, además, salir a cazar y todas esas cosas... ser salvajes, quiero decir... debe ser estupendo. Samyeric cogieron la caracola. - Bill tiene razón, debe ser estupendo... y nos han invitado... -...a un festín... -...con carne... -...recién asada... -...ya me gustaría un poco de carne... Ralph levantó la mano. - ¿Y quién dice que nosotros no podemos tener nuestra propia carne? Los mellizos se miraron. Bill respondió: - No queremos meternos en la jungla. Ralph hizo una mueca. - El sí se mete, ya lo sabéis. - Es un cazador. Todos ellos son cazadores. Eso es otra cosa. Nadie habló en seguida, hasta que Piggy, mirando a la arena, dijo entre dientes: - Carne... Los pequeños, sentados, pensaban seriamente en la carne y la sentían ya en sus bocas. Los cañonazos resonaron de nuevo sobre ellos y las copas de las palmeras repiquetearon bajo un repentino soplo de aire cálido. - Eres un niño tonto - dijo el Señor de las Moscas -. No eres más que un niño tonto e ignorante. Simón movió su lengua hinchada, pero nada dijo. - ¿No estás de acuerdo? - dijo el Señor de las Moscas -. ¿No es verdad que eres un niño tonto? Simón le respondió con la misma voz silenciosa. - Bien - dijo el Señor de las Moscas -, entonces, ¿por qué no te vas a jugar con los demás? Creen que estás chiflado. Tu no quieres que Ralph piense eso de tí, ¿verdad? Quieres mucho a Ralph, ¿no es cierto? Y a Piggy y a Jack. Simon tenía la cabeza ligeramente alzada. Sus ojos no podían apartarse: frente a él, en el espacio, pendía el Señor de las Moscas. - ¿Qué haces aquí solo? ¿No te doy miedo? Simón tembló. - No hay nadie que te pueda ayudar. Solamente yo. Y yo soy la Fiera. Los labios de Simón, con esfuerzo, lograron pronunciar palabras perceptibles. - Cabeza de cerdo en un palo. - ¡Qué ilusión, pensar que la Fiera era algo que se podía cazar, matar! - dijo la cabeza. Durante unos momentos, el bosque y todos los demás lugares apenas discernibles resonaron con la parodia de una risa -. Tú lo sabías, ¿verdad? ¿Que soy parte de ti? - Bueno, bueno - dijo Ralph -; no pierdas los estribos. Piggy se detuvo. - Tengo un dolor aquí, en la cabeza... Ojalá viniera un poco de aire fresco. - Si lloviese... - Si pudiésemos irnos a casa... Piggy se reclinó contra la pendiente del lado arenoso de la poza. Su estómago emergía del agua y se secó con el aire. Ralph lanzó un chorro de agua al cielo. El movimiento del sol se adivinaba por una mancha de luz que se distinguía entre las nubes. Se arrodilló en el agua y miró en torno suyo, - ¿Dónde están todos? Piggy se incorporó. - A lo mejor están tumbados en el refugio. - ¿Dónde está Samyeric? - ¿Y Bill? Piggy señaló a un lugar detrás de la plataforma. - Se fueron por ahí. A la fiesta de Jack. - Que se vayan - dijo Ralph inquieto -. Me trae sin cuidado. - Y sólo por un poco de carne... - Y por cazar - dijo Ralph juiciosamente -, y para jugar a que son una tribu y pintarse como los guerreros. Piggy removió la arena bajo el agua y no miró a Ralph. - A lo mejor debíamos ir también nosotros. Ralph le miró inmediatamente y Piggy se sonrojó. - Quiero decir... para estar seguros que no pasa nada. Ralph volvió a lanzar agua con la boca. Mucho antes de que Ralph y Piggy llegasen al encuentro con la pandilla de Jack, pudieron oír el alboroto de la fiesta. Las palmeras daban paso a una franja ancha de césped entre el bosque y la orilla. A sólo un paso de la hierba se hallaba la blanca arena llevada por el viento fuera del alcance de la marea: una arena cálida, seca y hollada. A continuación se veía una roca que se proyectaba hacia la laguna. Más allá, una pequeña extensión de arena, y luego, el borde del agua. Una hoguera ardía sobre la roca y la grasa del cerdo que estaban asando goteaba sobre las invisibles llamas. Todos los muchachos de la isla, salvo Piggy, Ralph y Simón y los dos que cuidaban del cerdo se habían agrupado en el césped. Reían y cantaban, tumbados en la hierba, en cuclillas o en pie, con comida en las manos. Pero a juzgar por las caras grasientas, el festín de carne había ya casi acabado; algunos bebían de unos cocos. Antes de comenzar el banquete habían arrastrado un tronco enorme hasta el centro del césped y Jack, pintado y enguirnaldado, se sentó en él como un ídolo. Había cerca de él montones de carne sobre hojas verdes, y también fruta y cocos llenos de agua. Llegaron Piggy y Ralph al borde de la verde plataforma. Al verles, los muchachos fueron enmudeciendo uno a uno hasta sólo oírse la voz del que estaba junto a Jack. Después, el silencio alcanzó incluso a aquel recinto y Jack se volvió sin levantarse. Les contempló durante algún tiempo. Los chasquidos del fuego eran el único ruido que se oía por encima del rumor del arrecife. Ralph volvió los ojos a otro lado, y Sam, creyendo que se había vuelto hacia él con intención de acusarle, soltó con una risita nerviosa el hueso que roía. Ralph dio un paso inseguro, señaló a una palmera y murmuró algo a Piggy que los demás no oyeron; después ambos rieron como lo había hecho Sam. Apartando la arena con los pies, Ralph empezó a caminar. Piggy intentaba silbar. En aquel momento, los muchachos que atendían el asado se apresuraron a coger un gran trozo de carne y corrieron con él hacia la hierba. Chocaron con Piggy, quemándole sin querer, y éste empezó a chillar y dar saltos. Al instante, Ralph y el grupo entero de muchachos se unieron en un mismo sentimiento de alivio, que estalló en carcajadas. Piggy volvió a ser el centro de una burla pública, logrando que todos se sintieran alegres como en oíros tiempos. Jack se levantó y agitó su lanza. - Dadles algo de carne. Los muchachos que sostenían el asador dieron a Ralph y a Piggy suculentos trozos. Aceptaron, con ansia, el regalo. Se pararon a comer bajo un cielo de plomo que tronaba y anunciaba la tormenta. De nuevo agitó Jack su lanza. - ¿Habéis comido todos bastante? Aún quedaba comida, dorándose en los asadores de madera, apilada en las verdes bandejas. Piggy, traicionado por su estómago, tiró un hueso roído a la playa y se agachó para servirse otro trozo. Jack habló de nuevo con impaciencia: - ¿Habéis comido todos bastante? Su voz indicaba una amenaza, nacida de su orgullo de propietario, y los muchachos se apresuraron a comer mientras les quedaba tiempo. Al comprobar que el festín tardaría en acabar, Jack se levantó de su trono de madera y caminó tranquilamente hasta el borde de la hierba. Escondido tras su pintura, miró a Ralph y a Piggy. Ambos se apartaron un poco, y Ralph observó la hoguera mientras comía. Advirtió, aunque sin comprenderlo, que las llamas se hacían ahora visibles contra la oscura luz. La tarde había llegado, no con tranquila belleza, sino con la amenaza de violencia. Habló Jack: - Traedme agua. Henry le llevó un casco de coco y Jack bebió observando a Piggy y a Ralph por encima del mellado borde. Su fuerza se concentraba en los bultos oscuros de sus antebrazos; la autoridad se posaba sobre sus hombros y le cuchicheaba como un mono al oído. - Sentaos todos. Los muchachos se colocaron en filas sobre la hierba frente a él, pero Ralph y Piggy permanecieron apartados, en pie, en la suave arena, en un plano algo más bajo. Jack les ignoró por el momento, volvió su careta hacia los muchachos sentados y les señaló con la lanza. - ¿Quién se va a unir a mi tribu? Ralph hizo un movimiento brusco que acabó en un tropezón. Algunos se volvieron a mirarle. - Os he dado de comer - dijo Jack -, y mis cazadores os protegerán de la fiera. ¿Quién quiere unirse a mi tribu? - Yo soy el jefe - dijo Ralph - porque me elegisteis a mí. Habíamos quedado en mantener viva una hoguera. Y ahora salís corriendo por un poco de comida... - ¡Igual que tú! - gritó Jack -. ¡Mira ese hueso que tienes en la mano! Ralph enrojeció. - Dije que vosotros erais los cazadores. Ese era vuestro trabajo. Jack le ignoró de nuevo. - ¿Quién quiere unirse a mi tribu y divertirse? - Yo soy el jefe - dijo Ralph con voz temblorosa -. - ¿Y qué va a pasar con la hoguera? Además, yo tengo la caracola... - No la has traído aquí - dijo Jack con sorna -. La has olvidado. ¿Te enteras, listo? Además, en este extremo de la isla la caracola no cuenta... De repente estalló el trueno. En vez de un estallido amortiguado fue esta vez el ruido de la explosión en el punto de impacto. - Aquí también cuenta la caracola - dijo Ralph -, y en toda la isla. - A ver. demuéstramelo. Ralph observó las filas de muchachos. No halló en ellos ayuda alguna, y miró a otro lado, aturdido y sudando. - La hoguera..., el rescate - murmuró Piggy. - ¿Quién se une a mi tribu? - Yo me uno. - Yo. - Yo me uno. - Tocaré la caracola - dijo Ralph, sin aliento - y convocaré una asamblea. - No le vamos a hacer caso. Piggy tocó a Ralph en la muñeca. - Vamonos. Va a haber jaleo. Ya nos hemos llenado de carne. Hubo un chispazo de luz brillante detrás del bosque y volvió a estallar un trueno, asustando a uno de los pequeños, que empezó a lloriquear. Comenzaron a caer gotas de lluvia, cada una con su sonido individual. - Va a haber tormenta - dijo Ralph -, y vais a tener lluvia otra vez, como cuando caímos aquí. Y ahora, ¿quién es el listo? ¿Dónde están vuestros refugios? ¿Qué es lo que vais a hacer? Los cazadores contemplaban intranquilos el cielo, retrocediendo ante el golpe de las gotas. Una ola de inquietud sacudió a los muchachos, impulsándoles a correr aturdidos de un lado a otro. Los chispazos de luz se hicieron más brillantes y el estruendo de los truenos era ya casi insoportable. Los pequeños corrían sin dirección y gritaban. Jack saltó a la arena. - ¡Nuestra danza! ¡Vamos! ¡A bailar! Corrió como pudo por la espesa arena hasta el espacio pedregoso, detrás de la hoguera. Entre cada dos destellos de los relámpagos el aire se volvía oscuro y terrible; los muchachos, con gran alboroto, siguieron a Jack. Roger hizo de jabalí, gruñendo y embistiendo a Jack, que trataba de esquivarle. Los cazadores cogieron sus lanzas, los cocineros sus asadores de madera y el resto, garrotes de leña. Desplegaron un movimiento circular y entonaron un cántico. Mientras Roger imitaba el terror del jabalí, los pequeños corrían y saltaban en el exterior del círculo. Piggy y Ralph, bajo la amenaza del cielo, sintieron ansias de pertenecer a aquella comunidad desquiciada, pero hasta cierto punto segura. Les agradaba poder tocar las bronceadas espaldas de la fila que cercaba al terror y le domaba. - ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre! El movimiento se hizo rítmico al perder el cántico su superficial animación original y empezar a latir como un pulso firme. Roger abandonó su papel para convertirse en cazador, dejando ocioso el centro del circo. Algunos de los pequeños formaron su propio círculo, y los círculos complementarios giraron una y otra vez, como si aquella repetición trajese la salvación consigo. Era el aliento y el latido de un solo organismo. El oscuro cielo se vio rasgado por una flecha azul y blanca. Un instante después el estallido caía sobre ellos como el golpe de un látigo gigantesco. El cántico se elevó en tono de agonía. - ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre! Surgió entonces del terror un nuevo deseo, denso, urgente, ciego. - ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre! De nuevo volvió a rasgar el cielo la mellada flecha azul y blanca, al tiempo que una explosión sulfurosa azotaba la isla. Los pequeños chillaron y se escabulleron por donde pudieron, huyendo del borde del bosque; uno de ellos, en su terror, rompió el círculo de los mayores. - ¡Es ella! ¡Es ella! El círculo se abrió en herradura. Algo salía a gatas del bosque. Una criatura oscura, incierta. Los chillidos estridentes que se alzaron ante la fiera parecían la expresión de un dolor. La fiera penetró a tropezones en la herradura. - ¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre! La flecha azul y blanca se repetía incesantemente; el ruido se hizo insoportable. Simón gritaba algo acerca de un hombre muerto en una colina. Los gestos de Piggy cesaron ante la voz ahogada y dolorida de Ralph. Se agachó y esperó. Ralph se balanceaba de un lado a otro meciendo la caracola. - ¿Es que no lo entiendes, Piggy? Las cosas que hicimos... - A lo mejor todavía está... - No. - A lo mejor sólo fingía... La voz de Piggy se apagó al ver el rostro de Ralph. - Tú estabas fuera. Estabas fuera del círculo. Nunca llegaste a entrar. ¿Pero no viste lo que nosotros... lo que hicieron? Había horror en su voz y a la vez una especie de febril excitación. - ¿No lo viste, Piggy? - No muy bien, Ralph. Ahora sólo tengo un ojo; lo debías saber ya, Ralph. Ralph siguió balanceándose de un lado a otro. - Fue un accidente - dijo Piggy bruscamente -; eso es lo que fue, un accidente. Su voz volvió a elevarse. - Saliendo así de la oscuridad..., ¿a quién se le ocurre salir arrastrándose así de la oscuridad? Estaba chiflado. El mismo se lo buscó. Volvió a hacer grandes gestos. - Fue un accidente. - Tú no viste lo que hicieron... - Mira, Ralph, hay que olvidar eso. No nos va a servir de nada pensar en esas cosas, ¿entiendes? - Estoy aterrado. De nosotros. Quiero irme a casa. ¡Quiero irme a mi casa! - Fue un accidente - dijo Piggy con obstinación -, y nada más. Tocó el hombro desnudo de Ralph y Ralph tembló ante aquel contacto humano. - Y escucha, Ralph - Piggy lanzó una rápida mirada en torno suyo y después se le acercó -...no les digas que estábamos también en esa danza. No se lo digas a Samyeric. - ¡Pero estábamos allí! ¡Estábamos todos! Piggy movió la cabeza. - Nosotros no nos quedamos hasta el final. Y como estaba todo oscuro, nadie se fijaría. Además, tú mismo has dicho que yo estaba fuera... - Y yo también - murmuró Ralph -. Yo también estaba fuera. Piggy asintió con ansiedad. - Eso. Estábamos fuera. No hemos hecho nada; no hemos visto nada. Calló un momento y después continuó: - Nos iremos a vivir por nuestra cuenta, nosotros cuatro... - Nosotros cuatro. No vamos a ser bastantes para tener encendida la hoguera. - Lo podemos intentar. ¿Ves? La encendí yo. Llegaron del bosque Samyeric arrastrando un gran tronco. Lo tiraron junto al fuego y se dirigieron a la poza. Ralph se puso en pie de un salto. - ¡Eh, vosotros dos! Los mellizos se detuvieron unos instantes y después siguieron adelante. - Se van a bañar, Ralph. - Será mejor acabar con ello de una vez. Los mellizos se sorprendieron al ver a Ralph. Se sonrojaron, sin atreverse a mirarle. - Ah, ¿eres tú, Ralph? Hola. - Hemos estado en el bosque... -...cogiendo leña para la hoguera... -...anoche nos perdimos. Ralph se miró a los pies: - Os perdisteis después de... Piggy limpió su lente. - Después de la fiesta - dijo Sam con voz apagada. Eric asintió: - Sí, después de la fiesta. - Nosotros nos fuimos muy pronto - se apresuró a decir Piggy -, porque estábamos cansados. - Nosotros también... -...muy pronto... -...estábamos muy cansados. Sam se llevó la mano a un rasguño en la frente y la retiró en seguida. Eric se tocó el labio cortado. - Sí, estábamos muy cansados - volvió a decir Sam -, así que nos fuimos pronto. ¿Estuvo bien la...? El aire estaba cargado de cosas inconfesables que nadie se atrevía a admitir. Sam giró el cuerpo y lanzó la repugnante palabra: - ¿... danza? El recuerdo de aquella danza, a la que ninguno de ellos había asistido sacudió a los cuatro muchachos como una convulsión. - Nos fuimos pronto. Cuando Roger llegó al istmo que unía el Peñón del Castillo a la tierra firme no se sorprendió al oír la voz de alto. Durante la espantosa noche había ya imaginado que encontraría a algunos de la tribu protegiéndose en el lugar más seguro contra los horrores de la isla. La firme voz sonó desde lo alto, donde se balanceaba la pirámide de riscos. - ¡Alto! ¿Quién va? - Roger. - Puedes avanzar, amigo. Roger avanzó. - Sabías muy bien que era yo. - El jefe nos ha dicho que tenemos que dar el alto a todos. Roger alzó los ojos. - Ya me dirás cómo ibas a impedir que pasara. - Sube y verás. Roger trepó por el acantilado, con sus salientes a guisa de escalones - Tú mira esto. Habían empotrado un tronco bajo la roca más alta y otro bajo aquel haciendo palanca. Robert se apoyó ligeramente en la palanca y la roca rechinó. Un esfuerzo mayor la hubiese lanzado tronando sobre el istmo. Roger se quedó asombrado. - Menudo Jefe tenemos, ¿verdad? Robert asintió. - Nos va a llevar de caza. Indicó con la barbilla en dirección a los lejanos refugios, de donde salía un hilo de humo blanco que trepaba hacia el cielo. Roger, sentado en el borde mismo del acantilado, se volvió para contemplar con aire sombrío la isla, mientras se hurgaba en un diente suelto. Su mirada se posó sobre la cima de la lejana montaña y Robert se apresuró a desviar el silenciado tema. - Le va a dar una paliza a Wilfred. - ¿Por qué? Robert movió la cabeza en señal de ignorancia. - No sé. No ha dicho nada. Se enfadó y nos obligó a atar a Wilfred. Lleva... - lanzó una risita excitada - lleva horas ahí atado, esperando... - ¿Y el Jefe no ha dicho por qué? - Yo no le he oído nada. Roger, sentado en las gigantescas rocas, bajo un sol abrasador, recibió aquellas noticias como una revelación. Dejó de tirarse del diente y se quedó quieto, reflexionando sobre las posibilidades de una autoridad irresponsable. Después, sin más palabras, descendió por detrás de las rocas y se dirigió a la caverna para reunirse con el resto de la tribu. Allí, sentado, estaba el jefe, desnudo hasta la cintura y con la cara pintada de rojo y blanco. Ante él, sentados en semicírculo, estaban los miembros de la tribu. Wilfred, recién azotado y libre de ataduras, gemía ruidosamente al fondo. Roger se sentó con los demás. - Mañana - continuó el Jefe - iremos otra vez a cazar. Señaló con la lanza a unos cuantos salvajes. - Algunos os tenéis que quedar aquí para arreglar bien la cueva y defender la entrada. Yo me iré con unos cuantos cazadores para traer carne. Los centinelas tienen que cuidar que los otros no se metan aquí a escondidas... Uno de los salvajes levantó la mano y el Jefe volvió hacia él un rostro rígido y pintado. - ¿Por qué iban a querer entrar a escondidas, Jefe? El Jefe habló con seriedad, pero sin precisar: - Porque sí. Intentarán estropear todo lo que hagamos. Así que los centinelas tienen que andar con cuidado. Y otra cosa... El Jefe se detuvo. La lengua asomó a sus labios como una lagartija rosada y desapareció bruscamente. -...y otra cosa; puede que la fiera intente entrar. Ya os acordáis cómo vino arrastrándose... El semicírculo de muchachos asintió con estremecimientos y murmullos. - Vino... disfrazado. Y a lo mejor vuelve otra vez, aunque le dejemos la cabeza de nuestra caza para su comida. Así que hay que estar atentos y tener cuidado. Stanley levantó el brazo que tenía apoyado contra la roca y alzó un dedo inquisitivo. - ¿Sí? - ¿Pero es que no la..., no la...? Se turbó y miró al suelo. - ¡No! En el silencio que sucedió, cada uno de los salvajes intentó huir de sus propios recuerdos. - ¡No! ¿Cómo íbamos a poder... matarla... nosotros? Con alivio por lo que aquello implicaba, pero asustados por los terrores que les guardaba el futuro, los salvajes murmuraron de nuevo entre sí. - Así que no os acerquéis a la montaña - dijo el Jefe en tono serio -, y dejadle la cabeza de la presa siempre que cacéis algo. Sidney volvió a levantar un dedo. - Yo creo que la fiera se disfrazó. - Quizá - dijo el Jefe. Se enfrentaban con una especulación teológica -. De todos modos, lo mejor será estar a buenas con ella. Puede ser capaz de cualquier cosa. La tribu meditó aquellas palabras y todos se agitaron como si les hubiese azotado una ráfaga de viento. El Jefe, al darse cuenta del efecto que habían causado sus palabras, se levantó bruscamente. - Pero mañana iremos de caza y cuando tengamos carne habrá un banquete... Bill levantó la mano. - Jefe. - ¿Sí? - ¿Con qué vamos a encender el fuego? La arcilla blanca y roja escondió el sonrojo del jefe. Ante su vacilante silencio, la tribu dejó escapar un nuevo murmullo. El Jefe alzó la mano. - Les quitaremos fuego a los otros. Escuchad. Mañana iremos de caza y traeremos carne. Pero esta noche yo iré con dos cazadores... ¿Quién viene conmigo? Maurice y Roger levantaron los brazos. - Maurice... - ¿Sí, Jefe? - ¿Dónde tenían la hoguera? - Donde antes, junto a la roca. El Jefe asintió con la cabeza. Sin saber cómo, se encontró bailando alrededor de un farol. Un autobús se deslizaba abandonando la estación, un autobús extraño... - ¡Ralph! ¡Ralph! - ¿Qué pasa? - No hagas ese ruido... - Lo siento. De la oscuridad del otro extremo del refugio llegó un lamento de terror, y en su pánico hicieron crujir las hojas. Samyeric, enlazados en un abrazo, luchaban uno contra el otro. - ¡Sam! ¡Sam! - ¡Eh... Eric! Renació el silencio. Piggy dijo en voz baja a Ralph: - Tenemos que salir de esto. - ¿Qué quieres decir? - Que tienen que rescatarnos. Por primera vez aquel día, y a pesar del acecho de la oscuridad, Ralph pudo reír. - En serio - murmuró Piggy -. Si no volvemos pronto a casa nos vamos a volver chiflados. - Como chivas. - Chalados. - Tarumbas. Ralph se apartó de los ojos los rizos húmedos. - ¿Por qué no escribes una carta a tu tía? Piggy lo pensó seriamente. - No sé dónde estará ahora. Y no tengo sobre ni sello. Y no hay ningún buzón. Ni cartero. El resultado de su broma excitó a Ralph. Le dominó la risa; su cuerpo se estremecía y saltaba. Piggy amonestó en tono solemne: - No es para tanto... Ralph siguió riendo, aunque ya!„• dolía el pecho. Su risa le agotó; quedó rendido y con la respiración entrecortada, en espera de un nuevo espasmo. Durante uno de aquellos intervalos, el sueño le sorprendió. -... ¡Ralph! Ya estás haciendo ese ruido otra vez. Por favor, Ralph, cállate... porque... Ralph se removió entre las hojas. Tenía razones para agradecer la interrupción de su pesadilla, pues el autobús se aproximaba más y más y se le veía ya muy cerca. - ¿Por qué has dicho «porque»...? - Calla... y escucha. Ralph se echó con cuidado, provocando un largo susurro de las hojas. Eric gimoteó algo y se quedó quieto. La oscuridad era espesa como un manto, salvo por el inútil cuadro que contenía las estrellas. - No oigo nada. - Algo se mueve ahí afuera. Ralph sintió un cosquilleo en su cabeza; el ruido de su sangre ahogaba todo otro sonido; después se apaciguó. - Sigo sin oír nada. - Tú escucha. Escucha un rato. A poco más de un metro, a espaldas del refugio, se oyó el claro e indudable chasquido de un palo al quebrarse. La sangre volvió a palpitar en los oídos de Ralph; confusas imágenes se perseguían una a otra en su mente. Y algo que participaba de todas aquellas imágenes les acechaba desde el exterior. Sintió la cabeza de Piggy contra su hombro y el crispado apretón de su mano. - ¡Ralph! ¡Ralph! - Calla y escucha. Con desesperación, rezó Ralph para que la fiera escogiese a alguno de los pequeños. Se oyó afuera una voz aterradora que murmuraba: - Piggy... Piggy. - ¡Ya está aquí! - dijo Piggy sin aliento - ¡Era verdad! Se asió a Ralph e intentó recobrar el aliento. - Piggy, sal afuera. Te busco a ti, Piggy. Ralph apretó la boca junto al oído de Piggy: - No digas nada. - Piggy..., ¿dónde estás, Piggy? Algo rozó contra la pared del refugio. Piggy se mantuvo inmóvil durante unos instantes, después vino el ataque de asma. Dobló la espalda y pataleó las hojas. Ralph rodó para apartarse. En la entrada del refugio se oyó un gruñido salvaje y siguió la invasión de una masa viva y móvil. Alguien cayó sobre el rincón de Ralph y Piggy, que se convirtió en un caos de gruñidos, golpes y patadas. Ralph pegó y al hacerlo se vio entrelazado con lo que parecía una docena de cuerpos que rodaban por el suelo con él, cambiando golpes, mordiscos y arañazos. Sacudido y lleno de rasguños, encontró unos dedos junto a su boca y mordió con todas sus fuerzas. Un puño retrocedió y volvió como un pistón sobre Ralph, que sintió explotar el refugio en un estallido de luz. Ralph se desvió hacia un lado y cayó sobre un cuerpo que se retorció bajo él; sintió junto a sus mejillas un aliento ardiente. Golpeó aquella boca como si su puño fuese un martillo; sus golpes eran más coléricos, más histéricos a medida que aquel rostro se volvía más resbaladizo. Cayó hacia un lado cuando una rodilla se clavó entre sus piernas; el dolor le sobrecogió y le obligó a abandonar la pelea, que continuó en torno suyo. En aquel momento el refugio se derrumbó con aprensiva resolución y las anónimas figuras se apresuraron a buscar una salida. Oscuros personajes fueron levantándose entre las ruinas y huyeron; por fin, pudieron oírse de nuevo los gritos de los pequeños y los ahogos de Piggy. Con voz trémula ordenó Ralph: - Vosotros, los peques, volved a acostaros. Ha sido una pelea con los otros. Ahora iros a dormir. Samyeric se acercaron a ver a Ralph. - ¿Estáis los dos bien? - Supongo... -... a mí me dieron una buena paliza. - Y a mí. ¿Qué tal está Piggy? Sacaron a Piggy de las ruinas y le apoyaron contra un árbol. La noche había refrescado y se hallaba libre de nuevos terrores. La respiración de Piggy era algo más pausada. - ¿Te hicieron daño, Piggy? - No mucho. - Eran Jack y sus cazadores - dijo Ralph con amargura -. ¿Por qué no nos dejarán en paz? - Les dimos un buen escarmiento - dijo Sam. La sinceridad le obligó a añadir: - Por lo menos tú sí que se lo diste. Yo me hice un lío con mi propia sombra en un rincón. - A uno de ellos le hice ver las estrellas - dijo Ralph -. Le hice pedazos. No tendrá ganas de volver a pelear con nosotros en mucho tiempo. - Yo también - dijo Eric -. Cuando me desperté, uno me estaba dando patadas en la cara. Creo que estoy sangrando por toda la cara, Ralph. Pero al final salí ganando yo. - ¿Qué le hiciste? - Levanté la rodilla - dijo Eric con sencillo orgullo - y le di en las pelotas. ¡Si le oís gritar! Ese tampoco va a volver en un buen rato. Así que no lo hicimos mal del todo. Ralph hizo un brusco movimiento en la oscuridad; pero oyó a Eric hacer ruido con la boca. - ¿Qué te pasa? - Es sólo un diente que se me ha soltado. Piggy dobló las piernas. - ¿Estás bien, Piggy? - Creí que venían por la caracola. Ralph bajó corriendo por la pálida playa y saltó a la plataforma. La caracola seguía brillando junto al asiento del jefe. Se quedó observándola unos instantes y después volvió al lado de Piggy. - Sigue ahí. - Ya lo sé. No vinieron por la caracola. Vinieron por otra cosa. Ralph... ¿qué voy a hacer? Lejos ya, siguiendo la línea arqueada de la playa, corrían tres figuras en dirección al Peñón del Castillo. Se mantenían junto al agua, tan alejados del bosque como podían. De vez en cuando cantaban a media voz; y otras veces se paraban a dar volteretas junto a la móvil línea fosforescente del agua. Iba delante el jefe, que corría con pasos ligeros y firmes, exultante por su triunfo. Ahora sí era verdaderamente un jefe, y con su lanza apuñaló el aire una y otra vez. En su mano izquierda bailaban las gafas rotas de Piggy. En el breve frescor del alba, los cuatro muchachos se agruparon en torno al negro tizón que señalaba el lugar de la hoguera, mientras Ralph se arrodillaba y soplaba. Cenizas grises y ligeras como plumas saltaban de un lado a otro impelidas por su aliento, pero no brilló entre ellas ninguna chispa. Los mellizos miraban con ansiedad y Piggy se había sentado, sin expresión alguna, detrás del muro luminoso de su miopía. Ralph siguió soplando hasta que los oídos le zumbaron por el esfuerzo, pero entonces la primera brisa de la madrugada vino a relevarle y le cegó con cenizas. Retrocedió, lanzó una palabrota y se frotó los ojos húmedos. - Es inútil. Eric le observó a través de una máscara de sangre seca. Piggy fijó su mirada hacia el lugar donde adivinaba la figura de Ralph. - Pues claro que es inútil, Ralph. Ahora ya no tenemos ninguna hoguera. Ralph acercó su cara a poco más de medio metro de la de Piggy. - ¿Puedes verme? - Un poco. Ralph dejó que la hinchazón de su mejilla volviera a cubrir el ojo. - Se han llevado nuestro fuego. La ira elevó su voz en un grito: - ¡Nos lo han robado! - Así son ellos - dijo Piggy -. Me han dejado ciego, ¿te das cuenta? Así es Jack Merridew. Convoca una asamblea, Ralph, tenemos que decidir lo que vamos a hacer. - ¿Una asamblea con los pocos que somos? - Es lo único que nos queda. Sam... deja que me apoye en ti. Se dirigieron a la plataforma. - Suena la caracola - dijo Piggy -. Sóplala con todas tus fuerzas. Resonó el bosque entero; los pájaros se elevaron y las copas de los árboles se llenaron de sus chirridos, como en aquella primera mañana que parecía ya siglos atrás. La playa estaba desierta a ambos lados, pero de los refugios salieron unos cuantos peques. Ralph se sentó en el pulido tronco y los otros tres se quedaron en pie, frente a él. Hizo una señal con la cabeza y Samyeric se sentaron a su derecha. Ralph pasó a Piggy la caracola. Con gran cuidado sostuvo el brillante objeto y guiñó los párpados en dirección a Ralph. - Bueno, empieza. - He cogido la caracola para deciros esto: no puedo ver nada y esos me tienen que devolver mis gafas. Se han hecho cosas horribles en esta isla. Yo te voté a ti para jefe. Es el único que sabía lo que hacía. Así que habla tú ahora, Ralph, y dinos lo que tenemos que hacer... O si no...
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